Drew Arthur - El Mito de Jesus
Drew Arthur - El Mito de Jesus
Drew Arthur - El Mito de Jesus
Título Original:
LE MYTHE DE JESUS
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PROLOGO DEL AUTOR
EN ninguna parte la sed de salvación era tan ardiente, en ningún lugar del mundo se
creía con tanta firmeza en el inmediato fin del mundo, y en ningun punto del globo se le
esperaba con tanta Impaciencia como entre los judíos.
Tras la cautividad de Babilonia (586 a 536 a. C) la antigua religión judía había
sufrido una transformación profunda. Los Israelitas habían pasado cincuenta años en un
país extranjero. Tras su retorno, permanecieron durante dos siglos bajo la dominación de
los persas y, por lo mismo, en contacto directo y permanente con la política y la vida
económica de los aqueménidas, manteniéndose este contacto aun después de que Alejandro
el Grande hubiese masacrado el Reino Persa y sometido todo el Oriente a la influencia
griega. Durante todo este largo periodo el pensamiento y las concepciones religiosas de los
persas habían influido grandemente la ideología tradicional de los israelitas y dado origen
al nacimiento de concepciones nuevas. Primeramente, el dualismo pronunciado de los
persas había revestido de un barniz netamente dualista el pretendido monoteísmo de los
israelitas. Dios y el mundo, que en el espíritu de los antiguos israelitas se confundían e
identificaban en numerosos puntos, se habían separado y enfrentado. Simultáneamente, el
antiguo dios nacional Yahvé, antigua divinidad de la tempestad y del fuego, se había
transformado, bajo la influencia del dios parsista Ahuramazda (Ormuz), convirtiéndose en
un dios de santidad transcendente: sentado como él en un trono de luz, en el dichoso más-
allá, fuente de vida, dios viviente. que se revelaba a sus criaturas terrestres por medio de
infinidad de intermediarios, ángeles y mensajeros celestes que. para cumplir sus órdenes,
no dejan de subir y bajar entre el cielo y la tierra. Y, de la misma manera en que entre los
persas el bueno de Ahuramazda tiene por antagonista al malo Angromainyu (Ahrimann), y
que los conflictos entre la luz y las tinieblas, la verdad y la mentira, la vida y la muerte son
los resortes escondidos de todos los sucesos terrestres, los judíos atribuyeron a Satán el
papel de adversario de dios, corruptor de la creación divina, de príncipe de este mundo y de
jefe de los ejércitos infernales, que mide su fortaleza con la de Yahvé, rey de los cielos.
Entre los dos príncipes enfrentados, en medio del combate, se encontraba, entre los
persas, Mithra, espíritu luminoso de verdad y corrección, amigo divino de los hombres,
mediador y salvador del mundo. Reparte sus funciones con el Verbo creador y revelación
de Ahuramazda, llamado Hanover y, confundido, en ocasiones, totalmente con él. Mithra
era la personificación del fuego o del sol, y como luz que lucha, sufre y triunfa, que penetra
victoriosamente las tinieblas y la noche, se le puso en relación con la muerte y la
inmortalidad, dándole el atributo de conductor de las almas y juez en la residencia de los
muertos. Mithra era el Hyo Divino, y se decía de él que Ahuramazda le había creado tan
grande y tan digno de adoración como él mismo. En el fondo, Mithra y Ahuramazda eran la
misma identidad: Ahuramazda abandonando la luminosidad celeste para revestir una
individualidad concreta. Habiendo cooperado a la creación del mundo, Mithra era su
guardián, y vigilaba para que el adversario no pudiese destruir el universo. Combatía por
Dios a la cabeza de los ejércitos celestes, y con su espada de fuego expulsada a los
demonios, arrojándoles a las tinieblas de donde habían brotado. El objetivo de la vida
humana se cifraba entonces en tomar partido por dios en este combate, en preparar el
advenimiento del futuro reino de dios trabajando por la victoria de la vida y de la
civilización, cultivando las tierras abandonadas, exterminar los animales peligrosos, y en el
sometimiento a una disciplina moral que impregna toda la vida. Pero los persas decían
también que, cuando la plenitud de los tiempos hubiese tenido lugar, cuando el periodo
actual tocase a su fin, Ahuzamazda suscitaría de la simiente de Zarathustra, fundador de su
religión, el Hijo de la Virgen Saoshyant (Sraosha, Sosieoseh), es decir; el salvador. Otros
decían que Mithra mismo descendería sobre la tierra, y que, en la última y más terrible de
las batallas, conseguiría la victoria sobre Angromainyu y sus ejércitos, a los cuales
precipitaría en los Infiernos, tras lo cual resucitaría a los muertos con sus cuerpos
materiales, y que, tras el juicio final y universal en donde los malos serían condenados a las
penas infernales y los buenos admitidos en la estancia de los bienaventurados, establecería
finalmente el reino milenario de la paz. De todas las maneras las penas infernales no serían
eternas, y los condenados conservarían la esperanza de una última conciliación. En ese
instante, el mismo Angromainyu hará la paz con Ahuramazda, y sobre una nueva tierra,
bajo un nuevo cielo, todos serían reunidos en una eterna felicidad.
Estas ideas expuestas, al penetrar dentro del espíritu judío transformaron
profundamente la antigua fe mesiánica.
Mesías, es decir, Ungido (en griego Kristos), tal era antiguamente el nombre del rey
en su calidad de representante de Yahvé delante del pueblo, y de representante del pueblo
delante de Yahvé; es él quien, según 2 Samuel VII, 13 ss., tenía la calidad de un hijo
obediente a su padre, cualidad de la que participaba también el pueblo en su totalidad10.
Posteriormente, el contraste constatado entre la dignidad sagrada del Ungido del Señor y las
imperfecciones inherentes a la persona concreta de los reyes de Israel dió lugar a que se
proyectara el ideal del Mesías hacia el futuro y esperara de él la realización completa del
reino de Yahvé sobre su pueblo. Con este espíritu los primeros profetas habían visto en el
Mesías el rey ideal del futuro, al único digno de heredar las gracias divinas prometidas a
David. Los judíos le habían descrito como el héroe, más grande que Moisés y Josué, que
restablecería el esplendor de Israel, restaurarla su nación y descubrirla a los paganos e
incrédulos la religión de Yahvé11. Le habían cantado como aquél que desplegaría sobre los
cielos un firmamento nuevo que cubriría una nueva tierra y que haría de Israel la reina de
las naciones12. Se esperaba del Mesías, nuevo Moisés, que reuniera a todos los judíos
dispersos entre los paganos para conducirlos al país de sus padres, al reino de las almas, a la
Patria Celeste, de donde descendieron y a la cual desean volver tras la muerte.
Originariamente, se había visto en el Mesías a un simple mortal, un nuevo David
descendiente de David, rey teocrático, príncipe de paz bendito de dios, gobernando su
pueblo con justicia, de la misma manera que el Saoshyant de los persas era un descendiente
de Zarathrustra. Por esta causa habían dado el nombre de Mesías a Ciro, salvador supremo
de Israel al librarlos de la cautividad de Babilonia13.
Mas, del mismo modo en que la imaginación popular transformó,
inconscientemente, a Saoshyant en un ser divino identificado con Mithra14, el Mesías fue
poco a poco, por los profetas, promovido al rango de rey divino. Se le comenzó a llamar
héroe divino, padre de eternidad, y el profeta Isaías, se complace en describir el cuadro de
su reino de paz, en donde los lobos duermen con los corderos, en donde los hombres no
deben temer más la muerte prematura, en donde se disfruta de la totalidad de los productos
de la tierra, en donde este rey instaurará la edad de oro en la que la justicia reinará como
nunca había reinado hasta entonces15. Misteriosa y sobrenatural como su naturaleza sería
su aparición en el mundo, su nacimiento. Niño divino, deberá nacer en un lugar ignorado16.
Frecuentemente la persona del Mesías se confunde con la de Yahvé. En efecto, los
salmos anuncian para el fin de los tiempos17 la llegada de Dios para sentarse en el trono y
ascender a los cielos.
La imagen del Mesías, participando al mismo tiempo de la naturaleza humana y de
la divina se manifiesta todavía más claramente en la literatura apocaliptica de los últimos
siglos antes de Cristo y en el siglo primero después de C. En el Apocalipsis de Daniel
(hacia el año 165 a. de C.) se nos describe a un ser semejante a un hijo del hombre que
desciende del cielo sobre una nube y que es conducido delante del Antiguo de los Días, y el
contexto no permite dudar que el Hijo del Hombre (barnasa) no sea un ser supraterrestre
representando la divinidad. Dios le confiere su gloria y su poder con el fin de que, al
término de la era actual, venga sobre las nubes del cielo, rodeado de multitud de ángeles, a
erigir un reino eterno: el Reino de los Cielos. En las Similitudes de Henoch (que datan del
último siglo antes de nuestra era), el Mesías, Elegido e Hijo del hombre, aparece bajo las
especies de un ser sobrenatural y preexistente, escondido antes de la creación del mundo, y
cuya gloria dura de eternidad en eternidad, el poder de generación en generación, y que
habita el espíritu de sabiduría y de fuerza; que juzgará todas las cosas secretas, castigará a
los malos y salvará a los justos y santos18. El Apocalipsis de Esdras se entrega
formalmente a la refutación de las razones de todos aquellos que creen que el último juicio
no será presidido por el mismo dios, y ve igualmente en el Mesías una especie de segundo
dios, el Hijo de dios, una encarnación de la divinidad19.
En todo lo que llevamos expuesto resalta claramente la influencia de las creencias
parsistas. Poco importa que los persas hayan tomado estas creencias de Irán o que hayan
encontrado las fuentes de la idea de un rey salvador del mundo enviado por dios en
Babilonia, en donde esta idea tenía raíces muy profundas, y en donde el pueblo lo aplicaba,
según las épocas, a unos o a otros de sus reyes20. Semejante a Saoshyant en la religión
parsista, el Mesías de los judíos era por un lado un simple mortal, procedente de la casa de
David, y por otro lado de la naturaleza divina descendida de dios. Y de la misma manera en
que entre los persas el advenimiento de Saoshyant y la victoria definitiva de la Luz estarán
precedidos de un periodo en donde aparecerán signos amenazadores en el cielo, donde la
naturaleza será desgarrada y los hombres azotados por terribles plagas, el apocalipsis judío
conoce también los dolores de parto del Mesías y describe largamente el periodo de terror
que precederá y anunciará su venida. Concibe igualmente la instalación del reino de dios
como un cataclismo prodigioso que cae súbitamentente del cielo, como una conflagración
universal seguida de la creación de un mundo nuevo y -siempre paralelo a la concepción
parsista- ve el reino terrestre del Mesías seguido de un reino celeste sumergido en la luz de
la vida eterna y en paridad absoluta con los ángeles; concepción que, repetimos una vez
más, corresponde al paraíso parsista. En él, los bienaventurados apagarán su sed en el río
de la vida y se alimentarán de los frutos del árbol de la vida, mientras que los réprobos
serán arrojados a los infiernos en donde sufrirán terribles tormentos como castigo justo para
sus pecados21.
Hasta este instante la idea de una resurrección de los muertos y de un Juicio final
había sido extraña al pensamiento y al sentir de los judíos. Antes del exilio estaban
convencidos que tras la muerte el cuerpo se descomponía y que el alma, sombra insensible,
descendía a la morada de los muertos, al Scheol, sin que nadie se preocupara mucho de la
suerte que corría. Ahora, con la doctrina del Juicio final y universal, y de la destrucción del
mundo por el fuego, la idea de la inmortalidad individual penetra en el espíritu de los
judíos, y Daniel afirma que en el día del juicio los muertos resucitarán, los unos a la vida,
los otros a las penas eternas: Los doctores resplandecerán como el brillo celeste, y aquéllos
que han conducido a las multitudes a la justicia lo harán como las estrellas, por toda la
eternidad22”.
Al asimilar la fe en la inmortalidad personal, el pensamiento religioso judío ganó en
profundidad y en extensión, y adoptó un giro más Individualista. Anteriormente, la moral
judía había sido esencialmente colectiva y social: el conjunto, y no el individuo, era el
objeto de la providencia divina. Pero rápidamente un pensamiento nuevo, anunciado ya por
los antiguos profetas, debe ampararse de los espíritus: aquél que ve en la salud religiosa una
cosa interesante al alma individual, y que establece una relación personal entre el creyente
y Yahvé. Dios, nadie puede negarlo, continúa siendo el Señor de los cielos, sentado en su
trono resplandeciente de luz; continúa siendo fuente de vida, el dios viviente, como el
parsismo lo había predicado. Pero sus cualidades metafisicas desaparecen más y más tras
sus perfecciones morales: la clemencia, la gracia y la misericordia comienzan a constituir
los trazos más sobresalientes de la naturaleza de Yahvé. Dios se convierte en un padre lleno
de amor cuya tierna solicitud guía a los suyos hacia la vida, y que no tolera que, sin su
permiso, sea tocado uno de los cabellos de sus hgos. Los judíos conservadores, los fariseos
y los rabinos levantaron la bandera del nacionalismo y construyeron barreras cada vez más
Infranqueables, sumergiéndose en la estricta observación de la letra de la ley y de los ritos
cultuales, amenazando con sofocar la moral bajo el sistema riguroso de una casuística
jurídica y desprovista de todo valor religioso.
En el extremo opuesto y dentro del mismo pueblo, nos encontramos una moral
nueva, a la vez más humana y más natural, una piedad más espontánea, más cordial y
calurosa, más popular y sana, derribando las barreras del nacionalismo judío, y aportando
una corriente de aire fresco a la atmósfera viciada del nacionalismo y legalismo oficial. Es
entonces cuando gracias a la moral más pura de los salmos, de los proverbios y de los libros
edificantes como los de Job, Baruch, Jesús hijo de Sirach y otros, se establece la base de lo
que se convertirá, tiempo más tarde, en la raíz de la moral cristiana. A partir de ese Instante
el monoteísmo judío comienza a extender su dominación por encima de las fronteras de
Palestina y a amenazar seriamente a las otras religiones antiguas, hasta el instante en que
tuvo que desaparecer frente al cristianismo definitivamente constituido.
2. La idea helenística del mediador (Philón)
Es cierto que Cristo, en palabras de Pablo, habría nacido de una mujer287. Pero
ello no es más que la condición necesaria de su naturaleza humana, tomada,
exclusivamente, en sentido dogmático: esta naturaleza humana es, en términos generales,
un postulado que comporta la idea de un Salvador del mundo. Pablo confiesa que desciende
de la rama de David288. Es lógico que lo haga así, puesto que éste es un elemento
fundamental dentro de la espera mesiánica de los judíos. Sufre289, muere sobre la cruz290,
es enterrado291, resucitado292, y glorificado293: todos estos elementos predicados por
Pablo se armonizan perfectamente con la idea del Servidor de dios en Isaías, en la Sabiduría
de Salomón y en los misterios judíos. Querer concluir, por lo que antecede, que la
historicidad del Jesús paulino es real, no deja de evidenciar una ingenuidad total.
Los caracteres que Pablo atribuye a Cristo, humildad, obediencia, espíritu de
sacrificio y caridad hacia los hombres, no van más lejos del cuadro de las ideas proféticas
sobre la naturaleza del Servidor de dios, y sobre todo cuando es evidente que se han tomado
de tales fuentes294. Pablo, en toda su carrera apostólica, jamás ha invocado, para apoyar
sus afirmaciones sobre Jesús, testigos oculares de éste, que por otro lado no debían faltarle,
sino que cita continuamente la “Escrituras”295, es decir, el Antiguo Testamento. Y cuando
afirma la validez de su evangelio, lo hace haciendo hincapié en el hecho de que dios ya lo
había anunciado, con antelación, por sus profetas -habla de su evangelio concerniente a
Jesús-, el cual lo recibió por medio de una revelación sobrenatural, y no por la tradición
oral de aquéllos que habían conocido personalmente al Señor296.
En ningún lugar de los escritos de Pablo es posible descubrir el menor rasgo
individual de la vida de Jeús, por lo menos algún rasgo desprovisto de toda significación
dogmática y revelador de la posibilidad de que Pablo viese en Jesús a un personaje histótico
muerto hacía poco. Su Jesucristo no tiene padres, ni patria, ni doctrina, ni discípulos, ni
siquiera ha realizado ningún milagro, salvo el de su propia resurrección. Muere de la mano
de los espíritus estelares, porque eso es lo que designa el término “Príncipes de este
siglo”297; y si es vencedor de la muerte, ello ha sido posible porque la muerte ha liberado
el espíritu que habita en él, y que es uno con el espíritu de dios; lo que nos permite
participar en su resurrección y en su vida celeste por la fe, es decir, por la íntima unión con
el espíritu de Cristo, al apropiamos personalmente de la salvación realizada por él,
siguiendo sus huellas, muriendo igualmente al pecado y al penetramos con la idea de su
pasión298.
Las objeciones que en favor de la historicidad del Jesús paulino, se tienen por
costumbre de oponer a estos argumentos, no tienen ninguna consistencia. Se dice, por
ejemplo, que Pablo cita palabras de Jesús, que debía saber muy bien lo que había dicho y
enseñado. Pero Pablo no conoce las palabras de “Jesús”, únicamente conoce palabras del
Señor, que afirma haber recibido de él por revelación, pero que en realidad ha tomado del
Antiguo Testamento299. lo que prueba que el término Señor no señala a Jesús, sino a
Yahvé. En el caso de que estas palabras del Señor, citadas por Pablo, tengan alguna
similitud con las del Jesús de los evangelios, no prueban, en absoluto, que provengan de
allí; todo lo contrario: estas palabras han podido, muy bien, pasar de las epístolas a los
evangelios, que son posteriores y que presentan igualmente, otras señales inequívocas de
las epístolas300.
Si suponemos que Pablo conoció efectivamente las palabras de un Jesús histórico,
¿por qué no las invoca, salvo en cuestiones secundarias tales como 1 Cor. VII, 10 y XI, 14,
que hacen referencia al divorcio y al derecho de los apóstoles de ser mantenidos por la
comunidad? ¿Por qué no lo hace en las cuestiones capitales de su ministerio público, en vez
de recurrir, para motivar sus ideas, sobre todo en consideración a sus lectores paganos, a
una demostración complicada y, con frecuencia, difícilmente inteligible a base de las
Escrituras, cuando le hubiese sido suficiente citar una palabra de Jesús para confirmar su
opinión?
El fondo de todas las exposiciones reside en la actitud a tener con respecto a la ley
judía. Pero para ello jamás ha reclamado la autoridad de Jesús; y, cosa todavía más singular
y llamativa: sus adversarios no le citan más que él, como si nadie conociese en Jesús
ninguna autoridad. Por la misma razón, las ideas morales de Pablo no tienen nada que ver
con la de Jesús en los evangelios.
Cuando H. Holzmann, en respuesta al Mito de Jesús, reunió con toda premura, en
las espítolas paulinas, cierto número de las pretendidas palabras de Jesús para demostrar
que eran familiares al apóstol, estaba realizando un trabajo inútil que, aún en los medios
teológicos, resulta cómico. Tanto el filólogo Hertlein como el teólogo Martín Brünkner han
refutado la afirmación de que Pablo debe estas palabras del Señor a su conocimiento del
Jesús de los evangelios301, y el mismo Harnack confiesa no estar convencido de que los
pasajes en cuestión no hayan sido tomados de la tradición evangélica302.
Un argumento tan frágil como el de las “palabras del Señor” es el que se desprende
de 1 Cor. XV, 5 y ss. En este lugar, Pablo describe cómo el resucitado se ha aparecido a
Pedro, después a los Doce, enseguida a más de quinientos hermanos a la vez, a Santiago, a
todos los apóstoles y, finalmente, a él mismo. Pablo, se afirma, conoce entonces, a los
discípulos inmediatos de Jesús, y es por ellos por los que ha oído hablar de Jesús. De
acuerdo, pero ello sólo es posible a condición de que los discípulos le hayan hablado sobre
el particular. Y nuestras epístolas no dicen nada sobre el particular, y uno puede
preguntarse, con toda lógica si los Doce, como lo pretende el evangelio, han estado en
relación personal con Jesús. Ellos han podido, en realidad, tener visiones del resucitado,
cosa nada de extrañar en hombres sujetos a todo tipo de exaltaciones religiosas: lo que ven
con los ojos de su espíritu no puede confirmar la materialidad de lo que perciben, lo mismo
que la pretendida visión de Damasco no prueba, en absoluto, la materialidad histórica de lo
que Pablo ha visto. Además, el mismo Pablo confiesa que no ha visto a Jesús, sino que fue
rodeado de una luz Imprecisa acompañada de fina voz que él atribula, en su espíritu, a
Jesús, sin que ello constituya la menor garantía de que esta atribución se dirigiera a un
Jesús histórico. De lo contrario, sería necesario deducir la historicidad de la virgen María de
las visiones con que ha sido gratificada la paisana de Lourdes. El mismo texto que narra las
visiones del resucitado es, desde el punto de vista de la critica literaria, de los más
sospechosos. Los filólogos, y no solamente ellos, sino que a su parecer se han unido
muchos teólogos, han visto en el pasaje 1 Cor XV, 5 y ss., una interpolación tardía, o por lo
menos un texto muy adulterado. Lo que dice Pablo está en contradicción total con los
evangelios, en los que el resucitado se habría aparecido primeramente a las mujeres303, y
en donde, tras la traición de Judas, sólo quedan once discípulos a los cuales -en Lucas304-
se presenta Jesús. En esta carta llama también la atención la mención de Santiago, cuya
relación con su “hermano” Jesús, según los evangelios, había sido bastante distante, y de
quien los evangelios ignoran el que hubiese sido gratificado con la visión del resucitado.
No puede rechazarse en bloque la opinión que ve en los versículos del 5 al 11 una
interpolación tardía y, en cualquier caso, este pasaje no puede ser considerado como un
argumento en favor de la historicidad de Jesús305.
¿Qué debemos pensar de los “hermanos” de Jesús? En 1 Cor. IX, 5, Pablo cita “a los
otros apóstoles, y los hermanos del Señor y Cefas”. En Gal. 1, 18, Santiago recibe el título
de “hermano de Jesús”. ¿Puede deducirse, en el caso de que Jesús haya tenido hermanos y
de que Pablo los haya conocido, que Jesús es un personaje histórico?306. Pero, ¿en dónde
se habla de los hermanos de Jesús? El texto habla, ciñéndose a la letra, de “los hermanos
del Señor” y es necesario demostrar que este término designe la consanguinidad. Orígenes
dice que Santiago fue llamado “hermano del Señor” no tanto por los lazos de parentesco
que hubiesen existido entre los dos hombres, o a causa de su juventud pasada juntos, cuanto
a causa de su fe y de su virtud307. Jerónimo308, Hegesippo, Clemente de Alejandría y
otros comparten este parecer. Los teólogos católicos, admiten generalmente, que los
“hermanos” de Jesús eran sus primos. Hay que reconocer, no nos llamemos a engaño, que
generalmente todos estos autores niegan la fraternidad de Santiago y Jesús en consideración
a la pretendida virginidad de María. De todos modos Orígenes cree en la consanguinidad de
Santiago y Jesús, pero hace hincapié en el hecho de que el título de ‘hermano del Señor” ha
de ser tomado, no en sentido natural, sino en el sentido espiritual. ¿No podemos pensar que
Pablo haya tomado este término en el mismo sentido, sobre todo cuando Hegesippo309 nos
enseña que Santiago era reconocido por su piedad en los medios judeocristianos del siglo
II? El empleo del término hermano, en sentido figurado, es muy corriente dentro del Nuevo
Testamento. Jesús pregunta: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? y él mismo
se contesta: “Cualquiera que haga la voluntad de dios310”. En Mateo XXVIII. 10 y Juan
XX, 17, Jesús llama a los apóstoles “hermanos” término que se encuentra, exactamente con
el mismo sentido, en el diálogo de Justino con el judío Tryphon311.
Resulta evidente que los “hermanos del Señor” no son más que un grupo de
cristianos distinguidos por su piedad, más particularmente, son los Hijos de dios312, de la
misma manera en que en la Iglesia de Siria, como lo recuerda Hertlein, todos los cristianos
eran llamados hermanos y hermanas de la nueva alianza, lo que tampoco era óbice para
designar, más particularmente, con este nombre, un círculo más restringido de la
comunidad313. En las Constituciones Apostólicas, los mártires son llamados hermanos del
Señor, y según los Hechos XII, 2. un cierto Santiago hubiese sido el primer mártir entre los
doce Apóstoles. ¿No es lógico pensar que, en la memoria de una época más reciente,
Santiago llamado Justo no habría sido confundido con Santiago el mártir, hijo de Zebedeo y
hermano de Juan, y esta confusión le hubiese valido el título de hermano del Señor314?
Un término cuya significación es tan imprecisa y que se presta a múltiples
interpretaciones, como es el caso de hermano del Señor no puede probar nada en favor de
la historicidad de Jesús; lo único que demuestra ha sido el embarazo cruel en que los
historicistas se han visto, para defender su hipótesis, de agarrarse, como fuese, a un clavo
ardiendo, en este caso al término hermanos del Señor, y de citarlo contra el carácter mítico
del Jesús del apóstol Pablo.
El único texto que pudiera entonces citarse para demostrar que Pablo tenía presente
a un Jesús histórico son Me palabras de institución de la Cena, 1 Cor. XI, 23 y ss. He
recibido del Señor lo que os he enseñado: y es que el Señor, en la noche en que fue
traicionado, tomó el pan, y tras haber dado gracias, lo rompió y dijo: Esto es mi cuerpo, que
es roto por vosotros; haced esto en memoria mía. De la misma manera, tras haber cenado,
tomó la copa y dijo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre; haced esto en mi memoria
cuantas veces bebáis de ella. Porque todas las veces que vosotros coméis de este pan, y que
vosotros bebéis de esta copa, anunciáis la muerte del señor hasta su venida”. Tenemos aquí,
por lo que parece, una alusión a un hecho determinado, a un detalle preciso de la vida de
Jesús: la noche, la traición, la comida que precedió al arresto. Los adversarios del mito de
Jesús -no se puede uno extrañar-, declaran triunfalmente que este pasaje es “mortal” para
los negadores de la historicidad de Jesús (Jean Weiss).
¡Examinemos el texto más cerca! “En la noche en que fue traicionado” ¿Luego
Jesús ha sido traicionado? Toda esta historia de la tradición es, desde el punto de vista
psicológico, como desde el punto de vista histórico, tan extraña, que sin duda ninguna más
de un lector inteligente de los evangelios ha tenido que ser sorprendido. Imaginemos a un
Jesús que, sabiendo que uno de sus discípulos ha de traicionarle y perder de este modo, por
toda la eternidad, su alma, no hace nada para evitar que el miserable cumpla su deseo; que
al contrario, ¡le exhorta a hacerlo, y no evita los efectos de esta traición! Podemos imaginar
la actitud de los discípulos: El maestro acaba de revelarles que uno de entre ellos ha de
traicionarle esa misma noche. Los discípulos aterrados se miran y le preguntan; “¿Soy yo,
maestro? ¿Soy yo?”. Cada uno, se dirá, debía creer que podía responder por su propia
persona, y vigilar a los otros para evitar la traición, ¡Nada sucede! Tranquilamente, como si
nada hubiese pasado, los Doce abandonan con Jesús la sala de la Cena, y salen al silencio
de la noche sin darse cuenta de que uno de entre ellos acaba de abandonar el grupo.
Podemos imaginarnos también a Judas que consigue hacerse pagar por el sumo sacerdote
por traicionar a un hombre que todos los días circula libremente por las calles de Jerusalén,
y que aun durante la noche puede ser encontrado sin necesidad de los servicios de un
traidor, sobre todo cuando siempre está acompañado de sus doce discípulos, lo que
difícilmente hubiese podido escapar a los ojos de un investigador. “Que Judas, dice
Kautsky, haya traicionado a Jesús, es tan poco probable como el que la policía de Berlín
haya pagado a un soplón para localizar a un ciudadano llamado Beber”. El hecho es que
todo el episodio de la traición no es más que una trama hecha de alusiones a las profecías
del Antiguo Testamento. y Judas, lejos de ser un personaje histórico, no es más que el
símbolo de la nación deshonrada por los cristianos. De aquí su nombre: Judas315. Pablo
debía, entonces. Ignorar el episodio de Jesús traicionado durante la noche, y el pasaje citado
de la primera a los Corintios, que supone lo contrario, no puede inspirar ninguna confianza.
A pesar de todo lo que digan los teólogos, es innegable que el pasaje 1 Cor. XI, 23,
es sospechoso de ser una interpolación en el texto paulino. Los holandeses Straatmann316 y
Bruins317 ya negaron que el episodio de la Cena fuese de Pablo, y sostuvieron que este
pasaje encaja mal en el contexto: Inmediatamente antes (17-22) y después (33 y ss.) no se
habla, en absoluto, de la eucaristía, sino de los ágapes y de los abusos que se producen en
ellos y por cuya causa Pablo riñe a los corintios, recomendándoles la actitud a tomar. Steck
ha declarado que este pasaje se ha preparado con el fin de servir a fines litúrgicos318,
Vólter319 llega a pensar que todo el capítulo XI no es más que una interpolación. Van
Manen ha expresado sus dudas con motivo del pasaje que hace referencia a la Cena, porque
encaja mal con lo que precede. Este crítico tiene la impresión de encontrarse frente a una
colección de notas, procedentes de varias fuentes, destinadas a substituir los ágapes de los
comunidades por la eucaristía320. Estos científicos han sido secundados por el filólogo
Schláger, traductor de la “Epístola a los Romanos” de van Mane, y que también ha indicado
las razones de la desconfianza que le inspira este pasaje321. Está claro que la buena
indignación que han manifestado los teólogos cuando he negado, en la primera parte de mi
“Mito de Jesús” la autenticidad del pasaje en cuestión es un poco artificiosa y
desplazada322.
De todas maneras, aunque se admita que el texto en cuestión es paulino, ¿qué puede
probar con respecto a la historicidad de Jesús? Pablo afirma haberle “recibido del Señor”.
¿Esta afirmación se aplica solamente a las palabras de Jesús, o también a la noche en que
Jesús fue traicionado y celebró la Cena con los suyos? Pero el texto griego ignora
completamente que Jesús fuese traicionado, lo único que sabe es que fue entregado, porque
este es el sentido del verbo paradidonai323. Y, considerándolo así, es evidente que este
término está tomado de la descripción del Servidor de dios de Is. LIII, 12, en donde se dice
que el Servidor de dios fue entregado a la muerte. Que ello haya ocurrido durante la noche,
es lo más natural, puesto que en Pablo los adversarios del Mesías son las potencias de las
tinieblas y del mal, más exactamente, los espíritus estelares que ejercen su nefasto poder
durante la noche. Hemos visto ya que la secta de Jesús celebraba una cena con doce
participantes. Puede admitirse, pues, que en esta ocasión, como en los otros misterios
antiguos, se recuerde el pasaje de Isaías y que se pronuncien las palabras del dios cultual
que eran consideradas como las palabras de despedida del salvador. Consideradas las cosas
de esta manera, Pablo puede muy bien haber tomado del Antiguo Testamento los
pretendidos elementos históricos sobre la traición nocturna y sobre la Cena, y en este
sentido, él las “habría recibido del Señor”, puesto que en ellas se manifiesta el lazo que une
la nueva secta de Jesús al Servidor de dios en el profeta.
En este sentido, sin duda alguna, habrá que interpretar la revelación por la cual
Pablo afirma haber recibido del Señor las palabras de la institución de la Cena. Estas están
muy lejos de dar la sensación de autenticidad. Tienen -los mismos teólogos lo han señalado
en varias ocasiones- un carácter netamente ritual, que supone un uso cultual ya antiguo, y
que están simplemente tomadas de la liturgia cristiana. Si Pablo las considera como una
revelación, con la cual ha sido él el único gratificado, sólo puede ser porque él ha creído,
efectivamente, reconocer en ellas palabras del patrón de la comunidad, y que debieron
hacerle una impresión particular cuando las oyó por primera vez. En el caso de que estas
palabras hayan sido pronunciadas por un Jesús histórico, es probable que los autores de los
evangelios, en lugar de modificarlas, las hubieran conservado y transmitido a la posteridad
como una inestimable reliquia. Pero en los evangelios no tienen la misma hechura, sin que
por ello den la sensación de mayor autenticidad. En una y otra redacción cuadran mal con
la simplicidad y humildad, tan pregonada, de las palabras de Jesús. “¿Cómo, se pregunta el
teólogo Elchhorn, los discípulos debían imaginarse que comían el cuerpo de un Cristo que
sería probablemente entregado a la muerte, y que bebían su sangre, no la sangre contenida
en su cuerpo, sino la que seria derramada próximamente?”324. Estas son concepciones de
una comunidad practicante de un culto místico, no las que pueden comprender un grupo de
gentes del pueblo, simple y no iniciadas, de pobres pescadores y artesanos; ignorantes
todos, salvo Pedro, de que Jesús fuese el Mesías. Estas no son palabras que pueda
pronunciar su maestro durante la última hora pasada con ellos.
Y si admitimos la realidad histórica de Jesús, hay que afirmar entonces, que él no ha
podido instituir la comida conmemorativa de la Cena. Se le ve convencido de que el fin del
mundo está cerca, y ésta es la premisa esencial de su doctrina. Y, cuando el tren rápido que
ha de transportar a los creyentes al otro mundo está en la estación, no es el momento de
crear Instituciones. Los mismo puede decirse acerca de las palabras que hacen de Pedro la
roca de la Iglesia y que le confieren el poder de las llaves325. Cristo no ha podido,
razonablemente, pronunciar las palabras de la Cena que le atribuye Pablo, sin contradecirse
abiertamente en toda su doctrina, expuesta con anterioridad. Aun los mismo teólogos, al
menos una parte considerable de ellos, están convencidos de que la institución de la Cena
proviene de fuentes cultuales y simbólicas que los evangelios han acomodado a la manera
de un hecho histórico. Aun los que creen poder mantener el hecho de que la narración
descubre un núcleo histórico, están de acuerdo en admitir que las cosas sucedieron de un
modo distinto a como están narradas en los evangelios326. Es absurdo tratar, con todo, de
confiar en la narración paulina y de ver en 1 Cor. XI, 23 y ss., una prueba de que Pablo
había conocido un Jesús histórico. Por otra parte, la mayoría de los teólogos van cambiando
de opinión sobre el particular. Heutmüller confiesa que la narración de la última comida y
la Institución de la Cena no puede servir más que indirectamente, porque ha sido
presentado como “recibida del Señor”, es decir, como una revelación327. Y es
precisamente este pasaje el que los teólogos, en las discusiones sobre el mito de Jesús, han
presentado como el principal argumento en favor de la historicidad del Jesús paulino328.
Debemos concluir pues que en las epístolas paulinas no existe un sólo pasaje que
pueda seriamente ser invocado para probar la historicidad de Jesús. En el caso de que los
teólogos se empeñen en aducir a Pablo como el testimonio principal en apoyo de su
opinión, hay que reconocer que no existe, en su actitud, más que una ceguera absoluta o un
engaño manifiesto. Todos los pasajes que se citan en apoyo de su tesis, en el caso de que no
sean sospechosos desde el punto de vista puramente literario, se prestan a Interpretaciones
diversas, son imprecisos y equívocos, y no pueden. sin ideas preconcebidas. ser
considerados como argumentos en favor de la historicidad de Jesús. Pablo no ha conocido
al Jesús histórico. Y ello se desprende, también, del hecho de que, según la narración
dirigida a Teófilo, Festus y Gripa no le encuentran ninguna falta. Y, en el caso de que Pablo
hubiese declarado abiertamente, como lo hizo, que era seguidor de un Jesús ajusticiado por
un crimen político, lógicamente los romanos no hubiesen dejado de ver en él también, a un
criminal político.
Poco a poco, esta conclusión parece imponerse también a los teólogos. M. Brückner
ya en 1.903, había escrito, en su obra Die Entstehung der paulinischen Cristologie (Los
Orígenes de la Cristología paulina), en este sentido y, en 1.904, Wrede, en su obra Paulus,
aparecida en la colección Religionsgeschichtliche Volksbücher (Obras populares sobre la
historicidad de las religiones), declara lo mismo: que Pablo, en realidad, se había
desinteresado totalmente de la vida terrestre de Jesús y que su concepción de Cristo se ha
constituido independientemente del Cristo histórico. Esta idea ha sido también confirmada
por Heitmüller en su artículo sobre el problema de “Pablo y Jesús”, aparecido en 1.912 en
la revista f. neutestam. Wissenschat (Revista de las ciencias neotestamentarias), donde
señala la parsimonia significativa, con la que el apóstol se refiere al Jesús histórico. ‘Tengo
la impresión, confiesa, de que en los medios teológicos no se tiene en cuenta esta realidad
o, al menos, se disminuye su importancia329... La verdad es que Jesús en tanto personaje
histórico no aparece directamente en las epístolas como factor determinante y
constitutivo330... Se repite con frecuencia: Pablo ha conocido, naturalmente, a Jesús mucho
más de lo que él mismo declara en sus cartas. Ello es posible y aun lógico: los quince días
que pasó con Pedro en Jerusalén, Gal. 1, 18 (¿? ya expuesto), le han podido servir para
tener un conocimiento más exacto de Jesús, lo mismo que el contacto, que tuvo con ocasión
del sínodo de los apóstoles, con los testigos directos de la actividad de Jesús. Pero, al
expresamos de este modo, estamos totalmente metidos en el dominio de las posibilidades, y
nuestras fuentes no nos permiten hacer de estas posibilidades unas realidades
históricas”331. Tampoco pueden citarse los Hechos y la historia de Esteban VII, 58 y VIII,
3, porque en esta narración las frases que se refieren a Pablo parecen “superpuestas o
interpoladas en un original que primitivamente no las contenía”332. La nota que habla de la
participación de Pablo en la ejecución de Esteban, nos dice Heitmüller, “debe ser relegada
al dominio de la leyenda”333. “En el caso de que todo ello fuese exacto, la tradición no nos
ofrece ningún indicio y no nos permite suponer que Pablo haya tenido contacto, en sus
comienzos, con la secta cristiana en Jerusalén, ni que haya perseguido a la comunidad”334.
“A menudo se nos dice que las epístolas paulinas que poseemos no son escritos
propagandísticos, sino que están dirigidas a comunidades cristianas ya constituidas; en su
actividad misionera, se continúa, Pablo daría, naturalmente, muchos más detalles sobre la
vida de Jesús. Ello puede ser posible, pero no deja de ser, igualmente, una suposición y,
suposición que a mi parecer, nuestras fuentes no autorizan a tener en cuenta ni a deducir. Lo
que sí está claro es que Pablo tenía la costumbre de pintar a los ojos de quienes quería
convertir, como en un amplio fresco, la muerte de Jesús sobre la cruz (Gal. III, 1), seguida,
naturalmente, del cuadro correspondiente de la glorificación. Pero suponer que haya dado
Información detallada sobre la vida de Jesús y su personalidad histórica, que hayan hecho
uso amplio y abundante de los materiales que nos ofrece la tradición sinóptica, es poco
compatible con la actitud que, en sus epístolas, le conocemos con respecto al Jesús
histórico”335.
Todo esto está escrito nada menos que por el mismo Heitmüller que, en su curso
sobre la historicidad de Jesús quiso cubrir de ridículo al “diletante” Drews, y que en 1.913
hizo publicar una obra sobre Jesús donde trataba de defender, a pesar de todo, por medio de
las epístolas paulinas, la historicidad de Jesús, con grandes declamaciones contra “los
procesos arbitrarlos y contrarios a todo método científico” con los que los negadores de
Jesús se esfuerzan de separar ‘los detalles precisos” de estas epístolas, “que prueban,
efectivamente, que Pablo conocía al Jesús histórico”; este mismo Heitmüller que, para
terminar, se adelanta para gritar: “Pablo es la roca contra la cual continuarán estrellándose
todas las tentativas de eliminar a Jesús de la historia”336.
Si éstas son las elucubraciones de uno de los más eminentes teólogos, nada puede
extrañarnos de los otros. El truco es viejo: se recurre a las palabras grandielocuentes y a los
discursos de campanillas cuando no se poseen argumentos sólidos que presentar. A pesar de
sus pomposas declaraciones resulta evidente que Pablo, en lugar de ser un testimonio en
favor de la historicidad de Jesús es, al contrario, el testigo más irrecusable y sólido contra la
tesis historicista.
En todo esto, lo repetimos, poco importa que las epístolas sean o no auténticas, ya
que, aunque su autenticidad estuviese fuera de toda duda, no probarían, en absoluto, el que
Pablo haya conocido a un Jesús histórico. “Si, nos dice Robertson, se coloca uno bajo el
punto de vista del historiador, estas epístolas minan por la base la teoría biográfica, se les
atribuya una fecha reciente o no, se les considere auténticas o falsas. En el caso de que sean
antiguas despojan por completo a Jesús de su reputación de personalidad impresionante. Si
son más recientes, como lo piensa van Manen, que las supone redactadas en los años 120 y
140, prueban que la personalidad de Jesús era indiferente y que el autor ignoraba toda la
tragedia de Jesús. En efecto, la alusión que se hace de esta tragedia es debida a
interpolaciones muy recientes, aunque en conjunto sea de una época donde la historia de
Judas todavía no había comenzado a circular”337.
¿Cómo se presentan, con esta perspectiva, las otras epístolas del Nuevo Testamento?
Hemos tenido ya la ocasión de señalar que la epístola de Judas ignora todo de un Jesús
histórico, y, según todas las apariencias, ni siquiera es de origen cristiano. Lo mismo
sucede, lo hemos dicho ya, con la epístola de Santiago, escrito de origen puramente judío
que combate la doctrina paulina de la justificación por la fe únicamente, y en donde el
nombre de Jesús (I, 1; II, 1) es una descarada interpolación. Las dos epístolas de Pedro son,
exclusivamente, dogmáticas, a pesar de que el autor nos quiere hacer creer que él ha sido
“testigo ocular de su esplendor, sobre la montaña, de la transfiguración”338. Como las
epístolas de Juan, que tienen un carácter similar, se remontan, lo más pronto, hacia
mediados del siglo II, lo que no las autoriza, y los teólogos están de acuerdo con ello, para
entrar en el problema que nos ocupa.
“La crítica desemboca, necesariamente, en la conclusión de que, durante todo un
siglo, tras la pretendida muerte de su fundador, la secta de Jesús no poseía otros
documentos más que algunos escritos tales como la Didaché, o algunas pequeñas epístolas
paulinas de dudosa autenticidad, que fueron perdidos o absorbidos por escritos más amplios
de fechas más recientes, y que, a su vez, ignoran todavía los libros sagrados de los
seguidores de Jesús. Todos estos documentos excluyen la hipótesis de un Jesús histórico
aunque no fuese más que de pobre personalidad. En los elementos doctrinales que han
abierto ya profundos surcos en la fe, la personalidad de Jesús no cuenta para nada. En el
caso de que sea una víctima, no lo es más que en el mundo de las abstracciones; y, aun en
este sentido, difícilmente puede distinguirse su figura en la Didaché de los Apóstoles. Ni un
sólo nombre ni de sus padres mortales, ni de su domicilio, ni de su carrera. Todo contribuye
a confirmar nuestra suposición de que se trata de un culto muy antiguo, culminando en un
sacramento derivado de un rito de sacrificio humano combinado con los mitos judíos y
paganos que tenían como finalidad la deificación de la víctima”339.
El único testimonio que nos resta en favor de la historicidad del Hombre-dios que
ha sido inmolado reside pues en los evangelios, por consiguiente ellos son un fenómeno
único aislado de todo encadenamiento de las causas y de los efectos. ¿Se quiere
convencernos de lo contrario? Los creyentes, cuando no encuentran otra salida, tienen la
costumbre de oponernos un cierto número de pretendidos testimonios profanos en favor de
la historicidad de Jesús. ¿Qué puede pensarse de estos testimonios? Puede ser útil
examinarlos de cerca antes de pasar al estudio de los evangelios.
2. Los testimonios profanos.
NUESTRA afirmación resulta ser cierta: no existen pruebas que puedan confirmar
la existencia histórica de Jesús si no se tienen en cuenta los evangelios. Lo que llevaría a la
conclusión de que en ellos, si existe alguna prueba, hemos de tratar de buscar los hechos
que puedan, realmente, demostrar inequívocamente su historicidad. Serían pues,
testimonios aislados que nadie podría corroborar. Van der Bergh van Eysinga tiene razón
cuando dice: “Si lo que conocemos de Afila, se limita únicamente a lo que puede leerse en
los Nibelungos, debemos confesarnos que no sabemos si realmente vivió o se trata de una
figura mítica como Sigfrido. Las fuentes donde debemos investigar la vida de Jesús no
valen mucho más”389. Es cierto que se han esforzado en darles una base histórica, trayendo
a colación una nota de Eusebio (siempre nos encontramos con este afortunado), según la
cual, Papías, el obispo de Hierápolis ya mencionado, informa que Marcos, el intérprete de
Pedro, habría escrito, sin orden preciso, por supuesto, sus recuerdos de los discursos y
hechos de Jesús, que él mismo habría sacado de las conversaciones ocasionales con Pedro,
escritos que vendrían apoyados, según Papías, por Juan el “Antiguo”390. Pero, ¿de qué
utilidad nos resulta esto? Eusebio (en el siglo IV) pretende haber tomado todo de Paías
(hacia el año 150), y Papías, según Eusebio, pretende haberlo tomado de un “Juan el
Antiguo”, que nos resulta totalmente desconocido, y también de Pedro el de Jesús. Se
necesita mucho candor e ingenuidad si se pretende fundar sobre estas Informaciones,
procedentes de un pretendido testigo ocular, la veracidad de lo narrado en los evangelios.
Eusebio nos enseña también, acerca del primer evangelio, que su autor Mateo
escribió los discursos del Señor en hebreo y que “cada uno los traducía como podía”391.
Lamentablemente esta nota no nos sirve de nada, por la sencilla razón que no nos dicen la
naturaleza de los “discursos del Señor”. ¿Se trataban de propósitos tenidos por un Jesús
histórico, o de las palabras atribuidas a la inspiración inmediata del Espíritu Santo y
pronunciadas por personalidades señaladas, o eran, al fin de cuentas, palabras del Antiguo
Testamento, es decir, de Yahvé, designado, Igualmente con el título de Señor? ¿Y quién era
este Mateo? ¿El autor del primer evangelio? Se presupone que se trata del cobrador de
impuestos llamado por Jesús, Mar. II, 14. Pero Marcos, el cobrador no se llama Mateo, sino
Leví, hijo de Alfeo, a quien sólo mucho más tarde se le identifica con Mateo. En el fondo,
esta nota nos viene a decir, simplemente, que en el siglo II, debió de haber circulado una
colección de palabras pronunciadas por el Señor, ricas en variantes, y que esta diversidad
venía originada, al parecer, por la diversidad de traducciones de una fuente común, que se
suponía de un cierto Mateo cuyo nombre figuraba entre los que se designaban como
discípulos de Jesús. Al final resulta que Papías no era un testimonio demasiado fiable. El
mismo Eusebio confiesa que era “un hombre de poca sesera”, y lo que pretende haber
recibido de los “Antiguos” con respecto a las palabras y enseñanzas de Jesús, lo mismo que
sobre los hechos de los apóstoles, es tan absurdo que el mismo Eusebio se indigna y no
duda en colocar sus historias entre las fábulas.
¡Y estos son los pilares sobre los que quiere afirmarse todo el peso de la historicidad
de los evangelios! ¿Cómo pueden los teólogos hablar de una “buena tradición”, y fundar
sobre ella su famosa hipótesis de las “dos fuentes” que es la base de la crítica moderna?
Según esta hipótesis el evangelio de Marcos, probablemente una forma más antigua
llamada “primitivo Marcos”, constituye una de las dos fuentes de los evangelios tal y como
han llegado hasta nosotros; él transmitirla los hechos de Jesús. La otra fuente serían los
discursos o sentencias transmitidas en las notas de Mateo mencionadas por Papías, es decir,
en el Mateo primitivo. Nuestro Mateo y Lucas actuales habrían tomado sus informaciones,
independientemente el uno del otro, de los hechos de Jesús en el Marcos primitivo, y cada
uno habría incorporado en su narración los discursos de Jesús que habría tomado de las
Sentencias. Además cada uno habría utilizado una fuente particular que no existía ni en las
Sentencias ni en el Marcos prima, y que uno piensa que puede atribuirse a la tradición oral.
Pero es suficiente que se traten de precisar los elei lentos de esta hipótesis, para que la
unanimidad entre las autoridades competentes desaparezca. Unos pretenden que el Mateo
primitivo comprende también narraciones sobre la vida de Jesús; el Marcos primitivo que
contiene sermones, y que aun la fuente de las sentencias no se componía únicamente de
sentencias. Otros afirman que, junto a mateo y Marcos primitivo, existe un Lucas primitivo
también y quizás más antiguo que nuestro Marcos a quien, además de la historia del
nacimiento y de la infancia de Jesús, se le deben parábolas y narraciones tendentes a exaltar
la pobreza y condenando la riqueza, una especie de evangelio ebionita (evangelios de los
Ebionitas o pobres), como se denominaba un primer grupo de primitivos cristianos. En todo
caso, los recientes trabajos sobre este terreno han aumentado tan grandemente el número de
las posibilidades, y han complicado tanto el problema, que no puede hablarse, en absoluto,
de una hipótesis y de dos fuentes. Junto a ello, la secta católica se empeña en considerar a
Mateo como el evangelista primitivo, no porque haya mayores motivos para creerlo, sino a
causa del pasaje XVI, 18, que establece la Iglesia sobre la “roca de Pedro”, y confiere el
poder de las llaves a este discípulo, señalado como el más eminente. Se ve que el problema
de las fuentes no ha afirmado el crédito de los evangelios, y san Agustín tiene mucha razón
al afirmar que: “Si no fuese por la Iglesia, yo no prestaría ninguna credibilidad a los
evangelios”. Es necesario, en efecto, ser creyente para admitir la historicidad de los
evangelios.
Podemos ver, con este punto de vista, el contenido del Evangelio considerando el
más antiguo y el más seguro, el de Marcos, del que se dice, también, que es el más
fiablemente histórico.
Marcos comienza su evangelio con el bautismo de Jesús, mientras el cielo se abre y
el Espíritu Santo desciende bajo forma de paloma para proclamarle hijo bien amado de
dios. Tras esto el espíritu le conduce al desierto, Satanás le tienta, los ángeles le sirven y
permanece junto a las fieras hasta que se decide a anunciar la próxima venida del Reino de
dios y a exhortar a la penitencia. A su llamada los pescadores Simón y Andrés abandonan
sus redes y le siguen sin preguntar quién es. En la sinagoga de Cafarnaún, sorprende al
pueblo por su predicación; ya que habla como quien tiene autoridad. Allí mismo libera a un
poseso de un demonio que le llama Santo de dios; cura también a la suegra de Pedro por la
simple imposición de las manos. Se suceden algunas curaciones milagrosas, en donde
prohíbe a los demonios que diga que le conocen y saben quién es. Un leproso termina
curado con una palabra. Un paralítico recobra el uso de sus piernas y, en su calidad de
“Hijo del hombre” o de Mesías, le perdona los pecados. Como sucedió con los dos
pescadores, el peajero Leví no duda en seguirle a su sola llamada. Se muestra el amigo y
abogado de los pecadores y reivindica el derecho a disponer del sábado, curando en ese día
una mano seca, y provocando la ira de los fariseos contra él. Nuevas curaciones. Los
espíritus inmundos se inclinan ante él y le reconocen como Hijo de dios, pero él les prohíbe
que lo revelen. Sobre una montaña designa a doce hombres para que le acompañen y para
que vayan a predicar, dándoles poder para expulsar a los demonios. Los fariseos, que le
acusan de ser un poseso de Belzebú, son acusados por él de blasfemar contra el espíritu
santo. Su madre y sus hermanos se acercan a él y le hacen llamar entre la multitud que le
rodea; él se niega a reconocerles y no quiere aplicar las palabras madre o hermanos, más
que a aquellos que se entregan a él y que cumplen la voluntad de su padre celestial. Habla
del Reino de dios, en parábolas, pero de tal modo que aquéllos que no son los suyos no
pueden comprenderle ni se convierten. En una tormenta sobre el lago, conjura el viento y
las olas, con sorpresa por parte de sus discípulos. En Gerasea, expulsa de un poseso toda
una legión de demonios y les envía a un rebaño de puercos, cuyos propietarios le ruegan
que abandone la región. Poco después resucita a la hija de Jairo y, mientras se acerca a ella,
una mujer, afectada de hemorragias, es curada al tocarle. En su ciudad natal, es cierto, no
puede realizar ningún milagro; mientras que en otros lugares por dos veces, en un periodo
muy corto, alimenta a cinco mil personas con algunos panes y peces; marcha de noche,
sobre el lago, como si fuera un espectro; cura de lejos, a la hija de la mujer sirofenicia, más
tarde a un sordo con saliva e imposición de las manos, posteriormente a un ciego y, tras
haber sido reconocido por Pedro, por revelación divina, como el Mesías, subió a un monte
en donde Moisés y Elías se le aparecen y donde se transfigura a los ojos de sus
sorprendidos discípulos. Prevé su pasión. Un joven epiléptico, a quienes los discípulos
tratan, en vano, de curar, recupera la salud en nombre del espíritu que habita en él. A los
discípulos, que riñen entre sí reclamando el puesto preponderante en función de su propia
grandeza (todavía no hemos tenido ocasión de notar su pretendida grandeza), les hace
comprender su dignidad mesiánica presentándoles un niño. Resuelve, como prestidigitador,
graves problemas de la vida social y cultual, bendice a los niños, confunde al joven rico que
no puede renunciar a sus bienes por su amor, decidiéndose a darlos a los pobres, y anuncia
a sus discípulos que ha venido, no para hacerse servir, sino para dar a su vida en rescate de
muchos, en el sentido de Isaías LIII. Cura también a otro ciego y se presenta públicamente
como el Mesías al entrar solemnemente en Jerusalén rodeado de la multitud y montado
sobre un asno, del cual vio en espíritu el lugar donde pacía y ha enviado a buscar a los
suyos. En la ciudad maldice una higuera porque no tenía frutos, aunque no era su estación,
vuelca en el Templo las mesas de los cambistas y los bancos de los vendedores de palomas
y animales y expulsa a los sorprendidos e indignados tratantes del atrio del santuario. A las
preguntas capciosas de sus adversarios escapa proponiendo a su vez preguntas precisas y
dando respuestas más precisas todavía, de tal modo que nadie se arriesga ya a preguntarle,
mientras que todos le escuchan con placer, al tiempo en que les pone en guardia contra los
escribas. Al atravesar el Templo anuncia el fin próximo; se deja ungir, en Betania por una
extranjera, como si fuese para sus funerales. Con una maravillosa precisión de detalles,
encarga la comida pascual durante la cual predice la traición de Judas y, en unas palabras
llenas de misterio, se ofrece como el verdadero cordero pascual. Predice, igualmente, la
renegación de Pedro. En Getsemaní demuestra una debilidad momentánea, Pero frente al
sanedrín, una vez que ha sido detenido, se muestra orgulloso y se declara el Mesías delante
de Hiatos. Tras esto soporta pacientemente los golpes y la burla de la soldadesca y muere
en la cruz, lanzando, es cierto, el grito de desamparo del salmo XXII. Es reconocido y
admirado como el hijo de dios por el centurión romano, mientras que el velo del templo se
rasga de arriba abajo, y que una oscuridad de tres horas se extiende sobre la tierra. El
sepulcro en la roca, donde un rico consejero le ha enterrado, no puede retenerle. Sale de él a
pesar de la pesada losa que cerraba la entrada y, cuando las mujeres, de madrugada, vienen
con el fin de ungir su cuerpo, encuentran un ángel que les anuncia que los discípulos le
volverán a ver en Galilea, donde les habrá precedido.
¿Qué existe de histórico en todo esto? Parece evidente que Marcos no nos presenta a
un hombre, sino a un ser divino, cuya naturaleza sobrehumana y supraterrestre se refleja
claramente a través del barniz de la realidad histórica que le recubre392. Suponiendo que
leyésemos estas historias en cualquier otro escritor antiguo, y que no estuviésemos
condicionados, desde la infancia, por la educación y la enseñanza, a admitir su historicidad,
¿quién las había a tomar por otra cosa que una leyenda piadosa? Pero si se quiere, como se
ha intentado en no pocas ocasiones, podar de la narración evangélica todos los elementos
sobrenaturales e inadmisibles, no se conservaría nada, por lo menos nada que pueda tener
para nosotros el menor interés histórico y, sobre todo, religioso. ¿Y estas historias las habría
comunicado Pedro a su intérprete Marcos, sacadas de sus recuerdos personales? ¿Este
evangelio habría sido redactado, como quieren hacernos creer Wellhausen y Harnack, por
un discípulo de Pedro veinte, treinta o cuarenta años después de la muerte de Jesús, cuando
testigos de los sucesos relatados vivían todavía? Puede creer esto quien lo desee, para
nosotros esta opinión es, simplemente ridícula393.
¿Sería posible, por medio de un método determinado, extraer la verdad histórica de
la narración evangélica misma? Los teólogos hablan mucho de método y reprochan a los
negadores de la historicidad de Jesús el que no tengan uno. Pero el teólogo Albert Scheitzer
es de otro parecer: “La debilidad de la ciencia teológica consiste siempre en hablar mucho
de métodos y en no tener ni siquiera un poco”394. Los métodos de la ciencia teológica
empleados hasta ahora, se han reducido siempre a considerar, en principio, como real, lo
que aparece como posible en el relato evangélico y a engañar las dudas, señalando la
vivacidad del relato, lo curioso y original que es, y la imposibilidad de inventarlo. Con ello
se han curado en salud y han seguido manteniendo sus afirmaciones sin que hubiera una
base para mantenerlas. Y, puesto que se necesita tener siempre una persona que garantice su
credo, se cita a Rousseau diciendo en Emile que, si los evangelios fuesen inventados, el
autor de una tal ficción merecería nuestra admiración con mayor razón que el protagonista.
Se supone entonces que, en cuanto a ficción e imaginación el evangelio se lleva la palma.
“Es imposible imaginarse eso”, afirman.
Estos juicios han sido formulados en las controversias suscitadas por el mito de
Jesús, y ello por autoridades reconocidas en la ciencia teológica, autoridades que dudan de
la buena fe de sus adversarios, hasta el punto de que teólogos como Klostermann han
aconsejado a sus colegas que abandonen sus “viejas armas”, que no tienen ya ningún valor,
y forjarse unas nuevas. Es bastante arriesgado declarar inimaginable cualquier historia, y de
hacer del carácter único del Jesús evangélico el criterio de su verdad, cuando todo hombre
es único en su género y que, además, la historia de Jesús muestra con las de los otros dioses
salvadores de la antigüedad como Attis, Adonis, Dionisios, Osiris, Marduk y otros,
analogías tan numerosas que no puede considerársele un ser de carácter único. Un cerebro
rico en imaginación puede inventarlo todo; ¿la teología critica no ha probado ya, el que la
mayoría de las historias evangélicas son inventadas?
Se dice que los evangelios respiran vida ¿? Pero una impresión de este género no
podría probar la veracidad de la narración, de lo contrario deberíamos prestar una realidad
histórica a todas nuestras buenas novelas, en donde la vida palpita con mucho más realismo
que otras veces, sin contar con que este elogio no puede aplicarse al evangelio donde el
color y la vivacidad están totalmente ausentes. Es el caso de Jesús tal y como los evangelios
lo describen. Su figura no soporta la luz critica, y cuanto más se acerca uno a ella, en el
curso de las investigaciones científicas, más nebulosa se hace y más imprecisa se vuelve. Y
eso a pesar de los panegíricos de los teólogos, que suenan más cuanto la figura del Salvador
más se borra tras el velo de la tradición.
¡Consideremos el ambiente que rodea a Jesús! De sus discípulos nada podemos
saber, salvo de Pedro. El tiempo en que cumplió su misión en la tierra permanece en la
sombra. Aun Johannes Weiss, que ha creído poder, por los pretendidos relatos de Pedro
-que supone ser la base del evangelio de Marcos-, probar su historicidad, se queja de las
inexactitudes cronológicas en este evangelio. “La cronología es su parte débil... No hay
modo de precisar la duración de la actividad de Jesús” (Weiss sólo llega a precisar que
debió ser hacia el año 64 cuando Marcos escribió su relato). Que Marcos haga asistir, por
primera vez, a su Jesús, israelita piadoso, a la pascua de Jerusalén resulta totalmente pueril
hasta para el mismo Weiss. “Nada se sabe con seguridad en cuanto a la cronología de este
evangelio. En ningún lugar puede encontrarse una indicación que pueda servir para
establecer una cronología real”.
La topografía de Marcos es todavía peor. Es verdad que nombra ciertas localidades
y sitúa, igualmente, ciertos sucesos, pero generalmente lo hace de manera tan confusa y
superficial (una casa, una montaña, un lugar solitario, etc.) que el historiador no puede
obtener de sus informaciones más detalles de los que podría sacar sobre las indicaciones de
decorado de una pieza teatral. “El contexto geográfico no supera ciertas generalidades:
Galilea, Perea, Mar de Galilea, etc. Su ignorancia geográfica destaca claramente, por
ejemplo, de las narraciones que se han agrupado alrededor de las dos multiplicaciones de
los panes. Las idas y venidas de Jesús sobre el lago, su aparición súbita en las regiones de
Tiro y de Sidón, y, posteriormente, de nuevo, sobre la orilla oriental del lago. Todos estos
rasgos sólo han podido ser escritos por un autor que ignoraba totalmente la geografía de la
región. Las indicaciones topográficas del evangelio son confusas. Estas cosas no le
interesan para nada. Ni el lugar ni el tiempo le inquieta”395. No sabe describir los
alrededores del lago de Genesaret ni conoce Jerusalén... Y sin embargo Marcos había
nacido, se dice, en Jerusalén... Y en esta ciudad había pasado la mayor parte de su vida.
Wellhausen ha realizado una crítica análoga a la de J. Weiss, quizás todavía más
severa, sobre el autor del evangelio más antiguo396. No estamos muy seguros de que
Marcos no haya tomado de Josefo los nombres de los lugares que cita. En el caso de
Cafarnaún está claro. En efecto, Josefo da este nombre a una fuente abundante que fertiliza
la región y está situada cerca del lago397, y Marcos hace de este nombre la ciudad de Jesús,
en recuerdo de Zacarías XIII, 1 ss., donde se dice que “en este día” una fuente que lavará
las iniquidades e impurezas correrá por la casa de David y los habitantes de Jerusalén; por
esta causa Marcos hace realizar a Jesús sus primeros milagros la expulsión de los
demonios, en una supuesta localidad a la que ha dado ese nombre. Y⁻hace estos milagros y
en esta región porque Zacarlas también había escrito: “Y yo expulsaré del país el espíritu
impuro”. Por otro lado, se da la curiosa coincidencia, como Raschke, entre otros, ha
demostrado, que Marcos toma los nombres de los pueblos que cita para, según el
significado de los nombres, señalar las acciones primordiales de Jesús en dichas
localidades; por ejemplo: en Betania, que significa “casa de los pobres”, Jesús toma partido,
vivamente, por los pobres, y en Bethfagé maldice a una higuera, porque el nombre significa
“casa de la higuera”.
¡Si al menos, en este sentido, el terreno fuese más sólido en Mateo y en Lucas! Uno
debería esperarlo, sobre todo, de Lucas que, en su prólogo, se cita a sí mismo como
“historiador”. Desgraciadamente no lo demuestra en nada. Las expresiones, “en aquellos
días, en la misma hora” predomina igualmente en él, y cuando parece dar indicaciones
cronológicas más precisas, resulta que son, generalmente, falsas. Hace nacer a Jesús “en la
época del rey Herodes”, que había muerto hacía ya cuatro años, si según sus propias
palabras, Jesús tenía alrededor de treinta años en el año XV del reinado de Tiberio. Inventa
un empadronamiento que se ha demostrado que nunca tuvo lugar, sobre todo bajo Quirinus,
que no fue gobernador más que en los años de 7 a 11 de nuestra era. Según él, Anás y
Caifás ejercen el pontificado al mismo tiempo, cuando siempre hubo un sólo sumo
sacerdote. El retrato de los fariseos es falso398, tanto en Lucas como en los demás. El
carácter de Pilatos, tal y como nos lo presenta, está en contradicción con el que nos presenta
Josefo y Philón. Ningún historiador hace mención de una amistad entre Herodes y Pilatos,
imaginada, claramente, por Lucas (XXIII, 12). El proceso judicial que lleva a la
condenación de Jesús es absolutamente incompatible con el derecho judío de la época399.
Pilatos tenía su sede en Cesarea y, si alguna vez fue a Jerusalén, no fue, ciertamente, en
pascua. El Talmud enumera los nombres de los hombres que, después de Antígona (250 a.
C), presidieron el sanedrín hasta la destrucción del templo: el nombre de Caifás no figura
entre ellos. La topografía de Lucas es totalmente imaginada; por ejemplo, cuando coloca su
Jesús en peligro de ser precipitado, por los habitantes de Nazarte400, desde lo alto de una
roca o farallón que no existe en toda la zona.
En estas condiciones, hablar de color local, como osan hacer los teólogos, es,
simplemente, burlarse del mundo. La narración de los evangelios es cualquier cosa menos
una narración digna de fe y, si no fuese por los motivos extracientíficos por los que se la
defiende, nadie pensaría en tomarla por un testimonio histórico.
Entre los métodos más apreciados y ensalzados por la teología para demostrar la
historicidad de la narración evangélica, se encuentra la teoría de Schmiedel sobre los
“pilares fundamentales de vida de Jesús consideraba bajo un punto de vista estrictamente
científico”401. Estos pilares son nueve, nueve justos, como en un juego de bolos. Estos
pilares corresponden según Schmiedel, a los caracteres de Jesús que no han podido ser
inventados porque no favorecen a su protagonista y se armonizan mal con su carácter
divino; estos trazos, piensa Schmiedel, los evangelistas jamás hubiesen podido imaginarlos,
y nunca señalarlos, de no haberlos encontrado históricamente certificados en la tradición.
Tenemos, por ejemplo, en Marcos III, 21, que la madre y los hermanos de Jesús
declaran que éste está loco. ¿Qué nos prueba esto? En el evangelio de Juan donde, se dice,
la deificación de Jesús alcanza su apogeo, se encuentra un rasgo que habla muy poco a su
favor. que sus hermanos no creían en él402; y el mismo evangelista hace decir a los judíos
X, 20: ‘Tiene un demonio, está loco”. En el libro de la Sabiduría, los Impíos dicen del justo:
“Hemos considerado su vida como Insensata”. En Zacarías XIII, 3, los parientes del profeta
atentan contra su vida porque, arguyen, dice mentiras en el nombre del Eterno, y cuando se
pregunta al profeta de dónde le vienen sus heridas, responde: “Es en la casa de aquellos que
me aman que yo las he recibido”. El salmo LXIX, 9, expresa la misma idea:
“Me he convertido en un extranjero para mis hermanos,
En un desconocido para los hijos de mi madre”.
¿No será esta la fuente en donde el evangelista ha tomado los rasgos de Jesús, que
se ha convertido en un extranjero para sus parientes, que le han declarado loco?
Y, en resumidas cuentas, aunque el narrador presente a Jesús como un ser
incomprendido por quienes le rodean, no puede asestar ningún golpe a su grandeza. Con lo
que queda claro que, el primero de los nueve pilares no parece muy sólido.
En la historia de un joven rico, Marcos X, 18, éste llama a Jesús: “Maestro bueno”,
y Jesús le responde: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino dios”. Schmiedel
piensa que ningún adorador de Jesús ha podido inventarse esto. En Mateo XIX, 16, el rico
dice: “Maestro, qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”. Y Jesús le responde: “¿Por
qué me preguntas sobre lo que es bueno? Uno sólo es bueno”. Lógicamente Jesús hubiera
debido proseguir: Una sola cosa es buena. Schmietel piensa entonces que Mateo ha
chocado con el pasaje de Marcos en donde Jesús rechaza el calificativo de bueno, por lo
que habría alterado los términos de su modelo. Por desgracia, los más antiguos manuscritos
de Marcos omiten, como Mateo, el adjetivo ‘bueno” delante de “maestro”. En siriaco no
existen diferencias en la respuesta de Jesús, entre las formas masculinas y neutras: uno sólo
es bueno o una sóla cosa es buena. La respuesta de Jesús es totalmente lógica: una sola cosa
es buena: observa los mandamientos. Sólo al traducir esta respuesta al griego, se ha
cambiado y se ha escrito: “Uno sólo es bueno”, pensando que se trataba de dios. Por lo
tanto, la pregunta: ¿Por qué me interrogas sobre lo que es bueno? debe ser cambiada por la
siguiente: ¿Por qué me llamas bueno? El encadenamiento, al quedar así interrumpido, se
necesitaba, para establecerlo, intercalar: “Si tú quieres entrar en la vida, etc.”, retomando,
de este modo, la pregunta primitiva403.
Junto a lo anteriormente señalado, hemos de decir que los escritos herméticos
confirman una vieja costumbre gnóstica que reserva el calificativo de “bueno”
exclusivamente al Padre, negándole a cualquier otro, aun al Logos, lo que no quiere decir,
en absoluto, que éste último sea un personaje histórico. Justino veía, en el pasaje de
Marcos, una prueba de la humildad y la modestia del Salvador404, mientras que otros
padres apostólicos interpretan las palabras de Jesús en un sentido totalmente opuesto al de
Schmiedel, como una prueba de su divinidad, pensando que cuando Jesús decía: “Dios sólo
es bueno” designaba su propia persona, y que se deducía: Tiene razón en llamarme bueno,
porque yo soy dios.
El tercer pilar seria la incapacidad de Jesús de realizar ningún milagro en Nazaret, a
causa de la incredulidad de sus compatriotas405. Pero esta narración sólo pretende ilustrar,
en sentido paulino, la virtud de la fe, que acaba de quedar totalmente exaltada en los
episodios inmediatos que le preceden, el de la hija de Jairo y el de la mujer afectada de
hemorragias, y que ahora, por un juego de contrastes, se ilumina todavía más vivamente.
Ver en este episodio una prueba de historicidad, era la única cosa “imposible de
imaginar”.
El cuarto pilar seria el grito de desesperación de Jesús sobre la cruz: “Dios mío, dios
mío! ¿Por qué me has abandonado?”. Pero estas palabras se leen en el comienzo del salmo
XXII, que también ha determinado los otros detalles de la crucifixión: el Justo colgado del
madero, las manos y los pies traspasados, la muchedumbre que se mofa de él, y los
soldados rifándose sus vestiduras, todo está imitado del salmo. ¿Y se nos quiere convencer
de que Jesús ha pronunciado, efectivamente, esas palabras?406.
Pasamos al quinto pilar. Sería la negación persistente de Jesús para dar una
indicación precisa sobre el día y la hora del juicio407. Sobre este punto podemos
peguntarnos limpiamente, ¿cómo el evangelista, bastante apurado él mismo para responder
a esta cuestión, iba a poner en boca de Jesús una declaración más precisa? Además, como
Smith ha señalado acertadamente, el hecho de que Jesús se coloque a sí mismo entre los
ángeles y dios, obliga a concederle una naturaleza divina más que humana, lo que invalida
el proceso.
Es inútil discutir los otros “pilares”. Ha sido ya realizado por Hertlein408,
Steudel409, Lublinski410, Robertson411, yo mismo412 y sobre todo Smith413, de una
manera tan detallada y aplastante que seria perder el tiempo y el papel de detenerse una vez
más en ellos. Por regla general son rabietas de teólogos que no tienen el sentido común para
aceptar el que puedan encontrarse, en el Jesús de los evangelios, algunos rasgos demasiado
humanos para armonizar perfectamente con la figura de hombre-dios. Los antiguos, por el
hecho de colocar sobre las espaldas de Júpiter, Juno, Venus y Marte algunas historias
bastante comprometidas y en ocasiones eróticas, no han dejado por ello de considerarles
divinidades auténticas y venerables como tales, y, el más viril de su héroe, Hércules, no
desmereció a sus ojos cuando en su furia, degüella a sus propios hijos, se viste de mujer y
hace girar el tomo para Onfalo. Ya no se argumenta, entre los medios teológicos, sobre la
veracidad histórica de los evangelios, apoyando sus afirmaciones, en los nueve pilares de
Schmiedel que, en otro tiempo eran considerados como las columnas de Memnon. Quizás,
algún cura despistado o algún pastor perdido, hacen mención de ellos, en sus discursos
sobre la realidad histórica de Jesús, sin tener conocimiento de la evolución de las
controversias y, aprovecha la ignorancia del auditorio para hacer alarde de sus juegos de
manos teológicos.
Hemos agotado las razones internas que se han aducido para demostrar la
historicidad de los evangelios. Todas han quedado reducidas a humo. Es muy probable que
los teólogos estén ocupados en forjar, en silencio, las nuevas armas reclamadas por
Klostermann, porque desde el año 1.910 ningún argumento nuevo ha sido presentado contra
la tesis de los negadores. A menos que se quiera mirar y considerar como arma nueva la
creación de una escuela reciente, llamada de “crítica de las formas”, que pretende asegurar
por vía puramente filológica la historicidad de las narraciones evangélicas. Para esta
escuela, los más antiguos elementos evangélicos serían pequeños relatos anecdóticos, en
donde no habrían figurado más que personajes tipo puramente alegóricos, relatos
desprovistos de todo carácter individual y que, tras muchos cambios y reajustes, habrían
sido incorporados a los evangelios. A la inversa de lo que sucedía con el método antiguo, la
certeza histórica de los evangelios se fundamenta aquí, no sobre el colorido vivo e
individualmente preciso, sino al contrario, sobre la difusa presentación, y la falta de detalles
individuales de unos elementos primitivos, que, para colmo de males, nos son totalmente
desconocidos. Ello no nos dispone a prestar una gran confianza a esta nueva acrobacia
teológica. La manera en que los representantes de esta hipótesis tratan de probarla, el tono
ultraprudente, timorato, borroso, lleno de reservas con que hablan en sus aislados escritos,
considerados los más antiguos, no prueba, precisamente, una gran confianza en su
construcción414. No es imposible que la escuela filológica tenga razón de afirmar que los
más antiguos elementos de los evangelios eran narraciones aisladas, pero, ¿quién nos
garantiza que éstas contuvieran la historia real? A fin de cuentas todo regresa a la vieja
opinión de los teólogos que dicen que lo que históricamente es posible, debe, por esta
razón, ser real, y que uno puede alcanzar el núcleo de los evangelios por una simple
sustracción y por un minucioso registro de las sílabas.
Se llega, pues, al punto en que uno debe preguntarse: ¿Cuál ha sido, de hecho, la
génesis de los evangelios y de su protagonista Jesús?
4. La génesis del Jesús evangélico.
A los evangelios de Mateo, Marco y Lucas se les denomina con el nombre común
de “sinópticos” porque, a pesar de las numerosas divergencias en los detalles, señalan la
vida del Salvador con pinceladas relativamente concordantes, lo que permite considerarlos
en su conjunto. En cuanto a la fecha de origen de estos evangelios, nada puede afirmarse de
cierto. Harnack, Wellhausen, Maurenbrecher y otros atribuyen la prioridad del evangelio de
Marcos, que habría sido redactado antes de la destrucción de Jerusalén, entre los años 60 y
70 o, aun antes del año 60 del siglo primero. Pero por diversos motivos, demasiado largos
de desarrollar aquí, esta afirmación es tan poco probable, que aun en los medios teológicos
tiene poca aceptación. Pablo no conoce todavía los evangelios, pero es conocido por
Marcos quien, como lo prueba sobre todo el episodio de la profesión de fe de Pedro, tenía
ante sus ojos las epístolas a los Romanos y a los Corintios, y aun la de los Gálatas515. Mas
como es probable que estas epístolas sean del siglo II, y que su forma actual no pueda
remontarse más allá de la mitad de dicho siglo, el evangelio de Marcos no puede ser mucho
más antiguo, aunque algunas fuentes de los evangelios hayan podido existir antes, y que
algunos de sus relatos hayan podido circular en los medios cristianos, textos que el autor de
nuestro Marcos actual habría reunido para componer su escrito. Con esta finalidad se sirvió,
lo hemos visto, de una esfera armillar de la cual se tenía por costumbre inspirarse para
contar las historias de los dioses. Pero supo ocultar tan perfectamente las huellas de su
método, que sólo en nuestros días ha sido posible descubrirlo516, aparte de que la Iglesia,
sobre todo la secta católica, hizo todo lo que pudo para borrar de la historia de su Salvador
todo vestigio de mitología astral. El conflicto que estalló entre ella y la última fase del
gnosticismo no es, en último análisis, más que un conflicto entre el Cristo histórico y el
Cristo astral. En esta lucha por la supremacía, es el Cristo histórico quien se llevó la palma,
porque era el más popular de las dos figuras, el que ofrecía a la Iglesia más facilidad de
afirmar su dominación en la conciencia de las masas.
La creencia de que dios había aparecido sobre la tierra encarnado en Jesús, hombre
entre los hombres, había sufrido la muerte, como ellos, manifestando de este modo su amor
hacia el género humano, ofrecía un fundamento sólido en la fe en el dios de amor opuesto
al dios de Justicia. Y de la misma manera en que los judíos podían, con el apoyo de su dios
de justicia, tener en cuenta el Antiguo Testamento y la Alianza sobre el Sinaí, los cristianos,
por su dios de amor, podían apoyarse sobre el Nuevo Testamento y sobre la exposición que
da de la vida de Jesús. Cuanto más próxima estuviera la redacción de los evangelios de la
aparición de Jesús, más segura e incontestable debía parecer la buena nueva de la muerte
expiatoria de Cristo. El espíritu histórico, tal y como se concibe en nuestros días, lo
volvemos a repetir, no existía entre los primeros cristianos ni entre sus compatriotas y
contemporáneos. Los mismos evangelistas pueden haber sido los fiadores de la verdad
histórica de su narración, como lo he mostrado en mi Markusevangelium517, porque creían
poder deducir la carrera terrestre de Cristo de la misma manera que las profecías del
Antiguo Testamento lo hacían.
Sólo debido a las exigencias de una espiritualidad más desarrollada, incapaz de
satisfacerse con el fondo puramente histórico de la nueva religión, debido a la élite de las
grandes ciudades como Antioquía, Alejandría o Éfeso, educada en el intelectualismo de la
filosofía griega, se apreció que el Jesús sinóptico no era suficiente. Este fundamento no
parecía demasiado filosófico a esta élite. La figura y el medio del Jesús sinóptico no
respondía al ideal sutil que ella consideraba digno de sus dioses. Por esta razón nació,
quizás en Éfeso, bajo la influencia de la filosofía religiosa de un Philón de Alejandría, el
Cuarto Evangelio que, para los espíritus más refinados, quiere fundar sobre una base más
intelectual, especulativa y filosófica, la idea del amor de dios manifestada en Cristo.
El evangelio de Juan es el resultado de una fusión de la teoría del Logos alejandrino
con la concepción histórica de los sinópticos, con el fin de dar al amor de dios el más alto
grado de certidumbre. Pero la “historia” se ha modificado en él y se ha amañado hasta tal
punto que de los dos evangelios, uno sólo puede aspirar a la verdad, el de los sinópticos o el
de Juan. El Jesús de Juan es muy distinto al de Mateo, Marcos y Lucas. Piensa de otro
modo, actúa diferentemente, habla de otra manera y se mueve en un medio completamente
distinto. ¿Qué debe pensarse cuando se lee en Juan que Jesús y sus discípulos practican -lo
que es significativo- el rito del bautismo518, mientras que se abstienen en los sinópticos?
Estos se esfuerzan en disimular la naturaleza divina de Jesús tras su naturaleza humana, y
atribuirle una actitud tan natural como sea posible, sin que por ello quede borrado el
elemento divino. Juan, en el polo opuesto, se esfuerza en hacer brillar su naturaleza divina y
su majestad, y muestra en él un superhombre que está, de alguna manera, perdido entre la
turba humana. Y mientras que los sinópticos le prestan el lenguaje aforístico de la filosofía
judía, Juan le hace proclamar largos discursos extraños y llenos de oscuridades que, a la
manera de los misterios, quieren ser abismos de profundidades, accesibles únicamente a los
iniciados versados en la filosofía alejandrina.
Para Juan, Jesús es el “hijo de dios” en el sentido del Logos o Verbo de Philón, de la
Sabiduría o Conocimiento de dios; y como dios mismo no es otra cosa que el Logos, Jesús
aparece como la encarnación inmediata de la divinidad. Es el conocimiento de dios en los
dos sentidos, subjetivo y objetivo: él conoce, y lo que él conoce no es otra cosa que él
mismo. Es la identidad del sujeto y objeto del conocimiento, la razón pura que se toma a sí
misma por objeto. En este sentido lleva el nombre de Verdad, ya que lo que se llama verdad
es precisamente esta identidad del pensar y del ser, del sujeto y del objeto. Lleva
igualmente el nombre de Vida, porque toda vida es, en su arranque, conocimiento o
pensamiento, porque la actividad de dios es pensar, y la vida es una manifestación del ser
divino. Lleva el nombre de Luz, siendo totalmente este conocimiento que penetra todo e
ilumina todo. Tiene, igualmente, el nombre de Espíritu, al ser el pensamiento reabsorbido
en el ser. Finalmente, lleva el nombre de Amor; porque Platón había designado bajo el
nombre de Eros la identificación del sujeto y del objeto del conocimiento, el acto en el cual
el conocimiento del ser, representación y objeto del conocimiento, se confunden y no
pueden más ser separados, respondiendo siempre a dos ideas distintas; no hay, pues, que
pensar en cierto estado de sensibilidad, sino simplemente en la fusión de las antinomias
fundamentales del pensar y del ser.
El Cristo es el conocimiento, la palabra de dios, en cuanto revela la naturaleza y que
nosotros tomamos posesión de ésta gracias a él y a su acto de redención. El conocimiento
de dios en sentido objetivo lo es también en sentido subjetivo. La Palabra que trata de dios,
tal y como nos ha sido revelada por Cristo, es por su naturaleza al mismo tiempo la Palabra
que es dios. Apropiarse de la palabra revelada por Cristo y amar a Cristo no es otra cosa
que apropiarse del mismo dios, y por mediación de Cristo unirse en la idea de dios a la
realidad divina, ser recibido por dios en su amor, contemplar la verdad cara a cara,
sumergirse en la luz pura; en otras palabras: ser espiritualizado, deificado, y participar de
este modo en la vida divina. El amor de dios que, en el sentido que venimos de exponer es
originalmente una noción puramente especultativa, puesto que identifica el amor de la
sabiduría y del conocimiento, se eleva, desde el momento en que se vuelve hacia Cristo, en
el mundo de los sentimientos y adquiere así un gran valor psicológico. Y como el amor de
Cristo se manifiesta sobre todo hacia los hermanos, aquel que ama a Cristo se hace
caritativo, y como por otro lado, al amar a Cristo se ama también a dios, adquiere,
igualmente, por la mediación de su amor por Cristo, la felicitad eterna519.
Según la concepción antigua, el amor de dios encuentra su fundamento, su base más
profunda, primeramente en la revelación sensible de dios en Cristo, después en la
espiritualización de este Cristo y su elevación en el terreno del pensamiento puro, libre de
toda experiencia sensible. Lo que la gnosis ordinaria no podía prometer más que a un
pequeño número de elegidos, como era el elevarse por intuición hasta dios y contemplarle
cara a cara, el evangelio de Juan lo pone al alcance de cualquiera sin apenas esfuerzo, al
substituir la contemplación suprasensible por la vista sensible de Cristo, visión que se
convierte automáticamente en una visión espiritual de dios, visión que abarca los dos
sentidos: objetivo y subjetivo. De esta manera la revelación cristiana del evangelio se
coloca al mismo nivel de la revelación judía de dios en el Antiguo Testamento. Dios es el
amor de dios. Al reconocerle como tal directamente por Cristo, y amando a Cristo, no
podemos ya dudar ni de su amor ni de su misericordia, ni temer la exclusión de su felicidad
al no poder satisfacer su justicia. Este conocimiento señala el apogeo del desarrollo del
cristianismo primitivo y la conclusión de su principio. Sólo así se explica que, a pesar de la
imagen diferente que ofrece de Jesús, el evangelio de Juan haya podido ser colocado entre
los sinópticos y ser tenido como canónico: era fundamental para completar los fundamentos
de la nueva fe. La falta de preocupación del autor y de sus admiradores por las
contradicciones históricas con el Jesús sinóptico, prueba de manera clara que todos estos
documentos del cristianismo primitivo no se preocupaban en absoluto por la historicidad en
el sentido actual; esta historicidad no era para ellos más que un barniz y un medio de hacer
más sensibles los pensamientos religiosos, lo que hace que sea una insensatez el querer
encontrar en estos escritos una realidad histórica520.
7. Últimas objeciones.
CONTRA esta conclusión se levanta, una vez más, el coro de creyentes imbuidos de
historicismo, pretendiendo que, si Cristo no era un personaje histórico, sus seguidores
difícilmente se hubiesen sacrificado por él y llegado a sufrir las más crueles torturas y aun
la muerte. ¿Realmente es exacto que lo hicieron por un personaje histórico? ¿No se
sacrificaron, más bien, por la inspiración de su fe en la obra redentora del Salvador, sin
necesidad de considerarlo una realidad histórica? Justino dice que existe gente “de todas las
razas dispuestas todavía a soportar todo por el amor del nombre de Jesús, en vez de
renegarlo”521. Por el amor del nombre de Jesús, quiere decir: que esperan ser salvados en
su nombre. El historiador Seeck ha señalado, con razón, que “no fue tanto la fidelidad con
relación a sus convicciones lo que hizo a los mártires cristianos aceptar la muerte, cuando la
pena y el miedo a ser entregado a los demonios al participar en los sacrificios. Comparadas
con las penas eternas que les esperaban, ¿qué importaban las torturas pasajeras que podían
aplacarles las autoridades paganas?522. ¿Acaso se sacrifica uno sólo por un hombre? Al
contrario, los más grandes sacrificios vienen inspirados por una idea impersonal. Desde
tiempos inmemorables, las ideas de la patria, libertad, honor, gloria y otras similares han
incitado a los hombres a las proezas más extraordinarias. ¡Qué ramplones y materialistas
estos teólogos que pretenden que sólo una cosa tangible, alguien similar a nosotros, puede
inspirar actos extraordinarios! Por Jesús, en cuanto hombre, es poco probable que nadie
haya sufrido el martirio. Bruno Bauer exclama con razón: “El Cristo de los evangelios, si se
supone su existencia histórica, sería un fenómeno que haría temblar a la humanidad, una
figura que sólo podría inspirar miedo y espanto523”.
No fue el Jesús histórico quien decidió la victoria del cristianismo sobre las otras
religiones. Y es lo que se ha afirmado y pretendido en la controversia con motivo del mito
de Jesús, lo que no impide que sea una idea absurda. Apoyar la difusión de una religión en
la excelencia y la superioridad moral de su fundador es, como dice Robertson, ceñirse a
nociones precientíficas de causa y de efecto, como si se profesase la creencia
geocéntrica524. Lo que elevó el cristianismo por encima de las religiones rivales fue, lo
repetimos, su metafísica nueva, la perspectivas que abría a sus seguidores, y sobre todo su
organización particular que atraía a los hombres y les encadenaba definitivamente; mas el
Jesús de los evangelios no ha contribuido a ello más que, a lo sumo, para ofrecer a le fe
cristiana un apoyo más sólido que el presentado por otras revelaciones sobrenaturales de los
dioses. En un mundo sumergido en la esclavitud, el cristianismo presentó la idea de una
democracia libre. Dio a las almas vaciadas y que se consumían en el ocio y la indiferencia
un contenido precioso, un sentido más profundo de la vida, un destino nuevo; despertó en
los hombre fuerzas que dormitaban y que necesitaban actuar, haciéndoles colaborar en el
perfeccionamiento de la existencia; les indicó una tarea, colocó a cada uno en el lugar en
que le convenía, e hizo cesar el malestar resultante de una existencia privada de toda
orientación moral. A partir de entonces, cada uno se sentía, en el organismo de la
comunidad cristiana, un miembro útil. La comunidad se interesaba por él, le ayudaba en la
necesidad, le envolvía en una acción local práctica y socorredora al perfeccionar las
asociaciones de ayudas mutuas como la asistencia a los pobres, a los enfermos, a los viejos
y los servicios fúnebres. Aun las mujeres, niños y esclavos encontraban en él un campo
fecundo de actividad, se sentían comprendidos dentro de la humanidad, y los débiles, los
miserables e impotentes se veían transportados a una atmósfera de caridad que parecía
aligerar su suerte e iluminar con un rayo de sol sus ensombrecidas almas.
Además, de la unión de las comunidades entre ellas, la amplia ramificación de las
asociaciones cristianas que se prestaban ayuda mutua, permitía a los miembros obligados a
desplazarse el encontrarse a gusto cerca de sus nuevos “hermanos” y “hermanas”, que
formaban ya como una familia. Una colección común de evangelios y de epístolas
circulaban de mano en mano y se leía en las asambleas, manteniendo su unidad en la fe, en
los pensamientos y las opiniones religiosas. La manera en que, al menos en los primeros
siglos, supieron adaptarse a las fases sucesivas de la vida política y social, y evitar los
choques con las autoridades y el mundo pagano, realzaba el sentimiento de seguridad y
aumentaba la importancia de los grupos cristianos. Aunque existiera en ocasiones actos de
oposición, o que el populacho pagano, exasperado por el aislamiento en que se mantenían
los cristianos, cometiera excesos hacia ellos, no existieron, en los primeros siglos,
persecuciones propiamente dichas. Estas se inventaron mucho más tarde o fueron
grandemente exageradas por los cristianos, para mayor gloria y honor de su propio
heroísmo, y también para excitar el celo de sus fieles, mover a los paganos a su admiración,
y ganar de este modo nuevos adeptos. El cristianismo actuó concentrado metódicamente
todas sus fuerzas hacia el mismo fin, con la hábil propaganda de sus misioneros y por la
diplomacia y el talento de organización de sus obispos y de sus auxiliares, medios que
ninguna de las otras religiones había puesto todavía en actuación. “Los cultos paganos, dice
Birt, se parecen a las plantas salvajes que brotan con una lujuriante espontaneidad en una
naturaleza inculta, florecen y se agostan. El cristianismo, al contrario, fue sembrado
metódicamente, como lo hace el agricultor que se esfuerza en multiplicar sus frutos; los
obispos fueron los labradores, y el suelo cultivado avanzó más y más sobre la tierra virgen,
paso a paso, pero con una persistente regularidad”525.
Sólo nos queda, como última objeción contra el “mito de Jesús”, la llamada a la
“poderosa personalidad” y a la “impresión imborrable que Jesús habría podido hacer sobre
su ambiente, porque se afirma que, una corriente de ideas tan poderosas como el
cristianismo ofrece, no pueden explicarse más que por la acción de semejante personaje.
Mas, ¿en dónde están las huellas de esta impresión profunda? Los escritos del cristianismo
primitivo (¿es necesario volverlo a repetir?) nada ofrecen sobre el particular. Aun las
epístolas paulinas, que se afirma han sido escritas bajo la influencia inmediata de la
“poderosa personalidad” de Jesús, le ignoran totalmente en tanto individuo histórico y no
conocen más que a un Cristo dogmático. Si se examina en detalle el evangelio más antiguo,
como yo lo he hecho en mi Markusevangeltum, puede constatarse que nada, absolutamente
nada, ni siquiera una línea, ni una palabra siquiera, puede afirmar su historicidad, y se ve
claramente que todo ha sido tomado de las profecías del Antiguo Testamento y de las
constelaciones. Y no olvidemos que es en Marcos, se dice, donde se han inspirado todos los
demás evangelistas. ¿En qué se convierte, entonces, la historicidad del protagonista?
“¡Cuando la púrpura cae, el duque no tarda en seguirla!”.
Si todos los detalles del relato evangélico, bajo las manos de la crítica, se convierten
en niebla mítica y se confirman como pura ficción, no subsiste ningún derecho “metódico”,
tras la desaparición de todos los detalles particulares, de mantener el simple hecho abstracto
de un Jesús histórico. ¡Que se cite, pues, un sólo episodio de los evangelios que pueda
afirmarse con toda lógica, derecho y conciencia, que es histórico! Lo repetimos. ¡No existe
ni uno! Y, mientras no se haya descubierto por lo menos uno, el hecho de querer contra toda
razón mantener la historicidad de Jesús no puede ser considerado más que como una
irracionalidad interesada teológica.
“Sería trastocar todos los fundamentos de la historia, se dice, no creer en la
existencia de Cristo y en la verdad de los relatos apostólicos y de los escritores sagrados. El
hermano de Cicerón decía a su vez: Sería trastocar todos los fundamentos de la historia el
no creer en la verdad de los oráculos de Delfos. Preguntaría a los cristianos si creen destruir
los fundamentos de la historia cuando atacan estos pretendidos oráculos, y preguntaría
igualmente al orador romano si habría creído alterar tales fundamentos negando la verdad
de las profecías, suponiendo que las hubiera conocido. Cada uno defiende su quimera y no
la historia526”!
Si Jesús fue realmente una “poderosa personalidad”, ¿por qué no tenemos de él más
que ficciones? Y si la tradición no nos ha legado más que unas ficciones de él, ¿con qué
derecho hemos de ver en él más de lo que vemos en los personajes míticos de un Josué,
Attis, Adonis, Osiris o Balder? ¿Únicamente porque su historicidad haría comprender el
origen y desarrollo del cristianismo? ¿Puede comprenderse mejor si se admite a un Jesús
crucificado y resucitado o, al menos un Jesús en cuya resurrección sus adeptos se considera
que han creído, aunque sin haberle reconocido como Mesías cuando estaba vivo, y sin que
les hubiera manifestado su mesianidad, teniendo en cuenta que éstas, según las
concepciones judías, no podía ser legitimada ni por su vida, ni por sus milagros, ni por su
resurrección? Que un predicador ambulante de Galilea, muerto hacía poco, haya podido
parecer como el Hijo de dios, en el sentido metafísico, a Pablo, defensor acérrimo del
monoteísmo judío el más riguroso, y que Pablo haya podido ver en él al Edón creador del
mundo y segundo Adán, es una cosa tan improbable, tan imposible, que nadie hasta ahora
ha dado una explicación suficiente del cambio que se habría producido en el alma del
apóstol. Los teólogos reprochan a los partidarios del mito de Jesús “de envenenar todo lo
que es individualmente grande y único en la historia de la humanidad” (Jülicher). Nosotros
nos limitamos a pedir argumentos, aunque no fuese más que uno sólo aceptable, nada de
expectoraciones indignadas y fraseologías. Con todo, un historiador de la Iglesia, Hausrath
llega a reconocer: “Nunca un fenómeno colectivo se ha apoyado en un individuo
únicamente. Toda época es el resultado de las épocas que le han precedido, y no la
actividad de un hombre”. “La difusión de grandes principios se realiza más bien de una
manera impersonal. Los mayores descubrimientos e invenciones son anónimos. ¿A quién
debemos el primer artilugio para tejer, o la primera chimenea? ¿Cómo se llamaba el
inventor del primer alfabeto? Nadie lo sabe. La Iglesia, además, celebra una fiesta llamada
de Todos los Santos, consagrada a las almas anónimas de aquéllos a los que debe todo, pero
que la historia ha olvidado para siempre”527.
Si todavía se pretende afirmar que la génesis de la religión cristiana es la obra de un
hombre, único en su género, de Cristo, y que es precisamente en esta obra en donde se
manifiesta su grandeza, que alguien nos diga entonces quien fundó la religión babilónica,
egipcia o el mitraismo, que ejercieron, sin embargo, en su época la mayor influencia sobre
la civilización y la vida religiosa de la humanidad. W. Koehler señala que el gnosticismo no
tuvo ningún fundador. Es dudoso que Buda y Zoroastro hayan sido personalidades
históricas; eminentes sabios como Kern, Sénart, Louls de la Vallée, Poussin, Speyer, van
den Bergh van Eysinga lo han negado528. Puede considerarse como cierto que Moisés no
es un personaje histórico. Wernle, uno de los más decididos entre los teólogos del género
vida de Jesús”, al hablar de la filosofia de las Luces (Aufklárung), dice: “No es la obra de
un genio religioso de primer orden, y no se explica por las experiencias íntimas de un
individuo, aunque se admita que ha sido favorecida por las circunstancias, políticas y de
otro estilo, de la época. Con justa razón no lleva el nombre de ningún jefe, siendo la obra de
generaciones enteras que, inspirándose en el espíritu colectivo, orientan sus pensamientos y
sus sentimientos en la misma dirección, al menos en cuanto hace referencia al aspecto
negativo”529.
En su Diario de viaje de un filósofo, libro actualmente en todas las manos,
Keyserling niega que la importancia de una idea permita determinar la grandeza de su
autor: “Se sabe que la influencia inmediata que ejerce un hombre coincide muy rara vez
con su valor real: un enfermo, hasta un individuo equívoco, puede gestar ideas capaces de
revolucionar el mundo. Este contraste existe también, hasta cierto grado, entre los
fundadores de la mayoría de las religiones. Aunque la leyenda hable de su poderosa
personalidad, es cierto que, en general, no han podido actuar, en vida, más que sobre un
público poco interesante; lo que es una prueba concluyente de que no fueron, en el sentido
corriente de la palabra, fuertes personalidades; porque normalmente las personalidades
fuertes terminan imponiéndose. Existe tan poca relación fundamental entre la fuerza de
expansión de una idea y la envergadura del espíritu que la gesta que, tratándose de ciertos
fundadores de religiones, su misma existencia es incierta. Sin duda, por todos los lugares el
mito se ha condensado alrededor de una personalidad histórica, pero siempre será dudoso el
que tal personalidad haya sido, efectivamente, la inspiradora de las ideas que han agitado el
mundo. En el cristianismo, que debía conquistar el mundo, la vida primitiva de Jesús sólo
ha proporcionado un elemento: su nombre. Y este nombre se convirtió en el símbolo y el
hogar de múltiples tendencias que, en las profundidades insondables, han determinado la
historia de Occidente: de aquí parte su inmensa importancia histórica, que nada tiene que
ver con el débil grado de realización que las ideas de Cristo han conseguido hasta nuestros
días. Esta realidad es general para todas las religiones. Un hombre puede colocarse entre los
más grandes de la historia sin que jamás haya existido, sin haber jamás enseñado lo que
determina su importancia histórica, sin haber, siquiera, enseñado nada, sin haber tenido
ninguna importancia, etc., etc.”530.
Entre las objeciones tan numerosas como miserables que se han levantado contra el
mito de Jesús, el de la poderosa personalidad es la más lastimera de todas. Como en todas
las demás religiones del mismo tipo, la figura del Salvador es pura ficción. Ella es un
producto de la conciencia religiosa, no un hecho de la experiencia histórica. Si el
cristianismo, para acreditar su figura, quiere acudir a la realidad histórica, esta llamada no
es, en sí misma, más que la manifestación de un sentimiento religioso, y nada tiene que ver
con las preocupaciones del historiador.
CONCLUSIÓN