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Eugene Thacker
Pesimismo cósmico
ePub r1.1
Cervera 16.10.2017
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Eugene Thacker, 2015
Traducción: José Pons Bertran
Ilustración de cubierta: Keith Tilford
Ilustraciones interiores: Alberto Durero, Keith Tilford
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No hay filosofía del pesimismo, tan solo el reverso.
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Estamos condenados
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Estamos condenados. El pesimismo es la cara nocturna del pensamiento, un
melodrama de la futilidad del cerebro, poesía escrita en la tumba de la filosofía. El
pesimismo es un fracaso lírico del pensar filosófico, con cada intento de pensamiento
claro y coherente marchito y sumergido en el gozo oculto de su propia futilidad. Lo
más próximo que el pesimismo llega a un argumento filosófico es en el jocoso y
lacónico «Nunca lo conseguiremos», o simplemente «Estamos condenados». Todo
esfuerzo está condenado a fracasar, todo proyecto está condenado a lo inacabado,
toda vida a no ser vivida, todo pensamiento a no ser pensado.
El pesimismo es la forma más baja de filosofar, a menudo vilipendiada y
desdeñada, meramente un síntoma de una mala actitud. Nadie necesita nunca el
pesimismo de la manera en que uno necesita el optimismo para que le inspire a ganar
grandes alturas, a ponerse en pie, de la manera en que uno necesita la crítica
constructiva, el consejo y el reconocimiento, los libros edificantes o una palmadita en
la espalda. Nadie necesita el pesimismo (si bien me gusta pensar en la idea de una
autoayuda pesimista). Nadie necesita el pesimismo y, sin embargo, todo el mundo —
sin excepciones— ha tenido en algún momento de su vida que afrontar el pesimismo
si no como filosofía, entonces como una queja —contra sí mismo u otros, contra su
propio entorno, su propia vida, contra el estado de las cosas, o el mundo en general
—.
Hay escasa redención en el pesimismo, y ningún premio de consolación. A la
postre, el pesimismo es una cautela de todo y de sí. El pesimismo es la forma
filosófica del desencanto —desencanto como cántico, como mantra, como voz
solitaria y monofónica que se torna insignificante ante la inmensidad que la envuelve
—.
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sonido que produce: «Esto ya lo oí con anterioridad», «dime algo que no sepa».
Ruido y furia que no significan nada. Cuando plantea problemas que carecen de
solución, cuando se retira a la hermética y cavernosa morada de la queja, el
pesimismo es culpable del más inexcusable de los crímenes occidentales —el crimen
de no hacer ver que va en serio—. El pesimismo no está a la altura de uno de los
principios básicos de la filosofía —el «como si»—. Piensa como si fuera a ser de
ayuda, actúa como si fuera a marcar una diferencia, habla como si hubiera algo que
decir, vive como si, de hecho, no estuvieras siendo vivido por una murmurante no
entidad vaga y confusa.
De haber tenido más seguridad en sí mismo y habilidades sociales más aptas, el
pesimismo hubiera tornado su desencanto en una religión, posiblemente
autodenominándose El Gran Rechazo. Pero hay una negación en el pesimismo que
rechaza incluso ese Rechazo, una conciencia de que, desde el principio, ya ha
fracasado y de que la culminación de todo ello es que todo es en balde.
El pesimismo intenta con ahínco presentarse a sí mismo en los tonos bajos y
sostenidos de una misa de réquiem, o en el rumor tectónico de un canto tibetano. Pero
con frecuencia se le escapan notas disonantes que son a la par quejumbrosas y
patéticas. A menudo su voz se quiebra y sus graves palabras quedan abruptamente
reducidas a meras esquirlas de sonido gutural.
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Acaso no sea tan malo después de todo
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Acaso no sea tan malo después de todo. Si conocemos el pesimismo cuando lo
oímos, eso es porque ya lo hemos oído todo antes —y no teníamos necesidad de oírlo
para empezar—. La vida es lo suficientemente dura. Lo que necesitas es un cambio
de actitud, una nueva apariencia, adoptar otra perspectiva… y una taza de café.
Si no escuchamos al pesimismo, eso es porque siempre es reducible a algo tan
mutable como una voz. Si se menosprecia tan a menudo al pesimismo, es porque
deprime a todo el mundo con su determinación en ver cada día como un mal día,
aunque solo sea en virtud del hecho de que aún no es un mal día. Para el pesimismo
el mundo rebosa de posibilidad negativa, la colisión de un mal humor contra un
mundo impasible. De hecho, el pesimismo es el resultado de una confusión entre el
mundo y un enunciado sobre el mundo, una confusión que también le impide entrar
del todo en el sacrosanto vestíbulo de la filosofía. Si se descarta tan a menudo al
pesimismo, eso se debe a que a menudo resulta imposible separar un «mal humor» de
una proposición filosófica (¿y no es cierto que todas las filosofías brotan de un mal
humor?).
El propio término «pesimismo» sugiere una escuela de pensamiento, un
movimiento, incluso una comunidad. Pero el pesimismo siempre se compone de un
miembro —quizás dos—. Lo ideal, por supuesto, sería que careciera de miembros,
con tan solo una ilegible nota garabateada que dejó alguien sumido en el olvido desde
hace mucho tiempo. Pero esto no parece realista, si bien uno siempre puede albergar
esperanzas.
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en el solipsismo de los seres humanos, el mundo hecho a nuestra propia semejanza,
un mundo-para-nosotros. Para el pesimismo metafísico, el problema es el solipsismo
del mundo, objetado y proyectado como mundo-en-sí. Tanto el pesimismo moral
como el metafísico se ven comprometidos filosóficamente; el pesimismo moral por
su incapacidad para localizar lo humano dentro de un contexto más grande no
humano, y el pesimismo metafísico por su incapacidad para reconocer la convivencia
en la propia exigencia de realismo.
Así es como el pesimismo compone su música de lo peor, una misantropía
generalizada sin el anthropos. El pesimismo cristaliza en torno a esta futilidad —es
su amor fati, vertido en una forma musical—.
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clase, un pesimismo que no es ni subjetivo ni objetivo, ni para-nosotros ni en-sí, sino,
por el contrario, un pesimismo del mundo-sin-nosotros. Podríamos llamarlo un
pesimismo cósmico… pero esto suena demasiado majestuoso, demasiado repleto de
asombro, demasiado al regusto amargo del Gran Más Allá. Las palabras se
tambalean. Y también las ideas. Y entonces tenemos un pesimismo cósmico, un
pesimismo que es de principio a fin pesimismo sobre el cosmos, sobre la necesidad y
posibilidad de orden. Los contornos del pesimismo cósmico son una drástica
ampliación o reducción del punto de vista humano, la orientación no humana del
espacio profundo y del tiempo profundo, y todo esto ensombrecido por una aporía,
una insignificancia primordial, la imposibilidad de poder nunca dar cuenta de forma
adecuada de la relación que uno tiene con el pensamiento —todo lo que queda del
pesimismo son los desiderata de los afectos— agonístico, impasible, desafiante,
recluido, repleto de pena y sacudidas ante el arquitectónico campeonato de ajedrez
denominado filosofía, unas sacudidas que el pesimismo intenta elevar al nivel de una
forma de arte (si bien el resultado suele ser una pantomima).
El pesimismo siempre se queda a la zaga de ser filosófico. Me duele la espalda,
me duelen las rodillas. Anoche no pegué ojo. Estoy estresado y creo que al final
tengo algo. El pesimismo reniega de cualquier pretensión hacia un sistema —hacia la
pureza del análisis y la dignidad de la crítica—. En realidad no creíamos que lo
íbamos a resolver, ¿no es cierto? Solo estábamos dejando pasar el tiempo, algo había
que hacer, un gesto audaz realizado en toda su fragilidad, según reglas que acordamos
olvidar y que, para empezar, nos inventamos. Todo pensamiento, marcado por una
imprecisa incomprensión que lo precede y una inutilidad que lo socava. Que el
pesimismo hable, con independencia de su voz, es el testimonio cantor de esta
inutilidad e incomprensión. Arriésgate y sal fuera, pierde un poco de sueño y di que
lo intentaste…
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hasta el momentáneo y banal parpadeo que constituye cada día. Todo lo hecho queda
deshecho, todo lo dicho o sabido destinado al olvido estelar.
Cuando se amplía la escala de esta manera, el fracaso se convierte en fatalidad.
La fatalidad es el hermetismo de la causa y efecto. En la fatalidad, todo lo que haces,
no importa lo que sea que haces, siempre conduce a un cierto fin y, a la postre, al fin
—si bien ese fin, o los medios para ese fin, permanecen ocultos en la oscuridad—.
Nada de lo que haces marca una diferencia porque todo lo que haces marca una
diferencia. De ahí que los efectos de tus acciones se oculten de ti, incluso cuando te
engañas pensando que esta vez burlarás el orden de las cosas. Cuando nos fijamos
una meta, planeamos con antelación o pensamos las cosas con detenimiento,
intentamos, en un prometeanismo diario, que la fatalidad juegue a nuestro favor,
obtener un vistazo de un orden que parece enterrado en lo más profundo del tejido del
universo.
Pero incluso la fatalidad posee sus consuelos. Puede que la cadena de causa y
efecto esté escondida, pero eso es porque el desorden es el orden que todavía no
vemos; solo se trata de que es complejo, está repartido y requiere matemáticas
avanzadas. La fatalidad todavía se aferra a la suficiencia de todo lo que existe…
Cuando la fatalidad renuncia incluso a esta idea, se convierte en futilidad. La futilidad
surge de la funesta sospecha de que, detrás de la neblina de causalidad con la que
envolvemos el mundo, solo está la indiferencia de lo que existe y de lo que no existe;
a la postre, hagas lo que hagas, no te conducirá a ningún fin, un abismo irrevocable
entre pensamiento y mundo. La futilidad transforma el acto de pensar en un juego de
suma cero.
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Canción de lo peor
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Canción de lo peor. En el centro del pesimismo yace el término pessimus, «lo
pésimo», un término tan relativo en cuanto que es absoluto. Lo peor es lo más malo
que puede suceder, envuelto por el paso del tiempo o los giros y vuelcos de la
fortuna. Para el pesimista, «lo pésimo» es la propensión al sufrimiento que
paulatinamente ocluye cada momento de vida, hasta que se eclipsa por completo,
solapándose perfectamente en la muerte… que, para el pesimista, ya no es «lo
pésimo».
El pesimismo está marcado por una renuencia a moverse más allá de «lo pésimo»,
algo que es atribuible tan solo parcialmente a la ausencia de motivación. En el
pesimismo, «lo pésimo» es la fundamentación que cede bajo cada existente —las
cosas podrían ser peores y podrían ser mejores—. «Lo pésimo» implica
invariablemente un juicio de valor, uno que se hace basándose en indicios escasos y
poca experiencia; de esta manera, el archienemigo del pesimismo es su orientación
moral.
Quizás por eso los optimistas son a menudo los pesimistas más severos —son
optimistas que se han quedado sin opciones—. Todo indica que pronto o tarde
estamos condenados sin excepción a convertirnos en esta clase de optimistas (la
reflexión más deprimente…).
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tiene que ver con los seres humanos de forma accesoria. Más climatológico que
psicológico, lo sombrío es la materia prima de los cielos tenues, brumosos,
encapotados, de las ruinas y las tumbas infestadas por la vegetación, de una letárgica
niebla lloviznosa que se desplaza con la misma languidez que nuestra escucha
acuclillada y sombría de un mundo indiferente.
En cierto sentido, lo sombrío es el contrapunto a la condenación —lo que la
futilidad es a lo primero, la fatalidad lo es a lo segundo—. La condenación está
marcada por la temporalidad —con todas las cosas precariamente atraídas a su fin—,
mientras que lo sombrío es la austeridad de la inmovilidad, todas las cosas tristes,
estáticas y suspendidas, cerniéndose sobre piedras recubiertas de liquen frío y abetos
calados. Si la condenación es el terror de la temporalidad y la muerte, entonces lo
sombrío es el horror de cernirse sobre la estasis que es la vida.
Me gusta imaginar que solo esta comprensión es el hilo conductor entre los
campos crematorios de los aghoris y los poetas de la Graveyard School.
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del ocaso o como la frase: «lluvia de estrellas y cuchillos».
Una vez Cioran llamó a la música una «física de las lágrimas». De ser cierto,
entonces quizás la metafísica sea su comentario. O su apología.
No vivimos, somos vividos. ¿Qué debería tener una filosofía para empezar con
esto en vez de llegar a esto?
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inseparables el uno del otro. Los estudiosos de la tragedia griega se refieren a esto
como la «voz del duelo». Situada fuera de los rituales cívicos más oficiales, la voz del
duelo de la tragedia griega amenaza constantemente con disolver la canción en un
lamento, la música en un gemido, y la voz en una antimúsica primordial y
desarticulada. La voz del duelo delinea todas las formas de sufrimiento: lágrimas,
lloros, sollozos, gemidos y las convulsiones del pensamiento reducidas a una
ininteligibilidad elemental.
¿Hemos rescatado a Schopenhauer de Nietzsche? Probablemente no. Quizás
Schopenhauer tocaba la flauta para acordarse de la función real de la voz del duelo;
pena, suspiros y lamentos que dejan de ser distinguibles de la música, el
derrumbamiento de lo humano en lo no humano. El mayor fracaso del pesimismo.
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Canción del sueño. Somnus, también conocido por su nombre griego Hipnos, es
el dios del sueño —y no el dios de los sueños—. Somnus aparece de forma fugaz en
Las metamorfosis de Ovidio, donde se le describe viviendo en una cueva oscura,
oculto por una suerte de duermevela perpetua. Al igual que los gatos, Somnus está
más tiempo dormido que despierto, lo que convierte los términos dormido y despierto
en problemáticos.
En la década de 1920, el poeta surrealista Robert Desnos participa en las veladas
espiritistas que tienen lugar en el apartamento de André Bretón en la rué de Fontaine.
Pero cuando comenzó el «periodo de ataques de sueño» de los surrealistas, se trataba
de un pretencioso juego de sociedad, unos poetas jugando con un tablero ouija. Eso
fue hasta que apareció Desnos. Se dio la circunstancia de que poseía —para su propia
sorpresa— un don para autoinducirse el sueño. Podía hacerlo en el acto, incluso en
medio de un bullicioso café parisino. En ese estado, se le podían formular preguntas y
sus respuestas eran extrañas y sorprendentes, unas veces habladas, otras por escrito, e
incluso otras dibujando. Cuando se le instaba, daba a conocer relatos enteros de corte
fantástico, que entremezclaban elementos mitológicos y de la cultura popular,
recubiertos de un lirismo todavía sin parangón en la literatura del periodo. Uno de los
libros de Desnos de este periodo se titula Duelo por duelo: «Pero, ¿qué tendrán que
decir los humanos cuando se enfrenten a esta grandes movilizaciones de los mundos
mineral y vegetal, siendo ellos mismos el juguete inestable de los juegos absurdos del
torbellino y del matrimonio entre elementos menores y los abismos que separan a las
palabras que retumban?».
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Pesimismo: el fracaso del sonido y el sentido
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Pesimismo: el fracaso del sonido y el sentido, la desarticulación de foné y logos.
Las lágrimas de Kant. Cioran escribió una vez: «Me aparté de la filosofía en el
momento en que se hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana,
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ningún acento de verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás
filósofos». Yo suelo volver a Kant, pero por las razones opuestas. Cada vez que leo, y
soy testigo de la construcción austera y brillante de un sistema, no puedo evitar sentir
una cierta tristeza; el propio edificio es en cierto sentido deprimente.
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bien sus historias no son alegres. Está, por ejemplo, santa Catalina de Alejandría del
siglo cuarto, o Catalina de la Rueda, cuyo nombre proviene del instrumento de tortura
empleado contra ella. Estudiosa precoz de solo catorce años, Catalina fue sometida a
continua persecución. Después de que todas las formas de tortura fallarán —incluido
el suplicio de la rueda—, finalmente el emperador optó por decapitarla, un
recordatorio violento aunque apropiado de la protectora de los filósofos.
¿Acaso el pesimismo no necesita sus propios santos patrones, aunque no sean
dignos del martirio? Pero, en nuestra búsqueda, incluso los más ardientes negativistas
a menudo caen en breves momentos de entusiasmo: el amor de Pascal por la soledad,
el amor de Leopardi por la poesía, el amor de Schopenhauer por la música, el amor
de Nietzsche por Schopenhauer, etc. ¿Deberíamos entonces centrarnos en obras
pesimistas concretas? Podríamos incluir la trilogía de Kierkegaard sobre el horror
existencial: El tratado de la desesperación, El concepto de la angustia, y Temor y
temblor, pero las tres se ven socavadas por sus autores inventados y escasamente
fidedignos. Además, ¿cómo puede uno separar al pesimista del optimista en obras
como Del sentimiento trágico de la vida de Unamuno o El mito de Sisifo de Camus?
¿Y qué hacer con los muchos tratados olvidados sobre el pesimismo, de entre los
cuales The Philosophy of Disenchantment (la filosofía del desencanto) de Edgar
Saltus resulta emblemático? ¿O los seguidores olvidados de Schopenhauer, algunos
de los cuales, como Philipp Mainländer, se suicidaron inmediatamente después de
terminar sus libros? Y esto no dice nada del pesimismo literario: el afligido Werther
de Goethe, la criatura del subsuelo de Dostoyevski, el escribiente desazonado de
Pessoa, el spleen y ennui de Baudelaire, el satanismo místico de Huysmans y
Strindberg, la prosa evocadora y centelleante de Mario de Sá-Carniero, Izumi Kyoka,
Clarice Lispector; el resquebrajamiento de la razón en El ombligo de los limbos de
Artaud o Das Haus der Krankheiten de Unica Zürn. El viejo cascarrabias de
Beckett… incluso los grandes comediantes pesimistas. Todo lo que queda es una
letanía de citas parciales y notificaciones apretujadas en arbóreas galletitas de la
fortuna.
Tradicionalmente los santos patrones adoptan el nombre de una localidad, ya sea
el lugar de nacimiento o donde tuvieron una experiencia mística. Quizás el mejor
método sea el de centrarse en los lugares en donde los pesimistas se vieron forzados a
vivir su pesimismo: Schopenhauer ante una sala de conferencias vacía en Berlín,
Nietzsche mudo y convaleciente en la casa de su hermana, Wittgenstein como
profesor dimisionario y jardinero solitario, Cioran forcejeando con el Alzheimer en
su diminuta alcoba para escribir en el Barrio Latino.
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Lacónicos y taciturnos, los santos patrones del pesimismo nunca parecen hacer un
buen trabajo en lo que respecta a proteger, interceder o defender a aquellos que
sufren. Acaso ellos nos necesiten más a nosotros que nosotros a ellos.
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Hay un fantasma que crece dentro de nosotros
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Hay un fantasma que crece dentro de nosotros, dañado en su desarrollo, y hay una
cacería que surge de la necesidad, elíptica y ahogada. Donde la quietud móvil de
nuestro insomnio ofrece cada pensamiento, hay un campo luminoso de inercia gris, y
los sueños de obsidiana se calcinan.
Si bien Schopenhauer no era Buda, el pasaje revela algo que está en el núcleo de
su pensamiento, que es el origen dual del pesimismo. Por un lado, el pesimismo es
condicional, pues nace de la observación y la experiencia, pero también de la
inclinación y predilección —quizás estás estresado, quizás estás deprimido, quizás
algo en algún sitio te duele—. Encontramos este pesimismo condicional en Pascal,
Lichtenberg y en los moralistas franceses, y aflora en las numerosas quejas de
Schopenhauer relativas a la humanidad, atrapada como está en el pedante metrónomo
existencial del tedio y la porfía.
Pero Schopenhauer también hace referencia a otro origen del pesimismo que es
incondicional, una suerte de sufrimiento metafísico que es el equivalente de existir,
con independencia de nuestros intentos por adaptarlo todo a las razones suficientes
que conforman la base de la filosofía —todas las formas de acceso son, en el mejor
de los casos, sombras chinescas que al cabo se mofan de la forma humana—. Pero
este pesimismo metafísico por definición tiene que fracasar de suyo.
Si la filosofía de Schopenhauer es pesimista, lo es porque el pesimismo se
encuentra atrapado en algún punto entre la filosofía y una mala actitud, y el silogismo
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queda sepultado en el rechazo taciturno a todo lo que es, un luminoso y desestrellado
rechazo de cualquier principio de suficiencia: la futilidad de la filosofía, en la clave
de la filosofía. En uno de sus últimos cuadernos —que tituló «Senilia»—,
Schopenhauer escribe: «Que en breve los gusanos roerán mi cuerpo es una idea que
puedo soportar. Pero que los profesores de filosofía lo hagan con mi filosofía, eso me
horroriza».
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El abismo de un cuaderno de notas
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El abismo de un cuaderno de notas. Una vez Nietzsche alabó el valor del
«pensamiento incompleto» para la filosofía. Si quisiéramos retomarlo, acaso el mejor
lugar para buscar pensamientos incompletos sería en los cuadernos de notas de los
filósofos. El propio Nietzsche fue un usuario metódico de estos cuadernos, que a
menudo escribía solo en el lado derecho para entonces darle la vuelta al cuaderno, lo
que le permitía escribir de delante hasta atrás y de atrás hacia delante. Quizás esta
economía de la página se veía contrarrestada por la famosa escritura ilegible de
Nietzsche.
Schopenhauer, que era no menos meticuloso que Nietzsche, prefería ocupar
varios cuadernos al mismo tiempo, cuadernos de todos los tamaños —in octavo,
quarto, folio, encuadernado y sin encuadernar—. Algunos cuadernos no se movían
del escritorio de su casa, mientras que otros eran susceptibles de ser llevados durante
los paseos, e incluso otros más quedaban reservados para sus viajes. Y luego está
Cioran, ese sombrío merodeador del Barrio Latino, a quien le gustaban los cuadernos
luminosos y abigarrados con espiral que empleaban los estudiantes…
Es casi como si el cuaderno militara contra el libro, siempre que el primero no se
vea negado, en última instancia, por el segundo. Como señala Nietzsche, el
pensamiento incompleto «despliega las alas de mariposa más hermosas —y se
escabulle de nosotros». Asumo que Nietzsche distingue el pensamiento incompleto
del pensamiento que es meramente perezoso —aunque rara vez me veo capaz de
hacerlo yo mismo—.
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comencé a dejar que aquel genio enérgico y sombrío influyera en mí…
Para Nietzsche, el hechizo iba a durar algún tiempo. Tal es su entusiasmo que
incluso intentará convertir a otros a la filosofía de Schopenhauer, si bien a menudo
sin éxito. Más tarde, Nietzsche considerará el pesimismo como algo que había que
superar, un decir «sí» a este mundo tal y como es: desafortunado, indiferente, trágico.
A menudo Nietzsche denomina a este horizonte «pesimismo dionisíaco». Pero es
mucho lo que está en juego, acaso demasiado —incluso para Nietzsche—. En un
determinado sentido, la totalidad de la filosofía de Nietzsche es un intento sostenido y
concertado de sacudir el pesimismo.
Lo que siempre he querido saber es, ¿quién revendió esos ejemplares usados de
Schopenhauer a esa librería de viejo? Uno normalmente revende un libro porque ha
quedado insatisfecho. A veces lo hará porque ha quedado entusiasmado.
Un manual de estilo: el chiste malo, la lista de cosas que uno «tiene que hacer», el
epitafio.
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¿Puede uno atreverse a esperar una filosofía de lo fútil? Aforismos fosforescentes
repletos de musgo, inseparables de la osificación de nuestros propios cuerpos.
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La vida es una cuerda floja
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Kierkegaard: la vida es una cuerda floja.
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El concepto de un pesimismo estadounidense es un contrasentido, lo que resulta
ser una buena razón para suscribirlo.
A menudo los filósofos son amantes de los libros, si bien no todos los amantes de
los libros son iguales. La distancia que separa al bibliófilo del bibliómano es la
misma que la que separa al optimista del pesimista.
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El túnel al final de la luz. «Al igual que los estratos de la Tierra preservan en su
orden las criaturas vivientes de épocas pasadas, los anaqueles de las bibliotecas
conservan en su orden los errores pasados y sus exposiciones». Las palabras de
Schopenhauer se expresan de forma singular en un emplazamiento como Angkor
Wat, el templo ciudad en cuya entrada principal se encuentran dos bibliotecas
masivas que ahora se encuentran vacías. Cuando uno entra en ellas tiene la sensación
de estar en el interior de una tumba.
Desde un horizonte borroso, piscinas mansas de negro basalto perforan las rocas y
nuestros propios huesos que se marchitan con suma paciencia. Flujos adormecidos de
amnesia salada fluyen a través de nuestras fibrosas extremidades. Nuestros poros
todos secretan una salmuera calcinada y errante.
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Aún nos queda por determinar la posibilidad de que la depresión sea meramente
material, incluso elemental. Cioran: «Si la dejáramos actuar nos destruiría hasta las
uñas».
El sepulcro de un libro. Nietzsche comentó una vez que nunca pudo seguir
completamente el pesimismo de Schopenhauer porque, al decir «no» al mundo, este
acabaría negándose a sí mismo —se trata de una forma de pensamiento que
constantemente se socava a sí mismo—. De hecho, Schopenhauer tuvo tanto éxito
siendo este tipo de pesimista que un crítico de sus libros asumió que Schopenhauer ya
estaba muerto (no lo estaba, si bien, no obstante, encontró que la reseña era
lamentable).
—¿Eres pesimista?
—En mis mejores días…
«Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin
pasiones, sin quehaceres, sin divertimento, sin aplicación. Siente entonces su nada, su
abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Inmediatamente
surgirán del fondo de su alma el tedio, las negruras, la tristeza, la pena, el despecho,
la desesperación». En pasajes así, uno tiene la sensación de que Pascal lo estaba
esperando.
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Alimentados por el plancton, los ojos somnolientos por los estupefacientes
agachan la mirada en dirección a lo sagrado.
Rosario de estrellas, pieles de algas, las antaño cálidas gemas opacas nocturnas.
Todo pensamiento un rescoldo. El sueño desciende, el sueño asciende.
El éter de un libro. De vez en cuando uno descubre libros que han sido escritos
para no ser leídos. Los firman oscuros y olvidados autores, la mayoría de los cuales
enloquecieron o desaparecieron misteriosamente. Los propios libros son difíciles de
encontrar; si uno tiene suerte, hay un ejemplar en la biblioteca de la universidad de
Miskatonic (si bien es muy probable que descubras que el ejemplar ha desaparecido).
Uno rara vez los menciona al azar (por ejemplo, «¿Qué estás leyendo?», «Oh, nada,
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sólo el Necronomicon»). Cuando se mencionan, se hace con una ceremonia ominosa.
El temido Necronomicon, el innombrable Libro de Eibon, el blasfemo De Vermis
Mysteriis.
La idea de que una persona pueda volverse loca a causa de un libro resulta
fantasiosa, incluso absurda —en particular hoy en día, cuando los propios libros
físicos parecen desvanecerse en un éter de metadatos oblicuos y hacinados—.
Estamos tan acostumbrados a consumir libros por la información que contienen que
rara vez tenemos en cuenta la posibilidad de que los libros, a su vez, puedan
consumirnos a nosotros. The Bibliomania; or Book-Madness (1809), de Thomas
Frognall Dibdin, emplea un diagnóstico cuasimédico para describir a individuos que
fueron consumidos por los libros, porque estaban obsesionados no sólo por su
contenido sino también por su materialidad. «Hay, en primer lugar, una preferencia
por los ejemplares en gran formato; en segundo lugar, por los ejemplares intonsos; en
tercer lugar, por los ejemplares ilustrados; en cuarto lugar, por los ejemplares únicos;
en quinto lugar, por los ejemplares impresos en papel vitela; en sexto lugar, por las
ediciones príncipe; en séptimo lugar, por las ediciones raras; y en octavo lugar, por
los libros impresos en letra gótica».
Anatomy of Bibliomania (1930) de Holbrook Jackson va más allá al trazar la fina
línea entre la pasión por los libros (bibliofilia) y la pasión enfermiza por los libros
(bibliomanía). Y la manía de poseer libros se torna de forma muy sutil en la manía de
ser poseído por los libros. Jackson incluso refiere lo que sin duda constituye la
cumbre de la bibliomanía: los «bibliófagos», quienes están tan consumidos por los
libros que se los comen, incorporándolos con devoción a sus anatomías y borrando
cualquier distinción entre lo literal y lo figurado.
Más allá de esto, está el «bibliosomne», o libro-durmiente. Se menciona de forma
sucinta en el Commentario Philobiblon, un comentario anónimo sobre el tratado de
Richard de Bury de mediados del siglo XIV. Allí se define al libro-durmiente como a
una «clase especial de monje, uno que está dormido como un libro [codex]».
Todas las personas tienen un punto a partir del cual ya no vale la pena vivir la
vida. En este sentido, todos somos pesimistas encubiertos.
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Reunir un léxico de la futilidad —por qué el filósofo es en realidad un
bibliotecario, el poeta un ladrón de libros—.
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De la bibliomanía
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De la bibliomanía. Resulta llamativo cuántas obras sobre el pesimismo están
incompletas: los Pensées de Pascal, el Zibaldone de Leopardi, los Sudelbücher de
Lichtenberg, los Carnets de Joubert, los fragmentos aislados de Csath, Kafka, Klíma,
Pessoa… No se trata simplemente de obras que el autor no fue capaz de completar,
pues se vio impedido por la enfermedad, la depresión o la distracción. Son obras
diseñadas para ser incompletas —su mera existencia las torna dudosas—. Me gusta
pensar que esa es la razón por la que estas obras eran tan valoradas por sus autores —
pero también tan insignificantes, una gaveta llena de fragmentos anotados en papel,
sin ningún orden en particular, abandonada tras la muerte, como el propio cuerpo—.
Y, a pesar de ello, incluso una obra inacabada puede ser terminada.
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Un suspiro es el estadio último del lirismo.
Tras cada enunciado «no es» subyace la admisión de que «es no».
Media vita in morte sumus. ¿Acaso también los filósofos mueren filosóficamente?
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Nietzsche y Schopenhauer ofrecen lo que probablemente son los dos polos en este
debate. El final de Nietzsche está repleto de gran drama, repleto de tantos personajes
intrigantes y vuelcos de la trama que resulta incluso melodramático. Su ya mítico
derrumbe en Turín mientras abrazaba a un caballo al que estaban azotando; los
numerosos intentos de «curarlo», incluido uno por parte de un especialista en
arteterapia (en balde); el breve y efusivo episodio de las Wahnbriefe o «cartas de la
locura» que constituyen sus últimos escritos; el cuidado amenazante de su hermana,
quien lo vestía con sacerdotales túnicas blancas para que los serviles seguidores
pudieran hacer el peregrinaje al «filósofo loco»; los resultantes once años de
enfermedad, parálisis y silencio, antes de su muerte el 25 de agosto de 1900. Y la
muerte de Nietzsche fue tan solo el principio, pues sus manuscritos iban a ser
publicados…
La muerte de Schopenhauer, por el contrario, careció tanto de dramatismo como
de incidentes. Simplemente falleció mientras dormía en la mañana del 21 de
septiembre de 1860. Unos meses antes, Schopenhauer escribió a un amigo enfermizo
ofreciéndole consejo: «El sueño es la fuente de toda la salud, incluso de la de
naturaleza intelectual. Yo duermo siete, a menudo ocho horas; a veces nueve».
¿Qué muerte es entonces más filosófica? Quizás ninguna de las dos. Pero se
presenta una tercera opción, la del autor galo del siglo XVIII Nicolás Chamfort, un
escritor admirado tanto por Schopenhauer como por Nietzsche debido a sus aforismos
pesimistas. La noche del 10 de septiembre de 1793, Chamfort iba a ser encarcelado
por sus críticas al gobierno francés. Para no ser detenido, decidió matarse. Según un
amigo, Chamfort terminó su cena con tranquilidad, se excusó y entró en su alcoba
donde cargó una pistola y se disparó en la frente. Pero erró el tiro, hiriéndose la nariz
y reventándose el ojo derecho. Entonces cogió una cuchilla e intentó cortarse el
cuello varias veces. Todavía vivo, se apuñaló a sí mismo varias veces en el corazón
sin lograr su propósito. Su último esfuerzo se centró en cortarse las muñecas, pero
tampoco esto le permitió conseguir lo que deseaba. Abrumado bien por el dolor bien
por la frustración, gritó y se desplomó en una silla. Apenas con vida, supuestamente
dijo: «¿Qué se puede esperar? Uno nunca se las arregla para hacer algo con éxito, ni
siquiera matarse».
El pesimista que no consigue morir…
Uno nunca escribe un libro de fragmentos. Con lo que uno acaba es menos que un
libro. O más que un libro.
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Un resplandor negro en los más profundos mares sonámbulos, invisible como
nuestras articulaciones cristalinas y nuestros miembros fibrosos y tan tangible como
nuestros tenebrosos teatros de duda.
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NON SERVIAM
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EUGENE THACKER (Nueva York, 1970) es filósofo, escritor y pofesor en la New
School de Nueva York. Sus escritos tienen que ver con la filosofía del nihilismo y el
pesimismo. Es admirador y seguidor de Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche,
H. P. Lovecraft y Emile Cioran.
Entre sus obras principales se encuentran Into the Influx Incision (1994), Hard Code:
Narrating the Network Society (2001), Biomedia (2004), The Global Genome:
Biotechnology, Politics, and Culture (2005), After Life (2010), In The Dust Of This
Planet (Horror of Philosophy vol. 1) (2011), An Ideal for Living: Anti-Novel (2014),
Starry Speculative Corpse (Horror of Philosophy Vol. 2) (2015), Tentacles Longer
Than Night (Horror of Philosophy Vol. 3) (2015), Cosmic Pessimism (2015). Varios
de sus libros han sido traducidos a diversos idiomas, entre ellos el español.
Su obra ha sido una de las fuentes de inspiración para Nic Pizzolato, guionista de la
serie de televisión True Detective.
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