Kierkegaard Soren - O Lo Uno O Lo Otro - Un Fragmento de Vida PDF
Kierkegaard Soren - O Lo Uno O Lo Otro - Un Fragmento de Vida PDF
Kierkegaard Soren - O Lo Uno O Lo Otro - Un Fragmento de Vida PDF
Antes de entrar en los pormenores, los estudiosos hispanos del autor danés
tenemos que manifestar el asombro y hasta el sonrojo que provoca el pésimo trato
dado por los editores y traductores de lengua española a una obra tan encomiable.
Prescindiendo de valoraciones lingüísticas, lo que el lector tiene entre sus manos es la
primera traducción completa del texto al español. Nadie lo editó antes en su versión
íntegra. Si la suerte no sonrió mucho a Søren en vida, en este caso nadie le mostró un
rostro tan acre como los hispanoparlantes.
*
El texto del profesor Rafael Larrañeta que se reproduce aquí corresponde a un estadio intermedio de
su redacción. Valga su inclusión en calidad de Presentación a los volúmenes 2/1 y 2/2 de los Escritos
de Søren Kierkegaard como homenaje a su memoria
7
atribuyeron títulos tan variopintos y despistantes como Antígona. En medio de
semejante embrollo, la traducción de D. G. Rivero en la década de 1960, con el sobre-
nombre global de Obras y Papeles de Søren Kierkegaard, prometía ser —y en parte lo fue
— un gran paso hacia adelante. En favor de aquel traductor que debió trabajar en
solitario, como muchos de los que nos hemos entregado a la investigación de
Kierkegaard, es justo añadir que, en ese instante, era lo mejor que podía leerse en
castellano, y muchos simpatizantes y profesores accedieron a Kierkegaard a través de
ella. No hemos podido averiguar por qué razón no culminó la tarea, pero en cualquier
caso la editorial o el mismo traductor incurrieron en notables deficiencias: parcelar —
de nuevo— el presente escrito (como si hubiera una conjura universal contra esta pu-
blicación de Søren), mezclando partes del libro con diversos fragmentos o discursos
edificantes aislados, redistribuyendo los contenidos y acortando los párrafos largos
para darles —suponemos— un formato más «legible».
Pese a la gravedad del asunto, no ha sido ésta la razón que nos ha movido a una
nueva empresa traductora (nos hubiese bastado con emplear el manuscrito danés),
sino un empeño netamente investigador, es decir, el interés serio en que la imagen y
la obra de Kierkegaard no siga siendo campo de cultivo para las más insospechadas
interpretaciones filosóficas.
8
O LO UNO O LO OTRO UN FRAGMENTO DE VIDA
Editado
por
VICTOR EREMITA
Primera Parte
I O LO UNO O LO OTRO 9
UN FRAGMENTO DE VIDA
EDITADO
POR
VICTOR EREMITA1
Quizás te haya venido alguna vez a las mientes, querido lector, dudar un poco de
la exactitud de la conocida proposición filosófica: lo exterior es lo interior, lo interior, lo
exterior3. Quizás hayas tú mismo guardado un secreto acerca del cual sintieras, para
bien o para mal, que te era demasiado querido para iniciar a otros en él. Quizás tu vida
te haya puesto en contacto con gente acerca de la que intuyeras que éste era el caso,
sin que por ello ni tu poder ni tu encanto fueran capaces de poner de manifiesto lo
recóndito. Y aun en el caso de que nada de eso haya sucedido en ti y en tu vida,
quizás no seas ajeno a esa duda; ella ha sobrevolado de vez en cuando tu
pensamiento cual figura pasajera. Una duda como ésa viene y va, y nadie sabe de
dónde viene ni a dónde va4. Por mi parte, siempre he tenido una disposición herética
respecto a este punto de la filosofía y por ello me acostumbré ya desde el principio a
realizar yo mismo y lo mejor posible mis propias observaciones e investigaciones. He
buscado orientación en escritores cuya intuición al respecto compartía; en una
palabra, he hecho lo que obraba en mi poder a fin de compensar la añoranza que tras
de sí han dejado los escritos filosóficos. Paulatinamente, el oído se convirtió en el
sentido más preciado; pues así como la voz es la revelación de la interioridad
inconmensurable para el fuero externo, así también el oído es el instrumento mediante
el cual se capta la interioridad, el oído es el sentido mediante el cual ésta se apropia.
Cada vez que encontraba una contradicción entre lo que veía y lo que oía, se
reforzaba mi duda y mi deseo de observación se incrementaba. Un confesor está
separado del confesante por una reja; no ve, sólo oye. A medida que va oyendo, crea
un exterior que se corres-
ponde con ello; es decir, no entra en contradicción. Es distinto, en cambio, cuando
se ve y se oye a la par y se ve, sin embargo, una reja
entre uno mismo y el hablante. Mis esfuerzos por | hacer observaciones en este
sentido han sido, en lo que hace a sus resultados, muy variables. Ora he tenido la
suerte de mi lado, ora no, y la suerte es siempre pertinente para obtener algún
beneficio por estos caminos. Sin embargo, no perdía nunca las ganas de proseguir con
mis investigaciones. Si en alguna contada ocasión he estado a punto de arrepen- tirme
de mi perseverancia, en otra un inesperado golpe de azar ha colmado mis esfuerzos.
Un inesperado azar como ése fue lo que del modo más curioso me puso en posesión
de los papeles que, por la presente, tengo el honor de ofrecer al público lector. En
estos papeles he tenido la oportunidad de echar una ojeada a la vida de dos personas,
y ello reforzó mi duda acerca de que lo exterior sea lo interior. Esto vale en especial
para una de ellas. Su exterior estaba en perfecta contradicción con su interior.
También para el segundo esto vale hasta cierto punto, por cuanto escondía un
significativo interior bajo un exterior insignificante.
Pero, a fin de poner el asunto en regla, mejor será que explique primero cómo he
llegado a estar en posesión de estos papeles. Hace ahora unos siete años estaba yo en
un anticuario, aquí, en la ciudad, y reparé en un secreter que atrajo mi atención ya
desde el primer momento en que lo vi. No era una obra moderna, estaba bastante
usado, pero me cautivó. Explicar la razón de esta impresión me resulta imposible, pero
es seguro que la mayoría habrá experimentado algo similar en su vida. Mi camino
diario me llevaba al anticuario y a su secreter y ni un solo día, al pasar por allí, dejé de
fijar mis ojos en él. Poco a poco, el secreter fue adquiriendo en mí una historia; se me
convirtió en una necesidad ir a verlo, y con este fin, si era necesario tomar otro
camino, no vacilaba en dar un rodeo por su causa. A medida que lo miraba,
despertaba también en mí el deseo de poseerlo. Sentía perfectamente que se trataba
de un deseo particular, pues no tenía necesidad alguna de ese mueble, cuya
adquisición era una prodigalidad por mi parte. Pero el deseo, como se sabe, es muy
sofístico. Fui a hacer un recado al local del anticuario, pregunté por otras cosas y,
cuando ya me iba, hice, como quien no quiere la cosa, una exigua oferta por el
secreter. Pensé que posiblemente el anticuario accedería al trato. Cabía la posibilidad
de que lo dejara caer en mis manos. Ciertamente no era a causa del dinero por lo que
yo me conducía de ese modo, sino por una cuestión de conciencia. | No salió bien; el
anticuario no dio su brazo a torcer. Durante un tiempo seguí pasando por allí cada día
y mirando con enamorados ojos el secreter. Debes tomar una determinación,
pensé, supon que lo vende, y entonces será demasiado tarde; aunque lograras
hacerte de nuevo con él, nunca más te causaría la misma impresión. Mi corazón latía
con fuerza al entrar en el anticuario. Quedó comprado y pagado. Que sea la última
vez, pensé, que eres tan pródigo; sí, es una suerte que lo hayas comprado, pues
cuanto más lo mires, más pensarás lo pródigo que has sido; con el secreter debe
empezar un nuevo apartado de tu vida. ¡Ay! El deseo es muy elocuente y los buenos
propósitos están siempre a mano.
Sin embargo, se hacía necesario dar con una expresión más breve con la que
designar a los dos autores. Con ese fin recorrí de cabo a cabo los papeles con sumo
cuidado, sin encontrar nada o poco menos que nada. En lo que atañe al primer autor,
el estético, no hay ni una sola información acerca de él. En lo que atañe al segundo, al
que escribe cartas, nos percatamos de que se llama Wilhelm, que es ase-
sor en los tribunales, aunque no se especifique en qué tribunal. Si hubiera de
ajustarme rigurosamente a lo histórico y llamarle Wilhelm, me faltaría una
denominación correspondiente para el primer autor; me vi en la obligación de darle un
nombre arbitrario. Y por ello preferí llamar al primer autor Λ y al segundo B.
Amén de los tratados más amplios, había entre estos papeles una multitud de
recortes en los cuales se habían escrito aforismos, estallidos líricos, reflexiones. La
caligrafía mostraba de antemano que pertenecían a A; el contenido lo confirmaba.
Dediqué mis esfuerzos a ordenar los papeles de la mejor manera posible. Con los
papeles de B resultó bastante fácil hacerlo. Una carta presupone la otra. Uno
encuentra en la segunda carta una cita de la primera; la tercera carta presupone las
dos anteriores.
Ordenar los papeles de A no fue tan fácil. Por eso dejé que la casualidad
determinase el orden, es decir, que dejé que conservaran el orden en el que los había
encontrado, naturalmente sin poder decidir si este orden tiene un valor cronológico o
un significado ideal. Los recortes yacían sueltos en el repositorio y por eso me vi
obligado a asignarles un lugar. Van en primer lugar porque me pareció que así serían
mejor contemplados como un destello anticipado de lo que se desarrolla con mayor
consistencia en los artículos más amplios. Los llamé Διαψαλματα6 y añadí como una
especie de lema: ad se ipsum la sí mismo]7. Este título y el lema son en cierto modo
míos y, con todo, no son míos. Son míos por cuanto que han sido utilizados para la
compilación; por el contrario, pertenecen a A, pues en uno de los recortes había sido
escrita la palabra Διαψαλμα y en otros dos de ellos, las palabras ad se ipsum. También
he mandado imprimir en el reverso del frontispicio un verso francés, situado | encima
de uno de estos aforismos, de igual modo que a menudo lo ha hecho el mismo
Dado que la mayor parte de estos aforismos son de estilo lírico, pensé que
resultaba bastante adecuado emplear el término Διαψαλμα como título principal. En
caso de que el lector lo considere una elección desafortunada, debo confesar en honor
a la verdad que se trata de un hallazgo mío y que sin duda el término habría sido
empleado con gusto por el mismo A para el aforismo encima del cual se encontraba.
En la ordenación de los aforismos me he dejado llevar por la casualidad. Me pareció
muy bien que las diversas manifestaciones a menudo se contradijeran, pues esto
condice esencialmente con la atmósfera; me pareció que agruparlos de manera que
las contradicciones fuesen menos obvias no merecía la pena. Seguí a la casualidad y
es también una casualidad lo que atrajo mi atención sobre el hecho de que el primer y
el último aforismo en cierto modo se correspon-
dan, pues es como si uno expusiera el sentimiento de dolor que radica en ser
poeta, y el otro gozara de la satisfacción que radica en tener siempre la risa de su
parte.
a tirarse a los brazos de uno, con sólo oír tan seductor nombre: ¡un seductor!
Dadme medio año y os proporcionaré una historia que será más interesante que nada
de lo que hasta ahora he experimentado.
Me imagino que una chica joven, fuerte, ingeniosa, tiene la inusual idea de vengar
al bello sexo en mí. Tiene la intención de forzarme, de hacerme degustar desdichados
dolores de amor. Pues bien, esto es una chica para mí. ¿Que no se las apaña lo
suficiente? Ya le echaré yo una mano. Me retorceré como la anguila de los
molnienses9. Y cuando la haya llevado al punto que quiero, entonces será mía».
Bien, pero, quizás haya abusado ya de mi posición como editor cargando a los
lectores con mis observaciones. La ocasión me servirá de excusa; pues, si me he
dejado arrebatar, fue en ocasión de la irregularidad de mi posición, causada por el
hecho de que A se denomina sólo editor, no autor, de este relato.
Lo que, por lo demás, tengo que añadir sobre este relato puedo hacerlo sólo en
calidad de editor. Justo en este relato creo encontrar una determinación temporal. En
el diario encuentra uno alguna que otra fecha; lo que por el contrario falta es el año.
En esta medida, me parece que no se puede llegar muy lejos; sin embargo, tras
considerar en detalle cada una de las fechas, creo | haber encontrado una seña. 18
Qué duda cabe que es cierto que todos los años tienen un 7 de abril, un 3 de julio, un
2 de agosto, etc.; pero de ello no se sigue en modo alguno que el 7 de abril caiga cada
año en martes. He hecho mis cálculos y he llegado a la conclusión de que esta
determinación coincide con el año 1834. Si Λ pensó en ello, no puedo decidirlo, pero
me cuesta creerlo, pues entonces no habría sido tan comedido como ha sido. En el
diario tampoco consta: lunes, 7 de abril, etc.; simplemente consta: 7 de abril; la misma
pieza comienza: «Entonces, el lunes», con lo cual la atención se dispersa, pero
releyendo el escrito al que corresponde esta fecha, uno ve que debe de haber sido un
lunes. En lo tocante a este relato, dispongo de una determinación temporal; en
cambio, todos los intentos que, basándome en ella, he llevado a cabo hasta ahora a fin
determinar el tiempo para el resto del ensayo, han fracasado. Podría haberle asignado
el tercer lugar, pero, como he dicho más arriba, he preferido que mandara la
casualidad y que todo permaneciese en el orden en que lo encontré.
lor que radica en haber hecho algo equivocado cuando uno deseaba hacerlo bien.
Al punto al que he llegado ahora llegué hace ya cinco años; ordené los papeles del
modo en que están todavía ordenados; tomé la determinación de llevarlos a publicar a
la imprenta, aunque opiné que era mejor esperar algún tiempo. Consideré que cinco
años era un spatium [lapso] adecuado. Esos cinco años han pasado y comienzo donde
lo dejé. No hace ninguna falta que asegure a los lectores que no he escatimado
medios para ponerme sobre la pista de los escritores. El anticuario no llevaba ningún
libro de cuentas, ya se sabe que esto sucede raramente entre anticuarios, y no sabía a
quién había comprado aquel mueble; le parecía que lo había comprado en una subasta
de descarga. Me guardaré de explicar al lector la multiplicidad de infructuosos intentos
que me han ocupado tanto tiempo, sobre todo porque su recuerdo me es
desagradable. En su resultado, por el contrario, puedo iniciar con toda brevedad al
lector, pues el resultado fue del todo nulo.
Otro reparo que tuve era en y de por sí menos relevante, bastante fácil de
desechar, y ha sido desechado de un modo aún más sencillo del que había pensado.
Me vino a la cabeza que estos papeles podían llegar a ser un objeto pecuniario. Es
cierto que me parecía justificado que yo obtuviese unos mínimos honorarios por mis
desvelos como editor; pero los honorarios de escritor me parecían demasiado grandes.
Así como, en La dama blanca113, los rectos labriegos escoceses resuelven comprar la
hacienda y cultivarla para después regalarla a los condes de Enevel por si alguna vez
hubieran de retornar, así resolví yo poner mis honorarios en una cuenta, para que si
alguna vez los desconocidos escritores daban señales de vida, pudiera yo dárselo todo
con las rentas y con las rentas de las rentas. En el caso de que el lector no se haya
convencido aún, dada mi completa torpeza, de que no soy un escritor ni tampoco un
literato que hace de la edición una profesión, la ingenuidad de este razonamiento
eliminará seguramente todas las dudas. Aquel reparo se deshizo también con gran
facilidad, pues incluso los honorarios de escritor en Dinamarca no equivalen a una
hacienda, es decir, que los desconocidos habrían de permanecer lejos durante largo
tiempo para que sus honorarios, incluso con las rentas y las rentas de las rentas
llegaran a convertirse en objeto pecuniario.
Lo único que faltaba ahora era dar a estos papeles un título. Podía llamarlos
papeles, papeles legados, papeles encontrados, papeles extraviados, etc. Como es
sabido, hay múltiples variantes, pero ninguno de estos títulos podía satisfacerme. Por
ello, a la hora de decidir el título me he tomado una libertad, me he permitido un
engaño y aho-
tor. Por eso añadiré una par de palabras con parca pluma. Seguro que A no
tendría nada que objetar a la publicación de los papeles; probablemente increparía al
lector: «Léelos o no los leas, en ambos casos te arrepentirás». Más complicado es
decidir lo que diría B. Quizás me haría | algún que otro reproche, en especial en lo
referente a la 22 publicación de los papeles de A; me haría sentir que no tenía parte
alguna en ellos, que podría lavarse las manos. Una vez hecho esto, quizás se referiría
al libro con estas palabras: «Bien, pues, adéntrate en el mundo, evita, en la medida de
lo posible, la atención de la crítica, visita a un solo lector en una hora benevolente y, si
toparas con una lectora, yo diría: mi encantadora lectora, en este libro encontrarás
algunas cosas que quizás no deberías saber y otras de las que te resultará provechoso
enterarte; así que lee unas cosas de modo que tú, habiéndolas leído, seas como quien
no las ha leído, y lee las otras de modo que tú, habiéndolas leído, seas como quien no
ha olvidado lo leído». En calidad de editor, quiero sólo añadir un deseo, que el libro
encuentre al lector en una hora benevolente y que la encantadora lectora logre seguir
meticulosamente el bienintencionado consejo de B.
Noviembre de 1842
EL EDITOR
ΔΙΑΨΑΛΜΑΤΑ14
ad se ipsum.15 [a sí mismo]I Grandeur, savoir, renomée, Amitié, plaisir et bien,
Tout n´est que vent, que fumée: Pour mieux dire, tout n´est rien.
[Grandeza, saber, renombre, Amistad, placer y bien,
Todo no es sino aire, sino humo: Mejor dicho, todo es nada.]16¿Qué es un poeta?
Un ser desdichado que esconde profundos tor- 27 mentos en su corazón, pero cuyos
labios están formados de tal modo que, desbordados por el suspiro y por el grito,
suenan cual hermosa música. Con él sucede lo que con aquellos desdichados que en el
toro de Falaris17 eran torturados poco a poco, a fuego lento, y cuyos gritos no llegaban
a oídos del tirano para su terror; a él le sonaban a dulce música. Y la gente se agolpa
rodeando al poeta y le dice: vuelve a cantar pronto; es decir: ojalá atormenten nuevos
sufrimientos tu alma y ojalá sigan formados los labios como hasta ahora, pues el grito
nos angustiaría, pero la música... ésa sí que es celestial. Y los críticos literarios se
presentan diciendo: es cierto, así debe ser a tenor de los cánones de la estética. Ahora
bien, ni que decir tiene que un crítico se parece a un poeta como un huevo a otro
huevo, salvo que aquél no aloja tormentos en su corazón, ni música en los labios. He
aquí por qué prefiero ser porquero en Amagerbro18 y que me entiendan los cerdos a
ser poeta y que la gente no me entienda.
I Mira que son injustos los hombres. Nunca hacen uso de las 28 libertades de que
disponen, sino que exigen aquellas de que carecen; disponen de libertad de
pensamiento, exigen libertad de expresión.
Hay cierta monserga argumentativa que, por ser infinita, guarda la misma
relación con la conclusión que la que guardan las inabarcables series de reyes egipcios
con el lucro histórico.
Cuando uno advierte con qué hipocondríaca lucidez descubrieron los antiguos
ingleses la ambigüedad en la que se funda la risa, se acongoja por fuerza ante ello. En
este sentido, el doctor Hartley ha señalado: Daß wenn sich das Lachen zuerst bei Kindern
zeiget, so ist es ein entstehendes Weinen, welches durch Schmerz erregt wird, oder ein
plöztlich gehemmtes und in sehr kurzen Zwischenräumen wiederholtes Gefühl des
Schmerzens. [Que cuando la risa aparece por primera vez en los niños, se trata de un
llanto incipiente, provocado por un dolor, o de una sensación de dolor súbitamente
inhibida y que se repite a cortos intervalos de tiempo.] (Cf. Flögel, Geschichte der co-
mischen Litteratur [Historia de la literatura cómica] 1 B, p. 50.) ¿Qué ocurriría si todo en
el mundo fuese un malentendido? i ¿Y si la risa fuese en realidad llanto?20!
I Cornelio Nepote cuenta de un general que, sitiado en una for- 30 taleza con una
notable caballería, mandaba azotar a los caballos cada día para que no se viesen
perjudicados por tanta inactividad: así vivo yo en estos tiempos, como un sitiado; mas
para no verme perjudicado por tanta inactividad, me canso de llorar.
Por eso es Aladino tan vigorizante, porque esta pieza tiene una audacia genial e
infantil con respecto a los deseos más frívolos. ¿Cuántos puede haber en nuestro
tiempo que osen desear, ansiar y apelar a la Naturaleza ni con el bitte, bitte [por favor,
por favor] de un niño modoso, ni con la furia de un individuo abatido? ¿Cuántos hay
que, movidos por eso de lo que tanto se habla en nuestro tiempo, que el ser humano
ha sido creado a imagen de Dios, dispongan de la verdadera voz de mando? ¿O acaso
no hacemos todos profundas reverencias, como Nuredino, temerosos de pedir
demasiado o demasiado poco? ¿O acaso no acaba siendo reducido poco a poco todo
requeri-
Tímido como un schevá23, débil y desoído como un daguesb lene24, me siento como
una letra impresa al revés en la línea, y, sin embargo, descomedido como un magno
pachá con el rango de tres colas de caballo, celoso de mí mismo y de mis
pensamientos como el banco emisor de sus billetes, y por encima de todo tan
reflexionado en mí mismo como un pronomen reflexivum cualquiera. Y es que si valiese
para las penas lo que vale para las buenas obras hechas a conciencia, que quienes las
hacen reciben su recompensa25, si esto valiese para las 31 penas, yo sería | el más
feliz de los hombres, ya que me anticipo a todas las preocupaciones y, con todo, éstas
persisten.
¡Qué extraña tristeza sentí al ver a aquel pobre hombre arrastrarse por las calles
en un gastadísimo gabán de color verde claro amarillento! Sentí pena por él; pero, con
todo, lo que más me conmovió fue que los colores de ese gabán evocaran vivamente
en mí las primeras producciones de mi infancia en el noble arte de la pintura. Y es que
ése era precisamente uno de mis colores favoritos. ¿No es una lástima que tales
mezclas cromáticas, que todavía me es muy grato recordar, no se encuentren ya en la
vida? Todo el mundo las encuentra llamativas, extravagantes, sólo aplicables a las
baratijas nurem- burguesas28. Y encima, si en alguna ocasión uno topa con ellas, el
encuentro siempre es tan desafortunado como éste. Siempre tiene que tratarse de un
débil mental o de un mutilado, en una palabra, de uno que no encaja en la vida y al
cual el mundo no quiere admitir. ¡Y
yo que siempre pintaba los ropajes de mis héroes con este eternamente
inolvidable matiz de amarillo verdoso! ¿No sucede esto mismo con todas las mezclas
cromáticas de la infancia? ¡Ese tinte que la vida tenía entonces acaba siendo
demasiado intenso para nuestra esmerilada retina, demasiado llamativo!
I ¡Ay! La puerta de la dicha no se abre hacia dentro, de tal mane- 32 ra que uno
pudiera abrirla de un empujón lanzándose sobre ella, sino hacia fuera; por eso no hay
nada que hacer.
Valor tengo para dudar, creo en todo; tengo valor para luchar, creo en virtud de
todo; mas no tengo valor para comprender nada plenamente, ni valor para poseer,
para ser dueño de nada. La mayoría se lamenta de que el mundo sea tan prosaico, de
que en la vida no suceda como en las novelas, en donde las circunstancias son
siempre tan favorables. Yo me lamento de que en la vida no sea como en las novelas,
donde hay padres severos, duendes y ogros contra los que luchar, así como princesas
encantadas a las que liberar. ¿Qué son todos estos enemigos juntos frente a las
pálidas, exangües, tenaces y noctámbulas figuras con las que lucho y a las que yo
mismo doy vida y existencia?
¡Cuán estériles son mi alma y mi pensar y, sin embargo, cuán mortificados sin
cesar por fútiles dolores lascivos y penosos! ¿No se soltará nunca la lengua de mi
espíritu29? ¿Balbucearé siempre? Lo que necesito es una voz penetrante como la
mirada de Linceo, aterrorizante como el suspiro del gigante, persistente como el
sonido de la Naturaleza, burlona como un rociado soplo de aire, malvada como el
desalmado desdeño del eco, que abarque desde el bajo más profundo hasta el más
penetrante do de pecho, modelado desde un sacramente blando susurro30 hasta la
energía de la furia. Esto es lo que necesito para respirar, para lograr pronunciar lo que
yace en mi mente, para sacudir las entrañas tanto del enfado como de la simpatía.
Mas mi voz es simplemente ronca cual grito de gaviota o apagada como la bendición
en los labios del mudo.
¿Qué estará por venir? ¿Qué nos deparará el futuro? No lo sé, no presiento nada.
Cuando una araña se precipita desde un punto fijo hacia sus fines, todo lo que ve ante
sí es un espacio vacío en donde no puede hacer pie por mucho que patalee. Esto me
sucede también a mí; siempre ante un espacio vacío, aquello que me empuja hacia |
33 adelante es un fin situado tras de mí. Esta vida avanza a contrapelo y es espantosa,
no puede soportarse.
Sin duda es el primer período del enamoramiento la época más bella; en cada cita
cada mirada se hace de algo nuevo con lo que ilusionarse.
Mi contemplación de la vida carece por completo de sentido. Supongo que un
espíritu maligno ha colocado un par de anteojos sobre mi nariz, una de cuyas lentes
agranda en desmesura, mientras que la otra empequeñece según igual medida.
De entre todas las cosas ridiculas, se me antoja que lo es en grado sumo ir con
prisas por el mundo, ser un hombre pronto para comer y pronto para obrar. Por ello,
cuando veo una mosca posarse en el momento decisivo sobre la nariz de un hombre
de negocios, o que éste es salpicado de barro por un carruaje que lo adelanta a una
velocidad incluso superior a la suya, o que el puente de Knippel32 se levanta, o que una
teja le cae encima desde arriba y lo mata, me río desde lo más hondo de mi corazón33.
¿Y quién podría contener la risa? ¿Qué llevan a cabo a fin de cuentas estos atareados
presurosos? ¿No sucede con ellos lo que con aquella señora, que, turbada porque la
casa ardía en llamas, salvó las tenazas de la chimenea? ¿Acaso salvan ellos algo más
del gran incendio de la vida?
Si algo me falta es paciencia para vivir. No soy capaz de ver cómo crece la
hierba , y, no pudiendo hacerlo, no me apetece en absoluto 34 mirarlo. Mis opiniones
34
ahora, los inocentes placeres de la vida. Una cosa hay que concederles, que sólo
tienen un fallo: ser tan inocentes. Además, hay que disfrutarlos con moderación.
Cuando mi doctor me prescribe una dieta, lleva toda la razón, así que me abstengo de
determinados manjares durante cierto tiempo determinado; pero ser dietético para se-
guir una dieta, eso es realmente pedir demasiado.
La vida se me antoja un brebaje amargo que, sin embargo, debe ser consumido
como a gotas, despacio, sin perder la cuenta.
Nadie vuelve del reino de los muertos, nadie ha entrado al mundo sin llorar; nadie
le pregunta a uno cuándo quiere entrar y nadie cuándo quiere salir.
¿Que para qué sirvo? Pues para nada y para cualquier cosa. Se trata de una
inusual aptitud. ¿Acaso será ésta premiada en la vida? Quién supiera si encuentran
trabajo las jóvenes que buscan emplearse como chicas para todo o si, en su defecto,
se emplean para cualquier cosa.
Misterioso debe serlo uno no sólo para los otros, sino también para sí. Me estudio
y me estudio, y cuando me canso de ello, me fumo un puro para dejar pasar el tiempo
y pienso: Dios sabrá lo que nuestro Señor se ha propuesto en definitiva conmigo, o lo
que de mí quiere hacer.
No hay parturienta que albergue deseos más peculiares e impacientes que yo.
Dichos deseos conciernen ora a los asuntos más insignificantes, ora a los más
elevados, pero todos ellos gozan por igual de la momentánea pasión del alma. En este
preciso instante deseo un plato de gachas de alforfón. Recuerdo de mis años escolares
que comíamos gachas de alforfón todos los miércoles. Recuerdo cuán blancas y
brillantes habían sido preparadas, cómo me sonreía la manteca, cuán caliente era el
semblante de las gachas, cómo estaba yo de hambriento y de impaciente a la espera
de obtener permiso para comenzar. ¡Qué plato ése de gachas de alforfón! Por él daría
más que mi primogenitura36.
El hechicero Virgilio accedió a ser despedazado e introducido en un puchero para
hervir durante ocho días y, así, a lo largo de este proceso, rejuvenecer. Encargó a otro
estar atento a que nadie mirase dentro del puchero. Pero dicho cuidador no pudo por
su parte resis- 36 tir la tentación y, por mirar antes de | tiempo, Virgilio desapareció
dando un grito, como un niño pequeño37. Yo debo de haber mirado también antes de
tiempo dentro de la olla, dentro de la olla de la vida y del desarrollo histórico; y no
parece que vaya a llegar a mucho más que a ser un niño.
tos de pasión. Los pensamientos de las personas son débiles y frágiles como
encajes y ellas mismas, patéticas como encajeras. Los pensamientos de sus corazones
son demasiado mediocres como para ser pecaminosos. Quizás si un gusano abrigase
tales pensamientos podría ser considerado un pecado, pero no tratándose de una
persona, que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. Sus placeres son
recatados e indolentes, sus pasiones están adormiladas; tales almas mercantiles
cumplen con sus deberes, aunque, eso sí, como los judíos se permiten cercenar la
moneda38; son de la opinión de que, por más que nuestro Señor lleve tan
escrupulosamente las cuentas, es posible engañarle un poco y salir bien parado.
¡Vergüenza debería darles!
Por ello mi alma retorna siempre al Antiguo Testamento y a Shakespeare. Ahí se
siente al menos que los que hablan son seres humanos; ahí se odia, se ama, se
asesina a los enemigos, se condena a la propia descendencia y a toda la estirpe; ahí
se peca.
I Así es como reparto mi tiempo. La mitad del tiempo duermo, la 37 otra mitad
sueño; cuando duermo nunca sueño, sería una lástima, pues dormir es la mayor de las
genialidades.
Ser una persona perfecta es sin duda lo más alto. Acaban de salir- me callos; eso
ya es algo.
La mayoría de las personas corren tan aprisa tras el goce, que lo dejan atrás. A
ellas les sucede lo que le sucedió a aquel enano que
Mi alma es tan pesada que ya no hay pensamiento que pueda soportarla, ni que
pueda elevarla hasta el éter. Si se mueve, consigue sólo arrastrarse, como los pájaros
que vuelan raso cuando el viento amenaza tormenta. Sobre mi ser más íntimo incuba
una congoja, una angustia que presiente un terremoto.
¡Cuán vacía y fútil es la vida! Uno entierra a una persona, la acompaña hasta la
sepultura y le lanza tres paladas de tierra; sale del cementerio y vuelve a casa en
carruaje; y se consuela con que a uno le queda una larga vida por delante. Pero ¿cuán
largos son siete años multiplicados por diez? ¿Por qué no se les da fin de una vez por
todas? ¿Por qué no permanece uno ahí fuera, desciende a la tumba y se juega a
suertes quién ha de soportar la desdicha de seguir vivo hasta el final, de lanzar las tres
paladas de tierra sobre el último fallecido?
O bien son infieles, y esto ya no es cuidado mío, o bien son fieles. Si yo diese
con una de éstas, me complacería por tratarse de una rareza; por la extensión
temporal no me complacería, ya que, o bien ella continuaría siendo fiel, y entonces yo,
viéndome obligado a seguir con ella, me convertiría en víctima de mi propio afán
experimental,
o bien llegaría el momento en que ella dejaría de ser fiel, y entonces yo estaría de
nuevo en las mismas.
¡Miserable destino! En vano maquillas como una vieja furcia tu surcado rostro, en
vano haces ruido con cascabeles de bufón; me
Estos dos conocidos toques de violín... Estos dos conocidos toques de violín aquí,
en este preciso instante, en medio de la calle. ¿Acaso he perdido la razón? ¿Será mi
oído que, por amor a la música de Mozart, ha desistido de oír? ¿Quizás los dioses me
recompensan ofreciéndome a mí, desdichado, apostado cual mendigo a la puerta del
templo, un oído que recita lo que oye? Sólo estos dos toques de violín; pues ahora no
oigo nada más. Igual que se evadían de las profundas notas corales en aquella
inmortal obertura, ellos se desmarañaban aquí del ruido y del murmullo callejeros: con
toda la sorpresa de una revelación. — Tiene que ser por aquí cerca; sí, pues ahora oigo
las ligeras notas de la danza. — Así que es a vosotros, infeliz pareja de artistas, a
quienes debo esta alegría. — Uno de ellos apenas tenía diecisiete años, vestía un
abrigo verde de calmuco con grandes botones de hueso. El abrigo era demasiado
grande para él. Sujetaba el violín muy apretado bajo el mentón; el gorro calado hasta
los ojos; su mano se escondía en un guante sin dedos, los dedos estaban rojos y azules
del frío. El otro era mayor, vestía un gabán. Ambos eran ciegos. Una niña, que
probablemente los guiaba, estaba en pie delante de ellos con las manos bajo la
bufanda. Poco a poco llegamos a ser varios los admiradores reunidos alrededor de
dichas notas: un cartero con su valija de correo, un niñito, una sirvienta, un par de
truhanes. Los carruajes señoriales circulaban ruidosos, las carretillas ahogaban
aquellas notas que sólo a intervalos sobresalían por encima suyo. Infeliz pareja de
artistas ¿ya sabéis que dichas notas albergan todas las magnificencias del mundo? —
¿Acaso no parecía todo esto una cita?
Sucedió una vez en un teatro que se prendió fuego entre bastidores. El payaso
acudió para avisar al público de lo que ocurría. Creyeron que se trataba de un chiste y
aplaudieron; aquél lo repitió y ellos rieron aún con más fuerza42. De igual modo pienso
que el mundo se acabará con la carcajada general de amenos guasones creyendo que
se trata de un chiste.
I ¿Cuál es, en resumidas cuentas, el sentido de esta vida? Si uno 40 divide a las
personas en dos grandes clases, puede afirmar que unas trabajan para vivir, mientras
que las otras no tienen esa necesidad. Ahora bien, trabajar para vivir no puede ser el
sentido de la vida, pues es una contradicción que procurar las condiciones sea la res-
puesta a la pregunta por el sentido de la vida, que se ve condicionado por ellas. La
vida del resto no goza tampoco en general de ningún sentido salvo el de consumir las
condiciones. Si así lo prefiere, uno puede
decir que el sentido de la vida es morir, mas esto parece ser de nuevo una
contradicción.
Por descontado que no soy yo el dueño de mi vida, pues soy un hilo más que ha
de entretejerse en el cotón de la vida43. Ahora bien, aunque no puedo tejer, puedo, eso
sí, cortar el hilo.
Es harto curioso que uno logre hacerse una idea de la eternidad mediante los dos
opuestos más terribles. Cuando pienso en aquel infeliz tenedor de libros que,
desesperado por haber hundido un comercio tras contar en una suma que 6 y 7 son
14, perdió la razón; cuando le imagino repitiéndose a sí mismo, indiferente a todo y un
día tras otro, que 7 y 6 son 14, entonces obtengo un retrato de la eternidad. Cuando
imagino una belleza femenina en un harem descansando sobre un sofá con todo su
encanto, sin preocuparse por nada en el mundo, tengo ante mí una nueva
personificación de la eternidad45.
Para mí nada hay más peligroso que recordar. En cuanto recuerdo circunstancias
de la vida, éstas se extinguen. Se dice que la separación contribuye a refrescar el
amor. Es del todo cierto, pero lo refresca de un modo puramente poético. Vivir en el
recuerdo es la forma de vida más plena imaginable, el recuerdo satisface mucho más
que cualquier realidad y posee la seguridad que ninguna otra realidad ofrece. Las
circunstancias de la vida que se recuerdan forman entonces parte de la eternidad y ya
no tienen interés temporal alguno.
Si alguien debe guardar un diario, ése soy yo, para echarle una mano a mi
memoria. Me sucede a menudo que, tras cierto período de tiempo, acabo olvidando
por completo las razones que me movieron a esto o a aquello, y no sólo a propósito de
pequeñeces, sino también de pasos mucho más decisivos. Si por fin caigo en la susodi-
cha razón, en ocasiones resulta | tan extraña que ni yo mismo estoy 42 dispuesto a
creer que ésa sea la razón. Dicha duda se disiparía si tuviese algún escrito al que
agarrarme. De suyo, una razón ya es una cosa extraña; si la analizo con ahínco, crece
hasta convertirse en una enorme necesidad capaz de mover cielos y tierra; en
ausencia de pasión, la vilipendio con desdén. Desde hace ya un tiempo vengo espe-
culando sobre cuál debió de ser en rigor la razón que me movió a renunciar a mi plaza
de profesor adjunto. Cuando pienso en ello ahora, considero que aquél era un empleo
a mi medida. Hoy mismo lo he visto claro: la razón era justamente que no podía sino
considerarme idóneo para aquel puesto. Si hubiese perseverado en mi cargo, no
habría tenido nada que ganar y sí todo que perder. Por ello estimé correcto abandonar
mi puesto y obtener un contrato en una compañía de teatro ambulante, porque no
tenía talento alguno y, así, todo que ganar.
Se requiere sin duda una gran dosis de ingenuidad para creer que gritar y
vociferar en este mundo sirve de algo, como si el propio destino hubiese de verse
modificado con ello. Uno lo toma tal como viene, dejándose de formalidades. Cuando
siendo yo aún joven acudía a una casa de comidas, solía decirle al mozo: que sea un
buen trozo, un muy buen trozo del espinazo y no muy graso. Es poco pro-
bable que el mozo oyese mi grito, y aún menos que le prestase atención, y aún
menos que mi voz invadiese la cocina e influyese en el trinchante; pero es que de
suceder todo esto, seguiría siendo poco probable que diese con un trozo tan bueno en
el asado entero. Ahora ya no grito.
La tendencia social y la bonita simpatía que la acompaña están cada vez más
extendidas. En Leipzig se ha formado un comité que, por simpatía con el triste final de
los caballos viejos, ha resuelto comérselos47.
¿Qué me ata? ¿De qué estaba hecha la cadena con la que ataron al lobo Fenris? A
éste le horrorizaba el ruido que hacen las patas del gato al caminar por el suelo, la
barba de mujer, las raíces de los riscos, la hierba del oso, el aliento de los peces y la
saliva de las aves51. Así estoy yo también, atado a una cadena de oscuras
alucinaciones, de angustiantes sueños, de inquietantes pensamientos, de recelosos
presentimientos, de inexplicados miedos. Esta cadena es «muy flexible y suave como
la seda, cede ante una fortísima tensión y es imposible desgastarla hasta romperla»52.
I Mi vida es como una noche eterna; cuando muera, podré decir con Aquiles:
Mi vida carece por completo de sentido. Cuando paso revista a sus distintas
épocas, sucede con ella lo que con el término Schnur en la enciclopedia, a saber, que
en primer lugar significa «cordón» y en segundo «nuera»56. Sólo faltaba que el término
Schnur significase en tercer lugar «camello» y en cuarto, «plumero».
—Νικίας: εγωγε
¿Por qué no nací en Nyboder68? ¿Por qué no fallecí siendo aún un niño? De ser así,
mi padre me habría metido en un pequeño ataúd y, tomándome bajo el brazo, una
mañana de domingo habría cargado conmigo hasta la sepultura69 y hasta lanzado
tierra y pronunciado a media voz un par de palabras comprensibles sólo para él70. Sólo
a la venturosa Antigüedad podía ocurrírsele dejar que los niños pequeños llorasen en
el Elíseo por haber fallecido tan pronto71.
Nunca he sido alegre; con todo, siempre ha dado la impresión de que la alegría
me acompañaba, de que los ligeros geniecillos de la alegría danzaban a mi alrededor,
invisibles para los demás aunque no para mí, cuya mirada resplandecía de júbilo.
Cuando feliz y alegre como un dios paso ante las gentes y éstas envidian mi felicidad,
me río; pues yo desprecio a la gente y me desquito. Nunca he deseado hacer mal a
nadie, pero siempre he dado la impresión de que cualquier persona que se me
acercase iba a ser ultrajada y agraviada. Cuando oigo a otros alabar su fidelidad, su
honradez, me río; pues yo des-
Allí donde no llejan los rayos del sol, llegan, en cambio, las notas. Mi habitación es
sombría y lóbrega, un alto muro mantiene la luz
del día casi alejada. Debe de ser en el patio vecino, probablemente un músico
ambulante. ¿De qué instrumento se trata? ¿De una zampo- ña?... ¿Qué estoy oyendo?
— El minuetto de Don Juan74. Bien, pues ¡vamos! llevadme una vez más con vosotras,
fecundas e intensas notas, al corro de las jovencitas, al placer de la danza. — El
boticario75 repica en su mortero, la joven refriega su puchero, el mozo de caballos
almohaza su alazán y sacude la almohaza sobre los adoquines; sólo para mí suenan
estas notas, sólo a mí me hacen señas. ¡Oh! ¡Gracias, quienquiera que seas, gracias!
Mi alma es tan fecunda, tan saludable y está tan ebria de alegría.
Mi pena es, sí, mi castillo77, que cual nido de águilas tiene su sede allí en lo alto,
en la cima de las montañas, entre las nubes; nadie puede expugnarlo. Desde él
desciendo volando a la realidad y capturo mi presa, mas no permanezco allí, sino que
traigo a mi presa a casa y esta presa es una imagen que entretejo en los tapices de mi
castillo.
Ahí vivo como un difunto. Todo aquello que ha sido experimentado lo sumerjo en
el bautismo del olvido para la eternidad del recuerdo. Todo lo finito y casual es
olvidado y exterminado. Ahí estoy como un viejo canoso78, pensativo, y voy
comentando las imágenes a media voz, casi susurrando, y a mi lado hay un niño que
escucha con atención, aun cuando lo recuerda todo, incluso antes de que yo lo cuente.
El sol resplandece con tanta belleza y vivacidad en mi habitación... la ventana
está abierta en la contigua; en la calle todo está tranquilo, es una tarde de domingo:
oigo con nitidez una alondra que trina en el alféizar de una ventana en uno de los
patios vecinos, en el alféizar de la ventana de la casa donde vive la bonita muchacha;
desde una calle allí a lo lejos oigo a un vendedor pregonando gambas; el aire es tan
cálido y, aun así, toda la ciudad se diría desierta. — Entonces me vienen a la memoria
mi juventud y mi primer amor — entonces anhelaba, ahora anhelo tan sólo mi primer
anhelo. ¿Qué es la juventud? Un sueño. ¿Qué es el amor? El contenido del sueño.
14
Véase supra, Prólogo, n. 6.
15
Véase supra, Prólogo, n. 7.
16
Cita del poeta francés P. Pellisson (1624-1693), Oeuvres diverses, vol. 1 (1735), donde el poema
aparece con el título de «Epigrama», 1, 212. Es probable que Kierkegaard lo haya tomado de G. E.
Lessing, que lo cita en «Zerstreute Anmerkungen über das Epigrama» [Anotaciones dispersas acerca del
epigrama], en Gotthold Ephraim Lessirtg’s sämmtliehe Schriften [Escritos completos de G. E. Lessing], vols.
1-32 Berlin, 1825-1828, ctl. 1747-1762; vol. 17, p. 82.
17
Instrumento de tortura utilizado en Agrigento durante la tiranía de Falaris, en el siglo v a. C.,
consistente en un recipiente de cobre en forma de toro donde las víctimas eran expuestas al calor del
fuego. Las narices del toro estaban construidas de tal modo que transformaban los gritos del torturado
en sonidos musicales. Kierkegaard habría hallado esta referencia en Luciano, cf. Luciani Samosatensis
opera, vols. 1-4, Leipzig, 1829, ctl. 1131-1134; vol. 2, pp. 256 s.
18
Area rural situada en aquel entonces a la salida de una de las puertas de Copenhague, la puerta de
Amager, hoy parte del distrito urbano.
19
La anécdota aparece en el prólogo a la edición alemana de los Escritos satíricos y graves de Jonathan
Swift que Kierkegaard poseía: Satyrische und ernsthafte Schriften, vols. 1-8, Zürich, 1756-1766, ctl. 1899-
1906; vol. 1, pp. xxxvii s.
20
Muchas de las observaciones de Kierkegaard acerca de lo cómico provienen especialmente del
tratado de J. G. Sulzer Allgemeine Theorie der schönen Künste [Teoría general de las Bellas Artes], vols. 1-5,
2.a ed., Leipzig, 1792-1794, cd. 1365-1369 (cf. en este caso vol. 3, pp. 132-142), así como de la citada
obra de C. F. Flögel, Geschichte der komischen Litteratur [Historia de la literatura cómica], vols. 1-4,
Liegnitz & Leipzig, 1784-1787, ctl. 1396-1399.
21
El refrán «M; casa es mi castillo» se remonta al jurista inglés sir Edward Coke, Third Institute of the Laws
of England [Tercera institución de las leyes de Inglaterra], vols. 1-4, London, 1552-1636.
22
Referencia a los personajes de la pieza teatral de A. Oehlenschläger Aladdin, eller Den forunderlige
Lampe [Aladino o la lámpara maravillosa], en Poetiske Skrifter[Escritos poéticos], vols. 1-2, Copenhague,
1805, ctl. 1597-1598, vol. 2, pp. 75-436. La obra se estrenó en 1839 y fue representada 22 veces en el
Teatro Real de Copenhague durante los tres años siguientes.
23
Signo gráfico hebreo consistente en dos puntos situados verticalmente debajo de una consonante
para indicar que la misma ha de pronunciarse sin vocal o acompañada de una e débil.
24
Signo gráfico hebreo consistente en un punto colocado en las consonantes b, gy d, ky p y t cuando
éstas, sin sonido vocal, tienen pronunciación fuerte.
25
Cf. Mt 6,2; 5; 16.
26
Cf. Ex 20,17.
27
Véase infra, «Los estadios eróticos inmediatos», n. 53.
28
La ciudad alemana de Nuremberg era célebre por la fabricación en serie de juguetes y objetos
destinados a la ornamentación hogareña.
29
Cf. el relato acerca de la curación del sordomudo en Me 7,32-35.
30
Cf. 1 Re 19,11-12.
31
El término aparece varias veces en la versión griega del Antiguo Testamento (cf. Septuaginta, ed. de
L. van Ess, Leipzig, 1824, ctl. 12) y una vez en forma de participio (Sal 72,14) con el sentido de
«azotado» o «golpeado». Kierkegaard lo toma en su acepción originaria: golpeado con un fuste, lo que
da lugar a la imagen del trompo accionado con un látigo.
32
Puente levadizo entre la parte central de la ciudad de Copenhague y Chris- tianhavn.
33
Probable referencia al diálogo Caronte de Luciano, donde aquél pondera la ingeniosa anécdota de
Mercurio acerca de un hombre que, invitado por otro a cenar al día siguiente, muere aplastado por una
teja en el mismo momento de prometerle que vendría. Cf. Lucians Schriften [Escritos de Luciano], vols. 1-
4, Zürich, 1769- 1773, ctl. 1135-1138, vol. 2, pp. 291 s.
34
Probable referencia a la leyenda de Heimdal, que según las Eddas de Snorri Sturluson podía oír crecer
la hierba y la lana de las ovejas.
35
La expresión «ein fahrender Scolast» es utilizada por Goethe en el Fausto, 1, 968; Goethe's Werke.
Vollständige Ausgabe letzter Hand, vols. 1-55, Stuttgart & Tübingen, 1828-1833, ctl. 1641-1668, vol. 12, p.
69. En sus diarios menciona irónicamente Kierkegaard la importancia que el libro de J. Thomasius
Disputatio de va- gantibus sholasticis podría tener para sus estudios (Papirer I C 127).
36
Cf. Gén 25,29-34.
37
En la Edad Media se suponía que el poeta Virgilio había poseído poderes mágicos. Kierkegaard
menciona en sus anotaciones personales (.Papirer I C 83 y el boceto del fragmento aquí comentado) el
relato «Virgilio el mago», contenido en Erzählungen und Mährchen [Relatos y cuentos], ed. de F. H. v. d.
Hagen, vols. 1-2, Prenzlau, 1825-1826, vol. 1, pp. 147-152 y 156-209.
38
Alusión a la práctica ilegal consistente en limar o recortar los bordes de las monedas reduciendo así
su valor.
39
Cf. Ex 14,21-31.
40
La leyenda es mencionada por P. F. A. Nitsch, Neues mythologisches Wörterbuch [Nuevo diccionario de
mitología], 2.a ed., vols. 1-2, Leipzig & Sorau, 1821, ctl. 1944-1945, vol. 1, p. 238
41
Cf. Sal 90,4.
42
El hecho ocurrió realmente en San Petersburgo el 14 febrero de 1836, y fue comentado en el
periódico danés El día el 1 de marzo de ese año.
43
La expresión «el cotón de nuestra vida» aparece en el poema del danés Jens Baggesen (1764-1826)
«Dansk Tranqvebar-Vise med mesopotamisk Omqvæd» [Copla danesa de Tranquebar con estribillo
mesopotámico], en Jens Baggesens danske Værker, ed. de los hijos del autor y C. J. Boye, vols. 1-12,
Copenhague, 1827-1832, ctl. 1509-1520, vol. 2, p. 401.
44
En el boceto correspondiente a este fragmento remite Kierkegaard a la versión de J. Kehrein, Amor
und Psyche, freie metrische Bearbeitung nach dem Lateinischen des Apuleius [Amor y Psique. Adaptación en
verso libre según el texto latino de Apuleyo], Giessen, 1834, ctl. 1216, p. 40.
45
Entre los textos preparatorios para los «Diapsálmata» escribe Kierkegaard: «Hay una estampa que
representa a una mujer en el serrallo. Se nota que no es de noche sino de día. Tiene la cabeza apoyada
en un almohadón sobre el que extiende su brazo, sin que ni siquiera sus ociosas manos se entretengan
con alguna cosa, y es seguro que no advierte el paso del tiempo». La estampa en cuestión es
probablemente la que aparece en la edición de Las mil y una noches en traducción de G. Weil, Tausend
und eine Nacht. Arabische Erzählungen, vols. 1-4, Stuttgart, 1838-1841, ctl. 1414-1417; vol. 1, p. 123.
46
En el diario correspondiente a su primera estancia en Berlín (de octubre de 1841 a marzo de 1842)
menciona Kierkegaard la emoción que le causó, al asistir a las clases de Schelling, el hecho de que éste
utilizara el término «realidad» en la segunda de sus lecciones.
47
Referencia no identificada. Según el borrador de este pasaje, se trataría de Berlín y no de Leipzig.
48
Gruta en la que, según la levenda, se encontraba el oráculo del héroe Trofo- nio. Cf. P. F. A. Nitsch,
Neues mythologisches Wörterbuch, cit., vol. 2, pp. 605 s.
49
La leyenda es recogida por C. F. Flögel en Geschichte der komischen Litteratur, cit., vol. 1, pp. 35 s
50
El código instituido por el rey Cnstián V estipulaba que todo individuo debía comulgar al menos una
vez al año.
51
Leyenda nórdica contenida ya en la primera Edda. Kierkegaard la toma de J.
52
J. B. Møinichen, Nordiske Folks Overtroe, cit., p. 101.
53
Cf. 1 Tim 2,4. Probable alusión crítica a la idea de J. G. Fichte según la cual el conocimiento de la
verdad conduciría al hombre a una vida espiritual en Dios. Cf. Die Anweisung zum seligen Leben oder auch
die Religionslehre [Instrucción para la vida bienaventurada o Doctrina de la religión], Sämtliche Werke,
vols. 1-11, Berlin & Bonn, 1834-1846, ctl. 489-499, vol. 5, pp. 410-412.
54
Nombre popular utilizado en diversos refranes como alusión a personajes femeninos, a veces en
forma despectiva.
55
Cita de la trilogía Aquiles de Esquilo, según la traducción alemana de J. G. Droysen, Des Aischylos
Werke, Berlin, 1842, ctl. 1046, p. 498.
56
Cf. por ejemplo T. Heinsius, Volkthümliches Wörterbuch der deutschen Sprache [Diccionario popular de la
lengua alemana], vols. 1-4, Hannover, 1818-1822, ctl. U 64.
57
Mamífero de Europa central que escarba la tierra en busca de trufas.
58
Cf. Gén 2,17.
59
Cf. 1 Cor 13,2.
60
Kierkegaard anota en su propio ejemplar de O lo uno o lo otro: «Por lo demás, Estilpo de Megara ya
proponía este principio». Cf. W. G. Tennemann, Geschichte der Philosophie [Historia de la filosofía], vols. 1-
11, Leipzig, 1798-1819, ctl. 815-826; vol. 2, pp. 160 s.
61
Alusión a un marsupial oriundo de Australia (antiguamente «Nueva Holanda») también conocido
como «liebre canguro».
62
En un borrador correspondiente a esta serie de fragmentos escribe Kierkegaard: «O..., o... es un
talismán con el que uno puede aniquilar el mundo entero», y más adelante: «La frase ‘o..., o...’ es un
pequeño puñal de doble filo que llevo conmigo y con el que puedo asesinar la realidad entera. Lo que
digo es ‘o..., o...’. O es esto o es aquello; si en la vida hay algo que no es esto o aquello, entonces no es
en absoluto» (Papirer III B 179,62). Cf. asimismo J. Baggesen, Labyrinthen, eller en Reise igiennem Danmark,
Tydskland, Frankrig og Schweitz [El laberinto, o viaje a través de Dinamarca, Alemania, Francia y Suiza], en
Jens Baggesens danske Værker, cit., vol. 8, pp. 262 s., donde el personaje principal afirma: «Nada me
resulta más incomprensible que el hecho de que diferentes filósofos, que en casi todas las demás cosas
se contradicen el uno al otro, concuerden en afirmar que nada asusta a la naturaleza ni subleva a la
razón tanto como la inexistencia. A decir verdad me parece que en esa aserción se insinúa una cierta
jactancia, pues es inverosímil que tantos hombres eruditos e ingeniosos se equivoquen respecto de lo
que realmente concierne a este o..., o... y que, como suele decirse, estén las nubes. El miedo y el horror
a la inexistencia tiene, a mi juicio, mucho de parecido al asco y al temor que algunas de nuestras
distinguidas señoras sienten por las moscas, las rosas, el azafrán, los hombres y cualquier otra cosa;
temor que, por lo general, sólo se manifiesta en sociedad y desaparece cuando se quedan a solas con el
objeto en relación de intimidad y confidencia. Queda muy bien desmayarse —en particular cuando uno
puede prever de qué manera va a caer— y se considera que estremecerse por nada es algo especial,
profundo y metafísico. Yo, que no soy ni especial, ni profundo, ni sobrenatural, y que tampoco apuesto a
pare- cerlo, admito francamente que no me asusta nada».
63
Cf. J. Baggesen, «Ja og Nei eller den hurtige Frier» [Sí y No, o El pretendiente apresurado], en Jens
Baggesens danske Værker, cit., vol. 1, p. 304: «Más honesto es otro filósofo, / cuya opinión en el asunto
reza: / da lo mismo que te cases o que no, / en ambos casos te arrepentirás». Kierkegaard anota en su
ejemplar de O lo uno o lo otro que la frase es atribuida a Sócrates por Diógenes Laercio; cf. Diogenis Laertii
de vitis philosophorum, vols. 1-2, Leipzig, 1833, ctl. 1109, vol. 1, p. 76; Diogen Laértses filosofiske Historie,
trad. de B. Riisbrigh, ed. de B. Thorlacius, vols. 1-2, Copenhague, 1812, ctl. 1110-1111, vol. 1, p. 71.
64
Probable referencia a la expresión sub specie aetemitatis, cf. B. de Spinoza, Ethica V, prop. 29. Benedicti
de Spinoza opera philosophica omnia, ed. de A. Gfroerer, Stuttgart, 1830, ctl. 788, p. 424. Véase también B.
Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, ed. y trad. de A. Domínguez, Trotta, Madrid, 22005, p.
260.
65
Kierkegaard combina probablemente los significados del término Udgang («partida»), que en el
contexto teológico indica el eterno desprendimiento o procesión del Espíritu Santo a partir del Padre y
del Hijo.
66
Alusión a la Lógica hegeliana, en cuyo contexto el «Ser» abstracto y sin determinaciones es al mismo
tiempo ente y «Nada» y, por tanto, «Devenir». Cf. G. W. F. Hegel, Werke, Jub., vol. 4., pp. 87-89. En su
recensión del «Sistema lógico» de Hegel, el filósofo danés Johan Ludvig Heiberg observa que el
comienzo de dicho sistema se caracteriza justamente por la falta de contenido y la abstracción de sus
categorías. Cf. Perseus, Journal for den speculative Idee, ed. de J. L. Heiberg, n.° 2, Copenhague, 1838, ctl.
569, p. 44.
67
Alusión al título del libro de C. F. Sintenis, Stunden für die Ewigkeit gelebt [Horas vividas para la
eternidad], Berlin, 1791-1792. La traducción danesa fue publicada en Copenhague en 1795.
68
Conjunto de viviendas erigidas bajo el reinado de Cristian IV para los miembros del ejército, no lejos
de la ciudadela de Copenhague.
69
El cementerio más próximo a los Nyboder era el de Holmen, creado en 1766 para el entierro de los
pobres. Hasta mediados del siglo xix no se permitió el emplazamiento de lápidas y cruces de madera en
este cementerio, con la sola excepción de las tumbas de los caídos en la batalla de Rheden, en 1801.
70
Alusión al tipo de sepultura que recibían los niños no bautizados
71
Cf. Virgilio, Eneida, VI, w. 462 s. Cf. Virgils Æneide, trad. danesa de J. H. Schønheyder, vols. 1-2,
Copenhague, 1812; vol. 1, p. 274.
72
Cf. el relato bíblico correspondiente a la décima plaga, Ex 12,23.
73
La distinción entre «elfos de la luz» y «elfos de la sombra», criaturas mitológicas respectivamente
benignas y dañinas, se remonta a las Eddas de Snorri Sturluson. Cf. N. F. S. Grundtvig, Nordens Mytologi
eller Sindebilled-Sprog, cit., pp. 262-269.
74
Se trata del Don Giovanni de Mozart, acto I, escena 19, p. 21, en la edición utilizada por Kierkegaard
(véase infra, «Los estadios eróticos inmediatos», n. 2).
75
La casa en la que Kierkegaard vivió durante su niñez, y que volvió a ocupar dos veces entre los años
1838-1841 y 1844-1848 (número 2 de la Plaza Nueva), se hallaba al lado de la Farmacia de la Plaza
Vieja. En su «Apostilla a O lo uno o lo otro» (Søren Kierkegaards Papirer, IV Β 59, ρρ. 223-225) alude
también Kierkegaard al patio de ese establecimiento.
76
Referencia no identificada.
77
Véase supray n. 8.
78
En el borrador de este fragmento, el sujeto del texto se compara a sí mismo con Osián, legendario
bardo celta que sólo se conoce a partir de los poemas publicados por James Macpherson entre 1762 y
1763. Estas obras, consideradas apócrifas, fueron de gran importancia para los poetas naturalistas
románticos. Los Poemas Osid- nicos fueron traducidos al danés por St. St. Blicher (1772-1848), Ossians
Digte, vols. 1-2, Copenhague, 1807-1809, ctl. 1873.
El optimismo que de esa manera se aporta es muy fácil. En cambio, para el alma
valerosa, para el optimate81, para aquel que preferiría perderse a sí mismo en la
contemplación de lo grande más bien que salvarse a sí mismo de un modo tan
miserable, | eso, desde luego, es 56
algo abominable, y para su alma sería un regocijo, sería una sagrada satisfacción
ver unidos a aquellos que se pertenecen. Eso es lo venturoso, en un sentido que no es
el de lo incidental y que presupone, por tanto, dos factores, mientras que lo incidental
consiste en las interjecciones inarticuladas del destino. Es lo que hay de venturoso en
la historia, la divina conjunción de las fuerzas históricas, la hora nupcial de la historia.
En lo incidental hay un solo factor; es un hecho incidental que Homero haya hallado en
la historia de la guerra de Troya la más excelsa materia épica que cabría pensar. Lo
venturoso tiene dos factores; es un hecho venturoso que la más excelsa materia épica
le haya sido acordada a Homero, pues aquí el acento recae tanto sobre Homero como
sobre la materia. En eso consiste la profunda armonía que resuena en todas las
producciones que llamamos clásicas. Lo mismo sucede con Mozart; es un hecho
venturoso que aquello que, en sentido profundo, es acaso el único tema de la música,
le haya sido dado... a Mozart.
graciado! ¿Qué tiene, pues, de extraño que yo ponga más celo en su glorificación
que en la de los momentos más felices de mi propia vida, más celo en inmortalizarlo
del que pongo en mi propia existencia? Pues si lo hiciesen desaparecer, si borraran su
nombre, se derrumbaría el único pilar que hasta hoy ha impedido que todo se me
hunda en un caos ilimitado, en una nada insondable.
Es cierto que no tengo por qué temer que en alguna época se le niegue un puesto
en esa corte de dioses, pero puedo anticipar que se considerará una niñería de mi
parte solicitar para él el primer puesto.
Lo que hay de afortunado en una producción clásica, lo que le hace ser clásica e
inmortal, es la absoluta conjunción de dos fuerzas.
El poeta desea su materia; pero es muy cierto aquel dicho según el cual desear no
es ningún arte, y hay un sinnúmero de impotentes anhelos poéticos que confirman esa
enorme verdad. Anhelar de la manera correcta, en cambio, es un gran arte, o, mejor
aún, es un don.
Con Mozart sucede lo mismo, una sola de sus obras hizo de él un compositor
clásico y absolutamente inmortal. Dicha obra es el Don Juan. Las otras cosas que
produjo pueden causar alegría y gozo, despertar nuestra admiración, enriquecer el
alma, saciar los oídos, albo- 59 rozar el corazón, pero | en nada contribuiría a su
inmortalidad que uno las pusiese todas juntas y las considerara igualmente
grandiosas. El Don Juan es su carta de presentación. Con el Don Juan entra en aquella
eternidad que no se encuentra fuera del tiempo sino en medio de éste, aquella que
ningún velo oculta a la vista de los hombres, aquella en la que los inmortales no son
acogidos de una vez y para siempre, sino que siguen siendo acogidos cuando una
generación pasa y vuelve su mirada hacia ellos, feliz al contemplarlos, y una genera-
ción que se extingue es seguida por otra que vuelve a transitarlos y que los transfigura
en su contemplación; con su Don Juan, ingresa en la fila de aquellos inmortales, de
aquellos visibles transfigurados que ninguna nube arrebata a la mirada de los
hombres85; con el Don Juan
se ubica como el más alto entre ellos. Esto último, como quedó dicho, es lo que
me gustaría demostrar.
Ya dijimos antes que todas las producciones clásicas están a la misma altura,
pues la altura de todas es infinita. Así pues, si de todos modos uno intenta poner cierto
orden en esa procesión, va de suyo que éste no puede estar fundado en algo esencial,
pues eso implicaría que hay una diferencia esencial, lo cual implicaría a su vez que la
palabra «clásico» se aplicaría a ellos de manera inadecuada. Si uno fundara una
clasificación en la diversa índole de la materia, por tanto, en seguida se vería envuelto
en un malentendido que, en su difusa vastedad, acabaría por suprimir el concepto de
lo clásico. Como uno de los factores, en efecto, la materia es un momento esencial,
pero no algo absoluto, pues es sólo uno de los momentos. Así, cabría observar que hay
producciones clásicas en las que, en algún sentido, no hay materia alguna, mientras
que en otras, en cambio, la materia desempeña un papel importantísimo. El primero
es el caso de las obras que admiramos como clásicas en la arquitectura, la escultura,
la música, la pintura, en especial en las tres primeras, pues, si se habla también de la
materia en relación a la pintura, su sentido consiste casi solamente en ser una
ocasión. El segundo caso es el de la poesía, tomado este término en su significación
más amplia, según la cual designa todas las producciones artísticas basadas en el
lenguaje y en la conciencia histórica. Esta apreciación es en sí misma totalmente
correcta, pero uno está perdido si quiere fundar en ella una clasificación, haciendo de
la falta de materia o de la presencia de la misma una ventaja o un inconveniente para
el sujeto creador. Sucede que, en rigor, | uno termina acentuando lo contrario de lo
que realmente 60 quería acentuar, cosa que siempre sucede cuando uno procede de
modo abstracto según determinaciones dialécticas, donde no sólo se trata de querer
decir una cosa y decir otra, sino de decir algo distinto; no de decir lo que uno cree que
dice, sino lo contrario. Lo mismo pasa cuando se hace valer la materia como principio
de distinción.
Tan pronto como se habla de ella, se habla de algo totalmente distinto, a saber,
acerca de la actividad formativa86. El mismo destino corre uno cuando, en cambio,
quiere partir de la actividad formativa y destacarla por sí sola. Si se quiere hacer
resaltar la diferencia y, de ese modo, destacar que en algunos casos la actividad
formativa es creadora en la medida en que crea la materia, mientras que en otros ca-
sos, en cambio, recibe la materia, también aquí, aunque uno crea estar hablando de la
actividad formativa, habla en realidad acerca de la materia y funda en realidad la
clasificación en una distinción relativa a la materia. Todo lo dicho sobre la materia vale
también para la
actividad formativa tomada como punto de partida para una tal clasificación. Para
fundar una jerarquía, por tanto, no puede recurrirse nunca a un solo aspecto, pues
éste sigue siendo demasiado esencial como para que su accidentalidad sea suficiente,
demasiado accidental como para fundar un ordenamiento esencial. Pero esa absoluta
compenetración que, si uno quiere hablar con precisión, tanto permite afirmar que la
materia penetra la forma como que la forma penetra la materia, esa compenetración,
ese tal para cual en la inmortal amistad de lo clásico, puede arrojar otra luz sobre lo
clásico y limitarlo de manera que no resulte demasiado difuso. Los mismos estetas que
acentuaron de modo unilateral la actividad poética han ampliado ese concepto hasta
el punto de llenar y atiborrar aquel panteón con tantas chucherías y bagatelas
clásicas, que la natural idea de un sobrio salón dotado de unas pocas efigies
destacadas desapareció totalmente, y el panteón terminó siendo más bien una
boardilla. Según esa estética, cualquier adormilo artísticamente consumado es una
obra clásica que tiene garantizada la inmortalidad absoluta; hasta las cosas más
insignificantes tenían cabida en esa barahúnda, y, por grande que fuese la aversión
hacia las paradojas, no se le temía a la paradoja de que lo menor fuese arte. El error
está en que se destacaba la actividad formativa de un modo unilateral. De ahí que esa
estética sólo haya podido sostenerse en una época determinada, es decir, hasta 61
tanto nadie se diera cuenta de | que la época se mofaba de ella y de sus obras
clásicas. Esa concepción era, en el ámbito de la estética, una forma del radicalismo
que se expresaba de manera análoga en muchos otros ámbitos, una expresión del
licencioso sujeto y de su no menos licenciosa inconsistencia. Claro que ese impulso,
como muchos otros, encontró un freno en Hegel. Por lo que concierne a la filosofía
hegeliana, se da por lo general la triste verdad de que no tuvo, ni en la época anterior
ni en la actual, el sentido que habría tenido si la época anterior se hubiese apropiado
de ella ateniéndose al presente con un poco más de calma, en lugar de esforzarse
tanto en amedrentar a la gente para que la acepte, y si la época actual no estuviese
tan incansablemente ocupada en hacer que la gente se aparte de ella. Hegel devolvió
sus derechos a la materia, a la idea, y de esa manera desalojó de las arcas del
clasicismo todas esas obras clásicas pasajeras, esos seres endebles, esas libélulas
nocturnas. No es en modo alguno nuestro propósito despojar a esas obras del valor
que les corresponde, pero es importante, en este caso como en muchos otros, cuidar
que el lenguaje no se confunda y que los conceptos no se debiliten. Se les puede
conceder una cierta eternidad, y eso es lo que tienen de meritorio; pero esa eternidad
no es propiamente otra cosa
que el instante eterno que toda verdadera producción artística posee, no la plena
eternidad en medio de los cambiantes avatares del tiempo. Lo que faltaba en esas
producciones era la idea; cuanto mayor era su perfección en sentido formal, tanto más
rápidamente se consumían en sí mismas; cuanto más alto era el grado de virtuosismo
con el que se desarrollaba la habilidad técnica, tanto mayor era su fugacidad, y no
tenían el coraje, la fuerza ni la postura como para resistir los embates del tiempo, ai
hacer valer con ínfulas siempre crecientes la enorme pretensión de ser el licor mejor
destilado. Sólo donde la idea encuentra reposo y transparencia en una determinada
forma, sólo allí puede hablarse de una obra clásica; pero entonces será también capaz
de resistir el paso del tiempo. Esa unidad, esa transparente intimidad entre la una y la
otra se da en todas las obras clásicas, y por eso se entiende fácilmente que cualquier
intento de clasificar las diferentes obras clásicas partiendo de una separación de la
materia y la forma, o de la idea y la forma, es eo ipso errónea.
Con las consideraciones que siguen, en cambio, creo abrir paso a una distinción
que será válida, precisamente porque es totalmente accidental. Cuanto más abstracta
y, por ende, más pobre es la idea, cuanto más abstracto y, por ende, más pobre es el
medio, mayor es la probabilidad de que no se pueda pensar una repetición, mayor la
probabilidad de que la idea, al alcanzar su expresión, la haya alcanzado de una vez
por todas. En cambio, cuanto más concreta y, por ende, más rica es la idea, y otro
tanto el medio, mayor es la probabilidad de que haya una repetición. Si dispongo aquí
todas las obras clásicas unas junto a otras y, sin intentar ordenarlas, me sorprendo
justamente de que todas estén a la misma altura, es fácil advertir que una parte de
ellas registra más ejecuciones que otra y que, si no lo hace, está la posibilidad de que
lo haga, mientras que en el otro caso esa posibilidad no se da tan fácilmente.
Explicaré esto un poco mejor. Cuanto más abstracta es la idea, menor es la
probabilidad. ¿Pero cómo se hace concreta la idea? Al ser penetrada por lo histórico.
Cuanto más concreta es la idea, mayor es la probabilidad. Cuanto más abstracto es el
medio, menor
Pero, entonces, ¿qué idea es la más abstracta? Claro que aquí se pregunta
solamente por una idea que pueda ser objeto de tratamiento artístico, no por ideas
adecuadas a la exposición científica. ¿Qué
Antes de pasar a responder esta pregunta, sin embargo, y con vistas a la solución
última del problema planteado, quiero mencionar un hecho. No siempre sucede que el
medio más abstracto tenga como objeto la idea más abstracta. Así, si bien el medio
utilizado por la arquitectura es el más abstracto, las ideas que se revelan en la arqui-
tectura no son en modo alguno las más abstractas. La arquitectura guarda una
relación mucho más estrecha con la historia que la escultura, por ejemplo. Aquí vuelve
a darse la posibilidad de una nueva elección. O bien elijo para la primera clase de la
jerarquía las obras cuyo medio es | el más abstracto, o bien aquellas cuya idea es la
más 64 abstracta. A este respecto, me atendré a la idea y no al medio.
si planteo la diferencia con respecto a una idea que está emparentada. El Fausto
de Goethe87 es con toda propiedad una obra clásica; pero es una idea histórica, y por
eso cada época señalada tendrá su Fausto. El Fausto tiene como medio el lenguaje y,
puesto que éste es un medio mucho más concreto, por ese motivo cabe pensar
también en otras obras del mismo tipo. Don Juan, en cambio, es y sigue siendo el
único en su especie, en el mismo sentido en que lo son las obras 65 clásicas de la
escultura griega. Pero, dado que la idea del Don Juan \ es mucho más abstracta aún
que la subyacente a la escultura, es fácil advertir que, mientras que en la escultura se
tienen varias obras, en la música se encuentra una sola. Es cierto que en música cabe
pensar muchas otras obras clásicas, pero sigue habiendo sólo una obra de la que
puede decirse que su idea es absolutamente musical, de manera que la música no
aparece como un acompañamiento, sino que, al revelar la idea, revela su propia e
íntima esencia. Por eso Mozart, con su Don Juan, está en lo más alto entre aquellos
inmortales.
Pero dejo aquí toda esta indagación. Esto sólo ha sido escrito para enamorados. Y
ya se sabe que, así como los niños se alegran con poco, los enamorados suelen
alegrarse con cosas de lo más extrañas. Esto es como una violenta discusión amorosa
acerca de nada que, sin embargo, tiene su valor... para los enamorados.
para él es locura, para mí, sabiduría; para él es tedio, para mí, gozo y recocijo.
Un lector tal no podría, por tanto, simpatizar con mi lírica pensante que, en su
desbordamiento, desborda al pensamiento; claro que tal vez fuera lo bastante
bondadoso como para afirmar: no vamos a fatigarnos con esto, yo me salto esta parte,
y ya verás que puedes llegar mucho más rápido a demostrar que el Don Juan es una
obra clásica; reconozco, en efecto, que ésta sería una adecuada introducción a la
investigación propiamente dicha. No me pronunciaré respecto de hasta qué punto ésta
sea una introducción adecuada, pero también en esto tengo la desgracia de no poder
simpatizar con él, pues, por muy fácil que me fuese demostrarlo, aun así no se me
ocurriría nunca demostrarlo. En cambio, dado que en todo momento lo presupongo
como algo ya aceptado, lo que diré a continuación vendrá muchas veces y de muchas
maneras89 a iluminar el Don Juan desde ese ángulo, así como lo precedente contenía
algunas señas.
roto su pacto, siente que ya no es el | mismo, que ya no es tan joven; teme por sí
mismo llegar a perder aquello que le hizo feliz, dichoso y
rico, y teme por aquello que ama, teme que esa transformación le haga sufrir o
parecer tal vez menos perfecto, que la respuesta dé lugar acaso a muchas preguntas, i
ah, entonces todo está perdido, el sortilegio se ha roto y ya no podrá provocárselo
nunca! Por lo que respecta a la música de Mozart, mi alma no conoce ningún temor, ni
mi confianza límite alguno. Pues, por una parte, lo que he comprendido hasta ahora es
muy poco, y siempre queda bastante por delante, oculto en las sombras del
presentimiento; por otra parte, estoy seguro de que, si Mozart llegara alguna vez a
resultarme del todo comprensible, me resultaría primero completamente
incomprensible.
Hace falta una temeraria audacia para afirmar que el cristianismo introdujo la
sensualidad en el mundo. Pero aquel dicho de que quien tiene la audacia de
arriesgarse lleva ganada la mitad90, como se verá, vale también en este caso, si se
medita en el hecho de que postular algo es postular indirectamente lo otro que se
excluye. Puesto que lo sensual, en definitiva, es lo que hay que negar, sólo se patenti-
za, sólo se lo postula en el acto mediante el cual es excluido al postular el elemento
positivo contrario. Como principio, como fuerza, como sistema en sí, la sensualidad es
puesta por primera vez por el cristianismo, y en este sentido el cristianismo ha
introducido la sensualidad en el mundo. Si uno quiere, sin embargo, entender de
manera correcta la frase según la cual el cristianismo introdujo la sensualidad en el
mundo, dicha frase debe ser concebida como idéntica a su contraria, a saber, que el
cristianismo desterró del mundo la sensualidad, que excluyó la sensualidad del
mundo. Como principio, como fuerza, como sistema en sí, la sensualidad es puesta por
primera vez en el cristianismo; podría añadir a esto otra determinación que tal vez
muestre de manera más enfática lo que quiero decir: en el cristianismo, la sensualidad
es puesta por primera vez bajo la determinación del espíritu. Es totalmente natural
que así sea, pues el cristianismo es espíritu, y el espíritu es el principio positivo que
aquél introdujo en el mundo. Pero, puesto que la sensualidad se ve bajo la
determinación del espíritu, se entiende que su sentido está en que debe ser excluida;
pero justamente porque debe ser excluida está determinada como principio, como
poder; pues aquello que el espíritu, que es él mismo un principio, debe excluir, debe
ser algo que se muestre como principio, por más que sólo se muestre como principio
en el momento en que es excluido. Objetarme que la sensualidad estaba en el mundo
antes del cristianismo sería, desde luego, | sumamente absurdo, pues 69 va de suyo
que aquello que debe excluirse existe siempre con anterioridad a aquello que lo
excluye, si bien en otro sentido sólo llega a existir en cuanto se lo excluye. Esto, a su
vez, se debe a que llega a
Esta investigación tiene por cometido explicar las diferentes figuras que lo erótico
asume en las diversas etapas evolutivas de la conciencia universal, y conducirnos de
esa manera a la determinación de lo inmediatamente erótico en tanto que idéntico a
lo erótico musical. En el helenismo, la sensualidad se encontraba dominada en la bella
individualidad, o, mejor dicho, no estaba dominada, ya que después de todo no era un
enemigo que hubiera que someter, un agitador peligroso que hubiera que mantener a
raya, sino que estaba librada a la vida y a la dicha de la bella individualidad. De modo
que la sensualidad no estaba puesta como principio; el elemento anímico que
constituía la bella individualidad era inconcebible sin lo sensual; por ese motivo, el
erotismo basado en lo sensual tampoco estaba puesto como principio. El amor estaba
presente en todas partes como momento y momentáneamente en la bella
individualidad. Tanto los dioses como los hombres sabían del poder de aquél, tanto los
dioses como los hombres sabían lo que era una aventura amorosa, fuese ésta feliz o
infeliz. Ni en unos ni en otros, sin embargo, el amor está presente como principio; si
estaba presente en ellos, en cada uno, lo estaba en tanto que momento del poder
universal del amor, el cual, sin embargo, no estaba presente en ninguna parte, ni
siquiera, por tanto, en la imaginación griega o en la conciencia griega. Se me podrá
objetar que Eros, al menos, era el dios del amor, que en él, por tanto, cabría pensar
que el amor está presente como principio. Pero aparte de que también en este caso el
amor reposa no sobre el erotismo, en cuanto éste se basa en lo sensual solamente,
sino en lo anímico, hay 70 además otro hecho a | tener en cuenta que señalaré de
manera un poco más directa. Eros era el dios del amor, pero él mismo no estaba
enamorado. Cuando los demás dioses o los hombres barruntaban en sí mismos el
poder del amor, se lo atribuían a Eros como algo proveniente de él, pero Eros mismo
nunca se enamoró; fue una excepción que eso le haya ocurrido una vez y, pese a ser
el dios del amor, estaba muy por detrás de los demás dioses y muy por detrás de los
hombres
Aquí, una vez más, me permitiré un breve intermedio baladí; prceterea censeo
[por lo demás juzgo]91 que Mozart es el más grande de todos los autores clásicos, que
su Don Juan merece el puesto más alto entre las producciones clásicas.
Por eso la gente ingeniosa habla del lenguaje de la naturaleza, y los curas
sensibleros abren a veces el libro de la naturaleza para leernos aquello que ni ellos
mismos ni sus oyentes entienden. Si la observación según la cual la música es un
lenguaje no tuviera más valor que ése, no le prestaría atención y la abandonaría a su
propia suerte. Pero ése no es el caso. Sólo cuando está puesto el espíritu, sólo
entonces el lenguaje es puesto al tanto de sus derechos; pero cuando está puesto el
espíritu, todo lo que no es espíritu es excluido. Pero esa exclusión es determinación
del espíritu, y lo excluido, por tanto, tan pronto como quiera hacerse notar, requiere
un medio que esté determinado espiritualmente, y ese medio es la música. Pero un
medio espiritualmente determinado es, en esencia, lenguaje, de manera que fue acer-
tado decir que la música, por estar espiritualmente determinada, es un lenguaje.
En la naturaleza hay muchas cosas que se dirigen al oído, pero lo que toca al oído
es lo puramente sensual, y por eso la naturaleza es muda, y es ridículo forjarse la
ilusión de que se oye algo cuando se oye el mugido de una vaca o, de manera acaso
más legítima, el canto de un ruiseñor; es ilusorio suponer que se oye algo, y es ilusorio
suponer que una cosa tiene más valor que la otra, pues no hay ninguna diferencia.
resulta más o menos así. Supuesto que la prosa sea la forma lingüística más
alejada de la música, puedo notar ya en el discurso oratorio, en la construcción sonora
de los períodos, una entonación de lo musical que se muestra de manera cada vez
más vigorosa en los diferentes niveles del discurso poético, en la construcción de los
versos, en la rima, hasta que, finalmente, es tal el vigor con el que se ha desarrollado
lo musical, que el lenguaje cesa y todo se vuelve música. Esta expresión goza del
agrado de los poetas, que la utilizan para indicar que de alguna manera renuncian a la
idea, que ésta desaparece para ellos, que todo termina en la música. Podría parecer
entonces que la música es un medio aún más perfecto que el lenguaje. Pero éste es
uno de esos lastimosos malentendidos que sólo pueden surgir de cabezas huecas. Más
tarde volveremos a señalar que se trata de un malentendido; lo único que quiero
hacer notar aquí es que, curiosamente, me topo de nuevo con la música si me muevo
en la dirección contraria, es decir, si parto de la prosa conceptualizada y voy descen-
diendo hasta llegar a las interjecciones que, a su vez, son musicales, de la misma
manera que los primeros balbuceos de los niños son 76 también | musicales. Aquí,
desde luego, no puede decirse que la música sea un medio más perfecto que el
lenguaje, o un medio más rico que el lenguaje, a menos que supongamos que decir
«¡ay!» tiene más valor que todo un pensamiento. ¿Pero no se deduce de esto que,
dondequiera que el lenguaje cesa, me encuentro con lo musical? La expresión más
exacta, sin embargo, sería que el lenguaje limita por todas partes con la música. A
partir de allí puede verse también en qué consiste el mencionado malentendido según
el cual la música sería un medio más rico que el lenguaje. En efecto, cuando el lengua-
je cesa, comienza la música; si, tal como se dice, todo es musical, entonces no se
avanza, sino que se retrocede. Por eso —y en esto, tal vez, también me darán la razón
los entendidos— nunca he visto con simpatía esa música sublime en la que
supuestamente no se necesita de la palabra. Se supone que ésta, por regla general, es
superior a la palabra aun cuando es más pobre. Claro que en este punto podría
hacérseme la objeción siguiente. Si es cierto que el lenguaje es un medio más rico que
la música, entonces no se entiende por qué la explicación de lo musical involucra
dificultades tan grandes, no se entiende por qué el lenguaje aparece siempre como un
medio más humilde que la música. Pero ese hecho no es inconcebible ni inexplicable.
Pues la música expresa siempre lo inmediato en su inmediatez, y es también por eso
por lo que la música aparece como la primera y como la última en comparación con el
lenguaje; pero ello permite advertir también que es un malentendido afirmar que la
música es un
Sé muy bien que podría decir muchas otras cosas en relación a 78 este tema;
para los entendidos sería fácil | aclarar todo el asunto de manera totalmente diferente,
de eso estoy seguro; pero, hasta donde sé, nadie ha hecho un intento ni un ademán
en esta dirección, pues lo único que se sigue repitiendo es que el Don Juan de Mozart
es la reina de todas las óperas95, sin dar mayores explicaciones respecto de lo que se
quiere decir con eso; a juzgar por la manera como lo dicen, sin embargo, queda claro
que no se trata sólo de decir que el Don Juan es la mejor ópera, o que hay una
diferencia cualitativa entre ésta y las demás óperas, una diferencia que, de todos
modos, no se explica sino en función de la relación absoluta entre idea y forma, entre
materia y medio, pues, de ser así, soy yo el que ha roto el silencio. Tal vez me he
precipitado un poco, tal vez hubiese logrado expresarlo mejor si me hubiese tomado
un tiempo, es probable, no lo sé; lo que sí sé es que mi apresuramiento no se debió a
que me causase alegría tomar la palabra, o al temor de que alguien más versado en el
asunto se me anticipara, sino al temor de que hasta las piedras se pusiesen a hablar 96
en honor de Mozart si yo callaba, para vergüenza de todos los hombres dotados de
habla.
Por lo que concierne a los estadios erótico-inmediatos, todo lo que tengo que decir
se lo debo pura y exclusivamente a Mozart, el mismo al que, en definitiva, le debo
todo. Puesto que la clasificación que intentaré hacer, sin embargo, puede remitirse a
él sólo de modo indirecto y gracias a la intervención de alguien más, me he examinado
a mí mismo y he examinado la clasificación antes de aplicarla so realmente, | no fuera
que de algún modo me privara a mí mismo o al lector de la alegría de admirar las
obras inmortales de Mozart. Quien quiera observar a Mozart en su magnitud
verdaderamente inmortal, debe escuchar su Don Juan; en comparación con el Don
Juan, todo lo demás es accidental, algo carente de importancia. Estoy seguro de que,
al abordar el Don Juan desde una perspectiva que permita incorporar también ciertos
elementos de otras óperas de Mozart, no se lo menoscaba ni se perjudica uno a sí
mismo ni a su prójimo. Uno tiene, más bien, la ocasión de alegrarse ante el hecho de
que la potencia propia de la música se agote en la música de Mozart.
Como es natural, tampoco en este caso están ausentes las dificultades que
siempre aparecen cuando se quiere tomar la música como objeto de una
consideración estética. En lo precedente, la dificultad consistió más que nada en el
hecho de que, aun cuando quise demostrar por la vía del pensamiento que la
genialidad sensual es el objeto
PRIMER ESTADIO99
El primer estadio está sugerido en el paje del Fígaro100. De lo que se trata, desde
luego, no es de ver en el paje un individuo particular, como uno fácilmente está
tentado a hacer cuando, en el pensamiento o en la realidad, lo ve representado por
una persona. Resulta difícil —y esto es también de alguna manera lo que sucede con
el paje en la pieza misma— evitar que se cuele algún elemento accidental, ajeno a la
idea, evitar que el paje termine siendo más de lo que debe ser; en algún sentido llega
a serlo momentáneamente, tan pronto como deviene individuo. Pero, al llegar a ser
más, pierde algo, deja de ser idea. Por eso no se le puede atribuir ninguna frase, sino
que la música sigue siendo el único medio adecuado; por eso es extraño que tanto el
Fígaro como el Don Juan, tal como han salido de las manos de Mozart, pertenezcan a
la opera seria101. Cuando uno toma al paje como una figura mítica, se encuentra con
las características del primer estadio expresadas en la música.
El deseo, por tanto, que en este estadio se hace presente sólo como un barrunto
de sí mismo, no tiene movimiento, no tiene inquietud alguna, apenas lo mece una
inexplicable agitación interior; así como la vida de la planta está aprisionada a la
tierra, así también el deseo está sumido en una nostalgia tranquila y momentánea, ab-
sorto en la contemplación; y aún así no puede agotar su objeto, por la esencial razón
de que, en un sentido más profundo, no hay objeto alguno, y ni siquiera esa falta de
objeto es su objeto; pues, si hubiese tal objeto, no tardaría en ponerse en movimiento,
estaría determinado, ya que no de otro modo, en la pena y en el dolor, pero la pena y
el dolor no comportan la contradicción característica de la melancolía y de la
pesadumbre, la ambigüedad que es la dulzura de lo melancólico. Pese a que el deseo,
en este estadio, no está determinado como deseo, pese a que ese barruntado deseo,
por lo que respecta a su objeto, está completamente indeterminado, cuenta al menos
con una determinación, a saber, la de ser infinitamente profundo. Como Thor, bebe de
un cuerno cuya extremidad está en el océano103, y, si no puede absorber su objeto, no
es porque éste sea infinito, sino porque esa
es una relación con el objeto, sino que se identifica con su suspirar, el cual es
infinitamente profundo.
Si bien se trata de una frase que no pertenece al paje del mito sino al paje de la
pieza, al personaje poético de Querubinn, y si bien, como consecuencia de ello, no
cabe reflexionar sobre la misma, ya que es ajena a Mozart y expresa algo
completamente distinto de lo que aquí nos ocupa, quiero de todos modos destacar con
mayor precisión una frase en particular que me permitirá trazar una analogía entre
este estadio y el posterior104. Susana se burla de Querubino porque éste, de alguna
manera, también está enamorado de Marcelina, y el paje no encuentra otra respuesta
que ésta: es una mujer. En la pieza, es esencial que el paje esté enamorado de la
condesa, pero no es esencial que pueda enamorarse de Marcelina, y esto no es más
que una expresión indirecta y paradójica de la fogosidad de la pasión que lo ata a la
condesa. En el mito, es tan esencial que el paje esté enamorado de la condesa como
que lo esté de Marcelina, pues su objeto es la femineidad, y esto es algo que ambas
tienen en común. Por eso, cuando luego oímos decir acerca de Don Juan:
selv tre Snese Aars Coquetter,
Han med Fryd paa Listen sætter
[aun a las coquetas sesentonas las anota con gusto en su lista]105,
la analogía es perfecta, con la salvedad de que la intensidad y la determinación
del deseo están mucho más desarrolladas.
SEGUNDO ESTADIO
Puede que algún que otro lector considere que esta manera de tratar La flauta
mágica es arbitraría, puesto que ve demasiado en Papageno y, a la vez, demasiado
poco en todo el resto de la ópera; quizá ese lector no apruebe nuestro modo de
proceder. Pero eso se debe a que no concuerda con nosotros en relación a aquello que
constituye el punto de partida para toda consideración de la música de Mozart. Ese
punto de partida, en nuestra opinión, es el Don Juan, y nuestra convicción, además, es
que la mejor manera de rendir devoción a Mozart es abordar junto a esa ópera algunos
elementos de las otras; claro que no por ello negaré la importancia de tomar cada una
de las óperas como objeto de un tratado independiente.
El deseo despierta, y aquí, como siempre, así como uno se da cuenta de haber
soñado sólo en el momento de despertarse, también aquí el sueño ha pasado. Ese
despertar que hace que el deseo despierte, ese sobresalto, separa el deseo y el
objeto, da un objeto al deseo. Esta es una determinación dialéctica que es preciso
entender debidamente; sólo hay deseo en cuanto hay objeto, sólo hay objeto en cuan-
to hay deseo, el deseo y el objeto son como dos mellizos que vienen al mundo sin que
medie entre ellos la menor fracción de segundo. Pero pese a que vienen al mundo de
un modo absolutamente simultáneo, y aunque no haya entre ellos la diferencia de
tiempo que siempre puede haber entre los mellizos, el sentido de esa génesis no
consiste en la unificación de aquéllos sino, por el contrario, en su separación. Ese
movimiento de lo sensual, ese estremecimiento de la tierra, abre en un instante una
fractura infinita entre el deseo y su objeto; pero así como el principio motor se
muestra por un instante como aquello que separa, así también vuelve a manifestarse
queriendo unificar lo separado. La consecuencia de la separación es que el deseo es
arrancado de su reposo sustancial en sí mismo y que, como consecuencia de ello, el
objeto ya no cae j bajo la determinación de 86 la sustancialidad sino que se dispersa
en una multitud.
Así como la vida de la planta está ligada al suelo terrestre, así también el primer
estadio está aprisionado en una sustancial nostalgia. El deseo despierta, el objeto se
sustrae, múltiple en sus manifestaciones, la nostalgia se desprende del suelo terrestre
y se pone a vagar, a la flor le salen alas y revolotea de aquí para allá, inconstante e
infatigable. El deseo está orientado hacia el objeto, y además tiene un movimiento
interno, el corazón late sano y alegre, los objetos desaparecen y resurgen
rápidamente, pero antes de cada desaparí-
ción hay un momento de goce, un instante de emoción, breve pero feliz, brillante
como una luciérnaga, inconstante y fugaz como el aleteo de una mariposa, e
inofensivo como ella; hay muchísimos besos, pero se los saborea tan rápidamente,
que es como si se tomara de un objeto lo que se le da al otro. Sólo por unos instantes
se barrunta un deseo más hondo, pero ese barrunto se olvida. En Papageno, el deseo
consiste en hacer descubrimientos. Ese afán descubridor es como el pulso del deseo,
su jovialidad. No encuentra el objeto apropiado a ese descubrimiento, sino que
descubre la multiplicidad al buscar en ella el objeto que quiere descubrir. Así pues, el
deseo ha despertado, pero no está determinado como deseo. Si se recuerda que el
deseo está presente en los tres estadios, puede decirse que en el primer estadio está
determinado como un deseo que sueña, en el segundo, como un deseo que busca y,
en el tercero, como un deseo que desea. En efecto, el deseo que busca no es todavía
deseante, busca sólo aquello que puede desear, pero no lo desea. El predicado que
mejor lo define, por tanto, es tal vez éste: descubre. Si comparamos de esta manera a
Papageno con Don Juan. el viaje que éste emprende a través del mundo es algo más
que un viaje de descubrimiento; no goza solamente de la aventura de viajar para
descubrir, sino que es un caballero que sale a vencer (i<eni — vidi — vinci). El
descubrimiento es aquí idéntico a la victoria; puede decirse, sí, que la victoria le hace
olvidar el descubrimiento, o que el descubrimiento queda detrás de él, y que por eso lo
delega en su sirviente y secretario, Leporello, que al anotar todo en su lista difiere
también completamente de Papageno, aun si supusiéramos que éste llevara la cuenta
de algo. Papageno anda a la busca, Don Juan goza, Leporello constata110.
Si tuviera que hacer ahora el intento de describir con un solo predicado la música
de Mozart en lo que respecta a la parte de la pieza que nos interesa, diría que gorjea
alegremente, que es un derroche de vitalidad, que bulle de amor. Lo primero que debo
destacar aquí es el aria inicial111 y las campanadas112; el dueto con Tamino113 y, más
tarde, con Papagena114, cae totalmente fuera de la determinación de lo inmediato
musical. Quien preste atención a la primera aria, en cambio, estará de acuerdo con los
predicados que utilicé y, considerándola en detalle, tendrá también la ocasión de ver
la importancia que tiene lo musical cuando aparece como la expresión absoluta de la
idea y cuando ésta, a su vez, es lo inmediato musical. Como se sabe, Papageno
acompaña su vital jovialidad con un caramillo. Cualquiera se sentiría extrañamente
conmovido al escuchar ese acompañamiento; pero, cuanto más se piensa en él,
cuanto más se toma a Papageno como el Papageno mítico, tanto más expresivo y
característico se lo encuentra; no nos cansamos de escucharlo una y otra vez, pues es
una expresión absolutamente adecuada de la vida entera de Papageno, y la vida
entera de éste es un gorjeo incesante, que despreocupadamente y sin interrupción
sigue gorjeando su holganza, y que está contento y satisfecho porque ése es el
contenido de su vida, contento con su obra y contento con su canción. Se sabe tam-
bién que, en la ópera, se ha dispuesto muy ingeniosamente que las flautas de Tamino
y Papageno se correspondan la una a la otra. Y, sin embargo, ¡qué diferencia! La flauta
de Tamino, | si bien es la que da 88 el nombre a la pieza, falla siempre en su
ejecución. ¿Por qué? Porque Tamino no es en absoluto una figura musical. Esto vale
para la frustrada estructura de la ópera en su conjunto. Con su flauta, Tamino resulta a
lo sumo aburrido y sentimental, y, al reflexionar sobre la totalidad de sus desarrollos
restantes, sobre el estado de su conciencia, uno no puede menos que pensar, cada
vez que Tamino saca su flauta y ejecuta una pieza, en el campesino de Horacio
(rusticus exs- pectat, dum defluat amnis [«el labriego espera que el río corra»])115, sólo
que Horacio no le ha dado a su campesino una flauta como inútil pasatiempo. Como
figura dramática, Tamino está totalmente fuera de lo musical, y el itinerario espiritual
que la pieza quiere consumar es, de igual manera, una idea totalmente antimusical.
Tamino ha llegado tan lejos, en efecto, que lo musical cesa, y por eso los sones de su
flauta son sólo un devaneo destinado a distraer el pensamiento. Por cierto, la música
puede distraer magníficamente el pensamiento, incluso los malos pensamientos, como
cuando se dice que
David distraía con su ejecución el mal humor de Saúl116. Pero en ello hay un gran
engaño, pues esa distracción sólo tiene lugar en la medida en que hace que la
conciencia retorne a la inmediatez y se duerma en ella. El individuo puede, por tanto,
sentirse feliz en el momento de la embriaguez, pero lo único que hace es volverse
tanto más infeliz. Aquí me permitiré, totalmente in parenthesi, una observación. Se ha
utilizado la música para curar a los locos, y en cierto sentido se ha cumplido con ese
propósito, pero no es más que una ilusión. Pues si el motivo de la locura es mental,
éste consiste siempre en el endurecimiento de uno u otro punto de la conciencia. Ese
endurecimiento debe ser vencido, pero para que pueda ser verdaderamente vencido,
es preciso tomar el camino exactamente opuesto al que conduce hacia la música. Si
en ese caso se utiliza la música, el camino tomado es totalmente erróneo y se hace
que el paciente se vuelva más demente aún, por más que parezca que ya no lo está.
Dejaré en pie lo que he dicho acerca de la melodía de Tamino, sin temor a que se
lo interprete mal. No es en modo alguno mi intención negar lo que, por otra parte, he
reconocido más de una vez, a saber, que la música puede ser importante como
acompañamiento, pues de esa manera ingresa en un terreno que le es extraño, el
terreno del lenguaje; el error de La flauta mágica consiste, sin embargo, en que
aquello hacia lo que tiende la pieza en su totalidad es la conciencia, y que, por tanto,
la obra apunta en realidad a una superación de la música, pese a tratarse de una
ópera, por más que ese pensamiento no esté claro en la pieza. Lo que se propone
como meta del 89 desarrollo es el amor éticamente determinado, el | amor conyugal,
y en eso consiste el error fundamental de la pieza, porque, aunque quepa esperar
cualquier cosa de ese amor en sentido espiritual o mundano, lo que no puede
esperarse es que sea musical, pues es incluso absolutamente antimusical.
La primera aria tiene, pues, una gran importancia en sentido musical en tanto que
expresión musical inmediata de la vida entera de Papageno, y la historia, que es su
expresión absolutamente adecuada en la misma medida en que lo es la música, sólo
es historia es sentido impropio; las campanadas, en cambio, son la expresión musical
de su actividad, de la cual, a su vez, sólo cabe formarse una idea a través de la
música; ésta es encantadora, tentadora, cautivante como el tañido de aquel que logró
que los peces se detuvieran a escuchar117.
Dejamos ahora al Papageno mítico. La suerte del Papageno real es algo de lo que
no podemos ocuparnos; deseémosle lo mejor a él y a su pequeña Papagena, y que
puedan regocijarse poblando el bosque o todo un continente de puros papagenos121.
TERCER ESTADIO
ig
Este es el estadio que designa el Don Juan. En este caso no necesito, como en los
precedentes, aislar una parte de la ópera; aquí no se trata de separar sino de reunir,
pues la ópera entera es esencialmente una expresión de la idea y, con la excepción de
un par de números, aquélla reposa esencialmente en ésta, gravita hacia ella con
dramática necesidad, como hacia su centro. Por eso | tenemos aquí, una vez 90 más,
la oportunidad de ver en qué sentido puedo referirme a los estadios anteriores
utilizando esa denominación, cuando doy al tercer estadio el nombre de Don Juan.
Respecto de los precedentes he recordado ya que no tenían ningún tipo de existencia
y, partiendo de este tercer estadio, que es propiamente el estadio total, no cabe si-
quiera tratarlos como abstracciones unilaterales o anticipaciones provisorias, sino más
bien como presentimientos del Don Juan, si bien sigue habiendo algo que, de alguna
manera, me autoriza a aplicar la expresión «estadio», pues son presentimientos
unilaterales, cada uno de ellos presiente sólo uno de los lados.
No es mi intención decir algo particular acerca de esta música, y espero que los
buenos espíritus me ayuden a abstenerme de hacer acopio de un sinnúmero de
predicados baladíes aunque muy grandilocuentes, o de delatar en un rapto de lujuria
verbal la impotencia del 91 lenguaje, | tanto más en la medida en que no considero
que ésta sea una imperfección del lenguaje sino una potencia superior, si bien por eso
mismo estoy tanto más dispuesto a reconocer los derechos de la música dentro de sus
fronteras. Lo que haré, por el contrario, será por una parte iluminar la idea desde
todos los ángulos posibles, así como la relación entre aquélla y el lenguaje, para de
esa manera ir ciñendo el territorio en el que la música tiene su morada, como es-
pantándola para que se abra paso sin que yo mismo pueda, sin embargo, decir nada
más acerca de ella cuando se hace escuchar, sino tan sólo: ¡escuchad! Creo que de
esa manera habré hecho lo máximo que la estética es capaz de hacer; otro asunto es
saber si lo lograré
o no. Sólo en un sitio particular habrá un predicado que, como una orden de
arresto, haga algún señalamiento, pero no olvidaré, ni permitiré que el lector olvide,
que el hecho de tener en la mano una orden de arresto no significa en modo alguno
que uno ya haya cogido al sujeto en cuestión. En su momento se hablará también de
la estructura total de la ópera, de su construcción interna, pero eso, a su vez, se hará
también de manera tal que, lejos de ponerme a gritar a viva voz: i Ah! Bravo schwere
Noth Gotts Blitz bravissimo!, me limitaré a incitar a lo musical para que se muestre, y
creo que de esa manera habré hecho lo máximo que, en sentido puramente estético,
puede hacerse en relación a lo musical. Lo que haré, por tanto, no
será ofrecer un largo comentario a la música que, por otra parte, no puede
contener otra cosa que incidencias subjetivas e idiosincrasias y sólo puede remitirse a
algo análogo en el lector. Ni siquiera un comentarista tan refinado, tan reflexivo en sus
expresiones y tan polifacético como el doctor Hotto ha podido evitar que su
interpretación, por una parte, degenere en mera palabrería cuando se supone que
emularía la riqueza armónica de Mozart, o que suene como un eco apagado, una
descolorida copia de la magnífica exuberancia tonal de Mozart, ni evitar que Don Juan,
por otra parte, llegue a ser a veces más de lo que es en la ópera, que llegue a ser un
individuo reflexivo, y que otras veces llegue a ser menos de lo que es. Esto último,
desde luego, es así porque a Hotto se le ha escapado el rasgo profundo y absoluto del
Don Juan-, el Don Juan es para él tan sólo la mejor de las óperas, pero no es
cualitativamente diferente de las demás. Y cuando uno no ha discernido ese rasgo con
la omnipresente seguridad de la mirada especulativa, no puede hablar de manera
digna y justa acerca del Don Juan, por más que, en el caso de haberlo discernido,
habría sido capaz de decir al respecto cosas mucho más magníficas y preciosas y, ante
todo, más verdaderas que las que dirá quien se atreve a hablaros aquí. | — Yo, por el
contrario, no cesaré de rastrear lo 92 musical a partir de la idea, de la situación, etc.,
no cesaré de prestarle oídos, y, cuando haya hecho que el lector sea lo bastante
receptivo en sentido musical como para creer que está escuchando música pese a no
estar escuchando nada, consideraré cumplida mi tarea, me impondré silencio, le diré
al lector y me diré a mí mismo: ¡escucha! ¡Oh, genios benévolos, protectores de todo
amor inocente, a vosotros encomiendo todo mi ánimo, vigilad que los laboriosos
pensamientos sean dignos de su objeto, templad mi alma para que resulte un
instrumento bien afinado, haced que las delicadas brisas de la elocuencia soplen sobre
ella, dadme la bendición y la confortación de los estado de ánimo fecundos! ¡Oh,
espíritus justos que guardáis las fronteras del reino de la belleza, cuidad que no obre
yo en perjuicio del Don Juan debido al confuso entusiasmo y al celo ciego de
transformarlo en cualquier otra cosa, cuidad que no lo empequeñezca, que no haga de
él algo diferente de lo que en realidad es, a saber, lo más alto! ¡Oh, espíritus
poderosos que sabéis tocar el corazón de los hombres, asistidme para que pueda
atrapar el corazón del lector, no en las redes de la pasión o con las intrigas de la
elocuencia, sino en la eterna verdad del convencimiento!
No se sabe cuándo aparece la idea del Don Juan; lo único que se sabe es que
pertenece al cristianismo y que, mediante el cristianismo, a su vez, pertenece a la
Edad Media. Aun si no fuese posible seguir con mínima certeza el desarrollo de la idea
hasta llegar a ese período histórico de la conciencia humana, la observación de la
índole interna de la idea no dejaría lugar a dudas. La Edad Media es, en general, la
época de la representación, por un lado de manera consciente, y, por otro, de manera
inconsciente; la totalidad está representada en un individuo particular, de tal modo,
sin embargo, que hay un solo aspecto que está determinado como totalidad y que, por
tanto, se pone de manifiesto en un individuo particular, y por eso lo es a la vez de algo
más y de algo menos que de un individuo. Junto a ese individuo hay, entonces, otro
individuo, que representa de manera igualmente total el otro aspecto del contenido de
la vida, por ejemplo el caballero junto al escolástico, el clérigo junto al lego. Aquí la
grandiosa dialéctica de la vida está siempre ilustrada por individuos representativos
que, por lo general, aparecen en pareja y enfrentados 93 el uno al otro; la vida se
presenta siempre sólo sub | una specie, y no se presiente la gran unidad dialéctica que
mantiene en unidad la vida utraque specie. Por eso los opuestos son casi siempre
indiferentes el uno al otro. La Edad Media no sabe de ellos. Así, ella misma realiza de
modo inconsciente la idea de la representación, pero sólo una consideración posterior
podrá ver la idea que hay en ella. Allí donde la Edad Media propone a su propia
conciencia un individuo como representante de la idea, pone junto a él y en relación
con él otro individuo; esa relación es por lo general una relación cómica, en la que
sucede como si uno de los individuos compensara la desproporcionada grandeza del
otro ante la vida real. Así el bufón junto al rey, Fausto junto a Wagner122, Don Quijote
junto a Sancho Panza123, Don Juan junto a Leporello. Esa estructura es esencialmente
propia de la Edad Media. La idea pertenece, por tanto, a la Edad Media, y en ésta, a su
vez, no pertenece a un poeta determinado, es una de esas ideas primigenias que con
autóctona originalidad han surgido del universo de conciencia de la vida popular. La
Edad Media debió tomar como objeto de consideración la escisión entre la carne y el
espíritu que el cristianismo trajo al mundo, y, con ese fin, tomar como objeto de
intuición cada uno de los poderes en pugna. Don Juan es, me atrevería a decir, la
encarnación de lo carnal, o la animación de la carne por parte del espíritu propio de la
carne. Esto ha sido ya suficientemente señalado en lo precedente; la cuestión sobre la
que quie-
Don Juan es, pues, la expresión de lo demoníaco definido como lo sensual; Fausto,
la expresión de lo demoníaco definido como lo espiritual que el espíritu cristiano
excluye. Ambas ideas guardan una relación esencial entre sí y se parecen mucho, y
hasta cabría esperar que tuvieran también en común el hecho de haber sido recogidas
en una leyenda. Tal es el caso del Fausto, como se sabe. Existe una novela popular
cuyo título es suficientemente conocido125, pero poco
utilizado como tal, cosa bastante curiosa en nuestra época, en la que la idea del
Fausto ha sido tratada tan a menudo. Así están las cosas, mientras que cualquier
profesor o catedrático en ciernes cree ganarse la corte del público lector publicando
un libro sobre el Fausto126 en el que repite fielmente lo que todos los otros licenciados
y confirmantes del saber han dicho ya, suponiendo que de esa manera tiene el
derecho de pasar por alto ese librito insignificante. No les cabe en la cabeza que algo
tan bello y verdaderamente grande sea común a todos, que cualquier recadero lo
consiga en donde la viuda Tribler127 o en los puestos de las pregoneras de la plaza de
las Cañas128 y se lo lea a sí mismo a media voz en el mismo momento en que Goethe
escribe su Fausto. Y la verdad es que ese libro popular merece que se le preste
atención, pues tiene, ante todo, eso que se ensalza como una propiedad excelente en
los vinos, tiene su buqué, es un exquisito embotellado medieval que, cuando se lo
abre, despide un aroma tan intenso, agradable y característico, que uno se pone de un
ánimo de lo más curioso. Pero de esto hemos dicho ya bastante; | sólo he que- 96 rido
llamar la atención sobre el hecho de que no hay una leyenda como ésa referida al Don
Juan. No hay ninguna novela, ninguna copla que, siempre publicada este año129, haya
recogido su memoria.
Tal vez haya existido una leyenda, pero ésta, con toda probabilidad, se habría
limitado a un solo gesto, acaso más breve aun que las pocas estrofas en las que se
basa la Eleonora de Bürger130. Tal vez no contenía más que una indicación numérica,
pues, a menos que esté yo muy equivocado, la actual cifra de 1.003131 proviene de una
leyenda. Una leyenda que sólo contuviese eso sonaría bastante pobre, así que es
comprensible que no haya sido recogida por escrito; pero esa cifra es una peculiaridad
excelente, una osadía lírica que tal vez muchos no adviertan por estar tan habituados
a verla. Pero si bien esa idea no ha hallado expresión en una leyenda popular, ha sido
conservada de otra manera. Pues es sabido que el Don Juan ha existido desde hace
mucho como una pieza bufa, y ésa es incluso su primera forma real de existencia. Pero
allí la idea se concibe de manera cómica, lo cual no hace sino evidenciar que la Edad
Media, tan hábil como fue para erigir ideales, supo también ver con precisión lo que
hay de cómico en la dimensión sobrenatural del ideal. Pues hacer de Don Juan un
fanfarrón que imaginaba haber seducido a todas las muchachas y permitir que
Leporello creyese sus mentiras era, por cierto, una situación cómica de lo más
propicia. Y por más que ése no hubiese sido el caso, por más que la concepción
hubiese sido otra, no podría pres- cindirse del giro cómico consistente en la
contradicción entre el héroe y el teatro en el que éste se mueve. De esa manera, la
Edad Media
pudo también contar historias de héroes que, de tan robustos, medían media vara
de entrecejo, pero sería dar pleno curso a la comicidad el hecho de que un hombre
corriente se presentara en escena dándoselas de medir media vara de entrecejo.
Lo que se ha dicho aquí en relación a la leyenda del Dort Juan no vendría a cuento
si no fuese por la estrecha relación que ésta guarda con el objeto de esta
investigación, si no contribuyera a orientar el pensamiento hacia la meta inicialmente
definida. Si esta idea, comparada con la del Fausto, tiene un pasado tan pobre, es
seguramente porque, mientras no se advirtiera que su medio propio era la música,
había en ella algo de enigmático. Fausto es idea, pero es, además, una idea que es
esencialmente individuo. Pensar lo demoníaco-espi- 97 ritual concentrado en un solo
individuo | es algo a lo que el pensamiento puede llegar por sí mismo, pero no es
posible pensar lo sensible en un solo individuo. Don Juan reside en la permanente
oscilación entre ser idea, es decir, fuerza, vida... y ser individuo. Pero esa oscilación es
la vibración musical. Cuando el mar, embravecido, se agita y las espumosas olas
forman en esa conmoción figuras que son como criaturas; es como si esas criaturas
fuesen las que ponen las olas en movimiento, pero sucede al revés, es el paso de las
olas el que las forma132. Así también el Don Juan es una figura que siempre aparece,
pero que no cobra fisonomía ni consistencia, que siempre se forma, pero que nunca se
completa, y uno no llega a saber de su historia más de lo que cabe oír del ruido de las
olas. Cuando el Don Juan se percibe de ese modo, todo cobra sentido y profunda
significación. Si imagino un individuo particular y le veo o le oigo hablar, el hecho de
que haya seducido a 1.003 mujeres resulta cómico, ya que al tratarse de un individuo
particular el acento recae en un lugar totalmente distinto, es decir, se destaca a quién
ha seducido y de qué manera. Puede que la leyenda y la ingenuidad de las creencias
populares consigan sostener cosas como ésa sin advertir lo cómico de ello, pero para
la reflexión es imposible. Cuando se lo concibe en música, en cambio, tampoco allí
tengo al individuo particular, lo que tengo es un poder de la naturaleza, lo demoníaco,
que es tan incansable e incesante al seducir como lo es el viento al soplar, el mar al
mecerse
del Dort Juan, sin que por ello vaya a tomar el asunto con la ligereza habitual con
que la gente lo tomaría, creyendo que ese tipo de cosas carece de importancia. Yo,
por el contrario, tomo el asunto con un alto grado de seriedad estética, y por eso opino
que la cifra es indiferente. La única propiedad que quiero elogiar en lo que respecta a
la cifra 1.003 es el hecho de que es impar y accidental, lo cual no deja en modo alguno
de tener su importancia, pues da la impresión de que la lista de ninguna manera está
cerrada, sino que, por el contrario, Don Juan sigue adelante; uno podría casi sentir
lástima por Leporello, que no sólo debe, como él mismo dice, montar guardia junto a la
puerta, sino | además llevar una contabilidad tan minuciosa que 98 hasta un contador
experimentado se vería en apuros.
decir, las seduce a todas. Pues existe sólo en el momento, y el momento, pensado
conceptualmente, es una suma de momentos, y así llegamos al seductor. El amor
caballeresco también es anímico, y por eso, de acuerdo a su concepto, es
esencialmente fiel, sólo el sensual es, según su concepto, esencialmente infiel. Pero
esa infidelidad suya se muestra también en otra cosa, a saber, que resulta ser siempre
sólo 99 una repetición. El amor anímico comporta, | en un doble sentido, algo
dialéctico. Pues comporta, por un lado, la duda y la inquietud, y además quiere ser
dichoso, quiere ver cumplido su deseo y ser amado. El amor sensual no tiene esa
preocupación. Ni siquiera un Júpiter estaría seguro de su victoria, y eso no puede
cambiar, él tampoco desearía que cambiara. No es así en el caso de Don Juan, que
sigue el proceso más corto y debe siempre pensarse como absolutamente victorioso.
Esto, que podría parecer una ventaja para él, es en realidad una carencia. Por el otro
lado, el amor anímico tiene también otra dialéctica, a saber, que también es diferente
en relación a cada individuo particular que es objeto de amor. En eso reside su
riqueza, la plenitud de su contenido. Otro es el caso de Don Juan. Pues éste no tiene
tiempo para esas cosas, para él todo es tan sólo cuestión de un momento. Verla y
amarla era lo mismo133; en algún sentido, eso puede decirse acerca del amor anímico,
pero ahí hay también, apenas sugerido, un inicio. A Don Juan se le aplica de otra
manera. Verla y amarla son lo mismo, eso es el momento, en el mismo momento todo
ha terminado, y lo mismo se repite al infinito. Si el pensamiento introduce lo anímico
en Don Juan, el hecho de que se sitúen aquellas
eso consiste Don Juan; tan pronto éste se vuelve individuo, lo estético alcanza una
categoría totalmente distinta. Por eso es tan natural y tan significativo que, en el caso
de seducción que se desarrolla en la pieza, la joven Zerlina sea una ordinaria
campesina. Los estetas hipócritas que, aparentando comprender a los poetas y
compositores, contribuyen tanto como pueden a interpretarlos mal, nos enseñarán tal
vez que Zerlina es una muchacha excepcional. Cualquiera que diga esto muestra que
ha comprendido a Mozart de manera totalmente equivocada y que aplica categorías
incorrectas. Está claro que su comprensión de Mozart es equivocada, pues Mozart ha
hecho todo para que Zerlina siga siendo alguien de lo más insignificante, cosa que ha
notado también Hotho134, aun cuando no discierne su profunda motivación. En efecto,
si el amor de Don Juan, en lugar de definirse como sensual, hubiese sido definido de
otra manera, si aquél hubiese sido un seductor en sentido espiritual —y esto será
objeto de una consideración posterior—, habría sido un error capital en la pieza que la
heroína del caso de seducción que la pieza nos ofrece fuese una pequeña campesina.
Entonces la estética exigiría que se le impusiese a Don Juan una tarea más difícil. Para
él, sin embargo, esas diferencias no cuentan. En el supuesto de que pudiésemos
atribuirle un dicho semejante respecto de sí mismo, él diría tal vez: «Os equivocáis, no
soy un esposo que, para ser feliz, necesita de una muchacha excepcional; lo que me
hace feliz es algo que tienen todas las muchachas, por eso las tomo a todas». Así
deben entenderse las palabras a las que me referí muy al comienzo: «hasta las
coquetas sesentonas», o en otro pasaje: pur che porti la gonella, voi sapete quel che
fá [«basta que lleve faldas, ya sabéis lo que hace aquél»] 135. Para Don Juan, cada
muchacha es una muchacha corriente, toda historia de amor es una historia cotidiana.
Zerlina es joven y hermosa, y es una mujer, eso es lo general, lo que tiene en común
con cientos de otras muchachas, pero Don Juan no desea lo excepcional sino lo
general, lo que ella tiene en común con todas las demás mujeres. Si no fuese así, Don
Juan dejaría de ser absolutamente musical, la estética exigiría la palabra, el
parlamento; en cambio, siendo las cosas como son, Don Juan es absolutamente
musical. Explicaré esto desde otro ángulo, a partir de la construcción interna de la
pieza. Elvira es, para Don Juan, un enemigo peligroso; los parlamentos formulados por
el traductor danés lo señalan a menudo136. Está claro que es un error darle la palabra a
Don Juan, pero de ello no se sigue que sus parlamentos no contengan alguna buena
observación. Así pues, Don Juan teme a Elvira. Es 102 probable que algún que otro
esteta crea explicar cabalmente | esta circunstancia presentándose con un largo
discurso en el que sostiene
que Elvira es una muchacha excepcional, etc. Esto no es más que gastar pólvora
en salvas. Ella constituye un peligro para él porque ha sido seducida. En el mismo
sentido, exactamente en el mismo sentido, Zerlina es para él un peligro al ser
seducida. Tan pronto como es seducida, se eleva a una esfera superior, hay en ella
una consciencia que Don Juan no tiene. Por eso constituye un peligro para él. Pero,
también en este caso, ella es un peligro para él en función de lo general, no en función
de lo accidental.
Don Juan es, pues, un seductor, su erotismo es seducción. Decir esto es decir
mucho, si se lo entiende de la manera correcta, y poco, si, como de costumbre, se lo
concibe con cierta imprecisión. Ya hemos visto que la noción de «seductor» se
encuentra esencialmente modificada cuando se trata de Don Juan, pues el objeto de
su deseo es lo sensual y nada más que eso. Esto tenía su importancia al tratar de
mostrar lo que hay de musical en Don Juan. En la Antigüedad, lo sensual encontraba
expresión en la silenciosa quietud de la plástica; en el mundo cristiano, lo sensual
debió enfervorizarse en su impaciente apasionamiento. Pese a que en verdad pueda
decirse, por tanto, que Don Juan es un seductor, esta expresión, que puede resultar
fácilmente irritante para las débiles mentes de algunos estetas, a menudo da lugar a
malentendidos, pues tras haber recogido de aquí y allá en un solo montón todo lo que
podía decirse al respecto, se lo ha transferido sin más a Don Juan. Ora ha puesto uno
al descubierto su propia astucia al rastrear la de Don Juan, ora se ha quedado ronco de
tanto explicar los ardides y tretas de aquél; en suma, la palabra «seductor» ha
permitido que todo el mundo se le ponga en contra de la manera más efectiva, ha
contribuido a una comprensión totalmente errada. Cuando se trata de Don Juan, hay
que usar la expresión «seductor» con gran cuidado, siempre y cuando a uno le importe
más decir algo correcto que decir algo banal. No porque Don Juan sea demasiado
bueno, sino porque no cae en modo alguno bajo determinaciones éticas. Es por eso
por lo que yo le llamaría más bien un impostor, pues ello comporta siempre una mayor
ambigüedad. Para ser un seductor se requiere siempre una cierta reflexión, una cierta
conciencia, y en la medida en que ésta se hace presente, puede resultar adecuado
hablar de artimañas, ardides y ofensivas solapadas137. A Don Juan le falta esa
conciencia. Por eso no seduce. Desea, y ese deseo resulta seductor; en ese sentido
seduce. Goza de la satisfacción del deseo; una vez que ha gozado de ello, busca un
nuevo objeto, y así al infinito. Por eso engaña, pero | no en el sentido de preparar su
103 engaño por anticipado; el propio poder de la sensualidad es el que engaña a las
seducidas, y es más bien una especie de némesis. Desea y
no cesa jamás de desear, y goza de la satisfacción del deseo. Lo que le falta para
ser un seductor es el tiempo previo en el que prepararía su plan, y el tiempo posterior
en el que cobraría conciencia de su obrar. Un seductor debe, por tanto, disponer de un
poder que Don Juan, por mucho que esté equipado en otros aspectos, no tiene, a
saber, el poder de la palabra. Tan pronto como le concedemos el poder de la palabra,
deja de ser musical y el interés estético resulta totalmente distinto. Achim von Arnim
habla en alguna parte138 de un seductor de índole totalmente distinta, un seductor que
cae bajo determinaciones éticas. Se refiere a él con una expresión que podría casi
igualar en verdad, osadía y concisión los golpes de arco mozartianos. Dice que sería
capaz de hablarle a una mujer de un modo tal que, aun si lo cogiera el diablo, su
elocuencia le permitiría desembarazarse de él y ponerse a hablar con su bisabuela.
Este es el seductor auténtico, y es que el interés estético en este caso es otro, a saber,
el cómo, el método. Por eso es muy significativo, cosa que tal vez la mayoría ha pasa-
do por alto, que Fausto, que es la reproducción de Don Juan, seduzca sólo a una
muchacha, mientras que Don Juan seduce a cientos de ellas; pero esa única muchacha
es también seducida y aniquilada de una manera que, en sentido intensivo, difiere
totalmente del modo como Don Juan ha engañado a todas las demás; y ello
justamente porque Fausto, en tanto que reproducción, tiene en sí la determinación del
espíritu. La fuerza de ese seductor es la palabra, es decir, la mentira. Hace unos días
oí a un soldado que le hablaba a otro acerca de un tercero que había engañado a una
muchacha; la descripción que ofrecía no era detallada, pero su expresión fue más que
suficiente: «consiguió tal y tal cosa con mentiras». Un seductor como ése es de una
clase totalmente diferente a Don Juan, es esencialmente distinto de él, lo cual puede
verse también en que tanto él como su actividad son sumamente antimusicales y, en
sentido estético, caen dentro de la determinación de lo interesante. Por eso el objeto
de su deseo es también, si se lo piensa de un modo estéticamente correcto, algo más
que la mera sensualidad.
¿Pero cuál es entonces la fuerza con la que seduce Don Juan ? Es el deseo, la
energía del deseo sensual. Desea, en cada mujer, lo femenino en su totalidad, y en
eso consiste el idealizante deseo sensual 104 con el que embellece y al mismo tiempo
vence a su presa. El reflejo | de esa pasión gigantesca embellece y desarrolla lo
deseado, que ante su resplandor se sonroja de intensa belleza. Así como el fuego del
entusiasta ilumina con un brillo de seducción incluso a los extraños que se relacionan
con él, así también él transfigura a cada muchacha en un sentido aún más profundo,
pues su relación con ella es una
darnos una idea al respecto, pues para la reflexión y para el pensamiento es algo
indecible. Puedo exponer claramente en palabras las tretas de un seductor
determinado de manera ética, y sería vano que la música intentara cumplir esa tarea.
Con Don Juan sucede lo contrario. ¿Qué clase de poder es éste? — Nadie puede
decirlo, incluso si le preguntara a Zerlina, antes de que llegara al baile: ¿cuál es el
poder con el que te aprisiona?, ella respondería: no se sabe; y yo diría: ¡Bien dicho, mi
niña! Hablas con mayor sabiduría que los sabios de la India, richtig, das weiß man
nicht [«exacto, no se sabe»l, y yo, por desgracia, tampoco puedo decirlo.
Esa fuerza en Don Juan, esa omnipotencia, esa vida, sólo puede expresarla la
música, y el único predicado aplicable que conozco es éste: es la exuberancia vital de
la jovialidad. Por eso, cuando Kruse le hace decir a Don Juan, al entrar éste en escena
para la boda de Zerlina: «¡Alegría, muchachas, que estáis todas vestidas como para
una boda!»140, lo que dice es totalmente acertado y tal vez digo, además, más de lo
que piensa. Pues él mismo trae la jovialidad consigo y, por lo que concierne a la boda,
no carece de significación que todas estén vestidas como para una boda; pues Don
Juan no sólo es hombre para Zerlina, sino que festeja con campanas y canciones las
bodas de las jóvenes de toda la comarca. ¿Qué tiene, entonces, de extraño que esas
alegres muchachas se amontonen en torno a él? Y no quedarán defraudadas, pues él
tiene suficiente para todas ellas. Requiebros, suspiros, miradas osadas, ademanes
sigilosos, susurros secretos, la peligrosa proximidad y la tentadora distancia... y esto
son sólo los misterios menores141, meros regalos de boda. Para Don Juan es un regocijo
alzar la mirada sobre una mies tan rica como ésa; se encarga de la comarca entera, y
puede que eso, sin embargo, no le lleve más tiempo del que Leporello utiliza en el
recuento.
Lo desarrollado hasta aquí guía una vez más el pensamiento en dirección a lo que
constituye el objeto propio de la investigación, el hecho de que Don Juan es
absolutamente musical. Desea de manera 106 sensual, seduce con el poder
demoníaco de la sensualidad, | las seduce a todas. La palabra y el parlamento le son
ajenos, pues, si no, se transformaría en seguida en un individuo reflexivo. Carece en
absoluto de esa permanencia, se apresura en pos de una desaparición eterna,
exactamente como la música, de la cual cabe decir que ha pasado tan pronto como
deja de sonar, y sólo vuelve a ser cuando vuelve a sonar. Si me permito interrogar
aquí, por tanto, cuál era el aspecto de Don Juan, si era apuesto, joven o viejo, cuál era
su edad aproximada, no es sino a la manera de una adaptación, y lo que cabe decir a
este respecto sólo puede tener lugar aquí en el mismo sentido en el
que la Iglesia estatal admite que una secta sea parte de ella. Es apuesto, sí, no del
todo joven; si debo apostar por una edad, diría que treinta y tres años, pues es la edad
de la generación142. Lo que hay de inquietante en el hecho de librarse a este tipo de
indagaciones es que, demorándose en lo particular, se pierde fácilmente la totalidad,
como si Don Juan sedujese por su belleza o por alguna otra cosa que se pudiese
mencionar; de esa manera se le ve, pero ya no se le oye, y de esa manera se le
pierde. Por tanto, si tratase de hacer cuanto está a mi alcance para ayudar al lector a
concebir a Don Juan y dijese: mira, ahí lo tienes, mira cómo llamean sus ojos, cómo se
abre su boca al sonreír, tan seguro como está de su victoria, observa cómo su mirada
soberana exige lo que es del César143, mira cuán ligero es su paso al danzar, con
cuánto orgullo tiende la mano, cuán dichosa es aquella a la que se la ofrece...; o si
dijese: mira, está en la oscuridad del bosque, recostado en un árbol, acompañado por
una guitarra, y mira cómo esa joven muchacha se esconde entre los árboles, temerosa
como un sobresaltado animal salvaje, pero él no tiene prisa, sabe que lo busca a él...;
o si dijese: está descansando a la orilla del lago en una noche clara, una noche tan
bella que la luna se detiene y revive sus amores de juventud, tan bella que las jóvenes
de la ciudad harían lo imposible por poder deslizarse hasta allí y, cuando la luna vuelve
a elevarse para iluminar el cielo, valerse de la oscuridad del instante para besarlo...; si
yo dijera estas cosas, el lector atento diría: he aquí que todo se ha echado a perder,
pues hasta él mismo ha olvidado que Don Juan no debe ser visto sino oído. Por eso
diré, en lugar de todas esas cosas: escucha a Don Juan, pues si no puedes hacerte una
idea de él al escucharlo, entonces no lo harás nunca. Escucha el comienzo de su vida;
así como el rayo brota de la oscuridad del cielo tormentoso, así emerge Don Juan de
las honduras de la seriedad, más rápido que el cauce de ese rayo, más inestable | que
él y, sin embargo, no menos 107 acompasado; escucha cómo se abate sobre lo
múltiple de la vida, cómo arremete contra sus sólidas murallas, escucha la leve danza
de esos violines, escucha la señal de júbilo, escucha el alborozo del placer, escucha la
festiva bienaventuranza del goce, escucha su vuelo salvaje; es él el que pasa
presuroso, más veloz, más inestable aún; escucha el apetito desenfrenado de la
pasión, escucha el murmullo del amor, escucha el susurro de la tentación, escucha el
torbellino de la seducción, escucha el silencio del instante... escucha, escucha, es-
cucha el Don Juan de Mozart144.
La idea del Fausto ha sido, como se sabe, objeto de diversas concepciones, cosa
que no ha sucedido en modo alguno con el Don Juan. Puede que esto parezca extraño,
tanto más en la medida en que el período que éste último caracteriza en el desarrollo
de la vida individual es mucho más universal que el del primero. Pero tiene su expli-
cación, pues lo fáustico presupone, justamente, un tipo de madurez espiritual que
hace que se lo conciba de manera mucho más natural. A esto se suma lo que señalé
más arriba, al aludir a la circunstancia de que no existe, en este sentido, una leyenda
relativa a Don Juan, y es el hecho de que, antes de que Mozart descubriera tanto el
medio como la idea, la cuestión del medio planteaba dificultades profundas. Sólo a
partir de ese instante la idea alcanzó su verdadera dignidad, y fue entonces cuando,
como nunca antes, caracterizó una fase de la vida individual; lo hizo, sin embargo, con
tanta fortuna, que el impulso de destacar de modo poético las vivencias de la fantasía
no llegó a cobrar necesidad poética. Esto, a su vez, demuestra de manera indirecta el
valor absolutamente clásico de la ópera de Mozart. El ideal de esa tendencia había
alcanzado ya su expresión artística en un grado tal que, aunque pudiera ser tentador,
no lo fue para la productividad poética. Claro que la música mozartiana ha sido
tentadora, pues ¿qué jovenzuelo no ha pasado por momentos de su vida en los que
habría dado la mitad de su reino, si no el reino entero, por ser un Don Juan, momentos
en los que habría dado la mitad de su vida, si no la vida entera, por ser Don Juan
durante un año? Pero por eso mismo fueron también los seres más profundos los que
fueron toca- 108 dos por I la idea; éstos hallaron expresado todo en la música de
Mozart, hasta la más leve brisa, hallaron en la grandiosa pasión de aquélla la
resonante expresión de lo que se agitaba en su propio interior, sintieron que todos los
estados de ánimo gravitaban hacia esa música como el arroyo se precipita hacia el
mar infinito. Estos seres hallaron en el Don Juan de Mozart tanto el texto como el
comentario y, al deslizarse de ese modo hacia su música y sumirse en ella, disfrutaron
de la alegría de perderse a sí mismos y adquirieron la riqueza del asombro. La música
mozartiana no fue en modo alguno una limitación, sino todo lo contrario, pues sus
propios estados de ánimo se ampliaron y cobraron una dimensión sobrenatural tan
pronto como fueron reconocidos en Mozart. Los seres inferiores que no barruntan
ninguna infinitud, los que no conciben infinitud alguna, esos chapuceros que creen ser
ellos mismos un Don Juan sólo por haber rozado
la mejilla de una campesina, por haber ceñido en sus brazos a una sirvienta o
haber hecho sonrojar a una joven doncella, ésos no han entendido la idea ni han
entendido a Mozart, no han sabido producir ellos mismos un Don Juan que no fuera
una ridicula caricatura, un ídolo familiar que tal vez alguna prima, con una mirada
nublada por el sentimentalismo, podría ver como un Don Juan de verdad, suma de
todos los encantos. El Fausto no ha alcanzado todavía una expresión en ese sentido y,
como se ha observado anteriormente, no lo podrá nunca, debido a que su idea es
mucho más concreta. La concepción del Fausto puede ser tomada merecidamente
como una concepción acabada, y aun así la generación siguiente volverá a parir un
Fausto; Don Juan, en cambio, debido al carácter abstracto de la idea, vive
eternamente en todas la épocas, y querer elaborar un Don Juan después de Mozart
será siempre como querer escribir una litas post Homerum [Ilíada después de
Homero]145, si bien en un sentido que va mucho más allá del aplicado a Homero.
Por muy exacto que sea lo dicho hasta aquí, de ello no se sigue de ningún modo
que alguna criatura dotada de talento no haya hecho también el intento de concebir a
Don Juan de otra manera. Todo el mundo sabe que es así, pero acaso no todo el
mundo ha advertido que el modelo de todas las otras concepciones es esencialmente
el Don Juan de Moliére146; pero éste, por su parte, además de ser muy anterior al de
Mozart, es cómico, y su relación con el Don Juan de Mozart es como la que existe entre
un cuento de hadas según la concepción de Musäus147 y la adaptación del mismo
hecha por Tieck148. En este sentido puedo limitarme a comentar el Don Juan de Moliére
y, al intentar valorarlo de manera estética, ofrecer también una valoración indirecta de
las otras concepciones. Con el Don Juan de Heiberg149, sin embargo, haré una
excepción. El mismo señala en el título que éste es «parcialmente conforme a
Moliére». Y esto es | muy cier- 109 to, pero la pieza de Heiberg tiene una gran ventaja
con respecto a la de Moliére. Ello se debe a la segura mirada estética con la que Hei-
berg concibe siempre su tarea, el gusto que aplica en sus distinciones, pero no hay
que descartar que, en este caso, el profesor Heiberg haya sido indirectamente
influenciado por la concepción de Mozart, teniendo en cuenta la manera como debe
concebirse el Don Juan cuando no se quiere hacer que la música sea la expresión
propia o si se lo quiere presentar bajo otras categorías estéticas. El profesor Hauch
también ha elaborado un Don Juan150 que cae bajo la determinación de lo
interesante151. Si paso a referirme ahora al otro grupo de adaptaciones del Don Juan,
no necesito recordarle al lector que no lo hago en función del presente opúsculo, sino
sólo para aclarar el sentido de
Ahora bien, por más que no se le quiera conceder la dicción a Don Juan, cabría
pensar una concepción del Don Juan que, de todas 110 maneras, utilizara la palabra
como medio. | Tal concepción, en realidad, existe, y es la de Byron153. En muchos
aspectos, Byron estaba ciertamente capacitado para producir un Don Juan, y por eso
hay que estar seguro de que el fracaso de esa empresa no tiene su razón en Byron
sino en algo mucho más profundo. Byron se atrevió a mostrarnos la génesis de Don
Juan, a contamos su vida de infancia y de juventud, a construirlo a partir del contexto
de hechos vitales finitos. De ese modo Don Juan se convirtió en una personalidad
reflexiva que pierde la idealidad que tiene en la representación tradicional. Explicaré
en seguida cuál es el cambio que se produce en relación a la idea. Cuando Don Juan es
concebido musicalmente, escucho en él toda la infinitud de la pasión, pero también su
infinito poder al que nada puede resistirse; escucho el salvaje apetito del deseo, pero
también la absoluta victoria de ese deseo, a la que sería vano querer
La oposición que el individuo debe combatir puede ser, por un lado, una oposición
externa que no reside tanto en el objeto como en el mundo circundante, y puede, por
otro lado, residir en el objeto mismo. Todas las concepciones del Don Juan se han
ocupado más que nada del primero de estos casos, puesto que se ha fijado el mo-
mento de la idea según el que Don Juan, en tanto que erotista, debía salir victorioso.
En cambio, me parece que sólo cuando se hace resaltar el otro aspecto se abre el
panorama para una concepción significativa del Don Juan capaz de | de constituir la
contrafigura del Don m Juan musical; todas las concepciones del Don Juan que se
sitúan entre estas dos, por el contrario, siguen conteniendo siempre imperfecciones.
En el Don Juan musical se encontraría, pues, el seductor extensivo; en el otro, el
intensivo. A este último Don Juan no se le representa como tomando posesión de su
objeto de un solo plumazo, no es el seductor determinado de manera inmediata, es el
seductor reflexivo.
muchachas; el reflexivo sólo necesita seducir a una, y lo que nos importa es cómo
lo hace. La seducción del Don Juan reflexivo es una obra de arte en la que cada
pequeño rasgo tiene una significación particular; la seducción del Don Juan musical es
un ademán, es cosa de un instante, algo que se hace en menos tiempo del que lleva
decirlo. Me acuerdo de un cuadro que vi una vez. Un joven apuesto, un verdadero
mujeriego. Jugaba con un grupo de jóvenes muchachas, todas en esa edad peligrosa
en la que no se es ni adulta ni niña. Se divertían, entre otras cosas, saltando sobre una
acequia. El se paraba 112 en el borde y las | ayudaba a saltar, tomándolas de la
cintura, alzándolas levemente en el aire y colocándolas del otro lado. Era una escena
magnífica, me alegraba tanto a causa de él como a causa de las jóvenes. Me hacía
pensar en Don Juan. Las jóvenes corren a sus brazos, y él las toma con la misma
rapidez, con la misma agilidad las coloca del otro lado de la acequia de la vida.
Don Juan tras haber probado muchas otras cosas.) El héroe de la pieza, Don Juan,
es nada menos que un héroe, un sujeto más que desgraciado que tal vez no pudo
pasar sus exámenes de teología158 y que ahora ha escogido un modo de vida diferente.
Pues incluso cuando se nos dice que es hijo de un hombre muy distinguido 159,
dispuesto a inspirar también en él las virtudes e inmortales hazañas asociadas al gran
apellido de sus antepasados, esto es tan inverosímil, en relación a todas sus demás
conductas, que uno llega a preguntarse si todo el asunto no será una mentira tramada
por el mismo Don Juan. Su comportamiento no es muy caballeresco, no se le ve
empuñar la espada para abrirse paso a través de las dificultades de la vida, lo que
hace es repartir bofetadas a diestro y siniestro, y hasta llega casi a pegarse con el
novio de una de las muchachas160. Así que, si el Don Juan de Moliére es realmente un
caballero, hay que destacar la capacidad del autor para ha- 114 cernos olvidar que lo
es y | mostrarnos en su lugar a un pendenciero, un petimetre común y corriente al que
no le importa ponerse a pelear. Quien haya tenido la oportunidad de tomar como
objeto de observación lo que se llama un petimetre, sabrá también que los hombres
de esa clase tienen gran afición por el mar, y por eso le parecerá también normal que
Don Juan, tras haber avistado un par de faldas, se ponga de inmediato a seguirlas
desde una barca por la ribera del Kalleboe161, en una improvisada aventura naval, o
que la barca zozobre. Don Juan y Sganarelle están finalmente a punto de perder la
vida, y son salvados por Pedro y el larguirucho Lucas162, que antes habían apostado si
se trataba realmente de hombres o de una roca, apuesta que le costará a Lucas un
marco y ocho chelines163, cantidad que es casi tan excesiva para Lucas como para Don
Juan. Pero aun cuando esto parezca totalmente natural, la estampa queda como
desencajada por un instante cuando se sabe que Don Juan, además, es el picaro que
ha seducido a Elvira164, matado al Comendador, etc. Cosa que suena sumamente in-
verosímil y que, una vez más, hay que explicar como una mentira para restituir la
armonía. Si Sganarelle debe darnos una idea de la pasión que arrebata a Don Juan, su
expresión es tan figurada que es imposible contener la risa, como cuando le dice a
Guzmán: «Con tal de conseguir a aquella a quien desea, Don Juan estaría dispuesto a
desposar al perro y al gato de la muchacha o, lo que es peor, a casarse contigo»165; o
cuando hace notar que su amo no sólo es incrédulo con respecto al amor sino también
con respecto a la medicina166.
Si la concepción molieresca de Don Juan, considerada como versión cómica, fuese
correcta, no seguiría aquí refiriéndome a ella, pues lo único que me ocdpa en esta
investigación es la concepción ideal y la significación de la música. En ese caso podría
contentarme con
En el Don Juan de Moliére, Sganarelle tiene ya al comienzo del 115 primer acto un
parlamento muy largo en el que quiere darnos una idea de la ilimitada pasión y las
numerosas aventuras de su amo. Este parlamento corresponde por completo, en la
ópera, a la segunda aria del sirviente. El efecto que provoca no carece de comicidad, y
aquí, una vez más, la concepción de Heiberg tiene la ventaja de que lo cómico es más
homogéneo que en Moliére. Este, por su parte, intenta hacernos presentir su poder,
pero no le da resultado; sólo la música puede darle unidad, puesto que describe la
conducta de Don Juan y al mismo tiempo nos hace escuchar el poder de la seducción a
la vez que la lista se nos abre.
En Moliére, la estatua viene en el último acto en busca de Don Juan. Por más que
el poeta haya intentado anticipar la aparición de la estatua haciendo que una
advertencia la preceda, esa piedra sigue siendo siempre una dramática piedra de
escándalo. Cuando Don Juan es concebido de manera ideal como fuerza, como pasión,
hasta el cielo debe ponerse en movimiento. Cuando no lo es, resulta siempre
sospechoso que se apliquen medios tan drásticos. En realidad el Comendador no
necesita tomarse esa molestia, pues es mucho más fácil que Don Juan reciba su
merecido de parte del señor Pascual. Ello correspondería totalmente al espíritu de la
comedia moderna, que no necesita recurrir a poderes tan grandes para causar
destrozos, justamente porque los poderes motores mismos no son tan grandiosos.
gravedad y un peso éticos que lo vuelven casi ridículo; en la ópera, viene con
estética ligereza, con verdad metafísica. Ningún poder en la pieza, ningún poder en el
mundo es capaz de dominar a Don Juan, sólo un espíritu es capaz de ello, un
fantasma. Cuando se entienda esto del modo correcto, se esclarecerá también la
concepción de Don Juan. Un espíritu, un fantasma, es una reproducción, en eso reside
el secreto inherente al hecho de que retorne; pero Don Juan lo puede todo, puede
resistirlo todo menos la reproducción de la vida, y ello porque él mismo es vida
inmediatamente sensual, cuya negación es el espíritu.
El Don Juan de Moliére es también un seductor, pero de ello la pieza nos da tan
sólo una somera idea. No puede negarse que el
131
que la comedia es imperfecta. Moliére parece haber querido sacar de él algo más,
parece haber querido conservar lo que tiene de ideal, pero le falta el medio, y por eso
todo lo que realmente sucede resulta insignificante. Puede decirse, en general, que en
el Don Juan de Moliére sólo en sentido histórico nos enteramos de que aquél es un se-
ductor; en sentido dramático, no se lo ve. La escena en la que se lis muestra más
activo es la escena en la que está con Carlota | y Matu- rina171, entreteniéndolas a las
dos con su charla y haciéndole creer a cada una que es a ella a quien le ha prometido
matrimonio. Pero lo que nos llama la atención no es su arte de seductor sino una
intriga teatral totalmente corriente.
Tal vez pueda esclarecer lo desarrollado hasta aquí trayendo a colación un hecho
que se ha observado a menudo, a saber, que el Don Juan de Moliére es más moral que
el de Mozart. Claro que esto, si se lo entiende de modo correcto, no es otra cosa que
un elogio de la ópera. En la ópera no se trata sólo de un seductor, pero Don Juan es un
seductor, y no puede negarse que a menudo la música puede ser bastante seductora
en sus detalles. Pero así es como debe ser, y ésa es justamente su grandeza. Decir
que la ópera es inmoral, por tanto, es una tontería que sólo puede provenir de gente
que no sabe cómo percibir una totalidad y que se queda en los detalles. La aspiración
última de la ópera es, en gran medida, moral, y la impresión de la misma es
absolutamente saludable, pues todo es grandioso, todo contiene un genuino y límpido
pathos, no menos la pasión del placer que la de la seriedad, no menos la del goce que
la de la ira.
tación no pueda considerarse satisfactoria, por muy talentosa que | sea en otros
aspectos. Su redacción, su presentación, su reproducción es vivida y animada; sus
categorías son indefinidas y fluctuantes, su concepción de Don Juan no está
atravesada por un único pensamiento sino que se disuelve en muchos. Para él, Don
Juan es un seductor. Pero incluso esa categoría es indefinida, y debería definirse en
qué sentido es un seductor, cosa que yo mismo he intentado hacer. Claro que de este
seductor se dicen muchas cosas que de suyo son ciertas, pero, como se permite que
prevalezcan demasiadas ideas generales, dicho seductor se convierte con facilidad en
alguien tan reflexivo que deja de ser absolutamente musical. Recorre una a una las
escenas de la obra, su recensión está frescamente impregnada de su individualidad,
tal vez demasiado en algunos pasajes. En esos casos suele continuar con simpatéticos
derrames verbales acerca de cuán bella, correcta y variadamente Mozart le ha dado
expresión al asunto. Pero esa celebración lírica de la música de Mozart es demasiado
poco, y aunque ese traje le siente muy bien al individuo en cuestión y éste sepa
expresarse de modo muy hermoso, esta concepción no reconoce la validez absoluta
del Don Juan de Mozart. Dicho reconocimiento es aquello a lo que aspiro, pues coincide
con el recto discernimiento de lo que constituye el objeto de esta investigación. Por
eso no me propongo tomar toda la ópera como objeto de consideración, pero sí la
ópera en su totalidad, incorporar cada una de sus partes en una consideración lo más
vasta posible en lugar de mencionarlas por separado, verlas en su relación con el todo
y no al margen de él.
da por su obra será en la misma medida un pensamiento, una idea más bien que
un estado de ánimo. Cuanto más la impresión de conjunto de un drama es un estado
de ánimo, tanto más seguro puede estar uno de que también el poeta lo ha presentido
en el estado de ánimo y a partir de éste ha hecho que se genere de manera paulatina,
en lugar de captarlo en la idea y hacer que ésta se desenvuelva dramáticamente. Ese
tipo de drama se ve afectado por la anormal preponderancia de lo lírico173. Esto es un
error en un drama, pero no es en modo alguno un error en una ópera. Lo que
mantiene la unidad en la ópera es la tonalidad de fondo que sostiene la totalidad.
Lo dicho aquí acerca de la impresión de conjunto del drama vale también para
cada una de sus partes. Si tuviera que designar en una palabra el efecto del drama, en
cuanto es diferente del que provocan todos los demás géneros poéticos, diría que el
drama actúa por simultaneidad. En el drama encuentro los momentos exteriores entre
sí reunidos en la situación: la unidad de la acción. Ahora bien, cuanto más segregados
están los momentos discretos, cuanto más profundamente penetrada de reflexión está
la situación dramática, tanto menos consistirá la unidad dramática en un estado de
ánimo, y tanto más en un determinado pensamiento. Pero así como la totalidad de la
ópera no puede ser penetrada por la reflexión del modo como sucede en el drama
propiamente dicho, así ocurre también que la situación musical, si bien es dramática,
tiene su unidad en el estado de ánimo. La situación musical tiene la simultaneidad de
cualquier situación dramática, pero Ja acción de las fuerzas es una sonoridad conjunta,
una entonación conjunta, una armonía, y la impresión causada por la situación musical
es la unidad que se instaura al oír de manera conjunta lo que suena de manera
conjunta. Cuanto más penetrado de reflexión está el drama, tanto más el estado de
ánimo se transfigura en acción. Cuanto menor es la acción, tanto más predomina el
momento lírico. En la ópera, esto es totalmente lícito. La descripción de caracteres y la
acción no constituyen tanto el fin inmanente de la ópera, que no es lo bastante
reflexiva como para eso. En la ópera, por el contrario, encuentra su expresión la
pasión irreflexiva, la pasión sustancial. La situación musical reside en la unidad del
estado de ánimo, en la discreta pluralidad de voces. Esto es precisamente lo propio de
la música, a saber, que puede conservar la pluralidad de las voces en la unidad del
estado de ánimo. Cuando en el lenguaje corriente se habla de 121 una pluralidad de
voces, ese término tiende a designar una unidad | que es un resultado finito; ése no es
el caso de la música.
Cuanto más penetrado de reflexión está el drama, tanto más sostenida es la prisa
con la que avanza. Si, en cambio, el momento lírico o el momento épico predominan
de modo exclusivo, el drama se manifiesta con un cierto amodorramiento que hace
que la situación se adormezca y que el proceso y el avance dramáticos se vuelvan
pesados y engorrosos. En la esencia de la ópera no hay ese apresuramiento, lo propio
de ella es una cierta demora, un cierto extenderse en el tiempo y en el espacio. La
acción no tiene la rapidez de la caída ni su dirección, sino que se mueve más bien de
manera horizontal. El estado de ánimo no se sublima en carácter y acción. Como
consecuencia de ello, la acción en la ópera sólo puede ser acción inmediata.
además de ser un poder de ilusión como ningún otro, hace que uno gravite en pos
de esa vida hacia la vida de la pieza. Gracias a la onmi- presencia de lo musical en
esta música puede uno gozar de cada una de sus pequeñas partes y, sin embargo,
gravitar hacia allí de manera instantánea; uno entra a mitad de la pieza, y en un
instante uno está en el centro, pues lo central, que es la vida de Don Juan, está en
todas partes. Es antigua la experiencia según la cual cuesta mucho ejercitar dos
sentidos a la vez, y así suele ser molesto tener que utilizar mucho la vista al mismo
tiempo que se aplica el oído. Por eso uno tiende a cerrar los ojos cuando escucha
música. Esto, que en mayor o menor medida vale para toda la música, vale sensu
eminentiori para Don Juan. La impresión se perturba tan pronto como se aplica la
vista, pues la unidad dramática que se le ofrece es algo totalmente secundario e
incompleto en comparación con la unidad musical que se escucha junto a ella. He
llegado por propia experiencia a esta convicción. Me he sentado cerca175, me he
alejado poco a poco, he buscado un rincón en el teatro para poder cobijarme por
completo en esa música. Cuanto más entendía o creía entenderla, más me separaba
de ella, no por frialdad sino por amor, pues esa música quiere que se la entienda de
lejos. Ese hecho ha constituido en mi vida un profundo enigma. Ha habido épocas en
las que habría dado cualquier cosa por conseguir una butaca; hoy no necesito siquiera
pagar un real por una butaca. Me quedo en el corredor, me apoyo en el tabique que
me separa del espacio del público, y de ese modo opera con toda su fuerza, es por sí
misma un mundo que se me sustrae, no puedo ver nada, pero está lo bastante
próxima como para oírla y, sin embargo, infinitamente lejos.
menda, pues Don Juan puede vencer todos los obstáculos, pero no puede, como
se sabe, dar muerte a un espectro177. La situación está íntegramente sostenida por el
estado de ánimo; en este sentido debo recordar la importancia de Don Juan para con
la totalidad y para la existencia relativa que los demás personajes tienen con respecto
a él. Mostraré lo que quiero decir refiriéndome de modo más preciso a una situación
en particular. Elijo con este fin la primera aria de Elvira178.
Pero su agitación interior muestra a las claras que la pasión no ha alcanzado aún
a irrumpir de manera suficiente, el diafragma de la cólera ha de sacudirse con más
fuerza aún. ¿Pero qué puede provocar esa sacudida, cuál será el detonante? Puede ser
sólo una cosa: la burla de Don Juan. Mozart ha utilizado la pausa —ojalá fuese yo un
griego, pues entonces diría que la ha utilizado divinamente— para anudar en ese
punto la burla de Juan. Ahora la pasión bulle con más fuerza, prorrumpe en ella con
más violencia aún e irrumpe en sonidos. Se repite una vez más, y su interior se
estremece, la cólera y el dolor se abren paso como un río de lava en la famosa
secuencia con la que finaliza el aria. Ahí se ve lo que quiero significar cuando digo que
Don Juan
resuena en Elvira, que esto es más que una frase hecha. El espectador no debe
ver a Don Juan, no debe verlo junto a Elvira en la unidad de la situación, debe
escucharlo dentro de Elvira, saliendo de Elvira, pues si bien es Don Juan el que canta,
lo hace de manera tal que, cuanto más se desarrolla el oído del espectador, tanto más
le resulta como si procediese de Elvira misma. Así como el amor crea su objeto,
también lo hace el rencor. Don Juan es para ella una obsesión. Esa pausa y la voz de
Don Juan hacen que la situación sea dramática; pero la unidad de la pasión de Elvira,
pasión en la que resuena Don Juan y que es puesta por Don Juan, hace que la situación
sea musical. La situación es intachable cuando es una situación musical. Si, en
cambio, tanto Don Juan como Elvira son caracteres, se malogra la situación y, por
tanto, es erróneo hacer que Elvira vocifere en primer plano y que Don
Juan se burle en el fondo de la escena, pues eso me exigiría oírlos | juntos sin que,
no obstante, el medio estuviese dado, y pese a que ambos son caracteres que de
ninguna manera pueden hacerse oír de manera conjunta. Si son caracteres, la
situación es el choque.
Valdría la pena recorrer una tras otra cada una de las situaciones, no para
colocarlas entre signos de admiración, sino para mostrar su importancia, su validez
como situaciones musicales. Pero esto caería fuera de los límites de esta breve
investigación. Lo que se trataba de destacar aquí es más que nada la centralidad de
Don Juan en el con-
junto de la | ópera. Algo parecido vuelve a darse en lo que concierne a cada una
de las situaciones.
si no es por el hecho de que le paga mejor que todos los demás, motivo éste que
ni siquiera Moliére parece haber querido aplicar, pues hace que Don Juan sea un
menesteroso. Si se toma a Don Juan en tanto vida inmediata, es fácil entender que
ejerza sobre Leporello una influencia decisiva, que lo asimile hasta el punto de ser éste
casi un órgano para Don Juan. Leporello, en cierto sentido, está más cerca que Don
Juan de ser una conciencia personal, pero para llegar a serlo debería llegar a una
comprensión de su relación con éste, y no lo consigue, no consigue deshacer el
hechizo. También aquí, Leporello debe volvérsenos transparente en tanto se le da la
palabra. En la relación de Leporello con Don Juan también hay algo erótico, el poder
con el que le apresa contra su propia voluntad; pero, en esa duplicidad, es musical, y
Don Juan no cesa de resonar a través de él; más tarde daré un ejemplo de esto para
mostrar que es algo más que una frase hecha.
Si ahora vuelvo a observar por un instante lo explicado hasta aquí, el lector verá
tal vez los diversos ángulos desde los cuales se explicó el tipo de relación que hay
entre la idea del donjuán y lo musical, cómo esa relación es lo constitutivo en la
totalidad de la ópera, cómo esa relación se repite en cada una de las partes. Eso
podría bastarme, pero por una cuestión de integridad extrema quiero ilustrarlo a
través de algunos ejemplos. La elección no será azarosa. Elijo para ello la obertura,
que es la que mejor da la tonalidad de la ópera con una concentrada densidad, y elijo,
después de ella, el momento más épico y el momento más lírico de la pieza, con el fin
128 de mostrar que, | incluso en el límite extremo, la ópera sigue siendo perfecta y se
conserva el dramatismo musical, que es Don Juan el que musicalmente sostiene la
ópera.
Este no es el lugar para explicar lo que la obertura como tal significa para la
ópera; lo único que cabe destacar aquí es que el hecho de que una ópera tenga que
tener una obertura muestra suficientemente la primacía de lo lírico, y que el efecto al
que de esa manera se apunta es el de provocar un estado de ánimo, algo que el
drama no puede permitirse puesto que, en él, todo debe ser transparente. Por eso es
natural que la obertura sea compuesta al final, para que el artista mismo pueda estar
totalmente penetrado por la música. De
En este sentido, la siempre admirada obertura del Don Juan es y seguirá siendo
una cabal obra de arte, y si no pudiese aportarse ninguna otra prueba del clasicismo
de la obra, bastaría con señalar una sola, a saber, lo que hay de inconcebible en el
hecho de que aquélla contenga lo central sin contener, a la par, lo periférico. Esta
obertura no es una mezcolanza de temas, no la entreteje una laberíntica asociación de
ideas, es concisa, determinada, está sólidamente construida y, ante I todo,
impregnada de la esencia de la ópera en su totalidad. Es pode- 129 rosa como el
pensamiento de Dios, activa como la vida del mundo, acometedora en su seriedad,
estremecedora en su deseo, demoledora en su terrible cólera, inspiradora en su vital
alegría, retumbante en sus sentencias, pomposa en su deseo, pausadamente solemne
en su imponente dignidad, agitada, ondulante, danzante en su alborozo. Y esto no lo
ha logrado chupándole la sangre a la ópera, sino que en relación a ella es, por el
contrario, una profecía. En la obertura, la música despliega todos sus recursos, es
como si dando un par de vigorosos aletazos se elevara por encima de sí misma y del
sitio donde va a posarse.
Es un combate, pero un combate en las regiones superiores del aire. Aquel que,
estando ya familiarizado con los detalles de la ópera, escucha la obertura, tendrá tal
vez la impresión de haber accedido al oculto taller en el que las fuerzas que ha
conocido en la pieza se agitan con primitivo ímpetu y chocan entre sí con todo vigor.
Pero la lucha es muy desigual, uno de los poderes ha triunfado ya antes del ataque, y
Por eso la obertura, que en un sentido es independiente, debe en otro sentido ser
considerada como un arranque hacia la ópera. Eso es lo que quise sugerir más arriba
cuando hice que el lector recordara la paulatina disminución de uno de los poderes,
que de ese modo se acerca al inicio de la obra. Lo mismo se ve cuando se toma en
consideración el otro poder, pues éste aumenta en progresión creciente; comienza en
la obertura, crece y se amplía. Particularmente el comienzo de este último está
expresado de un modo asombroso. Se le escucha insinuarse de manera tan débil y
misteriosa, se lo escucha, sí, pero pasa tan rápido, que uno tiene la impresión de
haber escuchado algo que no ha escuchado. Hace falta un oído atento y erótico para
caer en la cuenta del momento en que, en la obertura, uno recibe el primer indicio de
ese leve juego del deseo que más tarde encuentra expresado con toda la riqueza de
su caudalosa abundancia. No puedo decir con exactitud cuál es ese momento, pues no
soy un experto en música, pero es que yo sólo escribo para los enamorados, y éstos sí
que me entenderán, algunos de ellos mejor de lo que me entiendo a mí mismo. Pero
estoy satisfecho con la parte que me ha sido asignada, con ese enigmático
enamoramiento, y aunque en todo lo demás
total de la sensualidad parido con angustia, y Don Juan mismo es esa angustia,
pero esa angustia es precisamente un demoníaco deseo de vida. Así es como Mozart
trae a Don Juan a la existencia, y a partir de allí la vida de éste se despliega ante
nosotros al compás de esos danzarines sones de violín en los que, ingrávido y fugaz,
se apresura a cruzar el abismo. Cuando uno arroja una piedra a ras del agua, puede
que, durante un momento, dé unos pequeños saltos sobre la superficie, pero se
precipita instantáneamente hacia el fondo tan pronto como deja de saltar; así danza
Don Juan sobre el abismo, lleno de júbilo en el breve lapso que le queda.
Pero si, como se ha observado antes, la obertura puede ser considerada como el
arranque hacia la ópera, si en la obertura se desciende a partir de esas regiones
elevadas, cabe preguntar cuál es el mejor lugar de la ópera para aterrizar, o de qué
manera se hace que la ópera comience. Aquí Mozart ha sabido ver que lo más correcto
era comenzar con Leporello. Podría parecer que esto no es muy meritorio que
digamos, sobre todo cuando casi todas las adaptaciones del Don Juan comienzan con
un monólogo de Sganarelle. Pero la diferencia es gran- 132 de, y aquí, una vez más,
uno tiene la ocasión de admirar | la maestría de Mozart. Este ha puesto la primera aria
del sirviente184 en directa relación con la obertura. Es algo que ocurre con poca
frecuencia; en este caso es completamente natural, y arroja una nueva luz sobre la
constitución de la obertura. La obertura busca ceder al hallazgo de un terreno firme en
la realidad escénica; al Comendador y a D. J. les hemos oído ya en la obertura, y
Leporello es la figura más importante después de ellos. Sin embargo, no se puede
elevar a Leporello a esa lucha en la regiones superiores del aire, si bien pertenece a
ella más que ningún otro. Por eso la pieza comienza con él, de manera que se
encuentra en directa relación con la obertura. Por eso es totalmente correcto contar la
primera aria de Leporello como parte de la obertura. Esta aria de Leporello
corresponde al no poco célebre monólogo de Sganarelle en Moliere185. Observemos la
situación un poco más de cerca. El monólogo de Sganarelle no carece, ni mucho
menos, de comicidad, y, si uno lo lee en el ligero y ágil verso del profesor Hei- berg186,
es muy entretenido, mientras que la situación, en cambio, es pobre. Esto lo digo más
que nada en referencia a Moliere, pues en Heiberg la cosa es diferente, y no lo digo
para criticar a Moliere sino para mostrar el mérito de Mozart. Un monólogo es siempre,
en mayor o menor medida, una interrupción del dramatismo, y un poeta que,
buscando ese efecto, intenta operar sobre la comicidad del monólogo mismo en lugar
de hacerlo sobre el personaje, se ha dado a sí mismo un bastonazo y renunciado al
interés dramático. En la ópera
sobre ello, tal vez se lo vea como algo de lo más natural y como un ejemplo de
cuán al pie de la letra debe tomarse aquello de que Don Juan es omnipresente en la
ópera, pues el modo más contundente de indicarlo consiste en hacer notar que aquél,
aun estando ausente, está presente. Pero por ahora le dejaremos que se ausente, y así
veremos más tarde en qué sentido está presente. Consideraremos, en cambio, los tres
personajes que están en escena. El hecho de que Elvira esté presente contribuye,
desde luego, a producir una situación, pues sería inadmisible que Leporeilo repasara el
catálogo por propia diversión; pero la presencia de aquélla contribuye también a hacer
que la situación se vuelva embarazosa. No puede negarse que las bromas que tan a
menudo se hacen acerca del amor de Elvira son, de alguna manera, crueles. Como
cuando ésta, en el decisivo instante del segundo acto191 en el que Octavio saca
finalmente de su pecho el coraje 134 suficiente y de su vaina la espada para | dar
muerte a Don Juan, viene a interponerse entre ellos y descubre que no se trata de Don
Juan sino de Leporeilo, diferencia que Mozart ha marcado con cierto gemido
quejumbroso. Así pues, en la situación de la que hablamos hay también algo doloroso,
como es el hecho de que ella deba estar presente para enterarse de que hubo 1.003
en España; además de esto, en alemán se le dice que ella misma es una de
aquéllas192. Esa es una refección alemana193, y su torpe indecencia está a la altura de
la traducción alemana que, con no menor torpeza, es de una decencia ridicula y es
totalmente fallida. Es Elvira la que recibe de Leporeilo un épico resumen de la vida de
su amo, y no puede negarse que es totalmente natural que Leporeilo exponga y que
Elvira escuche, pues ambos están sumamente interesados en ello. Por eso, así como
se escucha constantemente a Don Juan durante toda el aria, en algunos momentos se
escucha a Elvira, que ahora está presente en escena de modo visible como un testigo
instar omnium, no en razón de alguna accidental particularidad suya, sino porque,
dado que el método es esencialmente el mismo, una sola vale por todas. Si Leporeilo
fuese un personaje o una personalidad penetrada de reflexión, sería difícil imaginar un
monólogo como ése; pero él es una figura musical que se sumerge en Don Juan, y
precisamente por eso esta aria es tan importante. Es una reproducción de la vida
entera de Don Juan. Leporello es el narrador épico. Como tal, no debería ser frío o
indiferente respecto de lo que narra, pero debería también mantener frente a ello una
actitud objetiva. Este no es el caso de Leporeilo. La vida que describe lo absorbe
totalmente, se olvida de sí mismo en Don Juan. Aquí vuelvo a encontrar un ejemplo
que muestra en qué sentido Don Juan resuena en todas partes. La situación, por tanto,
no consiste en
Menos segura será tal vez la respuesta a la pregunta acerca de cuál sea el
momento más lírico de la ópera; pero no puede | haber 135 duda alguna respecto de
que el momento más lírico sólo puede ser confiado a Don Juany de que hacer que un
personaje secundario concite de esa manera nuestra atención sería romper la relación
de subordinación dramática. Así lo entendió también Mozart. La elección está, por
tanto, significativamente limitada y, tras un examen atento,
o bien hay que hablar del banquete194, la primera parte del gran finale, o bien de la
famosa aria del champán. Por lo que se refiere a la escena del banquete, hasta cierto
punto cabe considerarla un momento lírico; el embriagador sustento de la comida, el
espumoso vino, los lejanos sonidos festivos de la música, todo se une para potenciar el
estado de ánimo de Don Juan, a la vez que su propia jovialidad arroja una luz intensa
sobre todo ese gozo, reforzándolo de tal modo que hasta el mismo Leporeilo se
transfigura en ese rico instante, que es la última sonrisa de la alegría y el saludo de
despedida del placer. Esto, sin embargo, más que un mero momento lírico, es una
situación. Y ésta, desde luego, no consiste en que se coma y se beba sobre el
escenario, pues en verdad eso no sería suficiente tomado como situación. La situación
consiste en que Don Juan es empujado hacia el borde más extremo de la vida.
Perseguido por todo el mundo, el otrora victorioso Don Juan no tiene ahora otro lugar
de residencia que una pequeña habitación apartada195. Allí está, en ese ángulo ex-
tremo del columpio de la vida, cuando, a falta de una grata compañía, vuelve a abrigar
en su propio pecho todos sus deseos de vivir. Si Don Juan fuese un drama, la inquietud
interna de la situación exigiría que fuese lo más breve posible. En la ópera, en cambio,
es correcto que la situación se mantenga, que se la glorifique con toda la mag-
nificencia del caso, que sus sonidos sean tanto más violentos en la medida en que el
oyente la escucha resonar en el abismo sobre el que flota Don Juan.
Con el aria del champán no pasa lo mismo. En ella, me parece, sería vano buscar
una situación dramática, pero, en la misma medida, su importancia es mayor en tanto
que efusión lírica. Don Juan está cansado por las numerosas intrigas que le salen al
paso; pero no está exhausto, su alma tiene aún el poder vital de siempre, no le hace
falta una compañía jovial, ni ver y oír el burbujeo del vino, ni buscar fortaleza en él; la
vitalidad interior prorrumpe en él con más fuerza y riqueza que nunca. Mozart no ha
cesado de concebirlo de manera ideal, como vida, como poder, pero idealmente con
respecto a la realidad; en este caso, está como idealmente ebrio de sí mismo. Aun si
en ese instante se le brindaran todas las muchachas del mundo, él no sería ningún
peligro para ellas, pues de alguna manera es 136 demasiado fuerte para cautivarlas, |
y hasta los múltiples placeres de la realidad son demasiado poco para él en
comparación con el goce de sí mismo. Aquí se muestra a las claras en qué sentido la
esencia de Don Juan es música. Es como si éste se nos disolviese en música,
desplegándose en un mundo de sonidos. Se habla de esa aria como el aria del
champán, y esa calificación es innegablemente elocuente. Pero lo más importante es
ver que ésta no guarda una relación accidental con Don Juan. Así es su vida, espumosa
como el champán. Y del mismo modo en que las perlas de ese vino, fervientes en
virtud de su íntimo calor y sonoras por su propia melodía, ascienden y no cesan de
ascender, así resuena también el goce de los placeres en el hervor elemental que es
su vida. Lo que da a esta aria su importancia dramática, por tanto, no es la situación,
sino el hecho de que la nota fundamental de la ópera suena y resuena en ella.
POSTLUDIO INTRANSCENDENTE
quiere serlo pero quiere ser ministro a cambio de que el secretario de Estado
cargue con la responsabilidad; naturalmente, la cosa acaba por fin en que los serenos
o los alguaciles asumen la responsabilidad. ¡¿No sería esta historia al revés de la
responsabilidad un tema digno de Aristófanes}\ Por otro lado ¿por qué asusta tanto al
gobierno y a quienes gobiernan cargar con la responsabilidad, sino porque temen a un
partido atacante que, indefectiblemente, y según un patrón similar, se quita de nuevo
la responsabilidad de encima? Cuando uno se imagina a estos dos poderes
enfrentados, incapaces, empero, de abordarse mutuamente, porque uno evita
indefectiblemente al otro, uno sólo figurando ante el otro, está claro que el
planteamiento no deja de estar dotado de potencial cómico. Todo esto muestra con
creces que lo que propiamente mantiene al Estado unido está disuelto, pero el
aislamiento a que da lugar es naturalmente cómico, estribando lo cómico en que la
subjetividad quiere hacerse valer como mera forma. Cualquier personalidad aislada se
vuelve cómica por el hecho de querer hacer valer su carácter casual por encima de la
necesidad del desarrollo. Está fuera de toda duda que permitir a un individuo casual
hacerse con la idea universal de querer ser el libertador del mundo entero entrañaría
la más honda comicidad. Por el contrario, la conducta de Cristo es en cierto sentido la
más honda tragedia (en otro sentido es infinitamente mucho más), porque Cristo llegó
con la plenitud del tiempo y cargó con el pecado del mundo, algo que debo poner de
relieve sobre todo en relación a lo que sigue.
144
Lo que aquí acaba de ser desarrollado con brevedad pero en suficiente medida
será significativo a la hora de dilucidar una diferencia entre la tragedia antigua y la
moderna que considero muy importante, a saber, la diferencia genérica de la culpa
trágica. Como es sabido, Aristóteles requiere que el héroe trágico incurra en αμαρτία
[error, culpa]202. Pero si en la tragedia griega la acción es una cosa intermedia entre el
actuar y el padecer, también lo es la culpa, y en ello estriba la colisión trágica. Sin
embargo, cuanto más reflexionada viene a estar la subjetividad, cuanto más vemos al
individuo solo y abandonado a sí mismo desde una óptica pelagiana 203, más ética
viene a ser la culpa. Si el individuo no está en posesión de culpa alguna, se suprime el
interés trágico, pues la colisión trágica es, en ese caso, enervada; si, | por el contrario,
aquél se encuentra en posición de una culpa absoluta, carece de todo interés trágico
para nosotros. Por eso, está claro que se trata de un malentendido de lo trágico
cuando nuestro tiempo se esfuerza por facilitar la transustanciación de lo fatal en
individualidad y en subjetividad. No se quiere saber nada del pasado del héroe, se le
echa su vida entera sobre sus espaldas como si se tratara de su propia obra, se le
imputa absolutamente todo, transformando con ello también su culpa estética en
ética. El héroe trágico viene entonces a ser vil y el mal, objeto trágico, pero el mal no
tiene ningún interés estético y el pecado no es un elemento estético. No hay duda de
que este equivocado esfuerzo tiene su origen en el bregar de todo nuestro tiempo por
lo cómico. Lo cómico estriba precisamente en el aislamiento; cuando se pretende
hacer valer lo trágico dentro de los límites de aquél, lo que se obtiene es el mal en su
vileza, no la falta propiamente trágica en su ambigua inocencia. No presenta
dificultades encontrar ejemplos de ello; basta con echar un vistazo a la literatura
moderna. Así, una obra de Grabbe, tan auténticamente genial en muchos sentidos,
Faust und Don Juan204, se basa en el mal. Ahora bien, para no argumentar desde un
único escrito, prefiero mostrarlo en la conciencia general de toda la época actual. Si se
quisiera representar a un individuo en quien los desgraciados avatares de la infancia
hubiesen repercutido perturbándolo, hasta el punto de que tales impresiones forzasen
su caída, una cosa así no agradaría en lo más mínimo al tiempo presente, y esto,
naturalmente, no porque hubiese sido maltratado, pues se supone que tengo derecho
a imaginármelo excelentemente tratado, sino porque nuestro tiempo aplica otra
medida. Este no quiere saber nada de semejantes majaderías y hace sin más
responsable de su vida al individuo. Si el individuo cae, no es que sea trágico, sino vil.
Se diría que la estirpe entre la que hasta yo tengo el honor de vivir es un reino de
dioses. Por el contrario, no es así en absoluto, el vigor, el coraje, que entonces serían
los creadores de su propia felicidad, sí, sus propios creadores, son una ilusión, y dado
que nuestro tiempo pierde lo trágico, gana la desesperación. En lo trágico residen una
tristeza y un remedio que en verdad no deben ser desdeñados, y cuando uno pretende
ganarse a sí mismo de modo sobrenatural, tal y como lo intenta nuestro tiempo, uno
se pierde a sí mismo y viene a ser cómico. Cualquier individuo, por más originario que
sea, pertenece sin embargo a Dios, a su tiempo, a su pueblo, a su familia, es el hijo de
sus amigos, sólo en ello radica su verdad, y si pretende ser lo absoluto en toda esta
relatividad suya, viene a ser ridículo. En ocasiones uno da 145 con I una palabra en
algunas lenguas que, declinada a menudo según un casus concreto conforme a la
construcción, acaba independizándose, por así decir, como adverbium en este casus·,
una palabra tal tiene desde entonces para el versado una impronta y un defecto que
nunca más desaparecen y si, esto no obstante, aquélla exigiese ser un substantivo y
pidiese ser declinada según los cinco casus, sería auténticamente cómico. Eso mismo
sucede con el individuo cuando siendo éste arrancado, quizás con grandes
dificultades, del seno materno del tiempo, pretende ser absoluto en esa inmensa
relatividad. Si, por el contrario, desecha semejante pretensión para ser relativo,
entonces posee eo ipso [justamente] lo trágico aun tratándose del más feliz de los
individuos; sí, yo incluso diría que sólo es feliz el individuo cuando
en la diferencia de la culpa del héroe trágico. Éste es el foco desde donde todo
irradia según su disparidad característica. Si el héroe es inequívocamente culpable, el
monólogo desaparece en el diálogo y la acción en la situación. Lo mismo permite ser
expresado desde otro ángulo con respecto al estado de ánimo que la tragedia
provoca. Aristóteles requiere, como es sabido, que la tragedia despierte en el es-
pectador temor y compasión206. Recuerdo que Hegel aprueba en su Estética este
comentario207, añadiendo a cada uno de estos puntos un par más de ellos que, con
todo, no son ni mucho menos exhaustivos. La disociación que hace Aristóteles de
temor y compasión podría conducirnos a pensar acerca del temor como de un estado
de ánimo que acompaña a cada caso particular, y acerca de la compasión como del
estado de ánimo que constituye la impresión definitiva. Este último estado de ánimo
es el que tengo en perspectiva, porque corresponde a la culpa trágica, atesorando por
ello la misma dialéctica que atesoraba aquel concepto. Hegel observa al respecto que
hay dos clases de compasión: la habitual, que atiende al aspecto finito del sufrimiento,
y la verdadera compasión trágica. Esta observación es del todo correcta, pero para mí
de menor importancia, ya que aquella 147 emoción general es un malentendido que
tanto podría afectar a la | tragedia antigua como a la moderna. Cierto y potente es, sin
embargo, lo que añade con respecto a la verdadera compasión: das wahrhafte
Mitleiden ist im Gegentheil die Sympathie mit der zugleich sittlichen Berechtigung des
Leidenden [«La verdadera compasión, por el contrario, es la simpatía para con la
igualmente ética justificación de quien padece»! (v°l- 3, p. 531). Mientras que ahora
Hegel observa la compasión más en general y su disparidad en la disparidad de indivi-
dualidades, yo prefiero poner de relieve la diferencia de la compasión en relación con
la diferencia de la culpa trágica. Para insinuarla de inmediato, dejaré que lo «paciente»
que yace en la palabra «compasión» se bifurque y que cada cual añada lo simpatético
que yace en la palabra «con», eso sí, lo haré sin llegar a pronunciarme sobre el estado
de ánimo del espectador ni sobre nada que pudiese revelar la arbitrariedad del mismo,
sino de modo que, cuando exprese su disparidad anímica, exprese además la
disparidad de la culpa trágica. En la tragedia antigua, la pena es más profunda, el
dolor menor; en la moderna, el doior es mayor, la pena menor. La pena encierra siem-
pre algo más sustancial que el dolor. El dolor denota siempre una reflexión acerca del
sufrimiento que la pena no conoce. Resulta harto interesante desde una perspectiva
psicológica observar a un niño que está viendo padecer a un adulto. El niño no es lo
bastante reflexivo como para sentir dolor y, aun así, su pena es infinitamente pro-
funda. No es lo bastante reflexivo como para tener una idea de pecado y de falta;
cuando ve padecer a un adulto, no se le ocurre achacarlo a ello y, sin embargo,
cuando la razón del sufrimiento se le oculta, un oscuro presagio de la misma
acompaña su pena. Así pues, aunque en perfecta y profunda armonía, la pena griega
es a la vez tan benigna como honda. Por el contrario, cuando un viejo ve sufrir a un jo-
ven, a un niño, el dolor es mayor y la pena menor. Cuanto más se acusa la idea de
culpa, mayor es el dolor y menos honda la pena. Si ahora aplicamos esto a la relación
entre la tragedia antigua y la moderna, debemos decir: en la tragedia antigua, la pena
es más honda y en la conciencia que a aquélla le corresponde, la pena es más honda.
Debemos traer indefectiblemente a la memoria que ello no radica en mí sino en la
tragedia, y que yo, para comprender con acierto la honda pena en la tragedia griega,
debo entrar de pleno en la conciencia griega. Por ello, está claro que toda esa
admiración por la tragedia griega es a menudo sólo un hablar de oídas, pues es
manifiesto que nuestro tiempo no siente ni la más mínima simpatía por aquello que en
rigor es la pena griega. La pena es más honda porque la culpa goza de la ambigüedad
estética. En la Modernidad, | el dolor es ma- i4s yor. Es terrible caer en manos del Dios
vivo208; eso mismo podría decirse de la tragedia griega. La ira de los dioses es terrible,
mas el dolor no es tan grande como en la tragedia griega, donde el héroe padece toda
su culpa y es transparente a sí mismo en el sufrimiento de su culpa. Aquí, al igual que
con la culpa trágica, se trata ahora de mostrar qué pena es la verdadera pena estética
y cuál el verdadero dolor estético. El dolor más amargo es aquí claramente el
arrepentimiento, pero el arrepentimiento tiene fondo ético, no estético. Es el dolor más
amargo porque goza de la total transparencia de toda la culpa, pero justo a causa de
esta transparencia no es estéticamente interesante. El arrepentimiento goza de una
santidad que eclipsa lo estético, que no quiere ser visto, sobre todo por el espectador,
y que reclama para sí un tipo totalmente distinto de actuación. Bien es cierto que la
comedia moderna ha llevado a escena el arrepentimiento en alguna ocasión, pero ello
sólo muestra las pocas luces del escritor. Se ha traído también a la memoria el interés
psicológico que puede tener ver retratado el arrepentimiento, pero el interés
psicológico sigue sin ser el estético. Todo ello forma parte de una confusión que se
hace valer en nuestro tiempo de múltiples maneras: se busca algo allí donde no
debería buscarse y, lo que es aún peor, se encuentra allí donde no debería
encontrarse; se pretende la edificación en el teatro, la afección estética en la iglesia;
se pretende la conversión por las novelas, disfrutar de escritos edificantes; se quiere a
la filosofía en el
púlpito y al párroco en la cátedra. Está claro que este dolor no es el dolor estético
y, sin embargo, es evidente aquel por el que nuestro tiempo brega como si del más
alto interés trágico se tratase. Aquí se hace de nuevo patente lo mismo con respecto a
la culpa trágica. Nuestro tiempo ha perdido todas las determinaciones sustanciales de
familia, Estado y linaje; debe por fuerza abandonar al individuo particular a sí mismo
de tal modo que éste se convierte en sentido estricto en su propio creador, siendo
entonces su culpa pecado, su dolor, arrepentimiento: con ello, empero, lo trágico
queda anulado. Asimismo la tragedia, paciente en sentido estricto, acaba perdiendo su
interés trágico, pues el poder de donde proviene el sufrimiento ha perdido su
significado y el espectador grita: «»Ayúdate a ti mismo y el cielo de ayudará!»; dicho
de otro modo: el espectador ha perdido la compasión, pero la compasión es tanto en
sentido subjetivo como en sentido objetivo aquello que expresa propiamente lo
trágico.
Para mayor claridad, me propongo ahora, en primer lugar y an- 149 tes de entrar
en detalle en lo | desarrollado hasta aquí, examinar un tanto la verdadera pena
estética. La pena entra en un movimiento opuesto al del dolor y si uno no quiere
pervertir eso a base de ergotis- mos —algo que también yo evitaré de distinta forma—
basta con afirmar: cuanto más candor, más honda la pena. Si uno insiste en eso,
acaba por anular lo trágico. Un componente de culpa siempre subsiste, pero este
componente no es sometido propiamente a la reflexión subjetiva; por ello es tan
honda la pena en la tragedia griega. A fin de evitar consecuencias inoportunas deseo
únicamente señalar que a fuerza de exageraciones sólo se consigue llevar el asunto a
otro ámbito. Pues la conformidad del absoluto candor y de la absoluta culpa no es una
determinación estética, es metafísica. Esta es en rigor la razón de que siempre nos
hayamos avergonzado de calificar la vida de Cristo de tragedia, pues siempre hemos
sentido que con determinaciones estéticas no se agota el asunto. Y de otro lado se
pone además de manifiesto que la vida de Cristo es más de lo que las determinaciones
estéticas pueden agotar, pues éstas son neutralizadas por el fenómeno e instaladas en
la indiferencia. La acción trágica contiene siempre un componente de padecimiento y
el padecimiento trágico un componente de acción; lo estético estriba en la relatividad.
La identidad de una acción absoluta y de un padecimiento absoluto supera las fuerzas
de lo estético y pertenece a lo metafísico. En la vida de Cristo se da esta identidad,
pues su padecimiento es absoluto por ser su actuación absolutamente libre, y su
actuación es absoluto padecimiento por ser absoluta obediencia. Por tanto, ese
componente de culpa que subsiste no es sometido a la reflexión subjetiva y ello ahon-
Nuestra asociación reclama en cada una de las reuniones una renovación y una
regeneración hasta el extremo de que su actividad interna rejuvenece mediante una
nueva denominación de su productividad. Denominemos nuestra tendencia un ensayo
en la tendencia fragmentaria o en el arte de escribir documentos póstumos. Un trabajo
llevado a perfecto término no guarda relación alguna con la personalidad que poetiza;
a causa de lo sincopado, disoluto, uno siente indefectiblemente con los documentos
póstumos la necesidad impetuosa de poetizar también la personalidad. Los
documentos póstumos son como una ruina y ¿qué paradero sería más natural para los
sepultados? El arte es» ahora el de producir artísticamente el mismo
una naturaleza femenina vendrá que ni pintada para mostrar la diferencia. Como
mujer dispondrá de la suficiente sustancialidad para que la pena se muestre, pero
como miembro de un mundo reflexivo dispondrá de la suficiente reflexión para
obtener el dolor. Para obtener la pena es preciso que la culpa trágica oscile entre
culpa y candor y aquello en virtud de lo cual la culpa trasciende a su conciencia
siempre debe ser una determinación de la sustancialidad; pero como para obtener el
dolor es preciso que la culpa trágica ostente aquella 153 indeterminación, | la reflexión
no debe estar presente en su infinitud pues, de ser así, ésta sustraería por sus propios
medios a la mujer de su culpa, ya que la reflexión, en su infinita subjetividad, no
puede permitir que el componente de culpa original que otorga la pena se mantenga
en pie. Cuando, en cambio, la reflexión despierta, ésta no sustrae por sus propios
medios a la mujer de la pena, sino que la instala en ella y muda a cada instante su
pena en dolor.
La estirpe de Lábdaco es, pues, objeto de la irritación de los airados dioses; Edipo
ha matado a la Esfinge, liberado Tebas; Edipo ha asesinado a su padre, desposado a
su madre, y Antígona es el fruto de este matrimonio. Hasta aquí la tragedia griega. En
este punto me desvío. Todo sucede en mi caso del mismo modo y, sin embargo, todo
es diferente. Que él ha matado a la Esfinge y liberado Tebas es de todos sabido, y
Edipo vive honrado y admirado, feliz en su matrimonio con Yocasta. El resto
permanece oculto a los ojos humanos y nunca un presagio ha convocado sueño tan
tremendo como éste en la realidad. Sólo Antígona lo conoce. Cómo lo ha sabido cae
fuera del ámbito del interés trágico y cada uno es libre de abandonarse a ese respecto
a su propia combinación. En una edad más temprana, antes aún de que ella hubiese
alcanzado su completo desarrollo, oscuros indicios de este tremendo secreto habían
sobrecogido su alma durante escasos momentos, hasta que la certeza la arroja de un
golpe a los brazos de la angustia. Aquí dispongo ya de una determinación de lo trágico
moderno. La angustia es precisamente una reflexión y por eso mismo es
esencialmente distinta de la pena. La angustia es un órgano mediante el que el
individuo se apropia de la pena y la asimila. La angustia es la fuerza motriz mediante
la cual la pena se introduce, perforándolo, en el corazón de uno. Pero el movimiento
no es tan rápido como el de una saeta, es sucesivo, no se da de una vez por todas,
sino que continuamente comienza a ser. Al igual que una apasionada ojeada erótica
desea su objeto, así también la angustia contempla la pena para desearla. Al igual que
una silenciosa mirada de amor incorruptible se dedica al objeto amado, así también la
angustia es un ocuparse de uno mismo en la pena. Pero la angustia contiene
aún otro elemento que hace que retenga todavía con más fuerza su objeto, pues
tanto lo quiere como lo teme. La angustia tiene una doble función: en parte es el
movimiento que consiste en pulsar la pena sin cesar y que en virtud de ese tanteo la
descubre, pues circunda la pena. O bien la angustia se da de repente y fija toda la
pena en un único ahora, aunque de tal modo que este ahora se disuelve al instante en
una sucesión. La angustia es, en este sentido, una auténtica determinación trágica | y
el viejo dicho: quem deus vult per dere, 154 prtmunt dementat [a quien el dios quiere
perder, antes le hace enloquecer] admite ser aquí aplicado con sobrada verdad. Que la
angustia es una determinación de la reflexión queda de manifiesto en la lengua
misma, pues yo digo siempre «angustiarse por algo», con lo cual estoy separando la
angustia de aquello por lo que me angustio, no pudiendo usar nunca el término
angustia en sentido objetivo, mientras que, por contra, cuando digo «mi pena», esto
tanto puede expresar que estoy apenado por algo como mi penar por ello. A esto cabe
añadir que la angustia siempre contiene una reflexión sobre el tiempo, pues yo no
puedo angustiarme ante el presente sino sólo por el pasado o por el futuro, pero lo
pasado y futuro, opuestos así, mutuamente, de modo que el carácter de lo presente
desaparece, son determinaciones reflexivas. La pena griega, por contra, al igual que la
vida griega por entero, tiene el carácter de lo presente, y por ello la pena es más
honda, pero el dolor menos. Por ello, la angustia pertenece en esencia a lo trágico
moderno. Por eso es Hamlet tan trágico, porque presagia el crimen materno. Robert le
diable210 pregunta a qué puede deberse que él haga tanto daño. Høgne211, a quien la
madre había engendrado con un ogro, acaba viendo por casualidad su imagen en el
agua y entonces le pregunta a su madre a qué se debe que su cuerpo haya adquirido
esa forma.
es, además, invariable. Confiere una tónica al alma y ésta es la pena, no el dolor.
En Antígona la culpa trágica se concentra en un punto concreto: haber enterrado a su
hermano a pesar de la prohibición real. Visto esto como un factum [hecho] aislado,
como una colisión entre el amor fraternal, la piedad y una arbitraria prohibición huma-
na, Antígona dejaría de ser una tragedia griega para convertirse en un sujet [asunto]
trágico plenamente moderno. Aquello que en senti- 155 do griego despierta interés
trágico | es que en la desdichada muerte de los hermanos, en la colisión de las
hermanas con una simple prohibición humana resuena el penoso destino de Edifto
como si de los dolores de sobreparto se tratase, como si el trágico destino de Edipo se
ramificase en los brotes aislados de su familia. Este conjunto ahonda infinitamente la
pena del espectador. No es un individuo, el que sucumbe, sino un pequeño mundo y
es la pena objetiva la que, habiendo sido liberada, ahora avanza hacia su tremenda
consecuencia como una fuerza natural y el penoso destino de Antígona es como una
resonancia del destino del padre, una pena potenciada. Por ello, cuando Antígona
decide enterrar al hermano a pesar de la prohibición del rey, no vemos en ello tanto la
acción libre como la necesidad fatal que se cobra en los hijos la falta del padre. En su
actuación hay libertad suficiente como para permitirnos amar a Antígona por su amor
fraternal, pero en la necesidad del fatum [hado] radica el, digamos, aún más
estridente estribillo que no sólo cerca la vida de Edipo sino también a su estirpe.
Mientras que la Antígona griega vive la vida exenta de pena de modo que, si este
nuevo factum no hubiese tenido lugar, uno podría imaginar el despliegue escalonado y
hasta feliz de su vida, la vida de nuestra Antígona, por contra, ha llegado en esencia a
su fin. No he escatimado la dote y, en consonancia con el dicho, que la palabra dicha a
tiempo es manzana de oro en bandeja cincelada de plata212, aquí yo he puesto el fruto
de la pena en la fuente del dolor. Su dote no es el vanidoso esplendor que la polilla y
el orín pueden corroer sino un eterno tesoro213 que las zarpas del ladrón no pueden
horadar ni robar, pues ella está siempre sobradamente alerta. Su vida no se despliega
como la de la Antígona griega, no está volcada hacia afuera sino hacia adentro, la
escena no es exterior sino interior, es una escena espiritual. ¿No habré conseguido ya,
queridos Συμπαρανεκρωμένοι, ganar vuestro interés por una joven tal? ¿O acaso será
necesario que recurra a una captatio benevolentice [captación de la benevolencia]?
Tampoco ella pertenece a este mundo en el que vive, y por más que su vida está en
flor y ei sana, su vida en sentido propio es clandestina; asimismo, aunque viva, en otro
sentido está muerta; esta vida es silen-
ce. Y así como la Antígona griega no puede soportar que el cadáver del
hermano sea tendido de cualquier manera sin las últimas honras,
157 I siente también cuán duro habría sido esto si nadie lo hubiese sabido; le
angustia pensar que no hubiese sido derramada una sola lágrima y casi agradece a los
dioses haber sido escogida para este servicio. De este modo, Antígona es grande en su
dolor. Aquí puedo mostrar otra diferencia entre lo griego y lo moderno. Es
auténticamente griego que Filoctetes se lamente de que no haya nadie que sepa lo
que sufre y es que querer que otros experimenten lo mismo que uno es una imperiosa
necesidad humana que cala muy hondo; en cambio, el dolor que suscita la reflexión no
desea esto. A Antígona no se le ocurre desear que alguien experimente su dolor, pero
sí lo siente en relación con el padre, siente la justicia que radica en el hecho de penar,
tan justo desde una perspectiva estética como lo es sufrir un castigo cuando se ha
obrado injustamente. Por ello, mientras que la idea de estar determinada a ser
enterrada en vida le arranca a Antígona en la tragedia griega la siguiente exclamación
de pena:
(850) ίώ δύστανος,
nuestra Antígona puede afirmar eso mismo sobre su vida entera. La diferencia
salta a la vista: en su declaración radica una verdad fáctica que disminuye el dolor. Si
nuestra Antígona hubiese declarado eso mismo, resultaría impropio, pero esta
impropiedad es el propio dolor. Los griegos no se expresaban de modo impropio
precisamente porque la reflexión conveniente para ello no entraba en sus vidas. Así,
cuando Filoctetes se lamenta de que vive en soledad y abandonado en la isla desierta,
su declaración goza además de una verdad exterior; en cambio, cuando nuestra
Antígona siente dolor en su soledad, resulta impropio que esté sola, pero
precisamente por ello es entonces el dolor más propio.
(844) O weh Unselige!
Nicht unter Menschen, nicht unter Todten, Im Leben nicht heimisch noch im Tode!
[«¡Ay, desdichada!
¡Ni entre los hombres, ni entre los muertos! ¡Extraña en la vida como en la muerte!»]
por lo que respecta a la culpa trágica, ésta estriba por un lado en el factum de
que ella entierra al hermano, y, por otro, en el contexto del penoso destino del padre,
sobrentendido con base en sendas tragedias | precedentes. Aquí me encuentro de
nuevo afincado 158 en esta curiosa dialéctica que pone la falta de la estirpe en
relación con el individuo. Esto es lo atavico. Uno se imagina la dialéctica en general
bastante abstracta, en realidad, uno piensa más bien en procederes lógicos. Sin
embargo, la vida le enseña pronto a uno que hay muchas clases de dialéctica, que casi
cada pasión tiene la suya. Por ello, la dialéctica que pone la falta de la estirpe o de la
familia en contacto con el sujeto particular de modo que éste no sólo la sufra —pues
esto es una consecuencia natural y de nada sirve intentar hacerse insensible a ella—,
sino que lleve consigo la culpa que implica, que participe de ella, esta dialéctica nos es
ajena, nada en ella nos compele. Si, en cambio, uno se propone pensar en un
renacimiento de lo trágico antiguo, es necesario que cada individuo se pare a pensar
su propio renacimiento, no sólo en sentido espiritual, sino sobre todo en el sentido del
seno materno de la familia y de ia estirpe. La dialéctica que pone en contacto al
individuo con la familia y la estirpe no es una dialéctica subjetiva, pues ésta suspende
precisamente el contacto y al individuo fuera del contexto; es una dialéctica objetiva.
que ello sería obra suya— | o bien los individuos son tan sólo modificaciones de la
eterna sustancia de la existencia y, en ese caso, lo trágico se ha esfumado de nuevo.
el recuerdo del pueblo como un rey feliz, honrado y loado; | la misma Antígona ha
admirado tanto a su padre como lo ha amado. Toma parte en cada júbilo y en cada
alabanza suya, se entusiasma por su padre como ninguna otra joven en todo el reino,
su pensamiento vuelve de continuo a su padre, es loada en el país como un modelo de
hija , y, con todo, este entusiasmo es el único modo que tiene de dar rienda suelta
a su dolor. Su padre está siempre en sus pensamientos pero ¿de qué modo? Ese es su
doloroso secreto. Y, con todo, no osa entregarse a la pena, afligirse; siente cuánto
descansa en ella, teme que si uno lograse verla sufrir, sería puesto sobre la pista y,
así, por ese lado no alcanza tampoco la pena sino el dolor.
Así compuesta y dispuesta pienso yo que Antígona bien puede acaparar nuestra
atención y pienso que no me acusaréis de imprudencia o de predilección paterna por
opinar que ella sí osa aventurarse en la disciplina trágica y actuar en una tragedia.
Hasta aquí, ella es sólo una figura épica y lo trágico tiene en ella sólo un interés épico.
Ella no puede pertenecer a ningún hombre sin esta dote, siente que algo así
supondría para ella una osadía excesiva; esconderla a un observador como ése sería
imposible y haberla escondido supondría una ofensa contra su amor; pero ¿puede
pertenecerle con ella? ¿Osa
NOTAS
196
Expresión griega: «comunidad de difuntos». En una entrada del 9 de enero de 1838 en la sección FF
de sus Diarios, Kierkegaard anota: «Justamente estaba buscando una expresión para designar a esa
clase de personas para las cuales me gustaría escribir, con la convicción de que compartirían mi
concepción, y ahora la he encontrado en Luciano: παρανέκροι (uno que, como yo, está muerto), y me
apetecería publicar un escrito para παρανέκροι» (Pap. II A 690). El término paránekros no se encuentra
en Luciano; sin embargo, homónekros recibe el mismo significado en Dia- logi mortuorum [Diálogos de
los muertos], 2, 1, cf. Luciani Samosatensis opera, vols. 1-4, Leipzig, 1829, ctl. 1131-1134; vol. 1, p. 180.
En Lucians Schriften, vols. 1-4, Zürich, 1769-1773, ctl. 1135-1138, vol. 2, p. 358, el término se traduce
por «tan muerto como vosotros mismos» [«so todt, wie ihr selbst»]. Por otra parte, en julio de 1839, en
los Diarios EE, Kierkegaard se refiere al término nenekroménos, que significa «difunto», cf. Heb 11,12,
donde se emplea para señalar la falta de fuerza vital de Abraham a causa de su edad (Pap. II A 490). En
la época de los Padres de la Iglesia aparece, además, el término synnekroústhai, que significa «morir
con». Se diría que el término Συμπαρανεκρωμένοι resulta de la unión por parte de Kierkegaard de pará-
nekros, nenekroménos y synnekroústhai; tratándose de una forma verbal de perfecto, Kierkegaard
debería haber escrito symparanenekroménoi.
197
Véase 2 Sam 24,1-9.
198
Asociaciones políticas en Atenas a finales del siglo v a.C.
199
Kierkegaard se refiere a Louis Adolphe Thiers (1797-1877), que entre 1832
y 1836 ocupó los puestos de ministro del Interior, de Trabajo, de Asuntos Exteriores, así como el de
primer ministro.
200
Aristóteles, Poética, 1450a. Kierkegaard poseía la edición de I. Bekker en 2 vols.: Aristoteles graece,
Berlin, 1831, ctl. 1074-1075, cf. vol. 2, p. 1450, y la traducción alemana de M. C. Curtius, Aristoteles
Dichtkunst, Hannover, 1753, ctl. 1904 cf. p. 13.
201
Cf. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Aesthetik, en Werke, jub., vol. 14, pp. 531 s.
202
Aristóteles, Poética, 1453a. Cf. Aristoteles Dichtkunst, trad. cit. de M. C. Curtius, p. 26.
203
Relativo al pelagianismo; posición herética caracterizada por la negación del pecado original.
204
Se trata de la obra de Christian Dietrich Grabbe (1801-1836) Don Juan und Faust. Eine Tragödie in
fünf Akten, Frankfurt, 1829, ctl. 1670.
205
Entre 1807 y 1907, el Consejo Superior de Higiene Pública ostentaba la máxima autoridad en materia
de sanidad en Dinamarca.
206
Aristóteles, Poética, 1449b 21 ss.. Cf. Aristoteles Dichtkunst, trad. cit. de M. C. Curtius, pp. l i s .
207
Cf. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Aesthetik, en Werke, Jub., vol. 14, pp. 531 s.
208
Véase Heb 10,31,
209
Véase Ex 20,5.
210
Kierkegaard se refiere a una leyenda francesa, cf. trad. alemana «Robert der Teufel», en G. Schwab,
Buch der schönsten Geschichten und Sagen [Libro de las más bellas historias y leyendas], vols. 1-2,
Stuttgart, 1836-1837, ctl. 1429-1430. Cuenta la leyenda que vivían en Normandía un duque y una
duquesa que no podían tener descendencia. Desesperada, la duquesa prometió al diablo que, si le daba
un hijo, éste le pertenecería. Ella concibió a Robert, un niño malvado y cruel. Un día se propuso saber la
verdad acerca de su historia y la causa de su vileza; así que preguntó a su madre: «Señora madre, le
ruego que me explique cómo es que soy tan despiadado y cruel. Debe ser algo que radica en usted o en
mi padre. Por eso le ruego que me cuente toda la verdad» (vol. 1, p. 347). Cf. también J. P. Lyser,
Abendländische Tausend und eine Nacht oder die schönsten Mährchen und Sagen aller europäischen
Völker [Las mil y una noches de Occidente, o Los más bellos cuentos y leyendas de los pueblos de
Europa], vols. 1-15, Meissen, 1838-1839, ctl. 1418-1422; vol. 4, 1838, pp. 240 s.
211
Héroe legendario, hijo de la esposa del rey Aldriano y un ogro que la había preñado mientras dormía
al raso. Cuando Høgne tenía cuatro años, sus compañeros de juegos comentaban que parecía un ogro.
Fue entonces cuando se reflejó en el agua y observó que su rostro era grande y deforme. Høgne corrió a
buscar a su madre para preguntarle el motivo de su aspecto y ella le explicó toda la verdad. Cf.
Nordiske Kæmpehistorier efter islandske Haandskrifter [Historias de gigantes nórdicos según
manuscritos islandeses], trad. de C. C. Rafn, vols. 1-3, Copenhague, 1821-1826, ctl. 1993-1995; vol. 2,
1823, pp. 242 s.
212
Véase Prov 25,11.
213
Cf. Mt 6,19-20.
214
Cita de Antígona, v. 850.
215
En Vorlesungen über die Aesthetik, en Werke, Jub., vol. 14, ρ. 527, Hegel define la tragedia como una
colisión entre dos poderes igualmente justificados, que en el caso de Antígona son, respectivamente, las
leyes del Estado y las consideraciones religiosas y familiares.
SILUETAS
PASATIEMPO PSICOLÓGICO216
Hoy sufro,
Mañana muero,
Prefiero, empero,
Hoy y mañana
Pensar en ayer.]218
| ALOCUCIÓN IMPROVISADA
167 I Desde el tiempo en que Lessing pusiera fin con su famoso ensayo Laoconte
al conflicto de límites entre la poesía y el arte, parece que puede considerarse como
resultado, reconocido de modo unáni-
Esto vale para la clase de pena que examinaré en adelante, la cual podemos
denominar pena reflexiva. El fuero externo contiene aquí, con mucho, sólo una seña
que nos pone sobre la pista; en ocasiones ni siquiera | tanto. Esta pena no se deja
representar artísticamente, 168 pues el equilibrio entre el fuero interno y el externo
está roto, por lo que no reside en categorías espaciales. Tampoco se deja representar
en otro respecto, dado que no goza de calma interior alguna sino que se encuentra en
perpetuo movimiento; aunque este movimiento no la colma de resultados nuevos, más
bien es el movimiento mismo lo
esencial. Como una ardilla en su jaula, gira dentro sí misma, aunque no de modo
tan uniforme como este animal, sino alternando sin cesar por la combinación de los
determinantes internos de la pena. Aquello que hace que la pena reflexiva no pueda
ser objeto de representación artística es que carece de sosiego, que no se pone de
acuerdo consigo misma, que no reposa en ninguna expresión determinada y concreta.
Como el enfermo que, en su dolor, ora se hace a este lado ora a este otro, la pena
reflexiva da vuelcos para dar con su objeto y con su expresión. Cuando la pena tiene
sosiego, el interior de la pena logra entonces, con el tiempo, promoverse, hacerse
visible en lo exterior y, de ese modo, convertirse en objeto de representación artística.
Cuando la pena atesora sosiego y reposo, el movimiento se activa desde dentro hacia
afuera, la pena reflexiva se mueve hacia adentro, como la sangre que huye de la
periferia, y que sólo permite que se la intuya por medio de la presurosa palidez. La
pena reflexiva no conlleva ninguna modificación esencial en lo exterior; nada más
empezar, la pena se apresura hacia adentro y sólo un observador muy detallista intuye
su desaparición; luego, aquella vela con todo detalle por que lo exterior sea lo menos
llamativo posible.
Puesto que busca de tal modo refugio hacia adentro, encuentra al fin un cercado,
unos adentros, y allí cree poder permanecer, iniciando entonces su movimiento
uniforme. Como el péndulo de un reloj, se balancea sin poder encontrar reposo.
Empieza una y otra vez desde el principio sin dejar de deliberar, de interrogar a los
testigos, de confrontar y cotejar las diversas declaraciones, algo que ha hecho ya cien
veces pero que nunca concluye. La uniformidad tiene con el paso del tiempo un efecto
soporífero. Así como producen sopor el uniforme desliz de la gotera, la uniforme
rotación de la rueda de la rueca, el monótono sonido que se produce cuando alguien
va y viene marcando el paso en el piso de arriba, la pena reflexiva encuentra alivio en
este movimiento, el cual, en tanto que moción ilusoria, acaba por convertirse en una
necesidad. Por fin surge un cierto equili- 169 brio y la impetuosa necesidad de | hacer
que la pena se declare, contando con que alguna vez haya podido manifestarse, cesa,
lo exterior está calmado y sosegado y en un pequeño rincón de su fuero interno vive la
pena como un preso a buen recaudo en una prisión subterránea, en donde pasa la
vida, año tras año, sin cesar en su movimiento uniforme, yendo y viniendo en su
reducto, nunca cansada de recorrer la larga o corta senda de la pena.
Lo que ocasiona la pena reflexiva puede residir, por un lado, en la índole subjetiva
del individuo y, por el otro, en la pena objetiva o en la ocasión de la pena. Un individuo
ávido de reflexión desea trans-
La pena reflexiva no puede ser por tanto objeto de representación artística, pues,
por una parte, no es nunca existente sino que está indefectiblemente en ciernes y, por
la otra, lo exterior, lo visible es indistinto e indiferente. Así es que si el arte no quiere
verse restringido a la ingenuidad, de la cual encontramos ejemplos en viejos escritos
en donde se representa una figura que da una idea aproximada de aquello que
debería ser mientras que, por otro lado, en su pecho descubrimos una placa, un
corazón o cosas por el estilo en donde podemos empaparnos de todo, en especial
cuando la figura dirige hacia ello nuestra atención mediante su postura o incluso
señalándo
lo, un efecto que bien podría lograrse también con sólo escribir encima: tome
nota, por favor; si no es esto lo que quiere, entonces el arte se ve obligado a renunciar
a representaciones de este tipo y a cederlas a un tratamiento poético o psicológico.
jos como para no dejarnos engañar por lo exterior o como para permanecer
anclados en ello. ¿O se tratará acaso de una esperanza vana con la que yo me lisonjeo
creer que habréis honrado vuestra atención con estas imágenes? ¿Os resultará acaso
mi empeño ajeno e indiferente, no en armonía con el interés de nuestra asociación,
una asociación que sólo conoce una pasión, a saber, la simpatía con el secreto de la
pena? Y es que también nosotros conformamos una orden, también nosotros salimos
de vez en cuando al mundo cual caballeros errantes, cada uno por su lado, no para
combatir monstruos o para socorrer la inocencia o para probar fortuna en la aventura
amorosa. Nada de esto nos ocupa, ni siquiera lo último, pues la flecha en el ojo
femenino no hiere nuestro erguido pecho, y la sonrisa de las jóvenes no nos
conmueve, sino el secreto gesto de la pena, i Dejemos que otros se enorgullezcan de
que ninguna joven de cualquier parte pueda ofrecer resistencia a su poder erótico, no
nos dan dentera, nosotros queremos enorgullecemos de que ninguna pena secreta
escape a nuestra atención, de que ninguna pena clandestina sea tan desdeñosa y tan
orgullosa como para que no consigamos adentrarnos victoriosos en sus más íntimas
guaridas! Cuál sea la pugna más peligrosa, cuál la que presupone mayor arte y mayor
placer, no vamos a investigarlo ahora, nuestra elección ha sido obrada, sólo amamos
la pena, sólo la pena y sea donde sea que descubrimos su rastro, lo seguimos, hasta
que se revela. Para esta lucha nos preparamos, en ella nos entrenamos a diario. Y en
verdad la pena se desliza tan secretamente por el mundo que sólo aquel que | tiene
simpatía por ella, sólo a él le 172 es dado presentirla. Yendo por la calle, una casa
tiene el mismo aspecto que otra, y sólo el observador experimentado presiente que
hacia la medianoche esta casa tiene un aspecto del todo diferente; en ese momento
merodea por allí un desdichado que no ha encontrado sosiego, sube las escaleras, sus
pisadas resuenan en la quietud de la noche. Pasando al lado de la gente por la calle,
uno tiene el mismo aspecto que otro, y el otro que el de la mayoría, y sólo el
observador experimentado presiente que en lo más íntimo de esta mente se aloja un
habitante que nada tiene que ver con el mundo, que pasa los días de su solitaria vida
calmosamente dedicado a tareas domésticas. Cierto que lo exterior es objeto de
nuestra observación, pero no de nuestro interés; así el pescador, que dirige
impasiblemente su mirada al río, pero el río no le interesa, sino los movimientos del
fondo. Por ello es cierto que lo exterior tiene un significado para nosotros, pero no co-
mo expresión de lo interior sino como una información telegráfica 219 de que allí, en lo
más profundo, algo se esconde. Cuando uno contempla larga y atentamente un rostro,
en ocasiones descubre algo así
como otro rostro dentro del que se ve. Por lo general esto es un signo irrecusable
de que el alma esconde un emigrante que se ha apartado de lo exterior para vigilar un
recóndito tesoro, y el camino a seguir en el movimiento de la observación se insinúa
mediante el hecho de que un rostro parece encontrarse dentro de otro, lo cual da a
entender que uno debe esforzarse por penetrarlo, si es que desea descubrir algo. El
rostro, que por otra parte es el espejo del alma, reviste aquí una ambigüedad que no
se deja representar artísticamente y que por lo general también perdura sólo un
momento fugaz. Es preciso tener ojos para verlo, tener buena vista para seguir este
indicio infalible de la pena secreta. Esta mirada es atractiva, y aun así tan escrupulosa,
angustiante y apremiante, y aun así tan compasiva, persistente y maliciosa, y aun así
tan franca y benevolente; adormece al individuo en una suerte de dulce languidez en
la que aquél se deleita en derramar su pena, el mismo deleite del que se goza al
desangrarse. Lo presente ha sido olvidado; lo exterior, desgajado; lo pasado,
resucitado; el hálito de la pena, aliviado. El penitente encuentra consuelo, al igual que
los caballeros que congenian con la pena, cuando ha encontrado lo que buscaba, pues
no buscamos lo presente sino lo pasado, no la alegría, pues ésta es siempre presente,
sino la pena, pues su esencia 173 es pasar, y en el instante del tiempo presente uno la
ve | sólo como se ve a alguien cuando la vista lo alcanza únicamente en el momento
en el que dobla la esquina y desaparece.
nalmente manifestare. He aquí las aventuras que nos dan placer, probar en ellas
nuestra caballerosidad es nuestro pasatiempo; para ello nos alzamos ahora como
bergantes en medio de la noche221, por ello nos atrevemos a todo; pues ninguna
pasión es tan salvaje como la de la simpatía. Y nada nos obliga a temer que hayan de
faltarnos aventuras, pero sí que topemos con un obstáculo que sea demasiado duro y
demasiado impenetrable; pues así como, según explican los naturalistas, al hacer
estallar rocas enormes tras varios siglos de obstinación se ha encontrado en su interior
animales vivos que, sin ser descubiertos, habían retado a la vida, así también podría
darse el caso de que hubiera hombres cuyo aspecto externo fuera sólido como una
roca que salvaguardaba una eternamente olvidada vida de pena. Ahora bien, esto no
debe atenuar nuestra pasión ni enfriar nuestro celo, al contrario, debe inflamarlos;
pues nuestra pasión no es curiosidad, la cual se satisface con lo exterior y con lo
superficial, sino una angustia simpática, que escudriña los riñones222 y los
pensamientos ocultos; mediante el hechizo y mediante el conjuro evoca lo oculto
incluso aquello que la muerte ha arrebatado a nuestra mirada. Antes de la batalla, así
está escrito, Saúl se presentó disfrazado ante una pitonisa y le exigió que evocase a
Samuel223. Ciertamente no era mera curiosidad lo que I le movía, ni el placer de ver la
imagen visible de Samuel, 174 sino que quería experimentar los pensamientos de
éste, y no hay duda de que ha esperado con inquietud hasta sentir la condenatoria voz
del implacable juez. No será tampoco, por lo visto, mera curiosidad lo que mueva a
alguno de vosotros, queridos Συμπαρανεκρωμένοι, a contemplar las imágenes que he
de mostraros. Si bien yo las designo con determinados nombres poéticos, con ello no
se da a entender en modo alguno que lo que ha de comparecer ante vosotros sean tan
sólo estas figuras poéticas, sino que los nombres deben ser considerados nomina
appellativa [nombres comunes]; así, no pondré ningún impedimento si alguno de
vosotros hubiera de sentirse tentado a nombrar una imagen concreta con otro
nombre, un nombre más querido o un nombre que quizás le resulte más natural.
MARÍA BEAUMARCHAIS224
Conocemos a esta joven en el Clavijo de Goethe225, al cual nos ceñimos, sólo que
la acompañamos más allá, a lo largo del tiempo, una vez ha perdido el interés
dramático, una vez las consecuencias de la pena han ido perdiéndose. Seguimos
acompañándola, pues como caballeros de la simpatía tenemos tanto el don innato
cuanto la pres-
esto es del todo indiferente, lo uno no expresa la pena reflexiva de modo más
adecuado que lo otro. En comparación con lo interior, lo exterior se ha hecho
insignificante, se instala en la indiferencia. La clave de la pena reflexiva es que la pena
busca sin cesar su objeto, esta búsqueda es la inquietud de la pena y su vida. Pero
esta búsqueda es una fluctuación incesante y, si lo exterior era en todo momento la
perfecta expresión de lo interior, uno debería, a fin de representar la pena reflexiva,
disponer de una sucesión completa de imágenes; pero ninguna imagen expresaría por
sí sola la pena y ninguna imagen por sí sola obtendría un valor propiamente estético,
dado que no sería bella, sino verdadera. Estas imágenes deberían contemplarse como
se contempla el segundero de un reloj; el engranaje no se ve, pero el movimiento
interior se manifiesta sin cesar en que lo exterior | varía 176 sin cesar. Pero esta
variabilidad no puede representarse artísticamente y, no obstante, es la clave de todo.
Así, cuando el amor desdichado se funda en un engaño, el dolor y el sufrimiento
vienen porque la pena no puede encontrar su objeto. Si el engaño es probado y si la
persona en cuestión se ha dado cuenta de que se trata de un engaño, entonces no
cesa la pena, sino que se trata de una pena inmediata, no reflexiva. Es fácil ver la
dificultad dialéctica, pues ¿qué es lo que ella deplora? Si él era un impostor, es bueno
que la abandonase, cuanto antes mejor, y ella más bien debería alegrarse de ello y
deplorar haberlo amado; con todo, es una pena honda que él fuese un impostor.
Los diversos factores del amor podrían ser manipulados en cada individuo de mil
maneras distintas, con lo cual el amor no sería en uno lo mismo que en el otro; el
factor egoísta puede ser más preponderante, o el simpatético; pero, sea como sea el
amor, tanto en lo que hace a sus determinantes concretos como a la totalidad, el
engaño es una paradoja que el amor no puede pensar y que al final, sin embargo,
quiere pensar. Y es que si el factor egoísta o bien el simpatético está absolutamente
presente, la paradoja se suspende, es decir, el individuo excede la reflexión en virtud
de lo absoluto, no piensa la paradoja en el sentido de suspenderla gracias al «cómo»
de la reflexión, sino que se salva precisamente gracias a que no la piensa, no se
preocupa de las atareadas aclaraciones o confusiones de la reflexión, reposa sobre sí
mismo. A causa de su orgullo, el orgulloso amor egoísta con-
sidera imposible un engaño, no se preocupa por saber qué cabe decir a favor o en
contra, cómo puede defenderse o excusarse la persona en cuestión, está
completamente seguro porque es demasiado orgulloso para creer que alguien podía
atreverse a engañarle. El amor simpatético posee la fe que mueve montañas,
cualquier defensa es nada para él, comparada con la impasible certeza que posee de
que no se ha tratado de un engaño, cualquier acusación no prueba nada contra el
intercesor que explica que no se ha tratado de un engaño y que no lo 177 explica de
esta o de aquella manera, sino | de un modo absoluto. Pero un amor como ése se ve
raramente o incluso nunca en la vida. Por lo general, el amor atesora ambos
determinantes y ello lo pone en relación con la paradoja. En los dos casos descritos, la
paradoja también lo es para el amor, pero a éste le tiene sin cuidado; en el último caso
la paradoja es para el amor. La paradoja es impensable y sin embargo el amor quiere
pensarla; y a medida que los diversos factores van haciendo acto de presencia en
ciertas ocasiones, se aproxima para pensarla a menudo de modo contradictorio, pero
no lo consigue. Esta vía del pensamiento es infinita y sólo concluye cuando el individuo
la interrumpe arbitrariamente haciendo valer algo distinto, una determinación de la
voluntad, aunque con ello el individuo singular se sume a determinaciones éticas y no
nos ocupa estéticamente. Al tomar una determinación alcanza aquello que no obtiene
por la vía de la reflexión: fin, reposo.
Esto vale para cualquier amor desdichado que se funda en un engaño; lo que por
lo demás propicia la pena reflexiva en María Beaumarchais es que lo que se ha roto es
una promesa de matrimonio. Una promesa de matrimonio es una posibilidad, no una
realidad, pero precisamente porque sólo es una realidad puede parecer que romperla
no tiene un efecto tan fuerte, que resulta harto más fácil para el individuo soportar
este golpe. Este puede muy bien ser el caso de vez en cuando; pero por otra parte la
circunstancia de que sólo sea una posibilidad lo que es aniquilado resulta mucho más
tentadora para el avance de la reflexión. Cuando una realidad se hace añicos, la
ruptura es por lo general harto más perentoria, cada nervio es cortado en dos, y la
ruptura conserva, en tanto que ruptura, una plenitud en sí misma; cuando una
posibilidad se hace añicos, el dolor instantáneo quizás no sea tan grande, pero
también deja a menudo tras ella algún que otro ligamento de una pieza, indemne, que
se convierte en una perpetua ocasión de dolor continuado. La posibilidad aniquilada se
muestra transfigurada en una posibilidad de rango superior, mientras que, por el
contrario, la tentación de crear como por encanto una posibilidad nueva como ésa no
es tan grande cuan-
Esto la alienta, pues este pathos airado armoniza con otros estados de ánimo
suyos, su orgullo se ve satisfecho por el pensamiento vindicativo de convertirlo todo
en nada: no es porque él fuera un hombre extraordinario por lo que ella lo amaba, ni
en lo más remoto; ella veía muy bien todos sus fallos, pero creía que era una buen
hombre, un hombre fiel, por ello lo amaba, por compasión, y por eso le resultará fácil
olvidarlo, ya que nunca lo ha necesitado. El entorno y Ma-
que tal vez no hiciese falta que él se arrepintiese, que podría justificarse o
explicarlo todo; si ella se hubiera servido de la nota, quizás habría dado lugar a | un
escándalo, ya que entonces habría sido im- 180 posible restablecer la antigua
relación, y eso por culpa suya, pues habría sido ella quien le habría permitido que el
brote más secreto de su amor tuviese testigos. Si ella lograse convencerse realmente
de que él es un impostor, entonces le daría todo igual y en todo caso sería más bonito
por parte de ella no servirse de la nota.
En ese mismo instante todo se transforma; antes sentía que podía hablar con
otros, pero ahora no está sólo atada por sus votos de silencio, su orgullo la forzaba con
la aquiescencia de su amor, antes sentía que su amor reclamaba y el orgullo lo
aprobaba, pero ahora no tiene la menor idea de por dónde comenzar, ni cómo, y ello,
no porque hayan sobrevenido nuevos determinantes, sino porque ha triunfado la
reflexión. Si ahora alguien le preguntase qué deplora, no podría responder nada, o
bien respondería del mismo modo que aquel sabio al que le preguntaron qué era la
religión y pidió tiempo para reflexionar, y más tiempo para reflexionar y, así, nunca
supo qué contestar227. Ahora el mundo la ha perdido, su entorno la ha perdido; ha sido
emparedada en vida; con tristeza tapa la última apertura; siente que aún en este
instante sería quizás posible revelarse y al siguiente les ha sido sustraída para
siempre. Con todo, está decidido, firmemente decidido, y ella, en cuanto una que por
otra parte es emparedada en vida, no ha de temer que cuando la pequeña provisión
de pan y agua con que se la dota haya sido consumida, deba perecer, pues dispone de
nutrientes para mucho tiempo, no ha de temer que vaya a aburrirse, pues está
ocupada con creces. Su fuero externo es tranquilo, sosegado, no hay nada llamativo y,
sin embargo, su interior no es el ser incorruptible de un espíritu tranquilo, sino el
menester infértil de un espíritu inquieto228. Busca soledad o contraste. En soledad se
da reposo de la fatiga que siempre conlleva forzar el propio | aspecto externo i8i en
una forma determinada. Como el que habiendo estado mucho tiempo de pie o sentado
en una postura forzada se despereza con gusto, como la rama que habiendo estado
mucho tiempo doblegada por la
fuerza adopta su posición natural con júbilo al romperse la traba, así también se
ve ella reconfortada. O bien busca contraste, ruido, esparcimiento, pues mientras la
atención de todos se dirige a otras cosas, ella puede ocuparse de sí misma con
tranquilidad; y todo lo que tiene lugar allí mismo, a su alrededor, las notas musicales,
las ruidosas conversaciones, suenan tan a lo lejos que es como si se encontrase en
una pequeña habitación para ella sola, ajena a todo el mundo. De no ser capaz de
recobrar las lágrimas, está segura de ser malentendida y quizás llorará como es
debido hasta la última lágrima; pues cuando se vive en una ecclesia presa [iglesia
oprimida] es una gran satisfacción que el servicio religioso de uno esté, por lo que
hace al modo de manifestarse, en consonancia con el público. Ella sólo teme el proce-
der más tranquilo, pues aquí no es menos vigilada, aquí es tan fácil cometer un error,
tan difícil evitar que sea percibido.
Afuera no hay nada que percibir, pero adentro hay una actividad frenética. Aquí
tiene lugar un interrogatorio que con toda la razón y con destacable énfasis uno puede
calificar de suplicio; todo es traído a colación y puesto a rigurosa prueba, la figura de
Clavijo, su semblante, su voz, su palabra. Seguro que en alguna ocasión, en un inte-
rrogatorio de estas características, algún juez, cautivado por la belleza de la acusada,
debe haberse visto interrumpiéndolo al no verse capaz de continuarlo. El tribunal
aguarda expectante el resultado de su interrogatorio, pero éste no llega y ello no a
causa de que el juez falte a su obligación; el carcelero puede dar fe de que cumple
cada noche con su labor, de que la acusada es entregada en manos del juez, de que el
interrogatorio dura varias horas, de que en su época no ha habido otro juez que fuese
tan persistente. De ello concluye el tribunal que debe de tratarse de un asunto muy
complejo. Esto es lo que le sucede a ella pero no una vez, sino una tras otra y tras
otra. Todo es presentado tal y como sucedió, de un modo fidedigno, y para ello se
requiere exactitud y — amor. Se cita a la acusada: «ahí viene él, dobla la esquina, abre
la puerta de la cerca, mirad cómo se apresura, me ha añorado, impaciente se diría que
se desembaraza de todo para llegar lo antes posible a mi lado, oigo su paso rápido,
más rápido que los latidos de mi corazón, ya viene, ahí está» — y el interrogatorio —
es aplazado.
«Gran Dios, esta palabrita que en tan repetidas ocasiones he pro- 182 nunciado
para mis adentros, | recordada entre muchas otras cosas, aunque nunca he prestado
atención a lo que en el fondo esconde. Sí, eso lo explica todo, no se ha propuesto
seriamente dejarme, volverá. ¿Qué es el mundo entero al lado de esta palabrita? La
gente se cansó de mí, no tenía ningún amigo, pero ahora tengo un amigo, un confí-
dente, una palabrita que lo explica todo — volverá, no cierra los ojos, me mira
como con reproche y dice: mujer de poca fe, y esta palabrita pende como una ramita
de olivo de sus labios — él está ahí»
y el interrogatorio es aplazado.
Que una jovencita no sea jurista es obvio, pero de ello no se sigue en modo
alguno que no pueda emitir un juicio; sin embargo, el juicio que emita una jovencita
será siempre de tal índole, que aun siendo un juicio a primera vista, contendrá algo
más que muestra que no es ningún juicio y que además muestra que un instante
después podría emitir un juicio totalmente opuesto. «No era un impostor; pues para
serlo debería haber sido consciente de ello desde el principio; pero no lo era, mi
corazón me dice que me ha amado.» Si uno se propone destacar de esta manera el
concepto de impostura, quizás resulte que, a fin de cuentas, nunca ha existido un
impostor. Absolverlo por ese motivo es muestra de un interés por el acusado que no
puede sostenerse con estricta justicia ni prevalecer contra la menor objeción. «Era un
impostor, un hombre abominable que fría y despiadadamente me ha causado una
desdicha inmensa. Antes de conocerle me sentía satisfecha. Sí, es cierto, no tenía ni la
menor idea de que yo pudiese llegar a ser tan dichosa ni de que hubiese tal riqueza en
la alegría, como la que él me enseñó; pero tampoco tenía la menor idea de que podía
llegar a ser tan desdichada como él me enseñó a ser. Por ello lo odiaré, lo detestaré, lo
maldeciré. Sí, yo te maldigo, Clavijo, en la clandestinidad más recóndita de mi alma yo
te maldigo; nadie debe saberlo, no puedo permitir que nadie más lo haga, pues nadie
más tiene derecho a hacerlo salvo yo; te he amado como ninguna otra, pero te odio
también, pues nadie conoce como yo tu malicia. Vosotros, dioses benévolos, a quienes
pertenece la venganza, cededme un ratito, no lo desperdiciaré, me guardaré de ser
cruel. Me introduciré a hurtadillas en su alma cuando ame a otra, no para matar este
amor, eso no sería | un castigo, pues yo sé que la amaría tan poco como a 183 mí, no
ama a nadie, ama sólo la idea, el pensamiento, su poderosa influencia en la corte, su
poder espiritual, todo aquello de lo que no alcanzo a imaginar cómo podría amarlo. Yo
se lo arrebataré; entonces sabrá lo que es mi dolor; y cuando esté rayando la
desesperación, se lo devolveré todo, pero tendrá que agradecérmelo a mí — entonces
habré sido vengada.»
«No, no era un impostor, ya no me amaba, por eso me abandonó, pero esto no fue
un engaño; si se hubiese quedado a mi lado sin amarme entonces sí habría sido un
impostor y yo, como un rentista,
me habría visto obligada a vivir del amor que él una vez había sentido, a vivir de
su compasión, de los óbolos que quizás incluso sobradamente me lanzó, a vivir siendo
una carga para él y un tormento para mí. Cobarde, miserable corazón, desdéñate a ti
mismo, aprende a ser grande, apréndelo de él; él me ha amado más de lo que yo he
sabido amarme. ¿Y yo debería enojarme con él? No, continuaré amándole, porque su
amor era más fuerte, su pensamiento más orgulloso que mi debilidad y mi cobardía. Y
tal vez me ame todavía, i sí, fue por amor a mí por lo que me abandonó!»
«Sí, ahora me he dado cuenta, ya no lo dudo, era un impostor. Lo vi, su semblante
era orgulloso y triunfante, él fingió no verme con su ojos burlones. A su lado caminaba
una española, rebosante de belleza; ¿por qué era tan bella? — podría matarla — ¿por
qué no soy yo igual de bella? Y que no lo soy — eso yo no lo sabía, sino que lo supe
por él; ¿y por qué no lo soy más? ¿Quién tiene la culpa de ello? ¡Maldito seas, Clavijo!
Si te hubieras quedado a mi lado habría llegado a ser aún más bella, pues mediante
tus palabras y tus aseveraciones crecía mi amor y, con él, mi belleza. Ahora estoy
mustia, ya no prospero, ¿qué fuerza tiene toda la ternura del mundo comparada con
una sola palabra tuya? ¡Oh, ojalá fuese bella de nuevo, ojalá le gustase de nuevo, pues
sólo por eso deseo ser bella! ¡Oh, ojalá él no amase nunca más ni la juventud ni la
belleza, pues entonces yo me apenaría todavía más que antes, y quién puede
apenarse como yo!»
«Sí, él era un impostor. ¿Cómo, si no, podría haber dejado de amarme? ¿Acaso he
dejado yo de amarle? ¿No rige la misma ley para el amor del hombre que para el de la
mujer? ¿O acaso debe ser un 184 hombre | más débil que el débil? ¿O quizás se
equivocó, quizás era una decepción que me amase, una decepción que desapareció
como un sueño? ¿Es eso digno de un hombre? ¿O fue falta de estabilidad? ¿Conviene a
un hombre ser inestable? ¿Y por qué me aseguró en un principio que me amaba tanto?
¿Acaso no subsiste el amor? ¿Qué subsiste entonces? ¡Sí, Clavijo, me lo has
arrebatado todo, mi fe, mi fe en el amor, no sólo en ti!»
«No era un impostor. Qué fue lo que lo arrancó de mi lado, no lo sé; no conozco
ese oscuro poder; pero le ha dolido a él mismo, le ha dolido en lo más hondo; no
quería hacerme partícipe de su dolor y por eso pretendió ser un impostor. Sí, si se
vinculase a otra joven, yo diría: era un impostor, no hay poder en el mundo que vaya a
hacerme creer lo contrario; pero no lo ha hecho. Quizás cree que haciéndose pasar por
un impostor aminora mi dolor, me arma en contra suya. Por eso se hace ver de vez en
cuando con jovencitas, por eso me miró tan burlonamente el otro día, para
provocarme y, de ese modo,
liberarme. No, con toda certeza él no era un impostor, ¿pues cómo podría engañar
una voz como ésa? Era tan tranquila y sin embargo tan emotiva; como abriéndose
camino entre macizos montañosos, sonaba desde un fuero interno cuya profundidad
no alcanzaba a intuir en lo más mínimo. ¿Puede esa voz engañar? ¿Qué es la voz? ¿Es
un chasquido de la lengua, un ruido que uno puede propiciar a placer? En algún lugar
del alma debe tener su morada, debe tener un lugar de nacimiento. Y lo tenía, en lo
más íntimo de su corazón tenía su morada, y ahí él me amaba, y ahí él me ama. Cierto
es también que él tenía otra voz, una que era fría, glacial, que podía matar toda ale-
gría en mi alma, ahogar todo pensamiento jubiloso, hacer sentir mis propios besos
fríos y repugnantes. ¿Cuál era la de verdad? Podía engañarme de una de las dos
maneras, pero yo siento que aquella voz conmovedora, en la cual su pasión entera se
estremecía, no era un engaño, es imposible. La otra era un engaño. O bien fueron
malvados poderes los que se apoderaron de él. No, no era un impostor, esa voz que
me ha encadenado a él para siempre, ésa, no es un engaño.
En las ocasiones en que ella pretende deshacerse de todo, aniquilarlo todo, ello
sigue siendo un mero estado de ánimo, una pasión momentánea, y la reflexión sigue
siendo indefectiblemente la triunfadora. Una mediación es imposible; si ella se
propone comenzar de tal modo que este comienzo sea de un modo u otro un resultado
de las operaciones de la reflexión, entonces, en ese preciso instante, es arrastrada. La
voluntad debe comportarse de manera totalmente indiferente, comenzar en virtud de
su propio querer; sólo entonces es posible hablar de comienzo. Si esto sucede, ella
puede muy bien comenzar, pero ello excede totalmente a nuestro interés, la ponemos
con gusto en manos de los moralistas o de quienquiera que esté dispuesto a ocuparse
de ella, le deseamos un probo casamiento y nos comprometemos a bailar en el día de
su boda, en el cual el nombre modificado nos llevará por fortuna a olvidar que se trata
de la María Beaumarchais de quien hemos hablado.
tido, ora otro, en relación al cual, a medida que creyera con firmeza haber leído
una nueva palabra, interpretaría todo lo anterior; pero nunca iría más allá de la misma
incertidumbre con la que empezó. Miraría fijamente, con creciente angustia, pero
cuanto más mirase, menos vería; sus ojos se llenarían de vez en cuando de lágrimas,
pero cuanto más a menudo le sucediese esto, menos vería; con el paso del tiempo, el
escrito se iría destiñendo, haciéndose más indescifrable; al fin, incluso el papel se
desharía y a él no le quedarían más que unos ojos turbados de lágrimas.
| 2. DOÑA ELVIRA 187
Ella es una presa segura para Don Juan; él sabrá cómo traer hacia fuera la pasión
salvaje, incontrolable, insaciable, que sólo ha de ser satisfecha en su amor. En él, ella
lo tiene todo y lo pasado no es nada; si lo abandona lo pierde todo, también lo pasado.
Ella ha renunciado al mundo que entonces se plasmó en una figura a la que no puede
renunciar, y ésta es Don Juan. A partir de ese momento ella renuncia a todo para vivir
con él. Cuanto más significativo es aquello a lo que renuncia, más rápidamente va
apegándose a él; cuanto más aprisa lo abrace, más terrible habrá de ser su
desesperación; nada tiene importancia para ella, ni en el cielo ni sobre la tierra, salvo
Don Juan.
En la pieza, Elvira nos interesa en tanto en cuanto su relación con Don Juan tiene
importancia para él. Si hubiese de sugerir en pocas palabras lo que ella significa para
él, diría que ella es el destino épico de Don Juan; el Comendador es su destino
dramático. En ella reside un odio que irá tras Don Juan hasta el último rincón, una
llamarada, que iluminará el escondite más oscuro, y si aun así ella no lograse
descubrirlo, en ella reside un amor que le permitirá dar con él. Ella es partícipe, con los
demás, de la persecución de Don Juan, pero, me
decía yo, imagina que todos los poderes fuesen neutralizados, que las
aspiraciones de sus perseguidores se hubiesen suprimido las unas a las otras, de
modo que Elvira fuese la única próxima a Don Juan y que él se entregase a su merced,
entonces el odio sería un arma en sus manos 188 para matarlo, pero el amor de ella lo
impediría, no | por compasión, pues para eso ella es demasiado grande; de este modo,
ella lo mantendría siempre en vida, pues si le diera muerte, se la daría a sí misma. Es
decir que si en la pieza no hubiese más fuerzas en movimiento en contra de Don Juan
que Elvira, no acabaría nunca, pues Elvira impediría incluso que el rayo, de ser esto
posible, no le tocase para, así, vengarse, aunque ella no lograría nunca vengarse por sí
misma. Este es el sentido en que interesa a la pieza; pero aquí nos preocuparemos
sólo de su relación con Don Juan en la medida en que ésta significa algo para ella.
Elvira es objeto del interés de muchos pero de modos muy diversos. Don Juan se
interesa por ella antes de que la pieza comience; el espectador la honra con su interés
dramático; pero nosotros, amigos de la pena, nosotros la seguimos no sólo hasta la
travesía más cercana, no sólo en el instante en que entra en escena, no, nosotros la
seguimos a lo largo de su solitario camino.
dudoso, su verdadera índole será siempre un secreto entre ella y Clavijo. Cuando
ella piensa en la fría | malicia, en la mezquina circuns- 189 pección requeridas para
engañarla, de modo que todo obtuviera un aspecto dulcificado a los ojos del mundo,
de modo que ella fuera presa de la concurrencia que dice: «Vamos, por el amor de
Dios, no es para tanto»; cuando piensa en ello, puede sentirse indignada y casi
enloquecer pensando en la orgullosa altivez frente a la cual ella no significaba nada y
que le ha puesto un límite diciéndole: «Hasta aquí llegarás y no pasarás». Sin
embargo, todo puede explicarse de otro modo, de un modo más bonito. Pero desde el
momento en que la explicación es otra, el hecho mismo es otro. Por eso la reflexión se
pone a trabajar enseguida y la pena reflexiva es inevitable.
Don Juan ha abandonado a Elvira; en el mismo momento, todo está muy claro
para ella y no hay duda de que mantendrá la pena confinada en el locutorio de la
reflexión; ella enmudece en su desesperación. Con un único bombeo de sangre, la
pena atraviesa todo su cuerpo, y la corriente se precipita hacia afuera; como una
llama, la pasión la inunda de luz y se hace visible en el exterior. Odio, desesperación,
venganza, amor, todo prorrumpe para revelarse visiblemente. En ese instante es
pictórica. Por eso la fantasía nos muestra de inmediato una imagen de ella y lo
exterior no se hace indiferente, la reflexión al respecto no se vacía de contenido y su
actividad no carece de importancia ya que selecciona y desecha.
¡Y quién no ha visto a Elvira! Era una mañana temprano, cuando me decidí a dar
un paseo a pie por uno de los románticos parajes de España. La Naturaleza
despertaba, los árboles del bosque sacudían sus testas y las hojas parecían
restregarse el sueño de los ojos, un árbol se inclinaba hacia otro para ver si ya se
había levantado y el bosque entero ondeaba en aquel aire fresco, despejado; una
ligera niebla se levantaba desde el suelo, el sol la había quitado de en medio, como si
se tratara de una alfombra bajo la cual hubiera | descansado durante
la noche y que ahora mira como una madre cariñosa las flores allá abajo y todo
aquello en lo que hay vida, diciendo: levantaos, queridos hijos, el sol ya brilla. Al
doblar por una cañada, mis ojos se posaron en un monasterio situado en lo alto de la
cima de una montaña hacia donde conducía un sendero a lo largo de innumerables
recodos. Mi mente se detuvo allí, así, pensé yo, así está asentado, como una casa de
Dios enclavada en la roca. Mi guía explicó que era un convento de monjas, conocido
por su estricta disciplina. Mi marcha se aminoró, así como mi pensamiento, pues, ¿tras
qué debería uno correr, teniendo un convento tan cerca? Probablemente me habría
quedado parado del todo de no ser porque me despertó un rápido movimiento que
tuvo lugar allí mismo. Sin pensarlo dos veces di media vuelta; era un jinete que
pasaba presuroso a mi lado. ¡Qué bello era, su marcha era tan liviana y sin embargo
tan firme, tan majestuosa y sin embargo tan efímera! Giraba la cabeza para mirar tras
de sí, su faz tan encantadora y sin embargo su mirada tan inquieta; era Don Juan. ¡Se
dirige presuroso a una cita o bien acaba de concluirla! Mas pronto había desaparecido
de mi vista y había sido olvidado por mi pensamiento y mi mirada volvió a fijarse en el
convento. Volví a hundirme en la consideración de los placeres de la vida y de la
tranquila paz del convento, y fue entonces cuando vi en lo alto de la montaña una
figura femenina. Corría sendero abajo, pero el camino era empinado y constantemente
daba la impresión de que se iba a despeñar. Se aproximaba. Su faz estaba pálida, sólo
sus ojos ardían en atroces llamas, su cuerpo era lánguido, su pecho se movía
fervientemente y, con todo, ella corría cada vez más aprisa, sus tirabuzones ondeaban
sueltos, separados, al viento, pero ni el mismísimo aire fresco de la mañana ni la
apresurada marcha eran capaces de sonrojar sus pálidas mejillas; su velo de monja
estaba desgarrado y echado hacia atrás; su ligero vestido blanco habría delatado
muchas cosas a una mirada profana de no ser porque la pasión en su rostro habría
atraído hacia sí incluso la atención del ser más pernicioso. Pasó de prisa junto a mí, yo
no osé dirigirme a ella, pues para eso era su frente demasiado majestuosa, su mirada
demasiado solemne, su pasión demasiado señorial. ¿De dónde es esta jovencita? ¿Del
convento? ¿Tienen estas pasiones cabida allí — en el mundo? Y esa vestimenta. —
¿Por qué va tan aprisa? ¿Será acaso para ocultar su vergüenza y su ignominia o para
dar alcance a Don Juan? Corre hacia el bosque y éste se cierra a su alrededor y la
esconde y yo ya no la veo, sino que tan sólo oigo el suspiro del bosque. ¡Pobre Elvira!
¿Se habrán enterado de algo los árboles? — Aunque, bien mi- 191 rado, | los árboles
son mejores que los hombres, pues los árboles suspiran y callan — los hombres
susurran.
Ya en este primer momento Elvira permite ser representada y, por más que el
arte en el fondo no puede hacerse cargo de ello porque sería complicado encontrar
una unidad expresiva que además contuviese la multiplicidad de todas sus pasiones,
el alma reclama verla. Esto es lo que he intentado sugerir con la pequeña imagen que
he esbozado más arriba; justamente no era mi intención representarla, sino que
pretendía sugerir que era pertinente que se la describiese, que no se trataba de una
lunática ocurrencia por mi parte sino de una válida exigencia de la idea. Con todo, éste
no es más que un primer momento, y por ello debemos seguir a Elvira aún más lejos.
uno debe cuidarse muy bien de creer que lo que a oídos del espectador suena a
broma, para Elvira tiene ese mismo efecto. Para ella, este parlamento es
reconfortante; pues ella reclama lo inverosímil y lo creerá justamente porque es
inverosímil.
Al permitir que Don Juan y Elvira colisionen, estamos ante la elección de dejar que
Don Juan sea el más fuerte o bien de que lo sea Elvira. Si él es el más fuerte, toda la
actuación de ella no ha de tener significación alguna. Ella exige «una prueba para
llegar al cruel convencimiento»; él es lo bastante galante como para no permitir que
tal prueba falte. Pero, naturalmente, ella no se convence y exige una nueva prueba,
pues lo de exigir la prueba es un alivio y la falta de certeza es reconfortante. Ella
acaba siendo un testigo más de las proezas de Don Juan. Mas también podríamos
imaginarnos a Elvira como la más fuerte. Eso sucede raramente, pero por galantería
hacia el sexo femenino lo concederemos. Ella se encuentra aún donde estaba en su
plena belleza, pues es cierto que ha llorado, pero las lágrimas no han apagado el brillo
de sus ojos, y cierto que ha estado apenada, pero no con la pena de la juventud, y es
cierto que se ha avergonzado, pero su vergüenza no ha socavado el poder vital de la
belleza, y cierto que sus mejillas han empalidecido, pero por eso es su expresión
todavía más animosa, y cierto que no con la ligereza de la inocencia infantil, pero
avanza con la enérgica firmeza de la pasión femenina. Así es como ella se presenta
ante Don Juan. Lo ha amado más que a nada en el mundo, más que a la
bienaventuranza de su alma; ha dilapidado todo por él, incluso su honor, y él le ha sido
infiel. Ahora ella conoce sólo una pasión: odio; sólo un pensamiento: venganza. De
este modo es tan grande como Don Juan, pues el hecho de seducir a todas las jóvenes
es la expresión masculina de lo femenino que corresponde a dejarse seducir una vez
con toda el alma y ahora a odiar o, si así lo preferimos, 193 a amar al propio seductor
con una energía que ninguna | esposa tiene. De esa manera se presenta ella ante Don
Juan; no le falta valor para desafiarlo, no lucha por principios morales, lucha por su
amor, un amor que ella no basa en el respeto; ella no batalla para convertirse en su
consorte, batalla por su amor y éste no se contenta con una fidelidad penitente, sino
que reclama venganza; por amor a él ha desechado su felicidad suprema, y en el caso
de que volvieran a ofrecérsela, ella volvería a desecharla para vengarse. Una figura
como ésta nunca
dejaría de ejercer su efecto sobre Don Juan. Él conoce el placer de libar la más
delicada y más fragante flor de la primera juventud; sabe que se trata sólo de un
instante y sabe qué sigue después, pues muy a menudo ha visto a esas pálidas figuras
marchitarse y con tanta rapidez que el proceso casi era visible; pero aquí ha sucedido
algo maravilloso, las leyes que rigen la marcha corriente de la existencia han sido
quebrantadas, una joven a la que ha seducido, pero cuya vida no ha perecido y cuya
belleza no se ha deslucido, se ha transformado y está más hermosa que nunca antes.
El no puede negarlo, ella lo cautiva más que nunca antes lo había hecho otra joven,
más que la propia Elvira, pues la inocente monja era, a pesar de toda su belleza, una
joven como muchas otras, su enamoramiento una aventura como tantas otras, pero
esta joven es única en su especie. Esta joven está armada, no esconde una daga en su
pecho sino que viste una armadura, no visible, pues su odio no se satisface mediante
parlamentos ni declamaciones, sino invisible, y es su odio. La pasión de Don Juan
despierta, ella debe perte- necerle una vez más, pero esto no sucede. Porque si se
tratara de una joven que, sabedora de la ruindad de Don Juan, lo odiara incluso no
habiendo sido engañada por él, Don Juan vencería, pero a esta joven no puede
ganarla, toda su seducción carece de fuerza. Incluso si su voz fuese más aduladora
que su propia voz, su ataque más ladino que su propio ataque, no la conmovería,
incluso si los ángeles rogasen por él, incluso si la Madre de Dios hubiera de ser la
doncella de honor en las nupcias, todo sería en vano. Al igual que la mismísima Dido,
que no dio la espalda en el Tártaro a Eneas, el cual le había sido infiel, así ella no le
dará la espalda, sino que le «dará la cara» con mayor frialdad aún que Dido.
Con todo, este encuentro de Elvira con Don Juan es sólo un momento de paso, ella
atraviesa la escena, cae el telón, pero nosotros, queridos Συμπαρανεκρωμένοι,
nosotros la seguimos a hurtadillas, pues sólo ahora ella deviene | propiamente Elvira.
Mientras se 194 encuentra cerca de Don Juan, ella está fuera de sí; cuando vuelve en
sí, se trata de pensar la paradoja. Pensar una contradicción, muy a pesar de todas las
aseveraciones de la filosofía de nuevo cuño, así como del temerario coraje de sus
jóvenes refuerzos, va ligado por fuerza a grandes dificultades. Ni que decir tiene que a
una jovencita le perdonaríamos que encuentre dificultades, por más que ésta sea la
tarea que le ha sido asignada, a la hora de pensar que aquel a quien ama es un
impostor. Esto lo tiene en común con María Beaumarchais y, sin embargo, hay una
diferencia en el modo en el que cada una de ellas alcanza la paradoja. El hecho al que
María debía ceñirse era en sí mismo tan dialéctico que la reflexión, con toda su
concupiscencia,
tenía que captarlo de inmediato. En lo que hace a Elvira, la prueba fáctica de que
Don Juan es un impostor parece tan evidente que no es fácil ver cómo ha de hacerse
con ella la reflexión. Por ello, ésta afronta el asunto desde otro ángulo. Elvira lo ha
perdido todo y, sin embargo, tiene toda una vida por delante y, para vivir, su alma
reclama manutención. En este momento se hacen visibles dos posibilidades, o bien
recobrar determinaciones éticas y religiosas o bien mantener su amor por Don Juan. Si
ella hace lo primero, cae fuera de nuestro interés y consentimos encantados que
ingrese en una institución para Magdalenas232 o donde sea que ella quiera. Sin
embargo, es probable que le resulte difícil, pues para que ello le fuera posible, antes
debería desesperar; ella conoció lo religioso y ahora lo religioso exige y exige. Lo
religioso es por encima de todo un poder de trato peligroso, es celoso de sí mismo y
nadie se ríe de él. Quizás al escoger el convento su orgullosa alma encontró una rica
satisfacción, pero, digan lo que digan, ninguna joven hace un partido tan fantástico
como aquella que se empareja con el cielo; y ahora, por el contrario, ahora ella,
penitente, debe regresar allí presa del arrepentimiento y del remordimiento. A ello hay
que añadir que sigue abierta una cuestión, a saber, si ella podrá encontrar un
sacerdote que sea capaz de predicar el evangelio del arrepentimiento y del
remordimiento con el mismo énfasis con el que Don Juan predicó el alegre mensaje del
placer. Es decir que, para salvarse de esta desesperación, ella debe aferrarse al amor
de Don Juan, algo que le resulta mucho más fácil por cuanto que todavía lo ama. Una
tercera posibilidad es impensable; pues que ella hubiese de consolarse mediante el
amor de otra persona sería aún más tremendo que lo más tremendo de todo. Por su
propia cau- 19Γ sa, ella debe amar a Don | Juan; el derecho de legítima defensa la
conduce a ello, y aquí vemos ya el rastro de la reflexión que la obliga a fijar la vista en
esta paradoja, si puede amarlo a pesar de haberla engañado. Cada vez que la
desesperación se apodera de ella, se refugia en la memoria del amor de Don Juan y, a
fin de encontrarse a gusto en este paradero, se siente tentada a pensar que no es un
impostor, aunque lo lleve a término de modos bien distintos, pues la dialéctica de una
mujer es notable y sólo aquel que ha tenido ocasión de observar, sólo él puede
imitarla, mientras que incluso el más grande maestro de la dialéctica que nunca haya
vivido se volvería loco especulando y no lograría reproducirla. En cambio, yo he tenido
la gran suerte de conocer a un par de ejemplares absolutamente insignes, con los
cuales he seguido un curso completo de dialéctica. ¡Qué curioso, cabría pensar,
encontrarlos en la capital! Pues el ruido y el gentío esconden mucho; pero no es así, al
menos cuando uno busca especíme-
nes nobles. En la provincia, en pequeñas ciudades, en las granjas, da uno con las
más hermosas. La que más nítidamente se me presenta en este caso es una dama
sueca, una señorita de alta alcurnia. Su primer amante no podía haberse sentido
atraído por ella con mayor vehemencia que yo; su segundo amante se esforzó por
perseguir el curso de pensamiento de su corazón. Sin embargo, he de admitir en honor
a la verdad que no fueron ni mi perspicacia ni mi sagacidad las que me pusieron sobre
la pista, sino una circunstancia casual, que sería excesivamente largo explicar aquí.
Ella había vivido en Estocolmo y allí había conocido a un conde francés que la hizo
víctima de su desleal amabilidad. Es como si la tuviera aquí delante. La primera vez
que la vi, no me causó en realidad impresión alguna. Era todavía hermosa, de índole
orgullosa y distinguida, no habló mucho y con toda probabilidad yo me habría
marchado de allí igual que había llegado de no ser porque una casualidad me hizo
partícipe de su secreto. Desde ese instante, ella fue significativa para mí; me ofreció
una imagen tan viva de Elvira, que no me cansaba de mirarla. Una noche estaba con
ella en una reunión de sociedad; yo había llegado antes que ella, había estado
esperando un poco y me acerqué a la ventana para ver si venía y un instante después
se detuvo su carruaje delante de la puerta. Ella descendió y de inmediato su atuendo
me causó una particular impresión. Vestía un delgado y ligero manto de seda, casi
como el dominó con el cual Elvira, en la ópera, se muestra en el ballet. Entró | con
distinguido decoro, como si estuviera real- 196 mente impresionada, llevaba un
vestido de seda negro; iba ataviada con el más excelso gusto aunque con total
sencillez, ninguna joya la adornaba, su cuello estaba descubierto y dado que su piel
era más blanca que la nieve, puedo decir que nunca antes había visto un contraste tan
hermoso como el que había entre su vestido de seda negro y su blanco seno. A
menudo vemos un cuello desnudo, pero es más raro ver a una joven que de verdad
tenga seno. Hizo una reverencia ante todos los invitados y, a continuación, cuando el
anfitrión vino a saludarla, hizo ante él una reverencia muy profunda y, aunque sus
labios se abrieron en una sonrisa, no oí que pronunciara ni una sola palabra. Su
actuación me resultó sumamente genuina y, siendo yo su partícipe, para mis callados
adentros me dije de ella lo que se dice del oráculo: ούτε λέγει ούτε κρύπτει, άλλά
σημαίνει [«No habla ni esconde, sino que insinúa»]233. De ella he aprendido mucho y,
entre otras cosas, he visto corroborada también la observación que tan a menudo he
hecho, de que quienes esconden una pena con el tiempo se hacen con una única
palabra o un único pensamiento con los cuales son capaces de designar todas las
cosas para ellos mismos y para
los pocos individuos a los que han iniciado en tal palabra o pensamiento. Tal
palabra o pensamiento es como un diminutivo en relación a la dilatación de la pena; es
como un mote cariñoso, del que uno se sirve en el uso cotidiano. A menudo guarda
una relación casual con aquello que designa y su origen se debe casi siempre a una
casualidad. Tras haber ganado su confianza, tras haber logrado vencer su recelo hacia
mí, gracias a una casualidad que la puso en mi poder, tras habérmelo contado todo,
solía atravesar junto a ella la escala completa de estados de ánimo. Si, en cambio, ella
no estaba de humor para ello y quería darme a entender que su alma estaba invadida
por la pena, me tomaba la mano, me miraba y decía: Yo era más delgada que un
junco, él más espléndido que un cedro del Líbano. De dónde había sacado estas
palabras, no lo sé; pero estoy convencido de que cuando al fin Caronte venga con su
barca pera llevarla al Tártaro, en su boca él no encontrará el obligado óbolo, sino estas
palabras en sus labios: Yo era más delgada que un junco, él más espléndido que un
cedro del Líbano234.
Pues bien, Elvira no puede descubrir a Don Juan y ahora no le queda otro remedio
que resolver sola el desarrollo de su propia vida, no le queda más que volver en sí. Ella
ha mudado de entorno y así ha sido también eliminada la ayuda que quizás habría
contribuido de 197 algún modo a sonsacarle la pena. | Su nuevo entorno no sabe nada
de su vida anterior, no tiene ni la menor idea; pues su fuero externo no tiene nada de
llamativo ni de notable, ni marca alguna de la pena, ningún cartel que avise a la gente
de que está apenada. Ella puede dominar cada expresión porque la pérdida de su
honor se lo enseña; y aunque no aprecia la opinión de la gente, sí puede llegar a rogar
que ahorren sus condolencias. Así que todo está perfectamente justificado y ella
puede contar con toda seguridad con andar por la vida sin despertar sospechas en el
vulgo que se muere de curiosidad y que por lo general es tan estúpido como curioso.
Ella está en legítima posesión de su pena, que nadie más reclama, y sólo en el caso de
que fuera tan desafortunada como para toparse con un contrabandista profesional,
sólo entonces habría de temer un chequeo intensivo. ¿Qué sucede en su interior?
¿Está apenada? ¡Que si lo está! ¿Pero cómo cabe designar a esta pena? Yo la llamaría
una pena nutricional; pues la vida humana no consiste sólo en comer y beber; también
el alma requiere que se la mantenga. Ella es joven y, sin embargo, sus reservas vitales
se han consumido, pero de ello no se sigue que muera. A este respecto, ella está cada
día preocupada por el día de mañana. No puede dejar de amarlo aunque él la engañó,
pero si la engañó, entonces su amor ha perdido toda su fuerza nutritiva. Sí, si no la
hubiera engañado, si un
poder supremo se lo hubiera arrebatado, ella estaría tan bien provista como
cualquier joven podría desear; pues el recuerdo de Don Juan pesa bastante más que
muchos maridos vivientes. Pero desde el momento en que ella da por perdido su
amor, se queda a dos velas y debe regresar al convento y ser objeto de burla e
ignominia. ¡Y si con esto ella pudiera al menos comprar nuevamente su amor! Y así va
viviendo. En el día presente, ella todavía cree que podrá soportarlo, queda todavía un
resto del cual vivir; pero el día siguiente es el que le causa temor. Sopesa y sopesa,
asume cualquier salida si bien no encuentra ninguna y, así, no alcanza nunca a
apenarse de modo coherente y sano, porque no cesa de buscar cómo debe apenarse.
«No, le odiaré, sólo en el odio puede encontrar satisfacción mi alma, sólo ahí
puedo yo encontrar descanso y ocupación. Trenzaré una corona de maldición con todo
lo que me lo recuerda, y por cada beso, diré: maldito seas, y por cada vez que me
abrazó, diré: maldito seas diez veces, y por cada vez que juró que me amaba, juraré
yo que he de odiarlo. Esta será mi obra, mi labor, en ello me inicio; estoy
acostumbrada desde mi época en el convento a rezar mi rosario y así acabo siendo
una monja que reza mañana y tarde. ¿O acaso debería conformarme con haber sido
amada una vez? Tal vez debería ser una chica lista, que no lo rechazase con orgulloso
desdén, ahora que sé que es un impostor; tal vez debería ser una buena ama de casa,
que en términos económicos supiera cómo sacar mucho partido de lo que es poco. No,
lo odiaré, sólo odiándolo puedo librarme de él y mostrarme a mí misma que no me
hace falta. Pero ¿no le deberé algo si lo odio? ¿Acaso no vivo de él? ¿Pues qué es lo
que alimenta mi odio sino mi amor por él?»
«No es un impostor, no tiene ni idea de lo que una mujer puede sufrir. De haberla
tenido, no me habría abandonado. Era un hombre, de pies a cabeza. ¿Hay algún
consuelo para mí? Ciertamente, pues mi sufrimiento y mi tormento corroboran cuán
dichosa he sido, tan dichosa que él no tiene idea de ello. ¿Por qué me quejo entonces,
porque un hombre no es como una mujer, no tan dichoso como ella cuando ella es
dichosa, no tan desdichado como ella cuando ella es desdichada sin límites, porque la
dicha de ella no tenía límites?»
«¿Me engañó? ¡No! ¿Me había prometido algo? No. Mi Juan no era un
pretendiente; un pobre ladrón de gallinas, por algo semejante no se rebaja una monja.
El no tomó mi mano, me ofreció la suya, yo la cogí, me miró, yo fui suya, abrió sus
brazos, yo le pertenecí. Me ceñí a él, como una planta trepaba en torno a él; apoyé mi
cabeza en su pecho y contemplé esa mirada todopoderosa con la que él dominaba al
mundo y que, sin embargo, estaba puesta en mí como si yo fuese el mundo entero
para él; como un niño de pecho sorbía yo plenitud y riqueza y felicidad suprema. ¿Qué
más puedo pedir? ¿No he sido 199 suya? ¿No ha sido mío? Y si él no lo era, | ¿acaso
era yo menos suya? Cuando los dioses andaban por la tierra y se enamoraban de
mujeres ¿acaso eran fieles a sus amadas? ¡Y sin embargo a nadie se le ocurre decir
que las engañaron! Y ¿por qué no? Pues porque se supone que una joven ha de
sentirse orgullosa de haber sido amada por un dios. ¿Y qué son todos los dioses del
Olimpo al lado de mi Juan? ¿Y yo no debería sentirme orgullosa? ¿Debería envilecerlo,
debería ofenderlo en mi pensamiento, permitir que éste le obligue a doblegarse ante
las míseras leyes que valen para los hombres corrientes? No, yo quiero sentirme
orgullosa de que me haya amado; él era más grande que los dioses, y yo quiero
honrarlo reduciéndome a mí misma a nada. Amarlo quiero, porque me perteneció,
amarlo porque me abandonó y aún sigo siendo suya, y quiero guardar lo que él
dilapide.»
«No, no puedo pensar en él; cada vez que quiero recordarlo, cada vez que mi
pensamiento se aproxima al escondrijo en mi alma donde habita su memoria, es como
si cometiese un pecado; siento una angustia, una angustia inefable, una angustia
como la que presentía en el convento cuando, sentada en mi solitaria celda, le espera-
ba y los pensamientos me aterraban: el severo desdén de la madre priora, el terrible
castigo del convento, mi falta ante Dios. ¿Acaso no era pertinente esta angustia? ¿Qué
sería mi amor por él sin ella? El no estaba consagrado a mí, no habíamos obtenido la
bendición de la iglesia, las campanas no habían doblado por nosotros, el himno no
había sonado y, sin embargo, ¿qué eran la ceremonia y la música eclesiásticas?
¿Cómo habían de templarme éstas en comparación con aquella angustia? — En ésas
llegó él y la disarmonía de la angustia se disipó en la más deliciosa armonía que habita
al abrigo seguro y sólo acallados temblores conmovían gustosamente mi alma. ¿Acaso
habría de temer esta angustia? ¿Acaso no me lo recuerda, no es el anuncio de su
llegada? Si yo pudiera recordarlo sin esta angustia, no lo recordaría. El viene, ofrece
intimidad, domina los espíritus que quieren separarme de él, soy suya, bienaventurada
en él.» —
Esta joven nos resulta conocida del Fausto de Goethe. Era una joven- cita
burguesa, no, como Elvira, destinada a un convento, aunque sí educada en el temor de
Dios, incluso si su alma era demasiado infantil para sentir la seriedad que Goethe dice
de manera inigualable:
Halb Kinderspiel,
Halb Gott im Herzen.
[a medias juego infantil, a medias Dios en el corazón]
Lo que amamos en particular en esta joven es la simplicidad y la humildad de su
límpida alma. Ya la primera vez que ve a Fausto se siente demasiado poca cosa para
merecer su amor, y no es por curiosidad, para enterarse de si Fausto la ama, por lo
que arranca los pétalos de la estelaria, sino por humildad, porque se siente demasiado
poca cosa para escoger y es por eso por lo que se rinde a la leyenda oracular de un
enigmático poder. ¡Ah, encantadora Margarita! Goethe ha desvelado cómo arrancabas
los pétalos pronunciando las palabras: me ama, no me ama; pobre Margarita, ahora
puedes persistir en este menester cambiando tan sólo las palabras: me engañó, no me
engañó; ahora puedes cultivar una pequeña parcela de tierra con esa clase de flores y
tienes trabajos manuales para el resto de tu vida.
cipio debe haber por fuerza una diferencia entre una Elvira y una Margarita, en
tanto en cuanto una joven que ha de afectar a un Fausto debe ser por fuerza
esencialmente diferente de una joven que afec- 201 ta a un Don Juan; sí, incluso
imaginando | que fuese la misma joven la que acaparase la atención de ambos, se
trataría de algo distinto, uno se sentiría más atraído que el otro. La diferencia que así
sólo estaba presente como una posibilidad evolucionará, al ser puesta en relación con
Don Juan o con Fausto, hasta ser una realidad plena. Cierto es que precisamente
Fausto es una reproducción de Don Juan, pero el hecho mismo de ser una
reproducción hace que aquél, en el estadio de la vida en el cual podríamos llamarlo un
Don Juan, sea esencialmente distinto de éste; pues reproducir un estadio distinto no
significa simplemente alcanzarlo, sino alcanzarlo conservando dentro de sí todos los
componentes de los estadios precedentes. Por ello, aun deseando lo mismo que Don
Juan, lo desea de otro modo. Pero para lograr desear de otro modo, aquello que desea
debe también estar presente de otro modo. Hay componentes en él que hacen de su
método otro método, así como también hay componentes en Margarita que hacen
necesario otro método. Su método depende, a su vez, de su placer y su placer es otro
que el de Don Juan, a pesar de que hay una semejanza esencial entre ambos. Por lo
general, uno cree estar diciendo algo muy sagaz al subrayar que Fausto acaba convir-
tiéndose en Don Juan y, sin embargo, con ello se ha dicho bien poco; pues de lo que se
trata es del sentido en que aquél se convierte en éste. Igual que un Don Juan, Fausto
es un daimon, pero uno superior. Lo sensual no adquiere significado para él hasta
después de haber perdido todo un mundo precedente, pero la conciencia de esa
pérdida no se ha borrado, está siempre presente, y por ello en lo sensual no busca
tanto goce cuanto esparcimiento. Su dubitativa alma no encuentra nada sobre lo que
reposar y ahora él se aferra al amor, no porque crea en él, sino porque tiene un
componente preséntico en el cual hay un instante de reposo y una tendencia que
entretiene y que aparta la atención de la nada de la duda. Por ello, su sentido del
placer no tiene la Heiterkeit [jovialidad] característica de un Don Juan. Su faz no está
sonriente, su frente no está despejada y la alegría no es su compañera; las jovencitas
no danzan en sus acogedores brazos, sino que hace que vayan ansiosas hacia él. Lo
que busca, no es simplemente el placer de la sensualidad, no, lo que desea es la inme-
diatez del espíritu. Al igual que las sombras en el Tártaro, que cuando se hacían con
un ser viviente sorbían su sangre y así seguían viviendo mientras esta sangre las
calentaba y nutría, así busca Fausto una vida inmediata en la que pueda
rejuvenecerse y revitalizarse. ¿Y
dónde mejor que en una jovencita para encontrarla? ¿Y de qué modo más pleno
habría de sorberlo sino en el acogedor abrazo del amor? Al igual que en la Edad Media
se hablaba de hechiceros que sabían cómo preparar una pócima rejuvenecedora para
la cual utilizaban el corazón de una criatura inocente, es también la revitaliza- ción que
su extenuada alma necesita lo único que puede saciarlo un instante. Su alma enferma
necesita lo que podríamos llamar la yerba más tierna de un corazón joven; ¿y con qué
otra cosa habría yo de comparar la más tierna juventud de una inocente alma
femenina? Si dijera que es como una flor, diría demasiado poco; pues es más, es el
florecer mismo; la salud de la esperanza y de la fe y de la confianza germina y florece
en rica diversidad, y acallados anhelos mueven los finos brotes, y los sueños dan
sombra a su fertilidad. Así mueve también a un Fausto; hace señas a su alma inquieta
como una isla de paz en el mar tranquilo. Nadie mejor que Fausto sabe que esto es
fugaz; no cree en ello, tan poco como cree en cualquier otra cosa; pero de que existe,
de eso se cerciora él en el acogedor abrazo del amor. Sólo la plenitud de la inocencia y
de la puerilidad pueden reconfortarlo un instante.
dado que ella es inmediatez. Sólo en esta inmediatez es ella un blanco para su
deseo y es por eso, decía yo, por lo que él desea la inmediatez, no de modo espiritual
sino sensual.
De todo ello se ha dado perfecta cuenta Goethe y por eso es Margarita una
jovencita burguesa, una joven a la cual uno casi podría sentirse tentado a llamar
insignificante. Nos dispondremos ahora, dado que es importante en relación con la
pena de Margarita, a examinar cómo diantres ha tenido Fausto un efecto sobre ella.
Los contados rasgos que Goethe ha subrayado tienen naturalmente un gran valor; sin
embargo, yo creo que para completarlos convendría considerar una pequeña
modificación. En su inocente simplicidad, Margarita percibe enseguida que en Fausto
hay una cierta incoherencia en lo concerniente a la fe. En Goethe, esto se pone de
manifiesto en una breve escena de catequización, que innegablemente es una exce-
lente invención del poeta. La pregunta es ahora qué consecuencias puede tener este
examen por lo que hace a su relación mutua. Fausto se muestra como el escéptico y
parece que Goethe, dado que no insinúa nada más a este respecto, ha querido que
Fausto siga siendo escéptico también ante Margarita. Se ha esforzado por apartar la
atención de ella de tales disquisiciones y fijarla única y exclusivamente en la realidad
del amor. Pero yo creo que esto, por un lado, le resultaría complicado a Goethe una
vez que el problema se hubiese plasmado, y que, por otro lado, no es correcto en
términos psicológicos. Por lo que hace a Fausto no voy a detenerme ni un segundo
más en este punto, pero sí por lo que hace a Margarita; pues como él no se muestra
escéptico ante ella, su pena contiene aún otro componente. Pues bien, Fausto es
escéptico, pero no es un bufón engreído que pretende darse importancia dudando de
aquello en lo que otros creen; su duda estriba objetivamente en él. Dicho sea esto en
honor de Fausto. En cambio, tan pronto quiere hacer valer su duda frente a otros,
puede fácilmente mezclarse con una turbia pasión. Tan pronto la duda se hace valer
frente a otros, en ello radica una envidia que se complace arrebatándoles lo que
consideraban seguro. Pero para que esta pasión de envidia se despierte en el
escéptico, es necesario hablar de una resistencia en el individuo en cuestión. Allí
donde o bien no cabe hablar de ello o bien incluso sería de mal gusto pensarlo, allí
cesa la tentación. Esto último es lo que sucede con la jovencita. Ante ella, un 204
escéptico se encuentra siempre en | apuros. Arrebatarle a ella su fe no es una tarea
para él, pues, por el contrario, él cree que es sólo en virtud de la fe como ella adquiere
grandeza. El se siente humillado, pues en ella reside una natural exigencia hacia él, a
saber, que sea su sustentador por cuanto que ella misma ha acabado titubeando. Sí,
un
205
a ella, no descubrió la duda; ahora que se ha ido, todo cambia para ella, y ahora
ve la duda por todas partes, una duda que no puede controlar, porque además no deja
de pensar en el hecho de que ni siquiera Fausto ha podido dominarla.
problema es para ella el mismo que para Elvira, pensar que Fausto era un
impostor, aunque con una dificultad añadida, porque ella ha sido más hondamente
influenciada por Fausto; él no ha sido sólo un impostor, sino un hipócrita; ella no le ha
entregado nada, pero se lo debe todo, y este todo, ella lo posee aún hasta cierto
punto, sólo que ahora tiene la apariencia de un engaño. Pero ¿es lo que él ha dicho
menos cierto porque no creía en ello? De ningún modo y, sin embargo, para ella es así,
pues por mor de él, ella lo creía.
Podría parecer que la reflexión tenía que ponerse en movimiento en Margarita con
mayores dificultades; aquello que justamente la detiene es el sentimiento de no ser
nada. Sin embargo, aquí radica de nuevo una enorme elasticidad dialéctica. En el caso
de que Margarita pudiera persistir en el pensamiento de que ella en el sentido más
estricto no era nada de nada, la reflexión estaría descartada y ella tampoco habría
sido engañada; pues cuando no se es nada, no hay proporción alguna, y allí donde no
hay proporción alguna tampoco puede hablarse de un engaño. En este sentido, ella
está en calma. Pero este pensamiento no se deja atrapar, sino que de un vuelco y en
un instante pasa a ser su contrario. El hecho de que ella no fuese nada es sólo la
expresión de que todas las diferencias finitas del amor han sido negadas, por lo cual
es precisamente la expresión de la absoluta validez de su amor, donde a su vez radica
su absoluta justificación. La conducta de Fausto no es simplemente un engaño sino un
engaño absoluto, porque el amor de ella ha sido absoluto. Y sobre esto ella no podrá
volver a reposar jamás, pues dado que él lo ha sido todo para ella, ella no ha de ser
capaz de persistir en este pensamiento si no es por mor de él; pero por mor de él no
puede pensarlo, porque él ha sido un impostor.
estado de ánimo total se oye siempre junto con el estado de ánimo concreto, el
cual, como el desfallecimiento y la languidez, crea la resonancia del otro. El estado de
ánimo concreto se expresa, pero no se alivia, no se aligera, sino que, usando una
expresión de mi Elvira sueca que seguramente es de lo más acertada por poco que un
hombre la comprenda, es un falso suspiro que decepciona, diferente de un auténtico
suspiro, que es un ejercicio revitalizante y beneficioso. El estado de ánimo concreto no
es ni tonificante ni enérgico, pues su respiración es para ello demasiado entrecortada.
«¿Puedo olvidarlo? ¿Puede el riachuelo, por más lejos que fluya, olvidar su fuente,
olvidar su manantial, emanciparse? ¡Para ello debería dejar de fluir! ¿Puede la flecha,
por más rápido que vuele, olvidar la cuerda del arco? ¡Para ello su carrera debería
detenerse! ¿Puede la gota de agua, por más abajo que caiga, olvidar el cielo, del cual
cayó? ¡Para ello debería diluirse! ¿Puedo convertirme en otra? ¿Puedo ser alumbrada
de nuevo por una madre que no es mi madre? ¿Puedo olvidarlo? ¡Para ello debería
dejar de existir!»
«¡Dios del cielo, perdóname por haber amado a un ser humano más que a ti,
aunque sigo haciéndolo; lo sé, sé que es un nuevo pecado, que te hable a ti como lo
hago! ¡Oh Amor eterno, deja que tu clemencia me abrace, no me rechaces,
devuélvemelo, doblega su corazón de nuevo hacia mí, apiádate de mí, piedad, por
volver a suplicar como lo hago!»
«¿Puedo estar apenada? ¡No, no! La pena cavila como la niebla nocturna sobre mi
alma. ¡Oh, vuelve, renunciaré a ti, jamás exigiré pertenecerte, pero siéntate junto a
mí, mírame, y así ganaré fuerzas para suspirar, háblame, habla de ti como si fueras un
extraño, olvidaré que eres tú; habla, para que las lágrimas afloren! ¿Acaso no soy
nada? ¡No soy capaz ni de llorar si no es a su lado!»
«¡Y yo soy madre! Un ser vivo me reclama alimento. ¿Puede el hambriento dar de
comer al hambriento, el que muere de sed apagar la sed del sediento?236 ¿Acaso he de
convertirme en una asesina? ¡Oh, Fausto, vuelve! ¡Salva al niño en el vientre materno,
aunque no quieras salvar a la madre!»
209
¿Acaso no merece una deliberación como ésta ser objeto digno de nuestra
consideración? Nosotros, cuya actividad, y voy a reverenciar la sagrada usanza de
nuestra asociación, es un ensayo en la casual plegaria aforística; nosotros, que no
pensamos ni hablamos de modo aforístico sino que vivimos de modo aforístico;
nosotros, que pasamos cual aforismos por la vida, άφορισμένοι [aforísticosl y segregati
[segregados], sin asociarnos con nadie, sin ser partícipes de las alegrías ni de las
penas de nadie; nosotros, que no consonamos con el júbilo de la vida, sino que somos
aves solitarias en la quietud de la noche, reunidos en algunas ocasiones para
edificarnos mediante representaciones de la infamia de la vida, de la largura del día y
de la infinita duración del tiempo; nosotros, queridos Συμπαρανεκρωμένοι, que no
creemos ni en el juego de la alegría ni en la felicidad de los necios; nosotros, que en
nada creemos salvo en la desdicha.
He aquí cómo se abren paso en multitud sin fin todos los más desdichados. Ahora
bien, muchos son los que se creen llamados y pocos los escogidos 241. Una disociación
debe ser consolidada entre ellos
una palabra y la chusma se disipa; son excluidos ni más ni menos todos aquellos,
intrusos todos ellos, que opinan que la muerte es la mayor desdicha, que son míseros
porque temen la muerte; pues nosotros, queridos Συμπαρανεκρωμένοι, nosotros, como
los soldados romanos, no tememos la muerte, conocemos desdichas peores, en primer
y último lugar y por encima de todo — vivir. ¡Ay! Si hubiese alguien que no pudiese
morir, si fuese cierto lo que la leyenda cuenta sobre aquel judío eterno242, ¿cómo
podría pasársenos por la cabeza erigirlo en el más desdichado? Entonces se explicaría
por qué el se-
pulcro estaba vacío, para indicar que el más desdichado es aquel que no puede
morir, que no puede dejarse caer dentro de un sepulcro. Entonces el caso estaría
resuelto, la respuesta sería simple; pues el más desdichado sería el que no pueda
morir, dichoso el que pueda; dichoso quien muera en su vejez, más dichoso quien
muera en su juventud, el más dichoso sería quien muera al nacer y más dichoso que
nadie, quien nunca llegue a nacer. Pero así no son las cosas, pues la muerte es la
dicha común a todos y en tanto en cuanto el más desdichado no haya sido
encontrado, es susceptible de búsqueda en esa circunscripción.
No es que yo ahora diga: brindadme | vuestra atención, pues sé que 215 la tengo;
ni dadme vuestro oído, pues sé que me pertenece. Vuestros ojos fulguran, os alzáis de
vuestros asientos. Se trata de un torneo en el que sin duda merece la pena participar,
una lucha más terrible aún que si fuese a vida o muerte, pues no tememos la muerte.
Y la recompensa es más altiva que cualquier otra en el mundo entero, y más certera,
pues quien sabe a ciencia cierta que es el más desdichado no necesita temer la dicha,
no tiene que saborear la humillación de verse obligado a gritar en su última hora:
¡Solón, Solón, Solón!243.
Inauguremos, pues, una competición libre de la cual nadie, ya sea por motivos de
rango o de edad, sea excluido. Excluido no está nadie salvo el dichoso y aquel que
teme la muerte. Bien venido sea todo miembro digno de la congregación de los
desdichados, el sitial se destina a todo aquel realmente desdichado, el sepulcro, al
más desdichado. Mi voz resuena en el mundo, oídla, todos vosotros, que os llamáis
desdichados en el mundo y que no teméis la muerte. Mi voz resuena en el tiempo,
pues no queremos ser tan sofísticos como para excluir a los difuntos por estar
muertos, pues también han vivido. Yo os conjuro; disculpad que por un momento
perturbe vuestro sosiego; acudid a este sepulcro vacío. Tres veces lo clamo al mundo,
escuchadme, desdichados; pues nuestra intención no es resolver este caso entre
nosotros en este apartado rincón del mundo. ¡Éste es el lugar en donde el caso debe
resolverse para con el mundo entero!
Mas antes de pasar a tomar declaración a cada cual, habilitémonos para asistir
aquí en calidad de dignos jueces y combatientes. Fortalezcamos nuestro pensamiento,
armémoslo contra el embelesamiento del oído; ¿pues qué otra voz es tan lisonjera
como la del desdichado, tan embaucadora como la del desdichado cuando habla de su
propia desdicha? Hagámonos dignos de asistir aquí en calidad de jueces,
combatientes, sin perder de vista el conjunto, sin ser confundidos
En todos los escritos sistemáticos de Hegel hay un párrafo que 216 trata sobre | la
conciencia desdichada244. Con ferviente desasosiego y palpitaciones se da uno siempre
a la lectura de semejantes disquisiciones, con el temor de enterarse de demasiadas
cosas o de demasiado pocas. «La conciencia desdichada»: son éstas unas palabras
que sólo con ser insertadas de modo casual a lo largo de un discurso son capaces de
hacer helar la sangre, de poner los nervios de punta y, en este caso, pronunciadas con
tanta contundencia, como sucede con aquellas misteriosas palabras en una narración
de Clemens Brentano: tertia nux mors est [la tercera nuez es la muerte]245 — son
capaces de hacerle temblar a uno como un azogado, i Ah! Dichoso aquel que no lleva
más tarea entre manos que escribir un párrafo al respecto; y aún es más dichoso el
que es capaz de escribir el párrafo siguiente. El desdichado es, aquí, el que tiene su
ideal, la enjundia de su vida, la plenitud de su conciencia, su ser propio de algún modo
fuera de sí. El desdichado está siempre ausente de sí mismo, nunca está presente en
sí mismo. Parece que uno puede encontrarse ausente, o bien por estar en el tiempo
pasado o bien por estar en el tiempo venidero. Con ello se ha dado por circunscrito
todo el territorio de la conciencia desdichada. Por esta firme delimitación le damos
gracias a Hegel y, ahora, puesto que no somos tan sólo filósofos que observan este
reino a distancia, nos dedicaremos cual nativos a examinar las diversas etapas ahí
sitas. Resulta, pues, que el desdichado está ausente. Pero ausente está uno cuando
uno está o bien en el tiempo pasado o bien en el venidero. Debemos insistir aquí en
esta expresión, pues salta a la vista lo que la lingüística nos ha enseñado, a saber, que
hay un tempus que está presente en un tiempo pasado y un tempus que está presente
en un tiempo venidero; pero es que, además, la misma ciencia nos enseña que hay un
tempus que es plus quam perfect um, en donde nada es presente, y un futurum exactum
de igual índole. Estos coinciden con la individualidad expectante y la rememorante.
Claro que éstas, justamente en la medida en que son sólo expectantes o sólo
rememorantes, son en cierto sentido también individualidades desdichadas, puesto
que, de ordinario, sólo aquella individualidad que está presente en sí misma es
dichosa. Por otro lado, sin embargo,
217
que ello no se debe al hecho de que la meta quede aún más lejos, sino al hecho
de haberla quedado atrás, al hecho de haber sido ya vivida o de que debería haber
sido ya vivida y, así, al hecho de que debería formar parte del recuerdo. Por otro lado,
rememora continuamente lo que debería esperar; pues lo venidero ha sido ya asumido
en su pensamiento y, en su pensamiento, ha sido ya vivido, y esto que ha vivido, lo
rememora, | en lugar de esperarlo. Así, aquello que espera 219 se encuentra a sus
espaldas, y lo que rememora, ante sí. Su vida no transcurre marcha atrás sino a
contrapelo en dos direcciones. Pronto acusará su desdicha incluso a pesar de no saber
dónde radica propiamente. Aunque para hacerse con una buena oportunidad de
sentirla, debe acceder al malentendido que en todo momento y de tan curioso modo
porfía. Disfruta haciendo uso diario del honor de ser tenido por alguien que está en sus
cabales, aun sabiendo que si quisiese explicarle a un solo hombre cómo se explica que
él sea quien es, lo declararían demente. Y es que es para trastornarse, pero él no lo
hace, y ésa es precisamente su desdicha. Su desdicha es haber venido demasiado
temprano al mundo y, en consecuencia, llegar siempre tarde. Se encuentra siempre a
un palmo de la meta y, al mismo tiempo, lejos de ella; descubre que lo que le hace
desdichado, ya sea porque lo tiene o porque es así, es justamente aquello que años
atrás le habría hecho dichoso porque no lo tenía. Su vida no tiene sentido alguno,
como la de Anceo, de quien es costumbre decir que sobre él nada se sabe, salvo el
hecho de haber dado pie al proverbio:
como si esto no fuese más que suficiente. Su vida no conoce sosiego alguno y
carece de todo contenido, no es presente a sí mismo por el instante, ni presente por el
tiempo venidero, pues lo venidero ha sido vivido, ni por el tiempo pasado, pues lo
pasado todavía no ha venido.
puede vivir pues ya está | muerto; no puede amar pues el amor es siempre
presente y él no dispone de tiempo presente alguno, ni venidero, ni pasado; con todo,
es de naturaleza simpática y odia el mundo sólo porque lo ama; no dispone de pasión
alguna, no porque carezca de ella sino porque en el mismo instante dispone de una y
de su opuesta; no tiene tiempo para nada, no porque su tiempo esté colmado de otra
cosa, sino porque no dispone en absoluto de tiempo; está desfallecido, no porque
carezca de fuerza, sino porque su propia fuerza le hace desfallecer.
bien, sin duda que, en breve, nuestro corazón estará ya de sobras curtido y
nuestro oído obturado, aunque no cerrado. Hemos oído la sensata voz de la
ponderación, dispongámonos ahora a apreciar la elocuencia de la pasión, concisa,
como lo es toda pasión.
He ahí una joven. Se lamenta de que su amante le haya sido infiel. Sobre esto no
se puede reflexionar; ella lo amaba, sólo a él en el mundo entero, lo amaba con toda
su alma, con todo su corazón y con toda su mente — así, puede al menos recordar y
afligirse.
¿Es un ser real o es una imagen; es un ser viviente que muere o una muerte que
vive? — es Níobe248. »Lo perdió todo de una vez! Perdió lo que le dio a la vida, perdió
lo que la vida le dio. »Admiradla, queridos Συμπαρανεκρωμένοι, ahí, erguida
ligeramente por encima del nivel del mundo, sobre un túmulo, como una lápida! No
hay esperanza que la salude, ni futuro que la conmueva, ni previsión que la tiente, ni
esperanza que la inquiete — desesperanzada se yergue petrificada en el recuerdo; era
desdichada y, en ese mismo instante, dichosa; ahora nada puede arrebatarle su dicha;
y el mundo cambia, pero ella no conoce vicisitud alguna; y el tiempo llega, pero para
ella no hay tiempo venidero alguno.
iHe ahí una preciosa asociación! »Una estirpe le tiende la mano a la otra! ¿Es esto
para bien, para mantener la unión fielmente, para bailar alegremente? Se trata de la
repudiada estirpe de Edipo y de la repulsa que se reproduce aplastando a la última —
se trata de Antígona. Eso sí, ella ha sido llorada; la pena de una estirpe basta para una
vida humana. Le ha dado la espalda a la esperanza, trocando su inestabilidad con la
fidelidad del recuerdo. ¡Sé feliz, querida Antígona! Te deseamos una larga vida,
significativa como un suspiro profundo. ¡Ojalá ningún olvido te arrebate nada! ¡Ojalá la
diaria amargura de la pena te sea concedida en abundancia!
I Una vigorosa figura; pero no está sola, no, parece que tiene amigos, ¿cómo es
que acude aquí? Es el patriarca de la pena, se trata
lo, grita tras él, pero su voz no logra atraparlo. Con todo, espera, aun a través
de las lágrimas, lo divisa, aun a través de la niebla, lo recupera, aun en la muerte. Su
esperanza le carga de años y nada le mantiene unido al mundo, si no es la esperanza
por la que vive. Sus pies están cansados, sus ojos vidriosos, su cuerpo busca reposo,
su esperanza vive. Su cabello es blanco, su cuerpo decrépito, sus pies se detienen, su
corazón se quiebra, su esperanza vive. Ensalzadlo, queridos Συμπαρανεκρωμένοι; él
era desdichado.
I Hay allá una joven muy pensativa. Su amante le ha sido infiel 222
sobre esto no se puede reflexionar. Mira, joven, observa el serio semblante de la
asamblea que ha aprestado el oído a desdichas aún más terribles y cuya alma las
requiere aun mayores. Sí, pero yo lo amaba, sólo a él, en el mundo entero, lo amaba
con toda mi alma,
con todo mi corazón y con toda mi mente — algo parecido lo hemos oído ya en
una ocasión anterior, no agotes nuestra impaciente nostalgia; al menos puedes
recordar y afligirte. — No, no puedo afligirme, pues quizás no me había sido infiel,
quizás no era un impostor.
¿Cómo que no puedes afligirte? Acércate, joven, escogida entre las jóvenes,
disculpa al estricto examinador por repelerte un instante. — Así que no puedes
afligirte — entonces quizás puedas esperar
no, no puedo esperar, pues él era un misterio. Conforme, hija mía, te entiendo,
ocupas los últimos peldaños de la escalera de la desdicha; observadla, queridos
Συμπαρανεκρωμένοι, revoloteando casi sobre la punta de la desdicha. Pero debes
dividirte, debes esperar durante el día y afligirte durante la noche, o bien afligirte
durante el día y esperar durante la noche. Y siente orgullo, pues uno nunca debe
sentirse orgulloso de la dicha, pero sí de la desdicha. Cierto que no eres la más
desdichada, pero, ¿no sois de la opinión, queridos Συμπαρανεκρωμένοι, de que merece
que le concedamos un accésit} No podemos concederle la sepultura, pero sí el lugar
más próximo a ella.
es que ahí está él, el enviado del reino de los suspiros, el privilegiado protegido de
los sufrimientos, el apóstol de la pena, el callado amigo del dolor, el desdichado
amante del recuerdo, confundido en su recuerdo por la luz de la esperanza,
desengañado en su esperanza por las sombras del recuerdo. Su cabeza está aturdida,
su rodilla está agotada y, aun así, sólo reposa apoyándose en sí mismo. Está apagado
y, aun así, qué poderoso es; sus ojos no parecen haber vertido sino bebido muchas
lágrimas y, aun así, arde en su interior un fuego que podría consumir el mundo entero
y en su pecho no hay esquirla alguna de pena; está encorvado y, a pesar de ello, su
juventud le augura una larga vida, sus labios sonríen al mundo que no lo comprende.
ÍAlzáos, queridos Συμπαρανεκρωμένοι! iArrodilláos, testigos de la pena, en esta
solemne hora! ¡Te saludo, gran desconocido, cuyo nombre ignoro! Te saludo con tu
distinguido título: el más desdichado. Salve en esta tu casa de la congregación de los
desdichados, salve ya en la entrada de esta humilde vivienda que, con todo, alberga
mayor orgullo que todos los palacios del mundo. He aquí que la losa caída, la sombra
del sepulcro te espera con su delicioso frescor. Mas tal vez no haya llegado aún el
momento, tal vez sea el camino 223 aún largo; pero te prometemos reunimos aquí
más a menudo | para envidiar tu dicha. Vamos, acepta nuestro deseo, un buen deseo:
¡ojalá nadie te entienda y todos te envidien; ojalá ningún amigo se te una, ojalá
ninguna joven te ame, ojalá ninguna simpatía secreta intuya tu solitario dolor; ojalá
ningún ojo escudriñe tu lejana pena; ojalá
238
Véase supra, «El reflejo de lo trágico antiguo en lo trágico moderno», η. 1.
239
El autor se refiere a un sepulcro en la catedral de Worcester donde se encuentra inscrita la palabra
Miserrimus. En un cuaderno de notas de 1840, escribe Kierkegaard: «Hay en un lugar de Inglaterra un
mausoleo en el que sólo constan estas palabras: el más desdichado. Puedo imaginarme que alguien lo
leyera y pensara que dentro no había nadie enterrado, sino que estaba destinado para él mismo» (Pap.
IIIA 40).
240
Cita del poema épico del escritor noruego-danés Christen H. Pram (1756- 1821), Stærkodder,
Copenhague, 1785, oda VII, p. 142.
241
Cf. Mt 22,14.
242
Se trata de Ahasverus, presente en crónicas de carácter legendario en Europa del sur e Inglaterra a
principios del siglo xiii. Según una de las crónicas más antiguas, probablemente originaria de Armenia,
el judío eterno sería guardián de Pondo Pilato y habría golpeado a Jesús con el puño al ser éste
conducido más allá de los límites de la ciudad, además de gritarle: «¡Camina más deprisa!», a lo cual
Jesús habría respondido: «Yo me voy, pero tú habrás de esperar mi vuelta».
243
Alusión al relato de Heródoto según el cual Creso, rey de Lidia condenado a muerte tras ser vencido
por los persas, grita tres veces desde la hoguera el nombre de Solón, al recordar que éste le había dicho
una vez que ningún hombre es dichoso en vida. El rey persa hace que un intérprete le explique el
significado de esa exclamación y, tras comprenderla, dispone que Creso no sea ejecutado. Cf. Historiae
(Die Geschichten des Herodots, trad. de F. Lange, vols. 1-2, Breslau, 1824, ctl. 1117, vol. 1, pp. 18 s., 49
s.).
244
De manera primordial, el tema se trata en Phänomenologie des Geistes, obra que Kierkegaard poseía
en edición de J. Schulze, Berlin, 1832 [1807], ctl. 550.
245
El autor se refiere a Die drei Nüsse [Las tres nueces], en donde se narra la historia de la bella esposa
de un boticario cuyo hermano se ha visto obligado a huir tras resultar vencedor en un duelo. En un
bosque en las afueras de Lyon, hermano y hermana se despiden y, mientras comen unas nueces, el
hermano cita la sentencia latina: «Unica nux prodest; nocet altera; tertia mors est» [Una sola nuez
aprovecha; la segunda hace daño; la tercera es la muerte]. Aún no ha acabado de pronunciar estas
palabras cuando recibe un disparo del boticario quien, celoso de su esposa, cree que su hermano es su
amante. El boticario huye a Alemania, donde tiempo después, oye de nuevo la sentencia y, conmovido
por ellas, regresa a Lyon, donde se declara culpable del crimen y es ejecutado por ello.
246
Palabras que Apolonio de Rodas atribuye a Anteo, rey de Samos, y con las que éste, disponiéndose a
beber una copa de vino proveniente de una vid cosechada por él mismo, desafía al adivino que le había
anunciado que no llegaría a vivir lo suficiente para gozar del fruto de esa viña. Anteo posterga la bebida
al oír que un jabalí merodea por sus campos, y muere víctima del mismo. Cf. P. F. A. Nitsch, Neues
mythologisches Wörterbuch [Nuevo diccionario de mitología], 2.a ed., vols. 1-2, Leipzig & Sorau, 1821, ctl.
1944-1945, vol. 1, p. 194.
247
Alusión a la leyenda de Leto, madre de Apolo y de Artemis, respecto de la cual Hera había prohibido
que se le permitiese dar a luz. Cf. P. F. A. Nitsch, Wörterbuch>, cit., vol. 2, pp. 142-148.
248
La historia de Níobe es relatada por Homero en la litada, canto XXIV, w. 602-617. La desdichada
Níobe, que ha perdido a sus doce hijos a manos de Apolo y de Artemis, es finalmente transformada por
Zeus en una efigie de piedra.
249
Véase el relato bíblico de Job. Cf. especialmente los discursos de los amigos de Job en 2,11-13; 4,1-
5,27; 8,1-22; 11,1-20; 15,1-35; 18,1-21; 20,1-29; 22,1-30; 25,1-6.
250
Cf. Job 1,21; 42,10; 2,9-10.
251
Cf. Lc 15,11-33.