El Hades en La Odisea

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El Hades en la Odisea

El ultramundo que nos presenta Homero es siniestro. Para sus


contemporáneos del siglo VIII a.C. la muerte significaba una existencia ulterior
disminuida y humillante en las tinieblas infraterrestres del Hades, un lugar
poblado de sombras pálidas desposeídas de fuerza y de memoria. En este
mundo subterráneo, incluso las “almas” de los héroes viven una existencia
sombría, revoloteando como murciélagos y sin ninguna posibilidad de
abandonar el reino de los muertos.

En la Odisea, Ulises desciende al inframundo en busca de Tiresias para que le


aconseje e ilumine acerca de su regreso a Ítaca. Nada más llegar, ve acercarse
una multitud, la de los que no son personas ni tienen rostro, no son visibles, no
son nada. Entre ellas distingue el espectro de Aquiles, al que da de beber
sangre para devolverle algo de vitalidad y pueda expresarse. El héroe aqueo le
dice que los muertos están privados de sentidos y que son las imágenes de los
hombres que ya fallecieron. Añade que preferiría ser el último servidor del
hombre más pobre del mundo, pero vivo bajo la luz del sol, que ser el rey de
ese mundo de tinieblas que es el Hades.

Las almas de los muertos no pueden hablar de la misma forma en que lo hacen
los vivos. En diversos pasajes de la Odisea se refleja esta condición de los
espectros: las almas de los pretendientes emiten una especie de murmullo
desasosegante mientras son guiadas por Hermes hacia los infiernos. Ese
sonido y ese revolotear hace que el poeta los compare con los murciélagos.

Sófocles les atribuye un sonido diferente cuando escribe: “Aquí llegan los
zumbidos del enjambre de los muertos”. Este sonido miserable que emiten las
almas de los muertos es sin duda producto de su imposibilidad de hablar. No
en vano Hesiodo llama a la muerte “la que hurta la voz”.

Los órficos

Los versos de Homero resonaban en los oídos de todos cuando aparecieron


por la Hélade los primeros órficos, que susurraban que tenían acceso a los
dioses y que había una vida auténtica para ellos tras la muerte. El culto a Orfeo
se extiende por Grecia allá por el siglo VI a.C.

Tras su regreso de Sicilia, donde conoció a órficos y pitagóricos, Platón


describe en tres de sus Diálogos –Gorgias, Fedón y la República- la
concepción órfica del alma y su inmortalidad, según la cual ha de cumplirse un
castigo por un crimen primordial que ha cometido el alma y por el que es
encerrada en el cuerpo como si éste fuera un sepulcro. En consecuencia, la
existencia encarnada se parece más bien a la muerte, mientras que la muerte
constituye el comienzo de la verdadera vida, a la que se accede tras un juicio.
Si el alma ha cometido más faltas que méritos se reencarna de nuevo hasta la
liberación final.

Tras la muerte -dicen los órficos- el alma se dirige hacia el Hades y la que está
destinada a la reencarnación es obligada a beber de la fuente del Leteo para
que olvide sus experiencias, tanto las de sus vidas anteriores como las del
mundo celeste. Pero las almas de los órficos no están sujetas a la
reencarnación o, al menos, pueden recordar sus vidas anteriores, dice Platón.

El Hades en La Eneida

El orfismo decae tras las guerras médicas y vuelve a aquirir popularidad en los
primeros siglos de la era cristiana. Y es Virgilio quien la vuelve a poner sobre el
papel en la Eneida, aunque en el mismo Canto expresa también la concepción
homérica de la muerte.

La Sibila de Cumas recibe a Eneas y le guía en su descenso al inframundo,


donde el espíritu de su padre le hace partícipe de su destino, que ha de ser la
fundación de Roma. En este descenso a los infiernos, Virgilio nos relata la
concepción clásica de la vida tras la muerte y los avatares de los espíritus
humanos en el más allá. Cuando Eneas llega a la laguna Estigia observa una
turba de sombras que se precipitan a las orillas del Aqueronte, un cenagoso
abismo en perpetua ebullición. Guardando las aguas y los ríos se adelanta el
horrible Caronte, el barquero. En las sombras se adivinan madres, esposas,
héroes, niños, ancianos…. que piden pasar a la margen opuesta; son los
miserables que permanecen insepultos. Y rondarán la orilla durante cien años
si no se les rinden los honores fúnebres que les corresponden.

Las doctrinas de los órficos también encuentran su acomodo en esta


descripción que hace Virgilio del descenso a los infiernos. Anquises, padre de
Eneas, le explica que las almas que ve al lado del Leteo están “destinadas por
el hado a animar otros cuerpos” y beben de sus aguas de manera que olviden
el pasado.

Siguiendo a Pitágoras y a Platón, el Canto VI de la Eneida postula que un


mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, mueve la materia y se mezcla
al gran conjunto de todas las cosas. De él provienen los hombres y los
animales y esas “emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y
celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos”. Sigue diciendo
Anquises que, para alcanzar los Campos Elíseos, hay que padecer algún
castigo y borrar así las manchas que el cuerpo ha producido en el alma.
Cumplido un periodo de mil años, un dios las convoca a todas ellas junto al
Leteo a fin de que tornen a la tierra, olvidadas del pasado. y renazca en ellas el
deseo de volver nuevamente a habitar en cuerpos humanos.

Gloria y fama
Existe en el mundo clásico una forma de inmortalidad que los héroes se
disputan: la fama, el recuerdo de sus hazañas a través de los tiempos. Por esa
inmortalidad Aquiles decide morir joven y no palidecer en una existencia vulgar
para que los poetas ensalcen su nombre.

Ulises desciende al Hades para consultar a Tiresias, el adivino, acerca de su


regreso a Ítaca. Nada que merezca la pena le va a decir y más bien parece una
excusa porque, en comparación con los motivos que llevan a otros héroes a
visitar el inframundo -Gilgamés en busca de la inmortalidad, Orfeo para liberar
a Eurídice o Heracles para vencer al Cancerbero- el de Ulises es un tanto
banal, al menos en sus consecuencias. Lo que pretende en realidad es seguir
contándonos historias: la suya, una aventura más que se añaden a las otras de
la Odisea, y la de otros héroes que lucharon en la guerra de Troya.

Ulises pretende perseverar en la memoria de quienes escuchan o leen sus


aventuras. Ese deseo de gloria surge sin disimulos cuando la ninfa Calipso le
ofrece ser inmortal y eternamente joven a su lado pero a condición de que
ningún poeta cante su gloria. Si Ulises se queda con Calipso pierde la Odisea y
por lo tanto, deja de existir. Una inmortalidad sin nombre supone la semejanza
con los muertos del Hades, que han perdido su identidad. Ulises elige una
existencia mortal pero memorable y justificada por la gloria y es precisamente
quien, en el encuentro con las sombras de los grandes héroes aqueos, intenta
consolarles de su triste destino recordando la fama que dejaron en el mundo
mortal.

La inmortalidad en la memoria de los hombres es un argumento primordial de


la Eneida. Entre la desgraciada muchedumbre que abarrota la laguna Estigia a
la espera de pasar al otro lado, Eneas encuentra a Palinuro, el piloto de la nave
que naufragó; llegó sano y salvo a la orilla pero los habitantes del lugar le
dieron muerte para despojarle de sus vestiduras y su cadáver quedó insepulto
en la ribera. Palinuro le pide que dé sepultura a sus huesos o que interceda por
el favor de los dioses para que le permitan atravesar la laguna Estigia. La Sibila
tacha su pretensión de insensata porque es impensable torcer el curso de los
hados, pero le augura una futura sepultura y, lo que es más consolador que
cualquier otra cosa: sobre su túmulo se instituirán solemnes sacrificios y
conservará su nombre por toda la eternidad.

El recuerdo será la forma de inmortalidad más grata para los hombres porque
si exceptuamos esos Campos Elíseos o esas Islas Afortunadas, apenas
documentados, a los que las almas acceden tras mil años de sufrimiento en
reencarnaciones sucesivas, lo que queda es una existencia lúgubre, exangüe,
muda y sin escapatoria del mundo de los espectros. Siglos más tarde
Shakespeare escribirá el epitafio perfecto, según el escritor Tomás Eloy
Martínez: “Perduraré donde más alienta el aliento, es decir, en los labios de los
hombres”.

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