Rusia en 1931 Reflexiones Al Pie Del Kremlin Cesar Vallejo

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César Vallejo

Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin

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NOTA DEL EDITOR A LA PRIMERA EDICIÓN
(MADRID, 1931)

La personalidad literaria de César Vallejo, el autor de esta obra, es conocidísima


en los medios intelectuales españoles e hispanoamericanos desde el año 1919 (sic), en, que
comienza su obra poética con los libros: LOS HERALDOS NEGROS y TRILCE. La crítica
de vanguardia ha considerado estos libros de Vallejo como la iniciación de una nueva
época en la poesía castellana.
César Vallejo, de nacionalidad peruana, toma parte activa en las luchas políticas
de su país, siendo perseguido y encarcelado varias veces. En 1923 viene a Europa y fija su
residencia en París. En 1928, su alma inquieta, sus preocupaciones diversas: poesía,
sociología, vitalidad, le impulsan hacia otras rutas, y realiza un viaje de estudio por
Alemania, Rusia, Inglaterra, Italia, Austria y Europa Oriental. Vuelve a París con un ansia
tremante de actividades ideológicas. Marcha de nuevo a Rusia, de donde retorna a París
en 1930. Y es entonces cuando el Gobierno francés de Tardieu le persigue por sus
campañas literarias contra el capitalismo mundial. César Vallejo tiene que abandonar
Francia y se presenta en los círculos intelectuales madrileños con el espíritu amustiado
por las nieblas de todos los caminos, con su gesto de hombre que ha sentido en sí mismo el
dolor de todos los hombres, con su, bagaje literario y vital de la más alta alcurnia.
Ya entre nosotros, y con nosotros, publica una novela, EL TUNGSTENO, sobre la
explotación de los indios en las minas de su país: preocupación social de hombre actual
que se llena de luz en las nuevas auroras de la Justicia. Y ahora, este libro, RUSIA EN
1931, donde se recogen las impresiones de sus estancias en la Rusia soviética.
César Vallejo ha estado en el país de Stalin por su cuenta. No ha ido en misión
oficial, con ninguna subvención, con ninguna representación de grupo ni de entidad
política. A cuerpo y cara limpios. No se podrá decir por nadie que escribe este libro
obedeciendo mandatos propagandistas. Vallejo no tiene ninguna relación más o menos
escabrosa con las instituciones soviéticas. Por eso los juicios que da en esta obra son los
libres e imparciales de todo hombre honrado que no cuenta sino lo que ha visto con sus
propios ojos.
EDICIONES ULISES consideran este libro como la versión más completa, más rica
en facetas, más profundas, imparcial y actualísima de cuantas se han dado sobre el Soviet
en Francia, Alemania, Inglaterra y España. Por ello la hemos acogido con honda
satisfacción en nuestra «Colección Nueva Política»; y porque ello representa, además, la
exaltación al gran público de nuestros lectores de un auténtico valor de nuestra raza y de
nuestro idioma.
EDICIONES ULISES

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NOTA DEL AUTOR A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Que yo sepa, la mayoría de los reportajes escritos sobre Rusia pueden clasificarse
en cuatro categorías: el reportaje que, titulándose de estudio del mundo soviético, se
limita, en realidad, a hablar únicamente de la Rusia prerrevolucionaria y antigua (casi
todo el libro de Stefan Zweig); el estudio técnico, el simple reportaje fotográfico y sin
comentario y, por último, el reportaje interpretativo y crítico.
Los reportajes de la primera categoría no valen la pena de ocuparse aquí de ellos,
pues carecen de significación dentro de la bibliografía soviética. Hablemos un poco de las
otras tres categorías.
El estudio técnico no concierne sino a los iniciados: políticos, economistas,
hombres de ciencia, artistas. Es un informe profesional o académico para un círculo
estrecho de profesionales. Su alcance termina donde empieza el criterio medio del gran
público. Tales son, verbigracia, el informe de las Trades-Unions británicas, o el más
reciente de la delegación industrial yanqui, o el libro de política de Herriot, o el de
Moussinac sobre cinema, o el de Crowther sobre la ciencia soviética.
El reportaje meramente informativo y noticioso, tratándose de un fenómeno tan
proteico y fluyente como es la revolución rusa, apenas deja en el no iniciado impresiones
superficiales, dispersas y, a la larga, falsas, sin encadenamiento ni contenido orgánicos.
La simple exposición de un hecho aislado define, a lo sumo, la existencia de éste y una
existencia de fachada aparente. Sólo su interpretación descubre el basamento social del
hecho, su relación con los demás anteriores, simultáneos y posteriores; en fin: su
movimiento dialéctico, su trascendencia vital, su perspectiva histórica. Un ejemplo de estos
reportajes exclusivamente fotográficos es el libro de Hükbeklen.
Los reportajes de la cuarta categoría son ya críticos; pero de una crítica
sentimental y subjetiva (los libros de Istrati, de Durtain, de Violis, d e Duhamel). La base
racional y objetiva del espíritu crítico rige con igual rigor en las ciencias sociales como en
las ciencias naturales. Tan necio sería negar, por un motivo sentimental, que el sol
alumbra, como negar, por ejemplo, que el trabajo es el único productor de la riqueza. De
otro lado, tampoco se logra explicar certeramente un hecho si el juicio no se desenvuelve
en un terreno científico, o siquiera sea de cierta iniciación científica, accesible y necesaria
al criterio medio del lector. No basta haber estado en Rusia: menester es poseer un
mínimum de cultura sociológica para entender, coordinar y explicar lo que se ha visto.
No hace falta añadir aquí que los demás libros de «impresiones» de viaje a Rusia
no son más que pura literatura.
***

El presente libro se dirige, de preferencia, al gran público. Mi propósito es de dar


en él una imagen del proceso soviético, interpretada objetiva y racionalmente y desde
cierto plano técnico. Trato de exponer los hechos tal como los he visto y comprobado
durante mis permanencias en Rusia, y trato también de descubrirles, en lo posible, su
perspectiva histórica, iniciando a los lectores en el conocimiento más o menos científico de
aquéllos, conocimiento científico sin el cual nadie se explica nada claramente. Mi esfuerzo
es, a la vez, de ensayo y de vulgarización.
Los juicios de este libro parten del principio según el cual los acontecimientos no
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son buenos ni malos por sí mismos ni en si mismos, sino que tienen el alcance y la
significación que les da su trabazón dentro del devenir social. Quiero decir con esto que yo
avaloro la situación actual de Rusia. más por la velocidad, el ritmo y el sentido del
fenómeno revolucionario —que constituyen el dato viviente y esencial de toda historia—,
que por el índice de los resultados ya obtenidos, que es el dato anecdótico y muerto de la
historia. La vida de un individuo o de un país exige, para ser comprendida, puntos de vista
dialécticos, criterios en movimiento. La trascendencia de un hecho reside menos en lo que
él representa en un momento dado, que en lo que él representa como potencial de otros
hechos por venir. De aquí que en este libro insisto a menudo en acotar y hacer resaltar los
valores determinantes de futuras realidades, mediatas o inmediatas, pero ciertas e
incontrastables.
***

Los datos estadísticos relativos a 1931 están tomados de las «Cifras de control»
correspondientes a la coyuntura del segundo y tercer año del Plan Quinquenal.

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ADVERTENCIA A LA PRIMERA EDICIÓN PERUANA
(LIMA, 1959)

César Vallejo estuvo en la Unión Soviética en dos oportunidades: en los años de


1928 y 1929. Fecundo fruto de su permanencia en la patria de Lenin fue su obra Rusia en
1931, Reflexiones al pie del Kremlin, que la Editora PERÚ NUEVO se honra en reproducir,
veintiocho años después de la edición original. En ésta se deslizaron una serie de erratas,
que hemos enmendado en la medida de nuestras posibilidades. No obstante, como dejamos
anotado en los sitios correspondientes de este libro, en la edición madrileña —por error de
composición tipográfica— se perdieron dos líneas, que hemos evitado reconstruir porque
ello sería una suerte de infidelidad con el texto original, que, por desgracia, ya no existe.
Sin embargo, colígese que el concepto de entrambas líneas no es fundamental, y que ni
siquiera entorpece el meollo de la narración.
En la primera edición, en la «Nota del Editor», se fija la aparición de Los heraldos
negros y Trilce en él año 1919. Aclaramos que el primer libro vio la luz en 1918 y el
segundo —en su edición príncipe— el 1922, ambos en Lima.
Asimismo, dejamos constancia de que hemos respetado la escritura del autor, en lo
concerniente a diversos vocablos o nombres rusos, pues no existen reglas normativas al
respecto, aunque hoy predomina en la URSS la tendencia a hacer un traslado más fonético
y simple de sus voces a las lenguas extranjeras. Tal, por ejemplo, antaño, Vallejo escribía
kolskos y sovkos por lo que hoy día conocemos con los nombres de koljós y sovjós (granjas
colectivas y granjas del Estado, respectivamente). De igual manera, mientras, ahora, en
Occidente el apellido del Primer Ministro soviético se escribe Khrushchev, en cambio, en
los impresos en castellano, que se editan en la URSS, aparece como el señor Jruschov.
Lo anterior, pese a todo, tiene un carácter adjetivo.
Donde sí deseamos hacer hincapié es en el fondo, en la materia misma de esta obra.
Resulta a todas luces claro que, en el proceso dialéctico de la construcción de la sociedad
socialista, ha habido cambios o transformaciones sustanciales, a la par que la vida misma ha
creado nuevas formas y realidades sociales, a partir de la fecha en que nuestro gran Vallejo
estuvo en la URSS. Verbigracia, ya no es Moscú la ciudad enclaustrada, que el autor
vindica en su visión del porvenir; hoy la proeza ingenieril del Canal Volga-Don la une
permanentemente, y en gran escala, con mares y océanos, convirtiendo a la urbe moscovita
(de más de seis millones de habitantes) en uno de los primeros puertos fluviales del mundo.
El irrestricto amor libre y su secuela, de que nos habla el autor, pasaron a, la historia de «la
sexta parte socialista del mundo» como un ensayo intrascendente; ahora, la unión de los
cónyuges, dentro de la ley soviética y acorde con una nueva moral, constituye la célula de
la sociedad socialista.
Los nepmen y los kulaks han desaparecido para siempre. La educación ha superado,
infinitamente, los moldes, la técnica y los programas de entonces. Con sus realizaciones, en
la tierra y en el cielo, la ciencia soviética ha causado la admiración del mundo; y esto lo han
reconocido —en pública congratulación, que los enaltece— el Presidente de los Estados
Unidos y el Primer Ministro británico. Finalmente, el atraso momentáneo, la mendicidad
supérstite, la rigurosa austeridad de aquellos tiempos, sólo diez años distantes de la
Revolución de Octubre (tiempos en que aún pesaban la herencia zarista, las consecuencias

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de la guerra civil, de las invasiones extranjeras y el rígido bloqueo a que estuvo sometida la
Unión Soviética); todo esto, y mucho más que vio Vallejo, se ha ido para no volver. Es
más, en estos días se ha anunciado que, dentro de una década, la URSS sobrepasará a los
Estados Unidos, el más avanzado país capitalista, en los principales rubro s de su
producción global y per capita; e, igualmente, que el ciudadano soviético tendrá el más alto
nivel de vida del mundo y el más bajo período de tiempo de trabajo que se haya conocido
en el planeta, desde que existe el hombre como productor.
Se infiere, muy claramente, que César Vallejo previó todo esto. Es más, precisó, en
su «Nota» de presentación a la primera edición, lo siguiente: «en este libro insisto a
menudo en acotar y hacer resaltar los valores determinantes de futuras realidades, mediatas
o inmediatas, pero ciertas e incontrastables». Y más adelante, el autor de Poemas Humanos
nos asegura que «El Soviet conduce al porvenir».
Al lado de panoramas superados, y de estadísticas que ya no vienen al caso
—pasados treinta años de su permanencia en la URSS—, el profundo Vallejo nos ha dejado
el testimonio invalorable —en contrapunto ejemplar, en claroscuro alucinante— del mundo
feudal-burgués que agonizaba, frente al alba del nuevo mundo proletario. En este sentido,
Rusia en 1931 es un ensayo precursor de muy difícil parangón en la bibliografía
especializada de nuestra América y España.
Otro de los merecimientos de la obra, que presentamos por primera vez en nuestro
Continente, radica en la categoría espiritual del amaneciente país soviético, categoría que
con tanto vigor trasuntan las páginas de estos dos volúmenes. Los diálogos del autor con el
pueblo ruso poseen la virtud magnética de la brújula, que en este caso señala un norte sin
precedentes en la Historia. Por consiguiente, es éste un libro en el que no hay que reparar
ya en las cifras circunstanciales o en la anécdota fugaz, sino en el espíritu inmortal que lo
informa, por el obrero y por la obra, como solía decir Vallejo. Es éste un libro soslayado,
silenciado y negado entre nosotros —y hay que decirlo rudamente—, porque no se ha
querido que nuestro pueblo conociese este vedado hemisferio redentor de su más alto poeta.
Es éste, finalmente, un libro que nos abre, de par en par, las puertas de la nueva humanidad.
Y, todo ello, por boca de uno de los más grandes creadores del verso castellano de todos los
tiempos; César Vallejo, que cada día amanece más alto en la esperanza del pueblo.
Editora PERÚ NUEVO

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RUSIA EN 1931
REFLEXIONES AL PIE DEL KREMLIN

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I. La urbe socialista y la ciuda d del porvenir

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Si el arribo a Moscú es por la mañana y viniendo del Norte, la ciudad queda de lado
y a dos piernas, con el Moscova de tres cuartos. Si la llegada es por la tarde y viniendo del
Oeste, Moscú se pone colorado y los pasos de los hombres ahogan el ruido de las ruedas en
las calles. No sé cómo será la llegada a Moscú por el Este y al mediodía, ni cómo será el
arribo a medianoche y por el Sur. ¡Una lástima! Una falta geográfica e histórica muy grave.
Porque para «poseer» una ciudad certera mente, hay que llegar a ella por todas partes. Si
Paul Morand hubiera así procedido en Nueva York, El Cairo, Barcelona, Roma, Bombay,
sus reportajes no sufrirían de tamaña banalidad.
Esta vez llego a Moscú al amanecer. El tren viene de Leningrado, y es en los
comienzos del otoño. Un kulak y dos mujiks viajan en mi compartimiento, que aun siendo
de tercera clase, lleva cuatro camas, como un camarote. En Rusia, tanto los pasajeros de
«pullman» como los de tercera, disfrutan de una cama ferroviaria. Porque el «pullman»
existe actualmente en Rusia. «¿Cómo? —se preguntan las gentes en el extranjero—.
¿Subsiste la división de clases y las categorías económicas en los ferrocarriles
soviéticos?… ¿Cuál es entonces la igualdad introducida por la revolución?… En un país
donde impera la justicia y donde no hay ricos ni pobres, tampoco debería haber primera,
segunda ni tercera…». Pero en estas exclamaciones se padece de dos errores. En primer
lugar, ya se yerra al suponer que la igualdad económica puede producirse y reinar, de la
noche a la mañana, por un simple decreto administrativo o por acto sumario y casi físico de
las multitudes, como si se tratase de la nivelación topográfica de un camino o de un jardín.
La igualdad económica es un proceso de inmensa complejidad social e histórica, y su
realización se sujeta a leyes que no es posible violentar según los buenos deseos de los
individuos y de la sociedad. La democracia económica depende de fuerzas y directivas
sociales independientes, por así decirlo, de la voluntad o capricho de los hombres. Lo que, a
lo sumo, puede hacerse es transformar el ritmo y la velocidad del proceso, pero no forzarlo
con medidas eléctricas y más o menos mágicas. No es, pues, serio atribuir al So viet el
poder de realizar de golpe y en los trece años que lleva en el Gobierno, la democracia
económica completa, y tan completa que pueda ya reflejarse en mínimas relaciones de la
vida colectiva, como es la cuestión de las clases de los trenes, El error reside en que, aun
suponiendo que la igualdad económica fuese un hecho absolutamente logrado por el Soviet,
se olvida que en Rusia hay extranjeros de paso y que estos extranjeros son, en su mayoría,
ricos. El Soviet no puede obligar a un millonario yanqui, inglés o alemán, a que sea pobre o
viaje como pobre. Si así lo hiciese, nadie iría a Rusia y se llegaría al aislamiento de este
país del resto del mundo. Precisamente, la primera de todos los trenes rusos va ocupada
exclusivamente por extranjeros.
Al entrar el tren en Moscú, son las siete de la mañana. Un sol caliente sube por un
cielo sin nubes. No se produce en el tren ese aprieto y tumulto que se ve en otros países a la
llegada a una estación. ¿Por qué? Entre otras causas, porque el número de pasajeros que
van a bajar en Moscú es relativamente reducido, y su descenso del tren puede, en
consecuencia, realizarse holgadamente. Con idéntica holgura ha subido y bajado mucha
gente en las distintas estaciones del tránsito. Y esta ausencia de prisas y congestiones en el
movimiento de pasajeros es fruto del nuevo calendario que el Soviet acaba de poner en
vigencia, en reemplazo del antiguo calendario religioso. Se ha instaurado el año de trabajo
continuo, con la semana de cuatro días laborables y uno de reposo. Este último no es el
mismo para todos los trabajadores. Una rotación especial de las semanas establece que cada
quinta parte de la población disfrute de reposo hebdomadario el día en que las cuatro
quintas partes restantes trabajan. De este modo, y siguiendo el turno, para unos el día de
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reposo es hoy; para otros, mañana; para otros, pasado mañana, y así sucesivamente. Se ha
instituido, de otro lado, el día de trabajo continuo, y los equipos de obreros se suceden
siguiendo una rotación destinada, asimismo, a repartir el tráfico por igual entre todas las
otras horas del día. El tiempo así estructurado ha producido, entre otros resultados prácticos
y económicos realmente sorprendentes —tales como el añadir sesenta días más de trabajo a
la producción económica anual—, la descongestión automática del tráfico, Los trenes
llevan todos los días un número más o menos uniforme de, pasajeros; no hay en las
estaciones días y horas de angustiosa aglomeración al lado de otros de vacío absoluto. Esto,
que los países capitalistas más importantes no pueden realizar, pese a los innumerables
ensayos emprendidos por la Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos y Francia, ha sido
resuelto de golpe por el Soviet.
Cuando el extranjero baja del tren y entra en las calles de Moscú, a sus restaurantes,
a sus teatros, clubs obreros, bazares, cinemas y demás focos de aglomeración ciudadana
—cualquiera que sea la hora, el día o el mes del año—, palpa de modo más directo aún los
beneficios del nuevo calendario soviético sobre el movimiento de la ciudad. Ningún
embotellaje. Ningún espectáculo de desorden, de disputa e imprecaciones del público,
motivado por la congestión de la multitud. Ningún servicio ad hoc de policía. No circula
ciertamente en Moscú la enormidad de vehículos que circula en Nueva York, en Londres,
en París, en Berlín, en Viena. Pero la población de Moscú (dos millones y medio de
habitantes) es, con relación a su área y capacidad de alojamiento, superior a la de cual
quiera de las urbes capitalistas, y ella va creciendo día a día y con rapidez pasmosa. De otro
lado, la intensidad y orden del tráfico de una ciudad no se reflejan tanta en las calles, sino
en otros centros y núcleos colectivos, destinados al trabajo, al comercio y a los espectáculos
públicos. Es aquí donde el Soviet deja ver la forma armónica y radical con que se ha
resuelto en Rusia el problema del tráfico urbano.
Una vez más hay que convencerse de que los problemas sociales deben ser
afrontados en sus bases económicas profundas, y no en sus apariencias. La cuestión del
tráfico no es del resorte policial ni municipal; ella es más bien esencialmente económica, y
su solución no es tan fácil como se imagina cualquier prefecto de policía capitalista, sino
que está entrañada y depende de la estructura intrínseca del Estado y de las relaciones
sociales de la producción. La dación de un nuevo calendario destinado a organizar
científicamente las exigencias modernas del movimiento urbano, no puede venir sino de un
Gobierno socialista, cuya gestión se apoya en la síntesis organizada y realmente soberana
de los intereses colectivos. En el Estado burgués, la anarquía y contradicciones que emanan
de la división de la propiedad, impiden las transformaciones de conjunto, y cualquier
medida que, en una u otra forma, contradiga o hiera una parte de los intereses particulares
en juego, resulta literalmente imposible.
***

Burgo, entre mongol y tártaro, entre búdico y cismático-griego, Moscú es una gran
aldea medieval, en cuyas entrañas maceradas y bárbaras se aspira todavía el óxido de hierro
de las horcas, el orín de las cúpulas bizantinas, el vodka destilado de cebada, la sangre de
los siervos, los granos de los diezmos y primicias, el vino de los festines del Kremlin, el
sudor de mesnadas primitivas y bestiales. Cada rincón de la ciudad lo testifica
plásticamente: su plano irregular y abrupto, sus muros amarillos y blancos, las calzadas
empedradas, los tejados rojos y salpicados de musgo; en fin, el decorado elemental y
asiático.
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Sólo que junto a las ruinas del pasado anterior a 1917, se advierten las ruinas y
devastaciones producidas por la revolución de octubre y las guerras civiles que la siguieron.
El bombardeo, los saqueos y destrucciones se hallan aún impresos en las puertas
desquiciadas, en las ventanas rotas, en los techos volados, en los muros partidos, en los
monumentos y edificios mutilados. Especialmente, las iglesias, los palacios y las estatuas
sufrieron una revisión histórica implacable. Se ve que, aparte de la ruinosa ciudadela de
Iván el Terrible, sobrevive allí la ruinosa ciudadela de la revolución, es decir, los vestigios
de un tremendo huracán político.
Pero, además de ser Moscú un conjunto de ruinas prerrevolucionarias y un conjunto
de escombros de la revolución, es la capital del Estado proletario. La urbanización obrera se
acelera con ritmo sorprendente. Esta urbanización abraza dos actividades: construcción de
casas totalmente nuevas y transformación de las antiguas en alojamientos colectivos para
obreros. Una tercera parte de la ciudad es ya nueva. A la margen izquierda del Moscova, la
casi totalidad de las casas son de reciente construcción. ¿Su estilo? Un estilo rigurosamente
soviético. Sobriedad de concepción, líneas simples, ángulos rectos, material sólido,
ingeniería despreocupada del absorbente mito monumental y decorativo de la arquitectura
de Occidente. Nada más lejos, por otro lado, de la miseria arquitectónica de las «casas para
obreros» que el capitalismo construye —cuatro muros y un techo—, como si se tratase de
encerrar en ellas, no ya a seres humanos, sino a boyadas de trabajo o ganado de camal. Las
casas proletarias del Soviet son amplias, confortables, higiénicas. Sobre todo, higiénicas.
Cada casa es una pequeña ciudad, con jardines, biblioteca, salas de baño, club y hasta
teatro. Nada de colorines murales. Nada de banal ni de superfluo. Nada de barroco ni de
churrigueresco. Se ha pretendido asimilar estas construcciones al rascacielo de Nueva York
y a la nueva arquitectura alemana. Mas ni ésta ni aquél reúnen, como la arquitectura
soviética, el confort y la sencillez, la elegancia y la simplicidad, la solidez y la belleza.
A cada uno de estos tres aspectos urbanos de Moscú corresponde un sector social
particular. La población reaccionaria se destaca y diferencia rotundamente del elemento
bolchevique y de las masas obreras soviéticas. Son tres capas sociales, cuya mentalidad,
costumbres e intereses diversos y, a veces, opuestos, coexisten, sin embargo, en la ciudad
actual. Luc Durtain lo ha constatado en parte, aunque clasificando la población por
generaciones, es decir, con criterio individualista, en lugar de clasificarla según los ciclos
del progreso social, es decir, con criterio colectivo. Luc Durtain sigue un procedimiento
geológico y, para estudiar el fenómeno ciudadano, le da cortes verticales, en lugar de seguir
un procedimiento biológico, seccionándolo horizontalmente. Luc Durtain, siendo médico,
olvida el método de Darwin. Nos gustaría ver cómo Durtain estudia un tallo, cortándolo
fibra a fibra, en vez de darle cortes horizontales.
***

Contemplando el panorama de Moscú, desde una de las torres del Kremlin, pienso
en la ciudad del porvenir. ¿Cuál será el tipo de la urbe futura? La ciudad del porvenir, la
urbe futura, será la ciudad socialista. Lo será en el sentido en que Walt Whitman concibe el
tipo de gran ciudad: como el hogar social por excelencia, donde el género humano realiza
sus grandes ideales de cooperación, de justicia y de dicha universales. Lo será en el sentido
en que Marx y Engels la conciben: como la forma más avanzada de las relaciones
colectivas, cuando la sociedad cesa de ser una jauría de groseros individualismos, un
lupanar de instintos bestiales —y menos que bestiales, viciosos—, para empezar a ser una
estructura política y económica esencialmente humana, es decir, justa y libre y de una
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libertad y una justicia dialécticas, cada vez más amplias y perfectas.
¡La ciudad del porvenir! ¿Dónde, en efecto, y mejor que en la ciudad socialista,
podrá producirse ese maravilloso fenómeno futuro? Porque la ciudad del porvenir ha de ser
construida sólo por el socialismo, y ella misma ha de ser la más prodigiosa cristalización
socialista de la convivencia humana. Concebir la urbe del porvenir dentro del sistema
capitalista —como lo hacen los filósofos, profetas, políticos y escritores burgueses— es un
absurdo y un contrasentido. Equivale a pretender edificar un rascacielo de mil pisos con
barro o cualquiera otro de los materiales deleznables y rudimentarios empleados en las
construcciones primitivas.
No es la ciudad del porvenir Nueva York. El simple espectáculo de sus maravillas
mecánicas no la inviste del título ni de las cualidades suficientes para ser la urbe del futuro.
Estas maravillas mecánicas constituyen apenas uno de los materiales —el más anodino—
del tipo de ciudad a que aspira la humanidad. Indudablemente, el confort material, las
facilidades de rapidez y precisión con que el progreso industrial encauza y motoriza la vida
urbana, son necesarios a la ciudad del porvenir. Mas no basta que la sociedad produzca y
consuma estos elementos de vida, al azar. Menester es que su producción y consumo se
democraticen, se socialicen. Menester es socializar el trabajo, la técnica, los medios e
instrumentos de la producción, de una parte; y de la otra, la riqueza. El mundo de los justos
no es posible sin esta doble socialización. ¿Los Estados Unidos la han realizado? El
capitalismo, en general, lleva consigo, según Marx, los gérmenes de ambos procesos. Pero
en los Estados Unidos, el progreso de la técnica ha determinado únicamente una cierta
socialización del trabajo. Los medios e instrumentos de la producción —fábricas y tierras—
y los productos, continúan de propiedad de unos cuantos. La fabricación de un alfiler es
obra de cincuenta obreros; está socializada, está hecha en sociedad. Pero el dueño del
alfiler, el que se aprovecha de su venta —una vez deducida una mínima parte para el pago
de los jornales—, es un solo patrón, dos o cuatro. A Nueva York le falta, pues, la
socialización integral del trabajo, de las fábricas y de los productos. Mientras en los Estados
Unidos la propiedad, el trabajo y la riqueza no se hayan socializado integralmente, no es ni
será Nueva York la ciudad del porvenir. Para que las maravillas mecánicas y eléctricas de
Nueva York hagan de esta urbe la ciudad del porvenir, deben ser socializadas en su
creación y en su aprovechamiento. Si esto no sucede y si, por el contrario, la propiedad, los
progresos de la técnica, el trabajo y los productos se basan, como hasta ahora, en la
injusticia, en la explotación de la mayoría por una minoría y en la división de clases, Nueva
York seguirá siendo una selva de acero en que se desarrolla el drama regresivo y casi
zoológico de millones de indefensos trabajadores, devorados por unos cuantos patronos, y
sus maravillas industriales —tan decantadas ya y exageradas— seguirán siendo el producto
sangriento e inhumano de ese drama,
***

Por lo demás, y siempre que no se trate de estudiar científicamente la realidad, sino


simplemente de opinar según los gustos, intereses personales, sentimientos de clase o
prejuicios afectivos, hay mil maneras de plantear un problema y otras mil de resolverlo, de
deducir hipótesis o de formular profecías. No me refiero aquí a las opiniones de escritores
exclusivamente literarios y tragaleguas, a lo Paul Morand, ni a las de pensadores de, suma
especulación metafísica, a lo Massis. Ya pueden estos publicistas divagar al infinito sobre
ésta y otras cuestiones, con alegatos y dialécticas más o menos fascistas o socialistas por
snob. El daño y desviación que ellos producen en el criterio internacional no son muy
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graves para detenerse a refutar seriamente sus ideas y teorías. Aquí me refiero más bien a
las ideas y teorías de uno de los publicistas liberales de mayor boga científica en Europa: a
Lucien Romier, que pasa por ser un sociólogo de laboratorio y por plantear y tratar los
fenómenos sociales con riguroso y hasta revolucionario método objetivo.
¿Cómo estudia Lucien Romier la génesis, formación y devenir de las ciudades en
general, Nueva York y Moscú inclusives? Romier aplica a esta cuestión el criterio
unilateral, incompleto y gastado de las aguas. Según Romier, no hay más que dos imperios:
el imperio de los mares y el imperio de los grandes ríos. Cuando ambos se juntan, producen
el supremo poderío, como en el caso de Londres. Toda gran ciudad, situada está sobre un
río o sobre un puerto marítimo. Las ciudades de irradiación universal explotan lo más o
menudo un estuario o comunican con él. Nueva York, sobre el estuario del Hudson, en e l
Atlántico, es otro ejemplo de gran urbe destinada a un gran porvenir.
Verdad es que Romier reconoce que, contra la grandeza creciente de Nueva York a
base hidrográfica, hay ahora una arma nueva y terrible: la navegación aérea. «La
circulación —dice Romier—, antes esclava de los peajes y sometida luego a los Estados,
opera hoy con absoluta soberanía. Ella se ha liberado de los ríos, de los valles, de las
montañas, y se liberará también del océano. Con el avión, el hombre ha abolido una
distinción fundamental en la geografía de los viajes y del comercio: la distinción entre la
tierra y el mar. El avión triunfará de los, mares, no sólo porque gasta menos energía
humana que el navío, sino porque su utilidad y sus posibilidades de progreso tenderán más
y más a abreviar las distancias y los plazos marinos». Sin embargo, Romier, de
razonamiento en razonamiento, elude la tesis exclusivamente aérea en cuestión, y, mediante
un enorme bostezo deductivo, utiliza al servicio de su tesis hidrográfica el propio valor
aviónico a que alude.
Y Romier discurre en estos términos: ¿Cuáles serán en el porvenir los países mejor
equipados de transportes aéreos? Estos países serán precisamente los países de mayor
litoral marítimo y fluvial.
Porque, para Romier, el avión, en suma, no tendrá casi utilidad terrestre en el
porvenir, pues cada país llegará a tal punto a poblarse de aldeas y ciudades, que éstas
estarán casi pegadas entre sí y no tendrán necesidad de una locomoción parecida. En
cambio, la aviación marítima será la que decida de la suerte de los países y de las capitales.
Por otro lado, psicológicamente, los pueblos de mayor vocación aérea son los pueblos
marítimos. «Más pronto —dice Romier— un mal marino se hace un gran aviador, que un
hombre continental un aviador mediocre».
La teoría de Romier asigna, en fin de cuentas y según sus dos tesis, hidrográfica y
aviónica, una gran fortuna a Londres y, sobre todo, a Nueva York, ya que, como él dice,
esta última urbe disfruta del excepcional privilegio de hallarse situada, como ninguna otra,
en la encrucijada de una gran corriente de circulación marítima y de una fuerte atracción de
origen continental. ¡Qué triste suerte, por el contrario, para Berlín, París y, más aún, para
Moscú, situada más que todas ellas lejos del Océano, y sin comunicación con un estuario!
Por fortuna, la doctrina de Romier es falsa y apasionada, pese a sus apariencias
científicas e imparciales. Su falsedad arranca de la ideología anticuada de Romier. Su
apasionamiento reside en el espíritu clasista del autor.
Romier, en efecto, no hace sino reconsiderar la fallida teoría hidrográfica de la vieja
sociología naturalista, para la cual los fenómenos sociales y económicos se explican
únicamente por las leyes del medio natural (tierras, aguas, clima). Romier hace suyo el
célebre principio de los fisiócratas: «Las leyes constitutivas de la sociedad son las leyes del
13
orden natural». Romier se queda aquí y rechaza o no concibe la influencia del medio social
sobre la naturaleza y sobre la propia sociedad, influencia que, según Marx, toma día a día
un peso decisivo en los destinos y transformaciones sociales. La rezagada visión de Romier
apenas le permite entrever ligeramente la posibilidad abstracta de que el avión —que es una
fuerza creada por la sociedad— pueda destruir la influencia y preponderancia hidrográficas
en la suerte de las ciudades. Hasta aquí y no más allá llega la estancada mentalidad de
Rumien, y aquí empieza su ceguera orgánica, producto genuino de sus prejuicios clasistas.
Aquí empieza, para salvar sus tesis en peligro, a echar mano a la sutileza, al ingenio y al
sofisma, contra Moscú y los destinos del Soviet. Es cierto que, cuando Romier estudia esta
cuestión, no alude ni se propone impugnar la revolución social, de cuya suerte depende el
futuro de urbes y naciones. Sin embargo, quien haya leído sus libros América o Europa y
El hombre nuevo, reconoce fácilmente su temperamento político y su aversión tácita y
acaso subconsciente por el comunismo y el método marxista. Nada tiene, pues, de extraño
que ignore o no comprenda la doctrina socialista que atribuye a la sociedad y a la naturaleza
una influencia recíproca, tendiendo la primera, constante y progresivamente, a dominar a la
segunda, valiéndose de los progresos infinitos de la técnica. Romier no acepta que los
progresos, de la circulación decidan un día —por sobre los ríos, los estuarios y los mares—
del desarrollo de una urbe. De aceptar esta verdad, Romier se vería obligado a dejar abierta
la puerta del porvenir a las ciudades que, como Moscú, no caen dentro de las conclusiones
favorables de sus tesis y en las que, en cambio, la técnica empieza a cobrar un vuelo nunca
visto mediante la socialización, más o menos evolutiva o revolucionaria, de la producción.
Y esto es justamente lo que Romier no concibe ni toleraría.
***

Al instalarnos en el automóvil, le pregunto a Boris Pessis, secretario de Voks


(Oficina de relaciones intelectuales internacionales) por el movimiento automovilístico en
las ciudades soviéticas.
Como usted ve —me dice en tanto atravesamos las primeras calles de Moscú—, no
hay muchos automóviles en Rusia. Unos doscientos en Moscú, otros tantos en Leningrado
y todavía menos en provincias.
—¿Las causas?
—En primer lugar, toda la producción de maquinaria la enfoca actualmente el
Soviet hacia la industria y la agricultura. En segundo lugar, la circulación ciudadana en
automóvil no exige aún, desde el punto de vista comercial y económico de las ciudades,
mayor número de carros que el que ahora existe. Dentro de la concepción soviética de la
convivencia urbana, la velocidad es una cuestión estrictamente económica…
—Lo comprendo. Nueva York, por ejemplo…
—El esquema es éste: a mayor riqueza, mayor velocidad. En el terreno mismo de la
técnica de producción, una máquina, un aparato, un útil se mueve más rápidamente cuanto
más dinero ha costado su fabricación.
—Hasta cierto punto —le observo a Boris Pessis—. Porque si ha habido robo o
despilfarro en la fabricación del útil o de la máquina…
—Hablo, naturalmente, del coste verdadero de la fabricación. Pues bien; la
velocidad, como expresión que es del desarrollo económico de un país o de una ciudad,
sigue, en cierto modo, las modalidades sociales de la economía, En Nueva York, juzgadas
las cosas en este plano, la población se divide en dos sectores: el proletariado de base y la
gente pobre, de un lado, y del otro, la burguesía y el proletariado técnico. Para el primer
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sector, la velocidad ciudadana es mínima. Para el segundo es mayor, excelente, vertiginosa.
Para la masa pobre sólo existe el metropolitano y el tranvía, con todas sus limitaciones y
embarazos de tiempo, precio y aglomeración. Para los patronos y los obreros técnicos están
los automóviles públicos o particulares, hasta para ir a comprar un botón, y a la hora que se
quiere. Pero en Rusia, la realidad es distinta. Dentro de la vida soviética de las ciudades, no
hay esos dos sectores de población, rápido el uno y au relenti el otro. Nadie, absolutamente
nadie, anda en automóvil en Moscú. Mire usted ese carro que pasa por allí… —añade Boris
Pessis, señalando con el índice la Plaza de la Revolución.
Yo observo largamente en torno nuestro. La totalidad de los transeúntes van a pie.
De cuando en cuando pasa un tranvía repleto. ¡Un automóvil! Es el que indica Pessis. Trato
entonces de ver la clase de personas que le ocupan y le digo a mi acompañante:
—¿Pero quiénes son, entonces, los que van en ese automóvil?
—Son funcionarios y empleados del Soviet. El integro de los pocos automóviles
existentes, está dedicado a los servicios del Estado y de la cosa pública: sindicatos de
producción, cooperativas, etc.
—Pero yo he viajado en taxi en Leningrado —le observo a Boris Pessis.
—En Rusia hay sólo unos cuantos taxis destinados a los turistas o extranjeros de
paso en las ciudades, que, en general, son ricos o acomodados, y a quienes el Soviet debe
dar facilidades, satisfaciendo sus hábitos de velocidad y confort, propios de su clase social.
Fuera de esta excepción, esporádica y extraña a la existencia soviética, y que sólo sirve al
interés turístico del país, no hay —como está usted viendo— ni taxis ni automóviles
particulares.
—¿Pero los habrá algún día? ¿Cuándo y cómo irrumpirá la velocidad en la vida
ciudadana soviética?
—Eso ya es otra cuenta. Todo el mundo anda en Moscú en tranvía o a pie, porque la
vida económica ciudadana marcha bien —si se nos permite la frase— en tranvía y a pie. La
potencia económica del Soviet está, por ahora, operando en el campo y en la fábrica, en las
minas, en los puertos, en los ferrocarriles, en las instalaciones mecánicas, en la
electrificación industrial del país. La ciudad —y cuanto se relaciona con ella: velocidad,
confort, etc.— es ya una forma avanzada del proceso económico de un país. Dentro del
capitalismo norteamericano han surgido últimamente grandes urbes, como a la minuta,
apenas el país cobró su máximo desarrollo económico. Sólo que en la estructura social de
Chicago, San Francisco y Manhattan, la velocidad, el confort, etcétera, pertenecen, como
repito, solamente a ciertas clases sociales, mientras otras carecen en gran parte de tales
facilidades del progreso.
—Y en Moscú, en Kief, en Leningrado, ¿cómo será resuelta_la cuestión de la
velocidad desde el punto de vista social?
—Cuando la economía soviética haya llegado a producir las ciudades socialistas a
que aspiramos, los medios y resortes de velocidad urbana estarán repartidos por igual en la
masa ciudadana. No hay ahora en Moscú automóvil para nadie: mañana habrá automóvil
para todos.
—Entretanto…
—Entretanto, hay que avanzar a pie o, a la sumo, en tranvía. Los comienzos de una
nueva historia van siempre a pie. El hecho de que nadie aún pueda ir en automóvil en
Moscú no debe alarmar a nadie. Lo alarmante sería que algunos fuesen un día en automóvil
a través de las masas a pie, como ocurre en las urbes capitalistas. Ese sería signo de que la
revolución rusa ha fracasado o va a fracasar. Pero mientras eso no suceda, lo otro es cosa de
15
pocos años.
Bajamos ante la puerta del hotel Bristol, en Tuerskaya Ulitza y pago el taxi. Un
rublo cuarenta, o sea veinte francos. ¡Una fortuna! En París, un recorrido igual costaría
siete francos. Pero en París gozo de la ventaja de ser un burgués entrañado a la mecánica
igualmente burguesa de la ciudad, mientras que en Moscú soy un burgués extraño y
totalmente al margen de la mecánica económica de Rusia. Debo, pues, pagar duro, en el
mundo obrero, mi diferencia de clase social, como paga también duro el obrero su
diferencia de clase en el mundo capitalista. Es la lucha de clases de la historia.

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II. La ciudad más cara y la más barata del mundo. El trabajo, base
universal de todo el sistema jurídico soviético.

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MARÍA Schlossberg, obrera de la fábrica Karschanaia, de caramelos y chocolates,
de los alrededores de Moscú, me guía a través del laberinto de máquinas en pleno trabajo.
—¿Qué diferencia existe en Rusia —le pregunto— entre el obrero ruso y el obrero
extranjero? ¿Hay aquí obreros extranjeros?
María Schlossberg sonríe con indulgencia a mis preguntas:
—En Rusia —me dice— ningún obrero es extranjero. No hay aquí la división que
se hace de las gentes en los países capitalistas, en nacionales y extranjeros. Todos los
obreros están aquí en su propia casa. El único extranjero es el burgués, ruso o de cualquiera
otra procedencia.
—Ya lo sé —le respondo—. La legislación soviética así lo establece. Pero una cosa
es la ley y otra la realidad.
María Schlossberg se detiene junto a una gran turbina, ante la cual está inclinado un
obrero, observando el movimiento centrífugo del tambor central.
—Compañero —dice en francés María Schlossberg al obrero—, ¿de dónde eres?
El trabajador me mira y contesta también en francés:
—De Bremen.
—¿Es usted alemán? —le pregunto yo al obrero.
—Sí.
—¿Desde cuándo está usted en Rusia?
—Desde 1919, a raíz de la revolución alemana.
—Pero entonces ¿usted es extranjero?
—No, señor. En Rusia ningún obrero es extranjero.
—Es decir, ¿todos los obreros, aunque procedan de los cuatro puntos cardinales del
globo, ejercen en Rusia los mismos derechos y las mismas obligaciones que los nacidos
aquí?
—Los mismos derechos y las mismas obligaciones.
—Se lo pregunto desde el punto de vista de la vida estrictamente obrera del
trabajador. Más claro: usted, alemán, ¿está situado ante el estatuto soviético del trabajo en
idéntica posición que el ruso?
—Si. En idéntica posición. Usted lo está viendo.
—¿Y para obtener trabajo?
—Para obtener trabajo, el Soviet no tiene ninguna preferencia por los obreros rusos,
los de otras procedencias estamos en absoluto pie de igualdad que los de aquí.
María Schlossberg y yo continuamos avanzando entre las máquinas y los
trabajadores.
—Como usted ve —me dice—, todos somos iguales en Rusia ante el trabajo. El
único extranjero es el burgués, que se sustrae al sistema proletario del trabajo. Pero si se
proletariza, cesa de ser extranjero y ejerce los mismos derechos y obligaciones de todo el
proletariado. El derecho obrero está aquí realmente internacionalizado.
—¿,Hay muchos obreros de procedencia extranjera en esta fábrica?
—Unos ciento cuarenta, entre los 3 500 obreros que integran la fábrica.
—¿Y en Moscú?
—Unos 15 000, sobre millón y medio de obreros que trabajan en Moscú.
—¿Y en cuanto al ejercicio del derecho civil en general de los obreros de
procedencia extranjera?
—El derecho civil soviético está también totalmente internacionalizado. Para los
efectos del matrimonio del obrero de origen extranjero, de su condición en la familia, etc.,
18
el derecho civil soviético no admite en este caso excepciones de ninguna especie. No sólo
el derecho civil está internacionalizado para todos los obreros, cualesquiera que fuesen los
países de origen, sino también el derecho público. El sufragio es en Rusia realmente
universal, con sólo las restricciones para los burgueses, los sacerdotes y los que, pudiendo
trabajar, no trabajan. El ocioso no puede elegir ni ser elegido. No tiene ciudadanía. En
cambio, para los obreros, la ciudadanía es internacional.
—¿Existen en Rusia las restricciones del derecho electoral de los países
capitalistas?
—Las mismas, más dos: la ociosidad y la filiación clasista reaccionaria del
individuo. Están privados del derecho electoral, según esta última restricción, el nepman, el
kulak, los sacerdotes, los antiguos nobles, los industriales de las concesiones extranjeras y
los técnicos no proletarizados. Ninguno de estos elementos ejerce funciones públicas en
Rusia.
—¿Y el burgués extranjero? ¿Cuál es su situación en Rusia desde el punto de vista
jurídico?
—La situación del burgués que viene de fuera es idéntica a la del burgués ruso.
Como usted habrá visto ya, empezando por el coste de la vida, hay dos cifras: el coste de
vida para el burgués —ruso o de fuera— y el coste de vida para el proletario, ruso también
o de fuera. Jurídica y económicamente, los derechos del burgués son del todo diferentes a
los del obrero.
En efecto. El coste de la vida para el burgués en Rusia es enorme. Una estadística
reciente demuestra que la ciudad más cara del mundo es Moscú. Un hotel que, en Berlín o
en Londres, costaría un rublo al día, en Moscú cuesta cinco rublos. Pero para el
proletariado, el coste de la vida es verdaderamente ínfimo, El Economist de Londres, acaba
de publicar un estudio comparativo del standard of life obrero en los principales países
industriales del mundo, y de ese estudio resulta que hacia 1930, el salario real más
equilibrado corresponde al trabajador soviético. Le siguen luego el del obrero
norteamericano, y luego el inglés, el francés, el alemán y, en último término, el italiano.
—En resumen —le digo a María Schlossberg—, ¿la clase obrera es la que reina y
goza de mejores condiciones en Rusia que la burguesía?
—Sí. El Soviet está para eso. Para servir al campesinado y al proletariado por sobre
todas las demás clases sociales.
—Lo que, en mi opinión, equivale a un régimen de excepciones y privilegios en
favor de una clase y en mengua de las otras.
—Exactamente. El régimen soviético es un régimen de excepciones y privilegios de
las clases trabajadoras sobre las demás clases. Es lo contrario de lo que pasa en los países
capitalistas, donde impera un régimen de excepciones y privilegios en favor de la burguesía
y en mengua del proletariado. Ahora, a usted le toca discernir cuál de los dos sistemas se
acerca más a la justicia social: el que sirve y protege a los trabajadores que crean la riqueza
colectiva, o el que sirve y protege a los que no la crean y sólo se dedican a gozarla y
despilfarrarla en el lujo, los refinamientos y los vicios.

19
III. La industria de Estado y la explotación privada. Concesiones
extranjeras

20
AL director del Sindicato Comercial Textil de Moscú le pregunto cuáles son la
estructura, mecanismo y fines de su organización y me dice:
—Nuestro Sindicato es una organización de Estado. Su capital, que es ahora de 36
millones de rublos, es del Estado. Su personal director, administrativo y profesional, está
compuesto de funcionarios públicos. Su mecanismo está encauzado y dirigido por razones,
intereses y conveniencias de Estado. No hay en él absolutamente ningún interés
particular[1].
—¿Esta misma composición y naturaleza estatal tienen los demás sindicatos
soviéticos?
—La misma. Tal es la primera diferencia entre la idea de Sindicato industrial en
régimen soviético y en régimen capitalista.
—Pero yo sé que hay en Rusia explotaciones extranjeras.
—Sí las hay. Estos Sindicatos extranjeros son libres de darse la estructura y
composición internas que mejor les parezca. Son Sindicatos típicamente capitalistas.
—¿Entonces?
—Voy a explicárselo. Los Sindicatos o Empresas extranjeras que hay hoy en Rusia
son de capital y composición burguesas, cómo los de cualquier otro país del mundo, pero
sus actividades y manejos con relación al proletariado y a la sociedad soviética difieren de
las Empresas que operan en los Estados Unidos, Inglaterra o Alemania. Las concesiones
industriales extranjeras se sujetan aquí a una ley especial del Soviet, según la cual los
obreros de dichas Empresas gozan de los mismos derechos que los obreros de los
Sindicatos del Estado. Esta misma ley protege igualmente y defiende los intereses estatales,
imponiendo a las Empresas un contrato de concesión que, si bien es paritario y está exento
de todo asomo expoliativo por parte del Gobierno, exige, sin embargo, una serie de
obligaciones hacia el Estado que no existen en los países capitalistas. Mientras en Rusia las
Empresas extranjeras están sometidas, en el fondo, a las leyes e intereses del Soviet, en la
Gran Bretaña o en los Estados Unidos, por ejemplo, es más bien el Estado el que se somete
a la voluntad omnímoda y a los intereses particulares de los Sindicatos industriales.
Además, las concesiones en Rusia tienen un carácter momentáneo, provisorio. Ellas irán
desapareciendo o restringiéndose a medida que la industria de Estado crece. Dentro del
Plan Quinquenal vigente está prevista la limitación y supresión de muchas concesiones. A
este efecto, los plazos de duración de los contratos son lo más cortos posibles, siendo del
exclusivo derecho del Soviet el rescindirlos o modificarlos según los intereses del país. En
una palabra, frente a estas concesiones, el Estado es el que manda e impone condiciones
con absoluta soberanía.
—¿Cómo funciona su Sindicato?
—Nuestro Sindicato compra los productos textiles a los Sindicatos de producción y
luego los vende al por mayor a las cooperativas para su venta al por menor al público. De
otra parte, compra y adquiere en el extranjero, o a los trusts de producción nacional,
maquinaria textil que luego vende a los Sindicatos fabricantes de tejidos. La dirección de
nuestro Sindicato se sujeta en sus trabajos al Gosplan (Plan Quinquenal) de un lado, y de
otro, a una serie de directivas y acuerdos que emanan, directa o indirectamente, de todos los
demás focos de actividad económica del Soviet, principiando por el Consejo Superior de
Economía y el Comisariato del Comercio y terminando por los organismos obreros de
nuestro propio Sindicato.
—En este giro comercial de su organización, ¿hay entonces ganancias y utilidades?
—Si. Las hay, puesto que el Sindicato compra y vende, es decir, hace su comercio.
21
—¿A dónde van esas utilidades?
—Su inversión es múltiple. Una parte va al Estado en impuestos…
—Pero ¿siendo el Sindicato del Estado, paga también impuestos?
—Naturalmente. El Sindicato es estatal, pero al mismo tiempo es un organismo
independiente, en cierto modo, del Estado. Sus intereses, siendo del Estado, se objetivan
respecto de éste para los efectos del orden y claridad en el engranaje integral de la
Economía.
—¿Es una forma de monopolio del Estado?
—Como usted quiera.
—Pero entonces, permítame usted decirle que no puedo aún comprender el
socialismo.
—Ya lo sé —me dice el director del Sindicato—. Desde todo punto de vista, la vida
soviética es muy compleja en medio de su gran simplicidad. En las actividades comerciales
y de producción, en las formas políticas, jurídicas, artísticas, hay una fisonomía procesal
que no debemos olvidar, y es ésta: todas las disciplinas son de transición, de las capitalistas
y feudales a las disciplinas socialistas, pasando por una inmensa diversidad de formas y de
ensayos intermedios. Puedo decir a usted, con la franqueza propia del obrero
revolucionario, que no tiene por qué ocultar los defectos, lacras, lagunas y vacilaciones de
la obra colectiva, que dentro de la vida soviética coexisten actualmente las más atrasadas
técnicas, con las más avanzadas y, si se quiere, inéditas aun en los mismos Estados Unidos,
Parte de nuestras utilidades va, como le he dicho, al Estado. Otra parte va al aumento de
salarios. Otra parte, a mejorar los métodos de producción. En fin, el Sindicato dedica una
suma considerable al Seguro obrero, al fomento de escuelas preparatorias y técnicas, a
campañas contra el alcoholismo, contra el analfabetismo, etcétera[2]. Todo, como ya he
dicho, de acuerdo con el plan de conjunto; de la economía y la política soviéticas.
El director del Sindicato Textil discurre con una dialéctica precisa y rápida. Cuando
se dispone a entrar en el terreno de la racionalización y otros temas relacionados con la
producción en general, se lo agradezco, reservándome para tratarlos por separado, en
sectores especialistas de estos ramos y, sobre todo, confrontando la teoría con la realidad.

22
IV. Un sabio trata de suprimir la fatiga del trabajo. Racionalización
socialista y racionalización capitalista

23
UNA de las mejores impresiones que me ha sido dado experimentar en Rusia la
tuve, seguramente, en el Instituto Central del Trabajo de Moscú. Probablemente existen en
los Estados Unidos centros técnicos parecidos; pero, ateniéndome a los informes
comparativos y documentos científicos procedentes del examen panorámico de la técnica
mundial del trabajo, que se me mostró en aquel instituto ruso, dudo que ningún país
capitalista haya llegado hasta ahora al grado de adelanto del Soviet en este terreno.
El secretario científico del Instituto, Muravief, viste la blusa proletaria. Me hace
recorrer todo el edificio, exaltando, respaldado de testimonios de expertos extranjeros,
autorizados e imparciales, tales como el yanqui Henry Ford, la envergadura y el alcance
técnico y revolucionario del Instituto.
—Los fines de la escuela —me dice— pueden reducirse a dos: el desarrollo
científico de la técnica electromecánica y la preparación de los obreros para la aplicación y
ejercicio de la técnica en el trabajo práctico. Ambos fines se compenetran y son
inseparables. El progreso científico de la técnica no es posible sin los datos de la
experiencia que procura la práctica de los métodos en vigencia, y, viceversa, éstos se
estancarían de no ser constantemente renovados por los trabajos de estricto laboratorio. El
Instituto prepara directamente obreros y, al propio tiempo, técnicos, especialistas e
ingenieros destinados a dirigir los trabajos en las fábricas e instalaciones similares [3].
—¿La dirección y el personal de profesores?
—El compañero Gastef, director del Instituto, y todos los profesores, son rusos.
Muchos de ellos han hecho estudios técnicos en los Estados Unidos, en Alemania, Francia e
Inglaterra. Además, muchos de los instructores han estudiado y trabajado, como obreros
técnicos, en fábricas y talleres de Ford y de la «General Motors».
El local del Instituto es amplio y de tres pisos. Un compacto ruido de talleres y de
máquinas en movimiento repercute por todas partes. Noto en todo una sencillez
esquemática y geométrica: en el decorado, en la arquitectura del local, en los gestos y
movimientos de los hombres, Aquí, más que en ninguna otra parte de Rusia, se advierte e
impera la rapidez, la exactitud, la organización.
—¿Es éste el único establecimiento de su género en Rusia?
—Sí. Pero hay secciones y dependencias en provincias del mismo modelo y con los
mismos ramos técnicos.
—¿Existía ese Instituto antes de la revolución?
—No. Es absolutamente nuevo. Se fundó en 1923.
—¿Sus secciones? ¿Su organización?
—En primer lugar, hay aquí un laboratorio bioquímico —me dice Muravief,
haciéndome pasar a un compartimiento del local situado en el primer piso—. Va usted a
conocer, precisamente, a sus directores, el sabio Golberg y la doctora Lepskaia.
Atravesamos dos piezas, en las que veo a varios profesores e ingenieros en pleno
trabajo. Un hombre, de unos cincuenta años, también en blusa proletaria, viene a recibirnos.
Habla perfectamente el francés.
—El doctor Golberg —me dice Muravief.
Una rápida conversación inicio con el sabio.
—¿Cuál es —le digo— el esfuerzo más importante de su laboratorio en estos
momentos?
—La supresión de la fatiga.
La respuesta es impresionante. ¡Suprimir la fatiga en los hombres!
—¿Hay antecedentes de este empeño en algún país capitalista?
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—Que nosotros lo sepamos, no. En los Estados Unidos, según nuestros informes, se
ha intentado, después de la guerra, algo parecido; pero por respectos fraccionarios y con
ocasión de otros problemas menudos de psicotécnica. El problema de la supresión de la
fatiga, en globo y como fórmula, no ya simplemente de orden económico, sino de orden
biológico, lo hemos enunciado por la primera vez aquí, hace tres o cuatro años.
Naturalmente, su solución depende directamente de los progresos que, en materia de
metabolismo, se han conseguido en Alemania y, en cierta medida, en los Estados Unidos.
—¿Tiene usted fe en un resultado más o menos próximo y favorable?
—En cuestiones de laboratorio, estamos siempre en la víspera de todas las
sorpresas. La ciencia, en mí concepto, se produce por sorpresas. Nada podemos aún prever.
Por el instante, tenemos un primer resultado. Sabemos ya que el trabajo deforma los
leucocitos, y que de esta deformación proviene, hasta nueva orden, la fatiga del obrero. En
cuanto al método destinado a evitar o, más exactamente, a corregir de manera instantánea
aquella deformación, no sabemos aún nada concreto. Lo tenemos actualmente en ensayo
con algunos animales.
El doctor Golberg goza de un renombre mundial como biólogo y químico. Sus
obras están traducidas a casi todos los idiomas. Su laboratorio, así como todas las demás
secciones del Instituto, mantiene diaria y nutrida correspondencia técnica con los grandes
laboratorios y talleres del extranjero. El doctor Golberg me dice:
—La ciencia es universal. Está hecha de solidaridad, más que ninguna otra actividad
humana. Cuidamos, por eso, de seguir de cerca y cotidianamente lo que se hace y se
descubre en los otros países. El capitalismo, por lo demás, nos ha dado y nos está dando
aún las bases históricas, en general, del socialismo. Particularmente, mi laboratorio toma y
tomará aún mucho de los sabios y técnicos norteamericanos.
—Pero ellos empiezan también a aprender mucho de ustedes.
—Ya lo creo —dice con firmeza la doctora Lepskaia—. No solamente hoy. Rusia
ha tenido, aun durante el zarismo, grandes sabios y profesores.
Frecuentemente se oye en boca de las grandes figuras del Soviet la misma voz leal
para reconocer las buenas obras efectuadas por las clases sociales enemigas, de dentro o
fuera de Rusia.
Muravief me invita luego a seguirle a los otros compartimientos y me dice, entrando
a uno de éstos:
—Aquí tiene usted el laboratorio de metabolismo propiamente dicho, donde se
llevan a cabo los análisis de las sustancias que se forman en el organismo del obrero
durante el trabajo. Como usted ve, el laboratorio comunica con los talleres y las
instalaciones electromecánicas por medio de tubos e hilos conductores, que sirven para
recoger y traer la respiración, el aliento, la presión arterial, los menores movimientos y
hasta el reposo y los gestos del trabajador. Es de este modo como se registran aquí todas las
reacciones físicas, químicas y biológicas producidas por las diversas manipulaciones del
obrero en su organismo. Así es como la ciencia forma su criterio relativo a las ventajas o
desventajas que, desde el punto de vista de la economía de la energía humana, ofrecen los
distintos métodos de trabajo. Con estos datos, de rigurosa exactitud científica, organiza
después el sabio sus conclusiones en orden a una serie de problemas sobre la capacidad
productiva media del trabajador, sobre su salud, el límite de sus fuerzas según su edad, las
condiciones higiénicas favorables o nocivas a tales o cuales de sus ocupaciones, la
necesidad de otro género de trabajo o de clima, etc., etc. Todas las incógnitas
psicofisiológicas que concurren a determinar, en gran parte, la totalidad de los sistemas de
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racionalización, sólo pueden resolverse en este laboratorio. Más todavía. De sus
experimentos dependen considerablemente los términos en que debe resolverse el problema
de los sin trabajo…
—¿Todo esto se sabe y se trata también de ahondar y resolver en los centros
industriales capitalistas?
—En muy pequeña medida y sólo en los Estados Unidos. Ford ha empezado
recientemente a prestar atención a todos estos estudios. Usted sabe que la racionalización
fordista es la menos inhumana de los Estados Unidos. Sin embargo, su interés por proteger
y conservar la salud de los obreros, y con la de ellos, la de la humanidad entera, está
sofrenado por sus intereses patronales y, lo que es peor, por la esencia misma de la
explotación capitalista, que descansa y está condicionada en la ruina del proletariado.
Las graves explicaciones de Muravief invitan, realmente, a terribles y complejas
reflexiones.
—Su laboratorio es, sin duda, de una gran belleza. Con todo, sus conclusiones han
de exigir, para ser llevadas a la práctica en los vastos y crecientes dominios del trabajo en el
país o en el mundo entero, el concurso de infinitos factores y, en particular, mucho dinero.
Muravief tiene una sonrisa cordial, respondiéndome:
—Todas esas dificultades desaparecen en un país donde todo el mundo está
obligado a trabajar y donde la riqueza común, en vez de ir al bolsillo de unos cuantos, es
aplicada a las obras y progresos de utilidad colectiva. Pero sigamos. Aquí tiene usted
—continúa, pasando a otro compartimiento— el laboratorio fisiológico donde se registra,
antes y después del trabajo del obrero, sus pulsaciones, su respiración y el análisis de la
sangre. Este otro es el laboratorio colectivo, donde se registran las manipulaciones de todos
los obreros de un taller. Después está el laboratorio de control de los objetos diversos, que
se fabrican en los talleres, según el tiempo y las energías del hombre y de la máquina,
empleados en su fabricación, teniendo en cuenta su composición química, su forma, su
número, su peso, calidad, etc. Después vienen las bibliotecas de estudios técnicos en libros
y revistas, particularmente yanquis y alemanas.
Más tarde abandonamos la sección de investigación científica y pasarnos al
compartimiento de los obreros e instructores ya capacitados y formados, que se halla en la
planta baja del local.
—Aquí tiene usted —me dice Muravief entrando a un amplio taller de mecánica—
la aplicación práctica de la técnica.
Los obreros están en pleno trabajo. Este es un taller modelo. El orden, la
regularidad, la limpieza, la precisión, la velocidad, la alegría se reflejan en los obreros tanto
como en las máquinas.
—Se han consultado aquí —me dice Muravief— todos los factores necesarios al
éxito previsto por la teoría: la cantidad de luz, según el género de cada trabajo; el color del
campo visual que abarca durante su labor cada obrero; la forma de la máquina y de los
útiles que él maneja, así como del terreno donde se mueve; la hora en que trabaja; el reposo
y el movimiento circular o angular, ascendente y descendente, del cuerpo y de cada
extremidad del obrero, según su labor, etc. Como usted puede ver, hay varios obreros que
ejecutan un mismo género de trabajo, a fin de obtener por comparación determinadas
conclusiones o leyes psicotécnicas.
Un momento permanecemos en silencio, observando los múltiples trabajos del
taller. Entonces empiezo a percibir auditivamente el elemento rítmico de las labores, en
conjunto y aisladas, como si se tratase de los sones de una extraña orquesta de batería. Me
26
acuerdo instantáneamente del Paso de acero, de Prokofiev; de las sonatas de Himdenith y
de Krasnancak, de Glier. Es la misma música. La música del trabajo, regular, plástica,
tubulada, a gajos, de una cadencia elíptica y de una monotonía bárbara y grandiosa. A
veces, el ritmo hace un grand-écart entre dos corrientes de alta frecuencia. Otras veces se
oyen algunas campanas en espacios caprichosos, asimétricos o chafándose entre sí, como
un jazz-band. Luego se produce un arrebato de motores, martillos y pilones, que dura
algunos minutos. Es entonces el alegretto de un oratorio hebreo de Milhaud.
—La campana que suena —me dice Muravief— da y sostiene la medida y duración
de ciertos trances del trabajo. Una especie de aparato de relojería, movido por electricidad,
determina el tiempo y el número de las campanadas. Pero esto no constituye todo el
elemento musical del trabajo. Avancemos.
Al cabo de varios compartimientos empezamos a percibir en el fondo del local los
sones de una orquesta. Es éste otro taller. Un espléndido cuarteto ejecuta, vertebrado por el
ritmo metálico y epiléptico de las máquinas, un trozo del tártaro Igouvnof. Aquí ya
hallamos desenvolvimiento melódico. La sinfonía es ahora completa.
—Se diría —observo a Muravief— que esto es un conservatorio y no un taller
electromecánico.
—Acaso. No obstante, si sigue usted con atención meramente auditiva el conjunto
sonoro, quizá su impresión sea contraria.
Durante unos minutos así lo hago. No. Esto no es en realidad un conservatorio. Ese
ritmo de repetición y sincopado denuncia el torno, el émbolo, la fuga de poleas, el silbido
de las transmisiones, el pulso de las máquinas.
—El elemento deportivo del trabajo se patentiza por separado en las salas de
gimnasia. Pero le será, sin duda, mucho más interesante el proceso del aprendizaje del
trabajo. Vamos subiendo de nuevo.
Al llegar a un vasto taller del tercer piso, Muravief me dice:
—Acabamos de ver a los obreros capacitados ya, trabajando. Ahora voy a tratar de
hacerle ver aquí las diferentes etapas de trabajo de un aprendiz, según la industria a que se
destina. En primer lugar, nuestros alumnos no deben pasar de cuarenta años de edad. En
segundo, debe cada uno poseer las cualidades psicofisiológicas que requiere el oficio al que
va a dedicarse. Por último, con un programa especial para cada trabajo, se le inicia en el
aprendizaje. El principal propósito de nuestra enseñanza consiste en hacer lo más
automático posible el trabajo, el cual debe ser ejecutado con el mínimum de raciocinio…
—Es decir, ¿ustedes tratan de convertir al hombre en un autómata, como en los
Estados Unidos y demás países capitalistas?
—Sí. La técnica socialista del trabajo persigue eso que usted dice, y ya le diré por
qué. Pero no es cierto que sea idéntico el caso de la técnica capitalista. Me explico. El
taylorismo, perfeccionado por el fordismo —sistemas ambos los más avanzados del
capitalismo— se basan en el régimen de la competencia. El fabricante vive con la constante
preocupación de vencer a sus concurrentes, vendiendo más barato, con mejor material, etc.
Para obtener estos resultados, no pierde tiempo en intensificar la productividad de su
fábrica. Dos métodos, entre otros, le sirven para el caso: perfeccionar al infinito su
maquinaria para producir más rápido y para reducir el número de sus obreros, y forzar a
éstos a adaptarse continuamente a unos aparatos y a una técnica que cambian y se
perfeccionan todos los días. El obrero, de esta manera, vive en un aprendizaje permanente.
Su raciocinio no deja de intervenir en sus labores manuales. Lejos de hacer de él la técnica
capitalista un autómata, como se cree vulgarmente, exacerba su vigilia cerebral, sus
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facultades de atención y conocimiento y su sensibilidad. Su pensamiento está obligado a
trabajar más aún que sus manos. A la larga, viene la fatiga psíquica, el surmenage nervioso.
El trabajo se le convierte en un suplicio. No hay organismo proletario que resista mucho
tiempo a este régimen, y el destino del obrero tiene que acabar en el hospital o en un retiro
obligado, como inepto y decrépito para los nuevos y cambiantes sistemas de trabajo. Los
daños de semejante procedimiento son incalculables y de una gravedad que espanta.
Explicarlos aquí sería salirnos de nuestro tema[4].
—¿Y la técnica socialista? ¿Según ustedes, el obrero debe mantener durante su
trabajo la máxima independencia de su pensamiento y de su sensibilidad?
—Sí. El trabajador ha de ejecutar su labor del modo más automático posible. Sus
actos deben realizarse por sí solos y no deben costarle ningún esfuerzo de raciocinio. La
técnica socialista deja intacta e intocada la vida espiritual del trabajador. Mientras laboran
sus manos, puede dedicar sus facultades intelectuales a lo que quiera: a soñar, a contemplar,
a recordar, a afrontar, en fin, los grandes e íntimos problemas de su vida personal. Por lo
demás —termina diciéndome Muravief—, la técnica capitalista conserva aún, en este
punto, algo del trabajo manufacturero y hasta del artesanal, en los cuales el trabajador pone
todas sus facultades físicas e intelectuales en su labor cotidiana. La diferencia está en que
los poderes intelectuales en el artesano se ejercen libremente y siempre creando algo nuevo
que depende casi por entero de él, mientras que el proletario capitalista los ejerce
sometiéndolos a las fórmulas y procedimientos impuestos por las máquinas y no pone, en
consecuencia, ninguna iniciativa creadora de su parte. El placer de inventar del artesano
desaparece en el obrero capitalista.
—¿Qué otra distinción existe?…
—En el cronometraje. A medida que el trabajo es más automático, se ejecuta con
mayor rapidez. La economía de tiempo es más considerable cuanto menos interviene el
raciocinio en el trabajo. Esta es ya una verdad primaria.
—¿Y la racionalización? ¿Cómo la contempla el Soviet?
—La racionalización, como usted lo sabe, es un fenómeno determinado por la
naturaleza misma de la mecánica de producción. La máquina lleva en sí los gérmenes de su
progreso y transformación incesantes. El devenir de la historia no exceptúa nada. Existe la
dialéctica en las máquinas, como en los seres individuales o colectivos. Un aparato nace,
evoluciona y pide ser transformado por otro, y éste por otro, y así sucesivamente. Uno de
los fines de esta constante metamorfosis mecánica reside en aumentar la productividad de
una maquinaria dada con el menor número de obreros.
—Es lo que ocurre en los países capitalistas.
—Exactamente. Y hasta aquí, la racionalización —aumento de productividad de la
máquina con el menor número de obreros— se ajusta en régimen capitalista a leyes
intrínsecas y justas de la dialéctica mecánica. En régimen socialista sucede lo propio. La
racionalización en el trabajo soviético se desenvuelve, hasta este punto, paralelamente a lo
que se hace en el trabajo norteamericano. Mas a partir de aquí se produce una discrepancia
rotunda y fundamental. La transformación de la maquinaria, en la técnica capitalista, es,
como acabo de decir, desenfrenada. El apetito patronal de producir más y mejor en menos
tiempo y gastando menos, para vencer así a sus concurrentes en el mercado mundial, lleva
al fabricante a una carrera desatentada en materia de racionalización. Sus ingenieros y
profesores no cesan de inventar nuevos aparatos. Una dramática competencia de
racionalización se produce entre los fabricantes. El sistema es el siguiente: El aparato
transformado o perfeccionado requiere, pongamos por caso, el 75 por 100 únicamente de la
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energía humana empleada en el manejo del aparato anterior, es decir, que si este necesitaba
antes de dos obreros, después no necesita más que de uno y tres cuartos de obrero. El
fabricante, en vez de suprimir de los dos obreros en trabajo un cuarto de obrero, Suprime,
de hecho, un obrero y deja a cargo del nuevo aparato, tan sólo un trabajador. Los resultados
son, entre otros, los siguientes: Primero: Se ha doblado el esfuerzo del único trabajador que
queda al servicio de la nueva máquina, pagándole el mismo salario que ganaba antes.
Segundo: Este trabajador, al hacer ahora por dos o, más exactamente, por uno y tres cuartos
de obrero, llega pronto a aniquilarse. Tercero: Este aniquilamiento si se trata de un aparato
de seguridad, le impide a la larga de vigilarlo debidamente, y una catástrofe o accidente es
inevitable. La mayoría de las catástrofes mineras, de transportes, atea tienen aquí su causa.
Cuarto: El obrero así racionalizado agota al poco tiempo todas sus energías y, joven aún, se
ve incapacitado para trabajar, enferma y muere en la miseria. Quinto: El obrero eliminado
del trabajo por el perfeccionamiento de la máquina va a engrosar el ejército de desocupados
y, como todos éstos, sucumbe en la miseria. Sexto: Como el patrón no sólo quiere que la
nueva máquina fabrique mil automóviles, por ejemplo, al mes con cien obreros, en vez de
fabricarlos con doscientos, sino que quiere que ella fabrique mil doscientos automóviles al
mes, la producción aumenta entonces con tal velocidad, que llega a agotar la capacidad
adquisitiva del mercado. Al poco tiempo, las fábricas inundan el mercado con sus
productos y los stocks quedan sin compradores. La superproducción se detiene sólo
entonces, A partir de ese momento, la maniobra se encauza a parar la marca del mercado,
desatada por él y sus contrincantes. Con frecuencia, como ocurre ahora, los reyes de la
industria llegan tarde a esta tarea, cuando el stockage ha empezado ya a aplastarlos bajo su
peso. Así empiezan las grandes crisis económicas mundiales. El ejército de desocupados y
la superproducción son actualmente los dos males de fondo de la crisis. Pero los fabricantes
siguen ganando…
—¿Y en la racionalización socialista?
—En la racionalización socialista no ocurre nada de esto. Se trata aquí de un
proceso de transformación mecánica racional, sin apuro y con una cesura impuesta, no ya
por la gana o el apetito de nadie en particular, sino por las necesidades reales y armoniosas
de la colectividad. En régimen socialista, nadie quiere vencer a nadie en competencias del
mercado. Si la economía de obreros de una máquina es en realidad como 25 por 100, a
nadie le interesa reducir estos obreros en un número mayor. Por el contrario, el interés
colectivo impone proteger y aumentar, de un lado, las energías de los obreros que quedan al
servicio de la máquina[5], y de otro lado, disminuir el número de los sin trabajo. De aquí que
la vida y la salud del proletariado soviético no sufren en nada con la racionalización, y que
los desocupados han desaparecido totalmente en Rusia, donde, por el contrario , han
empezado a faltar obreros. Por último, la racionalización socialista obedece a un plan
sintético y coordinado de producción de todas las ramas industriales. El interés colectivo
contempla todas las necesidades sociales y no una sola. Cuando un producto ha llegado ya a
satisfacer más o menos las necesidades colectivas, la racionalización de su fabricación
prosigue au relenti, pasando las energías e iniciativa a la racionalización en otra rama
industrial cuyos productos hay que aumentar. No hay lugar entonces a stockage ni a
ninguna otra crisis de superproducción. Toda la producción se ajusta, en cantidad y calidad,
a las necesidades sociales del momento. En otros términos: el consumo está en perfecto
equilibrio con la producción.
Otros tantos aspectos correlativos de la técnica del trabajo en el Soviet los veo y los
registro al día siguiente en el Museo de Protección del Trabajo.
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V. Régimen de salarios. «Plus-valía» capitalista y «plus-valía soviética».
Standard de vida y salario real

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NINGUNO de los sistemas de salario usuales en régimen capitalista corresponde al
que se observa en Rusia. Ni el salario por horas de trabajo, ni el régimen de primas, ni el
mixto, tan recomendado por Ford. El motivo reside en la diferencia de los métodos
seguidos en el mundo burgués y en el soviético para establecer el valor del trabajo. La
diferencia de estos métodos, por otra parte, constituye una de las expresiones más
esenciales y características de cada una de estas economías. Los sistemas de salario varían
de la una a la otra porque la voluntad y el interés que los establecen no son idénticos. Y no
lo son ni por su origen ni por su dirección histórica. En el capitalismo, esta voluntad y este
interés son de origen individual y tienden al aumento de la plus-valía o sea al aumento de la
propiedad privada. En la economía soviética, la voluntad y el interés que presiden el
establecimiento de los diversos métodos determinantes, a su vez, del valor del trabajo, son
de origen colectivo y tienden al aumento del bienestar y la riqueza comunes. Tal es el
profundo abismo que separa la tabla de salarios soviéticos de la de los salarios yanquis,
verbigracia. Esto es muy importante no olvidarlo, para evitar las confusiones, trampas y
sofismas que los profesores y patronos capitalistas suscitan en su favor cada vez que se
equiparan los salarios de uno y otro proletariado.
El profesor ruso Tiarof, de la Academia de Ciencias Sociales de Moscú, me ha
hecho, a este propósito, explicaciones muy interesantes, que yo trato de transcribir aquí del
modo más claro y menos técnico posible.
—A primera vista —empieza diciéndome el profesor Tiarof— se diría que el
sistema de nuestros salarios no difiere del sistema clásico y corriente que se observa, desde
los comienzos del capitalismo, en casi todos los países industriales, como la Gran Bretaña,
Alemania, Francia, etc. Hasta podría creerse que, en este terreno, no hemos llegado aún al
famoso régimen de primas, tan extendido en los Estados Unidos, y cuyo apogeo declina con
la «revolución» fordista de los salarios. Me refiero al sistema del salario por horas de
trabajo simple, que es el que predomina en nuestra economía. Pero quienes así discurren,
operan desde una posición empírica y no tienen para nada en cuenta las relaciones sociales
entre el capital y el trabajo, que está en la base de todo salario. Ignoran o fingen ignorar un
cúmulo de factores descubiertos por Marx en el modo de producción capitalista, y cuyo
examen es indispensable para todo estudio comparativo de los salarios. «El trabajo es la
única fuente de toda riqueza y de todo valor —dice Engels—. Por consiguiente, cabe
preguntarse: ¿por qué el asalariado no recibe todo el valor producido por su trabajo,
abandonando una parte de él al capitalista?». Pues bien, en los distintos sistemas de salarios
capitalistas, esa parte del valor producido por el trabajo del asalariado, queda siempre
para el patrón, en proporciones variables; pero en aumento continuo. Al sistema de salarios
mixto —trabajo a la cadena y régimen de primas— de los talleres Ford, corresponde el
«honor» de haber acrecentado esa parte del valor producido por el trabajo del asalariado y
abandonado al patrón, o sea la plus-valía, a su máxima proporción.
—¿Y en la economía soviética?
—Aquí el asalariado tampoco recibe todo el valor producido por su trabajo. En la
economía soviética, el obrero abandona también una parte del valor producido por su
trabajo. Pero lo abandona a la colectividad, de la que forma parte él mismo, y no a uno o
varios individuos. La plus-valía entre nosotros existe, pero ella no está destinada a la
acumulación del capital privado, sino a la acumulación del capital social. La sociedad
soviética no es aún socialista, y mientras haya un Estado, existirá un sujeto del derecho de
propiedad colectiva, encargado de administrar, por vías más o menos legales y coercibles,
los negocios colectivos. Y es a las manos del Estado, encarnación genuina de los intereses
32
comunes, que va a parar la plusvalía procedente del trabajo del asalariado. De ellas sale
luego con destino al incremento del bienestar común.
El profesor Tiarof hace una pausa y, como nota que aún no acabo de ver claro en
sus explicaciones respecto a los salarios, añade, tratando de ser lo más preciso posible:
—Sentadas estas primeras consideraciones de orden general, vamos a lo de los
salarios. Dado que la plus-valía soviética sirve a la acumulación socialista, nadie en
particular está interesado ni quiere reducir arbitrariamente los salarios, a fin de quedarse
con un provecho mayor derivado de esa reducción. La colectividad, de empeñarse en
aumentar a la fuerza la plus-valía común, cometería un acto de suicidio colectivo. La
acumulación socialista del capital se hace por los obreros, a costa de los obreros y en favor
de los obreros. Es un simple acto de ahorro colectivo, mientras que la acumulación
capitalista constituye la expropiación del interés de una clase social en favor de otra clase,
la explotación de la mayoría trabajadora en favor de unos cuantos parásitos. En el régimen
soviético impera, por eso, un sistema de salarios establecido por los propios asalariados, y
sus variaciones, aumentativas o disminutivas, se inspiran en los intereses también de los
asalariados. El valor del trabajo depende, de esta manera, únicamente de las oscilaciones
del interés social y no del apetito y la codicia de un particular. No es racional suponer que
el proletariado va a imponerse a sí mismo, caprichosamente y por puro deporte ayunativo,
salarios irrisorios, cuando el estado de la economía social permite, por el contrario, salarios
superiores[6]. ¿Quién en particular saldría ganando de semejante yugo de miseria? Nadie:
En el orden capitalista sí. Ahí hay dos clases sociales: los patronos y los proletarios, cada
cual con intereses diversos y encontrados. La escala de salarios constituye uno de los
campos de batalla entre ambos intereses. Si los salarios son bajos, hay alguien que sale de
ello ganando: los patronos.
—De otro lado —me dice el profesor Tiarof—, no se puede hablar de salarios sin
usar términos más específicos, que corresponden a ideas igual mente específicas, como son
las de salario real y standard de vida o precio medio de la vida. Nuestra situación
económica actual nos ha permitido cerrar casi totalmente la tijera formada por el salario
real y el precio de la vida, estableciendo entre ambos términos un equilibrio sólido y
perpetuo. En Rusia, la solución entre las necesidades de la acumulación socialista y las
necesidades de vida del trabajador sólo es posible partiendo, en primer lugar, de la
satisfacción de estas últimas. Sólo cuando ya se ha equilibrado el precio de la vida con el
salario real, sólo entonces se empieza a pensar en la plus-valía socialista. Primero se
subsiste, después se ahorra. Durante largos años no se ocupó el Soviet sino de que el
proletariado subsista, y sólo tras de penosos esfuerzos ha empezado a capitalizar y a
desarrollar su economía. Mas lo propio no sucede en los países capitalistas. Ahí la tijera
formada por el salario real y el precio de la vida se abre cada vez más, ahondando el abismo
que hay entre el uno y el otro. Ahí se invierten los términos: primero el patrón ahorra y
después subsiste el trabajador. O lo que es lo mismo: para que los patronos puedan
incrementar sus caudales, matan de hambre al proletariado. Ahí la solución entre las
necesidades le la acumulación capitalista y las necesidades de existencia del trabajador sólo
es posible partiendo preferencialmente de la satisfacción de las primeras. Los patronos
buscan, al parecer, el equilibrio efectivo entre el precio de la vida y el salario real; pero, en
realidad, lo evitan. Esta diferencia entre el salario real y el precio de la existencia del
obrero, es la que Marx designa con el nombre de plus-valía simple, para distinguirla de la
plus-valía compuesta, que representa el total de las utilidades del patrón, comprendidos los
provechos derivados de la racionalización, del aumento de las horas de trabajo sobre las
33
estrictas que el obrero necesita laborar para ganarse lo justo para vivir; del trabajo de los
niños y las mujeres, etc.
—¿Cuánto gana, por término medio, la mano de obra en Rusia?
—Alrededor de dos rublos al día.
—¿Y los obreros técnicos?
—Cinco rublos.
—¿Y un ingeniero?
—Ocho rublos, en promedio.
Me falta —pienso para mí— enterarme de cómo se realiza ese equilibrio entre los
salarios y el coste de la vida en el Soviet. Doy gracias al profesor Tiarof por sus valiosas
declaraciones, y me encamino a una instalación metalúrgica de los alrededores de Moscú,
Son los obreros ahora los que tienen la palabra.

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VI. Jerarquía económica. El «standard of life» soviético. Supresión del
ahorro individual. Sólo ahorra el Estado ¿Lo justo para no morir? ¡Lo
justo para ser dichoso!

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AL noroeste de Moscú, la campiña aparece cenagosa. Entre una vegetación
raquítica se yerguen sobre el terreno llano numerosas construcciones nuevas, de un estilo
mixto, entre oriental y germano. Varias fábricas lanzan al cielo otoñal sus altas humaredas
amarillas. La instalación metalúrgica a la que nos dirigimos es un inmenso conglomerado
de techos y compartimientos.
El director de la instalación, un ingeniero suizo, Neicheller, se digna ponerme
inmediatamente en contacto con la masa de obreros que aquí trabajan. Advierto, de paso
por las diversas secciones del local, que la maquinaria es en gran parte vieja y gastada,
aparte de ser de tipo muy atrasado. Ella corresponde a la época zarista, y es fabricación
alemana, y en muy breve proporción, francesa. Prueba es ésta de que, por mucha que fuese
la influencia política y financiera de Francia en Rusia antes de la revolución, le fue difícil,
sin duda, a la alta burguesía rusa sustraerse al imperialismo industrial alemán, superior a la
sazón al de París. Las leyes de producción económica, esta vez como siempre, podían más
que las políticas y financieras. Por debajo de la diplomacia francófila de Nicolás II y su
pandilla cortesana, las profundas necesidades económicas del país sufrían subterráneamente
la infiltración, sorda, pero ineluctable, de la exuberante savia industrial teutona. Rusia era
un país de industria pesada. Francia, país sobre todo de industria ligera, no podía
suministrar una técnica apropiada al género de la producción rusa. ¿Qué podía hacer en este
caso la política zarista? Los Bancos de París podían ciertamente prestarle todo el capital
que pedía, pero no la maquinaria reclamada por la clase de producción de base del país. La
vida industrial tiene sus necesidades que le son propias e independientes de la vida política,
y no es, por consiguiente, a aquélla que sigue el curso de ésta, sino al contrario, es la vida
industrial la que imprime dirección a la política. De aquí que nada habría tenido de extraño
que, de no producirse la guerra europea, la política rusa hubiese, a la larga o de golpe,
cambiado de frente, rompiendo la Triple Entente para ponerse al lado o a las órdenes de
Berlín. A ello le habrían forzado y le estaban ya encaminando las necesidades de
producción industrial propias y peculiares de Rusia. No hay que olvidar, de otro lado, que
entre el mundo financiero y el mundo industrial o, en otros términos, entre el capital
financiero y el capital industrial, rigen relaciones muy variables. A veces la influencia
financiera sobre un país va unida a la influencia industrial, y esto ocurre lo más a menudo.
Tal sucede hoy con el imperalismo yanqui en el mundo entero. Pero otras veces, ambas
influencias van separadas, como en el caso de Francia y Alemania en Rusia antes de la
guerra. Esto, a primera vista, parece inadmisible en teoría, dado que la actividad financiera,
con todas sus altas y bajas, depende casi siempre de la actividad industrial. No obstante, es
una realidad más frecuente de lo que parece. Y es que la zona de influencia tiene sus
necesidades propias y no presta ni recibe de fuera sino lo que en tal o cual momento
conviene a su estado económico. Puede acontecer que el país prestamista de capital
financiero cultive un género de producción distinto al del país prestatario, que está
condicionado por la naturaleza o por remotos factores históricos de su economía que no es
dable contrariar. La zona o país de influencia recibe entonces de otro imperialismo la
dirección y técnica industriales que necesita como adecuadas a su economía. Se da en este
caso el hecho de una zona de influencia acaparada simultáneamente por dos imperialismos:
el imperialismo financiero y el imperialismo industrial. La economía internacional ofrece a
menudo el espectáculo del reparto entre dos o más imperialismos, de diversa naturaleza, de
un mismo país colonizado. Tal ocurre con América Latina y China, zonas en que la Gran
Bretaña domina en un aspecto económico, los Estados Unidos en otro y Francia en otro.
Entramos en un vasto taller de fundición. Me hallo entonces en medio de una
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muchedumbre de obreros en pleno trabajo. Neicheller se despide y me deja solo entre los
trabajadores, acompañado de una señora, que es mi intérprete, y a la que pago por mi
exclusiva cuenta sus honorarios. Esta mujer sirve a maravilla el carácter imparcial que me
propongo dar a mi reportaje, por la sencilla razón de ser una sobreviviente de la burguesía
zarista, recalcitrante al régimen soviético. De otra parte, no sabe ocultar su hostilidad al
régimen, y me es, en consecuencia fácil darme cuenta de cuando tergiversa las cosas y de
cuando me transcribe literalmente la verdad. Tomo de su intervención solamente lo que, en
mi concepto, debo tomar, separando sin dificultad el elemento de opinión personal que ella
pone en sus versiones, del fondo objetivo de las mismas.
A un grupo de obreros que trabajan al pie de una grúa en el transporte de metal
candente, les pregunto:
—¿No tienen ustedes otro medio de transportar el metal candente?
Porque el medio con que ellos lo hacen es completamente primitivo. Reciben entre
cuatro hombres el enorme bloque candente, al rojo oscuro, y lo llevan en brazos a depositar
en una plataforma, situada a unos ocho o diez metros de distancia. Para ello se sirven los
obreros de unos trapos empapados en agua.
—No. No tenemos otro medio de hacerlo.
—¿Pero no saben ustedes que en el extranjero hay instalaciones especiales que con
sólo tocar un botón realizan por sí solas el mismo trabajo?
—Sí. Lo sabemos. Pero nosotros no disponemos de ellas en todas las fundiciones.
—¿Y por qué no en todas?
—Porque hay que comprarlas en el extranjero o fabricarlas en Rusia, y el Soviet no
tiene aún capitales suficientes para perfeccionar todos nuestros métodos de trabajo. Ya se
hará poco a poco [7].
Los obreros rusos ponen en su trabajo una abnegación que conmueve y una
esperanza exultante. La mayoría de ellos están enterados de que no todas las formas de
trabajo de los Soviets son las más avanzadas del mundo, y que, lejos de eso, el obrero ruso
penará por algún tiempo, hasta igualar, en materia de confort en el trabajo, al obrero
capitalista. De ello tienen perfecta conciencia. Pero tampoco ignoran la causa de estos
defectos y lagunas de la técnica soviética, cual es la deficiencia actual y pasajera de
capitales. De aquí que ellos soporten esas dificultades alegremente, con la confianza y la fe
en que ellas no son sino momentáneas.
—Ya sabemos —me dicen— que nuestros hermanos del extranjero, particularmente
de los países imperialistas, están en muchas cosas mejor que los trabajadores del Soviet.
Tanto mejor. Esto nos da un gran contento. Pero ya los igualaremos. Nuestros esfuerzos son
aún más penosos. Esto es inevitable. Antes que vivir confortablemente, pero en una
situación económica precaria e incierta para el porvenir —paradoja en la que viven, por
desgracia, muchas sociedades, como muchos individuos—, nosotros hacemos lo contrario:
primero queremos crearnos y afianzar una situación económica seria y sólida para el
porvenir y el resto —confort, abundancia— vendrá después.
—Pero —les arguyo— una técnica más moderna no es cuestión de confort ni de
abundancia, sino un medio precisamente de crearse y consolidar esa situación económica a
la que ustedes aluden.
—Lo comprendemos. El Soviet no hace otra cosa. Ha renovado hasta ahora en un
70 por 100 los métodos de producción en Rusia. Lo que tenía que hacer en esta esfera era
inmenso. Nada, pues, de extraño que aún quede de ello mucho por hacer.
Uno de los obreros es designado por los otros para responder a mis preguntas.
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Como él ha tocado el punto concerniente al bienestar y confort de la vida en Rusia,
entramos justamente a la materia que me traía aquí, y le digo:
—¿Cuántas horas diarias trabaja usted?
—Siete horas al día[8].
—¿Cuánto gana usted?
—Dos rublos cincuenta diarios.
—¿Qué clase de trabajo ejecuta?
—El que usted está viendo: el transporte de metal candente.
—¿Es un trabajo, según parece, difícil o al menos peligroso?
—Difícil, no. Peligroso, tampoco. Lo único que puede pasar, en el peor de los casos,
es resbalar de nuestros brazos a masa de metal y precipitarse al suelo. Pero eso no acarrea
ningún riesgo. Estamos ya habituados a cuidar los pies. Prueba de ello es que nunca, en un
año que trabajo aquí, ha sufrido nadie el menor accidente.
—¿Su salario le basta para vivir?
—Lo suficiente. Mi vida es sobria, como la de todos mis compañeros, como la del
mundo entero en Rusia. El Soviet establece los salarios según las necesidades reales y
racionales del proletario. Es el Estado el que crea y dosifica esas necesidades, conforme a
las posibilidades económicas de que dispone para fijar los salarios. Correlativamente, es él
también quien fija estos salarios, según aquellas necesidades. Como el Soviet tiene en sus
manos la llave de este circuito, la ajusta y la abre según un golpe de vista global de la
economía del país.
—¿Y ustedes creen que el Soviet no yerra o tropieza con insalvables dificultades en
este mecanismo regulador, de soberanía y libertad aparentes, pero sujeto, en realidad, a
innumerables influencias y reacciones extrañas?
—El Soviet, naturalmente, puede equivocarse y tropezar con dificultades extrañas a
su buena voluntad. Mas, puestas las cosas en este terreno, la cuestión pierde su carácter
científico y caemos en el mundo de lo probable. A lo más, lo que cabe hacer en ambos
casos es reparar el error ya cometido o tratar de vencer lo que es vencible. Las cosas, como
usted ve, pasan entonces al dominio silogístico o puramente verbal.
Por lo visto, el obrero que tengo ante mí es un bolchevique, o al menos uno del
cogollo de los trabajadores rusos. Dejo, pues, de lado el terreno de lo probable —como él lo
llama— y le pregunto categóricamente:
—¿Qué entienden ustedes por vida sobria?
—La satisfacción de las necesidades primarias de la existencia, sin excesos ni
privaciones. Nada de superfluo. Nada de lujo. Nada de fantasías ni refinamientos inútiles y
propios de regoldantes estragados y de ociosos decadentes. Lo justo solamente, lo
imprescindible; en una palabra, lo natural, lo sano.
—¿Quiere usted decir «lo justo para no morirse»?
—No. Lo justo para ser dichoso. Con el salario que yo gano me basta para
alimentarme, para pagar mi casa, vestirme, ir a los espectáculos y costearme algunos libros,
periódicos, pequeños viajes y paseos.
—¿Tiene usted familia?
—Sí. Mí compañera y un hijo.
—¿Y quién los mantiene?
—Mi compañera trabaja en una papelería del Gossizdat (editorial del Estado), y
gana lo suficiente para vivir. En cuanto a nuestro hijo, que tiene apenas tres años, el Estado
se ocupa de él.
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—¿Qué relación económica existe entre usted y su compañera?
—Ninguna. Como ni ella ni yo somos propietarios, la cuestión es muy sencilla. Eso
no quita que, dentro de nuestra economía diaria, no haya una libre y espontánea comunidad
de bienes. Pero la ley no nos obliga a nada.
—¿Y en caso de enfermedad de uno de ustedes? ¿En caso de falta de trabajo?
—Es el Estado quien lo paga todo.
—¿Dónde come usted?
—En la Cooperativa, como todo el mundo.
—¿En el mismo restorán que los que ganan más que usted?
—En el mismo.
—¿Y come usted lo mismo y por el mismo precio?
—No. El menú y los precios varían. Los que ganan más comen mejor, pero pagan
más caro.
—¿Un obrero técnico o un ingeniero, que ganan cinco o siete rublos al día, viven,
por consiguiente, en mejores condiciones que usted?
—Sí. Porque saben y trabajan más que yo. Cuando yo llegue a prestar servicios
idénticos o equivalentes, viviré también como ellos. El bienestar individual en Rusia está en
proporción con el trabajo y la productividad de cada uno.
—Pero si usted no dispone ahora de mejores aptitudes, no creo que esto sea culpa
suya para merecer un grado de vida inferior al de otro obrero.
—Si no es mía la culpa de ser menos apto que otros obreros, tampoco lo es de éstos
para rebajarles sus salarios hasta igualarlos con el mío. Las necesidades de los obreros
mejor capacitados son, por otra parte, más elevadas, y cuesta el satisfacerlas mucho más
que las mías. Un ingeniero lleva un régimen de vida diverso al de un simple mano de obra,
porque lo que hace en el trabajo es también diferente. Trabaja por la noche, estudia fuera de
las horas de la fábrica, etc. Su alimentación, su alojamiento deben ser, por eso, más
esmerados, y, lógicamente, más caros.
—En resumidas cuentas, ¿todos gastan todo lo que ganan?
—Aproximadamente.
—¿Nadie puede ahorrar ni formar, poco a poco, una pequeña reserva económica
para el porvenir?
—¿Ahorrar? Esta palabra no existe en el Soviet, Ningún individuo puede ni quiere
ahorrar. Sólo el Estado es el que ahorra.
—¿Y cuando se llega a viejo o se cae enfermo?
—Es el Estado el que, en todos estos casos, se ocupa del trabajador —proletario o
ingeniero— enfermo o viejo.
—Pero volviendo a lo de los salarios: ¿qué diferencia subsiste entre el de un técnico
y el de un mano de obra, si al fin y al cabo la vida les cuesta a ambos todo lo que ganan?
—La diferencia está en que, mientras el simple mano de obra disfruta de una
existencia inferior, el técnico vive mejor.
—No veo, francamente, en qué sentido viva el técnico mejor, puesto que no hace
sino satisfacer necesidades intrínsecamente entrañadas e inseparables del rol de su trabajo y
de sus obligaciones.
—Eso es, precisamente, lo que en Rusia se entiende por vivir mejor: la correlación,
correspondencia y equilibrio entre las necesidades propias y naturales del trabajo de un
individuo y los medios de que dispone para satisfacerlas. A nadie se le paga sino lo justo
para satisfacer las necesidades peculiares al género de sus ocupaciones, y de nadie se exige
39
mayor trabajo que el que le permiten efectuar los medios económicos de que dispone para
vivir.
—¿Y de qué manera puede comprobarse ese equilibrio de que habla usted?
—Examinando la salud del trabajador fisiológica y psicológicamente. Si su salud es
normal, el equilibrio es perfecto. Hablo suponiendo que la existencia y el trabajo del obrero
se desarrollen dentro de un orden normal, sin desmanes ni accidentes.
El obrero que así me habla tendrá unos veinticuatro años. Es robusto sin adiposidad.
Su mirada es clara, alegre. Su gesto y sus maneras, firmes y confiadas. Un tanto sanguíneo
más bien. El talle deportivo, pero armonioso. Respira y habla a sus anchas. Muestra una
seriedad casi rural por lo mansa, y casi mecánica por lo lineal y vertebrada.

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VII. Los trabajos y los placeres

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SIN duda, la vida de solaz y distracciones de Moscú, como gran parte de la vida
rusa de hoy, difiere notablemente de la de París, de Londres, de Roma, de Berlín. No hay en
Rusia cabarets, ni cafés, ni recepciones sociales, en fin, nada de lo que entre nosotros se
llama vida mundana: visitas, bailes, tertulias, partidas de poker, de ajedrez[9].
No hace mucho tiempo dije que, en el fondo, la vida ciudadana de Moscú no se
diferenciaba de la de París. Desde un punto de vista universal y humano, no anda acaso
errada esta afirmación, bajo un examen profundo de los profundos estratos históricos de la
vida ciudadana. Hay niveles y alturas en las construcciones de la historia que, una vez que
han alcanzado una mayor edad universal, su justa madurez de duración, devienen
permanentes y comunes a todos los pisos y transformaciones de pisos que vengan después.
De cierto nivel para arriba —suponiendo que el movimiento de la vida se opere
verticalmente y subiendo—, ya pueden sobrevenir los ensayos y revoluciones que se quiera,
sin que nada de esto transforme o eche abajo aquel nivel fundamental. Las leyes de
resistencia en arquitectura se aplican tal vez enteramente a las edificaciones sociales. Del
suelo para arriba, pueden cambiar y ensayarse todos los estilos de construcción —desde la
caverna primitiva hasta el rascacielo moderno—, pero ningún ensayo ni revolución
arquitectónica pueden echar abajo o hacer desaparecer el suelo, El movimiento dialéctico,
de Marx no resulta aquí burlado. El devenir de la historia consiste en la transformación de
un orden social respecto del orden social que le precede, y no respecto del que le sigue o va
a venir. El suelo, en arquitectura, no está evidentemente inmóvil, sino que se mueve y
cambia; pero cambia y se mueve respecto del subsuelo y no respecto de la atmósfera ni de
lo que se hace en la atmósfera. Desde este punto de vista, puede asegurarse que la vida
ciudadana de Moscú no difiere de la de París ni de las otras capitales burguesas.
Cuando se ven ambos géneros de vida desde una posición más externa y
contingente —tal la vida de solaz y distracción de que hablamos—, entonces sí
descubrimos radicales oposiciones.
Nada de lo que en París es solaz o distracción ciudadana existe en Moscú. En un
orden social nuevo, como el soviético, donde los trabajos y los placeres no se alternan, sino
que transcurren simultáneamente (se trabaja siempre con placer y se distrae siempre con
utilidad), es difícil saber, de una manera precisa, cuándo la ciudad trabaja y no se divierte y
cuándo se divierte y no trabaja. Los lugares destinados exclusivamente a la diversión y los
destinados exclusivamente al trabajo, no son fáciles de distinguir en Moscú. En la fábrica y
en el taller, en la oficina y en la escuela se desenvuelve el trabajo de modo tan confortable,
armonioso y espontáneo, y tan penetrado del trance propiamente deportivo del esfuerzo,
que no sabe uno si los obreros están trabajando o si están divirtiéndose. En el teatro, en el
club y en el estadio, bullen en el fondo de cada acto y de cada movimiento un esfuerzo tan
serio y un empeño tan vigilante de creación colectiva, que tampoco sabe uno si la reunión
está divirtiéndose o si está trabajando. Aun en los grandes días feriados, cuando el esfuerzo
proletario toma formas cívicas y militantes de calle, el regocijo continúa siendo creador. El
día del aniversario de la revolución de Octubre, por ejemplo, las masas desfilan cantando
temas revolucionarios de batalla militar y de taller, de campo y de cultura, y aclamando los
grandes empeños e imágenes socialistas. En suma, ningún placer sin esfuerzo creador;
ningún esfuerzo sin placer creador.
En París y en las demás urbes capitalistas, la sociedad ha trazado y mantiene una
línea profunda de separación entre los placeres e los trabajos, entre los lugares de diversión
y los de labor. En ciertos focos ciudadanos y a ciertas horas o días, sólo es posible el solaz
exclusivo y sin mezcla de trabajo creador. En otros núcleos y en otros momentos, sólo es
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posible el trabajo, con exclusión absoluta del placer. Un hombre que fuese a Montmartre y
se sentase a la mesa de un cabaret a resolver una fórmula industrial o a martillar un lingote
de acero, pasaría por loco. En idéntico estado se le creería si fuera a un gabinete de la
Academia de Ciencias y se pusiera a bailar un tango ante los severos sabios de la cofradía.
En la sociedad capitalista, el trabajo y el placer se excluyen recíprocamente, negándose e l
uno al otro en todos los ritmos de la vida, en vez de ser el uno complemento inseparable y
sincrónico del otro. Vanos son los ideales y doctrinas que en contra de este absurdo vienen
inventando y propalando pedagogos y legisladores. Aquí, como en los otros problemas
sociales, una cosa son las intenciones y los sueños y otra cosa son los intereses prácticos y
comestibles que se oponen a esos sueños y a esas intenciones.

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VIII. La literatura. Una reunión de escritores bolcheviques

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ME costó trabajo y mucho tiempo dar con la casa de Kolvasief. Leningrado es,
después de Londres, la ciudad más extensa de Europa. Añádase la actual deficiencia de los
medios de transporte urbano, el desconocimiento que de la ciudad tiene el recién llegado y,
lo que es más grave, su ignorancia del ruso, y ya podrá imaginarse el lector lo difícil que
resulta para el extranjero dar por sí mismo con un punto cualquiera de la urbe. Más todavía.
La numeración de las casas de Leningrado obedece a un orden y progresión tan esotéricos e
inextricables, que sólo los iniciados pueden seguirla y servirse de ella. Por fortuna, encontré
a tiempo al crítico literario Vigodsky, que asistía también a la reunión de escritores
bolcheviques. Y Vigodsky vino, asimismo, a guiarme por otro laberinto: una vez en casa de
Kolvasief, había que orientarse en la numeración de los departamentos y habitaciones, que
es mucho más compleja y minuciosa que la de la calle. Leningrado no sufre de la crisis de
alojamientos de que padece Moscú, pero tampoco hay allí abundancia de casas[10]. La
población cabe a las justas dentro del actual perímetro urbano, y para prevenir inesperados
conflictos y desórdenes derivados del creciente acercamiento entre la ciudad y el campo
—acercamiento provocado por la política de socialización integral del Soviet—, se ha
organizado rigurosamente y en sus más mínimos detalles el régimen domiciliario. De aquí
que cada casa resulte una colmena, a causa de la minuciosidad, orden y regularidad de su
parcelamiento.
El departamento al que entramos es amplio, confortable. Leningrado, en general, es
una ciudad holgada, limpia, clara y hasta alegre. El zarismo hizo de ella una urbe occidental
y casi parisiense, en su plano de conjunto, en su estilo arquitectónico, en su aspecto
municipal, en su ornamentación. Residencia de la nobleza y de la alta burguesía rusa, fue
dotada de un confort marcadamente occidental, al menos en sus zonas centrales. Abundan
los departamentos construidos y orientados a semejanza de los de la rive gauche de París.
El de Kolvasief es así. Sólo que, dentro de la actual vida soviética, habitan en cada
departamento numerosas familias, ocupando, según el número de cada una de ellas y su
género de trabajo, cuatro, tres, dos y hasta una sola pieza.
Kolvasief es un joven de unos treinta y cinco años y de cierta distinción personal.
Ha sido diplomático. Un tanto banal y cortesano, sus maneras y su desenvoltura denuncian
al viajero del protocolo, al hombre de mundo. Cuando llegan los otros escritores
bolcheviques, resalta más aún su ceremonial de salón. Kolvasief, sin embargo, es un gran
cuentista revolucionario. Contra la mediocre impresión que me produjera al comienzo, se
precisó luego como un hombre ortodoxo y profundamente bolchevique. Del salón burgués
ha tomado únicamente el deseo de agradar, la fluidez del gesto, encontrando en el resto de
la sociedad capitalista un motivo de sincera repugnancia. Son muchos los revolucionarios
que, como Kolvasief, egresaron de la buena» sociedad o pasaron por ella. Tal Chicherin,
Lunacharsky, Maiakovsky, Pilniak, Volin y otros.
Llega Sayanov. Luego, Lipatof y Erlich. Después, Verzint, Chitzanov, Sadovief.
Jóvenes todos, de menos de cuarenta años —poetas, novelistas, críticos, ensayistas—,
hacen una algazara riente y pintoresca. Alegría sana, exuberancia fecunda, fuerza generosa,
instinto colectivo de la vida, praxis creadora. Visten sin pretensión proletaria, sin mise en
scène bolchevique. Ni uniforme revolucionario, ni blusas amarillas, ni chalecos rojos, ni
camisas negras y ni siquiera los largos pantalones de los sans culottes de la Convención.
Más bien involuntaria negligencia en la raída americana, en la ausencia de corbata, en el
calzado burdo y atollado. Más bien pobreza de hombres justos y de ninguna manera
desarrapado y profesional abandono de bohemios. En su mayoría son rusos blancos del
Norte; ojos azules de polar desolación, amoratados rostros, respiración de maelstrom, ceño
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de cerrazón a la redonda. Unos vienen a la literatura, directa y conscientemente, de la clase
obrera. Otros vienen de la itzba, por la marea de la guerra civil. Otros de la pequeña
burguesía, por foetazo leninista. Y no pocos del lumpen-proletariado, redimidos y ganados
a la vida de orden y trabajo. No demuestran por mí esa melosa curiosidad protectora que los
eminentes plumíferos burgueses demuestran ante un escritor desconocido y extranjero. Me
hablan y me tratan con sencillez fraternal.
El más reposado es Sadovief y el más respetado por ellos. Le consultan
continuamente, oyéndole con cariño y devoción.
—Sadovief —me dice Kolvasief— es nuestro más grande poeta proletario.
—¿Más grande que Pasternak y que Maiakovsky? —le arguyo sorprendido.
—El más grande de todos —me repite Kolvasief con firmeza, y su opinión se
generaliza luego, confirmada por todos les presentes.
Kolvasief añade:
—Por lo demás, Maiakovsky no pasa de un histrión de la hipérbole. En cuanto a
Pasternak…
Pero más que este modo individualista de plantear y juzgar las cosas literarias, me
interesan los modos colectivos, que me permito provocar en alta voz entre mis amigos
rusos. Anoto entonces las siguientes declaraciones, que los escritores bolcheviques me
formulan como signos de su estética:
No hay literatura apolítica; no la ha habido ni la habrá nunca en el mundo. La
literatura rusa defiende y exalta la política soviética.
Guerra a la metafísica y a la psicología. Sólo las disciplinas sociológicas,
determinan el alcance y las formas esenciales del arte. Los asuntos y problemas de que trata
la literatura rusa corresponden estrictamente al pensamiento dialéctico de Marx.
La inteligencia trabaja y debe trabajar siempre bajo el control de la razón. Nada de
superrealismo, sistema decadente y abiertamente opuesto a la vanguardia intelectual
soviética. Nada de freudismo ni de bergsonismo. Nada de complejo, libido, ni intuición, ni
sueño. El método de creación artística es y debe ser consciente, realista, experimental,
científico.
Los temas literarios son la producción, el trabajo, la nueva organización de la
familia, y de la sociedad, las peripecias y luchas ineluctables, para crear el espíritu del
hombre nuevo, con sus sentimientos colectivos de emulación, creadora y de justicia
universal.
En la literatura rusa hay dos maneras de enfocar la realidad social: la vía destructiva
de beligerancia y propaganda mundial contra el espíritu y los intereses burgueses y
reaccionarios, de una parte, y de la otra, la vía constructiva del nuevo orden y de la nueva
sensibilidad. En esta última se distinguen, a su vez, dos movimientos concéntricos:
proletarización de la sociedad entera y socialización del Estado proletario.
Ha pasado el tiempo de las escuelas y cenáculos literarios en Rusia. No queda ni
akeísmo, ni presentismo, ni futurismo, ni constructivismo. No hay más que la F. U. D. E. R.
(Frente Único de Escritores Revolucionarios), cuyo espíritu y experimentos técnicos
pueden sintetizarse en la doctrina general del realismo heroico.
Los maestros y precursores rusos de los actuales poetas son Puchkin y Khlebnikov.
Blok no deja nada profundo ni duradero. Las únicas influencias extranjeras se reducen a la
inglesa de las baladas (Kipling, Coleridge) y a la alemana (Heine, Rilke).
Los escritores rusos forman un sindicato profesional, como las demás ramas de la
actividad soviética. La edición y cotización de las obras corren a cargo de este sindicato y
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de una sección especial del Comisariato de Instrucción Pública, y ellas siguen, para ser
establecidas, un criterio de Estado.
El ejercicio de la literatura es libre y no está organizado en ninguna escuela o
academia oficial preparatoria, ni se sujeta a programas o cuestionarios coactivos del Soviet.
El escritor revolucionario lleva una vida de acción y dinamismo constantes. Viaja y
está en contacto directo con la existencia campesina y obrera. Vive al aire libre, palpando
en forma inmediata y viviente la realidad social y económica, las costumbres, las batallas
políticas, los dolores y alegrías colectivos, los trabajos y el alma de las masas. Su vida es un
laboratorio austero donde estudia científicamente su rol social y los medios de cumplirlo. El
escritor revolucionario tiene conciencia de que él, más que ningún otro individuo, pertenece
a la colectividad y no puede confinarse a ninguna torre de marfil ni al egoísmo. Ha muerto
en Rusia el escritor de bufete y de levita, libresco y de monóculo, que se sienta día y noche
ante un montón de volúmenes y cuartillas, ignorando la vida en carne y hueso de la calle.
Ha muerto, asimismo, el escritor bohemio, soñador, ignorante y perezoso.
La literatura soviética participa, en cierta medida, del antiguo realismo y del antiguo
naturalismo, pero los excede en sus bases históricas y en sus secuencias creadoras. Ella no
es una escuela, sino un trance viviente y entrañable de la vida cotidiana. De aquí su
diferencia sustancial de todas las demás literaturas de la historia.

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IX. El día de un albañil. El amor, el deporte, el alcohol, el teatro y la
democracia

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HE seguido, pie con pie, durante un día entero, la vida de un albañil. La he tomado
a las siete de la mañana, en su vivienda del bulevar Puchkin. Esta se reduce a una sola y
pequeña habitación, encajada en la casa número 8 de la calle. La casa es grande, de dos
pisos, tres patios, muy vieja y asaz desvencijada, del Moscú milenario. En ella he penetrado
con el pretexto de buscar a una persona imaginaria. Mientras hacía tal averiguación, he
observado a mis anchas al obrero, que acaba de saltar de su cama. Está con su compañera,
una joven correctora de pruebas de la Pravda. No tienen hijos ni son casados. Su unión data
de un año. ¿Se aman? ¡El amor!… ¡Qué contenido tan distinto posee esta palabra en Rusia!
Entre nosotros, el amor, en realidad, no existe sino muy raramente. Llamamos amor a una
simple simpatía, hija directa de un interés económico o de cualquiera otra especie, pero que
nada tiene que ver con el mundo afectivo. Una mujer concibe esa simpatía partiendo
siempre de una cual. Edad del hombre, extraña a los valores determinantes del sentimiento.
Lo propio acontece con el hombre respecto de la mujer. Esa cualidad puede ser la riqueza,
la posición mundana o la simple posibilidad de obtener, tarde o temprano, una u otra cosa.
Dentro de las relaciones burguesas, sólo excepcionalmente nace esa simpatía fuera de estas
perspectivas. Una persona que ama a otra, huérfana ésta de posición económica o social,
pasa por una extravagante o insensata. Amar a un descamisado, a una persona que apenas
gana para no perecer de hambre o que carece de nombre y brillo social, o que no llegará
nunca a conseguirlos, ni a mejores entradas económicas, constituye una locura o un
desplante. El acomodado o aristócrata va siempre a una acomodada o aristócrata, y el que
no es ni una ni otra cosa, se esfuerza o es sensible a la tentación de amar a la que lo es. Las
más de las veces, los sujetos de este «amor» no se dan cuenta exacta de estos verdaderos
basamentos de sus relaciones. El hombre o la mujer, en estos casos, creen descubrir en la
persona amada un conjunto de encantos y atractivos personales, y, al parecer, propios y
entrañables de su contextura espiritual e íntima. «Yo no le amo —se dicen sinceramente a
sí mismos— por su situación social o económica, sino por sus prendas morales. Si un día se
quedase sin dinero o sin nombre mundano, yo le seguiría amando». De ello están estos
«amantes» convencidos. Pero estos «amantes» no saben que esas prendas de la persona
amada proceden directamente de la posición económica o social. Y no lo saben, porque la
relación de causa a efecto entre esta posición y aquellas prendas es más o menos mediata y
oculta, aunque siempre directa e indiscutible.
Otras veces los sujetos de este «amor» se dan perfectamente cuenta del carácter
social o económico y extra-afectivo de sus relaciones. Esto ocurre en las más altas esferas
mundanas de la burguesía o de la nobleza, mientras que el caso del párrafo anterior ocurre
en la pequeña y mediana burguesía.
¿Por qué se desfigura y se desnaturaliza así el amor en el mundo capitalista? Ello
obedece posiblemente al individualismo desenfrenado de las gentes. Este individualismo ha
engendrado un sinnúmero de apetitos y preocupaciones egoístas: el afán de distinguirse de
los otros, aventajándolos a todo precio; la vanidad, la concupiscencia, el sibaritismo, la
pereza con todos sus vicios y cobardías. Obedeciendo a estas preocupaciones, el amor —si
así puede llamarse entre nosotros este apetito— es clasista, es decir, que el hombre y la
mujer de una clase social se unen únicamente a la mujer y al hombre de su misma clase;
nadie quiere descender de posición. Sólo de cuando en cuando, repito, se salta de clase.
Mas en este caso no es la persona de clase elevada la que desciende, sino que es la de clase
inferior la que asciende. Lo que no quita que a la primera se la juzgue, como hemos dicho
ya, como una insensata o amiga de lo raro. Por regla general, estos saltos de clase aparecen
tan irregulares y locos a los ojos de todos, que los interesados prefieren sostener ocultas
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tales relaciones, como un crimen o algo vergonzoso e inconfesable. Tal es el caso de las
pasiones entre el señor y su sierva, entre el patrón y su sirvienta, entre la señora y su
cochero o entre el gerente de un Banco y su dactilógrafa.
En Rusia, el amor ha dejado de ser clasista, desde el momento en que han
desaparecido las clases sociales. Social y económicamente, todos son iguales. El
individualismo y sus apetitos derivados tienen un freno dentro de un nuevo equilibrio
colectivo y dentro de un nuevo orden jurídico y moral. El trabajo es obligatorio. No hay
tiempo para el ocio ni gusto por los refinamientos. A la vanidad ha sucedido el orgullo, en
la acepción colectiva de la palabra. El hombre y la mujer, por consiguiente, están liberados
de toda preocupación o perspectiva económica y social para elegir a la compañera o al
compañero. El punto de partida y de inspiración del amor radica por entero en otra parte: en
el mundo afectivo. Dentro de este mundo, la libertad de elección sentimental es absoluta e
inalienable. Cuando un hombre está unido a una mujer, se supone que lo está por el amor,
puesto que no hay otra cosa o interés que pueda unirlos. Prueba de la base exclusivamente
sentimental de esta unión son las innumerables parejas de un gran escritor y una cobradora
de tranvía, de un director de sindicato y una portera de hotel o de una periodista y un
picapedrero. Y estas uniones no son ocultas ni vergonzosas, sino francas, y muchas de ellas
legales. De esta manera, es el amor el que también contribuye a borrar definitivamente las
diferencias o barreras morales creadas arbitrariamente en régimen burgués por las clases
dominantes entre los diversos géneros de trabajo. En Rusia, ante el amor, todos los trabajos,
oficios y profesiones son iguales y dignos.
El albañil que habita en esta estrecha pieza con la periodista de la Pravda, debe,
pues, amarla y ser por ella amado. De otro modo, no puedo concebir que vivan juntos y
compartan un mismo lecho diariamente. ¿Qué otro vínculo puede haber entre ellos? ¿Una
simple simpatía fisiológica? Acaso. Pero para durar un año, esta simpatía fisioló gica debe
ser, sin duda, fuerte, sana, profunda. De otro lado se siente en sus palabras y maneras que
hay una gran fraternidad entre ellos. Ella le habla y obra espontáneamente. Él se muestra un
tanto paternal. Ambos son alegres, ágiles, infantiles. Ríen y juegan mientras se lavan y
visten para ir al trabajo.
Mi intérprete y yo nos hemos sentando a verles. El ruso soviético es más cordial que
el ruso de antes. Se da al desconocido inmediatamente y sin reservas. Algunos periodistas
extranjeros aluden a la atmósfera secreta, cohibida y de cuartel en que se vive bajo la
dictadura proletaria. Por mi parte, yo no he hallado dicha atmósfera en ninguno de mis
viajes a Rusia. Al contrario, por todas partes las gentes, particulares y oficiales, se brindan
al recién llegado con una franca y alegre espontaneidad.
La habitación del albañil tiene pocos muebles. Es modesta, aunque alegre. Está
situada en el segundo patio de la casa y en el piso bajo. Comunica, a izquierda y a derecha,
con el resto de la casa, donde habitan otras familias o parejas. La cama es un diván muy
bajo y rústico. Hay, además, una mesita pegada a la pared, con libros y revistas en ruso y en
alemán. Al frente, una burda silla de madera y una caja, que parece un baúl o un banco para
sentarse. Sobre los muros blanqueados, fotografías de Lenin, Stalin, Vorochilov, Rikof, en
tarjetas postales y en recortes de revistas. El albañil y su compañera han salido a lavarse al
patio y vuelven secándose y canturreando.
—¿No tienen baño? —les pregunto.
—En la casa, no. Es una casa vieja y completamente incómoda, herencia del
zarismo. Pero el baño lo tomamos donde trabajamos, a las cuatro de la tarde, antes del
almuerzo.
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—¿Y el desayuno?
—En la cooperativa de la esquina.
Ella toma un libro de la mesa: El leninismo teórico y práctico, de Stalin, y se
dispone a salir. Sus ropas de vestir son ligeras. Se las ha puesto casi todas ante nosotros. La
falta es tan corta como la de cualquier midinette de la rue Saint-Honoré. Colores vivos y
contrapuestos. Medias blancas de algodón. Calzado negro con tacón de deporte inglés.
Cabellera corta, bajo una boina azul y de bordes estrechos. Un escote cuadrado, hasta el
nacimiento de los senos. Después, un abrigo gris y delgado, sin piel. Y ningún maquillaje.
De talle mediano, fornida, vivaz, el cutis rosado, los ademanes rotundos y hondamente
femeninos, la cabeza echada atrás con gracia casi campesina, la mujer del albañil está ya
lista para salir. No cesa de hablar y de reír. Hojea el libro y dice a la intérprete con firmeza
y entusiasmo:
—¿Has leído ayer el artículo del compañero Stalin en la Isveztia?
—No —le contesta la rusa no bolchevique.
—¡Muy notable! Ahí habla de los teorizantes marxistas y sus defectos escolásticos.
Un ardiente diálogo se entabla entre las dos mujeres. El albañil está también ya
listo. Su traje es aún más esquemático que el de su compañera. Un pantalón, una pelliza con
cuello de astracán y una burda camisa amarilla. Va sin sombrero. Este no es ciertamente el
uniforme proletario de las edificaciones de Chicago, con su blusa standard, sus bolsillos
standard y su gorra standard. Tampoco son éstas las prendas de vestir que las fábricas de
zapatos, de blusas, de camisas y de gorras yanquis obsequian a las compañías constructoras
para sus obreros, con la sola condición de que luzcan estos artículos las iniciales o letreros
de publicidad en colores de dichos almacenes. El traje del albañil es apenas un objeto de
confección de los sindicatos soviéticos, pero no es un uniforme. Y no lo es, porque carece
del elemento decorativo y de repetición, que caracteriza al uniforme.
Salimos. Observo aquí una diferencia con nuestro mundo de salón. En Rusia, la
cortesía no existe. La gente toma y da, niega y consiente sin formulismo. Hasta en el
terreno de la amistad impera únicamente la justicia. Se da asiento al que está fatigado y lo
toma el dueño de casa, si lo necesita más que el visitante. Y así en todo lo demás. El albañil
y su compañera salen sin pedirnos perdón, porque necesitan salir, porque no hacen a nadie
mal saliendo. «Vamos», dicen únicamente. En una casa de Unter Den Linden o de los
Campos Elíseos se dirían las gentes: «¡Qué mala educación!». Sólo en la Quinta Avenida,
las cosas, al menos entre las personas de negocios, suceden de modo algo parecido al de la
Rusia del Soviet. No en vano la técnica de producción yanqui es también la que más se
aproxima al socialismo.
Ya en la calle, noto asimismo que ni él ni ella cambian en lo menor de manera de
ser. Entre nosotros, las gentes son en la calle diferentes de lo que son en sus casas. El
hombre toma aires más viriles, más solemnes, correctos, distinguidos o importantes. La
mujer se hace más graciosa, más coqueta, elegante, respetable y hasta más imperiosa. El
espíritu de la calle nos penetra, transformándonos en favor de una mayor necedad e
hipocresía. Nos falseamos en más grande escala. Y todo por la eterna preocupación de
distinguimos y sobrepujar a los demás. Nuestra falsedad y nuestro individualismo crecen a
medida que son más numerosas las personas que nos rodean o nos ven y nos oyen. El más
sincero es el más solitario. El hombre de mayor contextura colectiva es el hombre más solo.
Son éstas, como se ve, dos posiciones paradójicas y hasta absurdas, sin ningún contenido
racional ni creador. Se trata de una sinceridad sin testigos —que socialmente no interesa ni
concierne a nadie—, y de un colectivismo igualmente subjetivo y abstracto que tampoco
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concierne a nadie.
Este espíritu de calle predomina particularmente en la burguesía y es más
demostrativo cuanto más vieja y ortodoxa es esta burguesía. El mismo proletariado
capitalista, en sus capas burocráticas y técnicas, está también penetrado de este espíritu de
calle.
El albañil y su compañera toman indistintamente el fondo o el borde de la acera,
porque ni uno ni otra necesita con preferencia del mejor sitio par caminar. Grande es la
curiosidad que hay en el extranjero por conocer a ciencia cierta las nuevas relaciones
introducidas por la revolución entre el hombre y la mujer. Las ideas más fantásticas y
escabrosas se tienen al respecto. Sin embargo, la realidad es menos insólita de lo que se
cree. Las nuevas relaciones soviéticas arrancan de un principio sencillo y universal, que es
el siguiente: el hombre no es más fuerte ni menos fuerte que la mujer. Aquello de sexo
débil y sexo fuerte no pasa de una fórmula falsa, que la experiencia de todos los días
desmiente. La verdadera fórmula es ésta: el hombre es, en cierto terreno, más fuerte que la
mujer, mientras que ésta lo es en otro. El secreto de la armonía entre ambos radica en el
equilibrio de estos signos —negativo y positivo— según el rol y las posibilidades de cada
uno de los sexos. La mujer, en régimen soviético, no está, pues, más alto ni más bajo que el
hombre de modo permanente. A veces su plano de acción supera al del hombre, y a veces
cede al de éste. En los demás casos están en idéntico pie de igualdad. Así se ha establecido
—sobre estas nuevas bases— el estatuto jurídico, económico, político y moral de ambos
sexos en la sociedad soviética. Los derechos y obligaciones de la mujer en la familia y
civilmente ante los demás son iguales a los del hombre. Respecto de los hijos, ocurre lo
propio. Tan obligado está el hombre al trabajo como la mujer. Políticamente, ésta puede
elegir y ser elegida para los mismos cargos que el hombre. Por último, el pudor, el recato y
la dignidad no son en el hombre sentimientos más severos ni menos exigibles que en la
mujer.
—¿Cuáles son entonces —se preguntan las gentes en el extranjero— las diferencias
entre el hombre y la mujer?
Estas diferencias residen en la naturaleza misma de cada uno de los sexos. Ellas
varían según las fuerzas y debilidades de cada uno. Si estas condiciones inherentes al
hombre y a la mujer pudiesen simplificarse y clasificarse en dos grandes campos, diríamos
que físicamente el hombre tiene, por ahora y hasta nueva orden, menos derechos y más
obligaciones que la mujer, mientras que espiritualmente la igualdad es rigurosa. Tal
criterio, con excepciones provisorias e inevitables, parece determinar la posición de ambos
sexos en la sociedad soviética.
—Pero, en mi opinión —me dice mi intérprete—, todo esto es erróneo.
Espiritualmente el hombre es superior a la mujer.
La compañera del albañil nos pregunta lo que estamos hablando, y al enterarse
replica:
—No. Porque si el hombre es más permanente en sus pasiones, la mujer es más
ardiente y más aguda. Si el hombre es más apto para la síntesis, la mujer es más apta para el
análisis. El hombre es más racional; la mujer, más intuitiva. El hombre es más paciente y
tenaz en la ofensiva creadora; la mujer lo es más en los fracasos y dificultades…
Las ocho menos cuarto. Salimos de tomar el desayuno en la cooperativa del barrio,
y ambos se despiden para ir a sus trabajos respectivos. Un apretón de manos como dos
amigos.
—Hasta luego.
52
—Hasta luego.
A las cuatro de la tarde voy a buscar al albañil a la salida del trabajo. Es a la otra
margen del Moscova, en los vastos edificios que las Cooperativas de Construcciones
levantan para habitaciones obreras. Cuando avanzo por el puente, veo un doble juego de
obreros en las escaleras y andamios de los edificios. Son los que cesan en su tarea, que
bajan, y los que la inician, que suben. Al llegar ante los muros en construcción, una ola de
obreros desborda e inunda la calle. Ningún uniforme, repito, Los más llevan gorra y no
pocos van descubiertos. Barbados los hay muy pocos, y éstos son los viejos de más de
cincuenta años. Pero casi la totalidad está rasurada a la americana. Una gran algazara
forman, desparramándose en la esquina, unos a pie y otros tomando los tranvías.
Aquí aparece el albañil de esta mañana. Viene con tres más, discutiendo
acaloradamente. Presentaciones. Se preguntan por mi oficio y mi filiación política.
—Es escritor sin partido —se dicen, y seguimos avanzando juntos hacia el otro lado
del río. Nos dirigimos al restaurante de la Cooperativa que queda cerca de la casa del
albañil.
—¿Qué le parece Rusia? —me preguntan a la vez los cuatro.
—Muy bien, Admirable.
—¿Qué le ha gustado más?
—Las masas obreras.
—¿Después?
—La esperanza y la fe que las anima.
—¿Y qué dicen en el extranjero de la revolución rusa?
—No la conocen bien. Se tienen de ella ideas confusas y falsas.
—¿Qué diferencia encuentra usted entre los obreros del Soviet y los obreros de los
países capitalistas?
—Ustedes son libres, mientras que los otros son esclavos.
—¿Por qué cree usted que somos libres? ¿Y la dictadura del Soviet?
—La libertad de ustedes es una libertad de clase. La otra, la libertad individual, la
tienen ustedes relativa y muy limitada; pero así lo exigen las necesidades de la primera
libertad, o sea de la libertad de clase. Marx ha dicho que la libertad no es más que la
comprensión racional de la necesidad. De otra parte, la libertad individual no ha sido nunca
completa en la Historia. Su ejercicio puede ser más o menos limitado y condicionado por
los intereses colectivos. A medida que éstos vayan permitiéndolo, la libertad individual ira
en Rusia ensanchándose y consolidándose.
Veo que mis palabras despiertan en todos ellos interés y aceptación. Me dicen:
—Así es. Esa es la verdad. Estamos contentos de que usted comprenda, como debe
ser, el sentido de la dictadura proletaria. Muy bien.
Uno de ellos les habla largamente, y por una que otra partícula o terminación latina,
me doy cuenta que se trata de política obrera y de política imperialista. Este que les habla
así ha sido en otra ocasión secretario del Comité Obrero de las Construcciones donde los
cuatro trabajan. Tendrá unos veintiocho años. Su voz es golpeada y un poco monótona,
pero llena de calor y de inteligencia.
Les pregunto:
—¿Son ustedes comunistas?
—No. Somos sin partido.
—¿Pero confían en el régimen?
—Tenemos en él una confianza absoluta.
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—¿Por qué no entran entonces en el partido que les gobierna y que ustedes aceptan
con tanta confianza?
—Porque para ser comunista hay que disponer de tiempo y de fuerzas para cumplir
los tremendos deberes que impone la calidad de miembro del partido. Tenemos bastante y
de sobra con nuestras obligaciones de simples obreros.
—¿Qué obligaciones son ésas?
—Aparte de nuestro trabajo en las construcciones…
—¿Ustedes son obreros técnicos o simples manos de obra?
—Uno de nosotros es carpintero. Los demás somos obreros corrientes. Le decimos
que, aparte de nuestras tareas de construcción, por las que percibimos un salario, tenemos
otros deberes por los que nada se nos paga, pero que son inseparables de nuestra calidad de
jornaleros. Tales son, por ejemplo, formar las células obreras de la industria a que
pertenecemos, los comités y asambleas obreras; ejercer el control obrero de esta industria;
practicar la emulación socialista cada vez que así lo exijan las necesidades de la
producción; formar en las avanzadas de culturización política y técnica del campo, etc.
—¿Cuál es el rol de las células, comités y asambleas obreras?
—Discutir y decidir sobre cuestiones administrativas y técnicas, económicas y
culturales del oficio y de la industria a que pertenecemos.
—¿Y la emulación socialista?
—Eso es lo que los capitalistas llamarían un sistema de records. Un ejemplo:
cuando el Estado reclama con urgencia casas de habitación a causa de la afluencia y
exuberancia de población de la ciudad, los obreros de un edificio deciden espontáneamente
aumentar la labor y hasta doblarla y triplicarla, a fin de terminar mucho antes del plazo
calculado la obra en construcción. Se produce entonces entre los trabajadores un
sentimiento de emulación cívica al servicio del interés colectivo. Así es como gran parte del
Gozplan (Plan Quinquenal) está realizándose en cuatro años y hasta en tres y dos años y
medio.
—¿Qué galardón persigue y obtiene el obrero con este esfuerzo a favor del bien
común?
—Ningún galardón personal. Ello obedece únicamente a un alto sentimiento de
comunismo real y práctico.
—¿Y en cuanto a las brigadas de avance?
—Ellas no son sino una forma de la emulación socialista: Son grupos de obreros
que se forman espontáneamente con el fin de difundir y hacer penetrar, por el ejemplo vivo
y visible, las ideas y entusiasmo constructivos del Soviet en las capas aún reacias o
ignorantes de las masas del campo y de la fábrica…
Bajamos del tranvía. Todos viven en el mismo barrio y comen en la misma
cooperativa. Cuando entramos al restaurante, el albañil y el carpintero —que es el que les
hablaba a los demás en ruso sobre el proletariado y el imperialismo— buscan con la mirada
a alguien entre la muchedumbre de comensales sentados en torno de largas y numerosas
mesas. Buscan a sus compañeras. Ahí están. Nos acercamos a ellas. Pero no hay sitio. Al
fin tomamos asiento lejos, al otro extremo de la inmensa sala.
Más tarde, las dos se unen a nosotros. La compañera del carpintero es mayor. Una
mujer hermosa. Se sientan y fuman. La conversación se hace entonces bulliciosa y riente.
Al salir de la Cooperativa anoto que cada una de ellas paga su consumo por separado de su
compañero…
Me entero asimismo que el carpintero y su compañera están casados desde hace
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cinco años. Pero esta pareja tampoco tienen prole. ¿Por qué? Porque él es tuberculoso y la
ley le prohíbe, por esta causa y hasta que no sane, ser padre. El médico le ha dado un
régimen especial con este objeto y él lo cumple, bajo pena de una sanción severa de la ley
en caso de infligirlo.
De otra parte, me llama la atención el pie de igualdad completa en que las dos
parejas se hallan desde el punto de vista de la moral social. Aunque la unión del albañil y su
compañera es libre, los respetos, consideraciones y estimación social de que ella disfruta
son idénticos a los que rodean al carpintero y su mujer, que están casados. El amor libre, en
régimen soviético, goza de la misma dignidad moral y social que el matrimonio. Dos de los
obreros se despiden.
—¿Adónde van ahora? —pregunto.
—A casa de los Sindicatos. A las cinco y media hay allí una sesión de la Sección
Sindical de Construcciones.
Uno de los que parten es el carpintero. Su mujer sigue con nosotros. La pareja se ha
despedido como se despidió esta mañana la pareja del albañil:
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Como dos simples amigos. Ni besos, como los obreros de Saint-Denis, ni
melosidades sensibleras como los horteras de Buenos Aires. El marido y la mujer
soviéticos son, ante todo, buenos amigos. El amor conyugal en Rusia es más amistad que
pasión, más fraternidad que atracción sexual.
Son las cinco menos diez. Atravesamos la Gran Plaza. Aquí se quedan ellas. Van a
tomar el tranvía. Se aprestan apresuradamente. Les falta el tiempo. Tienen una lección de
puericultura a las cinco en una sección especial del Comité Central de las Gotas de Leche,
destinada a las esposas que aún no han sido madres.
El albañil y su compañero me dicen entonces:
—Nosotros vamos al Club Obrero a preparar un informe sobre las maderas de
construcción procedentes de la región de pinos de Laponia. Debemos tenerlo listo para el
jueves. Vamos a leer algo en la biblioteca del Club.
—¿A qué hora volveré a verlos?
—A las ocho. A la salida del Club.
¡Qué vida tan distinta a la de los obreros del capitalismo! Ni café, ni alcohol, ni
juego de cartas, ni bostezos de aburrimiento. Nadie toma café ni siquiera en los desayunos.
El ruso prefiere el té, que antes de la revolución se tomaba mucho, haciendo de él una
especie de droga. El Soviet lo ha dosificado, pero no con medidas traumáticas, sino poco a
poco, por espontánea eliminación y a base de propaganda y educación, Con esto se ha
hecho y se está haciendo lo mismo que con el alcoholismo. Al principio, el Soviet prohibió
de golpe y radicalmente las bebidas alcohólicas. La ley seca tropezó, como en los Estados
Unidos, con inmensas resistencias, suscitando un venero de disturbios, descontentos y
violencias, sobre todo en provincias y en los campos. De estar impregnado el Soviet de la
rigidez anglosajona —tan cara y digna de imitar en concepto de ciertos pueblos latinos—,
hasta ahora se mantendría la ley seca en Rusia, y este país sería aún, como lo son los
Estados Unidos, teatro de los más absurdos escándalos entre húmedos y secos. Mas el
leninismo es de una ductilidad desconcertante. En vista de las dificultades de la ley seca, el
Soviet cambió inmediatamente de táctica, resolviendo combatir el alcoholismo poco a poco
y atacando el mal por abajo. A la vigilancia policial sucedió entonces la propaganda entre
las masas y la educación en las escuelas. Se formaron innumerables ligas de combate. La
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profilaxis antialcohólica ganó rápidamente partidarios en los campos y en las fábricas. El
Estado asignó a esta política un sitio preferente en sus planes anuales. En la actualidad, la
situación en este terreno es muy halagüeña. Diariamente se suspende la venta de alcohol en
numerosas aldeas, a solicitud de los mismos habitantes. En general, son siempre éstos los
que piden y exigen, en comicios públicos, la supresión de las bebidas alcohólicas. Más
todavía. El tomarlas es, en muchos sitios, cuestión de honor político. Al amigo del alcohol
se le considera como tácito enemigo del socialismo. En singular, la fobia contra el alcohol
es mayor en las nuevas generaciones. Cada año se reduce el consumo de bebidas
alcohólicas en un diez o doce por ciento.
El Soviet no olvida, por otra parte, que ni la propaganda ni la educación serían
armas suficientes contra el alcoholismo si faltase un segundo factor, el más importante y
decisivo: la mejora de las condiciones de vida del trabajador. La propaganda y la educación
son medios empleados corrientemente por los Gobiernos capitalistas: Este es el lado
sacerdotal y hasta retórico de la empresa. El aspecto práctico y determinante, en suma, del
éxito de la campaña, lo constituyen los medios realizados para encauzar el gusto y las
inclinaciones diarias del trabajador hacia otro plano de inquietudes y satisfacciones. ¿Hacen
esto último los Estados capitalistas? No. Existen dentro de e los infinitos intereses
concertados para impedir semejante política en favor de la clase trabajadora. ¿Y los
fabricantes de bebidas? ¿Y los viñeros? ¿Y los intermediarios? ¿Y los terratenientes de
campos de cultivo? ¿Y los propios patronos de las demás industrias, cuyo interés reside en
reparar y aumentar las agotadas energías del obrero por medio de estimulantes alcohólicos,
ya que los ínfimos salarios no permiten hacerlo por medio de una mejor alimentación y un
mejor género de vida? ¿Y los impuestos de consumo del Estado? Pero en régimen soviético
ninguno de estos intereses existe. De aquí que le ha sido y le es fácil al Soviet remover los
diversos factores de existencia cotidiana de las masas, a fin de canalizarlos por derroteros
nuevos y de espaldas al morbo del alcohol. Entre estos nuevos derroteros figura la
intervención real, práctica y diaria del trabajador en la dirección y administración de la cosa
colectiva. El obrero vive embriagado del placer y del esfuerzo que despliega a toda hora en
las tareas sociales. Su entusiasmo y su embriaguez cívica provienen de la convicción que
tiene de que él, como individuo, es algo viviente e importante en la colectividad, pues sus
ojos ven por si mismos todos los días que lo poco que él hace o dice pesa directamente en
los negocios colectivos. Esta es también la base de su sentimiento de responsabilidad,
sentimiento que le absorbe y le llena a la vez de orgullo y de fervor político. Es un hecho de
experiencia histórica que los pueblos y las épocas de más ancha y efectiva democracia
corresponden a una mayor pureza de costumbres de las masas: Por el contrario, a los
Estados despóticos, a los Gobiernos minoritarios corresponden una mayor relajación de las
costumbres populares. No hay deporte que distraiga más de los vicios al pueblo, como el
ejercicio de la soberanía, con todos sus derechos y funciones democráticos. A una partida
de cartas y hasta de football, prefiere el trabajador, sin duda alguna, la redacción de un
dictamen que, según él, va a determinar en tal o cual medida la clase de casas en las que
van a vivir muchas gentes. En cambio, el obrero de los países capitalistas prefiere irse a la
taberna a ir a las urnas a votar, porque sabe que su voto no va a pesar nada en los destinos
sociales. El aparato de Estado burgués coacta y escamotea el sufragio como le viene en
gana. Es un juego de prestidigitación y de abuso capaz de todos los trucos, violencias y
falsificaciones.
A las ocho de la noche sale el albañil del Club Obrero. Ahora viene solo.
—¿Está usted cansado? —le pregunto.
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El albañil sonríe.
—Al contrario. El estudio y la reflexión acerca de cosas más o menos desusadas
para mi espíritu de obrero manual me hacen bien y me reconfortan. Al salir de mi trabajo, a
las cuatro, empezaba a sentir cierta fatiga física. Pero ahora, después de leer y pensar, tengo
ganas de acción material, de correr o mover algo pesado con los brazos.
—¿No hace usted deporte?
—Sí. Pertenezco a un equipo de carrera. El doctor opina que los obreros de
construcción necesitan este género de deporte para resarcirse de nuestra clase de trabajo.
—¿Cómo escogen ustedes su deporte? ¿Según sus gustos individuales, o es el
Estado que les impone el que él cree conveniente?
—Los doctores del Estado nos examinan cada cierto tiempo y luego consultan la
vocación de cada uno y deciden.
—Entonces ¿no son ustedes libres de escoger el deporte que a cada cual le guste?
—Nuestra libertad individual acaba donde empieza el interés social. Si aquélla fuese
ilimitada y absoluta, muchas veces tomaríamos un deporte contrario al que nuestra salud y
condiciones de trabajo requieren. Porque una cosa es el gusto, la vocación deportiva, y otra
cosa es la conveniencia racional de tal o cual deporte. Por lo demás, la razón está por sobre
el gusto.
—¿Y a qué hora y cuándo practican ustedes su deporte?
—Las horas y los días varían mucho dentro de su regularidad científica. En general,
lo hacemos tres veces a la semana, o sea casi todos los días. (Recuérdese que la nueva
semana rusa es de cuatro días). Pero eso depende siempre de una serie de condiciones y
necesidades relativas al trabajo, a nuestras faenas proletarias fuera del trabajo, de las que ya
le hemos hablado; a las directivas deportivas del plan técnico correspondiente, etc.
Llegamos a una cooperativa donde se toma té. Hay mucha gente, correspondiente a
los equipos obreros cuyas horas de trabajo son, más o menos, las mismas que las del
albañil. Estos equipos se alimentan igualmente, a las mismas horas y las mismas veces que
el albañil: desayuno —un vaso de té con un pequeño bizcocho—, a las siete y media de la
mañana; almuerzo —una especie de sopa de legumbres con un trozo de carne de vaca
(bortch) y una torta de carne picada y molida con unas patatas y pan negro—, a las cuatro
de la tarde; y, en fin, otro vaso de té con un alfajor o bizcocho, a las ocho o nueve de la
noche. A las once de la mañana toman en su mismo trabajo una especie de lunch,
consistente en té con un bocadillo de queso o de guisos vegetales, muy condimentados.
Como bebida, agua y muy raras veces cerveza blanca, de fabricación rusa y un tanto
cargada de alcohol. Pero mucho tabaco. Rusia es probablemente el país donde más se fuma
en Europa.
Hay, en Moscú sobre todo, muchos vegetarianos. Se me informa que había más
antes de la revolución. Las ideas morales de Tolstoi, junto con sus prácticas ascéticas,
decaen rápidamente en Rusia. Actualmente los vegetarianos son mirados con burla, como
una secta retrógrada, por los elementos revolucionarios.
—¿Quiere usted venir esta noche —me pregunta el albañil— al Teatro de la Unión
Profesional?
Este es un teatro nuevo, nacido después de instaurada la Nep. Su espíritu escénico,
su estética, sus medios económicos, su personal, son de origen proletario. Esta noche se
representa El brillo de los rieles, pieza de Kirchon, obrero metalúrgico, autor también del
drama La herrumbre, que acaba de representarse en los teatros de Berlín, París y Londres
con éxito resonante.
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Al llegar a la taquilla, el albañil me muestra su billete, y cuando le pregunto dónde y
en qué precio lo ha adquirido, me dice:
—Estos billetes se nos dan en nuestro Sindicato por un precio ínfimo.
—¿Cuánto le cuesta?
—Cuarenta y cinco copeks.
Yo compro el mío, que es de butaca, como el suyo, y se me cobra un rublo veinte.
¡La dictadura del proletariado!
El teatro soviético es un espejo fiel de la vida social de Rusia. Aplicando la teoría
unanimista de Jules Romains al presente caso, no es difícil palpar, de manera plástica y
viviente, toda la estructura social y económica del Soviet, encarnada en el público teatral.
Al primer golpe de vista se nota la división de la multitud en dos clases de
espectadores: de una parte, el proletariado, de otra, los nepmans, la diplomacia y los
concesionarios de empresas extranjeras. No sólo es cuestión de trajes, sino de cabezas y
ademanes. La línea divisoria es tan ostensible como no he visto nunca otra semejante en
ningún teatro europeo. Los nepmans se diferencian de los pequeños burgueses de los países
capitalistas en que visten y se comportan en su totalidad como nuevos ricos, que lo son. No
les falta el anteojo de teatro y la cadena de oro. Tanto ellos como los diplomáticos y los
concesionarios de empresas industriales extranjeras muestran un gesto despectivo y
asqueado. Los unos, por lo que están sufriendo ya de la revolución; los demás, por el
peligro que corren sus países respectivos de sufrirla algún día próximo o lejano.
—Aquella dama —se me dice designando a una señora elegante e imperiosa— es la
esposa del embajador alemán.
—¿Por qué tiene ese aire enfadado?
—Siempre que está en público se muestra así. Odia furiosamente al Soviet. Todo el
inundo lo sabe.
—¿Y ustedes?…
—¡Qué le vamos a hacer! No hace más que defender su clase.
El bolchevique y el obrero soviético no sienten por el burgués extranjero el menor
resquemor personal. Fuera de Rusia se cree que la multitud soviética odia y hostiliza en
todo lo que puede al burgués extranjero. No. Esto sólo se concibe en las chusmas empíricas
y románticas de las rebeliones antiguas. El proletario ruso opera en un plano colectivo y de
clase contra clase. La revolución no se hace a base de pellizcos o pedradas al transeúnte. La
revolución se hace de masa a masa. Tratándose del nepman, la táctica cambia, porque éste
no pertenece a una clase social en Rusia, sino que trata, por esfuerzos individuales
dispersos, de rehacerla. De aquí que hay que combatirle asimismo individualmente.
Excepción hecha de este sector reducidísimo de espectadores, la totalidad del
público es obrera, soviética. Su dominio, en anchura y profundidad; es completo en el
teatro. La masa reina soberanamente y sin trabas. Sus movimientos, sus gritos y palabras,
aprobando o rechazando, deciden el tono y temperatura colectiva del espectáculo. Los
obreros son aquí, como en todas las demás actividades del país, dueños y amos del
ambiente social. Los nepmans, los diplomáticos y los industriales extranjeros se muestran
encogidos y supeditados por la masa, y no hacen sino adaptarse y seguir las directivas
sociales del proletariado, aun a regañadientes. ¡También en esto la dictadura proletaria! A
diferencia de lo que ocurre en los países capitalistas, donde son los trabajadores los que
sufren, hasta en los teatros, la dictadura patronal.
La multitud obrera aparece distribuida en las secciones del local, no ya siguiendo el
precio que cada cual paga por su billete, como sucede en la sociedad burguesa: sino
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siguiendo un turno especial y extraño a toda consideración económica, ya que todos abonan
un precio igual por entrad a. Este turno o rotación lo establecen y vigilan que se cumpla los
sindicatos o cooperativas a que pertenecen los espectadores. De este modo, hoy,
verbigracia, veo en los palcos, butacas y demás sitios de preferencia, a espectadores que
mañana o la vez próxima ocuparán lugares y asientos menos cómodos y elegantes. Porque
los locales de teatro de la época zarista conservan, naturalmente, su configuración
jerárquica de asientos. Ya se edificarán locales estrictamente soviéticos, cuya disposición
arquitectónica refleje la nueva estructura social de Rusia.
El aspecto social de los teatros de Moscú denuncia el espíritu entrañablemente
democrático o, para ser más exacto, proletario de la clientela. En este cuadro comprimido
de la sociedad soviética tienen palpable realización los viejos y resobados ideales de
igualdad y de fraternidad. Pero anótese que esta fraternidad y esta igualdad se realizan aquí
en escala proletaria. En el orden burgués, la igualdad y la fraternidad han sido y serán
imposibles, puesto que el desenfrenado individualismo que supone la sociedad capitalista es
la puerta de entrada de todas las competencias y guerras, que no de la solidaridad y
concordia sociales. A la base del mundo proletario está, por el contrario, el instinto
colectivo, motor y punto de arranque del equilibrio social. Una gran homogeneidad domina
en la plástica y en los movimientos del conjunto. Nadie ni nada desentona ni sobresale en la
multitud. Ningún desnivel. Ninguna persona está más arriba ni más abajo que las demás.
Pas de vedettes. Todos se nivelan a la misma altura social.
En estas salas del teatro ruso estamos lejos del lujo, de la presunción, de la
concupiscencia, de la envidia y del chisme cortesano de la soirée burguesa. Todo es aquí
sobrio, esencial, veraz, pudoroso, franco, fraterno. No es la pompa de unos cuantos y la
miseria de la mayoría, sino la limpieza y decencia sumaria de todos por igual. El traje y el
ademán, la mirada y la palabra trascienden la confianza, propia del alma proletaria. Ni el
oblicuo vistazo del despecho ni el insultante ceño de la vanidad. Ni galantería ni perfidia.
Ni sordas murmuraciones ni adulaciones vergonzantes. Y ninguna etiqueta almidonada.
Aquí no hay lugar a exclamar: «¡Qué bien sabe volver la cabeza esa señora!», o «¡Qué mal
ríe ese señor!», o «¡Qué dignidad en la manera de saludar de esa señorita!»… La gente se
produce aquí a sus anchas, aunque ciñéndose siempre a un nuevo y profundo sentido de
armonía y de pudor social.
Henri de Mann regatea al proletariado, desde su posición revisionista, el haberse
apropiado de gran parte o de casi la totalidad de las normas, usos, costumbres, reglas,
gustos e inclinaciones sociales de la burguesía. Henri de Mann formula este alegato con el
fin de probar que la división de clases no ofrece la profundidad que le atribuye la doctrina
marxista original, y que, antes bien, el capitalista y el obrero están ligados por una serie de
hábitos y prácticas sociales que les son comunes. Así es como el autor de Más allá del
marxismo trata de escamotear la idea revolucionaria —que implica la lucha de clases—,
sustituyéndola por la idea de evolución, o sea de entendimiento entre obreros y patronos, ya
que ambas capas sociales se apoyan en idéntica mentalidad y en idéntico género de vida.
Pero el ilustre exmarxista belga va en sus conclusiones con demasiada prisa generalizadora
y confusionista. No se equívoca al constatar que muchos de los gustos suntuarios y de los
usos de sociabilidad corriente de los patronos han pasado y siguen pasando a los obreros.
Pero distingamos. Este pasaje se efectúa en tres momentos. Primero: el trabajador adquiere
del patrón lo que éste practica de bueno y de común a todos los individuos, cualquiera que
sea la clase social. Tal ocurre con el gusto del confort, del automóvil, teléfono, etc.
Segundo: el trabajador toma del patrón lo que éste practica de malo, del mismo mono que
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una persona sana se contagia de la enfermedad de otra a la que aquélla está obligada a
frecuentar diariamente. Esto sucede con la inclinación a las joyas, a la publicidad personal,
al donjuanismo, etc. Tercero: el trabajador toma del patrón lo que éste practica
pasajeramente y que no pertenece a ninguna clase social en particular. Tal puede decirse de
todos los snobismos y modas, como ciertos juegos deportivos y muchos espectáculos
públicos. En el primer caso, lo propio y característico del hombre burgués se queda en éste
y no pasa al obrero. Se queda en él la parte excesiva, refinada y viciosa de estas prácticas:
el regüeldo, el callo, el escozor bizantino. En el segundo caso, el contagio es más o menos
evitable y, a lo sumo, curable. El tercer caso carece de importancia. Total: el proletariado
ruso ha tornado y conservará los hábitos e inclinaciones sociales que la burguesía practica,
pero que, por su justeza y utilidad, constituyen patrimonio de todas las clases sociales.
Entre esos hábitos se halla el decoro en el vestir y en los modales.
La masa, con todas sus fuerzas y defectos elementales, llena hasta los bordes el
casco espiritual del teatro. Una nueva y más natural civilidad controla, de adentro afuera, el
calibre de sus actos. Es ésta la misma masa obrera de todos los países, pero con estos
distingos: la de aquí es menos libre y menos libertina; de más templanza y de menos
privaciones; más igual y pareja mi su espíritu y menos monótona; carece de superiores; no
necesita de vigilancias policiales o morales extrañas a su propio organismo, y lleva en sí
misma la justeza y control de todos sus movimientos. De aquí que produce la impresión de
que siempre está bien lo que ella hace, al revés de lo que ocurre con las masas obreras
capitalistas, cuyos actos parecen siempre propensos al yerro y a la falta, y necesitan
frecuentemente de control y coerción externos.
Muchos teatros rusos han eliminado completamente el telón. El primero en dar el
ejemplo fue el teatro Mayerhold. Ello obedece a un imperativo de mayor verismo escénico.
Así la representación pierde en ilusión, pero gana en realismo. El telón es infantil y propicia
el ensueño, la fantasía. El telón es la tapa del cofre mágico. Contiene un elemento de pueril
y suma convención. Sugiere las ideas de escamoteo, de truco, de añagaza. Recuerda esos
juegos de niños en que uno de éstos tiene que darse vuelta a fin de no ver los medios y la
forma de que se sirve el otro para concertar el misterio o sorpresa que le prepara. El
espectador, que ya no es un niño —por mucho que se esfuercen los estetas burgueses en
hacer del arte un simple juego infantil—, ha renunciado al regalo de hadas que supone el
telón y pide verlo todo con sus propios ojos materiales. Esta preferencia se manifiesta
particularmente en los países donde el drama social de la Historia ha sido o es más
descarnado y entrañable. Contra lo que quisieran sostener los artistas y críticos idealistas, la
tragedia económica de hoy no tiene seguramente nada de ilusorio, de sueño ni de juego
infantil. Este debate y conflicto dramáticos de nuestra época son de un realismo crudo y
exento de ficciones. Más aún: la tragedia social de hoy está determinada por factores y
hechos consumados e irrefragables de la Historia, que ninguna convención o voluntad
pueden ahora desestimar ni destruir. Del mismo modo, el arte que se haga cargo de esa
tragedia, también ha de tratarla y recrearla sujetándose en lo posible al mismo realismo y al
mismo determinismo del conflicto. Por consiguiente, el elemento convencional del teatro
—ya que este arte reposa más que ningún otro en la ficción— debe ser el mínimo posible y
lo menos convencional. La concepción soviética del arte no admite la teoría de ciertas
capillas literarias burguesas, según la cual las leyes artísticas son totalmente distintas de las
leyes de la vida. Esta fórmula, aparte de ser arbitraria, es delicuescente y casuística, y
expresa la manía cerebralista morbosa de las estéticas capitalistas.
Sin embargo, el teatro de la Unión Profesional conserva aún el telón, Al levantarlo,
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irrumpe en la escena un estridente ruido de calderería. La acción de la pieza pasa en un
taller de mecánica para transportes. El decorado es de una fuerza y de una originalidad
extraordinarias. Mientras los demás teatros del mundo no salen de los consabidos
decorados a base de residencias burguesas, castillos condales o, a lo sumo, de alquerías
pastoriles, he aquí que los regisseurs rusos movilizan en la escena, por primera vez en la
Historia, las fábricas e instalaciones electromecánicas, es decir, la atmósfera más pesada y a
la vez más fecunda del trabajo moderno. Hela aquí, en su auténtica y maravillosa realidad,
con todos sus resortes estéticos y su dinámica creadora. Es la mise en scène del trabajo. El
aparato de la producción. La emoción que despierta el decorado es de una grandeza
exultante. De las poleas y transmisiones, de los yunques, de los hilos conductores, de los
motores, brota la chispa, el relámpago violáceo, el zig-zag deslumbrante, el tranquilo
isócrono, los tic-tacs implacables, el silbido neumático y ardiente, como de un animal
airado e invisible. No estamos ante una calderería simulada, fabricada de cartón y
sincronizada con sones de añagaza. Es éste un taller de verdad, una maquinaria de carne y
hueso, un trozo palpitante de la vida real. Los obreros se agitan aquí y allá, a grandes y
angulosos movimientos, como en un gran aguafuerte. El diálogo es errátil y geométrico,
como un haz de corrientes eléctricas. Los circuitos del verbo proletario y los de la energía
mecánica del taller se forman y se rompen, superponiéndose y cruzándose a manera de aros
de un jongleur invisible, Yo, que ignoro completamente el ruso, me atengo y me contento
con sólo la fonética de las palabras. Esta sinfonía de las voces ininteligibles mezcladas a los
estallidos de las máquinas, me fascina y me entusiasma extrañamente. Podría seguir
oyéndola, al par que, viendo el movimiento del taller, indefinidamente.
Este solo decorado vale toda una revelación teatral. Me basta para darme cuenta del
alcance revolucionario de la escena soviética. Un teatro que es capaz de semejante mise en
scène, tan audaz y tan radicalmente nueva, aporta, sin duda, un espíritu igualmente nuevo y
revolucionario a la escena mundial. Sí. Se siente aquí la pulsación de un nuevo mundo: el
proletario, el del trabajo, el de la producción. Hasta hoy los teatros se redujeron a tratar
asuntos relativos al despilfarro de la producción, a su cosecha por los parásitos sociales, los
patronos. Hasta hoy tan sólo se nos daba en candilejas los dramas del reparto entre la
burguesía de la riqueza creada por los obreros. Los personajes eran profesores, sacerdotes,
artistas, diputados, nobles, terratenientes, comerciantes, hombres de finanzas y, a lo sumo,
artesanos. Nunca vimos en escena la otra cara de la medalla social: la infraestructura, la
economía de base, la raíz y nacimiento del orden colectivo, las fuerzas elementales y los
agentes humanos de la producción económica. Nunca vimos como personajes de teatro a la
masa y al trabajador, a la máquina y a la materia prima[11].
El tema de El brillo de los rieles se desarrolla en torno a la conciencia
revolucionaria del obrero bolchevique, a sus deberes políticos y económicos dentro del
Soviet, a sus esfuerzos, dolores, luchas y satisfacciones clasistas, y a los peligros y
enemigos de dentro y fuera del proletariado. Las escenas y actos transcurren en las
asambleas obreras, ante una locomotora en construcción; en la dirección de la fábrica, en
las habitaciones de los trabajadores, en los clubs proletarios. El centro dramático de la
acción, el mito social de la pieza, causa y fin de todos los intereses, ideas y sentimientos en
juego, está en el trance revolucionario de la Historia. A los dioses de la tragedia griega, a la
hagiografía del drama medieval, a la mítica nibelunga del teatro wagneriano y a la
simbología de la escena burguesa, sucede aquí la fábula materialista y viviente de la
dictadura proletaria.
El obrero bolchevique, personificación escénica de los destinos sociales de la
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Historia, embraza conscientemente todo el peso y la responsabilidad de la misión dialéctica
de su clase [12]. Como en el drama sagrado, su alma está triste hasta la muerte. También
tiene sus buitres, como el viejo Prometeo. Es el capitalismo extranjero, los kulaks y los
nepmans, la ignorancia del mujik, el clero recalcitrante, Ginebra, los ingenieros y los
técnicos, la burocracia soviética, las desviaciones de izquierda y de derecha del partido, la
reacción blanca. Hay en esta pieza una escena culminante que por su grandeza trágica y
universal recuerda los mejores pasajes de la Pasión y del drama esquiliano. El obrero
director de turno del Consejo de fábrica vuelve a su cuarto por la noche. Vuelve fatigado.
Su lucha con mil dificultades derivadas de la conducta de los otros y singularmente de su
propia naturaleza humana ha sido hoy cruenta. El hombre, ¡ay!, es malo. La conciencia que
el obrero tiene de sus deberes, de una parte, y de otra la convicción que tiene de las
tremendas resistencias pasionales e interesadas, en que tropiezan y se estrellan sin cesar los
esfuerzos revolucionarios, batallan en su espíritu como dos fieras. Sus deberes son tan
imperiosos e inquebrantables como son enormes e invencibles los obstáculos. Su drama
moral es patético, desgarrador. Al entrar a su cuarto, halla a su hijo, de unos doce años,
dormido en una banca. Su compañera está fuera, en su trabajo. Son las nueve de la noche.
Una gran desolación siente hoy en el nido familiar. Así es la vida del trabajador
revolucionario. Por ahora, el hogar ha cedido toda su importancia espiritual a la fábrica. No
hay ya hogar sino por sólo unos instantes cada día. La fábrica es hoy el verdadero hogar del
obrero soviético. Cuestión de cantidades y de calidades. La familia clasista, no es más que
la familia romana, agrandada y liberada.
El obrero no quiere acostarse. No podría dormir. Cavila y sufre. Piensa en sus
esfuerzos ímprobos, acaso vanos e inútiles. Aquí está su hijo. Viéndole dormido, como una
simple cosa pequeña y frágil, se le oprime el corazón. Su sacrificio personal, en favor del
bien colectivo, no le concierne sino a él; pero el sacrificio de los suyos… Porque, al fin y al
cabo, el hombre, cualquiera que sea su clase social, es un ser con instintos de padre y de
marido. El socialismo no tiende a suprimir ni a aherrojar estos instintos, sino a hacerlos
racionales, libres y justos. El orden social soviético es un orden revolucionario, y la
revolución tiene sus exigencias provisorias, pero terribles. Entre estas exigencias está la
quiebra momentánea de la familia, en sus viejas bases anquilosadas, y la concentración de
todas las facultades e intereses sentimentales del obrero, en el taller revolucionario.
La vigilia dramática del trabajador culmina en, un arranque desesperado. Toma un
frasco y va a apurar su contenido. (¿Os acordáis de Sobol, de Essenin, de Maiakovsky? El
suicidio en la sociedad soviética es uno de tantos residuos intermitentes y reacios de la
psicología reaccionaria. Reaparece súbitamente y a mansalva). Pero el obrero vacila. Lucha
todavía. Es la hora del sudor de sangre y del «Aparta de mí este cáliz». Al levantar el
frasco, una mano se lo impide repentinamente. Es la mano del hijo, que no dormía. El
movimiento de éste es de un sentido social trascendental.
Por la masa de espectadores cruza un escalofrío.
—¡Viva la revolución social! —exclama la multitud…
Al salir del teatro busco al albañil. Son las doce de la noche. El albañil me estrecha
la mano, apurado:
—Hasta luego.
—¿Cómo? —le digo—. ¿Se va usted?
—Es hora de dormir. Hasta mañana.
Desaparece entre la multitud.
—¿Y su compañera? —le pregunto a mi intérprete.
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—Debe volver también a su cuarto a esta hora. Nadie está en su casa antes de las
doce. Todo el mundo tiene algo que hacer socialmente hasta esa hora. Si no es en el trabajo,
según la rotación de los equipos de obreros, es en conferencias, teatros, lecciones, sesiones
de comités o de consejos, estudios en las bibliotecas, etc.
—Pero entonces, la vida familiar del albañil y su compañera se reduce…
—A dormir juntos y a algún encuentro fortuito durante el día.
—¿Y las demás parejas?
—Es todavía peor —exclama en tono de censura la señora—. El hombre y la mujer
se ven una hora en veinticuatro, o dos o tres veces una hora a la semana.
—¿Por qué semejante abandono del hogar?
—Porque así lo reclaman, según se asegura, los quehaceres del taller y de la
revolución social.
—¿Pero se quieren a pesar de todo?
—Así dicen.
—¿Y los celos?
—Estos ya no tienen celos.
He podido advertir un hecho muy significativo y que acaso puede explicar en parte
la ausencia de celos, tanto en los hombres como en las mujeres rusas. Son románticos, en la
acepción vital de la palabra. Es decir, no son ligeros ni variables de sentimiento. La garantía
de firmeza y lealtad en el amor reside en la propia contextura psicológica del ruso. De otro
lado, las gentes viven absorbidas, como he dicho ya, en el entusiasmo y las tareas colectivas
de la revolución, y el deliquio sentimental ocupa en la vida pocos instantes. «No somos
sino militantes —dice Gladkov—. Apenas nos tocamos simplemente, humanamente, nos
sentimos como ciegos y cada cual se repliega en sí mismo».
Tales son la vida diaria y la filiación social del obrero ruso, ni bolchevique ni
reaccionario, sino simplemente soviético.

63
X. Los reaccionarios. La dictadura proletaria y la burocracia subalterna.
A propósito de un artículo de Poincaré

64
EL ruso reaccionario pasa por Moscú como un fantasma herido y rencoroso. Asiste
a la nueva realidad desconcertado y a la fuerza. Va a paso lento e inseguro, mirando con
recelo y desconfianza en torno suyo. Ni centro de gravedad en sus piernas, ni en su cabeza,
ni en sus intereses. Los métodos y disciplinas soviéticos se le antojan tan extraños e
inaceptables que le han neutralizado, reduciéndole a una impotencia absoluta. Su rol social
resulta así nulo. No es un actor, sino un espectador de la realidad. No vive, sino se
sobrevive. Es un nostálgico y no un pragmático. Así lo revela su modo de preguntar y de
responder, su modo de guardar silencio y de moverse. Es un acorralado y un perdido sin
remedio. Los trece años de gobierno soviético le han convencido de su derrota definitiva.
No le queda más que consentir, ya que no puede oponerse ni protestar.
Si es un nepman, le veremos casi siempre detrás de su pequeño mostrador, abstraído
y presa de constantes alarmas e inquietudes. Su restorán, o café, o tienda de zapatos —una
ratonera oscura y ruinosa— aparece de ordinario sola y sin clientes. El nepman, en su inútil
e inoperante afán de defender y acrecentar sus intereses, no los descuida ni sale nunca de su
agujero. Acaso, por otro lado, es de miedo o por misantropía que no frecuenta la calle ni la
ciudad. Grandes son el desprecio y la aversión en que le tiene el mundo entero. Su
presencia es, en todas partes, una lacra, atrayéndose las miradas hostiles y acusadoras.
Algunos de ellos parecen desafiar al medio, vistiendo con una insultante elegancia de nuevo
rico. La mayoría, al contrario, trata de bajar la cerviz para amenguar el odio envolvente.
Pero, en general, el nepman lleva una vida fugitiva y azorada. No hay cosa que inspire
mayor lástima que su figura asustadiza y atormentada de prestamista clandestino.
Sí el ruso reaccionario es un obrero, le veremos igualmente presa del desconcierto
ante la nueva vida, en la que toma parte sólo materialmente, forzado por la necesidad
económica. En el fondo, su desolación y su inquietud son mayores que en el nepman. En
éste se trata, sobre todo, de un conflicto o drama económico. En aquél, de una tragedia
subjetiva, espiritual. En el primero, la mentalidad reaccionaria o neutral —que es lo
mismo— no cambia con la revolución. En el segundo, ella sufre diariamente el contacto
envolvente de la fábrica bolchevique, que la influye y agita hasta hacerla vacilar, aunque no
logre convertirla. La independencia económica, en el nepman, protege y defiende su viejo
acervo espiritual. La pobreza, en el obrero, le expone al comercio social circundante, cuyas
ideas y sentimientos nuevos le penetran sutil y escurridizamente, tratando de derribar los
menguantes, pero aún bastante fuertes y dominantes, de su espíritu conservador. Este
obrero no es, ciertamente, un bolchevique, ni lo será acaso; mas tampoco es ya del todo un
conservador, su vieja fe social se halla ya bastante quebrantada. Tal es su tragedia personal,
su encrucijada insoluble, que se refleja en todos sus actos cotidianos. Su trabajo carece de
impulso social y de intención política. En la fábrica le veremos realizar fríamente su faena,
sin poner en ella ninguna fe colectiva y sin concederle más trascendencia que el provecho
personal del salario. Si cumple sus deberes y obligaciones proletarias, lo hace por conservar
su puesto y no por cooperación consciente y voluntaria a la obra común del Estado. Esta
negligencia social va hasta derivarse en sus maneras, en su traje, en la expresión de su
fisonomía. Es reacio a todo sentimiento de comunidad celular, sindical o simplemente
clasista del obrero soviético. En las asambleas de fábrica, a las que está obligado a asistir
por prescripción legal, permanece en silencio, indiferente. Al lado de la alegría y del
entusiasmo colectivos de los otros, su mirada expresa una neutralidad e incertidumbre de
sonámbulo. Nunca va a los clubs obreros. Prefiere permanecer en su casa o pasear por las
calles con su mujer, ofreciendo el espectáculo de la típica pareja obrera capitalista o
presoviética.
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Un día he encontrado en el Museo del Ejército Rojo a dos ferroviarios, Fiedotov y
Flavinsky, de unos cuarenta a cuarenta y cinco años ambos. Los he abordado con el
pretexto de pedirles que me esclarezcan ciertos signos eléctricos del mapa biográfico de
Lenin. Mi intérprete se negó a hablarles, diciéndome:
—No vale la pena, porque creo que son campesinos que no han de saber nada.
Pero en mi afán de explorar en lo posible la opinión, estado de espíritu y género de
intereses de los diversos sectores sociales rusos, he insistido y, al fin, he hablado con
Fiedotov y Flavinsky. Al cabo de largos prolegómenos en la conversación, destinados a
vencer su desconfianza, me han dicho, saliendo del Museo:
—Nosotros no sabemos nada. Somos simples obreros. Nada tenemos que ver con la
política.
Me doy cuenta en el acto de que me hallo ante gente reaccionaria. Mi curiosidad se
aviva y no quiero perder la ocasión de oír opiniones contrarias al régimen. ¿Lo lograré
ahora? Porque no olvido que Rusia vive bajo una dictadura franca e implacable, y que
pocos se atreven, dentro de ella, a atacarla al aire libre. Pero mi tenacidad y mi paciencia, al
fin, lo logran. A ello me ayuda mi intérprete, cuya fobia por el régimen abre a los
ferroviarios el camino de las confesiones y elimina en ellos todo temor y toda desconfianza.
—¿A qué hora trabajan ustedes? —les pregunto.
—A las dos de la mañana.
—¿Dónde trabajan?
—En el terraplén del ferrocarril al Cáucaso.
—¿Cuántas horas dura su trabajo?
—Siete horas.
—¿Menos que otros obreros?
—Menos horas, porque trabajamos, a veces, por la noche y a la intemperie.
—¿Están contentos de su trabajo y de su género de existencia?
—Y así no lo estuviésemos…
—¿Y del Gobierno?
—Eso no nos va ni nos viene…
Ambos observan en torno nuestro. ¿Tienen miedo de ser oídos? Apuramos entonces
el paso en dirección de las orillas del Moscova. La noche viene. Un poniente de octubre,
luminoso, tiñe de oro desesperado las cúpulas bizantinas del Kremlin.
—¿Hay mucha vigilancia policial?
—No es de la policía de la que hay que cuidarse, sino del pueblo mismo. En Rusia
todos son policías. Cada obrero es un agente.
—¿Cada obrero partidario del Soviet?
—Pero como casi todos son sus partidarios, los que no lo son viven controlados y
espiados por todo el mundo.
—¿Lo que prueba que el régimen es popular?
—Popular a la fuerza. Popular después de muchos años de obligar al pueblo a
querer a sus verdugos. Porque Stalin y sus secuaces son tan déspotas y tiranos como fueron
los zares o peor.
—Es la dictadura proletaria.
—No lo sabemos. Lo que sabemos es que la revolución no nos ha traído la libertad,
como muchos lo imaginaban, sino la esclavitud más descarada y cínica.
Bordeamos el río en la penumbra. Por este lado el muelle es un desierto. Apenas se
oye abajo, sobre las muertas aguas del río, las voces de los adolescentes bateleros que
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hacen el servicio de transporte de gente de una orilla a otra.
¡La libertad! Comprendo inmediatamente la mentalidad de los dos ferroviarios. A
ellos no ha llegado —porque voluntariamente no lo han permitido— la noción leninista del
Estado. Ignoran que mientras el Estado exista, la libertad será imposible. El Estado es, por
definición, el instrumento de dominación social de una clase sobre las demás clases. En
tanto la sociedad esté estructurada en dos o más clases sociales, el Estado y, con él, la
negación de la libertad, serán inevitables. Decir Estado, proletario o capitalista, es decir
dictadura, ausencia de libertad. La diferencia está en esto: que el Estado proletario es una
dictadura de la mayoría trabajadora sobre la minoría de parásitos, mientas que el Estado
capitalista es la dictadura de unos cuantos explotadores sobre la masa de productores. Por
otra parte, la dictadura soviética es franca, descubierta, legal, mientras que el régimen
«democrático» burgués, liberal y parlamentario, es una dictadura encubierta, hipócrita,
disimulada, faconnée, odiosa. En fin, la dictadura soviética tiende a suprimir la armazón
clasista de la sociedad —causa y origen del Estado y de la propia dictadura—, iniciando y
construyendo, poco a poco, la forma socialista de la convivencia, dentro de la cual el
derecho y la obligación individuales se cumplan espontáneamente y sin necesidad de
coerción estatal, mientras que la dictadura capitalista consolida y ahonda más y más, y
quiera o no quiera, la división de clases. Digo que quiera o no quiera porque así no lo
quisiera, siempre existiría la división de clases, ya que esta división condiciona la razón de
ser y la existencia misma de los intereses clasistas que gobiernan. Para la clase capitalista,
destruir la división de clases equivaldría a suicidarse. La prueba está en que no la destruye.
Por lo demás, la abolición de la sociedad estructurada en clases no es sino una parte de la
empresa de supresión del Estado. La otra parte, la más importante y la decisiva, consiste en
crear el nuevo tipo de sociedad que ha de reemplazar al tipo clasista y que, según parece, no
será otro sino el socialista. Supongo que nadie ha de sostener ya seriamente que la sociedad
futura será corporativa. Recuérdese que de lo que se trata es justamente de suprimir el
Estado. El sindicalismo corporizado bajo un órgano supremo de control, lejos de
suprimirlo, lo fortifica. Causa en verdad estupor de ver cómo hay aún gentes para quienes
el fascismo y el comunismo no acaban todavía de deslindar sus fronteras en la historia. No
logran convencerse de que el fascio conduce a la barbarie, mientras que el Soviet conduce
al porvenir.
Les digo a los ferroviarios:
—¿Es que son ustedes esclavos? ¿Cuáles son sus yugos y sus cadenas?
—Hace pocas semanas —me responden— se condenó a dos años de prisión a un
conductor del tren de la línea en que nosotros trabajamos porque, según se cree, conducía
su locomotora con negligencia intencional.
—¿Es posible?
—Se le acusó así de querer socavar al régimen, causando daños en la buena marcha
del transporte.
—¿,Y era eso cierto?
—Una mera calumnia.
—¿Pero a quién le interesaba perder así al conductor? ¿El Estado, supongo, no tenía
ningún interés en ello?
—Eso no lo sabe nadie. En todo caso, es la maldad humana o la gana de exigir del
trabajador más celo y más esfuerzo de los que humanamente le son posibles. El Soviet es
muy exigente. Esquilma a los obreros. Se nos somete y vivimos casi en un régimen de
trabajos forzados.
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Los ferroviarios tocan un tema de gran actualidad: «el trabajo forzado en la Rusia
del Soviet». Con ocasión del llamado dumping soviético, de que se quejaron últimamente
los gobiernos capitalistas, Mr. Raymond Poincaré escribía un artículo en L’Excelsior, de
Paris, acusando al Soviet de someter al proletariado ruso a un verdadero sistema de trabajos
forzados, con el único fin de obtener un exceso de producción destinada a ser vendida en el
extranjero más barata que la de los productores capitalistas. ¿Es verdad que en Rusia existe
ese sistema de trabajo? ¿Es verdad lo que dice Poincaré y lo que me decían Fiedotov y
Flavinsky?
El trabajo es en la sociedad burguesa «libre». «Libre» en cuanto a que el individuo
puede o no trabajar, y «libre» en cuanto a que puede escoger, según su sola inclinación
personal, tal o cual oficio, profesión o actividad industrial. Jurídica y le galmente, la
«libertad» de trabajo es inalienable. Hay el derecho a trabajar y hay también el derecho a no
trabajar. Hay el derecho de ser zapatero y hay el derecho de no serlo y de ser, en cambio,
farmacéutico o ministro. Estamos en un régimen facultativo y discrecional. El que no
trabaja no inflige el orden jurídico y legal, así como no lo inflige aquél que, pudiendo, por
capacidad heredada o adquirida, ser ingeniero, no lo es y prefiere, verbigracia, ser
dramaturgo o banquero. La ociosidad es, a lo sumo, inmoral, pero no es un crimen, y ni
siquiera es el incumplimiento de una obligación de simple derecho civil. El haberse
equivocado de oficio o de profesión es cosa que ni siquiera llega a la categoría de inmoral.
Todas estas normas son, en la sociedad burguesa, de práctica y uso corrientes.
En la sociedad soviética, el estatuto social del trabajo es otro. El ejercicio del trabajo
cesa de ser una libertad para constituirse en una obligación, y no ya simplemente moral,
sino jurídica y coercible ante la ley. El trabajo es una obligación en cuanto a que el
individuo debe siempre trabajar, y en cuanto a que no es de su sola incumbencia personal
optar por tal o cual oficio, profesión o actividad. Aquí residen dos de las más esenciales
diferencias entre la concepción burguesa del trabajo y la concepción soviética.
Dentro de la primera hay el error de entender por libertad de trabajo lo que, en
verdad, no es más que un libertinaje. El trabajo, material o intelectual es, en efecto, una ley
esencialmente humana. Se argumentará que ésta no es una ley universal, citando el caso de
ciertas especies zoológicas que no trabajan, tales como los marmas y los zánganos. Los
filósofos antiguos han podido, asimismo; predicar el desprecio al trabajo, considerándolo
como degradante para el hombre. Pero conviene rechazar el primer argumento, recordando
el lindero que, desde este punto de vista, existe entre la sociedad humana y la sociedad
animal. Ya el socialismo utópico cayó, hace cien años, en el error de identificar ambas
sociedades, en su mecánica y destinos esenciales, tomando la convivencia de las bestias
como modelo de la convivencia humana. Marx destruyó este absurdo, que, como casi todos
los principios del socialismo utópico, es en el fondo burgués y hasta reaccionario en medio
de su fachada revolucionaria. Por lo que respecta a los filósofos antiguos, se trata de una
opinión de elite, de una postura aristocrática, de la moral clasista de los parásitos que viven
a expensas del obrero o del esclavo y para los que Lafargue reclama, burlándose de ellos,
un derecho a la pereza.
En la sociedad humana, el trabajo —material o intelectual— es, pues, ley y destino
propios e ineluctables del individuo. El que inflige este destino y esta ley social de nuestra
naturaleza no ejerce, como creen los profesores burgueses, una libertad ni un derecho, sino
que más bien atenta contra sí mismo y contra la colectividad, y comete un delito. El feliz
heredero de una fortuna, que no trabaja porque no necesita trabajar, y que pasa su vida entre
ocios y placeres, es y debe ser considerado como delincuente. En idéntico caso se hallan el
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vagabundo, el bohemio, el sacerdote, el político profesional y demás manos cruzadas de la
sociedad burguesa.
El escoger por sí solo y sin ninguna responsabilidad ante los otros una profesión u
oficio no es tampoco una libertad. Una tal elección debe ser resultado de un acuerdo
paritario, tácito o expreso, entre el individuo y el Estado. Los errores en que puede caer una
persona al optar por deliberación y actos suyos exclusivos, un género cualquiera de trabajo,
no sólo los sufre el individuo, sino también la sociedad. De otro lado, una sociedad
organizada racionalmente —como debe ser la sociedad humana— necesita de fuerzas y
aptitudes individuales que varían siguiendo el ritmo y las modalidades de la vida y
desarrollo colectivos. A veces el interés social necesita más de profesores que de sastres o
más de electricistas que de músicos. Las vocaciones individuales deben, por consiguiente,
ser francamente dirigidas y controladas por el Estado, inspirándose en las disposiciones del
individuo y secundado por éste. De otra manera, no es posible ningún orden social, ninguna
creación colectiva.
Pero los perezosos, en resumidas cuentas, no sostienen su teoría con el carácter
colectivo general que pudiera creerse. Es, de una sola pieza, una teoría clasista. El derecho
a la pereza de Poincaré, como el de los filósofos antiguos, expresa y defiende una postura
aristocrática. Esta fórmula fue inventada y sirve únicamente para legitimar y justificar el
parasitismo de los patronos y de los dirigentes sociales, mas no a autorizar la ociosidad de
los obreros, verdaderos productores de la riqueza. En el terreno práctico, ¿quiénes trabajan
y quiénes no trabajan? ¿Quiénes son libres de escoger su oficio o profesión y quiénes no lo
son? El obrero está constreñido siempre a trabajar, no ciertamente por mandato expreso de
una ley penal, sino porque a ello le fuerzan las necesidades en que le ha colocado el sistema
capitalista. Si el obrero pretendiese hacer suyo el famoso derecho a la pereza y ejercitarlo,
perecerían él y su familia de miseria, aparte de que cesaría la producción y vendría la
bancarrota social. En cambio, los propietarios y capitalistas sí que son libres de trabajar o
no, sin que en este último caso cesen de vivir siempre en la abundancia. También pueden
sus hijos elegir libremente ser médicos, abogados o comerciantes, mientras que los hijos de
los obreros, desde los siete años de edad, son forzados por la necesidad a trabajar y ganar,
de modo inmediato y en lo primero que pueden, un salario, aun contra sus vocaciones, y, lo
que es peor, violentando y atrofiando sus energías y posibilidades nacientes.
—Lo mismo sucede —añaden los ferroviarios— con muchos técnicos y profesores
a quienes el Soviet persigue y castiga severamente por el solo hecho de que no trabajan más
o no son de mejor calidad sus obras. No pasa mes en que la Guepeu no juzgue y condene a
diversas personas a la prisión, al destierro y otras penas por parecidos delitos. Eso es inicuo.
Los trabajadores están por eso cada día más descontentos. ¡Maldita revolución!…
Es ésta la misma queja que se oye en boca de los capitalistas extranjeros. Se vuelve
aquí a olvidar que el régimen soviético es y será por mucho tiempo un régimen social
revolucionario. La revolución proletaria no fue únicamente la toma del Poder, ni la guerra
civil que la siguió, ni el comunismo de guerra. Estos hechos y etapas no fueron más que los
episodios militares y políticos de la revolución obrera. Lo que ésta tiene de más profundo y
que la inviste de un significado histórico superior al de las demás revoluciones sociales de
veinte siglos a esta parte, es el salto económico, la transformación de base de las relaciones
de la producción. Y esta transformación no se hace en un año ni en veinte, para que en
Rusia pueda imperar ahora la tranquilidad completa. No. La revolución económica continúa
realizándose, y su realización entraña, como toda revolución, un régimen excepcional de
fuerza, una dictadura de hierro. «Una revolución sin terrorismo —ha dicho Trotsky— no es
69
una revolución». La historia de las revoluciones proletarias es, a este respecto, muy
ilustrativa. Marx y Lenin están acordes en atribuir el fracaso de la Comuna de París a la
falta de energía de sus jefes para retener el Poder, destruyendo al enemigo con puño
implacable. El Consejo Central de la Comuna, integrado en su mayor parte por pequeños
burgueses del temple liberal de Blanqui, pecó de debilidad y de sentimientos humanitarios
con el enemigo de clase, dando así tiempo a Thiers para rehacer sus huestes, aun pactando
con las legiones prusianas, y para tomar luego la ofensiva contra el Gobierno comunal. La
soldadesca de Versalles, al atacar París, sí que fue feroz e implacable con las masas obreras.
Ese humanitarismo de la Comuna, más liberal que el liberalismo puro de la hipócrita
burguesía, la perdió.
La revolución rusa no parece dispuesta a correr igual suerte. A la base de todo el
sistema del derecho soviético está plantada, como una roca inamovible, la razón
revolucionaria. En particular, el derecho penal reposa casi por entero en la defensa del
interés revolucionario. En la escala de los delitos, corresponde el primer puesto al delito
contra la revolución. Esta suma gravedad del crimen político en Rusia corresponde, por lo
demás, a la que tiene este mismo delito en la sociedad burguesa. La diferencia radica de un
lado, en que aquél es un delito contra la revolución, mientras que éste es contra la
conservación del Estado, y, de otro lacio, en que el primero consiste en la comisión de
actos delincuentes por faltas positivas y por omisiones, mientras que el segundo consiste
sólo raramente en omisiones. En esta última diferencia reside, sobre todo, la mayor
severidad del sistema penal soviético. Una serie de omisiones o negligencias más o menos
conscientes y evitables entrañan ya una conducta delincuente. Y es que una situación social
revolucionaria contiene intereses colectivos infinitamente más sensibles al daño de una
conducta individual que los intereses sociales de un Estado conservador. En el primer caso,
dichos intereses son violentos, y el régimen en que se apoyan es también violento. La
situación social revolucionaria, en suma, es la batalla permanente. Ella juzga, por
consiguiente, a los que faltan contra ella, en simples y fulminantes sumarios de guerra. De
otro lado, la razón revolucionaria se halla, en Rusia, en todas partes, al punto de que pocos
son los actos del individuo que no la rocen. ¿Por qué esta extensión del interés político?
Porque los intereses del Estado soviético se hallan asimismo en todas partes: en los
ferrocarriles, en el comercio, en los Bancos, en las fábricas, en el campo, en las
habitaciones, en los cuarteles, en los centros de enseñanza, etcétera. De aquí que un
incumplimiento del deber de un trabajador en su trabajo, que, dentro de la sociedad
burguesa, no pasa de una infracción civil contra la propiedad particular en que ha sido
cometido, resulta ser, en régimen soviético, una falta contra el Estado, un ataque a la razón
revolucionaria, un delito político.
No hay, pues, que escamotear el sentido histórico y jurídico de las represiones del
Gobierno ruso, represiones que los enemigos del Soviet exageran y desnaturalizan criminal
y tendenciosamente. El interés revolucionario que el Soviet encarna y en cuyo nombre y
defensa opera, está justificado, no solamente por los motivos específicos de táctica histórica
a que acabamos de aludir, sino también, y sobre todo, por las dos consideraciones
siguientes: primeramente, porque este interés es el de la mayoría que trabaja y produce la
riqueza colectiva, y en segundo lugar, porque él trata de realizar y realiza, poco a poco, el
ideal de una mejor sociedad humana, sacrificando al servicio de esta empresa gigantesca la
vida, la paz y el bienestar momentáneos de esa misma mayoría.
Todo esto les digo a Flavinsky y a Fiedotov. Pero no les convenzo.
—Se nos arroja de todas partes. El obrero encuentra cerradas para él todas las
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puertas del Gobierno. ¿Ha estado usted en los ministerios?
—Sí, en algunos. ¡El funcionarismo subalterno soviético!… Una plaga de parásitos
y de traidores, de déspotas e ineptos, procedentes en su mayoría de los antiguos cuadros
zaristas y de otros sectores extraños y hasta enemigos del mismo Soviet.
Los dos obreros vociferan a la vez:
—Ellos, los funcionarios subalternos son los verdaderos gobernantes de Rusia. Son
los nuevos zares. Grandes pícaros y grandes ociosos. Se pasan la vida fumando y tomando
té. Y somos nosotros, los trabajadores, los que pagamos todo. ¿Y la papelería?
—Lo sé. Otra sarna del régimen.
Realmente, Stalin y sus compañeros deberían extirpar cuanto antes, y cueste lo que
cueste, una tamaña epidemia social como es el funcionarismo subalterno. No basta la voz
de alarma que constantemente lanza el partido contra este mal de régimen. El problema de
renovar y depurar los cuadros funcionariles es de mayor urgencia y gravedad que las que se
le atribuye ahora. Así lo estimaba ya el propio Lenin. No es exagerado sostener que este
mal constituye el peor enemigo interno del Soviet. Todos los defectos, aberraciones e
injusticias que los adversarios de la revolución o ignorantes de ella atribuyen al régimen,
son cometidos únicamente por los funcionarios subalternos y son de su exclusiva
responsabilidad. Los jueces y tribunales, los técnicos e ingenieros, los ministerios, el
profesorado y hasta parte de los centros culturales superiores, están contaminados por el
mal. La arbitrariedad; la rutina, la indolencia y el despotismo se han entronizado detrás de
cada escritorio y de cada ventanilla. Yo he podido observar el caso en muchas oficinas y,
señaladamente, en los Comisariatos de Gobernación y de Relaciones Exteriores. Parece que
la lepra burocrática corroe con mayor virulencia las esferas administrativas que más
vinculadas están con el extranjero. La razón es clara. Primeramente, ellas están servidas por
elementos de larga ejecutoria funcionaril, por no decir ya casi aburguesados. En segundo
lugar, la situación especial de estas oficinas tan cerca del mundo e intereses capitalistas
extranjeros, parece favorecer la pendiente burocrática de los intereses individuales del
funcionario. Esta vecindad influye, sin duda, profundamente en la psicología de muchas
oficinas, como son los ministerios ya citados, la Komintern, la Profintern, la Mopr, la Voks,
y algunos centros técnicos y científicos. Si el partido no barre el mal cuanto antes, la
revolución corre con él un gran peligro.
Mucha literatura se ha hecho en el extranjero sobre los abusos del régimen
soviético. Panait Istrati ha publicado, a este respecto, el panfleto más apasionado y
exagerado, pero a la vez el más documentado y minucioso. Sus acusaciones son, en parte,
fundadas. En lo que no estoy acorde con Istrati es en la determinación de los responsables
de esos abusos ni en la interpretación de éstos dentro del proceso revolucionario ruso. No es
el régimen el responsable, ni tales abusos significan el fracaso de la revolución. Los
responsables son únicamente los subalternos de la administración, y las exacciones,
expoliaciones y demás injusticias que éstos cometen con las masas obreras y campesinas
constituyen los gajes inevitables y momentáneos de la revolución. Prueba de lo primero son
los constantes procesos y castigos que por tales abusos impone el régimen a los
funcionarios culpables. Prueba de lo segundo son el éxito del Plan Quinquenal y la
confianza creciente del proletariado de dentro y fuera de Rusia en la justeza de la línea
revolucionaria del partido. Realidades son éstas que desmienten con hechos las injurias y
cargos que Istrati y compañía lanzan, en un rasgo de empirismo y sensiblería, sobre la
revolución y sus jefes del Soviet.
Una demostración de que los abusos que se cometen en Rusia son de la exclusiva
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responsabilidad de los funcionarios subalternos, y de que tales abusos, lejos de significar la
bancarrota de la revolución, no pasan de hechos limitados y dispersos, con alcance
meramente individual y pasajero, la podemos hallar en el incidente que decidió a Istrati a
atacar al Soviet y a condenarlo como el régimen más retrógrado y sanguinario de la
Historia. Ese incidente que, según parece, vino a llenar ya la medida de los abusos
presenciados por Istrati en Rusia, se reduce a lo siguiente: la familia de un buen amigo
suyo, Russakov, tuvo una riña más o menos boxeril y doméstica con una bolchevique de
Leningrado, encargada por el Soviet de Locatarios de informar acerca de las
transformaciones que era necesario introducir en la casa donde los Russakov ocupaban un
confortable departamento. Russakov debería, según el informe, ser cambiado de
alojamiento, con el fin de que éste fuese parcelado y distribuido equitativamente, según las
necesidades colectivas del caso. He aquí todo el incidente. He ahí todo el abuso y toda la
atrocidad del régimen proletario. Los lectores se asombrarán seguramente de que un
motivo tan fútil y de carácter tan particular influya en el espíritu de Istrati hasta el punto de
trastornarle la cabeza y decidirle a condenar para siempre a la misma revolución que él ha
alabado hasta hoy con el mismo fanatismo con que ahora la injuria.
Y si esto acontece con un gran novelista, ¿qué de particular tiene que los otros
transeúntes no hagan otro tanto? Parecida manera de juzgar los acontecimientos de la
Historia he visto producirse y reproducirse al infinito entre los honrados e imparciales
viajeros que visitan Rusia. Un escritor portugués desembarcó en Leningrado y,
habiéndosenos obligado a esperar en la sala de la Aduana dos horas largas, antes de
otorgarnos el pase libre en el país, mi colega empezó a indignarse:
—Ya ve usted —me dijo en tono muy serio, como si por su boca estuviese hablando
la posteridad—. Esto es peor que en los países burgueses. ¡Dos horas de espera en la
Aduana! No puede ser. Se me antoja que lo de socialismo y otras zarandajas
revolucionarias no pasa de meras añagazas y mentiras.
Mi colega condenaba de hecho al régimen soviético sólo porque la espera en la
Aduana fue de dos horas y no menos.
Un alemán, en Moscú, tuvo ganas una mañana de confitura de albaricoques.
Salimos del hotel a buscar el dulce, y tras de recorrer varias calles, no alcanzamos a
distinguir una tienda de confituras. El alemán imprecó entonces enérgicamente:
—¿Y esto se llama socialismo? ¿Socialismo es un país donde no se puede comprar
un dulce tan corriente y abundante en las capitales burguesas? Créame usted que por este
camino me voy formando una triste idea del Soviet…
¿Y qué decir de los corresponsales viajeros que envían a Rusia los grandes rotativos
del capitalismo extranjero?
Con todo, fuerza es reconocer que la repetición de los abusos funcionariles exige de
parte del Comité Central mayor atención. El desprestigio que estos abusos acarrean al
régimen puede aumentar y adquirir peligrosas proporciones. De otro lado, los propios
intereses de la edificación socialista imponen una inmediata y radical depuración de los
cuadros burocráticos soviéticos. No basta, repito, que el Comité Central se dé cuenta del
mal y que despliegue la propaganda que hoy despliega contra él: por el teatro, el cinema, la
radio. De lo que se trata es de aplicar a los hechos mano más fuerte, sanciones más severas
y remover, en lo posible, el personal.
Juzgado el caso con cierta detención, no es difícil reconocer en él un signo de crisis
democrática del régimen. Este burocratismo y sus abusos expresan la existencia de
gérmenes de estancamiento en el sistema circulatorio del espíritu de masa en el Soviet.
72
Estos gérmenes, de no ser sanados y renovados los cuadros, pueden ir fortificándose y
polarizándose en núcleos capaces de adquirir luego tendencias clasistas, con intereses y
mentalidad particulares, diversos y hasta contrarios a los de la colectividad de base. Los
recientes procesos y condenas de profesores e ingenieros del partido industrial deben ser
una alarma para la revolución, sobre los múltiples peligros que, desde el punto de vista de
la existencia del régimen y de la edificación socialista, representa la actual estructura y
funcionamiento de los cuadros soviéticos. La creciente burocratización, en extensión y
hondura, de estos cuadros, puede provocar una crisis semejante a la que sufrió el
mecanismo del régimen en 1921, en la víspera de la Nep.
No desconocemos las serias dificultades que para zanjar este problema encuentra el
Soviet. Las filas del proletariado carecen aún de preparación para estos servicios. El
zarismo mantuvo a los trabajadores en la abyección, y el Soviet no puede hacer milagros.
Aquí, como en lo tocante a los cuadros técnicos y de ingenieros, la proletarización del
personal es irremediablemente lenta y dura. Conviene, sin embargo, redoblar la atención y
los esfuerzos al respecto. La tarea es tanto más hacedera cuanto que el aspecto profesional
es aquí ínfimo, para dejar libre acceso a las fuerzas e iniciativas elementales de base. Más
todavía. No sólo estamos aquí ante un dilema administrativo, sino ante un viraje
económico, pues todos están de acuerdo en que la polarización de estos servicios dará
también por resultado un cambio profundo de los métodos actuales, acentuando su
contenido constructivo socialista. Urge, pues, traducir en tangibles y más vastas realidades
el imperativo de que «la revolución socialista, a cada nueva etapa de su desarrollo, lanza al
ruedo de la lucha social y política, llama a la gestión del Estado a nuevas capas de
trabajadores que, en la sociedad capitalista, están en el último peldaño de la evolución
cultural y social».
—¿Por qué —les pregunto a Fiedotov y a Flavinsky—, por qué no pone fin a estos
males el Comité Central?
—Parece que es por miedo, y también porque si echa a la calle a estos zánganos no
dispone de personal capacitado para reemplazarlos. Aunque eso no es más que una rutina,
siempre se necesitan ciertas aptitudes.
—¿Y por qué no se forman estas nuevas aptitudes con gente de base, con elementos
netamente obreros?
—Dicen que así lo están haciendo, pero aún no se ven los resultados prácticos.
—¿De qué origen son los funcionarios actuales: burgueses o proletarios?
—Son en su mayoría del régimen zarista convertidos al Soviet. Otros son burgueses
extranjeros —alemanes e ingleses—, y muy pocos salidos de la masa.
—¿Y esos convertidos?
—No hay tal conversión. Son unos hipócritas que esperan la primera ocasión para
sabotear el régimen[13]. Son los peores enemigos encubiertos del Soviets.
De donde resulta que contra quienes se quejan, en realidad, Fiedotov y Flavinsky, es
precisamente contra los propios elementos reaccionarios del oficinismo soviético, es decir,
contra sus correligionarios políticos, que forman tácitamente con ellos en el frente común
subterráneo contrarrevolucionario. Los dos ferroviarios no se dan cuenta de que lo que aún
hay de reprochable en el Soviet son justamente las supervivencias zaristas, lo no
revolucionado todavía. En vez de exclamar: ¡Maldita revolución!, deberían, pues, ser más
lógicos y exclamar: ¡Maldita reacción!
—¿Y ustedes? —les pregunto.
—Yo soy —dice Flavinsky— y he sido siempre obrero. Mi compañero, no.
73
—Yo —dice Fiedotov— he sido hasta hace poco comerciante, dueño de un
restorán: un nepman, como dicen los bolcheviques. El Estado me arruinó con impuestos.
Tuve después que proletarizarme. Yo me habría ido de Rusia, pero me quedé sin un kopek y
con familia.
Este es el destino de los nepmans y de los kulaks: la ruina, más o menos próxima o
lejana, pero cierta e inevitable. El Soviet restableció en 1921 el pequeño comercio, la
pequeña propiedad particular, con el objeto de remover y avivar, con el estímulo de las
utilidades individuales, la economía del país, a la sazón en crisis aguda. Fue la creación de
la Nep. Pero la creó para ir matándola a poco, a medida que se desarrollara la economía
colectiva del Estado. ¿De qué medios se sirve el Soviet para matar al nepman creado por
él? De la creciente competencia que le hace el comercio de Estado, en rápida progresión,
por un lado, y por otro, de los impuestos. El pequeño propietario —nepman o kulak—
resiste al comienzo, pero al fin sucumbe. Si entonces le queda algún dinero, se marcha al
extranjero. Si no le queda nada, como a Fiedotov, se proletariza. En cualquiera de estos
casos, él nepman y el kulak siguen siendo, como es de suponer, enemigos jurados y
mortales del Soviet.
—¿Están ustedes sindicados?
—¿Para qué sindicarse? En los Sindicatos son los bolcheviques los únicos que
mandan, y los otros no hacen sino seguirlos como ovejas y hacer de carnaza de la
burocracia sindical. Además, el pertenecer a un Sindicato es sólo para llenarse de
obligaciones y de responsabilidades.
¡Cómo se ve que los dos ferroviarios están penetrados y dominados por el espíritu
burgués, Fiedotov por haberlo sido formalmente, y Flavinsky por haberse criado y educado
en régimen zarista! En todo no ven más que el provecho personal, y quién manda a quién, y
quien sigue ti obedece a quién. ¡Siempre el punto de vista individualista y jerárquico!
—No conviene —me dicen en voz baja— seguir por aquí a esta hora. Pueden
vernos. Podemos despertar sospechas. Vamos dando vuelta y salgamos a la Plaza Roja.
Comprendo perfectamente las constantes alarmas de estos pobres hombres. Aun
cuando ellas no correspondan a motivos reales y objetivos, su conciencia los inventa.
Contrariamente a lo que ellos me dicen, nunca he podido yo por mí mismo comprobar la
terrible vigilancia policial de que se quejan. Jamás se me ha molestado en Rusia en este
terreno. Ni una sola vez he tenido que ver con la Policía ni con nadie por razones políticas.
Estoy dispuesto a testificarlo cuantas veces sea necesario, en honor a la verdad. Cierto es
que no he intervenido para nada en la vida política de Rusia. Pero aun de haberlo hecho y
de habérseme vigilado por esta causa, yo no me habría puesto en la posición liberaloide
barata y melodramática de quejarme contra el Soviet, como es de uso entre los idealistas y
amantes idólatras de la libertad. Mis ideas respecto a la libertad social son de muy distinta
esencia para tan simplista actitud. Sé que el fenómeno de la libertad es cosa relativa y
variable, y que nada tiene de absoluto. Sé que en ningún régimen político de la historia ha
sido completa esa libertad, y que, en consecuencia, el individuo está siempre vigilado, de
una u otra manera, por el régimen político en que vive. Yo he sufrido esta vigilancia
policial, pública y secreta, nada menos que de parte del régimen más liberal del mundo
capitalista: el Gobierno francés, «cuna de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad de
los hombres». Esto también estoy dispuesto a probarlo, con papeles en mano, cuantas veces
sea necesario. ¿Por qué, entonces, se quejan Henri Béraud, Panait Istrati, Lefèvre y demás
servidores, analfabetos y fanáticos, de la prensa reaccionaria, de que los enemigos del
Soviet sean vigilados en Moscú? La diferencia entre una y otra política reside —¡no me
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cansaré de repetirlo para que se sepa bien!— en que el Soviet defiende así la vida, los
intereses y el destino de la mayoría trabajadora contra unos cuantos explotadores y
verdugos, mientras que los gobiernos burgueses defienden la vida, los intereses y el destino
de unos cuantos patronos y ricos contra la mayoría de pobres y trabajadores explotados por
la minoría.
Cuando desembocamos en la Plaza Roja, el reloj del Kremlin da las siete de la
noche a los sones de la Internacional. Las arcadas de las cooperativas comerciales al por
menor están ya iluminadas. Bajo ellas desfila mucha gente a paso rápido, alegre y confiado.
El orden social soviético sigue su curso, a pesar de todo y contra todo.

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XI. Filiación del bolchevique. Marx y Lenin. Mítica y dogmática
revolucionarias

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EL fervor del bolchevique por la nueva vida contrapesa la prevención o
incomprensión del ruso reaccionario, aniquilándolas o al menos neutralizándolas. Al
subjetivismo contemplativo y baldado del reaccionario, opone el bolchevique un
objetivismo pragmático, constructivo. Al espiritualismo estático, un materialismo
dialéctico. Al absorbente individualismo, un colectivismo racional. A la abstención amarga,
una saludable ofensiva creatriz. Su praxis desborda en excesos patéticos. Ignora la media
tinta. No es un saga, sino un desmesurado. Hiperbólico, sin aparato ni fanfarronería, es
pintoresco y dramático, apasionado e implacable. Combativo y heroico, su ejecutoria
revolucionaria de antes y después de 1917 ha fraguado en él hábitos permanentes de
sacrificio y un instinto cotidiano y permanente de grandes ciclones. Al bolchevique se le ha
comparado como tipo representativo de una secta social, con el fascista y sus derivados
cosmopolitas: «camisas negras», «cascos de acero», ku-klux-klans, reimweshrens,
kuomingtans, etcétera. ¿En qué son comparables? ¿En la estrategia? ¿En la táctica? ¿En el
jacobinismo? ¿En la moral de los medios? ¿En la grandeza doctrinal? Fácil es, a los ojos
del hombre libre, descubrir la diferencia histórica y esencial del bolchevique con todos los
bandoleros del fascismo cosmopolita. Mas no es fácil descubrirla a los ojos del transeúnte
más o menos imbuido de una tabla de valores contrarios a la vida comunista.
En general, toda la psiquis, toda la conducta bolchevique son nuevas y diversas de
la norma de todos los demás tipos humanos de dentro y fuera de Rusia: ante la política, la
economía, el trabajo, el amor, la religión, etc. No sólo me refiero al rol del bolchevique
como unidad militante de la III Internacional. No sólo me refiero al ejercicio de su estatuto
comunista, a sus funciones políticas dentro del partido. Me refiero también a su simple y
diaria conducta de hombre y de particular. Dentro de la concepción soviética del hombre
revolucionario o simplemente político, todo es una misma cosa: la vida privada y la vida
pública. Pero esto no quiere decir que el bolchevique invada la esfera del hombre particular
hasta degenerar en un simple misionero de Lenin y de Marx, obsesionado y absorbido
totalmente por la fórmula revolucionaria. Ni aun dentro del partido, la conducta del
bolchevique participa de la de miembro de una secta religiosa, fanática y estereotipada,
como afirma Luc Durtain. Aquello de los votos comunistas de obediencia y pobreza no
pasa de una miopía del observador. Es pobre hasta que las condiciones económicas
soviéticas mejoren y le permitan vivir mejor y holgadamente. Obedece, no por ciega
esclavitud, a un dogma más o menos deportivo y místico, sino porque comprende que, en
régimen proletario, la mejor manera de ser libre es obedeciendo. Precisamente esta ausencia
de carácter monástico y sectario en su rol social constituye una de las cualidades
profundamente humanas del bolchevique. Ella quita a su condición particular todo asomo
evangelista o taumaturgo, a la clásica manera religiosa, por mucho que sus menores actos
sean de inspiración esencialmente apostólica y de propaganda revolucionaria. El
bolchevique sabe que para ser revolucionario hay que ser primeramente hombre, en el
sentido integral de la palabra.
El bolchevique se distingue de los demás sectores rusos, ante todo y sobre todo, por
su ejemplaridad revolucionaria. El bolchevique es el padre de la vida soviética. Es el
abanderado de la causa proletaria. Es el pionnier del socialismo. Como tal, su conducta
participa del heroísmo sacerdotal y artístico. La abnegación y el sacrificio, la audacia y el
tesón están a la base de su técnica vital. En el trabajo cotidiano de la fábrica, en su acción
militante, en las circunstancias banales de su vida personal, el bolchevique no piensa ni
practica nada sino al servicio de la causa revolucionaria. En el taller, es él un obrero que
trabaja más que el obrero no bolchevique; que busca y desempeña los más peligrosos
77
oficios y consignas; que no reclama ni se queja nunca; que ayuda a sus compañeros, suple
las faltas ajenas, gana menos, cuida de la fábrica como de cosa propia, disfruta de menos
derechos y, no obstante, está siempre contento y entusiasta. Si se trata de cuotas o
erogaciones, el bolchevique es quien aporta más y el primero. Sí hay que doblar o triplicar
la jornada, él da el ejemplo. Si se proyecta una avanzada para adoctrinar y convertir otros
núcleos de trabajadores, indiferentes o contrarios en política, el obrero bolchevique formará
igualmente el primero. En la emulación socialista es él quien da la muestra y el estímulo.
¿Y en los comités y asambleas de fábrica? Las más complicadas funciones, las más
recargadas labores, él mismo las reclama espontáneamente para sí y las desempeña con
grandes sacrificios de sí mismo y de los suyos. El bolchevique hace de esta manera figura
de martirio. Los mismos compañeros de trabajo —los otros, los obreros simplemente
soviéticos— le tienen lástima. Su actividad dolorosa, espontánea y apasionada,
desconcierta e impone un respeto casi religioso.
Sus obligaciones dentro del partido se sujetan a disciplinas y rigores mucho más
fuertes y severos. El bolchevique es un soldado. El partido es un cuartel. Pero se trata aquí
de un soldado que obedece a deberes e imperativos salidos de su propio temperamento
social, y de un cuartel cuyas normas no son más que una proyección al exterior de la íntima
contextura moral del individuo.
Circunstancialmente, cuando veo en Rusia a un hombre realizar un acto heroico o
asumir una actitud ancha y noble ante menudos obstáculos o mínimos tropezones de la
vida, me digo: ése es, de seguro, un bolchevique.
Lenin vive en el alma del bolchevique como el prototipo acabado de lo que debe ser
el revolucionario puro. La vida de Lenin encarna, a los ojos del bolchevique ruso, todas las
virtudes del hombre entregado por entero al bien de la humanidad. Para encontrarle en este
terreno pareja en la Historia, el bolchevique tiene que saltar muchos siglos atrás, hasta
Jesucristo o Buda. Más acá sólo Marx se le parece. ¿Quién escribirá algún día el paralelo de
estos dos grandes hombres?
Estos dos creadores de la nueva humanidad ocupan en el corazón del proletario ruso
el lugar que ocuparían dos dioses, de tener el socialismo carácter religioso. Una aureola
sobrehumana rodea sus figuras, y no digo divina, porque la revolución de la que ambos son
los forjadores, tampoco es un movimiento celestial ni mítico, sino de riguroso materialismo
histórico. Cuidémonos de no mixtificar el sentido de los hechos ni los vocablos que los
contienen. La revolución socialista y sus creadores no han pretendido ni pretenden traer al
mundo una nueva versión teológica de la vida, sino simplemente una explicación y una
fórmula nuevas de justicia social. Marx y Lenin han podido exclamar con mucha exactitud:
«Mi reino es de este mundo». Las palabras «divino», «dios», «religioso», «santo» carecen
de sentido y de carta de naturaleza en el léxico marxista-leninista. No andan, pues, cuerdos
los buenazos escritores burgueses que, en este terreno, nos hablan del apocalipsis de San
Lenin, de la nueva iglesia marxista, del evangelio proletario según San Stalin o según San
Trotsky, y otras necedades. Muchos de los propios panegiristas extranjeros del Soviet nos
han llegado a hablar hasta de una iconografía de la Pasión y Muerte de Lenin, refiriéndose a
las estampas, medallas y escarapelas en que figura la fotografía del gran jefe, y que circulan
profusamente en Rusia. Esta es la mejor manera de tergiversar por su base la dirección
histórica de la revolución y de traicionar a sus creadores.
Sin embargo, tampoco hay que desconocer la existencia en la revolución socialista
de una nueva mítica y de una nueva dogmática. Pero esta mítica y esta dogmática son
igualmente de esencia y estructura materialistas; es decir, económicas. No hay que
78
confundirlas con la mítica y la dogmática metafísicas de las religiones. Los mitos
«revolución», «proletariado», «Internacional», «capital», «masa», «justicia social», etc.,
son creaciones directas del sentimiento o instinto económico del hombre, a diferencia de los
mitos «dios», «justicia divina», «alma», «bien», «mal», «eternidad», etc., que son
creaciones del sentimiento religioso. Los dogmas, en la doctrina socialista, proceden
asimismo de una necesidad o conjunto de necesidades históricas de la producción, o lo que
es igual, de la dialéctica determinista de la técnica del trabajo. Ejemplo: el dogma de las
contradicciones crecientes del capitalismo. Los dogmas, en religión, proceden de una
necesidad o conjunto de necesidades subjetivas de maravilloso [14]. Ejemplo: el dogma de la
divinidad de Jesús. De aquí que mientras la mítica y la dogmática socialistas se apoyan en
verdades de rigurosa experiencia histórica, es decir, en verdades científicas y controlables
prácticamente por la realidad cotidiana, la mítica y la dogmática religiosas se apoyan en
simples verdades de fe, reveladas e incontrolables por la experiencia diaria.
Conviene, pues, zanjar de una vez para todas las fronteras históricas y sociales entre
la revolución proletaria y el proceso religioso de nuestra época. La primera no es un nuevo
evangelio de fe, destinado a sustituir a las actuales creencias religiosas. Si la revolución
socialista, al realizarse, debe rozar y luchar contra tales o cuales obstáculos sociales,
derivados del sentimiento o interés religioso imperante en determinada colectividad, lo hará
y lo hace solamente desde un plano político y económico. La revolución no toma ningún
partido ni finca ninguna perspectiva sistemática y militante en contra ni en favor del
sentimiento religioso, ni por su subsistencia ni por su fin. La palabra de orden «La religión
es un opio para el pueblo» no tiene sino un alcance táctico de ofensiva contra uno de los
más sólidos medios auxiliares de la explotación del trabajador, cual es el culto religioso. A
la revolución proletaria no le concierne saber la suerte que tendrán las creencias religiosas
en el porvenir. Esto sale de su esencia laica y de su praxis social de base. La resonancia y
consecuencias religiosas de la revolución proletaria han de producirse por la dialéctica
posterior y futura de las nuevas relaciones de la producción.

79
XII. Capitalismo de Estado y estructura socialista. Régimen bancario.
Religión. Agonía de las clases destronadas

80
A las ocho de la mañana me paseo delante de la puerta de mi hotel, esperando a
Yeva. No quiso prometerme entrar en el salón del hotel a buscarme. Ello me obliga a esta
espera en la calle, bajo una fuerte lluvia otoñal.
—Mi condición de komsomolka (de la juventud femenina comunista) me prohíbe
entrar a un hotel a buscar a un caballero —me había dicho Yeva la víspera, al despedirnos y
tomar cita para el siguiente día.
Pero no sólo por esto no quería Yeva entrar al hotel. Había además otra dificultad, y
es ésta: dentro de la actual moral rusa, ninguna mujer honesta puede penetrar en un hotel en
busca de un hombre, ni en su compañía. Esta costumbre rige con un rigor implacable y,
según mis informes, ella no existía en la época zarista. Es de origen soviético. ¿Lo creerán
los catones y moralistas de la burguesía mundial, para quienes la revolución rusa no trajo
más que licencia y corrupciones? ¿No recuerda esta costumbre a Nueva York, ciudad de
sumo puritanismo moral? Sin embargo, la norma no tiene igual significación en Moscú que
en la capital yanqui. En la capital soviética existen numerosas prácticas y usos de parecido
rigor moral, debidos todos ellos a necesidades momentáneas de táctica revolucionaria, mas
no a disciplinas permanentes y entrañadas a la tradición formalista de una ética de sacristía.
La revolución necesita a veces de un exceso de transparencia en las relaciones sociales,
como medio de estimular con sanciones objetivas y ejemplarizantes el espíritu naciente del
nuevo hombre moral. Estos usos y prácticas de la conducta diaria reflejan, en el mundo de
las relaciones corrientes, el jacobinismo revolucionario integral de los métodos
bolcheviques. Lo de no entrar las mujeres a los hoteles corresponde, en el plano de la
agitación política, a lo de no ser sentimental o romántico o, en el mismo plano de moral
social, a lo de no emborracharse, etc. Son todos estos imperativos tácticos y momentáneos
de extrema austeridad revolucionaria. No son estables exigencias ético-religiosas.
Yeva va a acompañarme en mi encuesta de hoy, pues habla el francés
perfectamente. La komsomolka dispone para ello del día entero, pues hoy descansa en la
cooperativa en que trabaja. Hoy es su día domingo. Hela aquí. Partimos al Banco.
—¿Un Banco en régimen soviético? —se preguntan extrañados los transeúntes en el
extranjero.
Sí. Un Banco. Pero uno solo. El Banco del Estado. Y este Banco soviético no tiene
la misma estructura ni juega el mismo rol que los Bancos en régimen capitalista. Su capital
y su administración son del Estado. Sus fines son igualmente de Estado, y ellos se reducen
a facilitar el movimiento del dinero según las necesidades y el ritmo de la producción total
entre las diversas ramas industriales del país. Nada más. El Banco soviético no es sino un
organismo intermediario entre los múltiples organismos de la producción y el comercio
rusos. Retened, señores gobernantes y banqueros capitalitas, este rol simple y único del
Banco soviético. Si pensáis que algún particular de levita, monóculo y guante blanco figura
en este Banco como principal capitalista, como presidente del Consejo de Administración,
siendo a la vez socio de un Sindicato de Cobre, de una Sociedad inmobiliaria y de una
fábrica de calzado —participantes a su vez estas asociaciones del mismo Banco a que
aludo—, os equivocáis lastimosamente. No. Dentro del Banco del Estado soviético no hay
ni un solo kopek de ningún particular ni nadie saca de él un kopek por concepto de
utilidades. Todo es ahí propiedad de todos y para todos. Todo es ahí de la colectividad y
para la colectividad. Los funcionarios que administran y sirven este Banco ganan sólo unos
salarios, como cualquier proletario. En una palabra: la profesión de banquero, y en general
de hombre de finanzas, ha sido abolida en Rusia. No hay más que una sola organización
financiera: la del Estado, la colectiva.
81
¿Por qué hay un Banco en régimen soviético? Comprendo vuestra pregunta. Ella
traduce el concepto que tenemos arraigado, y con mucha razón, de que un Banco es un
negocio particular muy lucrativo y muy irresponsable. La idea que tenemos corrientemente
de Banco va inseparablemente unida a la de un prestamista diabólico que, por medio de
unas cuantas maniobras y escamoteos de billetes de sus cajas de hierro, convierte en
veinticuatro horas un capital de cincuenta mil en un millón de pesetas. Pero esto es el
Banco capitalista. El Banco soviético no es negocio de ningún particular. Nadie saca de él
de mil pesetas veinte mil, ni de cincuenta mil un millón. Este Banco no es, como repito,
más que una oficina del Estado destinada a hacer circular, conforme lo solicitan los
organismos industriales, agrícolas y comerciales del Estado y los grupos sociales que éste
autorice, el dinero o capital bancario, del cual es igualmente propietario el Estado. Mientras
el sistema de producción y consumo no se haya socializado en sus relaciones más
profundas y esenciales, o lo que es lo mismo, mientras el sistema de producción y consumo
conserve en Rusia tales o cuales rasgos y formas capitalistas, ese sistema exigirá siempre
un organismo bancario encargado de la circulación del dinero dentro del organismo
económico general. Pero si aun después de explicado este rol honesto, transparente y
necesario del Banco soviético, os sigue incomodando la simple idea de Banco, a causa de
no poderla separar de la idea de especulación particular ilícita a que nos ha acostumbrado el
régimen capitalista, cambiad el nombre de Banco por el de Oficina del dinero, verbigracia,
o por cualquiera otro, y la diferencia entre banco capitalista y banco soviético será completa
a vuestros ojos.
Encontrándose aún rotas o sin regularizarse las relaciones financieras entre Rusia y
las plazas capitalistas, el rublo es hoy la sola moneda sin curso ni cambio en el extranjero.
Esta anormalidad de relaciones y esta falta de curso del rublo en las Bolsas capitalistas no
son, naturalmente, claras ni francas. Las relaciones existen y no existen, y el rublo se cotiza
y no se cotiza en los Bancos burgueses. Las relaciones financieras existen desde el instante
en que en Rusia hay capitales extranjeros y que Moscú compra y vende productos en los
mercados ingleses, alemanes, italianos, franceses y yanquis. Pero no existen desde el
momento en que el capitalismo boicotea por sistema y de manera permanente la divisa rusa,
aun contradiciendo el comercio que él realiza diariamente con Rusia. En otros términos: las
relaciones financieras existen en la realidad de los hechos, pero el capitalismo trata, por otra
parte, de minarlas con actos violentos y externos, hijos de su voluntad reaccionaria y de su
fobia contra el Estado proletario. Es la necesidad práctica la que le obliga a comprar y
vender a Moscú y a colocar sus capitales en Rusia; pero el imperialismo mundial se da
perfecta cuenta del peligro que encarna el Soviet para él, como futuro competidor de
productos en el mercado internacional. De aquí, de este temor proviene su constante y
furioso boicoteo de Rusia como potencia económica. Es una verdadera guerra contra el
Soviet. Entre las armas de que se vale para perderle, figura el cambio. El capitalismo ha
tratado y sigue tratando de derribar al rublo. Como no dispone de la única manera que hay
de perder una divisa, cual es la de hacer disminuir al mínimum las exportaciones del país de
que se trata, el capitalismo internacional suele echar mano de procedimientos mucho más
expeditivos y mecánicos, cuales son, verbigracia, entre otros, el de introducir
clandestinamente en Rusia rublos falsos con el fin de provocar inflaciones y desequilibrios
dentro de la economía soviética.
En estas condiciones, la aduana soviética prohíbe la introducción de rublos en
Rusia, obteniendo así dos resultados: primeramente, el de precaverse contra las maniobras
cambistas del capitalismo, y luego el de atraer al mercado ruso la mayor suma de divisas
82
extranjeras. Como puede suponerse, esta lucha cambista se traduce por el hecho de que el
rublo carece completamente de aceptación en los Bancos capitalistas. La primera vez que
fui a Rusia, un Banco de Berlín, al que pedí rublos, me dijo:
—No vendemos rublos.
Al volver de Moscú fui al mismo Banco a venderle unos cuantos rublos que me
sobraron de mi viaje, y me dijo:
—No compramos rublos. Nadie los solicita ni los quiere. Aquí no se puede comprar
nada con ellos. Tampoco se los puede introducir en Rusia. Es una moneda muerta, sin valor
y sin cambio.
Todas estas maniobras, represalias y juegos estrictamente técnicos de la cuestión los
ignora la mayoría de las gentes, y cuando se alude en el extranjero al hecho de que el Soviet
controla minuciosamente al viajero que visita Rusia, desde el punto de vista económico,
llueven las censuras y las quejas contra la dictadura proletaria. No se acuerdan las gentes de
que se trata de una guerra monetaria entre el capitalismo y el Soviet, y que éste no hace más
que defenderse de aquél.
Pero, aparte de ser ese control del Soviet una mera defensa de la economía
proletaria contra el capitalismo internacional, constituye también una prueba del orden,
organización y claridad con que el Soviet administra y custodia los intereses colectivo s
contra la especulación particular desde dentro del régimen.
El viajero, al presentarse en la aduana rusa, está obligado a declarar y presentar ante
las autoridades soviéticas todo el dinero, ruso o extranjero, que lleva. Si tiene rublos, éstos
son retenidos en la aduana, previo recibo. El dinero extranjero es devuelto a su portador,
con una papeleta en que consta la suma de que se trata, suma que también queda registrada
en los libros de la aduana. El viajero debe llevar consigo aquella papeleta durante toda su
permanencia en Rusia, y ella debe ser presentada al Banco cada vez que su tenedor vaya a
cambiar su moneda extranjera por rublos. De este modo, el Soviet sabe, en un momento
dado, cuánto tiene un extranjero en rublos y en divisas extranjeras, de una parte, y de otra,
cuánto dinero existe en Rusia en monedas igualmente extranjeras. El viajero que introduzca
en forma oculta divisas extranjeras, es descubierto inmediatamente al presentarse a
cambiarlas en un Banco. No puede cambiar en rublos sino la suma anotada en su papeleta
en la Aduana. Si logra introducir rublos ocultamente, sólo podría hacerlo con unos cuantos,
pues, de ser más, sería asimismo descubierto, dado el control que de sus gastos ejerce el
hotel donde se aloja, el restaurante o restaurantes donde come, los teatros, etc. En este
último caso, el Soviet le somete a juicio, con severas sanciones penales.
Como se ve, el Soviet administra la economía del país con un celo y una
minuciosidad superiores a los de cualquier propietario particular en régimen capitalista.
Con semejante método aduanero y bancario, no queda modo de que el capitalismo
envolvente, ni los particulares de dentro del país puedan especular o minar la estabilidad e
integridad de las finanzas proletarias.
***

Algunos periodistas extranjeros, aficionados a escarceos críticos de la economía


soviética, han pronunciado, a propósito de la existencia del Banco en Rusia, la frase
capitalismo de Estado, a diferencia —o en oposición, dicen— al Estado capitalista.
Quieren así dar la impresión al público extranjero de que la revolución económica rusa se
ha reducido a un simple cambio de propietario de la riqueza colectiva, es decir, que a los
capitalistas particulares presoviéticos ha sucedido un solo capitalista: el Estado, y que todo
83
el resto del aparato económico social sigue siendo el mismo que antes de la revolución.
Mas esto no es verdad.
En primer lugar, «hay que tener mucho cuidado —decían ya Lenin y Trotsky
durante el comunismo de guerra— con aquello de capitalismo de Estado, frase que algunos
economistas soviéticos manejan con cierta imprudencia, designando con ella uno de los
aspectos de la economía rusa, y que los enemigos extranjeros de la revolución (Kautsky y
Bauer, por ejemplo), emplean para designar la esencia misma de dicha economía». Esta
alarma de los jefes del Soviet quería decir —y hoy sigue teniendo la misma significación e
idéntico alcance aclaratorio— que la economía soviética es sólo en parte capitalismo de
Estado y en una parte secundaria y episódica dentro de las actuales necesidades dialécticas
de la producción rusa. Es un capitalismo de Estado, puesto que el capital social está en
manos del Estado, que lo administra en nombre del proletariado. Este rol capitalista del
Estado es por ahora necesario e inevitable, y seguirá siéndolo mientras exista el Estado y
mientras el proceso de socialización de las relaciones de la producción, en el campo y en el
taller, no sea completo y no haya acabado con el último dejo del sistema capitalista. Sólo en
este sentido puede hablarse de capitalismo de Estado en Rusia. No lo es en lo demás, en lo
que se refiere, por ejemplo, a las relaciones sociales de la producción. En este terreno, el
capitalismo de Estado es un sistema absolutamente patronal, burgués, capitalista, en cuanto
a que el Estado —nuevo propietario, nuevo capitalista— es un patrón como cualquier
patrón particular. El capitalismo de Estado no hace más que echar a los patronos
particulares de todas las actividades económicas del país, para tomar él solo la gerencia y la
propiedad de ellas, pero dejando intacto el vigente régimen de producción capitalista. Las
relaciones entre el capital y el trabajo siguen siendo las mismas. El proletariado ya no tiene
varios explotadores, sino uno solo; pero la explotación, la plus-valía patronal, el lujo de
unos cuantos, el dominio de una clase parasitaria sobre las clases productoras, la miseria de
las masas trabajadoras, etc., continúan siendo la base y la esencia del régimen de
producción en el sistema del capitalismo de Estado. Que este sistema no altera en lo más
mínimo las relaciones de la producción, lo prueba el hecho de que dentro de los actuales
monopolios fiscales de distintos países, la posición del capital y del proletariado es
completamente idéntica a la que estos factores tienen en las explotaciones privadas. La
situación económica, política y cultural del trabajador, en los ferrocarriles de propiedad y
administración estatales, no difiere en lo más mínimo de la que él tiene cuando tales
ferrocarriles pertenecen a particulares. Esto, que pasa en una o varias ramas del monopolio
del Estado, no haría más que repetirse, en escala mayor, en el sistema entero del
capitalismo de Estado. Y esto es lo que no sucede dentro de la economía soviética, en la
que las relaciones de la producción se basan en el interés práctico e inmediato del
trabajador, de un lado, y de otro, tienden a socializarse por la supresión lenta, pero
progresiva, del Estado, como único capitalista, y por la transformación de la economía
dirigida por el Estado en una economía dirigida directamente por las masas. El primer
objetivo se patentiza con el standard of life actual del obrero ruso, que es mejor y más
saneado que el del obrero capitalista. El segundo objetivo encuentra una de las formas
prácticas de su realización en la agricultura, por ejemplo, donde la colectivización o
socialización del cultivo está alcanzando con los kolskos una ofensiva arrolladora sobre los
pequeños cultivos individuales y cooperativos y sobre el propio sovkos o cultivo de Estado.
En los kolskos la intervención del Estado es ya mínima, y todo está en manos directas de la
masa.
De otra parte, el capitalismo de Estado, en toda su amplitud de sistema monopolista
84
llamado a reemplazar al capitalismo particular, no ha sido hasta hoy logrado en ninguna
parte como un hecho real y completo. Y no lo ha sido ni lo será, entre otras causas, porque
su implantación esta sujeta a numerosos factores económicos, que no dependen
precisamente de los partidarios teóricos de este sistema, como son la imposibilidad absoluta
de expropiar por el Estado y sin indemnización la propiedad industrial particular total de un
país y las dificultades derivadas de la actual estructura económica internacional contraria a
dicho sistema. Estos dos inconvenientes —que son los primeros, entre otros— sólo podrían
desaparecer por medio de medidas traumáticas revolucionarias, pero no por un proceso
periódico y evolutivo, como el que predican los apóstoles del capitalismo de Estado,
partidarios apenas de tímidas «nacionalizaciones» y «estadizaciones» demagógicas. Sólo
una revolución proletaria es capaz de la estadización total y traumática de la economía [15].
Y es que de lo que se trata es de transformar las relaciones entre el trabajo y el
capital y no simplemente de trasladar a éste, de las manos de un trust o consorcio privado, a
las manos fiscales. Aquí está el nudo del problema social universal. El capitalismo de
Estado lo deja sin resolver, pues este sistema no pasa, en fin de cuentas, de una de las tantas
fórmulas ilusorias y engañosas que los profesores y teorizantes burgueses inventan para
halagar a las masas y desviarlas de los términos prácticos y reales de la cuestión, cuales son
el actual antagonismo clasista de la producción y la necesidad de resolverlo en favor de las
masas productoras.
***

Al salir del Banco doblamos la esquina, donde hay un restaurante particular. Por la
ventana vemos a un grupo de alemanes desayunando. Quiero conocer los precios y el menú
de este restaurante, y entramos.
Los alemanes están en número de cuatro. Son turistas. Ocupan una sola mesa. No
hay más clientes. Yeva y yo tomamos, junto a la puerta de entrada, una mesa y
preguntamos qué se toma allí como desayuno. Té, chocolate, café, mantequilla y una gran
variedad de pan y bizcochos. Tomamos té con un pastel. En todos los restaurantes de
cooperativas rige el siguiente mecanismo para el consumo: se compra en la caja una ficha,
en la que está marcado el alimento que se va a tomar y su precio. Esta ficha se entrega al
compañero o compañera que nos sirve. En los restaurantes particulares o de nepmans se nos
dice el menú, pedimos sin saber los precios y luego pagamos. Se nos cobra, naturalmente,
lo que quiere el restaurante. Es el mismo sistema de muchos de nuestros restaurantes. Los
dos tés con dos pasteles nos cuestan aquí un rublo y diez kopeks, o sea dieciséis francos. En
una cooperativa he pagado muchas veces por el mismo consumo cuarenta kopeks, o sea seis
francos.
—¿Por qué cobra usted —le he preguntado al nepman de este restaurante— tan
caros los consumos?
—Son los impuestos que a ello me obligan —me dice—. El Estado se lo lleva todo.
Mi negocio se hace cada día más difícil. Acabaré por cerrar la casa.
El nepman pone en la cara una expresión de angustia. Viste de americana, pero
pobremente.
—¿Muchos clientes tiene usted?
—Muy pocos. Hay días que no pasan de dos o cuatro. Mis clientes son, en general,
extranjeros o kulaks de provincias que vienen a Moscú de paso.
Delante de la puerta de entrada hay un haraposo que pasa y repasa mirando
ávidamente al interior. Lleva una mano metida dentro de la americana, a la altura del pecho,
85
y su palidez es la de un hambriento o de un enfermo. Los alemanes se levantan y se van.
Entonces el haraposo penetra de un salto y recoge, como un animal famélico, las migajas y
desperdicios de la mesa. Algunos huesos se echa al bolsillo y vuelve a salir, lanzando
miradas de loco y devorando a grandes bocados lo que encontró en la mesa.
—¡Espantoso! —le digo a la komsomolka.
—Son los sobrevivientes del régimen zarista —me dice Yeva—. Antes, esta misma
escena se veía con frecuencia. Poco a poco estos mendigos van desapareciendo.
—Sin embargo, se me han acercado muchos a pedirme en los pocos días que llevo
en Rusia. ¿Cómo me explica usted semejante plaga en una sociedad como el Soviet? Esto
es realmente incomprensible.
El hambriento está junto a la puerta, triturando ruidosamente un hueso, como un
perro. Advierto que no despega los ojos de la mesa donde estamos nosotros. Yeva no ha
terminado su pastel. Este está casi entero. Las miradas del hambriento sobre el pastel son
febriles y casi rabiosas. Nunca he visto ojos tan extraños en mi vida. Hay en la cara de este
pobre una avidez agresiva, furiosa, demoníaca. A veces tengo la impresión de que va a
saltar sobre nosotros y nos va a arrancar de un zarpazo un trozo de nuestras propias carnes.
Se ve que tiene cólera. Se ve que nos odia con todas sus entrañas de hambriento. Inspira
miedo, respeto y una misericordia infinita. ¡El apetito es, sin duda, una cosa horrosa!
Pienso en los desocupados. Pienso en los cuarenta millones de hambrientos que el
capitalismo ha arrojado de sus fábricas y de sus campos. ¡Quince millones de obreros
parados y sus familias! ¿Qué va a ser de este ejército de pobres, sin precedente en la
historia? Ciertamente, ha habido en otras épocas paros forzosos, pero nunca el mal ofreció
proporciones, causas y caracteres semejantes. Hoy es un fenómeno simultáneo y universal,
creciente y sin salida. Los remedios y paliativos que se ensayan son superficiales, vanos,
inútiles. El mal reside en la estructura misma del sistema capitalista, en la dialéctica de la
producción. El mal reside en los progresos inevitables de la técnica del trabajo, en la
concurrencia y, en suma, en la sed insaciable de provecho de los patronos. ¡La plus-valía!
He aquí el origen de los desocupados. Suprímase la plus-valía y todo el mundo tendrá
trabajo. Pero ¿quién suprime la plus-valía? Suprimir el provecho del patrón equivaldría a
destruir el sistema capitalista, es decir, a hacer la revolución proletaria.
Mas ya que esta supresión no vendrá jamás por acto espontáneo, por un suicidio del
capitalismo, ella vendrá, tarde o temprano, por acción violenta de esos cuarenta millones de
hambrientos y víctimas de los patronos. Porque el hambre puede mucho. El actual conflicto
entre el capital y el trabajo será resuelto por el hambre social. La teoría de la revolución no
ha hecho sino constatar la existencia y la tensión histórica de este hambre. La revolución no
la hará, por eso, la doctrina, por muy brillante y maravillosa que ésta sea, sino el hambre. Y
no podría ocurrir de otra manera. Una doctrina puede equivocarse. Lo que no se equivoca
nunca es el apetito elemental, el hambre y la sed. De aquí que la revolución no es cuestión
de opiniones ni de gustos ideológicos y morales. Es ella un hecho, planteado y determinado
objetivamente por otros hechos igualmente objetivos y contra los que nada pueden las
teorías en pro ni en contra. Según Marx, la historia la hacen los hombres, pero ella se
realiza fuera de los hombres, independientemente de ellos.
El día en que la miseria de los desocupados se haya agravado y extendido más,
descubriendo la impotencia definitiva de los gobiernos y de los patronos para remediarla y
hacerla desaparecer, ese día brillará en los ojos de muchos millones de hambrientos una
cólera y un odio mayores que los que brillan en los ojos de este hambriento de Moscú. El
zarpazo de las masas sobre los pasteles de los ricos será entonces tremendo, apocalíptico.
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Entretanto, despejemos ciertas incógnitas. ¿La revolución rusa no ha resuelto el
problema de la mendicidad? ¿Cuál es el paso dado en este terreno por el Soviet? ¿La
revolución mundial tendrá también sus mendigos, como tiene los suyos la burguesía? ¿Y la
justicia social? Todas estas preguntas le hago a Yeva. La militante de la juventud comunista
me dice:
—Las causas de la actual mendicidad en Rusia son las siguientes: el clero, la
nobleza, la burguesía y el lumpen-proletariado. La mendicidad es, repito, una
supervivencia de la sociedad zarista. El clero, desposeído por el Soviet de los bienes de la
Iglesia, se ha quedado en la miseria. En estas condiciones, los popes deberían trabajar para
subsistir y proletarizarse, como todo el mundo. Pero, lejos de eso, han resuelto seguir el
camino de la mendicidad. Mendigan los propios popes en persona y obligan a los fieles a
pedir para ellos. Dos cosas se proponen realizar con las limosnas: subvenir a sus
necesidades diarias y personales y acumular de nuevo capitales para la Iglesia. Este último
procedimiento tiene un carácter político, pues se opone a los preceptos económicos del
Soviet y tiende a promover y provocar, a base religiosa, una reacción contra el régimen
proletario. La mayoría de los mendigos son enviados a pedir por el clero y para el clero.
Muchas veces son obreros o campesinos que ganan lo suficiente para subsistir y que sólo
piden para los popes. De otro lado, hay muchos nobles y burgueses de la época zarista,
caídos igualmente en la miseria, a causa de la expropiación de sus bienes por el Soviet.
Estos tampoco quieren, someterse a la nueva estructura económica, trabajando y ganándose
el pan con el sudor de sus frentes, como todos los demás. Un orgullo testarudo y mal
entendido los mantiene aislados y «asqueados» del mundo de los trabajadores. Prefieren
pedir, cosa que me parece mucho más humillante que trabajar codo a codo con sus
enemigos de clase.
—¿A quién piden? ¿A los obreros?
—¡Ah, no! A los nepmans, a los kulaks, a los turistas, a los industriales extranjeros.
Justamente ahora vamos a Smolensky. Ahí va usted a ver a algunos nobles en desgracia.
Smolensky es el Marché aux puces de París o el Rastro de Madrid. Después de la
revolución, Smolensky se ha convertido en el mercado de los últimos cachivaches de los
nobles.
Abandonamos el restaurante del nepman. El haraposo arrebata el pastel. Yeva se da
cuenta de que voy a darle unos kopeks. Le pregunto:
—¿Debo darle una limosna? ¿Usted le daría una limosna?
—Yo no doy nunca limosna a nadie. La piedad está reñida con la revolución. La
piedad está también reñida con el espíritu soviético. La piedad es invención de las clases
explotadoras de todos los tiempos. En la sociedad socialista, a la piedad reemplaza la
justicia. La piedad va siempre unida a la injusticia social. El filántropo y el caritativo lo son
porque saben y tienen conciencia de que deben algo a los pobres y necesitados. Por doctrina
y por táctica, nos repugna la caridad. Este hambriento es un vagabundo, un bohemio, un
ocioso temperamental. Es joven y fuerte. Puede y debe trabajar. Si no lo hace, es un
enfermo económico, y, por desgracia, hay enfermedades incurables y mortales.
Yeva es comunista, pero yo soy burgués. Le doy al vagabundo unos kopeks y
tomamos el tranvía a Smolensky. La komsomolka me dice:
—Precisamente este mendigo es del lumpen-proletariado, palabra con la que Marx
denominó a los jugadores, ebrios, vagabundos, ociosos, bohemios y otros elementos
viciosos que odian por temperamento el orden y el trabajo. De estos mendigos existen
también muchos en Rusia. Son, en general, jóvenes y adolescentes, hijos directos de las
87
guerras civiles y de la primera época de la revolución. Proceden de la desorganización
social, del caos de la familia, de la miseria y de la anarquía de aquellos momentos. Los
niños vivían y crecían en la debacle moral más completa. El resultado es el que está usted
viendo.
—¿Qué hace el Soviet con los diversos mendigos de que usted habla?
—Todos ellos son, como ve usted, orgánicos o lo son por motivos orgánicos, que
para el caso es igual. El Soviet, sin embargo, trata de recogerlos, si son inválidos para el
trabajo, y de darles trabajo, si están en condiciones de trabajar. Pero nada se puede ni con
los unos ni con los otros. El pope, su agente, el noble, el burgués y el vagabundo aborrecen
y huyen el trabajo y el hospicio. El Soviet ha tenido que apelar y sigue apelando a la fuerza,
sin resultado.
—¿Entonces? ¿Quiere usted decir que el problema no tiene remedio?
—El problema lleva su remedio en sus propias entrañas. Como estos mendigos no
lo son por falta de trabajo, sino por gana o actitud individual, subjetiva, íntima, orgánica, el
fin de esta mendicidad no depende de condiciones sociales y económicas objetivas, sino dé
la moral personal y morbosa del mendigo. En este caso, la acción del Estado tiene que ser
lenta, como la acción clínica para las enfermedades microbianas. A un tuberculoso no se le
cura, ciertamente, operándole. El Soviet observa ante la mendicidad dos procedimientos:
atraer al mendigo e incorporarlo al trabajo, y, en caso imposible, exacerbar su miseria para
suprimir el mal por eliminación de la vida del mendigo. De año en año, los mendigos
disminuyen rápidamente. Desaparecida esta generación derivada de la revolución y de las
guerras civiles, no habrá más mendigos en Rusia, porque nuestra economía está de tal modo
estructurada que no es posible el haragán, el pope, el noble ni el burgués. En el mundo
proletario, el trabajo es y ha sido siempre disciplina orgánica. No tiene usted sino que notar
que, aun en la sociedad capitalista, la totalidad de los mendigos son salidos de la
aristocracia y de la burguesía. Raro es el pordiosero de origen proletario.
—Y con los agentes o enviados de los popes, ¿qué hace el Soviet?
—Comprobado el caso, el pope y el pordiosero son castigados severamente.
***

Bajamos del tranvía ante dos grandes puertas, en las que hay agolpada una multitud.
Son las puertas de entrada a Smolensky.
La lluvia sigue cayendo. El mercado es un vasto rectángulo sin ningún mostrador, ni
mesa, ni sillas.
Todo el mundo está de pie. Los objetos en venta están colocados en el suelo o en los
brazos de sus propietarios. La muchedumbre ofrece un aspecto uniforme de suma miseria.
En pocos países he visto gente más pobre y más desarrapada que esta clientela de
Smolenski. Sólo en Yugoeslavia, en Italia, en España y en Polonia. La diferencia está en
que Smolensky no es más que una lacra minúscula, aislada y momentánea dentro de la
holgura económica modesta, pero general, de toda la población, mientras que la desnudez y
el hambre en Polonia, Yugoeslavia, España e Italia constituyen un fenómeno general,
orgánico y entrañado a la contextura misma de la economía de esos países. Smolensky es
una lacra aislada, pasajera y extraña a la vida económica rusa, porque su clientela y el
comercio que en él se hace encarnan solamente la convulsión de agonía de las antiguas
clases ricas y del lumpen-proletariado, al que ha aludido Yeva. La población obrera y
campesina, los sectores sanos y organizados de la sociedad soviética no están en
Smolensky.
88
¿Quiénes son estos desgraciados que venden y compran con gestos y ademanes de
pesadilla? ¿Y qué es lo que venden y compran? Estos hombres y estas mujeres son los
sobrevivientes del naufragio clasista de 1917. Son industriales, terratenientes, nobles y
funcionarios del régimen zarista. Aquella anciana lívida y esquelética, que aún lleva a la
espalda un viejo abrigo de pieles, es una duquesa. Lo que quiere vender ahora es un
pequeño candelabro de cobre, incrustado de lacas azules. ¿Quiénes están ante ella,
regateándole el precio? Son nuevos ricos —nepmans y kulaks— que adquieren estos
objetos para uso personal o, las más de las veces, para colecciones y reventas en e l
extranjero o a turistas extranjeros. Esa otra dama, con aire majestuoso y joven todavía, cuyo
pecho va cubierto de unos encajes amarillos y desgarrados, es una princesa. Vende unos
zapatos blancos de soirée. Una mujer bonita y muy maquillada —¿una prostituta extranjera
acaso?— va a comprar los zapatos. Pero no. He aquí que la princesa, en un imprevisto
movimiento de impudor, se sienta en el suelo, levanta las faldas y se saca los zapatos que
lleva en los pies. ¿Qué sucede? La compradora no quería el calzado de soirée, y la princesa
va a venderle los que lleva puestos. Pero la venta sigue haciéndose difícil. Un diálogo
angustioso se traba entre las dos mujeres. La princesa acaba por llorar… Porque en
Smolensky la tragedia económica y social alcanza trances desgarradores. No es ésta la
venta comercial, tranquila, sino el remate violento y arrancado de las íntimas entrañas
económicas. No es la venta del objeto qué no se necesita, sino la almoneda sangrante de
trozos de la propia carne económica. No es, en suma, una venta de mercaderías, sino la
subasta mortal de la última camisa.
Todas las escenas de Smolensky se desarrollan dentro de una atmósfera dramática de
liquidación, un tanto mecanizada ya y monótona, en medio de su pathos tremebundo.
Pilniak y Nevierov no han hecho, desde luego, sino reproducir en sus obras la realidad
literalmente. Hay aquí quienes se quitan el traje que llevan y lo venden. Otros se sacan los
pantalones ante los clientes, también para venderlos, quedándose con una especie de
calzoncillos largos y anchos. La compra de sombreros, de una cabeza a otra,
particularmente entre mujeres, es frecuente. Un hombre barbado a la clásica manera rusa
—un antiguo fabricante de tejidos— acaba de vender unas botas que llevaba puestas. Luego
se ha envuelto los pies en unos trapos sucios y ha abandonado el mercado.
—Pero —le digo a Yeva— este hombre y muchas otras de las personas que aquí
veo son jóvenes y podrían trabajar. ¿Por qué no lo hacen?
La komsomolka me dice:
—Los antiguos ricos y potentados que quedan en Rusia prefieren sucumbir de
hambre antes que someterse al nuevo régimen y ganarse el pan en el mismo pie de igualdad
que los obreros. Su odio de clase no tiene límites. Es, como usted ve, una locura increíble,
un lento suicidio. El orgullo vesánico del antiguo señorito o señorita, de la antigua
marquesa o marqués, acostumbrados a mandar, a tenerlo todo y a no hacer nada, puede más
que el hambre y la desnudez.
Resulta verdaderamente inaudito, por lo insensato, este grado de rencor, de orgullo
y de pereza, al que puede llegar una clase social derribada por una revolución. El
espectáculo de Smolensky constituye, en el fondo, el síntoma más fehaciente y revelador de
la descomposición moral a que habían llegado las clases dominantes del zarismo. No de
otra manera se explica este fin, absurdo y repugnante, de la burguesía y la nobleza
destronadas. Es una agonía nauseante y retorcida de alcohólico, de epiléptico o de leproso.
¡Poder trabajar y no querer trabajar! ¡Y preferir mendigar y descamisarse en medio de la
vía pública y a los ojos precisamente de la clase enemiga!
89
***

Cuando volvemos de Smolensky nos detenemos ante la iglesia del Salvador. Está
abierta de par en par. Al acercarnos oigo un canto coral religioso, que resuena en el interior
de la iglesia. Le digo a Yeva:
—¿Cómo? ¿Un oficio religioso? ¿Las iglesias siguen entonces abiertas en Rusia?
—Sí. Nunca se han cerrado las iglesias en Rusia, aparte de los años tormentosos y
anárquicos de las guerras civiles.
—¿Y las llamadas persecuciones religiosas?
—No hay en Rusia tales persecuciones. El Estado sólo ha declarado la separación
de la Iglesia, la nacionalización de los bienes religiosos y la libertad de cultos, cosas las
tres, como usted ve, que figuran dentro del programa mínimo del liberalismo burgués. Eso
es todo lo que el Soviet ha hecho en materia religiosa en Rusia. Lo demás ha sido y es obra
directa y libre del pueblo trabajador. Lo demás es el resultado de la campaña ateísta que
lleva a cabo gran parte del proletariado ruso, de modo espontáneo e independiente del
Soviet. Este tolera y respeta la práctica de todos los cultos y, entre las garantías que otorga
a la vida religiosa en general, figura, desde luego, la que se refiere a las actividades ateístas.
El ateo exige del Estado se respete su ateísmo con el mismo derecho con que el pope exige
se respete su culto. La libertad de cultos acarrea a veces más conflictos que los que pudiera
imaginarse, singularmente en sociedades revolucionarias como la Rusia de hoy. Las luchas
religiosas no siempre han gravitado en torno a la voluntad política de un régimen. Muchas
veces ellas se producen como manifestación de crisis profundas del sentimiento religioso de
las masas. Esto último es lo que pasa hoy en Rusia. El Soviet, en este caso, no interviene en
el conflicto sino para garantizar prácticamente la libertad de cada trabajador —deísta o
ateo— y para salvaguardar el orden social. Entremos —añade Yeva, franqueando la puerta
de la iglesia.
Principiando por el atrio, hasta los recónditos altares y sacristías del templo, se
advierten signos de abandono y más aún, trazas de haber sido la iglesia despojada de todos
sus tesoros artísticos y litúrgicos. El aspecto material del templo es el de un lugar arrasado
por un saqueo o por una mudanza no acabada. Ni tapices ni alfombras. Ni escaños ni
reclinatorios. Ni colgaduras ni encajes en los altares. Ni cirios ni flores. Ni efigies ni
cuadros. Las hornacinas aparecen vacías. Apenas tinos cuantos iconos quedan en el ángulo
derecho, a la entrada del templo. Todo ofrece un tinte gris o azul desteñido. Pesa en la
plástica de los muros desiertos y de las talladuras de oro falso una desolación infinita.
Pero la escena que luego se desarrolla ante mis ojos es aún más impresionante, A
unos cuantos pasos de la puerta de entrada hay un pequeño grupo de gente rodeando un
altar improvisado, el único viviente del templo. El altar se reduce a una estrecha plataforma
cubierta de un lienzo blanco. Sobre la plataforma hay un sillón vetusto en el que está
sentado un pope, revestido de una burda casulla desgarrada. El pope sostiene en sus dos
manos una esfera dorada, de la que emerge una cruz diminuta también dorada. Al pie de la
plataforma se ve a otro pope, con una estola roja por toda vestidura ritual. Los dos popes y
los pocos fieles que les rodean cantan a coro una música sagrada, dolorosa, casi
gemebunda.
Los fieles eran en su totalidad viejos, hombres y mujeres. Y eran pobres,
terriblemente pobres. Barbudos ellos, y ellas muy encorvadas; sus vestimentas estaban
rotas, sucias, polvorientas, como tras de una larga y azarosa caminata.
—¿De dónde vienen estos pobres? —le pregunto a Yeva.
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La komsomolka se ha quedado pensativa, oyendo el canto sagrado. Al fin me dice:
—No lo sé. Quizá son campesinos de los alrededores de Moscú. Pero más bien me
parecen mujiks salvajes, traídos por los popes para figurar como fieles en el oficio de hoy.
Los popes se valen de todos los medios para sostener y fortalecer la vida de la Iglesia.
—¿Usted, Yeva, es atea?
—No. Soy indiferente en materia religiosa. Quizá me haga más tarde atea. Me
interesa la propaganda ateísta, pero no me convencen todavía sus apóstoles.
—¿Y si el Soviet se lo obligase?
—Ya le he dicho que el Soviet no interviene en las luchas religiosas. El Soviet no
obliga a nadie a ser ateo ni a ser religioso. La libertad de cultos es en Rusia una realidad
palpable, como lo prueba este servicio religioso que estamos viendo.
De todas maneras, sean campesinos civilizados o mujiks salvajes estos fieles, lo que
hay de cierto es que sus caras de hambrientos, su desnudez, sus miradas llenas de
angustiosa incertidumbre, su canto, todo en ellos está henchido de tragedia. Sus voces y sus
ojos expresan un terror misterioso, vago, aunque real y viviente. ¿De qué tendrán miedo
ahora estos pobres seres, para agruparse y clamar con tanta ansiedad, en torno a los dos
popes, en la iglesia del Salvador, de Moscú? Ellos mismos no lo saben. ¿Temen a Dios?
¿Temen al zar todopoderoso? ¿Temen a los bolcheviques? ¿A la hambruna? ¿A la guerra?
¿Temen a la luz inmarcesible de la revolución mundial? ¿De qué nuevos fantasmas
espeluznantes les habrán llenado la cabeza los popes para catequizarlos? Es difícil saberlo.
Toda la vida, todo el dolor y todos los dramas y conflictos de su ser profundo se agitan
ahora en sus miradas y en sus voces. Y no hay cosa más insondable que el canto y la mirada
de los hombres.

91
XIII. La madre. Matrimonio y unión libre. Los hijos. Fin de la familia
burguesa. Aborto legal. Divorcio. La familia soviética. La familia
socialista

92
EN la Casa del Campesino, una de las compañeras del servicio, Ana Virof, tendrá
unos treinta años. Es madre de tres criaturas y, además, ha trabajado hace poco en la
maternidad de una fábrica de Moscú. Conoce, en consecuencia, a fondo cuanto se relaciona
con la situación de la madre y de la esposa en Rusia. Sus informes, como vamos a ver, son
preciosos a este respecto.
—¿Es usted casada? —le pregunto.
—Sí.
—¿Qué diferencia existe entre una pareja casada y una pareja unida por el amor
libre? ¿Qué ventajas tiene usted sobre las mujeres o madres no casadas?
—Ventajas, ninguna. La pareja casada y la unión libre están en el mismo pie de
igualdad en Rusia. Ante la ley, ante el Estado, ante la sociedad, ambas uniones son
completamente iguales. Económicamente, también. En fin, desde todo punto de vista.
—¿Y en cuanto a los hijos?
—También. Los hijos de matrimonio gozan de los mismos derechos y de la misma
dignidad moral que los hijos de la unión libre. No los distingue ninguna diferencia, ni
respecto de los padres, ni del Estado, ni de la sociedad.
—¿Entonces? ¿A qué el matrimonio? ¿Por qué no existe solamente la unión libre?
—Sólo hay una pequeña diferencia: para la investigación de la paternidad. Aunque
actualmente la moralidad social, dentro del Soviet, ha llegado a un alto grado de pureza,
quedan aún en Rusia muchas taras de la época zarista y de las guerras civiles. Las
relaciones sexuales contienen, con cierta frecuencia, mixtificaciones derivadas de ligerezas
típicas y representativas de la psicología burguesa. Esto acontece, señaladamente, en las
poblaciones urbanas. En el campo, no. El campesino es fundamentalmente monógamo.
—¿Quiere usted decir que en la sociedad soviética la unión libre favorece la
poligamia, el libertinaje sexual?
—Sí. En cierta medida y momentáneamente. La poligamia es fenómeno genuino de
toda sociedad estructurada en clases. «La poligamia —dice Engels— es un producto de la
sociedad burguesa, y ella se realiza hoy en forma de prostitución». A este propósito, el
compañero Riazanov, director del Instituto Marx Engels, ha escrito páginas convincentes.
La familia soviética trata, por el contrario, de eliminar las postreras y recalcitrantes formas
poligámicas del amor prerrevolucionario, para basarse únicamente en una monogamia
rigurosa y austera, al propio tiempo que espontánea y temperamental del hombre nuevo.
Las leyes e instituciones del Soviet, a este respecto, son claras y categóricas. Marx ha dicho
que no hay familia posible ni amor posible sino a base de la unión monogámica. Más
todavía. El grado de pequeñez de un individuo —hombre o mujer— se mide por su mayor
o menor inclinación poligámica. Un polígamo no puede ser nunca un gran hombre.
—Esto no es lo que se cree en el extranjero —le digo a Ana Virof—. Hasta los más
iniciados en cuestiones sociológicas modernas suponen que comunismo ruso quiere decir
destrucción de la familia, poligamia, libertinaje…
—¡Qué original! Esas suposiciones proceden, seguramente, de vulgares
derivaciones del difunto sainsimonismo de los inconstantes. Usted no tiene sino que
observar en torno suyo. Una austeridad ostensible domina en la vida diaria de hombres y
mujeres. Estoy casi segura —porque yo he vivido en Alemania y en Francia— que en
ningún país capitalista la familia y las relaciones sexuales son de mayor moralidad que en
Rusia. No tiene usted más que ver las maneras, las costumbres, los gestos, las miradas y la
vida entera de cuantos le rodean.
En efecto. En la medida en que un viajero puede sondear y estudiar este aspecto de
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la vida rusa de hoy, no es difícil cerciorarse de la profunda diferencia que hay en este punto
entre la sociedad soviética y las sociedades burguesas. No se advierte en ningún momento
en Rusia esa atmósfera de concupiscencia, de obsesión sexual y de vicio que flota como
una onda de fuego sobre todos los sectores y todas las formas sociales del capitalismo.
Dentro de la sociedad burguesa vigila constantemente, con una obstinación enfermiza y
propia de sociedades decadentes, la pesadilla del deseo; disfrazado éste en galantería, en
modos de vestir, en gustos artísticos o literarios, etc., o cínicamente franco y sin caretas. En
el teatro, en la calle, en el baile, en el trabajo, en la iglesia, la pesadilla sexual brilla en ojos
de hombres y mujeres, de jóvenes y viejos, de ricos y pobres.
El cambio es brusco al llegar a Rusia. El aire se purifica. Un conjunto de factores de
la nueva vida cotidiana limitan racionalmente la función social creadora del deseo. No es,
como creen algunos, el clima geográfico lo que determina y caracteriza la vida sexual de un
pueblo, sino el clima social. La prueba está en que, durante el zarismo, la corrupción era en
las ciudades rusas tan grande como en las demás ciudades europeas. La Perspectiva
Nevsky, de Petrograllo, escondía tantos «encantos» como Montmartre, Piccadilly o
Friedrichstrasse. Vino la revolución y, no sin atravesar previamente por crisis agudas y
graves en este terreno, una nueva moralidad social nació.
—La debacle social producida por las guerras de la reacción —me dice Ana
Virof— se reflejó automáticamente en la familia y en las bases sexuales del amor. El
Soviet, abrumado en esos años por esas guerras, no podía atajar debidamente tales estragos
en la vida familiar y sexual. Y hasta hoy quedan, repito, rastros tenaces y clandestinos de
esa crisis, los mismos que suelen evidenciarse a menudo en las uniones libres. El
matrimonio permite, en este punto, evitar, por ejemplo, los problemas de investigación de
la paternidad, emanados, como ya he dicho, de las tendencias poligámicas o de ligerezas
temperamentales del burgués.
—¿Quiere usted decir que la promiscuidad existe aún en Rusia?
—Sí, aunque en muy reducida esfera. Más frecuente es el caso del hombre que vive
sucesivamente con varias mujeres, que el caso del que vive simultáneamente con dos
mujeres.
—¿Por qué, entonces, no prohíbe o condena el Soviet la unión libre, estableciendo,
como única base de la familia, el matrimonio?
—En principio, el matrimonio es antisocialista, antirrevolucionario. El matrimonio,
como la poligamia —aunque esto parezca una contradicción—, es una forma genuina de la
sociedad organizada en clases. El matrimonio es una de las instituciones más reaccio narias
y más salvajes de la historia. El Soviet lo conserva solamente por el momento, con el fin de
controlar en parte ciertas confusiones familiares, como aquella de la paternidad,
contexturales a la moribunda psicología burguesa. Entretanto, la unión libre está haciendo
ya camino hacia su consolidación definitiva y orgánica, como base única de la futura
familia socialista. De este modo, mientras el matrimonio pierde día a día su prestancia en
Rusia, la unión libre gana rápidamente terreno, sobre todo en las nuevas generaciones. El
puente entre ambas instituciones lo constituye el divorcio, que descansa, entre nosotros,
sobre principios y leyes enteramente nuevos en la historia.
—¿Usted ha sido divorciada alguna vez?
—Sí. Hace de ello dos años y medio. Precisamente por eso estoy enterada de estos
menesteres. Dos son las principales diferencias entre el divorcio en las sociedades
capitalistas y el divorcio en el Soviet. Fuera de Rusia, la demanda de divorcio da origen a
un proceso judicial, en el que el marido y la mujer deben, al fin y al cabo y de grado o por
94
fuerza, convenir en el pronunciamiento del divorcio. Este no es posible sin un debate
judicial y sin la venia, espontánea o forzada por la ley, de los cónyuges. En Rusia no es
necesario ningún proceso ni ningún acuerdo paritario. Basta que solicite el divorcio uno de
los cónyuges —¡uno solo de ellos!— para que sea decretado al instante. Cuando yo me
divorcié, todo lo que hice para obtener la separación de mi marido se redujo a lo siguiente:
me presenté sola ante una ventanilla del registro de estado civil, presenté mi cédula
matrimonial y dije al funcionario que yo me quería divorciar. El funcionario me hizo firmar
en el acto la declaración correspondiente en un libro y se me extendió una papeleta, en la
que constaba mi divorcio. Agradecí y salí. Eso fue todo…
—¿Y su marido?
—Fue notificado del divorcio por un aviso escrito del registro.
—¿Y qué dijo?
—Nada. Dolerse sentimentalmente.
—¿Por qué se divorció usted?
—Toca usted justamente la segunda diferencia con el divorcio burgués. Advierto a
usted que, al pedir el divorcio, ningún cónyuge está obligado a explicar la causa por la cual
se divorcia. El solo hecho de solicitarlo basta para otorgarlo ipso facto. ¿Por qué no exige la
ley soviética ninguna exposición de motivos para el divorcio? La ley reconoce así,
tácitamente, que el fundamento central del matrimonio es y debe ser la libre voluntad de
cada cónyuge, voluntad que encarna, dentro de la mecánica sentimental del matrimonio
soviético, el amor de los casados. Consecuentemente, el marido o la mujer que solicita el
divorcio está probando con su demanda que ya no quiere seguir unido a su cónyuge, es
decir, que ya no le ama. Esto le basta al Estado, ya que éste no tiene ningún interés en
defender y proteger un matrimonio cuyo fundamento esencial —el libre consentimiento de
ambos cónyuges— se ha derrumbado. En los países capitalistas, ¿sucede lo propio? Lejos
de eso. Allá figuran en el Código, como causas de divorcio, toda suerte de argumentos y
pretextos: malos tratos, delitos, enfermedades, etc., pero no figura lo que, racionalmente,
debería figurar en primer término: la libre voluntad del cónyuge, que a veces puede
responder, dentro de la psicología matrimonial burguesa, al hecho de haber cesado el
hombre o la mujer de amar a su compañero. Así se explica cómo la casi totalidad de los
matrimonios burgueses continúan funcionando a la fuerza. Así se explica cómo la familia
se convierte en un infierno, salpicado de tragedias, de vicios, de falsedades, de suicidios y
todos los infortunios…
—En suma, ¿cuáles son las causas de divorcio en el Soviet?
—Todas están contenidas en una sola: la libre voluntad de los cónyuges o de uno
solo de ellos. Esta es la segunda distinción entre el divorcio burgués y el soviético. Me
parece que ella constituye un paso extraordinario y una liberación incalculable del
matrimonio.
—¿Y usted?…
—Yo me divorcié precisamente porque ya no quería a mi marido. Simplemente por
eso…
—Pero semejante divorcio ofrece, en mi opinión, graves peligros…
—El Soviet no lo ignora —me dice Ana Virof—. Al comienzo, los abusos fueron
muchos. Poco a poco, y debido al control de la ley, al influjo del nuevo género de vida
soviética y al control moral del partido comunista, los abusos son menos. El número de
divorcios se reduce día a día. Una reciente estadística demuestra una disminución
progresiva de año en año. Actualmente, según diagramas publicados hace poco por La
95
Isveztia, hay más divorcios en Francia que en Rusia. Esto prueba, como usted ve, el
creciente afianzamiento moral de la familia soviética. Esto prueba, asimismo, que las
nuevas disciplinas sentimentales rusas van consolidándose a paso firme, y que ellas
devienen más y más espontáneas y temperamentales.
—¿Y en cuanto al régimen familiar?
—Contrariamente a lo que se propala en el extranjero, la familia existe en Rusia.
Usted debe haberlo ya comprobado.
—No muy bien, compañera. Esto de la familia dentro del Soviet, como muchos
otros aspectos sociales rusos, se me presenta un tanto vago y confuso.
—Pues bien —afirma Ana Virof—. La familia del tipo burgués clásico domina en
una mínima parte la población rusa. Este tipo de familia tiende a desaparecer, por ser
contrario a la nueva estructura social. Junto a él está naciendo el tipo de la familia
socialista, cuyas bases y primeros esbozos apenas se anuncian vagamente. La familia
socialista es una institución que vendrá, pero que anda muy lejos aún del régimen ruso
actual. Sus gérmenes —indecisos y fugitivos— que más se presienten que se ven, duermen
o, más exactamente, están incubándose en la familia soviética, forma ésta intermediaria y
de transición entre la vieja y derogada familia burguesa y la futura familia socialista. Este
tipo de familia soviética se caracteriza por tres tendencias. La primera consiste en la
disolución y debacle de los valores tradicionales de la familia burguesa. Esto quiere decir
que en la familia soviética obran cada vez menos las normas de conducta del padre, de la
madre y del hijo burgués. Las relaciones sentimentales y jurídicas de la familia capitalista
se relajan y desaparecen rápidamente. Es la bancarrota y la muerte inminente del hogar
antiguo. Signos de esta quiebra son la igualdad absoluta —en todos los terrenos— del
marido y la mujer, el fin de la patria potestad y la intervención del Estado en los más
íntimos y minuciosos repliegues de la vida familiar. Esta ha cesado de ser un pequeño
Estado dentro del Estado, para convertirse en una célula abierta y entrañada, por todos sus
respectos, al gran organismo colectivo. La familia ha sido vaciada. Sus entrañas se han
volteado, asumiendo una nueva posición respecto del resto de la sociedad. Muchas de ellas
han ardido, sin dejar ni cenizas, en el crisol de la revolución. Otras quedan aún. ¿Qué
devendrán después?…
»La segunda característica de la familia soviética consiste en haber trasladado el eje
de ésta de la casa a la fábrica. Las relaciones familiares han saltado los muros, alcanzando a
los individuos de toda una clase social: la proletaria. El hogar, en Rusia, ya no lo integran
los padres y los hijos, sino todos los trabajadores. Es un solo hogar, formado de millones de
padres y millones de hijos. Es el hogar de los hogares. Su mecánica sentimental se ha
multiplicado, liberado y amplificado. Pero la nueva familia rusa no solamente ha dilatado y
purificado sus valores sentimentales. Ella les ha dado a éstos una base nueva en la historia:
el trabajo. ¡El amor inspirado y fundado en el trabajo! ¡El parentesco del trabajo! De aquí
que la fábrica se ha convertido en la fuente matriz de todas las relaciones, sentimientos,
intereses e ideas de cada individúo. De ella parte toda inspiración vital, toda fe y toda
esperanza humana, y a ella convergen todos los esfuerzos, sentimientos y pasiones. En ella
está el principio y el fin de la existencia. En ella está la vida. Hombres y mujeres no piensan
sino en la fábrica. El resto de la existencia ha sido relegado a segundo plano. El instinto del
trabajo ha dominado a los instintos de marido, de padre, de esposa y de hijo. Gladkov ha
dicho: “La nostalgia de las máquinas es más fuerte que la nostalgia del amor”. Sólo queda
de la familia antigua el instinto de hermano, pero de hermanos en la producción. Es ésta la
gran fraternidad del trabajo.
96
»La tercera característica de la familia soviética reside en los gérmenes socialistas
que en ella se están incubando lenta y trabajosamente. ¿Cuáles son esos gérmenes? Es
difícil precisarlo, pues ellos son aún tan difusos que no se está seguro de cómo serán sus
formas posteriores y definitivas. Sin embargo, dos señales se pueden ya constatar al
respecto: la desindividualización de los instintos y sentimientos de familia y la afirmación
racional y progresiva de los mismos. El sentimiento paternal o filial es menos egoísta y
exclusivo. Se ha socializado. Un padre es más padre de todos los hijos que del suyo propio
únicamente. Un hijo es más hijo de todos los padres que del suyo propio únicamente. De
otra parte, el sentimiento paternal y filial se han modificado no sólo en extensión, sino
también en su esencia. El padre ha bajado al nivel del hijo, haciendo de él más un hermano
que un hijo. Este, a su vez, ha subido al nivel del padre, haciendo de él más un hermano que
un padre. El árbol genealógico ya no es una pirámide jerárquica. Es más bien un gran
círculo absolutamente horizontal, integrado por todos los miembros de la sociedad.
Tratándose del sentimiento conyugal, la abolición de la propiedad privada ha nivelado de
golpe al marido y la mujer, liberándolos a uno de otro y convirtiendo el antiguo vínculo de
posesión y consumo recíprocos, en libre y fraternal compañerismo. Por último, dentro de la
familia soviética, no sólo no se han destruido los instintos y sentimientos de familia, sino
que están afirmándose y purificándose en lo que ellos tienen de fundamental y
consustancial con la naturaleza humana. Este proceso de afirmación se lleva a cabo
encauzando esos instintos por derroteros más racionales y colectivos que antes. No es que
en Rusia el padre no ame a su hijo como se supone tendenciosamente en el extranjero, sino
que sigue amándole, pero con un amor más racional, más justo, más generoso, más libre,
más humano y más universal. No es tampoco que la mujer ya no quiera a su marido. Este
cariño existe. Sólo ha cambiado de forma, y más aún, de esencia. Los miembros de la
familia se aman al aire libre, engranando sus sentimientos familiares de un modo nuevo
—menos individual y más social— con el complejo colectivo en que viven y del cual
dependen. Padres e hijos comprenden que ellos pertenecen más a la colectividad que a la
familia. De ahí la conexión o puente entre este último signo socialista naciente y el paso de
la familia soviética por el eje fraternal de la fábrica, fundiéndose con ésta, centro
indiscutible del nuevo orden colectivo ruso.
Ana Virof conoce, según se ve, ampliamente cuanto se relaciona con la familia rusa.
No es raro encontrar en Moscú obreros y obreras de abundante cultura sociológica, en
razón de la gran propaganda y difusión que en este terreno realizan los centros académicos
revolucionarios rusos. Unas últimas preguntas le hago a Ana Virof.
—Usted es madre y podría informarme algo sobre la maternidad en Rusia.
—Dos cosas hay, según creo, de absolutamente nuevo en este punto entre nosotros:
el aborto y el régimen del embarazo normal. Hay dos clases de aborto en Rusia: el aborto
clandestino y el aborto legal. El primero es el que practican las madres arbitrariamente,
movidas por motivos e intereses caprichosos y egoístas, por evitarse dolores y cuidados,
por no deformarse (!) el talle o por cualquier otra causa inconfesable y oculta. En este caso,
el aborto es un crimen, como en todos los demás países, y la ley lo persigue y castiga
severamente. El aborto legal es el que se hace por el ministerio de la ley y a causa de
enfermedad orgánica y grave de uno de los padres o por accidente sobrevenido durante el
embarazo a la madre. Este aborto lo ordena el médico y es obligatorio para los padres. De
no llevarlo a cabo, la infracción acarrea delito y sanciones igualmente severas. Este aborto
legal y obligatorio es totalmente nuevo en el mundo. Después de Rusia, es Alemania la que
va a establecerlo.
97
—¿Y en lo que toca al régimen del embarazo normal?
—Quiero referirme con esto al control riguroso del Estado respecto de la madre.
Durante las seis semanas de reposo que preceden al nacimiento y en las seis semanas que le
siguen, la madre es vigilada minuciosa y diariamente por el Estado. Un personal especial
visita sin aviso previo a la madre en su domicilio o la vigila afuera. El médico va a verla
cuantas veces él lo cree necesario. Un régimen especial para cada caso es impuesto a cada
madre, y el incumplimiento de este régimen es castigado por la ley. Además, como la
madre recibe, durante esos dos lapsos, su salario completo, el Estado la vigila a fin de que
ese dinero sea invertido en el estricto cumplimiento del régimen impuesto, el cual está
destinado a proteger y estimular la salud y la vida de la madre y del niño…
—Pero un tal control supone un personal de Estado innumerable y gastos
imposibles…
—En efecto. En este servicio hay un personal inmenso y los gastos del Estado son,
asimismo, incalculables. Pero ni una ni otra cosa son imposibles. Desengáñese usted. La
riqueza social es infinita, inagotable. De ella se puede sacar dinero para todo. Prueba de ello
es que el Soviet sostiene y paga personales innumerables para los diferentes y múltiples
servicios públicos. La diferencia es la siguiente: en los países capitalistas, toda la riqueza
social va a manos de unos cuantos patronos, y el Estado es casi siempre un mendigo que no
tiene con qué pagar ni siquiera a los maestros de escuela, mientras que en Rusia toda la
riqueza social está en manos del Estado, el cual dispone así de ingentes recursos para servir
a los intereses sagrados y vitales de la colectividad, como es el de la maternidad, por
ejemplo. Así es como, mientras las madres y los niños proletarios están abandonados en los
países burgueses a su propia suerte, en Rusia merecen, por el contrarío, todos los cuidados
y la protección del Estado. ¿Ha estado usted ya en las maternidades de las fábricas?
—Sí. Pero en este campo, como en otros muchos, el observador no puede enfocar
sino un momento —el presente— de un fenómeno social. Ver una cosa no basta para
abarcarla en toda su función social. Lo que a mí me interesa no es tanto una realidad, sino
el proceso de esta realidad. Y el proceso no es accesible más que asistiendo al devenir de
las cosas, a la vida de las cosas. El presente, desde este punto de vista, es una cosa muerta.
Por eso los informes de usted —que vive y ha vivido lo que ahora me expone— vienen a
completar mis datos y observaciones del momento en este punto. En efecto, no he visto
nunca en Rusia espectáculos lastimosos de madres y criaturas viviendo una vida de
abandono y atentatoria a la salud de las futuras generaciones. Estos espectáculos, tan
frecuentes entre los obreros y campesinos de otros países, son aquí reemplazados por una
infancia robusta, alegre y llena de salud espiritual. Esta es la impresión que se tiene en la
calle, en las maternidades, en las escuelas, en los asilos y en los parques infantiles.

98
XIV. El cinema. Rusia inaugura una nueva era en la pantalla

99
VLADIMIRO Maiakovsky me ha llevado a la générale de La línea general, de
Eisenstein[16]. Después de una explicación contradictoria, es decir, debatida, de Sneiderov,
operador de la película, la iniciación de ésta sobre la pantalla es recibida por el público
—de críticos, artistas y escritores— con una interminable ovación. ¿Ovación clasista al
carácter propagandista de la película? ¿Ovación admirativa a Eisenstein? En muy pequeña
medida, ovación al gran artista, y casi por entero ovación a la propaganda [17]. Es entendido
que el plano dominante en Rusia lo constituye hoy el político-económico revolucionario.
No significa esto —como lo imaginan los celosos profesores y estetas burgueses— que el
Soviet crea superiores la economía y la política e inferior el arte. La ordenación marxista de
los fenómenos sociales en infraestructuras y superestructuras —economía, política,
derecho, moral, religión, filosofía, arte—, no supone ninguna jerarquía entre ellos. Cuando
Marx afirma que la base de la sociedad humana es la economía, no pretende que ésta sea
superior a la política, al derecho o al arte. Lo que hace únicamente es constatar un hecho,
una realidad. Es como cuando se constata que a la base del cuerpo se hallan los pies; con
esto no se pretende afirmar que los pies son superiores o inferiores a la cabeza, al tronco o a
los brazos.
¿Es que no goza el plano económico-político en otros países de la misma prestancia
social que en Rusia? Sí. La economía y la política, en todos los países, tienen prestancia
idéntica que en Rusia y la han tenido en toda la historia. La diferencia consiste en que en
Rusia las actividades económicas y políticas son dominio de todos y al servicio de todos,
mientras que en los países capitalistas o feudales la economía y la política son manejadas y
dirigidas por unos cuantos y al servicio de unos cuantos. Aquí es la masa la que produce la
riqueza en que se apoyan y se desenvuelven todos los fenómenos sociales, pero sólo unos
pocos —los patronos o señores— se ocupan de orientar esos fenómenos en provecho y
bienestar de esos pocos. Así, pues, aparentemente, para la mayoría y a los ojos de ésta, se
diría que la economía y la política carecen de prestancia social, desde el momento en que
ellas no dependen más que del brujuleo y maniobras de una pequeña capilla de vedettes.
¿Quién se ocupa en Francia de estudiar, encauzar y perfeccionar con su concurso individual
los métodos de transporte? ¿Un transeúnte cualquiera, hombre o mujer? Evidentemente, no.
Se ocupa de ello sólo el fabricante de motores, de ruedas o neumáticos, o el empresario de
tranvías, o el fabricante de acero, o el concesionario de ferrocarriles. El simple transeúnte
cree que eso no le concierne. (En efecto, no le concierne sino a la hora de pagar su billete
de tren o el flete de sus bagajes, o a la hora de esperar inútilmente un tranvía problemático).
¿Y quién se ocupa en Inglaterra de mejorar y humanizar el régimen penal? ¿Un transeúnte
cualquiera? No. Se ocupa de ello sólo el diputado, el ministro, el lord, el magistrado o el
profesor de Cambridge o de Oxford. Esto no concierne al simple transeúnte sino a la hora
de entrar en prisión por haber dicho más verdades al equívoco Príncipe de Gales, o por
haber condenado públicamente la guerra de las patrias burguesas. Y por este camino, todos
los transeúntes del mundo capitalista —que son masa— han llegado a la conclusión de que
la economía y la política no pasan de ocupaciones de iniciados, remotas, borrosas, de las
que la multitud puede prescindir sin dificultad. En suma, los fenómenos políticos y
económicos burgueses consienten y exigen la intervención popular sólo para hacerla sufrir
sus consecuencias y para echar sobre los hombros de las masas el aparato de la producción,
base de esos fenómenos, pero de ningún modo para encauzar y dirigir a éstos. Los
profesores y estetas burgueses defienden, consciente o inconscientemente, esta misma
realidad.
En Rusia, la política y la economía se hacen a la luz pública, al aire libre. Dependen
100
de la gestión directa y efectiva de todos. Se han democratizado. Son los problemas de todos
y que son resueltos por todos, puesto que sus soluciones y transformaciones redundan en
daño o en provecho de todos. La gestión soviética de la cosa pública —por su ancha base
electiva, su derecho de revocación y la unión en las manos de las masas de los poderes
legislativo y ejecutivo— contiene la entraña democrática más directa y genuina que forma
alguna de gobierno haya disfrutado y practicado en la historia. Apenas las repúblicas
griegas se le asemejan, aunque tan sólo por respectos formales y externos, mas no por su
contenido de masas, realmente democrático y creador. De aquí que la economía y la
política tengan en Rusia una prestancia visible y fulminante ante el pueblo,
***

Como en El acorazado Potemkin, Eisenstein realiza en La línea general una


revolución de los medios, de la técnica y de los fines del cinema. La que trae Eisenstein es
una estética del trabajo (no una estética económica, que es una noción disparatada y
absurda). El trabajo se erige así en sustancia primera, génesis y destino sentimental del arte.
Los elementos temáticos, la escala de imágenes, el decoupage, la cesura de la composición,
todo en la obra de Eisenstein parte de la emoción del trabajo y concurre a ella. Todo en
aquélla gira en torno al novísimo mito de la producción: la masa, la clase social, la
conciencia proletaria, la lucha de clases, la revolución, la injusticia, el hambre, la naturaleza
con sus materias primas, la historia con su dialéctica materialista e implacable. ¿Qué vemos
y sentimos en el fondo de estas formas del proceso social? El trabajo, el gran recreados del
mundo, el esfuerzo de los esfuerzos, el acto de los actos. No es la masa lo más importante,
sino el movimiento de la masa, el acto de la masa, como no es la materia la matriz de la
vida, sino el movimiento de la materia (desde Heráclito a Marx). Eisenstein, que va a llevar
en estos días a la pantalla la teoría del materialismo histórico, se ha ceñido en La línea
general y en El acorazado Potemkin al leit-motiv del trabajo, movilizando, para realizarlo,
el aparato social entero: el Estado —reaccionario y revolucionario—, el ejército, el clero, la
burocracia, la marina, la burguesía, la nobleza, el proletariado, la fábrica, el agro, la ciudad,
el tractor, el aeroplano, la riqueza, la miseria. Porque estos diversos factores sociales no son
más que creación del trabajo. Sin él, la sociedad humana es imposible. El trabajo es el
padre de la vida, el centro del arte. Las demás formas de la actividad social no son más que
expresiones específicas y diversificadas del acto primero de la producción económica: el
trabajo.
Este leit-motiv central lo trata Eisenstein en varios tramos cinemáticos.
El primer tramo cinemático en Eisenstein es el mecanismo social del trabajo, su
modo de realización humana: cómo se hace y cómo debería hacerse el trabajo por los
miembros de una colectividad. ¿El trabajo es cosa de un solo hombre, o de muchos, o de
todos los hombres? Áspero y, a la vez, llano enunciado éste que Eisenstein plantea y
resuelve dialécticamente en su cinema. El trabajo fue individual en la era presocial de los
hombres, pero él empezó luego a ser social el día en que nació la colectividad humana. Es
más: es el día en que por primera vez se unieron dos hombres para trabajar, que nació el
primer germen de la sociedad. El trabajo es el padre de la sociedad humana. El trabajo es en
el hombre un fenómeno esencialmente colectivo, un acto de multitud. Todos deben trabajar.
Pero ¿cuáles son, de hecho, las modalidades sociales de la actual producción económica?
Eisenstein llega entonces al drama social del trabajo, originado por la maldad de unos
cuantos hombres para quienes el esfuerzo de la producción debe ser desplegado únicamente
por ciertas capas sociales, mientras que otras tienen una especie de derecho a no hacer
101
nada, y para quienes, de otro lado, la riqueza creada por el trabajo debe seguir en su
distribución, un método inverso al de su producción: los que la producen toman apenas un
5 por 100 de ella, mientras que los que no la producen tornen el 95 por 100. La lucha entre
unos y otros es la lucha de clases en todas las zonas diarias de la convivencia: en el hogar,
en la calle, en el templo, en el campo, en el taller, en el navío, en el cuartel, en la oficina, en
el banco. Es la explotación del hombre por el hombre. Las formas más violentas de este
drama social del trabajo son la hambruna de los trabajadores, el lujo de los parásitos, la
protesta de las masas, la masacre de éstas por sus explotadores, la insurrección y la toma
del poder por los productores y la reacción consiguiente de aquéllos.
En fin, la socialización integral y justa del trabajo —en la producción de la riqueza
y en su distribución— constituye el segundo aspecto cinemático en Eisenstein. Esta es la
edificación socialista por el proletariado, la colectivización infinita de la vida por los
trabajadores. El socialismo. Aquí llega Eisenstein a la glorificación del trabajo, no ya del
trabajo como mito asentado en el origen de la sociedad humana —punto de partida del
desarrollo total del arte eisensteiniano—, sino como mito asentado en el futuro. Es ésta la
fiesta de esperanza, de fe, de esfuerzo, de buena voluntad, de justicia práctica y de amor
universal.
Como se ve, los dos momentos cinemáticos en Eisenstein no son más que formas y
modos de determinarse dialécticamente del leit-motiv que es el trabajo, base de toda obra
de arte, como lo es del aparato social de la historia. Este leit-motiv abraza y llena
tácitamente —por omnipresencia— el desarrollo entero de la obra de Eisenstein.
¡Las imágenes del trabajo! El artista ha estado casi siempre certero en la Selección,
composición y decoupage de las imágenes. Aquí, más aún que en la contexturación del
leit-motiv, la creación cinemática es más nueva e inédita en la historia de la pantalla. Por
primera vez en el cinema se sorprende, se compone y se decoupe con un asombroso efecto
cinedialéctico —para emplear un epíteto del propio Eisenstein—, las fuerzas e instrumentos
elementales de la producción económica, el aparato del Estado, los imponderables de la
técnica industrial, las formas de la riqueza social, los avatares de la materia prima, el
materialismo dialéctico de la historia, el movimiento y el reposo de la vida. Hay en El
acorazado Potemkin y en La línea general prodigios en este punto. Por ejemplo: un friso de
tractores, vistos desde un avión, enroscándose como una serpiente sobre el predio del
kolskos; una sierra de carpintería cortando como un arco de violín un tronco de pino
nórdico o pasando por la entraña de una viga con el vaivén isócrono de una lanzadera; la
telaraña de acero en una sección de kombinat, en la que los grupos de obreros están
situados y distribuidos como los ganglios de un gran simpático de pesadilla: un desfile de
turbinas de ocho en fondo, enfocado de frente y con altura, en las gigantescas instalaciones
eléctricas de Nieper; un juego de bielas simultáneas, tornado a quemarropa en la baja
maquinaria de un navío; la mano que ordeña y la máquina de ordeñar, saliendo ésta de
aquélla con el salto marxista de la historia; el toro en celo, en el momento de arrancar como
una flecha sobre la hembra distante, que le espera; un escuadrón apuntando sobre la masa;
los billetes de banco cayendo sucesivamente de las manos de los pobres en la mesa del
kulak; el proceso de transformación de la leche en queso, mantequilla y demás productos
derivados; la marea de un trigal, levantada por la brisa (placa negativa), y dorada —todo el
cromo del oro— por el sol y las nubes (placa positiva).
Las fuerzas humanas del trabajo hallan aquí expresiones e imágenes insólitas. Es
ésta una ganga psicológica desconocida para el subjetivismo capitalista del cinema.
Estamos aquí ante una psicología nueva. La psiquis que nos revela Eisenstein no es una
102
psiquis individualista e introspectiva, sino socialista, cordial y objetiva. Ella está en función
de los trances colectivos de la vida. Verbigracia: la plástica de un grito de rebeldía en boca
de un marino; la mueca de dolor de un obrero herido por la ametralladora del capitalismo;
diez mil pares de manos militantes del proletariado aplaudiendo a un agitador; el
hormigueo de la masa retrocediendo horrorizada ante los obuses de los patronos; la curva
de un pecho revolucionario cobrando su mayor convexidad ante el pelotón que va a tirar
sobre él; los hinchados y grasosos párpados del patrono que duerme a pierna suelta; una
multitud en un mitin de protesta; una mosca negra y gorda pastando en el sudor de las
adiposas mejillas de un nepman embrutecido e inmovilizado por una exuberante digestión;
una procesión de iconos con decorado ad hoc: el gesto seco y óseo de un capitán de buque
al dar la orden de fusilar a la hambrienta marinería; la risa luminosa y eufórica del mujik y
liberado por los bolcheviques…[18].
Una breve distinción a hacer entre El acorazado Potemkin y La línea general: la
primera película contiene el momento criticista del proceso de la producción; la segunda
contiene, sobre todo, el momento constructivo de este proceso. La primera es más
psicológica; la segunda es más sociológica. Aquélla es más dolorosa y episódica; ésta es
más indolora y permanente. Aquélla expone los hechos de la historia como son; ésta los
expone como deberían ser. Ambas, por eso, se completan en la explicación cinemática del
proceso social, como anverso y reverso de una misma medalla.
—¡Qué lejos andamos aquí de Hollywood y todo su dressing room de decadencia y
pacotilla![19].

103
XV. Las grandes dificultades. De la revolución política a la revolución
económica. La voz del «mujik»

104
HE asistido a una conferencia contradictoria —un debate— sobre capitalismo y
socialismo, en el múltiple [20]: obreros de fábrica y de campo, campesinos pobres, kulaks,
ingenieros, funcionarios, nepmans, soldados, artistas, miembros del partido comunista,
obreros sin partido, mujeres, hombres de ciencia, industriales extranjeros: todos los matices
de la sociedad soviética. El conferenciante es un delegado del partido comunista yanqui
ante la Komintern. Una versión francesa del debate, obtenida a medida que éste se
desenvuelve, me permite sorprender los más auténticos y salientes trances de la discusión.
El conferenciante empieza afirmando la continuidad histórica del fenómeno
económico a través de la revolución rusa. «La máquina —dice— tiene, evidentemente, sus
saltos marxistas, es decir, sus revoluciones; pero éstas no se realizan forzosamente al
mismo tiempo que las revoluciones políticas o saltos del aparato de Estado. A veces o casi
siempre las revoluciones del fenómeno económico —máquina, técnica, etcétera— tienen
lugar bajo un ritmo meramente evolutivo del fenómeno político de un país. El mecánico
Fulton inventó la navegación a vapor en pleno remanso político de los Estados Unidos.
Taylor introdujo su famoso sistema de trabajo, en horas tranquilas e imperturbables del
Estado capitalista yanqui. Del mismo modo, la proclamación de la Comuna de París no
vino acompañada de ninguna transformación radical ni violenta del proceso de la
producción. Así también, la revolución bolchevique de 1917 no trastornó, no hizo saltar el
ritmo económico ruso…».
—¿Eso quiere decir —pregunta un comunista ruso— que la revolución rusa no ha
sido sino una revolución política, pero no una revolución económica? La tesis del
compañero que nos habla es peligrosa, pues se presta a muy contradictorias consecuencias.
De esa tesis podrían servirse los profesores burgueses para sostener —como ya lo han
sostenido los enemigos rusos y extranjeros del proletariado que, en efecto, la revolución de
1917 no significa más que un simple cambio de gobernantes, y que ella ha dejado en el
estado de antes la estructura económica de Rusia. Es decir, que aquí hay siempre pobres y
ricos, explotados y explotadores, siervos y señores, patronos y obreros, y que al zar blanco
Nicolás II ha sucedido el zar rojo, Stalin. Otto Bauer, el socialista alemán, es de los
primeros en afirmar el carácter exclusivamente político de nuestra revolución y en negarle
todo carácter económico. Así, pues, yo quiero que el compañero que nos habla explique
bien su tesis, que la aclare, a fin de evitar confusiones y errores…
—No, compañero —dice el yanqui—. Lo que yo sostengo no se relaciona en nada
con lo que dicen nuestros enemigos los capitalistas. Lo que yo afirmo es la independencia
de tiempos con que se realizan las revoluciones política y económica. Yo anoto entre ellas
una independencia únicamente de tiempos. Quiero decir con esto que la revolución
económica no siempre —y más aún— que casi nunca se efectúa en el mismo momento que
la revolución política, y viceversa. Creo que los ejemplos que he mencionado de Fulton, de
Taylor, de la Comuna de París y de la revolución rusa de 1917 son bastante aclaratorios.
Pero con esto estoy lejos de negar la dependencia de causa a efecto que hay siempre entre
los saltos político y económico. Una revolución económica trae siempre en sus entrañas los
gérmenes de una revolución política y al revés. El primer buque a vapor construido por
Fulton determinó en mucho, seguramente, a través de muchos años, el establecimiento de la
forma republicana de gobierno en Alemania o la dictadura fascista en Italia, o la
instauración monárquica en Egipto. Así también, la Comuna de París ha determinado en
gran parte el movimiento del capitalismo organizado o superimperialismo, o el fenómeno
de la racionalización capitalista. La revolución política rusa nos aporta, asimismo, inmensas
y maravillosas revoluciones económicas, las mismas que se han realizado después del salto
105
del aparato de Estado; muchas sólo ahora empiezan a realizarse y otras ni siquiera han
empezado.
«Estas dilucidaciones, compañeros, tienen gran importancia desde muchos puntos
de vista, y particularmente para los ojos del extranjero, que sin ellas no se explica ni
comprende nuestra revolución»…
Un ingeniero le interrumpe:
—De lo que acaba de manifestar el compañero conferenciante se deduce que, en
principio y en la práctica, la vida económica se desarrolla y tiene sus revoluciones aun bajo
los Estados conservadores. Es decir, que para revolucionar la estructura económica de un
país no es siempre menester derribar el aparato de Estado vigente. De donde resulta que
para llevar a cabo la transformación radical de la economía rusa no era forzoso derribar el
zarismo y reemplazarlo por el Soviet…
El conferenciante responde:
—Tampoco son así las cosas, compañero. Vuelvo a decir que las revoluciones
económicas engendran las revoluciones políticas, y a la inversa. Por consiguiente, la toma
del poder por los bolcheviques y la transformación del aparato de Estado zarista en el
Estado proletario, contienen el punto de partida de la transformación del aparato económico
ruso, transformación que se está efectuando a diversas distancias, según las ramas
industriales, de la revolución política de 1917. Compañeros: la colectivización de la
agricultura rusa, la implantación del nuevo calendario, la electrificación del país, la
producción de maquinaria e instrumentos de trabajo y otras obras realmente revolucionarias
de la economía rusa, no habrían podido llevarse a cabo nunca sin la destrucción del Estado
zarista y su reemplazo por el Estado soviético. ¿Es esto cierto o no es cierto, compañeros?
La sala asiente casi unánimemente y el orador continúa:
—¿Qué deducciones pueden sacarse de estos hechos? Muchas y muy importantes.
Primeramente, que durante varios años después de la toma del poder en 1917, la economía
rusa, en su esencia, ha seguido un curso normal y sin mayores diferencias de lo que ella era
la víspera de la caída del zar. Según he dicho al comienzo, la toma del poder por el Soviet
no podía llevar consigo la transformación automática y simultánea de la economía. Pero es
más todavía: digo mal al decir que la vida económica siguió su curso normal. Este fue
normal en el sentido de que no se produjo en él ninguna revolución. Pero en lo demás no
fue normal. Sufrió un retroceso, motivado por las guerras civiles y por la propia destrucción
del Estado zarista.
»Así es como, al cesar esas guerras y al quedar definitivamente contexturado el
aparato soviético de Estado, el fenómeno económico había sufrido un gran retraso. En vez
de haber dado un salto hacia adelante, había dado un salto hacia atrás. ¿Esto era todo? No.
Un segundo retraso sobrevenía luego a causa de las dificultades de adaptación de la nueva
organización política a las viejas formas sociales del país. Este segundo retraso pudo
subsanarse poco a poco con la Nep, que permitía un puente entre la revolución y el pasado.
»He aquí, compañeros, la primera razón por la cual el Soviet no ha avanzado más en
su acción económica, revolucionaria y constructiva. En el extranjero se preguntan: “¿Cómo
es posible que en Rusia la vida económica conserve todavía formas tan viejas y estancadas
como las de cualquier país capitalista? ¿Cómo es posible que Rusia sufra aún de deficiencia
de productos industriales? ¿Cómo es posible que haya aún en Rusia concesiones
industriales extranjeras? ¿Qué ha hecho entonces la revolución? ¿Qué diferencia hay
entonces entre Estado proletario y socialista y Estado capitalista?”.
»A estas preguntas hay que responder así: Primero. La revolución política, la
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transformación de un Estado no siempre lleva consigo la revolución económica automática.
Segundo. Las guerras civiles de una revolución retrasan el proceso económico. Tercero.
Las dificultades de adaptación de un nuevo Estado a las antiguas formas sociales, ejercen
sobre la vida económica un segundo retraso. Total: el Soviet ha tropezado y aún tropieza
con estos tres fenómenos inevitables y consustanciales de la revolución para revolucionar
precisamente y luego consolidar, en forma constructiva, los módulos económicos del
país[21]».
Un profesor interroga:
—Noto, a través de toda la exposición del conferenciante, una fisura de grave
trascendencia. El compañero no es preciso. Dice: «La revolución política no siempre o casi
nunca lleva consigo la revolución económica automática simultánea». Francamente, yo
querría que el compañero sea más concreto o que nos explique esta frase, un poco ambigua
e inconsistente.
—Pues bien —dice el yanqui—. Seré más preciso y diré categóricamente que la
revolución política no lleva siempre consigo la revolución económica automática. Suprimo
así lo de o casi nunca y lo de simultánea…
—Cítanos, compañero —replica el profesor—, un caso histórico en que la
revolución política lleve consigo la revolución económica automática.
—La revolución francesa de 1789, que a los veinte días de la toma de la Bastilla
suprimió, el 4 de agosto, los privilegios feudales…
—La revolución rusa de 1917 también, el mismo día de la toma del Palacio de
Invierno, suprimió los latifundios, entregando toda la tierra a los que la trabajan…
—Sí, perfectamente. En uno y otro casos, ambas medidas fueron traumáticas,
revolucionarias. Son, en efecto, revoluciones económicas. Pero la primera es una
transformación completa. La abolición del régimen feudal consagraba de hecho y
plenamente el advenimiento del orden burgués. En cambio, la repartición de las tierras
entre los trabajadores rusos no era más que el comienzo y la tentativa de una nueva
economía agraria. En 1789, la burguesía no hacía sino legitimar una situación de hecho,
cual era su preponderancia económica ya instaurada en Francia. En 1917, el Soviet daba
apenas el primer paso práctico hacia el advenimiento del socialismo agrícola. La técnica
capitalista, en 1789, era un fenómeno casi enteramente consumado en Francia. En 1917, la
técnica socialista apenas se esbozaba únicamente en la industria pesada rusa. Prueba de ello
es que solamente ahora, a partir de 1928, se ha empezado en Rusia a colectivizar el campo.
El decreto del Soviet de 27 de octubre de 1917 instauraba un régimen rural —el
parcelamiento— que ni siquiera llegó a estructurarse, para reemplazarlo luego por otro, el
actual, el colectivo. En consecuencia, la verdadera revolución agraria rusa no se efectuó en
1917 por resonancia automática de la revolución política, sino en 1929.
«Pero si mi ejemplo de la revolución francesa no es claro ni bastante, me referiré a
nuestra época. El día en que el proletariado tome el poder en los Estados Unidos, la
revolución económica seguirá automáticamente a la revolución política, por no decir
simultáneamente. ¿Por qué? ¿Cómo? Porqué ya de hecho, en la práctica, el orden
económico proletario es el que domina en gran parte en ese país, no sólo en la industria
pesada ni ligera, sino en la agricultura. No tiene la dictadura proletaria, apenas tome el
poder, sino que consagrar por un decreto lo que ya es una situación de hecho en la
economía yanqui. El orden socialista está ahí maduro para el salto económico de la
historia».
«Y es que el caso de la burguesía de 1789 en Francia y el del proletariado de hoy en
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los Estados Unidos, demuestran que toda revolución —económica o política— exige una
cierta madurez de los factores del proceso económico o político que le son favorables.
¿Estos factores estaban maduros, en 1917, en Rusia? Evidentemente, no. La técnica de
producción estaba, en general, atrasada. Económicamente, Rusia era un país rezagado.
Salvo en algunos aspectos de la industria pesada, como he dicho, donde la técnica estaba
parcialmente socializada y donde el proletariado era numeroso y con cierta conciencia de
clase, el resto de la actividad económica llevaba el sello de un enorme atraso: técnica,
máquinas, obreros, métodos, etc. Este atraso ha sido otro de los obstáculos del So viet para
la edificación socialista de la economía, para el salto o revolución económica de Rusia» [22].
«Existe aún otro obstáculo: la ignorancia de las masas, particularmente
campesinas»…
Un nepman se permite observar:
—Si la economía zarista estaba en 1917 tan rezagada, pienso que no era entonces el
momento de hacer la revolución bolchevique. Había que haber esperado más bien que
maduraran los factores favorables a la revolución económica de Rusia.
El yanqui dice:
—Eso es lo que alegan los enemigos de la revolución, los evolucionistas fanáticos.
Justamente, Lenin ha demostrado con la revolución rusa que la maduración de esos factores
puede realizarse con mayor rapidez bajo el Estado revolucionario que bajo el Estado
conservador[23]. Lenin ha probado que el proceso de maduración de un fenómeno social
puede ser acelerado, como puede ser acelerado el crecimiento de una planta. Un ejemplo: el
fenómeno agrario. Comparemos. Tomemos la agricultura más avanzada en 1917: la
alemana, y la más atrasada: la rusa. ¿Qué vemos en 1928? Que bajo el Estado
revolucionario ruso se han preparado y están ya listos una serie de factores y condiciones
económicas generales, necesarias y bastantes para socializar el campo, mientras que, bajo el
Estado conservador alemán, esos factores y esas condiciones siguen preparándose paulatina
y morosamente y se encuentran aún verdes para una socialización inmediata del campo
alemán. Ciertamente, esta socialización anda muy lejos de las intenciones del Gobierno
alemán. Pero así lo quisiese, ¿sería ella posible actualmente? Evidentemente, ella no sería
posible. ¿Por qué? Porque el Estado no ha preparado, repito, las condiciones económicas
generales de semejante salto o revolución agraria. En cambio, el Soviet sí que ha estado
maduro para iniciar en 1928 la colectivización agrícola, y así lo ha hecho. Los signos y
frutos de esta revolución rural ya los conoce y los ha palpado el mundo entero [24].
«Porque esta revolución, como todas las revoluciones, no depende de la voluntad
exclusiva de los Gobiernos, sino principalmente de las condiciones sociales objetivas,
favorables o contrarias a la revolución…».
Más adelante, el conferenciante dice:
—Si se tienen en cuenta, además, las dificultades derivadas de la intervención de los
aliados en Rusia, del bloqueo económico en que ha vívido y vive todavía el Soviet por parte
de las finanzas imperialistas, y derivadas, en fin, de las constantes reacciones del zarismo
caído, se comprenderá sin trabajo el esfuerzo titánico e increíble que el Estado proletario ha
tenido que desplegar para obtener los resultados y progresos prácticos que empiezan a
asombrar al mundo entero. No sólo ha logrado el Soviet sostenerse en el Poder, sino que ha
realizado adelantos revolucionarios y constructivos tan grandes en todos los terrenos, que le
colocan de golpe a la cabeza de la civilización universal. Todo esto lo ignoran los pueblos
extranjeros. ¿Por qué? Porque los patronos, los profesores, los periodistas y demás
enemigos de clase del proletariado —interesados todos en injuriar y desprestigiar al
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obrerismo ruso— cuentan en el extranjero, sobre Rusia, las mentiras más ineptas y pueriles,
aunque no menos malvadas y nocivas. Un político burgués conocido por sus hipócritas
halagos al proletariado internacional —Albert Thomas, director de la Oficina Internacional
del Trabajo en la Sociedad de las Naciones— ha dicho: «Hemos llegado a un momento en
que los espíritus equilibrados ya no leen nada sobre cosas rusas, temerosos o casi seguros
como están de ser siempre engañados».
Un campesino de unos cincuenta años baja de un asiento situado en una de las
galerías más altas de la sala y se aproxima paso a paso a la mesa donde está hablando el
conferenciante. Todos se quedan en silencio y miran respetuosamente al viejo. ¿Qué va a
hacer? Tiene sed. Toma la garrafa de agua que hay en la mesa presidencial, llena el vaso y
bebe tranquilamente. Después, dirigiéndose a quemarropa al conferenciante, le pregunta
con una ingenuidad realmente rural:
—Dime, compañero, ¿qué diferencia hay entre vivir en un país capitalista y vivir en
el país del Soviet?
El conferenciante le responde:
—Hay una gran diferencia, compañero. Tú vives ahora en el Soviet y antes, hace
quince años, viviste en la Rusia feudal y capitalista. Tú mismo puedes descubrir esa
diferencia. Pero siéntate y hablemos.
El campesino vuelve a su asiento y el yanqui le dice:
—Antes, en la época del zar, ¿tú eras igual a los demás hombres?
—No —dice el mujik—. Habían los pobres y los ricos, los señores y los siervos, los
patronos y los obreros.
—¿Y ahora?
—Ahora no. Ahora no hay ricos, ni señores, ni patronos. Todos somos trabajadores.
Todos somos pobres…
—¿Pobres dices? ¿Crees que somos pobres?
El mujik vacila.
—Sí —dice—. Al menos, yo no veo por ninguna parte ricos. No veo ya ricos ni
señores. Todos somos pobres, puesto que nadie lleva levita, ni cadena de oro, ni bastón, ni
cuello duro, ni veo mujeres vestidas de seda, ni carrozas, ni salones elegantes. Todo el
mundo se viste hoy de camisa de obrero, polainas, gorra y traje kaki. Yo llamo a eso ser
todos pobres.
—Es verdad, compañero. Todos nos vestimos así. Pero no creas que el que viste así
es pobre. El que viste así no es pobre. Pobre es el que no tiene de qué vestirse. Pobres había
antes con el zar. Esos sí que no tenían de qué vestirse. Tú debes acordarte.
—Sí. Así es. Tú tienes razón, compañero. Hoy no quedan en Rusia ni ricos ni
pobres. Tomos somos…
El campesino no halla la palabra para designar el pie económico de los actuales
habitantes de Rusia. El yanqui le ayuda diciendo:
—Todos no somos ni ricos ni pobres. Porque no llevamos levita, pero tampoco
vamos con harapos. Vamos decentes y limpios. Tenemos lo justo para vivir. Somos un
pueblo nuevo y nunca visto en la historia. Pero sigamos. Antes, cuando el zar, ¿tú
agachabas la frente ante alguien?
—Desde luego. Ante el señor, dueño de la tierra en que yo vivía, que era el duque
de Ratof, y que nadie sabe ahora qué ha sido de él. Y también ante sus administradores y
sus altos empleados. Y luego, ante los coroneles y los guardias. Y también ante los zares y
toda su familia. Y ante los otros señores y propietarios y ante todo hombre de bastón y
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cuello que encontrábamos en las calles. Y ante los popes.
—¿Y ahora?
—Ahora no. Ahora yo no bajo la frente sino ante los comisarios de la symtchka
(explotación agraria en común).
—Muy bien, compañero. Pero tampoco debes inclinarte ante esos comisarios. Es un
abuso de ellos el consentir que tú te inclines. ¿Te lo han exigido?
—No. Pero como son comisarios, me parece que hay que inclinarse. Porque
tenemos que inclinarnos siempre ante alguien…
—No, compañero. Con el Soviet, nadie; ¿me oyes bien?, nadie está obligado a
inclinarse ante nadie. No lo hagas más, compañero.
Después el yanqui le pregunta:
—Antes, durante el zarismo, ¿gozabas tú de todos los placeres de que los demás
gozaban?
—No. ¡Cómo iba yo a gozar! Los pobres no entrábamos a los salones de los ricos,
ni a sus comedores. Sus fiestas y sus comidas no eran para nosotros. Ellos tenían sus
placeres y los pobres no hacíamos más que servirles y sufrir.
—¿Y ahora?
—Ahora es otra cosa, compañero. Ya no hay salones, ni comidas, ni fiestas para
ricos. Ahora todos disfrutamos de pocos placeres, muy pocos. Los verdaderos placeres se
fueron con los ricos y los señores.
—Sí, es verdad que nuestros placeres de hoy son muy pocos. Pero ¿hay algunos
placeres que gozan otros y que tú no gozas?
—No. Me parece que yo voy a donde van todos: al cinema, al teatro, al club obrero,
al restaurante, al té, a la pastelería, a los estadios deportivos. No hay más sitios de placer a
donde ir.
—¿Y dónde te sientas cuando vas a alguno de esos sitios?
—En diferentes sitios. A veces, en un rincón, como ahora. Otras veces, cerca de las
luces. Otras veces… Una noche, para ver Krasnamak en la Opera, me sentaron en el palco
del zar.
—¿Y antes?
—Antes no conocía lo que era teatro, ni restaurante, ni club obrero, ni nada. De eso
tenía noticias por lo que me contaban los otros campesinos.
—¿En qué trabajabas antes, en la época de Nicolás?
—En cultivar trigo.
—¿Para quién era ese trigo?
—Para los Ratof.
—¿Y a ti no te daban algo de ese trigo?
—Nada. Sólo me daban de comer un poco de cebada.
—¿Y ahora? ¿En qué trabajas?
—Ahora también trabajo en el cultivo de trigo. Pero este trigo nos lo repartimos
entre los que lo cultivamos. Una buena parte es también para el Soviet.
—¿Cuántas horas al día trabajabas antes?
—Trabajaba siempre, sin descanso, día y noche y cada vez que me lo ordenaban.
—¿Y ahora?
—Ahora trabajo ocho horas al día. Yo querría trabajar más; pero los comisarios me
lo impiden, porque dicen que no es bueno trabajar mucho.
—En suma, compañero, ¿tú te sientes hoy mejor y más contento que antes con el
110
zar?
—Mil veces más, compañero. Eso no debes ni preguntármelo.
—Bueno. Pues esa es la diferencia que hay entre vivir en un país capitalista y vivir
en el país del Soviet.
—¡Cómo! —exclama el campesino sorprendido—. ¿No hay otra diferencia?
—Hay otras diferencias, muchas otras. Pero todas están comprendidas en la que
acabamos de hacer. Y todas esas diferencias son siempre en favor del Soviet y en favor de
la vida que llevamos en Rusia.
—Pero a mí me dicen que en los otros países capitalistas extranjeros hay otras cosas
que no había en Rusia durante el zar. Me dicen que en esos países la vida es mejor que en el
Soviet.
—No —responde con energía el yanqui—. No es cierto. Yo he vivido en los
Estados Unidos, en Alemania, en Francia. En todos esos países hay lo que había en Rusia
antes de la revolución. Hay allí ricos y pobres, señores y siervos, patronos y obreros. Hay
también personas de levita, con bastón, piedras preciosas y carruajes lujosos, y hay otras
vestidas de andrajos. Hay unos que se agachan y tiemblan de miedo ante otros, que son los
generales, popes, propietarios, altos empleados y muchas otras gentes de cuello duro. Hay
también muchos goces y placeres para unos, y para los demás sólo miseria y dolor. En esos
países hay grandes placeres, pero son únicamente para unos cuantos. Hay también allí unos
que van a la Opera y otros que ni siquiera la conocen. Por último, hay unos que trabajan y
no es para ellos lo que hacen con su trabajo, mientras que hay otros que nunca trabajan y
que, sin embargo toman todo lo que los otros producen con su trabajo…
El mujik parece como agobiado por las palabras del yanqui, y exclama:
—Basta, compañero. Basta.
Ciertamente, en el debate del Museo Politécnico ha brillado más de una verdad,
tanto más persuasiva e implacable cuanto más sencilla ha sido la forma en que ella ha sido
dicha. No en vano estoy entre proletarios y campesinos.

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XVI. La educación. La escuela única. Universidad soviética y facultades
obreras

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EL niño de octubre. Así, con una forma alusiva a la revolución bolchevique, se
denomina en Rusia a la infancia venida después de 1917. El niño de octubre encarna el
porvenir socialista, el mundo de la justicia definitiva. Encarna o, con más exactitud, deberá
encarnar. El niño de octubre es, más que la esperanza y la fe en el porvenir socialista del
mundo, el imperativo de realizar y consolidar este porvenir. Esto último explica el
contenido de la educación soviética, cuyos dos polos cardinales están constituidos, de una
parte, por la ética revolucionaria, y de otra, por la preparación práctica y científica para
crear la nueva humanidad. El Soviet quiere hacer del niño un esforzado, un luchador, un
héroe, y, al propio tiempo, un constructor, un técnico. El ideal pedagógico ruso contiene,
por eso, muchos elementos tomados a los diversos sistemas educacionales capitalistas,
antiguos y modernos. El Soviet ha tomado de éstos lo que le es necesario para elaborar el
tipo de educación nueva y revolucionaria, cuya esencia y fisonomía humana no se parecen,
por lo demás, en nada a ninguna de las pedagogías existentes. Porque todas éstas —hasta
las mejores— son incompletas y están viciadas, en sus íntimas raíces, por su carácter
clasista. La pedagogía soviética es también clasista, pero clasista dialéctica. Ella defiende
los intereses de la clase proletaria, pero tan sólo momentáneamente y como medio de
facilitar la implantación del socialismo. Es clasista a medias o demasiado, pero en todo caso
lo justo para llegar a no serlo. El fondo histórico de esta pedagogía —como el del derecho,
de la economía, de la moral, del arte soviético— es real y violentamente socialista, a través
de su contenido proletario. No hay que olvidar que, dialécticamente, se es más socialista
cuanto más proletario se es. En el primer plano está el obrero, y en el fondo de la
perspectiva el mundo socialista. En la educación capitalista, el primer plano está ocupado
por el patrono, y la perspectiva, por el patrono agrandado hasta la cuarta dimensión.
En un plantel escolar primario de Moscú he visto realizarse, en vivo y en su
iniciación infantil, el tipo de escuela única soviética, de esta escuela única que no solamente
está a la base de la educación elemental, sino de todos los grados y ciclos de la enseñanza
rusa. El plantel que he visitado es mixto —de niños y niñas—, de siete a diez y ocho años.
Lo dirige una señora, de unos cuarenta y cinco años. Cuando llego a la escuela, salen de
ella dos grupos de extranjeros.
—¿Son turistas? —Me permito preguntarle a la directora.
—No —me dice—. Son todos ellos profesores y pedagogos. Uno de los dos grupos
es de alemanes. El otro, de norteamericanos. Han venido a Rusia a estudiar nuestros
sistemas de educación.
El local está edificado especialmente para escuela. Varios pisos. Calefacció n.
Mucho aire. Asistencia médica y farmacéutica. El amueblamiento es mediocre. Las salas de
clase pueden alojar hasta cincuenta alumnos. Los patios de recreo y de deporte, un poco
estrechos, pero dotados de aparatos modernos para diversos juegos y, especialmente, para
gimnasia y baseball. Hay externado, medio y cuarto internado.
—¿Lleva usted muchos años como profesora? —le pregunto a la directora.
—Más de veinte años.
—¿Cuál fue la actitud de los maestros ante la revolución?
—La mayoría éramos, mucho antes de la revolución, revolucionarios.
—Pedagógicamente, ¿qué distinción existe entre la Rusia zarista y la Rusia
soviética?
—La pregunta es compleja. Sin embargo, trataré de simplificar la respuesta. La
educación soviética ha establecido la escuela única en toda la escala de la enseñanza, desde
la elemental hasta la universitaria. Ella es gratuita para los que ganan lo justo para vivir, y
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para los demás, los derechos que percibe son proporcionados a lo que gana cada uno.
—Permítame usted, ¿quiénes son los demás?
—Los ingenieros y los técnicos, por ejemplo. La revolución estableció la laicidad de
la enseñanza. Suprimió los centros particulares de educación. Desterró el espíritu capitalista
de la escuela, reemplazándolo por el proletario para todo el alumnado. Es decir, el Soviet
quiere hacer de cada niño un hombre de ideas, sentimientos e intereses proletarios. Luego
buscamos hacer de él un temperamento pragmático, como dirían los yanquis, eliminando de
él al antiguo hombre contemplativo. Pero esto de pragmático no es la palabra que expresa
con justeza lo que quiero decir. Es más bien dialéctico materialista lo que quiero significar.
Me explico. El niño deberá concebir y afrontar la vida humana como un encadenamiento de
hechos cuyo móvil radica siempre en una necesidad biológica —algo así como el «instinto
de conservación» de la psicología burguesa—, en un interés concreto y tangible del devenir
vital. Debe comprender que todo cuanto no gira —no quiero decir converge— en torno al
juego económico de la vida, no es más que negación de ésta y estagnación del movimiento
universal. El horizonte espiritual del niño debe, por consiguiente, terminar donde las ideas,
sentimientos e intereses humanos cesan de comunicar, de modo afirmativo —por
endósmosis o exósmosis— con el fenómeno de la producción económica. Excuso a usted
añadir que en esta concepción de la vida van contenidas las disciplinas colectivistas contra
las individualistas, las revolucionarias contra las conservadoras, las socialistas contra las
clasistas.
—¿Esto quiere decir que la educación es exclusivamente técnica o politécnica?
—No. Eso sería coincidir o caer en el dominio pedagógico de los Estados Unidos,
donde un practicismo estúpido y absorbente ha hecho de cada individuo un simple hacedor
de dinero, con adornos o pecados filantrópicos. El Soviet quiere crear al hombre completo y
sólo es completo aquél en quien las fuerzas y necesidades naturales de la vida humana se
concentran y equilibran en una ecuación de justicia creadora. Sin duda, hay que trabajar y
producir. Pero hay que trabajar y producir todos y para todos por igual. La revolución rusa
no trata de hacer hombres filantrópicos. Quiere solamente hacer hombres justos. Esto
quiere decir que, junto a la enseñanza politécnica, damos la educación jurídica, moral,
filosófica y artística, disciplinas sin las cuales no hay hombre completo ni justo posible.
—¿Su local abastece para el actual alumnado?
—No, por desgracia. Rusia no dispone por ahora de locales suficientes para
escuelas. El zarismo no hizo nada en este terreno, y es el Soviet quien ha empezado a
hacerlo todo [25]. Nuestro local, como usted ve, es estrecho para tanta criatura, a la que, sin
embargo, hay que instruir y educar de todos modos. De aquí que gran número de escuelas
se las arreglan como la mía: estableciendo dos turnos de alumnos al día. En la mañana, de
nueve a una, damos en…[26]
años, y por la tarde, de dos a siete, a doce grupos de niños de trece a diecisiete años.
—¿Las materias de enseñanza?
—Historia, Matemáticas, Contabilidad, Historia Natural, Ciencias Físicas y
Químicas, ruso, alemán o inglés; diversos oficios y, en los cursos superiores, el esperanto.
—¿Cómo está reglamentada en las distintas regiones y repúblicas federadas la
cuestión Lingüística?
—Con el bilingüismo. Usted debe sin duda saber que el Soviet no sólo respeta el
sentimiento nacional —no quiero decir patriótico— de cada república federada, sino que lo
estimula y lo exalta. Por sobre estos nacionalismos está la nacionalidad federal, que los
unifica en una sola comunidad cultural. Porque, en realidad, la idea de nación no es más
114
que la idea de cultura. La comunidad nacional no es más que la comunidad de cultura.
—¿Y cómo entra el sentimiento nacional dentro de la concepción socialista del
universo?
—En principio, el sentimiento nacional no se opone al socialismo. Este realizará
una cultura universal, idéntica en todos los meridianos y paralelos del globo. Pero
semejante cultura mundial o nacionalidad universal sólo será posible a base de una
conciencia cósmica más unitaria y liberada de fronteras, conciencia cósmica que, a su vez,
supone, entre otros hechos, un contacto íntimo y multifacético de los pueblos y de sus
intereses entre sí. Para llegar a este contacto es necesario un gran progreso de las
comunicaciones de todo orden. El hombre llegará así a una especie de ubicuidad espacial.
Vivirá simultáneamente en todas partes. Todos o casi todos los valores fundamentales del
sentimiento nacional —medio telúrico, clima social, etc.— serán comunes a todos los
habitantes del globo. A la larga, todos los nacionalismos verticales —patria, raza, cultura,
etc.— se verán refundidos y consustanciados en una sola nacionalidad ecuménica. Hasta
que este juego de comunicaciones rápidas o casi instantáneas no se produzca, y hasta que
otros factores sociales no hayan madurado para la elaboración de esa futura conciencia
mundial, no está en las manos de nadie ni de ninguna revolución destruir las actuales
nacionalidades, que son los soportes históricos y entrañables de la vida colectiva. Atacarlas
y minarlas equivaldría a precipitar en el caos y en el vacío a la humanidad, ya que aún no
está creada la gran nacionalidad universal que ha de sustituirlas y que ha de salir de ellas.
Así, por ejemplo, cuando el esperanto o cualquier otra lengua internacional se haya
difundido, en hondura y extensión, por todas partes, entonces se empezará a pensar en
ahogar los dialectos y lenguas nacionales. Pero éste será un proceso de sustitución de
adentro para afuera, una real trayectoria de evolución y unificación orgánica de las lenguas,
y no el resultado de una medida administrativa, violenta artificial de afuera para adentro.
Recorremos después algunos salones de clase. En uno de éstos se da a la sazón una
lección de historia. Es una profesora quien la dicta a los alumnos de ocho y diez años. El
tema es el Comité soviético del barrio. En otra sala, un miembro de la Juventud Comunista
—de unos dieciséis años de edad— dicta una clase sobre el socialismo. En otra se están
haciendo trabajos prácticos de Física. En otra se da una clase de alemán. Luego asistimos a
una lección de literatura. Por último, ésta es una clase de trenzado de sillas de esterilla. En
general, observo que cada profesor explica con cierta monotonía a sus alumnos. La lección
es un monólogo. El método socrático no se usa. Le pregunto la causa a la directora.
—El método socrático —me dice— se basa en la intuición del niño. Es él quien
descubre los hechos y las nociones de los hechos. Es, por esto, un método que exige una
excesiva concentración de las energías intelectuales del niño. Se atrofia así el espíritu
infantil. De otro lado, es un método de aventura. La intuición no constituye por sí sola un
método de conocimiento. Ella no es más que un elemento de éste.
—¿Cuántos alumnos tiene usted en total?
—Alrededor de mil doscientos [27].
Cuando me despido de la directora del plantel, oigo que en la planta baja, los niños
empiezan a cantar en coro la Internacional. «¡Arriba los pobres del mundo!»…
El himno socialista en boca de los niños proletarios nos despierta una emoción
desconocida y nos hace pensar forzosamente en la humanidad del porvenir.
***

Me traslado en seguida a la Universidad, es decir, a una de las dos Universidades de


115
Moscú: la Pinkevitch y la Vichinski[28] .
En la una existen las Facultades de Farmacia y Química, Medicina y Pedagogía. En
la otra, las Facultades de Derecho, Matemáticas y Etnología. Cada una de las Universidades
tiene un director y un local especial. Además de estos centros de cultura superior, hay en
Moscú varias escuelas técnicas. Estas escuelas y las Facultades de Pedagogía y Química
son las más concurridas por el alumnado, circunstancia que denuncia el carácter politécnico
o pragmático que domina en la cultura universitaria soviética. En la primera de las
Universidades indicadas hay actualmente unos seis mil alumnos, y en la segunda ocho mil.
Los locales son los antiguos de las Universidades zaristas. En cuanto a los laboratorios,
gabinetes y museos, el secretario de la Universidad me dice:
—La revolución los destruyó casi enteramente. El Soviet se ha provisto después de
todos los que usted ve ahora.
—¿En qué porcentaje entran las mujeres como alumnas?
—La mitad del alumnado, más o menos, lo forman las mujeres.
—¿Qué clases sociales integran los claustros?
—Todos los estudiantes son proletarios. No hay otra clase social en las
Universidades.
—¿Y los hilos de los nepmans y de los kulaks?
—No vienen a nuestros claustros. Porque no querrían, naturalmente, proletarizarse.
Sus padres los mandan a las Universidades extranjeras.
—¿Y los hijos de los técnicos e ingenieros?
—Si los técnicos son rusos, sus hijos hacen sus estudios aquí, junto con lo
proletarios propiamente dichos. El 30 por 100 de los estudiantes son hijos de técnicos,
ingenieros y funcionarios. El 70 por 100 son obreros y campesinos. Pero unos y otros
tienen una misma mentalidad: la proletaria, la soviética[29].
—¿Qué tiempo duran los estudios de cada Facultad?
—Las de Farmacia y Química y la de Medicina, cinco años; las de Pedagogía,
Matemáticas, Derecho y Etnología, cinco años.
—¿Cuál es el límite para el número de alumnos?
—Por ahora el Soviet necesita del mayor número de profesionales para abastecer a
los múltiples servicios y necesidades industriales y de todo orden del inmenso país. Por
desgracia, se tropieza con deficiencia de local, de laboratorios y de recursos económicos.
Mientras estos obstáculos subsistan, nos vemos obligados a limitar el número de alumnos.
Como las demandas son siempre crecidas, la selección la hacemos en favor de los obreros
propiamente dichos.
—¿Las condiciones y forma de admisión?
—Haber terminado sus estudios preparatorios y pasar por un examen previo.
—¿Y económicamente?
—Las Universidades están sostenidas en todas sus necesidades económicas por el
Estado. Sin embargo, los alumnos pagan ciertos derechos, cuyo monto varía en proporción
a los recursos de cada cual.
—¿Quiere usted decir que el no tener dinero para pagar los derechos no cierra las
puertas de la Universidad a nadie?
—Exactamente. El criterio de admisión no es el económico, sino el del origen
proletario del estudiante, y, entre dos proletarios, el de mayor capacidad. El 60 por 100 de
los alumnos reciben su instrucción universitaria gratuita. Un 30 por 100 la reciben pagada
por bolsas universitarias, y el 10 por 100 conforme a sus alcances[30]. Esta jerarquía de
116
derechos impera en todos los grados de la educación soviética.
—¿Los estudiantes ejercen alguna intervención en la dirección de la Universidad?
—Desde luego. La ejercen por una delegación del Soviet de Estudiantes
Universitarios, el cual está encargado de los intereses del alumnado en lo que toca a los
rumbos intelectuales y administrativos de la Universidad. Los estudiantes, además, están
organizados en Sindicatos, según las Facultades, para defender y propulsar el estatuto
universitario dentro del Soviet.
—¿En qué consisten las Facultades Obreras?
—Estas son academias o escuelas en que los alumnos —obreros o campesinos de
veinticinco a treinta años— realizan estudios preparatorios para ingresar en las
Universidades. Las Facultades Obreras dan así la enseñanza que los trabajadores no
pudieron recibir en su adolescencia, a causa de la revolución y de las guerras civiles, o
porque no se las daba el Estado zarista. Estos trabajadores pasan a la Universidad sin
examen de admisión[31].
—¿Cuál es el rol social de los profesionales egresados de la Universidad soviética?
—Las profesiones llamadas liberales en los países capitalistas han sido abolidas en
Rusia. Todos los profesionales son aquí servidores del Estado, es decir, proletarios. El
Soviet les paga un sueldo o salario, y tanto el médico como el abogado sirven gratuitamente
al pueblo. Sin embargo, quedan aún abogados y médicos de la época zarista que se resisten
a proletarizarse. Prefieren ejercer la profesión libremente, haciéndose pagar por los clientes.
Esto ocurre, sobre todo, en las regiones apartadas, a donde no han llegado aún los nuevos
procedimientos soviéticos. A medida que estos últimos aumenten, los reaccionarios irán
desapareciendo. Por lo demás, ellos mismos se están suicidando, ya que la gente prefiere,
naturalmente, no pagar, y los nuevos profesionales son mejores que los viejos.
El secretario de la Universidad, que en un país burgués vestiría de correcto chaquet,
lleva una blusa proletaria. Ninguna pedantería. Su llaneza y cordialidad identifican su
aspecto con el de cualquier estudiante. Aquí la ciencia socializa e iguala a los hombres,
mientras que en los otros países los diferencia y los separa.
Un recorrido por los claustros, salas de clase, laboratorio, museos y bibliotecas. Me
llama la atención, entre todos, el Museo Darwiniano y el de Psicología Comparada entre el
hombre y las especies animales superiores. Balística experimental suficiente para que la
teoría evolutiva del origen de las especies derrote a la cristiana y a la griega.
Al cruzar el patio principal, para abandonar la Universidad, aparecen a uno y otro
lado los bustos en bronce de Marx y de Lenin. Son los dos grandes vigías del nuevo
pensamiento humano.
FIN

117
118
César Vallejo en una calle parisina.

119
César Vallejo en París, 1924.

120
CÉSAR ABRAHAM VALLEJO MENDOZA (Santiago de Chuco, Perú, 16 de
marzo de 1892 - París, 15 de abril de 1938). Poeta y escritor peruano considerado entre los
más grandes innovadores de la poesía del siglo XX. Fue, en opinión del crítico Thomas
Merton, «el más grande poeta universal después de Dante». Publicó en Lima sus dos
primeros poemarios: Los heraldos negros (1918), que reúne poesías que si bien en el
aspecto formal son todavía de filiación modernista, constituyen a la vez el comienzo de la
búsqueda de una diferenciación expresiva; y Trilce (1922), obra que significa ya la creación
de un lenguaje poético muy personal, coincidiendo con la irrupción del vanguardismo a
nivel mundial. En 1923 dio a la prensa su primera obra narrativa: Escalas, colección de
estampas y relatos, algunos ya vanguardistas. Ese mismo año partió hacia Europa, para no
volver más a su patria. Hasta su muerte residió mayormente en París, con algunas breves
estancias en Madrid y en otras ciudades europeas en las que estuvo de paso. Vivió del
periodismo complementado con trabajos de traducción y docencia. En esta última etapa de
su vida no publicó libros de poesía, aunque escribió una serie de poemas que aparecerían
póstumamente. Publicó en cambio, libros en prosa: la novela proletaria o indigenista El
tungsteno (Madrid, 1931) y el libro de crónicas Rusia en 1931 (Madrid, 1931). Por
entonces escribió también su más famoso cuento, Paco Yunque, que fue publicado años
después de su muerte. Sus poemas póstumos fueron agrupados en dos poemarios: Poemas
humanos y España, aparta de mí este cáliz, publicados en 1939 gracias al empeño de su
viuda, Georgette Vallejo. La poesía reunida en estos últimos poemarios es de corte social,
con esporádicos temas de posición ideológica y profundamente humanos. Para muchos
críticos, los «poemas humanos» constituyen lo mejor de su producción poética, que lo han
hecho merecedor del calificativo de «poeta universal».

121
Notas

[1]
El sector socializado (estatal o colectivo) de la producción agrícola e industrial
es, en 1930, de 56 por 100. El 85 por 100 del trabajo asalariado se halla en los servicios
colectivos. El 60 por 100 de la renta nacional está, asimismo, socializado. El 50 por 100 del
trigo arrojado al mercado es colectivo. Por último, todo el comercio al por mayor y el 83
por 100 del por menor, están en las manos de la colectividad. Como se ve, un promedio de
más de la mitad de la economía nacional rusa se halla socializado. <<
[2]
Al estallar la revolución de Octubre había en Rusia un 65 por 100 de analfabetos.
En 1930 no quedan sino 37 por 100. <<
[3]
El problema de los cuadros técnicos es uno de los más álgidos en Rusia. A
medida que avanza la edificación socialista crece la desproporción entre el número de
obreros y el de los técnicos. En este terreno, el Soviet se halla en una clamorosa
inferioridad respecto de los países capitalistas. Así, por ejemplo, mientras en Alemania la
proporción de los técnicos y los obreros es de 2,2 por 100 en 1926, en Rusia es de 0,01 por
100. Añádase la hostilidad clasista, franca o encubierta, de los técnicos e ingenieros hacia el
proletariado ruso, y se tendrá un cuadro aún más sombrío del problema. Para resolverlo
cuanto antes, el Soviet despliega esfuerzos, gigantescos. El Plan Quinquenal establece que
a fines de 1932 Rusia dispondrá de ingenieros y técnicos en una proporción de 1,65 por
100, respecto de los obreros, y este aumento será realizado con personal rigurosamente
proletario y campesino. Al efecto, funcionan hoy en Rusia 260 establecimientos de
enseñanza, con un total de 75 000 estudiantes para ingenieros, y 527 escuelas para técnicos,
con un alumnado de 81 009 estudiantes.
Aparte de esta formación, el Soviet sigue atrayendo un número creciente de
ingenieros y técnicos extranjeros, al propio tiempo que envía numerosos estudiantes rusos a
los países capitalistas más avanzados, para perfeccionar y confrontar sus estudios con los
que se hacen afuera.
El Instituto Central del Trabajo debe preparar de aquí hasta fin de 1932, 100 000
obreros calificados, pon un presupuesto de 50 millones de rublos. <<
[4]
Las mortíferas condiciones de trabajo impuestas por la racionalización capitalista
al proletariado, junto con la incesante reducción de los salarios, ha determinado en muchos
países una gran curva descendente de su natalidad. Así, por ejemplo, mientras en Alemania
la población aumenta el 7,9 por 1000, en Inglaterra el 5,4, en Italia el 10,3 y en Francia el
1,3, ella aumenta en Rusia en un 23 por 1000. El crecimiento anual de la población urbana
era en 1927 de 5 por 100, cifra que supera a las más altas de los mejores tiempos
demográficos de los Estados Unidos. A fines de 1932 la población proletaria habrá
aumentado en Rusia en un 30 por 100 de la población total. En los países capitalistas, ella
disminuye en una progresión acelerada. <<
[5]
La productividad del obrero por la racionalización socialista alcanzara, al
terminar el Plan Quinquenal, a 110 por 100 respecto de la actual. <<
[6]
De 1924 a 1927, los salarios en los Estados Unidos han aumentado en un 3 por
100; en los demás países capitalistas no han hecho más que bajar. En cambio, en Rusia, y
en el mismo período de tiempo, el salario real ha aumentado el 125 por 100. <<
[7]
«La pujanza actual de la economía rusa —dice Grinko— no se basa tanto en la
técnica, que es en realidad muy débil todavía, sino en las nuevas bases sociales de la
122
producción». <<
[8]
La duración media en la actual semana de cuatro días de labor y uno de reposo,
del trabajo obrero, al día, es de siete horas y dos minutos. En 1932, ella será de seis horas y
ocho minutos aproximadamente. La jornada de trabajo, por el momento, es de dos horas y
dieciocho minutos más corta que la jornada anterior a la revolución. El 40 por 100 del
proletariado ruso tiene la jornada de siete horas, y el resto la de ocho horas. A fines de este
año de 1931 se implantará la jornada de seis horas en ciertos trabajos y la de siete para los
que la hacen hoy en ocho. <<
[9]
Se tiene un gran desprecio por el jazz-band y, en general, por todos los bailes
llamados de salón, Sin embargo, en el Hotel Europa, de Leningrado, y en el Gran Hotel, de
Moscú, las orquestas tocan música de «dancing» para regalo de los turistas. El Soviet no
sólo no quebranta con esto la regla revolucionaria, sino que la sirve, atrayendo el turismo a
Rusia, fuente de ingresos y vía de conocimiento de la revolución por los extranjeros. <<
[10]
La superficie media habitable por cabeza de población en las ciudades soviéticas
es actualmente de 6,1 metros cúbicos. Si a esto se añade el hecho de que la población
urbana aumenta en Rusia en un 5,5 por 100 —porcentaje doble al del país capitalista de
mayor desarrollo—, se comprenderá la urgente política de urbanización a que se halla hoy
consagrado el Soviet. De aquí a fines de 1932 deben quedar urbanizados 43 millones de
metros cuadrados de superficie en el país. <<
[11]
Todo el teatro ruso es político y, más aún, teatro de la producción, teatro del
trabajo. El teatro soviético no sólo es político, como el de Piscator en Alemania, sino que es
revolucionario dentro de la fábrica, militante dentro de la dinámica economica constructiva.
Hasta tratándose de obras clásicas o de otros países, que carecen originariamente de
intención política, los «regisseurs» soviéticos se la prestan, modificando a su arbitrio la
contextura social de la pieza. Dentro de este plan, he visto en el Teatro Stanislavsky,
«Hamlet»; «El zar Ivanovich» de Tolstoi; «El Pájaro Azul», de Maeterlinck; «Los
Karamazov», de Dostoiewski. En el Teatro Experimental, «Madame Buterfly»; en el Teatro
Kamerny, «Los hijos de Dios», de O’Neill; en el Teatro Juventud, «Los Bandidos», de
Schiller; en el Teatro Mayerhold, «El revisor», de Gogol, etc., obras todas sovietizadas.
No entra dentro del carácter de este libro un ensayo detenido sobre el teatro
soviético. Aquí, como en los demás temas y capítulos, me ciño tan sólo a las grandes líneas
generales y representativas del fenómeno ruso. <<
[12]
En el teatro soviético, como en todos los sectores de la vida y del arte rusos, han
sido abolidos los protagonistas, los personajes centrales, los «roles» acumuladores de la
acción y el interés escénico. Esta acción y este interés se hallan repartidos entre todos los
personajes de la pieza. Los grandes actores no son grandes por la importancia y volumen
del rol que ellos encarnan, sino por la perfección con que desempeñan el papel aun más
banal o insignificante en sí mismo. Si nos empeñásemos en descubrir un protagonista en la
escena soviética, ese protagonista sería la masa, es decir, la reunión de todos, la
colectividad.
En el cinema también han sido desterradas las «estrellas». Apenas, en «Tempestad
en el Asia», aparece una. Pero en «El acorazado Potemkin», «El fin de San Petersburgo»,
«Dos tanques blindados», «El águila blanca», «La línea general», «El operador», «El
demonio de la estepa», etc., no hay «stars» ni «vedettes».
Hasta en la música, la orquesta ha suprimido al director. Las «persin fanses»,
orquesta sin director, pueden ejecutar así todas las formas y géneros musicales, desde
Wagner hasta Stravinsky, pasando por Bach y Beethoven.
123
Políticamente, los grandes hombres (Lenin, Trotsky, etc.) no son objeto de esa
idolatría individualista y endiosadora de que gozan los buenazos gobernantes burgueses de
los países capitalistas. Interesado en sondar la opinión pública acerca de Stalin y Trotsky,
he preguntado con frecuencia lo que las gentes piensan sobre ambos jefes bolcheviques. La
conclusión que siempre he sacado es que nadie se ocupa del caso personal e individual de
uno y otro. Stalin y Trotsky no existen ni interesan a nadie. Lo que existe e interesa a todos
es la teoría y la acción de cada uno en función del interés revolucionario. Nadie se ocupa en
discernir «quién vale más que el otro», ni «quién tiene más talento o más energía». De
Lenin mismo, nadie se ocupa de su caso individual. Lenin es una idea, una acción
revolucionaria, no una persona. Se le recuerda y se le cita por interés colectivo y en lo que
él hizo de colectivo. Y ni «museo» leninista, ni casa «donde nació», ni anecdotario, ni
leyendas. Apenas un Instituto Lenin, laboratorio central y viviente de la revolución social
universal.
Decididamente, en el Soviet nos hallamos fuera de todo individualismo absorbente
y en pleno colectivismo igualitario. <<
[13]
Gran parte de los temas de la producción cinemática y teatral soviética gira en
torno a las precauciones de clase que hay que tomar con estos funcionarios burgueses
adheridos formalmente al Soviet. «Komandaron» es un drama de este carácter, y
Mayerhold nos lo ha revelado como una obra maestra en el género. <<
[14]
Así en la edición española. <<
[15]
El anarcosíndicalismo tacha a la revolución rusa de no haberse cristalizado más
que en lo que él llama «comunismo de Estado» y no en una estructura real y propiamente
socialista. Esto no es tampoco cierto sino en parte. Va he dicho, hablando de «capitalismo
de Estado», que mientras las relaciones de la producción lleven aún trazas capitalistas (y
éstas no pueden ser eliminadas por bombas o huelgas, como lo imaginan los discípulos de
Sorel, sino por acción centrifuga y determinada del proceso económico), la existencia y rol
del Estado como instrumento organizador y regulador de la economía son necesarios e
imprescindibles. Pero la existencia y el rol del Estado, repito, no son más que provisorios.
El organismo sindical soviético va apoderándose rápidamente, y según lo permite el ritmo
socializante de la producción, de las esferas económicas directrices y estatales de la
industria.
Lo que ocurre es que el anarcosindicalismo está incapacitado para descubrir el
movimiento dialéctico de los hechos y de las formas sociales. Cree que la revolución rusa,
llegada a lo que él llama «comunismo de Estado» (noción híbrida y contradictoria), ha
terminado su trayectoria histórica, sin darse cuenta de que ese «comunismo de Estado» no
es más que el primer peldaño de la escala a recorrer, Para los anarcosindicalistas, como
para toda ideología reaccionaria, la historia es una sucesión de metas terminales, cuando no
es más que una sucesión de etapas intermedias. Buenas sorpresas va a darles día a día la
dictadura proletaria. Que esperen. <<
[16]
Tratándose del cinema, tomo, desde luego, como su más puro exponente la obra
de Eisenstein. Esta basta para dar una idea fundamental de la pantalla rusa.
Sin embargo, existen junto a Eisenstein dos o tres corrientes más, diversas de la
suya y de mucha envergadura. Me refiero a la de Tziga Vertov, a la de Pudovkin, a la de
Protazanov.
En cuanto al cinema hablado, no se le atribuye ninguna importancia en Rusia. «La
transformación del cinema —dice a este propósito Eisenstein— no vendrá del sonido. La
transformación del cinema vendrá de la intelectualización cinemática del mundo». De otro
124
lado, el mismo Eisenstein ha expresado que la palabra sólo puede ser utilizada para
reemplazar a la escritura actual en la pantalla y para resolver metronómicamente
dificultades en el «decoupage». Por último, política y tácticamente, el cinema hablado no
hace sino crear dificultades idiomáticas para la difusión, propaganda y compenetración
socialista entre las diversas naciones de la Unión Soviética. El cinema hablado crea nuevas
fronteras, separa a los pueblos. Es, desde este punto de vista, antisocialista,
contrarrevolucionario. <<
[17]
El arte realmente revolucionario persigue, ante todo, el objetivo de la
propaganda —pensaba Erwin Piscator al fundar el Teatro del Proletariado de Berlín. Jorge
Grosz decía asimismo hace poco: «El artista de nuestros días no puede escoger sino entre el
arte de mera técnica y el arte de propaganda por la lucha de clases. Si no quiere ser un
fracasado, habrá de optar por lo último». <<
[18]
Una característica, entre muchas otras revolucionarias de la técnica del cinema
soviético, reside en el verismo heroico de los grandes momentos multitudinarios de las
películas. El cineasta trabaja en este punto, no con actitudes y movimientos artificiales o
voluntarios de actores, sino con actos y peripecias vitales de masas e individuos que no son
actores, y que, al ser filmados, no hacían más que vivir la realidad auténtica y
extracinemática de la vida cotidiana. De este modo, a los actores profesionales o
«dilettantes» reemplazan personas y masas sin formación artística, y que ignoran que en
ellas se está filmando el gran drama de sus vidas individuales y colectivas. El cinema tiende
así a ser un simple instrumento de reportaje o cinema documentario. «El operador», de
Vertof, es una de las más típicas películas de este género, y algunos momentos de
«Tempestad en el Asia», de Pudovkin. Por lo demás, el propio Eisenstein dice: «El arte ha
cesado de serlo y se encamina a la meta de devenir la vida misma».
Otro tanto y, naturalmente, en menor escala, se está haciendo en el teatro ruso. <<
[19]
Los materiales técnicos cinemáticos no son del todo soviéticos, ni mucho menos.
El número de «studios» es igualmente reducido. Sólo el 60 por 100 de las películas se
produce en talleres rusos, y menos aún con material ruso. Este material es, en su mayoría,
alemán, y muy poco yanqui. <<
[20]
Pareciera que aquí faltase un complemento circunstancial, alusivo al Museo
Politécnico (que se menciona en las últimas líneas de este capítulo). Así aparece la frase en
la edición madrileña, que hemos respetado por no existir ya los propios originales del autor.
(Nota de la Editora PERÚ NUEVO). <<
[21]
Hacia fines del «comunismo de guerra» en 1921, la producción industrial apenas
rendía el 20 por 100 de las cifras de 1913, y la producción agrícola, alrededor del 50 por
100. Sólo en 1921 la producción en general se restaura totalmente, llegando la industrial a
103,9 por 100 respecto de 1913, y la agrícola, a 106,5 por 100. A partir de 1927, la
economía nacional soviética entra de lleno en un período de reconstrucción al infinito. La
producción en rublos, en 1927, alcanza a 21,13 miles de millones de rublos; en 1931, llega
a 31,25, por 20,04 en 1913.
A las dificultades antes dichas hay que añadir dos de primera importancia: el atraso
de la técnica de producción rusa en 1913 y la desmesurada tarea de transformar las bases
más hondas del mecanismo económico zarista en otras radicalmente distintas: las bases
proletarias. «Cuanto más atrasado esté —decía Lenin— el país (Rusia) llamado por los
zigs-zags de la historia a inaugurar la revolución social, mas dificultades hay en pasar del
antiguo régimen capitalista al socialismo». Lenin alude a la última dificultad diciendo: «La
organización del registro y del control de las más grandes empresas, la transformación de
125
todo el mecanismo del Estado y de todo el mecanismo económico en una gran máquina, en
un organismo que trabaje de tal suerte que cientos de miles de hombres laboren con arreglo
a un plan, es la colosal misión organizadora que pesa en nuestros hombros». <<
[22]
Alude a la primera de las dificultades contenidas en la cita anterior de Lenin. <<
[23]
«Si el socialismo exige —decía, por ejemplo, Lenin, particularizando la cuestión
al tema cultural—; si el socialismo exige determinado nivel de cultura (aunque nadie puede
decir cuál sea concretamente ese nivel), ¿por qué no podríamos comenzar por conquistar
revolucionariamente las condiciones necesarias para ese nivel de cultura, a fin de ir luego,
ya en posesión del Poder y del régimen soviético o, hacia adelante y dejar atrás a los países
capitalistas?». <<
[24]
Al iniciarse el año 1931, la agricultura nacional se encuentra colectivizada en un
42 por 100, o sean 20 millones de hectáreas. Para fines de año, la colectivización abarcará
el 50 por 100. <<
[25]
Cada año el Soviet invierte grandes sumas en la construcción de locales para
escuelas. En 1930 se ha gastado 220 millones de rublos. <<
[26]
En la primera y única edición anterior de esta obra, publicada en vida del autor,
no aparece la línea de linotipo que, evidentemente, continuaba este periodo. Como no
existen originales mecanografiados de RUSIA EN 1931, hemos preferido dejar las cosas
como estaban, antes de añadir palabras de nuestra propia cosecha. (Nota de la Editora
PERÚ NUEVO). <<
[27]
La población escolar elemental rusa ha sido en 1930 de 13 500 000 alumnos, o
sea el 87 por 100 de los niños de edad escolar. El Plan Quinquenal prevé para fines de 1932
un alumnado de 15 000 000, es decir, la totalidad de niños de edad escolar. Esto costara un
gasto de 3000 millones de rublos. <<
[28]
Al lado de estas Universidades, cuyo espíritu es específicamente soviético,
existen muchas Universidades rigurosamente comunistas, tales como la Universidad
Zinovief, de Leningrado; las Universidades Oriental y Sverdlof, de Moscú; la Universidad
Artem, de Karkof, y otras. <<
[29]
A la caída del zar, el número de estudiantes universitarios era de 47 200, todos
nobles y burgueses. Hoy hay 160 000, de los cuales 120 000 aproximadamente son hijos de
obreros y campesinos. <<
[30]
Una institución muy importante a este respecto es la que consiste en el
sostenimiento que procuran los Sindicatos industriales a parte del alumnado universitario.
El estudiante se compromete a pasar, terminados sus estudios, a servir en el Sindicato que
le sostuvo en la Universidad. <<
[31]
En los últimos cinco años han pasado por las Facultades Obreras, a los centros
de cultura superior, 33 600 obreros y campesinos. El Estado gasta en estas Facultades
alrededor de 30 millones de rublos al año. <<

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