Chufa

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Chufa

Alejandra Costamagna
"Ultimos fuegos"
Ediciones B. Santiago, Chile, 2005. 169 páginas

Se llama Roberto Soto pero, nadie sabe muy bien por qué, le dicen Chufa. No llega
a los veinte años, tiene el pelo liso y muy grueso y unos pómulos abusivamente
hundidos. Una cara filuda tiene. Una cara, se diría, chupada por el propio filo de
sus hendiduras. Chufa nació en el sur y ahora, a las ocho de una noche de
diciembre, está en la capital. Después de la muerte de
sus padres no le quedó otra salida. O sí: podría haber
azotado calles en el sur. Prefirió azotarlas en el centro,
en la latitud 33 o por ahí, y entonces subió a un bus
provincial, llegó a la capital de la región, subió a un bus
nacional, llegó a la capital del país y aquí está: en el
rodoviario, como llama la gente ahora al terminal de
buses, con un par de billetes y algunas monedas sueltas
en el bolsillo, y la intuición de hallarse en la mitad de
un hormiguero, de ser él mismo una hormiga
cualquiera. Peor: una hormiga cualquiera y sin
trayectoria definida. Chufa mira a un perro amarillo y
piensa que los perros del sur tienen el pelo más liso
que los del centro. El perro que él mira, sin embargo,
es excepcionalmente crespo. No es que todos los perros
capitalinos luzcan rulos de mulato. Pero eso el
muchacho aún no lo sabe. A Chufa le gustan los perros.
Si ahora mismo se sacara el suéter, uno podría ver que
su polera tiene estampado el dibujo de un perro. Es un
perro siberiano, y lo curioso de la ilustración es que el
perro lleva a un hombre amarrado de una correa. Lo
lleva de paseo.

Chufa está cansado y se sienta en un banquito de la estación a comer un pan que


ha traído del sur. Al frente se instala un viejo pascuero. Saca una radiocasete de un
bolso y aprieta play. Pascua feliz para todos: el estribillo retumba en la estación de
buses mientras el viejo hace karaoke con una sonrisa inestable. Sus labios, en esa
postura, parecen un trocito de bistec mal cortado. Chufa lo mira y siente ganas de
cantar. Pero no canta: en realidad le carga cantar.

Las siguientes son horas de espera. ¿De espera de qué? Chufa no lo sabe, pero su
actitud es la de alguien que espera con paciencia, con infinita y tranquila y casi zen
paciencia. Una actitud más propia de Séneca o de algún griego arcaico que de un
muchacho de provincias estacionado de súbito en la gran capital. En algún minuto
de la tarde decide que ya es hora de moverse y saca del bolsillo del pantalón un
papel arrugado, una hojita de bloc roñosa o quizás una servilleta, y se dirige hacia
un teléfono público. Mira el número anotado en el papelito, echa una moneda en el
aparato y disca el número. Aló, tío. El tío se muestra extrañado por la presencia del
sobrino. ¿Dónde estás?, pregunta. Acá. ¿Acá en la capital? ¿Y qué estás haciendo
acá? El hombre sabe de la muerte de los padres de Chufa, pero esto no se lo
esperaba. Esto: la llegada repentina de su sobrino a la capital, a su casa, puede que
a su vida. Sin embargo, el tío no es ningún demonio y al final le dice bueno, ya;
vente, Chufita, vente. Desde el otro lado del teléfono le da las indicaciones para
llegar a su casa. Tienes que tomar la micro equis en la esquina equis y bajarte en la
calle equis. Chufa corta la llamada y trata de retener las últimas señas: el número
de la casa, los nombres de las calles. La verdad es que las indicaciones le parecen
dificilísimas de seguir. No tiene la más remota idea de dónde está parado; no sabe
ni cuál es el norte siquiera. A la mierda con el tío, piensa. Pero qué va a hacer: el tío
es su hormiga más conocida en este hormiguero. En el teléfono que ocupó hace
unos segundos ahora hay un hombre calvo hablando sin mucho ánimo. Cada
palabra sale de su boca como un soplo difuso. Lo último que oye Chufa es "te vas a
acostumbrar, Negro, te lo digo yo". Después corta. El muchacho se acerca al
hombre y le pregunta por la calle equis o por la micro equis o por la esquina equis.
El hombre exhala lo que parece su último soplido y dice: "Camina dos cuadras
hacia allá, hijo, y ahí preguntas". Chufa no sabe por qué el desconocido lo ha
llamado hijo. No le gusta que lo llamen hijo. Su padre, de hecho, jamás lo llamó
hijo. Chufa, Chufita, a lo más Roberto en un par de ocasiones. Nunca hijo. Chufa
camina las dos cuadras y pregunta. Está, en efecto, en la calle equis. Se detiene en
una esquina a esperar que pase la micro equis. En el paradero hay un viejo
pascuero sin barba. Puede que venga de regreso, se le ocurre. O de la Pascua
anterior. De cualquier manera no está para la fiesta de esta noche, eso es seguro.

La micro equis pasa a los pocos minutos. El muchacho sube y camina haciendo
equilibrio por el pasillo. El pavimento está roto y la micro da saltos de coctelera.
Hacia el final del pasillo cree ver a otro viejo pascuero. Pero no está seguro. A lo
mejor, piensa, la barba blanca y el traje rojo son casualidades. Chufa mira por la
ventana con entusiasmo o con algo parecido al entusiasmo, acaso tratando de
atrapar a otro repentino pascuero en su minuto de acción. Se le ocurre que la
ciudad es un festival de viejos pascueros. Viejos y en su mayoría tristes (y se diría
también miserables) pascueros. Ya es de noche. No lleva mucho rato de viaje
(pongamos, veinte minutos) cuando la mujer joven que va sentada enfrente se
acerca y le habla. Es raro lo que dice. A Chufa le parece raro. Esto es lo que dice:
oye, ¿tú estás muy apurado por llegar? Desde luego, Chufa no tiene ni un apuro. A
la mujer se le aproxima ahora un hombre y juntos comienzan a interrogarlo. No,
no está apurado; sí, claro que le gustaría ganarse unos pesitos; no, en principio no
tiene planes. No sabe a qué vienen las preguntas de la pareja, en verdad ignora si
interrogatorios como éste son comunes en esta ciudad, en este barrio al menos. O
en estas micros nocturnas de la capital. Después de un rato de divagaciones, al fin
le explican lo que quieren de él. A estas alturas Chufa se ha dado cuenta –o cree
haberse dado cuenta– de que los desconocidos no son traficantes de órganos ni
asaltantes de bancos ni cafiches desvelados que pretendan meterlo en su negocio
de Navidad. No. Es todo mucho más simple y raro a la vez: el hombre y la mujer
quieren pasar la Nochebuena en un pueblo de la costa y van en esta micro camino
de la estación de trenes. Hasta ahí todo bien. El problema es que les ha entrado
una duda: ¿han apagado o no el fuego de uno de los quemadores de la cocina de su
departamento? Después de tostar un pan, ella no recuerda haber cortado el gas.
Pero a lo mejor lo hizo y fue un acto mecánico. Puede que sí, puede que no. El caso
es que la duda no les permite seguir viajando tranquilos. Lo que quieren, lo que le
ofrecen a Chufa, es que vaya al departamento, vea si el fuego está prendido y lo
corte si es necesario. Y si no, nada: que se vaya y buenas noches los pastores. Por
supuesto, le ofrecen dinero como recompensa. Mientras Chufa lo piensa, la mujer
le hace una confesión. Dice: ¿sabes qué? Nos morimos de ganas de comer mirando
el mar. ¿Y cómo entro?, pregunta el muchacho de improviso. Te pasamos una
copia de las llaves y se las das después a la vecina. Chufa sabe que debe decir sí, es
obvio que tiene que aceptar ya la repentina y acaso milagrosa oferta que le han
hecho. Pero algo, un instinto de indecisión muy primario, le hace vacilar. Y se pone
a inventar, como un perfecto fabulador.

Inventa el muchacho en la micro que tiene una familia y que debe llegar a cenar
con ellos esta noche de Navidad. La pareja le cree y asegura comprenderlo.
Entonces aumentan la oferta. En la cabeza de Chufa se aparece inesperadamente la
imagen del tío. A lo mejor, recapacita en silencio, puede pasar unos días en el
departamentito y olvidarse del tío. A la mierda un rato el tío. Quedarse en el
departamento, que imagina con balcón y almohadas de pluma, y llamar al tío
desde la tina. Llevar el teléfono inalámbrico a la tina y llamarlo entre la espuma y
las sales de baño, chapoteando y bebiendo un trago con hielo. Tío, estoy muy bien
acá, no necesito tus enredadas explicaciones ni tu casa en la calle equis ni nada. En
realidad no necesito tu gentileza. Toma. El tío escuchará un tuuut y luego vendrá
una especie de culpa muy antigua. La culpa del miembro de una tribu que un día
cualquiera ha abandonado el clan, se le ocurre a Chufa en la micro, mientras la
imagen de la tina, la espuma de la tina sobre todo, se va alejando de su cabeza. El
tío permanece ahí, sin embargo, como la esquina mal cortada de un dibujo infantil.
La mujer interrumpe sus divagaciones: ¿y? ¿Aceptas el trato o no? Y, sí, Chufa saca
de su cabeza al tío, abre los ojos y acepta. La mujer se pone muy alegre, al
muchacho le da la impresión de que es una adolescente rabiosamente feliz. El
hombre la mira como se mira a una mascota, como orgulloso de las gracias de su
animalito. Chufa no puede evitar pensar en un perro cuando la mujer le pregunta
qué hará con el dinero. Un perro siberiano. Eso hará con el dinero, dice: comprar
un perro siberiano. Bonito regalo de Pascua, comenta él. Y después dice ya, niño,
en la otra esquina tienes que bajarte. Y ella: gracias, oh, muchas gracias.

Lo que viene a continuación es como una cinta acelerada. Es Chufa en el interior


de su propia cinta acelerada y dichosa. Baja de la micro, no le cuesta dar con la
calle, encuentra el edificio, sube los cuatro pisos, introduce la llave en la cerradura,
abre, entra en el departamento. En el living hay un silencio con grillos. Enciende
una lámpara: lo primero que ve es la enciclopedia de perros. Después, la colección
de autitos (todos escarabajos Volkswagen: qué cosa rara, piensa) sobre una repisa.
El gas no está abierto, y sobre el tostador hay una marraqueta que Chufa se lleva a
la boca como por instinto. Después ve un pedazo de chorizo y lo corta con un
cuchillo carnicero. Pone el embutido sobre el resto del pan y da un mordisco
grande, se diría rabioso. El refrigerador no contiene muchas provisiones, pero al
revisar la parte de arriba da con un pollo congelado, que saca inmediatamente y
guarda en una bolsa plástica. Vuelve al living y acomoda la bolsa con el pollo junto
a la enciclopedia de perros mientras termina de masticar atropelladamente el pan
con chorizo. Las primeras cortesías de su primera noche en la capital, divaga. Sus
pensamientos van de un lado a otro y él no hace nada por ordenarlos. Está feliz, el
muchacho. No sabe si sentarse a mirar el libro o seguir el paseo por la casa. Sin que
él lo quiera, el tío vuelve a su cabeza. Es obvio que debe llamarlo, se dice y
comienza a buscar el teléfono. Pero el teléfono no aparece por ningún lado. No hay
teléfono en el departamento. Tampoco hay balcón ni almohadas de pluma, pero
qué importa: hay un libro de perros y hay una tina que ahora empieza a ser llenada
con agua tibia. No hay sales de baño pero sí espuma, y un capítulo dedicado a los
siberianos. Es primera vez que Chufa entra en una tina llena de agua espumosa, y
ahora lo hace con la enciclopedia de perros en las manos. Se mojan las páginas,
pero qué importa. Quince minutos bastan para repasar la personalidad y los
cuidados básicos de un siberiano. Cuando termina el baño de tina, y una vez
vestido con sus mismas y únicas ropas, Chufa desprende de un tirón las hojas de la
letra S de la enciclopedia, las dobla y las guarda en la bolsa del pollo congelado que
ha dejado en el living. Está en eso, decidiendo qué hacer, cuando oye la puerta y
luego unas voces y un hola en voz alta, como si fuera obvio que alguien va a
responder; que él, Chufa, va a responder con otro hola muy natural y casi festivo.
¿Qué es esto?, se pregunta. Y, como en un flechazo, piensa en correr a la cocina,
agarrar el cuchillo carnicero del mesón y enterrárselo al sujeto que repentinamente
se atreve a interrumpir su prematura felicidad. Pero lo que hace y lo que dice es
otra cosa: hola, hola. Al frente tiene ahora a la mujer y al hombre del microbús,
que lo saludan nuevamente y le ofrecen una disculpa. Como si fueran allegados que
vienen a romper su solitario equilibrio. La mujer le explica que antes de llegar a la
estación se dieron cuenta de que habían olvidado los pasajes. Ya ves, dice el
hombre que ahora abraza a la mujer por la espalda, tenemos pajaritos en la cabeza.
Y se ríe. Ella también se ríe. Al muchacho no le queda otra: se ríe, con una risa tan
inestable como la del viejo pascuero que ha visto hace unas horas en la estación de
buses. En todo caso, yo ya me iba, miente Chufa. Si quieres te quedas a cenar con
nosotros, ofrece muy amable la mujer. No, no, muchísimas gracias. Ah, y el gas no
estaba abierto, les informa. Ellos vuelven a reírse. Se ríen de todo, piensa Chufa. Y
repite, nervioso: yo ya me iba, en serio. Mi familia me debe estar esperando.
¿Cómo te llamabas? Roberto, pero me dicen Chufa. ¿Por qué te dicen Chufa? Es
una historia larga. Su voz ha sonado como la de un infeliz. Bonito en todo caso,
dice el hombre, solo por llenar un silencio minúsculo pero notorio que se les ha
cruzado de golpe. Todo lo hallan bonito, piensa Chufa en medio del silencio.
Bueno, anda no más, si estás apurado, resuelve la mujer. Y se despiden y chao,
chao, Pascua feliz para todos.

Antes de salir, el muchacho vuelve a pensar en el cuchillo carnicero, pero es solo


una imagen. Una imagen, en todo caso, que deja una estela como un hilito muy
delgado y que lo lleva a pensar en el sur y en eso de azotar calles, de azotarlas
mejor en la capital. De azotar pollos ajenos, de azotar desconocidos. Eso es la
capital, se dice mientras camina hacia la avenida donde pasan los microbuses.
¿Eso qué? No lo sabe: la frase ha sido arrojada al aire sin ningún razonamiento
previo. Una vez arriba de la máquina mira el pollo adentro de la bolsa y piensa que
no está mal para ser su primera Navidad en estas latitudes. Ahora tiene que
encontrar un lugar donde prepararlo. Donde preparar el pollo. Pero la verdad de
las cosas es que no tiene muchas opciones. Chufa supone que el tío se alegrará de
ver a su sobrino en su casa y con un pollo en la mano.

Sin voz
De "Malas Noches"

Alejandra Costamagna

He llegado a pensar que estoy muerta. Mis pasos van dejando huellas de barro en
estas calles desoladas. No comprendo a qué obedece este fastidioso desamparo.
Miro muros de pinturas desdibujada, veo raíces de árboles sin hojas ni ramas, veo
troncos, veo naranjas repartidas por el suelo, veo gatos y luego ya no los veo.

Abrocho mis zapatos, toco mi panza para comprobar su estado y me pierdo en los
innumerables callejones de este pueblo, en sus
laberintos de cemento. Hace horas camino hacia la
casa de mis padres y siempre retorno hacia la
misma esquina. Entonces vuelvo a partir y doy con
la esquina y parto y la esquina y así: me cansa esta
circularidad.

La noche cae de golpe, aplasta mi sombra en una


ronda oscura. Enciendo un fósforo, pero su luz dura
un segundo antes de que la brisa la apague.
Enciendo todos los fósforos de la caja y un a uno se
van consumiendo en su calor. En penumbras debo
hacer un esfuerzo por regresar a la esquina sin
tropezarme. A estas calles les han hecho algo, no sé,
las han disfrazado ante mi visita. Qué maldad. Yo
no hago más que caminar. Golpeo todas las puertas
de este pueblo huidizo, me asomo por los patios y
los jardines. No hay señales de nada. Con suavidad tiro piedras a las ventanas.
Luego lo hago bruscamente. Quiebro un vidrio, incluso. Pero a nadie le afectan acá
los cristales rotos. Todos se han ido ¿dónde? No sé. Siento que mi panza se abulta
cada vez más y de a poco me invade la intuición de que es una lombriz lo que llevo
a dentro. ¿Por qué cargo con este parásito? Se lo traigo a mi madre para que lo
acune cuando salga de mí. Respondo a su vieja petición. Pero ella me sorprende
con su ausencia. ¿Por qué todos se han ido?

Cuando los encuentre los golpearé. Partiré por mi madre y seguiré por los demás.
Serán azotes de protesta los míos. Es muy miserable su abandono. ¿Qué significa
esto de desaparecer sin aviso? ¿Acaso creen que tengo toda la vida para
encontrarlos? Juegan a las escondidas los malditos y me obligan a levantar las
tapas de los basureros, a remover los escombros, a patear las piedras, a gritarles
desde la copa de un árbol. ¿Dónde están? Mi madre decía que iba a ser yo quien la
perseguiría alguna vez. Hablaba con rabia desde la cama y se tapaba con las
sábanas y cerraba los ojos y no me permitía ver su cuerpo desfigurado. Yo entonces
me iba, desaparecía un par de semanas, unos meses, muchos años. Pero aquí estoy,
mamá: es de noche, volví. ¿Es que el rencor te ha desterrado? Está bien, tenías
razón. No debí haberte abandonado en la agonía. Pero no veo por qué el resto, un
pueblo entero, me rehuye. Es una gente muy descortés ésta. Yo también nací acá,
sacudí los naranjos para que botaran las frutas, coleccioné piedras en la plaza,
caminé por los andenes despoblados en las tardes de invierno. Yo me levanté en las
mañanas y me acosté en las noches. Y sí, olvidé sus caras también. ¿Cómo eran?
Pálidos como yo, seguro. No, qué digo: mi madre era morena. Lo recuerdo porque
a veces comparábamos el color de nuestra piel y nos reíamos. Estoy segura de que
nos reíamos. ¿Con quién? ¿Qué decía? Las caras, eso, las imágenes. Mueren como
gotas mis visiones.

En cada lugar emergen fracciones de recuerdos. Son diminutos, casi podrían no


ser. La estación de trenes evoca a mi padre, por ejemplo. ¿Quién era mi padre? Me
detengo a mirar los rieles oxidados y hago esfuerzos por traerlos a mi memoria.
Algo me bloquea su contorno. Estoy obligada a adivinar sus facciones, su mueca de
fatiga. Incluso llego a inventarle un olor. ¿Esto es un engaño, es mi mente
escarbadora? Mi padre a veces se iba lejos y no volvía en muchos meses, me
engaño o escarbo. Pero tal vez nunca estuvo, nunca se fue, nunca volvió. Apoyo mi
oído en el suelo del andén. Hay rumores, voces perdidas. Una de ésas debe ser la
suya. Papá ¿me escuchas, papá? Tomo aire, intento retenerlo al respirar, pero
entonces su olor se confunde con una pestilencia que invade toda la estación. Hay
ratas, hay peste. Me alejo de este lugar sosteniendo mi panza cada vez más pesada.
Juro que nunca los dejaré acariciar mi bulto. Corro hacia la esquina fija. Muy
pronto advierto que debo disminuir la marcha: si no cuido mis pasos, podría caer
dentro de una alcantarilla.

Ahora los caminos se superponen con desorden. No sé dónde está mi esquina. Ésa
es la escuela, sí, creo. Me veo, veo a mis hermanos, a mi compañera de banco. Pero
está todo en penumbras. A tientas abro la reja y camino por los patios. Me detengo
en el quiosco de golosinas. Hay un silencio sepulcral. Intento llegar hasta las salas.
No puedo: hay candados en todas las puertas. Me parece ver barreras en los
pasillos. ¿Es que también los niños y los maestros y la inspectora de falda ajustada
y el vendedor de maní han desaparecido? Tanta soledad no me cabe. De nuevo
quiero correr, pero mi panza no me lo permite. Vuelvo a la calle y camino
aceleradamente, como si mis piernas fueran algo independiente de mi cuerpo.
Llego a la plaza. La compostura de ese farol me abruma. ¿Qué es todo esto? Hay un
vendedor ambulante sentado en un banco de madera.

Por fin alguien me dará una explicación. El viejo tiene una lámpara a parafina y se
dispone a apagarla. La sopla: desaparece con su aliento. Ya no hay nada. No hay
viejo ni farol ni plaza. Intento gritar, pero mi lengua se ha vuelto torpe. Solo
enredo y desenredo palabras, letras sueltas. Soy un cuerpo de sonidos difusos,
nada más, y me consumo en la mudez.

Una bruma pesada lo confunde todo. No veo. Es como si me hubieran cerrado los
ojos con una venda. Y yo sigo rastreando la esquina entre las calles desoladas. Mis
pasos son intuiciones. El cemento de las avenidas se mezcla con el aire y muy
pronto el pavimento desaparece y es un camino pedregoso el que me toca aplastar.
Voy a gritar y confirmo que no tengo voz. Tampoco escucho con claridad. Me
parece oír murmullos lejanos, palabras apretadas. ¿Qué son esos ruidos? Tapo mis
oídos para no seguir confundiéndome. Huele a humedad en este laberinto. Tal vez
llueve y no tengo paraguas. Estiro la palma de mi mano hacia arriba esperando
recibir gotas del cielo. Nada. No hay agua, no hay truenos, no hay nada. Por
momentos me parece estar debajo de la tierra. Quizás lo que llueve son terrones de
barro. ¿Dónde están, por favor? Cada vez es más oscuro y brumoso el aire. Me
cuesta caminar. ¿No estaré yendo hacia atrás? La panza me cuelga, tengo la
sensación de que se va a desprender de mí. Debería cosérmela al cuerpo. Es
imposible; no veo hospitales. Ni siquiera veo una puerta que permita abrir la
noche. Qué descuidada, debí haberme cosido antes de partir. Pero no recuerdo el
minuto de mi partida. ¿De dónde partí?

Las piernas ya no me sostienen, que peso tan intolerable. Si encontrara una tijera
podría acabar con esta gordura inútil. Crece a cada minuto y de a poco se apropia
de mis sentidos. Ahora me tiene sin respiración. Es una brutalidad seguir
guardando esta carne. Me duele. Debo agacharme y gatear para continuar la
búsqueda. No doy un paso sin que la panza me estorbe. El viejo de la lámpara
vuelve a aparecer detrás de un farol. Juega conmigo el viejo de mierda: aparece y
desaparece riéndose. Deme una tijera, le pido. Me parece distinguir un metal
brillando entre sus manos, pero es solo una ilusión. Sáqueme este bulto, por favor.
Entrégueselo a ella, le ruego. ¿A quién?, pregunta antes de soplar nuevamente su
lámpara. A ella, insistió. A mi madre, señor. La oscuridad se lo lleva
definitivamente y vuelvo a estar sola, sola con mi cuerpo deforme.

Creo que de nuevo están cayendo gotas. No, soy yo la que se humedece. Estoy
salpicándome. Mi vestido se cubre de rojo. Le arranco una manga para detener el
avance de la cañería que se me ha abierto. Maldita la sangre con que me hicieron.
Amarro mi cintura con el trapo y vuelvo a la normalidad. Qué alivio. Pero ahí está
fluyendo de nuevo, maldita sea. Ahora sale del ombligo, de la garganta, de mi
cuerpo completo. Maldito el fruto de mi panza. Me amarro entera, hago un nudo
de mi misma. Me sostengo en ese trípode que es mi cuerpo, me desprendo de la
curiosidad que me trajo a este lugar y comienzo a olvidar a mis seres perdidos. Soy
un ovillo de la roja. Redonda como me he vuelto, ruedo por la noche vacía. Ruedo,
ruedo, ruedo sin perder mi circularidad apañada. Puedo ver mi deslizamiento por
las rutas disparejas de este pueblo, por la esquina fija. Me invade el vértigo, ay.
Estoy superando la velocidad del sol; me pierdo. Pero sé que voy a traer el
amanecer por el norte cuando logre traspasar las arterias y este cielo opaco.
Malditos ellos que se fueron, ¿quiénes? Maldita yo que los olvidé.

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