Rudolf Stammler - El Juez
Rudolf Stammler - El Juez
Rudolf Stammler - El Juez
EL JUEZ
Primera edición cibernética, agosto del 2005
Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés
“Obrad de tal modo que la máxima de tu acción pueda valer siempre, al mismo
tiempo, como el principio de una legislación universal”.
Immanuel Kant.
Índice
Presentación por Chantal López y Omar Cortés.
I. EL PROBLEMA.
1. Introdución.
2. Los casos concretos y su unidad.
3. La práctica.
4. La técnica.
5. La teoría.
II. EL DERECHO.
1. Derecho y naturaleza.
2. Derecho y religión.
3. Derecho y moral.
4. Derecho y usos sociales.
5. Derecho y arbitrariedad.
III. EL ARTICULADO.
1. El concepto del Derecho y el Derecho positivo.
2. Orígenes del Derecho positivo.
3. Las fuentes del Derecho.
4. La capacidad de discernimiento del juez.
5. La ciencia del Derecho.
IV. LA JUSTICIA.
1. De la rectitud fundamental de un querer.
2. El método de enjuícíamiento fundamental.
3. El ideal social.
4. El hedonismo.
5. Juicios subjetivos de valor.
V. EL DERECHO JUSTO.
1. El Derecho natural.
2. Rectitud absoluta y rectitud objetiva.
3. Signíficado jurídíco de la buena fe.
4. Los principios del Derecho justo.
5. Cómo elegir la norma jurídica justa.
1. Introducción
Por eso se juzgó necesario parar mientes antes de nada, en lo que es, en
rigor el fin que se persigue: el Derecho y la Justicia. Conseguido esto,
veráse también claramente de qué modo pueden afrontarse, con un
sentido unitario y conductor, los diversos problemas prácticos que ello
plantea incesantemcnte. Y se podrá, especialmente, trazar una línea
certera de orientación a quienes, como jueces, están llamados a velar por
el Derecho y aplicarlo.
Por eso, cuanto con mayor fuerza se plantea el problema, con mayor
certeza se ve que, aquí como en todas partes, es una orientación
fundamental y segura la que, no sólo debe dar, sino que en efecto da la
solución para cuantos problemas de tipo concreto puedan presentarse.
Entregarse a ella ciegamente, sin analizarla, sería necio. Se trata, por
tanto, de esclarecer con pensamiento crítico lo que tiene de peculiar ese
método normativo, que en la realidad seguimos de un modo unitario; de
ver claro ante nosotros mismos.
Con este fin ante nuestros ojos, podremos luego acometer la empresa de
analizar la misión del llamado a servir como juez a la comunidad y a
quienes la forman. Examinemos brevemente, antes de pasar adelante, el
problema asì planteado en su conjunto.
Esto hace que los objetos ante la consideración crítica se dividan en dos
clases.
3. La práctica
4. La técnica
Las normas y las máximas a que nos estamos refiriendo arrancan todas
de premisas limitadas y versan sobre problemas limitados también. Estas
normas, enderezadas a objetivos muy limitados y concretos, son las que
llamamos normas de la técnica. Es con ellas, indudablemente, con las que
todo hombre comienza a establecer normas generales. Muchos,
demasiados, no pasan de aquí. Estos viven en un mundo de
pensamientos técnicamente limitado y no levantan la vista de los
acaeciminetos concretos, tal como se presentan aisladamente, más que
para remontarse a una relativa generalidad.
5. La teorìa
Intentar aquí sanear el uso del lenguaje, sería perder el tiempo. Lo que
nosotros nos proponemos es, simplemente, encontrar las bases objetivas
necesarias para exponer, en el plano de los principios, la verdadera
misión del juez.
EL DERECHO
1. Derecho y naturaleza
2. Derecho y religión
El agricultor creyente que implora la bendición del Cielo para sus campos
eleva por sí mismo su espíritu a la divinidad. Es una suplica plena de fe
que dirige al Dios Todopoderoso, a quien confía el producto de su trabajo.
Culmina este acto en la ofrenda de su persona al Poder divino, cuyos
mandatos acata y reconoce como deberes emanados de Dios. No se trata
en cambio, del contenido de una voluntad jurídicamente vinculatoria que
le relacione con otros individuos dentro de la esfera de la agricultura.
3. Derecho y moral
Todo la que puede decirse, a este propósito, es que ello depende del
sentido de la palabra moral. Este término presenta dos acepciones, y
quien no tenga esto en cuenta puede verse sumido, cuando se pare a
pensar sobre este problema, en inseguridad e incluso en confusión. El
doble sentido de la palabra moral depende de la idea que sirva de término
de comparación. Y así, tenemos:
Alguien podrá pensar que estas tesis son demasiado evidentes. Pero, un
análisis crítico de las manifestaciones teóricas que se contienen en los
comentarios legales y en las sentencias judiciales del Derecho moderno
nos enseña, desgraciadamente, que la ciencia jurídica no ha logrado
todavía establecer, con carácter general, una distinción clara entre los
conceptos de lo moral, como sinónimo de vida interior, y lo jurídico, como
sinónimo de ordenación de la convivencia humana. De otro modo, no se
interpretaría el mandato del Código civil de reconocer un deber moral,
remitiéndose de un modo tan huraño a la zona, aparentemente extraña, de
la ética, sino que se comprendería que cuando la ley habla de un deber
moral se refiere, evidentemente, a una voluntad jurídica, pero a una
voluntad que, respondiendo al concepto del Derecho, sigue a la par, como
su estrella polar, la idea de la justicia.
En una pequeña ciudad, vivía una viuda con una tiendecita. La viuda,
enferma, iba envejeciendo. Su único hijo la ayudó por espacio de unos
veinte años, atendiendo a casi todo el negocio. Cuando tenía 26 años, la
madre le cedió todos sus bienes, a cambio de que la tuviese en su casa y
cuidase de ella mientras viviese. En el documento por el que se otorgaba
aquella cesión de bienes se decía: Mi hijo no ha exigido ni obtenido
nunca remuneración por los largos años de servicios que me ha
prestado, y me siento obligada a indemnizarle, en cierto modo, con esta
cesión. El hijo se casó. La madre, ya vieja, y la nuera riñeron; luego, se
peleó también con el hijo. La madre quiso impugnar la cesión de bienes
por ingratitud, pero el hijo alegó que se basaba en un deber moral, siendo
por tanto, según el Código, irrevocable.
5. Derecho y arbitrariedad
El Derecho forma parte del reino del querer, no del de los fenómenos del
espacio. Es una modalidad del querer vinculatorio, que hace posible el
concepto de la convivencia humana, a diferencia de la vida interior de
cada individuo. Y entraña una modalidad autárquica de vinculación, un
tipo permanente de regulación exterior, que se distingue de los vínculos
puramente convencionales, establecidos por voluntad subjetiva y en cada
caso concreto. Pero como, en esta vinculación autárquica, los vínculos
son independientes del consentimiento de los interesados y tienen el
carácter de una regulación coactiva, surge el problema de saber si ésta
no podrá trocarse fácilmente en arbitrariedad personal por parte de quien
ejercite el poder. ¿Cómo trazar aquí una firme línea divisoria,
caracterizando el Derecho frente al poder arbitrario? ¿Cuándo nos
encontramos ante un fenómeno o ante el otro?
También aquí hay que establecer un criterio formal fijo para definir el
concepto del Derecho y deslindarlo del de la arbitrariedad. La bondad del
fin perseguido no es lo que puede decidir aquí. Es interesante, en este
punto el relato del Antiguo Testamento en que Daniel eleva sus oraciones
a su Dios, infringiendo con ello los preceptos del Derecho regio. Al ser
denunciado, el rey sintió gran pena. Pero no tuvo más remedio que ceder:
En verdad, que nadie puede atentar contra el derecho de los medos y los
persas. Y Daniel fue condenado a la fosa de los leones.
El juez tiene que ocuparse del Derecho en ambos sentidos. Aqui, como
siempre, el análisis crítico no entraña un dilema, sino una unidad. El juez
tiene que ejercer prácticamente las dos acepciones del Derecho que
hemos distinguido aquí clara y nítidamente, en el plano teórico; la única
manera de que se coloque a cada una de ellas en el puesto que le
corresponde es dejar bien definidas la peculiaridad permanente de cada
una y sus relaciones con la otra. En el capitulo anterior hemos visto, con
ejemplos tomados de la práctica, cómo es necesario, en la actuación
judicial, tener en cuenta la modalidad formal del concepto del Derecho
frente a otras modalidades de la vida espiritual del hombre. Examinemos
ahora más de cerca lo que se refierc al Derecho positivo, en el sentido en
que lo acabamos de definir.
En todas las religiones paganas, nos encontramos con que son los
dioses los que crean el Derecho. Esta concepción aparece también en el
monoteismo oriental. En el Antiguo Testamento, es Jehová quien
proclama directamente a Moisés las diversas normas jurídicas, muchas
de ellas de un carácter harto minucioso. En las Suras del Corán, Mahoma
advierte que sus reglas de Derecho son leyes divinas. Este punto de vista
no es ajeno tampoco al Occidente ni al Cristianismo. Sin embargo, este
modo de ver no puede corresponder en modo alguno, a una concepción
religiosa esclarecida. Para ésta, el Derecho no puede ser otra cosa que un
querer humano, llamado sin embargo a cumplir, en el aspecto religioso,
una mision divina.
Si V. da F.
y A. es V.
para A. rige F.
LA JUSTICIA
I. De la rectitud fundamental de un querer
Este fallo lo emite una instancia nueva y superior, a cuya crítica intrínseca
no escapa nÍnguna sentencia judicial. Ningún juez puede dejar de hacerse
esa suprema reflexión, si quiere que su magístratura y su actuación
especial aparezcan justificadas. Tiene que demostrar que su fallo se halla
a tono con Ia justicia objetiva o por qué no pudo ajustarse a ella, por
razones convincentes. De otro modo, se vería abochornado escuchando
el elogio muy relativo que se hace en el Wilhelm Meister de un burócrata:
Un hombre bueno y leal que, preocupado con el Derecho, no alcanza a ver
nunca la justicia.
3. El ideal social
Aunque incurramos en una repetición, no del todo superflua, tal vez por la
mentalidad hoy reinante, insistiremos en que las afirmaciones que
acabamos de dejar sentadas no encierran ninguna utopía, ni la fantasía de
ningún Estado ideal. La fórmula del ideal social entraña un seco concepto
lógico: no nos dice, por tanto, lo que debiera ser, sino que se limita a
reflejar críticamente lo que realmente se piensa cuando se dice,
refiriéndose a una aspiración, que es un Derecho fundamentalmente
justo.
4. El hedonismo
Cada una de estas dos afirmaciones han sido elevadas a sistema. Las
teorías religiosas un poco profundas hacen del concepto del deber su
meta. En filosofía, eso fue lo que Sócrates enseñó a sus discípulos. Cierto
que en la doctrina de éstos se impuso el hedonismo, la teoría de la
felicidad. Así acontece también, más marcadamente todavía, en la
filosofía moderna, formada sobre todo en la era del racionalismo. Fue en
Inglaterra, como es sabido, donde se forjó, como principio
pretendidamente filosófico, la teoría del hedonismo. Kant fue el primero
que se levantó, con todo su empuje, contra él. El nervio de la Crítica de la
razón práctica es precisamente, la lucha contra el hedonismo. Después de
Kant, no quedó de éste nada que pudiera tenerse seriamente en pie.
También el hedonismo pretende dar la pauta, erigiéndose en la voluntad
objetívamente justa. Pero, resulta una contradicción lógica irreductible
decir, como dice esta teoría, que lo que un hombre concreto y
condicionado se representa como el bienestar subjetivo es ley objetiva en
el plano del razonamiento general. Las condiciones permanentes de esta
ley, de lo objetivamente justo, no podrán definirse jamás sobre la base de
deseos y aspiraciones meramente subjetivos. Y toda referencia a una
sensación de placer no trascenderá jamás, de por sí, de los límites de lo
subjetivo. El problema de si esa sensación es o no fundamentalmente
legítima no puede resolverse basándose en el mero hecho del bienestar
subjetivo. Para ello, es necesario remontarse a la idea de la armonía
incondicionada de todos los contenidos de voluntad, la única de que
puede deducirse una justificación objetiva de cualquier fin concreto y
especial.
Es curioso que haya habido juristas solventes que se hayan dejado llevar,
a pesar de todo, por esa irreductible contradicción. Es, por ejemplo, el
caso de Hugo, en su Derecho natural (1819), y de algunos otros teóricos
modernos del Derecho. Creen poder eludir la indicada contradicción, pero
se equivocan. Cuando dicen que lo que interesa no es solamente el
propio placer, sino también la felicidad de otros, surge inevitablemente
(aunque dejemos a un lado, por un momento, el ambiguo concepto de la
felicidad) el problema de saber si el bienestar de los otros ha de
determinarse o no por el propio placer de éstos. De ser así, nos
encontraremos metidos de lleno, una vez más, en el subjetivismo del que
queríamos huir. En realidad, aquello por lo que, fundamentalmente, hay
que velar es el bienestar legítimo de otros. Con lo cual, volvemos a
encontrarnos en el punto de partida de nuestra pregunta: ¿Bajo qué
condiciones permanentes son objetivamente legítimos los deseos y las
aspiraciones de alguien? Los términos bienestar, felicidad u otros
parecidos no desempeñan ningún papel normativo para llegar a una
solución.
En rigor, podría afirmarse fundadamente, que todo ese intento teórico del
hedonismo es indiferente para la actuación práctica del juez. Con ese
criterio no podría fallarse ningún proceso civil ni sustanciarse ninguna
causa criminal. Supongamos que el juez tenga que emitir un juicio ex
aequo et bono, que tenga que fallar, por ejemplo, un litigio entre
arrendador e inquilino según el arbitrio de equidad o una cuestión entre
comprador y vendedor según la buena fe: ¿qué servicio va a prestarle
aquí el hedonismo, con su norma de que hay que tener en cuenta, como
regla de principio, el bienestar de otros? Hasta hoy, no existe ni el menor
intento en esta dirección. Sería mucho más provechoso que un
representante del hedonismo, en vez de limitarse a repetir en abstracto
esta vieja e insostenible teoría, intentase demostrarnos cómo podría
ventilarse un litigio cualquiera en el sentido del hedonismo social. ¿Cómo
arreglárselas para que cada parte litigante se inspire en el bienestar del
otro? Para la reflexión consecuente y profunda de quien analiza
teóricamente la teoría del placer, se abre aquí un ancho campo que el
mero tópico del bienestar de otros no basta para llenar.
Tan poco éxito como la teoría del anarquismo tiene la tesis de una serie
de escritores sociales modernos que admiten sólo juicios de validez
subjetiva, incluso en lo que guarda relación con las funciones judiciales.
Estos escépticos pretenden establecer una distinción entre hechos y
juicios valorativos, sosteniendo que, mientras que los primeros pueden
ser objeto de afirmaciones científicas de valor objetivo, los juicios
valorativos se circunscriben, necesariamente, a una vigencia meramente
subjetiva.
EL DERECHO JUSTO
1. El Derecho natural
¿Cuándo acontece así? ¿y cuál es esa naturaleza que nos tiene que dar la
pauta aquí?
La historia de las teorías sobre el Derecho natural nos enseña que todas
las aspiraciones encaminadas a dar una contestación a aquella pregunta
se pueden dividir en dos clases, según que la pauta que se aplica sea la
naturaleza del hombre o la naturaleza del Derecho.
Aquí, sólo hemos de investigar qué relación guarda este problema a que
nos estamos refiriendo con la misión fundamental del juez y a qué
resultados nos pucde llevar con respecto a éste.
En este respecto, todos los sistemas a que hemos hecho referencia hace
poco adolecen del mismo vicio. Todos ellos pretenden encontrar un
Código de Derecho con un contenido ideal. Y esto es imposible. Todo lo
que hay de concreto en el contenido de las normas e instituciones
jurídicas se halla necesariamente relacionado con la materia limitada de
las aspiraciones humanas. En este sentido, las normas e instituciones
juridicas son siempre imperfectas y sólo pueden aplicarse a situaciones
históricas limitadas y a determinadas sociedades concretas. Por tanto, la
aspiración, de suyo perfectamente concebible, de un Derecho ideal, debe
desecharse de una vez para todas, como irrealizable.
En el estudio científico del Derecho cabe distinguir más bien tres sectores
fundamentales:
1°Sólo las formas puras de ordenación de nuestras impresiones y
aspiraciones tienen un alcance absoluto dentro de nuestro mundo mental
y, por tanto, una validez general incondicionada para todas las
experiencias posibles de nuestra conciencia. Esto no quiere decir que
cualquiera pueda manejar con seguridad, en su análisis crítico, estos
métodos de ordenación; pero ello no obsta para que puedan buscarse y
afirmarse en un sentido de validez absoluta. En efecto; si los métodos de
ordenación no son, incondicionalmente, fijos y constantes, la materia por
ellos determinada no podrá someterse nunca tampoco a una ordenación
exacta. Por lo que a nuestro tema se refiere, sólo se cuentan entre las
formas puras de determinación y enjuiciamiento el concepto y la idea del
Derecho, y las líneas de pensamiento que de ellos irradian.
Las normas a que hay que atenerse en los fallos judiciales con arreglo a
buena fe, etc., son normas jurídicas. No es bueno empañar esta claridad
de concepto con expresiones confusas como la de moral, sentimiento del
decoro y otras semejantes. Indudablemente, la palabra moral puede
emplearse dándole simplemente el sentido de lo fundamentalmente justo,
como cuando se habla, por ejemplo, de las fuerzas morales de un pueblo.
En estos casos, tanto da decir Derecho moral como Derecho justo. Pero
la palabra moral tiene además otra acepción, la que se refiere a la vida
interior, por oposición a la vida social (II, 3), la cual no debe involucrarse
aquí. De lo que se trata es de ver cuáles son los caminos metódicos de
pensamiento que deben seguirse, uniformemente, siempre que se trate de
encontrar el Derecho moral o el Derecho justo. Y para esto, no aclara nada
el remitirse simplemente al juicio moral.
Si planteamos el problema objetivamente, vemos que gira en torno a la
aplicación de normas jurídicas. A la afirmación de que los fallos según la
buena fe son fallos basados en normas jurídicas, se enlaza una
observación de seca técnica jurídica y es que los fallos judiciales
emitidos asi se hallan sujetos al recurso de revisión (Ley Proc. Civ.. arts.
549 ss.).
Para ello, cabe valerse como medio auxiliar de ciertos métodos, que
nosotros llamamos los principios del Derecho justo. Para encontrarlos,
hay que seguir el siguiente camino discursivo.
La noción ideal de una relación jurídica ajustada a una armonía plena con
cuantos problemas jurídicos son imaginables entraña una doble dirección
del pensamiento.
Al decir esto, se pasan por alto todas las normas en que la propia ley
ordena enjuiciar con arreglo a la buena fe, a la equidad y a la rectitud
fundamental. Y sin embargo, el juez jamás ha prescindido de este criterio
para enjuiciar; criterio que en ciertas épocas se destaca, como hemos
visto, con una fuerza especial.
Pero los principios del Derecho justo no son más que medios auxiliares
para elegir entre diversas posibilidades. Ateniéndonos directamente a
ellos, a los principios, no podemos rcsolver ningún litigio de Derecho. Las
normas que hay que aplicar para emitir un fallo judicial son siempre
normas jurídicas limitadas, que responden a uno de aquellos principios y
que están ya dispuestas para la actuación del juez que entre ellas ha de
elegir.
EL ARBITRO JUDICIAL
1. Jurisprudencia humana
Una figura peculiar dentro de la magistratura judicial es la del francés
Magnaud, presidente del Tribunal de Primera Instancia de Chateau-
Thierry. Este juez inició hace unos cuantos decenios un tipo dc
jurisprudencia a la que él mismo dió el nombre de humana. Se hizo
popular con un asunto criminal, que de por sí no podía ser más sencillo.
Se trataba de una muchacha que, impulsada por el hambre, había
sustraído un pan de una panadería para comerlo con su familia, siendo
acusada dc robo. El Código penal francés no admite la eximente del
estado de necesidad. El recurso de acogerse a la irresponsabilidad del
acusado falla muchas veces. Magnaud absolvió a la muchacha, alegando
que nadie debía pasar hambre no siendo por su culpa y, que el juez debía
interpretar y aplicar la ley en un sentido humano. El Tribunal de apelación
revocó la sentencia y condenó a la procesada. Pero Magnaud siguió
ejerciendo sus funciones en el sentido indicado, lo mismo en materia
penal que en materia civil.
Unas veces, se indaga el llamado Derecho vivo. Hay normas que perduran
en el Derecho vigente sin haber sido aplicadas jamás. En Derecho
hereditario, por ejemplo, hay numerosos artículos, sobre todo en lo que
se refiere a la interpretación de los testamentos, sin valor alguno, porque
no se aplican nunca. El usufructo de objetos concretos carece casi de
toda importancia práctica. De los negocios jurídicos de comisión se dice
que van desapareciendo gradualmente. La institución específica del
contrato de depósito es superflua, pues los contratos de alquiler,
mandato y scrvicios permiten alcanzar todos los fines perseguidos por
aquél. En cambio, surgen constantemente nuevos tipos de contrato que
no figuran en el Código, y en general puede decirss que la legislación va
renqueando detrás del pulso de la vida real. Contra este modo jurídico de
ver, nada puede objetarse. Lo que pasa es que presupone precisamente la
posibilidad de un conocer y un enjuiciar jurídicos de carácter científico. El
criterio a que nos referimos se reduce a subrayar ciertos problemas
concretos, que pueden, sin duda, ser muy interesantes.
3. El Pretor
Esta libertad judicial del Pretor encerraba peligros incluso para él.
Fácilmente podían surgir recelos contra su actuación. Los Tribunales del
Pueblo podían vetar sus fallos y la publicidad plena de la administración
de justicia en el Foro romano le colocaba, por así decirlo, bajo la
vigilancia de la colectividad. Indudablemente, en los tiempos antiguos el
ejercicio de las funciones judiciales del Pretor se guiaba por una prudente
objetividad, a la que servía de sostén, en lo exterior, la modestia de las
condiciones de la época. No se tiene noticia de ningún proceso criminal
en el que el Pretor fuese condenado, por abusar de sus funciones, a ser
arrojado de la de la roca Tarpeya. Pero la firmeza de los viejos tiempos fue
relajándose poco a poco. En la época de Sila se dictó una ley que prohibía
expresamente a los Pretores apartarss de las normas establecidas ya en
sus Edictos. No sabemos hasta qué punto sería esto un remedio eficaz.
Pero esto tropieza con las más serias objeciones. Los preceptos que
nuestra legislación establece para detenninados casos de un modo tan
imperativo, que no deja el menor margen al arbitrio judicial, proceden de
una vieja y probada experiencia. Así, por ejemplo, cuando el Código civil
dice (art. 544) que el inquilino de uua vivienda malsana puede rescindir el
eontrato sin sujetarse, a plazo alguno, aun cuando al cerrar el contrato
conociese las condiciones antihigiénicas de la vivienda o hubiese
renunciado a invocarlas, es indudable que no deja margen para enjuiciar
la conducta del arrendatario con arreglo a la buena fe. Si se permitiese
presentar y discutir alegaciones dilatorias de este género, no sería
posible luchar contra las viviendas malsanas con la energía expeditiva
con que quiere luchar la ley. La prohibición de toda restricción
contractual puesta a la libertad de testar (Código civil, art. 2302)
salvaguarda el respeto debido a la última voluntad del testador mejor que
lo haría la apteciación de las circunstancias del caso con arreglo al libre
arbitrio, y se comprende fácilmente porqué los romanos declaraban
contra bonas mores hasta la mera posibilidad de un pacto hereditario.
Ejemplos de éstos para probar la conveniencia de las normas legales de
carácter imperativo podrían ponerse a montones.
Todo esto hubo de ser subrayado ya, en el fondo, por Platón, cuya obra
sobre el Estadista es de provechosa lectura para este problema y cuya
tesis podemos transcribir aquí como resumen de cuanto queda dicho:
5. Fallos fundamentados
Seguramente que tal acontece hoy también, por regla general, con los
mejores fallos de nuestros Tribunales. Con esto, queda indicado en qué
sentido se puede introducir un progreso, progreso tan posible como
necesario. Este progreso consiste en que el juez esclarezca críticamente
ante sí mismo el contenido de su propio fallo, en que ahonde en los
métodos de pensamiento que de aquí resultan, en que lleve a la práctica
las condiciones uniformes y siempre reiteradas que informan la rectitud
objetiva de las sentencias judiciales.
INDEPENDENCIA DE LOS
TRIBUNALES
1. Legislación y Judicatura.
Cada uno de estos tres Podcres debía aparecer separado de los otros dos
y con su propio titular. De otro modo, no estarian separados estos
Poderes; sino unidos en la misma persona o bajo el mismo órgano de
autoridad, no podría existir la libertad política del ciudadano. Así ocurre,
sobre todo, cuando el Poder judicial no aparece separado del Poder
legislativo y del ejecutivo: Si se confundiese con el Poder legislativo, la
vida y la libertad de los ciudadanos se hallarían regidas por la
arbitrariedad, pues el juez sería legislador. Y si se confundiese con el
Poder ejecutivo, el juez podría convertirse en opresor.
2. El Estado de Derecho
Muchas veces se ha planteado, con carácter dubitativo, la pregunta
anterior. La primera tentativa es la de contestarla con una descripción
general. Se trazan analogías sobre la materia múltiple y diversa de la
experiencia histórica. Es un método socorrido volar sobre los siglos y
agrupar sintéticamente las manifestaciones en las que se cree descubrir
iguales o análogas características. Pero esto sólo puede lograrse por
aproximación. La materia que aquí se trata de modelar es demasiado
varia, dispersa y mudable; no puede esperarse que, estudiando sus
aspectos concretos, se lIegue nunca a descubrir los métodos de
ordenación general, como objetos especiales de nuestra investigación. Es
dudoso qne las formas conceptuales realmente empleadas como formas
susceptibles de ordenar la masa caótica de las diversas experiencias
concretas puedan deducirse de la simple observación de esta masa
caótica como tal.
A esto hay que añadir que el conocimiento cientifico sólo existe cuando
se penetra exhaustivamente en el sistema de los métodos puros. Y
siempre será dudoso qne se puedan agotar los métodos de ordenación
por el solo hecho de asegurar por la consideración empírica algunos de
ellos.
Aplicando esto a nuestro tema, tropezamos ante todo con el concepto del
Derecho. Es el único que aparece como modalidad conceptual
determinante de ordenación en todos los problemas jurídicos particulares
que nuestra experiencia nos plantea, como tales problemas particulares
en el transcurso de la Historia. Pero en este concepto va implícita la
noción de que los hombres conviven y se relacionan bajo una regla
exterior. De donde resulta que en todo pensamiento jurídico tenemos
presentes en nuestro pensamiento, por sí mismas, estas dos modalidades
de ordenación: la categoría de la supremacía juridica y la de la
subordinación jurídica. La primera caracteriza a la norma que vincula
jurídicamente a los diversos individuos; la segunda, en cambio,
caracteriza la posición de los individuos vinculados. En la práctica, se
derivan de aquí, aplicando aquellos conceptos fundamentales a la
estructuración de la vida social, los conceptos del establecimiento del
Derecho y de la ejecución del Derecho: el primero, en que se estatuye la
norma jurídicamente vinculatoria; el segundo, en que se determinan las
relaciones de los individuos sujetos a esa norma. Estas categorías
formales dominan, por tanto, necesariamente, todos los problemas
jurídicos; por eso se las erige, y con razón, en base esencial del Estado
de Derecho de los tiempos modernos. La preocupación que apuntaba
más arriba puede concebirse como la aspiración a la libertad del
ciudadano frente a un Poder público demasiado opresor. Si no nos
engañan todos los indicios, esta preocupación ha vuelto a apoderarse en
nuestros días de todos los Estados civilizados con fuerza redoblada. No
importa que cambien los titulares del Poder, en cuyas manos se pone el
Poder organizado del Estado: la idea de la libertad, de la autonomía y de
la propia responsabilidad del hombre ante sí mismo y ante lo que
constituye la meta de su vida se ve en peligro en todas partes, cuando no
se destruye y se hace añicos; ante la ingerencia excesiva de los Poderes
del Estado. Y la suerte y el destino del hombre consisten en ser o en
negar a ser una personalidad interiormente libre. Todos los preceptos del
Estado y toda la organización social no son más que un medio limitado
ante este fin fundamental. Lo importante, pues, es organizar los medios
del Poder público de tal modo, que tengamos siempre ante nuestros ojos
la directriz ideal que debe guiar a aquel Poder.
Pero la independencia del juez debe ser, ante todo, una independencia
interior basada en la libertad espiritual. El juez sólo debe someterse a su
propia convicción, debidamente fundamentada. Esto nos conduce a un
capítulo acerca del cual tenemos algunas cosas que decir, en el plano del
análisis crítico. Esta libertad espiritual necesaria para el ejercicio de las
funciones de juez se halla amenazada por diversos peligros. Estos
peligros nacen, por una parte, de las ingerencias externas de la
legislación, por otra parte de ciertos doctrinarios bien intencionados, y
finálmente de la propia tendencia del juez a respaldar sus fallos en la
autoridad de otros. Examinaremos por separado estos tres puntos.
Se remite el juez a las normas de la cultura para el caso en que tenga que
fallar con arreglo a la buena fe, a la equidad, a las buenas costumbres; en
una palabra, con arreglo a lo que aquí entendemos por Derecho justo. No
es un método formal para elegir entre varias posibilidades empíricamente
dadas, como el que brinda nuestra teoría, el que se quiere tomar como
pauta, sino normas ya establecidas y situadas por encima de las normas
elaboradas del Derecho: las normas elaboradas de la cultura. Cualquiera
persona reflexiva y entendida en cosas de Derecho gustária de que se le
pusiese un ejemplo de esto. Pero no los hay. ¿En qué sentido deben
concebirse estas normas de cultura, afirmadas tan a lo ligero? ¿De dónde
proceden? ¿Qué aspecto presentan?
Desde el punto de vista del juez, hay, por tanto, razones fundadas para
exigir que se presente de una vez, concretado en realidades, el Código de
esas supuestas normas de cultura cuya posibilidad, hasta ahora, no ha
hecho más que afirmarse vagamente. Mientras no se haga eso, habrá que
declarar indiferente para la práctica toda la teoría de las normas de
cultura. Teóricamente, la menor tentativa de reunir esas normas
demostraría que sólo se trata, en realidad, de normas jurídicas de tipo
especial, cuyo carácter valioso consiste simplemente en elegir entre
diversas posibilidades en el sentido del ideal social.
Cierto que a veces es la propia ley la que ordena al juez atenerse a las
opiniones imperantes. El maestro de obras y el arquitecto que dirigen la
construcción de un edificio tienen que respetar, si no quieren incurrir en
pena, las reglas reconocidas del arte de la construcción (Cód. penal art.
330); las donaciones que respondan a las consideraciones debidas al
decoro siguen un régimen jurídico, especial (Cód. civil, arts. 534, 1446,
etc.; V. supra, II, 4). En estos casos, el Tribunal no tiene más que
reconocer y aplicar las opiniones periciales y las normas convencionales
que la ley declara decisivas. Pero estos casos constituyen excepciones
muy contadas. Tienen su fundamento específico en determinados
artículos de la ley, no pueden trascender de los límites señalados por ésta
y son, exclusivamente, proyecciones concretas de la voluntad del orden
jurídico vigente. Podríamos compararlos a las funciones de un ejecutor
testamentario, a las leyes de ejecución dictados por los distintos países
del Reich o base del Derecho general de éste o a la promulgación de
reglamentos de policía.
Claro está que ésta exige razones de fondo, con las que se le pueda
elaborar de un modo críticamente seguro y fijo, la materia del caso
planteado. El mero hecho de que un determinado criterio sea el imperante
no puede suplir las razones de fondo de un juicio. La distinción de
cantidad y calidad, que ya Platón y Aristóteles ponían de relieve en
términos tajantes, la contraposición interna entre los conceptos de
mucho y de bueno no podrá borrarse jamás del mundo. Y esta
consideración deberá guiar también la actuación del juez, si quiere que
sus juicios sean fundamentalmente justos y sus resultados buenos.
Por eso debemos decir también que el afán por la popularidad en los
resultados no es el mejor consejero para conseguir juicios
intrínsecamente justos. La referencia a lo popular adolece de una doble
falta: falta de claridad conceptual y de fundamentación ideal.
EL SACERDOCIO JUDICIAL
1. Claridad del objeto final
La teoría crítica del Derecho puede ser el medio para resolver esas
dificultades, pues constituye, evidentemente, el mejor ejemplo ilustrativo
de aquella distinción. Demuestra la imposibilidad de un Derecho ideal que
encierre a la par normas e instituciones de alcance limitado y una
tracendencia absoluta para todos los tiempos y todos los pueblos (V, I). Y,
por otra parte, no se aferra a la materia condicionada de lo concreto y lo
positivo, sino que pone de relieve cómo todas las aspiraciones sueltas
encuentran su unidad en un método formal siempre uniforme cuyo
pensamiento directivo coincidente se llama Justicia.
2. El Derecho aplicable
3. Disensiones en el Derecho
Como institución juridica frente a las funciones del juez, la gracia arranca
de los orígenes del Estado de Derecho (VII, 3). Poco tiempo antes de
instaurarse éste, la institución de la gracia suscitaba, en bloque por
principio, incluso hostilidad. AlgunoS escritores la consideraban
incompatible con la seguridad y la independéncia de los Tribunales. Su
lema era más bien el del emperador Fernando II : ¡Fiat iustitia et pereat
mundus!
Para llegar a su solución, hay que dejar a un lado los abusos personales.
Abusus non tollit usUm. Lo que hay que examinar es si el concepto de la
gracia responde o no a Una razón objetivamente legítima. Nosotros
entendemos que sí.
Aquí es donde la gracia tiene su radio de acción. Este correctivo del fallo
judicial tiene la ventaja general de dejar en pie una ley imperativa cuya
formulación técnica apunta bien al promedio de los casos litigiosos,
mantenida y aplicada por Trlbunales imparciales e independientes. La
gracia se encarga de pronunciar el Derecho justo en un caso concreto
que represente una excepción y no justifique la modificación de la ley.
5. Justicia y amor
Hace unos cien años, vivió y actuó en la práctica jurídica Carlos Federico
Göscel, una de las figuras más interesantes de juez de aquella época, un
hombre reflexivo que se esforzó siempre en establecer su profesión de
juez sobre el mejor fundamento que fuese capaz de encontrar. Sus
escritos y sus libros han brotado directamente de la práctica jurídica y
revelan una pugna constante por dar al estudio jurídico y a la actividad
judicial la superior consagración de una concepción de la vida de validez
universal y de profunda fundamentación.
Entre los autores modernos, hay que citar aquí, especialmente, a Tolstoi,
según el cual todo el problema social se reduce a que los hombres se
sirvan los unos a los otros. Por este camino, llega Tolstoi a una variante
del anarquismo y se convierte en enemigo por principio del Derecho. Pero
tampoco estaba muy distante de este punto de vista el propio Lutero.
Según él, si el Derecho era necesario para que los hombres buenos no
fuesen maltratados por los malos, era simplemente porque los buenos
cristianos se hallaban distanciados entre sí. Estas concepciones y otras
semejantes no pueden ser compartidas. Y no precisamente por
consideraciones de orden práctico, que, indudablemente, sóló podrían
llevarnos a resultados fragmentarios y fortuitos, sino por razones claras y
como una consecuencia necesaria de premisas incontrovertibles.