Gerard Genette
Gerard Genette
Gerard Genette
Ésta es una trascripción hecha a mano, por lo tanto puede contener algunos errores y palabras —
generalmente las técnicas— modificadas por el auto-corrector de Office.
Además de eso, no hay ninguna dificultad.
Adjunto, además, encontrarán un resumen, preparado por la Universidad Pedagógica de Bogotá.
4
Sobre la historia de esa práctica, véase el estudio inaugural de A. Compagnon, La seconde main, Seuil
1997.
Gerard Genette: La literatura a la segunda potencia
Creo ver las rocas venir corriendo para oírme5.
esas rocas móviles y atentas le parecerán, sin duda, absurdas a quien no conozca las
leyendas de Orfeo y Anfión. Ese estado implícito (y a veces totalmente hipotético) del
intertexto es, desde hace algunos años, el campo de estudio privilegiado de Michael
Riffaterre, quien define, en principio, la intertextualidad de una manera mucho más
amplia de la que yo lo hago aquí, y extensiva aparentemente a lo que yo denomino
transtextualidad: “El intertexto —escribe él, por ejemplo— es la percepción, por el
lector, de relaciones entre una obra y otras obras que le han precedido o seguido”,
llegando a identificar en su empeño la intertextualidad (como hago yo con la
transtextualidad) con la literariedad misma: “La intertextualidad es (…) el mecanismo
propio de la lectura literaria. Sólo ella, en efecto, produce la significancia, mientras que
la lectura lineal, común a los textos literario y no literario, sólo produce el sentido”6.
Pero esta extensión de principio se acompaña de una restricción de hecho, porque las
relaciones estudiadas por Riffaterre son siempre del orden de las microestructuras
semántico-estilísticas, en la escala de la frase, del fragmento o del texto breve,
generalmente poético. La “huella” intertextual según Riffaterre es, pues, más (como la
alusión) del orden de la figura puntual (del detalle) que de la obra considerada en su
estructura de conjunto, campo de pertinencia de las relaciones que estudiaré aquí. Las
investigaciones de H. Bloom sobre los mecanismos de la influencia7, aunque realizadas
en un espíritu totalmente distinto, tienen como objeto el mismo tipo de interferencias,
más intertextuales que hipertextuales.
El segundo tipo está constituido por la relación, generalmente menos explícita y
más distante, que, en el conjunto formado por una obra literaria, mantiene el texto
propiamente dicho con lo que sólo podemos denominar su paratexto8: título, subtítulo,
intertítulos; prefacios, postfacios, advertencias, introducciones, etc.; notas marginales, al
pie de página, finales; epígrafes, ilustraciones; prière d` insèrer, cintillo, sobrecubierta, y
muchos otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas, que le procuran al
texto un entorno (variable) y a veces un comentario, oficial u oficioso, del que el lector
más purista y el menos inclinado a la erudición externa no siempre puede disponer tan
fácilmente como quisiera y pretende. No quiero emprender o desflorar torpemente aquí
el estudio, quizás venidero, de ese campo de relaciones, que tendremos, por lo demás,
muchas ocasiones de volver a encontrar, y que es, sin duda, uno de los lugares
privilegiados de la dimensión pragmática de la obra, es decir, de su acción sobre el
lector —lugar en particular de lo que se llama de buen grado, después de los estudios de
Philippe Lejeune sobre la autobiografía, el contrato (o pacto) genérico9. Recordaré
simplemente, a título de ejemplo (y de anticipo de un capítulo venidero) el caso del
Ulises de Joyce. Es sabido que, cuando se prepublicó por entregas, esa novela estaba
provista de títulos de capítulos que evocaban la relación de cada uno de esos capítulos
con un episodio de la Odisea: “Sirenas”, “Nausicaa”, “Penélope”, etc. Cuando apareció
en volumen, Joyce le había quitado eso intertítulos, de una significación, sin embargo,
5
Tomo el primer ejemplo del artículo “alusión” del tratado de los Tropos de Dumarsis; el segundo, de las
figuras del discurso de Fontanier.
6
7
The anxiety of Influence, Oxford University Press, 1973, y las que siguieron.
8
Hay que entenderlo en el sentido ambiguo, y hasta hipócrita, que funciona en adjetivos como parafiscal
o paramilitar.
9
El término es, evidentemente, muy optimista en cuanto al papel del lector, que no ha firmado nada y
para quien la cuestión es de tomar o dejar. Pero, de todos modos, los indicios genéricos u otros
comprometen al autor, quien —so pena de mala rececpción— los respeta con más frecuencia de lo que
uno esperaría.
Gerard Genette: La literatura a la segunda potencia
“capitalísima”. Esos subtítulos suprimidos, pero no olvidados por los críticos, ¿forman
parte o no del texto del Ulises? Esta pregunta embarazosa, que le dedico a los
partidarios de la clausura del texto, es, típicamente, de orden paratextual. A este
respecto, también el “ante-texto” de los distintos borradores, bocetos y proyectos puede
funcionar como un paratexto: los reencuentros finales de Lucien Y Mme. de Chasteller
no figuran, hablando con propiedad, en el texto de Leuwen; lo único que testimonia de
ellos es un proyecto de desenclace abandonado, con el resto, por Stendhal; ¿debemos
tenerlos en cuenta en nuestra apreciación de la historia y del carácter de los personajes
(De manera más radical: ¿debemos leer un texto póstumo sobre el que no hay nada que
nos diga si el autor lo habría publicado si hubiera vivido, ni cómo lo habría publicado?)
Ocurre también que una obra constituya un paratexto para otra: el lector de Loca
Felicidad (1957), que ve en la última página que el regreso de Angelo a Paulina está en
una situación muy crítica, ¿debe acordarse o no de Muerte de un personaje (1949),
donde encontramos al hijo y al nieto de ambos, lo que anula de antemano esa docta
incertidumbre? La paratextualidad, como vemos, es sobre todo una mina de preguntas
sin respuesta.
El tercer tipo de trascendencia textual10, que yo denomino metatextualidad, es la
relación, se dice más corrientemente: de “comentario” que une un texto a otro texto del
que él habla, sin citarlo (convocarlo) necesariamente, y hasta, en última hipótesis, sin
nombrarlo: es así como Hegel, en la Fenomenología del espíritu, evoca, alusiva y como
silenciosamente, El sobrino de Rameau. Es, por excelencia, la relación crítica.
Naturalmente, se han estudiado mucho (meta-metatexto) ciertos metatextos críticos y la
historia de la crítica como género; pero no estoy seguro de que se hayan considerado
con toda la atención que merecen el hecho mismo de la relación metatextual y el status
de ésta. Eso podría producirse11.
El quinto tipo (sé que salté el cuarto), el más abstracto y el más implícito, es la
architextualidad, anteriormente definida. Se trata de una relación completamente muda,
que sólo es articulada, a lo sumo, por una mención paratextual (titular, como en Poesías,
Ensayos, La novela de la Rosa, etc., o, la mayoría de las veces, infratitular: la indicación
de Novela, Relato, Poemas, etc., que acompaña al título sobre la cubierta), de pura
pertenencia taxonómica. Cuando es muda, puede ser por negarse a subrayar una
evidencia, o, por el contrario, para rechazar o eludir toda pertenencia. En todos los
casos, no se supone que el texto mismo conozca, ni por consiguiente declare, su índole
genérica: la novela no se designa explícitamente como novela, ni el poema como
poema. Aún menos quizás (porque el género no es sino un aspecto del architexto), el
verso como verso, la prosa como prosa, el relato como relato, etc. En último caso, la
determinación del status genérico de un texto no es asunto suyo, sino del lector, del
crítico, del público, que muy bien pueden negarse a aceptar como tal el status
reivindicado por la vía del paratexto: así se dice corrientemente que tal “tragedia” de
Corneille no es una verdadera tragedia, o que La Novela de la Rosa no es una novela.
Pero el hecho de que esta relación sea implícita y esté sujeta a discusión (por ejemplo:
¿a qué género pertenece La Divina Comedia?) o a fluctuaciones históricas (los largos
poemas narrativos como la epopeya ya casi nunca son percibidos hoy como
pertenecientes a la poesía, cuyo concepto se ha ido estrechando poco a poco hasta
identificarse con el de poesía lírica) no disminuye en nada su importancia: la percepción
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Quizás yo habría debido precisar que la transtextualidad no es sino una trascendencia entre otras; por lo
menos se distingue esa otra trascendencia que une el texto a la realidad extratextual, y que no me interesa
por el momento. En cuanto a la palabra trascendencia, la empleo, técnicamente, como lo contrario de la
inmanencia.
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Hallo un primer comienzo de eso en M. Charles. “La lecture critique”
Gerard Genette: La literatura a la segunda potencia
genérica, como es sabido, orienta y determina en gran medida “el horizonte de
expectativa” del lector, y, por ende, la recepción de la obra.
He diferido deliberadamente la mención del cuarto tipo de transtextualidad
porque él y sólo él nos ocupará aquí de manera directa. Éste es, pues, el que
denominaré, de aquí en adelante, hipertextualidad. Por ésta entiendo toda relación que
una un texto B (que llamaré hipertexto) a un texto anterior A (que llamaré, desde luego,
hipotexto)12 en el cual él se injerta de una manera que no es la del comentario. Como se
ve en la metáfora se injerta y en la determinación negativa, esta definición es
absolutamente provisional. Para tomarlo de otro modo, establezcamos una noción
general de texto a la segunda potencia (renuncio a buscar, para un uso también
transitorio, un prefijo que subsumiera a la vez el hiper— y el meta—) o texto derivado
de otro preexistente. Esta derivación puede ser ora del orden, descriptivo e intelectual,
en que un metatexto (digamos, tal página de la Poética de Aristóteles) “habla” de un
texto (Edipo Rey), ora de otro orden, de un orden tal que B no habla en modo alguno de
A, pero, sin embargo, no podría existir tal cual sin A, del que él resulta al término de
una operación que yo calificaría, también provisionalmente, de transformación, y que,
en consecuencia, él evoca de manera más o menos manifiesta, sin hablar de él ni citarlo
necesariamente. La Eneida y el Ulises son, sin duda, en grados diversos y, ciertamente,
de maneras diversas, dos hipertextos (entre otros) de un mismo hipotexto: La Odisea,
desde luego. Como vemos por estos ejemplos, el hipertexto es considerado como una
obra “propiamente literaria” más comúnmente que el metatexto —por la sencilla razón,
entre otras, de que, generalmente derivado de una obra de ficción (narrativa o
dramática), sigue siendo obra de ficción, y como tal cae, por así decir, automáticamente,
a los ojos del público, en el campo de la literatura; pero esta determinación no es
esencial en él, y le hallaremos, sin duda, algunas excepciones.
Escogí dos ejemplos por otra razón, más decisiva: si la Eneida y el Ulises tienen
en común el no derivarse de la Odisea como tal página de la Poética se deriva de Edipo
Rey, es decir, comentándola, sino por una operación transformativa, esas dos obras se
distinguen entre sí por el hecho de que en los dos casos no se trata del mismo tipo de
transformación. La transformación que conduce de la Odisea al Ulises se puede
describir (de modo muy burdo) como una transformación simple, o directa: la que
consiste en transponer la acción de la Odisea al Dublín del siglo XX. En cambio, la
transformación que conduce de la misma Odisea a la Eneida es más compleja y más
indirecta, a pesar de las apariencias (y de la mayor proximidad histórica), porque
Virgilio no transpone, de Ogigia a Cartago y de Ítaca al Lacio, la acción de la Odisea: él
cuenta una historia completamente distinta (las aventuras de Eneas y no ya de Ulises),
pero inspirándose, para hacerlo, en el tipo (genérico, es decir, a la vez formal y
temático) establecido por Homero13 en la Odisea (y, de hecho, también en la Ilíada), o,
como bien se ha dicho durante siglos, imitando a Homero. También la imitación es, sin
duda, una transformación, pero de un proceder más complejo, porque —para decirlo
aquí de una manera aún más sumaria— exige la constitución previa de un modelo de
competencia genérica (llamémoslo épico) extraído de esa realización [performance]
singular que es la Odisea (y, eventualmente, de algunas otras), y capaz de engendrar un
número indefinido de realizaciones miméticas. Este modelo constituye, pues, entre el
texto imitado y el imitativo, una etapa y una mediación indispensable, que no hallamos
en la transformación simple o directa. Para transformar un texto, puede ser suficiente un
gesto simple y mecánico (en último caso, arrancar de él simplemente algunas páginas:
12
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Por supuesto, el Ulises y la Eneida no se reducen, en modo alguno, a una transformación directa o
indirecta de la Odisea.
Gerard Genette: La literatura a la segunda potencia
ésa es una transformación reductora); para imitarlo hay que adquirir necesariamente un
dominio por lo menos parcial de él: el dominio de aquel de sus caracteres que se decidió
imitar; es natural, por ejemplo, que Virgilio deje fuera de su gesto mimético todo lo que,
en Homero, es inseparable de la lengua griega.
Con bastante razón se me podría objetar que el segundo ejemplo no es más
complejo que el primero, y que simplemente Joyce y Virgilio no retienen de la Odisea,
para conformar a ella sus respectivas obras, los mismo rasgos característicos: Joyce
extrae de ella un esquema de acción y de relación entre personajes, que él trata en un
estilo completamente distinto, mientras que Virgilio extrae de ella cierto estilo, que él
aplica a otra acción. O de un modo más brutal: Joyce cuenta la historia de Ulises de otra
manera que Homero, mientras que Virgilio cuenta la historia de Eneas a la manera de
Homero; transformaciones simétricas e inversas. Esta oposición esquemática (decir la
misma cosa de otro modo/decir otra cosa de modo semejante) no es falsa en el presente
caso (aunque desatiende un tanto excesivamente la analogía parcial entre las acciones de
Ulises y Eneas), y volveremos a hallar su eficacia en muchas otras ocasiones. Pero ella
no es de una pertinencia universal, como también veremos, y, sobre todo, encubre la
diferencia de complejidad que separa esos dos tipos de operación.
Para hacer más visible esa diferencia, debo recurrir, paradójicamente, a ejemplos
más elementales. Tomemos un texto literario (o paraliterario) mínimo, como el
siguiente proverbio: Le temps est un grand maitre [El tiempo es un gran maestro]. Para
transformarlo, basta con que yo modifique, no importa cómo, uno cualquiera de sus
componentes; si, suprimiendo una letra, escribo: Le temps est un gran maitre, el texto
“correcto” se ve así transformado, de una manera puramente formal, en un texto
“incorrecto” (falta de ortografía; si, sustituyendo una letra, escribo, como Balzac por
boca de Mistigris14, Le temps est un grand maigre [El tiempo es un alto flaco], esa
sustitución de letra opera una sustitución de palabra, y produce un nuevo sentido; y así
sucesivamente. Imitarlo es un asunto completamente distinto: supone que yo identifique
en ese enunciado cierta manera (la del proverbio) caracterizada, por ejemplo, y para
andar rápido, por la brevedad, la afirmación tajante y la metaforicidad; después, que yo
exprese de esa manera (en ese estilo) otra opinión, corriente o no: por ejemplo, que para
todo hace falta tiempo, de ahí ese nuevo proverbio15: París no se hizo un día. Aquí se ve
mejor, espero yo, en qué la segunda operación es más compleja y más mediata que la
primera. Lo espero, porque por el momento, no puedo permitirme llevar más lejos el
análisis de esas operaciones, que volveremos a encontrar en su momento y lugar.
II
.
Para diferenciar los dos tipos de derivación: transformación e imitación, es necesario
aclarar que “el que hace una parodia o un travestimiento se ocupa esencialmente de un
texto, y accesoriamente de un estilo; por el contrario el imitador se ocupa esencialmente
de un estilo y accesoriamente de un texto”. (Genette, 1989: 100).
Todos estos procedimientos, como los tipos mismos de transtextualidad, no deben
concebirse desvinculados, ni como habitantes independientes de los textos sino que por
el contrario, todos ellos mantienen una estrecha vinculación que hace difícil desligarlos
a
Gerard Genette: La literatura a la segunda potencia
la hora de su definición y análisis.
Para finalizar tendríamos que señalar como de este andamiaje teórico propuesto por
Genette, se puede concluir que todos los hipertextos, cualquiera que sea su grado se
presentan como transformación y/o imitación de obras anteriores. En algunos casos el
hipertexto se desvanece como consecuencia del desconocimiento de su hipotexto. Por lo
tanto, toda relación hipertextual es descubierta según la enciclopedia y competencia del
lector que encontrará mayores o menores relaciones entre uno y otro texto.