La Vida de Jesus de Nazaret Del Mundo
La Vida de Jesus de Nazaret Del Mundo
La Vida de Jesus de Nazaret Del Mundo
ISSN: 0377-628X
RESUMEN
ABSTRACT
In this article, we make an exhaustive survey of the representation of the dead city in European
and Spanish literature of the end of the century, with special interest in Rodenbach of Belgium
and Azorin of Spain. First, we introduce by this literary convention, the current state of this
critical issue and the reasons for its emergence in European literature at the end of the century.
Second, we identify the most important manifestations of this motif in European literature, with
special emphasis on The Dead City of Bruges (1892), by Georges Rodenbach, who initiated the
rise of this motif in the symbolism of the turn of the century. Also, we identify the most important
manifestations of the dead city in the literature of the Generation of 98, which is principally the case
of Azorin (Toledo, Yecla, Lantigua, Villena), Baroja (Toledo, Alcolea del Campo) and Machado
(Soria). Finally, we discuss the dead cities of other authors of Spanish and Latin American literature,
beyond the 98 Generation: Vetusta, in The Regent's Wife, Leopoldo Alas y Ureña (also known as
Clarín) or Ypres (in The Chronicles of Enrique Gómez Carrillo).
Key words: Dead city, topos, comparative literature, Spanish literature, Belgian literature, Azorín,
Rodenbach.
Dr. Dorde Cuvardic García. Profesor de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura. Universidad de Costa Rica.
Correo electrónico: [email protected]
Recepción: 12- 04- 2012
Aceptación: 25- 04- 2012
28 Filología y Lingüística 39 (2): 27-50, 2013/ ISSN: 0377-628X
1. Introducción
A finales del siglo XIX y comienzos del XX se dio un periodo de crisis de los valores
de la modernidad (progreso, etc.) en el mundo intelectual, literario y artístico occidental. En este
ambiente ‘espiritual’, en el que participaron el simbolismo y el decadentismo, la ciudad, símbolo
de la enfermedad moral de la modernidad, también queda afectada por los procedimientos y
los valores ideológicos de estas últimas estéticas. Por toda Europa surgen novelas, poemas e
incluso textos pictóricos sobre la ciudad muerta. Entre las novelas más relevantes, por ejemplo,
se encuentran Brujas la muerta (1892), de Georges Rodenbach y Muerte en Venecia (1911)
de Thomas Mann. En la ópera, podemos mencionar Die Tote Stadt (1917), de E.W. Korngold,
con libreto de Paul Schott, así como, décadas después, la ópera de 1973 del mismo nombre, de
Benjamin Britten, basada en la novela de Thomas Mann.
El topos que nos ocupa implica la representación simbólica de ciudades reales
reconocibles, por lo que deben excluirse la ciudad fantástica –La ciudad sumergida, de Edgar
Allan Poe– y la ciudad arqueológica (Lozano Marco 2000: 13-4).
El topos de la ciudad muerta también se aclimató al suelo español. Lili Litvak
destaca este hecho, al precisar que, como “proveniente del simbolismo belga tuvo importante
resonancia en España. Era una reacción contra el industrialismo finisecular y respondía al
estímulo de Schopenhauer” (Litvak 2011). Pero más que crítica de la industrialización es de los
valores de la cultura de la modernidad. En Azorín, por ejemplo, la construcción de la ciudad
o pueblo muerto o abúlico se relaciona directamente con el rechazo hacia los valores de la
ciudad moderna.
En España se da una resignificación parcial de este topos frente a sus versiones
transpirenaicas. En el país peninsular, adquiere un significado ambivalente. En ocasiones,
supone una crítica, no tanto de la industrialización (de escasa raigambre en España, hasta
el momento), sino más bien de una modernidad –más o menos acelerada– que destruía a
marchas forzadas un sistema de vida y unos valores tradicionalistas todavía existentes en
este país (arrinconados cada vez más en los pueblos). En estos casos, la ciudad muerta (o el
pueblo abúlico, como habría que llamar más pertinentemente a este espacio simbólico en
España) adquiere una valencia positiva. En otras oportunidades, la ciudad muerta o el pueblo
abúlico, supone, en tono regeneracionista, una crítica contra la pervivencia de unos antivalores
tradicionalistas (el espíritu cainita) que la modernidad no ha conseguido eliminar del espacio
rural (con sus ciudades provincianas y sus pueblos).
Podemos afirmar que la ciudad o el pueblo abúlico –indistintamente utilizaremos
ambos términos– es la reescritura española del topos europeo de la ciudad muerta. Es un
concepto que he acuñado, pero que interpretativamente es tan productivo como otros que han
propuesto los autores de la Generación del 98 para hablar de una realidad similar a la que
estudiamos en el presente caso, como son Andalucía trágica, de Azorín1, o España negra, de
Darío de Regoyos o José Gutiérrez Solana2.
A diferencia de la abulia nacional, entendida como enfermedad colectiva
diagnosticada por los intelectuales del 98 (Jurkevich 1992; Shaw 1998), la contribución
española al topos europeo de la ciudad muerta (los pueblos abúlicos y su configuración
estética) ha sido muy poco investigada, vacío que pretende llenar el presente artículo.
Asimismo, analizar el topos de la ciudad muerta nos permitirá insertar las preocupaciones
filosóficas y estéticas de la Generación del 98 en los planteamientos filosóficos y estéticos
CUVARDIC: El topos simbolista de la ciudad muerta... 29
de la crisis fin de siglo a escala europea, un proyecto académico que comenzó en los años
sesenta del pasado siglo.
El análisis de la representación de los pueblos abúlicos permite contribuir al estudio
de España como problema en la Generación del 98, con particular atención en las novelas de
Azorín. La economía, la convivencia ciudadana y el estilo de vida de los pueblos abúlicos son
indicadores del declive económico y moral colectivo de la nación española, que tanto analizó
este último grupo de intelectuales. Es decir, el tema que estudiamos tiene carácter identitario,
como explica Vigneron (2009a: 4) al referirse a la pertinencia del sintagma acuñado por
Inman Fox (la invención de España, que procede del libro del mismo nombre).
No existe un abundante estado de la cuestión sobre el topos de la ciudad muerta, tanto
de la europea como estrictamente de la española. El estudio clásico es la investigación de
Donald Flanell Friedman, titulada The Symbolist Dead City. A Landscape of Poesis, publicada
en 1990. Analiza la metáfora de la enfermedad en las representaciones literarias y pictóricas
de la ciudad flamenca de Brujas. También estudia el principal tipo social de esta ciudad
muerta: la monja, cuya vida monacal la vincula con la negación de la individualidad y del
mundo; asimismo, expone cómo el poeta simbolista asume a la monja como una proyección de
su propio programa estético. Además, entiende que este espacio es propicio para la alucinación
y la ensoñación; es un ambiente misterioso, rebosante de irrealidad, desmaterialización y
estetización, alejado de las contingencias de la vida moderna. Por último, analiza la presencia
del topos de la ciudad muerta en la pintura simbolista de la época, sobre todo de Ferdinand
Khnopff. Podemos observar a través de una primera comparación de la ciudad muerta en la
literatura belga y en la española que en la primera su simbología se encuentra más vinculada
al inconsciente, a la irracionalidad, a la esfera de los sueños, mientras que en el caso español se
vincula parcialmente al nihilismo filosófico finisecular (el escritor busca en la ciudad muerta
un reposo a sus luchas infructuosas frente al mundo) y el análisis sociológico, entre crítico y
elogioso, a un sistema de vida tradicional que se está perdiendo.
Desde un análisis centrado en la poesía y desde el comparatismo literario, García
Pérez (2008), en el artículo “Interpretaciones del tópico de la ciudad muerta en la poesía
española y francesa”, analiza sus reformulaciones o reescrituras en el ciclo “Paisajes de la
ciudad” (Payags de ville), del libro El reino del silencio (1891), de Georges Rodenbach; el
soneto “Ville Morte”, del libro En el jardín del infante (1893), de Albert Samain; y el poema
“Ciudad Muerta”, del libro Las horas que pasan (1902), de Francisco Villaespesa; así como las
interferencias existentes entre el tópico de la ciudad muerta y el del jardín, presente este último
en “Jardín Gris”, del libro Alma, de Manuel Machado. Analiza los orígenes del sintagma ciudad
muerta en la práctica literaria francesa y española, enraizados más que todo en la representación
de las ciudades desaparecidas recuperadas por la arqueología. Por su parte, en su análisis
detenido del poema de Villaespesa destaca sus fuentes eclécticas (García Pérez 2008: 129).
Shaw (1997), en su clásico libro sobre la Generación del 98, no se hace eco de la
presencia de la ciudad muerta en el capítulo Azorín: el redescubrimiento de la tradición,
dedicado al escritor alicantino (topos con el que supuestamente debería estar vinculado),
aunque en el prólogo al libro, fechado en 1977, donde declara la participación de la Generación
mencionada en las preocupaciones estéticas y filosóficas fin de siglo a escala europea, se podría
haber abrigado en principio alguna expectativa sobre el desarrollo de este topos en la prosa
azoriniana. Shaw sólo declara que en las obras del escritor alicantino “encontramos largas
series de descripciones de lugares –ciudades o paisajes– con su atmósfera de desolación, quieto
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inmovilismo, aridez y miseria. Lo que sugieren a Azorín son las características negativas de
la mentalidad española” (1997: 221). Un análisis más detenido nos permitirá comprobar que
los valores intrahistóricos positivos, aquellos que deben quedar como legado para el futuro,
también forman parte de estas descripciones.
Por su parte, la edición crítica de Diario de un enfermo (1901), de Azorín, realizada
por Francisco J. Martín (2000), se centra en analizar el simbolismo decadentista de esta novela,
estética de la que participa de la ciudad muerta. Sobre todo interesan las explicaciones que sobre
este último topos ofrece este crítico en la nota a pie en las páginas 208-210, sobre los valores
positivos y negativos que comporta, desde el punto de vista de la voluntad schopenhaueriana,
y que se citarán en las próximas páginas.
Anke Glebel, en su análisis de la Brujas la muerta (1892), de Georges Rodenbach,
vincula la particular sensibilidad y experiencia sensorial de su protagonista, Hugues Viane,
que realiza frecuentes paseos, con la apreciación estética de la ciudad muerta. Viudo
inconsolable, Viane busca en la ciudad amortajada un estado de ánimo similar al suyo. En
esta novela, organizada a partir del recuerdo de la esposa muerta, vemos una actualización
del mito de Orfeo, como bien se ocupó de analizar Friedman (1990: 135-171) en el ámbito de
la tematología, ya que hablamos de un mito organizado a partir del duelo de un hombre hacia
su esposa muerta, duelo que tratará de mantener a partir de la conservación fetichista de sus
objetos (cabellos, ropas).
No sólo Glebel relaciona la representación de la ciudad muerta con la mirada de un
personaje peripatético solitario que proyecta su estado de ánimo en el espacio urbano, proceso
que tiene su precedente mas cercano, en su función ensoñadora, en el vagabundeo filosófico en
la naturaleza, perspectiva típicamente romántica. Pike también ha señalado que “[d]urante el
siglo XIX la palabra ciudad estuvo representada cada vez más en la literatura como refracción
inestable de una conciencia individual, más que como un objeto fijo en el espacio” (1981: 71).
En un proceso que se da gradualmente a lo largo del siglo XIX, la mirada panorámica sobre
la ciudad queda arrinconada a favor de la mirada desde la calle, que podemos denominar,
en términos amplios, como mirada del flaneur, como la de Vianes en sus paseos por Brujas.
Debe destacarse, en todo caso, que algunas de las representaciones de la ciudad muerta,
como sucede en la representación de las ciudades y pueblos abúlicos de Azorín, pueden darse
también desde la mirada panorámica (desde un monte cercano, o desde lo alto de un edificio).
El clásico estudio de Hans Hinterhäuser sobre el tópico, y que constituye un capítulo
de su libro Fin de siglo: Figuras y mitos (1980), se ocupa de investigar la imagen de las tres
ciudades muertas paradigmáticas a escala europea: Brujas, Venecia y Toledo. Es, más que todo,
un estudio descriptivo, que no aporta novedosas claves interpretativas.
En el ámbito de la literatura española, Lozano Marco (2000: 24) ha explorado
la presencia de la ciudad muerta. Cuando declara que en su representación no interviene
el determinismo naturalista, su afirmación debe matizarse. Considera que los escritores
españoles que se ocupan de este topos no realizan un análisis ambiental sociológico, ya que no
asumen la ciudad o el pueblo muerto como medio para analizar la influencia de este espacio en
el individuo, es decir, los condicionamientos sociales que explican su conducta. Para Marco, en
las construcciones españolas de la ciudad muerta más bien hablamos de correspondencia entre
estados de ánimo. Si bien es cierto que esta equiparación o correspondencia, que pertenece a
la estética simbolista, opera en el personaje de Antonio Azorín y aquellos intelectuales que se
retiran a los pueblos, desencantados del compromiso político (ven en el espacio humano una
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equiparación simbólica con su propio estado de ánimo), los habitantes de las ciudades muertas
españolas, en cambio, pueden quedar sometidos al análisis del determinismo naturalista (véase,
por ejemplo, Las confesiones de un pequeño filósofo, de Azorín).
Como vemos, los estudios sobre la presencia del topos de la ciudad muerta en las
literaturas europeas se ocupan sobre todo del caso belga. Y por lo que respecta a la literatura
española, no existe todavía un estudio sistemático y abarcador sobre la construcción del topos
de la ciudad muerta en la novelística de Azorín y en la escritura de otros autores, aspecto que
quiere llenar el presente artículo.
Al realizar una evaluación general del estado de la cuestión, concluimos que este topos
ha sido analizado en la literatura transpirenaica y en el marco del comparatismo interartístico,
aunque no desde el arte y la literatura de la España de fin de siglo.
Martín destaca la importancia que revistió el topos de la ciudad muerta como símbolo
de la situación marginal que ocupa el campo literario en el sistema económico capitalista de
finales del siglo XIX. Expresa la derrota, ya definitiva, que tienen los valores estéticos en
el mundo moderno, capitalista, urbano. El intelectual no soporta la separación entre ‘vida y
arte’ que se promueve en la ciudad, que le niega su función ‘letrada’, y este último se retira al
espacio rural tradicional para soportar este dolor existencial. La ciudad muerta es la mortaja
de la que se reviste el artista, una vez que ha sido expulsado de la élite política y cultural de la
modernidad (de ahí, en las novelas de Azorín, la abundancia de intelectuales que viven en un
sencillo retiro en las ciudades y pueblos abúlicos, una vez que se alejaron desencantados de la
cultura de masas de las ciudades).
Por lo demás, Martín expresa otra semántica importante de este topos. Si la muerte
es el destino implacable de la sociedad y del sujeto individual, la representación del topos
de la ciudad muerta expresará la conciencia que tiene el individuo desesperanzado de haber
encontrado su equivalente en un espacio social inerte, quieto, amortajado…
¿En qué se distingue la ciudad muerta del simbolismo (actualizada tanto en prosa como
en poesía) del topos de las ruinas (principalmente desarrollado en poesía, del Renacimiento
al Romanticismo)? Friedman (1990: 128-9) considera que, de los dos usos de la poesía de
las ruinas en la poesía francesa, el moral (símbolo de la fragilidad –mortalidad– de la vida)
y el pintoresco (su asimilación con la naturaleza, por lo general humanizada, en este caso
por medio de la arquitectura), el simbolismo belga realiza un uso del topos más cerca del
primero, que expresa la degradación (ruination) del alma humana, su enfermedad espiritual,
la interiorización subjetiva de un mundo detenido, en ‘ruinas’. No hablamos estrictamente de
una ciudad en ruinas, muerta, vacía de todo elemento humano, sino de una ciudad moribunda,
habitada sobre todo por individuos de avanzada edad.
En la literatura europea, el topos de la ciudad muerta es clara manifestación de la
corriente estética del simbolismo. Como sabemos, este proyecto estético asume que el símbolo
no busca definir, sino sugerir, aludir. En los textos narrativos y poéticos del simbolismo
literario de la ciudad muerta se estructura una correspondencia o analogía entre el estado de
ánimo del sujeto protagonista y el de la ciudad.
¿Ocurre lo mismo con su manifestación en los autores de la Generación del 98?
Sí, si prestamos atención a los procedimientos simbolistas que utilizó la escritura de esta
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era su muerta. Y su muerta era Brujas” (Rodenbach 2011: 18). En estas circunstancias, Viane
establece una relación de identidad, y no de simple semejanza, entre la ciudad y su esposa.
Las ciudades muertas son ciudades donde impera el rito católico (Brujas, Venecia,
Toledo). Este topos no se concreta en ninguna ciudad protestante. Las campanas, que se
describen en diversas ocasiones, como sucede durante el desarrollo de la procesión de la Santa
Sangre5, connotan una ideología de recogimiento y respeto hacia los símbolos de la religión
católica en consonancia con los ritos cotidianos y la veneración que Hugues Viane otorgaba a
los ‘fetiches’ que le permitían conservar, con altibajos, la memoria de su esposa muerta.
El segundo tipo de relación psicológica entre Brujas y Hugues Viane se caracteriza por
la transformación que el ambiente psicológico de la ciudad llega a operar sobre el estado de
ánimo del protagonista (ya no hablamos de una relación de simple equiparación entre estados
de ánimo). Para Viane, cuando desaparece progresivamente el hechizo hacia la actriz de teatro,
la ciudad le inculca sentimientos de ‘culpa’ por haber ‘mancillado’ el recuerdo de su esposa
muerta, por transferir en otro sujeto la identidad de la persona amada desaparecida:
la Ciudad, con su rostro de creyente, le reprochaba, insistía. Oponía el modelo de su propia castidad, de su
estricta fe…/ Y las campanas mostraban su connivencia, mientras él seguía errando cada noche sumido
en una angustia creciente, donde se mezclaba el sufrimiento de amar a Jane, la nostalgia de la muerta, el
miedo a su pecado y a la condena posible… (Rodenbach 2011: 90)
Y por las entreabiertas cortinas ventanales, / En los grandes salones de los nobles palacios / Pueden
verse en el fondo de viejos gobelinos / Retratos familiares entre oros apagados. / –Jubón de terciopelo
y gorguera de encajes / Y su blasón pintado a un costado de pecho– / Que miran a lo lejos cintilar una
estrella / Y dormir en pesado silencio. / Todos estos palacios deslucidos y solos, / Guardan dentro el
recuerdo de la muerta Edad Media. (1930: 38-39)
la colección de ensayos El alma castellana, las iglesias y las casas tradicionales (descritas con
más o menos detenimiento en todas sus novelas). En pocas ocasiones utiliza Azorín, imbricado
con el topos del pueblo abúlico, el de las ruinas. En una de las escasas oportunidades en las
que aparece, expresa el dominio del transcurso sosegado del tiempo sobre los objetos y los
intereses humanos, aportado por el topos de la fuente, como ocurre en Doña Inés7.
La colección de ensayos España nos ofrece diversas manifestaciones de la ciudad
muerta o pueblo abúlico, como “Horas de Sevilla”, “Horas de Córdoba”, “Horas de León”,
“La poesía de Castilla”, “El apañador” y “El melcochero”, según confirman Lamiquiz (1973)
y Lozano Marco (2000: 25). Si realizamos un análisis comparativo de todos estos ensayos,
se puede demostrar la utilización de los mismos estilemas en la descripción de las diversas
ciudades muertas y pueblos abúlicos. El léxico que Lamiquiz (1973) identifica en los ensayos
dedicados a las calles, callejuelas, las casas, los patios de las casas y catedrales, el cielo y el
ambiente de Córdoba y Sevilla es, incluso, el mismo que podemos encontrar en sus novelas:
estrechas, laberínticas, escasez de transeúntes, humildad, reposo, silencio, contemplación…
Podemos, asimismo, identificar dos funciones ideológicas en la representación de las
ciudades y pueblos abúlicos en la novelística de Azorín. Por una parte, se observa el aprecio
tradicionalista del narrador hacia los pueblos abúlicos. Por otra, el rechazo del narrador hacia
el carácter carpetovetónico, primitivo, de estos pueblos y sus habitantes, en donde impera la
brutalidad. Complementariamente, el narrador también puede apreciar en otras oportunidades,
desde una perspectiva regeneracionista, al lento despertar de unos pueblos que pretenden
integrarse en la modernidad (Pretel o Villena en Antonio Azorín).
Por lo general, en las descripciones de Azorín, la época que más caracteriza el declive
de las actividades económicas de las ciudades es el siglo XVIII.
filósofo, exactamente en el Capítulo XIV, titulado precisamente Yecla. Frente a la primera novela,
en la segunda la descripción y evaluación de este pueblo abúlico es más pesimista, cercana al
tópico de la España negra, con sus pueblos ‘primitivos’. Aunque el narrador aprecia en ella
la pervivencia de las costumbres tradicionalistas, con toda su cultura material, también queda
radiografiada como un pueblo carpetovetónico, donde el peso de la Muerte está determinado por
la dureza de un medio físico implacable. En Las confesiones de un pequeño filósofo el narrador
declara: “ʻYecla –ha dicho un novelista– es un pueblo terrible.’ Sí que lo es; en este puedo se ha
formado mi espíritu. Las calles son anchas, de casas sórdidas o viejos caserones destartalados;
parte del poblado se asienta en la falda de un monte yermo” (Azorín 1968: 51). En la Yecla de
esta última novela ya no hay lugar para las tradicionales casas aseadas que encontramos en otras
ocasiones. El tiempo cronológico no se materializa en indicadores laborales, sino religiosos.
La religión puntúa el paso de las monótonas horas por medio de las campañas: “En la ciudad
hay diez o doce iglesias; las campanas tocan a todas horas” (1968: 51). Son numerosísimas las
menciones a las campanas en la prosa de Azorín, símbolo de amortajamiento, de ausencia de
vitalismo, recurso que comparte con la prosa de Rodenbach. Asimismo, la muerte, en un espacio
donde la juventud está ausente, es un suceso cotidiano: “Y de cuando en cuando discurre por
las calles un hombre triste que hace tintinear una campanilla, y nos anuncia que un convecino
nuestro acaba de morirse” (1968: 51).
Otro caso de ciudad o pueblo abúlico es Lantigua, de Diario de un enfermo, que se
describe lacónicamente en la novela: “Lantigua es un poblachón manchego, triste, sombrío,
tétrico” (Azorín 2000: 228). Para Martín “constituye una anticipación de la Yecla de La
voluntad” (2000: 102).
También se representa un pueblo abúlico en Don Juan, en particular en su capítulo
XIV, titulado “Un pueblo”. Destacan dos cortas descripciones. La primera se dedica a
enumerar la arquitectura religiosa, única huella de su pasado esplendor histórico, y las escasas
instituciones eclesiásticas todavía activas, representativas de su letargo económico: “Hay en el
pueblo una iglesia. Cuenta la iglesia con cuatro beneficios, un curado, tres beneficios simples,
seis prestameras, un cabildo con veinte clérigos. Existen también en el pueblo tres capellanías;
un monasterio de monjas con 40 religiosas y cuatro capellanías, y un convento de frailes
con 20 religiosos” (Azorín 2002: 60). La segunda descripción, amparándose en un informe
agrícola, Información sobre la crisis agrícola (1887), se apoya en la crítica regeneracionista9,
al destacar el deplorable estado de la agricultura de los alrededores del pueblo y las pésimas
condiciones sociales del campesino10.
El regeneracionismo no sólo implica la crítica de los pueblos carpetovetónicos,
sino también el aprecio de los que transitan, tímidamente, hacia el progreso tecnológico.
Predominan en Antonio Azorín11. Pretel, pueblo monótono y reposado12, se integra poco a poco
en la vida moderna, modelo de regeneracionismo exitoso. Es un símbolo de una manera de
entender España, la que se incorpora progresivamente a la modernidad. También es el caso de
ciudad de Monóvar, tranquilo pero industrioso pueblo (Azorín 1998: 73-74), o el de Villena13.
Otro ejemplo es Elda, aunque el narrador critica que sus obreros se encuentren condenados
a sufrir un trabajo mecánico, alienante14. Por el contrario, claramente pueblo abúlico que no
ha conocido ningún tipo de regeneracionismo económico es Torrijos, que vive del trigo y la
aceituna, en Antonio Azorín. El narrador lo declara taxativamente: “Torrijos es el prototipo de
los pueblos castellanos muertos” (1998: 198).
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El topos de la ciudad muerta, para pervivir a lo largo del siglo XX, ha debido
resemantizarse. Como topos de tipo culturalista, no debe extrañar su aparición en la generación
de los novísimos, que cultiva una estética de este talante. En Astrolabio (1975-1979), de Antonio
Colinas, se incorpora el poema “La ciudad está muerta”. Frente a descripciones previas, sobre
todo de las españolas, queda resaltada más la estética de la descomposición corporal:
¿No tuviste bastante con morir una vez / en la muerta ciudad, que vuelves otra vez / entre sus candorosos
muros iluminados / a veces por verdores putrefactos? // Llueve, llueve y la música es negra en estas calles
/ abarrotadas de crucifijos que andan, de agonizantes que laboran, de insepultos cadáveres que aplauden
y sonríen. (2011: 233)
Por lo demás, podría, en una futura investigación, investigarse el desarrollo del topos
de la ciudad muerta en la narrativa escrita durante el franquismo, en novelistas como Carmen
Martín Gaite o en Miguel Delibes. De alguna manera, la vida aprisionada y sin expectativas
de la vida provinciana, expresada en los novelistas de esta generación, permitiría realizar una
lectura alegórica sobre las restricciones existenciales impuestas por el régimen franquista.
En la literatura hispanoamericana también se puede rastrear la presencia de la ciudad
muerta en el siglo XX. El escritor peruano Abraham Valdelomar cuenta con dos novelas breves
en las que usa este topos, tituladas La ciudad de los tísicos (1911) y La ciudad muerta (1911).
Por otra parte, en el poema “El solterón”, del poemario Los crepúsculos del jardín (1905),
de Leopoldo Lugones, se representa la cotidianeidad hogareña de un solterón de una ciudad
muerta, de claras resonancias rodenbachdianas, más que noventaiochistas, ya que la atmósfera
es, básicamente, norteña, orientada hacia la reclusión:
Largas brumas violetas / Flotan sobre el cielo gris, / Y allá en las dársenas quietas / Sueñan oscuras
goletas / Con un lejano país. // El arrabal solitario / Tiene la noche a sus pies, / Y tiembla su campanario
/ En el vapor visionario / De ese paisaje holandés […] En el desolado río / Se agrisa el tono punzón /
Del crepúsculo sombrío, / Como un imperial hastío / Sobre un otoño de gro. (Lugones 2008: 290, 294)
Según García Pérez (2008: 119-130) es un poema ecléctico que utiliza representaciones
del tópico que ya circulaban en la época de su composición: la semántica del silencio (las calles
silenciosas), el dominio tutelar de la religión, la quietud de las dársenas, la decadencia pasada
y el amortajamiento actual, la soledad…
Un tópico asociado al de la ciudad muerta es el del jardín viejo, abandonado o muerto,
según sea el caso, muy utilizado en la poesía modernista, como se ha encargado de demostrar
García Pérez (2008), y que también ha analizado detenidamente Litvak (1979) desde el tópico
de los jardines otoñales.
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Por otra parte, gran conocedor de la literatura simbolista, Gómez Carrillo adopta el
tópico de la ciudad muerta y lo resemantiza para describir las ciudades destruidas por la I Guerra
Mundial en El quinto libro de las crónicas, desde la retaguardia del frente de batalla belga. Iprès
es una ciudad muerta por partida doble: es una urbe en decadencia y, además, ha sido arrasada
por las bombas. El corresponsal guatemalteco dedica parte de su crónica a describir la atmósfera
de Iprès como ciudad muerta antes de su destrucción en la I Guerra Mundial:
Iprès, como Toledo, era una noble población que dormía un sueño de glorias pasadas al abrigo de todas
las ambiciones y de todas las convulsiones del tiempo… Iprès no acariciaba quiméricas esperanzas de
poderío ni esplendor… Iprès era una bella del bosque durmiente que ningún príncipe debía sacar jamás
de su lecho de piedra…Vestida de encajes góticos esperaba sin impaciencia el paso de los siglos, sin
más ilusiones que las de agonizar lentamente, tranquilamente, rodeada del respeto de los hombres y del
amor de los poetas. Sus campanas mismas tenían voces apagadas que parecían marcar horas ancianas y
celebrar ceremonias desvanecidas. Su atmósfera gris, tibia, húmeda, sugería ideas de pereza meditativa
y de dulce escepticismo. […] esa misma humildad, ese mismo alejamiento de las fiebres modernas,
parecían una garantía para su larga vejez tranquila… (1922: 139)
6. Conclusiones
El topos de la ciudad muerta, en boga en las últimas décadas del siglo XIX y primeras
del XX, pertenece a la estética simbolista. Sugiere el poder de la ensoñación, el estado
alucinatorio del sujeto enunciador, la crisis de la noción de progreso histórico, en el caso belga.
En Brujas la ciudad muerta, de Rodenbach, el poder de la religión sobre las costumbres de
los habitantes es omnipresente, ya sea que incentive el sentimiento de luto o, alternativamente,
el sentimiento de culpa de su protagonista. Se aprecia una sintonía entre su estado de ánimo y
la atmósfera de la ciudad, así como la opresión moral que, en ocasiones, ejercen los símbolos
religiosos de la ciudad en su alma.
En cambio, en la escritura de Azorín, la atmósfera religiosa no determina directamente
el estado de ánimo de los protagonistas de sus novelas. Esta atmósfera forma parte, más bien,
de un medio social que se encuentra en sintonía con el retiro al que aspiran personajes como
Antonio Azorín, después de rechazar el compromiso político previamente asumido en la ciudad.
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Notas
1. Este concepto procede del libro Andalucía trágica, de José Martínez Ruiz.
2. Este concepto procede de Darío de Regoyos y de Émile Verhaeren, España negra. 1963. Madrid: Taurus.
3. Así, podemos ofrecer como ejemplo, el topos de la luz como arma, rastreable desde los tiempos bíblicos
hasta la actualidad (López Martínez 2007).
4. También en el discurso cinematográfico encontramos directores que han asignado un gran protagonismo
al espacio urbano, incluso desde su homología con la psique humana de los personajes que lo transitan.
Así, por ejemplo, Michel Angelo Antonioni en su trilogía La aventura, El eclipse y El desierto rojo,
habla de la desorientación existencial de una mujer de la alta burguesía italiana en unas calles, las
milanesas, de ‘fría’ arquitectura racionalista...
5. Durante este rito, las campanas cumplen un papel relevante: “y las campanas envejecidas, las extenuadas,
las abuelillas con bastón, las campanas de los conventos, de las viejas torres, hogareñas, valetudinarias,
que durante el resto del año no pronuncian palabra, caminan y siguen el cortejo durante la procesión de
la Semana Santa (todas parecían llevar, bajo sus ropas de bronce gastado, festivas sobrepellices blancas,
telas plisadas como un abanico)” (Rodenbach 2011: 106).
6. “En la actualidad, hay en la pequeña ciudad dos conventos de frailes y cuatro de monjas. De los dos
conventos de frailes, uno es de franciscanos, el otro, de dominicos. Los conventos de monjas son: el de
las Jerónimas, el de las Capuchinas de la Pasión, el de las Dominicas y el de las Carmelitas descalzas”
(Azorín 2002: 41).
7. “Si nos llegáramos hasta el cercano monasterio del Parral, en ruinas, con los techos desfondados,
con las estancias llenas de escombros, con las vides labruscas enroscadas a los maderos carcomidos,
escucharíamos en un apartado aposento caer en un pilón el chorro de una fuente y al mismo tiempo,
como réplica este murmurio, en lo hondo, en un subterráneo, el son pausado, intercadente, del agua que
se entrederrama, que se derrama despacio, con lentitud” (Azorín 1997: 67).
8. Martín considera que el “episodio del ataúd blanco debió ser un hecho real que llamó la atención de los
dos amigos [J. Martínez Ruíz –Azorín– y Pío Baroja], pues ambos lo han trasladado a la literatura con
una notable coincidencia de detalles” (2000: 207).
CUVARDIC: El topos simbolista de la ciudad muerta... 47
Bibliografía
Bajtín, Mijaíl. 1986. Problemas literarios y estéticos. México: Alianza.
Baroja, Pío. 2002. El árbol de la ciencia. Madrid: Alianza.
48 Filología y Lingüística 39 (2): 27-50, 2013/ ISSN: 0377-628X