Steinhauer, Olen - El Puente de Los Suspiros PDF
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Olen Steinhauer
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Título original: The Bridge of Sighs
Olen Steinhauer, 2003
Traducción: Ángela Pérez
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Para CS y TS
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—Me llamo Emil Brod, y hoy es mi primer día en Homicidios.
—El escritorio del centro —repuso una voz, cuyo rostro no pudo identificar.
Ni siquiera entonces le habían mirado. Aunque él era lo único que observaban.
Emil apoyó las pequeñas manos en la mesa.
En otro momento y en otro lugar, la decapitación esbozada habría provocado su
violencia. Pero entonces y allí, Emil se distanció de la cólera. Dejó caer el dibujo en
su papelera, corrió la silla con cuidado y abrió La Chispa de la mañana, que había
comprado de camino al trabajo. Vio las granulosas imágenes de aviones en el oeste,
grandes aviones de carga americanos y británicos que sobrevolaban Berlín. Las
palabras sobre remilitarización y desfachatez salpicaban las páginas, pero Emil no
podía concentrarse lo suficiente para leer las frases enteras. La máquina de escribir
seguía repiqueteando. Cada vez hacía más calor en la habitación cargada.
Emil se había acercado con diligencia a la mesa del centro de la habitación, tal
como le había ordenado la voz, y había dejado el sombrero y la cartera. Luego llamó
tímidamente a la puerta de madera en la que había escrito JEFE. Un visillo cubría la
ventana oscura de al lado.
—¿Cuándo llega el jefe Moska?
Era una pregunta trivial, le pareció casi estúpido hacerla, y el silencio de los otros
demostraba sin lugar a dudas que ellos pensaban lo mismo. Emil volvió a su
escritorio. Al sentarse, la silla se desmoronó debajo de él.
Todos rieron a carcajadas entonces, incluso el inspector de seguridad.
Emil se levantó de un salto. La silla estaba destrozada. La cuerda que sujetaba las
patas se había roto, o la habían cortado. Los rostros risueños volvieron a sus mesas
mientras él arreglaba la silla, atándola con un nudo de pescador. Se tambaleaba un
poco, pero aguantó. Las risas habían cesado hacía rato cuando Emil acabó con la
silla.
Fue entonces cuando abrió el cajón del centro, sin otro propósito que mostrarse
ocupado.
Tal vez fuese una broma. Emil no lo sabía. Se habían reído, así que quizá se
tratara de una simple novatada sin mayor importancia. Como en la Academia cuando
le enterraron los papeles en el campo de tiro, o cuando se quedó atascado en el barro
y le dio cada uno una patada. Sin duda esto era más llevadero.
Apartó a un lado el periódico. En un rincón polvoriento había una estufa de
porcelana oscura para el invierno, tan alta como un hombre; y, junto a las paredes, los
tres escritorios que miraban hacia el frente, hacia él. El cuarto escritorio, el del
inspector de seguridad, estaba colocado de cara a la pared.
Emil volvió a su silla chirriante y aparentó una calma que no sentía. Colocó el
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tintero en la mesa y ordenó el papel secante; luego puso al lado sus documentos de
traslado, por triplicado, según se requería. Sacó de la bolsa de arpillera, los cigarros
puros y el bloc de notas encuadernado en cuero que había encontrado su abuelo en el
mercado negro cerca de la plaza de los Héroes. Si se concentraba en aquellas
bagatelas, lo soportaría.
Los inspectores pasaban el rato sentados a sus escritorios, comiendo pipas de
calabaza secas, hablando por teléfono en susurros, escribiendo o fumando. El más
corpulento seguía escribiendo a máquina. Otros dos (uno escuálido y muy moreno; el
otro grueso y cojo, que escupía las cáscaras de las pepitas de calabaza) se encontraron
junto a los letreros amarillentos de SE BUSCA y bromeaban tranquilamente. Su risa
dejaba pequeños puntos fríos a Emil en las entrañas. Salieron juntos de la oficina y,
cuando volvieron, olían a alcohol. El gordo sujetaba una bolsa nueva de tabaco en los
dedos, manchados de nicotina.
Un hombre gritaba en ruso en la calle. A Emil le fastidiaban tanto como al que
más los escandalosos soldados rusos que todavía ocupaban su pequeña capital, pero
en aquel momento deseó estar con ellos al sol en vez de en aquella habitación oscura
y húmeda con los suyos.
Se levantó sin saber por qué. Se dio cuenta luego, cuando se acercó al
mecanógrafo corpulento. Empezaría por el más grande, aunque sólo fuese para
infundirse seguridad en sí mismo. Dio un golpecito en la mesa del hombretón, junto a
un vaso de papel vacío ennegrecido por los posos del café de la mañana.
—¿Dónde puedo encontrar café por aquí?
El inspector dejó de teclear y miró la mano de Emil como si su dedo fuese una
cucaracha. De cerca, tenía el rostro lleno de marcas y deforme como un campo de
batalla.
—No hay café —le contestó escuetamente. Aplastó el vaso en el puño y lo tiró a
la papelera.
Emil notó que le apretaba el cuello.
Sonrió a su pesar y volvió a su mesa. Oyó que alguien se reía. Una risa vaga y
lejana, tras el ardiente zumbido de su sangre. Como el destello de sus zapatos
brillantes moviéndose por el suelo. Era un payaso estirado entre aquellos brutos
sucios y arrugados. Recordó las palabras del director de la Academia: «Distrito
Primero, Homicidios. Puesto vacante desde que un viejo estúpido llamado Sergei
consiguió que le mataran después de la Liberación. Aceptarán a cualquiera, ¿por qué
no a usted, Brod?».
Por qué no, en realidad.
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junio. Aviones sucios en las hojas de papel barato, quebradizo, aunque eran bastante
claros. Aviones aliados sobre montañas de escombros; aviones sobre convoyes
militares; aviones sobre las masas vencidas y hambrientas de un Berlín aplastado, que
lanzaban paracaídas con pequeñas cajas de alimentos, caramelos y ropa. Y de armas,
según algunos informes.
La primera plana era siempre igual, incluso hoy. Emil había esperado en parte
verse a sí mismo en lugar de los aviones: su rostro pálido y delgado, con las cejas
rubias casi invisibles sobre los ojos verdes. Y el siguiente titular: EMIL BROD SE
INCORPORA AL MUNDO LABORAL, ¡SE ACABARON LAS CLASES PARA ÉL! Pero allí seguían
los aviones, después de semanas: ¡DISIMULO IMPERIAL EN BERLÍN! El camarada
presidente Stalin llamaba provocación al establecimiento de una nueva moneda
alemana. Si los aliados se salían con la suya, una Alemania capitalista renacida
consumiría a los trabajadores del mundo. El secretario general Mihai, cuyo despacho
quedaba a pocas manzanas, en la misma calle, recordaba a los ciudadanos que su país
era pequeño y joven. Las repúblicas que lo rodeaban podrían dividirlo y borrarlo del
mapa de nuevo. Todos comprendían bien lo que quería decir. «Antes de la Gran
Guerra, sólo éramos una región de la monarquía dual. ¡Recuerde Versalles! —le
había dicho a un periodista—. Los otros alegarán que somos suyos, pero ¡no somos
piezas de Ucrania y Checoslovaquia: ni Rumania ni Hungría ni Polonia! ¡Somos
nuestra propia nación indivisible!». Luego: «¡Viva el camarada presidente!».
En la segunda página enumeraban los próximos juicios. Las listas ya no ocupaban
varias columnas como en los días que siguieron a la Liberación. Pero todavía había
mujeres y hombres acusados de socavar la estabilidad de su Estado socialista. Aquel
día había un panadero, tres políticos y dos conductores de tranvía, lo cual
demostraba, según un tal inspector Brano Sev, muy respetado, la sensibilidad
democrática inherente a los instrumentos de la justicia penal.
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—El silencio —añadió éste, procurando adoptar un tono más ligero y
campechano—. ¿Pasan todos por lo mismo? Creo que sé cómo funciona. ¿Iniciación?
—esbozó una sonrisa—. ¿O es que intentan espantarme?
Estuvo a punto de añadir bromeando que aquella situación no figuraba en las
lecciones de la Academia, pero se lo pensó mejor y se contuvo. El inspector se dio la
vuelta, se sacudió las manos y usó una toalla que había en un colgador. Ni sus ojos
duros y pequeños ni sus rasgos oscuros revelaban nada mientras se secaba el cuello.
Sólo dedicó a Emil una mirada rápida en el espejo al colgar de nuevo la toalla. Luego
se marchó. La puerta chirriante resonó detrás de él.
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quién tiene su expediente, Brod.
Emil habló con toda la autoridad que consiguió aunar:
—Lo que quería decir es que cuando cumplí la mayoría de edad no estaba en el
país. Estaba…
—¡Pescando en Finlandia! —soltó el jefe, con una amplia y súbita sonrisa, que
dejó al descubierto los huecos de dos dientes que le faltaban—. ¡A la caza de focas
pequeñas, nada menos!
Las risotadas de los hombres rebotaron en las paredes.
—Una empresa finlandesa, sí —dijo Emil, notando en la voz un leve gorgorito
que esperó que fuese sólo imaginario—. Pero cacé en el Círculo Polar Ártico.
Se vio un instante lejos de aquella oficina agobiante, de nuevo en el gélido norte,
entre hombres mucho más peligrosos que aquellos inspectores de Homicidios.
—Habla ruso, tengo entendido.
—Sí, y alemán.
—¡Un erudito! —exclamó el jefe—. Y ahora lo tenemos aquí, de vuelta al seno
materno.
—En Homicidios —repuso Emil, con voz clara—. Dispuesto a trabajar. Éstos son
mis papeles de traslado.
Le entregó los documentos doblados.
El jefe adoptó de pronto la expresión de un hombre a punto de vomitar. Contrajo
las ventanillas de la nariz, jaspeada de venillas rojas de bebedor. Luego se guardó los
papeles de Emil en el bolsillo de la chaqueta.
—Bien, camarada Brod —le dijo con un profundo suspiro—. No cause
problemas. Si lo hace, los problemas se mantendrán lejos de usted.
Se oyeron risillas en los rincones de la estancia que Emil no pudo localizar
porque el bombeo de la sangre en los oídos le impedía determinar su procedencia
exacta.
—Lo tendré en cuenta, camarada jefe.
—Y deje de marearme con tanto «camarada», Brod. Me pone los pelos de punta.
¿Podrá conseguir algo tan sencillo?
—Sí, jefe.
Todos observaban atentos la conversación, con las sonrisas aumentando y
desvaneciéndose hasta que el jefe lanzó a Emil una última mirada lastimosa, dio
media vuelta y entró en su despacho. La puerta se cerró silenciosamente.
Emil captó sus rostros divertidos cuando apartaron la mirada: el mecanógrafo
corpulento, el refugiado, el comedor de pipas de calabaza que sudaba al fondo y el
inspector de seguridad del Estado con rasgos de campesino que le sonaba mucho a
Emil, pero no conseguía recordar de qué.
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Homicidios con cara de refugiado que se acercó a Emil en la tórrida escalinata al final
de aquel día infructuoso. Estaba fumando en la calle concurrida con unos policías
regulares en un semicírculo alrededor de la cabeza de un caballo acosado por las
moscas. Los vendedores de cara rojiza vendían cucharas de madera y telas en la
acera, y un carnicero metía a un pato quejumbroso en su tienda. Los policías se
quedaron mirando a dos jóvenes que pasaban y silbaron con admiración. Las
muchachas se alejaron, azoradas, y el inspector se fijó entonces en Emil, que estaba
plantado en lo alto de la escalinata. Dio unas palmadas al caballo en el hocico, se
despidió de sus amigos con una venia y empezó a subir los escalones hacia él. El aire
estaba completamente en calma.
Por un momento, Emil sintió una oleada del optimismo irracional que le había
animado casi toda la vida. Le había ayudado a superar la muerte de sus padres en la
guerra y los duros meses que había pasado ganándose la vida en los pesqueros del
norte congelado. Le había ayudado a superar una breve relación amorosa allí en la
capital, y las brutalidades de la Academia. Le había acompañado todo el camino hasta
aquellos escalones, donde el cemento brillaba con intensidad extraordinaria después
de la penumbra de la oficina. Se llenó los pulmones de aire caliente y húmedo y
parpadeó.
—Brod.
—Sí —dijo Emil, sintiendo la calidez de aquel optimismo innato—. Terzian,
¿verdad? ¿Su nombre? ¿Se llama Leonek Terzian?
Leonek Terzian estaba dos escalones más abajo que él y le miraba con los ojos
entrecerrados.
—Quería decirle algo —le contestó, con una voz en la que no había nada que
Emil pudiese llamar emoción.
—Por supuesto.
Terzian echó una ojeada al grupo de fumadores, que no estaban mirándole en
aquel momento y, al volverse, lanzó a Emil un puñetazo rápido y fuerte en los
testículos.
Emil sintió la conmoción súbita al doblarse, justo antes de que la oleada de dolor
visceral le recorriera el vientre, los intestinos, las piernas y luego todo el cuerpo. Al
caerse, notó el insoportable hedor de los caballos; se le clavaron los escalones de
piedra en las costillas. Gimió; se le llenaron los ojos de lágrimas. Notó el olor a
vodka, pero apenas oyó la voz de Terzian entre el dolor agobiante:
—No me conoce, ¿se entera? No nos conoce a ninguno.
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Emil habría tardado normalmente unos veinte minutos en llegar a casa, pero aquel
día le llevó más de una hora recorrer las callejas polvorientas y empedradas hacia el
sol poniente. Las ancianas miraban la calle desde los balcones, con ropa en las
manos, y los niños guardaban silencio a su paso. Algunos soldados rusos conversaban
con una guapa joven local en los portales, demasiado absortos para fijarse en Emil,
pero los perros callejeros que dormitaban en las aceras abrían lánguidamente los ojos
al verle pasar. Excombatientes que habían perdido las extremidades o parte de las
mismas, algunos con los uniformes sucios y raídos, intentaron venderle cigarrillos
liados de nuevo. Su no sonaba a susurro. Sentía punzadas en los intestinos. Casi gritó
a los campesinos que le ofrecían frutas troceadas para que las inspeccionara. Algunos
policías ataviados con uniformes pulcros observaron su andar renqueante; y, a pesar
de su visión borrosa y de su débil oído, Emil se daba cuenta de que todos se reían de
él. Incluso los perros.
La capital era un desastre. Las balas habían dejado marcas en los muros de
aquellas calles y la mayoría de los tejados hundidos por las bombas seguía sin
reparar. Había tantos soldados rusos que nadie diría que la guerra había terminado
hacía tres años y que su pequeña nación se contaba entre los vencedores.
Emil no había estado allí para oír las alarmas antiaéreas y ver la atmósfera llena
de polvo; fue suficiente regresar después para encontrar que las casas de la orilla del
Tisa habían sido cortadas transversalmente por los morteros. Sus suelos abiertos eran
el sueño de cualquier espía. Cuando Emil regresó de Finlandia después de la guerra,
se había parado en medio de la calle y les había visto cocinar en estas casas, y
acostarse luego como si fuesen familias reales en hogares reales, y, cuando se
taparon, sintió deseos de volver corriendo a Helsinki. Había visto demasiadas grandes
ciudades para que le impresionara esta población provinciana e ignorante que había
alcanzado las dimensiones de ciudad sólo por casualidad.
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«Nos pidieron que volviéramos para apoyar la Liberación», le gustaba ufanarse a
su abuelo, aunque la Liberación se había consumado hacía tiempo cuando los abuelos
de Emil regresaron a la capital después de la guerra, agitando la tarjeta arrugada y
desvaída del Partido.
Emil pasó por encima de dos transeúntes que dormían en la entrada, dos ancianas
envueltas en mantones negros. Habían llegado de algún otro rincón del imperio en
primavera (un poco más jóvenes entonces, y más comunicativas), buscando a dos
hijos que obviamente aún no habían encontrado. Dormían en las escaleras de día para
eludir a la supervisora del edificio, y los efectos de tan deficiente lecho se advertían
en sus rostros descoloridos. Emil procuró no despertar a aquellas formas negras y
torpes.
Cuando llegó al último descansillo y cruzó la pesada puerta en la que había
escrito con tiza BROD, los testículos se le habían calmado en un dolor sordo y
punzante. Su abuelo dormía junto a la puerta del balcón abierta, al lado de una vitrina
llena de libros polvorientos. Movía los labios pálidos en silencio sobre los copos
blancos donde la lana se salía de los cojines del sofá. Estaba delgado ahora, se
alimentaba de repollo con patatas. Su palidez era claramente enfermiza. Parpadeó
rápidamente cuando Emil cerró la puerta.
—¿Hijo? —preguntó con voz quebrada, sin ver con claridad un momento—. ¡Ya
has llegado, muchacho!
Se incorporó con dificultad y se pasó los dedos gruesos y artríticos por la cara.
Emil se acomodó a su lado y separó las rodillas para darse espacio.
—¿Y? —dijo el abuelo, volviendo a la brevedad de su excitación—. ¿Y?
Emil se encogió de hombros.
—Vamos, cuenta.
—Nada —dijo Emil, retrepándose. Empezó a sudar de nuevo en la atmósfera
cargada de la habitación a oscuras—. Un escritorio. Me he pasado sentado al
escritorio ocho, nueve horas.
—¿Nada? —preguntó el abuelo en tono vagamente incrédulo.
Excepto la silla, el dibujo y la entrepierna. Pero Emil aún no podía entrar en ello.
No estaba preparado para los discursos del anciano.
—Nada, opa.
El abuelo le posó una mano fría y nudosa en la mejilla, y dijo a su nieto con una
sonrisa:
—Joven. Necesitas algo… ¿qué?… algo que hacer.
—No tan joven.
—¿Qué? ¿Veinte?
—Veintidós.
—Un crío.
—Me parece que no —dijo Emil con un suspiro.
El abuelo alzó una mano mientras buscaba con la otra discretamente debajo de un
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cojín raído. Sacó una caja de cartón del tamaño de su palma.
—Adelante.
Se oía el suave tictac de un reloj de plata con cadena en su interior. Emil tardó un
instante, una breve suspensión de la memoria, en reconocer el reloj de su padre. El
que el difunto teniente Valentin Brod balanceaba impaciente cuando vivían en el
distrito Tercero, mientras esperaba que su hijo llegara a cenar. El que había dejado en
casa a buen recaudo cuando se marchó hacia el oeste. Emil cerró el puño y sintió el
tictac en la mano.
—¿Te gusta?
Emil sonrió.
—De un héroe para otro héroe —dijo el abuelo, elevando la última sílaba como
preámbulo para uno de los monólogos que se habían convertido en compulsiones
melancólicas—. Incluso en las ocasiones importantes como ésta —añadió—, tenemos
héroes que se cuidan de lo cotidiano. ¿Comprendes?
Pero antes de que Emil pudiera responder, se abrió la puerta principal y apareció
su abuela: baja, rechoncha y corpulenta. Sacudió gotas de una mano, sujetando con la
otra una bolsa de papel con el fondo mojado. Llevaba el cabello blanco retorcido
como una llama.
—Repollo en la ciudad —tarareó, cerrando la puerta con una cadera ancha—.
¿Guisado para mi policía? ¿Inspector Emil?
La sonrisa de Emil se convirtió en un rictus de aburrimiento.
—No hagamos teatro.
—¿Quién hace teatro? Repollo a buen precio, una botella de aguardiente
baratísimo. Cualquiera diría que intento matarte.
Llevó la compra a la cocina y volvió limpiándose las manos en un paño raído. Vio
que Emil tenía el reloj en la mano y se enfadó.
—Avram Brod. Creía que esperarías.
El abuelo se encogió de hombros teatralmente y dio una palmada en la espalda a
Emil, mientras su esposa ponía cara de justificada indignación súbita.
Emil no podía creer lo bien que le sentó la cena, y, cuando los abuelos le
pincharon para que les contase los detalles de su primer día de trabajo, mintió con
vigor extraordinario. Les dijo que eran chiquillos traviesos, aquellos inspectores de
Homicidios. Bromeaban, se lanzaban bolas de papel y compartían cigarrillos. Les
dijo que todos tenían apodos, nombres graciosos e infantiles como Desastre y Ratón.
—¿Cuál es el tuyo? —preguntó la abuela.
—Se lo están pensando.
—Incluso en las grandes ocasiones como ésta —empezó de nuevo el abuelo,
sonriendo; luego tomó un rápido trago de aguardiente de ciruela. Sopló para aliviar el
ardor—. Incluso ahora somos jóvenes. Es maravilloso estar lejos de las provincias.
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La expresión de la abuela cambió de nuevo. La mención de su regreso a la capital
desde la provinciana Ruscova después de la guerra siempre provocaba en ella un
gesto de muda severidad.
—Nosotros no somos campesinos —reiteró el abuelo mientras ella desaparecía en
la cocina. Sonrió a Emil y sacó un cigarrillo del bolso del chaleco.
—No me apestes la casa —se oyó la voz de la abuela desde la cocina, como si
viera a través de las paredes.
El abuelo hizo desaparecer el cigarrillo y señaló el balcón con un gesto.
—Vamos.
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destrozado para enseñarles su hazaña: veintitrés soldados alemanes muertos en un
montón. Asesinados con entusiasmo demencial sin ayuda de nadie.
El espíritu combativo de los Brod se atenuaba un poco más cada generación. El
abuelo: el tigre que corrió a Moscú para ayudar a los bolcheviques a liberar a la
humanidad. El padre: el soldado moral. Y Emil, que no había visto ni un día de
guerra, sólo sus consecuencias. Él no había matado a nadie, al menos no en la guerra.
—Tu padre estaba dividido —dijo el abuelo, con la cabeza baja—. Tenía lealtades
en todas partes. La Iglesia, el rey, la tierra. Estaba confuso. Era triste verlo.
—Él era bastante sensato.
El abuelo frunció el entrecejo en las sombras; le iluminó un momento la luz de
una farola que destelló antes de apagarse. Les llegaban de la plaza los rumores de las
mujeres, arrastrados por la brisa cálida.
—¿Sabes la última vez que me senté delante del iconostasio y escuché a esos
sacerdotes?
Emil lo sabía, pero saberlo no servía de nada. Esperó lo inevitable, observando a
dos mujeres que pasaban junto a una bicicleta rota al salir de la plaza. Ocuparon su
lugar dos recién llegadas y un perro sarnoso con manchas.
Se preparó para la cólera.
—Octubre —dijo el abuelo—. Mil novecientos diecisiete. ¿Y tu padre? El día que
murió, seguro. —Se rascó el dorso de la mano para domeñar la artritis—. Seguro. ¿Y
qué consiguió con eso? Una tumba, si tenía suerte. —Posó las manos en los brazos
inseguros del asiento y miró a Emil. Tenía los párpados entornados y no se le veían
los ojos—. Confundimos los adjetivos. ¿Me entiendes? En el diecisiete, oí a Ilich en
Moscú, comprendí que merecía la pena. ¿Jesús? Somos trabajadores. Más que
cristianos. Y no me importa quién lo sepa. —Parecía a punto de destrozar la silla con
sus manos blancas e hinchadas, pero su voz destilaba fervor paternal—. Un hombre
tiene sólo tanta lealtad. Averigua dónde está la tuya.
Ya estaba. Emil transpiraba cólera por todos los poros, le tensaba la mandíbula, le
enrojecía las mejillas. Abajo en la plaza, las mujeres llenaban sus vasijas y se
marchaban arrastrando los pies, y Emil se levantó, rígido por los músculos tensos.
Entró en la casa.
Siempre le enojaba oír mencionar a su padre, le hacía sentirse colérico y estúpido.
Pasó al lado de la abuela, que estaba secando la mesa con un paño, y no hizo caso de
su mirada inquisitiva. Se apresuró por el corredor a oscuras, pasó junto a la encargada
del edificio, que roncaba en una silla con su ancho contorno desbordando el asiento y
una carpeta apoyada en el tobillo. Emil bajó las escaleras, atento a las tablas sueltas, y
cuando salió a la noche fresca, cruzó a paso ligero la plaza, dejando atrás las mujeres
y los caños. No se volvió a mirar a su abuelo. Se apresuró por los caminos oscuros
empedrados que conducían al agua.
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Mil novecientos treinta y nueve había sido un mal año. Emil tenía trece años
cuando el ejército del rey reclutó a su padre, a quien su madre seguiría al poco tiempo
como enfermera. El abuelo era un antiguo comunista grandilocuente, así que cuando
los alemanes vencieron al pequeño ejército de su nación, se llevó a su nieto y a su
esposa al sur hasta que terminara la ocupación. El tren que tomaron sólo llegó hasta
Vinohradiv y se desmoronó. Tuvieron que seguir el viaje desde allí hasta Ruscova en
carros de campesinos que les llevaron. Los campesinos de aquel pueblo apenas
recordaban a los Brod, que habían emigrado a la capital una generación antes.
Ocuparon una dacha vieja y pequeña, que había abandonado una familia de magiares
aterrados.
Emil oyó susurros y goteo de agua. A su alrededor, los soldados holgazaneaban
en los portales oscuros, algunos con chicas y otros solos. Todos rusos. Tomó una calle
más ancha e iluminada.
Habían transcurrido los años de guerra cavando la tierra dura con un pico, y
contemplando a los judíos rumanos que el abuelo dejaba quedarse con ellos. Algunos
habían visto cosas de las que no podían hablar, mientras que otros no estaban nunca
callados. Había un loco en un caballo blanco que convenció a los campesinos de que
cortaban en trozos a sus judíos, y había una fábrica de productos cárnicos en Bucarest
que se los comía vivos. Entre ellos se contaba una muchacha de la edad de Emil más
o menos, que se llamaba Ester y que guardaba siempre silencio; no decía nada ni
siquiera cuando se metía en la cama de él las noches frías, pero su desesperación era
siempre palpable.
Emil notó el olor del Tisa más arriba.
A finales de 1944 había llegado a Ruscova la carta oficial, en la que les
comunicaban lo que ellos habían sospechado todo el tiempo: que Valentin y Maria
Brod habían muerto, que sus cuerpos habían sido enterrados en algún lugar bajo las
nieves de Polonia. El ejército rojo había liberado la capital y, en la cercana población
de Sighet, los jóvenes soldados rusos proyectaron películas que demostraban la
superioridad de la sociedad soviética. «Mirad lo que nos trae el socialismo», decía el
abuelo, señalando. El joven Emil de dieciocho años contempló las luces y las
sombras pulsantes proyectadas en el alto muro de la prisión municipal y se quedó
atónito con lo que veía. No el ingenio soviético ni los tanques, los bombarderos y las
tropas, sino las inmaculadas ciudades destrozadas por las que desfilaban: Praga,
Varsovia, Moscú, Budapest. ¿Dónde quedaban aquellas capitales del mundo? La
muda y desesperada Ester se había marchado con su padre mucho antes, tras una
semana de amor extraño con Emil, y ya no quedaba nada que atara a éste al terruño.
Tenía incluso el pasaje: una pistola alemana que cambiaría por un billete. Sólo dos
semanas después de ver aquel noticiario cinematográfico, Emil se encontraba en un
tren rumbo al norte, a Finlandia.
Llegó al puente georgiano que llevaba al distrito del Canal, y se inclinó sobre la
barandilla a contemplar la oscura y silenciosa corriente del Tisa. Lamentó los años
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perdidos. Los nueve años transcurridos desde que su padre primero y luego su madre
le habían dejado con aquella vieja pareja; nueve años, sumados a este día fallido.
Se dio la vuelta. Habían reparado las casas de la ribera sin orden ni concierto:
ventanas cegadas con tablones, parches de hormigón.
La guerra había terminado hacía tres meses cuando Emil, de regreso de Finlandia,
se detuvo en aquel mismo lugar, con las manos en los bolsillos, y espió a las familias.
Le había distraído un ruido: una turba vociferante que arrastraba a una mujer medio
desnuda (con las manos atadas a la espalda, la cabeza afeitada, la cara y los hombros
llenos de cardenales). Los ciudadanos la llevaban calle abajo atada a una cuerda, con
la palabra COLABORACIONISTA escrita con pintura roja quebrada en el pecho. Emil se
preguntó entonces para qué había vuelto.
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Ellos habían abandonado todas las armas menos la más eficaz: el silencio.
Atacaban con ocio, y las horas se sucedían lentamente mientras Emil colocaba y
volvía a colocar sus artículos de escritorio. Aquel segundo día no hubo bromas, ni
risas, ni siquiera la sensación de que le observaban sin mirarle. El mecanógrafo
corpulento seguía dándole a la máquina, aporreando las teclas atrozmente; y los otros
leían, comían o mascullaban al teléfono.
Emil cambió los tinteros al cajón lateral hondo, que chirriaba cuando lo abría.
Apiló las hojas blancas en la esquina de la mesa. Colocó los tampones de la sección
en el cajón de arriba, más accesible, porque el abuelo había dicho que un hombre que
disponía de sellos tenía poder.
Consultaba cada dos por tres el reloj raspado de su padre y le complacía que
hiciera juego con su nuevo aspecto.
Se oía el jolgorio de los edificios administrativos del otro lado de la calle. Una
fiesta, salpicada de gritos y ruido de cristales rotos. Emil miraba por la ventana
abierta, aunque desde su sitio sólo veía las ventanas del último piso y el cielo azul
estival.
Se estaba haciendo experto en usar la visión periférica, en ver lo que no miraba
directamente. El jefe no aparecía por ninguna parte tampoco aquel día. El inspector
de seguridad del Estado hacía anotaciones en un expediente. El gordo comía pipas de
girasol; todavía se veían los restos verdosos de las de calabaza del día anterior debajo
de los negruzcos de las de hoy. Leonek Terzian leía un libro: Emil no podía descifrar
los misteriosos caracteres garabateados en la cubierta.
Era imposible saber por qué adoptaban aquella actitud con él. Emil intentó
averiguar sus motivos, pero no había forma. Las novatadas ya no parecían posibles.
¿Creerían que era un espía infiltrado entre ellos? ¿Un visitante de Moscú? ¿O tal vez
que pertenecía a una familia que detestaban? (Aquél seguía siendo el viejo mundo, y
las animosidades familiares no cesaban).
Podría ser su cara. Sin cicatrices, sin experiencia. Emil se tocó la piel, dolorida,
arañada. Quizá no soportaran ver lo mucho que se habían alejado de sus infancias
honestas.
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Era ya bien avanzada la mañana cuando Emil cayó de pronto en la cuenta
(demasiado tarde, en su opinión) de que todos menos él tenían máquina de escribir.
Su papel blanco se alineaba regularmente con la esquina de la mesa, inútil y limpio.
—¿La sala de suministros? —preguntó al aire—. ¿Me dice alguien dónde queda?
La respuesta cansina de calvas y cabezas de tupido cabello enmarañado. El
chasquido de las teclas de la máquina de escribir.
El rostro pétreo del agente de seguridad se volvió hacia Emil, que no pudo
descifrar nada en sus ojos cargados de sueño, y le indicó la puerta con un gesto.
La luz se reflejaba en el pasillo, se oían pisadas resonantes y, al fondo, una mujer
con un pañuelo blanco a la cabeza pasaba la fregona. Algunos agentes uniformados
de la Milicia conversaban y reían en parejas: las insignias del hombro eran como la
del uniforme de gala que Emil tenía en casa: el águila roja con la cabeza de perfil y
las alas plegadas sobre un fondo amarillo.
Aquél era otro mundo. Algunos le sonreían al pasar, y unos pocos incluso le
saludaron con una rápida venia. Leyó los letreros troquelados en el vidrio traslúcido
de las puertas: CONTABILIDAD, EXTERIOR, MUNICIONES, SERVICIOS, INTERROGATORIOS. Una
secretaria tímida que salía de la sala de interrogatorios con un cuaderno de notas
sobre el pecho le sonrió. Le brillaron los ojos.
El corredor torcía a la izquierda, luego a la derecha, y, al fondo, sobre un cristal
agrietado, Emil leyó SUMINISTROS. Llamó con un nudillo sólo y entró. Un hombre
moreno y delgado, ataviado con mono azul, leía La Chispa retrepado en una silla (la
edición vespertina del día anterior), adormilado. Apoyaba los tobillos cruzados en el
mostrador, sin calcetines y con los zapatos negros brillantes. Detrás de él, siete
módulos de estanterías grises rebosantes llegaban hasta la pared del fondo.
El hombrecillo bajó los pies de la mesa y dijo:
—Hay que felicitarle, camarada. Aquí dice que el índice de asesinatos en la
capital ha caído en picado el cincuenta por ciento el último trimestre. —Golpeó el
periódico con el dorso de la mano—. Gracias a usted.
Emil cerró la puerta.
—¿A mí?
El hombre se rió de buena gana mostrando la dentadura amarillenta. Emil no
conseguía identificar su acento. El ojo izquierdo del individuo, inyectado en sangre,
seguía fijo en la ventanilla lateral.
—¡Sí, a usted! Al menos en sentido figurado. Gracias a todos los camaradas
inspectores de la Milicia Popular.
Tan súbito final del silencio anonadó a Emil. Abrió la boca. El final del silencio y
la forma de producirse: un rostro bronceado y arrugadísimo con un ojo vago
inyectado en sangre.
—Le aseguro que gracias a este inspector no. Es el segundo día que estoy aquí.
—Entonces no haga subir de nuevo el índice.
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Emil se apoyó con los brazos abiertos en el mostrador. Se estaba acostumbrando a
la conversación.
—¿Tiene una máquina de escribir?
—Hoy es su día de suerte. —El encargado de suministros sonrió, limpiándose el
sudor de la barba de un día. Desapareció en la oscuridad (su leve cojera era evidente
junto a las líneas verticales de las estanterías) y volvió con una vieja monstruosidad,
bamboleándose un poco y jadeando al posarla en el mostrador—. Preciosa —dijo, y
tragó saliva—. ¿Verdad?
Más parecía un mamotreto de acero que una máquina de escribir.
—No puede equivocarse con una clásica. Alemana. Weimar, nada menos.
Emil tocó tímidamente la máquina. Estaba fría.
—¿Funciona?
—En general, sí. Menos la jota y el apóstrofo. Y, si mal no recuerdo… —presionó
una tecla que resonó mucho, luego echó una mirada con el ojo sano a la impresión
negra del rodillo negro—. Sí, la be.
Emil suspiró.
—¿No tiene una que funcione?
El empleado adoptó una fría expresión juiciosa.
—No debería hacerlo.
Volvió a desaparecer en la oscuridad con exagerado esfuerzo, caminando casi a
trompicones más que cojeando simplemente. Miraba los estantes, ceñudo,
acariciándose el mentón con una mano y con la otra a la espalda.
Emil se acercó al ventanal sucio que daba a un patio de cemento, pensando de
nuevo lo mismo que cuando había regresado al país después de la guerra: «Ésta es
una nación de tullidos». Los niños sucios de los oficiales jugaban al fútbol en el patio.
El vidrio impedía oír sus gritos. Emil sintió el hormigueo del sudor en la espalda.
Luego, algo golpeó el mostrador.
Esta máquina era pequeña, casi nueva, y tenía todas las teclas intactas. El
empleado las probó con toques ligeros.
—¿Es mejor? —preguntó Emil.
—Considerablemente.
Emil la alzó con ambas manos sin problema.
—Vale algo, ¿no?
La posó y esperó.
—La última que salió —dijo el empleado, con los rasgos morenos más claros en
el cuadrado de luz de la ventana— fue por cinco coronas, creo.
—¿Cinco?
—Pero usted es nuevo, ¿verdad? Y, al fin y al cabo, es la que solía estar en su
escritorio —rectificó rápidamente—. El sustituto de Sergei. ¿Correcto? Lo
imaginaba. Exactamente. Seamos justos —dijo. Luego miró el mostrador rayado y
añadió—: Pobre Sergei.
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Los otros cadetes le habían contado con entusiasmo a Emil el rumor sobre el
hombre a quien iba a sustituir: Sergei Lvonic, le habían disparado con una Tokarev de
calibre 7,62. La pistola de un oficial rojo. Pero su muerte nunca se había investigado,
como tantas cosas que ocurrieron después de la Liberación.
—¿Y usted? —preguntó Emil—. ¿Puedo saber quién es?
El empleado se encogió de hombros y contestó:
—Roberto.
—¿Español?
—Todos lo creen —contestó con un cabeceo—. Consigo puntos para los mártires
de Franco, las chicas creen que los fascistas mataron a mi familia. Pero no.
Argentino. —Se llevó una mano al pecho y entonó—: Mis padres conocían el camino
del corazón.
Bajó la mano e hizo un guiño.
Emil se inclinó un poco más.
—¿Así que sabe quién soy?
—¿Y quién no lo sabe? Brod, Emil. Homicidios.
—Entonces quizá pueda explicármelo.
—¿Explicarle qué, camarada?
La palabra echó una cortina entre ellos, como si Roberto hubiera llegado de
pronto al límite de su afabilidad y retrocediera de nuevo.
—Los hombres —dijo Emil—. Me odian. No sé por qué. No me dirigen la
palabra, y ha habido cierta violencia.
Roberto resopló, impresionado.
—¿Violencia? —se limpió la mejilla húmeda con un pulgar y se acomodó en su
asiento—. Apreciaban a Sergei. De eso puede estar seguro —sacó un paquete de
cigarrillos checos del bolsillo y cogió uno—. No había muchos como Sergei —
encendió el cigarrillo inhalando—. No se preocupe, ya se les pasará. Creo que son
víctimas de la melancolía.
—¿Después de dos años? ¿Es melancolía? ¿Alguien me atiza en los huevos y es
sólo melancolía?
Roberto se encogió de hombros a su modo lánguido. Todo aquello no era nada
nuevo para él.
—Espere a verlos realmente furiosos.
Roberto aseguró a Emil que la máquina de escribir era una ganga por sólo cuatro
coronas, e incluyó de regalo La Chispa. Pero cuando Emil regresó con sus nuevas
posesiones, se sumergió de nuevo en el silencio.
Ellos no podían saber que ya lo habían roto, así que insistieron en su actitud y no
apartaron los ojos de sus respectivos escritorios mientras él tecleaba. Probó primero
la silla con una mano, y luego se acomodó y practicó con algunas teclas. Tanto si les
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gustaba a ellos como si no, el silencio se había roto; y con el tiempo se disiparía
forzosamente.
De nuevo su optimismo innato.
Emil se levantó y miró el tablero de anuncios por encima de la cabeza del
mecanógrafo. Rostros borrosos de convictos y fugitivos, cartas de ciudadanos
agradecidos y memorandos sellados que demostraban que procedían de esferas tan
altas como el Comité Central. Los memorandos resumían las nuevas normas sobre
cómo debían desempeñar su trabajo los inspectores: los edificios en los que podían
entrar sin autorización y los que no; los límites de la metodología de los
interrogatorios; cuándo había que transferir un caso a Seguridad del Estado para su
reasignación.
El mecanógrafo se interrumpió y el inspector corpulento —que se llamaba
Ferenc, según sabía Emil por los archivos— miró al jefe, que acababa de llegar y
entró directa y rápidamente en su despacho sin decir una palabra a nadie. Luego echó
una ojeada a Emil y volvió a la máquina.
Los rostros criminales clavados en el tablero de corcho tenían etiquetas con
nombres, números y listas de los delitos cometidos, con sus fechas correspondientes.
Algunos eran absolutamente culpables; fraudes y conspiraciones se sumaban a sus
homicidios. Unos cuantos rostros estaban oscurecidos por un sello azulado de
DIFUNTO.
Emil sonrió a Ferenc. La mirada fría y dura de éste no tenía nada de melancolía.
A las tres, Leonek Terzian llamó a Ferenc y al gordo (Stefan, recordó Emil):
—Ya es la hora.
Los tres cogieron los sombreros y las chaquetas y se encaminaron a la puerta,
Stefan con una leve cojera apenas perceptible. El inspector de seguridad no alzó la
vista.
Emil salió poco después, con cautela, recordando aún nítidamente el pequeño
puño de Terzian, y los vio subir a un Mercedes negro desde lo alto de las escaleras.
Se alejaron entre el estruendo del motor.
El inspector de seguridad miró a Emil cuando volvió a entrar tranquilamente, pero
cuando él le saludó con un gesto, ya se había vuelto hacia sus papeles. Estaba
demasiado ocupado protegiendo al Estado socialista para perder el tiempo saludando
a nadie. Había montones de documentos guardados en sus archivos cerrados con llave
y Emil sintió una curiosidad incontenible. Una mirada, o sólo un atisbo. Pero ni
siquiera él era tan estúpido como para romper la concentración de un miembro de la
seguridad del Estado.
El escritorio de Emil, ordenado y sin usar, con el periódico doblado junto a la
flamante máquina de escribir, no resultaba atractivo. Acarició la pila de papel con la
yema de los dedos.
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Realmente, aquello había llegado demasiado lejos.
Emil dio cuatro pasos decidido hacia el despacho del jefe y llamó a la puerta con
el canto de la mano. El cristal opalino vibró.
—Adelante.
El despacho era un caos: había papeles por todo el suelo de madera, y apilados, a
punto de caerse de los archivadores y de cajas amontonadas en el rincón. Apestaba a
humo rancio, y las cortinas de color beige estaban echadas, por lo que sólo entraba un
rayo de luz. En el techo había una bombilla amarilla encendida.
—¡Por Dios!
El jefe Moska tiró en la mesa una pluma, salpicándola de tinta negra, y se retrepó
en su asiento chirriante.
—¿Qué pasa?
Emil cerró la puerta y se concentró. Quería actuar correctamente.
—Jefe Moska, necesito trabajar.
—Tiene su propio escritorio, Brod.
Emil se sintió seguro.
—No tengo ningún caso. Si me da un caso, entonces podré hacer mi trabajo.
—¿Su trabajo?
—Exacto —dijo Emil—. Mi trabajo, que es investigar homicidios denunciados a
esta jefatura.
El jefe se inclinó entre los codos extendidos y tensó un momento el rostro
cincelado. Tenía la camisa manchada en las axilas; hacía un calor insoportable en el
despacho.
—Su trabajo, camarada Brod, es hacer lo que yo diga. Por eso tengo estas paredes
y esa puerta —señaló la puerta con un cabeceo, como si el movimiento pudiese
catapultar a Emil por ella—. ¿Se entera?
—Sí, camarada.
—¡Jefe!
—Sí. Jefe.
La silla de Moska chirrió cuando él se movió y posó ambas manos abiertas en la
mesa. Les dio la vuelta, poniendo las palmas hacia arriba, y luego recorrió despacio la
habitación con la mirada.
—No quisiera desperdiciar sus talentos particulares, Brod, que sin duda son
considerables. —Algo llamó entonces su atención y apuntó con un dedo largo tres
cajas de expedientes embutidas en un rincón junto a un radiador desmontado—.
Algún zopenco ha ordenado esos expedientes cronológicamente. ¿Puede creerlo?
—Lo intento, jefe.
Miró a Emil de hito en hito. A aquella luz amarillenta desvaída su expresión era
asesina.
—Los quiero por orden alfabético, Brod. ¿Está usted familiarizado con el
alfabeto?
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—Íntimamente.
—Pues manos a la obra.
Las cajas eran muy pesadas y voluminosas, pero Emil consiguió manejarlas
gracias a la colérica estupefacción que sentía. Las colocó bien alineadas junto a su
escritorio, haciendo caso omiso de la mirada fija del inspector de seguridad, y se
sentó en el suelo. Sacó de la primera caja todos los expedientes cuyo apellido
empezaba por A: Althann, Abajian, Adamów, Annopol. Luego repitió la operación
con la segunda caja y con la tercera. Hizo un montón. Siguió con la B. Sintió una
punzada en la espalda, pero no cambió de postura. No quería dar ninguna muestra de
dolor. Le llegaban las voces de la calle en oleadas, discusiones y el golpe de un
automóvil contra un carro de madera. El dolor se le extendió a los hombros y, cuando
llegó a la M, le dolía toda la espalda. Fuera, se oía el chillido de un cerdo al que
estaban matando. Maslow, Miroslav, Mas. Emil estaba rodeado de inestables pilas de
carpetas.
Pasaba de las cinco y media cuando el jefe salió de su despacho poniéndose una
chaqueta gris. Hizo un gesto al inspector de seguridad y luego se paró un momento al
lado de Emil.
—No trabaje demasiado, Brod. Necesita que le dure. Considérelo su plan
quinquenal.
Emil le miró entrecerrando los ojos; la luz de las ventanas perfilaba nítidamente
su figura. Notó la garganta seca cuando dijo:
—¿Es eso lo que hacen todos?
—¿Todos? —la sonrisa del jefe sólo era visible en su cara iluminada por la luz del
fondo. Se encogió de hombros en vez de responder y se marchó.
El inspector de seguridad, con las manos sobre el dossier que tenía en el regazo,
se volvió hacia Emil y frunció el ceño. Su cara chata era inexpresiva.
—¿Quiere decirme algo? —le preguntó Emil, perdiendo completamente el
sentido común—. ¿Tiene algunas ideas que desee exponer?
El inspector de seguridad siguió mirándole un poco, enarcó las cejas como si
fuese a encogerse de hombros y cerró la carpeta que tenía en el regazo. Se la embutió
bajo el brazo, cogió el sombrero y el paraguas y salió detrás del jefe.
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4
La guerra daba los últimos coletazos cuando Emil tomó el tren solo en Ruscova,
pasó por la capital y siguió hacia el norte, por ciudades amarillentas y destrozadas:
Varsovia, Vilnius, Riga, Tallinn. Cruzó el golfo de Finlandia en trasbordador. La
Rusia soviética había dejado de bombardear hacía poco, pero, comparada con
aquellas otras ciudades, Helsinki conservaba forma y estructura urbanas, era una urbe
marítima majestuosa. Le cortó la respiración.
Emil no conocía el idioma, así que, como todos los extranjeros, se abrió paso
hasta los pequeños bares esparcidos por las islas como diminutas naciones ebrias.
Encontró la propia en el Carp, un local hediondo y oscuro, donde ponían anuncios de
trabajo y avisos para los recién llegados. Un compatriota beodo se bajó tambaleante
de su taburete y le habló a Emil de la expedición pesquera al Ártico. «Supone dinero
de verdad —le había dicho, cabeceando sobre la copa de vodka—. Vuelves rico».
No había sido así en absoluto, pero después de pasarse cuatro meses abriendo en
canal a aquellas criaturas grises con su cuchillo curvo y lavarles las entrañas rojas en
la cubierta con los amargados eslavos, mediterráneos y árabes perdidos, empleando el
alemán como idioma común, regresó a la capital con dinero suficiente para alquilar
un piso en el atestado distrito Sexto, donde los proletarios salían de sus cuartuchos
alquilados y se apretujaban en los tranvías rumbo a las fábricas y los talleres de la
ciudad.
Emil conoció a Filia en uno de aquellos tranvías; era una muchacha pálida, casada
con un soldado que aún no había regresado de la guerra. Ella iba leyendo una revista,
en cuya portada aparecían bailarines soviéticos con las piernas alzadas, y, cuando
Emil miró por encima del hombro de ella, la joven le preguntó si era siempre tan
grosero. Labios finos, rictus amargo y cabello pajizo. Él le contó en un café que su
familia había regresado hacía poco de las provincias meridionales, y él del extranjero;
ella le contó a él que su familia había muerto. No sabía nada de su marido, que se
había ido a la guerra hacía años. Emil no vio nunca el piso de ella, pero la joven
trasladó su ropa al de él, y después de hacer el amor, le contó historias de su infancia
en las provincias montañosas del norte. Hablaba como si la región fuese un paraíso de
honradez y hermandad.
Él le había preguntado por qué no volvía, y ella se quedó mirándole como si
estuviese loco.
Filia tenía ataques súbitos, inesperados, en los que sus ojos se convertían en
piedras gélidas sin brillo que traspasaban a Emil. El pavor que le provocaba esto a él
era equiparable al deseo que sentía por ella.
Comían en el suelo de la sala de estar lo que hubiera en el mercado, y oían en la
radio los juicios de los nazis y de sus seguidores, y los informes sobre los esfuerzos
de reconstrucción coordinados. Rusos, británicos y estadounidenses unidos
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brevemente. Estaban reconstruyendo la capital también. Los ingenieros rusos
llenaban la ciudad con su equipo de medición y sus letreros en cirílico, y los soldados
soviéticos que habían llegado hacía un año no se marchaban.
Filia le había dicho una vez, en uno de sus ataques de mal humor, que sólo vivía
con él porque tenía miedo de que la violaran los rojos. «Tú eres mi protección contra
el plomo bolchevique». Él se quedó mirando sus ojos pétreos, dolido. Ella volvió a
sonreírle y le preguntó por qué había regresado al este pudiendo haberse quedado en
Helsinki o haberse marchado a Londres. O incluso a América. Dijo América como un
ensalmo.
En vez de contestar, Emil le contó que su padre había dirigido una campaña en
Varsovia que acabó en una muerte heroica. Ella no le creyó.
«Me cuentas la historia con pausas y ráfagas; no sabes mentir».
El marido de Filia estaba en el frente; ella entendía perfectamente a Emil. Así que
él admitió que no sabía nada de la muerte del teniente Valentin Brod, sólo que había
acaecido en Varsovia y de un tiro; y eso, espigado de un telegrama escueto dirigido a
su madre, que para entonces también había muerto. ¿Estaba satisfecha? No, dijo Filia.
Y volvió a preguntar por qué había regresado de Occidente. Él contestó que porque
tenía que conocerla a ella. Ella se echó a reír y le dijo que hablaba en serio.
Emil le contó cómo murió su madre. De inanición. En el frente.
«Guerra y más guerra». Ya había oído suficiente de la guerra, le dijo ella. Pero él
se lo contó de todos modos.
María Brod había sido una de las muchas enfermeras que siguieron a sus maridos
a las líneas de batalla y luego murieron. Balas perdidas, enfermedades o, si tenían la
mala suerte de verse separadas del mando en aquellas vastas cordilleras, como María
Brod, morían de inanición y por las inclemencias del tiempo. Los soldados de la Cruz
Roja que encontraron su cuerpo en una cresta de los Tatras enviaron sus documentos
a la capital, donde un amigo de su antiguo domicilio los remitió a Ruscova. Pero no
supieron nada de lo que habían hecho con el cuerpo, y Emil imaginaba a su madre
tendida aún entre los árboles de las montañas despojados de nieve, echando sólo de
menos sus documentos de identidad.
Filia no le hizo más preguntas: esta historia, al menos, era cierta. El lunes
siguiente, ella se fue a la fábrica por la mañana y no regresó. Por entonces, los
últimos soldados estaban regresando tambaleantes a la ciudad, y sin duda su marido
se contaba entre ellos. Emil se quedó solo y casi sin dinero, y su abuelo se había
trasladado de Ruscova al distrito Quinto con una tarjeta roja y una pizca de prestigio.
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incluso a las proximidades más limpias del distrito del Canal. Hizo los cálculos
mientras tomaba el repollo hervido, sabiendo de antemano que los números estaban
condenados al fracaso, pero siguiéndolos esperanzado hasta su predecible final. La
miseria que ganaba en la Milicia Popular no le permitiría liberarse; los sobornos,
suponía el gobierno, suplirían el resto.
Emil había tenido dinero una vez, pero lo había derrochado con aquella joven.
—Un día. Sólo un día.
La abuela miró ceñuda el traje sucio y arrugado de Emil.
—Debes aprender a cuidar de ti mismo. ¿Qué tienes en la cara?
Se humedeció un dedo con saliva y le limpió el arañazo de la cara.
Emil soñó con los pesqueros de focas que se abrían paso entre las capas de hielo
del norte. Un barco de nómadas a quienes no les importaba arriesgar la vida en aquel
frío espantoso. No tenían nada que perder. Bebían más de la cuenta y peleaban en la
cubierta helada; el croata ya había muerto cuando llegaron a los cazaderos: se había
caído, borracho, en las aguas oscuras. En el sueño, el búlgaro le había amenazado
furibundo con un cuchillo en una partida de cartas, pero Emil no se asustó como
habría pasado en la realidad; levitó. Y luego atravesó flotando el techo del camarote.
Emil soñó con los cuerpos pequeños y gruesos, fardos de color gris plateado, que se
deslizaban por las lomas heladas en el agua, con ojos como monedas negras y largas
pestañas de mujer. Sus entrañas echaban vapor cuando las limpiaba; sus órganos rojos
se empañaban en la nieve blanca. Soñó con el búlgaro que habían encontrado entre
las vísceras de foca, de bruces en la sangre. Ensangrentado. Destripado y tirado en el
hielo.
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—Adelante.
Abrió la puerta, cargado con la caja de la S a la Z, y la dejó en el rincón del
fondo. El jefe le observó transportar las otras dos y colocarlas sobre la primera. Emil
se plantó luego ante su escritorio.
—Bueno —dijo jadeante—. ¿Tiene ya un caso? Para mí.
La mirada del jefe reflejaba un aburrimiento abrumador.
—¿Ya los ha ordenado todos?
—Por supuesto.
—Debería darles un repaso. Para asegurarse.
Emil se sofocó. Cerró la puerta y volvió al escritorio del jefe. Habló clara y
serenamente, con los músculos de la mandíbula tensos:
—No sé lo que pasa aquí, no entiendo por qué actúan de este modo usted y sus
hombres. Pero yo he venido como inspector de Homicidios de la Milicia Popular, y si
se niega a encargarme un caso legítimo, no seré responsable de lo que ocurra.
El jefe se retrepó en el asiento y balanceó un lápiz pequeño y grueso entre los
dedos.
Emil confiaba en que la cara encendida y el atrevimiento dieran la impresión de
alguien que podía hacer cualquier cosa si le provocaban, por temeraria que fuese. Era
la expresión que tenía que adoptar un joven en las aguas árticas.
El jefe se llevó el lapicero a la boca, lo apretó con los labios y cuando lo retiró
tenía en los mismos residuos negros. Habló lenta y cansinamente:
—Ayer. Llegó algo y, en fin, no quiero que mis hombres pierdan el tiempo con
ello —hablaba mirando a los papeles del escritorio. Había dejado el lapicero y
hojeaba los escritos mecanografiados y manchados—. Distrito Cuarto, un cantante.
No. Un autor de canciones. —Se chupó los dedos con la lengua gruesa y ennegrecida
mientras buscaba entre los papeles. Emil procuró no perderse nada.
—¿Ha muerto el autor?
—Así acuden a nosotros, Brod —le pasó una hoja escrita a mano.
Varón, Janos Crowder, 35 años, muerto en apartamento, trauma severo en la
cabeza. Calle Liberación, 12.
—Visitado a última hora de la noche —susurró el jefe—. Los agentes de la
comisaría del barrio tomaron fotos, muestras, lo habitual. Les avisaré de que va usted.
Emil abrió la boca. Quería preguntar qué significaba lo habitual, pero no dijo
nada. Parecía que le habían desaparecido los pies. Ya tenía su caso. Tan rápida y
fácilmente.
—¿Necesita documentos de movilización? Muévase.
Emil encontró los pies.
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uno al otro. Emil recordó al hombre muerto. Al menos una de sus canciones era muy
popular, algunos niños la cantaban en la escuela. Los había oído en las marchas por
los bulevares, muy elegantes con pañuelos y distintivos, pero no recordaba el nombre
de la tonada. Recordó parte de la letra cuando salieron de los centros administrativos
color mostaza del distrito Primero hacia las entradas talladas y las verjas de hierro
forjado de la parte no bombardeada y aún prestigiosa del distrito Cuarto: «Hay
guardias blancos en tu corazón que deben apartarse».
No quedaba nada de la cara de Janos Crowder para que lo reconociera.
El policía que esperaba a Emil (un muchacho poco más joven que él, con
uniforme azul holgado) le hizo pasar y señaló con un cabeceo el cadáver. A pocos
palmos de distancia había una llave inglesa que había manchado la gruesa alfombra
blanca de un tono castaño.
La melodía seguía dándole vueltas en la cabeza. «Hay guardias blancos…».
Era un piso suntuoso, caro, y lo habían destrozado. Un hedor húmedo lo
impregnaba todo. Habían volcado las estanterías sobre los libros y los jarros rotos;
habían cortado los almohadones del sofá y los habían vuelto del revés. Un piano de
media cola ocupaba un rincón. Tenía la tapa alzada y en la alfombra, al lado, había
fotografías enmarcadas que se habían caído.
Era el hedor de la descomposición, se dijo Emil. El almizcle del autor de
melodías patrióticas más selecto del país convirtiéndose en moho.
—Su jefe ordenó que lo dejaran como estaba —el joven agente movió la cabeza,
con la gorra en las manos—. Nunca había visto algo así.
El cuerpo estaba arqueado hacia atrás sobre una mesita de centro maciza y rústica
que parecía de las provincias. Estaba agrietada y curvada en el centro, donde había
chocado el cuerpo, pero no se había partido.
Buena artesanía rural.
«… deben apartarse».
Habían usado la llave inglesa para golpear brutalmente la cara de la víctima, y
luego la nuca, salpicando la alfombra de diminutos fragmentos rosáceos del cráneo.
Emil procuró no respirar por la nariz.
Había visto muchos cadáveres (en el barco del Ártico, en los campos y trenes
desde Finlandia hasta allí), pero nada como aquello. Nunca había visto un cadáver en
el salón de un hombre acaudalado. El emplazamiento lo diferenciaba de algún modo,
lo hacía más espantoso. Era normal que hubiese muertos en los barcos. En los trenes
y en los campos. Pero no en los salones.
—Deje que entre un poco de aire, ¿quiere?
El policía abrió la cristalera. La brisa caliente disipó un poco el hedor. Emil se
acercó al agente, y ambos contemplaron la ciudad, los tejados de hojalata y arcilla
que se perdían a lo lejos.
Emil volvió de mala gana y se arrodilló junto a la llave inglesa. El acero estaba
cubierto de sangre seca, pero no había huellas dactilares, solamente hilos retorcidos.
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Habían sido blancos y ahora eran de un tono pardo. Guantes.
Inspeccionó las fotografías que se habían caído del piano abierto. Detrás del
cristal cuarteado y enmarcado vio el rostro magiar (frente protuberante, orificios
nasales enormes), que recordó de los recortes de La Chispa. El difunto sonreía de
oreja a oreja en una velada nada menos que con el secretario general Mihai. Había
compuesto algunas de sus mejores canciones para su gallardo líder partisano (ahora
un político sobrealimentado, un «moscovita gordo», como lo llamaban en privado).
En otra fotografía, el ministro de Interior apoyaba un brazo grueso en los hombros de
Crowder.
Emil repasó las demás luminarias de la alfombra, que ofrecían al autor de
canciones trofeos estrellados y placas que, a pesar del blanco y negro, eran
claramente doradas con sus estrellas de un rojo encendido. Se preguntó
despreocupadamente dónde estarían aquellos trofeos y cuánto valdrían. Estaba
rodeado de apretones de manos, manos que aplaudían y manos que entregaban
premios valiosos. Y en todas partes: grandes sonrisas.
Entonces se le ocurrió. Lo comprendió de pronto.
Había caído en una trampa.
Al principio se resistió a creerlo: era demasiado simple, demasiado súbito. Pero lo
consideró detenidamente. Ojalá no tuviese tanto sentido. Moska le había encargado
aquel caso para quitárselo de encima.
Volvió a examinar la fotografía del secretario general.
Janos Crowder tenía buenas relaciones; tenía amigos en la mismísima cúpula. Y
ese simple hecho convertía su muerte en un caso político, como única alternativa. En
las investigaciones políticas no se permitía ninguna equivocación. Al primer indicio
de error, le sacarían de aquel primer caso, tal vez le echaran del cuerpo incluso.
Encargarían el caso al inspector de seguridad de mirada acerada y rasgos de
campesino. Estaría sentado a su escritorio en aquel momento hojeando los
expedientes, esperándolo.
Emil notó las manos húmedas, y se le cayeron a la alfombra el risueño secretario
general y Janos Crowder. Se palmeó los muslos para facilitar la circulación de la
sangre. Se levantó.
—Hábleme de él —ordenó a la habitación vacía.
El joven policía salió de la cocina chupándose un dedo untado de mantequilla.
Llevaba puesta la gorra. Emil no comprendía que alguien pudiera comer con aquel
olor.
—Crowder. Hábleme de él.
—Camarada Janos Crowder —le recitó de memoria el agente—. Eminente
compositor de canciones, natural de Budapest, se trasladó aquí poco antes de la
guerra patriótica. Soldado de infantería en el frente. Metralla en una pierna, Medalla
Real al honor. Después de la Liberación creó una extraordinaria variedad de
canciones en honor del país.
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—¿Extraordinaria variedad? —preguntó Emil.
El policía se encogió de hombros.
—Ciento treinta y siete canciones en dos años.
Emil asintió.
—Extraordinaria. ¿Algo más?
El policía susurró el último detalle:
—Se casó con Lena Hanic en 1945.
—¿Se lo han notificado a ella?
—No, camarada inspector.
—Bien. Lo haré yo. ¿Ha tomado fotografías?
El policía volvió a la cocina y regresó con una carpeta grande color crema. Estaba
llena de fotos.
—¿Quién encontró el cuerpo?
—El supervisor del edificio. Aleksander Tudor. Cuando subió el correo. —Señaló
el tocador que había al lado de la puerta, sobre el que había algunos sobres—.
Decidió dejarlo dentro. Y esto es lo que encontró.
Emil inspeccionó la habitación destrozada, procurando recordar otras preguntas.
En la Academia había simples listas que paliaban la necesidad de tener que repasarlo
todo, pero Emil se había quedado en blanco.
—Al salir, dígale al encargado que suba.
—¿No se marcha usted también?
Emil creyó detectar cierta sorpresa en la voz del policía. Extrañeza de que la
entrevista fuese tan breve. Tan incompleta e inepta.
—¿Tiene la dirección de la esposa?
El agente se detuvo, mirando al otro lado de la habitación, rodeando diestramente
el cadáver.
—Llame a Homicidios —le dijo Emil—. La anotarán y la dejarán en mi
escritorio.
Ni siquiera al decirlo estaba seguro de creerlo.
Tres sobres, todos recibos. Los abrió y los leyó con la vana esperanza de
descubrir algo; pero los dos primeros eran las finanzas prosaicas de la vida: un sastre
caro del Bulevar Yalta que había hecho a Janos Crowder un traje y esperaba que se lo
pagase. Un verdulero del barrio que se estaba impacientando por su deuda. El tercero,
sin embargo, era de la oficina de Aeroflot de la orilla del Tisa, el itinerario de un
vuelo a Berlín que salía aquella misma mañana. Emil consultó el reloj de su padre:
las 12.40. El vuelo acabaría de salir.
—¿Camarada inspector?
Un hombre grueso en la entrada: los brazos sonrosados desbordaban la camiseta
blanca sin mangas, manchada de grasa y sudor. Emil oía su respiración desde el otro
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lado de la sala.
—¿Camarada supervisor Aleksander Tudor?
El hombre asintió, apretando los labios mientras entraba despacio y miraba al
cadáver atentamente. Resopló sin querer.
—Cierre la puerta, ¿quiere?
Lo hizo.
Emil alzó los sobres.
—¿Desde cuándo entregan el correo los supervisores de los edificios?
—Llevaba allí dos días —contestó Tudor, en un tono suplicante—. Me
preocupaba que lo robara alguien.
Posó de nuevo la mirada en el cadáver, como si la fuerza de la gravedad tirara de
él. Emil clavó la mirada en su rostro pálido hasta que le parpadearon los ojos.
—Cuénteme lo que ocurrió cuando descubrió el cadáver.
Alexander Tudor procuró respirar regularmente.
—Ayer. Por la noche, sí. Después de la cena.
—Así que estaba en su piso.
—Los perros.
—¿Perros?
Aleksander Tudor asintió vivamente.
—Ladraban junto a mi ventana. Como siempre, pero esta vez… —cerró los ojos y
los abrió—. Esta vez fui a espantarlos. Entonces me fijé. En el buzón. El del
camarada Crowder. Lleno de cartas —su respiración se oyó entrecortada—. Dos días.
Muy irregular. Pero no hubo respuesta —dijo—. A mi llamada.
—¿Y no había oído nada antes?
—Sólo a los perros.
—¿Ningún ruido? ¿Ningún sonido de lucha?
Aleksander Tudor cabeceó fríamente.
—¿Y entró directamente?
—Tengo la llave, camarada inspector.
—¿No podía echar las cartas por debajo de la puerta?
El vigilante se volvió hacia la amplia rendija de debajo de la puerta. Miró de
nuevo a Emil, moviendo los labios, pero sin formular ninguna palabra.
—Camarada supervisor —dijo Emil, procurando adoptar el tono que los
profesores le habían mandado ensayar horas y horas—, parece usted preocupado. ¿Le
molesto?
—Es que… —empezó a decir el hombre. Apoyó todo el peso en el tocador; Emil
veía la otra mitad de su rostro sudoroso en el espejo. Miraba el cadáver parpadeando,
a punto de desmayarse.
Emil le hizo salir al pasillo, donde los olores a fritos amortiguaban el olor a
putrefacción.
—¿Prueba de nuevo?
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Tudor se agarró a la barandilla y consiguió pronunciar las palabras:
—Tenía curiosidad, camarada. Eso es todo. Quería ver si él se había marchado
o… No sé —movió la cabeza.
Emil buscó en la chaqueta y sacó el bloc y un lapicero pequeño, 25 de agosto del
48. Víctima: J. Crowder. Interrogatorio: sup. casa Aleks Tudor. Él encontró cuerpo.
Al entregar correo. Nervios destrozados.
—¿Sospechaba usted esto? —le preguntó.
—¿Esto?
—Asesinato. ¿No oyó nada?
—Ah, no, nada en absoluto —le temblaron los carrillos húmedos y colorados al
cabecear—. Sólo… me extrañaba. ¿Comprende?
—¿Cuánto tiempo llevaba viviendo aquí el camarada Crowder?
—¿Seis, siete meses? Tengo que comprobarlo.
Emil señaló la puerta de enfrente. Alguien la había pintado de rojo chillón.
—¿Los vecinos?
—Polacos —susurró Tudor. Y añadió con una sonrisa irónica y medio guiño—:
genuinos proletarios.
—Camarada —dijo Emil, en tono muy oficial de nuevo—, ésta es una nación de
proletarios. Los proletarios han triunfado con la generosa ayuda de nuestros amigos
del este. Proletarios es el nombre por el que todos vivimos.
Aleksander Tudor parecía a punto de echarse a llorar.
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Sólo quería saber si conocían a su vecino.
—Pues claro —dijo Tomislaw, señalando la puerta con un pulgar ennegrecido de
aceite—. A veces nos sentábamos ahí fuera y tomábamos un vodka o algún licor —
indicó con el pulgar y el índice la cantidad del trago—. Sólo un poquito. O vino del
suyo. Sangre de Toro. De Eger —enarcó las cejas con orgullo—. Él me hablaba de
sus canciones. ¿Conoce sus canciones? «¡Hay un derecho en el poderío del valle!» —
cantó en una marcha discordante, pero Emil lo reconoció, también de las gargantas de
los niños con pañuelos. Oyó las risas de los pequeños por la interpretación de su
padre en la habitación contigua. La madre lanzó una mirada fulminante a la puerta.
—¿De qué más le hablaba?
Tomislaw metió los dedos en un paquete de cigarrillos y al fin sacó uno suelto
retorcido. El tabaco salpicó el tablero de la mesa.
—De dinero, ¿de qué otra cosa? Decía que podía gastar más que nadie que
conociera. Incluso con todas esas canciones. Siempre se le acababa.
—¿Estaba pelado?
—¿Pelado? No sé. A mí me parecía que vivía muy bien.
Las dos abuelas se santiguaron y la esposa de Tomislaw cambió de posición en la
silla.
—¿Y qué me dice de las visitas?
—Vivía solo —dijo la esposa.
—Yo no vi a nadie —afirmó Tomislaw.
—¿No tenía amigas?
Tomislaw se encogió de hombros.
—Quizá una prostituta. Alguna que otra vez.
—¿Las vio usted?
Cabeceó, casi con tristeza.
—Pero novia no, de eso estoy seguro.
—¿Cómo lo sabe?
—Eso se sabe —dijo Tomislaw, sonriendo de nuevo, los pómulos altos con
seguridad masculina, y los demás asintieron—. Había alguien, aunque…
—¿Una chica?
Movió la cabeza.
—Eso no era nada —dijo su mujer. Carraspeó significativamente.
Tomislaw se encogió de hombros.
—¿Qué? —preguntó Emil.
—Un fontanero, creo.
—¿Sí?
—No es nada —dijo la mujer.
—No es nada —repitió el marido, moviendo la cabeza, ceñudo.
Emil miró entre ambos un momento, sabiendo que no sacaría más del tema, y
volvió a su cuaderno de notas.
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—¿Le comentó algo sobre Berlín? ¿Le dijo que iba a viajar en avión a Berlín?
—¿Berlín? —Tomislaw pensó un momento, entrecerrando los ojos—. Donde
están… —Alzó una mano plana sobre la cabeza y silbó imitando el vuelo de un avión
por encima. Al fin dijo—: No. Nada.
—¿Y de enemigos? ¿Alguien que deseara hacerle daño?
Tomislaw entrecerró los ojos haciendo memoria, y Emil advirtió los ojos grises de
la mujer, que escrutaba el rostro de su marido como si pudiera predecir y evitar un
error. Tomislaw alzó las manos con las palmas hacia arriba y dijo:
—¡Pero todos le querían! Era como un príncipe. Un príncipe elegantísimo.
Emil se volvió hacia la esposa, deseaba incluirla en la conversación:
—¿De dónde son ustedes? ¿De qué lugar de Polonia?
—De Polonia no —rezongó ella. Le devolvió la mirada—. Somos de Brest.
—Eso es polaco —dijo Emil.
—Durante mucho tiempo, sí. Luego, un día, ya no. Cuando acabó la guerra,
alguien nos dijo que vivíamos en Bielorrusia. —Parpadeó como si se estuviera
despertando. Se incorporó en la silla, con la espalda erguida, y esbozó una sonrisa
tensa—. Ahora vivimos aquí, y eso es lo único que importa.
Tomislaw le acompañó a la puerta y Emil le tocó el codo para que saliera con él.
El hombre delgado miró hacia atrás, temeroso al cerrar la puerta.
—Dígame —le dijo Emil. Agarraba el lápiz como si fuera un puntero.
Tomislaw frunció el entrecejo.
—Ese fontanero. ¿Cuál es la historia?
Se encogió de hombros.
—Ella tiene razón, en realidad. No es nada. Sólo un individuo. Ella está loca… se
preocupa porque el fontanero tenía acento alemán. Los alemanes le dan miedo.
—¿Qué aspecto tenía?
—¡Pues de alemán! ¿De qué iba a tenerlo? Rubio, por supuesto. Alto.
—¿Y era fontanero?
—No lo sé —dijo Tomislaw, alzando las manos como si comprendiera al fin que
su mujer tenía razón: les das la mano y te toman el brazo—. Fontanero, ebanista,
¿cómo voy a saberlo? Yo sólo sé que vino un par de veces y que discutieron. Por
dinero, creo.
Puso la mano en el pomo de la puerta.
—¿Recuerda algo que dijeran? ¿Algo particular?
Tomislaw se encogió de hombros, se inclinó hacia la puerta y giró el pomo.
—No sé nada más, de verdad.
Cuando se abrió la puerta, apareció la mujer, que tiró de él hacia dentro y lanzó
una mirada dura y recelosa a Emil antes de cerrar de golpe y echar el pasador.
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vitrinas volcadas y examinando con cuidado los cacharros rotos. Había una cámara
fotográfica en un rincón, una Zorki, sin película. Se la guardó en el bolsillo. Encontró
una medalla de oro en una cómoda llena de ropa: un círculo con la hoz y el martillo y
rayos de sol, y las palabras LENIN y MÚSICA en cirílico debajo. La cogió —pesada, de
oro puro— y la examinó.
Aquello era el principio de todo. Estaba convencido. Era un nuevo principio y
tenía que empezar correctamente o no empezar. Pero ¿no lo habían saboteado ya el
jefe y los demás?
Se guardó la medalla en el bolsillo.
Encontró una hoja de papel doblada detrás del piano con notas; y una liga negra
de mujer debajo de un cojín cortado del sofá. Encontró en la cocina tarros de fruta en
conserva (melocotones y fresas) que no se había llevado la policía. Lo cual sólo podía
significar que no habían podido llevárselos todos porque no les cabían más en los
bolsillos.
Detrás de la nevera, atado a una tubería delgada, descubrió un trozo corto de
cordel que habían cortado con un cuchillo. No sabía por qué. En el cuarto de baño
encontró jabón francés. Se lo guardó todo y luego envolvió la llave inglesa
ensangrentada en un número de La Chispa. Entonces cayó en la cuenta de que estaba
tarareando «Hay guardias blancos en tu corazón…».
Se metió el arma homicida debajo del brazo, devolvió la medalla de oro de Janos
Crowder a su cajón, escondiéndola entre la ropa interior arrugada.
Empezaría de nuevo. Usó el teléfono privado de Janos Crowder, blanco y
bulboso, para llamar a la oficina del médico forense.
Las fotografías estaban sobreexpuestas, pero bastante claras. Janos Crowder había
caído hacia atrás en su mesa rústica con los brazos abiertos. Las piernas yacían
inertes, con los pies apoyados planos en la lujosa alfombra. Tenía los dedos largos y
finos, ahusados. No eran precisamente manos de obrero. Tenía el cuello moteado
hinchado donde se curvaba en la masa del maxilar y carne humana que había sido la
boca, la nariz y los ojos.
Un alemán. Un alemán que parecía alemán y que discutía sobre dinero. Los
chismes llenaban sus bolsillos: una liga, una cámara fotográfica, un cordel.
La brutalidad era absurda. Janos Crowder habría muerto mucho antes de que
acabara el maltrato. Furia maníaca, tal vez. O el empeño de ocultar algo. Pero ¿qué?
La cara no era imprescindible para identificar a un cadáver. Un simple ratero se
habría llevado la cámara fotográfica. Un alemán en busca de dinero habría
encontrado la medalla de oro.
Había un primer plano de la cabeza, donde se había sacado una oreja.
Emil iba en el tranvía, apoyado en una barra, cuando oyó un grito ahogado. La
mujer que miraba por encima de su hombro había comprendido finalmente lo que
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estaba viendo.
Fue una grata sorpresa ver en su escritorio un papel con la dirección de Lena
Crowder. Escrita con la misma letra infantil que Emil había visto el primer día. Nadie
se declaró autor de la nota ni alzó la vista cuando Emil dejó caer de golpe la llave
inglesa envuelta en periódico sobre la mesa junto a la máquina de escribir. Algunos
habían dado por terminada la jornada y se estaban poniendo la chaqueta y
arreglándose las corbatas y los cuellos para marcharse. El inspector de seguridad
estaba comiendo una manzana y, cuando Emil se sentó, se acercó y le deseó suerte en
el caso muy discretamente.
—Es su primer caso, ¿verdad?
—Sí, el primero.
—Bien, pues buena suerte —repitió, y mientras volvía a su escritorio como si tal
cosa, Emil sintió un odio frío y concentrado por aquel buitre.
La máquina de escribir funcionaba de maravilla. El informe preliminar de Emil
registraba los detalles que había averiguado de la vida de la víctima, su ocupación y
su vida conyugal, los rumores sobre su situación económica y la afiliación al Partido.
No mencionaba las fotografías con el secretario general Mihai. Incluía los nombres
de las personas a quienes había interrogado y los pasos que pensaba dar a
continuación. Lena Crowder y el vendedor del arma homicida, para lo que tenía el
número de diez dígitos del fabricante. Hablaría también con el forense, aunque no
esperaba conseguir gran cosa. Las conjeturas no estaban justificadas en aquel punto
de la investigación.
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por un oído y le habían salido por el otro. Sólo era receptivo con quienes no tenían
tiempo para el circunloquio, como la silenciosa Ester de Ruscova.
Se inclinó y envolvió la llave de nuevo, como si quisiera ocultarle su transacción.
—Para saberlo mañana —dijo despacio—. ¿Cuánto?
Roberto sonrió de oreja a oreja.
—¡Sólo dos!
—¡Adelante!
Poco más y no encuentra al jefe. Estaba deslizando el brazo manchado de sudor
en la manga de la chaqueta cuando Emil dejó caer las hojas mecanografiadas en su
escritorio.
—¿Qué es esto?
Emil se llevó instintivamente las manos a la espalda y, en cuanto las unió, deseó
poder controlar su sumisión instintiva.
—El informe del día, cam… —se corrigió—: jefe.
El jefe Moska tenía los dos brazos en la chaqueta gris arrugada. Alzó el informe
con una mano y separó las tres hojas como si fueran naipes.
—No ha hecho usted nada, Brod. Hasta que no lo haga, no hay nada de qué
informar. No necesito esto.
Le tendió las hojas.
Emil se cruzó de brazos.
—Reglamento. Artículo quince, secciones doce a dieciséis: comunicación entre
niveles de servicio.
—No me venga ahora con citas, Brod. Es irrespetuoso y desagradable —dijo el
jefe con gesto duro, aunque parecía verdaderamente sorprendido por la cita. Emil
cogió el informe de nuevo. Lo dobló y planchó el doblez, pero no se marchó.
—Necesito algunas cosas.
—¿Cosas?
Emil hizo caso omiso de su expresión.
—Un coche, en primer lugar.
—¿Por qué?
—Entrevistas.
El jefe Moska dio un paso atrás despacio, como si pensara volver a sentarse.
—Hay tranvías, Brod. Son muy baratos. ¿Acaso son poca cosa para usted?
—Tengo que ver a la esposa de Janos Crowder. Vive fuera de la ciudad.
—Hable con los del taller. —Dio un paso al frente de nuevo.
Emil alzó una mano débil.
—Una pistola. Todavía no me han dado una.
El jefe frunció el entrecejo y el sudor de su frente alterada le rodó por las mejillas.
Era un hombre tan corpulento, más grande cuanto más se acercaba uno a él, y su
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aliento parecía calentar el despacho.
—¿Necesita una pistola para interrogar a una viuda desconsolada?
—Investigo un asesinato, jefe.
—Es lo último —empezó a decirle el jefe Moska, e hizo una pausa—. No
necesita tocar una pistola para nada. Es peligroso tenerla demasiado pronto.
—Pero… —dijo Emil, y se interrumpió. El jefe ya había salido del despacho.
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que había visto mucho en Helsinki. La puerta se abrió sin darle tiempo a encontrar el
timbre y una mujer baja y pasmada, con uniforme de doncella, le miró sorprendida.
Llevaba un cubo de agua sucia.
—¿La camarada Crowder? —preguntó Emil—. ¿Está en casa?
La mujer se volvió a mirar rápidamente hacia el interior.
—Tal vez…
Emil le enseñó su certificado de la Milicia.
—Vamos, por favor.
La mujer dio un paso atrás al entrar él, dejó el cubo en el suelo y el agua se
desbordó, y caminó deprisa, casi corriendo, pasando junto a retratos con gruesos
marcos, lámparas y una amplia escalera curva. Desapareció por una puerta lateral al
final de un corto pasillo.
Emil la siguió. Procuró ignorar el candelabro del techo, un velador alargado de
mármol con dos jarrones de porcelana y los enormes rostros barbudos de las paredes.
Pero no podía. Llegó al fin a la puerta —de roble macizo, pulido y resplandeciente—
y encontró a la doncella en una habitación grande, inclinada junto a una mujer echada
en un sofá blanco con una bata blanca y larga.
—¡Hazle pasar! —gritó la mujer, y Emil supo que estaba ebria por su forma de
arrastrar las palabras. Se incorporó, indicándole con la mano que se acercara, y se
cayó hacia atrás; se apoyó en un brazo para incorporarse de nuevo. Hacía frío allí. La
única luz de la estancia era la del anochecer anaranjado que entraba por las ventanas;
pero, cuando Emil se acercó más a ella, vio sus rasgos con claridad: el cabello negro
alrededor del cuello, y el rostro pálido y ancho de facciones pequeñas y oscuras. Lena
Crowder entornó los ojos intentando enfocar la mirada.
—¿Más policía?
—Milicia —corrigió él en voz baja.
—Los demás no vemos la diferencia —repuso ella, con un suspiro sonoro—. Al
menos ahora puedo verle la cara.
Emil esperó con el sombrero en las manos, frente a la mesita de café (nada de
obras rústicas de artesanía local, sino algo más bien propio del «París del Este»). No
podía adoptar otra pose.
—Camarada Crowder —empezó, procurando recordar las palabras precisas—. Lo
lamento, pero me temo que he de darle malas noticias.
Se le alteró la expresión, y él se fijó en lo gruesos y húmedos que tenía los labios.
La sonrisa volvió luego como algo rojo e irritado. Su voz también era pastosa:
—¿Quién ha muerto ahora? ¿Mi madre? No, ella ya había muerto.
A Emil se le cayó el sombrero de las manos.
—¿Lo sabe? ¿Lo de su esposo?
Reemplazó la irritación de ella una belleza torpe y animosa mientras intentaba
encender un cigarrillo sin conseguirlo. Le pasó el encendedor a él (una pieza plateada
de caballero), y, cuando Emil lo encendió, la llama súbita iluminó la cara de la mujer:
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las mejillas pálidas, tersas como porcelana, bajo los ojos negros como el carbón. Alzó
la vista hacia él y habló entre el humo del cigarrillo:
—La verdad es que tienen que aclarar su comunicación. —Se retrepó—. ¿Es así
como controlan ustedes la seguridad de nuestra utopía socialista?
Emil se hundió en un sillón mullido. Se sentía torpe y demasiado grande, con las
rodillas juntas inclinadas. Cambió las piernas de posición en el sofá bajo la bata y se
le vieron un momento los dedos de los pies, blancos y arreglados, con las uñas color
burdeos de aspecto húmedo.
—¡Irma! —gritó ella—. Una copa para el inspector.
—No, gracias.
—No me diga que no en mi propia casa —dijo Lena Crowder bajando el tono de
voz. Luego sonrió de nuevo—. ¿Qué estaba diciendo?
Él se frotó una sien con la yema de los dedos.
—Quiero disculparme por la confusión —vio su sombrero en la alfombra, a poca
distancia. Era una alfombra gruesa y blanca, como la del apartamento de su marido
manchada de sangre. Miró a la mujer—. ¿Quiere decir que ya le habíamos
comunicado la muerte de su esposo?
Lena Crowder se quitó una brizna de tabaco del labio.
—Bueno, al menos usted ha venido en persona, ¿no? —agitó el cigarrillo—. Una
llamada telefónica. ¿Qué es eso? Cuando alguien se cría en la igualdad, se cría sin
modales. Es un hecho científico.
Irma dejó un vaso de algo claro con hielo triturado y se marchó.
—Beba —dijo Lena Crowder.
Era una bebida fría y potente, con sabor a limón. La superficie exterior del vaso
estaba cubierta de humedad de la condensación y resbaladiza, y Emil sintió un miedo
súbito e irracional a que se le cayera.
—Si quiere, podemos hablar en otro momento —dijo—. Sólo tengo que hacerle
unas preguntas.
—Pregunte, inspector. Acabemos cuanto antes. —Alzó una mano en el aire y la
dejó caer luego lánguidamente junto al muslo—. ¡Irma!
La puerta del fondo se abrió al momento.
—¿Para mí? —Aguantó la mano como si tuviera un vaso en ella.
Emil se sorprendió mirándole el lado del muslo. Cuando se dio cuenta de que ella
observaba cómo la miraba, sacó el bloc de notas y se concentró en los garabatos.
Carraspeó.
—Su marido. ¿Tenía enemigos? ¿Que usted sepa?
—Sólo los que le conocían.
Emil alzó la cabeza.
—Es una broma, ¿comprende? —se echó a reír, de forma un tanto forzada, luego
dio otra calada al cigarrillo y echó el humo en la habitación—. Era desagradable
cuando bebía. De eso no hay duda. Pero ¿enemigos? ¿Janos? Un hombrecillo
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pegajoso. Fue siempre así. ¿Sabe por qué estábamos separados?
Emil movió la cabeza.
—Los órganos de la seguridad del Estado en funcionamiento. Creía que lo sabían
todo.
—No pertenezco a la seguridad del Estado —dijo Emil—, y no estoy con la
policía. Homicidios es una división de la Milicia Popular, y nosotros sólo sabemos lo
que nos dice la gente.
Ella aceptó la bebida que le ofreció Irma y la probó ceñuda. Habló luego con voz
menos clara, pastosa:
—Seis meses. Es el tiempo que llevábamos separados. Quizá algo más.
Seguíamos casados, sí, sí. —Volvió a agitar la mano—. Esas cosas se alargan, pero él
vivía en la ciudad y yo vivía, bueno, aquí. —Abrió ambas manos para mostrar el
mundo de vitrinas de roble, retratos enmarcados y divanes.
—¿Así que él no tenía enemigos?
—Tenía cobradores de facturas, pero, que yo sepa, sencillamente desaparecieron.
—¿Qué tipo de facturas?
—Pues las normales de la vida, ¿qué otra cosa? —dijo ella encogiéndose de
hombros—. Alimentos, bebida, mujeres.
—¿Mujeres?
—Sospecha, intuición. Nada que pueda considerarse prueba concluyente.
—¿Cuándo tuvo noticias suyas por última vez?
Ella abrió la boca como si fuese a hacer otro comentario casual, algo que le
pareciera divertido y que le hiciese gracia a él también, o le aterrara; pero no dijo
nada. Volvió a cerrar la boca.
—Hace una semana —dijo luego—. Vino a verme.
Emil tenía el lápiz preparado para escribir.
Ella tomó otro trago y posó el vaso.
—Dijo que quería volver. Conmigo. —Miró el vaso vacío, con ojos vidriosos—.
Eso es lo que dijo. Dijo que seis meses eran demasiado tiempo, y que ya sabía lo que
había deseado siempre. Que era yo. —Se señaló con un dedo que le tocó la barbilla
—. Yo. —Esbozó una leve sonrisa.
—¿Y le creyó usted?
—¿Existe alguna razón para que no lo hiciera? —la sonrisa desapareció de su
rostro—. Verá, hubo un tiempo en que yo le importaba. A veces, eso basta. Saber que
importas. Solía mostrarse celoso, incluso. Me llamaba coqueta incorregible —hizo
una pausa—. Pero luego ni siquiera eso le importaba.
—Yo… —empezó a decir Emil.
Ella dejó caer el vaso, ocultó la cara tras los dedos finos y empezó a sollozar de
pronto. No hubo transición, ningún aviso, sólo se echó a llorar de pronto.
Inexplicablemente, Emil casi se echa a llorar también.
Apareció Irma como surgida de la nada, rodeó a su señora con un brazo
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susurrándole cosas que Emil no entendía. Él se levantó y retrocedió hacia la puerta.
No se le ocurrió hacer otra cosa; las limitaciones de la Academia eran más evidentes
a cada momento.
—Ya me pondré en contacto con usted más tarde —dijo con voz débil—. Cuando
sea más oportuno.
Lena Crowder no alzó la vista.
Irma alcanzó al inspector en la puerta de la calle con el sombrero. Las paredes
habían apagado el llanto.
—Sea indulgente con ella —le susurró, y Emil reconoció el acento: de las
provincias del sur, tal vez de Ruscova. Tenía las facciones rubicundas, francas.
—¿De dónde es usted, Irma?
Ella le dio el sombrero y se ruborizó un poco.
—No lo conocerá. Queda al sur de Sighet. Vadu Izei. Es sólo una aldea.
—Pues claro que conozco Vadu Izei. Mi familia es de Ruscova.
Ella se quedó mirándolo sorprendida.
—¿Ve? —dijo él—. Se cree que es de una pequeña aldea. —Cogió el sombrero y
pasó las yemas de los dedos por el ala con un movimiento circular—. ¿Cuándo
telefonearon a la camarada Crowder?
Irma se puso seria de nuevo.
—¿Por lo del amo Crowder? Ayer.
—¿Temprano? ¿Tarde?
La mujer pensó un momento.
—Antes de cenar.
Emil se puso el sombrero y le dio las gracias con un cabeceo antes de salir a la
que sería enseguida una noche púrpura y ventosa. Sacó la mano del bolsillo con el
reloj de su padre y su leve tictac.
En la otra mano tenía la liga negra que se había olvidado de enseñar a la viuda. Se
dio cuenta de que le temblaban las manos.
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culto no tener espacio. No tener lo indispensable. Sabe más. —Hizo una pausa y Emil
giró el enorme volante en sentido contrario a las agujas del reloj. Estaban en la calle
Unión—. Has visto el distrito Sexto. Ahora tienen mucho más que cuando nosotros
estábamos allí.
—Ya lo creo —dijo la abuela. Aunque no parecía muy convencida.
—Lo recuerdo —dijo Emil.
El abuelo asintió.
—Y yo sabía que esto era una parte de la historia que estaba viviendo.
Así que a finales de octubre de 1917, él y otros dos maridos del barrio saltaron a
un tren de ganado que iba al este. Cuando el jefe de estación balanceó su lámpara en
el vagón, retrocedieron a rastras y se escondieron entre los cerdos.
—La hediondez. Todavía no me la he quitado.
—Desde luego —llegó la voz del asiento de atrás.
—Mujer.
Cambiaron de tren en L’viv, luego otra vez en Minsk, y entraron en la Rusia
soviética en Krasnoe, un poco al oeste de Smolensko. Cuando llegaron a las afueras
de Moscú tres semanas después, sólo eran extranjeros muertos de hambre y de frío.
Los dos compañeros de Avram Brod dependían de las nociones de ruso de él cuando
pedían la voluntad al famélico campesinado.
En la ciudad, se encontraron con masas que abarrotaban las grandes avenidas y
cincelaban las fachadas del zar. Derribaban las estatuas con cuerdas y esfuerzo, y los
comisarios del pueblo, ataviados con gruesos abrigos, dirigían a los obreros. Pero en
realidad la Revolución había seguido su curso antes incluso de que ellos llegaran a
Rusia. Vieron campesinos que arrastraban cajones de patatas por las calles, y ésa fue
la imagen de la Revolución durante mucho tiempo. Cajones y sacos de patatas. Nadie
sabía nada de Lenin ni lo vio en ninguna parte. Luego estaba en los balcones de
nuevo.
—Antes, un delincuente escondido —dijo el abuelo con voz temblorosa—, y
luego, rodeado de generales con pinta de estibadores. Le oyes hablar —se golpeó la
oreja—. No importa cuáles sean las palabras. Yo no entendía su acento. Pero no
importa. Sólo él moviendo los brazos, gritando en el frío. Palabras confusas en su
boca. Un hombre.
Se secó los ojos sin inmutarse con los nudillos demasiado grandes porque treinta
años antes era como ayer. Había vuelto a la capital con una tarjeta roja en la bolsa y
órdenes de fomentar la revolución. Él y sus dos amigos constituían una célula. Pero
los rigores de la vida se impusieron de nuevo. Alimentos y dinero. La guerra seguía
desgarrando el resto de Europa y los alimentos escaseaban para todos. Lo único que
podía hacer él era ganarse la vida vendiendo hortalizas mustias a las mujeres del
distrito Sexto que no podían permitírselas, intentando mantener a su mujer y a su
hijo. Transcurrieron los años, la depresión mundial apretaba y su célula consistía en
tres hombres que bebían juntos, lamentándose de sus fracasos. Volvió la guerra, y el
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rey envió a su hijo Valentin, que ya era padre también, a Polonia a defender la
monarquía contra los fascistas; luego la esposa de Valentin cayó en el olvido. Y
cuando los alemanes entraron en la capital, los Brod huyeron al sur con su insolente
nieto adolescente. Avram Brod creía que no podía ser peor que los barrios bajos de
los que eran, pero nunca había sido campesino antes, él no conocía a los judíos
rumanos que llevaban los terrores del mundo pintados en la cara.
Cuando regresaron a la capital, el clan Brod estaba diezmado, pero en el caos de
la Liberación, el carné del Partido, sucio y arrugado, les valió un piso con una vista.
Fue un intercambio miserable: una familia por un hogar. Pero el abuelo hizo cuanto
estaba en su mano para justificar lo que podía.
—Los moscovitas gordos estaban en todas partes —dijo la abuela.
—Sé amable, Mara.
Los moscovitas gordos eran los hombres que, después de pasarse los años treinta
lanzando piedras y matando políticos a tiros, habían escapado durante la guerra a
Moscú, donde acamparon en hoteles. El secretario general Mihai se contaba entre
ellos. Y habían reaparecido pisando los talones al Ejército Rojo para organizar el
Gobierno provisional y, con las elecciones de 1946, tuvieron la extraordinaria buena
suerte de que les votaran de inmediato para ocupar el poder.
Los llamaban gordos porque regresaron de Moscú tan rollizos, casi sin excepción,
que incluso a sus familias les costó mucho reconocerlos.
Y, de la noche a la mañana, estaban montando tribunales, condenando a antiguos
camaradas —ante todo, a los que habían decidido quedarse en el país y luchar contra
los nazis— a campos de trabajo y a prisiones, y, a algunos, al pelotón de fusilamiento.
Se resucitó el periódico del Partido, que informaba de los viejos comunistas que ya
no portaban la antorcha y que pagarían por su falta de entusiasmo. Por último, el
apuesto Mihai, apuesto a pesar de sus michelines, que antes de la guerra se había
hecho llamar luchador partisano contra la monarquía antes de huir a Moscú, se
encontró con el título de primer ministro; y luego, además, con el de secretario
general. Su retrato empezó a aparecer en todas partes.
El abuelo estaba tan inmerso en sus emociones que no prestaba la menor atención
a la ciudad. Emil advirtió el brillo de las lágrimas en las mejillas del anciano.
Para Avram Brod había dos acontecimientos históricos: la Revolución rusa y la
guerra patriótica, que desembocaron en la liberación proletaria del país. En ambos
acontecimientos había estado lo bastante cerca para oler los muertos, pero demasiado
tarde para que le afectara.
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a tu alrededor, muchacho. La estamos viviendo ahora.
Emil aminoró detrás de un camión de reparto que estaba descargando pesados
barriles de acero sin marcar. Los obreros hicieron un alto para ver pasar el Mercedes.
—Lo que ocurrió en el diecisiete fue sólo el principio. Ahora somos muchos.
Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Yugoslavia, Albania, los países bálticos, e
incluso los checos. Fue sólo el principio. Quizá no lo creas, pero dentro de diez años
lo recordaremos con nostalgia. Olvidaremos lo difícil que era conseguir un poco de
carne o reparar las cañerías. Nos asombrará haber tenido la suerte de vivir estos
tiempos. De haber ayudado a desarrollar el gran experimento.
Guardó silencio y se volvió hacia la ventanilla. Estaban de nuevo en el distrito
Quinto y avanzaban despacio por las callejas oscuras.
Emil se concentraba en los pequeños detalles de la conducción. Cambiar de
marcha, girar, acelerar.
—Tú lo glorificas mucho —dijo la abuela. Emil miró por el retrovisor y vio un
rostro oscurecido por las sombras—. Los rusos son unos cerdos.
Emil siguió con la mirada fija en el camino y en las familias que deambulaban por
las aceras cuarteadas. Pocas veces la había oído llevarle la contraria así. Al fin se dejó
oír la voz enérgica del abuelo:
—Tú no sabes, Mara. Yo estuve en Rusia. Me dieron de comer. Fueron buenos y
sinceros. Soy el único que los vio en su país.
—A mí no me digas lo que sé —dijo ella con dureza. Se desvió en la oscuridad—.
He visto rusos suficientes para toda una vida.
Justo delante del edificio en el que vivían, en el reflejo de una farola, Emil vio
que ella también había estado llorando.
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llamó. Se oyó un débil «Adelante».
Telefoneó a la comisaría del distrito Cuarto que había dado parte del cadáver de
Crowder al principio, y reconoció la voz del joven policía preocupado que había sido
capaz de comer mantequilla junto a un cráneo aplastado.
—¿Camarada inspector?
—¿Me recuerda? —preguntó Emil.
—Por supuesto.
—¿Recuerda que me dijo que no habían informado a Lena Crowder de la muerte
de su esposo?
Hubo una breve pausa, el zumbido de las líneas.
—Claro.
—¿Sabe por qué se lo pregunto?
No hubo respuesta.
—Se lo pregunto porque resulta que ella ya lo sabía.
El sonido de la respiración.
—Tal vez lo leyera en el periódico.
—Se enteró por una llamada telefónica —dijo Emil.
—Yo no le dije nada, camarada inspector. —Su tono era seco y cortante ahora—.
Yo no hablé con ningún periodista. Ni telefoneé a Lena Crowder.
Emil sintió una leve cólera desagradable en su interior. Cuando él se había
presentado, la oportunidad de interrogar a Lena Crowder ya se había abierto y se
había cerrado de golpe. Y ahora nadie se responsabilizaba.
—¿Quién hizo la llamada, entonces?
—No lo sé. Tal vez deba preguntárselo a la camarada Crowder.
—Yo…
—¡Brod!
Era el jefe Moska, que le llamaba desde la puerta de su despacho. Desapareció en
el interior, y Emil colgó el teléfono y le siguió.
Terzian estaba repantigado en una butaca frente al escritorio del jefe, con una
pierna sobre un brazo almohadillado. El jefe se acomodó en su silla refunfuñando.
Emil buscó con la mirada un asiento libre en vano. Así que esperó de pie, con las
manos unidas a la espalda, al estilo de la Academia.
—¿Camarada jefe?
Moska no advirtió el descuido. Miró a Terzian, que se concentraba en algún punto
más allá de las cortinas beige, y le dijo a Emil:
—¿Cómo va el caso Crowder?
La oficina estaba más fresca aquel día.
—Interrogué a la esposa. Pero de forma preliminar. Alguien le comunicó la
muerte de su esposo antes de que pudiese hacerlo yo.
—¿Alguien? —le preguntó el jefe—. ¿Quiere decir alguno de nosotros?
—La policía del distrito, supongo.
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—Siga.
Terzian no apartó la mirada de las cortinas.
—Tengo el arma homicida.
El jefe entrecerró los ojos.
—¿La llave inglesa?
—Están investigando su procedencia.
—¿Huellas dactilares?
Emil cabeceó.
—Guantes.
Terzian le miró y Emil deseó poder descifrar algo, lo que fuese, en aquel rostro
moreno y ávido.
—¿Otras entrevistas? —preguntó Moska.
—Los vecinos de la misma planta. Polacos. No me dijeron gran cosa. Y el
supervisor del edificio. Estaba planeando ver al forense esta tarde.
El jefe Moska enarcó las cejas y Terzian volvió la cabeza hacia la ventana
despacio; su semblante era una máscara impasible.
—Dígaselo, Leon —le pidió el jefe.
Terzian agitaba cada vez más la cabeza y habló sin mirar a Emil:
—Un ciudadano ha encontrado esta mañana a Aleksander Tudor flotando en el
Tisa con dos agujeros de bala en la nuca —se llevó dos dedos a la parte posterior del
cuero cabelludo para indicarle el lugar exacto—. Le habían golpeado la cara
repetidamente y han tenido que identificarlo por las huellas dactilares.
—Como… —empezó a decir Emil, pero se interrumpió para obviar lo evidente.
—Exacto, camarada Brod —susurró Terzian.
El jefe tenía otro lapicero en la boca y se lo sacó. Volvió a quedarle una mancha
de la mina en los labios, y los frunció antes de decir:
—Mis inclinaciones personales se subordinan al protocolo. ¿Entendido?
Ninguno hizo un ademán que indicara lo contrario.
—Hay dos cadáveres —dijo—. Por los intereses del Estado, ustedes dos llevarán
el caso. Los intereses del Estado. ¿De acuerdo, Brod?
Terzian y el jefe miraron a Emil con gesto expectante, como si esperaran la
respuesta. Pero Emil no entendía la pregunta.
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Leonek Terzian estaba claramente molesto por la forma de conducir de Emil, así
que éste conducía de modo temerario. Regateaba furgonetas cargadas de granjeros
sudorosos que dormían para reponerse de sus labores de antes del amanecer, y hacía
paradas súbitas en los cruces. Terzian tenía la cara llena de tonos de rojo.
El Complejo Médico Unido (un nuevo modelo de hormigón de uniformidad
moderna, construido sobre los cimientos de una iglesia del siglo XIV bombardeada)
quedaba donde acababa el distrito Primero y empezaba el Segundo. Terzian pasó
delante por las puertas de cristal y siguió por los corredores grises, llenos de
campesinos llorosos en el suelo sucio, junto a demacrados fumadores en cadena con
bata y zapatillas. Rodearon un charco seco de sangre parda. No había ningún médico
a la vista.
Al fondo del puesto de enfermeras vacío, cruzaron otra puerta y bajaron una
escalera hasta la planta del forense. Era uzbeko y fumaba en un rincón de la sala,
echando la ceniza en el lavabo, rodeado por cuatro camillas bajas con ruedas en las
que yacían cadáveres cubiertos con sábanas blancas.
—Leon —dijo. Emil advirtió que tenía los hombros mal alineados, de forma que
en todos sus movimientos parecía dispuesto a sentarse. Abrió el grifo para apagar el
cigarrillo y se limpió las manos en la bata sucia—. ¿Es usted el nuevo?
Emil le tendió la mano y el uzbeko se la estrechó. Seco e impasible. Llevaba las
uñas cortadas meticulosamente. La sala olía a alcohol.
—Emil Brod.
El forense se frotó las manos con fingido afán.
—Echemos una ojeada, ¿de acuerdo? El más reciente primero.
Le siguieron hasta una de las camillas, que estaba junto a tres cajas de hielo, y
Emil se dio cuenta de que el ambiente antiséptico de la sala de hormigón se debía a la
falta de ventanas más que al equipo médico disperso.
El uzbeko retiró la sábana. Aleksander Tudor yacía hinchado como una foca
sobrealimentada. Su ancho contorno desnudo era incoloro, tenía los genitales
hundidos en la ingle, el cuello y los dedos de los pies amoratados, y le cruzaba el
pecho y el estómago el corte ancho en forma de Y de la autopsia, que habían suturado
burdamente.
Emil vio de nuevo aquel rostro que ya no lo era. Pero éste había sido lavado por
el Tisa, y los restos rojos eran una pasta blanquecina.
Era un cadáver distinto, diferente del de una casa y del de un barco. Los olores
antisépticos, la presión casual del uzbeko con un dedo en la boca para ver el interior y
los flatos post mortem provocaron náuseas a Emil, aunque logró controlarse al oír a
Terzian ahogar las arcadas junto a la puerta.
—¿Los agujeros de bala? —consiguió preguntar Emil.
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El uzbeko alzó la cabeza del cadáver, sujetando con los dedos limpios la nuca,
donde aún persistía cierta estructura. Señaló los dos agujeros oscuros del cuero
cabelludo sin pelo.
—Disparos uno y dos. —Dejó caer la cabeza. Un ruido sordo. Señaló lo que había
sido el mentón—. Salida por aquí. El segundo se encajó en la mandíbula.
En el rincón del fondo, Terzian respiraba sonoramente por la boca con un eco
crispado.
—¿Marca? —preguntó Emil.
El forense cogió del mostrador el informe de balística mecanografiado.
—PPK, Walther. La pistola de los agentes alemanes. Ahora hay muchísimas en el
continente.
Emil también había tenido una. Poco tiempo, en Ruscova. Eran baratas y eficaces,
como casi todo lo alemán. Pequeñas y ligeras, fáciles de ocultar. Pero él no había
disparado nunca una, había escondido la suya y acabó cambiándola por un billete de
tren a Helsinki.
—¿Qué llevaba puesto cuando lo trajeron?
El hombrecillo cruzó los brazos, lo que le daba un aspecto peculiar con su
inclinación: parecía un edificio mal construido a punto de derrumbarse.
—Ropa de mala calidad, materiales de obrero. Bolsillos vacíos. Ni dinero ni
documentación, nada. Leon —dijo, esbozando una sonrisa y mirando al otro lado de
la habitación—, ¿siempre buscando una mejor línea de trabajo?
Terzian alzó la vista de pronto, pálido, con los ojos inyectados en sangre
brillantes, y salió de la habitación dando traspiés.
La risa del uzbeko sonó clara y alta, y cuando se limpió el leve sudor de la
mejilla, Emil estableció una conexión.
—¿Y el cuerpo de Janos Crowder? ¿Balas?
El uzbeko contuvo la sonrisa cuando la diversión cedió el paso al orgullo. Se dio
un golpecito en el cráneo.
—No vimos ninguna la primera vez; pero, claro, no estábamos buscando,
¿verdad? No se creyó necesario practicar autopsia. Tenía la cabeza destrozada. Pero
después de éste, volví atrás. —Alzó un índice—. Una bala, y en la misma dirección.
Inclinada desde la parte posterior del cráneo. Todavía no tenemos el informe, pero
apostaría mi sierra a que es de una PPK.
El ombligo hinchado sobresalía como un nudo de carne amoratada. Emil lo miró
fijamente; luego, observó la cabeza maltrecha. Conservaba media cara.
—Alguien quería ocultar la bala.
—Pero no tuvo tiempo —dijo el uzbeko, completando la idea por él.
—O tal vez le interrumpieron.
Emil miró los ojos brillantes del forense. Era un hombre listo, que había elegido
esconderse en un búnker gris donde sólo hablaba con muertos y con agentes de la
Milicia. Era una elección extraña, incomprensible, aunque tal vez no más que las
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suyas, se dijo. El hombrecillo cubrió el cuerpo y volvió deprisa a la puerta.
—Dígale a ese armenio atorrante que deje de comer antes de venir aquí. Es un
buen tipo, Leo, pero un poco estúpido.
Se golpeó otra vez la frente, y lo que antes significara la propia agudeza, ahora
indicaba la ignorancia de otro.
Los niños polacos jugaban en la entrada con una pelota de madera y reconocieron
enseguida a Emil. La niña morena le sonrió.
—¿Marie?
La pequeña asintió, ruborizándose, y Emil se agachó a su lado.
—¿Sabes que te llamas igual que mi madre?
No lo sabía.
Emil le hizo un guiño.
—¿Puedes decirme dónde queda el apartamento del supervisor?
—¿El muerto? —preguntó Marie, y señaló la segunda planta.
Terzian emitió un resoplido que bien podría ser de diversión.
Había una nota oficial clavada en la puerta, que advertía a los curiosos que se
apartaran del lugar, pero el marco de madera estaba astillado y rajado alrededor de la
cerradura, como si hubieran abierto a patadas. Terzian sacó instintivamente la pistola
de la funda y empujó la puerta con el pie, dejando al descubierto una sala destrozada.
Habían rasgado los almohadones del sofá y tirado los libros de los estantes. Habían
volcado las vitrinas y sacado las alfombras, dejándolas sobre una mesita junto a la
puerta de la cocina.
—Esto es casi una sorpresa —dijo Emil, luego señaló con un gesto la mano de
Terzian—. ¿Cómo puedo conseguir una de ésas?
Terzian siguió su mirada y comprendió, gruñendo sin comprometerse. Enfundó la
pistola.
Emil se concentró en la cocina, donde habían tirado los cacharros de las baldas;
los fragmentos crujían bajo sus pisadas. Habían amontonado la cubertería junto a la
pared, y habían tirado de los cajones hasta que se habían caído al suelo. Emil abrió la
nevera y le cayó agua en los pies. Retrocedió, soltando una palabrota. No había nada
en el interior que le indicara algo, excepto, tal vez, la última comida de Tudor: un
cuenco de remolacha y col que se enmohecía en la rejilla del centro.
Encontró nuez moscada en el armario junto a tres cerillas en una caja sin nombre;
y, debajo del fregadero, una lata sucia de aceite de girasol. Buscó en los armarios,
palpando con las yemas de los dedos, pero sólo encontró suciedad y excrementos de
rata.
Recordó entonces el cordel.
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Tiró de la nevera hasta que se movió, rayando las baldosas. Miró detrás. Otra vez,
cordel. Envolvía dos trozos de cartulina como un emparedado y lo ataba todo a la
cañería. Emil lo cortó con un cuchillo que cogió del suelo y, cuando el emparedado
cayó en la mano que esperaba debajo, se deslizaron del mismo varias fotografías.
Emil miró hacia el umbral de la puerta vacío. Terzian seguía en otra habitación
revolviendo las cosas.
Todas las fotografías eran del tamaño de la palma de Emil y tenían los bordes
blancos. Las habían tomado desde lejos y por la noche. Y en todas aparecían dos
hombres de pie en una calle vacía, conversando, estrechándose las manos, con las
manos en el mentón pensativos. Emil no los reconoció. Algunas fotos estaban
desenfocadas por la mano temblorosa del fotógrafo, aunque el conjunto explicaba con
claridad la sencilla historia: dos hombres se encuentran en una calle vacía, hablan,
acuerdan algo y luego se marchan, cada uno por su lado. Una historia en diez
fotografías.
Se oyó ruido de cristales rotos en el apartamento un segundo antes del «¡Carajo!»
de Terzian.
Emil se guardó las fotos en el bolsillo superior. Fue un movimiento maquinal,
pero, una vez realizado, supo que no se las enseñaría a su compañero renuente.
Terzian estaba en el cuarto de baño, plantado frente al espejo que se había hecho
añicos sobre el lavabo. Los fragmentos reflectantes del suelo dispersaban la luz en
todas direcciones, y él miraba el espacio que había ocupado el espejo. Introdujo la
mano en la pared.
—¿Qué es?
Terzian sacó del agujero del yeso una caja de cartón. Vio por la tapa abierta
hileras de billetes grandes.
La llevaron a la sala, donde Terzian se acomodó en el sofá destrozado y empezó a
contar los billetes, dejándolos en la mesita enderezada.
—¡Vaya! —exclamó Terzian, pero Emil se había quedado mirando los montones
de dinero, mientras cobraba forma en su mente una fantasía, en la que figuraban
billetes de tren, hoteles y países lejanos. Alzó al fin la vista hacia Terzian, que
sujetaba la caja vacía para enseñarle la dirección escrita a máquina en el exterior,
coronada por J. CROWDER. La fantasía de Emil se desvaneció.
Entregar el correo, ¡ya lo creo!
—Aquel cadáver gordo de ladrón —dijo Terzian. Y afloró a su rostro una gran
sonrisa, a pesar de sus considerables esfuerzos por evitarlo.
Nadie abrió la puerta del polaco rojo. Los niños habían desaparecido de la
entrada, aunque su pelota de madera llena de marcas seguía allí, en un rincón. Emil
imaginó el miedo de los chiquillos, o al menos el de la madre, cuando la pequeña
Marie les contó que el inspector de Homicidios le había preguntado dónde vivía el
supervisor muerto. Consideró la inquietud de la madre (alemanes, policías, traslados)
e imaginó su susurro diciendo a los niños y a los abuelos que se apresuraran, que se
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iban al parque.
Terzian quería hablar claramente de los detalles del caso, pero en cuanto llegaron
al coche, recordó que Emil era anatema y se encerró en su mutismo de nuevo. Así
que Emil habló en silencio consigo mismo mientras recorría las callejas atestadas de
obreros, caballos sudorosos y algún que otro automóvil averiado; los modelos rusos
inservibles estaban llenando poco a poco la ciudad.
Alguien había enviado a Janos Crowder más de quince mil coronas (que
justificaban algunos de los inevitables gastos de Aleks Tudor desde el 8 de agosto del
matasellos, y algunos recibos que probablemente guardaba Terzian en el bolsillo). El
supervisor del edificio había interceptado el dinero. Hacia el 24 de agosto, una
semana después, alguien mató a Janos Crowder y registró el piso. Dos días después
de eso, alguien (quizá la misma persona) mató a Aleksander Tudor. Y de nuevo un
registro. ¿En busca del dinero? Una búsqueda infructuosa, si había sido ése el
objetivo. ¿Y por qué recibía Crowder el equivalente al salario de un año en una caja?
¿Por qué, además (y tal vez esto fuese más importante), habían escondido detrás de la
nevera las fotografías de dos hombres?
Había un alemán, tal vez fontanero. Quizá no tuviera nada que ver con el asunto,
pero era la única otra persona mencionada, al menos hasta las fotografías.
Una simple hipótesis sería que Aleksander Tudor había matado a Crowder por el
dinero. Algún otro (tal vez el alemán) se había enterado de lo del dinero, había
matado a Tudor y había buscado la caja en vano. Un profesor había dicho una vez
que casi todos los crímenes los cometen idiotas. La estupidez es una herramienta de
trabajo.
Pero aquello era más que estupidez; carecía completamente de sentido. Emil
había visto a Tudor en la misma habitación que el cadáver de Crowder. Y no era el
tipo de individuo capaz de destrozar un cráneo de aquel modo.
—¡Cuidado! —gritó Terzian cuando Emil se desvió para no atropellar a tres
gitanillos, que le sacaron las lenguas gruesas y rojas.
—¿Usted qué piensa?
—¿De qué? —Terzian entrecerró los ojos, deslumbrado por la luz del mediodía, y
bajó el visor de su lado.
—De esto. De nuestro caso.
—Es su caso, no el mío.
—Pero tendrá algunas ideas.
—No tengo ninguna —dijo Terzian, todavía con los ojos entrecerrados. Se volvió
hacia la ventanilla lateral—. Soy un hombre totalmente carente de ideas. Puede dar
parte de eso.
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Emil encontró una nota garabateada junto a la llave inglesa envuelta en periódico
sobre su escritorio. Roberto era rápido (Emil no sabía lo bien que se las arreglaban
los hombres como él), y debajo de la dirección del distribuidor de la llave inglesa
había puesto su firma con un floreo en la «t» que, en algunos círculos, se habría
considerado de lo más decadente.
Leonek Terzian se arrellanó en su silla al otro lado de la habitación y observó a
Emil. Éste leyó la nota, miró a su alrededor, y se acercó a Terzian agitando el papel.
—La llave inglesa. ¿Quiere venir?
Terzian abrió el cajón del escritorio y rebuscó en él hasta que encontró una
cajetilla de tabaco a medias. Se la guardó en el bolsillo y se levantó. Un eructo bajo
precedió a sus palabras:
—Conduzco yo.
La tienda del distribuidor de equipamiento quedaba en una calle lateral al norte
del distrito Sexto. Era una zona proletaria bulliciosa que había sufrido graves daños
en la guerra, que dejaron las estructuras de ladrillo y bloques parcialmente demolidos.
Los Brod habían vivido allí antes de la ocupación, haciendo equilibrios para llegar a
fin de mes.
Pasaron delante del edificio muchas veces antes de localizarlo; Terzian estaba
cada vez más irritado por la irregular numeración de la calle. La planta superior había
desaparecido. La puerta blanca con el letrero VENDEDORES DE HERRAMIENTAS TERCER
ESTADO, SA quedaba bajo el nivel de la acera, y tuvieron que bajar cuatro escalones
para llegar. El dependiente era un fantasma: cara lechosa, traslúcida y fláccida, los
ojos invisibles tras el reflejo de las luces fluorescentes en sus gafas redondas. Estaba
detrás de un largo mostrador vacío, salvo por sus dedos pálidos, como si llevara toda
la tarde esperándolos. Les saludó con una ligera venia y se metió las manos en los
bolsillos de la bata blanca. Se le dilataban las narices al inhalar el agradable aire de
olor a limón (algún nuevo desinfectante). Esperó.
Emil desenvolvió la llave inglesa y la dejó sobre el mostrador. Roberto la había
limpiado perfectamente.
—¿Puede decirnos a quién le vendió esto?
—Tal vez —contestó el hombre con calma. Frunció los labios en un principio de
sonrisa. Miró entonces detrás de Emil y se le borró la sonrisa. Terzian le estaba
enseñando su credencial de la Milicia—. Camaradas inspectores —empezó entonces
de nuevo. Se agachó detrás del mostrador y sacó un cuaderno grueso lleno de datos:
fechas, nombres, números. Le destelló la dentadura irregular cuando preguntó—:
¿Sabemos la fecha de compra de la herramienta?
—Antes del día veinticuatro —dijo Emil.
—¿De este mes? —preguntó, con cierto tono de incredulidad—. ¿Entre cualquier
día y el veinticuatro de agosto? ¿Cualquier momento?
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Emil se encogió de hombros.
El fantasma suspiró y se inclinó sobre el registro, alineando la llave para leer el
número de diez dígitos grabado en el mango. Raspó con una uña larga parte del
número para verlo bien.
Terzian se inclinó, acercándose más.
—Veo que todavía hay sangre en ese objeto.
El hombre retiró el dedo como si se quemara, respirando despacio por la boca.
Pero se limpió la mano en la bata y volvió a lo que estaba haciendo. Fue recorriendo
con otra uña la página, comprobando las ventas una por una. Terzian encendió un
cigarrillo y caminó hasta la pared del fondo, debajo de un retrato enmarcado del
secretario general Mihai, coloreado ligeramente con pintura desvaída. Era un retrato
antiguo, de antes de 1945. De cuando aún era delgado y apuesto, con cejas tupidas y
mirada romántica: uno de los primeros retratos de Moscú.
—Sé algunas cosas —susurró el dependiente al poco rato. Pasó la página.
Emil estaba apoyado en el mostrador.
—¿Sabe algo?
El individuo alzó la cabeza y se apoyó en los codos; luego se quitó las gafas.
Incluso sus diminutos ojos eran traslúcidos, con los párpados sonrosados.
—En una tienda uno oye hablar. No es que escuche, pero el local es pequeño. Es
inevitable. Luego se convierte en un deber. ¿Me comprende?
—Suéltelo de una vez —dijo Emil.
—Conversaciones contrarrevolucionarias. —Su voz cobró volumen al
incorporarse, con las manos apoyadas a ambos lados del cuaderno—. Los clientes
vienen, compran tuberías. Tuberías metálicas. ¿Para qué? No me lo dicen. —Volvió a
ponerse las gafas—. Luego hacen una broma sobre el camarada secretario general.
Una vez, un chiste sobre Smerdiákov.
—¿El Carnicero? —preguntó Emil.
—No muy graciosos, si me entienden ustedes. Incluso algún que otro chiste sobre
el camarada presidente —se encogió de hombros con tristeza—. Tengo los nombres.
Emil no sabía qué decir. Ya se le había ocurrido que podría recibir denuncias
parecidas: uno sospechaba que la mitad de los vecinos de la ciudad tenían semejante
información y estaban dispuestos a darla. Pero hasta en su familia se habían reído de
Mihai. El abuelo conservaba el sentido del humor. Sin embargo, aquél no era su
campo. Emil había ingresado en Homicidios para abordar el problema más claro y
menos ambiguo de la conciencia social: el asesinato.
Terzian apagó el cigarrillo en el suelo y Emil advirtió que el humo había
dominado el olor a limón del aire. Notó la mirada del otro inspector clavada en él.
Sintió la expectación, aunque no sabía qué esperaba.
—Hable con seguridad del Estado —dijo Emil al fin—. Hay un inspector en
nuestra jefatura —se volvió hacia Terzian—. ¿Cómo se llama?
El rostro oscuro miraba entre la penumbra cargada de humo, y Emil no tenía ni
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idea de lo que saldría de su boca. Leonek Terzian parpadeó.
—Sev —dijo en voz baja. Y añadió más fuerte—: Brano Sev.
Dio el número de teléfono.
—¿El inspector Brano Sev? —El dependiente parecía inquieto ahora;
resplandecía. Emil también reconoció el nombre, del periódico, era el inspector que
hacía comentarios sobre la democracia de la justicia socialista en La Chispa.
Semblante redondo de campesino, ojillos negros, cabello ralo. El buitre. Al fin
tenía nombre aquel rostro que tanto le sonaba.
—¿Se refiere al caza alemanes? —preguntó el fantasma.
Famoso, incluso. Brano Sev, nombrado héroe del empeño socialista hacía un año
por su participación en el arresto de una banda de ex SS que se escondían en el
distrito del Canal. Habían detenido a la vez a nueve hombres, acusados de horrendos
crímenes de guerra, les habían hecho juicios rápidos y les habían condenado a prisión
y a ejecución. Aquel individuo moderadamente célebre se sentaba frente al escritorio
de Emil, esperando para arrancarle de las manos el caso de Crowder.
Terzian no estaba impresionado por el conocimiento del dependiente. Señaló el
cuaderno.
—Diga de una puñetera vez el nombre de nuestro sospechoso o le encerraré por
destrucción de bienes públicos. —Otra sonrisa: finos dientes amarillos separados por
sombras.
—Pero si yo no he destruido nada.
Terzian se acercó otra vez a la pared, donde el retrato del secretario general
mostraba los ojos de Mihai demasiado azules para ser fiel. Lo descolgó, se acercó de
nuevo y lo estrelló contra el mostrador, gritando colérico:
—¡Esto supone quince años en los pantanos, camarada! ¿Necesita ayuda para
encontrar la información?
El hombre bajó al momento la cabeza y repasó los números del cuaderno con
rapidez vertiginosa. Terzian regresó a su puesto junto a la puerta y encendió otro
cigarrillo. Emil recordó el puño pequeño y fuerte. La entrepierna.
El dependiente asentía con impaciente sonrisa temblorosa.
—Sí, sí —dijo—. Aquí está. Aquí está su hombre. Janos Crowder. Sí, Crowder.
—Se quitó de nuevo las gafas, y añadió con voz histérica—: Ése es su hombre,
camaradas. ¡Es su hombre!
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El rostro afligido de Brano Sev asintió con indiferencia cuando Emil le explicó
que tal vez llamara un comerciante de equipamiento con cierta información. Quizá no
tuviera importancia, pero nunca se sabía.
Brano Sev tenía tres lunares en las mejillas. Emil recordó entonces claramente sus
granulosos rasgos en el periódico junto al titular: ¡TRABAJO CON VALOR! SEV ATRAPA A
LOS COBARDES.
—¿Qué clase de información?
Emil sintió el estómago tenso.
—El individuo fue impreciso. Contrarrevolucionaria, dijo. ¿Chistes? Sí, chistes
ofensivos.
Brano Sev se inclinó al borde de su escritorio, sin el menor aspecto de héroe de
algo socialista. Las mejillas sonrosadas no correspondían. Emil se preguntó si
aquellas mejillas juveniles impedirían que le tomaran en serio en la profesión más
seria del mundo.
Sev alzó un dedo indicando a Emil que esperara. Luego abrió con la llave un
cajón lateral hondo. Lo aguantó abierto, dejando ver las carpetas rebosantes de
papeles y fotografías. Hizo una señal con una mano abierta.
—¿Ve esto, camarada inspector?
Emil vaciló un momento y asintió.
—Cada uno de estos expedientes —dijo Brano Sev— representa a un individuo
que vive en nuestra ciudad, cuyo principal objetivo es socavar nuestra forma de vida.
¿Comprende lo que quiero decir? —la tensión se acumulaba bajo su voz tranquila—.
Por ejemplo, un ejemplo simple, hay un tipo en el distrito Cuarto que recibe pagos
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regulares de la reina de Inglaterra. Llegan envueltos en papel de estraza, ocultos
detrás de un ladrillo suelto en el muro posterior del Gimnasio Lenin. Recibe los pagos
una vez al mes. ¿Para qué? —volvió el semblante redondo y chato hacia Emil y abrió
las manos—. Pasa información sobre su fábrica de municiones. ¿Sabe cómo
descubrimos a este hombre?
Emil no lo sabía, y su inmovilidad así lo indicaba.
—Una vecina le vio tirar un libro de los discursos del camarada Stalin. —Esbozó
una sonrisa y se le hincharon los carrillos—. ¿Quién sabe por qué lo hizo? A lo mejor
el libro era viejo, o lo había meado el perro. Pero la anciana se alteró lo suficiente
para hacernos investigarlo, y averiguamos que estaban vendiendo nuestros secretos a
los británicos. ¿Sabe adónde quiero llegar con esto?
El sudor se había acumulado sobre el labio superior de Sev en claras gotitas, que
se unían y se le deslizaban en la boca. Emil imaginó su sabor salino, y a viejecitas
hurgando en la basura; y luego, las prisiones estatales dirigidas por devotos de la
seguridad como aquél. Se dispuso a contestar, a decir «Sí, camarada», pero entonces
la voz fuerte de Sev resonó en la jefatura.
—¡Estamos en guerra, camarada Brod! Usted no lo ve en las calles, y no se
preocupa, claro. Pero la guerra sigue, a pesar de su ignorancia. ¿No sabe lo de Berlín?
Los capitalistas están vociferando a las puertas. ¡Un mundo entero se dispone a
aplastarnos! —respiraba jadeante, con las mejillas rojas y húmedas.
Señaló con un dedo el pecho de Emil.
—¡Y no se trata de tópicos! ¡Muere gente a diario intentando que este gran
experimento siga adelante!
Se interrumpió, con sus ojos diminutos nadando en las órbitas, recorriendo
relampagueantes los otros rincones de la oficina. Se calmaron poco a poco,
centrándose, y al fin se posaron en Emil. Cuando habló, lo hizo de nuevo con control.
—La gente tiene que asumir responsabilidades por su libertad. ¿Comprende? —
señaló los archivos con un ademán. Tranquilo. Las voces habían cesado—. Éstos sólo
son los sospechosos de los tres últimos meses; el resto está en el archivo del Comité
Central. ¿De verdad cree que puedo seguir a toda esta gente yo solo?
Cruzó las manos sobre la mesa.
Emil tuvo que contestar entonces.
—No, claro, por supuesto, camarada Sev —se ruborizó—. Yo sólo… —empezó a
alzar las manos, parecían témpanos, y las dejó caer.
Brano Sev retomó la plática donde la había dejado. Los aliados que intentan
obligarnos a salir de Berlín, la ligera victoria de la clase trabajadora aquí en el país,
los mártires de la Liberación, la insidiosa influencia de los oportunistas y de los
apáticos.
Todos los presentes tenían la mirada clavada en Emil. Esperaban. Una explosión,
tal vez. O un desmoronamiento definitivo. La plática continuó. La humillación era
entumecedora, y Emil sentía como si se hallara fuera de sí mismo y tuviera que
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obligar al cuerpo a hacer las cosas más elementales. A asentir. A decir «Comprendo»
y «Disculpe».
El entumecimiento le distanciaba de la cólera visceral que se acumulaba en su
interior. Dura, densa. Le distraía la humillación que saturaba su cuerpo.
Asiente.
Una parte de él pensaba: Ésta es una conferencia de Brano Sev sobre la necesidad
de Brano Sev. Mantente erguido. No apartes la mirada.
Y otra parte: No vas a quitarme el caso. Inténtalo. Te mataré.
La paliza terminó. Emil lo supo porque Sev, lívido de nuevo, se arrellanó en el
asiento y descolgó el teléfono para llamar a la tienda de suministro de herramientas.
Da la vuelta. Vuelve a tu escritorio: mantén el equilibrio, ahora. Siéntate.
Stefan tomaba cerezas aquel día, y lanzaba los huesos blancos chupados a la
papelera. Usaba la lengua para sacarse los restos de los incisivos, y enarcó una ceja al
ver que Emil le estaba mirando.
Saca el reloj. Las cinco de la tarde.
Ferenc hablaba por teléfono en voz baja y lanzaba rápidas miradas furtivas, como
si estuviera hablando de Emil. Pero tal vez fuese la paranoia otra vez. Guardó el reloj.
No veía a Terzian por ningún sitio. Su cartera y su chaqueta de cuero habían
desaparecido, y la luz del despacho del jefe estaba apagada.
Levántate. Coge la chaqueta. No lo mires. Cruza la puerta, adelante.
Emil apareció en la escalinata; la luz sesgada del sol vespertino destellaba en las
ventanas de enfrente.
Se obligó a mirar alrededor, por seguridad.
El calor estaba cargado de olores animales y gritos callejeros resonantes. La
humillación aún le taponaba los oídos, y oía el vocerío de los vendedores
amortiguado, como susurros. Los policías del distrito no alzaron la vista cuando pasó
a su lado.
Compró una botella de aguardiente de ciruela barato en una bodega pública dos
calles más abajo. Advirtió la mirada recelosa de la mujer alta de detrás del mostrador,
de abundante cabello negro. Luego fue a un restaurante público vacío. Más cabello
negro, batas blancas, recelo y servicio lento. Estuvo a punto de marcharse antes de
que llegara la chuleta de cerdo. Las patatas se habían quedado frías. Al poco rato
empezó a beber su licor en la mesa directamente de la botella, y las camareras, que
fumaban en cadena en el rincón, conversaban preocupadas. Cuando volvió al garaje,
ya se estaba poniendo el sol. Tomó otro trago antes de arrancar, y otro antes de
saludar con un gesto al guarda de la cabina acristalada. Pero el adolescente dormitaba
con los ojos cerrados.
Emil había dejado atrás la capital. Las luces de la ciudad no llegaban tan al oeste,
era de noche y sólo se oía el viento y el estruendo del motor. Las riberas de piedra y
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hormigón del Tisa habían dado paso a las de barro y hierba casi dos kilómetros antes.
Los faros iluminaban las orillas llanas de hierba alta, el ocasional poste o tablón
desechado, y, en una ocasión, un jeep soviético averiado y desguazado. La llanura se
extendía a su alrededor.
En menos de dos kilómetros llegaría a casa de Lena Crowder.
Aquélla era la oscuridad de las noches rurales. Emil recordó las primeras semanas
que había pasado en Ruscova, el terror que le había provocado, un adolescente en los
campos tan oscuros como los ojos cerrados.
Hacia el norte, la tierra se alzaba de las llanuras hacia un presagio de los
Cárpatos. Se paró a la orilla de la carretera, bajó por la cuesta embarrada y meó en el
río.
Emil volvió al coche un poco mareado, preguntándose si debía seguir o regresar.
Al oeste, más allá de la casa de Crowder, estaban Checoslovaquia y Hungría. Se
imaginó Praga. Budapest. Las vio como las había visto en aquellas películas del muro
de la prisión de Sighet: como ciudades de posibilidades fantásticas, como el final de
la monotonía de la existencia diaria. A pesar de Helsinki, aquel entusiasmo por las
grandes ciudades aún le corría por las venas. Podía seguir hasta el borde del mundo
conocido: todo quedaba delante de él.
Detrás estaba el hogar. Una humillación sorda y constante. Ignorancia y dolor.
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vestido. En los veranos de entreguerras, esperaba impaciente el paseo de las chicas
por el Tisa. Caminaban como si mostraran su gloria al firmamento.
En aquellos días cálidos, le bastaba verlas satisfechas de sí mismas. A veces le
sonreían. No era coqueteo, no del todo. Sólo el sobreentendido de que, por un
instante, un día perfecto, podían tener la intimidad de las miradas. De una sonrisa.
El efecto era siempre devastador.
Cuando llegó la guerra, en cambio, los veranos significaban las madres sudorosas
de Ruscova. Mujeres como su abuela y como Irina Kula, la amiga de su abuela. Sus
sonrisas eran obligadas. Sólo significaban el placer de ver juventud. La vida había
perdido toda la sensualidad de pronto.
Los campesinos gritaron y Emil se sobresaltó y miró a su alrededor como si
acabara de despertarse. Pero los hombres reían, con sus bocas grandes medio
desdentadas, y echaban las cartas en la mesa. Pagó otra copa a la camarera (que le
lanzó una mirada ceñuda), y miró a los jugadores de cartas al pasar de vuelta hacia su
mesa.
Los campesinos de Ruscova eran iguales que aquéllos que trabajaban como mulos
y que concentraban su placer en breves e intensos juegos de azar. Emil se sentó y
cerró los ojos.
Luego habían llegado los judíos a Ruscova. Hablaban rumano o húngaro, y
francés, y se comunicaban lo mejor que podían. Al principio no hubo necesidad de
esconderlos. En Ruscova no habían visto ni a un solo alemán desde el principio de la
ocupación, así que aquellos inmigrantes andaban tranquilamente por el pueblo,
trabajaban donde conseguían trabajo y a veces dormían en el campo o alquilaban una
habitación a la gente del pueblo. Siempre planeaban huidas inverosímiles a París.
Cuando los alemanes tomaron París, lloraron e hicieron planes para huir a Londres. A
Nueva York.
Luego los alemanes decidieron que podían tomar Rusia.
Y cruzaron el campo con sus convoyes. Nuevas tropas para relevar a los
veteranos, muchachos de ojos brillantes del Wehrmacht se paraban en Ruscova a
comer pan y cerdo camino de Kiev, Minsk, Stalingrado. A veces, los oficiales
alemanes llenaban la polvorienta plaza mayor y fumaban y bromeaban, y los judíos
tenían que esconderse. Algunas familias cerraron sus verjas y movieron la cabeza,
pero la mayoría, en cuanto oyeron las historias de las fábricas de carne de Bucarest,
cedieron todo el espacio que tenían.
Los convoyes llenaron el centro con sus gases vertiginosos, y los retretes, sótanos
y armarios de Ruscova se llenaron de judíos rumanos. Incluso los Brod acogieron a
algunos en su dacha, y durante una sola semana tuvo a la pequeña familia Caras: un
padre y una hija. Todas las noches que pasaron allí, la hija de dieciocho años, Ester,
entraba a hurtadillas en el dormitorio de Emil.
Ester era un año mayor que él, pero baja, delgada y muda. Su padre les contó que
no hablaba desde el día que había visto que arrastraban a su madre del pelo por la
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calle mayor de Iasi. Fue espantoso, les dijo el padre, y luego movió la cabeza y
guardó silencio.
Ester no habló nunca cuando se quitaba el camisón y abría la cama de Emil. Le
había besado sólo una vez en toda la semana, en la espalda, y luego se aferró a él
desesperada. Emitía gruñidos cuando hacían el amor. Y no le miraba a la cara hasta
que sentía que él se estaba corriendo. Entonces le sujetaba la cabeza con las manos y
le miraba. Ojos negros. Labios granates. Un lunar en la barbilla. Después le abrazaba
con fuerza unos segundos, cogía el camisón llorando y salía del dormitorio corriendo.
La misma representación impresionante todas las noches.
Las comidas que hacían juntos eran lamentables. El abuelo dominaba la mesa,
explayándose sobre lo que opinaba de los fascistas y los soviéticos, mientras el señor
Caras, que no quería arriesgar su seguridad y la de su hija, asentía a todo
mansamente. Parecía que el abuelo no se daba cuenta de nada, y la abuela no abría la
boca, pero Emil sentía la presión del bochorno cuando escuchaba aquellos vanos
discursos interminables, e intentaba que Ester le mirara para poder indicarle con los
ojos que él era diferente. Pero ella no apartaba la vista del plato, y, cuando se
marcharon al cabo de una semana, no le dio nada más. Ni palabras, ni deseos para el
futuro. Nada. Luego se habían marchado. A Londres. O a Nueva York.
Después de aquello, las cosas fueron distintas. Emil notó el cambio primero en
Helsinki, adonde había ido para huir del aburrimiento de la vida rural; y luego, en la
capital cuando regresó. Al principio le sorprendió y después le ofendió. No podía
mirar a las mujeres como antes. Ya no le bastaba con ver que una mujer era bella;
quería saber cómo era cuando estaba asustada, la expresión de su rostro a oscuras. Se
moría por saber qué era lo que había hecho que cada mujer fuese quien era. Era
perverso —él era perverso—, pero se sentía atraído por las mujeres tartamudas y las
cojas; había muchas después de la guerra. Mujeres heridas, insensibilizadas por la
vida. Filia, se había dado cuenta enseguida, tenía la incapacidad básica de ser feliz.
Lena Crowder era un poco borracha. Y por eso la deseaba mucho más.
Emil oyó el motor, pero no alzó la vista hasta que aparecieron los soldados.
Estaba revisando las fotografías de los dos hombres en la calle a oscuras. Sabía que
no iba a resolver nada aquella noche, no en el estado en que se hallaba; pero las
examinó, de todos modos: se encontraban, conversaban, se estrechaban la mano, se
separaban. Pensó en espías y en venta de secretos. Bocas propagandistas.
Los soldados caminaban con un sonido peculiar, como si su indumentaria
estuviese hecha expresamente para anunciar su presencia rozándose en los muslos y
los brazos. El súbito silencio de los campesinos acentuaba el efecto. Los tres soldados
inspeccionaron la estancia desde la entrada, olfatearon el aire agrio, se acercaron a la
barra y pidieron vodkas. La camarera movió la cabeza y les mostró el aguardiente.
Uno de ellos, un joven ruso con granos en las mejillas, bebió de la botella y escupió
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el licor en el mostrador.
La camarera se limpió el líquido de los brazos. Retrocedió hacia el rincón, pálida.
Otro ruso desenfundaba y enfundaba continuamente el arma con un movimiento
nervioso, y se acercó dando traspiés a la pared para mirar de cerca un cartel que
anunciaba un aperitivo francés. Preguntó a sus compañeros en ruso:
—¿Lo queréis? Para la letrina.
Estaba muy borracho, y sus amigos (uno todavía en la entrada y el otro apoyado
de espaldas en la barra) escudriñaban la habitación, que pasaba de la nitidez a lo
borroso. Los campesinos habían dejado a un lado los naipes y se miraban nerviosos
las manos vacías, apoyadas en la mesa y en los regazos.
—¡Eh, cariño! —dijo uno de los soldados, y Emil tuvo que entrecerrar los ojos
para darse cuenta de que se dirigía a él—. ¿Es tuyo el coche de ahí fuera?
—Es del Estado —contestó Emil en ruso.
—¿Y eres tú el Estado, rubito?
Todos clavaron la mirada en él. Los soldados, los campesinos, la camarera. Emil
no estaba tan ebrio como para cometer disparates.
—Yo soy un servidor del Estado.
Los lugareños no entendían lo que hablaban, y los soldados lo sabían. El que
estaba junto al cartel dijo:
—¿Qué te parece si nos tiramos a la mujer? En tu coche. Puedes acompañarnos si
quieres —tenía la pistola en la mano, luego en la cadera.
Emil no contestó enseguida. La cólera volvió a encenderle la sangre. Ya los había
visto antes, a los soldados rusos que merodeaban en las estaciones de tren y en los
bares. Acechaban a las mujeres guapas, o simplemente a las mujeres, y las seguían
por la calle. La violación era bastante frecuente; contraían enfermedades venéreas y
las propagaban como apóstoles.
—Tiene gonorrea, vale más dejarla en paz —dijo Emil.
Los tres soldados se echaron a reír, y el bajo de la barra se volvió hacia la mujer.
Sus habilidades lingüísticas eran sorprendentes.
—¿Es verdad que has pillado gonorrea?
Ella no tuvo que mirar a Emil para saber que estaba asintiendo, intentando
indicarle la respuesta.
—Es muy grave —contestó, y se echó a llorar.
—Vamos —dijo el más joven, que seguía en la entrada—. Consigamos una
botella en la ciudad. Vamos. —Él era el débil; suplicaba.
El que llevaba pistola arrancó el póster francés de la pared y lo enrolló con
cuidado. Le dio con él a Emil en el hombro y sonrió.
—¿Vienes? —no había cólera ni verdadero entendimiento humano en su
expresión, sólo un deseo juvenil de compartir el placer—. Vamos a divertirnos.
Emil negó con un gesto.
Salieron del bar cantando, alguna canción popular rusa subida de tono. Gritaron y
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patalearon en la grava. Ruido de vidrios rotos, relinchos de caballos nerviosos. Tenían
problemas para poner el jeep en marcha, maldijeron a voces y luego se alejaron con
un estruendo en la noche.
La camarera recuperó el control, limpió el mostrador con un paño y pidió que la
excusaran. Los campesinos asintieron comprensivos. Ella le dijo a Emil antes de
marcharse que se llevara una botella si quería. Por favor.
Él acabó la bebida y dejó la copa en la barra. No quería una botella, pero sabía
que suponía mucho para ella. Los campesinos le miraron con cabeceos serios y
respetuosos, y la camarera casi tropieza con él cuando ya se marchaba. Se mostró
complacida al ver que se llevaba la botella. Se había cambiado de falda. Él
comprendió que se había orinado.
Emil puso el Mercedes en marcha, pero los faros no se encendieron. Arrancó bajo
las miradas de los nerviosos caballos de tiro. Habían destrozado los faros.
Todavía era de noche cuando llegó a casa aquella mañana, tras haberse abierto
paso a oscuras por el resto de la primera botella y las carreteras secundarias de la
capital.
Había procurado estar atento por si aparecían los rusos, preguntándose indeciso
qué haría si volvía a encontrárselos, y subió a trompicones, adormilado, las sucias
escaleras, donde seguía roncando la supervisora en su silla. El abuelo estaba en la
cocina en bata y zapatillas. Emil se acercó tambaleante y se sentó enfrente de él.
Quería contarle al anciano mohíno lo de los soldados rusos y su pequeño acto de
valentía, pero lo único que dijo fue:
—Voy a dejar la Milicia. Ya estoy harto.
El abuelo se apoyó las manos en las rodillas, se incorporó despacio, y se acercó a
Emil. Le dio una bofetada fuerte. Los bultos artríticos golpeaban como piedras y le
abrasaron la mejilla.
—No me digas eso.
Así que Emil se levantó arrastrando la silla y volvió a marcharse. Rodeó a la
encargada y salió por la puerta principal antes de que le alcanzara el anciano. Se
sentaron juntos en los escalones de la entrada, pero guardaron silencio un rato. El
abuelo sacó dos cigarrillos y los encendió. Le dio uno a Emil. La ciudad a oscuras
estaba casi en silencio. Echaron la ceniza en los adoquines.
—Los hombres son diferentes —dijo el abuelo al fin—. Se hacen distintos. Tu
padre, él era… inalterable. De verdad. Él y ese dios suyo. Pero pudo ir al campo de
batalla. Él era así. Era leal. Leal a su país. —Dio tres caladas rápidas al cigarrillo
procurando que no se apagara; brillaba—. Yo no. Yo nunca fui leal a mi país. Me
quedé al margen de su presunta Gran Guerra. Pero fui a Moscú. Estuve en su guerra
porque amaba a los trabajadores. Mi lealtad era que amaba lo que no fuera un rey. Y
cuando llegaron los fascistas, apoyé aquella lucha, aunque era demasiado mayor para
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empuñar un arma. ¿Me entiendes?
A pesar del fastidioso y soñoliento final de la borrachera, que lo embotaba todo y
que le impedía concentrar los ojos palpitantes claramente en una familia de gitanos
que pasaba por la otra acera, Emil comprendía lo que decía el anciano porque conocía
el discurso. Su abuelo no había dicho nada nuevo en diez años.
—Y luego estás tú —añadió el abuelo cansinamente—. No creo que seas cobarde,
aunque tal vez… tal vez yo sea demasiado viejo para querer pensarlo. No de mi
propia sangre. Podías haber ido al frente. Sí —dijo, alzando una mano contra el
lánguido intento de Emil de discutir—. Podrías haberlo hecho. Lo habrían permitido.
Podrías haber ido con tu padre. Tal vez incluso pudieras haberle salvado de aquella
bala. Pero decidiste marcharte, hacer un viaje. Ir a donde no te necesitaban. Ganar
dinero que gastaste en alguna chica. Todavía no lo comprendo, no entiendo por qué.
—Se encogió de hombros, como si el esfuerzo por comprender le hubiese agotado—.
Cuando dejas a tu familia, si dejas a tu familia, ha de ser por una razón. No conozco
la tuya. —Se le había apagado el cigarrillo y lo tiró a la calle—. ¿Por qué te fuiste?
Un gitanillo se apartó de su familia y cogió la colilla.
—Largo, rata —soltó el abuelo.
El muchacho volvió corriendo con sus padres, dando chupadas a la colilla, y Emil
los vio doblar la esquina siguiente. Se preguntó si se debería a la edad, si el viejo
cabrón sería ya demasiado mayor para recordar lo que era ser adolescente, desear no
tener nada que ver con la guerra, con aquellos enormes movimientos de gente, desear
sólo encontrar el propio camino, aunque eso supusiera abrirse paso en los mares
árticos y arriesgar el pellejo con focas muertas y búlgaros violentos. Tal vez Emil
hubiese sido un cobarde, tal vez por eso hubiese decidido que era imposible
incorporarse a la unidad militar de su padre o al regimiento médico de su madre. Pero
sus abuelos no estaban allí aquel día en Ruscova cuando él vio lo inhumana que
puede volverse la gente, ni después, cuando otra multitud en la capital arrastró a una
mujer a la muerte. ¿Acaso no había espacio en el corazón del anciano para la
insolencia y la confusión y el simple miedo a la muerte?
—Cuando nos dijiste que ibas a ingresar en la Milicia —dijo el abuelo con voz
temblorosa todavía serena—, bueno, te diré que nos sentimos muy orgullosos. Y yo
pensé: «Éste es el día en que al fin se hace un hombre. Se acabó el miedo». —Volvió
los ojos fatigados hacia Emil, con los párpados entornados—. Y ahora, que hace
sólo… ¿cuántos días? Cuatro. Y ahora sales con que te marchas. —Movió la cabeza
—. Me pone malo.
Emil abrió la boca, aturdido y dispuesto a defenderse. Pero no encontraba las
palabras, sólo se le ocurrían las protestas impotentes de un chiquillo. «No entiendes.
Déjame en paz. No tengo por qué escuchar esto». Un niño asustado que no ha sacado
nada de todos los kilómetros que ha viajado.
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—Estos archivos son de presuntos traidores.
—Ya me lo dijo. Por eso mi pregunta.
La cara achatada resopló cuando él se mordió el interior de los carrillos. Se
retrepó en la silla y habló con firmeza:
—Un personaje público como el camarada Crowder ha de ser investigado
minuciosamente. No tenemos pruebas de que haya participado en actos de traición.
¿Y usted?
Emil se incorporó y le crujieron las rodillas. Al menos había descartado a la reina
de Inglaterra de su lista de sospechosos.
—Gracias, camarada inspector. —Hizo una pausa—. ¿No sabrá por casualidad
dónde está Terzian?
Alzó hacia él los ojos diminutos parpadeantes.
—Pruebe en la sala de interrogatorios.
Emil tenía la impresión de que habían transcurrido semanas desde que recorriera
aquellos pasillos en busca de una máquina de escribir. La habitación que buscaba
ahora quedaba junto a los servicios, su puerta de madera rayada era la única que no
tenía un paño de cristal. Apoyó la cabeza en la palabra interrogatorios y escuchó.
Voces —de dos hombres—, palabras confusas y luego risa, que cesó cuando él llamó.
El tirador no se movía. Los golpes de sus nudillos en la madera provocaron el
principio de una resaca en toda regla. Se movió la cerradura y se abrió la puerta un
poco. Emil vio el semblante oscuro de Leonek Terzian.
—¿Qué pasa, Brod?
Sólo podía ver detrás de su cara las paredes borrosas cubiertas de más rayas.
No había pensado bien lo que iba a decir.
—¿Qué está haciendo? Sobre el caso. Cambiemos impresiones. —Sacó el bloc de
notas para dejar claras sus intenciones.
—Ahora no —le dijo Terzian—. Luego. Tal vez.
—¿A quién está interrogando?
—No tiene importancia.
—Yo creo que sí.
Terzian suspiró impaciente y abrió la puerta lo justo para salir al concurrido
corredor. Le habló en un rumor fuerte:
—No me interrumpa nunca cuando estoy interrogando a alguien. ¿Entendido?
—¿Quién es?
—Nadie. Un confidente.
El rostro duro y curtido de Terzian no permitió a Emil ver más que los ojos, la
nariz, la boca.
—¿Para nuestro caso?
—Su caso, Brod.
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—¿Y?
Terzian saludó con un cabeceo a dos agentes de la Milicia con uniforme de gala.
En cuanto se alejaron, dijo:
—Un testigo. Tal vez se encontrara con el asesino de Aleksander Tudor.
—Déjeme hablar con él.
Terzian endureció más el gesto. Se le marcaron más las bolsas de los ojos. Su
cólera era evidente.
—No hablará con él, Brod. Y el hecho de que le aborrezca no tiene nada que ver
con esto. Es un colaborador habitual. Y es asunto mío. Nunca habla con él nadie más
que yo.
—Es mi caso.
—Es mi caso —repitió Terzian en tono quejumbroso—. Es usted un niñato de
mierda, Brod. —Y añadió—: Así se hace.
Emil recordó la última vez que había oído aquella frase, en un barco helado del
Ártico, con acento búlgaro ebrio que enredaba las palabras. Sintió de pronto el frío de
aquella cubierta dura y, cuando se volvió, la puerta de la sala de interrogatorios se
había cerrado de nuevo. Oyó el ruido del pestillo y sintió la resaca que se abatía sobre
él como un animal: plena y ávidamente.
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Emil dejó el jarrón en su sitio con ambas manos para que no se moviera.
Ella se llevó un cigarrillo a los labios y esperó a que él se acercara dando traspiés
y se lo encendiera. Le olió la cara y arrugó la naricilla.
—¿El camarada inspector ha estado bebiendo tan temprano?
—Anoche —confesó él.
Ella le recorrió con la mirada el rostro, el cabello, los hombros y la mano con la
que sujetaba el encendedor.
—Pésimo —dijo ella—. Admiro a los bebedores madrugadores —añadió,
sonriendo de pronto—. ¿Pero anoche? Por eso está sucio. ¿Quiere darse un baño?
—No —contestó él; vaciló y repitió—: No. —No estaba muy convencido—. Sólo
tengo que hacerle algunas preguntas más.
Ella volvió hacia arriba la mano con la que sujetaba el cigarrillo —una forma de
encogerse de hombros— y le acompañó de nuevo al salón. Gran sofá junto a las
cortinas finas. El asiento en el que la había visto hundirse en una embriaguez de
viuda. Ahora era alta y ágil, y el ondulante dobladillo del camisón hacía que
pareciese flotar cuando se dejó caer en el sofá y se acomodó. Era una mujer diferente,
casi, aunque no menos impura.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó.
Ella se interrumpió a media calada para preguntarle ceñuda:
—¿Forma esto parte de la investigación?
—Tal vez.
Completó la calada y dijo:
—Entonces estoy bien, estimado camarada inspector. —Se colocó en la huesuda
rodilla el cenicero, que se bamboleó—. Hoy he estado pensando en mi pobre padre y
en su débil corazón. ¿Sabe usted que he perdido a mi padre y a mi marido en el
espacio de un mes?
Parecía sorprendida, como si acabara de enterarse entonces, mientras lo decía.
—No —contestó él—, no lo sabía.
Ella se pasó un pulgar bajo el párpado, se incorporó y dijo:
—Usted no quiere escuchar los lloriqueos de una niña rica. No. Quiere que le
hable de mi marido. Quiere saber, por ejemplo, que Janos y yo no estábamos muy
unidos al final. Quiere saber que él usaba su pisito de la ciudad para sus chicas y yo
hacía lo que me apetecía aquí. Un matrimonio nominalmente, pero más que nada un
trato.
Emil tenía el bloc de notas en las rodillas, pero no podía obligarse a abrirlo.
—No comprendo. ¿Estaba usted con Janos por dinero?
—¿Yo? —preguntó ella, incrédula—. ¿Ha visto usted a esos hombres del
vestíbulo? ¿Con todo su cabello? Mis tíos abuelos y mis tatarabuelos. Industriales que
vivieron a costa de esclavos asalariados. Carbón. Siempre. Carbón y más carbón —
dijo ella, lo que recordó a Emil «Guerra y más guerra»—. Ese chulo, autor de
canciones, procedía de una larga estirpe de comedores de barro. Campesinos, todos.
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Lo que tiene lo ha conseguido de mí.
—Tenía —corrigió Emil sin querer, y ella le miró como si no comprendiera.
Luego cayó en la cuenta y adoptó una expresión severa. Emil añadió—: Ese
apartamento de la ciudad. ¿También con su dinero?
—¿Por qué debo pagar yo su estilo de vida cuando me trata como a una
proletaria? Sin ofender a nuestros camaradas obreros —añadió con una sonrisa
nerviosa—. Cuando nos casamos, asigné a Janos una modesta pensión. Pero cuando
quedó claro que no le daría más, ni menos, ya no tenía motivo para dirigirme la
palabra. —Miró a su alrededor—. Es una casa grande; si uno quiere, puede vivir de
forma independiente. —Sonrió de nuevo a Emil, aunque con Lena Crowder él no
sabía lo que significaba una sonrisa—. El cabrón se trasladó hace siete meses. ¿Tiene
usted sed?
Emil tenía la boca reseca.
Irma les llevó grandes vasos de whisky con hielo, y Lena se aseguró de que él
bebiera el suyo.
—No vaya por ahí oliendo a borracho a menos que lo sea de verdad.
—Pero su marido —dijo Emil, dejando a un lado su vaso a medias—, ¿cómo
conseguía dinero? Si no le habían asignado el apartamento tendría que pagarlo. Y no
era barato.
—Tal vez escribiera canciones. Era lo suyo.
Hasta Emil sabía que las melodías no hacían rico a nadie.
—¿Y qué me dice de las mujeres que ha mencionado?
—¿Sus putas?
—¿Lo eran de verdad?
Esta vez la sonrisa de ella era una mueca de apatía cansina.
—No tengo ni idea. Nunca vi a ninguna, él nunca hablaba de ellas, pero todavía
soy bastante mujer para calar a un hombre.
Emil abrió al fin el bloc y se retrepó en el asiento.
—Su bebida —dijo ella, y alzó los pies de nuevo. Tenía los dedos tan blancos y
las uñas tan brillantes como la vez anterior.
El hielo del vaso de Emil se estaba derritiendo.
—Me dijo usted que lo vio por última vez hace una semana. ¿Qué ocurrió?
Ella movió la lengua rápidamente en el interior de la boca.
—Había venido una semana antes de eso, dos semanas antes… Quería arreglar las
cosas. Se había enterado de que mi padre había muerto. Quería consolarme. —
Esbozó una sonrisa tensa.
—¿Su padre?
—Mi padre. Elias Hanic. No sé, un ataque al corazón. Mientras montaba a caballo
—cabeceó, susurrando—: El último Hanic. —Luego añadió—: Todavía tengo que
sacar sus cenizas de aquí. Tengo que llevarlas a Stryy.
Emil esperó mientras ella pensaba en el viaje con las cenizas de su padre. Luego
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le recordó:
—Así que Janos regresó.
Ella volvió a la realidad.
—Sí. Janos se enteró de lo de mi padre y vino como un príncipe. ¿Qué iba a hacer
yo? Seguía enfadada por lo de las mujeres y porque me trataba como a un árbol del
dinero, por todo. Le eché a patadas. Pero volvió al día siguiente. Compungido. Y al
siguiente. Ésa es la estúpida tenacidad que permite a los débiles heredar la Tierra —
tomó un buen trago y Emil pudo ver el brillo húmedo de sus ojos a pesar de la
habitación a oscuras—. Él tenía la llave, siempre la había tenido. Podía entrar y salir
de aquí a su antojo. Al quinto día, me di por vencida. Las mujeres son estúpidas con
los hombres con quienes se casan, es un hecho. Creo que uno de nuestros camaradas
científicos soviéticos lo ha demostrado.
Emil notó un agradable cosquilleo en el cuero cabelludo cuando ella le sonrió.
Ella miró el interior del vaso y bebió lo que quedaba.
—¡Irma! —Miró a Emil—. Pero me di cuenta de algo después, no sé, el segundo
día que volvimos a estar juntos. Según la ley de sucesiones, todas las propiedades de
mi padre pasarían al Estado. Pero Elias Hanic no era imbécil. Había encontrado la
forma de dármelo casi todo a mí. La casa, la tierra, el dinero de las antiguas acciones
del carbón —sonrió con resolución—. De eso se había enterado Janos, el pequeño
comedor de barro. Por eso volvió. Porque el dinero era tan bueno que merecía la pena
incluso quedarse conmigo.
Emil estaba francamente sorprendido; no por el comportamiento de Janos
Crowder, sino por el patrimonio de Hanic.
—¿Puede hacerse eso? ¿Dejar el dinero?
Ella se inclinó y posó una mano fría en la de Emil, con la que sujetaba el bloc
sobre las rodillas.
—Cariño, con dinero puedes hacer lo que sea.
—Y usted —empezó a decir él, y se detuvo vacilante—. ¿Usted lo echó a
patadas?
—Como a un guardia blanco —dijo ella, retrepándose en el asiento y
chasqueando los dedos con un movimiento brusco—. Lo eché de mi corazón.
Llegó Irma con otros dos vasos. Emil acabó el primero rápidamente —le heló los
dientes y le produjo dolor en una carie—, y lo devolvió vacío. Irma cumplió su
cometido en silencio con eficacia y se retiró enseguida. Emil buscó algo en su bolsillo
interior. Tocó primero la liga, luego pasó a las fotografías. Ella mostró interés cuando
se las dio.
—¿Conoce a esos hombres?
—Siéntese aquí —le dijo ella, tocando el sofá con su mano fina—. Veamos.
Él se llevó el vaso y se sentó de modo que podía mirar las fotos por encima del
hombro de ella, aunque era incómodo. Le molestaba el propio brazo. Así que lo estiró
sobre el respaldo del sofá detrás de la cabeza de ella, que no se fijó o simuló no
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hacerlo, y fue pasando las diez fotos, la simple historia de un encuentro. Emil se
extrañó de que no oliera a alcohol. Olía a frescor.
—Deseo disculparme —le dijo en voz baja.
—¿Por qué? —preguntó ella, también en un susurro. Su proximidad lo imponía.
Ella tenía los ojos muy grandes, y los detalles castaños de los mismos eran claros.
—Su padre, en primer lugar. No sabía nada de él.
—No lloramos la pérdida de los ricos —dijo ella, y él no detectó el sarcasmo que
debía haber estado en su voz—. ¿Y en segundo lugar?
—Por la llamada telefónica. Les dije a los nuestros que no la llamaran; quería
darle la noticia personalmente. Son una pandilla de imbéciles.
—Pero usted no, ¿verdad?
Lo dijo con delicadeza, con expresión seria, y él no pudo contestar.
—No tiene importancia —añadió, encogiéndose de hombros, y él al fin captó un
olorcillo a escocés matinal—. Aunque la verdad es que fueron muy groseros.
—¿Groseros?
—Bruscos. El hombre dijo: «Llamamos de la Milicia. Su marido ha sido
asesinado; iremos enseguida». Y eso fue todo. Creí que era una broma. Es el tipo de
humor que se estila ahora en el país. Pero luego estaba segura de que alguien me
vigilaba. Ya sabe cómo es esa sensación. Ojos en las ventanas. Era aterrador. Me
recordaba a mis tíos, los hermanos de mi padre. Los fusilaron en Viena en el cuarenta
y dos. Ejecutados en plena calle. Ellos también eran ricos, todos los hermanos lo
eran. Pero eso no los salvó —frunció el entrecejo y movió la cabeza—. Al principio
me asusté, aunque cuando llegó usted sólo estaba irritada —hizo una pausa—. Lo
lamento.
Emil sintió un intenso odio súbito por toda la división policial, por la Milicia
Popular y por el Estado.
—¿Se encuentra bien?
—¿Qué me dice de las fotografías?
Ella señaló al hombre más alto.
—No le conozco. Pero éste, el más bajo —dijo, alzando el dedo manicurado—, es
amigo de Janos. Era. —Se llevó el dedo al labio inferior, dándose golpecitos—.
Bueno, de lo de amigo no estoy segura. Conocido. Se conocieron en una cena en su
casa a la que asistimos. Un género odioso —dijo—. Eran todos bravucones y
pelotilleros. Recuerdo que Janos y él hablaron en húngaro, así que se entendieron
bien. Un político, eso es lo que era. Un intocable en una sociedad basada en la
igualdad. Perfecto. —Sonrió y retiró el dedo de la humedad de sus labios, que Emil
miraba atentamente—. ¿Cómo se llamaba? Jerzy. Sí. Jerzy Michalec. Vive bastante
cerca de aquí, pocos kilómetros al oeste. ¿Sabía usted que era Smerdiákov?
Emil creyó que había oído mal.
—¿Smerdiákov? ¿El héroe de guerra?
—Yo no había conocido nunca a un héroe —dijo ella—. Me lo dijo Janos.
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Michalec no lo pregona. A los políticos les gusta pasar desapercibidos, no llamar
mucho la atención en su camino hacia la cima. Él sólo emplea su nom de guerre
cuando lo necesita.
Emil abrió la boca sin saber qué decir. El hombre era ya sólo un producto de su
imaginación. No creía que existiera. Ahora era celuloide en el piso de un muerto.
Ella le estaba mirando y, cuando habló, no había el menor rastro de ligereza en su
voz.
—No he estado pensando sólo en mi padre hoy, inspector. He pensado también en
usted.
Emil estuvo a punto de preguntar: «¿En mí?». Pero al final guardó silencio.
—He perdido a dos hombres, y nunca había estado sin uno. Y cuando busco a
todos los hombres que conozco, sólo veo claramente a uno. Es curioso, no lo
entiendo. Sólo hay un hombre en quien desee confiar. —Sus cabezas casi se rozaban,
y el rostro de ella emanaba calidez—. ¿Está seguro? ¿No quiere darse un baño?
Sí quería. Lo deseaba más que nada en su vida. Un baño y una toalla esponjosa y
fresca en las plantas superiores de aquella espléndida casa. Y la deseaba a ella sobre
todo. No sabía qué pensar de Lena Crowder, no sabía si debía avergonzarse de desear
a aquella viuda o de aquel insólito deseo de él. No, sí lo sabía. Debía avergonzarse y
despreciarse, ella estaba debilitada por todas sus pérdidas, y él era un bruto, pero sólo
sentía el placer de la vida rota y ordinaria de ella junto a la de él.
—Me gustaría —empezó a decir; luego frunció los labios y movió la cabeza, aún
intentando convencerse—. En otro momento.
—Tal vez no haya otro momento —dijo ella. Sonrió y le acarició la mejilla con
las yemas de los dedos frías.
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se inventaría cualquier cosa con tal de conseguirlo. «¿Quién podría caminar por un
pasaje así?». Era cierto, pero a nadie le importaba.
«¿Puentes de arco?», había preguntado Emil, pensando precisamente en este lugar
de su país.
Estaban sudando todos por el calor de la sala de calderas que quedaba al lado, y
eran demasiados, echados en el suelo y en la mesa, mientras el viento silbaba arriba
en la cubierta.
El croata describió el paseo desde el palazzo de su amigo hasta un canal que
dominaba en lo alto un puente cubierto que unía dos muros de piedra. «Los
condenados —les contó—. Lo cruzaban camino de la prisión. Lo llamaban Puente de
los Suspiros». El árabe le preguntó por qué. «Porque el prisionero había sido
condenado y allí era donde se daba cuenta de que al final de aquel corto paseo por el
puente, su vida transcurriría tras un muro de piedra. Entre rejas. Que viviría y moriría
a oscuras».
Un lúgubre silencio invadió el camarote. Ninguno abrió la boca. Cada uno
recordó su propio puente, pero Emil, todavía tan joven, sólo sabía que se estaba
perdiendo la fuerza del momento, y no dijo nada.
Un hombre ofrecía calcetines de estraperlo en un rincón: «Buen precio, buen
precio». Emil tomó un trago del matarratas que le había regalado la camarera, que se
sumó al cóctel matinal de Lena Crowder, y sacudió la cabeza. Pensó en Smerdiákov,
el asesino feliz que amontonaba alemanes muertos para su galería privada en un
Berlín bombardeado. ¿De verdad era aquél el tipo de muchacho que quería el abuelo?
Pero Emil recordó entonces que él era precisamente un asesino.
Le cayó agua fría en una oreja. Una madre colgaba la ropa arriba entre los
edificios. El suelo estaba cubierto de gotas oscuras. Cruzó otro puente.
Jerzy Michalec, un político. Pero también le llamaban Smerdiákov, el Carnicero.
El abuelo lo consideraba valor, pero Emil no estaba seguro de que fuese correcto
aplicar el término «valor» a matanza.
Había dos bancos en la plaza, uno con una sola tabla irregular y el otro con las
tres. Emil se sentó en el bueno y apoyó la botella en la cadera. Enfrente, donde los
muros daban a un canal más largo, unos jubilados pasaban el rato en el puente:
comían pepitas de calabaza y señalaban como niños la basura que flotaba en el agua.
La Chispa había publicado el mes pasado un editorial pidiendo la demolición del
distrito del Canal. El autor afirmaba (y no sin pruebas) que el barrio era un foco de
delincuencia y enfermedades, y que cualquier intento de reparar su destrozada
infraestructura de cañerías y muros ruinosos supondría la bancarrota nacional. Sería
la extensión simbólica de la Liberación: eliminar el carcomido pasado desintegrado y
forjar el futuro. El escritor vaticinaba la construcción de altos bloques de viviendas en
los húmedos cimientos fracturados, drenar el pantano y canalizar el agua en pequeños
arroyos que movieran ruedas hidráulicas para iluminar la ciudad. Decía que había
estado en Moscú y que había visto las alturas que la unidad y la resolución pueden
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alcanzar. Los rumores recorrieron luego la capital más deprisa que el periódico: el
camarada presidente en persona quería canalizar los fondos en las arcas de la ciudad
para poner la idea en marcha. Con una condición, añadían los rumores, que se llamara
Nueva Stalingrado.
Los jubilados se habían marchado y habían sido reemplazados por tres prostitutas.
Dos matriarcas gruesas y una joven guapa. Las tres miraron a Emil y hablaron entre
ellas.
Era cierto, el distrito del Canal era un pozo negro. Allí iba Emil con los amigos
cuando era un muchacho, y se adentraban en los pasajes oscuros, donde podían
desaparecer. Allí había sembrado él primero sus sueños de marcharse del país. Allí
habían germinado y se habían desarrollado a través de la ventana soviética en las
provincias. El distrito del Canal le producía aquel efecto a él y a la mayoría de la
gente, y si había que culpar a algo de que tomara aquel tren rumbo al gélido norte, era
a aquella ciudad nacida en el pantano dentro de la ciudad.
Tomó otro trago largo y abrasador.
En el Ártico, el búlgaro no aceptaba perder a las cartas.
Tragó.
Estaban embutidos en el casco del barco (diez hombres en un camarote de cinco,
asfixiados con el humo y el sudor), y cuando Emil enseñó su mano ganadora al
búlgaro de mejillas fláccidas, los gritos casi echan abajo las paredes. El hombretón
empujó el dinero con mirada de odio.
Smerdiákov era un héroe de guerra. Según el abuelo, el mayor que había existido
jamás, un legado para la nación. Emil no había conocido la guerra. No la guerra de
los ejércitos y del servicio militar.
El búlgaro le había seguido después, acosándolo con sus toscas manos duras,
agarrándole por los hombros y sacudiéndolo. Le había seguido por la cubierta helada,
lanzándole puñetazos y maldiciones búlgaras que nadie entendía. Emil acabó con
contusiones y sangrando por la nariz. Y la noche siguiente no fue mucho mejor, ni la
siguiente; y, al final, Emil se limitaba a salir disparado en cuanto veía acercarse al
búlgaro. En el catre, por la noche, tocaba el cuchillo curvo de trabajo que guardaba
debajo de las mantas.
La prostituta guapa mantenía el equilibro en la única tabla que se extendía sobre
el banco roto, que se bamboleó bajo su peso; sonrió a Emil, divertida. Él le indicó con
un gesto que podía sentarse en su banco. Sabía lo que hacía. Cualquier hombre que
hubiese crecido en la capital lo sabía. Pero en aquel momento sólo deseaba la
presencia física de ella, su proximidad. Cuando la chica se sentó, los pliegues de su
falda color violeta se recogieron bajo el ángulo de sus rodillas. Su pintura de labios y
el colorete eran vivos y recientes. Pero Emil pensaba en el búlgaro de mejillas
abolsadas que le había atacado aquella cuarta noche en la cubierta helada.
—Eres muy guapo —le dijo ella en voz baja, junto a su mejilla, con aliento
cálido.
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Las otras putas, las veteranas de tez rugosa y ojos negros, les observaban desde la
orilla del agua. Una estaba plantada con las manos en la región lumbar, como si se
estirara después de lavar la ropa.
El búlgaro tenía la misma postura cuando localizó a Emil. Luego saltó.
—¿Quieres ir a algún sitio, cariño? Conozco un callejón.
Emil se fijó en lo joven que era, en sus labios suaves y rojos, sucios en los bordes,
y en sus ojos grandes. Tenía un acento pueblerino; y, por la torpeza con que cruzó las
piernas y se acercó más a él, comprendió que aquello era nuevo para ella. Tendría
unos trece años. Emil advirtió la fina capa de pecas de las mejillas, que los polvos no
ocultaban.
«Toma esto», le había dicho el búlgaro, empleando el ruso que compartían, al
tiempo que le lanzaba un puñetazo de borracho a los dientes. Un bocado de nudillos
búlgaros.
—¿De dónde eres? —preguntó Emil a la chica.
—De aquí —contestó ella; y añadió, como si no hubiese oído la pregunta—: El
callejón queda muy cerca. Es muy barato. —Luego, como si acabara de ocurrírsele
—: Porque me gustas.
«Tramposo», había dicho el mejillas fofas. Le sujetó los brazos con las rodillas y
rebotó en su vientre. Emil notó la cubierta helada en la nuca. El miedo le paralizó la
sangre en las venas.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó a la chica.
—Livia —mintió ella.
Le acarició el cabello fino de niña.
—¿Te gusta esto? ¿Tu trabajo? —No sabía lo que decía.
—Me gusta ganar dinero —contestó ella, sonriendo. Él le vio los dientes,
redondos y pequeños. Le faltaban algunos. Dientes de leche. Una adolescente con
dientes de niña de cinco años—. Y esto, ¿a quién no le gusta? Es lo que le gusta a la
gente.
«Así se hace», había dicho el búlgaro sacándose una polla gorda y púrpura de los
pantalones. La mano inmovilizada de Emil había encontrado el cuchillo curvo en el
bolsillo.
Las dos prostitutas mayores se apoyaban impacientes en un pie y luego en el otro
sin quitarle los ojos de encima. Tendría que haber llamado a una de ellas; así se
habría ahorrado preocupaciones, remordimientos, y aquella sensación claustrofóbica
de que todas las miradas estaban clavadas en él.
Los pantalones gruesos habían ofrecido resistencia, pero la cuchilla los atravesó.
Se hundió en el muslo del búlgaro y encontró una vena; y cuando la sacó, empezó a
manar la fuente oscura y cálida. Hundió la hoja de nuevo. El búlgaro dijo «Ah» y
cayó de espaldas, sujetándose.
La chica olía a agua de rosas; la habían preparado. Debía de ser la primera vez
que lo hacía.
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Jerzy Michalec, Smerdiákov. Un héroe. Y Emil Brod, un asesino que se inclinaba
sobre una niña.
Salió de debajo del búlgaro y se puso manos a la obra con la eficacia del oficio.
La cuchilla foquera encontró vías rápidas de silenciar los chillidos, sus movimientos
eran puro instinto, instintos del matador de focas. Y sólo cuando acabó el trabajo y se
apoyó en la borda jadeante mientras se le pasaba la fiebre ciega, se le ocurrió echar el
cuerpo por la borda al hielo de abajo. Lo vio caer silencioso y tuvo la sensación de
hallarse en un puente contemplando el final de todo.
Emil suspiró y se inclinó hacia la chica con los ojos cerrados, aspirando su olor
fresco. Ella se volvió para que la besara, y él le susurró:
—Soy policía.
La oyó mover los pies, notó alzarse las tablas del banco cuando se levantó. Y su
carrera rápida sobre los adoquines. Voces. Cuando al fin abrió los ojos, la plaza
estaba vacía y silenciosa, salvo por el sonido del agua sucia en los muros de piedra.
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Jerzy Michalec vivía incluso más lejos de la ciudad que Lena Crowder. Cuando
Emil torció a la izquierda y tomó el camino de entrada, bordeado de altos álamos, no
se veía la casa. Luego, detrás de una elevación de hierba, había un campesino
barbudo que blandía una guadaña pocos centímetros sobre la tierra. Y después, la
casa. Se extendía ancha y alta, con un porche alargado que rodeaba casi la mitad.
Emil tomó otro trago de aguardiente para tranquilizarse y mantener a raya el dolor de
cabeza. Era la una.
El joven de ancha corbata verde que abrió la puerta era el segundo mayordomo
que veía Emil en su vida. Había conocido al primero en casa del director de la
Academia, que invitó a los cadetes que se diplomaban a una fiesta para celebrar su
ingreso en el mundo. Aquel primer mayordomo era reservado, pero sonreía siempre;
este segundo era reservado y despectivo. No hizo el menor esfuerzo por ocultar la
aversión instantánea por el hedor de Emil en cuanto lo miró por encima del hombro:
un ardid, ya que era más bajo que Emil.
—Camarada Michalec —dijo Emil, tenso—. Dígale que desea verlo un inspector
de Homicidios de la Milicia Popular.
—¿Espera su visita?
—No.
El mayordomo le cerró la puerta en las narices.
El campesino que segaba a lo lejos se había parado, y se apoyaba en la guadaña
para mirar atrás. La hoja brillaba. Más allá de él estaban los tallos del trigo. En
Ruscova trabajaban en grupos de cinco y diez hombres, que segaban desde las bajas
colinas hasta los riachuelos sinuosos, y dormitaban a la sombra de los almiares
después del almuerzo, esperando que el sol se aplacara. Él mismo lo había hecho; era
un trabajo odioso y agotador al que no se acostumbró nunca. Una brisa fresca agitó
los tallos alrededor del campesino, que ahora afilaba su hoja con una piedra. El viento
le llevaba el lejano chirrido. Emil estaba sediento. Aporreó la puerta con un puño. Se
abrió bruscamente.
—El camarada Michalec está ocupado con otros asuntos —le dijo el mayordomo
con una sonrisa forzada—. Vuelva más tarde.
—Esperaré dentro. —Emil metió el pie en la puerta al cerrarse y entró. El
vestíbulo de mármol era frío y oscuro, y enfrente se alzaba una escalera de caracol
ancha. Ya lo había visto antes, o algo parecido, en una película. Un melodrama sobre
la aristocracia.
—Dígale al camarada Michalec que me trae un asunto oficial urgente. Esperaré
aquí.
El mayordomo estaba visiblemente irritado, pero se controló. A Emil le pareció
un tanto decepcionante. Deseaba un motivo para darle un buen puñetazo en la cara.
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Lo que fuera. Pero el mayordomo se limitó a estirar un brazo en dirección a una silla
que había junto a un gabanero, y desapareció escaleras arriba con un golpeteo de
pisadas.
Se parecía a la casa de Lena Crowder en que no tenía absolutamente nada que ver
con lo que Emil pudiese imaginar un hogar, aunque incluso él advertía que la escala
de ésta era mucho más grandiosa. No había retratos familiares en las paredes, ni las
órdenes de Lenin, nada personal. Las cortinas de color escarlata que cubrían los
ventanales parecían extranjeras (orientales) y nuevas. La silla en que se sentó él era
moderna y angular. Incómoda. No estaba hecha para la anatomía humana.
No debía haber ido allí, no de aquel talante. Sólo mal humor, sin hechos. No tenía
ni idea de por qué un político —un héroe de guerra, nada menos— aparecía en las
fotografías de un hombre muerto, ni por qué habían escondido aquellas fotos detrás
de una nevera. ¿Buscaría aquellas fotos la misma persona que había destrozado los
apartamentos de los muertos? ¿Buscaría el dinero? Jerzy Michalec al menos no
necesitaba dinero. Emil caminó por la habitación, oyendo el chasquido de las suelas
en el suelo de mármol, y su nerviosismo se calmó poco a poco. Por la ventana de
enfrente, vio al campesino que manejaba de nuevo la guadaña, lenta y afanosamente.
Podías poner a un campesino en una máquina y saber que, a menos que se produjera
un fallo mecánico, la máquina seguiría funcionando siempre. Por nada.
En vez de reliquias de familia había una escultura en un pedestal blanco junto al
centro de la pared. Era una pieza metálica vertical, larga y ligeramente curvada, más
gruesa en el centro, que terminaba en punta en la parte inferior y en la superior.
Perfectamente pulida. Emil no había visto nunca nada igual. Y lo aborreció, en la
bruma de sus bebidas matinales.
Pat pat.
El mayordomo bajaba las escaleras calculando con expresión preocupada la
distancia entre Emil y la escultura.
—Lo siento, camarada inspector —dijo, alzando la voz con sequedad—. El
camarada Michalec no puede hacer excepciones cuando trabaja en sus propios
asuntos oficiales. Estoy seguro de que lo comprende usted.
Emil captó el olor del individuo a tónico capilar cuando pasó a su lado y empezó
a subir la escalera.
—¿No ha oído lo que le he dicho? —preguntó el mayordomo siguiéndole de
cerca—. El camarada está ocupadísimo. Se pondrá en contacto con usted en cuanto
pueda. ¡Inspector!
Emil corría ahora, saltándose escalones, y llegó a la segunda planta, donde la
larga alfombra roja se deslizó y se dobló bajo sus pies, siguiendo junto a puertas
cerradas hacia la voz de un hombre que oía más adelante. Vio cuadros en las oscuras
paredes de roble, pero no eran retratos. Eran manchas de color, formas indefinidas.
Amorfas. Inquietantes.
—¡Inspector! ¡Inspector!
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La puerta del final del pasillo estaba entornada y se veía luz; Emil la golpeó con
la palma de la mano. Un despacho, grandes paredes cubiertas de lomos de libros. Se
paró a cobrar aliento. Una mesa de mármol en el centro, donde el hombre más bajo
de la fotografía hablaba en voz alta por teléfono.
—Sí, por supuesto, sí —dijo, sin mirar a Emil. Tenía la cara picada de acné, sus
sombras se alargaban cuando asentía, sonriendo al teléfono. Ni siquiera hizo caso de
las protestas contenidas del mayordomo, a quien no podía controlar. Jerzy Michalec
le indicó que se callara con el dorso de la mano.
No tenía aspecto de héroe de guerra. Nada de Smerdiákov. Era más gordo de lo
que parecía en las fotografías, y el traje oscuro le quedaba muy mal. Posó su mirada
indiferente en Emil y dijo al teléfono:
—Por supuesto, lo haremos así entonces. Dele recuerdos. Hasta luego. —Colgó y
miró a Emil con una sonrisa fría—. ¿Así que usted es el inspector impaciente?
Tenía una voz con tantos acentos que era irrastreable.
—Intentaba…
—Radu. Dígale al comisario de comercio que estaré con él enseguida.
Radu hizo una venia y se retiró.
Michalec tenía los ojos de un azul frío en las cuencas oscuras y arrugadas. Olió.
—Supongo que no necesita beber nada más. —Buscó en un bolsillo y sacó un
pequeño folleto rojo en el que había estampada una estrella dorada de cinco puntas en
el interior de una corona de laurel dorado. Sobre la misma había un águila en reposo
con la cabeza de perfil—. ¿Sabe lo que es esto, camarada inspector?
Emil se acercó a la otra esquina del escritorio dispuesto a hablar con brusquedad,
pero dijo claramente:
—Documento de afiliación al Partido.
—Sí, y no. —Michalec se arrellanó en el asiento. El tono de su voz bronca tenía
la peculiaridad de transmitir su desprecio a Emil en cada sílaba. Le ofreció el folleto
para que leyera—. ¿Qué dice debajo de la estrella?
LETRAS DE MOLDE: SECCIÓN POLÍTICA.
—Tenía entendido… —dijo Emil.
—Tal vez no esté familiarizado con la terminología. Mucha gente no se aclara.
Los tiempos cambian rápidamente y hay que prestar atención a todo para sobrevivir.
Créame. —Michalec se retrepó en el asiento y apoyó un pie en el borde de su
ordenado escritorio, guardándose la tarjeta roja en el bolsillo de la camisa—. No es
una palabra sin más. Políticos tiene sentido. Nosotros, como miembros de la sección
política, tenemos deberes muy específicos. Y esos deberes nos confieren derechos
específicos. ¿Entiende?
Emil se sintió como si estuviera de nuevo en la Academia. Era una sensación
aborrecible.
—Por ejemplo —añadió Michalec—, no se puede importunar a un político en el
desempeño normal de sus obligaciones. Ni siquiera pueden hacerlo los miembros de
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la Sección de Seguridad. A menos, naturalmente, que haya alguna razón específica
que lo justifique. ¿La tiene usted, camarada inspector?
Emil echó las diez fotografías en el escritorio. Se esparcieron.
—Dígame con quién está hablando.
—Tal vez sea usted estúpido además de sordo —dijo Michalec, lanzando sólo una
ligera ojeada a las fotos—. Conocí a un político que entró en un puesto de la Milicia,
sacó una pistola y pegó un tiro al jefe —alzó el brazo e hizo con la mano el ademán
de disparar a Emil, luego lo dejó caer y se encogió de hombros—. El jefe le había
irritado. Aquel hombre es ahora miembro del círculo interno del Comité Central, el
Politburó. —Su sonrisa se hizo más amplia, más convincente—. Yo, camarada
inspector, estoy muy cerca del Politburó personalmente.
—Mire las fotografías.
La sonrisa desapareció y Michalec se apretó las mejillas con los dedos.
—Voy a darle un buen consejo, inspector —bajó la voz una octava—. Nosotros
no hacemos las normas. Las normas las hacen otros. Nosotros sólo procuramos
cumplirlas.
Emil golpeteó el escritorio.
—Las fotografías.
Michalec alzó el otro pie y cruzó los tobillos.
Emil recogió las fotografías, ardiendo de impaciencia. Lo vio todo de pronto,
como un místico: los dos hombres muertos en el depósito de cadáveres municipal y
los soldados muertos de Berlín, veintitrés en un montón; vio el odio, el recelo y la
ignorancia, las guerras y a los niños pequeños desfilando al ritmo de sus estúpidas
nanas patrióticas; a un búlgaro en el hielo. Se guardó las nueve fotografías en el
bolsillo. Cuerpos destrozados, cuerpos pateados en el barro. Tenía la décima foto en
la mano izquierda. Prostitutas, pensionistas, soldados y judíos —y Lena—,
absolutamente nada para los furiosos engranajes de este mundo.
Le agarró un tobillo con la mano derecha y lo alzó, de forma que Michalec se
cayó hacia atrás con la silla. Se quedó tirado en la alfombra, aturdido y callado, y de
pronto Emil estaba sobre su pecho. Necesitaba miedo. Un pequeño terror. Pero sólo
vio embotamiento y sorpresa en la mirada de Michalec, y luego desprecio.
Le abofeteó fuerte. Tres veces. Tenía ambas mejillas rojas, los ojos húmedos.
—Otra vez. El nombre —dijo Emil, forzando las palabras entre dientes.
Michalec clavó los ojos parpadeantes en los de Emil y luego más allá de ellos.
Temblaba; se le estremecían los globos oculares. Emil retrocedió. Michalec sacudió
la cabeza. Puso los ojos en blanco. Ojos blancos llenos de gruesas venas rojas.
Un gemido balbuciente brotó de la garganta de Michalec, se le agarrotó todo el
cuerpo, tembloroso, marcándosele en el cuello tendones azulados. Emil sintió una
mano y un tirón y vio un instante el rostro furioso de Radu y luego un palo negro que
bajaba hacia él.
Le estalló el dolor en la cabeza y el cuello, cayendo como agua fría, reverberando.
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No se quedó sin sentido, aunque perdió el conocimiento un segundo. Radu estaba
inclinado sobre su amo, metiéndole algo en la boca, sujetándole un brazo en el pecho.
Emil cerró los ojos doloridos y vio luces brillantes.
Cuando volvió a abrirlos, Michalec se estaba limpiando la frente con una mano,
con los ojos cerrados, y Radu volvía hacia él blandiendo el palo. Emil alzó una mano,
deseando recuperar la fuerza de la cólera, pero era demasiado tarde. El palo le golpeó
en la sien, encendiéndole chispas brillantes en el cráneo.
Le pusieron de pie. Oyó «Vamos» mientras le empujaban, obligándole a avanzar a
trompicones. Luego le atravesó el confuso zumbido de la cabeza un «¡Fuera!», y
deseó pararse y darse la vuelta para estrangular a alguien, pero no pudo. Sintió otro
porrazo en la nuca a medio camino escalera abajo y notó que se le había fracturado
algo.
Siguió consciente un momento: súbitamente racional y lúcido. Luego ya no.
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Smerdiákov?
No era compasión. Era regocijo. Magulladuras divertidas. Gracioso muchacho
destrozado.
Emil llamó a la puerta del jefe y entró sin esperar, sin darle tiempo a contestar
«adelante», y la cerró con el trasero. El aire parecía comprimirse en aquella pequeña
habitación calurosa.
—Eso es. —Moska colgó el teléfono.
Emil sacó el certificado de la Milicia. No era muy diferente del de Michalec, sólo
verde en vez de rojo, con la palabra MILICIA. Lo tiró delante del jefe.
—¿Qué es esto?
—Dimisión.
La palabra contenía en sus sílabas tanto alivio que Emil casi se deja caer al suelo
de cemento y se echa a llorar. Pero quería hacer las cosas bien y dejarlas claras de una
vez por todas.
—Espere un momento, Brod.
Pero Emil ya se había marchado. No tenía nada más que llevarse, así que ignoró a
los inspectores. Resultaba extraño no ser ya uno de ellos, aunque sólo lo había sido
una semana. Parecían sorprendidos, incluso el gran Ferenc, inclinado sobre la
máquina de escribir, pero Emil no sabía por qué debían sentirse sorprendidos. Aquel
momento había sido predeterminado desde el principio. Terzian le decía algo. Le
pedía que esperara. Emil ya había esperado demasiado.
Salió al corredor, en el que resonaban sus pisadas y la voz de Terzian que le
llamaba («¡Un momento, Brod, espere!»). Emil salió a la brillante escalinata de
cemento. Se preguntó si Terzian querría repetir lo del primer día.
Vive Dios, la que le daría. Estaba exactamente de ese talante.
—¡Brod!
Un coche tocaba la bocina en la esquina para que se apartaran unos caballos, y
una banda de gitanos cargaba sacos pesados en la acera de enfrente. La gente gritaba,
pero el zumbido era tan fuerte que sus gritos parecían susurros. Emil caminaba sin
rumbo en la acera ardiente y cuarteada. Algunos tipos uniformados alzaron la cabeza:
más risas, sin duda. ¡Qué ciudad más divertida!
Emil quería darse un baño en la mansión de Lena Crowder, entre aquellas
pinturas. Las largas barbas de la historia. Deseaba que Lena Crowder le tocara con
sus dedos blancos la espalda y el ojo magullado. Iría a verla. Sí. Pararía un coche. Un
taxi.
—¡Brod! —susurró Terzian detrás de él.
Pitó también otro coche, uno azul que pasaba a su lado (un modelo pequeño y
elegante que no conocía). Le pareció un susurro también. El zumbido era un río en su
cabeza.
Pero cuando anheló ver a Lena Crowder recordó el cráneo aplastado de su
marido. Era todo repugnante y morboso, en realidad, y bien podía buscar a una puta
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con regordetes dedos de trabajadora y barata. Joven, vieja: ya no importaba.
El coche azul avanzó un poco y se detuvo. Salió de él un hombre alto con
sobretodo claro. Otro rostro familiar, se dijo Emil, ¿pero de dónde? Oyó su voz de
fuerte acento por encima del ruido del cerebro:
—¿Camarada Emil Brod?
El hombre tenía arrugas curvilíneas desde los labios a los ojos. Emil se detuvo.
—¿Sí?
Las arrugas se le marcaron más cuando sacó una pistola con la mano enguantada.
Por un momento, la mente de Emil funcionó rapidísimamente e identificó el arma
como una Walther. Probablemente una PPK. Arma policial. Alemana, como el acento
del individuo. Pero en cuanto hizo la identificación, la olvidó.
El individuo le disparó tres tiros, volvió a subir al coche de un salto y viró
bruscamente.
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Una cordillera, hierba alta donde terminan los árboles, soldados agotados
atravesando la maleza, mirando. Se desvanecieron y se fundieron en una multitud
violenta enfurecida con grandes piedras planas en las manos. Llegó entonces el dolor
agudo detrás de los párpados. Los abrió para que se disipara, pero la luz le taladró el
cerebro. Sus pensamientos eran un batiburrillo. La luz no creaba formas. El olor a
sudor humano y a descomposición era ineludible. Las voces zumbaban a su alrededor
como moscas, cada vez más fuerte, y cuando intentó espantarlas apareció nuevo dolor
y jadeó atrapado por él con todo el cuerpo agarrotado, gritando. Vio la expresión
tranquila, corriente, de aquel rostro, pero los detalles, los rasgos, eran borrosos
—«¿Camarada Emil Brod?»—; luego, la pistola emergiendo lentamente, más
lentamente de lo que era posible. Casi podía vislumbrar la lenta bala en la bolsa de
aire que ardía a su alrededor, ondas calientes que se ondulaban a lo largo del metal.
Luego el momento del impacto, abriéndose paso entre las costillas, tejido blando,
órganos. El dolor era espantoso. Y entre el dolor, una voz femenina decía ya está y
camarada Brod. Pero ya estaba otra vez inconsciente, gotas cálidas le llenaban la
boca, la nariz, los ojos.
La sala del hospital era espaciosa y el techo alto, y cuando movió la cabeza le
crujió el cuello dolorido y vio a una enfermera poco agraciada que hacía punto en el
rincón. Ella alzó la vista de las agujas hacia los ojos inyectados en sangre de él, que
pensó que, a la luz del mediodía, ella era hermosa.
—¿Ha despertado? —dejó las agujas a un lado.
Volvió el dolor cuando intentó moverse. Le recorrió el vientre y el pecho. Abrió
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la boca, pero sólo consiguió decir en un susurro:
—Agua.
La enfermera movió la cabeza. Él lo repitió, procurando humedecerse el interior
de la boca con la lengua seca y pastosa. Pero ella se mantuvo firme. El médico no lo
permitía.
—Tiene agujeros ahí abajo. No queremos que llene de agua todas las sábanas. —
Él vio que había cogido la labor. Estaba haciendo algo de color azul, algo pequeño y
delicado, para un bebé—. Ha estado inconsciente una semana, ¿sabe? —Se guardó la
labor en el bolso, y le palpó la cara para comprobar si tenía fiebre—. Casi creímos…
—empezó a decir; luego sonrió y salió de la habitación.
Las ventanas estaban cubiertas de una tela blanca traslúcida, tan fina que Emil
veía las copas de los árboles frondosos y el cielo moteado de blanco. Las paredes
zumbaban como una máquina.
Así que estaba vivo.
Le sorprendió no pensarlo con más entusiasmo. Sólo podía imaginar una larga
sucesión de días sin cuento hasta que le llegara finalmente la muerte. Días de trabajo
y de lucha, o días de inercia. Ya ni siquiera tenía trabajo. Ya ni siquiera era inspector.
Tenía su gracia, en realidad, aunque no suficiente para poner a prueba el cuerpo
riéndose. Hacía sólo una semana que trabajaba y alguien le había disparado, le había
hecho un agujero. Tres agujeros.
Un médico joven con el pelo al rape le examinó los ojos sujetándole los párpados
abiertos con los pulgares, luego le retiró los vendajes del pecho y el estómago. Emil
casi gritó. El médico gesticulaba con él como si sintiera el sufrimiento de su paciente.
Una vez quitados los vendajes, Emil (con un almohadón extra detrás de la cabeza) se
miró la blanca extensión de piel enfermiza y agujeros suturados. Era como si
contemplara otro cuerpo, uno descubierto por el jubiloso forense uzbeko. Solamente
el dolor le recordaba que era el suyo cada vez que el doctor le tocaba las costuras
fruncidas e hinchadas, suturadas con hilo negro. Había tres cortes: uno al lado del de
la tetilla derecha, otro justo debajo de la tetilla izquierda y el corazón, y el tercero en
el centro del vientre fláccido. El médico aseguraba que era un milagro que siguiera
vivo.
—Un milagro científico —especificó. Miraba el reloj mientras le sujetaba la
muñeca—. ¿Se siente con ánimo para recibir visitas?
No se sentía con ánimo para nada. El médico tenía la mano cubierta de una capa
fina de vello negro.
—¿Inspector?
—Claro —refunfuñó Emil—. Por supuesto. ¿Reloj?
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—¿Cómo dice?
Emil señaló el reloj de pulsera del médico y luego se señaló él, diciendo:
—¿Mi reloj?
El doctor posó la mano del paciente en las sábanas y hurgó en los objetos de la
cómoda. Pasó las fotos y alzó la liga con un guiño. Luego encontró la cadena y dejó
el reloj en la mano de Emil.
—Esperaremos unas horas para darle agua.
Emil sintió el tictac en la mano. Continuo y regular.
—Han llamado todos los días.
—¿Mis abuelos?
—Sí —dijo el médico, asintiendo—. Ellos también.
El jefe Moska llegó al atardecer, cuando el árbol de fuera era una silueta oscura.
Llevaba en una manaza La Chispa y llamó al marco de la puerta con la otra. Emil
sintió el impulso de mascullar «adelante» en el mismo tono resuelto que el jefe, pero
hablar convertía su sed en desesperación. El jefe tenía una torpe expresión de
perplejidad, y cuando acercó una silla de madera chirriante a la cama, dejó en ella la
chaqueta. Sudaba sin parar.
—Brod, se encuentra bien. —Era casi una orden.
—Estoy despierto.
—Eso ya es algo —reconoció Moska—. Nos ocupamos de que le dieran una
habitación propia, no nos parecía bien una sala —se quedó mirando las sábanas—.
Dicen que es una recuperación extraordinaria.
—Un milagro científico.
El gran hombre apretaba una y otra vez el sombrero en las manos. Se recostó en
la silla y sopló entre los labios fruncidos. Concentró la mirada en la pared del fondo,
en la mesita, en el cuadro de amateur del puente georgiano al crepúsculo, y de nuevo
en las sábanas, en las que reposaban las manos de Emil junto al periódico. El jefe
ladeó la cabeza.
—Quería decirle algo. Sobre el caso —dijo—. Su caso.
Emil bajó la voz.
—Yo no tengo ningún caso.
—En eso estamos de acuerdo —se apresuró a decir el jefe—. Pero ambos
sabemos quién se lo hizo, ¿verdad?
Emil asintió.
Moska miró las sábanas, luego el sombrero que tenía en el regazo, la luz del
techo, y entrecerró los ojos.
—Ha recibido un trato injusto, Brod. Ahora lo sabemos. Hubo… malentendidos.
Emil esperó que continuara.
El jefe se cansó de mirar con los ojos entornados. Parpadeó y se limpió las
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mejillas con una mano.
—Ése es el carácter de las burocracias. De las grandes burocracias. Falta de
confianza. Antes de la guerra era diferente —le temblaba ligeramente la voz, como si
estuviese a punto de echarse a llorar. Pero no era así—. Antes de la guerra ni siquiera
necesitábamos un departamento de homicidios, ¿recuerda? Todos éramos sólo
policía. Luego creció. Todo creció. La Milicia, las divisiones, la seguridad del Estado.
Ya no conozco a nadie fuera de mi pequeño departamento.
Parecía entristecerle sinceramente, pero Emil no acababa de entender. Estuvo a
punto de pedirle una aclaración, pero el jefe ya se había levantado.
—Es insidiosa, esta situación. Pero tenemos que conseguir que funcione —se le
crispó el rostro de rasgos grandes y alargados con el esfuerzo de pronunciar las
palabras—. Disculpas de todos, Brod. Es lo que he venido a decirle. Preferiría que no
dimitiera. Los demás también. Todos nos avergonzamos de esto.
Emil abrió la boca para preguntar algo más, algún detalle que sabía que se le
escapaba, algún porqué, pero el jefe ya se había marchado.
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sonreía. Emil sintió los débiles dedos del anciano en la mano, apretándole,
masajeándole la palma. Se abrió la puerta. Apareció la abuela, como un ángel, con un
vaso de agua fresca.
La claridad llegó con Leonek Terzian. Emil había dormido irregularmente y había
leído el periódico por la mañana después del desayuno. Había juicios que empezaban
a resolverse en el este, en Moscú, y los aviones seguían sobrevolando el oeste. En la
segunda página había un breve informe sobre Palestina; allí había más
enfrentamientos en Tierra Santa. Solamente en la patria era todo perfecto: cosechas
excelentes y el índice de delincuencia más bajo que se recordaba. Entonces llegó
Leonek con el almuerzo. Se repantigó en la silla junto a la cama para llegar mejor a la
bandeja de Emil. Tomó un bocado de pan y pasó un índice por la ancha pastilla de
margarina, acumulando arrugas blancas en su huella, y se lo chupó con la boca
pequeña y oscura. Emil tomó puré de patatas y esperó.
Leonek tragó y le dijo:
—El jefe ha hablado con usted, ¿verdad?
Emil asintió.
Leonek se mostró satisfecho. Tomó otro bocado de pan.
—Él tiene razón, ¿sabe? En todo. Ha sido un error, y no soy yo el único que lo
lamenta. Hay…, ¿no le importa? —tomó una rodaja de manzana de la bandeja de
Emil—. Tiene que comprenderlo.
—Burocracia —sugirió Emil.
Leonek asintió y dijo:
—Rumores. Ése es precisamente el problema. Llegan todos los días a la oficina
—frunció los labios, pensativo, y a Emil le molestó su naturalidad. Tal vez no se
hubiese fijado, pero Emil había estado a punto de morir. Leonek se encogió de
hombros y añadió—: Los rumores se investigan unas veces y otras no. Una vez
oímos el rumor de que iban a matar a Sergei, el hombre a quien usted sustituyó. No lo
investigamos. Y luego murió. —Leonek acabó la rodaja de manzana y se encogió de
hombros, como si la historia de Sergei fuese habitual—. Después, hace cosa de un
mes, investigamos otro rumor, de ese tipo, un confidente que tengo en el distrito del
Canal. Con el que estaba hablando cuando apareció usted un día en la sala de
interrogatorios. Una rata que se llama Dora.
—¿Dora?
—Un hombre con nombre de mujer —dijo Leonek asintiendo. Tomó otro trozo de
manzana—. Le conocí hace años. Un asunto asqueroso —se interrumpió, como si
hubiese perdido el hilo; luego prosiguió—: Bueno, la cuestión es que fue entonces
cuando empezó a delatar. Pero hace tres meses, la policía del distrito le detuvo por
estraperlo de puerco. Ya sabe. Podrido, lleno de moscas. Porquería —agitó una mano
—. Así que cuando lo llevaron a la comisaría dijo que tenía información para
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Homicidios, para mí, porque yo soy el único con quien trata.
Emil alzó los brazos laboriosamente y se llevó el agua a los labios. Todavía estaba
sediento.
—Dora nos dijo que no sabía cuándo, pero pronto, llegaría un espía a Homicidios
—hizo una pausa—. Parte de una reorganización.
Leonek observaba atentamente, pero Emil no reaccionó todavía. Estaba
esperando. Leonek añadió algo más al fin:
—Vamos, ya sabe cómo son las cosas. Berlín. Y Viena e Italia, según tengo
entendido. Pronto estaremos luchando con los americanos, hasta el gran camarada de
Moscú está preocupado. Ve enemigos por todas partes. Es otra vez como en los años
treinta.
—¿Cómo lo sabe Dora?
Leonek tomó el agua de Emil para enjuagarse la boca.
—Él se entera de todo y conoce a todo el mundo. Consigue trabajos fuera de la
ciudad, en las mansiones, o aquí, en los bares del distrito Primero. Y escucha. Nunca
le preguntamos de dónde procede la información porque no nos lo diría. Un ochenta
por ciento de las veces, Dora nos dice la verdad.
A Emil no le pareció menos incomprensible por oírlo explicado.
—¿Me tomaron por un espía?
—Recién salido de la Academia. ¿Por qué no íbamos a creerlo?
En la Academia le habían enseñado que era un deber denunciar al compañero que
decidiera ignorar los principios de la justicia marxista por oportunismo. Pero él no
conocía a nadie que lo creyera fuera de las aulas.
—Y su opa. Sí, sabemos algo de él. Izquierdista antiguo. Vivienda de privilegio
en el distrito Quinto. ¿Sabe lo que sucedió el año pasado? Encerraron para siempre a
tres policías. Un chivato que trabajaba con ellos.
—¿Y Brano Sev? ¿Qué es?
Leonek torció el gesto súbitamente.
—Fíjese bien, nadie le dirige la palabra. No es amigo de nadie.
El inspector se había acabado la manzana y empezó a picar las patatas. Emil no
creía en absoluto que el arrepentimiento de aquel zopenco fuese ni con mucho tan
hondo como su estómago. Había conocido a individuos como él en el Ártico,
hombres con la conciencia del tamaño de una pepita de girasol. Poco más que perros.
—¿Qué me dice del caso?
Se tomó un momento para tragar.
—¿Qué caso? Se acabó.
—No para mí, de eso nada. Dígame lo que le dijo Dora.
Leonek se quitaba la comida del paladar con la lengua.
—Mire, Brod. Jerzy Michalec es miembro del Comité Central. Tiene amigos en
todas partes. ¿Por qué cree que está usted aquí postrado? Conocemos bien los límites
de la Milicia Popular —echó un último trago—. No tiene que preocuparse por su
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historial. Borraremos todo el caso.
Emil se sintió abrumado por la trivialidad: borrarían el asesinato de dos hombres,
como si Janos Crowder y Aleksander Tudor no hubieran existido.
—No pueden hacerlo.
—Para eso nos dan gomas de borrar.
—Cuénteme —dijo Emil—. Dora.
Leonek bajó la vista.
—Veinte por ciento.
—¿Cómo?
—Lo que nos dice —explicó Leonek con paciencia—: Dora nos dice la verdad un
ochenta por ciento de las veces. El veinte por ciento… —se encogió de hombros—.
La historia sobre usted era inventada. Le busqué después del atentado. No sabía nada
de usted, ni siquiera cómo se llama. Él lo único que sabía era que tenía que contar una
historia para salvarse.
—¿Qué dijo sobre el caso?
—Nada. Me contó que había oído tiros cerca del agua, en el distrito del Canal. En
el camino tropezó, hizo algo de ruido, tal vez porque estaba asustado, y entonces oyó
que echaban algo al agua y luego a alguien que escapaba corriendo.
—Eso es algo —dijo Emil.
—No es nada —le repitió Leonek—. Nada. Ninguna identificación, ninguna
pista, aparte de lo que ya sabemos, y todo por un caso que no existe. ¿Entiende?
Llegó la enfermera a retirar la bandeja y felicitó a Emil por su saludable apetito.
Leonek la siguió con la mirada.
Emil sabía que volvería a Homicidios, en realidad era lo único que le quedaba,
pero precisamente entonces no quería saber nada de la Milicia Popular.
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La enfermera se llamaba Katka y estaba pendiente de Emil todas las horas del día,
provocándole breves fantasías eróticas que acompañaban sus siestas. El médico
apareció por fin al cabo de una semana para quitarle los puntos del pecho; los del
estómago tendrían que esperar. Le dejaron un dolor sordo y punzante en las costillas
y en la espalda, sobre todo cuando se debatía para llegar hasta el rincón de la
habitación con su bata gris sucia practicando el arte de caminar.
Katka le habló de su familia. Pastores de las montañas del norte. Le contó que su
abuelo era famoso por criar las ovejas más preciosas de los Tatras. Emil se preguntó
lo cerca que vivirían del lugar en el que había muerto de inanición Maria Brod, tal
vez en algún punto de las campas altas. Le preguntó cuándo le darían el alta y ella le
dijo que lo averiguaría cuando le quitó la cuña.
El reloj de su padre se había rayado a lo largo del borde del cristal. Su tictac
llenaba las horas.
Las fotografías seguían en la cómoda y Emil pidió a su abuela que se las diera
cuando fue a verlo. Ella les dio la vuelta en las manos.
—¿Qué es esto?
—Nada.
Ella se las pasó y le sonrió antes de marcharse.
Emil deseaba a Lena Crowder continuamente.
Fue un poco embarazoso cuando llegaron las rosas y los narcisos con una tarjeta
que decía en letras mayúsculas mecanografiadas: HOMICIDIOS. DISTRITO PRIMERO. Emil
imaginó a aquellos gorilas revolviendo la floristería. Habrían enviado a una mujer de
Contabilidad, o a la esposa de alguno de ellos. Deseaba que le gustara el ramo, la
forma en que alegraba la habitación con los tonos de rojo y amarillo, pero no podía
quitarse de la cabeza la idea de que era un truco. Algo para humillarle, o un señuelo.
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—Sí —gruñó Emil—, enloquecí. Agarré un madero y los destrocé.
El martes de la segunda semana, Emil se sirvió del bastón para llegar al teléfono
comunal del rellano. Una telefonista de la Milicia le conectó.
—Terzian.
—Soy Emil.
—¿Está dispuesto a reincorporarse?
—Creo que sí. ¿Hay algo en lo que pueda ayudar? ¿Algún trabajo?
—Claro… —chasqueó la lengua—. Dos cadáveres. En el parque de la República.
Coitus interruptus.
—¿Puedo ayudar?
—Le llevaré el expediente.
Cuando colgó, oyó movimiento detrás: la encargada del edificio, con las piernas
como troncos llenas de venas azules y las manos hinchadas en las anchas caderas,
observaba con recelo. Era el primero que usaba el teléfono en más de una semana, y
el ceño sudoroso de la mujer indicaba que no toleraría tonterías en su rellano.
Fiel a lo prometido, Leonek llegó poco después de las cinco con una carpeta bajo
el brazo. Mirada ávida y cara de hambre. La abuela preguntó si se llamaba Ratón.
—¿Ratón? —repuso él, mirándola ceñudo.
—No. Él no —se apresuró a decir Emil.
—La cena —comentó la abuela, con las mejillas fláccidas y arrugadas,
encendidas por el calor de la cocina—. Debería cenar. Con nosotros.
—Me espera mi madre —dijo Leonek—. Vivo con ella.
—¡Eso está muy bien!
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El abuelo le acosó con sus cigarrillos infectos.
—Vamos, acepte uno, los lío yo mismo.
Leonek y Emil se retiraron al dormitorio y abrieron el expediente. Emil se apoyó
en la cabecera y Leonek se sentó a los pies de la cama, y le pasó las hojas de una en
una.
—Aquí está. Dos chavales, adolescentes.
Leonek sacó fotografías de un chico y una chica, ambos rubios y medio desnudos,
inclinados entre los matorrales del lado oriental del parque de la República. Cerca
había una pequeña mancha blanca de vómito, fotografiada también. Y un plano del
parque con dos equis superpuestas que señalaban el lugar en el que habían encontrado
los cuerpos.
La chica, Alana Yoskovich, había sido estrangulada con su pañuelo. Al chico, Ion
Hansson, le habían golpeado con un hacha entre los hombros y el cuello. El hacha no
había aparecido en el lugar de los hechos.
—¿Ha trabajado algo en esto? —preguntó Emil, dejando a un lado las fotografías.
Leonek encendió el cigarrillo del abuelo.
—Por supuesto. Las pruebas señalan al padre de la chica —dio una calada y lanzó
una mirada brusca y aterrada al cigarrillo. Se levantó de un salto y lo tiró por la
ventana—. ¡Dios! —parpadeó, recuperándose, y despejó con la mano el humo negro.
Luego volvió—. Es simple: el padre encuentra al joven Hansson abusando de su hija
única, y lo mata. Luego estrangula a la chica, por cólera, por vergüenza, lo que sea.
—¿Y lo ha investigado?
Leonek se sentó otra vez en la cama. El movimiento del colchón encendió chispas
en el vientre cosido de Emil.
—Está en la celda de retención. Todavía no ha confesado nada. Registramos su
casa y una pequeña dacha en el campo que comparten con otra familia. Pero preste
atención: ni una sola hacha.
Emil lo captó de inmediato.
—¿Con el invierno cerca? ¿Ningún hacha?
—Así es —dijo Leonek—. E hileras de leña que me llegaban a la barbilla.
—¿Hay otro novio?
—Nadie conoce a ninguno.
—¿Y la madre?
—Murió. En el cuarenta.
—¿Y los padres del chico?
—Viven en Cisna. Él vive aquí con un tío que lleva tres semanas en Praga por
negocios.
Emil lo consideró. Procuró verlo desde distintos ángulos. Era un simple ejercicio
mental, pero ya era algo. Al fin algo que hacer después de aquellas semanas ocioso.
—¿Ha hablado con los amigos?
Leonek sonrió.
Emil pasó por la jefatura al día siguiente (viernes, primero de octubre). Le costó
mucho bajar las escaleras renqueante y seguir luego por los inseguros adoquines de la
calle principal; no podía caminar más deprisa que un paseo regular, ni alzar las manos
sobre la cabeza. No sabía por qué lo miraban los transeúntes (la camisa le ocultaba
las heridas y había muchos ciudadanos mutilados y tullidos de verdad en la capital
para que mereciera tanta atención un joven pálido que esperaba el autobús). Pero lo
hacían, y, en el autobús, una mujer le ofreció su asiento, que rechazó. Cada sacudida
y cada vuelta le desgarraban. En la oficina, no había más que ver que su figura
cojeando hasta el escritorio. Él era el más joven de la habitación, pero parecía un
jubilado. Leonek se acercó a él.
—No está en condiciones para esto.
—Cambio de paisaje —dijo Emil. Se acomodó ante el escritorio y sacó otra vez
las plumas y la tinta de los bolsillos. Sacó los puros del abuelo que aún no había
encendido y el bloc de notas lleno de garabatos de su caso abandonado. Lo metió
todo en el cajón. Dejó vagar la vista por el escritorio, buscando mensajes telefónicos
de ella, que sabía que no encontraría.
El jefe se plantó en la puerta, vacilante, como si se dispusiera a pedir a Emil que
fuera a hablar con él y se hubiese dado cuenta luego del error. Masculló algo y se
acercó con torpeza. Emil se recostó en la silla y alzó la vista.
—¿Jefe?
Moska buscó en el bolsillo de la chaqueta y dejó el certificado de la Milicia de
Emil en la mesa. Posó el índice izquierdo en él y dijo:
—Esto es suyo, Brod.
Emil miró el dedo del jefe, la cubierta verde satinada y el sello del águila, con la
cabeza ladeada como si intentara pasar algo por alto.
Era evidente que tener allí a un inválido incomodaba al jefe. Pero, a los pocos
minutos, los demás se alegraron de poder disculparse por su aborrecible
comportamiento. El gran Ferenc lo dijo sin ambages cuando llevó a Emil una taza de
café:
—Tengo que disculparme por nuestro comportamiento. Es imperdonable. Sólo
puedo intentar compensar lo anterior.
Su sonrisa cordial y su elocuencia eran insólitas y Emil aceptó el café, anonadado.
Las celdas de detención quedaban debajo, y se llegaba a ellas haciendo una larga
caminata corredor adelante, adentrándose más en el edificio por una puerta sin letrero
y unas escaleras metálicas hasta la oscuridad. La atmósfera era húmeda y apestaba a
sudor. Las bombillas sin pantalla proyectaban una luz fuerte y de contraste. Las
paredes se convirtieron en barrotes de acero, detrás de los cuales, en la penumbra,
Emil vio rostros sepultados en la sombra. Semblantes demacrados, famélicos.
Recordó de nuevo a los refugiados. Leonek parecía verdaderamente regio a su lado.
Cornelius Yoskovich estaba al final, a la derecha; le colgaba la cabeza calva debajo
de los omóplatos. Leonek golpeó el barrote con un nudillo y el hombre alzó
rápidamente la vista y se levantó. Era alto y vestía una camiseta mugrienta, sin
mangas y demasiado corta, que le dejaba el ombligo al aire.
—¿Van a dejar que me marche?
Tenía voz de locutor de radio, de alguien que habla a la multitud.
—Es él —le dijo Leonek a Emil.
Yoskovich se acercó a los barrotes y los agarró. Había empezado a crecerle la
barba y tenía una expresión desesperada.
—¿Dónde está el hacha? —le preguntó Emil.
—Ya se lo dije a ellos —miró a Leonek—. Se lo dije a usted, ¿no es cierto?
—Dígamelo a mí —le dijo Emil.
Yoskovich soltó los barrotes para poder mostrarles las manos abiertas al decir:
—No lo sé. Desapareció. La robaron, supongo.
—¿Cuándo desapareció?
—Ya se lo he contado todo.
Emil se volvió hacia Leonek, despacio, porque el movimiento le daba calambres
en la espina dorsal:
—¿Hay alguna razón para que me dé problemas?
—Yo… —empezó a decir Yoskovich—. No sabía que se había perdido hasta que
llegó la policía. La usé la semana pasada. El sábado. Para cortar leña.
—¿Testigos?
Yoskovich movió la cabeza y susurró:
—Sólo mi Alana.
Emil no había reconocido al principio la expresión de su rostro. Lo hizo entonces.
Leonek, Stefan y Ferenc llevaron a Emil a tomar unas copas. Fue idea de Ferenc,
aunque el hombretón no supo que sólo podía beber agua y algún zumo de fruta hasta
que llegaron al bar. Ni siquiera podía tomar el café que le había llevado Ferenc antes.
El camarero sacó latas de zumo de piña tomadas de un cargamento abandonado de
raciones del ejército estadounidense, según dijo. Material muy caro. Ferenc pidió tres
vasos y Emil lo bebió por amabilidad. Era empalagoso y tenía un sabor metálico del
envase.
—¿Quién lo hizo? —preguntó Stefan. Había encontrado un cuenco de pipas de
calabaza en la barra y metía los dedos en ellas—. Los agujeros, ¿quién fue?
—Nosotros sabemos quién fue —contestó Leonek—. Pero tenemos las manos
atadas.
—Smerdiákov —dijo Emil, asintiendo.
Stefan no se sorprendió.
—Usted le estranguló, después de todo.
—Pero si no lo hice —repuso Emil. Intentó echarse hacia atrás en el taburete,
pero era más doloroso que sentarse erguido, que se le hacía insoportable. Cogió su
lata de zumo y señaló con ella—: ¿Podemos sentarnos allí? Mi espalda.
Se trasladaron a una mesa baja que había junto a la pared de madera astillada y
Emil sacó los cigarros puros del abuelo para compensar la paciencia de sus
compañeros. Leonek desconfió al principio, pero Emil le aseguró que no los había
liado el anciano, que los había comprado. Eran ásperos en la garganta, y se habían
secado después de tanto tiempo, pero eran buenos. Su rincón se llenó de humo
enseguida. Stefan agitó el suyo al retomar el hilo de la conversación:
—¿Qué es lo que ha dicho que no hizo? ¿No estranguló a Smerdiákov?
—Sólo le tiré —dijo Emil, encogiéndose de hombros—. Iba a golpearle, pero sólo
llegué a darle unas bofetadas. Entonces, él…, no sé. Empezó a temblar.
—¿A temblar?
—Se refiere a un ataque —aclaró Ferenc, echando el humo.
Emil pensó en ello.
—Tal vez.
—No conocen ustedes su literatura. —Ferenc se apoyó en la mesa—. Smerdiákov
es el nombre de un personaje de Dostoievski. Un estúpido aquejado de epilepsia. Los
Emil fue solo al cine el fin de semana. Ponían una antigua comedia soviética y
fue a verla para animarse. Creía que al ver las imágenes parpadear en la pantalla
sentiría un poco la emoción que le habían producido una vez aquellos documentales
soviéticos. Pero no pudo concentrarse en las sombras que se movían y hablaban en la
pantalla, en el hombre del bigote ridículo al que se le caía continuamente el
monóculo. Y cuando el público se reía, perdía el hilo del diálogo ruso. Se marchó a la
mitad.
Leonek pasó a recogerle el lunes. En vez de ir directamente a la oficina, fueron al
distrito Sexto y aparcaron delante del instituto recién bautizado «Rosa Luxemburgo».
Emil esperó al volante, con el bastón entre las piernas, mientras Leonek entraba como
si nada. Se quedó mirando por el parabrisas los nubarrones de tormenta que se
acumulaban en el oeste y casi se sobresaltó cuando Leonek abrió de pronto la
portezuela de atrás y ayudó a entrar a una niña de quince años.
—Le presento a Liv Popescu —le dijo Leonek.
Era baja y bonita, de cara redonda y luminosa.
—¿Sabes algo de tu amiga? —le preguntó Emil.
Ella no contestó. Miraba fijamente el exterior, las casas de la calle, el cielo.
—¿Liv? —probó Emil otra vez—. ¿Me lo dices?
—¿Alana? —le preguntó entonces ella y lo miró. Tenía las mejillas tersas y sin
manchas.
—Eso mismo.
Liv se encogió de hombros y miró las nubes.
—Hay alguien por ahí que mata a tus amigos —le dijo Leonek, con voz suave,
procurando claramente calmar a la niña—. ¿Comprendes? Esa persona los mata
después, tal vez vomita encima de ellos y los tira en los matorrales.
Liv Popescu le miró al oírle mencionar vómito.
—Pero el problema —prosiguió él— es que cuando hablamos contigo no hay ni
una pizca de preocupación en tu cara. Nada. Lo cual nos induce a creer… ¿Emil?
¿Qué nos induce a creer?
El pase fue inesperado, pero Emil lo cogió bien.
—Nos induce a creer que tú, Liv, tienes algo que ver con la muerte de tus amigos.
Con la muerte de Alana y de Ion. —Le abrasaba atrozmente el pulmón izquierdo en
aquel ángulo; cada palabra era una pequeña hoguera en su interior—. Que sabes algo
o que hiciste algo. ¿Es eso lo que supone usted, Leon?
Leonek asintió, y colocó un brazo en el asiento detrás de la cabeza de Liv. El
cojín chirrió al acomodarse.
—Supongo que esto tiene algo que ver con Ion Hansson —dijo—. El joven
apuesto con el hacha en el cuello. No ando muy descaminado, ¿verdad, Liv?
Detuvieron a la chica porque no podían hacer otra cosa. En el camino, les contó
que había tirado el hacha al Tisa, que se lo tragaba todo. La juzgó una mujer delgada
de uniforme que parecía orgullosa de los seis tampones que tenía a su disposición.
Estampó PROCESADA en los papeles de Liv y se la entregó a otra mujer, que se la llevó
a las celdas.
Emil paró a Leonek delante de su oficina. Una muchedumbre de policías se
desvió para no tropezar con ellos.
—¿Qué fue aquello? —le preguntó—. Antes, en el coche, se puso… No sé. ¿Qué
pasó?
Leonek le miró ceñudo a los ojos y desvió la vista. Todos los demás del edificio
se ocupaban de sus asuntos.
Dejaron irse al padre. Cornelius seguía tirándose del cuello estirado y moteado,
como si no pudiese respirar. Leonek le hizo subir de las celdas y por el corredor hasta
las anchas puertas principales. Pero en cuanto llegó a los escalones de la entrada,
donde empezaba a llover con fuerza, bajó las manos y sonrió. Inhaló el aire fresco por
la nariz y se volvió a mirar a Leonek y a Emil.
—¿Me pagará la Milicia Popular el viaje a casa en taxi?
—Da las gracias de que no te rompa la crisma, cabrón de mierda.
Emil abrió la puerta y dejaron a Cornelius Yoskovich en medio de la lluvia.
Había dos notas en el escritorio de Emil. Una de Roberto, que le decía que si no
volvía a su departamento de suministros se moriría de pobreza; la segunda estaba
escrita en letra desconocida, era un mensaje de teléfono: una mujer que no había dado
su nombre. Pero reconoció el número. Volvió el papel amarillo del lado en blanco.
Leonek estaba redactando el informe. Emil volvió el papel de nuevo y miró el
número de Lena: parecía electricidad al tacto.
Pidió la extensión a la operadora y enseguida reconoció la voz sureña:
—¿Irma? Soy el inspector Brod. ¿Me ha llamado la camarada Crowder?
—Un momento —susurró Irma, y se fue.
Leonek soltó una maldición rebuscada y arrancó el papel de la máquina de
escribir, lo arrugó y lo tiró a la papelera. Falló. Puso otra hoja.
Emil oyó a lo lejos la voz de ella que gritaba en otra habitación: «¿Pero cómo
sabes que es él?». Y luego sus pisadas, que resonaban en los suelos de mármol
(imaginó la superficie del mármol y el tacón negro y agudo golpeándolo). Luego, una
voz jadeante:
—Emil, ¿es usted de verdad?
—Sí, cam… —empezó a decir él.
Sólo se oía el aliento de ella en el receptor, y el chaparrón en las ventanas de la
oficina. Emil notó la mano sudorosa y se pasó el teléfono a la otra, limpiándose la
palma en una rodilla. Empezó otra vez el tecleo con fuerza.
—Tenemos que hablar —dijo ella al fin—. Vernos. En algún sitio.
—Ya iré.
—¡Aquí no! —Parecía desesperada. Emil se preguntó si habría bebido—. ¿Puede
ir a la plaza de la Victoria?
—Está lloviendo.
A la orilla del distrito Cuarto, justo al este del antiguo centro administrativo, se
había construido la plaza de la Victoria en medio de la destrucción. Las bombas de la
Luftwaffe habían diezmado la orilla septentrional del Tisa y luego las bombas rusas
habían expulsado a los alemanes y reducido los escombros a cenizas. En la
Liberación, era un inmenso vacío, una no ciudad dentro de la capital. Pero el
secretario general Mihai, con el respaldo financiero del camarada presidente Stalin,
tenía otras ideas. Repavimentó las carreteras e inició la construcción. Entrecruzó la
zona con amplios bulevares, cuyos nombres reflejaban los de todas las ciudades bajo
la mirada vigilante del pastor del Imperio: Libertad, Gorki, Octubre, Progreso. Y en
los escombros que habían simbolizado la historia de las irremediables derrotas
militares de la nación, se había construido una inmensa rotonda de cemento alrededor
de la estatua de un hombre y una mujer fuertes, con las mangas remangadas, que
alzaban juntos una antorcha. Le habían puesto el nombre de Victoria.
Mirando entre los limpiaparabrisas espasmódicos, Emil cayó en la cuenta con
cierto temor de que no habían quedado en ninguna esquina concreta. Dejó el coche en
el parque Victoria y caminó vacilante con el bastón por el cemento mojado. No
llevaba paraguas y el sombrero se desbordó rápidamente con las ráfagas de lluvia que
le caían en ángulo agudo en la cara. Una pancarta sacudida por el viento entre dos
postes de la luz proclamaba: UNIÓN INDUSTRIA COLECTIVIZACIÓN: ¡ADELANTE EL
FUTURO!
Avanzó poco a poco por el borde interminable de la rotonda, parándose cuando el
tráfico atronaba delante de él. El bastón salpicaba en los charcos al cruzar cada una
de las ocho calles. Pasó la escalinata de uno de los edificios gubernamentales,
coronada por la escultura de un águila en reposo: la sede del Comité Central, cuya
parte posterior daba al río. Notaba la punzada del aire frío y húmedo en los débiles
pulmones, y estaba sin aliento cuando al fin vio a Lena bajar de un taxi. Ella llevaba
un abrigo moteado de lluvia que parecía recién estrenado. Un sombrero de ala ancha
y unas gafas de sol le ocultaban la cara. Se crispó claramente bajo el paraguas negro
al verle volver a cruzar las calles, luego cruzó ella una para encontrarse antes.
—He venido en coche —jadeó él. Ella le siguió en silencio hacia el aparcamiento.
A pesar de las gafas, Emil sintió la mirada de ella clavada en el bastón y en su figura
renqueante. Le abrió la portezuela y procuró que no se diera en el techo; luego subió
a su lado, echando primero el bastón. Ella se había quitado el sombrero y las gafas.
Cabello brillante con borlas, ojos enrojecidos. Él puso el motor en marcha para
amortiguar el sonido de su fatigosa respiración. El coche se calentó, el interior estaba
viciado.
—¿Qué quiere decirme? —logró preguntar él al fin.
Ella se inclinó de pronto y le dio un beso cálido y ligero en la mejilla. Luego se
Había amainado la lluvia, pero el largo camino que llevaba a la casa de Crowder
estaba salpicado de charcos oscuros y de grandes rodadas. La humedad oscurecía el
paso empedrado y el bastón de Emil golpeteaba en él. Oía trinos de pájaros, pero no
podía verlos en los árboles bajos que rodeaban la casa. Ella iba delante, y él sólo
podía pensar en lo que había soñado con ella mientras estuvo en el hospital.
—Creo que va a tener que hablarme de ese bastón, ¿sabe?
—Lo mismo pensaba.
Ella empujó la puerta, que se abrió sin más. Se quedó mirando. Cuando centró la
mirada, recobró el aliento y entró rápidamente. Él la siguió, cojeando apresurado.
Irma yacía al pie de la escalera con los brazos inertes a los costados y las mejillas
hinchadas, intentando respirar por la nariz aplastada. Parpadeó tras los mechones de
pelo manchados de sangre y apenas la oyeron susurrar cuando Lena le alzó la cabeza
y la apoyó en su regazo:
—Él sigue aquí.
Y entonces lo oyeron: el estampido de un motor fuera, un zumbido fuerte, las
ruedas girando en el barro.
Emil actuó lo más rápido posible, saltando los peldaños, ignorando el dolor, y vio
un coche azul pequeño (no le resultaba familiar la marca) salpicando barro disparado
por el camino, bamboleándose sobre bultos y charcos hacia la carretera. Emil tiró el
bastón y echó a correr. El dolor le desgarraba el interior, pero procuró ignorarlo. El
coche derrapó, pero volvió a su posición. Emil acortó la distancia, el motor le
zumbaba en los oídos. Era un vehículo azul oscuro, sin placa de matrícula. Estaba tan
cerca que le salpicó el barro en la cara cuando los neumáticos siguieron hacia delante.
Sintió el dolor de nuevo, una punzada en el pecho que le asfixiaba. Abrió la boca,
pero sólo respiró barro. Casi podía tocar el guardabarros. Luego ya no. Tenía algo en
el pecho que le impedía respirar. Vio el coche que se perdía a lo lejos y torcía hacia la
carretera principal; se le nubló la vista. Cayó al suelo, jadeante, no podía moverse, los
pulmones eran dos bolsas vacías que le palpitaban en el interior del pecho con
cicatrices de bala.
En el coche, Emil confesó al fin sus heridas de bala. Unas palabras sólo, nada
más. Lena estaba a su lado, y sus sentimientos afloraron en el acto a su semblante.
Era agradable ver la honda preocupación, que logró controlar diciendo:
—¡Jesús, Emil! Por poco se muere.
Él se encogió de hombros, e incluso el leve movimiento le dolió.
Le dieron tres puntos para volver a cerrarle la herida, y a Irma le dieron una cama
privada gracias al sustancioso soborno a la enfermera jefe. Emil llevó a Lena al piso
de los Brod. No hablaron en todo el camino, pero el silencio era cómodo y agradable.
A pesar del bastón, Emil pudo llevar el maletín de cuero de ella y lo dejó junto a la
puerta al entrar.
—Se quedará aquí unos días, tal vez —le dijo Emil a su abuelo, que sonreía en su
silla, humedeciendo un cigarro puro apagado.
Lena procuró disimular su disgusto al ver el pobre hogar. La abuela no había
llegado todavía.
—¿Una novia? —preguntó el abuelo mientras Lena se lavaba en el baño.
—Una viuda —dijo Emil—. Un caso.
—Vaya viuda —dijo el abuelo y volvió a mecerse el cigarro en la boca—. Tú
tienes un aspecto fatal.
Emil manchaba todo lo que tocaba.
—Intenté alcanzar un coche.
—¿Un automóvil?
Emil asintió.
—Eres tonto de remate, no tiene otra explicación.
Cuando Lena salió del cuarto de baño, su disgusto había dado paso a un
optimismo que Emil advirtió en su porte y en su sonrisa, como si hubiese decidido
que aquello sería una aventura en vez de un sacrificio.
—¿Hay algo para beber? —preguntó sin dirigirse a nadie en concreto.
—He aquí una chica de las que me gustan —dijo el abuelo, que se levantó de la
silla con un resoplido y se acercó al mueble bar.
El agua del baño tardó una hora en calentarse y cuando Emil salió, magullado
pero limpio, seco y mudado, la abuela ya había vuelto y había preparado la cena.
Miraba sobre el plato a Lena. Y cuando habló, su voz estaba cargada de admiración:
—¿Quién más vive allí? Cerca de ti.
Tanto Lena como el abuelo estaban achispados. Ella sonrió maliciosamente a su
compañero de bebida antes de contestar.
—Nadie, en realidad nadie. Un montón de pelmazos. —Se atragantó con más col,
Emil dormía en el sofá. Mejor dicho, intentaba dormir. Era difícil conciliar el
sueño sabiendo que ella estaba a dos metros, en su cama. Se sentía trastornado y
excitado, y tuvo que retirar la sábana; estaba sudando. Le dolía todo. No podría hacer
nada si se acercaba a ella. No en aquel estado. Se sentó en el balcón y contempló a
una mujer solitaria junto a los caños de la plaza. Un perro daba vueltas a su alrededor,
olisqueando el suelo.
Chantaje. Era lo único que tenía sentido. Janos Crowder había chantajeado a
Jerzy Michalec con algo que podía ocultarse en un libro: un documento, o una
fotografía como las que había encontrado él. Aleksander Tudor se había involucrado
en el asunto en algún momento. Y había también un alemán que trabajaba con
Michalec. Tal vez fuese él quien hacía la entrega, el que llevaba las cajas de dinero a
casa de Janos. Pero, en determinado momento, Michalec había decidido que no
seguiría pagando y, en vez de hacerlo, liquidó a Janos.
Un cubo estaba ya lleno, y la mujer lo dejó con un golpe fuerte en los adoquines y
empezó a llenar el otro.
Emil intentó pensar detenidamente lo que iba a hacer. Había alternativas
racionales. Poner a Lena bajo custodia para protegerla o que se quedara allí. Presentar
una denuncia contra el agresor alemán; tenía una fotografía del individuo, después de
todo. Podía pedir ayuda a los otros inspectores, o incluso consejo. Ellos contaban con
decenios de experiencia entre todos.
El perro seguía dando vueltas cada vez más cerca, olfateando comida en la falda
de la mujer. Lena estaba acostada en la cama de Emil. Él olvidó las soluciones
racionales. Aún no confiaba en los inspectores de Homicidios, por muchos pasteles y
cafés que le regalaran. Eso llevaría mucho tiempo. Podría consultar con ellos. Nada
más.
Los perros empezaron a ladrar pocas calles más abajo en un coro irregular, y el
El bar quedaba a pocas calles, oculto bajo una oficina de correos de entreguerras,
de fachada plana, y se entraba por una puerta escondida en la acera. A pesar de lo
temprano que era, estaba lleno de agentes de la ley. Emil vio jueces y fiscales e
incluso elegantes miembros de seguridad del Estado, que parecían mucho más
distinguidos y arreglados que el célebre pero descuidado inspector de seguridad de su
departamento. Aquél era el bar más grande que había visto Emil, y tenía los
El abuelo abrió la puerta antes de que Emil tocara el pomo. Parecía confuso.
—Una llamada —dijo afligido—. Sí.
—¿Ha llamado alguien?
Emil oyó golpes en el interior. El abuelo pasó del desconcierto a la vergüenza.
—¿Cómo iba a saberlo yo?
Lena estaba en el dormitorio, echando la ropa en la maleta. Se detuvo sólo para
gritar:
—¡Su abuelo ha estado anunciándome!
El abuelo arrastraba los pies por la sala, encogiéndose de hombros con aire
desvalido. Se detuvo y le dijo a Emil:
—¿Cómo iba a saberlo yo? El hombre preguntó: «¿Está Lena Crowder en su
casa?». ¿Qué iba a hacer yo?
—¡Mentir! —gritó Lena, cerrando la maleta de golpe.
Emil alzó las manos como si fueran a atender su petición de calma. Lena abrió las
sábanas buscando algo, furiosa. La abuela salió de su dormitorio con un puñado de
bufandas de colores grisáceos apagados. Se los enseñó a Lena, preguntándole:
—¿Servirán éstos?
—Ha sido usted muy amable, señora Brod —le dijo Lena, bajando la voz una
octava.
—Camarada Brod para usted —le advirtió el abuelo.
—No reconocería usted a un camarada aunque empujara Das Kapital…
—¡Yo estuve en Moscú!
—Vamos —dijo Emil a sus abuelos, echándoles los brazos por los hombros y
acompañándolos a su dormitorio donde ambos le miraron inquisitivamente.
—Esperad aquí —les dijo, y cerró la puerta. Se agachó a recoger el bastón y
volvió a su dormitorio. Lena se levantó de la cama con los brazos cruzados. Llevaba
un traje de chaqueta ceñida y amplias solapas color mostaza. Él se sentó en un sillón
desvencijado resoplando. La cerveza le había sentado muy mal.
—Me marcho, inspector Brod. No me lo impedirá.
—No quiero impedírselo —dijo él—. ¿Tiene un cigarrillo?
Lena sacó la cajetilla, pero no tenía cerillas y fue a buscarlas a la cocina. Él se
preguntó mientras tanto a quién conocía en la ciudad que pudiera acoger a Lena;
cualquiera podría pensar en Leonek como posibilidad. Pero conocía a muy poca
gente: la soledad nunca había sido un problema antes. No sabía si podía confiar en las
pocas personas que se le ocurrieron: Filia, tal vez, y su marido soldado.
Lena se agachó junto a las rodillas de él, encendió un cigarrillo y se lo pasó. Emil
dio una calada y miró la caja que tenía ella en la mano: americana.
—Nos vamos los dos de la ciudad.
El andén estaba lleno de campesinos que habían vendido pronto sus hortalizas y
se disponían a empezar a beber. Olían a sudor y a carne podrida. Llevaban en la mano
botellas de leche llenas de licores caseros que apartaron cuando Lena pasó entre ellos.
Emil llevaba la maleta de ella sin problema y la ayudó a subir al tren. Individuos con
chaquetas de tonos ocres llenaban de humo el reducido espacio, y, en el
compartimento menos lleno que encontraron, una madre y su hijo roncaban
acurrucados junto a la ventanilla. Emil colocó las maletas en la rejilla y se sentó junto
a la cortina de la puerta. Observó a Lena arreglarse las medias debajo de la falda y
sacar luego un espejito del bolso y mirarse.
El revisor pitó en el andén. Notaron que soltaban los frenos, el avance y el
retroceso, y luego el chirrido del tren que avanzaba hacia el sur.
—Ruscova —le dijo él.
—¿Cómo?
Emil procuró no levantar la voz, que apenas se oía con las risas del pasillo y el
ruido de las máquinas.
—Queda cerca de la frontera rumana.
Ella cerró el espejo con un chasquido.
—Es su pueblo natal, ¿no?
Emil asintió y dijo:
Lena dormitó un rato y Emil encontró una postura relativamente cómoda y posó
la mirada. Las colinas se fueron oscureciendo a medida que el sol bajo alargaba sus
sombras, y después de que pararan en Béréhové y lo dejaran atrás, ella abrió los ojos
y sonrió soñolienta.
—¿De verdad todo esto es por el pequeño Janos?
—Dígamelo usted —contestó él, abriendo los ojos.
Ella se limpió la cara con fuerza suficiente para estirarse los párpados sobre las
cuencas oculares.
—No hay nada que decir, camarada inspector. Se lo aseguro —se le escapó un
pequeño bostezo—. Janos me abandona, luego regresa. Entonces se muere. Tómelo
como una advertencia. —Le hizo un guiño.
Emil sonrió.
—¿Qué hacía para ganar dinero? Aparte de escribir canciones.
—No sé lo que hacía para ganar dinero. —Se puso a juguetear con el dobladillo
de la falda.
—¿No se lo preguntó nunca?
Llegaron a Sighet, la capital de la provincia, a las ocho pasadas. Las siete horas
de tren casi habían matado a Emil. Fuera de la estación, se movía adelante y atrás y se
retorcía con cuidado, apretándose con una mano los riñones doloridos y con la otra el
estómago cosido.
En la Academia se decía que lo último que debe hacer un inspector es confesar
debilidad a la víctima. Eso acabaría con la seguridad de la víctima en el sistema
administrativo en general. Y en una democracia popular, la fe era el único poder que
impedía que el orden se convirtiera en anarquía. El profesor que había explicado todo
esto hablaba con un acento ruso cerrado, que destrozaba palabras como fe y colapso.
A todos los estudiantes les parecía divertido; y lo fue, un tiempo.
Lena no tenía fe en los órganos de la justicia gubernamental y Emil no sabía en
qué tenía fe ella, así que no había nada que ocultar. Ella le observó inclinarse y
retorcerse y apretó la bolsa. A los pocos minutos, pidió a un campesino que les
llevara al centro de la ciudad y ayudó a Emil a subir al carro sin hacer comentarios.
Tomaron tortillas en el café de un hotel, y mientras ella estaba en el cuarto de
baño, él se acercó a una mesa que ocupaban tres campesinos, que clavaron la mirada
en sus copas y guardaron silencio. Pero captaron el acento local ligeramente afectado
en cuanto les preguntó cómo llegar a Ruscova, y sonrieron de oreja a oreja. Uno
propuso que los llevara un amigo personal y otro le interrumpió, afirmando que el
mencionado amigo estaba borracho. Señaló la ventana y le dijo que tomara el tren;
pero el tercer campesino le recordó que los trenes no iban a Ruscova. El primero
confesó al fin que no conocía Ruscova. Emil dijo que era un pueblo pequeño. El
tercero le dijo al primero que era idiota, porque Bogdan vivía en Ruscova. El segundo
dijo entonces que había un autobús hasta Viseu de Sus que hacía una parada al final
de la larga carretera rural que llevaba a Ruscova.
—¿Pero la señora también va? —preguntó el primero moviendo la cabeza—. No
puede pedirle que recorra a pie esa carretera.
Todos asintieron solemnemente.
—El autobús ya ha salido, de todos modos —dijo el segundo.
—Hable con Bogdan —dijo el tercero, apurando el cigarrillo y mirando a Lena,
que volvía con el bolso bajo el brazo. Todos estaban mirando. Lena se sentó a su
mesa, muy serena y segura de sí misma, sin buscar a Emil con la mirada. De piel
blanca. Inmaculada.
El carro de Bodgan, tirado por una mula torda enorme, con borlas rojas colgadas
de las orejas, estaba delante de un bar húngaro al otro lado del parque. Bogdan se
concentraba en tapar la carga de patatas con arpillera. Su rostro afilado observó a
Bogdan los dejó a la puerta del único bar del pueblo —en realidad, la habitación
sobrante iluminada con velas de una viuda del lugar—, y Emil le obligó a aceptar
unas coronas por las molestias. Fue un forcejeo largo, pero al final ganó Emil. Lena
vacilaba detrás, mirando inquieta las casitas de madera rodeadas de viejas cercas, y a
los pocos aldeanos que pasaban, cargados con costales y baldes.
Emil no conocía a la viuda que les sirvió el té. Se quedó plantada junto a la pared
con los brazos cruzados y la mirada fija, a la luz parpadeante. Lo mismo hacían dos
individuos rechonchos que bebían despacio sin soltar los vasos. Lena tomó el té a
sorbos. Era evidente que se sentía incómoda.
—Señora —dijo Emil en voz alta. Todos alzaron la vista—. ¿Conoce usted a Irina
Kula? La estoy buscando.
—¡Pues claro que la conozco! —contestó la viuda, mirándole muy ceñuda—.
¿Quién es usted?
—De la capital —terció el campesino de bigote.
—Soy Emil Brod.
Se levantó entonces el segundo campesino, de cara tersa, que a Emil le resultaba
familiar.
—¡El hijo de Valentin Brod!
Los demás miraron al campesino risueño y luego a Emil. La viuda se echó a reír.
Eran las tres de la tarde cuando Emil pasó por el banco estatal, cobró el
exorbitante cheque de Lena y se fue a la jefatura. Stefan y el corpulento Ferenc se
disponían a salir, pero se detuvieron al verle llegar con el bastón repiqueteante.
Leonek se incorporó en el asiento, espabilándose.
—¡Brod! ¿Y qué?
Emil se acercó a Brano Sev, que cerró el cajón del archivador al verle llegar. Emil
Respetuosamente,
Emil sintió las arcadas e hizo señas a la azafata, que le llevó un vaso de papel con
agua tibia. Se lo acercó a los labios y le susurró algo, pero el zumbido de los motores
le impidió oírlo.
Luego la cabina se quedó helada. La azafata repartió mantas a los viajeros que no
El Hotel Varsovia era uno de los pocos lugares cómodos de la zona soviética. La
mitad de los edificios de la calle eran esqueletos de escombros. Emil había visto
aquellos destrozos desde el tren en Polonia y en Checoslovaquia, cuando regresó de
Helsinki. Edificios altos aplastados hasta que te llegaban a la nariz. Se preguntó
cuánto espacio ocuparía la capital si le extrajeran todo el aire. El hogar es siempre
más pequeño de lo que creemos.
El Hotel Varsovia solía estar siempre lleno, pero cuando Emil puso en práctica su
alemán con el recepcionista taciturno, supo que había una habitación fría y pequeña
(lo justo para la cama y un lavabo) que habían limpiado hacía poco. La cabeza le
quedaba junto al paño de la ventana, por la que llegaba el murmullo de los motores.
Parecía el zumbido de moscas, y lamentó no haberse llevado la botella de aguardiente
de ciruelas para dormirse. Ojalá tuviera un estómago que admitiera tanto licor. Ojalá
Emil tardó bastante en reconocerlos, tal vez una hora. Prestaba mucha atención a
los rostros de la gente desde que había llegado. Demasiada, quizá. Y no había
advertido nada. Cuando le miraban a los ojos, hacía una breve pausa para echarles un
vistazo, o se paraba de vez en cuando a mirar alrededor, haciéndose el turista perdido.
Luego, mientras miraba el escaparate de una tienda con tejidos de diez colores, se fijó
en un individuo que se detenía junto a un escaparate de ropa infantil. Sombrero de
fieltro bajo. Abrigo de cuero.
No podía estar seguro, así que cruzó la calle hasta la otra acera, dobló la esquina y
esperó en el portal ennegrecido de un restaurante bombardeado. Le vio aparecer
enseguida, con las manos en el abrigo y seguido por un compañero. Sombrero de
fieltro, abrigo de cuero y, como distintivo, gafas graduadas de cristal grueso. Ambos
tenían el semblante serio y sereno.
De la policía secreta rusa. Ministerio de Interior. Le estaban esperando.
Los chiquillos se habían esforzado bastante en limpiar las escaleras, así que Emil
dejó caer unas monedas en la mano mugrienta del mayor y le habló bastante alto para
que lo oyeran los demás:
—Repártelo, camarada. Diriges tu propio soviet.
Konrad puso cara de asco al oírlo.
Volvieron caminando a la ciudad en silencio. Emil empezaba a comprender hasta
qué punto había traicionado Janos a su amigo y amante ocasional. Para recoger
material de chantaje, había enviado a Konrad a una investigación que podría haberle
resultado fatal. Y Konrad, estúpido por amor, no podía darse cuenta. Recordó a Lena:
«Las mujeres se vuelven estúpidas por los hombres con quienes se casan, es un
hecho». No sólo las mujeres. A su alrededor, un par de nuevos edificios estaban
cercados por los esqueletos de las casas viejas y de algunas que no habían sufrido
daños. Pasaron por muchos mercados negros, y Konrad se detuvo lo suficiente para
considerar algunos zapatos usados.
—Me estremece pensar dónde los conseguirán —masculló. Luego compró un
cartón de Lucky Strike. Conocía a la mitad de los viejos que andaban por allí
abriéndose las trincheras como exhibicionistas. Los soldados rusos montaban guardia
en las orillas, cobrando a los vendedores por el derecho a vender y empeñando las
raciones y las municiones excedentes. Emil usaba el bastón para mantenerse en pie.
—¿Cuánto tiempo lleva en Berlín? —le preguntó Konrad cuando salieron de la
plaza.
—Desde anoche.
—Ha sido una suerte asombrosa que me encontrara tan pronto, ¿no le parece?
El club Die Letze Katze quedaba en una manzana de edificios llena de agujeros, y
Konrad usó una de las diez llaves de un llavero para abrir la puerta del sótano. Había
otras dos cerraduras en la puerta interior de acero. El local olía a licor avinagrado.
Konrad usó una llave para abrir su oficina —no más que un armario, una mesa con un
teléfono, hojas de papel y fotografías pegadas a un espejo que producía el efecto de
espacio—, y otra llave en la licorera de detrás del mostrador. Emil subió a un taburete
y gruñó. Konrad llenó dos vasos de agua tónica y alzó el suyo.
—Por Janos.
Emil bebió. Se le pegó a la lengua.
Konrad señaló con un gesto el bastón, apoyado en el taburete contiguo.
—¿Qué le pasó?
—Balazos.
—¿La guerra?
—En mi país. Hace poco.
—¿Nada relacionado con Janos?
Emil se encogió de hombros.
El local era estrecho y alargado, muy parecido a las bodegas de Helsinki, donde
los lúgubres obreros fumaban en cadena, peleaban y rompían botellas. Al fondo había
un pequeño escenario enmarcado por cortinas de satén barato atadas con cordones
Emil siguió la parte exterior de la valla, caminando renqueante bajo una llovizna
oscura y fría. Estaba completamente helado. Llevaba una chaqueta fina, materiales de
obrero, que diría el uzbeko; se levantó viento, que le voló el sombrero abollado, y
tuvo que correr detrás de él a trompicones. Llegó al otro lado del complejo del
aeropuerto, desde donde se veía la actividad del interior del paréntesis. Había algunos
niños delante que miraban aterrizar un avión: una silueta oscura, perfilada por las
Las instrucciones que había garabateado Birgit eran impecables. Llevaron a Emil
siguiendo el oscuro arco del edificio, donde los aviones del otro lado quedaban
silenciados por el ladrillo. Tenía que saltarse la primera puerta, que estaba cerrada
con llave, y seguir hasta la segunda, que se había roto hacía dos meses y aún no la
habían arreglado. Y, efectivamente, donde tenía que estar la cerradura había un
agujero perfecto en la puerta. Emil metió en él dos dedos y empujó.
El generador mantenía una luz lateral encendida que apenas iluminaba los muros
de hormigón, y Emil tenía que pararse a cada poco y asegurarse de que el camino
estaba despejado. Birgit le había dicho que buscara las escaleras y había marcado en
el plano dónde podía localizarlas. Estaban completamente a oscuras, y tuvo que
abrirse paso a tientas. Después del ruido del exterior, sus pisadas resonaban allí en el
silencio como las de un elefante.
Primer nivel subterráneo. Luego el segundo. El tercero. Cruzó la puerta.
El corredor estaba iluminado por un único fluorescente y, al fondo, se veía luz
debajo de la puerta de un despacho. Emil esperó, sudoroso. Le hacía ruidos el
estómago. Aguzó el oído. No se oía nada.
Se acercó sigilosamente a la puerta y esperó. No se oía nada. Giró el pomo
despacio, oyó el chasquido del mecanismo y esperó de nuevo. Se suponía que la
puerta no estaría abierta. Birgit le había dicho que tendría que romper la cerradura.
Pero seguía sin oír nada. Empujó la puerta y se abrió.
Era una oficina grande, que más parecía un pequeño almacén, lleno de cajas de
embalaje en diversos estados: rotas, cortadas, agujereadas, llenas de manchas de
humedad. Emil localizó en casi todas el pequeño sello rojo de alas planas a ambos
lados de una esvástica con un círculo alrededor. Algunas estaban abiertas en el suelo
y se veían los expedientes que contenían, y más expedientes cubrían la mesa plomiza
que ocupaba el centro de la estancia, con una lámpara encendida. La silla estaba
vacía, salvo por una manta del ejército gris arrugada.
Emil oyó un ruido. El de una puerta al cerrarse.
Retrocedió con dificultad y se escondió entre las torres de cajas, raspando la
chaqueta (al parecer fuerte) en el cartón al agacharse para esperar.
Entró un individuo delgado, que se secó los ojos, empujando las gafas de montura
metálica sobre la nariz roja.
El teniente Harry en persona. El estómago burbujeante de Emil amenazaba con
estallar.
Harry Mazur se acercó al escritorio, cerró algunas carpetas y las dejó caer en los
chirriantes cajones de la mesa. Tosió, cubriéndose la boca con una mano delgada,
inspiró por la nariz y eructó. Emil se fijó en su semblante demacrado, muy pálido. El
despacho no tenía ventanas, era subterráneo, y supuso que el historiador no había
No sabía por dónde empezar. Las instrucciones de Birgit sólo eran para llegar allí.
Un necio cogería las cajas, una por una, y revisaría todas las carpetas, buscando
Michalec, Smerdiákov o Graz. Pero había cajas por todas partes, apiladas en grupos
de pequeñas torres, y llevaría semanas hacerlo, meses, en realidad. Emil comprobó
que habían trasladado más o menos un tercio de las cajas a la parte delantera de la
habitación, junto al escritorio. Unas cien, quizá, bien ordenadas. Las habían marcado
con una equis sobre la esvástica, con un número al lado. La que le quedaba más cerca
tenía el número 0087. Emil supuso que aquéllas eran las cajas que habían pasado el
proceso de catalogación de Mazur.
Registró el escritorio.
Junto a los dossieres sueltos llenos de informes escritos en alemán, había un
cuaderno grueso de tapa dura. En su interior, el papel cuadriculado estaba lleno de
columnas de números y escritura inglesa. Emil no entendía una palabra. Mazur había
escrito DOCUMENTOS en la cubierta.
Emil sabía que lo que buscaba estaba allí. Había columnas de descripciones, cada
una seguida de un número, seguramente de cada caja. Llegó a la conclusión de que
Janos Crowder sólo podría haber encontrado la prueba que buscaba revisando
aquellas cajas y aquella lista. Examinó rápidamente las hojas, pasando el dedo por las
listas en busca de algo familiar. Pero, aparte de alguna que otra palabra suelta, no
reconocía nada.
Encontró unas hojas en inglés que estaban duplicadas en alemán: un informe del
teniente Harry Mazur sobre la historia de los expedientes, pero ni siquiera indicaba el
contenido de las cajas. Explicaba que los documentos procedían de dos sitios: una
escuela de Múnich y un almacén del norte de Berlín que había sido incendiado por
los soldados en retirada y salvado luego por el Ejército Rojo (Emil vio que muchas
cajas tenían manchas de agua y la tinta corrida). Casi todos los documentos de
Múnich procedían de un almacén de Oranienburg. Cuando lo bombardearon, habían
La primera caja estaba llena de registros de los envíos de petróleo desde Ploieşti
(Rumania), y listas del consumo de gas en cinco ciudades del Reich entre 1942 y
1944. En el punto álgido de la guerra, la medición y valoración habían continuado.
Había cartas de un coronel de Francia pidiendo raciones extra de petróleo para los
camiones que transportaban cargamentos de queso de Claqueret desde Lyon a París.
Emil rescató la caja siguiente y se sentó a la mesa; y cuando iba por la tercera,
sintió un escalofrío y se echó por los hombros la manta gris del ejército.
Había cajas de informes de agua, y otras con los movimientos de las tropas. Había
informes sobre las cosechas de trigo austríacas y predicciones sobre la actividad
económica en Checoslovaquia.
Emil casi se queda dormido después de la novena caja, pero caminó cojeando de
un lado a otro de la estancia varias veces, rápidamente, para despejarse, y luego
volvió a la caja sobre las actividades del estraperlo holandés.
Emil suponía que era tarde, o temprano. Pero allí abajo no oía nada, ni siquiera
los aviones. Que él supiera, había una guerra en marcha allá arriba.
Ojeó las cajas que contenían informes sobre cargamentos de cereales
programados para las fuerzas en retirada de ambos frentes y vio que los tonelajes
disminuían progresivamente. Había oído las historias que contaban los hombres del
barco foquero sobre los soldados alemanes hambrientos que asaltaban los hogares
enloquecidos. Y otras historias menos verificables hablaban de soldados que se
comían unos a otros. El único alemán de la tripulación del pesquero, un bávaro de
piel sonrosada que se llamaba Jos, se sumía en el silencio siempre que sacaban a
colación aquellas historias. Nadie le azuzó, ni siquiera el búlgaro. Sabían que había
visto su futuro y que era barrotes de hierro y muros.
Una caja con manchas de humedad contenía informes arrugados sobre las
condecoraciones concedidas. Listas de hombres que habían recibido la cruz de hierro
póstumamente, y de quienes habían matado a tantos aliados que sus listas de premios
ocupaban varias hojas. Había informes sobre valerosos soldados del Reich, y casi
todas las recomendaciones correspondían a los últimos meses de la guerra. Los
soldados eran cada vez más jóvenes, hasta que eran sólo niños con fusiles y palos en
formación alrededor de Berlín: la milicia. Tres cuartas partes eran recomendaciones
póstumas. La medalla Luftschutz, cruces del mérito de guerra, algunas medallas para
los artífices de la fallida defensa del día D en la Línea Sigfrido, y numerosas medallas
Subió los tres tramos de escaleras a oscuras hasta los corredores, y salió a las
sombras. Todavía era de noche, pero faltaba poco para que amaneciera. Lo sabía por
la mayor actividad: figuras que corrían a lo lejos, obreros y soldados, cambio de
turnos. Siguió la curva del muro hasta la esquina, donde el ruido de los aviones
alcanzaba la máxima intensidad. Al otro lado de la pista, donde los niños y él habían
entrado en la base, dos soldados americanos examinaban la alambrada. Uno se
arrodillaba junto al agujero, arreglándolo con unos alicates, mientras el otro
permaneció con el pequeño vestido de cuero. El niño lloraba y agitaba los brazos,
contándole al soldado todo lo que sabía del agujero de la alambrada. Y sin duda
también del hombre del bastón, los malos cigarrillos y acento eslavo que había
entrado por él. El soldado se acercó a la cara un aparato emisor-receptor y empezó a
hablar.
Emil volvió casi corriendo, siguiendo el perímetro del aeropuerto; al menos se
alegraba de no haberse llevado toda la carpeta. Era imprescindible la ligereza.
Velocidad. Le torturaban los nudos del estómago, pero venció el dolor. Se deslizó el
bastón en la pernera del pantalón hasta que le llegó al tobillo. Así parecía lisiado y
torpe, aunque en aquella ciudad todos lo estaban.
Más adelante, una multitud de obreros blancos, cubiertos de harina, cansados y
abatidos, se acercaban a la verja principal mascullando, a unos veinte metros de
distancia. Emil no sabía si funcionaría, y el dolor de estómago se estaba haciendo
insoportable. Necesitaba echarse. Necesitaba dormir.
Caminó todo lo rápido que le permitía la pierna rígida y se unió a los hombres.
Esperó detrás, por si eran los de antes y le reconocían. Se metió las manos en los
bolsillos para ocultar su temblor.
Unos soldados americanos que fumaban apostados junto a la verja miraban los
documentos de los hombres que hacían cola para entrar.
No le reconoció nadie. Los trabajadores estaban demasiado cansados para fijarse
en quién los seguía; y los guardias, demasiado ocupados con los que llegaban. No les
preocupaba quién salía de Tempelhof.
Más conjeturas. Vagos recuerdos. Apareció al final de Unter den Linden, pero
Emil no veía lo alto de la puerta de Brandeburgo porque los veloces camiones de
reparto llenaban la amplia avenida. La ciudad seguía igual que ayer y que anteayer.
Como si no se hubiese desmoronado todo en la vida de Emil. Después de unas
cuantas calles más estaba bastante despejado para encontrar El Último Gato. El bar
estaba cerrado. El reloj del taxi marcaba poco más de las doce.
Aparcó y abrió las ventanillas para que saliera el hedor. Le temblaban las manos,
los pies, la cara… todo. Cuando cerraba los ojos veía los cadáveres.
Unas mujeres con cochecitos se fijaron en él. Exclamaron algo asombradas y
enseguida miraron para otro lado. Apretaron el paso. Vio a más mujeres, madres,
abuelas e hijas. Todas las caras le recordaban la misma cara. Caras afectadas, caras
que habían perdido la juventud. Una abuela con el pelo recogido detrás en una trenza
le preguntó si necesitaba un poco de comida. A Emil le pareció que hablaba tan
deprisa que le costaba entenderla, y cuando comprendió, no consiguió mover los
labios lo bastante deprisa: «Gracias, no, gracias, estoy esperando a un amigo. Estaré
bien».
El camarero llegó hacia las tres. Grandote y fornido, campesino de pura cepa.
Limpió la barra y cambió los corchos de las botellas por pitorros para servir mejor las
bebidas. Tenía el mismo aire que los obreros que aparecían en los carteles (fuerte,
soviético) con la camisa pulcramente remangada y una llave inglesa en las manos,
labrando el futuro mediante ferrocarriles, embalses y puentes. O que el obrero de la
Plaza de la Victoria, que comparte una antorcha de piedra que no ilumina nada.
Konrad se sentó frente a Emil y empezó a hablar. Era una especie de nerviosismo.
No sabía qué decir, así que se tocó la nariz partida y comentó la limpieza obsesiva del
camarero. Nunca había visto a nadie igual. Era el último refugio de urbanidad que le
queda al gran hombre. Deslizó su vaso hacia Emil y le dijo sonriendo:
—Lo necesita más que yo.
—¿Y qué me dice de Janos?
—¿Qué pasa con él?
Tal vez fuese la bebida, o la desesperanza, o la brutal combinación de ambas, pero
lo cierto era que Emil se sintió de pronto muy seguro de sí mismo.
—Janos le dijo a usted que Smerdiákov, Graz, era amigo suyo. No me creo que
Janos le mintiera sobre él. Tal vez lo hiciese al principio, pero no podría haber
mantenido el engaño.
—¿Y por qué no, querido camarada inspector?
Konrad tenía las manos abiertas sobre la mesa, a ambos lados de su vaso.
—Porque Janos estaba enamorado de usted.
Podría haber sido cierto, aunque Emil no tenía medio de saberlo.
Él sólo sabía que el alemán le ocultaba algo y que la adulación era la única forma
de sacarlo a la luz.
Konrad dio un suspiro lento y prolongado, inclinándose hacia la mesa. Se encogió
de hombros y dijo:
—Claro que Janos me amaba. Es un hecho conocido. Y sí, inteligente eslavo,
Janos no podía mentirme mucho tiempo. Yo podía leer en él como en un libro abierto.
En cuanto llegó a Berlín y se plantó delante de mí, no tuvo más remedio que soltar
toda la historia.
Era lo que había supuesto Emil. Janos asistió a una fiesta en casa de Michalec,
acompañado por Lena. El pasado húngaro que compartían los hizo amigos en una
noche, y se hicieron inseparables. Entonces apareció el Oberst. Estaba borracho y
preguntó a Michalec en húngaro a voces cuánto había costado todo aquello. Sólo
entendieron la pregunta Janos y otros dos, y a Janos le horrorizó la furiosa reacción
de Michalec.
—Agarró a aquel borracho del cuello y lo arrojó, literalmente, al jardín. Gritando
sin parar: «¿Qué estás haciendo tú en mi casa?». Pero el alemán —un borracho feliz
El club estaba lleno. Había individuos de punta en blanco y algunas mujeres que
reían los chistes, y, en un rincón, en un pequeño escenario, unos cuantos hombres,
ataviados con pelucas y ropa femenina, se preparaban para un espectáculo. Emil
recordó las ligas negras del apartamento de Janos (hacía tanto tiempo) y comprendió
que probablemente fuesen suyas. Retumbaba en la máquina de discos la música de
cabaré, sonidos metálicos que forzaban los viejos altavoces, y el humo llenaba la sala.
Emil estaba rodeado de cuellos de piel y sombreros elegantes. El propio desaliño era
penoso y evidente. Sabía que le observaban, aunque sus miradas nunca se
encontraron con la suya. Era lo mismo que habían hecho los inspectores de
Konrad se apartó lloriqueando en voz baja. Emil necesitó ayuda para levantarse,
pero, una vez de pie, se defendía muy bien. Ya en la calle, preguntó:
—¿Y mi bastón?
Y el ruso asintió mirando a un adolescente despeinado que estaba junto a un
enorme Mercedes Grosser. El chico corrió al club. El ruso apoyó una mano en la
cabeza a Emil para que no se golpeara en el marco de la ventana al subir al asiento de
atrás. Emil vio en el interior a un individuo rechoncho de amplia sonrisa —sí, era el
que había esquivado en la calleja—, y se sentó entre ambos.
Al volante iba el taxista manco que les había llevado al burócrata y a él desde el
aeropuerto. Se miraron un momento en el retrovisor, pero Emil no vio ningún indicio
de reconocimiento en la mirada del conductor.
El adolescente reapareció con el bastón de Emil y subió de un salto al lado del
taxista. Encendió un cigarrillo cuando el coche arrancó.
—¿Puedo saber adónde vamos? —preguntó Emil, casi a voces, por lo fuerte que
le latía el corazón.
El ruso que le había ido a buscar se subió las gafas en la nariz y se encogió de
hombros.
—A algún sitio tranquilo. Conversaremos, no hay problema —ladeó la cabeza—.
¿Quiere un pitillo? Yakov, dale uno. Y dame otro a mí.
Emil cogió un cigarrillo. El ruso se lo encendió con una cerilla, pero se guardó el
suyo detrás de la oreja. Emil supo que estaba de nuevo en la zona oriental en cuanto
dio la primera calada. No quería que sus últimos minutos tuvieran aquel sabor.
Veían al pasar los esqueletos perfilados del Berlín nocturno, y Emil sólo podía
Podría haber sido una hora, o cinco. Cerró los ojos y empezó a dormirse poco a
poco. Pero entonces se abrió la puerta, de golpe, y el ruso risueño se acercó a él
corriendo.
—¿Tiene reserva en un vuelo?
Emil asintió:
—Por la mañana.
—Vamos —le dijo, con la cara sonrosada y mofletuda—. Ya es por la mañana. Le
llevaré en coche.
Emil escudriñó todos los rostros e hizo caso omiso de los taxistas que se
acercaban. Avanzó cojeando hasta el borde de su multitud y despertó a un conductor
anciano que dormitaba debajo de La Chispa de la mañana. La primera plana seguía
llena de aviones, y de exclamaciones.
Era domingo y no abrirían la jefatura de la Milicia hasta el día siguiente, así que
pidió al conductor que le llevara a casa.
En el distrito Tercero, tuvieron que esperar en un cruce a que pasara un desfile.
Niños con banderas rojas en alto. Las niñas con pañoletas rojas y los muchachos con
tirantes rojos. Su canto resultaba familiar. Emil cruzó los brazos en el asiento de atrás,
—¿Quién te lo hizo? —preguntó el abuelo al fin. Alzó una silla con ampollas del
balcón que había metido dentro. Le tocó la cara para aclarar a qué se refería—. Eso.
—Un nazi —contestó Emil, y se volvió en el sofá de cara al techo. Se preguntó
qué les pasaría a sus abuelos si él se marchaba.
—Nazis —dijo el abuelo con un suspiro—. ¿Todavía andan por ahí? Yo creía que
el Ejército Rojo había dado buena cuenta de ellos.
Emil cerró los ojos. Se preguntó si los pondrían en arresto domiciliario. Les había
pasado a algunas familias cuando los traidores abandonaban la utopía.
—Deja de hablar de una vez de tus dichosos rusos —dijo con brusquedad la
abuela, casi vociferando. Cambió el té frío de Emil por otro recién hecho—. No le
apetece escuchar tus peroratas.
La luz de las ventanas era nebulosa. Emil miró el cielo parpadeando y preguntó:
Leonek le recogió en el Mercedes de los faros rotos y puso mala cara al ver las
contusiones.
—¡Por Dios! —exclamó mientras conducía—. ¡Es usted el saco de boxeo de todo
el mundo!
—Déjeme ver la fotografía.
Era una copia grande, con una raya blanca entre los dos hombres que sujetaban
Dora vivía en el centro del distrito del Canal, en las callejuelas mugrientas en que
el agua se deslizaba estruendosa (Emil oyó algún que otro chillido de ratas). Era un
patio pequeño que aún llevaba el nombre de un rey muerto, y la puerta de entrada de
Dora era un tablón blando, impregnado de agua que apestaba a mar. Tenía un agujero
Desde la plaza cubierta de musgo oyó a Dora decir que no estaba dispuesto a
consentir que le trataran de aquel modo, que nadie lo haría, por ninguna cantidad de
dinero, y que no volvería a ayudar a un puto poli de mierda nunca, que no merecía la
pena. Luego se calló, mientras Leonek contaba las coronas e intentaba convencerle de
lo contrario.
Caía agua de una cornisa y Emil creyó ver cosas que se movían entre las casas de
piedra. Era primera hora de la tarde, pero hacía frío y mucha humedad.
Chirridos. Sus voces de nuevo.
Hanna le miró por una ventana abierta. Aún sonreía: una sonrisa ausente, herida.
Se había limpiado los ojos; pero en vez de arreglarlos, el maquillaje se le había
extendido a las sienes.
—¿Es Hanna tu verdadero nombre? —le preguntó Emil en un cuchicheo alto.
Ella amplió la sonrisa a sus mejillas pálidas. Al asentir moviendo la cabeza, se le
balanceaba el cabello oscuro y greñudo.
—¿De dónde eres?
Ella se volvió a mirar al interior del apartamento y luego contestó entre dientes:
—Prešov.
—Yo conocí a una chica de allí —mintió Emil.
Ella se inclinó más en la ventana y él vio lo delgados que tenía los hombros. Le
recordaba a Ester de un modo innombrable.
—¿De verdad?
—Una chica muy guapa.
Leonek le llevó a su casa para tomar una cena temprana. Vivía en una casita baja
de dos habitaciones a las afueras de la ciudad, justo antes de las tierras de labranza,
con pozo y excusado exterior. Había sido en tiempos la vivienda de los sirvientes de
una mansión que Emil consiguió divisar en el horizonte, junto a un boscaje oscuro;
pero la tierra se había partido y redistribuido después de la Liberación. Había otras
Emil fue a casa y cogió la Zorki de 35 milímetros de Janos Crowder del estante
donde la había colocado el abuelo junto a los libros. Caminó unas cuantas manzanas
hasta un estudio fotográfico que todavía estaba abierto; le atendió un individuo de
bata blanca y un incisivo de oro. Le cargó la cámara y le explicó algunos detalles para
tomar las fotografías, subrayando la importancia de la luz.
—En caso de duda, ¡más luz!
Emil sacó la lámpara eléctrica del dormitorio. Luego encendió la bombilla del
techo.
—¿Pero qué diablos? —preguntó el abuelo cuando salió del dormitorio a la sala
radiante. Eran casi las ocho y el anciano había estado durmiendo de nuevo. Se le
había enrojecido el mentón. Salió al balcón a fumar un cigarrillo y miró receloso por
la puerta.
Emil colocó un libro en cada esquina de la foto para aplanarla, y los movió hasta
que sus sombras no oscurecían a los dos hombres ni a su cruz de hierro. Ajustó el
enfoque a la distancia aproximada entre la foto y él. Alzó la cámara y se la llevó al
ojo. El fotógrafo le había dicho que el botón que tenía que apretar estaba duro, pero al
fin oyó el clic.
Ajustó el diafragma y disparó otra vez. Y otra.
Cuando se acabó el carrete, se sentó y sonrió. Era la primera cosa inteligente que
había hecho desde que podía recordar.
La camarera tenía pinta de llevar toda la vida haciendo el mismo trabajo en aquel
local. Le caía el pelo ondulado sobre la frente estrecha, y, cuando pidieron café, les
dijo que no había leche.
—Bueno, pues sólo con azúcar —repuso Emil.
—Pastillas de sacarina —dijo ella.
Leonek le hizo un guiño.
—Corina, ¿puedes decirle a Max que espero una llamada?
Emil creyó que iba a escupirles a los dos, pero se dio la vuelta y fue a hablar con
el hombrecillo que atendía la cafetera. Max miró a Leonek y asintió, dándose por
enterado.
—Conoce usted todos los cafés y bares de la ciudad, ¿verdad?
Leonek sonrió complacido.
Estaban sentados al lado de un ventanal que daba a la plazoleta de Octubre,
enladrillada. Observaron en silencio el concurrido mercado y escucharon las voces
que traspasaban el fino cristal (ya lo habían hablado todo). Era un día frío, pero
luminoso. Los vendedores ofrecían sus mercancías a los clientes y las gitanas
pintorescas alzaban las telas para verlas bien, mientras los hombres las observaban
recelosos detrás de las mesas. Salían niños de todas partes —gritos rápidos y broncos
— y correteaban por la plaza. Veteranos rígidos de la primera gran guerra asentían y
observaban sentados en los bancos como todos los días. Unos policías uniformados
tomaban un bollo de pan tierno, y una mujer desdentada se reía junto al más alto y
luego le pegó en el brazo. La capital había sido una ciudad cosmopolita siempre, a
pesar de sí misma. Rumanos, húngaros, eslovacos, polacos y ucranios se mezclaban
irresistiblemente. Rostros redondos y rollizos y rostros de distintos tonos. Emil se
sorprendió de pronto.
No había ni un solo ruso a la vista.
—¡Camarada inspector! —gritó Max. Leonek dejó sus pensamientos y levantó la
No se acercaron a la jefatura para evitar que surgiera algo que les impidiera acudir
a la cita. Tomaron café por la mañana y luego pasaron al vino para eliminar los
temblores.
—Esta espera es insoportable —dijo Emil.
—Piense en algo que hacer.
—Lo haré.
Lo único que se le ocurrió a Emil fue comer, pero se le quitó el apetito en cuanto
les sirvieron los platos de col. Tenía el estómago contraído y dolorido.
—Me estoy cansando.
Leonek apartó su cuenco.
—Volvamos al café entonces.
Cuando acabaron el café, ya era la hora.
Aparcaron en la grava a las 8.30 y siguieron a pie en la oscuridad, despacio, por
los pasos peatonales, estrechos corredores húmedos y escaleras que rodeaban los
muros de piedra desmoronados, hasta que llegaron a un puente que se había partido a
medio arco cuando el otro lado se hundió demasiado. Para salvar la distancia, alguien
había colocado tablones, que se movían al pisarlos. Oyeron fragmentos del puente
que caían al canal, y notaron olor a orines.
Se llamaba las Profundidades. Allí habían empezado a desmoronarse los pilotes
debajo de las casas de piedra y las pasarelas, y aquel rincón del distrito del Canal se
estaba hundiendo lentamente. En los años treinta, la policía real había vaciado casi
todas las Profundidades, pero durante la Ocupación, los comunistas y los judíos que
no pudieron huir a las montañas se habían escondido allí, en las plantas superiores,
secas. Cuando llegó la Liberación, los seguidores de los alemanes desaparecieron allí.
De vez en cuando, salía alguno y le arrestaban con gran fanfarria. Nadie vivía allí por
gusto.
En la otra orilla, les llegaba el agua a los tobillos y tuvieron que ingeniárselas
usando las entradas de las casas y los bloques de madera colocados como rocas en un
estanque. Las ventanas eran enormes agujeros negros, y llegaba de todas partes el
goteo continuo y, a veces, el penoso maullido de gatos.
Emil quería verificar de nuevo los detalles de lo que le había dicho Dora a
Leonek, la hora exacta y el lugar en que harían el intercambio, pero las calles
silenciosas y frías requerían silencio. Emil sólo había estado en las Profundidades
antes una vez, pocas semanas después de que Filia se marchara. El nivel del agua
permitía moverse con mayor soltura entonces, y algunas prostitutas vivían en grandes
áticos que, en tiempos menos húmedos, habían sido el hogar de burgueses modernos
que habían dejado allí sus murales y sus camas nupciales. Emil había conocido a una
prostituta morena (no tan oscura como el americano que había visto en Berlín), que le
En el camino de vuelta del distrito del Canal, Lena rasgó una tira de tela de la
falda y se la ató a Leonek en el brazo para contener la hemorragia. Él gruñó cuando
se lo anudó, e hizo una mueca extraña a Emil.
—Cabrón chiflado. ¿No le dio ni una vez?
Emil sólo sentía la fatiga primero, un anticlímax agotador; luego, en cuanto
llegaron a las zonas más secas, abrazó a Lena. Ella apoyó la cabeza en su hombro. La
había recuperado, con vida. No conseguía dejar de sonreír. Sentía la respiración
regular de ella sobre él, y cuando bajó la vista, su cabello suave le dio en la cara.
Leonek mascullaba palabrotas. Intentaba determinar si había alcanzado al Oberst.
Pero cuando llegaron al aparcamiento, la alegría y satisfacción de Emil estaban
decayendo, y mientras iban al hospital en silencio, se concentró en el puesto de
Michalec en el Politburó y lo que les reservaría el futuro. En unas semanas o unos
meses, quizá no hubiese donde ocultarse. Sintió la Marakov de nuevo al inclinarse en
una curva, y deseó volver. Todavía no comprendía por qué había dejado vivo a
Michalec.
Se tocó la cabeza descubierta.
—¿Ha visto alguien mi sombrero?
Leonek y Lena le miraron perplejos.
Ayudó a Leonek a bajar del coche y le llevó al atestado pasillo del hospital. Los
campesinos quejosos alzaron la vista, a Emil le parecieron los mismos que había visto
allí hacía dos meses cuando bajó al depósito de cadáveres. Escudriñó la mirada
vidriosa de la enfermera de guardia y comprendió que tendría que usar las fotos que
esperaban en la cámara Zorki de Janos Crowder. Era cuestión de supervivencia.
Lena le despertó por la mañana con un beso. Emil estaba en el sofá, adonde se
había trasladado para apoyar la espalda y se había quedado dormido, y ella estaba
inclinada sobre él. El sol entraba a raudales por la ventana sin cortinas. Ella se
disculpó por despertarle tan temprano, luego le dio el voluminoso teléfono negro del
vestíbulo.
—Es tu amigo.
—¿Emil? ¿Se ha enterado? —era la voz de Leonek.
—¿Desde dónde me llama? —Emil intentó incorporarse, pero tenía la espalda
rígida y se cayó hacia atrás de nuevo.
—Desde el hospital. Pero escuche. Jerzy Michalec.
Lena se desperezaba junto a las ventanas, con las manos unidas por encima de la
cabeza. Emil se había despertado con ella, y aunque no habían hecho el amor, eran
amantes. Le costaba bastante prestar atención al teléfono.
—¿Qué le pasa?
Emil llegó a la jefatura hora y media más tarde. La puerta del jefe estaba abierta,
pero todavía no había llegado ningún otro investigador. Moska se levantó al oírle
entrar.
—Venga, Brod. Vamos a hablar con él.
Bajaron a las celdas por la escalera. Estaban vacías casi todas, porque habían
hecho un traslado a la cárcel central del norte hacía poco, pero al final se sentaba
Radu, en el mismo sitio en que se había sentado Cornelius Yoskovich la semana
anterior añorando tristemente a su hija. Radu parecía igual de triste, pero más
pequeño. Hacía calor allí abajo, y él era el único hombre que llevaba camiseta y
calzoncillos. Sin corbata, parecía un niño pequeño. No abrió la boca ni siquiera
cuando reconoció a Emil.
—¿Lo quiere aquí? —preguntó el jefe.
—En la sala de interrogatorios.
Radu fue sin oponer resistencia, guiado por la mano férrea de Moska. Se
acomodó tranquilamente en el asiento de interrogatorios, en una sala muy parecida a
la Sala 47 de Berlín. Una mesa con dos sillas, y una silla sola en el centro de la
habitación. Las paredes no estaban tan sucias como las de la sala de Berlín, aunque
tenían algunas manchas de dudoso origen. El jefe Moska se quedó plantado en la
puerta.
—Estaré fuera si me necesita.
Se marchó.
—Vamos al asunto.
—¿Puede darme un cigarrillo? —preguntó Radu.
Emil salió, pidió un cigarrillo a Moska y, después de encenderlo, Radu contó toda
Los aviones dejaron de sobrevolar Berlín. Llevó meses y ríos de tinta, pero en el
mes de mayo, el camarada presidente se tocó el bigote y echó a los camiones
británicos y estadounidenses por las barricadas. Emil no se dio cuenta de lo que le
había estado afectando todo el asunto hasta que se acabó, y cuando Lena le llevó la
noticia gritó sin poder evitarlo. «Vivimos la Historia y ni siquiera lo sabemos». La
abuela dijo que ahora que había esperanza para el mundo, Emil y Lena deberían
casarse y tener hijos. El abuelo declaró que él no opinaba sobre el asunto, pero
aconsejó a Emil que tomara más ajo en las comidas; estimularía la virilidad y la
fertilidad.
Había casos. Emil trabajaba muchas veces con Leonek, pero cuando éste enfermó
de una gripe debilitante en enero, trabajó con Stefan, que era más agudo de lo que
parecía. Bromeaba mucho, decía que su mujer la había tomado con lo que comía él.
Antes de la guerra estaba muy delgado, dijo, pero después de ver saltar por los aires a
todos aquellos jóvenes inteligentes, y de que le llenaran a él mismo la pierna de
metralla, su alegría de vivir había sido tan fuerte que no podía contenerse. Comía
todo lo que tenía buen sabor.
En mayo, intentaron en vano investigar la muerte de un alemán llamado Teodor
Schiffen, que apareció flotando en el distrito del Canal. Era un hombre alto y rubio, y,
según reveló un registro oficial de su apartamento, había sido coronel del Wehrmacht.
Alguien había registrado el apartamento antes de que llegaran ellos y no quedaba
nada que relacionara al coronel con nadie de la capital, en concreto con el
desaparecido Jerzy Michalec. Lo máximo que pudieron calcular fue que Teodor
Schiffen había acabado después de la guerra en la zona oriental del Telón de Acero.
Mal lugar para un soldado ex alemán; un individuo en aquella situación, reflexionó
Emil, necesitaría amigos, voluntarios o coaccionados. Emil siguió una corazonada y
llamó a Berlín para ver si allí había más información sobre él en los archivos de
Tempelhof; pero Konrad Messer hizo algunas averiguaciones y le comunicó que al
fin se habían llevado las cajas de documentos; tal vez a Washington, o tal vez a otro
lugar.
El uzbeko se rió mucho cuando Emil vio el cuerpo por primera vez y vomitó.
Lena vendió la casa familiar en abril. No había contratado a nadie para que
ocupara el lugar de Irma. Llamó a parientes lejanos de Polonia y de Austria, que ni
siquiera se apellidaban Hanic; pero ningún miembro del clan familiar podía
permitirse hacerse cargo de la propiedad: ocurría lo mismo en toda Europa aquel año.
Los juicios se reiniciaron en serio. Los transmitían por la radio, como habían
hecho después de la Liberación. Llenaban las ondas. Los titoístas del escenario
nacional, al igual que su peligroso modelo yugoslavo, estaban intentando que su
república popular cayera en la decadencia de Occidente. Descubrieron a estos
conspiradores y los llevaron a juicio. Ellos pidieron perdón a las clases obreras con
voz temblorosa. Reconocieron que la burguesía les había hipnotizado.
En abril de 1949, dos semanas antes de que el camarada presidente probara su
primera bomba atómica, oyeron a Jerzy Michalec por la radio. Era una voz débil,
desfigurada por la tos y por extraños titubeos, y oírle admitir la colaboración con las
fuerzas hitlerianas sorprendió a Emil, aunque no le procuró satisfacción. Reconoció
asesinatos en el este y en el oeste, y declaró que había sido agente
contrarrevolucionario mucho tiempo para los estadounidenses. Era titoísta,
oportunista y fascista, y minaba activamente las estructuras del socialismo en el país.
Ni una sola vez lo identificaron con Smerdiákov, el Carnicero, ni con un héroe de
guerra. Hubo más admisiones y presentaciones de documentos y fotografías como
pruebas, que se prolongaron una hora; y cuando el juez terció, irritado, y dijo que ya
había oído suficiente y que aquel hombre debía ser fusilado, se oyó un aplauso
entusiasta ensordecedor. Lo siguió un confuso silencio. Al parecer, el acusado había
empezado a agitarse de pies a cabeza como un loco. Y había puesto los ojos en
blanco.
Emil escuchó con Leonek, Ferenc y Stefan la transmisión en directo por la radio
de Ferenc en la oficina, e incluso el jefe se detuvo un momento a mitad de camino de
su despacho, absorto. Hacía un calor sofocante, ni siquiera el nuevo ventilador del
techo se notaba mucho.
—¿Quieren que preste usted declaración? —preguntó Emil.
Leonek cabeceó.
—Nadie me lo ha pedido.
—A mí tampoco.
Los novelistas siempre contraen deudas por la ayuda que les prestan. Yo no soy
una excepción.
Buena parte de lo que sé de esta región del mundo lo aprendí en un viaje de
investigación a Rumania, amablemente subvencionado por la Comisión Fullbright, e
infatigablemente asistido por la excelente poeta Ioana Ieronim.
Agradezco las oportunas y detalladas respuestas a mis preguntas al capítulo de
Berlín de la Fundación Histórica del Puente Aéreo de Berlín.
Cualquier error es mío, por supuesto.
Mi más sincero agradecimiento por su generosidad y ánimo también a la gran
poeta Gail Mazur.
Y, por su entusiasmo, buen humor y confianza, saludo a mi agente Matt Williams.