Cartas Entre Hannah Arendt y Martin Heidegger
Cartas Entre Hannah Arendt y Martin Heidegger
Cartas Entre Hannah Arendt y Martin Heidegger
SOMBRAS
Cada vez que ella despertaba de ese sueño largo, cargado de visiones oníricas y
sin embargo pesado, en que la persona es tan una y acorde consigo misma como
con aquello que sueña, sentía la misma ternura pudorosa y tanteante por las cosas
del mundo que le hacía tomar conciencia de cómo gran parte de su vida
propiamente dicha había transcurrido de un modo totalmente sumido en sí —diríase
como el sueño, si existiera en la vida corriente algo comparable. Pues la extrañeza
y la ternura ya amenazaban desde temprano con volvérsele una y la misma cosa.
Ternura significaba un afecto pudoroso y contenido, no entrega, sino un tanteo que
era acariciar, alegrarse y asombrarse de las formas ajenas.
Todo ello se debía quizá a que en la juventud más silenciosa y aún apenas despierta
ya había rozado lo extraordinario y maravilloso, de suerte que estaba acostumbrada
a doblar su vida, con una naturalidad que más tarde casi la aterraría: en el aquí y
ahora y en el allá y entonces. No me refiero a un anhelo por algo determinado que
habría que conseguir, sino anhelo como aquello que puede conformar una vida y
ser su elemento constitutivo.
No es, sin embargo, que algo de esto se le manifestara alguna vez de forma
explícita. Para ello, el cielo de la ciudad en que se crió y a la que tenía un apego
íntimo estaba demasiado encapotado y ella misma era demasiado cerrada y vivía
encajonada en sí misma. Sabía mucho, por experiencia y una atención siempre
despierta. Pero todo cuanto le ocurría caía en el fondo de su alma y se quedaba allí
aislado y enquistado. Su carácter poco relajado y poco comunicativo le impedía
manejar los acontecimientos de una manera que no fuese con un dolor sordo o
desde un exilio ensoñador y maldito. Así pues, no sabía qué hacer consigo ni prestar
siquiera una atención mínima a sí misma, aunque cuanto más profunda y, como
quien dice, concienzuda se volvía ella en su —sí, puede expresarse así—
embrujamiento que, por supuesto, se intensificaba más y más hasta llegar a los
grados más absurdos, menos conocía y sabía algo que no fuera ella misma. No es
que algo cayera en el olvido, sino que estaba, de hecho, sumergido. Lo uno estaba
desaparecido y lo otro se rebelaba sordamente y sin orden ni concierto.
Estaba a merced de la angustia como antes del anhelo, pero, una vez más, no de
una angustia determinable ante algo determinado, sino de la angustia ante la
existencia en general. Antes la había conocido, como conocía muchas cosas. Ahora
estaba a merced de ella.
La brusca transformación del anhelo en angustia por medio del afán de poder
destructivo, de esa autoviolación al mismo tiempo esclava y tiránica, quizá resulte
más clara y comprensible si se tiene en cuenta que las posibilidades de lo
monstruoso eran en parte inherentes a una época tan desamparada como carente
de esperanza, tanto más cuanto mayores eran la agudeza y la conciencia con que
un espíritu culto y selectivo por naturaleza se oponía a los intentos desesperados,
ruidosos y extremos de un arte, una literatura y una cultura que vegetaban en una
vida ficticia, penosa y descaradamente irreflexiva recurriendo a exageraciones
inconexas.
Pero así como este es ciertamente un mero intento de explicar las causas y de
acercarlas de una manera como quien dice humana, superando lo meramente
íntimo y privado, también es cierto que la verdadera posibilidad de esta
desesperación se encuentra en el ámbito de lo humano en general, que se halla
despierta y abierta en todo momento como cualquier otra posibilidad y que sólo
desde allí puede comprenderse realmente el carácter amenazante y fantasmal de
este proceso.
Puede ser que en el hecho de estar a merced de la angustia hubiera algo idéntico
al de estar a merced del anhelo, concretamente: el estar a merced, el ser cautivo de
una manía —esa entrega rígida a una sola cosa cuando la mirada vacía, colmada
por la manía y la pasión, olvida o desprecia la diversidad.