Brujas Cervantes
Brujas Cervantes
Brujas Cervantes
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University of Wisconsin-Madison
The Novelas ejemplares present several autonomous communities or microcosms, one
of which is the double -mainly female- world of witches in the Coloquio. While sorcery
is a solitary art, witchcraft is a community practice, a cult. The community of witches
has a double existence: it is a secret and geographically dispersed society which really
only functions as a community when it comes together for the witches' Sabbath. This
countercommunity is distinguished by its feminine practices, beliefs, and relationships.
In view of the limited relations between women in Cervantes' novels, this focus on a
female community is of extraordinary interest, showing an alternative society and
eroticism, and the mystery of birth.
Obras consultadas
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Las brujas de Cervantes
no es Angélica la bella,
Y Angélica vuelve a vivir, porque todo el mundo de la comedia es pura ilusión. Pero
una ilusión tan puesta en evidencia que acaba por desilusionar o desengañar. «Es menester
tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño», dirá luego don Quijote en la
aventura del carro de la Muerte.
Desengaño es, para casi todos los escritores españoles del siglo de oro, un sinónimo de
conocimiento y su hallazgo conduce a demostrar «cuán mucha es la nada», como explica en
la IX crisis del libro III un personaje de El criticón.
Cervantes expone la fantasmagoría del mundo como hombre que ya ha visto las cosas
del otro lado de la tramoya. Las frases de Cervantes suelen estar cargadas de intención, y no
es de pasar por alto -24- que sea el mago Malgesí quien llame a Angélica -cuya belleza
encanta- hechicera y maga; chiste que repitió (o volvió a inventar) don Francisco de Quevedo
en su poema burlesco de Las locuras de Orlando: a una mirada de la bella, Malgesí pierde
todo su poder mágico:
y:
Pero dejemos ya este mundo de ilusiones para acercarnos a las más reales y auténticas
brujas cervantinas.
En el Coloquio de Cipión y Berganza aparece la Cañizares, bruja que a su vez nos da
noticia de otras dos colegas suyas, la Camacha y la Montiela. La Camacha de Montilla fue
célebre entre las brujas de Andalucía. «La más famosa hechicera que hubo en el mundo»,
dice la Cañizares. «Ella congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del
sol, y cuando se le antojaba volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un
instante de lejanas tierras;... cubría a las viudas de modo, que con honestidad fuesen
deshonestas; descasaba -25- a las casadas, y casaba las que ella quería. Por diciembre tenía
rosas frescas en su jardín, y por enero segaba trigo. Esto de hacer nacer berros en una artesa
era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo, o en la uña de una criatura, los vivos
o los muertos que le pedían que mostrase: tuvo fama que convertía los hombres en animales,
y que se había servido de un sacristán seis años, en forma de asno, real y verdaderamente, lo
que yo nunca he podido alcanzar cómo se haga... si ya no es que esto se hace con aquella
ciencia que llaman tropelía, que hace parecer una cosa por otra».
La Montiela sobresalía en trazar círculos y encerrarse con una legión de demonios;
murió de pena porque la Camacha le trasformó los hijos en perritos. En cuanto a la Cañizares
«en esto de conficionar las unturas con que las brujas nos untamos, a ninguna de las dos diera
ventaja».
Cervantes, recaudador de contribuciones, estuvo por Montilla en 1592. Allí oiría hablar
de la célebre Camacha y tal vez conoció a la Caflizares o a alguien que se le pareciera: «toda
era notomía de huesos, cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida;... denegridos los
labios, traspillados los dientes, -26- la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la
cabeza desgreñada, las mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos»... La
Cañizares oculta su brujería bajo una apariencia de devoción. Es hospitalera y cura a los
pobres, aunque a veces los roba.
-Vame mejor con ser hipócrita que con ser pecadora declarada -dice.
Y muchos la tienen en opinión de santidad.
La Cañizares discurre durante largo rato en el Coloquio de los perros, pero se advierte
que es el pensamiento de Cervantes el que se cuela en sus palabras y trata de explicar a la
bruja. Por eso la hace hablar con más erudición de la que era dable esperar de tal personaje,
y citar a las Eritos, las Circes, las Medeas, y aun El asno de oro de Apuleyo.
Cervantes advierte el carácter estupefaciente de los ungüentos: «Buenos ratos me dan
mis unturas» dice la Cañizares. «Y digo que son tan frías, que nos privan de todos los sentidos
en untándonos con ellas, y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que
en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente. Otras veces,
acabadas de untar, a nuestro parecer, mudamos -27- forma, y convertidas en gallos,
lechuzas o cuervos, vamos al lugar donde nuestro dueño nos espera»...
Es digno de notarse que Cervantes emplee la misma frase del soneto de Rey de Artieda,
que reduce el vuelo de la bruja a pura imaginación:
La Cañizares se unta delante del perro hablador del Coloquio. «Acabó su untura y se
tendió en el suelo como muerta». Entonces, al pobre perro, casi humano, le da miedo
quedarse encerrado con ella, y mordisqueándola, la arrastra por un talón hasta el patio.
En el cielo brillan todavía las estrellas. El perro se queda mirando la espantosa figura de
la vieja aletargada y desnuda. Pasa mucho rato. El cielo empieza a ponerse pálido. La gente
del hospital, que es madrugadora, sale al patio y se detiene, «viendo aquel retablo». Se va
formando un grupo alrededor de la vieja cadavérica. La gente discute. Unos la creen arrobada
de santidad, otros enajenada de brujería.
Cuando llegamos a este pasaje de las Novelas ejemplares, don Francisco Rodríguez
Marín nos interrumpe -28- la lectura para protestar contra los pintores en general, porque
a ninguno se le ha ocurrido trasladarlo al lienzo: «Este cuadro -mentira me parece- no está ni
bien ni mal pintado por nadie, ¡y en cambio las exposiciones de pintura, año tras año, se
llenan de lienzos sin asunto, sin inspiración, sin nada que valga tres caracoles...!»
Comprendemos el enojo de don Francisco y casi le perdonamos el arrebato de mal
humor. La bruja dormida, con el perro a sus pies, contemplada por los hospitaleros, en el
patio con luz de madrugada... ¡Qué tema para Goya!
La Cañizares es, sin duda, la mejor descrita de las brujas de Cervantes, pero no la única.
Ya al fin de su vida, cuando deja desbordar su imaginación en Los trabajos de Persiles y
Sigismunda, Cervantes vuelve a recrearse en la pintura de brujas y hechiceras. Pero bien
merecen un párrafo aparte las brujas de Persiles.
-29-
Magas enamoradas
Don Miguel de Cervantes creyó que el mejor de sus libros era -no el Quijote- sino Los
trabajos de Persiles y Sigismunda. Le faltaba poco para terminarlo y ya anunciaba al conde
de Lemos, en la dedicatoria de la segunda parte de Don Quijote, como «el más malo o el
mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y
digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos,
ha de llegar al extremo de bondad posible». El Persiles fue un canto del cisne. Acabó el libro
y al mismo tiempo la vida de su autor. El maestro José de Valdivieso, al aprobar la
publicación del libro póstumo (él fue quien lo llamó canto de cisne), declara: «de cuantos nos
dejó escritos, ninguno es más ingenioso, más culto ni más entretenido».
El Persiles es el libro de caballerías de Cervantes. Durante mucho tiempo su autor debió
recrearse con su invención. Ya en la primera parte de -30- Don Quijote el canónigo hace
el elogio de esta clase de libros cuyo «género de escritura y composición cae debajo de aquel
de las fábulas que llaman milesia» y que, cuando están bien escritos, permiten que un buen
ingenio se muestre en la plenitud de sus recursos. Allí puede dejar correr la pluma -dice el
canónigo- «describiendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas». «Ya puede
mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de
estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante si quisiere».
Y Cervantes no perdió la ocasión de mostrarse un poco nigromante en el Persiles.
Si Don Quijote está libre de brujas, aquí las vemos ir y venir por el libro, hacer daño, volar y
enamorarse.
Una, al parecer italiana, se lleva por los aires al bailarín Rutilio desde Roma hasta
Noruega. De esta bruja no sabemos el nombre. «Estaba presa por fatucheríe, que en
castellano se llaman hechiceras», pero andaba por la cárcel con toda libertad, con el pretexto
de curar a la hija de la alcaldesa, «con hierbas y palabras», de una enfermedad que no le
acertaban los médicos. La bruja se mete en la celda del bailarín y le promete la libertad si
él -31- consiente en hacerla su mujer. Es el mismo Rutilio quien cuenta la historia:
-«Esperé la noche, y en la mitad de su silencio llegó a mí y me dijo que asiese de la punta
de una caña que me puso en la mano, diciéndome la siguiese. Turbéme un tanto. Pero como
el interés era tan grande moví los pies para seguirla, y hallélos sin grillos y sin cadenas, y las
puertas de toda la prisión de par en par abiertas, y los prisioneros y guardias en profundísimo
sueño sepultados.
En saliendo a la calle -prosigue el bailarín- tendió en el suelo mi guiadera un manto, y
mandóme que pusiese los pies en él, me dijo que tuviese buen ánimo, que por entonces dejase
mis devociones».
Debe notarse la coincidencia entre esta escena y otra de La casa de los celos: el mago
Malgesí, antes de emprender el vuelo con el paladín Roldán, le formula esta advertencia:
Jesús me valga
-32-
El bailarín Rutilio, embarcado en el manto volador, también desecha el consejo impío y
se encomienda a todos los santos.
Cuatro horas o poco más dura el viaje en alfombra desde Italia hasta Noruega. En
seguida de aterrizar, la mujer intenta dar rienda suelta a su pasión. Abraza a Rutilio, quien al
querer apartarla la ve convertida en loba. Lleno de miedo, el hombre le clava el puñal en el
pecho y la bruja, vuelta a su primitiva figura de mujer, queda tendida en el suelo, muerta y
ensangrentada.
¿Con qué viejas historias volvía a reconstruir Cervantes ésta del Persiles? Ya en
el Satiricón, la novela romana del siglo I, atribuida a Petronio, se cuenta la historia de un
soldado convertido en lobo que, después de ser herido por un esclavo, recupera su forma
humana pero continúa sangrando por la herida. También Meris se convierte en lobo en la
égloga VIII de Virgilio.
Cervantes recoge la creencia en los lobisones, común a todos los pueblos primitivos.
Un habitante de Noruega, que escucha la historia de Rutilio, le informa que de tales
hechiceras «hay mucha abundancia en estas septentrionales partes».
«Cuéntase dellas -explica el noruego- que se -33- convierten en lobos, así machos
como hembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encantadores. Cómo esto
pueda ser yo lo ignoro, y como cristiano que soy católico, no lo creo. Pero la experiencia me
muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es que todas estas transformaciones son ilusiones
del demonio, y permisión de Dios y castigo de los abominables pecados deste maldito género
de gente».
Leemos aquí una frase que ilumina notablemente ciertas facetas del pensamiento de
Cervantes, en el que se superponen y conviven la ilusión y el escepticismo: «como cristiano...
no lo creo. Pero la experiencia me muestra lo contrario».
En el libro segundo del Persiles otra maga se introduce a deshoras en la habitación de
Antonio el mozo.
«Mi nombre es Cenotia, soy natural de España, nacida y criada en Alhama, ciudad del
reino de Granada... Mi estirpe es agarena; mis ejercicios los de Zoroastes y en ellos soy
única».
Esta granadina, expatriada por temor a la Inquisición, es mujer que representa «hasta
cuarenta años de edad, que con el brío y donaire debía de encubrir otros diez». Sin que se lo
pregunten enumera -34- sus habilidades: oscurecer el día, hacer «temblar la tierra, pelearse
los vientos, alterarse el mar, encontrarse los montes», y los demás consabidos prodigios.
Como la Camacha de Montilla (la del Coloquio de los perros), ésta pertenece a una dinastía
de hechiceras, pues de maestra a discípula van heredando la ciencia y el nombre. En Montilla
se hablaba de «las Camachas».
La Cenotia, sin embargo, pone cierto orgullo en no llamarse hechicera, pues pertenece
a una categoría más elevada: la de las encantadoras o magas.
«Las que son hechiceras -asegura- nunca hacen cosa que para alguna cosa sea de
provecho; ejecutan sus burlerías con cosas, al parecer, de burlas, como son habas mordidas,
agujas sin puntas, alfileres sin cabeza y cabellos cortados en crecientes o menguantes de luna;
usan de caracteres que no entienden, y si algo alcanzan, tal vez, de lo que pretenden, es no
en virtud de sus simplicidades, sino porque Dios permite, para mayor condenación suya, que
el demonio las engañe. Pero nosotras, las que tenemos nombre de magas y de encantadoras,
somos gente de mayor cuantía; tratamos con las estrellas, contemplamos el movimiento de
los cielos, sabemos la virtud de las yerbas, de -35- las plantas, de las piedras, de las
palabras, y juntando lo activo a lo pasivo parece que hacemos milagros y nos atrevemos a
hacer cosas tan estupendas, que causan admiración a las gentes...»
A pesar de toda la ciencia estas pobres magas no están libres de enamorarse
violentamente.
Todas padecen amores impetuosos. Eso mismo les pasaba a Circe y a Medea en las
historias clásicas y a las varias brujas de menor cuantía que trajinan en las páginas de El asno
de oro, de Apuleyo.
La Cenotia ofrece al asombrado mozo su persona y sus ahorros además de todos los
tesoros que ocultan las entrañas de la tierra. Más aún; le promete embellecerse por artes
mágicas (o cosméticas): «Si te parezco fea, yo haré de modo que me juzgues por hermosa»...
El bárbaro galán no acierta a apartar el peligro de manera más suave que disparando un
flechazo contra la enamorada. No le acierta. Pero ella maquina su venganza. A poco, el joven
empieza a enfermar. Su padre amenaza a la hechicera con una daga en alto:
-«Mira si tienes su vida envuelta en algún envoltorio de agujas sin ojos o de alfileres sin
cabezas; -36- mira ¡oh pérfida! si la tienes escondida en algún quicio de puerta o en alguna
otra parte que sólo tú sabes».
La Cenotia se atemoriza y «olvidándose de todo agravio, sacó del quicio de una puerta
los hechizos que había preparado». Pero poco después insiste en su venganza e intriga con el
rey Policarpo para que aprisione al desdeñoso Antonio. Al fin, una revolución popular depone
al rey y termina con los encantos de la encantadora colgándola de una horca.
No por eso se agotan las hechicerías de la novela. En el último libro, Hipólita la
Ferraresa, cortesana de Roma, se enamora de Periandro y encarga a Julia, la mujer del judío
Zabulón, que por medio de hechizos enferme a Auristela, la prometida de Periandro. Pero
como éste decae al mismo tiempo que su amada, la cortesana pide que se suspenda el hechizo.
Esto, más que con la magia, parece tener relación con el simple envenenamiento. Así lo
entiende Cervantes, quien ya había tratado de «estos que llaman hechizos» al justificar la
locura del licenciado Vidriera, y, otra vez, en el Quijote, en el capítulo de los galeotes, donde
por voz del ingenioso hidalgo se ratifica la creencia cervantina de -37- que los hechizos no
pueden desviar el libre albedrío ni obligan a nadie a querer contra su voluntad.
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https://html.rincondelvago.com/el-coloquio-de-los-perros_miguel-de-cervantes.html