I Frigia y Los Frigios PDF

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Frigia y Los Frigios

Antes de su incorporación al mundo grecorromano, Kybéle 1 fue la gran diosa de Frigia


(Fruvgia), una extensa región de Anatolia que, con centro en el valle del Sangario (Gallo o
Sakariya), se extendió desde la frontera del Urartu2 , allende el río Halys, hasta la llanura de
Konya, por el sur, y región del Alto Meandro, por occidente (fig.1).
La sede de su santuario principal se encontraba en Pesinunte (o Pesino), donde era vene-
rada bajo la forma de un ídolo anicónico: la sagrada "Piedra Negra" y donde, cada primavera,
se celebraban con una gran solemnidad las fiestas en su honor y en el de Atis, su joven aman-
te. Desde allí, en época helenística, comenzó su etapa de mudanzas, cambiando dos veces de
domicilio: de Pesinunte a Pérgamo y de Pérgamo a Roma, pero como, hasta entonces, fueron
muchos los acontecimientos que afectaron a Frigia y, en consecuencia, a la difusión de la reli-
gión y culto de su diosa nacional, debe hacerse de ellos un breve resumen, a partir de finales
del II milenio a.C.
En torno a 1200 a.C. se sitúa la invasión del pueblo de estirpe indoeuropea que iba a dar
nombre a la región: los frígios. Emparentados con tracios e ilirios y procedentes todos ellos de
la zona de los Balcanes, atravesaron el Estrecho de los Dardanelos e irrumpieron, violenta-
mente, en Asia Menor. En los anales asirios se mencionan con el nombre de muskhi ya desde
la época de Tiglat-Pileser I (1117–1077 a.C.), es decir, después de haberse producido las pri-
meras invasiones. Tales muskhi, hoy englobados con el denominador común de "pueblos del
mar", fueron los causantes de la terrible conmoción que afectó, no sólo a toda el área asiática,
sino también a la cuenca del Mediterráneo. A ellos se atribuye la total destrucción de las forta-
lezas micénicas, la caída del imperio hitita y la seria sacudida de castigo que sufrió el Egipto
de Ramsés III (1184–1153 a.C.).
En el Mediterráneo central, la civilización micénica, debilitada después de la inútil y larga
guerra de Troya, emitía su canto de cisne. Incapaz de remontar las consecuencias de las duras
embestidas traco-frigias, dejaba el campo libre a una nueva estirpe aria, la de los dorios, ya
dominante en las capas bajas de la sociedad. Comenzaba así la denominada "edad oscura de
Grecia" que se prolongó hasta finales del siglo IX a.C. En cuanto a Asia Menor, las conse-
cuencias no fueron mejores. Las invasiones arruinaron el ya decadente imperio hitita que se
fragmentó en toda una serie de estados-ciudades muy florecientes durante un par de siglos,
pero que acabaron cayendo en poder de Asiria en el siglo VIII a.C.
Dentro de este mosaico de pueblos itinerantes que buscaban nuevas zonas de asentamien-
to, los frigios jugaron un destacado papel. Se establecieron, en un principio, en el noroeste de
Asia Menor, pero más tarde, presionados por la expansión de las ciudades costeras, se fueron
adentrando en tierras del interior hasta acabar instalándose en la zona central de Anatolia. En
una segunda etapa, ya a finales del siglo IX o comienzos del siglo VIII a.C., se inició su pro-
ceso de crecimiento y expansión hacia Occidente, lo que supuso el establecimiento de estre-

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chas y cordiales relaciones con las colonias griegas de las costas asiáticas. Bajo su influjo
cultural, su proceso de helenización fue muy rápido, sobre todo a partir de la adopción del
alfabeto griego3 . Frigia era, por entonces, un próspero reino, del que era capital la ciudad de
Gordión4 , a orillas del Sangario. Sus reyes se hacían inhumar en espaciosas cámaras funera-
rias, revestidas de madera y cubiertas por un gran túmulo. De ellas, aún quedan vestigios en
torno a lo que fue la capital.
De las buenas relaciones existentes entre Frigia y el mundo griego tenemos constancia a
través de diversas fuentes. Valga como ejemplo la noticia de que su gran rey Midas5 estaba
casado con una dama griega de nombre Hermódice (o Demódice), y que además fue el primer
soberano extranjero que envió ofrendas al santuario de Apolo en Delfos6 ; y todo ello en el
siglo VIII, la época coincidente con el máximo esplendor del reino frigio y el despertar mari-
nero de Grecia que iniciaba sus empresas colonizadoras y de expansión hacia Occidente.
El hundimiento de este próspero reino se produjo como consecuencia de las sucesivas
oleadas de pillaje con que los cimerios saquearon sus territorios, a partir del año 696 a.C., en
que tuvo lugar la primera invasión, y a lo largo del siglo VII a.C.7
Un nuevo reino asiático, el de Lidia8 , se erigió entonces paladín de la lucha contra los in-
vasores y, efectivamente, consiguió expulsarlos de Asia Menor. Sin embargo, como conse-
cuencia de su supremacía militar, se adueñó de toda Frigia e, incluso, en el 627 a.C., de una
buena parte de las ciudades griegas de la costa. Las guerras contra los lidios arruinaron a nu-
merosas ciudades y tuvieron una considerable repercusión en el ámbito comercial. No obstan-
te, su desarrollo posterior, siempre floreciente, pone de manifiesto que el yugo de los lidios,
dado su alto grado de helenización, no supuso una dura carga para las ciudades sometidas.
Pronto aparecieron en esta zona los primeros sistemas de gobierno democráticos, como susti-
tución de las tradicionales monarquías y más tarde, también, las primeras tiranías9 , bajo las
cuales la mayoría de las ciudades costeras de Asia Menor conocieron sus mayores días de
esplendor, tanto en el plano económico, como en el social y cultural.
Sin embargo, poco después, la situación cambió totalmente, ya que a raíz de la batalla del
río Halys, en el 547 a.C., se produjo la conquista de estos territorios por los persas. La coali-
ción formada por Egipto, Babilonia y Lidia, sufrió una total derrota y, poco después, la capital
del imperio lidio, Sardes, y su célebre rey Creso18 cayeron en poder del monarca Ciro11 .
Como es bien sabido, la dominación persa se hizo insoportable a las ciudades griegas de
Asia Menor a cuya llamada de auxilio acudió toda Grecia. Con esta respuesta de unidad de
raza y cultura frente al enemigo asiático, se daba inicio a una de las más célebres conflagra-
ciones de la Edad Antigua: las Guerras Médicas.
Dentro de este panorama político y cultural, la religión de Kybéle había comenzado su
expansión. Primero conquistó el reino de Lidia, hasta el punto de que el propio Creso le con-
sagró, en Sardes, un gran templo, del corte y estilo del Artemision de Éfeso, ciudad que estaba
bajo su dominio desde el 560 a.C. Después continuó su rápida difusión por la zona cen-
tro-occidental, dando lugar a la fundación de nuevos lugares de culto, para saltar al Medite-
rráneo y llegar incluso a Grecia, donde fue identificada con Rea, la madre de los dioses, y
donde siguió un proceso de clara helenización.

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En la propagación de su culto jugaron papel decisivo los frigios que, al perder su inde-
pendencia política, ya en el siglo VII a.C., comenzaron su diáspora hacia occidente, reco-
rriendo todo el Mediterráneo y llevando consigo, como símbolo de su unidad nacional, el cul-
to de la gran madre Kybéle, que seguía siendo alimentado desde su santuario central, en Pesi-
nunte. Gracias a la habilidad diplomática de sus sacerdotes, que supieron sacar partido del
prestigio y veneración de que gozaba la sagrada "Piedra Negra", el santuario se mantuvo in-
dependiente, llegando, incluso, a gozar de autonomía política. Dicha independencia actuó
siempre como chispa de esperanza entre todos los emigrantes frigios, conscientes de su triste
destino, tras la pérdida de la libertad de su reino. Un reino que, desgraciadamente, dados los
acontecimientos, no había sido más que un efímero episodio dentro del complejo devenir his-
tórico del Asia Anterior.

NOTAS

1. Para la etimología del nombre de la diosa Cƒ. el capítulo siguiente: "La Génesis de la Kybéle Frigia".

2. Reino cuyo centro se situaba en torno al lago Van en Armenia. El nombre de Urartu es de origen asirio y
aparece por primera vez en la época de Assurnasirpal II y citado, como reino, en tiempos de Salmanasar III.
Sus habitantes llamaban a su estado Biainili.

3. La escritura frigia, que aún no ha sido descifrada, era de carácter alfabético. Su origen, muy discutido, puede
ser fenicio o griego.

4. Govrdion, en honor de su mítico rey Gordio (Govrdio"), quién de simple labriego llegó a ser rey. Su celebridad
se debe, principalmente, al famoso nudo que ataba al yugo la lanza de su carro y que estaba hecho con tal ar-
tificio que no se podían descubrir los dos cabos. Alejandro Magno lo cortó, en vista de la imposibilidad de
deshacerlo, cumpliéndose, así, el oráculo que prometía el imperio de Asia a quién lo desatara.

5. Los reyes frigios se llamaron alternativamente Gordio y Midas, pero con el nombre de Midas (Mivda") se
conoce a un rey legendario célebre por su avaricia y falta de gusto musical. De Sileno, agradecido por el buen
trato recibido un día que se perdió, estando borracho, en la rosaleda de Bermós, recibió el poder solicitado de
convertir en oro todo cuanto sus manos tocasen. A punto de morir de hambre y de sed, rodeado de manjares,
consiguió que Dioniso le liberara de tan nefasta facultad, bañándose en el río Pactolo que, desde entonces,
arrastró pepitas de oro. Como juez, entre Apolo que tañía la lira y Pan (Marsias) que tocaba la flauta, no fue
más afortunado. Su fallo se inclinó a favor de Pan y Apolo le castigó con dos enormes orejas de burro que se
vio obligado a disimular con un alto tocado, el llamado "gorro frigio". El único que sabía que el rey tenía ore-
jas de burro era su barbero, amenazado con la pena de muerte si revelaba tan vergonzante desgracia. Agobia-
do por la presión del silencio y el miedo, hizo un agujero en la tierra, cerca de la ribera del río y se desahogó
murmurando en su interior repetidas veces: ¡Midas tiene orejas de burro!. Luego tapó el agujero, pero los ca-
ñaverales hicieron pública su confesión, lo que demuestra que todo secreto pesa en el corazón del hombre, y
que deja de serlo en cuanto sale de uno mismo. Este tipo de tocado en la iconografía del mundo antiguo, ca-
racterizaba a los personajes de origen oriental.

6. La importancia de Delfos no sólo como centro oracular, sino sapiencial y de consulta en el siglo VIII, queda
constatada por esta noticia.

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7. Los cimerios fueron un pueblo de origen iranio que procedente de la región de Rusia meridional y a través del
Cáucaso, llegaron al Irán occidental y al Asia Menor en el siglo VIII a.C., presionados a su vez por los escitas
(también indoeuropeos procedentes de la región del Volga). El primer ataque a Gordión en el año 709 fue
salvado por Midas con la ayuda de Sargón II, a cambio de reconocer la supremacía de Asiria, pero en el año
696 el reino frigio fue prácticamente destruido. En el año 652 atacaron Sardes y algunas ciudades jónicas,
llegando a incendiar el Artemision de Efeso. Después fueron aniquilados por asirios y lidios. Su lengua nos
es completamente desconocida.

8. Lidia fue un antiguo reino de Asia Menor, situado entre Misia, Frigia, Caria y el mar Egeo. Su capital fue
Sardes, a orillas del Pactolo. Su momento de mayor esplendor tuvo lugar bajo la dinastía de los Mermnadas,
fundada por Gyges, el último de cuyos reyes fue Creso. Los lidios fueron, probablemente, de origen indoeu-
ropeo y su penetración en Anatolia fue consecuencia de las invasiones del siglo XII a.C. de los llamados
"pueblos del mar".

9. Es opinión generalizada considerar que fue en Lidia donde aparecieron las primeras Tiranías; al menos, la
palabra tirano (tuvranno"), dueño o señor, parece ser de origen lidio. Mileto, Lesbos, Efeso, Samos, fueron,
entre otras, las primeras ciudades jónicas gobernadas por tiranos. Poco después siguieron el mismo ejemplo
las grandes ciudades comerciales griegas: Corinto, Sicione, Atenas, etc.

10. Creso (KroiÖso"; 561–546 a.C.) fue el último rey de Lidia. Famoso por sus riquezas, el 559 a.C. subió al
trono tras la caída de Sardes, capital del reino, y condenado a muerte. Según la leyenda, cuando iba a ser eje-
cutado, recordó las palabras que Solón le dijera un día sobre lo efímero e inestable de la felicidad en la tierra.
Al pronunciarlas en voz alta impresionó al rey persa, quien no sólo le perdonó la vida, sino que le hizo conse-
jero suyo.

11. Ciro (KuÖro", el sol) llamado el Grande (579–529 a.C.) fue el fundador del imperio persa y gran conquistador.
En el año 538 se apoderó de Babilonia y puso fin a la cautividad de los judíos.

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II
La Génesis de la Kybéle Frigia

Aunque, como acabamos de ver, Kybéle fue tenida como diosa nacional y originaria de
Frigia, en su génesis se percibe claramente la asimilación, por parte de los frigios, del antiguo
culto asiánico, de raíces neolíticas, de la gran diosa de la fecundidad, emparejada, ya en una
etapa posterior, con un dios de la vegetación. Sin embargo, cuando los frigios tomaron contac-
to con esta divinidad, debe tenerse en cuenta que ya había sufrido una larga evolución y una
casi definitiva transformación a su paso por el mundo hitita y neohitita, en el transcurso del II
milenio y comienzos del I a.C.
El nombre de Kybéle (Kubevlh, en griego; Cybele, en latín) es el más frecuente de cuantos
recibió la diosa, sobre todo a su llegada a Occidente, pero el más antiguo parece haber sido el
de Kubile (Matar Kubile) con el que se la cita en una de las más arcaicas inscripciones frigias
y, también el de Kubevbh como era llamada en Lidia, nombre fonéticamente muy semejante al
de Kupapas o Kubabas, vocablo de raíz anatólica con el que consta en las fuentes cuneifor-
mes e hititas y que, como después veremos, era el nombre de una de sus más directas antece-
soras.
Por otra parte, el nombre de Kubevbh indica un claro influjo frigio, y las raíces Kyb y
Kymb, curiosamente, hacen siempre alusión a algo cóncavo y redondeado: monte, seno, gruta,
quilla de barca, voltereta, etc.1 De hecho, del monte Kybeo o Kybelo tomó la diosa su nombre
más usual. Sin embargo, todo esto no es suficiente cuando se trata de utilizarlo como argu-
mento de peso, a la hora de justificar el origen balcánico de la diosa. Cuantas tentativas se han
hecho en este sentido han sido poco satisfactorias ya que, aunque parece evidente la presencia
de una diosa tierra entre los traco-frigios, la Dea-Terra-Semele2 , los datos reunidos no sopor-
tan la confrontación con los que proporcionan sus antecedentes en tierras de Asia Menor.
Lo que sí parece evidente es que la Kybéle frigia, fue la encarnación mejor conocida de la
gran divinidad femenina, en su versión anatólica, aún cuando no sea la única, como ha demos-
trado la presencia y difusión de su culto en gran parte de los territorios del Próximo Oriente,
bajo numerosas y variadas advocaciones3 .
En la zona de la Anatolia Central, dado lo accidentado del relieve, es lo más probable que
dicho culto se vinculara, desde tiempos muy remotos, con las cimas de las montañas, puntos
que la diosa elegía para sus epifanías, y que, en consecuencia, se considerasen las escarpadas
y rocosas gargantas, que entre ellas se abrían, lugares idóneos para establecer sus primitivos
santuarios. Como curioso vestigio de esta consagración de picos y altas montañas a la "Gran
Señora", aún permanecen en uso bellos epítetos tales como los de "Nuestra Señora de las Al-
tas Cumbres" o "Nuestra Señora de las Nieves", referidas a la Santísima Virgen María, como
madre, heredera universal de la milenaria y venerada Panagia mediterránea4 .
Considerando, pues, el marco geográfico de la región que nos ocupa, no es de extrañar
que la tradición frigia hiciera nacer a Kybéle de la roca desnuda, junto a un manantial de agua
fresca y que fueran las paredes de las rocas que se alzaban junto a los ríos, considerados como

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sagrados, los lugares idóneos para esculpir grandes fachadas de templos rupestres. Estas cir-
cunstancias explican, asimismo, que Kybéle recibiera nombres muy variados, pero todos ellos
referidos a las montañas que le estaban consagradas. Ya hemos visto que del monte Kybélon
recibió el que la iba a hacer famosa5 , pero también se dejaría llamar Idaea6 , Dindymene7 , Ag-
distis8 , Berecyntia9 , Sipylene10 etc., nombres todos ellos derivados de los montes en los que se
le rendía culto.
Sin embargo, por encima de todo, Kybéle fue, en Frigia, la gran diosa madre (Magna Ma-
ter, Megavlh Mhvthr), madre de dioses (Mhvthr QewÖn), madre de hombres y señora de todo el
reino animal y vegetal (Povtnia QhrwÖn). Su poder se extendía sobre toda la naturaleza, por
cuanto ella misma representaba la encarnación de las fuerzas generadoras y propiciatorias de
la fecundidad. Su omnipotencia era, en definitiva, reflejo de la larga etapa de régimen ma-
triarcal que se supone atravesaron todas las sociedades de carácter agrario y durante la cual se
desconocía, o situaba en segundo plano, el papel desempeñado por el hombre en el proceso
reproductor.
No obstante, hablar de un matriarcado institucional, no pasa de ser una mera hipótesis,
puesto que, en la época a la que se remontan los primeros documentos escritos que hasta
nosotros han llegado, las condiciones económicas alcanzadas habían impuesto, ya, una
situación social, indiscutiblemente favorable al hombre. Tan sólo algunas disposiciones
legales, referidas a la herencia por línea materna, permiten rastrear vestigios remotos de su
existencia. Para este tipo de argumentos, factor esencial ha sido, sin duda alguna, privilegio
alcanzado por la diosa madre, dentro del panteón religioso de los pueblos del Próximo Oriente
y cuenca mediterránea.
Parece lógico imaginar que el hombre ocupase una posición dominante durante el Paleolí-
tico, cuando la base de la alimentación era la caza, y que, más tarde, la aparición de la agricul-
tura y proceso de sedentarización, en los que la mujer debió jugar un papel decisivo, trajera,
como consecuencia, su revalorización social. Al convertirse en el eje sobre el cual giraba y se
desenvolvía la rudimentaria vida económica de la aldea, debió ir imponiendo su presencia
como elemento necesario y muy influyente, en algunos casos, dentro de su territorio de ac-
ción, lo que no supone un predominio político de facto. Por otro lado, hay que tener en cuenta
que la trayectoria seguida por la mujer no fue la misma en los pueblos nómadas. Entre los
pastores y ganaderos que recorrían las grandes estepas en busca del sustento de sus rebaños, la
autoridad residió, siempre, en cayados empuñados por manos masculinas.
El culto a la fecundidad y a la maternidad se ha mantenido y se mantiene tremendamente
vivo en todas las religiones del mundo oriental y mediterráneo, y, curiosamente, en todas
ellas, ambas ideas aparecen unidas al ciclo anual de la vegetación. Esta circunstancia hace
pensar que el hombre debió de establecer, muy pronto, una primaria relación entre los distin-
tos principios vitales, asociando los partos de las hembras con los de la tierra; de ahí que ya en
época histórica, en todos los mitos de raíz agraria se den los mismos componentes: como pro-
tagonista, una gran divinidad femenina, diosa madre, diosa de la fecundidad, señora del mun-
do animal y vegetal, y, como comparsa, ya en segundo plano, un joven dios, hijo o amante,
representando el papel de principio fertilizante.

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No obstante, es lo más probable que esta jerarquización religiosa o supremacía del ele-
mento femenino sobre el masculino, herencia de épocas remotas, nada tuviera que ver con la
situación social existente. Desde el V milenio a.C. se producen avances que transforman radi-
calmente las condiciones de vida en el ámbito que nos ocupa. El uso de la tracción animal, el
empleo de arados de madera y el progreso de los sistemas de irrigación, son factores, entre
otros, decisivos en el proceso de la rápida evolución de las sociedades agrícolas. Pero, sobre
todo, ya en el IV milenio a.C., el trabajo del cobre, el empleo del torno y la aparición de otras
industrias, contribuyen a la formación de un artesano especializado que provoca una reestruc-
turación social, al mismo tiempo que se acelera el poblamiento urbano. Dentro de este marco
histórico, el protagonismo y dominio del hombre es un hecho, aún cuando se perciba que, en
el núcleo familiar, la mujer desempeña un papel decisivo.
Aunque los vestigios arqueológicos no permiten remontarse más allá del 3000 a.C., a la
hora de encontrar restos evidentes que permitan hablar de un culto de carácter público de la
Gran Diosa Madre, sus primeras representaciones iconográficas, ídolos femeninos cerámicos
de la fecundidad aparecen generalizados, en todo el ámbito mediterráneo, desde el Neolítico.
En cuanto a Anatolia11 , hay que resaltar su presencia en dos importantes yacimientos de este
periodo, el de Çatal Hüyük y el de Haçilar.
El primero se encuentra en la Anatolia Meridional, en la llanura de Konya y con una su-
perficie de unas 13 hectáreas se considera el yacimiento neolítico de mayor extensión del
Próximo Oriente. Sus niveles más antiguos se remontan a mediados del VII milenio a.C.
aproximadamente. El poblado parece haber estado dividido en diversos sectores y cada uno de
ellos tenía su santuario. Esta disposición hace pensar en una organización social dentro de la
cual la célula primaria era el clan. Entre otros muchos vestigios arqueológicos, son muy
abundantes las figuritas femeninas, de barro o piedra, que aparecen dando a luz, o acompa-
ñadas de un leopardo o de una divinidad masculina, cuyo emblema es el toro. De entre todas
ellas, la más sorprendente por su valor plástico y por lo que tiene de remoto y significativo
antecedente de nuestra Cibeles, es la que aparece en la fig. 2: se trata de una estatuilla femeni-
na, sentada en un trono, flanqueado por dos felinos y que está dando a luz una criatura cuyo
cráneo aparece entre sus piernas. Los caracteres sexuales están muy acentuados para significar
los atributos de la fecundidad de quien, posiblemente, sea una diosa pariendo al divino hijo, el
mismo que, después, se une a ella para renovar el eterno ciclo de la vegetación. Los leopardos
o leones se mantendrán a lo largo de los años como atributo característico de las diosas ma-
dres. Este ejemplar, aparecido en el nivel II, se fecha entre el 5750 y el 5700 a.C.
En el segundo, en Haçilar, otro importantísimo yacimiento del sudoeste anatólico, próxi-
mo a la actual Budur y fechable a partir del 6800 a.C., son numerosas las representaciones de
la diosa madre, la mayoría datadas en el VI milenio a.C. que parece ser la fase más importante
del mismo. La diosa se muestra desnuda, pero ya tocada de alta tiara para significar su alto
rango (fig. 3). Se la representa tanto sola, como acompañada de un niño al que lleva en bra-
zos, o de un adolescente con el que juega, o se aparea (fig. 4) y asimismo, de un felino, posi-
blemente un leopardo, sobre cuya grupa suele aparecer sentada (figs. 5 y 6).
Más tarde, veremos que en el III milenio a.C. la tradición se mantiene en los idolillos ha-
llados en los estratos más antiguos de Troya y otros yacimientos coetáneos de la zona (fig. 7).

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7). Con algunas variantes, este tipo de ídolos alcanzó una gran difusión por todo el Egeo y
costas griegas, dándose, además, la afortunada coyuntura de encontrar en el mármol cristalino
de las Cícladas, el material idóneo para su elaboración. De estas islas proceden ejemplares
que sorprenden por su originalidad y belleza. Aparecieron, por lo general, en tumbas, acom-
pañados, a veces, de otras estatuillas que representan a músicos y oficiantes, lo que demuestra
no sólo el papel funerario desempeñado por estas imágenes de la diosa madre, sino también la
existencia de ceremonias celebradas en el momento del sepelio y en las que la música y la
danza jugaron un papel importante (figs. 8 y 9).
De su posterior evolución y presencia en el mundo cretomicénico, nada tan elocuente co-
mo uno de los sellos que más llamó la atención a Evans (fig. 10):

«En el enhiesto pico de una montaña, flanqueada por dos fieros leones, de corte similar a los
que aparecen en la puerta de los leones de Micenas (fig. 11), hace su epifanía la diosa cretense, la
Potnia de fino talle, ceñido por corpiño que deja los pechos al descubierto, y falda de volantes.
Sostiene en su mano derecha, extendida, la vara de mando, haciendo el conocido gesto de ordenar
o comunicar algo. En este caso, al fiel devoto que aparece en el lado derecho de la escena y que,
deslumbrado por la divina aparición, hace el gesto ritual del aposkopein 12 , consistente en cubrirse
los ojos con el antebrazo levantado para evitar ser cegado por la luz que emite la diosa»13

En el caso de la puerta de los leones, a la que acabamos de hacer referencia, hay que des-
tacar que la composición que orna el frontón de descarga que se alza sobre su monolítico din-
tel es, en el fondo, la misma que la representada en el sello descrito. La diferencia es que, en-
tre los leones rampantes, la diosa aparece en su lítica manifestación: la columna sagrada, un
pilar, en definitiva un betilo, que se yergue sobre un doble soporte moldurado14 , semejante al
que sirve de asiento a al llamada diosa de Minet–el–Beida (Ugarit), fechada entre los siglos
XIV–XIII a.C. (fig. 12).
En Anatolia, y también en el transcurso del II milenio, la vieja diosa madre se fue perfi-
lando con rasgos cada vez más definidos y su culto alcanzó sus mejores momentos de oficia-
lidad al ser adoptada por los hititas e incorporada a su flexible panteón con todos los honores.
Los hititas fueron también un pueblo de estirpe indoeuropea, que, procedentes, al parecer,
de las costas del mar Negro, se asentaron, a comienzos del II milenio a.C., en esta zona de
Anatolia. Ocuparon gran parte de Asia menor, teniendo como centro de su imperio la región
regada por el río Halys y por capital la ciudad de Hatusas, la actual Boghazköy.
Su panteón albergó a un sinfín de dioses, hasta el punto de que ya los textos antiguos
hablaban de los "mil dioses y diosas de Hatti", con lo que se ponía de manifiesto su gran tole-
rancia en materia religiosa. Su política en este terreno fue no solo aceptar a las distintas divi-
nidades veneradas por los pueblos que pasaron a formar parte de su vasto imperio, sino tam-
bién a las de los países con los que sostuvieron relaciones comerciales. Elocuente testimonio
de este sincretismo religioso fue la adopción de un curioso rito funerario con el que respeta-
ban, al mismo tiempo, las viejas tradiciones de origen indoeuropeo y las de raíz asiánica, m i -
perantes en Anatolia. Como todos los pueblos indoeuropeos, los hititas debieron practicar la
cremación del cadáver y el depósito de sus cenizas en una urna. Sin embargo, al instalarse en
territorio anatólico y tomar contacto con los ritos que imponía la religión de la "Gran Madre

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Tierra", a cuyo seno debían volver los hombres para renacer, no tardaron en modificar sus
sistemas de enterramiento y adoptar otro de tipo ecléctico: quemaban una parte del cuerpo y
encerraban sus cenizas en una urna; el resto, sobre todo los huesos, se lavaba, se ungía con
aceite y se inhumaba.
Entre los hititas, las representaciones de la diosa de la fecundidad siguieron siendo muy
frecuentes, y algunas tan ilustrativas para seguir la trayectoria de su evolución, como la esta-
tuilla de bronce de nuestra fig. 13.
La diosa aparece completamente desnuda, de pie y sobre el lomo de un felino, según cos-
tumbre muy generalizada en el mundo protohitita15 y hurrita16 . En sus brazos sostiene la figu-
ra del dios-hijo al que parece amamantar. Su fecha se calcula en torno al 1750 a.C. y es muy
probable que se trate ya de una de las representaciones de la "reina del país de Hatti"17 , la
reina del Cielo y la Tierra, la Hepat hurrita18 , convertida entre los hititas en la "diosa del Sol
de la Tierra"19 , la señora de la ciudad de Arinna, con frecuencia representada a lomos de un
felino, un león por lo general, animal que, más tarde, acompañó siempre a Kybéle como sím-
bolo de la fuerza vital de la naturaleza y, al mismo tiempo, de la divinidad o expresión de la
realeza.
En este punto de su evolución, es decir, como la "Señora del Sol de la Tierra, de la ciudad
de Arinna" se convierte en la más clara antecesora de la Kybéle frigia a la que dejó en heren-
cia la mayoría de sus rasgos y atributos. De entre ellos, como diosa "metida en política" mere-
cen destacarse sus funciones como protectora del Estado y guardiana de la ciudad. Casada con
Tesub, el dios del tiempo, del rayo, la lluvia y la tempestad, de claro origen celestial indoeu-
ropeo, formaba con él la gran pareja divina del panteón nacional. Estas hierogamias o, en su
defecto, pactos sagrados entre dioses de raigambre preindoeuropeos y dioses indoeuropeos,
fueron muy frecuentes en el mundo mediterráneo. Tal es el caso de la pareja divina de Zeus y
Hera, los grandes señores del Olimpo, y, en el ámbito local, el acuerdo a que llegaron Atenea
y Poseidón tras su disputa por la posesión del Atica.
De entre los muchos hijos habidos de la unión de la gran pareja hurrita, interesa destacar,
en este caso, la figura de Telepinu, el dios de la fertilidad y de la vegetación quien, con el
compás de su sueño y despertar, marcaba el rotar de las estaciones, lo que le convierte en di-
recto precursor del Atis frigio20 .
Pero, por encima de todo, lo que verdaderamente confería fuerza y prestigio a la "Diosa
del Sol de Arinna", llamada "Reina de Hatti", era ser la divinidad del Estado, a la que, incluso
el rey, debía rendir cuentas de sus actos y decisiones políticas. Su santuario principal se en-
contraba en Arinna, ciudad sagrada gobernada por un clero nobiliario del que era sumo sacer-
dote el propio rey.
En justa correspondencia, la diosa era, asimismo, la directa protectora de toda la familia
real que ocupaba un lugar preferente en todos los cortejos procesionales organizados en su
honor y siempre presididos por el rey, quien, en tales circunstancias, no desempeñaba un car-
go político, sino religioso.
El funcionamiento de este santuario de Arinna, así como la importancia, autonomía e in-
fluencia política alcanzadas por su poderoso clero, deben tenerse muy en cuenta porque, an-

9
dando el tiempo, el santuario frigio de Pesinunte y su sacerdocio serían casi una réplica del
mismo, acrecentando, incluso, sus privilegios e independencia.
La representación más elocuente de esta gran pareja del Hatti, es decir, la "Diosa del Sol
de la Tierra", de Arinna y Teshub, ambos acompañados de sus respectivos cortejos, se en-
cuentra en las paredes del santuario rupestre de Yazilicaya21 , sito a unos tres kilómetros de
Boghazköy. El paraje sagrado, cuyo nombre significa en turco "roca escrita", está formado
por un laberinto de acantilados naturales entre los que destacan dos grandes gargantas cuya
entrada aparece precedida por los restos de una serie de edificios que debieron levantarse para
completar el servicio de tan singular y magnífico santuario (fig.14).
En la llamada Gran Galería fue esculpido un relieve muy alargado en cuyo centro se re-
presentó el encuentro de los divinos esposos. Blanco Freijeiro describe así la escena 22 :

«En la roca del fondo, visible desde el pórtico, tiene lugar el encuentro de las divinidades ma-
yores, el Dios del tiempo (Teshub) y la Diosa Solar de Arinna (Hepat), seguido el primero de divi-
nidades masculinas, y la segunda de su hijo Sarruma y de un séquito de diosas. El Dios del tiempo
daba la pauta a seguir por los demás: su tiara, la más ornada de todas, está vista de frente, sobre la
cabeza de perfil; lleva doce cuernos a los lados y cuatro elipses partidas por un nervio central (la
elipse partida es el ideograma de "dios"). Un arco adorna el lóbulo de su oreja. Con la mano dere-
cha empuña la maza, apoyada en el hombro. Detrás del codo asoma la punta de la trenza, y detrás
de los mu slos, un toro al galope, con tiara en la frente. Lleva suspendida del cinturón una espada
de pomo lunulado y hoja curva. Los pies, calzados con zapatos puntiagudos, descansan en las es-
paldas de dos montes sagrados, representados como hombres barbados con los faldones cubiertos
de rocas esquemáticas.
Del mismo modo, la Diosa solar de Arinna, ahora llamada Hepat, es el modelo iconográfico
de las divinidades femeninas (solo Shausga, diosa de la guerra, lleva un vestido abierto, más có-
modo para su función). Su cabeza se cubre con un "polos" o birrete muy alto y torreado, como una
corona mural. La trenza de su pelo no está suelta, como en el caso de los dioses, sino sujeta, con la
punta metida por debajo del cinturón. Viste una túnica de manga ancha, con la falda cubierta de
pliegues verticales. La posición del brazo del segundo plano es como la de los dioses, pero no así
la del primero; este se adelanta doblado en ángulo hasta la altura del cuello y la mano muestra el
pulgar y el índice como las pinzas de una tenaza. La diosa se encuentra de pie, acompañada de un
toro encima de un león o pantera que camina por montañas. Un felino de la misma familia soporta
a su hijo Sarruma, que viene a continuación (el anagrama de Sarruma es la mitad inferior de un
cuerpo masculino con dos segmentos oblicuos por encima del cinturón; estos corresponden al so-
nido "ma" que también se encuentra en el nombre de Shubiluliuma)» (fig.15).

Ante la importancia indudable de esta escena, se ha pensado que tal vez esta galería se
utilizara para la celebración de actos solemnes, vinculados con la realeza, o de carácter oficial,
tales como la proclamación del rey o la firma de tratados con otros países. En cualquier caso,
lo curioso desde el punto de vista iconográfico, es que Hepat ciñe su cabeza con corona torre-
ada, lleva larga trenza y cabalga sobre leones.
Como complemento a esta descripción y con la adecuada música de fondo, podría ento-
narse el himno de Mursil III:

«Diosa del Sol de Arinna, eres venerada, tu nombre es sagrado entre todos, superas a todas las
divinidades. Eres la Señora de la Justicia, el Cielo y la Tierra se inclinan a tus mandatos; guardas

10
las fronteras de los países, atiendes las súplicas, proteges a los hombres y perdonas sus culpas.
Iluminas desde el horizonte el Cielo y la Tierra y eres madre y padre de todas las naciones; repar-
tes las ofrendas al séquito de los dioses y abres las puertas del Cielo».

Cuando hacia 1200 a.C. el Imperio Hitita desaparece como consecuencia de las grandes
convulsiones que producen los ataques de los "pueblos del mar" sus sistemas de vida y tradi-
ciones se mantienen, sin embargo, durante siglos, en las provincias orientales de lo que había
sido su vasto imperio, en los antiguos países luvitas y hurritas23 , desde Cilicia al Eúfrates,
cubriendo, incluso, una gran parte de la Siria del Norte.
El hitita desaparece como lengua, así como la escritura cuneiforme que servía para su
transcripción, siendo sustituida por la jeroglífica, ya empleada en época imperial, que nos deja
testimonio de una lengua que es un dialecto del luvita24 , pero la continuidad religiosa se man-
tiene. Buena muestra de ello son los relieves de Malatya, localidad sita al este de Anatolia,
cerca del Eúfrates, muy semejante en cuanto a estilo y contenido a los de Yazilikaya.
Dentro de este nuevo marco político, la divinidad femenina que hereda las características
y funciones de la Diosa solar de Arinna es Kubaba, cuya etimología, ya vimos, se aproximaba
mucho a la de Kubhvbh. De hecho, el nombre de Kubabat aparece por primera vez en las tabli-
llas de las colonias asirias de Capadocia, fechables en el II milenio, las que nos hablan de los
hatti, gentes asiáticas dominadas por una aristocracia de origen indoeuropeo. Posteriormente,
también las fuentes hititas mencionan a una diosa Kupapas o Kubabas, cuyo origen parece ser
hurrita. Sin embargo, fue en época neohitita cuando alcanzó su máximo prestigio.
Interesante es la estela, procedente también de Malatya, en la que aparece con el dios
Karhua. El dios armado, representado como deidad de la tormenta, se yergue, a la izquierda,
sobre el lomo de un león; a la derecha, la diosa sentada y apoyados los pies sobre un escabel,
es sostenida, a su vez, por un cérvido (fig. 16).
Sin embargo, donde Kubaba adquiere toda su fuerza y poder es en Karkemis (la antigua
Kargamis), el gran centro comercial sobre el alto Eúfrates. Como ciudad heredera de las vie-
jas tradiciones del imperio hitita ha proporcionado un impresionante número de textos jeroglí-
ficos y bajorrelieves que permiten, con toda facilidad, reconstruir su panteón. Entre sus dioses
destacan el inevitable dios de la tormenta, denominado Tarhun(da) o Tarhuis, heredero del
luvita Tarhunza, una diosa desnuda, alada, representada de frente, posiblemente una nueva
versión de la vieja Isthar, el dios Karhuha, que ya hemos conocido en la estela de Malatya, y
sobre todo, Kubaba, "Señora del soberano territorio", frecuentemente invocada como sancio-
nadora de todo sacrilegio y declarada "Reina de Kargamis". Con tales títulos la continuidad de
la trayectoria iniciada por la "Hepat, la diosa Solar de Arinna" quedaba asegurada para ser,
más tarde, reforzada con la aparición de la diosa-madre frigia (fig. 17).
Aunque las semejanzas entre Kubaba y Kybéle son manifiestas, existen algunas diferen-
cias notables. La primera es que el paredro masculino de Kybéle, Atis, no se corresponde con
el de Kubaba, que es un dios denominado Santes y cuya función específica no queda dema-
siado clara. La segunda y más importante es que ciertos aspectos del culto a Kybéle, tales
como la eviración de sus sacerdotes y las danzas orgiásticas, nada tienen que ver con el de
Kubaba. Es más, son manifestaciones totalmente extrañas a la religiosidad de los pueblos ana-

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tólicos del II milenio a.C. Por esta razón, es muy probable que en este aspecto sea donde haya
que admitir la influencia de tradiciones balcánicas que se introdujeron en la zona con la pene-
tración de los invasores. Comparando los puntos que tienen en común las fiestas en honor de
Kybéle-Atis y las del Dioniso tracio25 , cabe suponer, según propone la hipótesis más generali-
zada, que los frigios adoptaron, desde un principio, el culto de la diosa-madre, presente en las
poblaciones asiánicas, y cuya evolución acabamos de ver, pero insertando en sus celebracio-
nes toda la fuerza orgiástica de sus ritos ancestrales.
También existen sospechas para pensar que las manifestaciones orgiásticas del culto a
Kybéle-Atis pudieron haber sido añadidos litúrgicos de una época más bien reciente. Como
prueba de esta creencia se suele presentar un curioso grupo escultórico de finales del siglo
VIII que apareció en Bogazköy, la antigua capital hitita, entre las ruinas de un pequeño san-
tuario de época frigia. La diosa aparece de pie, coronada por una enorme tiara, con el busto
desnudo y falda larga que deja al descubierto sus pies calzados con chapinas. Sostiene sus
pechos con las manos, en un gesto de ofrenda, y bajo su amplia capa talar se cobijan, una a
cada lado, las figuras de dos músicos de proporciones muy reducidas con respecto a la figura
de la diosa. Uno toca la lira y el otro la doble flauta o aulós, precisamente los instrumentos
con los que se desafiaron Apolo y Marsyas en presencia del frigio Midas. En esta antigua re-
presentación de Kybéle, la diosa aparece como divinidad solitaria, sin que el menor detalle
aluda a la existencia de Atis. En cuanto a sus dos acompañantes, su forma serena de hacer
música no permite intuir el carácter orgiástico que, en los siglos siguientes, alcanzarán las
celebraciones metróacas (Fig. 18).

NOTAS

1. Cybelum (Kuvbelon) = monte de Frigia.


Cymba (kuvmbh) = barca.
Cymbium (kumbivon) = escudilla sin asa, tazón.
Cymbalum (kumbalon) = címbalo, instrumento musical utilizado en las ceremonias de Cibeles.
Cybistema (kubivsthma) = cabriola, voltereta.
Cybisteter (kubisththvr) = que hace cabriolas, que da volteretas.
Cƒ. Boisacq, E., Dictionnaire Etymologique de la Langue Grecque. 4a edit. Heidelberg, 1950. p. 528; Frisk,
H., Griechisches Etymologisches Wörterbuch, Heidelberg, 1970, pp. 38 y 39; A Greek-English Lexicon
(Liddell-Scott), Oxford, 1968, p. 1004.
En griego moderno, esta raíz pervive en vocablos tales como kubevrnhsh = gobierno, kubevrnwv = gobernar, lo
que pone de manifiesto su antigüedad e importancia.

2. Semele (Semevlh), una de las hijas de Cadmo (hijo del fenicio Agenor y hermano de Europa) rey de Tebas, y
de Harmonia (hija de Ares y Afrodita). De sus amores habidos con Zeus concibió a Dioniso. La celosa Hera,
adoptando la figura de su nodriza Beroe, hizo nacer en su pecho la desconfianza hacia su divino amante.
Después de hacerle prometer que complacería su deseo, le rogó que se mostrara ante ella en todo el esplendor
de su celestial persona. En vano Zeus trató de disuadirla. Al cumplir su palabra, Semele pereció reducida a
cenizas por los rayos de Zeus, quien aún tuvo tiempo de salvar al niño que llevaba en sus entrañas. Se lo con-
fió a Hermes para que lo hiciera criar por las ninfas que habitaban en Nisa, una localidad de ubicación dudo-
sa, (tal vez una comarca de Tracia) en las laderas del monte Pangeo. Según otra versión, fue Ino (Leucotea),
una de las hermanas de Semele, la encargada de la crianza de Dioniso niño.

12
3. La Ártemis polimasta de Éfeso (Artemi" Polumastov" de Éfeso; Cƒ. Strab. XIV, 614; Pausan. IV, 31, 6); la
Atargatis siria, también llamada la Dea Syria o Astarté de Hierápolis, sede de su famoso santuario; Salambó,
la Afrodita siria y babilónica; la diosa guerrera Mâ-Belona de Comana, etc.

4. Valga, como ejemplo, entre otros, el santuario de Nuestra Señora de las Cumbres, en Alhaurín (Málaga), y
cerca de Madrid la Capilla-refugio del puerto de Navacerrada. En griego Panagiva significa la Santísima.

5. Kybelon, monte próximo al santuario de Pesinunte, en las riberas del río Gallo (Sangrario). (Diod. Sic. III, 58,
1-2).

6. Idaea (!Idaiva) significa la que viene del Ida, o la que vive sobre el Ida. El Ida era uno de los montes sagrados
de Frigia (Virg., En. 2, 801; Ov., Metam. 10-71), pero existía otro del mismo nombre en la isla de Creta,
donde se situaba el nacimiento y crianza de Zeus (Virg., En. 12, 412; Ov., Am. 3, 10, 25).

7. Dindumhvnh. El Díndimo era otro de los montes sagrados de Frigia (Cat. 63, 13; Hora., Od.1, 16, 5).

8. #Agdisti". Pesinunte se encontraba al pie del monte Agdo (Ar., 5, 5).

9. Mater Berecyntia (Berekuntiva), así llamada por Virgilio (En. 6, 785), significa "Madre de la Montaña Blan-
ca", sita en territorio frigio. También en Creta existían otros Montes Blancos, el antiguo Berékynthos, sito al
oeste de la isla. La flauta, en griego se llamaba Berevkunta brovmon, y en latín Berecyntia tibia. (Hor. Od., 3,
19, 18).

10. Sipulhnhv. Sipilo, monte de Lidia próximo a Esmirna, consagrado a Kybéle.

11. Mellaart, J., Çatal Hüyük (Proceeding of the British Academy, LI), Londres, 1965; Çatal Hüyük, A Neolithic
Town in Anatolia, Londres, 1967; idem, Excavations at Haçilar, Anatolian Studies, VIII, Londres, (1958),
pp. 127-156; IX (1959) pp. 51-56; X (1960) pp. 83-104; XI (1961) pp. 39-75.

12. avpo-skopevw = observar, examinar de lejos.

13. Los gestos rituales frente a la aparición de la divinidad han sido principalmente tres: el éxtasis o deslumbra-
miento divino, con los ojos desmesuradamente abiertos; cubrirse los ojos, como en el caso del aposkopein,
para evitar su luz cegadora; y el bajar los ojos sin osar alzar la mirada, como prueba de humilde sumis ión y
entrega.

14. Recuérdese que la columna era el signo sagrado de Hera, la esposa de Zeus.

15. En términos generales se denomina protohitita a la población autóctona que ocupaba la región central de
Anatolia con anterioridad a la llegada de los hititas. Sin embargo, dicha población era la que hablaba, preci-
samente, el lenguaje llamado hatti como así nos lo transmiten los propios escribas del imperio Hitita. Por esta
razón hay autores que llaman protohititas a los asiánicos y nesitas a los conocidos, generalmente, como hiti-
tas, por haber sido su primer apoyo la ciudad de Nasa, (tal vez Kanish-Kültepe).

16. Entre los pueblos protohititas, tal vez el más importante y el que mayor influencia ejerció en la formación de
la cultura hitita fue el hurrita. Habitó desde el III milenio a.C. en el norte de Mesopotamia y región del lago
Van. Su lengua no era semita, ni indoeuropea, sino, al parecer, de origen caucásico, aunque contaba con al-
gunos elementos indoeuropeos, resultado de una inmigración o contaminación muy remota y anterior a la lle-

13
gada de los hititas que, a su vez, adoptarían muchas palabras hurritas. Las tribus hurritas fundaron dos reinos
principales: el reino de Hurri y el de Mitanni.

17. El “país de Hatti” era, como hemos visto en las notas anteriores, la región sita al norte de Capadocia, en la
Anatolia Central, y cruzada por el río Halys. Por los documentos dejados por las colonias semitas de Capado-
cia, se sabe que denominaban "hatti" a sus vecinos, gentes asiáticas dominadas por una aristocracia de origen
indoeuropeo. De la mezcla de pueblos que integraron el posterior imperio hitita da idea el hecho de que los
documentos conservados están redactados en varias lenguas y alfabetos. La llamada lengua hitita, de origen
claramente indoeuropeo, es diferente de la otra próxima, la hurrita, también aria, pero más evolucionada y
por lo tanto más antigua, lo que evidencia una oleada de pueblos indoeuropeos anterior a la de los hititas.

18. La diosa Hepat, (también conocida como Hepa, Hebe o Hepit) era la gran diosa madre del panteón hurrita.

19. La Diosa del Sol de la Tierra de la ciudad de Arinna provocó una larga controversia entre mitólogos y filólo-
gos, ya que no es frecuente que el Sol sea una divinidad femenina. La explicación se buscó en el hecho de
que en el grupo de lenguas germanas el Sol es de género femenino, die Sonne, mientras que la luna pertenece
al masculino, der Mond. Sin embargo, estas inversiones de sexo son frecuentes en algunos pueblos asiánicos
e incluso semíticos. Por otro lado, no hay que olvidar que junto a esta diosa del Sol de la Tierra, en definitiva,
representación de la fuerza que hace germinar en sus dominios el mundo vegetal, y que es señora de los ani-
males y de los hombres, existe un dios del Sol del Cielo, Histanu, que representa su curso diurno.

20. Cƒ. el capítulo "Atis el joven dios de la vegetación", nota 9.

21. Descubierto por el explorador francés Charles Marie Felix Texier (1802-1871) en 1834. En 1839 publicó su
monumental obra Description de l'Asie Mineure. Un siglo más tarde fue excavado por el profesor Kurt Bittel,
entre los años 1931 y 1939.

22. Blanco Freijeiro, A., Arte Antiguo del Asia Anterior, Sevilla, 1972, pp. 310 y ss.

23. Cƒ. notas 15, 16 y 17 de este mismo capítulo.

24. Población indoeuropea de Asia Menor perteneciente al grupo centum, que penetró en Anatolia antes que los
hititas y se instaló en el sur del país. Se ha querido atribuir a los luvitas la paternidad de palabras con radical
terminado en ss, nd, nth, tan frecuentes en Anatolia, Grecia, Italia, e incluso en países danubianos. También
se asemeja a las de las inscripciones jeroglíficas de la época neohitita. Tal vez dichas inscripciones corres-
pondan a una variante oriental del luvita.

25. De hecho Cibeles aparece asociada a Baco y sus orgías (Euríp., Bacch. 58 s., 78-82).

14
III
El Santuario y la Piedra Negra de Pesinunte

La ciudad de Pesinunte, hoy Balishar, en la actual Turquía, se hallaba enclavada en el


centro de una abrupta y accidentada comarca, sita al Oeste de la antigua Galacia, junto al río
Gallo (o Sangario), y al pié del monte Agdo, tenido como sagrado, al igual que otros muchos
existentes en Frigia, vinculados al culto de la Magna Mater (fig.1). Sus orígenes son oscuros,
ya que, en un principio, los lugares dedicados al culto de la diosa estuvieron, siempre, al aire
libre. En la región noroccidental se localizaron en las cimas de las montañas o en las escarpa-
das gargantas que entre ellas se abrían, mientras que en la zona central y oriental se prefirie-
ron, a tal fin, las cavernas y los nichos excavados en la roca. No bien estudiadas las razones de
esta evidente diferenciación a la hora de elegir lugares del culto1 , lo cierto es que, en estos
parajes, tenidos como sagrados por considerarse morada de la divinidad o lugar de la epifanía,
nunca se construyeron templos. El solemne marco natural ofrecía, por sí mismo, el escenario
idóneo para la celebración de los actos cultuales, en los que tampoco se requería la presencia
de ninguna imagen.
Todo hace suponer, por lo tanto, que la sacralidad de Pesinunte y su posterior ascensión a
la categoría de santuario nacional fue consecuencia directa de su vecindad con el monte Agdo,
al pie del cual, ya hemos dicho, se hallaba ubicada la ciudad. Según la leyenda frigia, se tenía
como lugar de nacimiento del hermafrodita Agdistis, el doble andrógino de la diosa, personaje
que desempeñaba un papel muy relevante en el mito de la pasión de Atis, según la versión
acuñada en el propio santuario de Pesinunte2 . Lo más probable es que dicho monte, cuyo
nombre pretenden algunos autores traducir por piedra o roquedal, se tuviera, desde época muy
remota, por lugar consagrado a la ancestral diosa anatólica, en su versión de "Señora de las
altas cumbres" y ello unido a la privilegiada situación del núcleo urbano que creció a su som-
bra, debieron de ser los principales factores que contribuyeron a la configuración del santuario
como importante centro de peregrinación, sede no sólo de la "Piedra Negra" de Kybéle, sino
también de la tumba de Atis.
Las primeras noticias que de la ciudad se tienen, la presentan como un núcleo comercial
de importancia creciente, ubicada en una de las principales vías de tráfico que recorrían el
país. Siempre frecuentado, alcanzaba sus más altas cotas de ocupación en los días inaugurales
de la primavera, fechas en las que el santuario celebraba las Attideia, los célebres misterios en
los que se revivía y dramatizaba la muerte y resurrección de Atis. Hasta allí llegaban, enton-
ces, peregrinos y visitantes procedentes de los más diversos países, bien para participar en
ellos como fieles devotos, o simplemente para presenciar sus excitantes y coloristas manifes-
taciones orgiásticas.
Como objeto de culto preferente contaba con la famosa "Piedra Negra", considerada de
origen celeste y tenida como epifanía material y permanente de la diosa Kybéle. Se sabe que

15
era una piedra pequeña, compacta y de color negruzco. Probablemente un aerolito o "piedra
de rayo"3 , como aún llaman los turcos y los griegos a este tipo de piedras por considerarlas la
punta misma del rayo. Tanto ahora como en la Antigüedad, se les atribuyen virtudes curativas
para ciertas enfermedades y, especialmente, se aprecia su utilidad en cometidos genésicos y
de obstetricia.
Hay historiadores que piensan que la "Piedra Negra" pudo ser simplemente un trozo de
lava, ya que el suelo de Frigia es, en su mayoría, de origen volcánico. Sin embargo, teniendo
en cuenta la existencia del buwashi en la antigua religión hitita, ídolo de características muy
semejantes, y la piedra negra de la Kaaba de la Meca4 , más lógico es pensar que se tratara de
un meteorito5 .
El fenómeno de las llamadas "piedras sagradas" se remonta al Paleolítico y aún sigue vi-
gente en nuestros días. Son, siempre, de características muy especiales; la mayoría son meteo-
ritos y, tradicionalmente, se han considerado como soportes materiales de teofanías o cratofa-
nías, es decir, como apariciones de la divinidad o manifestaciones de su fuerza.
Los pretendidos contactos sensibles entre la divinidad y el devoto han sido y siguen sien-
do acontecimientos frecuentes en todas las religiones. Es evidente que, en la mayoría de los
casos, fueron fruto de hábiles manipulaciones. Sin embargo, han sido admitidos como hechos
milagrosos por fieles ingenuos y de buena fe, ya que a la mayoría de los creyentes, de todos
los tiempos y de todas las religiones, les ha resultado casi imposible, conformarse con dioses
de carácter puramente abstracto. El sentimiento religioso tiene sus más profundas raíces en el
mundo afectivo del individuo y, por lo tanto, se rige por impulsos emotivos y muy personales.
Entre ellos prevalece, sobre todo en momentos de exaltación mística, la necesidad de entrar en
contacto físico con la divinidad de la cual se hace depender el destino individual o colectivo y,
con la cual, el hombre religioso se siente vinculado por lazos tan profundos y contradictorios
como pueden ser el amor y el miedo, la generosidad y el más egoísta de los intereses.
Contra los ídolos e imágenes de culto han luchado los grandes reformadores sociales de la
humanidad, como hizo Moisés al bajar del Monte Sinaí. Sin embargo, ha sido una lucha ni -
útil. Ya veremos, más tarde, cómo, hasta los romanos, dotados de un gran sentido práctico, en
momentos de peligro, hicieron llevar a Roma la venerada "Piedra Negra" y cómo, esto es lo
curioso, los resultados fueron tan espectaculares que pueden calificarse de milagrosos6 .
Las teofanías o epifanías pueden ser de distinta naturaleza y revestir variadas característi-
cas. Todo depende del lugar en el que se produce el fenómeno y el ser material u objeto sobre
el que deja sentir su presencia. Las más frecuentes son las líticas (piedras, ídolos, betilos, co-
lumnas), las atmosféricas (rayo, trueno, arco iris), las vegetales (árbol sagrado, bosque sagra-
do, vid, espiga de trigo), geográficas o naturalistas (montes, ríos, grutas, fuentes, lago, mar),
teriomorfas (serpiente, paloma, toro, macho cabrío) y antropomorfas (los dioses griegos).
Por lo tanto, la "Piedra Negra" de la Kybéle frigia era una teofanía lítica que, se ha inter-
pretado como manifestación de una encarnación permanente de la divinidad. Los ídolos líticos
era frecuente que tuvieran forma cónica y recibían el nombre genérico de betilos, palabra de
origen semítico y cuyo significado no puede ser más elocuente: "casa o morada de dios"7 .
Muchos fueron los betilos tenidos como sagrados en la Antigüedad: el cono de la Astarté
de Biblos, la Ártemis de Perga en Panfilia8 , el ónfalos de Delfos9 (fig. 19), etc. Los betilos

16
fueron venerados por los cananeos, por los árabes preislámicos y los habitantes del norte de
Africa, entre otros. Betilos se han encontrado en Golgi (Chipre), en templos e hipogeos feni-
cios de Malta, y conos de piedra arenisca se han descubierto en las capillas de la "Señora de
las Turquesas", en colinas y precipicios del Sinaí, etc.
Es muy probable que todos estos ídolos, también llamados "imágenes de cono" o "imáge-
nes de alcuza"10 , tengan en su génesis un tronco común relacionado con la representación de
la gran diosa madre preindoeuropea, símbolo de la fecundidad de la tierra, subyacente en las
raíces más profundas de todas las culturas del ámbito mediterráneo.
Una curiosa representación de la "Piedra Negra" de Kybéle, coronada por una cabeza de
carnero aparece representada en el reverso de una moneda de bronce de la época de Augusto,
acuñada, precisamente, en Pesinunte (fig. 20). En aquella época seguía figurando como em-
blema nacional, aún cuando ya hacía mucho tiempo que el auténtico y primitivo ídolo faltaba
de su santuario.

NOTAS

1. Es probable que, en función del paisaje donde recibía culto, fuera adorada en las zonas montañosas como
Señora de los animales y protectora de la caza, y en las regiones más llanas, como diosa de la fecundidad de
la Tierra. En la isla de Creta se observa el mismo fenómeno; Cƒ. Manuel Serrano Espinosa, Lugares de Culto
en la Creta Minoica: cavernas y santuarios en las cimas. Memoria de Licenciatura. U.C.M., 1986.

2. Cƒ. el capítulo "La leyenda de Atis : nacimiento, vida y pasión"

3. Son los llamados ceraunia, en griego (keraunov" = rayo). De la "Piedra Negra" decía Arnobio que era peque-
ña y negruzca, tal vez un trozo de lava, y que se colocaba delante de la estatua de la diosa (Adv. gent. 8).

4. La Kaaba es el famoso santuario árabe sito en la ciudad de la Meca. Tiene forma de cubo, de 12 m. de ancho,
13 m. de largo y poco más de 14 m. de altura. Está formado por bloques de piedra gris y cubierto por un pa-
bellón de seda negra. Se halla en el centro de un patio rectangular rodeado de soportales. En su recinto se en-
cuentra la célebre piedra negra, la piedra blanca y el pozo Zemzem. Según la tradición islamita la Kaaba fue
construida por Adán, destruida por el diluvio y reedificada por Abraham. En tiempos posteriores fue recons-
truida varias veces, hasta que en el 684, Ibn-er-Zobeir le dio la forma que hoy tiene.

5. Los meteoritos, también llamados aerolitos y uranolitos, son masas pétreas o metálicas extraterrestres que
caen aisladas, o en pedazos pequeños, en los que se ha desintegrado una grande denominada bólido. Entran
en la atmósfera terrestre a gran velocidad, a unos 40 km. por segundo, y por la resistencia del aire se calien-
tan, se hacen luminosos (estrellas fugaces) y se desintegran, produciendo una fuerte detonación.

6. Cƒ. el capítulo "Cybele en Roma".

7. La palabra bethel (casa de dios) fue convertida por los griegos en baytilos (Baivtulo").

8. Antigua región de Asia Menor, situada entre Licia y Cilicia, regada por el río Tamo. Sus ciudades principales
fueron Aspendos y Perga.

17
9. El ónfalos (ovmfalov" = ombligo) del gran santuario oracular de Delfos era una piedra, de forma cónica, consi-
derada por los griegos como el centro de la Tierra.

10. Nombre de origen árabe con que se designa a una vasija metálica, de forma cónica.

IV
Los Sacerdotes de la Magna Mater

Debemos a Heródoto1 la noticia de que los fieles de la Kybéle frigia eran llamados Kybé-
boi y que, desde antiguo, eran encargados de la celebración de los ritos orgiásticos de su reli-
gión, en el transcurso de los cuales, quienes iban a consagrarse al servicio de la diosa, le hací-
an el sacrificio de su virilidad. Con estos dos datos quedan trazados los rasgos esenciales que
caracterizaron al sacerdocio de la Gran Madre durante un largo período de su dilatada historia.
Resulta curioso el hecho de que el nombre de Kybéboi se relacione, al menos en su radi-
cal, con el verbo kubistavw, en una de cuyas acepciones significa saltar o dar volteretas, lo
que sabemos hacían los participantes de los misterios frigios en los momentos en que la exci-
tación alcanzaba su punto culminante.
Sus míticos antecesores fueron, sin duda, los Coribantes2 , un cortejo considerado de ori-
gen frigio y en el cual se incluía a toda una saga de daimones protectores del campo, del grano
y de las cosechas. Identificados con los Curetes, formaron parte del ruidoso cortejo de Kybé-
le-Rea, a la que honraban con una danza armada, ejecutada con lanza, escudo y antorchas3 .
En realidad, los sucesores de estos míticos personajes y de los primitivos Kybéboi, fueron
los gavlloi, un colectivo de sacerdotes eunucos presidido por un sumo sacerdote que tomaba
el nombre del propio dios, Atis, para significar que, en todo, era semejante a él4 .
La etimología del nombre de estos peculiares sacerdotes ha sido muy discutida. Hay
quienes opinan que proviene de la voz de origen frigio gavllo" que significa gallo, al igual
que el vocablo Komer, utilizado en Mesopotamia por los semitas occidentales para designar al
sacerdocio eunuco que tan importante papel jugó en los actos de culto durante toda la Edad
del Bronce.
También, hay partidarios de relacionar dicho nombre con el de la región de la cual eran
oriundos, la Galacia5 , y en cuyo septentrión se encontraba la ciudad de Pesinunte. Este territo-
rio pudo ser, en opinión de muchos comentaristas, el elegido por San Pablo para fundar sus
iglesias gálatas. De ser así, es probable que el apóstol hubiera sido testigo presencial de las
grandes lamentaciones funerales y orgiásticas que provocaba la anual muerte de Atis, lo que
explicaría que el recuerdo de tan frenéticos ritos acudiera a su memoria al escribir algunos
pasajes de su Epístola a los Gálatas6 .
En el santuario de Pesinunte, los galli formaron una corporación de rango principesco,
muy influyente, semejante, en cierta forma, a la que, en su día, presidió el culto de la Diosa
Solar de Arinna. En el marco de las antiguas civilizaciones del Próximo Oriente, esta clase de
sacerdocio fue muy frecuente y constituyó una auténtica casta privilegiada, dotada de todo
tipo de prebendas, hasta tal punto que los santuarios llegaron a convertirse en pequeños, pero

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intocables estados autónomos. Este fenómeno, muy significativo, se produjo, especialmente,
en los dedicados al culto de las diosas madres mesopotámicas y sirio-palestinas. Su funcio-
namiento requería la presencia de una nutrida mano de obra encargada del mantenimiento de
los edificios, de la custodia y cuidado de los objetos de culto, de la explotación de los domi-
nios, propiedad del santuario, de la recolección y almacenamiento de las cosechas, del trabajo
artesanal en los talleres, de la gestión y control de sus bienes, etc.
Todo ello comportaba la presencia de un gran número de empleados: campesinos, obre-
ros, artesanos, escribas, funcionarios, etc., que, libres o esclavos, consagraban su actividad al
servicio de la divinidad.
Estos centros religiosos basaban su prosperidad en la acumulación de reservas económi-
cas y en la fuerza de su máquina burocrática y aparato litúrgico, razón de ser de su existencia.
Por lo general gozaron de gran prestigio y no sólo ejercieron su influencia en el espíritu de los
fieles, sino que actuaron, también, como factor de peso, en el plano político y social. De la
importancia alcanzada por el santuario de Pesinunte da testimonio el hecho de que aunque
Frigia no volvió a desempeñar ningún papel importante, a partir de la dominación lidia, su
entidad, como territorio geográfico y nación, se mantuvo gracias a la pervivencia de este cen-
tro religioso y a la habilidad de sus sacerdotes.
La imagen que de estos galli nos transmitieron, posteriormente, los escritores griegos y
latinos, de los que merecieron toda clase de burlas y sarcasmos, tanto por su condición de
castrados, como por sus extravagantes y llamativas vestiduras, nada tiene que ver con lo que
fue el primitivo clero de Pesinunte que hay que suponer procedente, en su mayor parte, de la
nobleza y capas altas de la sociedad. Más tarde, los galli se extendieron por el mundo greco-
rromano al servicio de la diosa, cuyo culto estuvo siempre a cargo de frigios o gentes proce-
dentes de Asia Menor hasta que tuvo lugar la reforma de Claudio, de la que luego hablaremos.
Aparte de su espectacular y femenil indumentaria, el rasgo diferencial de este sacerdocio
fue su voluntaria y efectista eviración, llevada a cabo en el llamado "día de la sangre", el 24
de marzo, jornada en la que la fuerza orgiástica de los misterios metróacos elevaba a sus se-
guidores a extremos de delirio7 .
La elocuente descripción que Luciano hizo, sobre la consagración de los galli de la Dea
Syria, Atargatis (con los que frecuentemente eran confundidos los de Kybéle) en Bambí-
ce-Hierápolis, puede dar una clara visión de lo que podría llegar a ser tan cruento sacrificio9 :

"Cuando se toca la flauta y se celebran las orgías, el furor se comunica a un gran número de
participantes ... El joven que ha decidido hacerse gallus se quita sus ropas, avanza al centro de la
asamblea lanzando gritos y agarra un cuchillo de entre los que desde hace mucho tiempo están re-
servados a ese uso. Con ese cuchillo se castra bruscamente y corre por la ciudad llevando en la
mano lo que se ha arrancado. Cualquiera que sea la casa a la que vaya a echarlo, sus moradores le
proporcionarán un vestido de mujer y todo lo que sirve para ornato de ese sexo".

Sin embargo, en el caso de los galli de la Gran Madre, parece ser, y ello es lógico si se
consideran los peligros que el "sacrificante" corría de morir desangrado, que las cosas sucedí-
an de un modo más quirúrgico. La eviración se realizaba en el interior del templo (adyton),
con un cuchillo de sílex (acuto silice), nunca de metal, lo que evidencia las raíces prehistóri-

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cas del rito y, después, el nuevo gallus era marcado a fuego, mediante unas agujas especiales
con el "sello metróaco". Es lógico suponer que esta especie de sello o tatuaje no fuera otra
cosa que la cicatriz del cauterio que se le aplicaba después de la "operación"10 y que, en el
momento de la muerte, por ser una señal sagrada, se recubría con una lámina de oro.
Los marcados con el sello de Atis 12 celebraban después, con la diosa, una hierogamia sa-
grada, al enterrar sus vires (órganos sexuales), depositados en el kernos (císta mística), en la
profunda cripta del templo.12
Eunucos fueron, también, los sacerdotes de la Ártemis de Éfeso, los de la diosa guerrera
Mâ-Belona, los de la Dea Caelestis de Cartago y, como acabamos de ver, los de la Astarté
Siria (Atargatis) de Hierápolis. Como dato curioso cabe añadir que, aún en el siglo XVIII, los
miembros de la secta rusa de los skopzi se sometían a tan cruenta práctica.
Es evidente que las raíces de este tipo de sacrificios, propiciatorios de la fecundación de
la tierra, se remontan a épocas prehistóricas, ajenas, por completo, a la idea de castidad se-
xual. En todas las religiones ctónicas, al menos en sus orígenes, la fecundidad es siempre más
potente y santa que la castidad. Sacrificar la virginidad o romper el maleficio de la esterilidad
son signos de regeneración y salvación. Más tarde, en el marco de las religiones mistéricas, la
castidad jugó, también, un papel importante, pero siempre entendida como un estado transito-
rio y previo al ceremonial de iniciación.
Dentro de la religión de Kybéle, y con el transcurso del tiempo, la autoeviración volunta-
ria de sus sacerdotes fue interpretada como un acto de purificación y total entrega a la diosa.
Por su condición de divinidad absorbente, como había demostrado con el propio Atis, sólo
podía ser servida, sin desviaciones de atención, por fieles totalmente libres de las agitaciones
y pasiones que el sexo produce. Para ser un castus sexual perfecto, era preciso renunciar, por
completo, a la virilidad. Sólo visto desde este peculiar prisma místico, el sacrificio de los galli
encontraba, entre ellos mismos, su sentido y justificación.
Por otro lado, es un hecho comprobado a lo largo de la Historia, que los iniciados en las
religiones mistéricas han sido, en su mayoría, mujeres, homosexuales, minusválidos y escla-
vos, proclives, dada su mayor sensibilidad espiritual, a buscar la sublimación de sus padeci-
mientos en fórmulas que proclaman la inmortalidad del alma y la eterna felicidad en el más
allá. La manía o fanatismo13 , es evidente que se produce, con gran frecuencia, en estos colec-
tivos privados de derechos y siempre sometidos en el marco social.
El papel desempeñado por la mujer en los misterios fue siempre muy destacado y activo
(misterios dionisíacos y eleusinos) llegando, incluso, a desempeñar cargos sacerdotales en
condiciones equiparables a las de sus compañeros varones, como en el caso del hierofante y
de la hierofantina de Eleusis y, a veces, también se daba el hecho de la participación del hom-
bre disfrazado de mujer, como sucedía en el culto a Damia y Auxesia 14 , asimilada a Demé-
ter-Coré, en Epidauro y Egina15 . Sin embargo, la participación de la mujer en los misterios
metróacos es tardía y no llega a ser importante hasta la reforma oficial realizada por Claudio.
Otra de las características del sacerdocio de las religiones mistéricas, incluida la de Kybé-
le, era su condición de clero permanente, rasgo diferencial, entre otros, con respecto a las lla-
madas religiones étnico-políticas o estatales, por lo general de origen patriarcal. En estas últi-

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mas, el cargo de sacerdote era casi de exclusiva competencia masculina y su función se limi-
taba a la simple mediación entre la comunidad y el dios.
En un principio, el sacerdocio patriarcal fue desempeñado por el rey o primera autoridad
política (reyes-sacerdotes sumerio-acadios, patriarcas hebreos, etc.), pero la complejidad re-
ciente de estas sociedades obligaron a la pronta separación de las funciones políticas de las
religiosas. Casi equiparables al rey, jueces y sacerdotes disfrutaron de una relevante categoría
social, y su actividad se desarrolló, siempre, en el ámbito público. El mismo o parecido carác-
ter tuvo el sacerdocio en las culturas griega y romana. Según Platón16 , los sacerdotes eran
"diáconos" o servidores de la "polis-estado", y su misión "ofrecer nuestros presentes a los
dioses e implorar de ellos para nosotros los beneficios que deseamos". En cuanto a los sacer-
dotes romanos, recuérdese que tenían el carácter de funcionarios públicos y que su nombra-
miento se producía por parte del Estado, sin necesidad de que el candidato presentara más
requisito que el de su ciudadanía romana. Actuaban como sacrificadores y orantes oficiales,
desempeñando las funciones que, en el remoto pasado y en el marco ancestral del clan fami-
liar, fueron competencia del pater familias. Sin embargo, una vez realizado el acto piadoso, el
sacerdote se incorporaba, de nuevo, a su vida cotidiana y al cargo o magistratura que desem-
peñaba habitualmente.
El piaculum o acto de piedad se consideraba como el pago de una deuda por un bien soli-
citado y alcanzado, es decir, un acto de justicia, no de amor. En función del práctico principio
de do ut des que animaba la relación del hombre romano con los dioses, cuando se recibía el
beneficio pedido llegaba el momento de ofrecer, ut tibi ius est, y quedar en paz. El vínculo del
hombre con la divinidad era la pietas erga deos, es decir, el cumplimiento exacto de sus debe-
res y compromisos con los dioses, pero nada más.
Dadas estas circunstancias, no es de extrañar que los griegos y romanos que siempre pro-
fesaban una gran veneración a la Gran Madre, sintieran, sin embargo, un gran desprecio por
sus sacerdotes y, aún cuando llegaron a acostumbrarse a su presencia en las calles y plazas de
sus ciudades, nunca sintieron por ellos el menor respeto o consideración.
En Roma, el Estado prohibió a sus ciudadanos la iniciación en la religión de Cybele (así
llamada en Roma) y, sobre todo, la eviración17 . El Senado, por lo tanto, mantuvo una vigilan-
cia recelosa sobre las prácticas y culto de la diosa, el cual se confió en manos de gentes de
procedencia oriental, de acuerdo con el código vigente para las religiones "peregrinas" (ex-
tranjeras). Se tiene noticia de que desde el año 103 a.C. el Battakes (posiblemente el inmedia-
to colaborador del Atis), oriundo de Pesinunte, gozaba ya en Roma de gran prestigio 18 y que,
en tiempos de Augusto, el templo de Cybele se hallaba atendido por un sacerdote y una sacer-
dotisa frigios; aún cuando se hablase de famulus y no de sacerdos, por el hecho de no ser un
ciudadano romano. Por aquel entonces, además, los actos religiosos y los oficios tenían que
realizarse en el interior del santuario, con la sola excepción de la procesión y ceremonia de la
lavatio de la imagen de la diosa con la que se clausuraban las Attideia19 .
Significa todo ello, que los galli en Roma y en todo el imperio constituyeron una especie
de "sagrada milicia", pero sin llegar a organizarse en un consolidado cuerpo sacerdotal, ni
gozar el prestigio que alcanzaron en Asia Menor, sobre todo en los siglos III y II a.C.

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En tiempos del emperador Claudio (41–54 d.C.), sin embargo, las cosas cambiaron de
modo radical, ya que se autorizó, oficialmente, la celebración de los misterios metróacos,
permitiéndose al ciudadano romano su participación en ellos por medio del taurobolio o crio-
bolio20 , sacrificios sustitutivos de la eviración y que, por entonces, fueron autorizados en la
ciudad de Ostia, considerada como el puerto de Roma y donde la población de emigrantes
orientales era, como antaño en el Pireo, muy numerosa.
A partir de este momento, se advierte una clara penetración del espíritu cívico-político
que inspiraba a la religión romana en el culto de la Magna Mater, en el que, evidentemente, se
introdujeron cambios transcendentales. Para empezar, el cargo más importante del sacerdocio
metróaco fue, desde entonces, el de Archigallus (Attis populi romani), nombramiento más de
carácter político que religioso que debía ser desempeñado por un ciudadano romano, no cas-
trado, en ocasiones incluso casado21 y sacramentado por el taurobolio. Según Carcopino esta
figura del Archigallus fue una de las innovaciones impuestas por Claudio para la oficializa-
ción de la religión metróaca22 . En provincia, los Archigalli recibían su nombramiento de los
quindecemviri sacris faciundis, con lo que dichos cargos se encadenaban al engranaje estatal
y funcionaban bajo su control.
De esta forma, los galli eunucos al ser excluidos del marco de la religión oficial perdieron
su protagonismo y se vieron muy reducidos en número e importancia, sobre todo a partir del
decreto de Domiciano, por el cual se prohibía la eviración en todo el Imperio, situando, por
tanto, fuera de la ley a cuantos practicaran tan bárbaro rito.
El Archigalo, cuya elección estatal era vitalicia, asumió, en definitiva, todas las compe-
tencias de tipo oficial: emitir vaticinios, presidir la celebración de los misterios, conceder
permiso para la realización de los taurobolios (ex vaticinatione Archigalli) y ser el mismo
receptor, cuando la situación lo requiriese, de dicho sacramento de sangre a la intención del
bien del Estado o del Emperador, ante la veneración pública de los fieles.
La compleja organización que, a partir de entonces alcanzó el ceremonial metróaco obligó
a un notable aumento de personal auxiliar especializado en su liturgia. De ello nos dan noticia
las inscripciones que nos hablan de portadoras de los kernoi (cernephorae) en las procesiones
de iniciación y de los taurobolios, de himnólogos (hymnologoi) encargados de la composición
de los cantos en lengua griega en honor de la diosa, de tocadores de flauta (tibicines), de toca-
dores de címbalos (cymbalistriae) y de tímpanos (tympanistriae), de bailarines sagrados (ba-
llatores), de encargados de la custodia de los objetos de culto y organizadores de ritos (appa-
ratores), e, incluso, de esclavos guardianes del santuario (aeditui)23 .
Por otro lado, vinculadas con el culto de la Magna Mater, se organizaron una especie de
asociaciones y cofradías. Las dos más importantes fueron la de los cannóforos (cannophori), o
portadores de cañas, y la de los dendróforos (dendrophori) encargados de cortar el árbol que
en el transcurso de las Attideia iba a desempeñar el papel del dios muerto.
Los miembros de la cofradía o hermandad de los cannóforos tenían su propia sede de reu-
nión en una schola, presidida por la imagen de los dos dioses, Cybele y Atis, y participaban
en muchos de los actos de culto que se les rendían, y, de modo especial, en los taurobolios.
Tenían, además, un cometido de tipo funerario porque se encargaban de proporcionar sepultu-
ra y de enterrar a los miembros de su asociación o collegium, organizado, al parecer,
jerárquicamente, con grados y funciones diversas. Las inscripciones más numerosas, alusivas
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camente, con grados y funciones diversas. Las inscripciones más numerosas, alusivas a estos
cofrades, provienen de Ostia que, como es sabido, fue una de las ciudades donde el culto me-
tróaco alcanzó mayor difusión.
Más importante y prestigiosa, aún, fue la corporación de los dendróforos, o portadores del
árbol sagrado de Atis, compuesta de negociantes y transportistas de madera, leñadores e, in-
cluso, bomberos. Los miembros de dicha hermandad procedían del pueblo llano, aunque a
veces se aceptaban entre sus filas a gentes de procedencia noble. Eran los llamados patroni
quienes contribuían con sus donativos al buen funcionamiento de la asociación y por ello re-
cibían cargos honoríficos. Su cometido esencial era la tala y procesión del pino sagrado, ce-
remonia central de las fiestas de Marzo, por lo que la presencia de tal hermandad, en cualquier
ciudad, presuponía la existencia de un culto organizado en honor de los dioses frigios.
Organizados, de modo jerárquico como los anteriores, tenían, también, su propia sede y el
compromiso de asegurar los funerales y sepultura a todos sus miembros, para lo cual anual-
mente abonaban una determinada cuota.
Igualmente, son muy numerosos los documentos epigráficos que a ellos aluden, lo que
permite comprobar que estas asociaciones religiosas funcionaron en gran parte de Italia, la
Galia y provincias orientales, mientras que en el Oriente se evitó, en lo posible, la existencia
de estos colegios profesionales por temor a que actuaran como focos de rebeldía. Por esta
razón, cuando se constata la presencia de dendróforos en las regiones orientales del Imperio se
trata de asociaciones de carácter puramente religioso.
Con esta reforma también se admitió la presencia de la mujer en el culto metróaco, aún
cuando, parece ser, para cometidos y funciones muy específicas. Entre estas sacerdotisas que,
en un principio recibieron el nombre genérico de "galas", pronto debió darse una jerarquiza-
ción de cargos como puede apreciarse a través de las inscripciones. En ellas se alude, a veces,
a una sacerdos maxima, otras a una sacerdos secundo loco e incluso a una simple ministra
que tal vez desempeñase la función de guardiana del santuario24 (fig. 21). Las mujeres podían
pertenecer a la cofradía de los cannóforos y desempeñar en ella puestos importantes, mientras
que en la de los dendróforos tenían vedado el ingreso, aún cuando, en ocasiones, como mues-
tra de agradecimiento a un beneficio especial, se concediera a alguna un título puramente ho-
norífico (mater collegii, por ejemplo).
La reforma de Claudio afectó, incluso, al clero de la lejana Pesinunte que se organizó en
un aristocrático colegio sacerdotal compuesto por once miembros, presidido por el Archierus
(Attis hierus). Este colectivo volvió a alcanzar un gran prestigio social y político y a gozar de
una gran autonomía, como en sus viejos y buenos tiempos, hasta el punto de que los cargos
sacerdotales adquirieron el carácter de hereditarios.
Mención aparte merecen, dentro del colectivo de eunucos, seguidores de la Gran Madre,
los metragyrtes que se extendieron con su culto por Grecia y Roma. Fueron personajes muy
peculiares, que constituyeron una especie de clero menor, mendicante, muy criticado y des-
preciado por su extravagante y llamativa indumentaria femenil y sus ruidosas manifestaciones
procesionales, siempre acompañadas de cánticos, sonar de flautas y tímpanos. Su cometido
era el de ir mendigando de casa en casa, ofreciendo, a cambio de una limosna, ritos de purifi-
cación y todo tipo de remedios espirituales y soteriológicos.

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En Grecia, donde su proliferación fue especialmente nutrida, aún siendo vistos con tole-
rancia fueron, al mismo tiempo, cruelmente escarnecidos en muchas de sus comedias y obras
satíricas25 . En Roma, la ley sólo les permitía dos veces al año la cuestación de limosnas, lo
que demuestra la preocupación del Estado por limitar, en la medida de lo posible, su contacto
con la población26 . Siglos más tarde, algo parecido harían los célebres buleros que recorrieron
pueblos y ciudades de la Europa medieval.

Indumentaria sacerdotal.
Liturgia y música.

Hasta el presente, no existe documento arqueológico más ilustrativo para describir lo que
fue la complicada indumentaria de los sacerdotes de la Gran Madre que el famoso relieve del
Palacio de los Conservadores (fig.22). Fue hallado en Civita Lavinia (la antigua Lavinium) en
1736, y hasta 1903 estuvo en el Museo Capitolino, razón por la cual en muchos libros anti-
guos figura como existente en los fondos de dicho museo27 . Se fecha en el siglo II, en la época
de los Antoninos y en él aparece representado, con todo lujo de detalles, un archigallus28 ,
según varios autores, o un simple gallus, según otros29 que sostienen que era propio de los
galli lucir tan llamativas prendas y recargados adornos, mientras que los archigalli solían ves-
tir de modo más sobrio. También entra dentro de lo posible, que existiera una indumentaria
festiva, de gran aparato, utilizada en las grandes solemnidades o ceremonias de consagración,
y otra, más simple y cotidiana usada a diario, del aspecto y corte de la que viste el personaje
que aparece en nuestra fig. 22, tocado con el pileus30 , el típico gorro frigio, de lana o fieltro,
que no sólo llevaba Atis, sino también otros muchos personajes procedentes de Oriente, entre
los que merecen ser destacados Paris, el raptor de Elena, y Ganímedes, el joven copero de los
dioses. En el Bajo Imperio, los seguidores de Atis que usaban el característico atuendo de
vestiduras largas y pileus debían de ser personajes tan habituales en las calles de todas las
ciudades, sobre todo en las portuarias, que se les conocía con el nombre genérico de pileati.
En cualquier caso, gallus o archigallus, el individuo que aparece en el relieve del Palacio de
los Conservadores se hizo representar no sólo ataviado con sus mejores galas, sino también
rodeado de los objetos litúrgicos más representativos del ceremonial metróaco. Viste túnica
talar, de mangas largas y ajustadas a la muñeca y el típico manto purpúreo, también muy ajus-
tado al cuerpo y con el cual se cubre la cabeza. Ciñe su frente con una corona de laurel provis-
ta de tres medallas. En la central se aprecia la efigie de Zeus Idaeo y en los laterales la de
Atis. Lleva en el cuello un torques rematado por dos cabecitas de carnero que sostienen una
gema lenticular; de ambas orejas cuelgan largos pendientes y las dos ínfulas que enmarcan su
rostro, de rasgos flácidos, formadas, probablemente, de cuentas alargadas, le llegan hasta la
cintura. Sobre el pecho luce un gran pectoral o prosthetidion, en el cual vuelve a aparecer Atis
dentro de una pequeña edícula.
En la mano derecha lleva, en opinión de algunos, una rama de granado, fruto que simboli-
za la fecundidad de la tierra, según otros una adormidera y una rama de olivo y laurel que, a

24
modo de hisopo (aspergillum) se utilizaría en las aspersiones rituales. En la mano izquierda,
sostiene un cuenco lleno de frutos entre los que destaca la piña consagrada a Atis. Sobre dicho
cuenco y apoyado en el hombro se ve el mango de una férula rematada, en sus extremos, por
dos cabezas de un personaje barbado que se ha interpretado como la efigie de Zeus Idaeo. De
dicho mango cuelgan tres disciplinas formadas por astrágalos (tabas) o vértebras de animales,
severo instrumento de castigo con el que se autoflagelaban en el "día de la sangre"31 .
Como complemento a tan pormenorizado retrato en el que no falta más ornamento perso-
nal que el ancho brazalete u occabus (fig. 23) que solían lucir los galli, aparecen los objetos
sacros empleados en el servicio litúrgico. Sobre el hombro derecho se ven los címbalos, a la
derecha el tympanon o pandero, dos flautas cruzadas y la cista mística o kernós en la que, en
un principio, se depositaban los vires, de los galli consagrados y, más tarde, del toro o carnero
sacrificado, para ser ofrendados a la diosa y enterrados en la cripta de sus templos32 .
Nada falta, pues, en este expresivo relieve de lo que fueron los llamativos atuendos, ador-
nos personales, disciplinas, cestas de ofertorio e instrumentos musicales, a los que todavía
cabe añadir la siringa (fig. 24), instrumento que Atis solía tocar, probablemente, para interpre-
tar esos "aires de la Gran Madre" o tonadas en su honor, de las que las fuentes hablan.
El papel de la música y la danza combinadas, por lo general, con algún tipo de bebida ri-
tual alcohólica han desempeñado un decisivo papel en todos los ritos religiosos celebrados por
el hombre. La música y la danza son, sin duda, las más íntimas y afectivas de todas las artes y,
a través de su práctica, el ser humano es capaz de expresar sus más profundos sentimientos,
evocar recuerdos, liberar tensiones y alcanzar estados anímicos que no puede traducir por
medio de palabras.
Cualquier acto religioso duplica su solemnidad y efectos emotivos si se acompaña con
música. En cuanto a las ceremonias o actos en que los asistentes participan a través de la dan-
za y la música está comprobado que la "simpatía", es decir, la comunicación de afectos, se
produce de modo espontáneo.
Cada pueblo, desde la más remota antigüedad ha ido configurando las raíces de su folklo-
re de acuerdo con la expresión de sus más entrañables vivencias y sentires, casi todas ellas
unidas a ritos de carácter religioso, ceremonial y festivo; y por otro lado, de desafío, enfren-
tamiento, guerra y liberación, de tal modo que la música, en cada uno de ellos, se ha converti-
do en un peculiar lenguaje, cargado de emoción y capaz de servir de vía de identificación cul-
tural.
Se sabe que en Frigia el cántico que los segadores entonaban en las faenas de recolección
o trilla, a modo de lamentaciones por el espíritu del grano segado, se llamaba lityerses, como
el personaje a cuya leyenda iba asociado. Lityerses era hijo del rey Midas de Frigia que habi-
taba en Celene. Joven famoso por su voraz apetito, acostumbraba a segar personalmente las
mieses y a desafiar a cuantos extranjeros pasaban cerca de sus campos a competir con él en
velocidad y destreza al segar. Después de vencerles, les envolvía en una gavilla, les cortaba la
cabeza con una hoz y se llevaba lejos el cuerpo envuelto en las cañas del cereal. Esto se repi-
tió muchas veces, hasta que el desafiado y vencedor fue Hércules, que hizo con Lityerses lo
que él venía haciendo con los extranjeros, tirar su cuerpo al río. Según otra variante de la le-
yenda, lo que Lityerses hacía con los cuerpos era trillarlos, hasta que, en cierta ocasión, fue

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vencido y muerto por un extranjero33 . Es muy probable que esta leyenda tenga un fondo de
verdad y que en un remoto pasado, en Frigia, existiese la costumbre de capturar y envolver en
gavillas a los extranjeros, considerados como la personificación del espíritu del grano, para
decapitarles y arrojar, después, sus cuerpos al agua como ofrenda propiciatoria de la lluvia.
El recuerdo de ritos semejantes aún pervive en algunas partes de Europa en las que se ce-
lebra la competición en la siega, el atado de una persona entre las gavillas y el trato dado a los
forasteros que aciertan a pasar por los campos en dichos momentos. En el caso de Frigia, no
podemos olvidar que Atis era "la segada espiga del grano" y que por lo tanto Lityerses venía a
ser un nuevo prototipo de este dios.
Como ilustración de lo que pudieron ser estas fiestas de siega y cosecha nada más expre-
sivo que el famoso Vaso de los Segadores de Hagia Triada (fig. 25). Se trata de un interesante
recipiente de esteatita que se encuentra en el Museo de Heracleion y en el que aparecen repre-
sentados toda una serie de cosechadores que con las forcas y aperos de labranza al hombro,
regresan del campo cantando, acompañándose del sistro que lleva uno de ellos. Encabeza el
cortejo un personaje de larga melena revestido de ropa talar, de tejido imbricado, llevando al
hombro un bastón curvo, semejante al pedum que aparece siempre como atributo de Atis, lo
que puede significar que se trata de un personaje real o de un sacerdote.
Personajes míticos parecidos a Lityerses fueron el Bornos bitinio, el Linos fenicio (luego
identificado con Adonis) y el lidio Syleus. Con ligeras variantes, según las leyendas locales,
todos morían anualmente y los segadores o cosechadores entonaban cánticos quejumbrosos
para significar su muerte.
En Egipto existía también el llamado "Canto de Maneros", tenido como hijo único del
primer rey de Egipto, inventor de la agricultura y muerto prematuramente. Se identificaba con
Osiris y, por lo tanto, con el espíritu del grano occiso. Esta tradición, que se tenía por origina-
ria de Busiris, se extendió por todo Egipto, y las lamentaciones fúnebres entonadas al cortar
las primeras gavillas aún se oían en época romana. Parece ser que se componían de muy pocas
palabras, articuladas en una prolongada nota musical que, entonada al unísono por un potente
coro de voces masculinas, podía oírse a grandes distancias y atraer la atención de los
caminantes34 . Originariamente se tenía a Maneros por un extranjero, un hombre joven de pelo
rubio, como el trigo maduro, al que mataban los segadores en el campo de la cosecha para que
el grano volviera a crecer con renovado vigor35 .
En cuanto a Frigia se refiere, existía la celebre composición conocida con el nombre de
"Aires de la Madre", a la que ya hemos hecho referencia. Era una tonada para flauta que las
gentes de la ciudad frigia de Celenae atribuían a Marsias, a quien tenían como inventor de
dicho instrumento musical36 , tenido como ritual en las celebraciones de Kybéle, hasta el punto
de que, como se recordará, la flauta recibía el nombre de berecintia brómon en griego y bere-
cintia tibia en latín. En cambio, se tenía por inventor de la siringa a Pan37 . Ambos personajes
formaban parte del cortejo de la Gran Madre.
Marsias, cuya leyenda se sitúa en Frigia, es en el fondo una reencarnación de Atis y, co-
mo él, sufría pasión. Según las versiones, aparece como un sileno o como un pastor-vaquero
encargado de acompañar a la diosa, tras la muerte de Atis, para consolar su pena con sus dul-

26
ces tonadas. Más tarde su leyenda se complicó con el desafío a Apolo y con la versión ate-
niense de la invención de la flauta.
En Atenas se decía que la flauta había sido inventada por Atenea pero que al ver su ima-
gen reflejada en un río, en el momento de tocarla, y sorprender sus mejillas deformadas, la
arrojó lejos de ella. Fue entonces recogida por Marsias (fig. 26) que se hizo un experto en su
utilización, hasta el punto de estimar que la música de la flauta era la más bella del mundo y
que con ella podía desafiar a Apolo, el gran virtuoso de la lira. Apolo aceptó el reto con la
condición de que el vencido aceptase el castigo que impusiera el vencedor. Estipulada tal
condición, Apolo puso a Marsias en el aprieto de que tocase la flauta al revés, como él hacía
con su lira. Vencido Marsias fue colgado de un pino (o un plátano, según versiones) y des-
ollado por el esclavo escita (figs. 27 y 28). Más tarde, Apolo arrepentido, rompió su lira y
transformó a Marsias en un pino, como siempre el árbol totémico de Frigia.
En tiempos históricos aún se mostraba en Celenae su piel colgada al pie de la ciudadela,
dentro de una gruta donde el río Marsias junta sus aguas turbulentas con las del Meandro. A
dicha cueva se le atribuía la facultad de tener sensibilidad musical de tal modo que si en su
interior se entonaban melodías nativas, la piel del sátiro se conmovía y vibraba, pero si se
entonaba algún canto en honor de Apolo permanecía totalmente rígida e inmóvil.
En cuanto a la bebida ritual consumida en estas celebraciones se sabe que era el vino de
piñones, la semilla de árbol considerado como la encarnación vegetal del dios. Símbolo de
inmortalidad era la piña, el fruto litúrgico por excelencia y como flor sagrada se veneraba la
violeta, expresión materializada de la sangre de Atis. En este culto a determinadas flores, al-
gunos investigadores ven un claro indicio de la pervivencia de las culturas precerealistas en
los mitos y ritos griegos38 .
Las violetas pertenecen al género de las violáceas, herbáceas o sufruticosas. Se conocen
unas doscientas especies, siendo de entre ellas las más conocidas los pensamientos o trinita-
rias y la de color morado y muy olorosa. Son flores muy importantes dentro del panorama
primaveral de la Europa templada por lo que debieron merecer la atención del hombre primi-
tivo desde las épocas más remotas, y hasta ser recolectadas y consumidas, como sucedió con
otras muchas plantas, en etapas precerealistas a partir del mesolítico.
Son varios los autores clásicos que hablan de las violetas y sus numerosas variantes. Teo-
frasto39 distingue dos principales especies: ivon to; leukovn e ivon to; mevlan, es decir, la violeta
blanca y la violeta negra que, probablemente, sería la olorosa, y Plinio 40 , entre otros, alude a
sus distintos colores, purpurae (rojas), lutae (amarilla) albae (blancas), etc.
En Grecia, se decía que las violetas habían surgido de la tierra para servir de alimento a
Io, cuando fue convertida en vaca por la furiosa Hera41 . También se la asociaba con el narciso,
la flor que sirvió de engaño a Perséfone, ya que con coronas de violetas aparecían adornadas
tanto ella como sus compañeras en el momento de su rapto por Hades, pero, sobre todo, la
violeta guarda estrecha y etimológica relación con Ión42 , el héroe que dio nombre a la estirpe
de los jónios y al más griego de todos los mares: el Mar Jónico. A dicho héroe las Iwniavde",
las ninfas de las violetas ofrecieron, a su llegada a la Elida, una corona de violetas amarillas.
Con esta stevfo" aJgnovn (corona santa) se le reconocía su poder real y sagrado. Esta tradición
explica la predilección que los atenienses, de estirpe jónica, sintieron siempre por las violetas

27
y que les gustase hacerse llamar los "coronados de violetas" y, asimismo, a Atenas, su hermo-
sa ciudad, la "coronada de violetas"43 .
A todas estas referencias mitológicas, hay que añadir su empleo en la elaboración de vi-
nos y su utilización en recetas para la fabricación de remedios y filtros curativos destinados a
aliviar todo tipo de enfermedades: inflamaciones, úlceras, dolores de estómago y vientre, fie-
bres malignas, pleuritis, enfermedades del aparato respiratorio, etc., observándose que en tales
recetas subyace siempre una idea de purificación necesaria para poder recobrar la salud.
Las violetas aparecen, por otro lado, asociadas a otro producto también mítico y sagrado
en la antigüedad, sobre todo en la cuenca mediterránea: la miel, símbolo de regeneración vital.
Autores como Virgilio, Plinio y Columela entre otros, afirmaban que las violetas eran las flo-
res preferidas de las abejas y que su néctar era, sin duda, el mejor para la elaboración de una
miel óptima.
En la cultura creto-micénica la miel desempeñó el papel de elemento revitalizador en el
más allá o de metamorfosis biológica44 . Suele aparecer en vasos rituales en tumbas consagra-
das a divinidades de carácter ctónico y, unida a las violetas, servía para elaborar medicamen-
tos del tipo del que nos habla Marcello Medico45 .
En cuanto a la violeta con que se adornaba el pino talado que desempeñaba el papel de
dios difunto en los misterios frigios46 , se trataba de la especie denominada ivon pofurouÖn,
violeta roja, también llamada ivon kubevlion en honor de la diosa, al parecer una de las prime-
ras flores que brotan sobre la faz de la tierra y cuya simbología cultual es claro exponente de
su valor y uso en etapas precerealistas, o cuanto menos, del interés que siempre despertó su
fragante y multicolor aparición en la retina del hombre.

NOTAS

1. Heród. V, 102. Esta asimilación del nombre de la divinidad por parte de sus devotos fue también muy fre-
cuente en otras religiones. Así, en Tracia, los adoradores de Sabos eran llamados saboi, y los de Bakchos,
bakchoi y bakchai.

2. Koruvbante" (korubantiavn = estar agitado); Cƒ. Eurip., Bacch. 120-25; Ov., Fast.. IV, 210. Semejantes a los
Coribantes fueron los hastiferi de la diosa guerrera de Comana, Mâ-Belona.

3. Cƒ. el capítulo de "Kybéle en Grecia".

4. EunouÖko" (eujnhv = lecho; e[cw = tener o guardar), en latín eunuchus, hombre castrado. En la Historia Antigua
del Oriente Próximo, los eunucos desempeñaron importantes papeles políticos como ministros, sacerdotes y
favoritos de los reyes. Por su voz atiplada formaron, asimis mo, parte de los coros de músicos y cantores en-
cargados del ceremonial de los templos y actos oficiales de la corte. Cƒ. Nock, A.D., Eunuchus in Ancient
Religión, en "Archv. f. Religionswissenschaft, XXIII, 1925".

5. Región situada en el centro de Asia Menor. Recibió su nombre de los galos que, en el siglo III a.C., atravesa-
ron el mediodía de Europa y el Helesponto e invadieron Asia. Después de muchos años de guerras acomp a-
ñadas de violentos saqueos de ciudades y provincias, fueron vencidos por Atalo I, rey de Pérgamo. En el año
25 a.C., después de muerto el último rey gálata, Augusto convirtió la Galacia en provincia romana, abarcando

28
los territorios de la Galacia del norte, de la Galacia del sur, parte de Frigia, Panfilia, Pisidia y Licaonia. Fue-
ron las ciudades más destacadas de Galaecia, Pesinunte, Ancira (hoy Angora) y Tavium.

6. Pues en Cristo Jesús ni vale la circuncisión, ni vale el prepucio, sino la fe actuada por la caridad … Pero
yo, hermanos, si aún predico la circuncisión ¿por qué soy aún perseguido? Luego, ¿se acabó el escándalo
de la Cruz? ¡Ojalá se castraran los que os perturban! (Exhortaciones, 5).

7. Cát. 63, 5; Marc., Epigramas 3, 81; Lact., Institutiones Divinae 1, 21, 16.

8. Luc., (125 - 192 d.C.), De Syria Dea, 51; Cƒ. Apul., Metam. VIII, 27 y ss.

9. Poli., Historia 21, 37.

10. Prud., Perist. X, 1.076.

11. Los marcados con este sello eran llamados !Attabokaoiv, como consta en una inscripción de Pesinunte. Cƒ.
Hepding en Athen. Mitheil., XXII, 1987, p. 88.

12. Firm. Mat., De errore. prof. relig., XVIII, 1; Clem. de Alej., Protrept., II, 13.

13. Manía, (del latín mania y del griego maniva), especie de locura caracterizada por delirio general, agitación y
tendencia al furor; fanatismo (del latín fanaticus, y éste de fanum que significa templo), apasionamiento o en-
tusiasmo ciego por creencias y opiniones religiosas.

14. Auxesia y Damia eran dos doncellas cretenses que se trasladaron a Trecén. Complicadas casualmente en un
alboroto, fueron lapidadas por la multitud. Como reparación se las dedicó un culto y la celebración de una
fiesta en su honor.

15. Heród., 5, 83; Paus., 2, 30, 4.

16. Plat., Política, 290 c-d; Contra los charlatanes y supersticiones, Cƒ. Rep., II, 7.

17. Dion. Halicar. II 19, 4-5.

18. Carcopino J., Attideia II, en Mel. d`Archéol. et d`Hist., XL, 1923, p. 265.

19. Cƒ. el capítulo "Las celebraciones mistéricas: las Attideia".

20. Cƒ. el capítulo "El Taurobolio y el Criobolio".

21. C.I.L., VI, 32466 (inscripción de Pisidia).

22. Carcopino, J., Attideia II. Galos y Archigalos, Mel. d`Arch. et d`Histo., XL, 1923, pp. 327 y ss; idem, As-
pects mystiques, p .77.

23. Por orden de enumeración: C.I.L., II, 179; X, 1803 - VI, 32444 y 9475 - XIII, 1752-1754; XIV, 408; XII,
1782 - IX, 1538; V, 519 - IX, 1542; VI, 2264 - VI, 2265 - XII, 405, add., p. 812; XIII, 1754; XIV, 53 - V,
519; VI, 2211.

29
24. Sacerdos maxima (Roma. C.I.L., VI, 2257; VI, 502). Sacerdos prima y Sacerdos secundo loco (Benevento.
C.I.L., IX, 1541-1542); Ministra (Corfirium. C.I.L., IX, 3146).

25. Metragyrtai (Mhvthr = madre; ajgeivrw = mendigar); Cƒ. Aristof., Aves, 875; Avispas, 115; Antífanes escribió
una obra titulada Metragyrtes, hoy perdida, en la que se trataba con dura ironía a estos pintorescos personajes.

26. Cic., De Leg., II, 16.

27. Cƒ. Reinach, S,. Reliefs III, p. 207; Saglio, Dictionn. des Antiq. f. 3482.

28. Graillot, H., Le Culte de Cybele Mére de Dieux á Rome et dans l'Empire Romain. París, 1912, pp. 236-238;
Parrot Chipiez, Histoire de l'Art V, París, 1890, p. 35; Ferguson, J., The Religions of the Roman Empire, Lon-
dres, 1970, f. 5.

29. Carcopino, J., Mélange d'arch. et d'Hist., IX, 1923, pp. 273 y ss; Stuartt-Jones, A., Catalogue of Ancient
Sculptures in the Palazzo dei Conservatori, Roma, 1968, p. 254, nota 1; Cumont, F., Les religions orientales
dans le paganisme romaine, París, 1929, lám. II, 1.

30. PiÖlo" = lana, fieltro.

31. Cƒ. el capítulo "Las celebraciones mistéricas: las Attideia".

32. Cƒ. Graillot, H., Le culte de Cybele Mére de Dieux a Rome et dans l'Empire Romain. París, 1912, pp. 236 y
ss; CIL, VI, 2233; Saglio, Diction. des Antiq. ff. 815 y 1986.

33. Frazer, J., La rama dorada, Madrid, 1984, pp. 483 y ss.

34. Mââ-ne-rha, que significaba: ¡Vuelve a tu casa! era la prolongada queja que se dejaba oír desde los campos
de recolección del grano.

35. Frazer, J., Op. cit., p.507 y ss.

36. Flauta simple o aulós y flauta de doble tubo o doble aulós. La figura de Marsias, con grilletes en los pies, era
un símbolo de libertad que no solía faltar en los Foros romanos (Foro de Roma, Paestum, etc.). Era punto de
reunión entre libertos y esclavos.

37. Pan, (Pavn), dios de los pastores y los rebaños y al parecer originario de Arcadia. Se le representa mitad hom-
bre, mitad macho cabrío y en Roma se le identificó con Fauno y con Silvano. Sus atributos ordinarios son la
siringa, un cayado de pastor, una corona de pino o un ramo, también de pino, en la mano. Suele aparecer, so-
bre todo, en el cortejo de Dioniso. Su presencia también es frecuente en los templos consagrados a Atis. (Cƒ.
Attideum de Ostia).

38. Chirassi, I., Elementi di Culture Precereali nei Miti e Riti Greci, Roma, 1968, pp. 135 y ss.

39. Plin. VII, 6,7.

40. Plin. XXI, 27.

41. Io (!Iwv), bella doncella de Argos, amada por Zeus y convertida en una blanca ternera para librarla de la perse-
cución de Hera quien, pese a todo, exigió que le fuera ofrecida como presente. Custodiada por Argo, el de los

30
cien ojos, fue librada por Hermes, pero Hera envió, entonces, un tábano que enloqueció a Io. Se lanzó a tra-
vés de Grecia, contorneó el golfo que desde entonces se llama Jónico, atravesó el mar por los estrechos que
separan la ribera de Europa de la de Asia, dando origen al nombre de Bósforo ("Paso de la Vaca"). Anduvo
errante por Asia y pasó a Egipto donde tuvo a su hijo Epafo, que debía dar origen a una numerosa estirpe, la
de las Danaides, recuperó su primitiva figura y tras nuevas tribulaciones para recuperar a su hijo, raptado por
los Curetes, fue venerada en Egipto bajo la denominación de Isis.

42. Ion (#Iwn), es el héroe que dio nombre a los jónios. Pertenecía a la estirpe de Deucalión, era hijo de Juto y de
Creusa (hija de Erecteo) y sobrino de Doro y Eolo. Casó con Hélice, hija del rey Selino de Egíalo, a quien
sucedió en el trono.

43. Aristoph., Acarn., V, 637; Aristoph., Eg., V, 1321; Pínd., Frag. 46.

44. Recuérdese el mito de Glauco ahogado en un pythos colmado de miel y resucitado más tarde (Apollod. III, 17,
20). Aún hoy, es frecuente consumir la llamada jalea real con fines de rejuvenecimiento, o al menos de revitali-
zación orgánica.

45. Marc. Med. XXII, 25.

46. Fluore de sanguinis viola flos nascitur et redimitur ex hac arbor: inde natum et ortum est nunc etiam sacros
velarier et coronarier pinos (Arnob., Adv. Nat. V, 75 y ss.). Cƒ. Firm. Mat., De err. prof. relig., 3; Diod. III,
59, 7; Dion. Hal. I, 61; Dioscor. IV, 121.

31
V
Atis, el joven dios de la vegetación

Atis (#Atti") era, como ya hemos adelantado en anteriores capítulos, el paredro de Kybé-
le, un joven pastor divinizado que cada primavera moría y resucitaba entre grandes manifesta-
ciones de dolor y regocijo por parte de sus devotos, quienes compartían con él no sólo su pa-
sión, sino también la promesa de su resurrección (fig. 29).
Considerando sus raíces etimológicas, Atis (#Atth") es un vocablo de origen anatólico,
cuya raíz se encuentra en algunos nombres de Oriente Próximo 1 . Significa padre, como en
lengua hitita attas2 y en el palaico papas3 , también aplicado a Zeus con quien se le solía con-
fundir en Frigia y en Bitinia4 .
En cuanto a su perfil genético, es obvio que, en un principio, fue uno de los muchos suce-
sores que tuvo el ancestral dios púber asiánico que, como hijo o amante de la diosa-tierra,
representaba el principio fecundante dentro del ciclo vegetal, de cuyo cabal desarrollo depen-
día la posterior subsistencia de toda la sociedad basada en una economía agrícola y ganadera.
Por lo tanto, formaba serie con el Dumuzi-Tammuz mesopotámico5 , con el Osiris egip-
cio6 , con el Baal cananeo7 , el dios masculino cretense (Mevgioto" KouÖro")8 , con el Telepinu
hitita9 , etc. Pero, sobre todo, guardaba estrechos vínculos de parentesco y hermandad con el
Adonis sirio-fenicio, con el cual compartía atributos y peripecias, hasta el punto de que, a
veces, ambos dioses llegaron a confundirse10 . Rasgo común a todos ellos era su muerte o des-
aparición con la subsiguiente paralización de la vida en la superficie de la tierra. Durante su
ausencia la sequedad y la aridez reinaban por doquier y hasta los dioses encontraban serias
dificultades para su supervivencia:

"En el país se produjo tal hambre


que los hombres y dioses morían.
El gran dios del sol dio una fiesta
e invitó a los mil dioses;
ellos comieron, pero no se saciaron;
ellos bebieron, pero no aplacaron su sed".
Telepinu, I, 17, 21.

En este mito del "dios perdido" las consecuencias eran siempre las mismas, se tratase de
un dios, como los que acabamos de enumerar, o de una diosa (Isthar, Coré-Proserpina, etc.):

"El buey no monta a la vaca,


el asno no fecunda a su hembra,
en las calles el hombre no fecunda a la doncella,
el hombre no duerme en su propia habitación,

32
el hombre duerme de su lado".
Bajada de Isthar a los Infiernos II, 7-10.

La situación de desolación llegaba a su fin cuando el dios resucitaba, pero esta resurrec-
ción que se producía, por lo general, en primavera, sólo era posible mediante la aplicación de
un ritual de carácter mágico y operativo. En el ceremonial propiciatorio y soteriológico, dicho
ritual constituía el eje central en torno al cual giraba la dramatización del misterio. Su comple-
ja organización requería la existencia de un sacerdocio conocedor profundo de su liturgia 11 , en
la cual ya hemos dicho que la música, el canto, la danza, la bebida mística, la exhibición de
los objetos sacros y el conjunto de preces que debían pronunciarse en cada acto, jugaban un
papel decisivo a la hora de propiciar un estado de emocionada exaltación en los participantes
y espectadores.
Como aproximación al ambiente mistérico que presidía la resurrección o epifanía del
dios, en este caso dentro del contexto de la religión creto-micénica, podemos fijarnos en la
escena que se desarrolla en el sello de un anillo de oro que Stamatakes encontró en la sexta
tumba micénica del llamado Círculo A (fig. 30). En ella, el artista, con una destreza admira-
ble, plasmó uno de los anuales encuentros celebrados entre la diosa madre y el joven dios a su
regreso del mundo del más allá. La gran Potnia está representada, en esta ocasión, como seño-
ra del mundo vegetal. Sentada bajo un frondoso árbol y ceñida su cabeza por una corona de
flores, sostiene en su mano derecha un manojo de lirios o de adormideras, tal vez como alu-
sión al largo sueño invernal o a la muerte misma. Está asistida por un grupo de sacerdotisas y
acólitas, también con coronas de flores, faldas de volantes y posiblemente, zapatos de tacón.
En sus manos sostienen manojos de flores y plantas, semejantes a las que muestra su señora.
En el centro, como símbolo flotante, se encuentra el labrys o doble hacha, mientras que por el
ángulo superior izquierdo emerge del firmamento, en el que lucen al tiempo el sol y la luna
para significar que el acontecimiento tiene lugar con las primeras luces del alba, la figura di-
minuta del joven dios, o el dios niño que desciende a la tierra armado de lanza y protegido con
un escudo en forma de violín. Perfilan la orla del sello una serie de ritones (rytha) o vasos
rituales, en forma de cabezas de león, el animal consagrado a la diosa madre, vistos de frente.
Por lo que se refiere a la vinculación de Atis con el árbol, concretamente con el pino, con
el cual se identificaba, tenemos un ejemplo, no menos elocuente que el anterior, en otro cha-
tón de anillo, asimismo procedente de Micenas, en el que se refleja el momento culminante
del drama, es decir, la tala violenta del árbol (sin que aquí pueda precisarse su especie) que
representa la muerte del dios vegetal (fig. 31). En el ángulo derecho, una figura masculina
arranca de cuajo el árbol sagrado que se erguía dentro de un recinto cultual. Casi de rodillas,
como consecuencia del esfuerzo realizado, o por compartir con el árbol su tala y muerte, el
joven se deja abatir bajo el peso de su frondoso ramaje. En el centro, una figura femenina de-
muestra su dolor golpeándose con fuerza los hijares, mientras que, en el extremo izquierdo,
otra figura femenina, desplomada sobre una especie de altar, llora su desconsuelo.
Atis tenía muchos rasgos comunes con sus compañeros de pasión y destino, sin embargo,
contaba con otros que le eran propios y diferenciaban de los demás. De entre todos ellos, es
evidente, destaca el carácter orgiástico y cruento de sus celebraciones, difícil de asimilar, si no

33
se cala en su profundo sentido, sobre todo porque aunque existían antecedentes similares en
algunas zonas de Asia Menor, en ninguna de ellas se seguían consecuencias tan sangrientas y
radicales como las exigidas en la práctica de la religión metróaca, así como en la diosa siria
Atargatis, con la que, a veces, se la confundía12 . Tal peculiaridad orgiástica ha servido de base
argumental a quienes defienden el origen balcánico del joven dios.
También se ha barajado la posibilidad de que Atis fuera descendiente de Sarruma, el hijo
de Hepat y Tesub, el dios de la tempestad, la gran pareja hurrita, divinidades todas ellas que
ya vimos representadas en la procesión rupestre de Yazilikaya. Incluso, existe la hipótesis de
que tal vez, más tarde, de hijo pudo ser elevado a la categoría de amante de la diosa. Sin em-
bargo, tal asociación plantea toda una serie de problemas, aún no resueltos de modo satisfac-
torio13 .
Al hablar de Atis hay que hacer alusión al mito del dios hurrita Kumarbi, dadas las vincu-
laciones existentes entre ambos. Esta divinidad masculina era protagonista de dos episodios
llamados a tener una larga historia: la lucha generacional y la eviración de un dios cuyo es-
perma fecunda la tierra. Kumarbi, el antecesor del Crono griego, destronó a su padre Anu,
dios de origen sumerio, y de un mordisco le arrancó los genitales. Al cometer tal feroz acción,
no pudo evitar tragar parte de su semen, que escupió al instante. Parte del mismo fue a caer
sobre el monte Kansura, que quedó convertido en una diosa. De la tierra, así fecundada, nacie-
ron tres dioses, uno de ellos Tesub, el dios de la tormenta y el tiempo, predominó sobre los
demás y, a su vez, destronó a Kumarbi. Como puede apreciarse, aparecen ya, aquí, los com-
ponentes míticos que van a verse repetidos en la Teogonía de Hesíodo14 : emasculación de
Urano por parte de Crono, la fecundación de la espuma del mar y nacimiento de la Afrodita
Urania, la fecundación de la tierra por parte de Zeus y el nacimiento de Agdistis15 , la autoevi-
ración de Atis, etc. Bajo todos ellos, unidos por el denominador común del sacrificio sexual
masculino, se percibe el recuerdo de las remotas prácticas de la fecundación de la tierra im-
puestas por la religiosidad agraria.
A tenor de todo lo expuesto, parece lo más acertado considerar que Atis era ya una divi-
nidad presente en la Anatolia preindoeuropea, a la que los frigios insuflarían, más tarde, al
adoptarla como propia, toda la fuerza y tremendismo de su sentir orgiástico, al igual que su-
cedió en el caso de Sabazio16 .
El culto de Atis, siempre unido al de Kybéle, pasó a Lidia por el oeste, a Bitinia por el
norte, y, por el sur, se extendió hacia Cilicia. Más tarde, desde las costas de Asia Menor, saltó
a las islas y recorrió el Egeo, hasta llegar a Grecia, donde empezó a tomar fuerza a partir del
siglo IV a.C., sobre todo en las zonas portuarias, donde se concentraban los emigrantes fri-
gios. Sin embargo, sus misterios nunca llegaron a gozar del prestigio del que disfrutaron los
eleusinos. Aunque el trasfondo mítico era semejante, su dramatización incruenta se identifica-
ba mejor con la espiritualidad del alma griega.
Algo parecido sucedió en Roma. También allí llegó la diosa en el año 204 a.C.17 acompa-
ñada de su paredro y de su séquito de galli, sin que ni uno ni otros merecieran la menor aten-
ción popular. Como consecuencia, mientras la Magna Mater conquistaba el corazón de todos
los ciudadanos romanos por los muchos prodigios que se siguieron a raíz de su llegada, Atis
se mantuvo en la sombra, sin recibir ningún tipo de culto público. Sin embargo, lo más proba-

34
ble es que los galli, desde un principio, no renunciaran a sus ancestrales celebraciones, aún
cuando tuvieran que realizarse en privado. Las excavaciones, realizadas en el Palatino, en el
área del templo de Cybele, han proporcionado numerosas estatuillas de terracota de Atis, fe-
chables en los dos últimos siglos a.C., lo que pone de manifiesto la existencia de una devo-
ción popular que, poco a poco, y a pesar de las restricciones legales que pesaban sobre la ce-
lebración de sus misterios, fue ganando adeptos hasta conseguir su reconocimiento oficial en
tiempos del emperador Claudio. Alcanzó un gran prestigio a partir del reinado de Marco Au-
relio y continuó en auge durante los siglos III y IV, compartiendo su área de difusión e in-
fluencia con otras religiones iniciáticas, entre las que destacaban el Cristianismo y el Mitrais-
mo y toda suerte de cultos orientales propiciados, de manera muy especial, por los últimos
descendientes de Septimio Severo, sobre todo por Heliogábalo y Alejandro Severo. Vencidos
por el Cristianismo, fueron suprimidos, como todos los cultos paganos, por el emperador
Teodosio I, por medio del Edicto de Tesalónica, del año 380, en el cual, al mismo tiempo, se
declaraba el Cristianismo religión oficial y única del Imperio.

NOTAS

1. Por ejemplo, en el nombre de Atalo, entre otros, primer rey de la dinastía de los Atálidas que rigió el reino
helenístico de Pérgamo entre los años 283 y 133 a.C.

2. En griego a[tta, en vocativo masculino singular significa papá o padrecito.

3. El palaico (o palavita), así llamado por hablarse en el país de Pala, sito al Norte de Anatolia, fue una lengua
indoeuropea, anterior al hitita, al igual que el luvita. El palaico, mal conocido, debía estar ya casi en desuso
en los momentos de esplendor del Imperio hitita. Debió predominar en la zona norte y el luvita en la del su-
doeste. Los textos de lengua palavita, escritos en cuneiforme, son muy escasos.

4. Atis fue asociado frecuentemente con el Zeus-Sabazio, que suele aparecer como compañero de Hipta o de
Kybéle. Compartía con Atis la piña y el gorro frigio y se diferenciaba de él por su aspecto de dios adulto y
barbado, mientras que Atis aparece como niño, adolescente o joven, siempre imberbe. Sabazio pasaba por ser
el padre de Dioniso y, a veces, erróneamente se le confundió con el "Sabaoth" de los judíos.

5. El antiguo dios-pastor, cuyo nombre aparece en las listas reales anteriores al diluvio. Gran parte de la liturgia
sumeria conservó el mito de su descenso al infierno, las lamentaciones de Isthar por la muerte de su herma-
no-esposo, la bajada de la diosa al mundo subterráneo para ir en su busca y el regreso triunfal de ambos en
primavera. El núcleo esencial de este primitivo mito se repetirá, siempre y a través de los tiempos, con ligeras
variantes.

6. El conocido dios egipcio de la vegetación y de los muertos. Era uno de los componentes de la famosa Eneada
Heliopolitana. Hijo de Geb (la tierra) y de Nut (el cielo), moría a manos de su hermano Seth, la represen-
tación de la noche y el desierto. Su esposa y hermana Isis, con la que había engendrado a Horus, el sol na-
ciente, peregrinó en busca de cada uno de los trozos en que había sido descuartizado su cuerpo, le momificó,
reanimó por medio de un ritual sagrado, y consiguió su resurrección.

35
7. El vocablo Baal, en el mundo sirio, significa Señor, al igual que El, Milk (rey) y Adon. El Baal cananeo pro-
tagonizaba un complicado mito en el que figuraban, también como componentes esenciales del mismo, su
muerte, bajada a los infiernos y posterior resurrección. La divinidad femenina era la Ba'alat o Balahati.

8. Dios joven que hacía su epifanía cada primavera y desaparecía al llegar el otoño, con la muerte o tala violenta
del árbol sagrado.

9. Dios de la fertilidad en el panteón hitita, era hijo del dios de la tempestad Tesub y de la diosa del Sol de Arin-
na, la gran pareja divina del país de Hatti. Como sus compañeros, desaparecía al llegar el invierno con el con-
siguiente trastorno para hombres y dioses que llegaban a morir de hambre. Después de su afanosa búsqueda,
su cadáver (o su cuerpo en estado de profunda dormición) era encontrado por una abeja enviada por Nintud,
la esposa del dios del Sol. Las abejas le cubrían de cera y miel los ojos para asegurar su resurrección. La miel
jugó siempre el papel de elemento vivificante y de resurrección en muchos de los ritos mistéricos de la Anti-
güedad. Recuérdese el caso de Glauco, el hijo de Minos y Pasífae, quien siendo niño, persiguiendo a un ratón
cayó a una gran tinaja (pivdo") llena de miel donde murió ahogado. Por medio del augur corintio Pollidos, o
Asclepios, o los Curetes (según versiones) volvió a la vida, precisamente porque la miel le había preservado
de la corrupción. En este mito se ha querido ver el paso de la infancia a la edad adulta, o la iniciación a los
cultos mistéricos.

10. El Adonis griego, cuyo culto aparece documentado en Grecia desde el siglo VIII a.C., (donde después de
conquistar el Atica se incorporó al panteón helénico) era el sirio-fenicio Adon (amo, dueño, señor), o lo que
es lo mismo el viejo Tammuz convertido en dios de alto rango en el santuario de Biblos (la llamada Gebal
por los hebreos) y en el de Pafos, en la isla de Chipre, donde fue adorado junto a Afrodita. Como dios de la
vegetación moría en invierno y renacía en primavera. Recuérdese la importancia que tuvo Biblos en el desa-
rrollo del mito egipcio de Osiris, puesto que el cadáver del dios llegaba hasta sus costas, se enredaba en las
ramas de un tamarisco y quedaba incorporado a su tronco. Cortado por el rey, fue guardado en su palacio,
hasta que Isis, desconsolada, solicitó su devolución. Los autores clásicos decían de Adonis que era el más
hermoso de los cedros del Líbano. Su muerte se achacaba al ataque de un jabalí y las fiestas en su honor eran
las Adonaia, en el transcurso de las cuales las mujeres plantaban los famosos jardines de Adonis
(KhÖpoi !Adwvnido"), macetas o cestas llenas de tierra donde se sembraba trigo, cebada, lechugas, etc., que se
cuidaban durante ocho días, ya que al no tener raíces crecían y se marchitaban muy pronto, para ser arrojadas
al mar o a los ríos con estatuas yacentes de Adonis. Le estaban consagradas las rosas y anémonas, flores que
se decía brotaron de la tierra al contacto con su sangre.

11. Del griego leitourgia (leitourgiva), palabra que designa una función (leitourgov" = funcionario) o servicio
público que era el carácter que entre griegos y romanos tenía el culto a los dioses, frente al privado e indivi-
dual, predominante en las religiones mistéricas. Cƒ. Aristót., Polít.. VIII, 9.

12. En el monte Carmelo, por ejemplo, los adoradores de Baal, mientras rezaban y suplicaban según su costum-
bre, se hacían incisiones con espadas y lanzas hasta chorrear sangre por su cuerpo (1, Reyes, 18,28). El hecho
de que la Biblia prohiba a los israelitas estas prácticas (Deuteron. 14,1 y Lev. 19,28) prueba que estaban muy
extendidas por Canaán.

13. Castellani, G., Storia delle Religioni, Turín, 1971, vol. II, p. 318.

14. No se puede olvidar el hecho de que aunque Hesíodo nació en Ascra (Beocia), era hijo de un emigrante de
Cime (Asia Menor) y que, por lo tanto, debió conocer perfectamente los mitos y leyendas de la patria de su
padre. Cƒ. Crono, en Teogon. 167 y ss.; 485 y ss.; 617 y ss.; Trab. y Días, 169 y ss.

15. Cƒ. el capítulo "Leyenda de Atis: nacimiento, vida y pasión".

36
16. Plutarco comenta que los frigios conocían y veneraban a un dios del invierno que se adormecía y renacía en
primavera, aunque no da su nombre (De Isis et Osiris, 69).

17. Cƒ. el capítulo "Cybele en Roma".

VI
La leyenda de Atis: nacimiento, vida y pa-
sión

Como suele suceder con este tipo de dioses que sufren pasión, mueren y resucitan, las
versiones de su leyenda suelen ser varias, ya que se enriquecen con la celebración de su ritual
a través del tiempo y se modifican según las características espirituales y culturales del territo-
rio en el que arraigan. En este caso, parece ser que las que más se acercan a la original de Pe-
sinunte son las que nos han llegado a través de Pausanias1 y Arnobio2 , mientras que la de
Ovidio3 , más romántica y novelada, debió ser una tardía, ya de época romana.
Aunando las dos primeras, el resumen es el siguiente: En la frontera de Frigia había un
acantilado desierto llamado Agdos, en el cual se adoraba a Kybéle bajo la forma de una pie-
dra. En dicho paraje, según Arnobio, Zeus, enamorado de la diosa, trató de unirse a ella, pero
al ser rechazado depositó su semen en la roca vacía. Según la versión más dulcificada de Pau-
sanias, fue en sueños cuando no pudo evitar que su esperma cayera sobre la tierra. En cual-
quier caso, el resultado de esta unión fallida4 fue el nacimiento de un ser híbrido, Agdistis
(#Agdisti") o Acdestis5 , un bello hermafrodita6 , del que pronto se apoderaron los otros dio-
ses, irritados por su soberbia, y le castraron. Según Arnobio, fue Baco quien le impuso el cas-
tigo. Mezcló con vino el agua donde habitualmente Agdistis aplacaba su sed y, una vez dor-
mido, ató sus partes viriles a un árbol. Agdistis al despertarse, desprevenido, se castró a sí
mismo, al incorporarse con un brusco movimiento. De la tierra, al contacto con sus miembros
viriles, surgió un almendro (o un granado)7 , árbol que en la cosmogonía frigia era considerado
como el padre de todas las cosas, ya que sus blancas flores son el primer anuncio del renacer
vegetal. De una almendra (o de una granada) que Nana, la hija del río Sangario, depositó en
su seno se seguiría su gravidez y el posterior nacimiento de Atis8 . Aflora, aquí, el mito ances-
tral de la madre virgen, al igual que sucede en otras religiones, como recuerdo del largo pe-
ríodo prehistórico, durante el cual no se relacionaba el acto sexual con la paternidad.
Después del alumbramiento, Sangario obligó a su hija Nana a abandonar al niño entre los
cañaverales del río9 . Recogido por unos transeúntes, fue criado con miel10 y leche de macho
cabrío, lacte hirquino, como ridiculizaba Arnobio, lo que le valió, según algunos autores, el
nombre de Atis, ya que en frigio, attagus significa carnero o macho cabrío y también "el be-
llo". Muy bello, sin duda, debía ser al alcanzar la adolescencia, puesto que despertó los deseos
tanto de Kybéle como de Agdistis, que se disputaron su amor11 . Por otra parte, también Mi-
das, el rey de Pesinunte, pensó en él como futuro yerno, concertando su matrimonio con su

37
hija Ia. Iniciada la ceremonia de la boda y cuando ya se había entonado el himeneo, Agdistis,
dispuesto a impedir dicha unión, se presentó de improviso. Enloqueció a su amado, al propio
rey de Pesinunte, e, incluso, a todos los presentes, quienes, fuera de sí, procedieron a su au-
toeviración. Este bárbaro frenesí no era sino la transposición de los actos que se desarrollaban,
realmente, en el llamado "día de la sangre", en el transcurso de la celebración de las Attideia.
Atis se castró junto a un pino (árbol que por esta razón le fue consagrado y con el cual se
le identificaba) y bajo su copa murió exangüe. Kybéle enterró sus miembros viriles al pie del
mismo, y la tierra, al contacto con la sangre de Atis, se tapizó de violetas, flores que desde
entonces rodearían el tronco del pino sagrado. La hija de Midas, la pobre novia frustrada, des-
esperada, se cortó los senos muriendo, igualmente, desangrada. Kybéle, apiadada de la donce-
lla, la enterró e hizo que de su tumba brotara un almendro. Agdistis, por su parte, arrepentido
de su acción, lloró desconsolado la muerte de su amado, hasta el punto de que Zeus, conmo-
vido por sus súplicas, le concedió la merced de que el joven cuerpo de Atis se mantuviera
incorrupto y, según Timoteo el Eumólpida (siglo III a.C.), con la particularidad de que su de-
do meñique se mantuviera móvil y su hermosa cabellera en perpetuo crecimiento. Estas dos
concesiones portentosas, de carácter anecdótico y que tanto debían impresionar a los peregri-
nos que visitaban la tumba de Atis, en el fondo no eran sino dos simbólicas alusiones al carác-
ter fertilizante del dios: la vitalidad de su miembro viril y el eterno renacer de la naturaleza.
Conseguidos tales favores, Agdistis llevó el cadáver de Atis a Pesinunte, un bello paraje
rodeado de altas montañas, junto al río Sangario. Allí lo enterró, fundando una cofradía sacer-
dotal encargada de su culto y de la celebración del rito anual que, en honor del joven deifica-
do, dejó instaurado. Desde entonces, en Pesinunte, no sólo se veneraría la "Piedra Negra" de
Kybéle, sino también la tumba de Atis, foco de gran devoción de sus fieles seguidores.
En esta versión que podríamos llamar "pesinuntia", es obvio que la figura de Kybéle que-
da un tanto desdibujada, lo que no sucede en la que nos transmite Ovidio, ya de época poste-
rior e interpretada, según el sentir poético de su narrador. En este caso, Atis se nos presenta
como un joven pastor o vaquero, de tan extraordinaria belleza, que mereció ser amado por la
misma diosa Kybéle. Sin embargo, este amor fue casto y puro, como el que puede sentir una
madre por un hijo, una especial y posesiva "ternura amorosa" que le impulsaba a tener al jo-
ven siempre a su lado. Movida por tales sentimientos le hizo guardián de su templo, obligán-
dole a prometer que se mantendría siempre virgen. Sin embargo, pese a sus promesas de fide-
lidad, Atis no pudo evitar enamorarse de la ninfa Sagarítide (tal vez hija del río Sangario) con
la que se unió en los cañaverales del río. Kybéle, enfurecida al conocer la noticia, cortó el
árbol al cual estaba ligada la vida de la ninfa y enloqueció a Atis, quien, bajo la crisis de su
delirio, se autoemasculó. Después de su mutilación, libre ya de cualquier posible tentación,
fue perdonado por Kybéle y consagrado por siempre a su servicio. En una tercera versión12 ,
muy posiblemente la más extendida por Lidia, su muerte, como la de Adonis, se atribuía al
ataque de un jabalí. En esta variante se habla de Atis como un joven estéril de nacimiento,
hijo del frigio Calao, que fundó en Lidia los misterios de la madre Dindimene. Por su piedad
llegó a ser tan venerado que despertó los celos de Zeus, quien envió un jabalí encargado de
darle muerte. En cualquier caso, lo cierto era que tanto en Siria, como en Lidia, como en Pesi-
nunte, la carne de cerdo o jabalí no se comía casi nunca, por considerarse animal proscrito.

38
A pesar de las variaciones que presenta esta hermosa leyenda, su fondo es siempre el
mismo y en él se perfilan, claramente, dos mitologuemas: el primero es el que transfiere el
primitivo carácter de Atis como espíritu arbóreo y principio generador de la vida vegetal, y el
segundo el que justifica la fecundación de la tierra al contacto con los órganos viriles de dio-
ses y héroes (Zeus, Hefaisto, Agdistis, Atis, etc.) y el posterior nacimiento de seres semidivi-
nos de extrañas o portentosas características.
Además, hay que añadir la justificación subliminal de la autoemasculación colectiva, que
se exigía a los galli, y la enorme fuerza mágico-simpática que latía en todas las religiones
mistéricas. Su poder de atracción y hasta de fascinación, se nutría de la oferta de una comu-
nión individual entre el fiel y un dios-hombre que, como tal, había nacido, sufrido pasión,
muerto y resucitado a una nueva vida, concebida en una feliz y armónica dimensión.

NOTAS

1. Pausanias (viajero y geógrafo griego, vive hacia el 150 d.C., es de posible origen lidio), VII, 17, 1-2; VII, 17,
9-10 y ss. La narración parece proceder de Alejandro Polihistor.

2. Arnobio (retórico africano, nacido en Numidia, s. III d.C.), V, 5-14. Al parecer su versión procedía de un
teólogo importante (non ignobilem theologorum unum) que, a su vez, la conocía de fuentes escritas directas
(ex reconditis antiquitatum libris et ex intimis eruta).

3. Ov., Fast.. IV, 223-44; Met.. X, 104 y ss. Otras fuentes: Cát. LXIII, 76; Diod. Sic. III, 58 y ss.; Marc. Epigr.
XIX, 174; Plut., De Isis et Osiris, 69; Estra. XIX, 261, etc.

4. Semejante a la producida en el caso de Hefesto con respecto a Atenea y de la cual nacería Erictonio, sobre el
cual mantuvo la diosa una especial tutela.

5. Así llamado por Arnobio (VIII, 49).

6. Se da el nombre de hermafrodita (@Ermafrovdito") a todos los seres cuya naturaleza es, a la vez, masculina y
femenina. Según los mitógrafos, así era conocido el hijo de Hermes y Afrodita de los que recibió su nombre
completo. Criado por las ninfas en los bosques del Ida, en Frigia, era de una gran belleza, sobre todo al cum-
plir los quince años, momento en que inició sus aventuras. Viajó a través de todo el Asia Menor. Estando en
Caria llegó a los bordes de un hermoso lago. La ninfa del mismo, Salmacis, al verle, se enamoró de él. Re-
chazada por el joven, esperó a que éste, atraído por la transparencia del lago, se bañara en sus aguas. Cuando
penetró en ellas, la ninfa ciñó su cuerpo con un abrazo del cual Hermafrodito fue incapaz de liberarse. Mien-
tras permanecían unidos, Salmacis pidió a los dioses que sus dos cuerpos jóvenes se fundieran en uno sólo.
Escuchada su plegaria, ante la conmovedora intensidad de su amor, fueron fundidos en un único ser de doble
naturaleza. Hermafrodito consiguió, a su vez, la merced de que quien se bañaba en el lago Salmacis perdiera
su virilidad, maleficio en el que se creía aún en tiempos de Estrabón. Hermafrodito suele aparecer en el corte-
jo de Dioniso (Ov., Met.. IV, 285 y ss.; Marc., Epigr. XIV, 174; Estra. XIV, 2, 16; Fest., s. V. Salmacis); Cƒ.
Delcourt, M., Hermaphrodite. Mythes et rites de la bisexualité dans l'Antiquité classique, París, 1948.

7. Un almendro, según Pausanias; un granado, según Arnobio, siempre símbolo de la fecundidad de la tierra.

8. #Atti" en Arnobio, #Atth" en Pausanias.

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9. Episodio recordado en la procesión de los cannéforos, el acto inaugural de las Attideia.

10. Alimento que garantiza la inmortalidad.

11. En el mito de Adonis, son Afrodita y Perséfone quienes se disputan el amor del joven dios.

12. En Hermesianacte, citado por Pausanias, VII, 17, 9-10.

VII
Las celebraciones mistéricas: Las Attideia
¡Tened confianza, iniciados, vuestro
dios está a salvo y también
vosotros tendréis la salvación
de vuestras aflicciones!

Firmico Materno
(De errore profanarum religionum, 22)

La gran festividad anual, en honor de las divinidades frigias, tenía lugar en primavera. Era
la llamada ajmfovtera ta; !Attivdeia, es decir, la doble fiesta de Atis, por celebrarse en su
honor y en el de Kybéle. Todo el ceremonial giraba en torno a la muerte y resurrección del
joven deificado, eje medular de tales misterios.
Dentro del marco de la religiosidad griega, los misterios (musthvria) eran unas ceremo-
nias secretas en las que se revelaban símbolos sagrados y se cumplían ritos ocultos. Por lo
tanto, tuvieron siempre el carácter de celebraciones privadas y herméticas1 , en las cuales sólo
podían intervenir y participar los iniciados (muvste"), frente a los cultos públicos que contaban
con la sanción del Estado y a los cuales podían asistir todos los ciudadanos.
En los misterios, era costumbre tradicional que los pasajes más significativos de su conte-
nido se representasen de forma semidramática, en especial los que hacían referencia a la
muerte, descenso a los infiernos (o viaje por el mundo del más allá) y resurrección del dios o
diosa. Hay que tener en cuenta que su núcleo constitutivo se alimentó, siempre, de vivencias
ancestrales, de carácter telúrico y numinoso, sumamente emotivas y comprensibles para gen-
tes sencillas. En todos ellos había, también, unos ritos previos de tipo esotérico, tan celosa-
mente mantenidos en secreto que, en la mayoría de los casos, ha resultado casi imposible, su
cabal conocimiento. Tenían como fin preparar al iniciado para su posterior contacto con la
divinidad, momento a partir del cual quedaba, no solamente marcado, sino separado por la
marca recibida (bien fuera de tipo físico o espiritual), del resto de los mortales. Desde ese
momento, su comunicación directa con el dios se producía por simpatía (sumpavqeia) o com-
pasión (compassio), es decir, por el sufrimiento compartido.
Así, el viejo culto de origen agrario y naturalista llegaba a impregnarse de un contenido
ético y soteriológico. De ahí que Aristóteles2 , profundo conocedor de la esencia de los miste-
rios, afirmase que el iniciado nada tenía que aprender (mathein), sino padecer (pathein)3 .

40
Las dramatizaciones mistéricas en las que la música, la danza, el ayuno, la comida y la
bebida compartida, los efectos de tinieblas y luz, las lamentaciones, el silencio y las explosio-
nes de júbilo, jugaban un papel definitivo en el proceso de exaltación mística que se perse-
guía, impresionaban vivamente a cuantos en ellas participaban. Por este motivo resultaba casi
impensable cualquier modificación básica del ritual, y muy arriesgada su prohibición, ya que,
en caso de producirse, se realizaban en la clandestinidad, ganando de esta forma en populari-
dad y emoción. Hay que tener en cuenta que la repetición anual de sus representaciones eran
el mejor sistema de garantizar su perpetuidad, porque rasgo común a todas las religiones mis-
téricas fue el carecer de dogma o cuerpo de doctrina.
El tiempo litúrgico de las Attideia y el calendario de los diferentes actos religiosos fueron
establecidos en su día por el clero de Pesinunte y, con muy ligeras variantes, pasaron a Grecia
y Roma, cuando, en su momento y en cada caso, Atis fue reconocido, oficialmente, como
paredro de la Gran Madre.
El culto a Kybéle penetró en Grecia en el siglo VI a.C. y, como diosa de la tierra y madre
de dioses, fue aceptada sin la menor reserva y, muy pronto, identificada con Rea4 . Más trabajo
le costó a Atis abrirse camino, como demuestra el hecho de que su nombre y culto no aparez-
ca documentado hasta el siglo IV a.C.5 , fecha en la que consiguió tener su primer santuario en
el Pireo, el puerto de Atenas y lugar de encuentro de todo tipo de extranjeros, entre los cuales
abundaban los emigrados frigios. La mayoría de ellos eran esclavos que arrastraban una míse-
ra existencia, sólo aliviada por las promesas que la práctica de su religión les ofrecía.
En su paso por Grecia, los misterios frigios recibieron una marcada influencia de los eleu-
sinos, de los que tomaron muchos elementos, siendo frecuente la asociación Deméter-Kybéle
(fig. 32). Como consecuencia de todo ello se dulcificaron las sangrientas prácticas a que debí-
an someterse los iniciados y, sobre todo, lo más importante fue que se adoptó el griego como
lengua ritual, llamada a mantenerse, incluso, en el mundo romano.
Como más tarde habría de suceder en Roma, los misterios frigios tardaron mucho en pe-
netrar en las altas esferas de la sociedad, puesto que, desde un principio, se consideraron co-
mo propios de esclavos y gentes orientales de baja condición social6 .
En Roma, la celebración de las Attideia comenzó, probablemente, en torno al 191 a.C.,
fecha en que a Cybele (así llamada por los romanos), le fue consagrado su primer templo en el
Palatino (figs. 33-37). No obstante, dicha celebración tenía un carácter extraoficial, ya que los
romanos, al igual que los griegos, manifestaron, desde un primer momento, su total condena a
la práctica de la autoeviración y, asimismo, su desprecio más absoluto por los castrados sa-
cerdotes de la Magna Mater. Por lo tanto, hubo que esperar varias decenas de años para que
las circunstancias hicieran variar este estado de cosas.
A partir del año 133 a.C., fecha en que Pérgamo, a la muerte de Átalo III, pasó a ser pa-
trimonio de Roma, el culto a Atis se vio reforzado por el gran número de esclavos frigios que,
con tal motivo, llegaron a la urbe. Por entonces, las Attideia se festejaban entre las clases po-
pulares, contando con una tácita tolerancia oficial, y el aumento de devotos vino a reforzar
este tipo de celebraciones. Sin embargo, el momento de mayor difusión del culto de Atis se
produjo ya en época imperial, extendiéndose rápidamente no sólo por Italia y la Península
Itálica, sino también por las provincias de Africa, las Galias, España, Dalmacia, etc. Más tar-

41
de, gracias al emperador Claudio 7 , consiguió su reconocimiento estatal y la fijación de la fes-
tividad de las Attideia en el calendario religioso oficial8 .
Las fiestas comenzaban el 15 de marzo y se dividían en tres bloques litúrgicos bien dife-
renciados, como sucedía con los eleusinos: de iniciación (myesis), de consagración (telete), y
de éxtasis o contemplación (epoptia)9 , cumpliéndose en cada uno de ellos los actos programa-
dos de acuerdo con sus específicas exigencias, como a continuación veremos, siguiendo su
desarrollo día por día.
El día 15 era el denominado, en el calendario de Filócalo, con la leyenda Canna Intrat.
Con él se abrían el ciclo de actos sagrados, el primero de los cuales era, precisamente, la pro-
cesión de los cannóforos (cannophori), o portadores de cañas, quienes, después de haberlas
ido a buscar hasta el río Almo, un afluente del Tíber, las llevaban hasta el Palatino para re-
memorar con ellas el marco en que se había desarrollado el nacimiento e infancia de Atis,
abandonado por su madre Nana, entre los cañaverales del río Gallo (o Sangario). Según otra
versión lo que se trataba de evocar era el escenario donde habían tenido lugar los amores del
joven dios con la ninfa Sagarítide, causa desencadenante del drama sacro, en la poética ver-
sión de Ovidio.
El emperador Juliano10 nos dejó constancia de las lamentaciones proferidas en este día y
en esta procesión alusivas a las "huidas" y "desapariciones" de Atis, lo que inevitablemente
trae a la memoria las intermitencias de un manantial en su nacimiento. Desde el punto de vista
iconográfico la alusión a este episodio de la infancia de Atis, se resolvía figurando a un niño o
joven, visto de medio cuerpo y abriéndose paso entre los cañaverales de un río, motivo que
alcanzó gran predicamento en época helenística, sobre todo a la hora de simbolizar a la Tuvch
o "Fortuna" de una ciudad (fig. 38).
Las ceremonias de este primer día se cerraban con el sacrificio de un buey de seis años,
en conmemoración del encuentro de Atis y Kybéle entre los juncos del Gallo y con el fin de
propiciar la fertilidad de los campos. A partir de este día 15 y hasta el 22 se desarrollaba la
novena penitencial durante la cual los iniciados se sometían a un periodo de recogimiento
total, castidad y abstinencia. El castus sexual no podía, además, comer carne de cerdo, ni pes-
cado, ni beber vino. Debía privarse, también, de ciertos frutos tales como la granada y el
membrillo, y sobre todo, del pan y del grano. En este sentido, no puede olvidarse, como ya
vimos, que al igual que Adonis, Atis era considerado como la encarnación del espíritu del
grano y se le invocaba como la "sagrada espiga verde o dorada". Bajo este aspecto de dios
cerealista, su pasión, muerte y resurrección, se identificaba con el cereal herido por la hoz del
segador, sepultado en el granero y vuelto a la vida cuando retornaba a la tierra en el momento
de la siembra.
El día 22, coincidiendo con el equinoccio de primavera, se celebraba la ceremonia de la
dendrophoria arbor intrat que se componía de tres partes esenciales: la ektomé o tala del ár-
bol sagrado, la pompé o procesión, y la próthesis o exposición del árbol-hombre difunto11 .
Los encargados de su organización eran, en este caso, los dendróforos o "portadores del ár-
bol", cuya cofradía festejaba el día de su fundación el primer día del mes de agosto, coinci-
diendo con el aniversario del emperador Claudio como testimonio de agradecimiento por
haber reconocido la oficialidad de las Attideia.

42
Se comenzaba con la tala del árbol que debía ser cortado, no arrancado (símbolo del pos-
terior rito de la eviración) en el bosque sagrado de la Magna Mater. Luego era llevado hasta
el Palatino donde se amortajaba con vendas de lana roja y se engalanaba con guirnaldas de
violetas, la flor sagrada de Atis 12 , entre las que se depositaban los objetos litúrgicos relaciona-
dos con su culto: la siringa, el cayado, el tambor, los címbalos y la doble flauta; y a la mitad
del tronco se ataba la imagen del propio Atis, probablemente tallada en madera.
Así adornado y dispuesto, el árbol era expuesto públicamente en el recinto sagrado que
rodeaba el templo, el llamado Campus Matris Deum para ser adorado, como si del propio ca-
dáver del dios se tratara, y provocar la compasión de los fieles. Comenzaba, entonces, el tri-
duum, período de tres días de duelo y de vela ante el difunto. Durante estas tres jornadas no
cesaba la música fúnebre que emitían las flautas curvas, ni dejaban de oírse las ululaciones
cadenciosas de los galli. Los devotos se golpeaban el pecho con las palmas de las manos o
con ramas de pino, llegando, incluso, a hacerse sangre.
En este punto del ritual, el pino simbolizaba el espíritu arbóreo del dios y su encarnación
en dicho árbol, de hoja perenne y abundante en las altas montañas de la agreste Frigia. Sabido
es que el árbol ha estado siempre muy vinculado a la vida del hombre, no sólo bajo un aspecto
material y utilitario, sino también en el espiritual, religioso e, incluso, mántico y oracular.
Los árboles presentes sobre la Tierra desde el período Carbonífero de la Era Primaria, con
sus trescientos millones de años, nos son conocidos en sus primeras especies por sus restos
fósiles. Muchos de ellos, como los gimnospérmicos cordaitales, con varias docenas de metros
de altura, pudieron alcanzar hasta el Triásico, ya en la Era Secundaria, para llegar a transfor-
marse con el tiempo en las coníferas actuales, abetos, pinos y cedros, que fueron con los que
primero debió familiarizarse el hombre primitivo que, desde muy pronto, vio en ellos el signo
tangible de la fuerza vital de la naturaleza. Tenido pues el árbol como algo sagrado, fue objeto
de veneración tanto en solitario, como en grupo (bosque) y considerado como lugar idóneo
para colgar objetos sacros.
Al principio, en una etapa polidemonista, o animista, se tuvo como receptáculo de un es-
píritu y, más tarde, ya en una fase politeísta, se convirtió en símbolo de la fecundidad de la
tierra o de la divinidad. Así, en Fenicia, el árbol sagrado de Astarté era el ciprés; el de Adonis,
en Siria, el cedro; y, en cuanto a Grecia y Roma, los árboles más venerados se asociaban a las
principales divinidades del siguiente modo: el pino con Neptuno y Cybele (o Atis); el laurel
con Apolo 13 ; el álamo con Hércules; el mirto con Venus; la encina con Júpiter; el olivo con
Minerva; etc.
Esta identificación mágico-religiosa con el árbol ha sido y es constante, como reflejan los
hermosos versos de Unamuno:

Hablaba con un árbol; en sus hojas


susurraba el aliento del Señor;
endulzaba con su habla las congojas
en que el hombre madúrase en amor.

Con el árbol, por otra parte, ha hablado siempre el hombre, confiándole sus penas y ale-
grías, como hiciera Don Quijote:

43
Arboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estais,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os folgais
escuchad mis quejas santas.14

La costumbre de traer de los bosques un árbol y adornarlo como si de un dios se tratara,


se conserva aún hoy entre nosotros y da lugar a las fiestas llamadas del "árbol de Mayo o del
Verano"15 , tras las cuales la iglesia conmemora la Exaltación de la Cruz, lo que no es otra
cosa que la cristianización del viejo rito pagano. Es la conocida festividad de la "Cruz de Ma-
yo" que, sobre todo, en Andalucía, reviste una especial solemnidad16 .
Por lo que al pino se refiere, el árbol considerado sagrado en Frigia, es muy probable que
su prestigio ancestral obedezca a elementales y primarias razones de utilidad. El pino piñone-
ro contiene semillas comestibles que se consumieron en abundancia en la Antigüedad tanto en
Oriente como en Roma, y que se siguen consumiendo, hoy en día, por su alto valor nutritivo.
Además, ya vimos que con los piñones se elaboraba un tipo de vino, muy especial, que se
consumía, precisamente, en los misterios metróacos.
El día 23 era el día del gran luto y dolor por la muerte de Atis y transcurría sin ningún ti-
po de celebración. Presidía toda la jornada un tenso silencio, sólo roto por el sonar de trompe-
tas, mientras los fieles permanecían recogidos en su ayuno penitencial.
El día 24 era el Sanguinis Dies, el día de la sangre, en el que las manifestaciones orgiásti-
cas del ritual alcanzaban sus más desbordantes cotas17 . Era la fecha señalada para el entierro
de la efigie del árbol y a dicha ceremonia se llegaba con los nervios sobreexcitados por los
tres días consecutivos de lamentaciones y el novenario, transcurrido entre mortificaciones y
ayunos. Los galli y los devotos empezaban su danza frenética dando vueltas rápidas, al son de
la melodía que interpretaban las flautas y acompañaban de modo obsesivo las trompetas de
boj, los chasquidos metálicos de los címbalos, el ritmo trepidante que imprimían los crótalos y
el redoble incesante de los tamboriles. Así, enervados por la danza y por el efecto del vino de
piñones, la bebida ritual consumida en este tipo de celebraciones, comenzaban las flagelacio-
nes hasta sangrar, al tiempo que se infligían heridas en los brazos y hombros con un cuchillo
de doble filo a fin de salpicar con la sangre de sus heridas el pino sagrado. Embargados por
este clima de frenesí, los que iban a convertirse en nuevos galli llegaban al sacrificio supremo
de segar su virilidad18 .
Tras estos brutales y sangrientos acontecimientos tenía lugar la Catabasis (Katav-basi"),
es decir, el descenso del pino a la cripta del templo, donde permanecía hasta el año siguiente
en que se procedía a su incineración. Después, durante la noche del 24 al 25 se celebraba la
gran vigilia, la Pannychis (Pannuciv") que transcurría entre las plegarias y fúnebres lamenta-
ciones de los devotos, quienes guardando un estricto ayuno, durante el cual sólo podían tomar
leche y miel, compartían su sufrimiento con el del dios. Promesas tales como las de: ¡Tened
confianza, iniciados, vuestro dios está a salvo y también vosotros tendréis la salvación de
vuestras aflicciones!19 , pronunciadas por el sacerdote al tiempo que ungía los labios de los
fieles llorosos, pueden dar clara idea del estado místico alcanzado y de la exaltación reinante

44
durante toda aquella noche transcendental, al fin de la cual se esperaba no sólo la resurrección
del dios, sino el comienzo de una nueva vida para cada uno de los iniciados.
Dentro de esta gran tensión emocional, se recibía con una explosión de júbilo el amanecer
del día 25, festividad llamada Hilaria, es decir "de la alegría", porque en ella se celebraba la
resurrección de Atis. Antes del alba, se colocaba ante la estatua de la Magna Mater un lecho
procesional en el que se suponía yacente el espíritu del dios muerto y, con los primeros res-
plandores del sol, hacía también su aparición una tenue luz en el fondo del santuario. Era la
gran señal que anunciaba la Parousía (Parousiva) o presencia del dios entre los fieles. El sa-
cerdote proclamaba su resurrección y la salvación de todos los presentes musitando suave-
mente en sus oídos la buena nueva: ¡Atis ha resucitado, evohé!.
A partir de entonces el mensaje de la alegría se gritaba por calles y plazas en las que rei-
naba, durante todo el día, un estruendoso regocijo. En Roma, y posiblemente en otras partes
donde se celebraban las Attideia, estas fiestas podrán considerarse como una especie de car-
naval. La gente se disfrazaba y reinaba, por doquier, una total permisividad a la hora de gastar
y aguantar bromas y chanzas. Tanto es así que en este día tuvo lugar el conocido atentado que
estuvo a punto de costarle la vida a Cómodo, ya que los conspiradores, disfrazados con el
uniforme de la guardia imperial, trataron de acercarse a su persona para apuñalarle.
Afortunadamente para el emperador, el complot no tuvo éxito.
En la Roma del siglo II y III d.C., las Attideia se celebraban con gran esplendor, hasta el
punto de que el Emperador, el Senado y el Prefecto de la ciudad, se dirigían al Palatino para
honrar y dar gracias a la Mater Salutaris entre las aclamaciones del pueblo.
El día 26 era una jornada dedicada al reposo Requietio, totalmente necesario tras tantos
días de excitación, y a la preparación de la ceremonia de clausura que tenía lugar el día si-
guiente, después de doce días de fiestas ininterrumpidas (dwdhkahvmera).
El día 27 era el llamado de la Lavatio. En Roma, la imagen de la Gran Madre era llevada
en procesión hasta el río Almo para recibir en sus aguas un baño lustral20 . La imagen argéntea
de la diosa, cuyo rostro no era sino la propia piedra negra toscamente tallada21 , era colocada
en una carreta tirada por los nobles que, caminando descalzos, encabezaban la procesión, que
iniciaba su lenta y solemne marcha. Entre los estrepitosos sones de flautas y tambores, la co-
mitiva salía por la "Porta Capena" hasta alcanzar las márgenes del citado Almo que, en Roma,
representaba el río Gallo de Pesinunte.
Una vez todos allí, el Gran Sacerdote, vestido de púrpura, lavaba la carreta, la imagen y
demás objetos sagrados en el agua corriente. Concluida la ceremonia, se constituía la proce-
sión de vuelta. Al regreso de este baño purificador y propiciatorio a la vez, sobre la imagen, la
carreta y los bueyes, la multitud esparcía las flores de primavera, como aún se hace hoy día,
en nuestras ofrendas y batallas de flores, entre grandes manifestaciones de júbilo y devoción.
Con este solemne acto se daban por terminadas las Attideia en honor de Cybele y Atis. El
día 28 comenzaban las ceremonias iniciáticas, a las que dedicamos el siguiente capítulo.

NOTAS

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1. Se conoce con el nombre de Hermetismo a la doctrina de carácter filosófico y soteriológico contenida en
un conjunto de escritos aparecidos en los siglos II y III d.C. Se atribuyen a Hermes Trimegisto (tres veces
grande), dios heleno considerado padre de la palabra y que, en época helenística, fue asimilado al dios egip-
cio Thot. Como el neopitagorismo y el neoplatonismo, fue un intento más de revitalizar el decadente paga-
nismo frente al cristianismo. Por su carácter esotérico, el término de hermético ha pasado a significar doctrina
de difícil comprensión, secreta y sólo accesible a los iniciados.

2. Aristót., Apud. Synes, Oratio, 48.

3. Manqavnw = aprender; pavscw = sufrir, padecer.

4. Cƒ. el capítulo de "Kybéle en Grecia".

5. Atis es citado, por primera vez, por el cómico Teopompo, en la comedia "Kaphlivde"" (vendedoras, taberne-
ras). Cƒ. Koch, K., Aristophanes: Kritische Idee und Komisches Thema, Bremen, 1965, p. 740.

6. Cƒ. "Cybele en Roma"

7. Por lo que se refiere al momento del reconocimiento oficial del culto de Atis en Roma, hay diversas versio-
nes. La más generalizada es la sostenida por autores como Lydus, Hepding y Cumont que opinan que tuvo
lugar en tiempos de Claudio, el emperador Julio-Claudio del siglo I d.C. (41-54), porque a esa época corres-
ponden toda una larga serie de inscripciones referentes a las cofradías de los "dendrophori". Sin embargo, el
profesor A. von Domaszewski, sostiene que el Claudio, durante cuyo reinado tuvo lugar tal reconocimiento,
es Claudio el Gótico que subió al trono en el 268 d.C. Cƒ. V. Domaszewski, Magna Mater in Latin Inscrip-
tions. The Journal of Roman Studies, (1911), p. 56.

8. Calendario de Filócalo, del año 354 d.C. Cƒ. C.L.L., I, 2ª edición, p. 260.

9. (muvhsi"; teleuthv; evpopteiva, o e[kstasi") momento en que se realiza la unión mística con la divinidad por
medio de la contemplación y en transcurso del cual puede producirse una mayor o menor suspensión del
ejercicio de los sentidos. Según Freud no es otra cosa que la sublimación religiosa del erotismo.

10. El emperador Juliano el Apóstata (3 nov., 361 - 26 junio, 363), estuvo hasta junio del año 362 en Constan-
tinopla, donde partió para preparar su gran expedición contra Persia. Atravesó lentamente Asia Menor, pa-
sando por Nicomedia, a cuyo auxilio acudió pues acababa de ser destruida por un temblor de tierra; pasó,
también, por Pesinunte, donde adoró a la Gran Diosa y escribió un tratado donde explicaba los amores de
Cybéle y Atis. La campaña duró desde julio del 362 a Marzo del 363. Murió en junio, antes de cumplir los 32
años y después de 20 meses escasos de reinado. Durante la leve restauración del paganismo que impuso, se
inició en los misterios metróacos, recibiendo, incluso, el taurobolio para significar que con este bautismo de
sangre revocaba su otro bautismo cristiano. Entre los años 370 y 390 hay un gran número de inscripciones
que demuestran que fueron muchos los pontífices, augures, quindecemviri, etc., que recibieron, como el em-
perador, el taurobolio.

11. ejktomhv, pomphv y provqesi".

12. Las rosas y las anémonas eran las flores consagradas a Adonis.

13. En Andalucía existe aún la superstición de que plantar un laurel puede acarrear una desgracia. Tal vez sea un
eco del carácter justiciero o vengativo que siempre tuvo Apolo el que hiere de lejos. Él era el que traía la pes-
te y la muerte. De hecho, Dafne moría al ser convertida en laurel.

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14. Cƒ. el interesante artículo de Angel Martín Municio "La Nostridad del árbol", ABC, 4 de febrero de 1986.

15. Aún cuando son muchas las variantes con que se presentan, la costumbre más extendida consiste en plantar
el mayo, un árbol cortado en los bosques próximos al pueblo y que es conducido hasta su plaza central, donde
después de pelado, a excepción de la copa, es "plantado" o puesto en pie por los mozos, lo que requiere una
especial pericia, ya que así, sin caerse, debe permanecer hasta que terminen las fiestas.

16. Se celebra el 3 de mayo y lo más característico es la instalación de cruces en casas, patios o calles, en altares
ricamente adornados y preparados a tal fin, con telas bordadas y plantas aromáticas. Las cruces suelen velarse
todas las noches, por lo general en cumplimiento de promesas, y los visitantes son obsequiados con produc-
tos de la tierra.

17. Del latín orgia-orum, y del griego o[rgia-wn (fiesta desenfrenada). Resulta, no obstante, curioso, comprobar
el significado de los siguientes vocablos: o[rci"-io" = testículo; ojrcevomai = danzar, saltar; ojrchqmov" = baile,
danza; o[rchsi"-ew" = danza; ojrchsthvr-hÖro" = danzante, bailarín; ojrchstikhv tevcnh = el arte de danzar;
ojrchvstra-a" = parte del teatro, entre el escenario y los espectadores, donde el coro hacía sus evoluciones;
ojrchstriv"-ivdo" = bailarina; ojrchstuv"-uvo" = danza, baile.

18. Las flagelaciones y castigos corporales han sido prácticas de mortificación muy frecuentes en varias religio-
nes y entre ellas la católica. Como ejemplo valga la procesión de los "Picaos" que se celebra en Semana San-
ta en San Vicente de la Sonsierra (Rioja). Los penitentes se azotan la espalda con un flagelo de lino hasta
congestionarse la piel con tremendos moratones que, luego, uno de los cofrades les pica para que de ellos
mane la sangre. Estos castigos se repiten en mayo y septiembre. Igualmente, hasta no hace mucho, en Cala-
bria, el Jueves Santo, los jóvenes recorrían la región hiriéndose el cuerpo con vidrios o lancetas. Curiosa es
también, la tradición de los Siete mil tambores de Tobarra un pueblo manchego que desde hace ya siete si-
glos conmemora la Pasión y Muerte de Jesucristo con el ruido de siete mil tambores, desde el Miércoles San-
to hasta el Domingo de Pascua.

19. Firmico Materno, De errore, profanarum religionum, 22: QarreiÖte muvstai, tou qeouÖ seswmevnou e[ stai
gavr hvmiÖn povnwn swthriva. Según otra traducción: ¡Tened valor, oh vosotros, los iniciados! ¡Vuestro dios vi-
ve, también nosotros nos salvaremos de esta miseria!

20. Ovidio, Fasti, IV, 337 y ss. La lavatio fue un rito de origen oriental. Sin embargo, en el contexto de la reli-
gión romana tuvo un sentido propiciatorio para solicitar la abundancia de lluvias y la fertilidad del suelo. La
idea de lavar las imágenes era y es, aún, muy frecuente en la cuenca mediterránea. Con el baño lustral se las
libera de las impurezas y contaminaciones que reciben en sus contactos con los seres y objetos terrenales y
recobran su fuerza milagrosa y todo su poder. En el día de la Qeofanvvia (6 de enero) en la Grecia actual, fe-
cha en que se celebra el Bautismo de Cristo, la cruz se baña en el mar y en los ríos.

21. También la Ártemis de Éfeso tuvo la cara negra, tallada posiblemente como en el caso de Cybele en un aero-
lito. Esta característica de sacralidad se ha mantenido en muchas de nuestras vírgenes, llamadas de faz more-
na. De entre ellas, destaca la Moreneta, la venerada Virgen de Montserrat, símbolo del nacionalismo catalán
y cuyo santuario se encuentra entre las altas montañas y junto al nacimiento de un río. Vírgenes de cara mo-
rena son también las madrileñas de Atocha y de la Almudena, entre otras.

47
VIII
El Taurobolio y el Criobolio

A partir del día 28 de marzo, finalizados los actos de carácter público, comenzaban en
Roma los ritos de iniciación, de carácter soteriológico, de los que no se tienen noticias claras,
ya que se desarrollaban con gran reserva y ocultismo. Con el tiempo, dejaron de formar parte
de las fiestas de primavera, para convertirse en ritos ocasionales y personales, pero, en cual-
quier caso, siempre se celebraron en el Phrygianum del Vaticano1 , junto al entonces circo de
Caius Caesar (Calígula), razón por la cual, el ritual recibió el nombre de initium Caiani. Am-
bos edificios ocuparon el área sobre la cual se alza la actual basílica de San Pedro2 .
La ceremonia en torno a la cual giraba todo el proceso iniciático era el bautismo de sangre
que el neófito recibía del sacrificio de un toro, taurobolium, o de un carnero criobolium, uno
de los más extraños ritos purificadores conocidos en el Imperio romano 3 . En opinión de Cu-
mont y Dill4 su práctica penetró en el siglo II a.C., desde Capadocia, donde formaba parte del
culto de la Ártemis Tauropolis y otras diosas orientales5 , mientras otros, como Hepding, en-
tienden que es un rito de origen frigio6 . Lo cierto es, que fue en los siglos III y IV d.C. cuando
alcanzó su valor sacramental y regenerador, en el marco de una sociedad afectada por una
profunda crisis de valores políticos, religiosos y morales y, por lo tanto, ávida de experiencias
mágicas y excitantes.
Tenemos noticia de que había otros tres actos litúrgicos básicos, que que se celebraban,
también, en el transcurso del proceso iniciático: un banquete místico, una procesión en la que
el que llevaba el kernos, o vasija ritual, como ofrenda, y el acceso al tálamo o cámara nupcial.
Según Fírmico Materno 7 los participantes exclamaban en el transcurso del ágape místico:
"He comido en el tympanon, he bebido en el kymbalon; estoy consagrado a Atis". Clemente
de Alejandría8 amplía más la información: "Comí en el tympanon, bebí en el kymbalon, llevé
el kernos, me deslicé en el tálamo nupcial". Se desconoce cuales fueron las especies de esta
extraña comunión. De lo que se comía en el tympanon nada se sabe, aunque se ha pensado
que tal vez pudiera ser algún alimento hecho a base de trigo, puesto que Atis era el espíritu del
cereal; por lo que se refiere a la bebida del "kymbalon" se ha aventurado la posibilidad de que
fuera leche edulcorada con miel, ya que al tauroboliado, después de su peculiar bautismo, se
le mantenía a dieta láctea, como si fuera un recién nacido.
La procesión del kernos (Kernophoria) guardaba una estrecha relación con la que se cele-
braba en los misterios eleusinos, por los que, indudablemente, se dejaron influir los metróacos
en su paso por Grecia. Sin embargo, esta procesión en los ritos eleusinos no era un acto iniciá-
tico, sino de simple ofrenda: encima del kernos, llevado sobre la cabeza, se colocaban otros

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vasos más pequeños conteniendo primicias vegetales y frutos de varias clases. Algo parecido
sucedía en el transcurso de las "liknoforias dionisíacas"9 . En este caso, el objeto sagrado que
se transportaba en procesión era el cedazo místico, conteniendo el falo ritual, símbolo del ór-
gano sagrado de la reproducción.
En los ritos frigios, dicha procesión formaba parte esencial del ceremonial iniciático. El
kernos debía ser una especie de crátera de barro, susceptible de ser coronada de luces en los
momentos solemnes de la ofrenda y destinada a contener los vires u órganos sexuales del de-
voto, en los casos más dramáticos, de voluntaria emasculación, o los del animal sacrificado,
toro o carnero, en la época en que la Magna Mater eximió de la eviración a sus adeptos10 .
Tras el ofertorio a la diosa, el kernos, con su contenido, era depositado en la cella subterránea
o cripta, existente en todos los templos dedicados al culto de Cybele y Atis, tras pronunciar la
fórmula exigida para ser admitido in interioribus partibus, el Sanctasanctorum por excelen-
cia11 . Así se consumaba la unión sexual, la hierogamia entre el fiel y la diosa-tierra, ceremo-
nia que en el pasado, debió hacerse enterrando los órganos sexuales sacrificados en fosos
practicados en la tierra, o en las oquedades de las rocas o montañas consagradas a la diosa.
Por lo que se refiere a la ceremonia sacrifical del taurobolio, la mejor y más completa
descripción llegada hasta nosotros es, sin duda, la de Prudencio 12 , célebre poeta hispanolatino
del siglo IV, y que es la que a continuación transcribimos:

«Cuando se disponen a consagrar al sumo sacerdote, lo llevan a un pozo profundo excavado


bajo el suelo, maravillosamente adornado con una banda, sus sienes festivas ceñidas por guirnaldas,
recogido el cabello bajo una corona de oro y portando una toga de seda recogida con un cíngulo g a-
binio.
Ponen encima una tarima con anchos espacios, hecha de planchas con un entramado abierto.
Dividen entonces o taladran la superficie, haciendo muchos agujeros con una herramienta puntia-
guda, de forma que toda la tarima aparece picada de pequeños agujeros.
Luego es conducido hasta allí un enorme toro, bravo y sin domar en apariencia, con los flancos
cubiertos de guirnaldas entretejidas y con los cuernos envainados, de forma que el testuz del animal
brilla con reflejos dorados y la pelambre se ve engalanada con el brillo de las placas metálicas.
Luego, tal como está ordenado, se dará muerte en aquel lugar a la bestia, y para ello hincan una
espada sagrada en su pecho. De la herida abierta mana un chorro de sangre caliente, y el humeante
manantial se derrama sobre la tarima y la inunda, cayendo luego debajo.
Luego, por las mil aberturas de la celosía, se abre camino y gotea como un repugnante rocío la
lluvia de sangre, que el sacerdote enterrado debajo trata de recoger adelantando la cabeza para que
no se pierda ni una gota, manchándose vergonzosamente los vestidos y todo el cuerpo.
Echa hacia atrás el rostro, pone bajo los chorros de sangre las mejillas, las orejas y los labios,
acerca a ellos la nariz y hasta deja bañar sus ojos en el líquido, y ni siquiera perdona su garganta,
pues saca la lengua, de modo que llega a beber la espesa sangre.
Luego retiran los sacerdotes de la celosía el cuerpo del toro, que, por la pérdida de sangre, em-
pieza a ponerse rígido, y sale el pontífice, con su horrible aspecto, mostrando su cabeza manchada,
la barba cuajada de sangre, sus bandas chorreando y sus s ucios atavíos.
Y al verlo así manchado e infecto, sucio de la sangre del reciente sacrificio, todos le saludan y
veneran desde cierta distancia, porque la sangre impía y un toro muerto lo han bañado mientras
permanecía oculto en la repugnante cueva»13 .

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Reproducimos aquí (fig. 39), como complemento a tan minuciosa descripción, la interpre-
tación que de esta singular ceremonia hizo en su día M. de Boze14 .
Como se desprende de la lectura de este singular pasaje, en que se percibe la dura crítica
de su autor, el iniciado, en este caso el sumo sacerdote, que aparecía ante los espectadores
chorreando sangre16 , no sólo producía una sensación de asco y rechazo, como podría esperar-
se, sino que, por el contrario, era motivo de admiración. Se le veía, por encima de su "horrible
aspecto", como señala Prudencio, como a un bienaventurado, regenerado por la lluvia vivifi-
cante de la sangre recibida en ojos, nariz, boca y orejas, y por ella redimido de todos sus pe-
cados. Con este sangriento bautismo nacía a una vida nueva y transcendental: taurobolio in
aeternum renatus16 .
En el caso de los simples iniciados, el oficiante o sacerdote se convertía en el padre espiri-
tual del tauroboliado al que marcaba en la frente para acreditar su consagración a la Magna
Mater y a Atis. Algunos devotos renovaban este bautismo todos los meses. Es de suponer que
lo que con tanta frecuencia se repetían eran los criobolios, siempre menos costosos, aunque lo
más frecuente era que, taurobolio y criobolio, se realizaran al mismo tiempo, como lo
demuestran las inscripciones17 y altares votivos. Por otra parte, gracias a los documentos epi-
gráficos, se tiene noticia de que el taurobolio debía repetirse a los veinte años de realizado el
primero, sin que se pueda llegar a precisar si esta especie de confirmación era ya la definitiva.
Lo que parece evidente es que las repeticiones de estos sacrificios fueron frecuentes al
menos hasta la segunda mitad del siglo IV. A partir de entonces se generalizó la fórmula, a la
que ya hemos hecho mención, de "renacido para la eternidad", lo que ha llevado a suponer
que o bien este tipo de ceremonias se convirtieron en un acto único y definitivo, o que, al me-
nos, se espaciaron en el tiempo.
Los taurobolios y criobolios se prodigaron a partir de la época de los Antoninos (siglo II),
y sus beneficiarios fueron llamados sacrati o religiosi a Matre Magna. Por esta razón, tanto la
Gran Madre como Atis, fueron invocados, constantemente en las aras conmemorativas dedi-
cadas por los oferentes de tales actos de piedad18 . Se han encontrado altares de este tipo en
Roma y en Ostia, en Africa, en España y, sobre todo, en la Galia (Burdeos, Letoure, Die, Pe-
rigueux, Lyon, etc.). Su decoración es casi siempre la misma, a base de la representación de
los objetos litúrgicos tradicionales. Dentro de la serie, uno de los más representativos es el
altar taurobólico de Perigueux (fig.40). En una de las caras aparece el busto de Atis colocado
sobre un zócalo recubierto de tela. Se trata, con toda probabilidad, de una de las efigies del
dios que se pasearía en las procesiones celebradas en su honor. Encima aparece representado
el pino sagrado, del que aparecen suspendidos el flagelo de castigo corporal y los crótalos.
Junto al busto del dios se encuentra un toro arrodillado y, por encima del animal, la siringa y
el gorro frigio. En otra cara se ve una cabeza de toro, enmarcada por el cuchillo litúrgico (hár-
pe; a}rph-h") con saliente lateral, la pátera y el aguamanil; en una tercera cara aparece una
cabeza de carnero, enmarcada por dos flautas y los címbalos, instrumentos musicales de un
gran significado para los iniciados19 .
Estos altares, con sus relieves e inscripciones, constituyen un amplio y valioso repertorio
epigráfico e iconográfico, muy útil, no sólo a la hora de establecer criterios cronológicos o de
difusión geográfica, sino también cuando se trata de corroborar las noticias que nos propor-

50
cionan cuantos autores, antiguos o contemporáneos, se han ocupado del tema. Pese a todo,
siguen siendo muchos los problemas que la celebración de los taurobolia han planteado y aún
siguen sin resolver. Por un lado, existieron los de carácter privado e individual, con unas ca-
racterísticas muy particulares, y por otro, los realizados con carácter colectivo, incluso de tipo
oficial que se realizaron por motivos muy variados y diferentes a los anteriores.
Con respecto a los primeros, un simple análisis de las circunstancias que en ellos tenían
que concurrir, demuestra que el iniciado tenía, al menos, que satisfacer dos condiciones pri-
mordiales, una de orden espiritual, sin duda muy importante, y otra de orden material, de no
menos peso que la anterior. En función de la primera hay que imaginar al celebrante de un
taurobolio personal y privado, como a un individuo movido por una profunda exaltación mís-
tica, capaz de llevarle al desprecio de bienes materiales y a la búsqueda de una vida transcen-
dental. En función de la segunda, hay que suponer que gozaba, al mismo tiempo, de una sóli-
da economía para poder realizar este tipo de sacrificios, siempre muy costosos, no sólo por el
holocausto del toro, sino por todos los gastos que debía generar el complicado montaje cere-
monial, ricamente aderezado, para complacencia del organizador e invitados. Sabido es que si
las procesiones gustaron siempre a los romanos, no fue menor su afición, por razones de es-
pectacularidad, a la celebración de los cultos orientales, aunque sean pocas las representacio-
nes que de los mismos han llegado hasta nosotros.
Además de estos taurobolia de carácter privado, cuya finalidad no era otra que la salva-
ción personal del sacramentado, se celebraron otros, frecuentemente, en beneficio ajeno bajo
fórmulas rituales, tales como pro salute, pro salute et reditu, pro salute et incolumitate, etc.
En tales casos, el destinatario podía ser una persona en concreto (el emperador, un gober-
nante, un deudo), una corporación, o incluso, el Imperio, lo que convertía al sacrificio en una
especie de manifestación cívico-religiosa, por parte de los galli, para con el Estado20 .
El taurobolio oficial más antiguo, epigráficamente conocido a través de un altar de Lyon
(Lugdunum), es el que tuvo lugar en el año 160 d.C., por la "salvación" de Antonino Pío, em-
perador a quien muchos autores atribuyen el reconocimiento oficial de este sacrificio21 . Como
argumentos a favor de dicho reconocimiento, se encuentra el hecho de que la leyenda tardía
de la resurrección de Atis sirvió para apoyar la ideología romana de las renovatio moderniza-
dora, que había servido de eslogan propagandístico, aireado a los cuatro vientos, con motivo
de la solemne celebración, en el año 148, de las fiestas del noveno centenario de la urbs.
Además, con la resurrección de Atis se podía combatir la resurrección de Cristo, y la remisión
de los pecados por el bautismo de Cristo, con el bautismo de sangre del toro ofrecido a Atis 22 .
Como prueba del favor que el culto de Cybele recibió por parte de Antonino Pío están las
monedas de consagración acuñadas con el nombre de Faustina la Mayor, y en las que aparece
la leyenda Aeternitas acompañando a la imagen de la diosa que, desde su tradicional carro, se
presenta como símbolo inequívoco de la inmortalidad real (fig. 41).
Sus sucesores, también se mantuvieron fieles a la Magna Mater y contribuyeron a la difu-
sión de su culto. Se tiene noticia de que en honor de Marco Aurelio se celebró un taurobolio y
que Cómodo, después del atentado fallido del que fue objeto en el 188, se colocó bajo la pro-
tección de Cybele, llegando, incluso, a nombrar prefecto del Pretorio a un esclavo frigio
emancipado. En Narbona, años después, y ya "a la intención" de Septimio Severo, que sufría

51
dolorosos ataques de gota, el flamen augustal realizó el consabido taurobolio y fue receptor de
la sangre regeneradora en beneficio del emperador.
En cuanto a Heliogábalo, parece ser que fue el primero en recibir, personalmente, el bau-
tismo de sangre: Matris deum sacra accepit et tauroboliatus est.
Eran ya momentos en que todas las religiones mistéricas comenzaban a confundirse unas
con otras, sobre todo entre las capas más bajas de la sociedad, dada la similitud de muchas de
sus prácticas y manifestaciones, hasta el punto de que había quienes, ávidos de sensaciones
nuevas, se hacían iniciar en todas ellas, menos, lógicamente, en el cristianismo que, dada la
situación reinante, oponía una férrea resistencia a todo tipo de fáciles condescendencias. Sin
embargo, el propio San Agustín cuenta cómo un sacerdote frigio de Atis, al ser interpelado
acerca de lo que su culto pudiera deber al cristianismo, contestó: Et ipse pileatus christianus
est (también el que lleva el gorro frigio –Atis– es cristiano). Postura que pone de manifiesto la
confusión de ideas que existía, incluso en el propio seno de las religiones mistéricas.
Los santuarios frigios proliferaron en todo el mundo romano y se produjo una amplia di-
fusión de sus misterios y sacrificios por todo el Imperio. El siglo IV y sobre todo en el perio-
do comprendido entre los años 370 y 390; la gran cantidad de inscripciones existentes pone de
manifiesto que fueron muchos los pontífices, augures, quindecemviri y personajes públicos
que recibieron el taurobolio. Tan sólo Grecia se mantuvo al margen de este tipo de sacrificios.
Tanto las Attideia como los taurobolios fueron prohibidos por el emperador Teodosio en
el 380 con el Edicto de Tesalónica23 .

NOTAS

1. Inscripciones halladas en Galia y Germania demuestran que los santuarios provinciales procuraron ser una
réplica lo más exacta posible, en todos los aspectos, del Phrygianum del Vaticano.

2. Bajo su suelo fueron halladas muchas inscripciones relativas a estos ritos mistéricos, cuando la iglesia fue
agrandada en el año 1608 ó 1609.

3. Taurobolium, en realidad significa caza del toro con red (tauÖro" = toro; bovlo" = captura con red), como
puede verse en una de las escenas que adornan los famosos Vasos de Vafio, del Museo Nacional de Atenas;
Criobolium, caza del carnero (kriov" = carnero). En el ritual frigio, el toro y el carnero eran degollados.

4. Cumont, F., Revue d'Histoire et de Littératura Religeuses. 6, 2, (1901); Les Religions Orientales (París 1909),
p. 322 y ss.; Dill, Roman Society from Nero to Marcus Aurelius (Londres, 1904), p. 556.

5. Sacrificios de toros se celebraban en honor de varias diosas. En Capadocia en honor de Mâ-Belona y Ártemis
Taurópolis (tauÖro", pevlw,tauro-povla = honrada con sacrificios del toro; tauro-ktovno" = matador del toro;
tauro-sfavgo" = degollador de toros ). También se realizaban dichos sacrificios en los cultos de la persa
Anahita, la púnica Venus Caeleste, etc.

6. Hepding, Attis, Seine Mythen und sein Kult (Giessen 1903), p. 201.

7. Fírmico Materno fue un astrólogo y matemático que se convirtió, al cristianismo. Hizo una descripción del
culto a Cybele en una obra escrita hacia el 347 d.C., titulada De errore profanarum religionum, básica para el

52
conocimiento de dicha religión; Cƒ. op. cit., 18, 1 (de tympano manducavi, de cymbalo bibi et religionis se-
creta perdidici. En la fórmula griega, la última parte se sustituye por la afirmación, estoy consagrado a Atis).

8. Clemente de Alejandría (San), escritor del siglo II d.C. (150–211/216 d.C.), convertido muy joven al cristia-
nismo entró en relación con San Panteno, quien le confió la dirección de su Academia. De las numerosas
obras que escribió sólo han llegado hasta nosotros las tituladas La exhortación, El Pedagogo y las Miscelá-
neas. Cƒ. Protreptikos (pro-trevpw = exhortar), 2, 15.

9. Procesión en honor a Dioniso (liÖknon = cesta o criba; fevrw = llevar).

10. Vires conditae (CIL, XII, 1567); Vires consacravit (CIL, XIII, 522, 525); Vires excepit et transtulit (CIL,
XIII, 15771).

11. A dicho lugar se alude, con el nombre de pastov" (cámara nupcial) y Qavlamo" (tálamo o lecho).

12. Prudencio fue un escritor español (348–410) y abogado. Desempeñó varios cargos públicos en la corte del
rey Honorio. Caído en desgracia, se retiró a un convento donde comp uso varios poemas religiosos. Cƒ. Peris-
tephanon, X, 1011–1050; Contra Symmachum, I, 395 (breves alusiones). Otras fuentes: Carmen Contra Pa-
ganos (Poet. Latin. Min., ed. Baehens, III, 286); Hipólito, Refutatio, V,7, 19; Firmico Materno, De error.
prof, relig. 27, 8; 28, 1.

13. Eliade, M., Historia de las Creencias y de las ideas religiosas, tomo IV, pp. 149 y 150.

14. Según M. de Boze, basada en la inscripción grabada sobre el altar taurobólico encontrado en Fourriéres en
diciembre de 1704 (Mém. de l'Acad. des insc., Tomo II, p. 473 y pl. 16); Cƒ. Duruy, V., Histoire des Ro-
mains, 1970, tomo V, p. 743.

15. El oficiante o sacrificador, como puede apreciarse en las aras que conmemoran este tipo de sacrificios y en
las cuales se representan los útiles en ellos empleados, degollaba al toro con una harpé, es decir, una especie
de hoz, un cuchillo con saliente lateral a fin de provocar una rápida y espectacular hemorragia.

16. CIL, II, 5260; VI, 510; VIII, 8203; XIII, 573.

17. Probablemente, el criobolio fue un sacramento instituido más tarde que el taurobolio, que tenía tras de sí una
larga tradición. Cƒ. Showerman, The Great Mother of the Gods (Madison, 1901), p. 280 y ss. Sólo en raros
casos el criobolio se realizó por separado (CIL, VIII, 2230 y 8203; IX, 1538; XIV, 41, etc.). Por lo general el
sacrificio del toro y el carnero (uno en honor de la Magna Mater y otro en honor de Atis), se realizaba en la
misma ceremonia y así se hace constar en muchos altares en los que se representa la cabeza de ambos.

18. CIL, VI, 499.

19. Graillot, H., Le culte a Cybéle, p. 153 y ss. Esperandieu, E., Recueil genéral des bas-reliefs de la Gaule Ro-
maine, II, París, 1.908, n o 1267, pp. 236–237.

20. Pro salute et reditu, Lupi Albini (CIL, II, 606); pro salute imperii (CIL, II, 5521); pro salute et victoria im-
peratoris (CIL, XIV, 40), etc.

21. CIL, II, 1751.

53
22. Estos puntos fueron los que trataron de combatir duramente los autores cristianos. Firmico Materno, en un
curioso pasaje opone la remisión de los pecados obtenida por la sangre de Cristo, al sangrante bautismo del
taurobolio: ...Polluit sanguis iste, non redimit (De errore Prof, relig., 28).

23. Pese a ello, aún se tiene noticia de que en el año 415 puso fin a la corporación de los dendrophoroi (Cod.
Theodos. VI, 10-20).

IX
Kybéle en Grecia
Las primeras noticias que de la diosa frigia se tienen en el mundo griego, se deben a Hi-
ponacte de Efeso1 , y a Píndaro, el gran poeta lírico del siglo VI a.C.2 Tales citas, así como las
numerosas representaciones escultóricas de la diosa, aparecidas en las islas, demuestran su
largo peregrinar por el Mediterráneo hasta llegar a Grecia donde, como acabamos de ver, ya
era conocida, al menos, desde fines del siglo VI a.C.
Su culto, a partir de esa fecha, se extendió rápidamente por toda Grecia, aunque parece
ser que las regiones en las que, en un principio, tuvo mayor acogida, fueron las de Beocia,
Olimpia, el Atica y el Peloponeso, lo que hace pensar en asentamientos, de cierta entidad, en
dichas regiones de frigios, de lidios, o de otras gentes de estirpe oriental.
Por lo que al Atica se refiere, sabido es que hasta la invasión de los persas y el incendio
de la Acrópolis (480 a.C.), Atenas, su capital, se enorgullecía de ser "ciudad abierta" y el Pi-
reo se consideraba "puerto franco", razones por las cuales la presencia de gentes orientales
está ampliamente documentada, no sólo en las zonas portuarias sino también en la propia
Atenas. Hábiles arqueros y consumados jinetes, éstos emigrantes de procedencia oriental,
gozaban de un gran prestigio en suelo griego, por lo que son muy numerosas sus representa-
ciones, ataviados con sus típicos atuendos, pantalones largos (braccae), gorro frigio y zapatos
de punta levantada. Valga como ejemplo el llamado "jinete de la Acrópolis", fechado en el
siglo VI a.C. y la representación de un curioso personaje, un tal Toxaris, un famoso escita
instalado en Atenas, en época de Solón. Se sabe que por su fama de hombre sabio y prudente
mereció ser enterrado con todos los honores, y que su tumba se mostrara, con orgullo, a los
viajeros de la época.
El tal Toxaris, es muy probable que sea el Tocsamis que junto a un kimerios (cimerio)
aparece dibujado por el ágil trazo de Klitias en el famoso "Vaso François" (fig. 42), en la es-
cena en la que se representa el apasionante episodio de la cacería del jabalí de Calidón, del
cual fueron protagonistas héroes de la talla de Meleagro, Atalanta, Peleo, Cástor, Pólux, etc.
A todo esto hay que añadir el hecho de que, desde un primer momento, Kybéle, como
gran diosa madre fue identificada con Rea3 , la progenitora de los dioses olímpicos, lo que
trajo como consecuencia un inmediato proceso de helenización en sus representaciones ico-
nográficas y una notable mitigación en las prácticas cruentas de su ritual. Sin embargo, es
momento de advertir que ni Rea ni, incluso, la misma Gea, tuvieron el carácter de Madre Uni-
versal que la diosa ostentó en Oriente, y que recuperó en el mundo romano, donde, por enci-
ma de todo, fue venerada como Magna Mater.

54
La figura de una diosa-tierra, madre del género humano y fuente nutricia de todo lo crea-
do, estuvo presente en Grecia, como demuestran los hermosos versos del Himno Homérico
XXX, dedicados a la "Tierra, madre de todos"4 , aunque la Gea, o Gaia, aquí cantada, nada
tenga que ver con la que fuera madre de Titanes y de Cíclopes.
En este Himno, de fecha muy discutida, aunque prevalece la del siglo VI a.C., la divini-
dad alabada no es otra que esa ancestral diosa-madre preindoeuropea, de carácter ctónico y
agrario, cuya heredera más directa en el mundo griego fue, sin duda alguna, Deméter, con la
que Kybéle tuvo, pese a todo, mayor número de puntos de contacto, por ser ambas protagonis-
tas de venerables misterios.

A LA TIERRA, MADRE DE TODOS

Voy a cantar a la Tierra, madre universal, de sólidos cimientos, la más augusta, que nutre en
su suelo todo cuanto existe. Cuanto camina por la divina tierra o por el ponto, o cuanto vuela, se
nutre de su exuberancia.
Por tí se vuelven prolíficos y fructíferos, soberana, de ti depende dar la vida o quitársela a los
hombres mortales.
¡Afortunado aquel al que tú honras benévola de corazón!. A él todo se le presenta en abun-
dancia. Se le carga el labrantío dispensador de vida y por sus campos prospera en ganados. Su casa
se llena de bienes. En cuanto a tales hombres, con buenas leyes gobiernan en una ciudad de her-
mosas mujeres. Abundante fortuna y riqueza los acompañan. Sus hijos se enorgullecen de su juve-
nil placer, y sus hijas, jugando en coros cuajados de flores, con ánimo alegre se comp lacen entre
las delicadas flores del prado. Esos son a los que tú honras, venerable diosa, generosa deidad.
¡Salve, madre de los dioses, esposa del estrellado Cielo! Concédeme, benévola, en recompen-
sa por mi canto, una vida grata a mi corazón. Que yo me acordaré de otro canto y de ti.

Vemos pues, que dentro del marco de la religiosidad griega, la figura de la Kybéle frigia
no puede identificarse, con exactitud, con una sola y exclusiva divinidad. Por esta razón y
para tener una visión panorámica lo más completa y diferenciada posible entre la Kybéle fri-
gia y las diosas griegas que le fueron afines, es interesante, a nuestro juicio, trazar el perfil
mitológico de cada una de ellas, comenzando, eso sí, por Rea, ya que, como se ha dicho, con
ella fue identificada desde un primer momento, y, como Gran Madre, venerada en un tipo de
templo de características muy concretas, el llamado Metroon, presente no sólo en los grandes
santuarios, sino también en ágoras, puertos, etc.
Como Rea-Kybéle, aparecerá montada en su carro tirado por leones y, como Rea-Kybéle,
se verá asistida por todo un ruidoso séquito de Curetes o Coribantes, de los cuales, también
nos ocuparemos luego.

Kybéle–Rea

Rea5 era una de las titánidas nacidas de la unión de Gea, la Tierra, y de Urano, el Cie-
lo. De su matrimonio con su hermano Crono, con el que compartió la soberanía del mundo
tras la emasculación y destronamiento de su padre Urano 6 , nacieron, según la Teogonía de

55
Hesíodo, seis hijos, seis grandes dioses: Hestia, Deméter, Hera, Hades, Posidón y Zeus, el
futuro "Dios de dioses", Señor indiscutible del Olimpo, tras haber procedido, a su vez, al des-
tronamiento de su progenitor.
En su calidad de augusta Madre aparece ya en el friso del Tesoro de los Sifnios7 en Del-
fos, fechable entre los años 530–525 a.C. Montada en su carro, tirado por leones, como le
corresponde por tradición y realeza, lucha al lado de sus hijos contra los gigantes, vencidos
por los olímpicos tras una dura batalla 8 .
Aquí, por lo tanto, se nos presenta ya una interesante versión iconográfica de la diosa,
como ocupante, a pie, de un carro tirado por dos leones, leones que, por otra parte, no tarda-
ron en tener un nombre propio, Hipómenes y Atalanta, y una dramática historia como a conti-
nuación veremos.
A mediados del siglo V, la estatua exenta que Fidias, el gran creador de dioses, hizo para
el Metroon del Ágora de Atenas9 , fijó el tipo conocido de la mhvthr griega, quien, desde en-
tonces, se vio desprovista de su carro para no volver a recuperarlo hasta época helenisti-
co-romana, en que aparecerá sentada en él. El tipo fidíaco de diosa sedente en trono de alto
respaldo, flanqueado por leones, con una pátera en la mano derecha extendida y sosteniendo
el tímpano con la izquierda, se generalizó y se repitió, una y otra vez, con las inevitables va-
riantes de composición y los cambios de estilo que se produjeron en el siglo IV a.C. y época
helenística.
De este modo, se impuso la imagen de la Kybéle-Rea griega sobre la diosa anatólica y
frigia que más gustaba de montar a la grupa de su fiel felino, que ocupar su trono o real carro,
gusto que, más adelante, volverá a manifestar la Cybele pergamena y romana, en especial
cuando se aposentaba en las espinas de los circos.10

Los leones del carro de Kybéle–Rea:


Hipómenes y Atalanta.

Atalanta11 , "la que supera a los demás", acude siempre a nuestro recuerdo, como la diestra
cazadora que protagonizó la Cacería del jabalí de Calidón. En tan famosa aventura aparece
como compañera de Meleagro, de cuyo fin trágico fue la causante indirecta al provocar la
caballerosa defensa que el joven hizo de sus derechos, a la hora de reclamar, como trofeo, la
cabeza de la abatida fiera.
Sin embargo, la actividad de esta intrépida heroína fue muy variada y muchos fueron los
lances y desafíos que superó con éxito, dada su gran agilidad en la carrera y su destreza en el
manejo de toda clase de armas.
En cuantos episodios se la hace intervenir, se la presenta como a una joven audaz, de ca-
rácter independiente y muy capaz no sólo de participar, sino de vencer a sus compañeros va-
rones en cualquier tipo de competición deportiva o cinegética. Por lo tanto, dada su personali-
dad, no es de extrañar que Atalanta no tuviera entre sus proyectos el del matrimonio. Para
justificar su postura la leyenda habla, por un lado de su fidelidad a Ártemis, su diosa protecto-

56
ra y, por otro, de la amenaza de un oráculo que le había anunciado que si se casaba se conver-
tiría en animal. En cualquier caso, su última decisión fue alejar a sus pretendientes por medio
de una estratagema. Anunció que su esposo sería aquel que fuera capaz de vencerla en la ca-
rrera, pero con la condición de que, en caso de ser ella la vencedora, el tributo a pagar sería la
vida del vencido. Varios fueron los jóvenes que, de esta forma, perdieron la vida en su empe-
ño, ya que Atalanta era tan veloz en la carrera que los vencía a todos, incluso después de per-
mitirse el lujo de conceder a los aspirantes una ventaja inicial. A la postre, siempre conseguía
darles alcance y atravesarles, sin piedad, con su certera lanza.
Así estaban las cosas cuando hizo su aparición un nuevo pretendiente, Hipómenes12 , a
quien Afrodita había regalado unas manzanas de oro que le iban a ser de gran utilidad en el
transcurso de la carrera. Según unas versiones, tales manzanas procedían del santuario de la
diosa en Chipre, según otras del Jardín de las Hespérides, lo importante fue que sirvieron para
atraer la atención de la joven y brindar el éxito al tenaz aspirante. En el transcurso de la carre-
ra y en los momentos de mayor peligro, en los que se veía alcanzado por su ágil rival, dejaba
caer a sus pies una de las áureas manzanas. Ella, curiosa o ya enamorada de Hipómenes, se
agachaba a cogerlas, motivo por el cual perdió un tiempo precioso y su contrincante alcanzó
la victoria (fig. 43).
Convertidos en feliz matrimonio, Hipómenes se olvidó de agradecer, cumplidamente, la
ayuda que le había prestado Afrodita, por lo que la nueva pareja fue víctima de su venganza.
Para reposar, tras una larga cacería, entraron en un santuario rupestre de Kybéle y, allí, les
asaltó el deseo imperioso de satisfacer su amor; por lo cual, sin el menor reparo, se entregaron
a su pasión. Enfurecida la diosa por tamaño sacrilegio les transformó en león y leona, y les
unció a su carro para que, eternamente, tiraran de él, disponiendo, además, que desde aquel
instante los leones no pudieran copular entre sí13 .
Otra versión sitúa el lugar del sacrilegio en un santuario de Zeus y, en este supuesto, los
amantes fueron convertidos en dos leones machos, forjándose así la imagen que iba a impo-
nerse desde un punto de vista iconográfico.

El cortejo de Kybéle–Rea

Asociado a la Kybéle-Rea existió siempre un cortejo de ruidosos acompañantes, Coriban-


tes o Curetes, Dáctilos y Telquines, que, como fieles servidores, la ayudaron a la crianza de
sus hijos Zeus y Posidón, ambos salvados, al nacer, de la voracidad de Crono, gracias a su
astucia.
Crono, el Kumarbi griego14 , era considerado como el dios del tiempo, devorador de sus
propios hijos: los días, las horas, los minutos y los segundos, haciendo, por lo tanto, práctica-
mente imposible el presente. Nadie mejor que Goya interpretó la horrenda voracidad de Cro-
no (fig. 44). Tal vez fue el medio más expresivo que su genio encontró para manifestar el te-
rror que produce el inexorable paso del tiempo, especialmente cruel cuando sus efectos se
sienten en la propia carne.

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En el contexto del mito, sabido es que Crono devoraba a sus hijos, recién salidos del vien-
tre de Rea, para evitar que se cumpliese el oráculo que había anunciado su destronamiento a
manos de uno de sus directos descendientes, repitiéndose la historia que él había protagoniza-
do con respecto a su padre Urano. Tres hijas y un hijo había devorado ya, cuando Rea cansada
de parir en vano, dio a luz a Zeus en secreto, durante la noche, y engañó, después, a su mari-
do, dándole de comer una piedra envuelta en pañales en lugar del recién nacido. Crono, insa-
ciable, devoró el amasijo que se le presentaba, sin percatarse del cambio.
Con respecto al punto exacto donde se produjo el nacimiento de Zeus, dos son las tradi-
ciones más conocidas. Según la primera y más generalizada, el alumbramiento tuvo lugar en
Creta, en el Monte Egeo, en el Ida o en el Dicte. Según la otra, mantenida por Calímaco15 en
su "Himno a Zeus", en la Arcadia, junto a la fuente Neda16 , aún cuando él mismo reconoce
que la primera infancia del dios transcurrió en una cueva cretense donde su madre le dejó al
cuidado de Amaltea17 , las Ninfas y los Curetes.
Así, hace su aparición una variada saga de genios, de función polivalente, cuyas raíces
genéticas, a pesar de las transformaciones que han sufrido con el transcurrir del tiempo, pue-
den rastrearse en toda una serie de viejas estirpes de daimones, de carácter colectivo y autóc-
tono, de origen telúrico y rango inferior, de las que tenemos noticia no sólo por medio de las
fuentes clásicas, sino también a través de antiquísimos vestigios arqueológicos.
Brotados directamente de la tierra, sin necesidad de ningún tipo de fecundación, es decir,
huérfanos de padre, sello confesional de su remota antigüedad dentro de la tradición agraria
mediterránea, juegan un papel secundario, pero decisivo, en el proceso de la germinación del
grano y, por ende, en el de la vida misma. En la Edad del Bronce, este primario concepto neo-
lítico sufre una lógica reconversión y la fuerza energética de estos daimones ctónicos se va a
asociar con los procesos artesanales que marcan las líneas básicas de la economía de este pe-
riodo: la fundición y la cerámica. En ambos casos, la regulación del fuego será el factor mági-
co y catalizador del éxito.
Ya en el mundo creto-micénico, fueron frecuentes las representaciones de estos daimones
agrarios y artesanales, siempre considerados como servidores de la divinidad, pero capaces de
rebelarse, en condiciones adversas, provocando el caos. Valga como ejemplo una curiosa pla-
ca de nácar procedente de Faisto y hoy en el Museo de Heraclion. En ella aparece representa-
do un desfile de extraños personajes que, con cabeza de animal –macho cabrío o cerdo, asno o
pájaro– y llevando un cayado en su mano derecha, deben interpretarse como máscaras de un c
carnavalescas, o simbólicas manifestaciones de esos primigenios daimones, emanados de la
propia energía telúrica y capaces de favorecer o arruinar el destino del grano, en especial en el
momento de la siembra, ya que entonces depende de su capricho el que agarre o se pudra.
Representaciones de estos genios pueden verse, también, en un conocido fresco de Mice-
nas, en este caso con aspecto de asnos antropomorfos y pasantes, y en el magnífico sello áu-
reo de Tirinto (fig. 45) en el que estos personajes se engalanan con una bella casaca díptera
que les confiere el aspecto de elegantes y gigantescos insectos, o el de gallardos y escamosos
cocodrilos, según pareceres.
Más tarde, en la mitología clásica se agrupan en las conocidas estirpes de los Coribantes o
Curetes, Dáctilos y Telquines, de los que hablábamos antes, siempre al servicio de Kybé-

58
le-Rea, como protectores del tierno fruto de sus entrañas, lo que, en el fondo, no significa otra
cosa que la protección que todo brote de vida necesita, bien sea de dios, de hombre, de animal
o de espiga, para alcanzar su madurez.

Los Curetes.

Fueron los genios que se encargaron, en Creta, por orden de Rea, de la crianza y entrete-
nimiento del Zeus niño18 . Identificados con los Coribantes19 , remotos antecesores de los galli,
los sacerdotes de la Kybéle frigia 20 , se les tenía por jóvenes saltarines capaces de divertir con
sus cabriolas al divino infante. Más tarde, pasaron a ser representados como atléticos guerre-
ros que ejecutaban danzas marciales a la luz de encendidas antorchas, haciendo entrechocar
sus lanzas y escudos para evitar que Crono pudiera oír el llanto del pequeño dios. Con el
tiempo, su iconografía canónica quedó acuñada en la llamada "danza de los pirriquistas"21 , de
los que tenemos abundantes testimonios a través, principalmente, de fragmentos relivarios.
Como lejano antecedente podemos señalar un sello de Cnoso (fig. 45) donde se adivina, por el
fragmento conservado, un desfile de guerreros, protegidos por grandes escudos minoicos, en
forma de violín. Sin embargo, el ejemplo más elocuente es, sin duda, el que no ofrece el co-
nocido relieve del Vaticano (fig. 46) copia de un original ático de fines del siglo IV a.C., que
se conserva en el Museo de la Acrópolis de Atenas. Un pirriquista solitario aparece, también,
en la crátera de Sosibios, un hermoso vaso marmóreo neoático, del Louvre, junto con ména-
des, un tocador de doble aulós y las figuras de Hermes y Ártemis, todos ellos asociados, sin
demasiado rigor iconográfico, según es frecuente en este tipo de repertorios de taller.
Otras leyendas menos conocidas les conferían el don de la profecía y el mérito de haber
sido ellos los que habían revelado al rey Minos la forma en que podía devolver la vida a su
hijo Glauco.
En versiones más tardías se les consideraba originarios de Etolia y, con más frecuencia,
de Eubea. En este último caso se les presentaba como a siete hermanos22 , hijos de Combé y de
Soco. Junto a su madre padecían la persecución paterna y el exilio, hasta que conseguían ven-
garse de su cruel progenitor y regresar a su patria. A Combé se la solía llamar también Calcis
por atribuírsele el invento de las armas de bronce, las mismas que utilizaban sus hijos en las
danzas guerreras, entrechocando las lanzas con los escudos. Así, el cambio de oficio de los
Curetes quedaba justificado. De genios protectores o perjudiciales en el proceso de la germi-
nación del grano, pasaron a convertirse en los espíritus reguladores del fuego y la forja.
Como todos estos seres colectivos su fin fue trágico, ya que fueron fulminados por el rayo
de Zeus por haber contribuido a la perfecta ocultación que hicieron de Épafo, el hijo que había
tenido de Io, por encargo de la celosa Hera.

Los Dáctilos

59
Conocidos con el nombre genérico de "Dáctilos del Ida"24 , eran considerados como ge-
nios de origen cretense o frigio que al igual que los Curetes o Coribantes, aparecían, siempre,
en el cortejo de Kybéle-Rea, compartiendo con ellos el honor de colaborar en la crianza del
Zeus-niño. Su nombre hacía alusión, según algunas versiones, a su destreza o habilidad ma-
nual, sobre todo en lo referente al trabajo de la forja de los metales, según otras a que, en el
momento de ser dados a luz por Rea (o por una ninfa del Ida), sus manos, crispadas por el
dolor, dejaron una profunda huella en el suelo o en la roca, donde se clavaron sus dedos. Una
versión más amable y anecdótica les hacía aparecer como geniecillos nacidos del polvo que
las nodrizas de Zeus habían limpiado de entre sus dedos.
Por contraposición a los Curetes que eran tenidos por genios guerreros y de temperamento
ruidoso, los Dáctilos se creía que eran magos y, a ellos, se les atribuía la invención de los mis-
terios, núcleos básicos de carácter dramático, en todas las religiones agrarias del Mediterrá-
neo.
Unas veces aparecían en número de cinco, otras se hablaba de diez e, incluso, de cien. No
obstante, lo más frecuente es que se les considerase como un colectivo decimal, por ser diez
los dedos de la mano, compuesto por cinco varones y cinco hembras.
También se aseguraba que habían sido ellos los organizadores de los primeros juegos
olímpicos para divertir al pequeño Zeus y los que habían iniciado en la música al Paris ado-
lescente, en el Ida de la Tróade.

Los Telquines o Teljines

Eran genios que se tenían por oriundos de la isla de Rodas25 , nacidos de la Tierra y, según
algunas tradiciones, de su unión con el Mar (Ponto). En la infancia de Posidón jugaron el
mismo papel que los Curetes y Dáctilos en la de Zeus. Generalmente considerado más joven
que él, también fue librado por Rea de la voracidad de Crono, confiando su crianza a Céfira,
hija del Océano, y a los Telquines, con cuya única hermana, Halia26 , se casaría más tarde. De
esta unión nacería una hija, llamada Rodo, que daría nombre a la hermosa isla de Rodas.
A los Telquines se les atribuye la invención de las artes y el haber enseñado a los hombres
a esculpir estatuas en honor de los dioses. Por otro lado, como magos, se les confería la fa-
cultad de hacer llover, granizar o nevar, es decir, la regulación de todos los fenómenos acuo-
sos, definitivos en el proceso agrícola. En sus apariciones podían adoptar diversas formas,
aunque no eran muy partidarios de dejarse ver, ni de compartir sus secretos con nadie. Se de-
cía que, poco antes del diluvio, tuvieron el presentimiento de la catástrofe por lo que abando-
naron su isla natal para dispersarse por el mundo entero.
Se les solía representar en forma de seres anfibios o anguípedos, mitad terrestres, mitad
marinos, con la parte inferior del cuerpo en forma de pez o de serpiente, o con los pies palma-
dos. Su mirada podía ser terrible y acarrear grandes maleficios, por lo que se les atribuía la
capacidad de "echar el mal de ojo". Su delito más grave fue el de regar la isla de Rodas con
las aguas del Estige, el río letal de los infiernos, con lo que no sólo provocaron el envenena-

60
miento de la semilla de trigo, sino la total esterilidad de la tierra. Tal atrocidad provocó la ira
de los dioses y su total exterminio que, en este caso, corrió a cargo de las flechas de Apolo,
aunque no faltaba la versión que atribuía su fulminación a Zeus y su posterior precipitación al
fondo del mar.
Por último, como los genios integrantes del cortejo de servidores de Kybéle-Rea, hay que
citar a los Cabiros27 , quienes, según la tradición más antigua, habían asistido al nacimiento de
Zeus en la Acrópolis de Pérgamo. Divinidades mistéricas de orígenes muy confusos, y a veces
contradictorios, no podían ser nombrados impunemente, por lo que se les denominaba, gene-
ralmente, los Grandes Dioses. Los mitos que a ellos se refieren son escasos y su culto se in-
trodujo en Grecia a través de Samotracia, donde tuvieron su santuario principal. Muy favore-
cido por Filipo de Macedonia, alcanzó su momento de mayor esplendor en época helenística.
Eco de estos genios o daimones se encuentra aún en las tradiciones navideñas de la Grecia
actual. Herederos directos de todos ellos, a los cuales aún habría que sumar la estirpe de las
Ceres28 , son los Kalikantsaros29 que desde el 24 de diciembre hasta el 6 de enero, día del Bau-
tismo de Cristo en Grecia, afloran a la tierra y aburren a la buena gente con toda clase de dia-
bluras y bromas pesadas. Incorporados al acerbo del folklore popular, dentro del marco navi-
deño se han convertido en una especie de duendes populares y amables, protagonistas, sobre
todo, de representaciones infantiles en colegios y escuelas.

LA ASCENDENCIA DE REA/KYBÉLE
SEGÚN EL MITO OLÍMPICO DE LA
CREACN
Con el agua del
URANO mar engendra a
las ERINIAS

GEA

HECATON CÍCLOPES TITANES TITÁNIDES


QUIROS (Arges, (Océano, Ceo, (Tita, Rea,
(Briareo, Giges, Estéropes, Hiperión, Crío, Temis, Febe,
Coto) Brontes) Japeto, Crono) Mnemósine,
Tetis)

Kybéle y Gea

Consideradas, ambas, como la representación de la Gran Diosa-Tierra, tuvieron, sin em-


bargo, en el mundo griego, muy pocos puntos de contacto. Gea30 representaba un principio
puramente cosmogónico, generador de elementos primordiales a partir de los cuales se origi-

61
naron las sagas de los dioses. Según Hesíodo, nació después del Caos, antes que Eros y, sin la
participación de ningún elemento masculino, engendró a Urano, las montañas y el Ponto, el
elemento viril del mar. De su unión posterior con Urano, no nacieron dioses, sino fuerzas
primigenias representadas, principalmente por los Titanes y los Cíclopes. Asustado de su
fuerza, su progenitor los obligó a permanecer en las entrañas de su madre hasta que ésta, ayu-
dada por el benjamín de los titanes, Crono, consiguió la liberación tras el episodio, ya citado,
del destronamiento y emasculación de Urano. Se iniciaba así la segunda generación cósmica,
la engendradora de dioses.
Posiblemente la mejor representación de Gea, o al menos la más patética y conmovedora,
sea la que aparece en el gran friso del Altar de Pérgamo. Este célebre monumento31 fue erigi-
do por Eumenes II (197–159 a.C.) en honor de Zeus Soter (Salvador) y Atenea Nikéforo (por-
tadora de la victoria) para celebrar la derrota de los galos invasores en el 180 a.C. De grandes
dimensiones (37,60 × 34,60 m. en la base), tenía un gran friso de mármol de 112 m. de longi-
tud y 2,30 m. de altura, ornado con magníficos relieves en los que toda la fuerza cósmica de la
Gigantomaquia alcanzó su más dramática y grandiosa interpretación.
La Gigantomaquia, o lucha de dioses contra los Gigantes, fue un tema favorito de la plás-
tica griega, ya que los cuerpos anguípedos de los Gigantes favorecían los recursos estilísticos
de los escultores a la hora de rellenar las comisuras de los frontones o superficies que plantea-
ban problemas de composición. Por otro lado, la temática era, en sí, sugerente y utilizable con
fines propagandísticos y políticos siempre que se quería significar el triunfo del orden sobre
las fuerzas desatadas de la naturaleza, o lo que era lo mismo, la victoria sobre la barbarie del
enemigo invasor.
Los Gigantes, aunque de origen divino, eran mortales a condición de que su muerte se
produjera por el ataque de un dios y de un mortal a la vez, lo que propiciaba la unidad entre
dioses y hombres a la hora de luchar contra el desorden y el caos. Dentro del largo friso, Zeus
y Atenea son los protagonistas de las escenas principales que se sitúan en el lado oriental y en
las cuales también intervienen los otros dioses olímpicos. El resto de las divinidades se agru-
pan por razones religiosas y cósmicas. En el lado meridional aparecen los dioses del día y de
la luz, en el norte los de la noche y en los extremos y sobre la escalinata, Dioniso y los dioses
del mar.
Dentro del fragor de la batalla, Atenea aparece como la gran vencedora. Una níke se apre-
sura a ceñir sus sienes con la corona de la victoria, mientras mantiene asido por los cabellos a
Alcioneo, un corpulento gigante alado, inmovilizado por la serpiente de la diosa y, por lo tan-
to, sin la menor posibilidad de evitar la mordedura mortal del reptil en su pecho. Casi a los
pies de Atenea aparece Gea, de medio cuerpo, como una madre dolorosa, implorando, con su
mano levantada, compasión para sus hijos (fig. 47).
En el mismo friso también aparece la figura de Kybéle (fig. 48), montada a la grupa de un
león y llevando su gran pandero (o tímpano) en la mano izquierda, según iconografía que, por
tradición ancestral, surge en el Oriente helenístico y se generalizará en el mundo romano. La
aparición de ambas diosas en este mismo friso, cada una de ellas cumpliendo su papel, de-
muestra la clara diferenciación que entre ambas existía, dentro del contexto mitológico.

62
DESCENDENCIA DE GEA

sin Urano (el Cielo)


elemento Las Montañas
masculino Ponto (la Ola)

Océano, Ceo,
TITANES Crio, Hiperión,
Japeto, Crono.

Tía, Rea
TITÁNIDES Temis, Febe,
Mnemosine,Tetis
de Urano
(antes de la
mutilación)
Arges, Estéropes,
CÍCLOPES Brontes.

HECATÓN– Coto, Briareo,


GEA QUIROS Giges.

ERINIAS
de la sangre
GIGANTES
de Urano
NINFAS DE LOS FRESNOS

NEREO, TAUMANTE
de Ponto FORCIS, CETO,
EURIBIA

de Tártaro TIFÓN, EQUIDNA

de Poseidón ANTEO

de Océano (?) TRIPTÓLEMO (?)

Kybéle y Deméter

Deméter (fig. 49), hija de Crono y de Rea32 , fue considerada, sobre todo, como divinidad
de la tierra cultivada y en especial del trigo, el cereal básico de la cultura mediterránea. Con

63
su hija Coré o Perséfone 33 , habida de su unión con Zeus, formaba la divina pareja conocida
con el nombre de "Las Diosas". Su Santuario principal se encontraba en Eleusis, ciudad situa-
da a 22 km. al oeste de Atenas, donde anualmente se celebraban en su honor unos famosos
misterios, cuyo núcleo esencial era la dramatización del rapto de Perséfone por su tío Hades34 ,
el dios de los infiernos, para convertirla en su esposa, su posterior regreso a la tierra y el en-
cuentro con su madre, tras largas y conocidas peripecias, siempre asociadas al rotar de las
estaciones y la germinación de los cereales35 , en especial del trigo de cuyo cultivo y propaga-
ción quedó encargado el joven Triptólemo, al recibir la espiga sagrada (fig. 50).
Así pues, por ser ambas diosas de religiones mistéricas, Kybéle y Deméter guardaron
siempre estrechos vínculos de parentesco y hasta cabe atribuirlas un remoto origen común,
neolítico-anatólico. De hecho era frecuente verlas aparecer asociadas y con culto compartido
(fig. 32), aunque en Grecia los misterios eleusinos alcanzaron tales cotas de prestigio que de-
jaron muy en la sombra a los metróacos.
Dadas las similitudes de fondo existentes entre unos y otros, así como la influencia que
éstos últimos recibieron de aquéllos en su paso por Grecia, procede valorar brevemente las
semejanzas y diferencias existentes en sus expresiones litúrgicas.
A grandes rasgos y sin entrar en el análisis pormenorizado de los actos que día a día se
desarrollaban en las solemnes festividades eleusinas36 , puede decirse que las características
comunes fueron esencialmente dos: la dramatización, en ambos casos de su contenido míti-
co-doctrinal, y la exigencia de que sus devotos se sometieran a un proceso de iniciación, de
carácter oculto, quedando, de este modo, sacramentalmente separados del resto de los morta-
les, incluso más allá de la muerte. "¡Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra viven
que llegó a contemplarlos!" –se dice en el Himno Homérico–, y se añade: "Más el no iniciado
en los ritos, el que de ellos no participa, nunca tendrá un destino semejante, al menos una vez
muerto, bajo la sombría tiniebla".
De igual modo, las diferencias más notables también fueron dos: la primera era que en los
misterios eleusinos, las protagonistas del drama, madre e hija, eran del mismo sexo, por lo
que en la relación existente entre ambas primaba el más noble y puro de todos los sentimien-
tos, el amor materno-filial, descartándose todo componente de carácter fecundante y sexual,
que, en todo caso, corría a cargo de Hades, personaje que desempeñaba un papel secundario
dentro del drama sacro. Y la segunda es que, en sus celebraciones no hubo nunca el menor
atisbo de castigo o penitencias corporales, ni derramamientos de sangre expiatorios, rasgos
orgiásticos que caracterizaron, en cambio, el culto a Kybéle y que, muy probablemente, haya
que atribuir, como ya apuntábamos en su momento, a aportaciones de los pueblos tra-
co-frigios.
Aún cabe añadir, como matiz diferenciador, el que la iniciación a los misterios eleusinos
se realizase en dos fases o grados, en momentos coincidentes con los dos ciclos
transcendentales del año agrario: al inicio de la primavera y en el otoño, mientras que las
Attideia sólo tenían lugar una vez al año y siempre en primavera.
Las Pequeñas Eleusinas se celebraban en el mes de febrero (Anthesterion), en el santuario
de Deméter y Coré en Agra, lugar situado en las afueras de Atenas, en la orilla izquierda del
Illiso, para conmemorar el momento entrañable en que Deméter recuperaba a su hija y en

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consecuencia, la vida florecía por doquier sobre la faz de la tierra. Sin esta previa iniciación
no se podía participar en las Grandes Eleusinas, del mes de septiembre (del 13 al 23 de Boe-
dromión), cuyos actos transcendentales y herméticamente secretos se desarrollaban en el ni -
terior del Telesterion las noches de los días 20 y 21 de Boedromión, llamadas "Noches de los
Misterios".
De lo que sucedía en el interior del sagrado edificio nada se sabe con seguridad, ya que
sus puertas se abrían únicamente para los iniciados, quienes siempre cumplieron con el jura-
mento del sagrado silencio (sevba"). Sin embargo, todo hace suponer que los asistentes pre-
senciaban y participaban en el drama sagrado de la desaparición y vuelta a la tierra de Persé-
fone, incluidos todos los episodios de la dolorosa búsqueda de Deméter, su terrible cólera, la
enseñanza a los hombres del cultivo del trigo y la celebración de sus misterios. Los efectos de
tinieblas y luz, entre los que se desarrollaba la representación mistérica, el sentido escatológi-
co de las fórmulas rituales y todo el largo proceso de preparación de los mystes provocaban
las sensaciones pretendidas: pasar de la angustia y el miedo a la muerte, a la sublime esperan-
za de una bienaventurada resurrección.
Los misterios eleusinos merecieron, a lo largo de su dilatada historia37 , el más profundo
respeto no sólo por quienes en ellos se hicieron iniciar: héroes, reyes, estrategas, emperadores
romanos y hombres ilustres de toda la antigüedad pagana, sino también por todos aquellos
que, movidos por la curiosidad, intentaron penetrar en su conocimiento. Valga como ejemplo
el testimonio de una personalidad tan ponderada y objetiva como la de Cicerón, quien siempre
se refirió a dichos misterios con un profundo respeto: "En ellos –dice– hemos aprendido no
tan sólo a vivir felices, sino también a morir con esperanza". Y en otro pasaje afirma: "Son lo
más grandioso que ha creado Atenas".
Los griegos tuvieron siempre clara conciencia de la gran fuerza espiritual de su contenido,
hasta el punto de que llamaban a Eleusis "el santuario común de la tierra", y los romanos que
por su carácter eminentemente práctico no fueron creadores de religiones mistéricas, sino
simples y poco convencidos receptores fueron, en este caso, capaces de captar su hondo signi-
ficado no sólo religioso, sino también cultural y social. Así, cuando el procónsul romano
Praetextus se dirigió por carta al emperador cristiano Valentiniano I, en pleno siglo IV, a raíz
de haberse prohibido todos los misterios nocturnos44 , no pudo menos de prevenir a su señor:
"La vida se haría un fastidio para los helenos si se les prohiben estos misterios sacratísimos
que unen al género humano". Advertencia que demuestra la fina intuición psicológica de este
personaje y que, por supuesto, no fue tenida en cuenta.
Vemos pues que Kybéle y Deméter, en su vertiente de madre-tierra, están muy cerca, en
el fondo, una de otra, aun cuando en Grecia Kybéle fuera asociada a Rea, como madre de dio-
ses, y, por lo tanto, madre de Deméter, quien en el Himno Homérico es llamada "la hija de
Rea de hermosa cabellera". Como madre comprensiva, Rea es, a la postre, quien acude como
intermediaria entre "Zeus tonante", el "Cronión amontonador de nubarrones" y "Deméter la de
oscuro peplo", ofreciendo el pacto que al final convenció a todos: que Perséfone permaneciera
la tercera parte del año junto a su esposo y las otras dos, junto a Deméter.

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Kybéle y Tique

No puede cerrarse la serie de divinidades femeninas griegas con las cuales Kybéle com-
partió funciones y atributos sin hablar de Tique (Tuvch), más tarde identificada con la Fortuna
romana, ya que con ella compartió importantes rasgos iconográficos, sobre todo el de lucir en
su venerable cabeza corona torreada, por su condición de diosa poliada, es decir, protectora de
la ciudad. Este detalle es particularmente significativo en el caso de nuestra Cibeles madrile-
ña, ya que, curiosamente, más se la considera patrona de la ciudad, depositaria de su llave
maestra, que como gran diosa madre o celosa amante del joven Atis, desconocido para la in-
mensa mayoría de los madrileños.
La Tique, en el mundo greco-romano fue una pura abstracción, una divinidad que carecía,
por lo tanto, de mito. No aparece en los poemas homéricos, pero desde el siglo IV a.C. empe-
zó a jugar un papel importante, ya que no había ciudad de cierta relevancia que no tuviera su
propia Tique, suerte de diosa patronímica, símbolo representativo y providencia de la misma.
Sin embargo, su momento de apogeo lo alcanza en época helenística y romana 38 .
En Roma, la introducción de su culto se atribuye a Servio Tulio. Se contaba que la diosa
había mostrado por él una inclinación amorosa que le llevaba a visitarle con frecuencia, intro-
duciéndose en la real mansión por una ventana. Tal leyenda hizo que en los templos dedica-
dos a la Fortuna estuviera siempre la estatua de dicho rey39 .
La Fortuna romana era invocada con distintos apelativos según los casos en que se solici-
taba su gracia: Redux, para impetrar el feliz retorno de un viaje o campaña militar, Publica,
Huiusce Dei, la suerte cotidiana, etc. Bajo el Imperio cada emperador tuvo su propia Fortuna,
encargada de su protección y de regir su destino40 .
Se la representaba como una divinidad femenina sedente o de pie, con cabeza torreada, a
veces ciega, en ocasiones con el cuerno de la abundancia, y otras con un timón, para significar
que dirigía el rumbo de la vida humana. Se hacía acompañar, además, de otros detalles parti-
culares alusivos al nombre y características de cada ciudad.
De entre todas ellas destaca por su empaque y belleza la Tique de Antioquía, del Museo
Vaticano, prototipo por excelencia de tal divinidad (fig. 38). Se trata de una copia en mármol
de un original en bronce de hacia el 290 a.C., obra del escultor Eutikides, discípulo de Lisipo
y que debió alcanzar una gran celebridad, ya que mereció ser citada por Pausanias: "Eutikides
de Sicione, discípulo de Lisipo, hizo una estatua de Fortuna para los sirios que viven en el
Orontes y que la tienen en un gran honor"41 .
La divinidad tutelar de Antioquía aparece sentada sobre una roca, envuelta en un manto
de majestuosos pliegues y ciñendo su cabeza por alta corona mural. Lleva una gavilla de trigo
en la mano derecha y a sus pies aparece, de medio cuerpo, la figura de un adolescente que
representa al río Orontes.
La estatua de Eutikides debió convertirse en un modelo muy copiado como puede apre-
ciarse por las representaciones de ciudades tan lejanas como las fronterizas de Palmira y Dou-
ra-Europos, que aparecen asociadas en una de las pinturas que adornan la Tribuna de Terencio
en la ciudad de Doura-Europos.

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El templo de Kybéle-Rea: el "Metroon"

El templo que, en Grecia, se dedicó a Kybéle-Rea, como madre de dioses fue el Metroon,
edificio venerable que no faltaba en casi ninguna ciudad de cierta importancia y menos en los
famosos santuarios panhelénicos en los que mereció siempre un lugar de honor. En ellos, por
encima de todo, la divinidad a la que se rendía culto era a la gran diosa-madre prehelénica, de
raíces ancestrales e indiscutible cordón umbilical de la religiosidad mediterránea. Conscientes
de la gran fuerza tradicional de dichos templos, aún en épocas en que ya pocos creían en los
dioses, los romanos reutilizaron muchos de ellos para convertirlos en templos dedicados al
culto al emperador, y por ende a Roma, meta primordial de su política imperialista. Por enci-
ma de todo, lo que importaba era la sacralidad popular de este tipo de edificios y su transfe-
rencia al nuevo propósito.
En la propia Atenas, fueron famosos el Metroon del Ágora y el del Pireo, de los cuales
proceden una notable colección de estatuas, relieves, etc., tanto de la diosa, como de Atis,
recogidos por Vermaseren en el tomo II de su gran obra dedicada a los dioses frigios42 .
Según dicho autor, a tenor de las excavaciones realizadas poco antes de la segunda Guerra
Mundial por Horner A. Thompson43 , la historia del Metroon del Ágora de Atenas pasó por
tres fases claramente diferenciadas. En la primera, a comienzos del siglo V a.C. fue cuando se
construyó el primer templo a la derecha del viejo Bouleuterion. Era un pequeño templo de
unos 30 m2 que, casi a raíz de su terminación fue destruido por los persas (480 a.C.). Este
templo no volvió a edificarse, por lo que apenas si quedan vestigios del mismo. La estatua de
la diosa se trasladó al Bouleuterion que también hacía las veces de Archivo del Estado.
La segunda se remonta a finales del siglo V a.C. cuando se construyó un nuevo Bouleute-
rion, ya concebido en hemiciclo, como Sala de Asambleas, mientras que el antiguo siguió
usándose como Archivo del Estado y templo provisional de la famosa estatua que de la diosa
había hecho Fidias y que la mayoría de los autores atribuyeron a su discípulo Agorákritos. La
presencia de tan famosa imagen, con la que la diosa Kybéle se helenizó para siempre, deter-
minó que, a la larga, este edificio pasara a ser conocido como Metroon.
La tercera y última etapa coincide con el tercer cuarto del siglo II a.C., ya en plena época
helenística que fue cuando se construyó un nuevo Metroon, un edificio destinado a tal fin,
con cuatro dependencias, de las cuales, la segunda pudo ser la que hizo las veces de templo,
mientras que las otras dos adyacentes debieron usarse como archivos. La cuarta, más amplia y
septentrional del conjunto, con patio porticado y un altar en su centro, se piensa que pudo ser
una residencia oficial. Estos edificios fueron destruidos por los invasores en el 267 a.C.
Charles Picard, entre otros, no están, sin embargo de acuerdo con la tesis de Thompson y
sostiene que el verdadero Metroon del Ágora fue un edificio, en forma de templo, que estuvo
tras el conjunto arquitectónico de época helenística que acabamos de descubrir. En su opinión
el llamado viejo Bouleuterion fue un Telesterion, y el conjunto helenístico el nuevo Bouleute-
rion, cuyo edificio norte se destinaría a Pritaneo. Asimismo, sostiene que el culto a Kybéle no

67
se introdujo en Grecia antes del 430 a.C., por lo que debe pensarse que la estatua del Metroon
tuvo que ser obra de Agorákritos y no de Fidias44 . De lo que no hay duda es de que en este
sector occidental del Ágora se alzó el más célebre Metroon de Atenas y del cual se han halla-
do numerosos vestigios esparcidos por dicha área: fragmentos arquitectónicos, tegulae, vasos
de ofrenda, kernoi y efigies de Kybéle y Atis como ya hemos dicho, y que hoy se encuentran
en el Museo del Ágora.
Mientras que este Metroon del Ágora hay que asociarlo con un culto de tipo estatal, el
existente en el Pireo, del que también son muy numerosos los vestigios existentes, aún cuando
no se pueda precisar el sitio exacto donde se levantó, fue un santuario de tipo privado, funda-
do por los inmigrantes frigios y orientales en el siglo IV a.C., época en que proliferaban en el
territorio del famoso puerto. Aquí hay que pensar en manifestaciones religiosas más de tipo
popular, más cerca del culto a Kybéle que al de Rea. Los misterios frigios, como tal, no fue-
ron aceptados hasta el siglo III a.C. (entre 284 y 246). Fue entonces cuando los griegos forma-
ron los primeros "orgeones" o asociaciones que elegían a una sacerdotisa anual. No había sa-
cerdotes, sólo "epimeletai" o supervisores, un tesorero y un secretario. Estas asociaciones o
cofradías adoptaron a Atis dentro de su culto, pero no a los "galloi" ni a los "metragyrtai".
Noticias de un cargo sacerdotal masculino no se tienen hasta el año 163-64 d.C., en plena
época de los Antoninos.
De la mayoría de los monumentos dedicados a Kybéle y a su culto, procedentes de la zo-
na del Pireo, se desconoce el lugar exacto de su hallazgo, por lo que es difícil precisar el em-
plazamiento concreto del Metroon. En 1855, en el transcurso de la guerra franco-rusa, fue
excavado por soldados franceses un santuario sito en el mismo puerto del Pireo y del cual
volvió a ocuparse, en 1915, Etienne Michou45 , sin poder llegar a conclusiones definitivas.
Más tarde, ya en 1971 en Moschaton, estación del ferrocarril Atenas-Pireo, se descubrió otro
pequeño templo con estatua cultual. La mayoría de todos los hallazgos efectuados dentro de
esta zona se encuentran, actualmente, en el Museo del Pireo.
Los puntos dentro de la propia región del Atica, del Peloponeso, de Grecia Continental e
islas, que han proporcionado vestigios del culto a Kybéle y en los que posiblemente existieron
templos a ella dedicados son muy numerosos. Vamos a destacar, únicamente, como ejemplos,
el de Olimpia y el de la isla de Delos.
El Metroon de Olimpia fue comentado por Pausanias46 . Estaba situado en el ángulo no-
roeste del Altis y de él sólo quedan parte de lo que fueron sus cimientos ya que sus materiales
de construcción fueron utilizados en el tramo norte de la muralla que se levantó, en su día,
para proteger el templo de Zeus de los ataques de los bárbaros. Era un templo dórico hexástilo
(6 x 11 columnas), con pronaos, cella y opistodomo, construido en el primer decenio del siglo
IV a.C., y que en el periodo romano fue dedicado al emperador Augusto. Según sabemos,
también por Pausanias, existía un altar consagrado a la Madre de los Dioses en el lado occi-
dental del templo47 . El mismo autor también habla de otro Metroon, sito en las fuentes del río
Alfeo que todavía no ha sido descubierto48 .
En cuanto al Metroon de la isla de Delos, ha sido identificado con el llamado "templo C",
cerca del dromos del Serapeum. Como en el caso de Atenas y en el de Olimpia, parece ser que
sirvió, también, como Archivo del Estado.

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Para terminar, diremos que las imágenes más antiguas de la diosa, fechadas en el siglo VI
a.C., proceden de Chipre, donde es evidente que su culto debió alcanzar una gran importancia.

NOTAS

1. Hipocnate de Éfeso (poeta s. VI a.C.). Cƒ. Fragm. 12, edic. Bergk, PLG, 460.

2. Píndaro (522-488 a.C.), famoso por sus Odas, divididas en cuatro libros correspondientes a las victorias que
en ellos celebra, alcanzadas en los juegos olímpicos, píticos, nemeos e ítsmicos. Cƒ. Frag. 79, 80, 95 (edic.
Bergk), y Pyth., 3, 78; Pausan., 25, 3.

3. Apoll., Rh., Arg. I, 1098 y ss.; Strab. X, 3, 12 p. 469; XII, 5, 3, p. 567; Aristoph., Aves, 875; Lucr. II, 598 y
ss.; Ov. Met., X, 686; Plin. VIII, 16.

4. Los Himnos Homéricos son 27 composiciones cortas en hexámetros y seis más largas que fueron transmitidas
en una colección, junto a otros, atribuidos a Orfeo, Calímaco y Proclo. Pertenecen a fechas muy distintas que
van desde el siglo VIII al VI a.C., y se tienen por los más antiguos los dedicados a Deméter (495 versos),
Apolo (546) y Afrodita (293), y por el más reciente el de Hermes (580). Lingüísticamente están emparenta-
dos con la Ilíada y, más aún, con la Odisea. Cƒ. Bernabé Pajares, Alberto, Himnos Homéricos. Batrocomio-
maquia, Madrid, 1978.

5. Reva, Iliada., XV, 187; Hes., Teog., 453 y ss.; Apollod., Bibl. I, 1, 3; Diod. Sic. V, 66 y ss.; Paus. VIII, 8, 2;
Lucr., De re. nat.. II, 629; Virg., En. IX, 83.

6. Oujranov", es la personificación del Cielo y el elemento fecundante de su propia madre, la Tierra, Gaia, a la
que cubre por entero y de la que es su única medida. Fue destronado y emasculado por Crono, uno de sus
hijos, quien arrojó sus testículos al mar. Recuérdese el mito del dios hitita Kumarbi.

7. Sifnos, isla jónica de las Cícladas que, a fines del siglo VI a.C., dedicó un famoso Tesoro en el santuario de
Delfos.

8. Los Gigantes nacieron de Gea, al contacto de la sangre de Urano en el momento de ser mutilado por su hijo
Crono.

9. Con frecuencia atribuida, por error, a Agorákritos.

10. Cƒ. el capítulo "Cybele en Roma"

11. !Atalanvth, célebre heroína griega vinculada tanto al círculo de leyendas arcadias, como beocias. Así, unas
veces aparece como hija de Yaso y Climine, y otras, como de Atamante y Temisto. Cƒ. Ruiz de Elvira, A.,
Mitología Clásica. Madrid (1984), pp. 331-335.

12. Hipómenes (@Ippomevnh") aparece como hijo de Megareo y Mérope, sin embargo, identificado como Mela-
nión, se le considera hijo de Anfidamante, hermano de Yaso y, por lo tanto, primo hermano de Atalanta.
Teocr. III, 40; Ov., Met. X, 560.

13. Parece ser que era creencia extendida que los leones no se unían entre sí, sino con leopardos, en virtud de
este castigo, impuesto por Kybéle, con el consenso de todos los dioses.

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14. Cƒ. el capítulo de "Atis, el joven dios de la vegetación".

15. Calímaco fue un célebre poeta griego del siglo III a.C. Sus elegías, género en el que destacó sobre todos los
poetas contemporáneos, sirvieron de modelo a los romanos, en especial a Propercio. Puede, además, ser con-
siderado como el fundador de la Historia de la Literatura griega por sus obras críticas. Cƒ. Himno a Zeus, 15 y ss.

16. Rea dio el nombre de Neda a la fuente que esta ninfa, la primogénita de Océano, hizo brotar de la roca, cuan-
do la diosa imploró el auxilio de su madre Gea, para poder bañar a su hijo recién nacido, ya que, por aquel
entonces, no había ríos en la Arcadia. Cerca de dicho lugar se levantó, más tarde, la ciudad de Lepreo.

17. !Amalqeia, es la nodriza de Zeus y aparece tan pronto como una ninfa, como la propia cabra que le amaman-
tó. Parece ser que el animal suministrador de leche era Aix (la cabra), un ser de aspecto horripilante, descen-
diente de Helio (el Sol) que Gea tenía oculto en las profundidades de la Tierra. Con la piel de cabra muerta se
haría Zeus la égida, un escudo de cuya valía pudo percatarse en su lucha contra los Titanes. También era fa-
moso el episodio en el cual, Zeus, jugando, rompió el cuerno de la cabra y se lo regaló a Amaltea con la pro-
mesa de que se llenaría de cuantos frutos deseara. Es el llamado cuerno de la abundancia o de Amaltea.

18. KourhÖte"; kouvrh"-hto" = joven, mancebo. Cƒ. Grimal, P., Diccionario de Mitología Griega y Romana,
Barcelona, 1984, p. 122.

19. Koruvbante" = sacerdotes de Kybéle; korubantiavw = estar agitado con el furor de los Coribantes;
kovrumbo"-ou = cumbre de una montaña, borde de una tumba, adorno en la extremidad de la proa.

20. Cƒ. el capítulo "Los sacerdotes de la Magna Mater".

21. Así llamada por atribuir su invención a Pírrico (Puvrrico"), un curete de Creta de los que velaron al Zeus
niño, o un personaje laconio de oscura filiación, según versiones. También se le atribuye a Pirro (Puvppo"),
es decir, el "Rubio", como era apodado Neoptólemo, el hijo de Aquiles, según unos por su rojiza cabellera,
según otros porque, pronto a la ira, sus mejillas se encendían con mucha frecuencia. En griego, puÖr-purov" =
fuego, siempre presente en las antorchas que presidían sus danzas guerreras.

22. Sus nombres eran Prymneo, Mimas, Acmón, Damneo, Ocythoos, Idaeo y Meliseo. Meliseo (Melisseuv") es
nombre de origen preindoeuropeo y muy frecuente en Creta. En griego Mevlissa o Mevlitta, significa abeja.
En la mitología también se habla de un rey Meliseo que reinaba en Creta cuando se produjo el nacimiento de
Zeus. Tuvo dos hijas, Amaltea y Melisa, a quien Rea confió la crianza del niño (leche y miel) y pasaba por
haber sido el primer mortal en ofrecer sacrificios a los dioses.

23. Io (!Iwv ), transformada en vaca por la enfurecida Hera, anduvo errante por toda la tierra hasta encontrar refu-
gio a orillas del Nilo donde alumbró a su hijo Épafo (#Epafo"), que fue ocultado por los Curetes en Biblo,
donde al final llegó a encontrarle. Madre e hijo volvieron a Egipto y allí se casó, más tarde, con Menfis, hija
del río Nilo; tuvieron por hija a Libia que dio el nombre al país vecino. De nuevo encontramos aquí el mito
del hijo perdido y encontrado. Io en Egipto fue identificada con Isis, la gran madre.

24. Davktuloi. Grimal, P., Diccionario de Mitología Griega y Romana, Barcelona, 1984, p. 124.

25. TelciÖne". Grimal. P., Diccionario de Mitología Griega y Romana, Barcelona, 1984, p. 449.

26. Halia (!Alia) representa el elemento salado del mar; en griego a[l" = sal.

70
27. Kavbeiroi, nombre derivado del semítico Kabirim, que significa poderosos. Las versiones sobre sus orígenes
son variadas. Predomina la que les hace descender de Hefesto y Cabiro. Cƒ. Grimal, P. op. cit. p. 77.

28. Las KhÖre" eran las hijas de la noche, representantes del destino individual en el momento de la muerte,
sobre todo cuando esta sobrevenía en guerra o accidente violento. Aparecían en el campo de batalla, en forma
de tétricas aves de rapiña, desgarrando cadáveres y bebiendo su sangre. Representan los horrores de la gue-
rra.

29. Cƒ. Cuthbert Lawson, J., Modern Greek Folklore and Ancient Greek Religion, 1984, p. 195.

30. GaiÖa. Hes., Teog., 116 y ss.; Apollod., Bibl., I, 1,1 y s.; I, 5,2; II, 1,2; Eur., Fragm. de Crisipo, ap. Fragm.
Trag. Gr (Nauk) p. 497; Lucr., De Rer. Nat. I, 250 y s; II, 991 y s.; Virg. Gerorg. II, 325 y s.; Plat., Rep. II,
377 e y s: Cic., De Nat. Deor. II, 23,63 y s.

31. Restaurado en el Museo de Berlín.

32. Dhmhvthr, como su nombre indica es la tierra madre (DaÖ, vocablo prehelénico que significa tierra, y Mhvthr,
madre).

33. Core (Kovrh), que significa la muchacha o doncella, también fue llamada Perséfone (Persefovnh). Más tarde,
como Proserpina, su culto fue introducido en Roma con el de Dis Pater (asimilado a Hades) en el 249 a.C.,
celebrándose en su honor los Juegos Tarentinos, así llamados por el lugar en que se desarrollaban denomina-
do Tarentum, sito en el Campo de Marte. Cƒ. Grimal, P., Diccionario de la Mitología Griega y Romana,
Barcelona, 1984, p. 456.

34. Hades ($Aidh"), Plutón (Plouvtwn) o Aidoneo (!Aidwneuv"), era hijo de Crono y de Rea y, por lo tanto, her-
mano de Zeus y Deméter. Hades significa el invisible y se procuraba no mencionar su nombre para evitar su
ira. Por ello se prefería llamarle Plutón, el rico, haciendo alusión a las riquezas inagotables del interior de la
tierra. Como acabamos de ver, en el mundo romano fue asimilado a Dis Pater, dios del mundo subterráneo.

35. Ov., Fast. IV, 419-618; Met. V, 346, 671 y 642-661; Apolod. I, 5, etc. Cƒ. Bernabé Pajares, Alberto, Himnos
Homéricos. Batracomiomaquia, Madrid, 1978, p. 64 y ss.

36. Binachi, U., The Greek Mysteries, 1976; Foucart, P., Les Mysteres d'Eleusis, 1914; Milonas, G., The Hymn to
Deméter and her Sanctuary at Eleusis, 1942; Nillson, P.M., Greek Popular Religion, 1940; idem., Die Eleu-
sinische Religion Antike, 1942, etc.

37. Los restos de un megarón micénico demuestran que ya en tan remota época Deméter contaba con un lugar
cerrado para la celebración de los misterios. El momento de esplendor del santuario fue el siglo V a.C., des-
pués del incendio provocado por los persas y su posterior reconstrucción. En el 396 fue definitivamente des-
truido por los godos de Alarico, después que en el 380 Teodosio II (379–95), al recibir el bautismo y declarar
el cristianismo religión del Estado, prohibiera la celebración de los cultos paganos.

38. Bouché-Leclercq, en Rev. Hist,. Rel., XXIII (1891), P. 273 y ss.; Allegre, F., Etude sur la déesse Grecque
Tyché, Lyon, 1889.

39. Ov., Fast. VI, 573 y ss.; Plut., De Fort. Rom.; Quaest. rom., 36.

40. Dumezil, G., Les Mythes romains, III, Servius Tullius; Passerini, A., Il concetto antico di Fortuna, Ph., 1935,
pp. 90–97.

71
41. Paus. IV, 30, 4.

42. Vermaseren, M., J., Corpus Cultus Cibelae Attidisque. II Graecia atque insulae. Leiden, 1982.

43. Thompson, H., A., The Athenian Agora. A Guide to the Excavation and Museum. Atenas, 1962.

44. Picard, Ch., La Complexe Metroon-Bouleutérion-Prytanikon á l'Agora d'Athenas, en RA 12, 1938, pp.
97-101.

45. Michou, E., Buste de Mélitiné, prêtesse du Metroon du Pirée, en M.S.A.F. 75, 1915-1918, pp. 91–129.

46. Paus. V, 20, 9.

47. Paus. V, 14, 9.

48. Paus. VIII, 44, 3.

72
X
Cybele en Roma

La Segunda Guerra Púnica


y la gran crisis religiosa del siglo III a.C.

La entrada en Roma de la diosa Cybele, la Magna Mater deum Idaea, tuvo lugar el 10 de
abril del año 204 a.C., en uno de los momentos más críticos de la segunda Guerra Púnica. El
suelo italiano sufría la invasión de los ejércitos de Aníbal y nada hacía presumir que, tan sólo
dos años después, el gran caudillo cartaginés sería aniquilado militarmente por Escipión en la
celebrada batalla de Zama.
La situación había sido tan desesperada que se decidió consultar a los Libros Sibilinos1 ,
buscando en ellos una solución de emergencia, un puente de esperanza capaz de levantar los
decaídos espíritus. Y hay que reconocer que, en este caso, tuvieron un rotundo acierto. Razo-
nes de política internacional se sumaron a las de orden interno y la respuesta que dieron fue
clara y concisa: la expulsión del invasor y su derrota sólo sería posible si se enviaba a buscar
la venerada "Piedra de Cybele", la cual ya no estaba en su primitivo santuario de Pesinunte,
sino en el Metroon de Pérgamo. Seguido el consejo con puntual obediencia, lo cierto fue que
Italia se vio libre del invasor y recogió, tres meses después de la llegada de la diosa a Roma,
una de las más espléndidas cosechas conocidas.
Según otra versión, la consulta oficial se hizo al Oráculo de Delfos. Cinco de los más no-
tables personajes de la República que visitaron el célebre santuario, recibieron una respuesta
similar: «el rey Atalo procurará que los romanos obtengan lo que desean y la gran diosa
transportada a Roma, deberá recibir la hospitalidad de los más virtuosos ciudadanos»2 .
Los hechos, así narrados y aún siendo básicamente ciertos, sorprenden por su ingenuidad.
Sin embargo, es fácil suponer que, tras su aparente simplicidad, existían razones de gran peso
y graves problemas a los que Roma tenía que dar respuesta.
La situación interior del país era desoladora y las viejas fórmulas de la religiosidad roma-
na inoperantes. La progresiva helenización de Roma, sobre todo en las capas altas de la socie-
dad había provocado profundas grietas en la religión oficial del Estado, hasta el punto de que
eran muy pocos los que en ella creían.
La crisis religiosa de fines de este siglo III a.C., al igual que la del otro siglo III d.C., co-
mo luego veremos, propició la introducción y difusión de cultos foráneos y orientales, lo que,
en ambos casos, favoreció la popularidad y propagación del culto a Cybele.
Roma no había podido evitar, en su proceso de expansión, la entrada de nuevas corrientes
filosóficas3 que resquebrajaron los cimientos de su sólida moral tradicional basada, esencial-
mente, en la práctica a ultranza de la virtus, el respeto a las mores maiorum y las pietas erga
deos. Pese a todo, el abandono definitivo de la religión oficial, de carácter eminentemente

73
práctico (do ut des) se produjo, precisamente en el transcurso de la segunda Guerra Púnica. La
ocupación cartaginesa del suelo italiano, las repetidas derrotas sufridas por las legiones, hasta
entonces vencedoras, pusieron de manifiesto que la "negociación" con los dioses, por medio
del escrupuloso cumplimiento de los sacrificios en su honor ya no daba resultado.
Esta falta de soporte espiritual trajo como consecuencia una total relajación de las cos-
tumbres tradicionales y estrictas. Incluso entre la clase patricia se desechó la práctica del ma-
trimonio formal (confarreatio) por el de simple compra (coemptio), lo que equivalió a susti-
tuir el matrimonio religioso por el civil; se generalizó el divorcio, con lo cual la institución
familiar sufrió un serio perjuicio; se dejó de respetar el descanso en los días de fiesta, y los
sacrificios a los dioses, cuando se celebraban, se confiaron en manos de esclavos. Asimismo
dejaron de interesar los augurios, faltos de toda autoridad y credibilidad, ya que por haber
pasado a ser dominio de gentes plebeyas y sin formación no podían utilizarse con fines políti-
cos, ni como argumentos de presión estatal.
Dentro de este panorama de frialdad y atonía religiosa, del que da elocuente testimonio
Ennio: «Sin duda yo creo que los dioses existen, pero no se preocupan de este mundo»4 , no es
de extrañar que los espíritus religiosos pusieran sus esperanzas en las más cálidas experiencias
y reconfortantes promesas que ofrecían los cultos orientales, los cuales, con todo su bagaje de
componentes emocionales, ya se habían filtrado a través de las profundas fisuras que aquella
Segunda Guerra contra Cartago había abierto en el tejido social de Roma.
En crisis la religión estatal se dio entonces, como ha sucedido siempre en circunstancias
similares, un recrudecimiento de toda suerte de viejas y nuevas supersticiones que no tardaron
en extenderse como irreparables manchas de aceite. «Se hubiera dicho –comentaba Tito Li-
vio– que los hombres y los dioses hubieran cambiado de repente; no solamente en la intimi-
dad de las casas, sino también en el Capitolio y hasta en el Foro, se abandonan los ritos roma-
nos»5 . Lo novedoso era adorar a los dioses importados desde Grecia o Asia, enviar emisarios
a Delfos para consultar el prestigioso Oráculo y hacer sacrificios graeco ritu, como denuncia-
ban, sin el menor éxito, los patricios moralistas, añorantes de las viejas tradiciones de pura
cepa romana.
Junto a todo esto, no puede olvidarse el hecho de que, por razones de política internacio-
nal, la alianza entre Pérgamo6 y Roma, era, en aquellos momentos, muy conveniente para
ambas partes. Atalo I necesitaba el apoyo de Roma no sólo para poder mantener el prestigio
de su reino en Asia frente al poder de los Seleúcidas, sino también para contener la presión de
los Gálatas. A tal fin, nada mejor que ofrecer a cambio, como testimonio de amistad, el vene-
rado ídolo, la "Piedra Negra", encarnación de la Magna Mater que ya, por entonces, se encon-
traba en el Metroon de Pérgamo. Posiblemente había sido trasladada desde Pesinunte por el
propio Atalo, quien en su lucha contra Antioco Hierax de Siria, aliado con los Gálatas, consi-
guió la victoria tras numerosas batallas mantenidas entre los años 230–228 a.C., incorporando
a sus estados parte de Frigia y Lidia.
Roma cubría con este tratado, rubricado por la cesión y traslado a la ciudad del Tíber del
famoso y viajero aerolito, dos importantes objetivos: intentar mitigar el desencanto reinante
ante el abandono de los dioses tradicionales, y, al mismo tiempo, establecer un estrecho vín-

74
culo con los Atálidas de Pérgamo, reino helenístico que, desde entonces aliado y amigo, se le
incorporaría, por legítima herencia, en el 133 a.C.
Por su parte, los sacerdotes de Pesinunte, que como se recordará formaban una rica e in-
fluyente corporación, no tuvieron más remedio que refrendar la decisión de Atalo, ya que su
situación no les permitía rebeldías gratuitas. Rodeados por los Gálatas que pretendían hacer
de Pesinunte una de sus capitales, estaban obligados a contar con la protección de Pérgamo.
El caso fue que se entregó a los emisarios romanos la "Dama Negra" y es de suponer que
los consternados galli persuadirían a los fieles devotos de que aquella cesión no era una ac-
ción sacrílega, y de que, a pesar de la distancia la presencia espiritual de la diosa se manten-
dría viva en las riberas del Sangario, como de hecho venía sucediendo desde su anterior tras-
lado a Pérgamo.
Dejando a Cybele en camino, veamos, antes de relatar su llegada a la ciudad del Tíber,
cuáles fueron y en qué circunstancias entraron en Roma los principales cultos orientales que
la precedieron.

La entrada de los cultos orientales en Roma

Teniendo en cuenta el carácter interesado y práctico de los romanos, no es de extrañar que


la primera divinidad foránea que recibió culto en Roma fuera Apolo, en su calidad de dios
salutífero, muy distante por entonces de la que tendría más tarde, como protector de las Bellas
Artes y conductor de las Musas.
Su culto se introdujo en Roma con motivo de la gran peste del año 429 a.C., erigiéndose
el primer templo en su honor en las afueras del pomerium, en los llamados Prata Flaminia,
junto a la Puerta Carmental, ya que por ser un dios extranjero no podía tener templos dentro
del recinto sagrado de la ciudad.
Sin embargo, cuando el culto a Apolo recibió un impulso definitivo fue en este periodo de
fines del siglo III, tan erizado de dificultades, como acabamos de ver. Así, fue el propio Sena-
do el que decretó que se celebraran sacrificios en su honor graecu ritu y se enviaran, con fre-
cuencia, emisarios a consultar su oráculo en Delfos. Poco después, se instauraron los Ludi
Apolinaris, celebrados anualmente del 4 al 15 de julio, para merecer del deus sospitalis (el
dios salvador), la favorable resolución del gran conflicto bélico en que estaban inmersos.
En época de Augusto, Apolo tuvo ya un templo dentro del pomerium. Se alzó en el Pala-
tino, no lejos del de la Magna Mater y próximo a la casa de Augusto y de Livia. Se comenzó
a construir por voluntad del emperador, inmediatamente después de la batalla de Nauloco,
contra Sexto Pompeyo (36 a.C.) y se terminó en el 28 a.C. Era un templo de mármol de Luna
y las tres estatuas de su interior, la de Apolo, Diana y Letona, eran obras de Scopas, Cefisodo-
to, y Timoteo. En la base de la estatua de Apolo, dentro de una custodia dorada, estaban depo-
sitados los Libros Sibilinos7 . En este templo se reunió con mucha frecuencia el Senado, mien-
tras duraron las obras de terminación de la Curia del Foro, ya empezadas por César.

75
Con motivo de otra peste violenta, la del 293 a.C., se introdujo en Roma el culto de otro
dios extranjero, también de carácter salutífero. En este caso fue Asclepio hijo de Apolo, el
Esculapio romano, cuyo santuario en Epidauro fue el gran centro médico de la Antigüedad.
Según la leyenda, dada la virulencia de la peste se enviaron delegados romanos a Epidau-
ro con el expreso encargo de no regresar sin una de las serpientes de Asclepio. En aquellos
reptiles de piel amarilla, moteada de manchas negras, que pululaban libremente por el santua-
rio, veían los griegos la encarnación del dios inmortal. Además, puesto que la serpiente se
deslizaba bajo la hierba y tras su letargo invernal se despojaba de su piel para incorporarse de
nuevo a la vida, se la consideraba, como símbolo de la esperanza en la mejoría tras la enfer-
medad y la resurrección después de la muerte.
La embajada llegó a Epidauro donde se le concedió el favor de coger lo que estimara más
útil para la salud de su patria. Se produjo entonces la aparición de la gran serpiente de Ascle-
pio que sólo se dejaba ver en contadas ocasiones. Sin embargo, esta vez recorrió incluso los
barrios más frecuentados de la ciudad que se encontraba a unas cuatro millas del santuario,
provocando la admiración de la gente. Transcurridos tres días se dirigió hacia la galera roma-
na y ante la perplejidad de la tripulación se introdujo en el camarote del embajador Q. Olgu-
nius, donde se enroscó suavemente. Los romanos, emocionados ante tal prodigio, zarparon
rumbo a Roma. Al llegar al Antium la serpiente abandonó el barco y se dirigió al templo de
Esculapio donde había una palmera cuya cima dominaba un huerto frondoso. Se enroscó en su
tronco y allí permaneció, sin moverse, obligando a que se le llevasen los alimentos, por espa-
cio de tres días, transcurridos los cuales regresó al barco que ya no se detendría hasta llegar a
Roma. La serpiente nada más tocar la orilla del Tíber se dirigió a nado, a la isla Tiberina, eli-
giendo el solar donde más tarde se levantaría un templo en su honor. Con su llegada, como era
de esperar, desapareció la peste.
En la isla Tiberina ya había un templo dedicado a Fano, dios que junto a Tutanus Mutinus
solía ser representado en herma8 . Como Esculapio, daba oráculos a través de los sueños, posi-
blemente recetas para curar a gentes o bestias.
Después de los dioses griegos, llegaron los púnicos y más tarde los sirios. Así, en el año
217 d.C., se decretó la erección de un templo a Venus Erycina, la diosa celeste de Cartago y
Tiro. Además, en ese mismo año del 217 a.C. se promulgó un decreto por el cual se permitía
la edificación de templos de dioses extranjeros dentro del pomerium.
Visto cuanto antecede, no es de extrañar que el Adventus de Cybele a Roma, donde fue
recibida con los honores de Mater Salutaris, después de remontar el Tíber desde el Puerto de
Ostia, se rodeara de acontecimientos no menos maravillosos y espectaculares que los que
habían acompañado las llegadas de otros dioses foráneos.

La llegada de Cybele a Roma

En Roma, mientras se esperaba a la diosa, la frase oracular de que "deberá recibir la hos-
pitalidad en casa de los más virtuosos ciudadanos" ya había suscitado las primeras polémicas

76
diplomáticas entre consulares y viejos dictadores, todos ellos deseosos de convertirse en sus
anfitriones. Al final se llegó a una solución de compromiso, eligiéndose a tal fin a un joven
patricio que apenas si alcanzaba la edad de la questura. Se trataba de Publio Escipión, parien-
te muy allegado del otro gran Escipión que acababa de expulsar a Aníbal de Italia y realizaba
el contraataque en las mismas puertas de Cartago. Los senadores aduladores se ganaban las
simpatías de quien ya se perfilaba como el gran libertador y, al mismo tiempo, se evitaban los
celos de todos cuantos por su edad y dignidad podían sentirse discriminados a la hora de de-
signar a los anfitriones de la diosa viajera.
Por lo tanto, cuando el barco llegó a la embocadura del Tíber el joven Publio Escipión su-
bió a bordo y recibió la diosa de las manos del sacerdote y la sacerdotisa frigios, que la habían
acompañado en la travesía y que iban a quedarse en Roma para encargarse de su culto.
Hasta aquí todo se mantiene en el plano de lo histórico y de lo verosímil. Sin embargo,
como fue un hecho que el solo anuncio de la venida de la diosa hizo cambiar el rumbo de la
guerra y que la cosecha, a raíz de su llegada, fue una de las más prósperas hasta entonces co-
nocidas, era preciso rodear de un halo prodigioso su desembarco en Roma. La Magna Mater
Idaea procedente de la Tróade, la mítica cuna de Eneas, siempre socorrido por la diosa como
luego veremos, no iba a ser menos que Esculapio, por poner un ejemplo, a la hora de realizar
portentos.
Así pues, en el punto en el que había recibido la bienvenida del joven Publio Escipión, la
leyenda situaba el episodio milagroso de la calumniada Claudia Quinta, suceso que Ovidio
cuenta con todo detalle y del que se hacen eco autores de tal prestigio como Cicerón y Plinio,
aún cuando otros, como Tito Livio, con más sentido crítico, prefieran no mencionarlo9 .
El barco que transportaba a la diosa en su subida por el Tíber, se quedó de repente varado,
siendo inútiles todos los esfuerzos que se hicieron para desencallarlo. Entonces, una de las
más nobles damas, Claudia Quinta, cuya conducta había sido duramente criticada por las len-
guas maledicientes, salió de entre el grupo de matronas e imploró a Cybele que atestiguase su
virtud "cediendo ella, la diosa casta, a las castas manos". Expresada su súplica en alta voz y
delante de todos los presentes, ató su cinturón al navío que, suavemente, se dejó arrastrar por
ella hasta el muelle (fig. 34).
Desde ese momento, Roma poseía una divinidad tutelar nueva y un milagro más. La esta-
tua de Claudia Quinta se colocó en el vestíbulo del templo de Cybele, con lo que, andando el
tiempo a ningún romano se le ocurriría dudar de la veracidad de lo sucedido.
Dado el cúmulo de venturas que la presencia de la diosa frigia había deparado a Roma, no
es de extrañar que a raíz de su llegada, en el mismo 204 a.C., el Senado y el propio Escipión
decretaran la erección de un templo en su honor, en el Palatino. En aquellos momentos, la
"Piedra Negra" se custodiaba en el templo de la Victoria, sito también en el Palatino, por
haber sido portadora del más ansiado éxito militar.
El pueblo romano no olvidó nunca el favor recibido y testimonió a Cybele una gran vene-
ración, considerándosela, desde un principio como la encarnación viviente de todas las virtu-
des que debían adornar a la gran matrona, la verdadera señora y dueña del hogar, figura de
gran prestigio dentro de la sociedad romana, aún en los momentos de mayor relajación de las
costumbres tradicionales.

77
En Roma, Cybele nunca fue asociada a Ceres, diosa de la Agricultura, ni a Tellus, perso-
nificación de la tierra geológica, muy próxima a Gea, y que en épocas muy antiguas formó
pareja con un numen masculino de poca entidad y confuso significado, denominado Telluno.
Tellus fue una divinidad carente de mito, una pura abstracción que sin embargo recibió su
máxima exaltación en el Ara Pacis, como Tellus Saturnia, la próspera tierra italiana, fecunda
como nunca bajo la nueva era presidida por Augusto y como tal ensalzada en el Carmen Sae-
culare de Horacio10 .

El Templo de Cybele en el Palatino

Como hemos visto el primer templo, Aedes Magna Matris, que Cybele tuvo en Roma se
comenzó a construir en el año 204 a.C. por decisión del Senado en el Palatino, en el altozano
denominado el Germalus, cerca del área donde se instalaron las viejas cabañas de la Edad del
Hierro, entre las cuales se contaba, como vestigio venerable, con la de Rómulo, y frente don-
de, años más tarde, edificaría Augusto su sencilla mansión (fig. 33).
La inauguración tuvo lugar el 10 de abril del 191 a.C., y corrió a cargo del praetor M. Iu-
nius Brutus. A partir de dicha fecha quedaron instaurados los Juegos Megalenses de los que
luego hablaremos.
De este primitivo templo no quedan apenas vestigios ya que un siglo después fue destrui-
do por el fuego. Entre los años 110 y 109 a.C. se construyó uno nuevo y a él pertenece el po-
dio que aún se conserva, lo que ha permitido conocer su planta. Estaba dividido en cella y
pronaos con antae coronadas por capiteles corintios y con escalinata en su entrada principal11 .
Frente al templo había otra escalinata, las denominadas Scalae Caci12 , que al igual que la de
acceso al templo servían de graderío al área que se extendía a sus pies y en la cual tenían lu-
gar las representaciones teatrales que se celebraban durante los Juegos Megalenses. Debe re-
cordarse que hasta el 55 a.C., fecha en que se inauguró el teatro de Pompeyo, Roma no dispu-
so de un teatro permanente construido en piedra.
Después de sufrir las consecuencias de otro incendio fue de nuevo restaurado en época de
Augusto. Se dio al podio una mayor altura, se reforzaron las paredes y se estucaron las vigas y
las columnas de peperino. Este santuario se conservó hasta finales del Imperio y es muy pro-
bable que sea el que aparezca en los fragmentos del relieve de Villa Médici (fig. 35) que de-
bieron formar parte del Ara Pietates Augustae, monumento que se comenzó a construir por
iniciativa de Tiberio en el año 22 a.C. en conmemoración de la pietas de Augusto y Livia co-
mo fundadores del Imperio y restauradores de los templos destruidos. Este, sin embargo, no
se concluyó hasta la época de Claudio, en el 43 d.C.
En el relieve, el templo de Cybele aparece tal y como quedó después de la mencionada
restauración patrocinada por Augusto. Es un templo tetrástilo, de columnas corintias y con
escalinata de acceso. En el centro del frontón aparece un trono cubierto por un velo sobre el
que se encuentra una corona torreada. A ambos lados aparecen sendas figuras masculinas,
recostadas sobre el brazo cuya mano sostiene un tympanum, mientras que en la otra llevan una

78
rama de pino. En las comisuras están representados dos leones bebiendo de un cuenco. Como
acróteras aparecen dos figuras de coribantes con sus respectivas lanzas.
La Magna Mater está representada, con corona torreada, a la derecha del templo, mientras
que a la izquierda se ve a un togado y parte de otra persona. Hacia ellos se dirigen dos vic-
timari (o sacrificantes) arrastrando a un toro, ricamente adornado y presto al sacrificio.
Al Sur de este templo se encontró un pozo cuadrangular, cubierto con bloques de tufo y
provisto de escaleras de bajada que se supuso podía tratarse de un frigianum, o antro sacri-
ficial13 . En el flanco oriental y en la misma dirección se alzaba otro pequeño templo, posible-
mente construido en el siglo II d.C.
Las excavaciones de toda esta área iniciadas ya en 1862 por Pietro Rosa, A. Vaglieri en
1907 y Pietro Romanelli en 1950, siguen en curso y han sacado a la luz una ingente cantidad
de restos arqueológicos de todo tipo. Destaquemos aquí la estatua de mármol de la diosa que
hoy se conserva en el Antiquarium del Palatino (fig. 36), así como los fragmentos de uno de
los leones que le hacía compañía (fig. 37).
En la época de Augusto, el culto a la Magna Mater, sin reparar aún oficialmente en su jo-
ven paredro, debió gozar de gran prestigio. Tanto es así que, según una leyenda, Agripa dedi-
có el Panteón a Cybele. Pero lo más sorprendente, por lo que a nuestra historia se refiere, es
que, esa dedicatoria fue compartida con Neptuno. Haciéndose eco de tal noticia, en los Mira-
bilia14 se nos transmite una fantástica historia sobre la fundación y dedicación de dicho tem-
plo, joya de la arquitectura europea de todos los tiempos. Aparte de la conocida leyenda aso-
ciada al descubrimiento del manantial del Aqua Virgo y que aún se recuerda en uno de los
relieves que adornan la Fontana de Trevi15 , se decía que Agripa, en vísperas de una batalla,
tuvo un sueño en el que se le apareció una noble dama que le prometió su ayuda a cambio de
que construyera un templo en su honor, en el de Neptuno y en el de todos los dioses. La Seño-
ra no era otra que Cybele, Agripa ganó la contienda y cumplió su palabra, ordenando, además
que se hiciera una imagen dorada de la diosa, que fue colocada en el centro del templo, bajo el
óculo central.
Se mezclaban, de este modo, toda una serie de noticias sin el menor rigor histórico, ya
que del primitivo edificio de Agripa (27–25 a.C.) apenas si quedaron vestigios bajo la recons-
trucción llevada a cabo por Adriano. Al parecer, se trataba de un templo canónico, de planta
rectangular. Junto a él, eso es cierto, se encontraba la Basílica de Neptuno y unas Termas,
edificios que igualmente fueron reconstruidos en el siglo II.
Pasados los años, el Papa Bonifacio VIII suplicó al emperador Foca que, así como el Pan-
teón había sido un día en las Calendas de Noviembre dedicado a Cybele, fuera en otras Ca-
lendas de Noviembre consagrado a Santa María, madre de todos los Santos. Sin embargo, por
razones de la observancia religiosa, se consagró el 13 de mayo de 1609 a Santa María de los
Mártires, en lugar de Santa María de Todos los Santos, cuya festividad era el 1 de noviembre.
Después de la consagración se trajeron al Panteón numerosos restos de los mártires cristianos
enterrados en las catacumbas. La Gran Madre, recibía así, una vez más, los despojos de sus
hijos.
En agradecimiento al gesto del emperador Focas se levantó en el Foro romano una co-
lumna honorífica. Aún en pie, fue el último edificio construido en tan venerable recinto.

79
Los "Ludi Megalenses"

A partir del 191 a.C., los Ludi Matri deum Magnae Idaeae se celebraron anualmente entre
los días 4 y 10 de abril, es decir, entre la fecha aniversario de su llegada a Roma y la de la
consagración de su templo.
Eran presididos por el Pretor de la ciudad e incluían representaciones teatrales, realizadas
al aire libre, en la explanada que se extendía frente al templo, concursos deportivos, una so-
lemne procesión y las carreras de carros en el Circo Máximo que el 10 de abril, día de la clau-
sura de tan solemnes festividades, absorbía a toda Roma, como comentaba Juvenal. A partir
del siglo II de la Era, una efigie de Cybele, a la grupa de un león, presidiría dichas carreras
desde la espina del Circo en la que, a partir de entonces, ocupó un puesto de honor16 .
En un principio, aún cuando estos juegos gozaron siempre de gran popularidad, en el cor-
tejo procesional únicamente figuraban los eunucos encargados de su culto a quienes tan sólo
con motivo de dichas fiestas permitían pasear a la imagen por las calles de Roma.
Famosa y colorista era dicha procesión, animada por el sonido de los timbales, trompetas
y címbalos con que se acompañaban los cánticos que, en griego, entonaban los galli en honor
de la diosa.
Lucrecio17 describía así tal espectáculo:

«Los tensos tímpanos retumban a la percusión de las palmas, en torno suenan los cóncavos
címbalos, amenazan los cuernos con su rauco canto, mientras la hueca flauta espolea las mentes
con el ritmo frigio; los Galos blanden espadas ante sí, emblemas de su violento delirio, para infun-
dir en las almas ingratas y en los impíos pechos del vulgo un sagrado terror ante el poder de la dio-
sa. Así, cuando la imagen es conducida en su carro por las populosas ciudades, silenciosamente
bendiciendo a los mortales con mudo saludo, los fieles le alfombran todo el camino con piezas de
bronce y plata, enriqueciéndola con sus generosas ofrendas, y hacen nevar rosas que cubren a la
Madre y a la tropa que la escolta. Aquí un grupo armado, Curetes los llaman los griegos, cuando
cubiertos de sangre danzan y saltan rítmicamente entre las turbas frigias, haciendo ondear espanta-
bles penachos al sacudir la cabeza, recuerdan a los Curetes dícteos que, cuentan, antaño ocultaron
en Creta los vagidos de Júpiter, cuando ágiles rondas de niños armados danzando en torno al dios
niño batían en cadencia bronces con bronces, para que Saturno no lo apresara y triturara bajo sus
dientes, infligiendo eterna herida al corazón de su madre».

Así pues, a juzgar por este pasaje, se tiene la impresión de que en la primera mitad del si-
glo I de la Era, que es cuando escribe Lucrecio, ningún ciudadano romano participaba en las
procesiones de la Magna Mater. Del propio texto se desprende un gran respeto por la diosa,
así como un claro menosprecio hacia los exaltados galli.
Sin embargo, si nos fijamos en la pintura mural que aparece delante de la tienda IX, 7, 1
de la vía de la Abundancia en Pompeya (fig. 51), uno de los más interesantes documentos que
atestiguan el culto de Cybele en dicha ciudad, se aprecia que en la procesión que en ella se
representa no existe el atisbo de todo cuanto describe Lucrecio. En este caso, los costaleros

80
acaban de posar el palanquín sobre el que está sentada Cybele entre dos pequeños leones y
todo en su entorno respira mesura y solemnidad.
Es posible que ambas versiones sean compatibles. En el primer caso se trataría de la pro-
cesión de la Lavatio, celebrada el 27 de marzo, como conclusión de las Attideia18 . En el se-
gundo, de la celebrada en el transcurso de las Megalesia a la cual asistía todo el pueblo roma-
no, con el emperador a la cabeza, sobre todo a partir de la época de Claudio, y de la cual nos
hace la siguiente descripción Ovidio:

«Ibunt semimares et inania tympana tundent


Aeraque tinnitus aere repulsa dabunt
Ipsa sedens molli comitum cervice feretur
Urbis per medias exululata vias».

«Los eunucos marcharán redoblando los huecos tímpanos


y los broncíneos címbalos resonarán al entrechocarse.
Ella sedente sobre la afeminada nuca de sus seguidores, será llevada,
entre gritos, por las calles principales de la ciudad».

También era costumbre tradicional en estas fiestas, que la víspera del día 4 de abril las
familias patricias se invitaran unas a otras a banquetes (mutationes). Los alimentos que en
ellos se servían eran, preferentemente, toda clase de verduras, pan y vino. Por un decreto del
Senado, promulgado en el 161 a.C., no se podían servir vinos extranjeros ni gastar en cada
cena una cantidad superior a los 120 ases.
Estas medidas de mesura y comedimiento se corresponden, por otro lado, con los riguro-
sos preceptos de orden moral que imponía la religión metróaca tal y como se desprende de
una inscripción hallada en un santuario privado de la Diosa Madre Agdistis en Filadelfia de
Lidia (Asia Menor), fechable en el siglo I a.C., época en la que ya se exigía a los fieles el
cumplimiento de un estricto código moral:

Que los hombres y mujeres, libres y esclavos, que vengan a esta casa juren por todos los dio-
ses que, sin tener intenciones dolosas para hombre o mujer, no planearán, no harán veneno ni en-
cantamiento malo para nadie; que no conocen ni emplean bebedizo, abortivo o anticonceptivo al-
guno; que sin robar nada, estarán bien dispuestos con esta casa; que si alguno perpetra o intenta
perpetrar alguno de estos delitos, no lo habrán de consentir ni mantener en silencio, sino de revelar
y vengar. Que los varones, con ninguna mujer, fuera de la suya, ajena, libre o esclava, que tenga
marido habrán de cohabitar, ni pervertir a mancebo o doncella, ni instigar a nadie a ello... El varón
o la mujer, que cometiere alguno de los actos antescritos, que no entre en esta casa; pues en ella es-
tán entronizados dioses poderosos, que velan por esto, y no consentirán la transgresión de estos
preceptos19 .

La ética de este conjunto de normas ayuda a comprender la realidad profunda de esta reli-
gión, más allá de sus celebraciones orgiásticas y coloristas.

81
Evolución y difusión del culto de Cybele

En líneas generales, puede decirse que el culto a la Magna Mater, excluyendo en un prin-
cipio a su joven paredro, mantuvo un gran prestigio desde el momento mismo de su llegada a
Roma hasta las postrimerías del Imperio. Sin embargo, la difusión de los misterios frigios por
la propia Italia, Galia, Africa, España, Dalmacia, etc., comenzó a ser notable a partir del siglo
II de la Era, bajo los Antoninos, periodo durante el cual dichas celebraciones alcanzaron una
gran popularidad20 . Más tarde, durante los siglos III y IV, caracterizados por una profunda
crisis política, social y religiosa, gana en contenido moral y soteriológico, conquistando las
capas más altas de la sociedad y manteniéndose en auge hasta el crítico momento de su prohi-
bición, junto con el resto de los cultos paganos. A partir de entonces, el cristianismo trató de
borrar con todos los medios oficiales a su alcance, las huellas de las dos religiones que eran
sus más peligrosas rivales: la metróaca y la mitráica.
Retrocediendo en el tiempo a fin de ofrecer una breve visión panorámica de la evolución
del culto de Cybele en Roma, señalaremos que ya desde época de Augusto gozó del favor
imperial, como lo demuestra la reconstrucción de su templo en el Palatino, lo que a su vez
justifica que en las monedas que, a la sazón, se acuñaron en Pesinunte con la efigie del empe-
rador, figurara en su reverso la famosa "Piedra Negra", y que Livia fuera identificada con la
Mater Idaea y, como tal representada en ocasiones (fig. 52).
Por otra parte, lo que acreditó su prestigio fue su constante presencia espiritual en la
Eneida, no solo como garante de la legitimidad del origen troyano de Eneas, sino también
como protectora del héroe que no dudaba en dirigirle sus súplicas, siempre que necesitaba de
su ayuda21 . Con la sagrada madera de los bosques del Ida construyó la flota que había de con-
ducirle a tierras extranjeras23 , y tal privilegio obligó, incluso a Júpiter, a cumplir las promesa
hecha a "la misma madre de dioses Berecintia" llegado el momento:

–¡Hijo, concédeme lo que te pido! He permitido gustosa al dardánida, que necesita de una
armada, que derribe los arces y pinos de mi hermoso bosque. Unicamente me inquieta pensar que
mis árboles dilectos, transformados en barcos, puedan ser presas de las tempestades. Así pues, es-
cucha mi súplica en favor de la madera crecida en el Ida y protege las naves contra todo peligro.
–No puedo hacerlo –respondió Júpiter–, no puedo conceder la inmortalidad a lo que es obra
de manos mortales, pero haré en su favor lo que esté en mi mano. Aquellas de estas naves que al-
cancen los puertos de Ausonia (Italia) serán liberadas en formas mortales y, como las hijas de Ne-
reo, llevarán en el seno de las olas la existencia de las divinidades marinas 23 .

En virtud de tal compromiso, cuando el rútulo Turno se disponía a quemar las naves de
sus enemigos con teas encendidas, estas fueron transformadas en hermosas ninfas marinas que
se alejaron mar adentro24 .
Estas mismas ninfas prestaron, más tarde, su ayuda a Eneas, cuando con la colaboración
del soberano de la ciudad etrusca de Agila, Torcón, acudía en socorro de su sitiado campa-
mento:

82
Eneas se había hecho a la vela con treinta naves de la costa de Etruria y durante la noche, lle-
vando personalmente el timón de la nave en la que viajaba, y a la que las otras seguían, se vio ro-
deado por un coro de bulliciosas ninfas; eran los barcos de los troyanos que Cybele, para salvarlos
de las teas de Turno, había transformado recientemente en divinidades marinas en la desemboca-
dura del Tíber. Vivificadas y animadas reconocían a su señor. La más elocuente, cogiéndose a la
nave con la diestra y emergiendo del agua hasta la espalda, acarició con la izquierda la ola, apla-
cándola y dijo:
–¿Velas, hijo de los dioses? ¡Oh, si, vigila y haz que el viento hinche tus lonas! Somos los pi-
nos del Ida, tus fieles barcos, que, sustraídos por la piedad de Cybele al fuego de los rútulos, he-
mos sido transformadas en diosas marinas. Corre, amigo, pues tu hijo Ascanio, al resguardo del
muro y de los fosos, se halla sitiado por los rútulos y la lucha arrecia ante sus murallas. Tus caba-
lleros llegan y están a poca distancia del campamento, pero Turno lo sabe y está resuelto a desple-
gar sus tropas entre ellos y tu campo. Apresúrate pues. Al romper el día estarás en la desemboca-
dura de Tíber; embraza entonces el rutilante escudo de oro que te ha dado Vulcano y preséntalo al
campamento de tus compañeros. Si no desdeñas mi aviso, la próxima jornada te traerá la victoria.
Así dijo, y al sumergirse de nuevo, dio un empujón a la popa del barco, con lo que éste se pu-
so a surcar las olas con la velocidad de una flecha. Como si tuviesen alas, los demás navíos siguie-
ron veloces al almirante, y a las primeras luces de la aurora el hijo de Anquises tenía el camp amen-
to ante sus ojos 25 .

Al lado de esta providencia continuada que la Magna Mater ejerce sobre Eneas y sus se-
guidores, y en virtud de la cual era acreedora del máximo agradecimiento y respeto, se trans-
fiere la crítica que la espectacular indumentaria de sus sacerdotes merecía siempre. Crítica
que se hace patente en el pasaje que protagoniza la aguerrida Camila. Esta doncella volsca,
secundada en su lucha a favor de Turno y en contra de los troyanos por sus valerosas compa-
ñeras Larina, Tula y Tarpeya, después de haber herido a un buen número de enemigos, des-
lumbrada por la riqueza de la indumentaria y armamento de Cloreo, un antiguo sacerdote de
Cybele, se dedicó a su persecución. Empeñada en tal intento descuidó su defensa y el etrusco
Arunte clavó en su cuerpo una lanza mortal:

He aquí que Camila estaba dando caza a Cloreo, un sacerdote frigio de Cibeles, cuya escamo-
sa coraza de bronce con trenzado de oro cubría su cuerpo como un ropaje de plumas, llevando en-
cima un manto de púrpura. Protegíale la cabeza un casco de oro; una aljaba del mismo metal reso-
naba en su hombro, y su arco disparaba sutilísimas flechas. Su armadura extranjera había excitado
la codicia de la doncella volsca, y así se había puesto a perseguir a su propietario ora con el afán de
colgar aquellos pertrechos troyanos en un templo itálico como trofeo de guerra, ora con el de os-
tentar ella misma aquel oro conquistado. Toda su atención y todos sus anhelos se encontraban en
aquel adversario, por lo que ni siquiera se había fijado en Arunte, el cual bruscamente le arrojó la
lanza al tiempo que rogaba a Apolo que le concediese borrar la ignominia de las armas aliadas y
no permitiese le venciera una mujer. Febo prestó oídos a una parte de aquel deseo. Los volscos que
le rodeaban percibieron el zumbido de la lanza disparada, y con los ojos buscaron a su Reina, la
cual de nada se dio cuenta hasta que el arma se le clavó en el pecho y la sangre virginal le brotó de
la herida26 .

Al hablar de frigios en el séquito de Eneas se demuestra que los romanos eran conscientes
de su remota llegada a las costas del Lacio, mucho antes del desembarco de su Diosa. Las

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zonas portuarias y, en especial, Ostia, fueron lugares de concentración de los emigrados fri-
gios a partir del siglo II a.C.
Durante el periodo Julio-Claudio, Cybele se mantiene en su puesto de honor y merece ser
representada en compañía de los dioses romanos, y dentro de los recintos y ambientes más
refinados de la época. Valga como ejemplo la decoración estucada de la habitación núm. 60
de la fastuosa Domus Aurea de Nerón. Su presencia se detecta en los recuadros cuarto y sexto.
En el primero aparece sedente en un trono dispuesto sobre un carro del que tiran dos panteras
y conduce un Eros. En el otro, muy similar, son dos pavos reales los animales de tiro, prece-
didos de dos erotes. Pan y un sátiro cierran el cortejo27 .
Posiblemente de época de Claudio, periodo en el que las Attideia se incluyeron en el ca-
lendario oficial, sean los delicados estucos que adornan la bóveda de la llamada "Basílica Pi-
tagórica de Puerta Maggiore" y en los cuales hay manifiestas alusiones al culto frigio. Es un
interesante hipogeo sito en la vía Praenestina de Roma, cerca de "Porta Maggiore" y que fue
descubierto a raíz de terminada la primera Guerra Mundial. Por sus características debe ser
asociado con algún culto de carácter esotérico, aún cuando no todos los criterios sean coin-
cidentes sobre su destino y cronología28 .
En el recuadro central aparece Atis alado conduciendo a Ganimedes29 , que eleva una jarra
en su mano derecha, hacia las alturas. La escena se ve rodeada por otros cuatro recuadros en
cuyo centro se repite la figura del Atis funerario, sosteniendo un enorme cayado de pastor. En
el friso corrido del lado norte se evoca la condena de Marsias como alusión a la inexorabili-
dad de la muerte. Ante Apolo, la figura femenina que aparece de rodillas se ha supuesto sea
Cybele implorando perdón para su osado hijo. El episodio del desafío de Marsias a Apolo será
tema frecuente en los sarcófagos de finales del siglo II o comienzos del III.
En época de Trajano hay que situar la casi total reconstrucción del Circo Máximo, tras el
arrasador incendio que sufrió en tiempos de Domiciano 30 . Debió de ser entonces cuando se
colocó en su espina una estatua de Cybele sentada a la grupa de un león, tal y como suele ser
representada a partir de entonces, situada a la derecha del obelisco de Ramsés II que, proce-
dente de Heliópolis, se había instalado en la espina el año 10 a.C. (fig. 53).
La efigie de Cybele cabalgando sobre un león, por lo general hacia la derecha 31 , con cetro
y tímpano se verá a partir de entonces, siempre asociada a los juegos circenses, convirtiéndose
por este motivo en una imagen muy popular y querida por los romanos. Como tal, aparece
documentada en el reverso de un medallón de bronce de la emperatriz Sabina, la mujer de
Adriano (fig. 54).
Sin embargo, fue en esta misma época de Adriano, el emperador filoheleno32 , cuando las
representaciones de la Magna Mater entronizada se inspiraron más de cerca en los modelos
clásicos de los siglos V y IV a.C., postergando los pergaménicos y helenísticos que, hasta
entonces vigentes, siguieron su evolución y curso en la producción de exvotos populares.
Como consecuencia se siguió, a partir de entonces, una compleja mezcla de patrones icono-
gráficos que dificultan, en muchas ocasiones, la datación exacta de algunos ejemplares escul-
tóricos cuando se desconoce el contexto arqueológico de su hallazgo.
Durante el periodo de los Antoninos, en pleno auge la práctica y difusión de los cultos
orientales, sobre todo durante el reinado de Marco Aurelio, a quien se le acusaba de haber

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llenado Roma de cultos extranjeros, se produjo el grueso de la producción de las imágenes de
Cybele y sobre todo de Atis, representado como un bello niño, adolescente o joven, de aspec-
to melancólico, muy en consonancia con los gustos academicistas del arte áulico de la época.
A ella pertenecen la mayoría de sus mejores interpretaciones.
En tiempos de Antonino Pío se fecha el templete circular, dedicado a Cybele, que se le-
vantaba en el Foro, en la curva que describía la Via Sacra en su camino hacia el Palatino. De
él no sólo tenemos noticia a través de Marcial33 sino que, además, aparece representado en el
reverso de una moneda de bronce de la emperatriz Faustina (Diva Augusta Faustina), esposa
de dicho emperador, acuñada hacia el 141 y que ostenta como leyenda la siguiente inscrip-
ción: Matri deum salutari. Tal y como aquí lo vemos (fig. 41), el templo se levantaba sobre
un alto podio en el que se abría una escalinata de acceso a la entrada principal, tras la cual
aparece una pared animada por cuatro columnas. En su interior se encontraba la imagen de la
diosa, sentada en trono flanqueado por leones. Llevaba un tímpano en la mano izquierda y una
pátera en la derecha. A su izquierda, como puede verse en la moneda, estaba también la efigie
de Atis, sosteniendo una rama de pino en su mano izquierda.
También en tiempo de Antonino Pío y no en los de Claudio, como se creyó en un princi-
pio, fue construido el famoso Phrygianum del Vaticano, próximo al circo de Calígula y Nerón
(fig. 55), sin duda el más importante de toda Roma y el que se mantuvo en funcionamiento
hasta los últimos momentos del paganismo.
Desde muy antiguo se tenía noticias de este santuario metróaco a través de las numerosas
aras con inscripciones, tanto en griego como en latín, que hacían alusión a los taurobolios y
criobolios en él celebrados, sin embargo, sus restos no fueron hallados hasta 1609, al construir
la fachada de la Basílica de San Pedro, en el área que media entre su esquina meridional y el
Camposanto Teutónico34 .
Asimismo, en este periodo se construyeron la mayor parte de los edificios del Campus
Matris Magnae de Ostia, dividido en dos sectores: el del templo de Cybele en la esquina oc-
cidental, y el Attideum con sus dependencias anejas, cerca de la Porta Laurentina. Dentro del
conjunto se han identificado un sacellum consagrado a Atis, una zona destinada a los sacrifi-
cios taurobólicos (fossa sanguinis), un templo dedicado a Bellona, divinidad asiática frecuen-
temente asociada al culto de Cybele, y un local sede del Colegio de los hastiferi. Los textos
epigráficos han dado a conocer, por su parte, la existencia en Ostia de un Colegio de dendro-
fori y otro de cannofori .
El proceso de infiltración de los cultos orientales se aceleró en épocas posteriores como
consecuencia no sólo del olvido de la religión tradicional romana y de los rígidos principios
morales y piadosos que le servían de puntales, sino también a causa de la mayor permeabili-
dad de comunicación cultural que entre las distintas provincias del Imperio propició su exce-
lente red viaria. De esta suerte Roma se convirtió en la capital religiosa del mundo entero, en
la ciudad "sacrosanta" por excelencia35 .
A todo esto hay que añadir las posturas adoptadas sobre tales acontecimientos por empe-
radores de personalidad tan compleja como fueron Heliogábalo y Alejandro Severo.
Con los Severos las corrientes orientales recibieron un impulso nuevo desde el propio pa-
lacio, sede del clan femenino de la casa imperial, constituido por las llamadas Julias, ya que

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tal nombre tenian sus tres miembros dominantes: Julia Domna, esposa de Septimio Severo
(fig. 56), su hermana Julia Mesa y la hija de ésta última, Julia Mammea36 .
Bajo su patrocinio no sólo se favoreció el culto de la madre Cybele, sino que, además, se
hizo llegar a Roma otra "Piedra Santa". En este caso del Santuario Solar de Baal, en Emesa37 ,
cerca de Palmyra, del cual era Sumo Sacerdote el padre de Julia Domna y Julia Mesa, ambas
sacerdotisas del mismo templo. Las intrigas de esta camarilla comenzaron después del asesi-
nato de Caracalla por Macrino, cerca de Karrhai. Y así, con el apoyo de las legiones sirias que
las seguían fiel e incondicionalmente, consiguieron subir al trono a Heliogábalo (228–222),
cuyo nombre era la romanización del sirio Elagabaal (Helios-Baal). Hijo de Semia y nieto de
Julia Mesa, era un adolescente de 14 años, enfermizo y afeminado que, dominado por su ma-
dre y por su abuela, durante su breve reinado no se ocupó de otra cosa que de la propagación
del culto de la "Piedra de Emesa", encarnación de Baal. Mandó edificar un templo en su
honor, en el Palatino, e intentó subordinar a su culto, incluso a los dioses nacionales (fig. 57).
Las ambiciones familiares y palaciegas encontraron un buen caldo de cultivo en aquel
ambiente de supersticiones y extrañas prácticas rituales. Heliogábalo, celoso de la persona de
su primo, Alejandro Severo, trató de suprimirlo, pero antes de lograr su propósito moría él
asesinado, siendo su cadáver arrojado al Tíber.
De este modo le sucedió Alejandro Severo (222–235) así llamado por su carácter serio y
reconcentrado, pero sobre todo por su sentido de la autodisciplina (fig. 58). Había nacido en
Arca (Fenicia) y los primeros años de su reinado estuvieron también marcados por su madre
Julia Mammaea y su abuela Julia Mesa. Más tarde se dejaría sentir la influencia beneficiosa
de Ulpiano, un gran jurisconsulto a quien tuvo por consejero hasta su asesinato38 . Con este
emperador se produjo una revitalización de los valores tradicionales romanos frente al
orientalismo dominante y, de esta forma, se restableció un cierto equilibrio, a todas luces
esperado y necesario.
Como muestra del favor que los cultos orientales gozaron en la época de los Severos, sir-
ve un significativo detalle apreciable en uno de los relieves del famoso arco honorífico que
Septimio Severo hizo levantar en su ciudad natal, Leptis Magna (Africa). En dicho relieve
aparecen el emperador y sus dos hijos montados en una espléndida cuadriga, y como ornato
de la caja del carro figuran las imágenes de Cybele, Hércules-Melkart y Venus-Astarté, es
decir, las tres divinidades asiáticas (fig. 59). Asimismo, en este periodo es frecuente que apa-
rezca la efigie torreada de la diosa en el reverso de algunas monedas, como en el caso de las
acuñadas en la ciudad de Esmirna (fig. 60).
Tras el gobierno de los Severos se inicia la época histórica conocida con el nombre de
Anarquía Militar. Es un periodo turbulento y confuso durante el cual, extranjeros incapaces de
sentir ni de asimilar el paso cultural de los valores tradicionales romanos, se hacían con las
riendas del imperio sin otro apoyo que las legiones, por entonces al servicio exclusivo del
mejor postor. En consecuencia, los golpes militares se sucedían uno tras otro.
Bajo el emperador ilirio Aureliano (270–275), el mismo que rodeó a Roma con el famoso
cerco murario que aún ciñe su centro monumental, el Sol Invictus, el "Invencible Dios del
Sol" se convirtió en el protector particular del emperador y del Imperio. Y, de nuevo, los anti-
guos dioses romanos fueron desplazados por un advenedizo sirio. Se celebraba su festividad

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el 25 de diciembre, es decir, la fecha coincidente con el solsticio de invierno. En ese día la luz
del sol triunfa sobre las tinieblas de la noche y tal acontecimiento se interpretaba como símbo-
lo de la eterna salvación prometida por Mitra39 . De este modo se confundieron en uno solo,
dos destacados cultos solares de procedencia oriental. Uno de origen sirio y otro de origen
iranio, se fusionaron en una religión helio-monoteista basada en la creencia de un dios único,
el Sol, en cuya energía suprema se sumergía el alma individual después de la muerte y de ha-
ber superado un proceso de purificación a través del viaje astral que debía realizar.
En honor de este Sol Invictus, Aureliano hizo construir en Roma, en el Campo de Marte,
el llamado Templum Solis. Así agradecía su regreso triunfal de Oriente, en el año 273, tras sus
victoriosas campañas contra Zenobia, la bella reina de Palmira y contra Tetricus, el llamado
"Emperador" de las Galias. De tal templo sólo nos han llegado noticias históricas y algunos
dibujos renacentistas de sus ruinas de entre las cuales destacan los de Palladio. Gracias a ellos
podemos hacernos una idea de como era su planta y alzado. El templo circular ocupaba el
centro de un gran rectángulo abierto, animado con nichos y exedras, y todo ello precedido por
otro conjunto arquitectónico porticado, con los lados menores curvos que posiblemente servía
de vestíbulo.
Atis, en cierta forma, también se vio asociado, por entonces, con la divinidad solar. El
dios frigio, el joven pastor siempre a la sombra de su Señora, alcanzó en tales momentos un
gran prestigio, superando incluso al de Cybele. Recibió el título de u}yisto" es decir "el altí-
simo"40 y, en su iconografía, la influencia que recibió del culto solar es manifiesta: su bello y
juvenil rostro aparece enmarcado por espesos mechones de pelo que adquieren la forma y
disposición de los rayos solares (fig. 61).
También se le denomina Menotyrannos, lo que implica, asimismo, una asociación con el
dios lunar Men, de origen anatólico, cuyo culto se hallaba muy extendido por toda Asia Me-
nor y, en especial, en Frigia. A la relación existente entre Men y Atis hace alusión un texto
órfico41 . En honor de este sincretismo tardío el pastor frigio se contaminó del contenido y
atributos de las religiones astrales, por lo que se le llamó "cuerno celeste de la luna" o "pastor
de los astros luminosos".
Todo lo hasta aquí expuesto demuestra que la anarquía política y militar se extendió, lógi-
camente, al plano moral y religioso. Frente a la confusión reinante, filósofos y sacerdotes de
todo tipo de religiones se esforzaron en reconducir a la sociedad por cauces en los que la espi-
ritualidad humana y la sincera sensibilidad religiosa pudieran encontrar una coherente satis-
facción, tarea casi imposible dada la situación a la que se había llegado. Las circunstancias
propiciaban las prácticas de magos y charlatanes, capaces de embaucar a las almas ingenuas y
ofrecer a los fanáticos toda suerte de prácticas violentas y aún obscenas. En este proceso, la
razón recibió su golpe de gracia y, en consecuencia, desaparecieron la dignidad (gravitas) y la
severidad (sobrietas), arraigadas virtudes romanas siempre en conjunción con la ordenación
jurídica (fas), incluso en el terreno religioso, para ser sustituidas por los arrebatos espirituales,
el éxtasis y el fanatismo42 .
La ciega obediencia a las prescripciones de un ritual preciso y el cumplimiento de cere-
monias expiatorias, pretendían saciar la profunda insatisfacción latente en la sociedad de la
época. Solo con lo portentoso e irracional se podía liberar al individuo de la realidad cotidiana

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marcada por el signo de la inestabilidad. Así, no solo Mitra, Cybele y Atis, sino también Ado-
nis, Isis Serapis, etc., es decir, toda una serie de dioses redentores, consiguieron sumar un gran
número de adeptos, eternos buscadores de vivencias místicas y experiencias esotéricas, hasta
el punto de no ser extraño que muchos de ellos se hicieran iniciar, simultáneamente, en varios
de los citados cultos43 .
Así mismo, los santuarios oraculares y mánticos recobraron su prestigio e influencia vol-
viendo a vivir una época dorada. Frecuentados por destacadas personalidades e importantes
políticos, fueron visitados, incluso, por emperadores. Así, entre otros, tenemos noticia de que
Diocleciano no tuvo el menor reparo en consultar el oráculo de Apolo en Didima44 .
Por su parte, los filósofos hicieron serios y profundos intentos encaminados a ofrecer res-
puestas coherentes a las inquietudes anímicas de los espíritus selectos y cultivados, para los
cuales las vivencias religiosas se centraban en el aspecto transcendental del hombre. En esta
vertiente destacó Plotino, fundador del Neoplatonismo, doctrina filosófica cuyo fin último era
preparar el alma para su unión con el Uno (Dios) por medio del éxtasis, una vez liberada de
las trabas materiales por las que se había visto acosada45 .
Todas estas inquietudes dieron como resultado la aparición del llamado homo spiritualis o
homo pneumatikos, íntimamente preocupado por conocer las causas últimas de su origen y
postrer destino. Los retratos de la época reflejan claramente el ensimismamiento y honda pre-
ocupación que agitaba el espíritu de sus modelos. A esta serie pueden incluirse los pileati,
consagrados a la Magna Mater y, por supuesto, las inconfundibles representaciones del lla-
mado Atis funerario, símbolo de la resurrección y, como tal, presente en sarcófagos y tumbas,
última mansión de sus fieles devotos.
Ningún ejemplo más elocuente para entender la versión sincrética y cósmica de la religión
metróaca, en estos momentos, que la llamada Pátera de Parabiago (fig. 62). Se trata de una
exquisita obra de orfebrería, que recibe su nombre de su lugar de hallazgo, acaecido en 1907,
en la Via Maggiolini de dicha localidad, próxima a Milán donde hoy se encuentra en la Gale-
ría Brera.
En el momento de su descubrimiento servía de tapa (0,39 m. de diámetro) a una urna fu-
neraria, lo que no es de extrañar dada su temática ornamental que no es otra que el renacer de
la vida en primavera. Sin embargo, en un principio su función debió de ser muy otra. Lo más
probable es que sirviera como pátera, es decir, como bandeja de ofrendas en los actos cultura-
les de la Magna Mater y hasta se ha supuesto que pudiera haber pertenecido a uno de sus des-
tacados sacerdotes.
Repujada en plata de una gran pureza y con borde dorado, ha sido fechada en el siglo II,
en el III e, incluso, en el IV de la Era, según los distintos investigadores que se han ocupado
de su análisis y estudio46 .
Cualquiera que sea el momento exacto en que fue realizada, lo que es evidente es que la
simbología cósmica que el tema respira, de raíces helenísticas y muy en boga en le Bajo Im-
perio, aboga por fechas más bien tardías50 .
En el centro de la escena aparecen Cybele y Atis sentados en un espacioso carro-trono del
que tiran cuatro rugientes leones. Los ejes de las ruedas son ocho y en el lateral visible apare-
ce una victoria alada. La diosa, según es tradición en ella, lleva corona mural cubierta por un

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vellun, viste chitón e himatión y calza delicadas sandalias. Su mano izquierda roza el borde
del velo, en un gesto que en el lenguaje griego era propio de las novias o desposadas, y con la
derecha sostiene una especie de lanza o largo cetro, mientras el brazo descansa sobre un gran
tímpano.
Atis aparece con su clásica indumentaria oriental: gorro frigio, túnica manicata, corta ca-
pa sobre los hombros, siringa en la mano derecha y el pedum o cayado de pastor en la dere-
cha. Como comparsa, tres Curetes armados bailan briosamente frente al carro, golpeando los
escudos con sus puñales. Llevan cascos decorados con estrellas, visten túnicas cortas y calzan
cáligas. El interior de los escudos, visible en dos ocasiones, está decorado con estrellas.
Delante del carro emerge, de medio cuerpo, la figura de Atlas, cuyos brazos levantados
sostienen un arco elíptico en el cual se distinguen seis signos del Zodiaco: Aries, Tauro, Gé-
minis, Cáncer, Leo y Virgo. En su interior aparece la figura de Aion, el dios del tiempo, re-
presentado como un hombre joven, con la parte inferior recubierta por un manto. Lleva una
lanza en la mano izquierda y apoya la derecha entre los signos de Aries y Tauro para indicar
la época del año en que se celebraba la solemne festividad de los dioses frigios, próxima al
equinoccio de primavera. Y para mayor precisión, como anuncio de la llegada de la estación
cálida del año, bajo la figura de Atlas, se distinguen claramente una grulla y un lagarto.
Frente a Aion, una serpiente se enrosca en torno a un betilo, erguido sobre una plataforma
de tres escalones. Tal conjunto, frecuente en los santuarios de Cybele, puede interpretarse
como símbolo de la eternidad del tiempo, o de la propia Diosa.
Inequívocamente expreso el momento del año en que tiene lugar la sagrada epifanía, la
hora del día, el amanecer, queda fijada con la aparición de los carros del Sol levante y de la
Luna poniente, que aparecen en la parte superior de la escena. Del carro ascendente del Sol,
representado con corona radiada, corto chitón y capa flotante, tiran cuatro hermosos caballos,
a los que precede, con antorcha encendida y enhiesta, la figura alada de Fósforo, el lucero
matutino. Del carro descendente de la Luna tiran dos toros a los que antecede otra figura ala-
da, Héspero, el lucero vespertino, con antorcha abatida.
Bajo el carro, cuatro pequeñas figuras representan a las cuatro estaciones del año. La pri-
mera, empezando por la izquierda, es la de un niño desnudo bailando. Lleva en su hombro iz-
quierdo un haz de espigas y a su derecha aparece una hoz, elocuentes detalles que le identifi-
can con el verano. La segunda, otra figura infantil, con las piernas cruzadas, manto corto y un
racimo de uvas en la mano izquierda, simboliza el otoño. El tercer niño, con túnica y un cor-
dero sobre los hombros, como más tarde se representará al "buen pastor" dentro de la icono-
grafía cristiana, representa a la primavera. Y por último, una figura femenina, con velo y man-
to, entre cuyos pliegues lleva dos patos, mientras que su mano derecha sostiene una rama de
olivo, es la imagen del crudo invierno.
Debajo de estas pequeñas figuras emergen del agua, rodeados de peces, el Océano y una
nereida, tal vez Tetis, sólo de medio cuerpo. Ambos aparecen desnudos y coronados por las
clásicas pinzas de crustáceo que les acreditan como señores del mar. Levantan los dos una
mano y Océano sostiene un remo en la otra. A la izquierda de este grupo se ve a dos mujeres
reclinadas sosteniendo en sus respectivas manos izquierdas un haz de juncos. La que aparece
de frente luce diadema y collar. Son las representaciones de las ninfas de las aguas, de los ríos

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y manantiales, las aguas dulces que apagan la sed de los hombres y animales y hacen fructifi-
car la tierra. Por último, a la derecha está Tellus el soporte físico de la tierra nutricia, quien
aparece cubierta, sólo en parte, por un manto, y reclinada sobre una gran cornucopia colmada
de frutos coronados por un turgente racimo de uvas hacia el cual se dirige una serpiente. Ro-
dean a Tellus dos figuras infantiles que señalan, con los dedos levantados, la celeste aparición.
No cabe más, ni nada falta en tan reducido espacio en el que, de modo magistral, se ha re-
presentado el triunfo eterno, la celestial parada, con toda pompa y aparato, de la Gran Madre,
Señora de los Cielos y de la Tierra, del Mar y de las aguas dulces que brotan de los manantia-
les, corren por los cauces de los ríos y se remansan en los lagos; de los hombres y de los ani-
males de las plantas, de los frutos y de las cosechas. En definitiva, una completa y elaborada
lección sobre la cosmogonía metróaca-mediterránea.

NOTAS

1. Los Libros Sibilinos eran un conjunto de libros sapienciales que Tarquinio el Soberbio compró a la Sibila de
Cumas tras un famoso y reñido regateo. La Sibila pidió al rey un determinado precio por los nueve libros que
le ofrecía. El rey lo consideró abusivo y los rechazó. La Sibila arrojó tres al fuego y mantuvo el mismo precio
para los seis restantes. El rey volvió a rechazarlos y la Sibila arrojó otros tres al fuego. Al final, Tarquinio
pagó por los tres que quedaban el mismo precio por el que habría podido adquirir los nueve. Se decía que
contenían, en forma de prescripciones religiosas, remedios seguros de Estado, en caso de peligro. Se recurría
a ellos, para tranquilizar al pueblo cuando las soluciones previstas fallaban.

2. Liv. XXIX, 11 y 14; Ov., Fast. IV, 298 y ss.; Cic., De Harusp. resp., 13; Plin. VII, 35.

3. Pitagorismo, Orfismo, Misterios Eleusinos, celebraciones dionisíacas (Bacanales), etc. En todas estas corrien-
tes de carácter esotérico, se hallaban implícitas ideas de salvación por la práctica de la virtud y la promesa de
resurrección o incorporación a la armonía plena y total del Universo.

4. Cic., De Div. II,50.

5. Liv. XXV, 1.

6. Pérgamo (actual Bergama), fue una famosa ciudad de Asia Menor (Misia), a orillas del río Caico y capital del
reino del mismo nombre fundado por Filetero, hijo de Atalo y fundador de la dinastía de los Atálidas. Por he-
rencia pasó a poder de los romanos en el 133 a.C.

7. También se encontraron aquí los Libri Fulgurales, los Libri Rituales, los Libri Acheruntici y las revelaciones
de la ninfa Vegoia, a quien, según la tradición se debe gran parte de la revelación etrusca. Fue ella quien en-
señó a este pueblo el arte de interpretar la significación de los relámpagos, la forma de purificar los lugares
tocados por el rayo y el conjunto de ritos concernientes a la vida social, fundación de ciudades y roturación
de campos.

8. Este Tutanus era un dios de origen pelásgico, que se asoció a Fano. Hoy en la isla Tiberina se levanta un
Hospital de Beneficencia y una Farmacia. Sobre el templo de Esculapio se construyó en el siglo X la iglesia
de San Bartolomé. Herma = pilares con busto de un dios.

9. Cƒ. nota núm. 2 de este mismo capítulo.

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10. El Canto Secular fue compuesto por Horacio por encargo de Augusto para celebrar el nuevo Saeculum, que
se iniciaba en el año 17 a.C., y ser cantado por coros de jóvenes de ambos sexos en los actos solemnes que,
con tal motivo, tuvieron lugar.

11. Vermaseren, M.J., Corpus Cultus Cibelae Attidisque, III, Italia-Latium, Leiden, 1977, p. 3 y ss.; Nash, E.,
Bildelexikon zur Topographie des Antiken Rom, Tübigen, 1961-62, II, p.27.

12. Escalinata que ponía en comunicación el Palatino con el Foro Boario.

13. Cámara subterránea donde se celebraban los taurobolios y criobolios y donde se depositaban los "kernoi"
conteniendo los vires de los sacerdotes que se castraban y de los animales sacrificados.

14. Jordan, H., Topographie der Stadt Rom in Altertum, Berlin, II, 1871, p. 367 y ss.; Mirabilia Romae e codici-
bus Vaticanis emendata, Berlin, 1869 (in honorem Cibelis Neptuni et omnium demoniorum; ad honorem
cuius Cibelis fecit statuam deauratam, quam posuit in fastigo templi super foramen et coperuit eam magnifi-
ce tegmine ereo deaurato).

15. Proyectada por Nicola Salvi (1762).

16.Ludi Megalenses, Ludi Megalesiaci, Megalesia o Megalensia y, más tarde Megalesiaca.

17. Lucrecio, creador de la poesía didáctica en Roma (98–55 a.C.), autor de De rerum natura, obra en la que
expuso la cosmología atomista de Epicuro. (De Nat. Rer. II, 601-634)

18. Cƒ. p. 154 y 160; Menologium rusticum (CIL, VIII, 2305), Calendario de Philocalus del 354. Ov., Fast. IV,
182–186; Arriano, Tactica, 33, 4

19. Grant, M., El Mundo Romano, Madrid, 1960, p. 205.

20. La religión metróaca en Italia tuvo sus centros de culto más importantes en los siguientes puntos: Ostia, el
llamado puerto de Roma en la desembocadura del Tíber: Puzzuoli, emporio decisivo para el tráfico comercial
entre Oriente y Occidente: Benevento, Baiae, Herculano, Capua, Reggio y Locri. En el Norte destacó Aqui-
leia, desde donde el culto frigio se extendió por las regiones vecinas. Su penetración por las provincias de
Occidente y Norte de Africa fue más tardía. En Cartago, por ejemplo, no se practicó hasta la época de Septi-
mio Severo, aunque luego se mantiene, bien documentado, hasta la época de Constantino.

21. Virg., En. X, 246–255.

22. Virg., En. IX, 80–122.

23. Virg., En. IX, 65–30.

24. Cymba, en latín, significa barca o nave.

25. Virg., En. X, 220–230.

26. Virg., En. XI, 765–780.

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27. Tales relieves estucados se perdieron, pero se conocen gracias al dibujo que de ellos hizo Francisco de
Holanda, conservado en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial.

28. Bastet, F.L., De Datum van het grote hipogeum bie de Porta Magiore te Rome, Leyde, 1958; Carcopino, J.,
La Basilique Pytagoricienne de la Porte Majeure, París, 1926; Vermaseren, M.J., Cybele and Atis, London,
1977; García y Bellido, A., Arte Romano, Madrid, 1972, p. 264 y ss.

29. Ganimedes (Ganumhvdh"), joven héroe troyano descendiente de Dardano. Siendo apenas un adolescente fue
raptado por Zeus bajo la forma de un águila, para tenerle como "copero de los dioses" en el Olimpo, ya que
era considerado el más hermoso de los mortales. Su representación pasó a ser símbolo de la muerte inespera-
da y prematura.

30. El Circo Máximo ocupaba en Roma el área del Vallis Murcia, situada entre el Palatino y el Aventino. Sus
orígenes se remontan a tiempos del rey etrusco Tarquinio Prisco. Sufrió numerosas reconstrucciones y am-
pliaciones a lo largo de los siglos que estuvo en funcionamiento. Según Plinio, su aforo era de 25.000 espec-
tadores en época imperial. El obelisco de Ramsés II, que medía 23,70 m., fue transportado a la Piazza del Po-
polo en 1587. En el año 357, en época de Constancio II, se colocó un nuevo obelisco, esta vez del faraón
Tutmósis III y procedente de Tebas. Era el más alto de cuantos obeliscos había en Roma. Medía 32,50 m. y
en 1587 fue trasladado, por orden de Sixto V, a la Plaza de San Juan de Letrán.

31. Tanto en las Notitia Regionum, como en el Curiosum urbis, se menciona la existencia de un templete que
cobijaba la estatua de Cybele, cabalgando a la grupa de un león en el Circo Máximo. Entra dentro de lo posi-
ble que el león pudiera girarse tanto a la izquierda como a la derecha, aunque lo más frecuente es que cabal-
gue hacia esta última dirección. Cƒ. Nash, E., Pictorial Dictionary of Ancient Rome, Londres 1968, Vol. I, p.
32; Remy, E., La statue équestre de Cybèle dans les cirques romains, en Mus. Belge II, 1907, pp. 245–265;
Vermaseren, M.J., Matrem in leone sedentem, Leiden 1970.

32. En la espléndida Villa Hadrianea que el emperador se hizo construir en Tivoli se han hallado claros indicios
de devoción al culto metróaco, lo que demuestra que Adriano fue, cuando menos, simpatizante del mismo.

33. Marc., Epigr. I, 70, 9-10: Flectes vias hac qua madidi sunt tecta Lyaei / Et Cybeles picto stat Corubante
tholus. Nash, op. cit. vol. II, p. 34.

34. Vermaseren, M.J., Corpus Cultus Cybelae Attidesque, III, P. 47 y ss.

35. Apul., Met. XI, ad fin.

36. Julia Mesa fue madre de Julia Mammea, Semia y Soaemias. Semia fue madre de Heliogábalo, muerto a los
catorce años, en el 222, y Julia Mammea de Alejandro Severo, cuya muerte tuvo lugar en el 235.

37. Emesa, actual Homs, fue una ciudad antigua de Celesiria, sita en la llanura del Orontes y centro de un princi-
pado conquistado por los romanos.

38. Domicio Ulpiano, jurisconsulto romano (170–228). Desempeñó importantes cargos durante los reinados de
Caracalla, Heliogábalo y Alejandro Severo del que había sido su preceptor. Fue asesinado por los pretorianos
al descubrir una conspiración en curso.

39. Mitra, de origen iranio, era el dios de la luz, mediador entre el hombre y la Divinidad Suprema. Sin comp a-
ñera femenina alguna, por la severidad viril y el ascetismo castrense que preconizaba su doctrina, encontró
gran aceptación entre las legiones romanas, sobre todo a partir de los Flavios, difundiéndose rápidamente por

92
todo el Imperio. El Emperador Commodo se adhirió a su culto a fines del siglo II, y en el año 307 Dioclecia-
no, Galerio y Licinio, con motivo de la reunión celebrada en Carintia, consagraron un santuario al dios Mitra
en su calidad de Protector del Imperio.

40. C.I.L., VI, 509; Cƒ. I.G. XIV, 1018.

41. Orph. Hymn. proemio, 40.

42. Holzner, Josef, El mundo de San Pablo, Pamplona, 1965, p. 101 y ss; p. 143.

43. Tal fue el caso de un tal C. Magius Donatus Severianus que en el año 313 se hizo iniciar, al mismo tiempo,
en los cultos de Atis y en los de Mitra, siendo además sacerdote (hierofante) de los cultos de Liber y de las
Hécates. Cƒ. Bendala, M., La Necrópolis romana de Carmona (Sevilla), Sevilla, 1976, p. 64.

44. La actual aldea de Yenishar, a 20 km. al sur de Mileto, en la costa oeste de Asia Menor. Célebre en la anti-
güedad por su gran templo dedicado a Apolo, conocido con el nombre de Didimeion.

45. Plotino fue un filósofo alejandrino. Nació en Licópolis, Egipto, en el año 205 y murió en Minfurna (Camp a-
nia), en el 270. Fue el fundador de los grandes sistemas filosóficos de la antigüedad. Además del pensamien-
to platónico, recogió ideas de las demás escuelas (excepto de la epicúrea) e incorporó elementos místicos de
procedencia oriental. Su propósito era sustituir el dualismo de la inteligencia y la materia con el monismo y
resolver los problemas de la virtud y el conocimiento sobre una base religiosa. En la cumbre del sistema co-
locó al Uno, anterior al Ente, incognoscible, innombrable. De él procedía la mente (Nous) o Logos (verbo, ra-
zón) y de este el alma cuya misión era la de desligarse de sus vínculos materiales para volver al mundo de las
Ideas y ser absorbida por Dios.

46. Vermaseren, M.J., Corpus Cultus Cybelae Attidisque, IV, Leiden, 1978, pp. 107–109, Lam. CVII.

47. Blanco Freijeiro, A., Mosaicos de Mérida, (Mosaico Cósmico), Mérida, 1978, p. 35 y ss.

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