Multiverso - Leonardo Patrignani
Multiverso - Leonardo Patrignani
Multiverso - Leonardo Patrignani
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CLARA Graver se quitó los guantes de cocina y corrió al piso de arriba tras oír la
caída de Jenny, como un peso muerto. Subió las escaleras, jadeante,
arriesgándose a tropezar, y cuando estuvo delante de la puerta entornada la abrió
de golpe. Su hija estaba tendida en el suelo, con baba en la boca y un hilo de
sangre saliéndole entre los labios.
—¡Jenny ! —exclamó y se arrodilló junto al cuerpo inconsciente. Los ojos de la
muchacha estaban desencajados, la mirada perdida en el vacío—. Cariño…
estoy aquí. Mírame.
Con unas caricias en las mejillas Clara consiguió despertar a su hija. Una técnica
sencilla pero eficaz, y a convertida en hábito.
Roger subió los escalones de dos en dos y llegó agitado al baño. Miró primero a
su mujer y luego a su hija, que iba recuperándose poco a poco.
—¿Cómo está?
Clara se limitó a encogerse de hombros.
—¿Ha sucedido otra vez? —la apremió él, aunque conocía perfectamente la
respuesta.
Jenny enfocó lentamente la expresión preocupada de su padre e intentó
calmarlo:
—Estoy bien.
—¿Te has golpeado la cabeza?
—No, creo que no.
Roger se acercó y le frotó la nuca. Los dedos se mancharon de rojo.
—Esto es sangre, Jennifer. —Su tono no transmitió preocupación, sino más bien
resignación.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Clara.
—Tranquila, es superficial —la serenó él mientras Jenny se masajeaba la
cabeza.
—¿Puedes ponerte en pie? —le preguntó su madre tendiéndole una mano.
Jenny inclinó el busto y sintió una punzada de dolor en el lado derecho de la
frente. Logró levantarse.
—Ahora te vas a la cama. Te prepararé una tisana —dijo con tono afectuoso la
madre, forzando una sonrisa.
Roger sacudió la cabeza.
—Dios santo, Clara, ¿cuándo entenderás que con tus tisanas no curaremos a
nuestra hija? El doctor Coleman había dicho que…
—¡No me importa lo que hay a dicho el doctor!
—Si tomaras en consideración la terapia…
—Ya hemos hablado de eso, y la respuesta es ¡no! —lo interrumpió, resuelta—.
Jenny está… Jenny estará muy bien.
Entretanto, la muchacha se había acercado a la ventana, donde permanecía con
la mirada perdida. Más allá de la cortina bordada a mano por su abuela se
entreveían los tejados de las casas adosadas de Bly th Street.
Aquella disputa entre sus padres era una escena que Jenny conocía muy bien.
Los desvanecimientos habían empezado cuatro años antes. Ella acababa de
festejar su duodécimo cumpleaños y estaba jugando con los regalos traídos por
amigos y parientes. Su madre estaba desempolvando los muebles de la sala
cuando ella, de pie delante del televisor, se había desplomado súbitamente.
Apenas había conseguido decir « Mamá» al notar que la cabeza le pesaba y la
vista se le nublaba. La última imagen que distinguió antes de desvanecerse fue el
diploma de su madre, enmarcado y colgado en la pared de la sala: Clara
Mancinelli, doctora en Letras summa cum laude. Abajo, junto a la firma del
rector, el sello de la Universidad la Sapienza de Roma. El pergamino estaba
fechado el 8 de may o de 1996, exactamente una semana antes de que Clara
conociera a Roger, que estaba de vacaciones en la capital con un amigo, y
decidiera cambiar el curso de su destino siguiéndolo a Australia. A su madre le
gustaba recordar que si no hubiera entrado en aquel café para ir al lavabo, Roger
y ella no se habrían conocido. Y Jenny nunca habría nacido.
Los exámenes médicos a que sometieron a Jenny no arrojaron ningún resultado
preocupante. La niña no tenía problemas de tensión ni de corazón, su salud era
perfecta y sus éxitos deportivos así lo demostraban con creces. Había ganado dos
años seguidos la medalla de oro del torneo provincial y había sido seleccionada
para participar en las Olimpíadas Escolares, para alegría de Roger, que la
entrenaba personalmente cuatro tardes por semana en el Melbourne Sports &
Aquatic Centre.
Desde entonces, episodios de aquel tipo se habían producido cada vez con may or
frecuencia. A veces presentaban los síntomas de un ataque epiléptico, otras
parecían simples desvanecimientos. Según los médicos a los que Clara
consultaba, no se daban los supuestos para un tratamiento contra la epilepsia. La
pasión de su mujer por las flores de Bach y la homeopatía contrariaba la visión
tradicional de Roger, pero hasta entonces ella se había salido con la suy a. Nada
de fármacos, ninguna terapia.
En los años siguientes, Jenny aprendió a convivir con aquello que llamaba « el
ataque» . Le había ocurrido en las situaciones más dispares. Durante la excursión
escolar a Brisbane, cuando se había desmay ado en el vestíbulo del hotel mientras
la profesora pasaba lista y distribuía a las muchachas por parejas en las
habitaciones. En el cine, cuando ni siquiera sus amigas se habían percatado de
que, mientras ellas veían la película, Jenny se había derrumbado en la butaca con
la cabeza ladeada y los brazos colgando. Y también en la pizzería, cuando Roger
la había llevado a festejar su primera medalla de oro, y en el Burger King, donde
el equipo de natación se reunía los viernes con el entrenador. Por no hablar de
todas las veces que le había ocurrido en casa, en la cama o en cualquier
habitación. Por suerte, pensaba a menudo, el ataque nunca se había producido en
la piscina. Su vida habría corrido peligro.
Lo que sus padres no sabían era lo que ocurría durante los desvanecimientos.
3
EL médico del instituto dio una palmadita en el hombro a Alex y lo hizo levantar
después de un breve examen. La enfermería, al fondo del pasillo del último piso,
junto a la biblioteca, era un cuarto provisto de escritorio, camilla y botiquín. Todo
de color blanco, todo frío y poco acogedor como el tono sarcástico y el aire de
superioridad del doctor.
—Capitán, recuerda que estamos a un paso de los play-off.
—Lo recuerdo perfectamente —repuso Alex mirando al médico, seguro de sí.
—¿El campeonato te estresa demasiado? ¿O el problema son los deberes en casa?
—No me estresa nada —mintió el muchacho—. ¿Puedo marcharme?
Esperándolo en el pasillo estaba Teo, el entrenador del equipo de baloncesto,
apoy ado contra la pared, en las manos una biografía de Michael Jordan, el
campeonísimo al que solía citar como ejemplo de deportista perfecto.
Alex lo ignoró y enfiló el pasillo, pero el hombre lo siguió.
—Alex, espera.
—¿Qué pasa? Está todo bien.
—No, no está todo bien. Si estamos así no podré alinearte en el equipo en los
play-off.
Alex lo miró fijamente y por un instante pensó en la palabra « estamos» . Era
costumbre del entrenador: si un muchacho tenía un problema, concernía a todos.
—Haga lo que estime conveniente.
—Tú eres el capitán, tus compañeros te necesitan. Pero si te desplomas en un
momento decisivo, y además arriesgas tu salud… pues entonces tenemos un
problema.
—¿Y qué quiere que haga? Designe un nuevo capitán si le parece necesario. Los
médicos dicen que todo me funciona bien.
—No es esa la opinión de tus padres.
Alex observó al entrenador, que le sostuvo la mirada con ojos decididos.
—Mis padres son demasiado aprensivos.
—Pues a mí me da en la nariz que me ocultas algo. Alex, demonios, eres el
mejor, pero no puedo arriesgarme a que… a que lo sucedido hoy se repita
durante la final.
—Entonces déjeme en el banquillo, así ni siquiera llegaremos a la final. Y sin
más bajó la escalera y se marchó.
Mientras recorría el Viale Porpora con el cuello de la chaqueta levantado para
protegerse del aire frío y punzante de Milán, los pensamientos se le agolpaban en
la cabeza. Continuó rumiando hasta que llegó al portal de la señorial casa donde
su familia ocupaba un piso regio. No quería perderse la etapa final de la
temporada. Era el mejor anotador del torneo, era el capitán, había dado el
máximo en todo momento. Pero si el entrenador decidía dejarlo fuera, su opinión
serviría de poco.
Subió al primer piso. La señora del piso de al lado lo saludó y él la correspondió
con una sonrisa de circunstancia y un gesto de la cabeza.
—No puedo más… —susurró para sí mientras giraba la llave en la cerradura de
la puerta blindada.
Su casa lo recibió silenciosa como siempre. A aquella hora sus padres estaban en
el trabajo. Sobre el mueble del recibidor su madre había dejado una nota, como
de costumbre. Rezaba: « Junto al microondas hay una tarta salada. ¡Por favor,
estudia! Besos. Mamá» . Alex continuó adelante sin pasar por la cocina.
En su habitación, dejó caer la mochila junto al escritorio, se quitó la chaqueta y
se sentó en el borde de la cama. Por suerte, pensó, no se había golpeado la
cabeza. Últimamente conseguía anticiparse al ataque y ponerse primero de
rodillas, para hacer la caída menos peligrosa. Era un recurso, aunque no resolvía
el problema; como mucho, le evitaría lesionarse la cabeza un día u otro.
Se echó de espaldas en la cama, con las manos en la nuca y los ojos entornados.
Las primeras veces percibía un fastidioso rumor indefinido. Con el tiempo había
aprendido a reconocer algunos sonidos. El más agradable era el fragor de las olas
en los escollos. Otros parecían repiques de campana, algo continuo y odioso.
Esto ocurría durante el primer año de desvanecimientos, cuando Alex tenía doce
años. Después hubo una evolución: durante los ataques cobraban forma algunas
imágenes en su mente. Eran muy confusas, se superponían y parecía imposible
relacionarlas con algo real. Nada que tuviera que ver con su vida o con antiguos
recuerdos.
En una de las visiones más vivas y recurrentes, Alex se encontraba recostado en
una cama y rodeado de paredes blancas; el mobiliario de la habitación era más
que austero. Solo conseguía percibir un crucifijo en la pared de enfrente, un
florero encima de una mesita a su derecha y una ventana con la celosía cerrada.
Intentaba mover las manos, pero parecían sujetas por algo; un lazo, quizá. Sin
duda era su peor pesadilla. En cierto punto, todo se volvía oscuro y comenzaba
una serie de lamentos superpuestos. Voces indistintas, ecos de tormentos sin fin.
Otra imagen bastante recurrente en los primeros años era una mano pequeña y
regordeta. Alex la aferraba y tiraba para acercarla hacia sí, en vano. Entonces se
limitaba a sostenerla. No podía ver más allá, percibir unos rasgos, un contorno
definido. Cuando lo intentaba, la pequeña mano se disolvía y se escurría como
arena entre los dedos.
Entre las tantas imágenes que se habían alternado en su cabeza en aquellos cuatro
años de ataques, recordaba bien la de una play a. A veces veía a lo lejos a una
niña, siempre la misma. En el último año habían aparecido otros detalles. El
rostro se confundía en la imagen nublada, pero los ojos se distinguían con nitidez.
Eran oscuros, tan intensos como para quedar en su memoria. Volvían cada
noche. No recordaba cuántas veces los había recordado al despertar; debía de
haber sucedido al menos un mes seguido.
Luego habían empezado las voces.
El desvanecimiento siempre era precedido por un escalofrío en la espalda y una
sensación de entumecimiento en las articulaciones. Pero un día Alex había oído
una voz que trataba de hacerse sitio entre la miríada de rumores y gritos a los que
y a se había habituado. Era una voz femenina, joven, pero no entendía qué decía.
Luego había empezado a anotar en un diario las palabras que le parecía discernir.
La primera fue « ay uda» . Él intentaba responder, pero, a pesar de esforzarse por
emitir sonidos, nunca lo consiguió. Según decían sus padres, mientras estaba
inconsciente farfullaba algo. Preguntas como « ¿Quién eres?» , o « ¿Dónde
estás?» .
El muchacho había decidido no comentar a nadie, ni siquiera a sus padres, lo que
sentía o veía durante los ataques. No sabía el motivo, pero intuía que aquellas
experiencias debían ser protegidas, custodiadas. Era su único secreto.
El episodio más significativo se había producido tres meses antes. Alex acababa
de volver a casa del entrenamiento de baloncesto. Faltaba poco para que sus
padres regresaran del trabajo. El desvanecimiento se produjo en su cuarto y, en
el breve estremecimiento que le precedió, Alex tuvo tiempo de echarse en la
cama. La acostumbrada mezcla de imágenes y sonidos surgió en su mente
acompañada de un calidoscopio de sensaciones.
Tras los primeros y confusos instantes percibió a lo lejos el rostro de la
muchacha. Como siempre, los ojos eran el único detalle que emergía
nítidamente de la visión. Pero la voz era más clara.
—¿Existes de verdad?
Él vaciló un instante, sin saber si había oído de verdad aquella pregunta tan clara
y precisa. Nunca le había ocurrido algo similar, y estaba tan emocionado como
asustado.
—Sí, existo.
—¿Cómo te llamas?
El eco de aquellas pocas palabras lo transportó a una dimensión maravillosa,
dándole una sensación de placer y plenitud.
—Alex. ¿Y tú?
Una maraña de gritos desgarradores resonaba a lo lejos.
—Jenny.
Luego la muchacha se había desvanecido, absorbida por una espiral de imágenes
confusas.
En la entrada del diario de Alex de aquel día estaba explicado y subray ado. Era
el 27 de julio de 2014. Había sentido la presencia de la chica. Había percibido
algo terriblemente real. No se trataba de un sueño, estaba seguro, ni de una
alucinación o una visión.
Alex se había comunicado con una muchacha que estaba en alguna parte del
mundo. No tenía ni idea de cómo era posible, pero estaba convencido: Jenny
existía.
Y muy probablemente estaba lidiando con los mismos pensamientos.
4
Aquella tarde, después de haber engullido la tarta salada y perdido una hora
delante del televisor bebiendo una botella de zumo de pera, Alex decidió ir a la
biblioteca. Frente al portal de su casa aquella mañana habían iniciado una obra,
una cuadrilla de operarios con mono naranja estaba perforando la calle y el
estruendo hacía imposible concentrarse. La prueba de Filosofía estaba a la vuelta
de la esquina y él había estudiado más o menos un tercio de lo que la profesora
había marcado.
Con la mochila a la espalda, cogió un par de autobuses y llegó a la Biblioteca
Universitaria. Ya había estado antes, era un sitio silencioso y frecuentado por
muchachos may ores que él, en general alumnos del Politécnico. Cuando entró en
la sala, buscó una mesa libre y fue a sentarse.
Empezó a hojear el cuaderno de apuntes, desganado, y luego cogió de la mochila
el manual de Filosofía.
Estaba subray ando con lápiz una frase de Kierkegaard cuando el habitual
escalofrío le paralizó la espalda, golpeando cada terminación nerviosa.
Pero había algo extraño.
Miró alrededor, a la espera del momento álgido. Sabía que podía caerse de la
silla, pero no se tendió en el suelo. Permaneció inmóvil, sentado, con los brazos
sobre la mesa. Notó el cuerpo cada vez más pesado, pero consiguió mantener el
control de la cabeza y los músculos del cuello. De improviso, una intensa
sensación de vacío. Se sintió como suspendido en el aire, como si bajo sus pies se
hubiera abierto un abismo y él flotase encima, sin despeñarse. Ya no conseguía
distinguir del todo el ambiente normal de la biblioteca. Solo veía humo y niebla.
Y aquel vacío.
Mas su mente permaneció vigilante. Aún se sentía dueño de su cuerpo y le
parecía que no se desvanecería. Estaba consciente: en parte anclado en la
realidad física y en parte inmerso en el espacio abstracto de la visión. Por
primera vez en cuatro años aquella tarde no había ruido de fondo, solo un susurro
similar a un soplo de viento. Alex conseguía percibir el aire fresco que lo
rodeaba.
—¿Estás ahí, Jenny?
Un momento de silencio que pareció interminable. Luego la respuesta:
—Sí, Alex.
El muchacho fue presa de un sentimiento nuevo: una mezcla de incredulidad,
alegría, estupor y curiosidad.
Desde el otro lado del mundo, también ella por primera vez no advirtió ningún
dolor físico durante el contacto.
—Te lo ruego, dime que eres real —pidió Alex.
—Sabes que existo. Y yo sé que tú existes. —La voz de Jenny era dulce y
familiar.
A Alex le parecía hablar con alguien que estaba siempre a su lado, comunicarse
con ella como si las distancias no existieran.
—Jenny, debo pedirte algo que te parecerá tonto. —La muchacha no respondió.
Alex continuó mirando al vacío sin ver más que niebla—. ¿Estás ahí, Jenny?
Quiero preguntarte…
La voz proveniente de la niebla lo interrumpió:
—Clever Moore.
Alex se quedó sin aliento. Incrédulo.
—Se llama Clever Moore —repitió ella. Aquella respuesta le parecía imposible.
—Jenny… aún no te lo había preguntado.
Las palabras empezaron a reverberar. La comunicación se estaba debilitando.
Las voces se alejaban poco a poco.
—Sí que lo has hecho —replicó ella, y el eco multiplicó las palabras en la cabeza
de Alex antes de desvanecerse a lo lejos, disueltas en el rumor del viento.
Alex abrió desmesuradamente los ojos. Apretó los puños y echó la cabeza atrás,
notando el hormigueo causado por un ligero entumecimiento.
En la sala, dos grupitos de estudiantes ocupaban sendas mesas, mientras la
bibliotecaria colocaba resmas de papel en un armario.
El muchacho repitió mentalmente el breve diálogo mantenido con Jenny. Luego
se levantó de golpe, a riesgo de caerse. Aún sentía las piernas medio dormidas.
Se acercó a la bibliotecaria, que se había sentado a su ordenador y tecleaba
desganadamente.
—Perdone —dijo Alex—, necesitaría que me hiciera un favor. ¿Su ordenador
está conectado a internet?
La mujer, una cincuentona de rostro arrugado y con un lunar en el pómulo
derecho, lo miró a los ojos. No parecía dispuesta a ay udarlo.
—¿Qué necesitas? —preguntó bajándose las gafas sobre la punta de la nariz.
—Solo comprobar una cosa. Es importante.
La funcionaría soltó un suspiro y enarcó las cejas, molesta, pero asintió con la
cabeza.
—¿Puede buscar « Sy dney » en Wikipedia y decirme qué nombre sale en
« alcalde» ?
La bibliotecaria lo hizo con lentitud exasperante.
—Clever Moore —ley ó finalmente. Alex la miró, incrédulo.
—¿Está segura?
—Mira tú mismo —dijo ella girando la pantalla hacia el muchacho. Alex ley ó
con sus propios ojos aquel nombre: Clever Moore.
—O sea que existe… existe de verdad —murmuró para sí.
—¿Quién existe de verdad?
Él sonrió y no respondió. Se volvió, recogió la mochila y se encaminó
rápidamente hacia la salida, sonriendo radiante.
Mientras bajaba los peldaños hasta la acera, Alex Loria lanzó un grito de alegría,
sin preocuparse por los transeúntes que lo miraron como se mira a un chalado.
Jenny existía de verdad.
5
—No estoy segura de que sea una buena idea —dijo Valeria Loria mientras
disponía los platos sobre la mesa. El aroma del sofrito de ajo invadía la cocina.
La madre de Alex apuntó el mando hacia el televisor y puso mute antes de verter
agua en una jarra que depositó en el centro de la mesa.
—¿Cuánto quieres estar fuera? —la voz del padre de Alex, Giorgio, era decidida
y bien timbrada—. ¿Un fin de semana largo?
Alex se limitó a asentir con un gesto de la cabeza.
—No entiendo la necesidad. Como si y a no os vierais bastante.
El hijo abrió la boca para protestar, pero la madre lo detuvo con un ademán de la
mano.
Él se contuvo y fue a sentarse en su sitio. La amplia cocina de la casa de los
Loria estaba decorada con muebles antiguos de madera oscura, con pomos de
latón y adornos florales. Una larga mesa de madera maciza dominaba la
estancia. Encima de la mesa, del techo colgaba una lámpara de cristal. En la
pared opuesta a la zona de cocina, un aparador de los años cincuenta en roble con
puertas de vidrio alojaba el servicio de plata reservado para las grandes
ocasiones.
Alex odiaba aquella cocina. La detestaba, como también el resto de la casa. Para
él no era más que una refinada jaula de oro.
—El viernes hay asamblea en la escuela —dijo titubeando—. Pero la asistencia
no es obligatoria. Podría ir a casa de Marco el jueves por la tarde… y quedarme
allí hasta el domingo.
El padre lo observó unos instantes sin decir nada, luego extendió la servilleta y la
apoy ó sobre las piernas.
Valeria miró a su marido y luego al muchacho. Sabía que debería encontrar una
solución que contentara a ambos.
—¿El domingo no tienes partido? —preguntó.
—No, el domingo no.
—¿Y no tienes que entrenarte? —intervino Giorgio—. Falta poco para los play-off.
Alex no respondió. Sabía que su padre tenía razón.
—Sigues siendo el capitán del equipo, ¿no? Quizás esperen que no te pases el fin
de semana jugando a la Play Station con ese amigo chiflado.
—Marco no es un chiflado. Es un genio.
—Sí, sí, está bien.
Por segunda vez se contuvo. No podía arriesgarse a discutir precisamente en ese
momento.
—O sea, ¿puedo ir o no?
Valeria intercambió una mirada con Giorgio, que y a había activado el volumen
del televisor como dejándole a ella la tarea de dar o no el permiso a su hijo.
—Ve, ve —respondió ella mientras en la pantalla empezaba el sumario del
telediario, momento que en su casa significaba « fin de las discusiones» .
Hecho.
El primer obstáculo estaba superado.
7
La silla de ruedas eléctricas de Marco asomó del baño y giró por el pasillo en
dirección a la habitación que llamaba « sala de máquinas» .
—Te veo bien —comentó dando la espalda a su amigo.
Alex parecía radiante.
—Desde cierto punto de vista, es la época más hermosa de mi vida.
—¿Quieres algo de beber? —Marco volvió la cabeza hacia Alex, que estaba
mirando en derredor. Cada vez que entraba en aquella sala, el primer vistazo
acababa siempre en la foto de los padres de su amigo, sonrientes y felices el día
de su boda.
—Sí, gracias.
Marco tenía un minibar rojo en forma de lata de Coca-Cola junto a uno de los
tres ordenadores que ocupaban la mesa del centro de la habitación. Sacó un par
de latas y tendió una a su amigo.
—Necesito tu ay uda —dijo Alex, saltándose todo preámbulo.
Marco sonrió y con un dedo se ajustó las gafas sobre la nariz. La barba
desaliñada, el pelo negro desordenado con largos mechones despeinados: para
Alex aquel había sido siempre su aspecto, desde su primer encuentro en la final
del torneo de Play Station.
—Deja de mirar mi silla —le había dicho aquel día—. No quiero ganar
compasión. Mis piernas son falsas, pero las manos funcionan de maravilla.
Alex se había quedado impresionado por la seguridad de aquel muchacho que
inicialmente solo le había dado pena. Antes de comenzar a jugar se habían
estrechado la mano. Había ganado Marco, en los penaltis. Desde entonces, una
especie de hermandad los había ligado para siempre.
Alex intentó volver a la realidad. Aquel recuerdo estaba impreso a fuego en su
memoria como uno de los momentos más importantes de su vida. Un simple
cruce del destino había hecho nacer una gran amistad. A menudo le ocurría que
reflexionaba sobre el hecho de que si no hubiera visto la publicidad de
competición en un periódico, el día anterior al torneo, por casualidad, nunca
habría conocido a Marco.
—Adelante, ¿qué necesitas?
Alex miró la hilera de neones azules sobre el muro de enfrente y se vio obligado
a frotarse los ojos.
—¿Los tienes siempre encendidos? —preguntó señalando las luces con un gesto
de la cabeza.
—Solo cuando estoy aquí trabajando con el PC.
—Ah. Por tanto, siempre.
—Exacto.
Alex sonrió y empezó a beber la Coca-Cola. En los estantes en torno había
numerosos ensay os sobre el cosmos, libros de ciencia, revistas de astronomía y
tebeos de ciencia ficción. Su atención fue atraída por un ensay o de Stephen
Hawking. Lo cogió de la librería y lo hojeó distraídamente hasta la foto del
científico. Por un instante se detuvo a pensar en la triste decadencia física de una
gran mente como la del cosmólogo británico. Luego devolvió el libro a su sitio.
—Ya sabes de mis dolores de cabeza —dijo Alex—. Aquellas… alucinaciones.
Marco prestó atención y lo miró con curiosidad.
—Nunca me has hablado de ello… en profundidad —dijo titubeante. Sabía que
para Alex era un tema delicado.
—Bien, me parece que ha llegado el momento de decirte algo más.
—Te escucho.
—La cosa ha evolucionado.
Marco puso en standby los tres ordenadores, un PC, un Mac fijo y un MacBook
portátil que trabajaban siempre en red.
—Pues bien —empezó Alex, sabedor de que se estaba sincerando con la única
persona en el mundo a quien habría confiado su vida—, ahora es seguro que
Jenny existe.
Y le contó todo.
Los encuentros con la muchacha, los desvanecimientos, sus diálogos telepáticos,
y la certeza de que también ella anhelaba conocerlo. Y cómo había conseguido
descubrir dónde vivía y cómo había tenido ocasión de comprobar que la
información proporcionada por Jenny era verdadera.
Luego le habló de la cinta de vídeo y de aquel niño rubio y su recordatorio para
el futuro.
Al final calló, exhausto. Se levantó y se acercó a la ventana bajo la mirada atenta
de su amigo. Miró fuera y se percató de que había oscurecido. Las farolas
iluminaban las calles y el tráfico había dado paso a la desolación. Un sin techo
empujaba con esfuerzo un carro. « Quién sabe cómo habrá sido la vida de ese
hombre —pensó—. Acaso antes era rico y ahora pide limosna. A veces basta un
revés…» .
—Alex —dijo Marco—, y o te creo, siempre te he creído, pero no sé cómo
podría ay udarte.
—Debo ir a Australia. Debes a ay udarme a realizar ese viaje.
—Bromeas. ¿Quieres partir para Australia, así? ¿Ahora?
—Exactamente. Ya no puedo esperar. Me volveré loco si no afronto esto. Me
parece vivir dos vidas. Yo… debo verla.
Marco suspiró y apretó los labios. Luego reactivó el Mac e hizo una búsqueda en
internet.
—¿Tienes el pasaporte vigente? —le preguntó.
Alex no comprendió de inmediato el sentido de la pregunta.
—¿Y bien? —insistió Marco—. ¿Tienes pasaporte o no?
—¿Significa que me ay udarás?
—Claro que te ay udaré, qué pregunta.
—Tengo el pasaporte. Lo utilicé para la excursión de enero con mi clase. —
Perfecto. Veamos qué puedo hacer. Alex se acercó con la silla a su amigo.
—Jo… —dijo Marco sin apartar los ojos de la pantalla—. Volar a Melbourne no
es precisamente económico.
—Ya veo.
Los vuelos de ida y vuelta costaban un mínimo de 1350 euros. Con una antelación
de tres meses, el precio bajaba unos trescientos euros, pero Alex no tenía ninguna
intención de esperar.
—¿Qué quieres hacer?
Marco se estaba tomando en serio el asunto. Cualquier otro lo habría tomado por
loco. Si se hubiera confiado a sus padres o a algún amigo, le habrían aconsejado
un buen psicoanalista. Pero, como Alex y a sabía, Marco era una persona
especial. Lo había tomado en serio desde que le había comentado el primer
desvanecimiento. Habían pasado cuatro años.
—No lo sé. No tengo tanto dinero.
—Eso no es problema.
—¿En qué sentido?
Marco sonrió, como si diera por descontada la respuesta.
—Digamos que tengo mis recursos…
—Oy e, no quiero que me prestes dinero.
—No tengo ninguna intención de prestártelo. Y, en cualquier caso, no sería mío…
—Marco rio y se puso a rebuscar entre los papeles dispersos detrás del Mac.
Encontró varios folios y se los tendió a Alex, que empezó a hojearlos mientras el
amigo explicaba—: Estas son algunas fichas técnicas que he conseguido piratear
con mis trabajos de hacker. Se trata de poner los datos de cuentas con las cuales
puedo operar con cierta tranquilidad.
—Nunca dejarás de asombrarme. —Alex revisó las páginas sin entender la lista
de cifras y nombres que contenía.
—De esta serie de fondos puedo sustraer pequeñas cantidades, actuando como
haría cualquier empresa con la cual se pueda hacer una compra online con
tarjeta de crédito.
—Pero ¿es seguro? —preguntó Alex.
—Claro que no, pero tengo mis sistemas, no te preocupes. Ante todo deben ser
cantidades que no despierten sospechas. No quiero hacerme multimillonario con
este sistema, sería imposible y antes o después me descubrirían. Estas sumas no
las giro a mi cuenta. Las envío a una serie de tarjetas de prepago de empresas
ficticias que…
—¿Crees que estoy entendiendo algo? —Alex frunció el ceño y contuvo una
carcajada.
—En resumen, consigo entrar en posesión de este pellizco sin implicar mi cuenta
bancaria y puedo retirar la cantidad a través de las tarjetas de prepago que tengo
en aquella caja fuerte. —Señaló un pequeño cubo de metal sobre una repisa, la
misma en que había puesto la foto de boda de sus padres.
—Mañana irás a que te den una tarjeta de prepago. De los tres mil euros que nos
serán acreditados por la tarde me ocupo y o.
Alex se quedó sin palabras.
—No debes decir nada. —La mirada de Marco se posó en una fotografía colgada
en la pared detrás del ordenador. Retrataba a una anciana que había labores de
punto—. ¿Te acuerdas de 2011?
—Sí. —Alex sonrió con melancolía—. Lo recuerdo bien.
—Si no hubieras estado tú durante mi depresión, no lo habría conseguido. La
muerte de mi abuela me había destruido. Era como una segunda madre para mí.
—Lo sé.
—Nunca olvidaré aquel año. Tres mil euros no equivalen ni a un céntimo de lo
que hiciste por mí.
8
Alex abrió desmesuradamente los ojos. Estaba recostado en el sofá del salón de
Marco. Su amigo estaba a un metro de distancia y lo miraba con curiosidad.
—¿Estabas con ella? —le preguntó.
Alex miró un instante alrededor para recuperar el contacto con la realidad.
—Debo comprobar algo —dijo sentándose—. Si existe un sitio llamado Altona
Beach Pier. Y dónde se encuentra.
—Veamos. —Marco se acercó al ordenador y tecleó rápidamente el nombre de
aquel sitio.
Según parecía, un rápido vistazo a Google Maps determinó que se trataba de un
muelle sobre el océano, en un barrio tranquilo al sudoeste de Melbourne.
A la mañana siguiente, mientras sus padres estaban en el trabajo, Alex recogió
ropa, un libro y su fiel iPod y lo metió todo en la mochila que usaba para la
escuela. Antes de salir escribió una breve misiva que dejó sobre la mesa de la
cocina.
Con la mochila a la espalda, Alex volvió donde Marco para pasar en su casa la
última noche antes de la partida. El vuelo estaba previsto para la mañana
siguiente, a las siete.
—Te envidio, ¿sabes? —dijo Marco. Estaba poniendo jamón sobre una rebanada
de pan tostado.
—¿Por qué? —preguntó Alex mientras se sentaba a la mesa.
El amigo apretó un botón azul en el respaldo de la silla. En pocos segundos la
mesa se abrió delante del sitio ocupado por el huésped. De allí emergió un estante
de madera con un vaso, cubiertos y una servilleta dispuestos pulcramente.
—Es sencillo. Alguien te necesita y no ve la hora de encontrarse contigo.
—Sí, alguien que durante cuatro años ha hablado conmigo solo a través de
ataques epilépticos…
—Anda y a. Lo importante es que tú sabes que existe —repuso Marco con tono
decidido. Luego bajó la mirada hacia sus piernas inertes—. A mí nunca me
ocurrirá nada semejante.
—No digas tonterías. Antes o después te ocurrirá también a ti. Solo debes esperar
el momento justo.
Marco mordió el bocadillo y habló con la boca llena.
—Yo soy un minusválido.
Alex se sirvió agua en su vaso, sacudiendo la cabeza.
—Tú eres un genio, Marco. Eres una persona dotada de un intelecto fuera de lo
común. No tienes piernas, vale, pero hay personas que tienen piernas y no
obstante en la vida no toman ningún camino, se quedan inmóviles, vegetando.
—Quizá tengas razón… Antes o después encontraré alguna pobre desdichada
dispuesta a pasar el resto de su vida con un chico sobre dos ruedas. —Marco rio.
Tenía un agudo sentido de la ironía incluso consigo mismo, Alex estaba
acostumbrado—. ¿Estás listo? Para mañana pondremos tres despertadores.
—Sí. —Alex cerró los ojos e imaginó que sobrevolaba el océano hacia Australia
—. Estoy listo. En realidad, no quepo en mi piel de entusiasmo.
Acabada la cena, permanecieron un par de horas en la sala charlando frente al
televisor antes de irse a dormir. Como era previsible, la madre de Alex llamó a
casa de Marco, presa de una gran agitación. Él interpretó perfectamente su
papel: respondió que también él había intentado localizar a Alex en el móvil y
que estaba a punto de llamarlo a casa. La puesta en escena pareció funcionar. No
vendrían a buscarlo, al menos de momento. Así lo esperaban.
De madrugada, el despertador sonó a las cuatro.
El viaje estaba empezando.
9
ALEX despegó del aeropuerto de Malpensa a las 7.12 horas del 28 de noviembre
de 2014. En menos de una hora y media estaba previsto el aterrizaje en el
Charles de Gaulle de París, la primera de las dos escalas previstas.
Gracias a Marco, había podido pagar todo con la tarjeta. Más de un tercio del
presupuesto se había ido en la reserva del vuelo. De lo que quedaba, una parte
estaba destinada al alojamiento en Australia, a menos que Jenny tuviera modo de
hospedarlo. Pero la idea de que aquella chica que hasta hacía unos días era poco
más que una alucinación ahora pudiera alojarlo en su casa le parecía
inconcebible.
El tiempo de espera antes del segundo vuelo era de tres horas y media. Durante
la primera hora Alex vagó sin meta por el aeropuerto. Se detuvo en una tienda
para comprar unos auriculares nuevos para el lector MP3, luego se sentó en un
bar y sacó de la mochila el libro que llevaba, Ejecución inminente de Andrew
Klavan.
De vez en cuando miraba alrededor. Había un continuo trasiego de personas que
se abrazaban, se despedían emotivamente antes de dejarse o se alegraban de
reencontrare después de un tiempo.
« Son todas líneas» , pensó y comenzó a ver cada una de aquellas personas como
una ray a trazada sobre un hipotético mapa. Un gigantesco enredo de calles que
se cruzaban, se rozaban, se unían y luego proseguían adelante. Allí fuera, en los
caminos del mundo, había miles de millones de líneas, de recorridos de vida.
Miles de millones de direcciones. Calles enfiladas, desviadas por azar, a veces
interrumpidas bruscamente. Pensó que dos enamorados no eran más que dos
recorridos a merced del azar. Podían dibujar los tray ectos más absurdos en el
mapamundi, dirigirse a cualquier parte y no encontrarse jamás. O bien cruzarse
también varias veces y no reconocerse. Podían tomar el mismo autobús todas las
mañanas, sin saber nada el uno del otro. Así hasta el fin de sus días, sin
relacionarse. Pero bastaba muy poco: un intercambio de frases, incluso casual, y
las líneas se habrían mágicamente unido. Dos grises trazos de un solitario
recorrido se habrían convertido en una sola calle compartida.
A mediodía, de acuerdo con el plan previsto, despegó el vuelo París-Kuala
Lumpur.
El aterrizaje estaba previsto para las 6.35 hora local. En el avión de Malay sia
Airlines, Alex consiguió dormir. Cuando despertó faltaban solo dos horas para la
llegada. « Ni siquiera con un somnífero habría dormido tanto» , pensó, mientras,
algunas filas por detrás, un niño en brazos de su madre no paraba de chillar.
La espera antes del último vuelo era bastante larga. Se trataba de pasar casi todo
un día en la capital de Malasia. Nada menos que quince horas entre el aterrizaje
y la posterior partida hacia Melbourne.
El aeropuerto asombró a Alex por sus dimensiones. Para atravesarlo hasta la
salida necesitó casi veinte minutos. A pesar de que millones de personas lo
transitaban cada día, no había ni sombra de basura en el suelo y los amplios
ventanales que daban a la pista parecían no existir, de tan limpios que estaban.
Con la mochila a la espalda, Alex llegó a las puertas automáticas y salió del
aeropuerto. Lo embistió una inesperada ráfaga de calor. La humedad era
insoportable.
No tenía ni idea de cómo pasar el tiempo. Se encaminó por una ancha carretera
no demasiado transitada. Lo primero que vio fueron las indicaciones para llegar
al circuito de Sepang, casi pegado al aeropuerto. Había visto varias carreras de
coches en aquella pista. Como amante de los videojuegos conocía bastante bien
el trazado. Lo había estudiado en numerosas ocasiones, a menudo en casa de
Marco, durante los desafíos con la Play Station. Decidió continuar en aquella
dirección.
No se podía entrar al circuito a causa de unas obras, pero con un inglés
chapurreado Alex preguntó a un operario si podía indicarle un sitio donde comer
y relajarse unas horas. Luego subió a un autobús que lo llevó hacia la costa. Se
apeó cuando vio aparecer la play a a un lado de la carretera. Se encontraba en
Balan Lalang Beach, la fascinante extensión de arena que separaba el barrio de
Sepang del océano Índico. Atravesó la carretera tras una fila de bicicletas que
pasaron zumbando por un carril que corría a lo largo de la calzada. Luego llegó a
un murete más allá del cual se extendía el espléndido manto arenoso, bañado
aquel día por olas demasiado plácidas para hacer posible el entrenamiento de los
surfistas.
« Vay a por Dios, dónde me encuentro… ¡Es increíble!» , pensó dándose cuenta
de que estaba al otro lado del mundo, solo por primera vez en su vida.
La atmósfera de Balan Lalang Beach era mágica. El silencio y la tranquilidad de
aquel sitio parecían la banda sonora ideal para todos sus pensamientos. Sentía que
su vida estaba a punto de cambiar de dirección, aunque no conseguía imaginar
hacia dónde.
Después de un centenar de metros, se encontró frente a un bar con mesitas al
aire libre. El letrero ponía CHUCK BERRY’S y en una columna exterior colgaba
un cartel de uno de los singles más célebres del cantante estadounidense, Johnny
B. Goode.
Alex se sentó en una mesita al aire libre y esperó. Cuando la camarera le trajo el
menú con las fotografías de los platos, se fijó en uno llamado ikan baka y lo
pidió. Se trataba de un pescado a la parrilla, especialidad local, que Alex hizo
acompañar por una guarnición de patatas fritas.
A la muchacha que le sirvió le cay ó simpático y le contó, a saber el motivo, qué
hoteles y chalés de la zona de la play a en general de la Sepang Goldcoast, eran
ocupados durante todo el año por turistas procedentes de las partes más diversas
del planeta.
Después de comer, Alex volvió a caminar y descubrió un típico café sobre la
costa, donde permaneció un par de horas ley endo hasta que el simpático
encargado, un hombre achaparrado de piel aceitunada, con grandes bigotes
negros, empezó a darle la lata. El sol pegaba fuerte y la humedad se había vuelto
aún más intensa y fastidiosa.
—You are looking for a girl, aren’t you? That’s the reason why you left Italy! —
bromeó el encargado después de haber escuchado el pobre inglés del muchacho.
Había acertado de pleno las intenciones del muchacho.
Él no respondió y se limitó a reír, volviendo la cabeza para contemplar el
horizonte.
De nuevo en la carretera, mientras estaba tratando de situarse sobre qué
recorrido hacer para regresar al aeropuerto, Alex pasó por delante de un hombre
sentado a una mesita de madera en la acera.
—¿Italiano? Leer tu mano.
—No, gracias —dijo Alex y siguió andando.
—Solo cinco minutos.
—No tengo tiempo, debo coger un vuelo —fanfarroneó Alex sin detenerse.
—Tener todo tiempo del mundo. Tu vuelo hoy por la tarde, no antes.
Alex se paró y mantuvo la mirada al frente unos instantes. Luego volvió la
cabeza lentamente sin decir palabra.
—Tú, inteligente —dijo el hombre tratando de halagarlo. El pelo gris
desordenado, la ropa manchada, las piernas debajo de la mesita y las cartas y a
entre las manos, listas para ser barajadas.
—¿Así que soy inteligente? —preguntó Alex, sarcástico—. Tú lo sabes todo, ¿eh?
—Yo saber todo. Coger una carta, vamos. Alex dudó unos instantes, pero la
curiosidad se impuso.
—Esta —dijo indicando al azar en el mazo.
—Sostener en tu mano, no enseñar y no hablar.
Era un rey de tréboles, una carta plastificada y de dimensiones may ores de las
que Alex conocía, pero lo fascinante estaba en el dibujo. Parecía casi más un
tarot una baraja normal. El rey parecía mirarlo directo a los ojos.
—Yo ver a ti dando un grande salto.
—¿Ah, sí? —preguntó Alex, escéptico.
—Tú, grande salto en laguna negra.
—Y seguro que tú quieres dinero por estas revelaciones extraordinarias —
bromeó el chico, pensando que estaba desperdiciando su tiempo.
El vidente lo miró con una sonrisa enigmática, luego sacó una carta y se la
mostró. Representaba un pequeño rectángulo blanco y negro cortado por un ray o
amarillo.
—Todos nosotros en gran peligro —continuó—. Tú, importante.
« Y tú, borracho» , pensó Alex, pero no lo dijo. Luego se levantó, aferró un
tirante de la mochila para acomodársela en el hombro derecho y reanudó su
camino.
El vidente permaneció con la mirada fija delante de sí, la misma sonrisa
estampada en el rostro y la ceja izquierda arqueada. No siguió al muchacho con
los ojos. Se limitó a susurrar:
—Buen viaje, italiano, saludos de mi parte a muchacha de Melbourne.
Alex se volvió de golpe. No podía saberlo. Eso sí que no. Buscó rápidamente con
los ojos la mesita. Ya no estaba. Ni la mesita ni el hombre.
—Dónde diablos… —Miró en todas direcciones, pero todo había desaparecido.
« Pero bueno. ¿Cómo ha hecho para esfumarse tan deprisa?» . Sacudió la cabeza,
luego se pasó la mano por el pelo y siguió andando.
Eran las seis de la tarde cuando llegó al aeropuerto. El despegue hacia Melbourne
estaba previsto para las 21.35. Jenny estaba cada vez más cerca y Alex ardía en
la espera. Trató de olvidar el episodio del vidente para no caer en fáciles
paranoias.
Una vez en el aire, intentó dormir para despertarse en el aeropuerto de
Tullamarine al día siguiente, pero su estado de excitación aumentaba con el paso
de las horas. El vuelo parecía que no acababa nunca. Alex vio cuatro películas
seguidas, a cuál más aburrida, con un par de incómodos auriculares de Malay sia
Airlines que le costaron cinco dólares. También trató de continuar la lectura de la
novela de Klavan. A pesar de que era apasionante y cautivadora, la mirada a
menudo se le quedaba abstraída ley endo siempre las mismas líneas. Imposible
mantener la concentración.
A las 9.50 del 30 de noviembre de 2014, dos días después de su partida de Milán,
Alex aterrizó en Melbourne.
Encendió el móvil después de haber pasado el control de aduanas. El colapso de
llamadas perdidas estaba descontado: quince llamadas del número de su madre.
Por un instante sintió pena por haber causado preocupación a los suy os, luego
apagó nuevamente el teléfono y lo metió en un bolsillo interior de la mochila.
« Ya estoy aquí» , pensó en cuanto las puertas automáticas del aeropuerto se
abrieron a su paso.
Había llegado. Estaba allí.
A un paso de Jenny.
10
DESPUÉS de aquel breve y absurdo diálogo mental con Alex, Jenny había vuelto
a casa. Había esperado otros diez minutos, hasta que había admitido que seguir
esperando no tenía sentido.
La casa de los Graver estaba en silencio. Quitándose la chaqueta, alargó la mano
palpando la pared hasta encontrar el interruptor junto a la puerta. La luz del
vestíbulo iluminó un par de estampas de cuadros impresionistas, un paragüero en
hierro forjado, un mueblecito antiguo, una alfombrilla con el motivo de dos
border collies abrazados y las escaleras que llevaban al piso de arriba.
—¿Por qué? —se preguntó mientras subía, dirigiéndose a su cuarto.
Cuando estuvo dentro, dio un portazo y se quitó las botas. Luego se sentó en el
borde de la cama.
Las lágrimas y a le resbalaban por el rostro. Se apretó un cojín contra la cara y
luego lo lanzó con violencia contra el armario.
—¡No existe nada! ¡Soy una estúpida! ¡Nada más que una estúpida!
Mientras gritaba, observó sus libros escolares sobre el escritorio. Tenía varias
pruebas de control en los días siguientes, pero la espera de Alex le había hecho
olvidarse de todo. Así que ahora se encontraba retrasada con el estudio, segura de
haber perdido demasiado tiempo en una locura y poco preparada para el regreso
a clase.
« Ya no quiero oír esa voz» .
Se levantó de golpe, aferró su diario y salió de la habitación. Unos pocos pasos
decididos y estuvo en las escaleras. Cuando llegó a la planta baja, entró en la
cocina y tiró airadamente el diario en el cubo de la basura selectiva.
—¡Basta! —gritó, los ojos enrojecidos e hinchados de lágrimas.
En la escuela, en los últimos días, había estado demasiado distraída. La profesora
de Matemáticas le había llamado la atención el día anterior cuando, durante una
explicación, la había sorprendido con la mirada perdida más allá de la ventana. Y
también había sacado una C en el control de Historia, ella, que tenía todas A.
« Mejor concentrarse en el estudio —pensó antes de sentarse en el escritorio—.
Así evitaré pensar en que me he convertido en una pobre loca que oy e voces y
cree que existen de verdad» .
Antes de abrir el libro de Matemáticas, Jenny echó un último vistazo fuera, hacia
el cielo.
—Cómo he podido pensar que era real… —se dijo en voz alta mientras
observaba cómo las nubes se condensaban y se volvían amenazantes.
No podía saber que, más allá de la ventana que daba a la calle, el aire fresco de
Melbourne era el mismo que respiraba Alex.
DEBERÍA buscarla… —Alex echó a andar con pasó frenético—. Si Marco tiene
razón, y la vida de Jenny en la dimensión paralela no es tan distinta,
probablemente en esta realidad viva en la misma casa.
Los pensamientos lo confundían sin pausa.
Estaba en la otra punta del mundo, solo. A la cita no había acudido nadie, pero él
no quería dejar de creer en ella. Jenny y a formaba parte de su pasado, incluso
desde su infancia.
« A menos que también aquel recuerdo sea una alucinación» , pensó Alex
mientras se ataba un zapato en el murete que separaba el paseo de la play a.
No, no podía serlo. Jenny debía existir, la buscaría por toda la ciudad y con una
determinación aún may or. Más tarde pensaría en un sitio donde dormir.
A medida que recorría Esplanade, decidió acercarse a los viandantes para
intentar recabar información sobre la familia Graver. No se le ocurrió nada
mejor y crey ó que si hacía preguntas a todos los transeúntes hasta el atardecer,
por un simple cálculo estadístico al final conseguiría algo concreto.
Interrogó primero a un vendedor ambulante de hot dogs. No obtuvo ningún dato
útil, pero tuvo que pedir una salchicha para sacarle al asiático alguna respuesta
comprensible.
—Muchas gracias… —dijo mientras se alejaba del puesto, con medio hot dog
aún en la mano.
Unos minutos más tarde se cruzó con una señora que paseaba a un perro
salchicha con la correa y la detuvo, pero el marcado acento local de la mujer
hacía sus palabras incomprensibles para Alex. Después de algunos torpes intentos
de comunicarse con gestos, renunció y prosiguió su camino.
Un trío de muchachas de más o menos su edad parecieron tomarle el pelo en una
extraña jerga; un hombre con americana y corbata lo despachó de manera
expeditiva; una pareja en la treintena pareció entender de quién hablaba Alex,
mas resultó que confundían a los Graver con unos tal Braver; por último, lo
asedió una mujer que distribuía panfletos de una así llamada Iglesia de Jesús. No
sabía nada de la familia de Jenny, pero en compensación se prodigó en difundir
la palabra de Cristo y en invitarlo a las reuniones de su parroquia.
Hacia las cinco de la tarde se sentó en un banco, exhausto.
—Jenny… ¿dónde estás?
Tras formular aquella pregunta un escalofrío le cerró los ojos y lo condujo a una
dimensión más profunda de su mente. Sus pensamientos fluctuaban en el silencio,
liberados de la realidad circundante.
—¿Me oyes? —pensó Alex. Sus palabras esta vez resonaron en el vacío. Silencio.
—Jenny, ¿dónde estás? ¿Puedes oírme?
Silencio total.
De improviso, un grito.
Alex abrió desmesuradamente los ojos. Había sido ella. Sentada a su escritorio
con la cabeza apoy ada en la palma de la mano, con los libros abiertos ante sus
ojos y el rotulador apretado entre los dientes, Jenny había oído claramente el
pensamiento de Alex. Pero lo había rechazado.
Se había concentrado para tratar de no pensar. Era dificilísimo. Después de unos
instantes de vacío, no había podido resistir y había gritado « ¡Basta!» . A
continuación había corrido al baño para meterse bajo el chorro de la ducha y
concentrarse solo en el rumor del agua que caía sobre su cabeza.
Alex se sobresaltó presa del espanto. El grito resonó durante un momento en su
cabeza mientras se levantaba de golpe. Luego, el puente telepático se desvaneció.
—¡Qué demonios…! —exclamó mientras miraba alrededor—. ¿Qué sucede?
¿Por qué se comporta así?
Le dolían las piernas y el esfuerzo de ponerse en contacto con Jenny lo había
debilitado. Se encaminó hacia el centro de la ciudad, metiéndose por una de las
calles transversales que llevaban al corazón del barrio de Altona, dejando el
océano a sus espaldas.
« He atravesado el planeta por ti, Jenny … te encontraré» .
« Este debería estar bien» , se dijo Alex observando el letrero de un hotel que
brillaba al fondo de la calle.
Ponía ST. JAMES seguido por tres estrellas. Se acercó a las puertas automáticas y
entró en el vestíbulo. En el mostrador de recepción, una pareja de alemanes
estaba intentando hacerse entender por el recepcionista de color. Parecían
alterados. A la derecha, a lo lejos, entrevió un televisor y se acercó. Algunos
divanes estaban dispuestos en semicírculo frente a una pantalla de plasma
Samsung. Alex se sentó, liberándose por fin del peso de la mochila. Estaban
emitiendo un telediario.
« Todos nosotros en gran peligro… Tú, importante» .
Las palabras del vidente malay o volvieron de improviso a su mente y fue como
tenerlo a su lado, con aquella sonrisa enigmática y las cartas en las manos.
Alex volvió la cabeza de pronto, como para comprobar que todo estaba en su
sitio, quizá temiendo que aquel hombre estuviese detrás de él, que lo siguiera
como una sombra silenciosa. Se observó la mano derecha. Estaba temblando.
Cuando se volvió, la pareja de alemanes acababa de dejar la recepción y se
estaba encaminando hacia la salida. Era su turno.
—Calma, Alex, calma —se repitió en voz baja antes de acercarse al mostrador y
pedir una habitación individual.
Quizá por su juventud, quizá porque era extranjero, el recepcionista lo miró con
desconfianza. Le pidió los documentos y la tarjeta de crédito. Comprobadas las
señas, le entregó una tarjeta magnética y le señaló los ascensores.
El anciano del restaurante había sido preciso sobre la calle, pero no respecto al
número de la casa. Alex siguió hasta la casa del 21. Estaban adosados, como en
los barrios residenciales americanos que se ven en los telefilmes.
THOMPSON, ley ó en el buzón. « ¡Maldición, tampoco es esta!» .
Pensó un instante, luego decidió que tanto daba tratar de pedir alguna
información a estos Thompson. El viejo no podía haberlo tergiversado todo y si
había alguien en condiciones de darle noticias sobre los Graver, era sin duda
quién vivía en aquella calle.
La cancela estaba abierta. Alex avanzó con cautela por el sendero del pequeño
jardín casi idéntico al de la casa anterior y se acercó a la puerta de madera
blanca. Subió los dos peldaños de la entrada y llamó al timbre.
La familia Graver podía haberse mudado, pensó, era muy posible. En su
pensamiento resonaron las palabras de Marco sobre las infinitas posibilidades que
ofrecían las realidades paralelas, pero Alex sacudió la cabeza para concentrarse
en lo más pragmático: encontrar la casa de Jenny.
Una cincuentona de pelo rojo rizado, baja y bastante entrada en carnes, abrió la
puerta.
—Who are you, little boy?
—I’m sorry, madam —respondió él con un ligero temblor en la voz debido al
nerviosismo—. I guess this is the wrong address.
Alex fingió darse cuenta de que se había equivocado de dirección. Trató de
hacerse entender en inglés, pero su acento revelaba sus orígenes italianos. La
señora le preguntó a quién estaba buscando y Alex improvisó: se presentó como
un viejo compañero de escuela de una muchacha llamada Jenny Graver. Había
conservado aquella dirección y esperaba encontrarla allí. Se había trasladado a
Italia a los ocho años y no la veía desde hacía mucho tiempo. Era la historia más
sencilla que se le ocurrió para obtener información.
La señora pelirroja le dirigió una mirada recelosa.
—Yo también hablo italiano —dijo con un fuerte acento anglosajón, clavando sus
ojos en el muchacho—. ¿Quieres pasar un momento?
La invitación lo atemorizó y pareció perder repentinamente el arrojo que lo
había conducido hasta allí.
—No quisiera molestar… y o… —dijo retrocediendo un paso.
La mujer insistió:
—Yo creo que es mejor que entres.
La frase era cualquier cosa menos una invitación. Se trataba de una orden.
Alex asintió, perplejo e inseguro. La mujer le dio la espalda y entró en casa,
dando por descontado que él la seguiría.
—Mi nombre es Mary Thompson, siéntate en el sofá —dijo.
Las paredes del salón estaban decoradas con cuadros de gruesos marcos dorados.
La mirada del muchacho se demoró en una tela que representaba la tierra vista
desde la luna. La superficie lunar parecía una ancha carretera que se asomaba al
vacío, mientras a lo lejos se recortaba el contorno terrestre, enorme y suntuoso,
iluminado en tres cuartas partes por el sol.
—Siéntate, chico —insistió la mujer. Alex permaneció de pie cerca de la puerta
—. ¿Cómo te llamas?
—Alex. Alessandro.
—¿Y cuándo vivías aquí en Australia? —El tono de la pregunta era el de un
interrogatorio.
—Hasta que cumplí ocho años viví aquí.
—¿Una taza de té? ¿Te gusta el té?
—Sí, pero no se moleste…
—No es ninguna molestia, little boy. Hace años que quería volver a practicar mi
italiano… Había just… acababa de poner la bolsita en la tetera cuando has tocado
el timbre. Como si hubieras venido por una taza.
—Qué coincidencia —dijo Alex con tono amigable, si bien estaba desconcertado
por la actitud de la mujer, que alternaba sonrisas cordiales con miradas
inquisidoras que le recordaban a la profesora de latín durante los controles.
—¡Las coincidencias no existen! Existen números, signos —aseveró la señora
Thompson. Alex enarcó las cejas y ella sonrió—. Soy astróloga —añadió—. El
cielo es un libro abierto para mí. Paso mis noches en la terraza observándolo…
Tengo un potente telescopio, ¿sabes?
Alex asintió. Ya no sabía qué decir.
—Pero vay amos al grano. —El tono de la señora cambió de golpe y su mirada
se puso seria—. ¿Recuerdas qué aspecto tenía tu amiga Jenny ?
« Ahora sí que estoy jodido» .
—Han pasado muchos años, recuerdo pocos detalles. Era una niña muy lista,
simpática… Me gustaría saludarle, dado que estoy aquí de vacaciones con mis
padres y había conservado su dirección de aquellos tiempos. Por lo visto se ha
mudado de casa.
—Era una niña muy lista, es verdad. Y muy simpática.
—¿Usted la conocía?
—Claro.
Alex se puso rígido de improviso. La mirada empezó a pasearse por la habitación
como buscando una vía de escape. La mujer lo observaba con mirada glacial.
—Entiendo… —musitó él.
Ella se limpió los labios con un pañuelito de tela bordado, los ojos siempre fijos
en el chico, y añadió:
—Yo era su niñera.
« Perfecto. Ahora sí que la he cagado» .
—¿En serio? Entonces quizá pueda decirme…
—Basta de sandeces —lo interrumpió Mary Thompson, tajante—. Stop! Dime
qué pretendes.
Alex estaba contra las cuerdas. Su historia no se aguantaba. Quizás habría sido
más conveniente sincerarse.
—Yo, señora, solo quiero saludar a Jenny … Pensaba que…
—Te daré una última oportunidad, muchacho. ¿Quieres aprovecharla o prefieres
continuar con tu numerito en comisaría?
Alex pensó por un instante en contarle todo, pero temió empeorar aún más las
cosas.
—Perdone, señora Thompson. No quería molestarla. Mis recuerdos son muy
vagos. Teníamos siete u ocho años. Quizá me equivoque y …
—Jennifer Graver murió a los seis años.
Alex se quedó de una pieza. ¿Jenny … Jenny estaba muerta? ¿Cómo podía ser?
La mujer advirtió el desconcierto del muchacho y lo interpretó como una
confirmación de sus sospechas.
—Yo fui su niñera desde el día de su nacimiento. Los Graver me eligieron porque
sabía italiano. —Sus ojos se enrojecieron y sacó un pañuelo del bolsillo para
secarse una lágrima que se deslizaba por su mejilla—. La familia vivió aquí un
año más —continuó con voz conmovida—, y al final me dejaron la casa, para
trasladarse a Brisbane. Jenny era una niña lista. Lista y simpática. Siempre
sonreía. Luego un día murió ante mis ojos. Un segundo antes me estaba
ay udando a preparar bizcochos, un segundo después estaba tendida en el suelo,
con los ojos abiertos. Ahora dime cómo es que tienes esta dirección y quién eres,
y deja de decir que a los ocho años ibais a la escuela juntos. Ella nunca llegó a
los ocho años.
Alex estaba paralizado.
Jenny estaba muerta. Por tanto, Jenny existía, o mejor, había existido. ¿Con quién
hablaba él, entonces? Aquella voz no podía pertenecer a un fantasma. Por
enésima vez desde que había decidido emprender el viaje, Alex pensó que había
enloquecido del todo.
La mujer cogió la taza de té y se lo acabó, serenándose. El muchacho, en
silencio, bajó la cabeza y la apoy ó sobre las palmas.
—Ahora debes decírmelo todo. La verdad, this time.
—Yo…
—¿Cómo demonios has llegado a mi casa?
—Gracias a Jenny —respondió Alex. Las palabras le salieron sin que pudiera
evitarlo. Si Jenny estaba muerta, y a nada tenía sentido, todo se había vuelto
demasiado absurdo—. Yo nunca la he visto. Nunca he sido su amigo. Siempre he
vivido en Milán, es la primera vez que vengo a Australia y no estoy de
vacaciones con mis padres. Estoy aquí solo. Cogí tres aviones, haciendo escala en
París y Kuala Lumpur, y llegué a Melbourne directo al muelle de Altona. Todo
para conocer a Jenny. Teníamos una cita.
—¡Qué disparates dices, muchacho! —exclamó la mujer. Parecía furiosa.
—Lo sé.
—¡Entonces intenta decirme algo razonable! ¡Estás jugando conmigo! No acepto
que se juegue cuando está mi niña de por medio. Era lo más querido que tenía en
el mundo. Los Graver eran mi familia, y o era parte de ella. Todo terminó cuando
Jenny murió. Ellos se marcharon y y o he vivido sola hasta hoy. ¿Me quieres
explicar cómo es posible que tú vengas ahora a contarme que debías encontrarte
con Jenny en el muelle, en 2014, si ella se fue en 2004?
Alex suspiró hondo para armarse de valor. Se sentía como un animal en una jaula
demasiado estrecha incluso para respirar. Con la mirada encontró una ventana
que daba a la calle y vio un chico en bicicleta. Luego, recuperándose un poco,
volvió a mirar a los ojos de la mujer.
—Yo hablo con ella —confesó.
Mary Thompson apoy ó la taza que había sostenido hasta ese instante.
—¿Qué tú hablas… con Jenny ?
—Sí.
—¿Qué eres, una especie de médium? ¿Un sensitivo?
—No tengo ni idea. —Alex se levantó de pronto—. No sé qué soy ni por qué me
ocurre todo esto. Estoy trastornado y confuso, no tengo respuestas. Las estoy
buscando. Por eso he llamado a su puerta.
Mary lo miró perpleja y Alex se quedó observando las fotos que había sobre una
repisa. Varias retrataban a su anfitriona de joven, algunas eran más recientes.
Otras en blanco y negro parecían fotos de época. No había ninguna de una niña
de seis años.
—Debo marcharme —dijo al fin. Le faltaba el aire, le parecía que estaba
atrapado en una pesadilla, sin posibilidad de despertarse. Recogió la mochila y se
encaminó hacia la puerta.
15
CUANDO Jenny volvió a abrir los ojos estaba en el suelo, junto a los lavamanos,
en el lavabo de mujeres. Las paredes eran blancas, frías, silenciosas y anónimas:
un marco propicio para extraviar la propia identidad sin distinguir y a el delirio de
lo real. Jenny se llevó una mano a la frente, segura de que tenía fiebre. Luego
levantó la mirada y se encontró con una compañera de clase, Olivia Stamford.
Estaba inclinada sobre ella, con una diadema deportiva sobre la cabeza encima
de su espeso pelo rizado y la montura de las gafas torcida.
—La profe se está preguntando si te has arrojado por la ventana por culpa de tu
desastrosa prueba —bromeó la amiga.
Jenny se sentía exhausta y le costaba encontrar una respuesta. La idea de sonreír
por el sarcasmo de Olivia no le pasó por la cabeza. Bajó la mirada.
—Pero bueno, ¿qué te pasa? —La amiga la ay udó a levantarse y le apoy ó las
manos en los hombros—. ¿Te encuentras bien? Estás pálida.
—Sí… sí, no te preocupes. Vamos a clase.
Cuando volvió al aula, sus compañeros estaban en su sitio. Las habituales caras de
siempre. Detrás del escritorio, la profesora le lanzó una mirada interrogativa.
Jenny se sentó en su pupitre, aturdida. Continuó durante toda la clase pensando en
aquel torbellino de emociones, formas y sonidos. Le parecía haber pasado a
través de él.
En aquellos pocos minutos antes del timbre, Jenny recordó aquel extraño retrato
del salón. Su padre, fallecido. El aula con compañeros desconocidos. Y la
incongruente fuente en el patio.
« ¿Qué me está sucediendo?» .
En cuanto estuvo en casa, Jenny dejó caer la mochila en la entrada y se arrojó
en el sofá, sin fuerzas. Permaneció allí un momento, casi temiendo dormirse de
nuevo. Luego subió al piso de arriba y fue al baño, demorándose un momento
delante del espejo.
—Un baño caliente —dijo a su imagen reflejada—. Eso es lo que necesito.
Caliente y perfumado.
Abrió el grifo del agua caliente de la bañera y empezó a desvestirse lentamente,
dejando las prendas sobre la cesta al lado de la lavadora. Luego cogió unas
bolitas de un frasco de vidrio que había sobre una repisa. Se las llevó a la nariz
para sentir el olor de la lavanda y las dejó caer en el agua. Después encendió dos
velas y apagó la luz; un estremecimiento la hizo temblar.
Poco más tarde, sumergida hasta el cuello, finalmente cerró los ojos. El delicado
perfume la envolvió y la mimó como un abrazo materno. Una de las terapias
antiestrés más eficaces que conocía.
El baño caliente le devolvió la serenidad. Cuando salió del agua respiró
profundamente y le pareció que el peso que le oprimía el pecho se había disuelto,
al menos en parte.
Envuelta en un albornoz blanco, se dirigió hacia su dormitorio. Las fotografías de
las primeras victorias como nadadora de competición colgaban de la pared a lo
largo de todo el pasillo del primer piso. « Un buen botín de oros» , solía decir en
broma. Su padre, Roger, estaba orgulloso de ella y esta era sin duda su may or
satisfacción. Una vez en su habitación, acomodó dos cojines contra la cabecera
de la cama, se recostó y apoy ó la cabeza. Aún la sentía un poco pesada.
Cogió el mando del cajón de la mesilla y encendió el estéreo. La música se
difundió por la habitación. Era un tema de Sarah McLachlan que adoraba: In the
Arms of the Angel. La lluvia repiqueteaba sobre la ventana mientras la delicada
voz de la cantante canadiense hacía de banda sonora a aquella lúgubre tarde.
Jenny se levantó y dejó caer lentamente el albornoz. Se quedó desnuda frente al
espejo del armario, observando su cuerpo atlético de piel dorada. Luego empezó
a mirar alrededor. La puerta estaba entornada y se hallaba sola en casa. Pero,
por una razón que no sabía explicar, se sentía observada.
El torbellino.
Una serie de lamentos, palabras, formas indistintas y gigantescas. Millones de
voces se concatenaban, mezcladas con imágenes inasibles que giran en la cabeza
como en una terrible centrifugadora de sentimientos y visiones.
Pocos instantes.
Luego, el silencio.
Los ojos de Alex enfocaron la realidad circundante. Las casas de Bly th Street,
enfiladas, todas similares entre sí, tan tradicionalmente previsibles. La lluvia
incesante tamborileaba sobre los tejados y anegaba las plantas de los jardines
interiores. Cuando miró adelante, Alex no distinguió nada. Solo la borrosa
carretera. Un letrero en las proximidades del cruce a cincuenta metros ponía
BLYTH STREET. Pero al final de la calle no estaba la rotonda con los árboles
sacudidos por el viento que había notado antes. Solo había un semáforo que
regulaba un cruce normal.
« ¿Qué significa esto?» .
Se acercó a la cancela de la casa de Mary Thompson. Ley ó la plaquita del
buzón: GRAVER.
Alex sintió el miedo como una navaja rozándole el cuello, pero al mismo tiempo
estaba sorprendido y excitado. Avanzó, si bien no tenía ninguna percepción física
del desplazamiento. Cuando se encontró frente a la cancela, la cruzó. No había
necesidad de abrirla. Otro tanto hizo con la puerta de entrada. En pocos instantes
estuvo dentro de la casa.
« He pasado a través de la puerta…» .
El mobiliario era diferente del que recordaba. Ya no estaba el cuadro de la tierra
vista desde la luna: la pared se veía desnuda. Alex subió un tramo de escaleras.
En el piso de arriba entrevió una puerta entornada. Las paredes del pasillo
estaban llenas de fotos de, por este orden, una muchacha de pelo castaño con un
trofeo en la mano; una muchacha en traje de baño en el peldaño más alto de un
podio; una muchacha con gorra y un hombre chocando esos cinco, los rostros
radiantes, con las manos libres sosteniendo los extremos de una cinta de colores
de la que pendía una medalla de oro.
Alex prosiguió hacia la puerta entornada. La tensión estaba por las estrellas, pero
no sentía que el pecho le estallara de emoción. No tenía ninguna sensación
corporal. La ansiedad era solo una idea a la cual no correspondía ningún síntoma
físico.
Cuando llegó a la puerta, en un instante atravesó el umbral con la mirada.
Jenny estaba frente al armario, desnuda. Miraba alrededor, parecía espantada.
Era ella. Él lo sabía. El albornoz blanco estaba en el suelo, a sus pies. El cuerpo de
la muchacha era una visión al mismo tiempo sorprendente y hechizante. La
figura esbelta, las piernas atléticas, la piel dorada y el pecho firme suby ugaron la
mirada de Alex. El pelo castaño, aun mojado, caía sobre su ancha espalda de
nadadora. Sus ojos no podían engañarlo. Ya lo había visto. Ya la había soñado.
—Estoy aquí…
No tuvo tiempo de pensar nada más. El torbellino lo atrajo hacia sí.
Cuando volvió a abrir los ojos se hallaba en el suelo, al borde de una calzada.
Seguía lloviendo y sus ropas estaban empapadas. El cielo estaba negro, como si
y a fuera de noche. Algunos coches pasaban veloces por su lado. Alex se arrastró
por la acera hasta el muro de un edificio y se levantó. El agua le empañaba la
visión, le resultaba difícil distinguir a su alrededor. En la boca sentía el sabor de la
sangre.
Achicando los ojos logró distinguir su mochila. La recogió y abrió el bolsillo
exterior en busca del móvil. Lo encontró e intentó encenderlo. Debía hablar sin
dilación con Marco, pero la pantalla se negaba a activarse.
—¡Muévete, joder! —gritó. No había nada que hacer. Quizá se había descargado
la batería, pero era más probable que el agua hubiera entrado en los circuitos
dañándolos irremediablemente.
Miró alrededor, desconsolado, y atisbó un letrero de neón azul y rosa, al final de
la calle. Se veía borroso a causa de la incesante lluvia, pero Alex consiguió leer
INTERNET POINT.
Pocos instantes después estaba hablando con su amigo a través de unos
auriculares gastados y un chafado micrófono que tenía que sostener en la mano.
El encargado del locutorio, un muchacho indio, lo miraba con recelo.
—Alex, ¿entiendes qué quiero decir? —Marco siempre quería que a Alex le
quedara claro por dónde iban sus hipótesis—. Esto solo puede significar una cosa
—continuó.
Su voz sonaba fuerte y clara. Con el móvil averiado, quedaba una sola manera de
comunicarse con Marco: contactar con él por Sky pe. Alex estaba sentado en un
rincón de la sala, junto a un muchacho bastante gordo y una mujer de rasgos
orientales.
En Italia eran cerca de las diez de la mañana cuando el software se había abierto
en el portátil. Marco estaba ley endo los periódicos. Por la ventana se filtraba una
pálida luz que iba a reflejarse en la taza de té humeante que había sobre la mesa
de trabajo.
Desde el PC del locutorio no era posible activar la videollamada, pero el audio
era bastante decente. El muchacho notó las miradas de las personas sentadas a su
lado. Quizá lo observaban porque estaba empapado de la cabeza a los pies. El
mechón rubio caía sobre la frente y seguía goteando, mientras las ropas se
habían vuelto pesadas y frías.
—Has estado en su mundo, has ido más allá de tu dimensión, con la mente.
Alex reflexionó un momento en las palabras de su amigo.
—Es la sensación que he tenido —asintió—. La de desprenderme del cuerpo; solo
existía con mi mente.
—Así pues, posees la capacidad de atravesar el umbral entre dos mundos —
meditó Marco casi para sí. Hasta poco tiempo antes, aquello no era más que una
suposición bastante descabellada—. No sé cómo lo has conseguido, lo único claro
es que tu cuerpo no estaba del otro lado.
—Y no tuvo nada que ver con cuanto sucedía en este mundo, en la casa de Mary
Thompson. Marco… he visto a Jenny, la niña de seis años, y ella me ha hablado.
—¿Cómo?
Alex contó a Marco la visión que había tenido en el salón de la casa de la antigua
chacha y de cómo él había corrido fuera para luego encontrarse en plena
tormenta, antes de perder el conocimiento. Le refirió la frase de Jenny : « ¿Te
acuerdas, Alex? Para viajar mirábamos el cinturón» .
Marco guardó silencio unos segundos, mientras la comunicación era perturbada
por un zumbido intermitente.
—No te oigo bien —fueron las últimas palabras que Alex consiguió captar antes
de que la comunicación se interrumpiera. Trató de restablecerla, pero vio que el
ordenador se había apagado y, mirando a las otras personas presentes en el local,
comprendió que no era solo un problema suy o.
Se levantó, pagó y se marchó. Llamaría a Marco más tarde. En la calle lo
embistió una ráfaga de viento frío. Sacó el lector MP3 y se puso los auriculares.
El arpegio introductorio de Getting Better de los Tesla empezó a sonar en sus
oídos. Las primeras palabras de Jeff Keith, dedicadas a la lluvia, parecían
describir algo muy similar a su situación: en efecto, el agua caía sin pausa y él
estaba empapado y hambriento.
TRAS cerrar la ventana de Sky pe, Marco cogió un bolígrafo de un bote —una lata
de Sprite— y un montón de papel impreso de su mesa de trabajo. Eran los
resultados obtenidos en el software de su invención. Prefería compulsarlos uno a
uno sobre papel antes que agotarse la vista en el monitor.
Comenzó a descartar los que le parecían menos interesantes: intervenciones en
blogs, frases en Facebook, mensajes de Twitter de todas partes del mundo. El
software había enumerado, catalogado y traducido las correspondencias
extranjeras relacionadas con las dimensiones paralelas y la teoría que Marco
había explicado a Alex.
« Basura digna de Google, veamos los SMS» , pensó mientras con el capuchón
apretado entre los labios punteaba con el boli las distintas intervenciones. El
examen de aquellos resultados podía hacerle perder todo el día, pero Marco
había inventado aquel programa para encontrar contenidos privados, que una
simple búsqueda online no habría podido descubrir.
No eran muchos los SMS que hablaban de Multiverso. La may oría de estos
concernía a teorías científicas aparecidas en alguna revista del sector. Nada
interesante.
De pronto, un mensaje lo impresionó:
La traducción del subtítulo rezaba: « La realidad que nos rodea es solo una de las
infinitas dimensiones paralelas» .
—Bien, bien… —susurró mientras anotaba en un folio los dos números de móvil.
Escribió el primero en el teclado de Sky pe. No existía. Tachó el número y pasó al
siguiente. El mismo resultado. Luego fue al portátil y abrió tres ventanas con sus
correspondientes páginas de libros online.
—Joder, nada. Estará descatalogado —masculló mientras reabría su software.
Tecleó título y subtítulo del libro en un campo de búsqueda que indagaría a partir
de los resultados obtenidos. Y luego no solo los SMS interceptados, sino también
blogs, post en las redes sociales y sitios de internet.
Apareció una coincidencia: un blog titulado The_great_web_robbery. « El gran
robo de la web, interesante…» , pensó levantando las cejas. Al parecer, el blog
citaba el libro de Thomas Becker. Pero apenas escribió la dirección en internet
recibió un mensaje: « Este blog ha sido eliminado a causa de una violación del
derecho de autor» .
—¡Maldición! —exclamó llevándose las manos a la cabeza. Se quitó las gafas,
las dejó sobre la mesa de trabajo y se masajeó la frente. Cerró los ojos para
hacerlos descansar.
« El SMS hablaba de un ebook desaparecido de la red. Debo encontrar ese libro» .
Cuando volvió a abrir los ojos, la pantalla del monitor estaba negra. Un par de
toques sobre el ratón. La pantalla continuó negra. Pulsó la barra espaciadora en el
teclado, en vano. Comprobó que todas las conexiones funcionaban. El piloto
anaranjado estaba encendido y, por tanto, no podía ser un problema eléctrico.
De golpe en el monitor se abrió una ventana, abajo a la derecha. Un recuadro
azul con un pequeño rectángulo blanco que relampagueaba en un ángulo.
« Pero ¿qué demonios…? ¿Por qué ha pasado a la modalidad DOS?» .
Marco se quedó observando, estupefacto. Luego cogió el ratón y constató que
estaba inutilizable. Iba a escribir algo en el teclado cuando el rectángulo empezó
a moverse en la pantalla.
Se detuvo en el centro. Las letras comenzaron a tomar forma ante los ojos
asombrados y, al mismo tiempo, espantados de Marco.
YO NO EXISTO.
La frase cambió de posición en la ventana y luego se multiplicó invadiendo cada
ángulo del recuadro hasta que el procesador debajo de la mesa se apagó.
El PC se paró con un breve silbido.
—¡Hostia, un virus! —imprecó Marco.
« Alguien se ha metido en mi ordenador» , pensó. Nunca le había ocurrido algo
semejante. ¿Había entrado verdaderamente un virus en el sistema? Era difícil,
dada la gama de antivirus actualizados de que disponía. Pero era posible, desde el
momento en que los hacker de todo el mundo crean nuevos cada día y ni siquiera
él podía estar a cubierto de un ataque imprevisto.
Intentó reiniciar el procesador, sin suerte. Desconectó y conectó la toma de
corriente: sí, el PC estaba completamente averiado.
El Mac estaba aún encendido y al máximo de su luminosidad, como le gustaba a
él. Sobre la izquierda, el Dell portátil estaba fijo en la página de Amazon donde
minutos antes había buscado en el catálogo el texto de Thomas Becker.
Marco accionó el mando de la silla de ruedas y dio marcha atrás hasta el pasillo.
Luego giró ciento ochenta grados y avanzó hacia la cocina.
Una vez allí, dio una palmada y las luces se encendieron. La mesa estaba
desordenada. Un par de platos sucios, una botella de agua sin tapón, cubiertos
dispersos, un vaso, servilletas usadas y migas por doquier.
Abrió una puerta del mueble y sacó un bote de café. Se acercó a los hornillos y
cogió la cafetera para prepararla. Mientras lo hacía, se dijo: « Debe de ser un
hacker. Uno mejor que y o. Será una broma. O un desafío» .
Cuando volvió a la sala de monitores con la taza en una mano, fue derecho hacia
el teclado del Mac. Abrió una página nueva y escribió « Thomas Becker» en el
campo de búsqueda.
« Un músico… un campeón de piragüismo… no está» , comprobó mientras
sacudía la cabeza.
Un estrépito de bocinas rompió el silencio. Provenían de la calle a la que daba la
sala. Marco levantó la mirada hacia el sonido. Por la ventana solo podía
vislumbrar la fachada del edificio de enfrente, con las persianas de los
apartamentos bajadas, algunas prendas tendidas en los balcones y numerosas
antenas parabólicas.
Cogió la taza y se acabó el café. Luego volvió a la pantalla del Mac para
continuar con la búsqueda.
—¡No! ¡Este no! —exclamó ante el monitor Apple de 24 pulgadas
completamente negro.
Se quedó inmóvil, presa de la impotencia. Él, que habría podido escribir un
manual de instrucciones para los ordenadores que tenía enfrente. Casi tenía
miedo de que de un momento a otro apareciera nuevamente aquel recuadro azul.
No se equivocaba.
Cuando el pequeño rectángulo blanco empezó a relampaguear, Marco fue
rápidamente al teclado. « Esta vez jugaré con ventaja, no dejaré que me den
morcilla» .
« ¿Quién eres?» , tecleó. El rectángulo volvió al principio y continuó
relampagueando unos momentos. « ¿Te has divertido lo suficiente con el DOS?» ,
añadió.
La respuesta de su interlocutor virtual llegó seca y directa como una bofetada.
IMBÉCIL, HE ENTRADO EN TU MACINTOSH. NO ES POSIBLE ABRIR
UNA VENTANA DE DOS EN EL MACINTOSH.
Marco se quedó en silencio. Con las manos paralizadas y los ojos clavados en la
pantalla. Había cometido una ligereza digna de un principiante. Solo ahora lo
entendía: la ventana abierta por el hacker era algo más inexplicable que una
simple modalidad DOS.
—Este cabrón está controlando mis ordenadores desde el interior… —murmuró
Marco mientras se mordisqueaba las uñas nerviosamente. Otra frase se compuso
delante de sus ojos:
DIME POR QUÉ ESTÁS BUSCANDO INFORMACIONES SOBRE MÍ EN LA
RED. ¿PARA QUIÉN TRABAJAS?
Marco respondió al instante:
PERO ¿TÚ QUIÉN ERES? ¿QUÉ DEMONIOS QUIERES DE MÍ?
Al igual que su misterioso interlocutor:
YO NO EXISTO. ESTÁS HABLANDO SOLO.
Marco no supo qué responder. Verdaderamente no conseguía entender en qué
clase de absurda situación se había metido.
YO SOLO ESTABA BUSCANDO UN TEXTO. HE ESCRITO EL NOMBRE
DEL AUTOR EN EL CAMPO DE BÚSQUEDA Y…
Marco sacudió la cabeza, a la espera de la respuesta, que llegó en el acto:
EL AUTOR QUE BUSCAS NO EXISTE.
Entonces preguntó:
¿ERES THOMAS BECKER?
El rectángulo blanco relampagueó unos segundos. Y también el Mac se detuvo
del todo.
18
En ese mismo momento, en Melbourne, Alex había salido del locutorio, aún
empapado de la cabeza a los pies, y había cogido una calle paralela a Esplanade.
En cada cruce conseguía vislumbrar el océano más allá de la hilera de palmeras,
mientras su fiel lector MP3 lo distraía con una playlist de temas que había seguido
a la de los Tesla. Entornó los párpados para tratar de ver más allá de una veintena
de metros. A lo lejos brillaba el letrero luminoso de un McDonald’s. Se dirigió
hacia allí. Por la calle no había un alma. El temporal había hecho regresar a
todos a casa. Solo algún coche pasaba de vez en cuando levantando el agua de los
charcos.
Alex entró en el fast food y se aproximó a la caja. Un punki larguirucho, con
pantalones negros ajustados, botas, un collar con puntas metálicas y el pelo en
cresta, pagó y se llevó su bandeja, dejándole el sitio. Alex echó un vistazo al
menú, pidió una hamburguesa con beicon y un refresco, siempre con los
auriculares puestos. Luego se sentó a una mesa. El local estaba casi vacío.
Además del punki, había un cincuentón que tomaba una copa de helado, con un
viejo labrador echado a su lado, y una pareja de treintañeros qué se miraban a
los ojos y se daban de comer patatas fritas, con una sonrisa de enamorados en el
rostro.
Alex sacó de la mochila el libro de Klavan, pero en realidad no tenía ganas de
leer. Del bolsillo de la chaqueta cogió el MP3 y lo puso junto a la bandeja. Ahora
el visor reproducía « Wildhearts — I Wanna Go Where the People Go» .
Dio un bocado a la hamburguesa mientras el punki pasaba por delante de él hacia
la salida. Observó su camiseta. Tenía la ley enda ORION’S BELT en caracteres
góticos encima de un símbolo tribal y puntitos luminosos que formaban una
constelación. Tres de estos eran particularmente grandes y cercanos entre sí.
« Será la camiseta de una banda musical» , pensó Alex. Pero aquella inscripción
acababa de desbloquearle un recuerdo, inesperado como un déjá vu y nítido
como si hubiera ocurrido el día anterior. Cerró los ojos mientras la escena volvía
a su mente.
—Mi padre me cuenta siempre muchas historias sobre las estrellas.
—¿Qué son las historias sobre las estrellas?
—Ayer me contó la de un héroe. Era el más guapo de todos los hombres. Y en el
cielo su constelación es la más resplandeciente.
—¿Cómo se llamaba?
—Orión.
De repente, Alex abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Claro! —exclamó dando un repentino puñetazo sobre la mesa. La cajera lo
miró con ceño. El labrador del anciano levantó la cabeza de golpe y ladró.
Orion’s belt! ¡El cinturón de Orión! Se llamaban así aquellas tres estrellas
cercanas que acababa de ver en la camiseta del punki.
Alex sacó un boli del bolsillo de la mochila y escribió detrás del envase de cartón
de la hamburguesa: « ¿Te acuerdas, Alex? Para viajar mirábamos el cinturón» .
Siguió reley endo la frase mientras tomaba conciencia de lo que le esperaba.
Se levantó de un brinco, recogió la mochila y salió del McDonald’s.
Fuera aún arreciaba la tormenta, los charcos en la acera eran cada vez más
grandes y las débiles luces de los letreros de las tiendas se difuminaban mientras
Alex caminaba veloz con la mirada fija al frente. La calle que conducía al hotel
no tenía pórticos o aleros bajo los cuales guarecerse, pero a él no le importaba.
Su expresión era radiante.
Una ráfaga de viento cálido envolvió a Alex. Permanecía sentado con las piernas
cruzadas en la play a de Altona desde hacía dos días.
Un aislamiento interrumpido por poquísimas pausas. El día anterior se había
hecho preparar unos bocadillos en un bar, había comprado varias botellas de
agua y llenado su mochila para no tener que moverse de la play a. Necesitaba
anular todo estímulo externo, sumirse en un estado contemplativo que, según él,
le daría la solución al problema. Estaba decidido, pues, a dedicarle todo el tiempo
necesario, aunque no era en absoluto fácil y, además, tampoco tenía muy claro
qué debía hacer y cuál era su objetivo real. Pero una nueva seguridad parecía
guiar sus acciones: la idea de que cualquier acontecimiento, cualquier gesto suy o,
no era casual.
Cuando también la luna comenzó a surgir sobre el mar dejando una estela de luz
sobre el agua que llegaba hasta él, Alex empezó a escrutar el cielo con más
atención.
En el manto negro que dominaba el océano, la constelación que esperaba ver
empezó a brillar. Con una forma similar a una clepsidra, Orión comenzó a
resplandecer en el firmamento. El cinturón constituido por las tres estrellas
cercanas estaba delante de él.
Mientras Jenny aterrizaba en el aeropuerto de Malpensa, el muchacho
finalmente consiguió encontrar la clave. El torbellino arrastró su pensamiento
lejos de aquella visión. Desprendió con violencia la mente del cuerpo, que cay ó
hacia atrás en la arena. Fue como un viaje a través de una rapidísima secuencia
de rostros y paisajes. Sintió retumbar un coro de gritos, lamentos, llantos y
risas… y tuvo la sensación de precipitarse como un bólido dentro de un túnel
hasta que todo desapareció. El estruendo terminó de golpe. El silencio lo envolvió.
En torno a él, todo estaba negro.
« ¿Dónde estoy ?» .
Transcurrieron unos minutos. Ninguna percepción de la realidad circundante.
De pronto, un resplandor caliente, cada vez más cercano e insoportable. Le
parecía hacer todo el esfuerzo posible para enfocar lo que tenía enfrente, pero
ningún color, ninguna forma, nada de nada era nítido a los ojos de su mente. En
realidad, aún no estaba mirando.
Su primera percepción real fue el lejano tañido de una campana. Repiques, uno
tras otro. Su mente empezaba a habituarse a la sensación de calor, mientras los
primeros rumores del exterior comenzaban a sucederse.
Alex abrió desorbitadamente los ojos. Una luz cegadora le impidió ver dónde se
encontraba. Trató de enfocar, pero las sensaciones corporales llegaron todas
juntas. Alex empezó a sentir las articulaciones y el movimiento de los brazos
mientras el ambiente tomaba forma a su alrededor. Ante sus ojos comenzaron a
hacerse nítidos unos azulejos blancos. También el olfato percibía los primeros
olores y el oído captaba voces a lo lejos.
Una de estas se hizo cada vez más cercana.
—¿Te mueves o no? —le dijo.
Consciente de que desplazaba la cabeza hacia su izquierda, Alex se volvió y vio a
un muchacho pelirrojo, en chándal. Lo miraba con aire interrogativo.
—Tenemos Filosofía. ¿Quieres mover el culo?
Alex abrió los ojos y echó un vistazo alrededor. « ¡Estoy en un vestuario!» . Acto
seguido se levantó y siguió a su compañero.
A medida que avanzaba por los pasillos de la escuela, su mente recibía una
miríada de informaciones, como si hubiera despertado después de un coma o
recuperado la memoria tras un grave accidente.
Recorrió el tray ecto hasta su aula. Le parecía conocer aquellos pasillos de toda la
vida. Con la misma desenvoltura se sentó en el pupitre al fondo de la clase. Lo
hacía todo con naturalidad y, al mismo tiempo, con asombro.
Mientras la profesora cerraba la puerta y saludaba a los muchachos, Alex bajó la
mirada a su ropa. Llevaba un chándal gris, zapatillas de gimnasia y una camiseta
negra con la inscripción PARENTAL ADVISORY.
Su mente le informó de que acababa de terminar la hora de gimnasia. Habían
jugado un partido de voleibol en el gimnasio. El equipo de Alex había perdido,
pero él recordaba perfectamente un par de tapones con que había evitado sendos
mates de un compañero de clase llamado Stefano, que no le caía demasiado
simpático.
Su mirada fue precisamente hacia ese rival, mientras la profesora de Filosofía
pedía a una compañera que ley ese un pasaje del libro de texto. Stefano se volvió
para devolverle una mirada desafiante.
« ¡Me acuerdo de este chico! Nos dimos de puñetazos en el pasillo, tuvo que
intervenir el bedel para separarnos…» .
Alex mantuvo los ojos clavados en los del muchacho mientras su memoria
repescaba elementos de un mundo aparentemente desconocido. Intentó explorar
en busca de otros detalles de una vida que evidentemente le correspondía solo en
parte.
No había ni rastro de Marco.
Quizá no había tomado parte en el torneo de videojuegos y no se habían
conocido. O acaso no había habido ningún torneo. En cambio, sus padres estaban
presentes en los recuerdos y parecían llevar una existencia bastante similar. Él
vivía en Viale Lombardia, practicaba los mismos deportes —baloncesto y tenis—
y con un rápido examen de sus gustos musicales se dio cuenta de que no había
demasiada diferencia entre la vida de su alter ego y la suy a.
Aparte de Marco, pues, muchos aspectos de aquella dimensión paralela eran del
todo similares a la de partida, si no idénticos. Pero había una diferencia
fundamental, Alex lo sabía bien: si el viaje lo había llevado al sitio justo, en
aquella realidad Jenny estaba sana y salva.
Por su parte, mientras Alex se familiarizaba con su mundo alternativo, Jenny
pasaba por el control de aduanas del aeropuerto de Malpensa.
22
—ALEX…
La voz le penetró en la cabeza de repente, mientras el reloj colgado en la pared
del aula marcaba la una menos cuatro minutos. La última hora de clase casi
había terminado. La voz de Jenny le resultó tan clara y nítida, tan cercana…
—Te siento. Existo, Jenny. ¡Estoy aquí!
—Estoy temblando…
—¿Dónde estás?
—En Milán. Acabo de salir del aeropuerto, he cogido un tren que me llevará al
centro de la ciudad.
—Bien. Llegarás a la parada de Cadorna. Baja allí y te estaré esperando. Dentro
de unos minutos saldré de la escuela e iré a buscarte.
—¿Nos reconoceremos?
—Estoy seguro.
Mientras se comunicaba con el pensamiento, Alex continuaba mirando el reloj.
La profesora lo miraba cada tanto, frunciendo el entrecejo. Pero el Alex de
aquella dimensión tenía un promedio de ocho en Filosofía. Se le podía conceder
incluso una clase despistado.
« Estará enamorado» , pensó la profesora, no tan alejada de la realidad.
Una vez fuera del edificio, Alex echó a correr hasta la parada del metro de
Loreto. Subió al primer tren de la línea verde. En el vagón, los pensamientos se le
amontonaron de manera confusa. Estaba a punto de encontrar a la muchacha
que había vivido en sus pensamientos desde que tenía memoria.
Entonces ocurrió algo singular. Un muchacho de pelo rizado que llevaba un libro
de Isaac Asimov e iba apoy ado contra las puertas, levantó los ojos y dirigió una
mirada torva a Alex sin motivo aparente. « También en este mundo las
costumbres son las mismas, la gente se mira mal sin razón» , pensó él, y
repentinamente se imaginó que el libro caía de las manos del joven. Un par de
segundos después, el muchacho dejó caer la novela al suelo. Sacudió la cabeza,
asombrado de su despiste, se inclinó para recogerla y, enarcando las cejas,
continúo con su lectura.
Tras bajar del tren en Cadorna, Alex cogió la escalera mecánica para subir al
vestíbulo de la estación. Delante de él, dos muchachas iban hablando
animadamente sobre un tema, bastante fútil: la elección del local para el sábado
por la noche. Alex cerró los ojos e imaginó que las dos muchachas se abrazaban.
Un instante después una abrazó a la otra súbitamente:
—¿Por qué has hecho eso? —se asombró esta.
La primera se encogió de hombros dándole a entender que no tenía idea de lo
que había sucedido.
« ¿Ha ocurrido de verdad o solamente lo he pensado?» , se preguntó Alex. No
conseguía comprender si lo que estaba ocurriendo en torno a él era real o, en
cambio, algo reconstruido por su mente, como el recuerdo de algo que nunca ha
ocurrido.
Cuando se encontró frente a los indicadores luminosos de Llegadas, el corazón se
le aceleró. El tren procedente de Malpensa estaba previsto para las 13.30.
Faltaban diez minutos.
Alex se dirigió hacia el andén; todo a su alrededor parecía muy similar a la
realidad de la cual provenía. La estación estaba bastante abarrotada. Docenas y
docenas de personas eran presa de los ritmos frenéticos de la metrópolis.
De pronto, un cincuentón, abriéndose paso entre el gentío, tropezó y empujó a
Alex, pero prosiguió sin pedir disculpas. Pocos instantes después, el muchacho
cerró los ojos y vio al mismo hombre haciendo subir a una prostituta a su coche,
para darle unos billetes y luego hacer que le desabrochara los pantalones. Se
sacudió esa visión.
—¿Qué está sucediendo aquí? —exclamó mientras seguía al hombre con la
mirada. Su mente le estaba jugando malas pasadas y y a no conseguía distinguir
entre imaginación y realidad.
Un rápido vistazo al reloj de la estación le indicó que faltaban pocos minutos para
la llegada del tren.
Sentada cerca de la ventanilla, Jenny miró el móvil, que por precaución había
apagado, y pensó en su madre. Debía de estar preocupadísima. Recordó sus
teorías a propósito del plano espiritual de la vida y los designios del destino, que
no dejaban lugar a la casualidad. Según decía, había una razón superior detrás de
cada encuentro, en especial detrás de aquellos que podían parecer simples golpes
de suerte. Sin embargo, Jenny estaba segura de que las convicciones de su madre
no le habrían servido para tranquilizarse cuando descubrió que su hija se había
escapado a Italia.
Se volvió hacia los asientos de la izquierda y vio a una mujer dando una bofetada
a un niño. Parecía furiosa.
—¡No te atrevas a llorar! —le chilló al pequeño.
Jenny cruzó su mirada con la del niño, que había vuelto la cabeza hacia la
derecha.
—Mamá, ¿quién era esa mujer que estaba ayer con papá?
—¿De qué hablas?
—Cuando estabas en el trabajo papá me acompañó al campo de fútbol y luego se
marchó con una mujer rubia. Los vi darse un beso. ¿Quién es?
—¿Qué dices? ¡No te inventes historias! Y ahora cállate, y termina la cena.
Jenny sacudió la cabeza y se restregó los ojos mientras un estremecimiento la
paralizaba.
—¿Qué…? —balbuceó, pero se quedó bloqueada.
No había sido una fantasía o un pensamiento extraño. Acababa de ver, estaba
segura. Como si aquel niño hubiera querido hacerle ver algo.
« ¿Qué demonios me está sucediendo?» .
La megafonía del tren anunció primero en italiano y luego en inglés la llegada a
la estación de Cadorna.
La emoción que experimentaba iba en aumento. No era comparable a la
sensación experimentada en el muelle de Altona, cuando aún las dudas le
colapsaban la mente. Ahora estaba más cerca que nunca el encuentro que
esperaba desde hacía cuatro años.
O que quizás había esperado siempre.
23
La sensación de atravesar una Milán alternativa era muy extraña. La may oría de
las calles parecían idénticas, mientras que frente a algunos edificios Alex se
preguntaba si los había visto alguna vez en su mundo o si eran el resultado de un
diverso curso de los acontecimientos.
—Pero tú hablas italiano. ¿Cómo es eso? —preguntó Alex mientras atravesaban
un cruce.
—Mi madre nació y creció en Roma. Me habla en italiano desde que soy muy
pequeña.
—¿Habías estado aquí antes de hoy ?
—Pues no lo sé. No me acuerdo. Pero me parece que hablo contigo desde
siempre.
—Es increíble, las calles son las mismas, pero ese edificio nunca lo había visto —
dijo Alex observando un rascacielos a lo lejos. Tenía la forma de una C oblonga
y ofrecía una atractiva extensión de vidrieras que reflejaban como un gigantesco
espejo la escena circundante. Era mucho más alto que los edificios que Alex
estaba habituado a ver en su Milán.
—¿Qué quieres decir? Es tu ciudad.
—No exactamente. Ahora debo explicarte todo. Te sonará absurdo, al principio
tampoco y o quería creerlo.
—Para mí y a todo es bastante absurdo. He atravesado medio mundo para…
—Yo vivo en una dimensión paralela a esta.
Alex contó a Jenny lo que sabía del Multiverso gracias a las teorías de su amigo
Marco y el profesor Becker. Se daba cuenta de que la muchacha podía tomarlo
por loco, pero no tenía alternativa. Además, en las últimas veinticuatro horas
había comenzado a no prestar atención a lo que hasta poco antes había sido la
frontera entre normalidad y locura.
—Alex, y a me resulta difícil de aceptar… todo esto —Jenny extendió los brazos
para abarcar la calle, los edificios, la realidad entera—. Pero lo que me dices no
tiene ningún sentido para mí…
—Sé que parece absurdo, también para mí lo es. El punto es que este absurdo
comienza a tener sentido, sobre todo dado que me ha traído hasta ti. Jenny. Creo
que podemos viajar a través de las dimensiones del Multiverso. Creo que somos
especiales y que en nuestra vida está escrito un destino diferente. Nuestra mente
es la clave.
—Un momento. Repite la última frase.
—He dicho que nuestra mente es la clave.
Jenny y a había oído esas palabras. No recordaba dónde ni cuándo, pero
formaban parte de su pasado. De golpe se acordó de cuando había despertado en
lo que parecía el salón de su casa y una mujer que parecía su madre le había
dicho que su padre había muerto. Luego recordó su clase con una profesora y
compañeros desconocidos. Por último, volvió a ver las imágenes del sueño tenido
en el avión, cuando se había encontrado en casa de sus abuelos, aún vivos.
Habían sido experiencias tan vívidas como para no distinguir el sueño de la
realidad. ¿Era de eso de lo que estaba hablando Alex?
—Sí —respondió él, que había captado la pregunta mental de Jenny.
Ella pareció asombrarse, pero al instante la claridad de los pensamientos de Alex,
la certidumbre y la convicción del muchacho comenzaron a difundirse en su
mente como una luz que se filtra a través de una ventana. Él se dio cuenta y
prosiguió sin rodeos:
—Creo que queda poco tiempo. —Caminaban hacia Corso Venezia—. No sé
decirte por qué, y tampoco es fácil explicar cómo he obtenido esta información,
pero estamos en peligro.
Jenny lo miró preocupada.
—Entonces ¿quiénes somos? ¿Por qué nos está ocurriendo todo esto?
—No lo sé. Solo sé que debemos encontrar Memoria antes de que sea demasiado
tarde… pero no tengo ni idea de qué es. Ni de dónde está.
—¿Memoria?
—Nunca has oído hablar de ese lugar, ¿verdad? —preguntó Alex.
Jenny se detuvo de pronto, soltando la mano del muchacho. Él se volvió y se
miraron con ansiedad.
—Alex, esta situación empieza a intranquilizarme. Tengo miedo. Y no sé de qué
demonios estás hablando. ¿Demasiado tarde para qué?
Él se acercó y le acarició el pelo, luego tendió los brazos para que ella le cogiera
las manos.
—Jenny, tampoco y o lo sé, pero no podemos fingir que no pasa nada. ¿Has visto
lo que ha sucedido en la estación?
—Sí —respondió ella, con los ojos brillantes, mientras observaba la expresión del
muchacho con que siempre había soñado. Había dudado de su existencia, había
creído que estaba loca. Él había seguido buscándola, y ahora le pedía un nuevo
acto de confianza incondicional—. El tiempo parecía haberse detenido. Se creó
algo… una energía.
—No estamos locos, aunque cualquiera podría tomarnos por tales si escuchase
esta conversación. Es todo real.
—Pero si es verdad que vives en una dimensión alternativa… ¿cómo has llegado
hasta aquí?
—Con la mente. No es el cuerpo lo que se desplaza. No puedo explicarlo… Es
como cerrar los ojos en una dimensión para atravesar un paso entre dos mundos,
una especie de torbellino, y despertarse en otra realidad. Cuando abres los ojos
estás en tu alter ego. Eso es lo que he sentido. Me he despertado en un vestuario
de mi instituto, aquí, en tu realidad. Quizá también tú puedas hacerlo…
Jenny volvió a ver el retrato de Connor, la clase con los compañeros
desconocidos y la casa de sus abuelos, en una rápida secuencia.
—Quizá y a lo hay a hecho —dijo.
Los jardines públicos de Porta Venezia estaban abiertos al público. Decidieron
entrar. Una mujer con un abrigo de piel que sujetaba la correa de un caniche los
miró. Los ojos de Jenny se fijaron en el paseo arbolado que se atisbaba en el
corazón del parque. A la izquierda había una hilera de bancos, de los cuales un
par libres. De la mano, se acercaron al primero y se sentaron.
Ambos percibían los pensamientos del otro, tal como había ocurrido en todos
aquellos años de comunicación telepática. No era necesario pronunciar ninguna
palabra, aunque para Alex era maravilloso oír finalmente en directo el sonido de
la voz de Jenny, tan delicada y dulce.
—No tengo idea de qué significa, pero hoy me ha ocurrido algo extraño, como si
ley era dentro de las personas… —dijo Alex dando voz a un pensamiento que
remolineaba en medio del puente telepático que los unía.
—También a mí me ha sucedido. En el tren. Un niño me miró y fue como si me
contara un recuerdo suy o.
—Te han aparecido imágenes en la cabeza, ¿verdad?
—Exacto. Como si fuera una escena de mi pasado, no del suy o.
—Es increíble, Marco me lo había dicho. Becker tenía razón… estamos
desarrollando un poder.
—Pero esta Memoria de la que has hablado, admitiendo que exista… ni siquiera
sabemos dónde empezar a buscarla, ¿correcto? Ni por qué ese hombre la llama
así.
« Lo descubriremos» , pensó Alex mientras cogía las manos de la muchacha.
Jenny bajó la mirada y sonrió antes de llevar los brazos en torno al cuello de él.
El muchacho se acercó más, buscando su mirada. Jenny levantó el rostro y lo
miró fijamente. Fue un instante interminable, en el que Alex se sintió perdido.
En torno a ellos de pronto no existían calles, casas y ciudades. Solo estaba el
vacío, y ellos en el centro. Los labios se acercaron, se rozaron, los dedos se
entrelazaron. Alex y Jenny empezaron a besarse, mientras el aire gélido
enrojecía las mejillas de ella y punzaba el rostro de él.
Sin interrumpir el beso, el muchacho rozó con la mano el cuello de Jenny y tocó
la cadenita del Triskell. Alex abrió los ojos, miró el colgante mágico y recordó
que el mismo símbolo pertenecía a la pequeña Jenny de su dimensión, muerta a
la edad de seis años.
—Este colgante… —dijo al tiempo que recordaba la visión tenida en el salón de
la casa de la anciana niñera— siempre lo has llevado, ¿verdad? Desde pequeña.
—Pertenecía a mi abuela, fue un regalo del abuelo. Cuando el otro día me dijiste
que sabías del Triskell, entendí que no eras una alucinación.
—No lo soy … —Alex sonrió.
Jenny quedó encantada con aquel gesto de complicidad.
—Es tan bonito besarte… —dijo—. No sabes cuántas veces lo he soñado. No
puedo creer que todo esto esté ocurriendo de verdad.
Alex sonrió, sacudió la cabeza y levantó la mirada.
—Nos estamos buscando desde siempre, Jenny —dijo antes de besarla otra vez.
Cuando ella abrió los ojos, con la cabeza apoy ada en su hombro, entrevió una
cola de personas que estaban entrando en una estructura en forma de cúpula
cerca de allí.
—¿Adónde van? —preguntó.
Alex se volvió.
—Al Planetario.
Jenny sonrió.
—Las estrellas, ellas siempre me han guiado.
—Y a mí me han traído hasta ti —respondió Alex y se levantó.
—¿Qué haces? ¿Adónde vamos? —preguntó Jenny.
—A ver las estrellas, ¿no? —respondió él sonriendo y encaminándose hacia el
Planetario.
En el vestíbulo, un letrero delante de la taquilla ponía:
Llegaba de la plaza San Babila y era como un aullido que se propagaba por toda
la zona, atray endo la mirada de los curiosos que desde los jardines afluían a las
aceras de la avenida. Después de tres ecos de sirena, se oy ó una voz metálica
proveniente de un megáfono:
Las personas se miraron, asombradas. Algunos esperaron a oír dos o tres veces
más el aviso, luego se encaminaron a paso rápido hacia las escaleras del metro
de Palestro. Por las calles se formaron corros que se preguntaban qué había
sucedido.
Jenny permaneció inmóvil observando la escena.
Nadie entendía la razón de semejante medida, y la angustia se reflejaba en los
rostros de muchas personas. En aquellos pocos minutos que sirvieron para
despejar la calle y dejarla desierta, Jenny oy ó hablar de guerra, de atentado
terrorista, de un virus pandémico y de otras hipótesis catastróficas barajadas por
los ciudadanos. Nadie tenía respuestas y cada cual se lanzaba a fantasiosas
conjeturas.
Cuando la zona estuvo vacía, Jenny se dirigió hacia el Corso Buenos Aires casi
desierto. Toda la gente había obedecido la inexplicable orden.
Jenny no tenía idea de qué hacer o dónde ir. Solo sabía que debía encontrar un
sitio donde refugiarse. Prosiguió en aquel silencio irreal, solo interrumpido por la
sirena que se oía entre aviso y aviso, hasta que en las proximidades de la plaza
Lima vio a un grupo de militares al otro lado de la calle y se detuvo.
Uno de ellos la vio y agitó su metralleta en el aire.
—Chica, ¿has oído la orden? ¡Vuelve inmediatamente a casa!
« Pero y o aquí no tengo casa» , pensó Jenny, sin saber qué responder.
—¿He sido claro? Vamos, vuelve donde tus padres, que dentro de poco se
producirá un desastre.
Jenny asintió con la cabeza, pero las piernas le temblaban.
—Está bien, está bien… —respondió y echó a andar hacia una calle lateral—. Ya
vuelvo a casa. Vivo aquí cerca.
Los militares volvieron a hablar entre ellos y la ignoraron.
« ¿Y ahora dónde demonios voy ?» , se preguntó al enfilar una calleja estrecha al
final de la cual se entreveía el letrero luminoso de un bar.
LA arena, dorada por el último sol de la tarde, tomó forma poco a poco. El fragor
de las olas que rompían bajo el muelle y el soplo de viento fresco que silbaba en
sus orejas acompañaron su despertar. Los párpados le temblaron unos segundos
antes de abrirse con esfuerzo. El sol se ponía, detrás de la línea del horizonte, su
disco anaranjado se dejaba engullir por el agua mientras alrededor pinceladas
violáceas, rojas y amarillas se mezclaban en la sugestiva paleta del ocaso
australiano. Un perro saltó delante de él levantando arena mientras Alex se
incorporaba lentamente.
—Estoy vivo… —musitó mientras miraba en torno—. Vivo.
Marco le había planteado la hipótesis del escenario de universos alternativos en
los cuales las cosas escapaban al control de la sociedad, pero nunca habría
imaginado su ciudad reducida a aquel estado. Trató de recordar la sensación
experimentada cuando el cuchillo había entrado en su carne. Le resultaba difícil
y casi le daba miedo definir demasiado los contornos de una fotografía que era
mejor quemar para siempre y enterrar las cenizas en lo más recóndito de la
memoria.
Estaba muerto, de esto no tenía duda. Los encapuchados lo habían dejado en el
suelo exhalando el último suspiro, con una bala en el muslo y un cuchillo clavado
en el pecho. Estaba muerto, pero había sobrevivido. Y esto no tenía sentido.
Su primer pensamiento, después de haber constatado que estaba vivo, fue para
Jenny. La imaginó sola en una ciudad que no conocía, aunque en su dimensión.
¿Habría logrado regresar a Melbourne? ¿Y cómo harían ahora para
reencontrarse nuevamente? Necesitaba hablar con Marco.
Miró alrededor en busca de la mochila. Estaba aún allí, junto a él. Del bolsillo
sacó el móvil.
—¡Sigue apagado, joder!
Remontó la escalerita que conducía a la primera parte del muelle y echó a andar
por Esplanade. Llegado a las proximidades de un semáforo esperó unos minutos
en la acera, apoy ado en una palmera. Luego vio un taxi al final de la calle y
agitó los brazos para llamarlo.
El coche se acercó y Alex subió.
—To the Airport —dijo con decisión.
El avión para Abu Dabi despegó a las 23.15 del aeropuerto Tullamarine de
Melbourne y aterrizó a la mañana siguiente, a las 6.25. Para Alex fueron siete
horas de sueño casi ininterrumpido. En el aeropuerto de los Emiratos Árabes,
cogió un autobús para llegar a la terminal de la que partía su conexión para
Heathrow al cabo de una hora y cuarenta minutos.
Alex pasó la espera en un bar cerca de la zona de embarque, tomando un
refresco y una pizza. A las 8.15 despegó con puntualidad británica hacia el Reino
Unido.
Durante el vuelo tuvo casi siempre puestos los auriculares del iPod y consiguió
relajarse. Solo despertó cuando la azafata de la Etihad Airway s sirvió la comida:
una gomosa pechuga de pollo acompañada por una guarnición de guisantes fríos,
un café aguado y un pastelito de chocolate que resultó el único elemento
comestible.
A las 12.20 el avión aterrizó en suelo inglés.
La conexión para Milán estaba prevista para las 17.55. Alex se paseó por la
galería de tiendas, con la mochila al hombro y el rostro cansado. Necesitaba
recostarse y estirar las piernas, puestas a dura prueba durante el largo viaje.
« Quién sabe si Marco habrá descubierto algo más» , pensó cuando se sentó en un
sofá de una zona wifi. Estiró las piernas y apoy ó los pies en la mesita de enfrente.
Un hombre uniformado lo miró ceñudo. Debía de ser un guardia de seguridad al
que no le agradaba la postura adoptada por el muchacho, pero Alex no se movió.
Estaba exhausto. Vio a lo lejos el escaparate iluminado de una compañía de
viajes. La foto de una familia feliz colgaba bajo una enorme ley enda: GO TO
EUROPE! NOW!
Parecía un mensaje dirigido a él.
Finalmente llegó al portal de su edificio y respiró hondo.
No sabía cómo reaccionarían sus padres al encontrárselo allí como de vuelta de
una simple jornada escolar.
Era la hora de cenar, Valeria y Giorgio estarían seguro en casa. Una muchacha
salió por el portal dejándolo abierto para él. Alex se lo agradeció y subió la
escalera.
Rogó que sus padres no estuvieran demasiado enfadados y tocó el timbre.
En ese momento llegó al rellano el ascensor. Bajó un anciano que sacó del
bolsillo del impermeable unas llaves y abrió la puerta del apartamento, no sin
antes lanzarle una mirada recelosa. Mientras el hombre entraba en casa y dejaba
a Alex solo en el rellano, la puerta de enfrente se abrió.
—¿Eres amigo de Paolo? —preguntó una mujer morena con delantal.
Alex la miró con aire perplejo, luego desvió la mirada hasta la plaquita del
timbre.
—Mancini… —dijo antes de mirar nuevamente a la mujer—. Disculpe, debo de
haberme equivocado de piso.
—¿Tú dónde vives?
—En el segundo.
—Este es el segundo. ¿Acaso te has equivocado de puerta?
Alex bajó la mirada, tratando de mantener la compostura.
—Perdone, señora… debo de haberme confundido.
Se volvió y bajó deprisa las escaleras.
Fuera del edificio, el muchacho comprobó el número: 22, Viale Lombardia. Era
su casa desde hacía dieciséis años. « No, otra vez no…» , rogó y miró alrededor.
Todo aparecía tal cual lo había dejado. El barrio de siempre y la calle de
siempre, la cual había recorrido miles de veces. Pero en su casa vivía otra
familia.
« Volví a mi cuerpo en aquella play a. Luego cogí tres aviones y llegué aquí, al
lugar del que partí. ¿Qué demonios significa todo esto?» .
Se dirigió hacia la plaza Piola, presa de la agitación. La casa de Marco estaba a
unos centenares de metros, al inicio de Viale Gran Sasso.
En un par de minutos estuvo ante el interfono.
—¿Sí?
—¡Marco, soy y o!
—¡Hola, Alex! Qué sorpresa… ¡Sube!
El portal se abrió y Alex entró, intranquilo. Parecía que su amigo no esperaba su
regreso. En el primer piso la puerta de los Draghi estaba entreabierta. Alex entró.
En cuanto atravesó el recibidor tuvo una sensación de desconcierto. Allí donde
habitualmente estaba la mesa con los tres ordenadores, vio un diván en forma de
ele.
La parrilla de neón azul colgada de la pared había desaparecido, sustituida por
una repisa llena de fotos enmarcadas. El amigo llegó desde el pasillo detrás de él.
—¡Alex!
La visión que se encontró en cuanto se volvió conmocionó a Alex.
Con el rostro sonriente, los brazos tendidos hacia él como para buscar un abrazo,
Marco estaba de pie sobre sus propias piernas.
—¡Finalmente has decidido pasarte por aquí! —dijo mientras estrechaba a su
amigo, que respondió torpemente al abrazo—. Ya no te vemos casi nunca por
aquí.
Alex no dijo nada, con los ojos fijos en las piernas del otro.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí, y o…
—¡Parece que hay as visto un fantasma!
—Tú… caminas. Por tanto…
—¿Qué debo hacer, ponerme de rodillas? Me alegro de verte, pero ¡no
exageremos! —Marco soltó una sonora carcajada y fue a la cocina. Pocos
instantes después reapareció portando dos latas de Coca-Cola.
—¿Te apetece? —le ofreció una.
—Marco, estoy en dificultades.
—¿De verdad?
—No sé cómo explicártelo —dijo Alex, confuso, mientras miraba alrededor. Se
detuvo en uno de los cuadritos apoy ados en la repisa.
—Perdona… ¿esa es tu madre?
—Claro, ¿qué preguntas haces? Estabas también tú cuando sacamos esa foto, el
año pasado… La casa de la Toscana, ¿recuerdas? Deberías ver cómo ha
quedado, han terminado de amueblarla.
Alex cerró los ojos y sintió que se desvanecía. El muchacho que tenía delante
parecía vivir la vida que a su amigo Marco le había sido negada.
—¿Qué te pasa?
—No, nada. Oy e una cosa… ¿sabes cómo están mis padres? ¿Ya no viven en
Viale Lombardia?
Marco frunció el entrecejo y escrutó el rostro de Alex.
—Amigo, me preocupas… ¿Has perdido la memoria?
—Buena pregunta. Ni siquiera sé qué responderte.
—Alex, ¿hablas en serio?
—Muy en serio.
—Los tuy os viven en Suiza desde hace cinco años. ¿Cómo es posible que me
hagas semejantes preguntas? ¿Quieres decir que no lo recuerdas?
Marco dejó la lata sobre la mesa.
—¿Has tenido un accidente? ¿Te has golpeado la cabeza?
—Nada de eso. Es demasiado complicado de explicar. Me parece que debo
marcharme.
—En cambio, y o pienso que necesitas ay uda. Debe de haberte sucedido algo…
—Déjalo correr. Olvida las preguntas estúpidas que te he hecho.
Alex se levantó y fue hacia la puerta.
—Pero cómo… —Marco permaneció inmóvil con la lata en la mano.
—Perdona, una última cosa —dijo Alex volviéndose hacia su desconocido amigo
—. ¿Conoces a una tal Jenny ?
Marco lo miró perplejo.
—¿Quién?
Alex no respondió. Salió de casa de los Draghi, cerró enérgicamente la puerta y
escapó de allí.
Una vez en la calle, miró alrededor. Echó a caminar entre la gente, mientras
tomaba conciencia de que estaba de viaje entre las infinitas calles, las miríadas
de posibilidades del Multiverso. En medio de todas aquellas personas normales se
sentía un extraterrestre: podía viajar, ir a todas partes, escrutar cualquier
escenario y cualquier destino.
Pero ahora necesitaba encontrar el camino a casa.
26
« ¡NO puedo controlar este jodido poder!» . Alex repasó mentalmente todo lo que
había hecho desde que se había aislado en aquella play a, desde que había
atravesado el torbellino para despertarse en el vestuario de la escuela, en la
realidad de Jenny.
Volvió a ver las etapas de su increíble viaje. Las imágenes de los cadáveres en el
metro de la Milán alternativa estaban aún muy presentes en su mente y
contrastaban con el recuerdo del primer beso con Jenny, que a su vez se
concatenaba con la experiencia vivida en el Planetario, cuando había recordado
que, en su pasado, y a había visto a la muchacha precisamente en aquel sitio,
siendo niños, a saber en qué ocasión.
Alex evocó cuando había cogido el taxi para llegar al aeropuerto de Tullamarine,
el vuelo a los Emiratos Árabes y el siguiente despegue para Inglaterra.
« Milán es la misma, pero la vida de mis familiares y de Marco es
completamente distinta. Tampoco sé dónde habito. ¡En mi casa vive otra familia,
los míos están en Suiza y Marco camina normalmente! Debo retroceder… pero
¿cómo?» .
Se levantó del suelo. Un reloj colgado de un poste marcaba las diez de la noche.
Pocos metros más adelante, algunos extracomunitarios hablaban en voz alta
frente a un puesto de kebab.
« Debe de haber sucedido durante el viaje. Probablemente mientras dormía» .
Miró alrededor y se percató de un detalle importante: la mochila no estaba. « Es
lógico. Mi alter ego en esta dimensión no tiene ninguna mochila, no está
volviendo de un viaje. La cogí cuando iba a coger el metro. La mochila… ¿dónde
la vi por última vez?» .
—¡Claro! —exclamó, llamando la atención de los extracomunitarios—. ¡Sucedió
en Heathrow!
Echó a andar con un único pensamiento: regresar de inmediato a Heathrow.
Recorrió el camino hacia la plaza Piola y bajó las escaleras del metro. No tenía
dinero para el billete, pero la taquilla estaba desierta. Por allí solo había un
uniformado, de espaldas y bastante lejos. Así que saltó el torniquete y se dirigió
hacia el andén.
Pocas personas esperaban el convoy. Alguien miraba insistentemente el letrero
luminoso con los tiempos de espera, alguien leía un libro, alguien se paseaba
impaciente.
Alex recorrió el andén hasta el final, se sentó en un banco y se ensimismó. « Sé
dónde debo ir, en qué sitio debo despertarme. Solo debo controlar el viaje» .
Trató de recordar algún detalle que pudiera devolverlo con la mente a Heathrow.
Se concentró en la mochila, que había visto por última vez junto a los asientos
cerca de la puerta de embarque. Intentó recordar algunos rostros, las
inscripciones, los letreros luminosos del aeropuerto.
Pasaron un par de trenes, y él aún estaba allí.
Luego, de improviso, la mirada de un hombre emergió de los meandros de su
mente. Bigote espeso, ojos minúsculos y mentón pronunciado. Llevaba un
uniforme.
« Claro, el guardia del aeropuerto. Me miró mal cuando apoy é los pies sobre la
mesita, en la sala de espera» .
Su mente enganchó aquel recuerdo y no lo dejó escapar. Un instinto parecía
guiarlo. Se concentró en algunos detalles, los zapatos del guardia, la porra
colgando del cinturón. Detrás del hombre, el letrero de una zapatería. Y la foto de
la familia feliz con la inscripción GO TO EUROPE! NOW!
En un instante, todo el cuerpo de Alex se entumeció y cay ó de lado, haciendo
que se golpeara la cabeza contra el banco.
Los rostros, colores, olores y voces de un universo se mezclaron con los de otra
realidad. El torbellino absorbió su pensamiento arrastrándolo fuera de allí, de
aquella Milán tan similar y, al mismo tiempo, extraña. Fue como recorrer a la
velocidad de la luz un túnel de recuerdos, sin tiempo para distinguir ninguno. No
solo sus recuerdos, sino los de cualquiera.
Cuando volvió a abrir los ojos, estaba reclinado en un sofá.
Se levantó, con los músculos doloridos y la vista aún nublada. Algunas luces
confusas tomaron forma poco a poco. Venían del display luminoso que tenía
enfrente. Las inscripciones estaban en inglés. Alex miró alrededor y sonrió,
soltando un suspiro de alivio: estaba en el aeropuerto de Heathrow. Exactamente
donde se había dormido aquella tarde, a la espera del vuelo para Milán.
Exactamente adonde quería regresar.
« Quizá por fin he entendido cómo funciona…» .
Se volvió, preso de la urgencia por comprobar lo que quería. Miró debajo del
asiento y la vio: ¡la mochila!
Con la mano hurgó en el macuto y encontró uno de los bocadillos que se había
hecho preparar en Melbourne. Estaba allí desde hacía un par de días y debía de
ser incomestible, pero el hambre se impuso. Lo desenvolvió y comenzó a
comerlo.
El reloj digital de la pared de enfrente marcaba las dos de la madrugada. Una
mujer de la limpieza arrastraba un carro amarillo-azul rumbo a los servicios. Los
colores recordaban a Alex la camiseta de su equipo de baloncesto.
« Esta vez es mejor que esté alerta» , pensó mientras empezaba a vagabundear
por el aeropuerto inglés, y a desierto. Tenía el poder de atravesar la frontera entre
distintas dimensiones, y a no tenía dudas al respecto, pero era un poder que
controlaba solo en parte y que en general se manifestaba con independencia de
su voluntad.
Miró la pantalla luminosa que señalaba las partidas de la mañana siguiente. Había
un vuelo a Milán a las 6.50. En el bolsillo de la mochila aún tenía la tarjeta de
prepago que le había proporcionado Marco. Esta vez, ese dinero lo devolvería a
casa.
Después de haber repasado todos los escaparates de las tiendas, volvió a la zona
de embarque y se sentó. Su pensamiento fue de inmediato a Jenny.
Probablemente aún se encontraba en el Planetario junto a un Alex idéntico a él
pero que no era él. Se preguntó qué habría sucedido cuando había despertado el
Alex alternativo, que con toda probabilidad no sabía nada de Jenny ni del
Multiverso.
Hacia las seis de la mañana acudió a una taquilla y pagó el billete, rogando que
esta vez el viaje no le deparara sorpresas.
—¡Por fin mi Milán! —exclamó al dejar la terminal de Linate, pero de inmediato
sintió un renovado temor. No podía estar seguro de hallarse en el Milán correcto.
Para confirmarlo debía hablar con sus padres. Y con Marco.
Bastante cansado y aturdido, usó el poco dinero que le quedaba para coger un
taxi hasta su casa.
—Ojalá esté en el Milán que quiero… —susurró para sí mientras el taxista cogía
la carretera de circunvalación y daba manotazos a la radio, que parecía no
querer sintonizarse en ninguna estación, ofreciendo en todas las frecuencias un
fastidioso zumbido.
Cuando se encontró frente al portal del número 22 de Viale Lombardia, Alex
suspiró con alivio al leer el apellido « Loria» en el interfono. Llamó, a pesar de
que tenía las llaves en la mochila.
—¿Sí? —respondió la voz de su madre. No esperaba encontrar a sus padres en
casa, puesto que eran casi las diez de la mañana.
—Mamá, soy y o.
—¡Oh, Dios mío! ¡Alex!
Los padres lo recibieron como si acabaran de liberarlo de un secuestro. En
cuanto atravesó el umbral de casa, Valeria se abalanzó y lo estrechó en una
especie de abrazo de oso. Mientras sollozaba y farfullaba palabras
incomprensibles, con una mano apretó la nuca de su hijo aferrándole el pelo, en
un gesto que mezclaba el afecto y el alivio por verlo sano y salvo con la ira
acumulada en aquellos días de espera.
Giorgio asistió a la escena con los brazos cruzados y un cigarrillo en los labios. Su
postura era el resultado de las sensaciones que experimentada: la frente
arrugada, la expresión de quien ahora exigiría explicaciones. Cuando Valeria
liberó a Alex de su abrazo, el padre expulsó el humo por los labios apretados con
una expresión severa.
—Bien, jovencito, ahora te explicarás. ¿Dónde demonios has estado? Y no te
inventes historias.
—Sí… está bien —respondió el muchacho, aturdido.
Mientras dejaba la mochila en el suelo, Alex entrevió un ejemplar del Corriere
della Sera sobre la mesa de la cocina. Era del día anterior y un titular destacaba
en may úsculas: TERROR A LO DESCONOCIDO. Una foto de una riña en el
Parlamento descollaba a toda página. La precedían dos líneas en cursiva:
« Después del colapso de internet, sube la tensión. “El gobierno debe responder a
los ciudadanos”, pide el pueblo. Tensiones y enfrentamientos en todo el mundo» .
Alex se sentó en la mesa de la cocina, mientras Giorgio cogía el periódico y lo
agitaba con vehemencia:
—¿Has visto lo que está sucediendo? ¿Cómo piensas que nos hemos sentido?
—Os pido perdón.
—Eso no basta —replicó el hombre—. ¡Dinos dónde has estado de una maldita
vez!
Alex eludió la mirada acusadora de su padre, de pronto consciente de que no
había preparado una historia mínimamente convincente.
—He tenido que… —Alex miró sus manos, juntas sobre las rodillas, los dedos
entrelazados nerviosamente—. He tenido que hacer un viaje… Era algo
necesario.
Valeria se sentó frente a su hijo, mientras Giorgio permanecía de pie, con las
manos aferrando el respaldo de la silla de la cabecera.
—¿Un viaje? ¿Adónde? ¿Acaso te has vuelto loco?
Alex se aclaró la garganta para ganar unos segundos.
—No sé qué deciros. No, no creo que hay a enloquecido.
—¡Habla de una vez! —Giorgio pegó un puñetazo sobre la mesa y sus mejillas se
tiñeron de rojo. Se aflojó la corbata y añadió—: ¿O debemos interrogar a tu
amigo Marco? Porque sabemos que te ha encubierto. Estábamos a punto de
llamar a la policía. ¡Sabemos perfectamente que detrás de todo esto estaba ese
chiflado!
—¡Basta! —soltó Alex y levantó la mirada para desafiar la de su padre—. Marco
no es un chiflado sino un genio. Vosotros no podéis entender, no sabéis nada.
—Un momento. Trata de entender también tú. —Valeria se puso de pie.
—He terminado de hablar con vosotros. Ya no tengo nada que deciros.
—¡Debes darnos una explicación! —bufó Giorgio—. Si no lo haces, como que
hay Dios, te encierro en tu cuarto hasta el fin del curso escolar.
Alex permaneció con la mirada fija en el vacío, como ignorando el ataque por
parte de sus padres.
Quieres hacerte el duro, ¿eh? —prosiguió Giorgio—. Sal inmediatamente de mi
vista si no quieres que te dé una tunda ahora mismo.
Alex se irguió lentamente, sin responder. Cogió la mochila y abandonó la cocina.
Se dirigió al baño, mientras intentaba decidir cuál sería su siguiente movimiento.
Frente al espejo, apoy ó las manos en el borde del lavamanos y bajó la cabeza.
Con los ojos cerrados, advirtió el peso de una situación que se le estaba y endo de
las manos. Pero no era momento para deprimirse, ni para temblar o llorar. Era el
momento de largarse de allí.
Alzó la cabeza y encontró su mirada en el espejo.
« Volveré contigo, Jenny » , pensó mientras hacía correr el agua en el lavamanos
para mojarse la cara. « Volveré…» , continuó repitiéndose mentalmente, como
una cantinela.
—Espérame, Jenny … —musitó a su reflejo.
En aquel momento, detrás de la puerta entornada del baño, los ojos de Valeria
Loria brillaron en el pasillo.
Había oído aquel nombre. Giorgio y ella sabían perfectamente quién era, pero
Alex no podía recordarlo.
Sin embargo, desde los recovecos más profundos de la memoria, por aquella
puerta inaccesible al rincón más oscuro de los recuerdos de Alex, Jenny había
vuelto.
Cuando Alex salió del baño, no había nadie en el pasillo. Con la mochila a la
espalda, se dirigió hacia la puerta de la calle mientras oía las voces atenuadas de
sus padres, que estaban en la cocina discutiendo.
Cogió el pomo de la puerta y la abrió con un gesto decidido. Salió al rellano y
soltó un largo suspiro. Luego bajó presuroso las escaleras y se encaminó hacia la
casa de Marco.
27
—AL diablo, quiero ver qué está sucediendo en la ciudad —exclamó Marco
asomado a la ventana de la cocina antes de dar marcha atrás, conducir la silla de
ruedas hacia la entrada y coger el abrigo del perchero junto al interfono.
Se lo puso y salió al rellano.
Accionó la silla hacia una rampa paralela a los peldaños que descendía hasta el
portal de entrada. Al salir a la calle, fue abofeteado por una ráfaga de viento
gélido que le hizo lagrimear los ojos detrás de las gruesas gafas.
El griterío de la gente en la calle fue la primera señal alarmante que recibió.
Aquí y allá, corros de personas discutían a viva voz. Se respiraba ira y tensión por
doquier. Algunos maldecían porque no conseguían acceder a internet con el
móvil, otros despotricaban frente a un banco que había cerrado antes de hora. Un
anciano desdentado blandía su bastón hacia los transeúntes, mientras chillaba:
« ¡Es la Tercera Guerra Mundial, y a lo decía y o!» .
Marco recorrió la acera de Viale Gran Sasso hasta el cruce con la plaza Piola.
Tenía los brazos rígidos, como atrofiados. « Me he quedado en casa demasiado
tiempo, maldita sea…» .
De las voces de la gente que cruzó durante el tray ecto se enteró de algunas cosas.
Para empezar, los periódicos no habían salido ese día. En efecto, los puestos de
prensa estaban cerrados sin siquiera una nota que explicara el motivo. De un
cesto verde de basura despuntaba un ejemplar del Corriere della Sera del día
anterior. Marco lo cogió y miró la primera plana. El titular de apertura era
« Terror a lo desconocido» . Después de un rápido vistazo al editorial y otros
artículos que proseguían en las páginas interiores, dobló el diario y se lo metió en
el abrigo.
Según parecía, internet, como y a le había confirmado Ricky, había sido cortado
en toda la ciudad. O mejor, en todas las ciudades. Y esto era el aspecto más
siniestro de aquella caótica situación.
Por lo demás, parecía que varias tiendas y entidades importantes para la vida
diaria, como bancos y correos, habían cerrado e incluso desactivado los cajeros
automáticos. De ahí las protestas y juramentos delante de los cajeros.
El elemento que estaba desencadenando el pánico entre la gente era la ausencia
de respuestas.
Mientras conducía la silla hacia la plaza Piola, Marco oy ó hablar de guerra, de
terrorismo, incluso de una invasión de extraterrestres. Ante la imposibilidad de
acceder a la Red para indagar, los ciudadanos se estaban volcando en las calles
para manifestar sus peores miedos, en busca de unas explicaciones que nadie les
proporcionaba.
En el semáforo del cruce entre Viale Gran Sasso y la plaza, Marco esperó el
verde y luego accionó la silla. Algunos coches estaban llegando por su izquierda,
del lateral y el carril preferente para taxis y autobuses. En medio del cruce,
Marco levantó la mirada y vio que el semáforo estaba apagado. Miró deprisa a
derecha e izquierda para comprobar su situación: los coches que venían por Viale
Gran Sasso no parecían estar frenando. Algunos empezaron a tocar el claxon con
apremio.
—¡Paraos! ¡Joder! —gritó Marco mientras veía una furgoneta de correos que
desde la plaza estaba a punto de tomar Viale Gran Sasso sin mirar, dando por
descontado que el semáforo funcionaba. Podía atropellarlo de lleno.
Podía seguir adelante, esperando que la furgoneta lo evitase, para llegar al
semáforo antes que los coches de Viale Gran Sasso lo alcanzaran. O bien recular,
dejando espacio al furgón pero arriesgándose a ser arrollado por otros coches.
—¡Tu puta madre! —aulló mientras en una fracción de segundo optaba por la
segunda opción. Lo importante no era hacia dónde ir, sino hacerlo deprisa. Los
frenos empezaron a chirriar: el primero se detuvo en seco y los demás iniciaron
un choque en cadena. Era un caos.
La furgoneta dobló por Viale Gran Sasso mientras Marco retrocedía, seguro de
que le atropellarían.
Fue en ese instante cuando, a cámara lenta, el muchacho lo vio todo en una
secuencia, antes de saltar de la silla y aterrizar sobre el pavimento: el furgón de
correos que se alejaba, la colisión de automóviles a la izquierda, detrás del BMW
que había frenado de golpe, y luego el taxi que, para evitar la colisión frontal con
otro coche, había efectuado una maniobra temeraria adelantando la fila y
dirigiéndose recto hacia el cruce.
Lo último que vio Marco antes del impacto del taxi contra su silla fue la silueta de
Alex al otro lado de la calle, con la mochila a la espalda y gritándole algo.
Todo se puso negro en un instante, aquel en que aterrizó de bruces en el
pavimento.
Alex atravesó a la carrera el cruce mientras alrededor todo era una pesadilla.
Varios conductores se apearon para enzarzarse con aquellos que habían parado a
la cabeza de la fila. Otros coches llegaban y frenaban. El taxista salió de su Opel
blanco para acercarse, temeroso, al cuerpo de Marco.
—Virgen santa, no sé cómo ha sucedido. Yo… —balbuceó.
Alex se arrodilló junto al cuerpo de su amigo, lanzado a varios metros de
distancia de la silla.
—¡Marco! ¡Marco! ¡Responde, te lo ruego! —suplicó mientras intentaba
reanimarlo con bofetadas en las mejillas. La sangre le manchaba el rostro y
tenía los ojos cerrados.
—¡Por Dios, no! ¡No se te ocurra morirte! ¡Despierta, maldición!
Los dedos de la mano derecha de Marco se movieron. Despacio, también los
párpados dieron señales de vida, hasta que el muchacho abrió los ojos y lo vio.
—Estoy aquí, Marco. ¿Estás loco o qué? ¿Qué coño hacías en medio de la calle
como un pasmado? ¿Dónde te duele? No sé si conviene que te ay ude a levantarte.
—Yo… tampoco lo sé.
Alex pasó los brazos por las axilas de Marco y trató de arrastrarlo hasta la silla.
—Se ha escacharrado —dijo el inválido con esfuerzo—. Mira la rueda.
—Hay que llamar una ambulancia, Marco. Debes ir a un hospital. Pero mi
teléfono está averiado.
—Coge el mío, lo tengo aquí, en el bolsillo interior. Alex hurgó y sacó el Nokia de
su amigo. —No hay cobertura— dijo sacudiendo la cabeza. —Llévame a casa.
Llamaremos desde allí.
Alex lo sentó como pudo en la silla e intentó accionarla, pero el mecanismo
eléctrico estaba averiado. Comenzó a empujarla a mano, encontrando la
resistencia de la rueda trasera izquierda, doblada por el choque con el taxi.
El taxista se había largado, dejando su vehículo en medio de la calle. Entretanto,
las discusiones de los conductores implicados en la colisión múltiple habían
acabado a puñetazo limpio. El tráfico se había congestionado en torno a aquel
punto y el concierto de cláxones había alcanzado un nivel ensordecedor.
Una vez en casa, Alex dejó la silla en el pasillo y corrió a coger el inalámbrico.
—¡Coño! ¡Mierda! —estalló—. No hay línea.
—Joder, también eso… —comentó Marco, resignado, como si se lo esperara—.
El profesor tenía razón.
—¿Qué hacemos? Deben reconocerte en un hospital.
—Alex, ven aquí. No estoy tan mal. Me he golpeado la cabeza, vale. Sangro un
poco, pero puedo apañármelas. Podría haber sido peor.
Se hizo llevar hasta el baño e indicó a su amigo el botiquín. Alex sacó agua
oxigenada, alcohol, algodón, gasas y tiritas, y empezó a curarlo.
—La silla está averiada, y eso sí es chungo.
—Después enderezaré la rueda, para que al menos pueda rodar.
—Pero ¿cómo has aparecido justo en ese momento?
—Ahora te lo cuento todo. Me han sucedido muchas cosas que debes saber.
Alex le relató todo lo ocurrido en sus viajes, mientras ejercía de enfermero
improvisado. Todo, salvo su encuentro con un Marco con las piernas en perfecto
estado y feliz con sus padres, para no deprimirlo. Su amigo escuchaba con
estupor y entusiasmo crecientes. La historia de Alex parecía una confirmación
de todas las hipótesis que habían cobrado forma en la mente de Marco desde el
día del accidente.
Aquel relato no daba lugar a malentendidos: el Multiverso era una realidad.
Luego, Alex arregló lo mejor que pudo la rueda de la silla, haciéndola utilizable.
Al final, su amigo le pidió que sacara un viejo televisor de tubo catódico que
había guardado en un arcón años antes y que casi no recordaba que tenía.
Pensaba que serviría para obtener alguna información más.
Alex buscó la toma de la antena en la pared de la sala, cerca del minibar, y
conectó el cable del aparato. Luego cogió el mando a distancia y se lo pasó a
Marco.
—Qué va —resopló Alex mientras su amigo hacía zapping por los canales, todos
con un fondo azul sobre el que destacaba la frase:
PERDONEN LA INTERRUPCIÓN
REANUDAREMOS LA EMISIÓN LO ANTES POSIBLE
—Lo saben, pero nunca nos dirán qué está sucediendo. —Marco chasqueó la
lengua, furioso. Con las manos temblorosas, soltó una carcajada sarcástica,
mirando la pared delante de sí. Luego cogió el mando del televisor y lo estrelló
contra la pared—. ¡Cabrones!
—¿Becker te lo había dicho?
Marco se volvió hacia su amigo, luego condujo manualmente la silla hacia
delante y frenó a pocos centímetros de él.
—Tal cual. El fin está cerca. Debes regresar con Jenny. Quizá vosotros tengáis
una posibilidad.
—Pero ¿cómo encuentro esa Memoria? No tengo idea de qué es. ¿Y qué tiene
que ver con todo lo que está sucediendo?
—Debemos descubrirlo —respondió Marco antes de señalar con la cabeza la
ventana de la sala—. Aunque sea la última cosa que haga antes de morir junto a
toda esa gente.
Alex sacudió la cabeza, pero no supo qué contestar. Abrazó a Marco durante un
momento. Con los ojos cerrados, pensó cuál podía ser la causa de aquel pánico
global, sin encontrar respuesta. « Gracias, amigo» , pensó, pero no tuvo fuerzas
para decírselo.
El silencio que acompañó aquel momento de tristeza y resignación estaba
cargado de significado. No era necesario añadir palabras. Marco se apartó del
abrazo e hizo ademán de secarse las lágrimas que le anegaban los ojos, y fue
entonces cuando Alex vio dentro de él.
El recuerdo surgió abruptamente, poniéndolo frente a aquella escena sin que
pudiera resistirse a la fuerza de las imágenes.
Vio el Jeep del padre de Marco derrapando en la curva antes de derribar el
guardarraíl y precipitarse al vacío, mientras la tormenta de nieve arreciaba y
cubría la carretera, los árboles y las rocas. Vio todo esto por los ojos de su mejor
amigo, atrapado en el asiento posterior mientras sus queridos padres estaban a
punto de morir. La inestable sensación de caída al vacío por la ladera hizo vacilar
el equilibrio de Alex. Las piernas empezaron a temblarle mientras su cuerpo era
sacudido por los escalofríos. Era como estar allí, en aquel asiento posterior. Era
como ver el fin.
Un sonido banal y estúpido, pero al mismo tiempo inesperado y siniestro, rompió
la visión de Marco que había tomado posesión de la pantalla mental de Alex: el
sonido del interfono, a pocos metros de ambos muchachos.
Se miraron atónitos, como si Marco hubiera sufrido la misma desorientación
mientras Alex excavaba involuntariamente en su memoria.
Marco se acercó al interfono.
—¿Sí? —dijo con recelo, escuchó un instante y dirigió la mirada hacia Alex—. Es
tu padre.
29
—¿LO has entendido así sin más, en un arrebato? —Alex estaba de pie frente a su
amigo.
Marco lo miró intensamente.
—Alguien sabía muy bien que eras una persona especial. Siempre lo ha sabido.
—¿Te refieres a los míos? Ellos pensaban que sufría una depresión aguda.
—Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo puede una madre permitir que le den
electrochoques a su hijo de seis años?
Alex miró alrededor sin responder, incómodo.
—Tus padres te han quemado el cerebro a través de una terapia aparentemente
correcta y eficaz, justificando esta drástica intervención con una supuesta
depresión. ¿Te parece normal?
Alex bajó la mirada, dolido, y reflexionó sobre las palabras de su amigo.
—¿Adónde quieres llegar?
—Al verte marchar, he pensado en nuestro pasado y mi mirada se ha posado
sobre esta página del diario de tu madre. Ya la había visto antes, pero ahora he
notado un detalle que podría explicarlo todo.
—¿De qué se trata?
—Precisamente aquí habla de un sitio que tú mencionabas a menudo. Un « sitio
mágico» , así lo llamabas. Esta parte del diario corresponde al período posterior a
la intervención. Tu madre escribe que tú, leo textualmente, « ha dejado de tener
pesadillas, de nombrar a Jenny, de pronunciar frases apocalípticas y de dibujar
símbolos extraños o escenarios apocalípticos» . Y no solo esto… Hay una frase
en especial que me ha impresionado, me ha lanzado una señal. Es la clave de
todo. Velo tú mismo —dijo Marco tendiéndole el diario.
—« Mi niño ha dejado de hablar de ese sitio mágico. Ya no lo verá, y a no irá allí,
se quedará aquí, siempre conmigo» —ley ó Alex.
Marco sonrió.
—Todos los niños hablan de sitios mágicos, inventan y crean lugares fantásticos.
Tú también lo hacías. Tu madre te había oído mencionar a menudo ese sitio. Sin
embargo, después de la terapia escribió: « … y a no irá allí, se quedará aquí,
siempre conmigo» . No tiene sentido. ¿Qué padre podría pensar que si su hijo
habla, no sé, de un castillo encantado, puede efectivamente ir a él? Es el fruto de
la fantasía de un niño, no puede ser real. A menos que…
—A menos que ese sitio exista de verdad. ¿Memoria era mi sitio mágico? ¿A eso
te refieres?
Marco no respondió. Estaba dándole vueltas a un razonamiento que de simple
hipótesis podía transformarse en certeza.
—Tus padres han actuado fingiendo hacerte un bien, comportándose como
personas corrientes. No sé por qué lo han hecho, pero así ha sido. Acudieron a un
especialista que supuestamente curó tu mal. Todo normal. Todo insospechable,
pero tus padres saben perfectamente cuál es ese sitio mágico, hablabas de él
hace diez años. Ahora debes averiguar qué más decías de ese sitio. Tienes que
preguntárselo a ellos, dado que tus recuerdos fueron borrados.
Alex reflexionó un momento. La deducción de Marco podía ser exacta. Debía
intentarlo.
—De acuerdo.
—Cualquier cosa que descubras, debes seguir tu intuición e ir donde ella.
—Y ¿tú qué harás?
—Alex, todo esto y a ha sucedido. También y o seguiré mi camino.
Alex le tendió la mano a su amigo. Sus miradas se cruzaron por última vez,
enérgicas y decididas, mientras se estrechaban la mano con firmeza. Ya no era
un triste adiós, hecho de lágrimas y desesperación. Era un desafío lanzado al
mundo.
UNA vez en la calle, Alex se dio cuenta de que el irreal silencio en el interior de
la casa guardaba relación con lo que estaba ocurriendo fuera.
Ya no había peleas frente a los bancos. Ni se oían gritos.
El pánico, en su forma más desaforada e histérica, se había aplacado. Ahora
había terror.
Alex se dirigió hacia la plaza Piola y a medida que caminaba se percató de que
toda la gente estaba observando el cielo. En sus rostros se dibujaba la primera
toma de conciencia de que el fin era inminente. Diseminados por las calles, se los
veía pálidos, con los ojos desencajados y las bocas congeladas en un rictus de
estupor mientras observaban el cúmulo deforme que se cernía sobre sus cabezas.
Alex levantó la vista al cielo. El asteroide aún estaba lejos, pero se veía
amenazante. Parecía una piedra gris surgida en el firmamento, una mancha que
hendía la bóveda celeste. Los colores que lo enmarcaban de fondo eran los del
ocaso más fascinante, con ray aduras centellantes que arañaban una tela roja y
violeta, mientras las nubes en torno se amontonaban en ovillos azules y grises.
Pero ninguna nube osaba interponerse entre el nuevo Señor del destino y los ojos
de la gente. Ninguna tuvo el atrevimiento de oscurecer la visión más
extraordinaria y horripilante que se hubiera presentado desde el alba de los
tiempos. Los cúmulos se desprendían y se reunían, se extendían y se retiraban.
Aquel que llevaba el manto negro dominaba la escena. Habría envuelto a la
humanidad en siglos y más siglos de silencio. Era el último juez de los hombres,
venido a dictar la última ley. Por primera vez se impartiría verdaderamente una
ley por igual para todos. No se salvaría quien tuviera un refugio atómico,
tampoco quien se escondiese en un sótano. Y también las ciudades búnker
reservadas a los políticos, hombres de religión, científicos y cobay as humanas,
los elegidos para reiniciarlo todo después del choque, serían engullidas y
aniquiladas. Se avecinaba el más devastador impacto contra el planeta, no habría
salvación para nadie.
Alex se alejó de la plaza Piola, desorientado, avanzando entre la multitud que
observaba horrorizada el cielo. Sabía que para llegar a Jenny tenía una sola
posibilidad: reconstruir mentalmente su dimensión, tal como había hecho para
regresar a Heathrow. Pero su mente estaba patas arriba. Imágenes, recuerdos y
emociones variopintas se arremolinaban dentro de él. Solo en un lugar
reencontraría el puente que lo llevará hasta Jenny : el Planetario en los jardines
de Porta Venezia.
No tenía la certeza de que funcionara, de que aquel recinto astronómico pudiera
llevarlo donde ella, mas debía intentarlo.
Alex echó a correr entre la multitud.
Recorrió Viale Gran Sasso, directo hacia el cruce con el Corso Buenos Aires. Los
coches abandonados a lo largo de la calle, las bicis y los ciclomotores tumbados
en el suelo, los semáforos apagados y las personas hipnotizadas por aquella visión
apocalíptica conformaban un escenario tétricamente silencioso. El género
humano había depuesto las armas.
El griterío de la gente se reanudó lentamente, temeroso y cauto, como si las
personas hubieran elegido a aquel asteroide como su Dios y temieran perturbar
su advenimiento.
Alex y a estaba en plaza Argentina. Los escaparates de las tiendas eran mudos
recordatorios del superfluo materialismo del hombre, y se sucedían uno tras otro
sin tener y a nada útil que ofrecer. Ante los ojos de Alex desfilaron niños
cariacontecidos, ancianos resignados y adultos aterrorizados. La histeria volvía a
incrementarse, como si el momento de inmovilidad que la ciudad acababa de
vivir fuera la calma antes de la tempestad.
En las proximidades de la plaza Lima, un muchacho de pelo largo con el torso
desnudo y blandiendo un bate de béisbol miraba el cielo y gritaba:
—¡Ven, hijoputa, aquí te espero! ¡No me das miedo!
Unos metros más allá reparó en que algunas personas utilizaban el móvil en
modo cámara y grababan el espectáculo. Imágenes memorables, pensó Alex,
que ningún telediario emitiría en la edición especial de la noche.
Cuando la gente volvió a hacer uso de la voz, Alex oy ó los más diversos
comentarios mientras seguía avanzando hacia Porta Venezia. Algunos afirmaban
que no había nada que temer, que Estados Unidos había previsto la llegada del
asteroide y y a habían lanzado varios misiles que en cuanto lo alcanzaran lo
pulverizarían. Otros creían que con el paso de las horas la Tierra habría rotado y
el asteroide caería en el océano Atlántico, provocando la inundación de toda la
península Ibérica.
—Tened fe —decían—. El tsunami no llegará hasta aquí.
Alex no detuvo su carrera. Cuando llegó a la verja de los jardines públicos, la
encontró cerrada. Tendría que saltarla.
Se izó con todas las fuerzas que le quedaban. Las ramas secas de un árbol al otro
lado de la valla se enredaron en el pelo. Se dio impulso con los brazos y aterrizó
sobre la grava.
La estructura rematada en cúpula del Planetario se erguía ante sus ojos.
La entrada estaba abierta. El muchacho pasó entre los carteles que anunciaban
una conferencia para estudiantes que nunca se celebraría, luego superó la
segunda puerta, dejando a sus espaldas un pequeño cortinaje, y estuvo dentro.
La sala estaba oscura, pero no parecía desierta. Al otro lado del palco, tres o
cuatro sin techo dormitaban apoltronados en unas sillas.
—Debo conseguirlo —susurró mientras ocupaba su sitio, en un rincón donde los
vagabundos no podrían verlo.
Cuando cerró finalmente los ojos para concentrarse y anular cualquier estímulo
exterior, la imagen fría y potente del asteroide pareció adueñarse de su mente.
Trató de expulsarla pero permanecía allí, como una diapositiva atascada que
impedía que corriera el engranaje.
Luego apoy ó la nuca en el respaldo y entreabrió los párpados, observando el
techo. La reconstrucción artificial del firmamento estaba desactivada, pero era el
mismo techo donde había visto el cinturón de Orión por primera vez, de pequeño.
El mismo que había admirado con Jenny poco antes, en la dimensión a la que
ahora intentaba desesperadamente volver.
En un instante volvió a ver todo en una secuencia. Los ojos de Jenny, su primer
beso, el Triskell, la Vía Láctea, los dedos de ella entrelazados con los suy os.
El torbellino lo arrastró con una fuerza extraordinaria, arrojándolo a un túnel de
voces y colores sin contornos, mientras miles de rostros sin nombre le caían
encima y pasaban a través de él.
Despertó con una aguda punzada en la frente.
Estaba sentado en una cama.
Cuando enfocó la realidad circundante comprendió que se encontraba en su
cuarto « alternativo» . Su mirada fue de inmediato a la repisa junto al escritorio.
El trofeo de Atleta del Año no estaba. En compensación, colgada en el muro,
había una medalla de oro. Se levantó para leer la inscripción. Rezaba: « Torneo
Regional de Baloncesto — Campeones» .
Alex sonrió. En su dimensión, aquella final la habían perdido por un punto, con un
triple suy o que sobre la campana había rebotado en el aro y acabado fuera:
cuestión de centímetros. En la realidad de Jenny aquellos centímetros se habían
desplazado ligeramente a su favor.
La voz de la muchacha le llegó sin preaviso.
—¡Alex, te siento! ¡Has vuelto! Te lo ruego, dime que es así.
—Sí, estoy aquí. Acabo de despertarme en mi cuarto. ¿Por qué no estamos juntos?
—He tenido que huir. De pronto no me reconocías, casi me has agredido en el
Planetario.
—No era yo, Jenny. Había perdido el control. ¿Dónde estás?
—Estoy escondida. En la ciudad hay una especie de toque de queda.
—¿Qué quieres decir…?
—Están todos encerrados en casa, no sé por qué, pero el cielo se ha vuelto
extraño, parece inminente un huracán o algo peor.
—Sucederá también aquí, joder. ¿Dónde puedo encontrarte?
—¿Qué sucederá también aquí?
—Después te lo explico. ¿Dónde estás?
—No lo sé. Caminé mucho, hasta una estación de trenes. En un cartel azul ponía
LAMBRATE. Luego proseguí derecho.
—¿Has visto el nombre de la calle?
—Sí, Via Rombon. Parece que ha estallado una guerra, el ejército está por
doquier…
—¿El ejército?
—Sí, y los altavoces emiten la orden de permanecer en casa. Es una decisión del
gobierno, según parece. Por seguridad nacional.
—Qué locura…
—Ven, te lo ruego. Me encontrarás debajo de un puente, cerca de una salida a la
autopista.
—Vale. Estás junto a la entrada de la carretera de circunvalación.
—Deprisa, Alex. Tengo miedo. Hay unas matas a los lados de la calle. Si pasan
vehículos militares me esconderé allí.
—Llegaré tan rápido como pueda.
Alex se precipitó a la calle y corrió hasta quedarse sin aliento. Primero hasta la
plaza Piola y luego enfiló Via Pacini, directo a Lambrate. El silencio caído sobre
la ciudad le transmitía un gélido sentimiento de muerte. En el cielo, unos
nubarrones negros que se estaban amontonando impedían vislumbrar el
asteroide. Una sirena rompió el silencio de improviso, seguida por un aviso
emitido por un megáfono. La voz provenía de sus espaldas, bastante lejana.
Alex y a entreveía la fachada de la estación de trenes. Cuando cortó en diagonal
la plaza, vio que las persianas de todas las viviendas estaban cerradas. Pensó en
sus padres, atrincherados en casa en su dimensión original.
La ciudad desierta le devolvía el sonido de sus pasos y su respiración afanosa. De
vez en cuando reaparecía la sirena, seguida por el aviso. Alex no aflojó en los
cruces, ni se detuvo ante ningún semáforo: no era necesario. Por las calles no
circulaban vehículos de ninguna clase. Cuando saltó bajo el puente en Via
Rombon oy ó gritos. Aflojó la carrera y miró a lo lejos, de donde parecía
provenir el griterío. A su izquierda vislumbró la calle que llevaba a plaza Udine.
La voz provenía de allí. Al final logró verlo: un hombre desnudo empuñando un
fusil. Estaba en medio de la calzada, a por lo menos doscientos metros de él. Alex
se aseguró de que no lo observaba y se preguntó qué se propondría.
—¡Y vendrá el tiempo del Juicio final! —gritaba presa de la histeria—. ¡Y
vendrán los carros del Señor a llevarse a las almas condenadas! ¡Y vendrá el
Ángel a traer la redención! ¡Acógeme, oh, Jesucristo, acógeme entre tus brazos,
y conmigo a mis hermanos, y con mis gentes podrás…!
Alex no oy ó el fin de aquella súplica porque una furgoneta del ejército apareció
súbitamente y dos militares abrieron fuego sobre el hombre, que se desplomó en
el acto.
—Maldición —masculló Alex, antes de volverse y reanudar la carrera.
Siguió corriendo con todas sus fuerzas, dejando atrás una estación de servicio, un
mercado municipal y una serie de tiendas. Al final llegó al puente donde estaba
Jenny. Se volvió. La furgoneta estaba al cabo de la calle. Y venía directa hacia él.
Lo habían visto.
—¡Jenny ! ¡Jenny ! ¡Estoy aquí, Jenny ! —gritó.
La muchacha se asomó tras una mata, pero Alex enfocó más allá de su figura
una segunda furgoneta militar proveniente de la dirección opuesta.
Ambos corrieron a encontrarse.
Alex estrechó a Jenny mientras veía cómo el vehículo avanzaba hacia ellos. La
muchacha se abandonó a su abrazo y a espaldas de Alex vio la furgoneta de los
militares que habían abatido al hombre desnudo, a un centenar de metros más
atrás.
Estaban rodeados.
Ya no tenían escapatoria.
En el escenario desierto de aquella zona de la ciudad, dos jóvenes abrazados se
encontraban entre dos vehículos del ejército listos para disparar.
Un uniformado saltó fuera de la primera furgoneta, seguido por otros que se
dispusieron en semicírculo en torno a la pareja.
—¡Disparad! —ordenó el oficial.
Alex miró a Jenny a los ojos. Querían matarlos. Pero ¿por qué? No eran unos
locos fanáticos que provocaran desórdenes por la calle, y tampoco iban armados.
Solo eran dos muchachos que buscaban refugio. No tenía sentido. Como tampoco
lo tenía que un niño de seis años fuera sometido a un electrochoque por sus
propios padres. Ambos pensamientos cuajaron entre sí mientras en la mente de
Alex aparecía una pregunta incongruente: ¿qué tenían en común sus padres con
una patrulla militar? Nada. Y quizá precisamente esa era la respuesta. No existía
un enemigo, era el fin mismo que los estaba persiguiendo como un agujero negro
lo engulle todo.
Jenny abrió desmesuradamente los ojos, las rodillas le temblaban y sus manos
ceñían el cuerpo del muchacho.
—Mira dentro de mí… —ordenó Alex mentalmente.
Se clavaron la mirada mientras los militares apuntaban sus armas, los dedos en
los gatillos, listos para la ejecución.
Entonces una súbita luz brotó de su abrazo y se propagó alrededor, una secuencia
de haces luminosos que estallaron en todas direcciones creando una enorme
cúpula blanca que iluminaba las calles, las casas y el cielo.
—Pero ¿qué demonios…? —balbuceó un soldado.
—No lo sé —respondió el oficial.
El sol y a había caído en aquella fría tarde de principios de diciembre, pero la luz
emanada de la unión entre Alex y Jenny iluminaba toda la zona.
Los militares se quedaron paralizados, con las miradas absortas. En un instante,
todas las órdenes recibidas, el adiestramiento, los juramentos y los códigos se
convirtieron en blandos recuerdos sepultados en el tiempo. Por encima de todo
prevalecía aquella energía increíble que paralizaba las articulaciones y los
miembros. Ningún soldado hizo fuego y tras unos instantes dejaron caer al suelo
las armas. Con los brazos pegados a los costados y la mirada extraviada en el
aura luminosa, permanecieron de pie el uno al lado del otro sin dar un paso.
Tenían los músculos entumecidos. La energía que los petrificaba no podía ser
combatida con ningún entrenamiento militar.
Estaban en el sitio mágico.
El sitio mágico somos Jenny y yo, juntos.
33
ALEX y Jenny salieron del túnel mientras un trueno retumbaba sobre sus cabezas
y la lluvia empezaba a bañar la periferia de Milán. A su alrededor, hileras de
naves industriales casi idénticas, con grandes verjas de acceso a amplios
aparcamientos llenos de camiones.
Dejaron el barrio industrial a sus espaldas mientras un viento gélido se mezclaba
con la lluvia. Corrieron hacia la entrada de la carretera nacional que salía de la
ciudad. En torno a ellos, solo el rumor de la insistente lluvia que caía sobre el
asfalto. No había coches. Ni personas.
A unos centenares de metros, la carretera pasaba por debajo de un paso elevado
y proseguía más allá, flanqueada por matorrales y extensiones de campos
helados.
—¿Adónde vamos? —gritó Jenny al tiempo que con una mano se echaba atrás el
pelo empapado.
—Lejos de la ciudad. Milán está llena de soldados.
Alex aflojó el paso al acercarse al paso elevado. Jenny soltó su mano, hurgó en
los vaqueros y sacó una goma violeta para el pelo. Mientras se lo recogía, sus
ojos rezumaron lágrimas y lluvia.
—¿Vamos a morir?
Alex tosió con fuerza y se acercó. La ropa empapada se le adhería a la piel y
empezaba a sentirse débil y exhausto.
—No… no lo sé, Jenny. No entiendo mucho. Estamos juntos, debería suceder
algo.
—¿En qué sentido? —La muchacha lo miró, confusa.
—Memoria, el sitio mágico, tú y y o juntos… Debería cambiar algo, ocurrir
algo… No lo sé, ¡maldición!
Alex miró más allá del paso elevado, hacia el cielo encendido del que caía
aquella lluvia ácida y maloliente. El asteroide volvía a ser visible, un amasijo de
roca incandescente empeñado en su último tramo en órbita en torno a la Tierra
antes del choque. Nada había cambiado.
—Quizá no seamos nosotros… quizá Memoria no exista.
—Comencemos por buscar un sitio donde refugiarnos —sugirió Jenny —. Una
casa, algo. No podemos permanecer aquí.
Alex asintió, se acercó y la besó en la frente, con delicadeza. Ella cerró los ojos
y apoy ó la cabeza sobre su pecho durante un momento, mientras los truenos se
sucedían, amenazantes.
Reanudaron la marcha en silencio.
Prosiguieron a paso rápido por la carretera, cruzaron una rotonda y un tren de
lavado, sin pensar en nada, hasta que unas casas tomaron forma a lo lejos, al otro
lado de una gasolinera. Había un cartel blanco con una inscripción negra. Debía
de ser el nombre de un pueblo.
—Vamos, Alex… Allí —dijo Jenny.
En cuanto dieron los primeros pasos por la carretera que entraba en el pueblo
advirtieron que el toque de queda había sido impuesto también allí: las calles
estaban desiertas, las tiendas, cerradas y las ventanas de las casas, con las
persianas bajadas. Un puesto estaba aún abierto, pero no había rastro del
propietario.
Desde el fondo de la calle asomó de repente una luz.
—¿Qué es? —Jenny se estrechó en torno al brazo de Alex.
—Parece como si girara, como un faro… como… Joder, ¡es una patrulla! El
ejército también está aquí.
No había tiempo que perder. El vehículo estaba bastante lejos y la luz del faro
aún no los había alcanzado. Mientras el haz rotaba iluminando una hilera de
edificios de dos plantas sobre el lado derecho de la carretera, Alex cogió a Jenny
del brazo y la arrastró hacia la izquierda. A pocos metros de ellos, una calleja
estrecha se internaba en el pueblo. Se metieron por la callejuela y corrieron sin
mirar atrás. Desembocaron en una calle. Tampoco allí había ningún signo de
vida, y el silencio espectral solo era roto por los truenos y el temporal.
—¿Qué hacemos?
—Será mejor refugiarnos en alguna parte.
Jenny miró alrededor. Del otro lado de la calle había una hilera de casas
adosadas. La lluvia batía incesante sobre los jardines particulares, rebotando en
los buzones y repiqueteando en los tejados. Las persianas parecían todas bajadas.
—Aquella, Alex.
—¿Qué?
—¡Aquella ventana! Hay luz en el interior. ¿Lo ves?
Alex se apartó un mechón empapado de la frente, entornó los ojos y consiguió
vislumbrar el sitio indicado por Jenny.
—Al menos aquí hay electricidad —comentó en voz baja.
—¡Vamos! —Resuelta, Jenny echó a andar con paso rápido.
—¡Hay toque de queda, no nos abrirán! —advirtió Alex mientras la muchacha se
alejaba, directa hacia la casa iluminada.
Enseguida la vio llamar enérgicamente a la puerta con los puños. Se acercó.
—¿Quién es? —preguntó una voz recelosa desde el interior tras unos instantes de
silencio.
—Señor… —respondió Jenny — somos dos jóvenes. Nos hemos extraviado. Le
ruego que nos deje entrar. Está diluviando.
Ninguna respuesta.
—¿Señor?
—¡Volveos por donde habéis venido! ¡Dejadnos en paz! ¡Ya hemos hecho lo que
queríais, nos hemos encerrado en casa!
—Señor, por favor —terció Alex—. Somos solo dos muchachos perdidos. El
pueblo está lleno de patrullas militares. Se lo imploro, ay údenos.
Se abrió una estrecha rendija en la puerta y Alex vislumbró el rostro de un viejo.
Cuando se aseguró de que se trataba de dos adolescentes, abrió un poco más.
—Pasad —dijo, hosco, apartándose para que entraran.
En cuanto cerró y aseguró la puerta, el viejo se volvió hacia ellos. Alex y Jenny
lo vieron en toda su corpulencia. Era muy alto, con bigotes y cejas densas.
Llevaba un chaquetón de montaña y sobre el hombro derecho una bandolera que
sujetaba una carabina.
—¡Vaciad los bolsillos, deprisa! —ordenó y súbitamente los apuntó con el arma.
Jenny se quedó paralizada de miedo.
—¡Rápido! —apremió el viejo.
Alex miró a la muchacha mientras metía las manos en los bolsillos y sacaba unas
monedas, unos billetes de autobús y las llaves de casa.
—Tranquila. Haz lo que dice.
Jenny no consiguió tranquilizarse. Prorrumpió en sollozos y cay ó de rodillas,
cubriéndose la cara con las manos.
—¿Qué demonios sucede aquí? —preguntó una voz femenina a sus espaldas.
Alex se volvió y vio, detrás del viejo, a una cincuentona con una larga falda
verde oscuro, un grueso jersey de cuello alto y un cabello rizado enmarcando un
rostro melancólico.
La mujer posó una mano sobre el hombro del anciano.
—Vale y a, papá, solo son chiquillos. Los estás asustando de muerte.
El viejo bajó la carabina, enarcó las cejas y bufó. Retrocedió un paso mientras la
hija se inclinaba sobre Jenny.
—No tengas miedo, chica. Estás empapada. Ven conmigo, te llevaré al baño.
Jenny se levantó y lanzó una mirada a Alex, que le sonrió.
—Yo me llamo Agnese. Venid, os buscaré ropa seca. Si no nos ay udamos entre
nosotros en estos momentos.
Alex y Jenny la siguieron al piso de arriba. Agnese les procuró pantalones y
jerséis holgados, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que podían pedir.
Luego descendió con ellos a la planta baja y los condujo a un salón con desnivel
de dos peldaños.
Alex entró tímidamente. En las paredes colgaban cuadros de escenas de caza, y
dos fusiles cruzados dominaban la estancia desde encima de la chimenea.
En el centro del salón, una mesa de madera maciza con seis sillas. En la
cabecera estaba el viejo, acompañado por dos niños de unos ocho años que los
miraban asombrados. En un sillón junto a la chimenea estaba sentada una
anciana.
—Esta es nuestra familia —dijo Agnese, orgullosa—. Paolo y Stefano, la abuela
Ada y el abuelo Giovanni, al que y a habéis conocido. Pero ¿qué hacéis por aquí?
¿Por qué no estáis con vuestras familias?
Alex ganó tiempo rascándose la nuca y aclarándose la garganta. Luego
respondió:
—Salimos a dar un paseo y nos perdimos. No conseguimos regresar a casa y …
—Imagino que tenéis hambre —lo interrumpió la mujer, poco interesada en sus
explicaciones.
Jenny se encogió de hombros y asintió.
—Estamos esperando a papá —intervino uno de los niños.
—Ha ido a buscar comida —explicó el otro.
El abuelo miró a Alex y Jenny. Tenía ojeras y aspecto cansado.
—Si lo pillan, ninguno de nosotros comerá nada. Nunca habría dicho que vería
otra guerra, pero y a lo veis. ¿Lo sabéis, verdad? Estamos en guerra.
Agnese se alejó mientras la pareja se sentaba en un sofá junto a la chimenea.
Cuando la mujer volvió de la cocina, traía dos tazas humeantes.
—De momento puedo ofreceros esto. Es té, con muy poco té, la verdad, pero al
menos os calentará.
Jenny sonrió, Alex dio las gracias y ambos cogieron las tazas, ambas
desportilladas, envolviéndolas con las dos manos.
—Se nos ha acabado también la leña, por eso la chimenea no está encendida. Por
desgracia, los radiadores tampoco funcionan —explicó Agnese mientras los
jóvenes bebían la infusión.
Pasaron unos minutos de silencio, nadie decía nada. Jenny y Alex se miraron.
—Ya no hay esperanza, ¿verdad? —pensó la muchacha.
—No lo sé, pero me temo que no. No tengo idea de cómo encontrar Memoria. Ni
siquiera sabemos si existe de veras.
En ese momento llamaron a la puerta con vehemencia. Golpes apremiantes y
abruptos.
El viejo se levantó y empuñó la carabina, que tenía apoy ada en una silla a su
lado, y se dirigió a la puerta. Fuera alguien gritó:
—¡Abrid, rápido! ¡Soy Carlo!
Entró en la casa un hombre tocado con un casco naranja en la cabeza; tenía el
mentón y el cuello manchados de tierra y sangre. Arrastraba una bolsa negra
repleta.
Agnese corrió a abrazarlo.
—¿Qué has hecho? —preguntó sollozante.
—Tranquila, solo me he cortado con unos trocitos de vidrio, pero lo he
conseguido.
El hombre fue a sentarse a la mesa del salón, mientras Agnese le explicaba
brevemente quiénes eran el chico y la chica.
—Esta noche dormiréis aquí —dijo el hombre sin vacilar—. Fuera es un infierno.
—¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó Alex.
—Yo trabajo en las excavaciones para el centro comercial, el del kilómetro
ochenta de la nacional. ¿Te sitúas?
—Sí, ese nuevo… —respondió Alex, y se fijó en el logo del casco, que el hombre
había apoy ado en el suelo. Un pequeño rectángulo blanco y negro cortado por un
ray o amarillo. Le recordó algo, pero no logró ubicarlo.
—Nos hemos encontrado allí con un par de colegas. Los trabajos están
interrumpidos desde hace días, pero nosotros sabemos dónde se guardan las
llaves de las excavadoras. Hemos conducido una hacia el viejo supermercado
que hay a doscientos metros de allí y …
Agnese lo miraba con ansiedad.
—… hemos derribado la entrada. Era el único modo de traer víveres a casa.
—¡Qué guay ! —lo jaleó uno de los niños, sin entender el riesgo que su padre
acababa de correr.
—Cuando estaba cargando la bolsa en el coche —continuó el hombre,
visiblemente agotado—, apareció una furgoneta del ejército. He conseguido
escapar, pero temo que mis amigos no lo hay an logrado. Dios santo.
Agnese se acercó y lo abrazó, estrechando la cabeza de su marido contra su
pecho.
—Ve a lavarte esos cortes, cariño. De la comida me ocupo y o. Prepararé un
plato digno de esta familia, no importa lo que esté sucediendo ahí fuera.
35
« ¿POR qué estas personas deben morir?» , pensaba Alex mientras se acaba el té.
Agnese revolvió en la bolsa que había traído su marido y sacó un surtido bastante
completo: botes de salsa, verduras en lata, pan de molde, patatas fritas, bandejas
de embutidos, zumos de fruta…
Luego puso la masa con gran ceremonia, para que los niños no sospecharan la
gravedad de la situación y de paso ofrecer a los jóvenes huéspedes una comida
decente, aunque preparada con víveres de emergencia.
—No es justo que todo acabe así.
Jenny oía el pensamiento de Alex y compartía sus razonamientos. Comió con
esfuerzo, pues tenía un nudo en el estómago. La tensión no le daba tregua. Cogió
unas rebanadas de pan y les untó un paté de atún. Cada bocado tragado parecía
frenarse en la boca del estómago y negarse a seguir bajando.
Después de la cena, Giovanni y Agnese prepararon café. Como si no pasara
nada, a pesar de los agoreros comentarios del viejo sobre una supuesta guerra.
Ada, la anciana, permaneció todo el tiempo en el sillón y rehusó comer, con una
sonrisa dulce y resignada en el rostro.
Antes de servir el café, Agnese llamó a los niños y los acompañó al piso de
arriba. Jenny acababa de salir del baño cuando, por la puerta entornada de la
habitación de los hermanos, vio que la madre se inclinaba sobre ellos y los
arrebujaba bien con las mantas.
—Buenas noches, mis angelitos —susurró antes de darle un beso a cada uno en la
frente.
Jenny iba a volverse para bajar al salón, cuando un dibujo colgado en la puerta
del cuarto le llamó la atención. Representaba a todos los miembros de la familia
y debajo se leía: « Os queremos» , firmado por los dos niños. Las lágrimas
acudieron a sus ojos y visualizó el dibujo apocalíptico de Alex, que le recordó el
trágico destino que esperaba a la raza humana.
Era la última noche para todos. Era la vigilia del día final.
—Buenas noches, pareja. Agnese os enseñará la habitación de invitados. —Carlo
esbozó una sonrisa, que Alex y Jenny correspondieron.
—Mañana seremos invadidos, tan seguro como que saldrá el sol… —pronosticó
el cenizo del abuelo, con los codos apoy ados en la mesa y mirada ausente.
Agnese los condujo al cuarto, les deseó buenas noches y se marchó. Alex y
Jenny cerraron la puerta.
Había una cama de matrimonio con una manta marrón enrollada en vez de
almohadas y un edredón blanco que cubría el colchón. En una pared había un
gran armario que casi rozaba el techo. De las otras paredes colgaban pequeños
cuadros de época.
Jenny se sentó en el borde de la cama dando la espalda a Alex y guardó silencio
mientras él se quitaba el jersey y lo dejaba en una silla cerca de la puerta. Frente
a la muchacha, la ventana tenía la persiana bajada.
En la calle se oían gritos. Quizás alguien había violado el toque de queda. Quizás
alguien estaba saqueando las tiendas para procurarse comida.
—Hace frío —musitó Jenny.
Alex puso las manos sobre los radiadores apagados.
—¿Lo habías pensado alguna vez?
—¿El qué? —preguntó Jenny sin volverse.
—En todo esto. Una casa, una familia, unos hijos. Una vida normal…
Jenny sonrió, suspirando.
—No lo sé… Sí, quizá… Apaga la luz.
Alex pulsó el interruptor junto a la puerta y pasó al otro lado de la cama para
escrutar la calle por las rendijas de la persiana.
Jenny se levantó y se quitó el jersey de lana que le había dado Agnese, luego los
pantalones.
Cuando él se volvió, la muchacha estaba en camiseta y bragas. La silueta de su
cuerpo se confundía con la oscuridad.
—Al final todo saldrá bien —la animó Alex, traicionando cierta inseguridad, y
apoy ó las manos en la cintura de Jenny, que se estremeció—. Encontraremos esa
Memoria.
—¿Y si en cambio esta es nuestra última noche?
Jenny apoy ó las manos sobre las de Alex y las guio a su espalda. Se acercaron
tímidamente, en la oscuridad.
Cuando sus cuerpos casi se tocaban, Alex inclinó la cabeza y sus labios se
encontraron. La besó delicadamente, mientras sus manos subían por la espalda
para perderse en el cabello de ella.
—¿Tú crees que es nuestra última noche juntos? —preguntó Alex apartándose
ligeramente.
Ella no respondió. Se sentó en el duro colchón y se recostó en la manta enrollada.
Alex apoy ó las rodillas sobre el borde de la cama y se deslizó hacia delante,
posando los antebrazos junto a los hombros de Jenny. Le rozó la frente, la nariz y
las mejillas con los labios y luego la besó.
Más gritos se sucedieron en la calle, luego algunos disparos. A lo lejos se oía un
graznante altavoz. El caos distante y a se había convertido en la banda sonora de
aquel momento.
Rodaron sobre la cama un par de veces mientras los senos de Jenny, aún ceñidos
por la camiseta, presionaban el pecho de Alex y el Triskell, gélido, colgaba del
cuello de ella.
Jenny se puso encima de él y se quitó la camiseta. Alex cogió la manta enrollada
detrás de su cabeza y la lanzó por detrás de la muchacha creando una pequeña
cabaña. Y así, escondidos debajo de aquel cobertor siguieron besándose, aislados
del resto del mundo. Se desnudaron y permanecieron un instante inmóviles,
acompasando las respiraciones, fundiendo los pensamientos en uno solo.
CUANDO Jenny abrió los ojos, a duras penas, la habitación aún estaba sumida en
la oscuridad.
No sabía qué hora era ni cuánto habían dormido. Se levantó para echar un vistazo
fuera por los resquicios de la persiana y solo consiguió ver una espesa niebla que
engullía la campiña en torno al pueblo.
—Ha sido maravilloso… —pensó Alex, con los ojos aún entornados, mientras
observaba el cuerpo de Jenny, de espaldas junto a la ventana.
—También para mí… —respondió ella a su pensamiento y se volvió. Se sentó en
el borde de la cama y le apoy ó una mano sobre el pecho.
—¿Qué sucede fuera?
—La niebla no deja ver nada. Quizá sería mejor bajar.
Alex se levantó y sintió las piernas entumecidas. A continuación se vistieron.
Ambos sabían perfectamente qué estaba a punto de ocurrir fuera de aquella
habitación, pero su pensamiento aún estaba en lo sucedido allí durante la noche.
Pocos minutos después, Alex besó a Jenny en la frente y abrió la puerta.
Bajaron las escaleras lentamente, como temiendo despertar a alguien. No se oían
rumores ni voces, solo un olor inesperado que inundó su olfato cuando estuvieron
a mitad de la escalera.
—¿No hueles a quemado? —susurró Alex.
—Sí, parece que. —Jenny levantó los ojos al techo, pero desechó el súbito
pensamiento—. Vamos a ver.
Abrió camino recorriendo un pequeño pasillo donde había un baño de servicio y
una despensa. Al final entrevió los azulejos anaranjados de la cocina y se acercó
con cautela.
Al entrar en la cocina se llevó un sobresalto may úsculo. Alex, detrás de ella, la
vio pararse en seco como al borde de un precipicio.
—Se ha quemado el asado, jolín… —murmuró Clara Graver mientras se volvía.
Con delantal y guantes de cocina, estaba sacando una fuente del horno y tenía
expresión triste—. Te había pedido que me ay udaras.
« Mamá, ¿qué haces aquí?» , pensó Jenny sin conseguir pronunciar palabra. La
voz se le había atascado en la garganta, como si alguien le hubiera apretado una
cuerda en torno al cuello.
Alex avanzó unos pasos, pero en cuanto vio la escena fue distraído por pasos a su
espalda.
—Tío… —dijo una voz familiar desde el fondo del pasillo—. Esta noche he
pirateado otro sistema. No te lo creerás, pero ha sido un trabajo memorable.
Alex se volvió y lo vio ante sí.
De pie sobre sus propias piernas, con la mirada radiante y los brazos tendidos
como pidiendo un abrazo.
—Marco.
Jenny retrocedió presa de la angustia.
—¿Qué sucede? ¿Estamos soñando? —le preguntó a Alex. Sus manos estaban
gélidas y temblaba de la cabeza a los pies.
El chico no supo qué responder, mientras Clara y Marco seguían mirándolos.
—Eh, tío —continuó Marco—, ¿no sientes un calor que quema?
Alex estrechó a Jenny contra su pecho para alejarla de aquella escena
surrealista. Marco, envuelto en llamas, se estaba carbonizando. En el rostro tenía
estampada una sonrisa tonta, mientras jirones de piel y carne se desprendían de
su cuerpo y caían al suelo.
—¡No! —gritó Alex mientras Jenny se soltaba.
Lo mismo estaba ocurriendo en la cocina. Clara había soltado la fuente cuando el
delantal se prendió fuego y ella era engullida por las llamas.
Jenny se quedó paralizada y con los ojos desorbitados. Se llevó una mano a la
boca y con la otra buscó a Alex.
—Dime que es una pesadilla, por favor… —farfulló con la mirada fija en el
montón de cenizas acumulado sobre el suelo de la cocina.
—Esto es lo que sucederá dentro de pocas horas —dijo una voz ronca y lejana
detrás de ellos.
Alex y Jenny se volvieron, pero el pasillo estaba vacío. Lo recorrieron evitando
los restos del cuerpo de Marco. Cuando estuvieron en el recibidor la voz habló de
nuevo, más cercana:
—El mismo fin tendrán todos cuando la roca impacte contra la Tierra.
Alex apretó la mano de Jenny y se encaminó hacia la sala, de donde parecía
provenir la voz. Cuando entraron, en la butaca junto a la chimenea y a no estaba
la anciana, como la noche anterior.
—Me alegro de veros, chavales. Mi nombre es Thomas Becker.
Sentado con las piernas cruzadas, lápiz y bloc de notas en mano, tenía el aspecto
de un viejo profesor jubilado. La débil luz de la araña se reflejaba sobre su
cabeza calva. Aparentaba unos ochenta años a juzgar por las mejillas hundidas y
los gruesos surcos en la frente. Su voz tenía un timbre profundo y cálido, como la
de un veterano actor.
—Tengo algunas respuestas, sí, pero no todas —dijo—. La más importante
tendréis que encontrarla solos.
—Pero usted… —empezó Alex.
—Cuando entré por primera vez en la Universidad de Dortmund, hace décadas,
me matriculé en la facultad de Astrofísica. Mi padre quería que estudiara
Derecho y y o estuve indeciso hasta el último momento. Luego hice lo que me
pareció.
Jenny arrugó la frente, no eran desde luego las respuestas que esperaban.
—Dos años más tarde, durante una conferencia, se oy eron disparos fuera de un
aula. Un joven estudiante había asesinado a un compañero de curso. Salió en
todos los periódicos. Yo me había quedado en el aula, aunque la tentación de salir
a curiosear era grande.
—Peor ¿qué tiene que ver con nosotros? —lo interrumpió Alex.
—¡Escuchad! —Becker golpeó la palma de la mano sobre el bloc—. Algunos
años después me negué a pedir la mano de una mujer con la que habría podido
casarme. Kirsten era guapa e inteligente, pero y o estaba demasiado absorbido
por mis estudios.
—¿Por qué nos cuenta estas cosas? —prorrumpió Jenny —. Queremos saber
dónde estamos y qué está sucediendo.
—El mundo se está acabando, ¿no lo ves? —Becker miró alrededor, y en cuanto
los muchachos apartaron los ojos de él se percataron de que y a no estaban en un
salón.
Se hallaban en una inmensa extensión de tierra helada y desierta.
Becker levantó los ojos al cielo y ellos siguieron su mirada: el asteroide era rojo,
incandescente y parecía cada vez más cercano. Dejaba tras de sí una estela de
detritos similar a la de un cometa y parecía girar sobre sí mismo mientras se
precipitaba a toda velocidad hacia la Tierra.
—¿Qué demonios…? —Alex aferró la mano de Jenny.
—Esto no es más que un mensaje. Es el único modo que tengo de hablaros.
Cuando desaparezca de vuestras mentes, no volveremos a vernos.
—¡No sabemos cómo salvarnos! ¿Qué es Memoria? —gritó Jenny.
—Es inútil decíroslo.
Alex y Jenny intercambiaron una mirada de pánico y desorientación, y al punto
se dieron cuenta de que estaban de nuevo en aquella sala. Los fusiles del abuelo,
aún colgados sobre la chimenea, les infundieron seguridad.
—¿Por qué mis padres me aplicaron electrochoques? —preguntó Alex de sopetón
—. ¿Y por qué la niñera de Jenny, en mi dimensión, la asesinó?
—Porque en aquellos como nosotros —respondió Becker mientras garabateaban
algo en el bloc— resplandece de luz. Quien os ha hecho daño no era consciente
de ello. Lo ha hecho y basta. En el universo existe una energía… la misma que
da la vida y la destruy e. A menudo se manifiesta simplemente en la realidad que
nos rodea fluy endo en torno a nosotros, invisible e indefinible, orbita en torno a
nuestras vidas y a veces toma posesión de ellas.
—¡No entiendo nada! —espetó Alex.
—No fueron tus padres los que te aplicaron electrochoques. No fue Mary
Thompson quien asesinó a Jenny. Y tú, Alex, no has sido asesinado por una turba
enfurecida.
El muchacho pensó en su muerte, atravesado por un cuchillo.
—Cada uno de nosotros vive en número potencialmente infinito de vidas. Pocas
personas tienen conciencia de ello. Vosotros estáis entre estos. Pero el alma que
liga cada una de nuestras existencias en solo una. En mí conviven todos los
Thomas Becker que he decidido no ser. El que se casó con Kirsten, el que siguió
el consejo de su padre y tomó el camino de la abogacía, y tantos otros…
Jenny sacudió la cabeza, confusa. Alex siguió mirando al viejo.
—… entre ellos el que murió de muchacho al salir del aula después de oír aquel
disparo y se interpuso entre dos estudiantes. Y muchos otros que ni siquiera puedo
imaginar. O que no consigo recordar.
Jenny enarcó las cejas y se quedó sin palabras, mientras a Alex le volvía a la
mente el razonamiento que lo había llevado a creer que en ella albergaba parte
del alma de la pequeña Jenny, asesinada por Mary Thompson.
—El asteroide lo destruirá todo, ¿verdad? —preguntó Alex—. ¿Cualquier
posibilidad de nuestra vida será destruida?
El profesor sonrió.
—El fin es parte del principio. No existen causa y efecto, sois vosotros los que os
movéis entre las causas y los efectos.
Alex sacudió la cabeza y pensó que semejante explicación habría podido estar
bien para un genio como Marco, pero a él le parecía la perorata de un loco.
—El asteroide caerá —continuó Becker—. Caerá en cualquier universo posible.
Ahora y a no falta demasiado. Todo lo que conocéis acabará muy pronto.
Levantó los ojos del bloc y miró a los dos muchachos como si quisiera disfrutar
de la repentina curiosidad reflejada en sus rostros.
—Oiga —replicó Alex—, si hay una manera de salvarnos, díganosla mientras
estemos a tiempo.
Becker lo miró a los ojos. Lo suby ugó con su mirada mientras todo en torno a
ellos se disolvía y desaparecía, como si paredes, mesas, sillas y objetos fueran
absorbidos por un remolino, dejando al viejo y los dos muchachos en un limbo
etéreo e intangible donde solo existieran miradas y voces. Luego giró el bloc para
mostrar su garabato a Alex y Jenny. La inscripción, escrita con violencia casi
como para rasgar el papel, decía:
MEMORIA
37
LA caja había estado siempre en el mismo sitio. Marco nunca la había movido
desde que había alquilado aquella casa. Estaba en la cómoda junto a la ventana
del dormitorio, primer cajón de arriba.
La cogió, con los ojos y a brillantes.
La posó sobre las piernas, apoy ó las manos en las ruedas de la silla y las condujo
hacia la otra habitación. La amada « sala de monitores» , antaño su reino, hoy un
inútil salón con dispositivos carentes de vida a causa del corte total de corriente
eléctrica. Observó los ordenadores con un nudo en la garganta. « Gracias. Nunca
lo habría conseguido sin vosotros. Ha vencido la naturaleza. Aunque al final
siempre vence ella…» .
Echó una mirada a la ventana. Observó el cielo y fue como mirar un magnifico
fresco en color. Parecía la mancha de Júpiter.
Esbozó una amarga sonrisa mientras volvía al dormitorio.
—Anda, admítelo. Crees que en una mancha fija, ¿verdad? —había dicho a Alex
una noche, divertido y orgulloso de sus estudios—. Y en cambio es una enorme
tempestad, un huracán que se desencadena desde hace siglos sobre la superficie
de Júpiter. Nosotros la vemos como si estuviera quieta. Pero ¡es un cataclismo
natural en continuo movimiento! ¿Ves? Todo es relativo. La observación puede
engañar según la distancia.
—Sí, creía que se trataba de algo en la superficie del planeta. Como un dibujo
gigantesco en el suelo.
—Alex, Júpiter no tiene suelo. Es un planeta gaseoso, no rocoso como la Tierra.
—Me rindo. Enciende la Play y ¡a otra cosa, mariposa!
Recordaba aquel breve dialogo como si hubiera ocurrido el día anterior. « Cómo
te echo en falta, amigo mío. Quién sabe dónde estarás ahora» . Marco apoy ó la
caja sobre la cama y la abrió.
Las fotos de su infancia.
Las tarjetas navideñas para sus padres que él mismo diseñaba y dibujaba desde
pequeño, con las ventanitas de cartulina que se abrían y revelaban sorpresas.
Las fotos de su labrador, Cañón. Lo había perdido el año anterior a la muerte de
sus padres, había sido como un hermano may or para él.
« Debe de existir una dimensión en la que mi vida ha ido bien, donde he vivido
con mi familia, mi perro, mis piernas» .
Se detuvo en una foto de su padre pescando, con los brazos tendidos sosteniendo
la caña y la cabeza vuelta para mirar a su pequeño que jugueteaba con las
lombrices. Cuando aún podía correr. Y la sonrisa de su padre, la felicidad en los
ojos de su madre, ocupada en montar el picnic. Un nudo de nostalgia. Marco
apretó la foto contra su pecho.
—Nunca he creído en un ser superior —dijo en voz alta, como dirigiéndose a un
público invisible—. Siempre he creído en la ciencia. No pienso que hay a un
mañana. Nuestro tiempo es finito, ese amasijo de roca dará inicio a los títulos de
crédito finales. Pero si alguna vez hubiera una segunda oportunidad, si alguna vez
hubiera un después… ah, cómo os abrazaría.
Unas lágrimas cay eron sobre la fotografía y se mezclaron con los rostros de
aquella jornada de felicidad, y a perdida en los abismos de la memoria.
El amigo fraterno de Alex permaneció unos minutos con los ojos cerrados. Lloró
y sollozó casi hasta perder el aliento. Todos los estudios que había realizado, todos
los milagros tecnológicos que había experimentado y diseñado… todo estaba a
punto de acabar. No habría un nuevo amanecer. Ya no se despertaría
preguntándose: « ¿Qué puedo inventar hoy ?» . Y y a no volvería a abrir aquella
caja, para llorar y liberarse del sufrimiento que lo acompañaba desde hacía
tantos años.
Se llevó la mano libre al rostro y luego se mesó el pelo. Permaneció unos
instantes más con la foto apretada sobre el corazón, el único sitio del cual sus
padres nunca se habían ido.
Luego, de improviso, un ruido desconocido. Empezó con un trueno, seguido por
un estruendo similar a un terremoto. Pero venía de lo alto.
Condujo la silla hasta la ventana y miró.
En la calle se había desatado el pánico. La gente había salido de sus casas y
refugios: algunos permanecían inmóviles mirando el cielo, otros corrían a la
deriva, otros cerraban los ojos para no ver. El griterío de la gente, el ladrido de los
perros, el vocerío de los que miraban al cielo, era terrorífico. Pero no se
sobreponía al fragor horripilante que estaba engullendo el planeta.
Estaba encima de sus cabezas.
Inmenso.
Devastador.
Era el último capítulo, y estaba a punto de ser escrito. Semejaba una franja
incandescente que cortaba en dos el cielo, y ni siquiera Marco con sus
conocimientos de física astronómica conseguía prever dónde caería
exactamente, qué clase de desastre provocaría. Sabía que, desde el momento del
impacto, un poderoso sismo se propagaría en un radio de miles de kilómetros. Si
caía en el mar, produciría tsunamis centrípetos que alcanzarían los puntos más
remotos del planeta. Generaría terremotos en tierra firme, cambios climáticos y
el desplazamiento del eje terrestre. Marco apretó las manos en torno a los brazos
de la silla, para mantenerse sujeto. El corazón le latía a mil por hora, y tenía los
ojos desencajados ante la visión del asteroide que lo destruiría todo.
El vidrio delante de sus ojos empezó a vibrar, mientras las paredes crujían y sus
preciosos libros de estudio caían desde las estanterías. Los árboles comenzaron a
agitarse como olas de un mar borrascoso, al tiempo que las antenas en los tejados
salían volando, arrancadas por la furia del viento.
De la calle llegaba el eco de los gritos, los llantos y delirios de la gente. Marco
observaba en silencio, inmóvil e impotente. No bajaría por las calles de Milán, no
participaría de aquel apocalíptico coro final que suplicaba piedad a la naturaleza.
Asistiría a la debacle final desde su ventana.
Cerró los ojos.
« Esto se ha acabado» , pensó, y de nuevo apretó sobre el pecho la foto del
picnic.
38
ALEX se incorporó jadeando, las piernas aún bajo la manta, el pecho desnudo y
las manos adormecidas.
Frente a él, el armario. Sobre la izquierda, la silla sobre la que la primera noche
había apoy ado los vaqueros y el jersey. Todo estaba aún envuelto en la
oscuridad, atravesada por débiles ray os de luz provenientes de las rendijas de la
persiana.
—¡Jenny ! —llamó mientras se volvía.
La muchacha, acostada junto a él en la cama en que habían hecho el amor, tenía
los ojos desencajados. Se incorporó lentamente y lo miró fijamente.
—Ya ves que no era un sueño —dijo él, al tiempo que sus pensamientos se
encontraban.
—He visto las mismas cosas. ¿Adónde nos dirigimos?
—Es la única respuesta que nos ha dado.
—Era la única que buscábamos.
—Rápido, larguémonos de aquí.
Se vistieron a toda prisa, las ropas y a se habían secado. Abrieron la puerta y
bajaron presurosos la escalera. El piso de abajo parecía desierto. La casa estaba
silenciosa y en la calle tampoco se oían los gritos y disparos de la noche anterior.
Nadie en los dormitorios, nadie en el baño.
« El salón» , pensó Alex, y corrió hacia donde habían estado la noche anterior.
Cuando entró, la anciana seguía sentada en la mecedora como si no pasara nada.
Lo miró con una sonrisa enigmática. Luego movió la cabeza lentamente de
arriba abajo. Parecía serena, tenía la mirada de quien ha entendido que el final
ha llegado.
Alex volvió al recibidor, cogió a Jenny por un brazo y abrió la puerta de la calle.
Estaban todos fuera. Todos los habitantes de la calle. Petrificados. Con la mirada
vuelta hacia el cielo.
—Esto es real —dijo Alex cuando levantó los ojos.
El mismo cielo que Marco podía ver en su dimensión originaria. El mismo cielo
que cualquiera, en cualquier rincón del infinito Multiverso, estaba observando en
aquel preciso instante. Un ovillo de nubes arrastradas por el viento, un enredo de
vapores que se enfrentaban en el cielo y se mezclaban con los colores vivos de
un ocaso imposible, mientras el asteroide estaba allí, en el centro de aquel
confuso fresco, con su aspecto majestuoso y potente, y una larga estela
encendida que se perdía en el espacio.
Jenny observó la calle mientras empezaba a elevarse una violenta tempestad de
polvo. Las familias del barrio estaban allí, todas abrazadas y cogidas de la mano.
Ancianos, hombres, mujeres y niños. Nadie huía, nadie era presa del insensato
pánico que asolaba el centro de la ciudad. No habría servido para nada.
—¿Qué hacemos? —Alex se volvió hacia Jenny, asustado, mientras un indefinido
y lejano rumor se acercaba cada vez más, rompiendo el irreal silencio.
—No lo sé… ¿Qué sucede allá?
Desde el fondo de la calle una muchedumbre se estaba aproximando a la
carrera, envuelta por remolinos de polvo y detritos. Los gritos se dispersaban en
el aire. Venían del centro, eran muchos y estaban cada vez más cerca.
—¡Jenny, apartémonos o nos arrollarán! —exclamó Alex, dándose la vuelta para
emprender la huida de aquella caótica multitud que se abalanzaba presa del
pánico.
—¡Por ahí! —señaló la muchacha, y echó a correr.
En cuanto empezaron a correr, un ruido de proporciones extraordinarias inundó
la zona, sacudiendo la tierra y haciendo temblar cada casa o construcción en
torno a ellos. Era como un trueno que parecía señalar con la gravedad de un
tambor de orquesta el inicio del espectáculo. El viento se hizo más fuerte,
mientras el polvo danzaba y rodaba como impulsado por un tornado. Las
personas se miraron aterrorizadas y echaron a correr en la misma dirección que
los muchachos, perseguidos por la masa humana proveniente de la ciudad que se
acercaba como una ola, arrollándolo todo.
Ya no había ninguna regla. Ningún toque de queda, ningún plan de evacuación.
Solo había el mundo presa del delirio.
Alex y Jenny corrían al límite de sus fuerzas. Cada tanto se volvían para echar un
vistazo a la muchedumbre detrás de ellos. Alguien caía y era pisoteado por la
multitud, algún que otro anciano era atropellado o se rezagaba. Todos gritaban,
pero los alaridos se perdían en el fragor reinante, un ruido sordo y terrorífico
como el de la tierra resquebrajándose.
En pocos minutos Alex y Jenny se encontraron en campo abierto.
—¡Mira… mira Milán! —gritó Alex mirando más allá de un paso elevado de la
carretera. Un manto de humo negro se cernía sobre la ciudad, engulléndola.
—¡Dios mío, está cada vez más cerca! ¿Qué hacemos? —preguntó Jenny
observando la estela del asteroide en el cielo.
Alex se detuvo un momento, jadeante. En su interior veía los ojos astutos y
ávidos de conocimiento de su mejor amigo atrapado bajo aquel humo,
aprisionado en una casa que poco después saltaría por los aires junto con el resto
de la manzana.
« Marco, amigo mío» , pensó Alex y cerró los ojos por un instante, tratando de no
pensar en el horroroso fin que tendría la única persona que había creído de veras
en él.
Otra sacudida de la tierra bajo sus pies fue acompañada por un ruido más
pavoroso que el anterior.
—¡Allá! —gritó Jenny señalando con un brazo hacia una estación de servicio en
un lado de la carretera. Su voz no llegó hasta Alex, ahogada por el fragor sordo
que colapsaba sus oídos. Alex solo consiguió ver el movimiento de los labios de
Jenny y seguir la dirección de su dedo. Acto seguido echó a correr tras ella.
En pocos segundos estuvieron detrás del funcional edificio. Lo rodearon hasta la
puerta del autoservicio, mientras el cielo comenzaba a descargar un granizo
enloquecido que hendía el manto de humo y polvo encima de sus cabezas. La
lluvia de granizo era acompañada por fogonazos luminosos, como si alguien
desde el espacio estuviera inmortalizando con un enorme flash aquel cataclismo
irreversible.
En cuanto Alex cerró la puerta a sus espaldas, se encontraron con que allí dentro
había media docena de personas inmóviles delante de las ventanas, mirando
hacia el cielo como hipnotizadas. Otros, sobre todo mujeres y ancianos,
permanecían tumbados en el suelo, acurrucados detrás de la barra o cerca de los
estantes, tapándose las orejas con las manos para defenderse de aquella colosal y
ensordecedora explosión de decibelios.
Por el hilo musical que emitían cuatro altavoces colgados en las paredes sonaba
Moon River, pero la voz de Frank Sinatra apenas si conseguía emerger, ahogada
por el rugido de la tempestad de granizo que arreciaba más allá de las ventanas.
—Que Dios nos acoja en su gloria… —suplicó una mujer aferrando el borde del
jersey de Alex y mirándolo con expresión desencajada. Sus palabras fueron casi
inaudibles porque las ventanas del autoservicio temblaban, a punto de estallar en
mil pedazos.
Alex se volvió hacia Jenny con ansiedad y ella lo atrajo hacia sí por un brazo. Lo
miró intensamente.
—No quiero morir aquí dentro. ¡Encontraremos ese maldito sitio!
Alex respiró hondo, asintió y a continuación salieron nuevamente fuera.
Corrieron por la carretera de circunvalación, alejándose de Milán y, sobre todo,
del furioso viento. Las piernas les pesaban e iban a contracorriente de la fuerza
de la tempestad, que les empujaba el pecho.
Se detuvieron bajo un puente, en una zona aparentemente desierta.
—No puedo más… —jadeó Alex apoy ando las manos en las rodillas, encorvado.
Su rostro estaba cubierto de polvo, un polvo de detritos que y a había sustituido al
aire, dificultando incluso la respiración.
Jenny se acercó a él.
—Becker ha dicho que la única esperanza de salvación es Memoria —dijo—.
Pero ¿cómo llegamos a ella?
—Si solo nos hubiera dicho qué demonios es… ¡Dentro de poco arderemos todos!
Alex miró más allá del puente. Parecían estar exactamente en el centro de un
tornado. Resplandores y truenos se sucedían sin pausa, reverberando bajo la
estructura en que se habían refugiado.
—Marco está allá. En medio de ese humo. No se salvará.
—Tampoco nosotros si no encontramos enseguida ese sitio.
39
ALEX echó un vistazo más allá del puente y comprendió que y a no había tiempo.
En el cielo, la estela incandescente parecía anunciar el inminente fin de todo.
Última ficha, última apuesta, damas y caballeros.
Fue un instante. Los ojos de Alex se cerraron y las palabras del vidente malay o
empezaron a remolinear en su cabeza.
« Te veo dar un gran salto… un gran salto en una laguna negra» .
Y a continuación un flash que lo devolvió a la tarde anterior, cuando había visto el
símbolo en el casco del padre de familia que los había alojado.
« Aquel símbolo… estaba en la carta del vidente. Me lo había mostrado. Era mi
futuro» .
—¡Sígueme, Jenny ! ¡Debemos ir a la excavación!
Alex la cogió de la mano y echaron a correr más allá del puente, a lo largo de la
carretera nacional, mientras las extensiones de tierra aledañas eran presa de las
llamas: De vez en cuando, se cruzaban con coches incendiados y grupos de
personas que huían a la deriva. La tempestad arreciaba levantando más y más
polvo. Curiosamente, en aquel temporal no había lluvia, solo detritos. Millones de
pequeños fragmentos que saltaban por doquier, como el avance de los peones
que preparan la llegada de la reina. Y la reina estaba a punto de hacer su último
movimiento, el jaque mate definitivo.
Alex y Jenny corrieron en medio de aquel tornado de astillas enloquecidas, con
el brazo sobre la frente para protegerse los ojos. Él conocía la zona de su
dimensión originaria: las obras del nuevo centro comercial estaban a pocos
centenares de metros, lo recordaba muy bien, había pasado a menudo por allí
con su padre. Era uno de aquellos aspectos que tanto su realidad como la de
Jenny tenían en común. En ambos mundos, en el mismo lugar estaba a punto de
surgir un nuevo centro comercial repleto de tiendas de todo tipo.
Continuaron a toda velocidad, sin detenerse, y pasaron por un pequeño
supermercado de la cadena Ben’s Corner con el escaparate roto. Ambos
recordaron el relato del su último anfitrión y comprendieron que su última cena
en aquella vida había sido fruto de un saqueo en aquella tienda.
Cuando divisaron a lo lejos las primeras excavadoras amarillas con la inscripción
WHITEWORKER, cerca de una grúa, Alex corrió aún más rápido. Jenny
mantuvo el paso, jadeante, con el corazón en la garganta y el pelo agitándose al
viento y llenándose de detritos y polvo.
—Ya estamos —dijo el muchacho, aflojando la marcha en las inmediaciones de
unas cabinas azules con la indicación ASEO MÓVIL—. El vidente sabía dónde
nos encontraríamos hoy. Es increíble…
—¿Por qué estamos aquí, Alex? —preguntó Jenny después de salvar unas vallas
en la gigantesca excavación para el centro comercial: una cavidad de al menos
cien metros de ancho, doscientos de largo y unos cincuenta de profundidad. El
muro de fuego que avanzaba desde la campiña se estaba acercando rápidamente
al cráter.
—Porque está escrito —respondió Alex mirando el vacío.
« Te veo dar un gran salto… un gran salto en una laguna negra» , la voz del
vidente seguía resonando en su cráneo. También Jenny podía oírla.
—Todo lo que hemos hecho nos ha conducido hasta aquí. Debía conducirnos
hasta aquí.
—Tengo miedo, Alex —pensó la muchacha.
En ese momento la mirada de ambos fue atraída hacia el cielo: la franja
encendida que el asteroide estaba trazando sobre sus cabezas sufrió una brusca
desviación hacia abajo. No hicieron falta más que un par de segundos: la estela
amarilla y roja que acababa de desgarrar la atmósfera se ensanchó rápidamente
hasta detrás de las montañas de la provincia de Bérgamo, que se recortaban en el
horizonte. Si antes se habían oído ruidos capaces de cubrir cualquier otro sonido,
este fue mucho más fuerte. El choque fue espantoso y sacudió el suelo igual que
si alguien, en el espacio, estuviera agitando el planeta como a una bola de cristal
de Navidad para mover la nieve artificial en su interior. Una inmensa nube de
humo se levantó por detrás de las montañas y comenzó a cubrir el cielo, mientras
los dos muchachos observaban la escena, atónitos, estrechamente abrazados y
temblando de miedo.
—¡Ya no tenemos tiempo! —gritó Alex mirando a Jenny a los ojos. La furia del
viento parecía el poderoso soplo de un gigante invisible que desde la campiña
lanzara llamas hacia ellos.
—Es el fin —susurró la muchacha apretando entre las manos el Triskell y
perdiéndose en los ojos de Alex.
—Te amo, Jenny. —Alex tenía los ojos brillantes y temblaba de miedo.
—Y y o a ti. Desde siempre… —Se apretó contra el pecho de él y los labios se
unieron en un último beso. Un instante fuera del tiempo, una promesa de unión
eterna. Se besaron como la primera vez, como si estuvieran en el muelle de
Altona, silencioso y mágico, solos, con las olas del mar como telón de fondo.
Pero no había ninguna constelación de Orión que velara sobre ellos.
Volvieron a abrir los ojos de golpe.
—¡Nos quemaremos, Jenny ! Debemos saltar —dijo Alex mientras superaban la
valla que rodeaba el cráter. Ella apretó con más fuerza su mano, no la habría
soltado por nada del mundo.
—Uno…
Una oleada de calor los envolvió repentinamente, como si el asteroide hubiera
abierto una herida en la atmósfera terrestre, que y a no conseguiría resistirse a su
potencia.
—Dos…
Alex y Jenny observaron el abismo frente a ellos, mientras en el cielo saltaban
decenas de bolas de fuego, a semejanza de un abominable espectáculo de fuegos
artificiales. Se habían separado del asteroide en el momento del impacto con la
atmósfera y ahora caían por doquier a toda velocidad: centenares de bombas
atómicas, que arrasarían el continente. La más increíble manifestación que la
naturaleza hubiera nunca ofrecido a los ojos del hombre. La última demostración
de fuerza del cosmos para reafirmar la aplastante superioridad de las ley es del
universo sobre la pequeñez de la raza humana.
Alex gritó:
—¡Tres!
La mano de Jenny se convirtió en una sola con la suy a.
Una breve carrerilla y saltaron al vacío, pocos segundos antes de que una
descarga de proy ectiles de roca incandescente lo devastase todo alrededor de
ellos, escribiendo la palabra « fin» en la historia de la civilización.
Mientras se precipitaban, las imágenes y los recuerdos más intensos de su vida se
proy ectaron en sus cabezas:
Roger Graver, contando a la pequeña Jenny la historia de las constelaciones,
personificando con gestos y voces graciosas a los dioses del Olimpo.
Marco, con una ancha sonrisa en el rostro, empuñando mandos de diversos
colores, mientras interrogaba a Alex sobre las funciones de cada uno.
Clara, preparando sus deliciosas tisanas cuando Jenny tenía dolor de estómago,
acariciándola y haciéndola reír cada vez que le rozaba el ombligo.
Giorgio y Valeria Loria, en primera fila durante el ensay o del teatro escolar,
cuando Alex había interpretado el papel de D’Artagnan cosechando el aplauso de
todos los padres.
Luego, en un instante, todo se volvió negro.
40
LA primera sensación fue el olor a cuero. Inundó el olfato de Alex poco a poco,
mientras intentaba enfocar las difusas sombras que lo rodeaban. Había colores
indistintos, voces que se superponían. Sentía la cabeza pesada y la espalda
aplastada contra el suelo. Cuando volvió a percibir tensión en los músculos,
intentó levantar el cuello. Las caras preocupadas de sus compañeros de equipo
cobraron nitidez una tras otra. Su brazo derecho sostenía la pelota, apretada
contra la cadera. La soltó y se levantó lentamente, mientras una punzada
lacerante le surcaba la cabeza.
—¿Capitán, estás bien? —preguntó una voz a su derecha.
Alex no respondió. Sus ojos se encontraron con los del árbitro, que lo miraba
preocupado. El aire del gimnasio estaba viciado y el tufo a sudor lo invadió de
improviso, devolviéndolo a una escena que parecía pertenecer a un pasado
remoto. El tiro libre decisivo. El partido. El desvanecimiento.
« Estoy vivo… estamos todos vivos» .
Una vez de pie, se pasó una mano por el pelo, apartando el mechón rubio,
mientras el árbitro se acercaba y le tocaba el hombro.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé. —En ese momento el rostro de Jenny surgió en su mente. Sus ojos
color avellana, el cutis dorado y aquella sonrisa que quizá y a no vería. O que
quizá nunca había visto.
—Pero ¿puedes seguir? —El árbitro enarcó las cejas, luego recogió la pelota del
suelo y se la tendió a Alex—. ¿Puedes? Faltan diez segundos para el final del
partido. Luego te llevaré donde el médico del instituto.
Alex asintió, cogió la pelota y se dispuso a lanzar desde la línea de personal. Sus
compañeros seguían mirándolo con extrañeza. Su lanzamiento fue débil y apenas
rozó la red debajo del aro. La pelota botó en el suelo más allá de la canasta y se
detuvo junto a las colchonetas azules. Alex permaneció inmóvil, mirándola. El
capitán del equipo adversario fue a recogerla y reanudó el juego desde el fondo
del campo. Mientras él seguía clavado en la zona de ataque, los rivales metieron
una canasta de tres puntos decisiva para ganar y se abrazaron exultantes. Pocos
segundos después, el árbitro decretó el fin del partido.
Alex bajó la cabeza, aturdido y confuso. Sus compañeros lo miraron con cara de
pocos amigos mientras abandonaban el gimnasio. Uno de ellos sacudió la cabeza.
Otro se acercó y le preguntó:
—¿Qué te ha pasado?
—¿Cuánto tiempo he estado en el suelo? —preguntó él al tiempo que se
encaminaban hacia los vestuarios.
—Veinte o treinta segundos… —El amigo arrugó la frente—. ¿Te sientes mal?
« No puede haber sido un sueño, es absurdo…» .
Alex no respondió y dejó que su compañero de equipo se alejara. Cuando vio al
árbitro avanzando en su dirección le dijo:
—No se preocupe, no me pasa nada.
Mientras el resto del equipo enfilaba el túnel hacia los vestuarios, Alex vislumbró
su mochila apoy ada cerca del banco del entrenador, la recogió y se metió por la
puerta de las escaleras. Subió al primer piso. Los pasillos estaban desiertos. « Por
lo visto es hora de clase» , pensó. Dejó atrás los baños, algunas aulas y, por
último, encontró la escalera que llevaba a la salida del edificio. La bajó
lentamente, mientras en su cabeza se alternaban las diapositivas de todo lo vivido
desde que se había desvanecido. Veinte o treinta segundos. Marco se lo decía
siempre: « El tiempo de los sueños no tiene nada que ver con el tiempo real» .
Mary Thompson, el muelle de Altona, la tarjeta de prepago, la caja con la
inscripción MARCOS, su padre tapiando con tablas las ventanas, las furgonetas
del ejército, el Triskell en el cuello de Jenny, el dibujo del asteroide, la
excavación en el centro comercial.
En su mente, todo giraba desordenadamente. Los detalles afloraban en su mente
mientras recorría la calle hacia su casa. Durante el tray ecto alzó los ojos al cielo
varias veces. Las nubes cubrían Milán, pero eran las habituales nubes grises del
invierno.
Ningún asteroide, ninguna visión apocalíptica.
Miró alrededor y vio que una pareja de ancianos lo observaba con curiosidad.
Aún llevaba la camiseta amarillo-azul del equipo y los pantalones cortos, a pesar
de que estaban a cinco grados. Pero no sentía frío. Solo sentía una sensación de
desconcierto que por momentos lo hacía flaquear. Los detalles del entorno eran
tan banales como increíbles. Algunos escaparates de tiendas y a exhibían los
adornos navideños. Un cartel luminoso deseaba FELICES FIESTAS colgado
cerca del cruce de Vía Porpora con Viale Lombardia. Por la calle había el
habitual caos, el ineludible concierto de cláxones en cuanto el semáforo se ponía
en verde. No era ni más ni menos, que la vieja Milán de siempre.
« No existe ningún Multiverso» , pensó cuando llegó al 22 de Viale Lombardia y
llamó al interfono. Nadie respondió. Era la hora de la comida, sus padres debían
de estar en el trabajo. Normal, se dijo mientras sacudía la cabeza. No había
ningún fin del mundo inminente. Los cajeros funcionaban. Internet no estaba
cortado. La gente iba a trabajar. Y él continuaba repitiéndose la misma frase
desde hacía varios minutos: « Soy un estúpido» .
Metió la mano en el bolsillo de la mochila y encontró las llaves. En el lugar
habitual, como siempre.
Abrió el portal y subió las escaleras, restregándose la frente con una mano. ¿Era
posible que en treinta segundos hubiera soñado toda esa película? Quizá sí, y en
cierto sentido se trataba de una bendición. Nada de cuanto lo rodeaba había sido
reducido a escombros. Pero eso significaba que Jenny no existía.
En ninguna parte.
Entró en casa y entrevió la notita de su madre apoy ada en el mueble del
recibidor. « Junto al microondas hay una tarta salada. Por favor, ¡estudia! Besos.
Mamá» .
Cuando entró en su cuarto, dejó caer la mochila al lado de la cama y se sentó.
Estaba en su habitación. Nada distinto. Nada nuevo. Nada extraño.
—En treinta segundos he conseguido soñar con la chica más hermosa que hay a
visto, y la catástrofe más espantosa que pueda ocurrir —dijo en voz alta,
sacudiendo la cabeza con una sonrisa irónica.
Lo recordaba todo de aquel sueño.
Cada detalle.
« No puede no existir» , pensó mientras se incorporaba de golpe para sentarse
delante del ordenador. Lo encendió y luego tecleó en el campo de búsqueda de
Google: « Jennifer Graver Bly th Street Melbourne» . Entre los primeros enlaces
apareció una dirección de Facebook. El ratón la clicó.
Cuando se abrió la foto del perfil de la muchacha, Alex apoy ó un codo sobre el
escritorio y con la mano derecha se apartó el mechón rubio que le caía sobre la
frente.
—Lo sabía —susurró, sin saber si era más feliz por haber descubierto que Jenny
existía o se sentía más angustiado por el hecho de que toda aquella historia no
había sido una pesadilla.
En el campo de las informaciones personales de la muchacha estaban su número
de móvil y su email. Alex sacó el teléfono de la mochila y marcó el número.
Silencio.
Sonaba.
—Hello?
Silencio. Los ojos de Alex, cerrados. Los ojos de Jenny, abiertos, esperanzados.
—Alex, ¿eres tú?
—Sí, Jenny, soy y o. Entonces existes.
—Claro. Y recuerdo exactamente todo lo que nos ha sucedido.
Un mes después
CORRÍA una brisa fresca y delicada mientras el sol iba cay endo detrás del
horizonte, rodeado por pinceladas rojo-anaranjadas y por bandadas de pájaros
que se perseguían en el cielo de Barcelona.
Un muchacho de dos metros de altura pasó como una exhalación sobre patines
frente a Alex y Jenny, que cruzaban del paseo marítimo hacia el muelle.
—Menos mal que nos han dejado viajar. Será un fin de semana fantástico —dijo
Jenny, con los ojos centelleantes y cogida de la mano de Alex.
—Y esta vez no me he inventado excusas, simplemente he pedido permiso. Aún
no puedo creérmelo.
La muchacha sonrió y bajó la mirada. Luego levantó los ojos y miró alrededor.
El muelle estaba flanqueado por escolleras y sobre la derecha partía una franja
de arena que iba desde la zona de la Villa Olímpica. Donde se encontraban ellos,
hasta el puerto. Jenny y a había visto aquellos lugares durante la excursión
escolar. Los recordaba bien.
—¿Sabes?, a veces me parece haberlo soñado todo —dijo.
—Sí…
—Ya no siento tu voz en la cabeza. Y hago las mismas cosas que hacía antes.
Alex asintió.
—¿En este mes te ha ocurrido lo de… viajar? Saltos en otras dimensiones, vidas
alternativas…
—No. ¿Y a ti?
Alex sacudió la cabeza, con la frente arrugada y el aire de quien continúa
haciéndose preguntas.
—Si ha sido un sueño, ¿cómo es posible que hay amos tenido el mismo sueño? —
quiso saber mientras se detenía a contemplar el último ray o de sol que
desaparecía tras el horizonte.
Jenny lo cogió de la mano y se volvió, sin responder. Recorrieron el muelle hacia
el paseo marítimo. Cuando llegaron a él, se sentaron en un banco y
permanecieron en silencio durante un par de minutos mientras el aire de la
ciudad se hacía poco a poco más punzante.
—Mira —continuó él—, en estos días he reflexionado mucho. Si toda la historia
del asteroide fuera verdad, ¿cómo explicarías que la realidad en que nos hemos
reencontrado sea exactamente idéntica a aquella de la que procedíamos?
—Sí. Yo voy al instituto cada mañana, el sábado tengo el curso de natación con
los mismos compañeros, mis padres están bien y el mobiliario de la casa no ha
cambiado.
—Lo mismo ocurre en Milán. En este mes no he notado un solo detalle fuera de
lugar. Si nos hemos salvado del fin del mundo y hemos terminado en un universo
paralelo donde el asteroide no se ha estrellado, ¿cómo es posible que nuestra vida
no sea nada distinta?
Jenny permaneció mirando un punto lejano, mientras Alex insistía:
—No tiene sentido… no tiene… ¿Jenny ? ¿Me escuchas?
—Sí… Sí, claro. Perdona, he tenido una especie de déjá vu, pero… no. Nada.
—¿Qué pasa?
—Pero no, no es posible.
—¿Qué?
—Allá. Me ha parecido ver a una compañera de clase dando una moneda a
aquel artista urbano. ¿Lo ves?
Jenny le señaló el sitio. Alex miró más allá de una fila de niños que seguía a una
maestra. Un joven negro estaba modelando una especie de anfiteatro de arena
apenas más allá del murete que separaba la play a del paseo.
—Lo veo.
—Bien, quizá me equivoque. O tal vez sea una especie de déjá vu, porque cuando
vine aquí de excursión, una amiga mía dio un euro a un muchacho como ese…
Anda, olvidémonos del asunto y disfrutemos.
Alex escuchó a Jenny con interés y luego pareció reflexionar sobre un detalle.
—¿Sabes? Esto del déjá vu me ocurrió también a mí cuando me « desperté» en
el gimnasio. Entre las cosas, cuando volvía a abrir los ojos estaba en el suelo,
frente a la canasta, antes de un tiro libre. Exactamente donde me encontraba
cuando tú me dijiste que vivías en Melbourne. Al principio de todo aquel… sueño.
—Oy e, Alex.
—Dime.
—Dejemos de hablar de ellos. Que hay a sido una pesadilla o una realidad da
igual. Estamos aquí, juntos. ¡El mundo no se ha terminado, el cielo es espléndido
y si ese cartel no miente hoy en el Casino pueden entrar también los menores!
Alex sonrió y se levantó.
—Tienes razón. ¡Vamos a pasárnoslo bien!
Jenny cogió la mano de él y se dejó alzar, luego lo abrazó y sus labios se rozaron
delicadamente. Podían saborear cada instante sin el temor de que fuera el
último… Tenían todo el tiempo del mundo, ningún asteroide incandescente estaba
abalanzándose sobre sus cabezas.
Caminaron de la mano en dirección al Casino, llenos de vida y curiosidad.
—Cuando viniste de excursión, ¿te llevaron? —preguntó Alex mientras cruzaban
la calle.
—¿Dónde?
—Al Casino.
Jenny sonrió.
—¡Sí, cómo no! Conociendo a mis compañeros, habrían intentado forzar las
tragaperras. No nos lo dejaron ver ni de lejos.
—¿Es aquel? —preguntó Alex mientras se acercaban a otro cruce.
—Creo que sí. Con mis amigos aquel día llegamos solo hasta aquí, pero si no me
equivoco está muy cerca, basta girar a la izquierda, allá.
Alex apretó más la mano de Jenny mientras se aproximaban al final de la calle,
sobre el lado opuesto al paseo marítimo. Ella reía, soñadora y despreocupada. Él
no conseguía dejar de mirarla a los ojos. Luego, ambos doblaron por la
bocacalle.
Y se encontraron delante de un vacío.
—¿Qué… qué diablos…? —balbuceó Jenny. Frente a ella solo había un espacio
en blanco. Como un gigantesco muro sobre el que la mirada se perdía, sin
ninguna perspectiva. Era un puro vacío, pero más espantoso que el vacío. Era
como si aquella parte del mundo hubiera sido borrada, engullida por una densa
niebla blanca.
Jenny trató de dar un paso, pero las piernas le pesaban como rocas. La
respiración se volvió afanosa, mientras delante de sus ojos la realidad se
convertía en un telón ciego. Cerró y abrió los ojos varias veces, pero nada
cambió.
Junto a ella, Alex notó también la ausencia de sonidos. Dio un paso atrás,
hipnotizado por aquella nada. Una sensación nunca experimentada. No sabía por
dónde estaba caminando y había perdido cualquier referencia, a excepción de
dos básicas e inexplicables certezas: de un lado, el paseo marítimo, con el muelle
que se perdía entre las olas, seguía estando allí; del otro, solo había la nada.
—Vámonos de aquí —susurró Jenny, con una mirada implorante e incrédula.
Retrocedieron y volvieron al paseo marítimo a paso lento, sin hablar. Ambos lo
estaban reviviendo todo.
Aquellos treinta días.
El camino de casa a la escuela.
El camino de casa a la piscina.
El gimnasio, el entrenador.
Los padres.
El dormitorio.
Todo exactamente como lo recordaban antes de que el asteroide aniquilara la
civilización.
Jenny miró a Alex mientras con la mano derecha lo cogía del brazo.
—Lo que he visto antes, Alex… no era un déjá vu. Era la misma escena. Mi
amiga dando la moneda al muchacho. Exactamente como durante aquella
excursión.
—La misma escena… —repitió él con tono monocorde, y volvió a ver en rápida
secuencia la notita dejada por su madre sobre el mueble al regreso del partido de
baloncesto, los adornos navideños en las calles de Milán, su mochila, su diario.
—¡Por Dios, no puede ser! —gimió Jenny cogiéndose la cara. Entonces se volvió
y corrió hacia la nada, cruzando la calle sin mirar a los lados.
Alex la vio desaparecer detrás de la esquina y la oy ó gritar a voz en cuello. Fue
hacia allí, casi aterrorizado ante la idea de encontrarse de nuevo ante aquella
incomprensible visión.
Jenny reapareció delante de sus ojos, con el rostro pálido y los labios formando
una sonrisa histérica.
—Es absurdo —dijo.
—Si nos hemos salvado del fin del mundo y hemos terminado en un universo
paralelo donde el asteroide no se ha estrellado, ¿cómo es posible que nuestra vida
no sea nada distinta?
La pregunta que Alex había planteado giraba como un torbellino que pasaba de
su cabeza a la de Jenny. Poco a poco se añadieron otras frases, como para
formar un remolino en el que cada recuerdo se mezclaba y saltaba, enloquecido.
—Nuestra mente es la clave.
Jenny alargó una mano hacia Alex y cerró los ojos.
—Esta es Memoria —dijo una voz detrás de ellos.
Cuando se volvieron, el banquito del vidente malay o estaba allí, en el paseo
marítimo de Barcelona. El pelo gris desgreñado y alborotado por el viento, la
ropa sucia, las piernas debajo de la mesita y las cartas en las manos.
Los muchachos se quedaron perplejos, sin poder abrir la boca, mientras la
sonrisa del cartomántico se convertía en una mueca socarrona.
—Solo veis lo que recordáis. Este es el después.
Jenny trató de liberarse de la confusión y el pánico para reflexionar sobre esas
palabras. « Yo he estado aquí de excursión, pero no había visto la calle del Casino.
Pero recordaba exactamente el aeropuerto, el camino hasta aquí, el paseo
marítimo y el muelle…» .
—Pensadlo. En estos últimos treinta días habéis vivido en la única realidad que
conocéis. Las mismas calles, la casa, la piscina, el instituto, el gimnasio. Esta es
Memoria.
—¡Joder! ¿Quién es usted? —espetó Alex—. ¿Dónde demonios estamos? ¿Qué ha
sucedido?
El vidente le clavó una mirada decidida y penetrante.
—Yo solo soy un mensaje. Cuando eras pequeño te mostré cómo sería el futuro.
Y tú lo dibujabas todo. Pero no puedes acordarte de mí. También Thomas Becker
es solo un mensaje. El mundo, como vosotros lo conocíais, ha sido destruido. Lo
que veis no es más que el eco del apocalipsis, el único fragmento restante
después de la destrucción. El único sitio en que podéis vivir.
—Pero y o nunca he estado aquí, no conocía esta ciudad —objetó Alex.
—No era necesario. Tus recuerdos y los de la chica están entrelazados desde
siempre. Son los únicos mapas con que podéis moveros.
Alex cerró los ojos. Volvió a ver como en cámara lenta el salto al vacío durante
el estallido del asteroide. Había caído de verdad, pues. En todos los rincones del
Multiverso.
No se trataba de una pesadilla.
Era mucho peor.
—Perfecto. ¿Y ahora? —intervino Jenny, sarcástica, mientras un repentino viento
levantaba del suelo las octavillas rojas y azules que revoloteaban por doquier—.
¿Estaremos prisioneros aquí para el resto de la eternidad?
El vidente dejó caer las cartas sobre la mesita, luego giró la mano derecha
mostrando la palma y extendió el brazo con la elegancia de un actor teatral,
como para señalar la realidad circundante.
En la play a estaban los compañeros de clase de Jenny jugando a la pelota.
Al fondo del paseo, Valeria y Giorgio Loria, de la mano, charlaban sentados en
un banco.
Del otro lado de la calle, Roger y Clara Graver paseaban en dirección al puerto.
De golpe, cada persona presente en su campo visual se transformó en un
fragmento de vida pasada. El recepcionista negro del St. James. El niño en el tren
a Cadorna. El viejo que comía, solitario, y recordaba dónde vivían los Graver.
Mary Thompson. El taxista de Altona. El policía que en Milán había ordenado a
Jenny que volviera a casa durante el toque de queda. Giovanni, con su fusil, y la
familia que había alojado a los muchachos la noche antes del fin del mundo.
Estaban todos allí. Eran la única realidad posible. Eran Memoria.
El vidente desapareció, dejando a los dos muchachos perdidos en un laberinto de
preguntas.
Cuando tenía seis años escribí una historia sobre los Exoginos, unos monstruitos
que hoy han sido remplazados por los Gormitis. Ocuparon nada menos que
cuatro páginas, y recuerdo bien por qué lo hice: mi madre me había instado a
escribir con la promesa de que llevaría el guión a la RAI. Solo muchos años
después entendí por qué había usado esa artimaña. Mi primer agradecimiento va,
pues, para ella. Siempre ha confiado en mis capacidades y seguido con pasión
todas mis actividades artísticas. Su ay uda nunca me ha faltado. La publicación de
esta novela es también un éxito suy o. « Hasta detrás cerrado» , respondía de
pequeño cuando me preguntaba cuánto la quería. Era mi modo de describir un
abrazo. Vale aún hoy, mamá.
Pero este libro también existe porque varias personas han decidido viajar de las
realidades paralelas, dando voz a mis mundos.
Piergiorgio Nicolazzini, mi agente, al que expreso mi sincera gratitud, lo mismo
que a todo su equipo. Es una persona leal, seria y sensible como se encuentran
pocas. Cuando decidió incluirme en su escudería empecé a creer de verdad que
esta pasión podía transformarse en una profesión. Querido Piergiorgio, la
conquista de este universo es el primer objetivo. ¡Luego veremos de alcanzar
también los alternativos!
Gracias a Fiammeta Giorgi y la redacción de Mondadori Ragazzi, un equipo de
grandes profesionales que han cortado, cosido y confeccionado mi novela,
demostrándome desde el primer día afecto y simpatía.
Mención particular para Francesco Gungui, mi editor, que ha puesto en riesgo su
salud mental para tratar de orientarse en el vastísimo laberinto de Multiversum.
Ambos sabemos dónde comenzó todo. En un restaurante, cuando esta novela no
existía en absoluto y él aún no trabajaba en aquella redacción. Aquel encuentro
no fue una casualidad. Nunca lo es.
Expreso mi agradecimiento, además, a todos aquellos que nos han ay udado en la
fase de editing, ley endo el libro y aportando valiosas ideas: Andrea y Stefano
Brambilla, Eleonara Giupponi y Claudia Erba, Mirko Cioffi, Veronica Volpe,
Giulia Forcolini y los colegas Francesco Falconi, Asia Greenhorn y Simona
Toma.
Muchas gracias también a algunos amigos que en estos últimos han soportado mis
locuras narrativas, mis argumentos y las ideas estrafalarias que tomaban forma,
poco a poco, en mi cabeza. La « pandilla de Port Roy al» : Matun, Ema, May er,
Gió, Fra y Vlad.
Para concluir, mi gratitud para la persona que me ha cambiado la vida. Es mi
psicóloga, mi editora, mi primera lectora, mi enfermera, y podría continuar
hasta el infinito.
Un día decidió tenderme la mano y caminar juntos, en esta parte del Multiverso.
La amo de veras, como dice Luca Carboni. Gracias, Valeria.
PD: ¡En un universo paralelo, doy las gracias también a todos aquellos a los que
lamentablemente he olvidado en esta lista!
LEONARDO PATRIGNANI nació en Moncalieri (Torino) en 1980.
Ha sido cantante y compositor de una banda de heavy metal llamada Beholder
(con el alias de Patrick Wire).
En 2005 Leonardo empezó los estudios de actor y actor de doblaje y ahora es un
actor de doblaje profesional (ha participado en varios famosos videojuegos como
Call of duty y Assassin’s creed 2).
Desde 2009, Patrignani es también el comentador italiano en directo para EA
Sports en los eventos relativos a FIFA (la simulación de fútbol más famosa del
mundo).
En 2011, Leonardo firmó con Mondadori, la editorial italiana más importante,
después de proponer su saga Multiversum. El autor está representado por la
agencia literaria Piergiorgio Nicolazzini. Y de momento los derechos han sido
vendidos a nueve países, incluy endo el Reino Unido, Francia, Alemania, España
y Australia.
Notas
[1] En el original imbarazzato. Y aunque en la traducción oficial pone
embarazado, seria más apropiado traducirlo como avergonzado. (N. del Ed.
Dig.). <<