Las Florecillas de San Francisco
Las Florecillas de San Francisco
Las Florecillas de San Francisco
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Introducción y ofrenda
Al ilustre académico de la Lengua, excelentísimo
señor don Leopoldo Eijo y Garay, obispo de
Madrid-Alcalá, respetuosamente.
A fuer de admirador y agradecido a V. E., acudo a vuestra bondad para
ofreceros la presente versión castellana de I Fioretti di San Francesco, primera
edición castellana emprendida después del cotejo de los más antiguos códices de la
obra incomparable, teniendo a la vista las ediciones críticas más recientes. Confío
que Vuestra Excelencia la recibirá amablemente con el cariño que siento al
franciscanismo y aun por ser ofrenda de humildes, entre los cuales es forzoso
contarme por derecho propio.
Harto sabido me tengo que, en el curso de los días, mi trabajo ha sido el de la
abejuela; porque me sé hasta la hartura y huélgome de confesarlo, que trabajos de
erudición y de crítica sin violencia de parte, no son para espíritus caprichosos como
el mío, que se sugestionan con demasiado ímpetu, libando de prisa y de prisa
ofreciendo cuanta delicia de verdad o de belleza encuéntrase apetitosa en los
caminos de la vida; sino para aquellas almas selectas y reposadas que aciertan a
frenar a tiempo y vigorosamente los nervios, acertando con ello a uncir
heroicamente las propias actividades al yugo del estudio dilatado y profundo. ¿Hice
yo tal? A duras penas; mis aptitudes antojadizas y tercas en la delectación literaria,
más sabroso encontraron siempre el goce de la lectura que la crítica concienzuda; si
es que no entendemos por crítica la que de ojos para dentro desenvuelve uno en la
fecundidad deliciosa de sus propios pensamientos. Fuera de mi Abyla herculana.
Introducción al estudio de la Etnogenia berberisca, de mis ensayos sobre la cuestión
de Osio —16→ y de Liberio y de algunos artículos volanderos aparecidos en
revistas y periódicos, rara vez me he dedicado ahincadamente al estudio y cotejo de
antiguos códices y documentos. En cuanto al presente trabajo, dado se ha el caso de
aguijonearme con singular constancia, durante muchos años, los recuerdos
deliciosos de I Fioretti, el primero de los libros italianos que manos amigas pusieron
cariñosamente en las mías, allá en Roma, cuando la aridez escolar de los estudios
metafísicos y la disciplina del Colegio Español reclamaba con urgencia leves
remansos para la expansión lírica y más humanidad para el corazón de los rapaces
estudiosos entre los cuales me contaba; y desde entonces me propuse la tarea de
verter al castellano, con toda justeza, la incomparable obrita italiana. Comencé muy
luego a traducir el Cántico del sol. Pero, ¡cuánto perdía el himno franciscano!
¡Cuánta galanura de menos! Ni aun doña Emilia Pardo Bazán pudo quedar
satisfecha de su versión. Intenté la versión rimada;1 pero resultó empresa portentosa
para mi ingenio de corista admirador de las habilidades misteriosas de los fáciles
versificadores. Volví a los Fioretti; los releí muchas veces, en distintas ediciones, y
pude percatarme de las diferencias existentes en ellas y aun de la falta de fijeza de
frases enteras. Por fin, hace pocos años, comenzaron a publicarse en Italia las
transcripciones de los antiguos códices y salieron las ediciones críticamente
depuradas, con el mismo léxico medieval de que usaba tan sabrosamente el Amador
de la Hermana Pobreza. Luego el encargo de los directores de la Biblioteca
Universal me estimuló a retornar a la empresa de antaño, hasta dar por bien
terminada la presente versión que corrige más o menos levemente y completa desde
luego otras ediciones castellanas.
Las ediciones italianas más recientes son numerosas. Recordemos las siguientes
que he tenido a la vista:
1.ª Según la lección del códice Fiorentino, editada por A. Manelli y publicada
de nuevo por Luis Manzoni (2.ª ed., eu 8.º, páginas 293: Roma, 1902).
2.ª Edición de A. Cesari, Riscontrati su moderne stampe per cura di R.
Fornaciari (págs. XX-483; Florencia).
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3.ª Edición de L. Amoni, raffrontati col testo di Biblioteca Angelica e coi codici
della Laurenziana e Vaticana (págs. XI-400; Roma).
4.ª Edición de Passerini, ilustrada por Razzolini (en 16.ª, páginas XI-317; Milán,
1908).
5.ª Quinta edición de Padovan, annotata, riletta e migliorata (págs. XXXV-404;
Milán, 1927).
6.ª Edición de Della-Torre (en 16.º, págs. 285; Turín, 1909).
7.ª Segunda edición corregida de Passerini, con ilustraciones (Florencia).
8.ª Edición de Gallerati-Scoti, secondo quella di A. Cesari, bellamente
prologada (págs. XXXIV-484; Florencia, 1925).
9.ª Edición anotada por P. F. Sarri da un codice della Biblioteca Reale di
Torino, con reproducción discretísima de unas 50 xilografías del siglo XVII (págs.
200; Vallecchi, Florencia).
10.ª I Fioretti di San Francesco, l’Addio alla Verna e Il Cantico delle creature.
Introducción y nota de A. Mori (Società Ed. Intern. Turín).
Desde la versión incunable de Sevilla2 hasta la más reciente de las ediciones
castellanas,3 todas adolecen de algo, en mayor o menor grado, por cuanto los textos
renacentistas que solían utilizarse no eran, ni de mucho, modelos perfectos; ha sido
preciso el cotejo de los viejos códices para que resultasen las recientes ediciones
depuradas que hoy nos ofrece Italia para gala de su buen gusto y delicia nuestra. Las
variantes se han mantenido con tanta insistencia que, aun en la reciente edición del
padre Sala, sin duda la más exacta de las ediciones castellanas aparecidas, se han
visto los editores en el caso de confesar con lealtad digna de todo encomio, que la
versión «corresponde generalmente al texto italiano».4 Nosotros hemos tenido a la
vista las ediciones antes citadas y nos hemos valido principalmente de la 5.ª edición
de Padovan.5
Ni la escuela siciliana, en que alboreó la poesía italiana, ni Ciullo d’Alcamo, ni
Folacchiero da Siena, habidos como progenitores, ni los autores del mecénico
reinado de Federico II; ni la primitiva escuela toscana con Ciacco dell’Anguilara, la
doncella Compiunta, —18→ Dietaiuti, Guido Donati y Brunetto Latino, lograron
ver difundidas sus cantilenas deliciosas, como el Cántico del sol de San Francisco;
es difícil hallar una ciudad, un pueblo, una aldea italiana, donde no sepa recitarse, ni
existe lengua culta que no ofrezca versiones más o menos discretas. Este himno,
como I Fioretti, constituyen verdaderos testi di lingua, justamente apreciados en
Italia como los más selectos, y por las culturas de fuera de Italia como
incomparables. Sin I Fioretti sería incomprensible la vida y los hechos
verdaderamente históricos de San Francisco; porque forman el libro de la sinceridad
franciscana; y la sinceridad es lo que históricamente personificaron San Francisco y
sus frailes; sinceridad que sólo encarna en espíritus arrebatados como los de ellos.
Desde el Dante hasta Carducci y D’Annunzio, pasando por todas las literaturas
europeas, siempre I Fioretti tendrán el lugar excepcional que les corresponde;
porque es un hecho incontrovertible que sus condiciones emotivas nunca
manifestáronse con tan sugestiva y pulcra suavidad en espíritus esmeradamente
educados.
Constituye, desde luego, un hecho indudable la influencia de la poesía
franciscana en nuestra literatura. Prescindiendo de las Crónicas seráficas, en que
aletea el verdadero espíritu franciscano, del Caballero Asirio(poema que Gabriel
Mata imprimiera tan donosamente en 1589) y de otras muchas obras del mismo
género, el espíritu de San Francisco, todo él suavidad, anima las obras de nuestros
grandes escritores, desde Raimundo Lulio, el asceta mallorquín; hasta Santa Teresa
de Jesús, la Virgen castellana. Así, por ejemplo, revelan su filiación franciscana
la Conserva espiritual, de Joaquín Romero de Cepeda;6 el Cancionero, de fray
Ambrosio de Montesinos,7 predicador de los Reyes Católicos; las composiciones
suavísimas de Damián de la Vega,8 para no citar más que algunas de las obras
maravillosas casi desconocidas, olientes a vino añejo conservado en bien cosidos
odres cubiertos de polvo centenario. El espíritu de I Fioretti vibra, como antaño y
allende el —19→ mar en las rimas de Fra Jacopone, en las de nuestros grandes
clásicos. Aquellos sabrosos y lapidarios versos, por ejemplo:
Y claramente parece que Santa Teresa de Jesús, la mística avilesa, cuando escribía
aquellos deliciosos versos:
tenía ante sus ojos profundos aquellas rimas deliciosas de uno de los sermones de
San Francisco:
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Primera parte
Florecillas de San Francisco y de sus frailes
En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo crucificado, y de su Madre la Virgen
María. En este libro se contienen ciertas florecillas, milagros y ejemplos del
glorioso Pobrecillo de Cristo, Meser San Francisco, y de algunos de sus santos
compañeros. A loor de Jesucristo.
Amén.
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Capítulo I
De cómo y por qué San Francisco eligió sus 12 compañeros a imitación de
Jesucristo; uno de los cuales se ahorcó, como Judas
Capítulo II
De fray Bernardo de Quintavalle, primer compañero de San Francisco
Capítulo III
De cómo San Francisco, y por su falso juicio contra fray Bernardo, mandó al dicho
fray Bernardo que, por tres veces, pasara sobre él, poniendo un pie sobre la garganta
y otro sobre la boca
El devotísimo siervo del Crucificado, Meser San Francisco, por la aspereza de
la penitencia y el continuo llorar, había quedado como ciego, pues poco veía. Una
vez, entre otras, partió del lugar en que se hallaba para ir en busca de fray Bernardo,
y hablar con él de las cosas divinas; y llegando al sitio, hallole en la selva puesto en
oración, todo elevado y unido a Dios. Entonces el santo penetró en la selva y le
llamó, diciendo:
-¡Ven y habla a este ciego!
Y fray Bernardo no contestó nada, porque, siendo hombre de mucha
contemplación, tenía la mente suspendida y elevada a Dios, y como tenía singular
gracia en hablar de Dios, según que San Francisco más de una vez había observado,
éste deseaba hablar con él. Pasado un poco de tiempo lo llamó por segunda y por
tercera vez, del mismo modo; y como fray Bernardo no le oía por eso no contestó ni
fue hacia él. Por lo cual San Francisco se retiró de allí algo desconsolado,
maravillándose y quejándose en su interior de que fray Bernardo, llamado por tres
veces, no hubiese acudido. Partiéndose con estos pensamientos San Francisco, ya un
poco alejado, dijo a su compañero:
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-Espérame aquí.
Y él prosiguió hasta internarse en la soledad donde, poniéndose en oración, rogó
a Dios que le revelase la razón por que fray Bernardo no le había contestado; y,
estando de esta suerte, oyó una voz de Dios que le decía: «¡Oh, hombrecillo! ¿De
qué te turbas? ¿Debe el hombre dejar a Dios por la criatura? Cuando tú llamabas a
fray Bernardo se hallaba conmigo y por esto no podía ir hacia ti, ni contestarte; no te
maravilles, pues, si no te contestó, pues estaba fuera de sí y no oía ninguna de tus
llamadas». Cuando San Francisco oyó estas palabras de Dios, con gran presteza y
sin detenerse retornó al sitio al sitio donde se hallaba fray Bernardo para acusarse
humildemente en su presencia del pensamiento que contra él había tenido. Viéndole
venir hacia sí, fray Bernardo saliole al encuentro y se echó a sus pies, pero San
Francisco le hizo levantar enseguida, manifestándole con gran humildad su
pensamiento, la turbación que había tenido respecto de él y cómo Dios le había
contestado, añadiendo luego:
-Mándote que, en virtud de la santa obediencia, hagas lo que te ordenare.
Temiendo fray Bernardo que San Francisco no le mandase alguna cosa
excesiva, como solía hacer, quiso honestamente soslayar aquella obediencia, y por
esto contestó:
-Aparejado estoy a cumplir vuestra obediencia si me prometéis hacer luego lo
que yo os ordenare; y habiéndolo prometido San Francisco, fray Bernardo dijo:
Decidme ahora, padre, qué es lo que queréis que haga.
Y díjole San Francisco:
-Yo te mando, en virtud de la santa obediencia, que, para castigar mi presunción
y el ardimiento de mi corazón, al echarme en tierra boca arriba me pongas un pie
sobre el cuello y otro sobre la boca, y así pasarás tres veces de un lado a otro
diciéndome palabras de sonrojo y vituperio, y especialmente me dirás: «Aguanta,
villano, hijo de Pedro Bernardón. ¿De dónde te ha venido tanta soberbia siendo tan
vil criatura?».
Oyendo esto fray Bernardo, aunque mucho le resistía el hacerlo, por pura
obediencia y con cuanto miramiento pudo, hizo lo que San Francisco le había
mandado; y una vez hecho, dijo San Francisco:
-Ahora manda tú lo que quieras que haga, porque te he prometido obediencia.
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-Te mando por santa obediencia que siempre que estemos juntos me reprendas y
corrijas ásperamente de mis defectos.
De lo cual se maravilló mucho San Francisco, puesto que fray Bernardo era
hombre de tanta santidad que solamente le inspiraba reverencia y no le consideraba
digno de reprensión alguna. Por lo cual, de allí en adelante, se guardaba mucho de
estar con él, por razón de la dicha obediencia, a fin de no verse obligado a decir
ninguna palabra de corrección a quien reconocía como santo. Y cuando quería verle
u oírle hablar de Dios, lo más pronto que podía se apartaba de él y se marchaba; y
era de grandísima edificación el ver con cuánta caridad, reverencia y humildad el
padre San Francisco trataba y hablaba con fray Bernardo, el hijito primogénito. A
loor y gloria de Jesucristo y del pobrecito Francisco. Amén.
Capítulo IV
De cómo el Corderito de Dios propuso una cuestión a fray Elías, custodio de un
lugar de Val de Spoleto, y porque fray Elías le contestó soberbiamente, partió y
fuese camino de Santiago, donde halló a fray Bernardo y le contó esta historia
Capítulo V
De cómo el santo fray Bernardo de Asís fue enviado por San Francisco a Bolonia,
donde tomó lugar
Como San Francisco y sus compañeros eran llamados y elegidos por Dios para
llevar con el corazón y en las obras, y confesar con la lengua la cruz de Cristo,
parecían y eran hombres crucificados, en lo referente a sus vestiduras, a su vida
austera y en todas sus obras y operaciones; y más deseaban sufrir vergüenzas y
oprobios por amor de Cristo, que obtener honores, reverencias y alabanzas
mundanas; de manera que se alegraban de las injurias y se entristecían con las
honras; y así andaban por el mundo como peregrinos y forasteros, no llevando
consigo más que a Cristo crucificado; y siendo verdaderos sarmientos de la
verdadera vid, que es Cristo, producían grandes y buenos frutos en las almas que
ganaban para Dios. Sucedió en el principio de la religión que San Francisco mandó a
fray Bernardo a Bolonia para que allí, según la gracia de Dios que le había sido
concedida, alcanzase frutos para el Cielo; y fray Bernardo, después de persignarse
con la señal de la Cruz, fuese y llegó a Bolonia por la santa obediencia. Y en
viéndole los chiquillos en hábito tan desusado y grosero, le hicieron burla y muchas
injurias como se harían a un loco; y fray Bernardo llevaba aquello con mucha
paciencia y alegría por amor de Jesucristo; así que muchas veces poníase adrede en
medio de la plaza de la ciudad para ser mejor escarnecido, y sentándose, se reunían
en rededor suyo muchos hombres y rapaces, y quién le tiraba de la capucha por
detrás, quién por delante, quién le arrojaba polvo y piedras, quién lo empujaba de un
lado a otro. Fray Bernardo lo recibía todo sin alterarse, con rostro alegre y sin
cambiar de postura, ni resguardarse de nada, y durante muchos días tornaba al
mismo lugar para sufrir semejantes injurias. Y como la paciencia es obra de
perfección y —37→ prueba de la virtud, un sabio doctor en Leyes, viendo y
considerando tanta constancia y virtud en fray Bernardo, que no se turbaba por
ninguna molestia o injuria, dijo entre sí: «Imposible es que éste no sea un santo». Y
acercándose a él le preguntó:
-¿Quién eres tú y por qué has venido aquí?
Fray Bernardo, por contestación, metió la mano en el seno y sacó la Regla de
San Francisco, dándosela para que la leyese; y cuando la hubo leído, considerando
su altísimo estado de perfección, con grandísimo estupor y admiración volviose a los
compañeros y dijo:
-Verdaderamente es éste el más elevado estado de religión que jamás he oído; y
como éste y sus compañeros son hombres santos entre los más santos del mundo,
comete grandísimo pecado el que les injuria; antes se les debe honrar sumamente,
considerando que son verdaderos amigos de Dios.
Y volviéndose a fray Bernardo, dijo:
-Si quieres tomar casa o fundar un convento donde puedas de un modo
conveniente servir a Dios, por la salud de mi alma de buen grado te la doy.
Contestó fray Bernardo:
-Yo creo -mi señor- que esto os ha sido inspirado por Nuestro Señor Jesucristo y
por esto la acepto con mucho gusto, para honra de Cristo.
Entonces el dicho juez, con mucha alegría y caridad llevó a fray Bernardo a su
casa, y dándole posesión de aquel lugar la arregló y compuso a sus expensas, siendo
en adelante el padre y defensor de fray Bernardo y compañeros. Y fray Bernardo,
por su santa conversación, comenzó a ser muy honrado entre las gentes, en tanto
grado que teníase por dichoso quien lograba tocarle o verle; mas siendo él verdadero
discípulo de Cristo y del humilde San Francisco, temiendo que los honores del
mundo le impidiesen la paz o la salud de su alma, se salió cierto día de la ciudad y
volviendo adonde estaba San Francisco le habló de esta suerte:
-Padre, ya tenemos un lugar junto a la ciudad de Bolonia; envía frailes que lo
mantengan y habiten, puesto que yo no hago ningún bien con los honores que allí
recibo, y porque temo que allí antes de ganar, pierda.
Entonces San Francisco, ponderando punto por punto cuanto había oído, y
cómo Dios por medio de fray Bernardo había obrado, —38→ dio gracias a Dios
porque así comenzaba a difundir los pobrecitos discípulos de la Cruz; y mandó
algunos de sus compañeros a Bolonia y a Lombardía, donde establecieron muchos
lugares.
Capítulo VI
De cómo San Francisco bendijo al santo fray Bernardo, dejándole como vicario
suyo, cuando hubo de dejar la presente vida
Era fray Bernardo de tanta santidad que San Francisco le guardaba gran
reverencia y lo alababa muchas veces. Cierto día, estando San Francisco en muy
devota oración, le fue revelado por Dios que fray Bernardo, por permisión divina,
tendría que sostener grandes batallas con los demonios; por lo que San Francisco,
compadeciendo mucho a fray Bernardo, a quien amaba como a un hijo, oraba con
frecuencia y con lágrimas en los ojos, pidiendo a Dios por él y recomendándolo a
Jesucristo para que se dignase hacerle triunfar del demonio. Y orando San Francisco
muy devotamente, Dios le habló de esta suerte: «Francisco, no temas, porque
cuantas tentaciones haya de sufrir fray Bernardo son permitidas por Dios para que
ejercite su virtud y se corone de méritos, y finalmente hallará victoria sobre sus
enemigos, por ser uno de los comisarios del Reino de los Cielos». Esta respuesta
llenó de alegría a San Francisco, por lo cual dio muchas gracias a Dios; y de allí en
adelante le profesó mayor amor y reverencia, no solamente en su vida, sino en la
hora de su muerte. Porque, habiendo llegado ésta, San Francisco, a la manera de
aquel santo patriarca Jacob, teniendo a su alrededor a los devotos hijos doloridos y
llorosos, viendo cercana la muerte de padre tan amable, preguntó: «¿Dónde está mi
primogénito? ¡Ven aquí, hijo mío, para que te bendiga mi alma antes de que
muera!». Entonces fray Bernardo, en secreto, dijo a fray Elías, que a la sazón era
vicario de la Orden:
-Padre, ponte donde señala la mano derecha del santo para que te bendiga.
Y colocándose fray Elías al alcance de la mano derecha, San Francisco, que
había perdido mucho la vista por sus abundantes lágrimas, puso la mano derecha
sobre la cabeza de fray Elías, diciendo:
-Ésta no es la cabeza de mi primogénito fray Bernardo.
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Entonces fray Bernardo púsose a su lado izquierdo, y San Francisco, cruzando
sus brazos a la manera de la cruz, puso la mano derecha sobre la cabeza de fray
Bernardo y la izquierda sobre la cabeza de fray Elías, y dijo a fray Bernardo:
-Bendígame Dios Padre y Nuestro Señor Jesucristo con toda la bendición
espiritual y celestial, en Cristo; ya que fuiste el primogénito elegido en esta Orden
santa para dar ejemplo evangélico y seguir a Jesucristo en la pobreza evangélica,
porque no solamente diste lo tuyo y lo distribuiste entera y libremente a los pobres
por amor de Jesucristo, sino porque también te ofreciste tú mismo a Dios en esta
Orden, en sacrificio de suavidad. Seas, pues, bendecido por Nuestro Señor Jesucristo
y por mí, su pobrecillo siervo, con bendiciones eternas, andando, orando, viajando,
durmiendo, viviendo y muriendo; aquél a quien tú bendigas sea bendecido; y el que
tú maldigas, no quede sin castigo. Seas tú el principal de tus hermanos, y todos los
frailes obedezcan a tu mandato. Recibe facultad de admitir en esta Orden a quien tú
quieras y ningún fraile tendrá superioridad sobre ti y te sea lícito ir y permanecer a
donde a ti te plazca.
Y después de la muerte de San Francisco, los frailes amaban y reverenciaban a
fray Bernardo como a su padre venerable. Y en llegando al trance de su muerte
vinieron donde él estaba muchos frailes de diversas partes del mundo, entre los
cuales estaba extático y como divinizado fray Gil, el cual viendo a fray Bernardo,
con mucha alegría exclamó: ¡Sursum corda! Y fray Bernardo encargó secreto a un
fraile que colocase a fray Gil de modo que le pudiese contemplar. Y habiendo
llegado para Fray Bernardo la última hora de su vida, se hizo levantar y habló a los
frailes que allí se hallaban, de la siguiente manera:
-Carísimos hermanitos: No quiero deciros muchas palabras, pero debéis
considerar que el estado de la religión que yo he tenido, vosotros lo tenéis, y el que
ahora tengo, vosotros lo tendréis; y eso hallo en mi alma: que en mil mundos
semejantes a éste quisiera haber servido a Cristo Nuestro Señor y a vosotros, y de
cualquier ofensa que haya cometido me acuso, arrepintiéndome, a mi Salvador Jesús
y a vosotros. Ruégoos hermanos míos carísimos, que os améis los unos a los otros.14
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Y después de estas buenas palabras y de dar buenas enseñanzas, cayendo de
nuevo sobre el lecho, su cara quedó resplandeciente y alegre en gran manera, de
modo que todos los frailes maravilláronse mucho, y con esta alegría, su alma
santísima, coronada de gloria, pasó de la presente vida a la bienaventurada de los
ángeles.
Capítulo VII
De cómo San Francisco pasó una Cuaresma en una isla del lago de Perusa,
ayunando cuarenta días y cuarenta noches, no comiendo más de medio pan
El verdadero siervo de Cristo, San Francisco, como en ciertas cosas fuese casi
otro Cristo dado al mundo para salvación de las gentes, Dios Padre quiso hacerle en
muchas cosas conforme y semejante a su Hijo Unigénito, como lo demostró en el
venerable colegio de los 12 compañeros, en el admirable misterio de las sagradas
llagas y en el continuado ayuno de la Santa Cuaresma, la cual hacía del siguiente
modo: Estando cierta vez, en día de Carnaval, junto al lago de Perusa, en casa de un
su devoto, donde había pasado la noche, fue inspirado por Dios de ir a cumplir la
Cuaresma en una isla del lago, por lo cual rogó San Francisco a su devoto que por
amor de Cristo le llevase en su barca a una isla del lago que no estuviese habitada y
que esto lo hiciese la noche del Miércoles de Ceniza, sin que nadie pudiese
advertirlo; y el devoto, por el gran amor que a San Francisco tenía, atendió
solícitamente su ruego y le llevó a la dicha isla. Y San Francisco no llevaba consigo
más que dos panecillos. Llegaron junto a la isla, y al irse el amigo a su casa rogole
San Francisco con encarecimiento que no revelase a nadie cómo estaba allí y que no
volviese por él hasta el Jueves Santo. Con esta orden marchose el amigo y quedó
solo San Francisco, y no habiendo allí ninguna casa donde albergarse se internó en
una selva espesa en la cual muchos espinos y arbustos formaban como una covacha
o cabaña, y en este sitio púsose en oración, contemplando las cosas celestiales. Allí
pasó toda la Cuaresma sin beber ni comer más que la mitad de uno de aquéllos dos
panecillos, como lo echó de ver su devoto amigo cuando el Jueves Santo tornó para
recogerle, —41→ hallando de los dos panecillos uno entero y el otro medio. Y
aun se cree que San Francisco lo comió por reverencia al ayuno de Cristo bendito,
que ayunó cuarenta días y cuarenta noches, sin comer ningún alimento material; y
así con aquel medio pan alejó de sí el veneno de la vanagloria y, a ejemplo de
Cristo, ayunó cuarenta días y cuarenta noches.
Y en aquel lugar donde San Francisco habíase abstenido tan maravillosamente,
hizo Dios por su mérito muchos milagros; por lo cual comenzaron a edificarse allí
casas y habitar en ellas, de modo que en poco tiempo se hubo formado una buena y
gran aldea, y allí establecieron los frailes una casa, la cual se llamó la Casa de la
Isla, y hasta el día de hoy los hombres y las mujeres de aquella aldea tienen gran
reverencia y devoción al lugar, porque San Francisco pasó en él aquella Cuaresma.
Capítulo VIII
Cómo San Francisco, yendo de camino con fray León, expuso a éste las cosas que
constituyen la perfecta alegría
Yendo cierta vez San Francisco desde Perusa a Santa María de los Ángeles con
fray León, en tiempo de invierno, atormentándoles grandemente un frío crudísimo,
llamó a fray León, que le iba un poco delante, y le habló de esta manera:
-Fray León, aun cuando los frailes menores diesen gran ejemplo de santidad y
de edificación en toda la tierra, escribe y advierte que no está ahí la perfecta alegría.
Y caminando un poco más le llamó por segunda vez, diciéndole:
-¡Oh, fray León! Aunque los frailes menores diesen vista a los ciegos, curasen a
los tullidos, diesen oído a los sordos, pies a los cojos, habla a los mudos y, lo que es
mayor, resucitasen a los muertos de cuatro días, escribe y advierte que no se halla en
esto la verdadera alegría.
Y siguiendo un poco más adelante, gritó San Francisco:
-¡Oh, fray León! ¡Ovejuela de Dios! Si los frailes menores supiesen todas las
lenguas y todas las ciencias y toda la Escritura, aunque profetizasen y revelasen no
solamente las cosas futuras, —42→ sino aun los secretos de las conciencias y de
las almas, escribe que no se halla en esto la verdadera alegría.
Y siguiendo un trecho mayor, San Francisco tornó a decir:
-¡Oh, fray León! Aun cuando los frailes menores supiesen predicar de modo que
convirtiesen a todos los infieles a la fe de Cristo, escribe que no se halla en esto la
perfecta alegría.
Y siguiendo un poco más, tornó a decir:
-¡Oh, fray León! ¡Ovejuela de Dios! Aunque los frailes menores hablasen con
lengua de ángel y supiesen el curso de las estrellas y la virtud de todas las hierbas, y
aunque les fuesen revelados todos los tesoros de la tierra y conociesen las
propiedades de los pájaros y de los peces y de todos los animales y de todos los
hombres, y de los árboles y de las piedras y de las raíces y de las aguas, escribe que
no está en esto la alegría perfecta.
Y como continuase hablando de esta suerte unas dos millas, fray León, muy
maravillado, preguntó a San Francisco:
-Padre, ruégote de parte de Dios que me digas dónde está la verdadera alegría:
Y San Francisco contestó:
-Cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles, calados por el agua y helados
por el frío y cubiertos de barro y afligidos por el hambre y llamemos a la puerta del
lugar y el portero vendrá enfadado y nos dirá: «¿Quién sois?». Y cuando digamos
nosotros: «Somos dos de vuestros hermanos». Y él contestará: «Mentís; sois dos
bribones que andáis por el mundo engañando y robando las limosnas de los pobres;
fuera de aquí»; y no nos abrirá y nos hará quedar fuera, en medio de la nieve, del
agua y del frío y con hambre hasta que sea de noche; entonces, si a tanta injuria, a
tanta crueldad y a tantos vituperios nos sostenemos pacientemente sin turbarnos y
sin murmurar de él, pensando humilde y caritativamente que aquel portero
verdaderamente nos conoce y que Dios te hace hablar contra nosotros, ¡oh, fray
León!, en esto estará la verdadera alegría. Y si perseveramos llamando a la puerta y
sale él turbado y como a bergantes inoportunos nos eche con villanías y con
bofetadas, diciendo: «Largo de ahí, ladronzuelos vilísimos; idos al hospital, que aquí
no comeréis vosotros ni os albergaréis», y nosotros lo sostendremos pacientemente y
con alegría y con amor, fray León, escribe que en esto habrá perfecta alegría. Y si
acuciados por el hambre, por el frío y por la noche volvemos a tocar y llamemos y
—43→ roguemos por amor de Dios con gran llanto que nos abra y nos meta
dentro, y aquél, escandalizado, diga: «Éstos son bribones inoportunos; ya les daré la
paga que merecen», y sale fuera con un bastón nudoso y cogiéndonos por el
capuchón nos eche al suelo sobre la nieve y nos golpee duramente; si entonces
nosotros sostenemos todas estas cosas con alegría, pensando en las penas de Cristo
bendito que debemos sostener por su amor, ¡oh, fray León!, escribe aquí se hallará la
perfecta alegría; pero atiende a la conclusión, fray León: sobre todas las gracias y
dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está la de vencerse a sí
mismo y de buen grado sostener penas, injurias, oprobios y desprecios por su amor;
porque no podemos gloriarnos de los demás dones, porque no son nuestros sino de
Dios; de donde dice el Apóstol: «¿Qué tienes tú que no hayas recibido de Dios? Y si
lo has recibido, ¿por qué no te glorías como si fuese tuyo?». Pero en la cruz de la
tribulación y de la aflicción nos podemos gloriar porque esto es nuestro, y por esto
dice el Apóstol: «Yo no quiero gloriarme sino en la Cruz de Nuestro Señor
Jesucristo».
Capítulo IX
De cómo San Francisco enseñaba a fray León la manera de contestar, y nunca pudo
decir sino lo contrario de lo que San Francisco quería
Estando una vez San Francisco, en los comienzos de la Orden, con fray León en
cierto lugar donde no había libros para rezar el Oficio divino, llegando la hora de
Maitines, así habló San Francisco a fray León:
-Carísimo: No tenemos breviario con que podamos rezar Maitines; pero a fin de
que no perdamos el tiempo, destinado a loar al Señor Dios, yo diré y tú responderás
como yo te enseñaré; y ten cuidado de no cambiar las palabras del modo como yo te
las enseñe. Yo diré así: «¡Oh, fray Francisco! Tú hiciste tantos males y tantos
pecados en el siglo, que mereces el infierno»; y tú, fray León, contestarás: «Es cosa
verdadera que tú mereces el infierno profundísimo».
—44→
Y fray León, con simplicidad de paloma, contestó:
-De buen grado, padre. Comienza, pues, en el nombre de Dios. Entonces
comenzó San Francisco, diciendo:
-¡Oh, fray Francisco! Obraste tantos males y tantos pecados en el siglo, que eres
digno del infierno.
Y fray León respondió:
-Dios obrará por ti tantos bienes que irás al Paraíso.
Dijo San Francisco:
-No digas esto, fray León; sino que, cuando yo diga: «Hermano Francisco, tú
has cometido tantas iniquidades contra Dios, que eres digno de ser maldecido de
Dios»; contestarás así: «Verdaderamente eres digno de estar entre los réprobos».
Y fray León contestó:
-Así lo haré, padre, de buen grado.
Entonces San Francisco, con muchas lágrimas, gemidos y golpes de pecho, dijo
en alta voz:
-¡Oh, Señor del cielo y de la tierra! He cometido tantas iniquidades y tantos
pecados contra Ti, que ciertamente soy digno de tu reprobación eterna.
Y fray León contestó:
-¡Oh, San Francisco! Dios obrará en ti de tal modo que, entre los benditos, serás
singularmente bendecido.
Y san Francisco, maravillándose de que fray León contestara lo contrario de lo
que le había ordenado, le reprendió, diciendo:
¿Por qué no contestas según yo te he enseñado? Yo te mando, por santa
obediencia, que contestes como yo te enseñaré: Yo diré así: «Oh, fray Francisco,
maldito, ¿piensas tú que Dios tendrá misericordia de ti después de haber cometido
tantos pecados contra el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, y
que serás digno de alcanzar misericordia?». Entonces, tú, fray León, ovejuela,
contestarás: «De ningún modo eres digno de alcanzar misericordia».
Pero cuando San Francisco dijo: «¡Oh, fray Francisco! Desdichado, etc.», fray
León contestó:
Dios Padre, cuya misericordia es infinitamente mayor que tu pecado, hará
contigo gran misericordia y, además, te colmará de innumerables gracias.
Cuando San Francisco oyó la respuesta, dulcemente enfadado y pacientemente
turbado, dijo a fray León:
—45→
-¿Y por qué tienes la presunción de obrar contra la obediencia, puesto que tantas
veces contestas lo contrario de lo que te he mandado?
Y con mucha humildad y reverencia contestó fray León:
-Dios sabe, padre mío, que cada vez he tenido voluntad de contestar como me
ordenabas, pero Dios me hace hablar como le place y no como me pluguiera a mí.
De lo cual maravillose mucho San Francisco y dijo a fray León:
-Yo te ruego carísimamente que esta vez me respondas como yo te dije.
Y dijo fray León:
-Di lo que te plazca en nombre de Dios, que yo te aseguro que esta vez
contestaré como quieres.
Entonces San Francisco, arrasado en llanto, dijo:
-¡Oh, miserable fray Francisco! ¿Crees tú que Dios tendrá misericordia de ti?
Fray León contestó:
-Antes bien recibirás de Dios y te exaltará y glorificará eternamente, porque el
que se humilla será exaltado, y yo no puedo decir otra cosa, puesto que Dios habla
por mi boca.
Y de esta suerte, en tan humilde porfía, con abundantes lágrimas y mucho
consuelo espiritual, vigilaron hasta el amanecer del día.
Capítulo X
De cómo fray Maseo dijo a San Francisco, como en proverbios, que todo el mundo
le iba detrás; contestando el Santo que esto era para confusión del mundo y gracia de
Dios
Cierta vez, viviendo San Francisco en el lugar de la Porciúncula con fray Maseo
de Marignano, hombre de gran santidad, discreción y gracia en hablar de Dios, por
lo cual San Francisco le amaba mucho, un día, volviendo San Francisco del bosque
y de la oración, hallábase a la salida del mismo el dicho fray Maseo y queriendo
probar cuán humilde fuese San Francisco, se hizo el encontradizo, y casi regañando,
dijo:
-¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
San Francisco le respondió:
—46→
-¿Qué es lo que quieres decir?
Fray Maseo añadió:
-Digo, ¿por qué todo el mundo viene derecho hacia ti, y todas las gentes parece
que desean verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, tú no posees
gran ciencia, tú no eres noble. ¿De dónde, pues, viene que todo el mundo vaya
detrás de ti?
Oyéndole, San Francisco, muy alegre en su espíritu, levantó la cara al cielo y
por largo rato estuvo con la mente en Dios, y después que volvió en sí se arrodilló y
dio gracias y alabanzas al Señor, y luego, con gran fervor, se volvió a fray Maseo y
dijo:
-¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por
qué todo el mundo viene detrás de mí? Esto me viene de aquellos ojos del Altísimo
Dios, los cuales en todas partes contemplan lo bueno y lo malo, y como estos ojos
santísimos no han visto entre los pecadores ninguno más vil, ni más capaz, ni más
pecador que yo, y como para llevar a cabo la obra maravillosa que piensa hacer, no
ha encontrado criatura más vil sobre la tierra, por eso me ha elegido a mí para
confundir la nobleza y la grandeza, y la fortaleza, y la hermosura y la sabiduría del
mundo; para que se conozca que toda virtud y todo bien procede de Él y no de la
criatura, y ninguna persona se puede gloriar en su presencia, y si se gloria, gloríese
en el Señor, a quien pertenece toda gloria y todo honor por toda la eternidad.
Entonces fray Maseo, al oír tan humilde respuesta, dicha con gran fervor, se
admiró y conoció ciertamente que San Francisco estaba fundado en verdadera
humildad.
Capítulo XI
De cómo San Francisco hizo dar vueltas a fray Maseo, marchando luego a Siena
Yendo un día San Francisco por un camino con fray Maseo, iba éste un poco
delante, y llegando a un paraje donde había tres caminos, por los cuales se podía ir a
Florencia, a Siena o a Arezzo, fray Maseo dijo:
-Padre, ¿qué camino debemos seguir?
A lo que contestó San Francisco:
—47→
Por el que Dios quiera.
Fray Maseo replicó:
¿Y cómo podremos conocer la voluntad de Dios?
A lo que contestó San Francisco:
-Por la señal que yo te indicaré. Te mando por el mérito de la santa obediencia
que en esta encrucijada, sobre el lugar que tienes los pies, des vueltas a la redonda
como hacen los muchachos, y no dejes de darlas hasta que yo te mande.
Entonces fray Maseo comenzó a dar vueltas, y tantas dio que, turbándosele la
cabeza, como suele suceder, vino muchas veces en tierra; pero San Francisco no le
decía que parase, y quería fielmente obedecerle, volvía a levantarse y empezaba de
nuevo. Por fin, cuando estaba girando con más fuerza, dijo San Francisco:
-Párate y no te muevas.
Y enseguida paró, y le preguntó San Francisco:
-¿Hacia qué parte tienes la cara?
-Hacia Siena -contestó fray Maseo.
-He aquí el camino -dijo San Francisco- por donde quiere que vayamos.
Yendo por él, fray Maseo se maravillaba de lo que San Francisco le había
mandado hacer, como si fuera un chiquillo, y en presencia de las gentes que
pasaban; no obstante, por reverencia, no se atrevía a decir nada al santo padre.
Al acercarse a Siena se enteraron los de aquella ciudad que el santo llegaba y le
salieron al encuentro; y fue tanta la devoción del pueblo, que a él y a su compañero
les llevaron a casa del obispo sin dejarles tocar con los pies en el suelo.
En aquel momento algunos hombres de Siena se estaban peleando y ya habían
muerto dos de ellos. Llegando San Francisco, les predicó tan devota y santamente
que los redujo a la paz, uniéndolos en estrecha amistad.
Por este motivo, el obispo de Siena, después que oyó tan santa acción obrada
por San Francisco, le hospedó con muchísimo honor aquel día y aquella noche.
A la mañana siguiente, San Francisco, verdaderamente humilde, no buscando
sino la gloria de Dios, se levantó muy temprano con su compañero sin saberlo el
obispo, por lo cual fray Maseo murmuraba en su interior, diciéndose por el camino:
«¿Qué es lo que ha hecho este buen hombre? Me hizo dar vueltas —48→
como un muchacho, y al obispo, que tanto le ha honrado, no le ha dicho una palabra
de agradecimiento». Y le parecía a fray Maseo que San Francisco no había obrado
discretamente.
Pero volviendo fray Maseo en sí mismo, se reprendió muy mucho de corazón,
diciendo:
-Eres muy soberbio, porque juzgas las obras divinas y te haces digno del
infierno por tu indiscreta soberbia, porque en el día de ayer fray Francisco ha hecho
tan santas obras, que si las hubiese hecho un ángel no hubieran sido más
maravillosas; por esto, si te mandase que tirases piedras deberías hacerlo y
obedecerle, porque lo que ha hecho en este camino proviene de la voluntad divina,
como lo prueba el resultado de todo; porque si no hubiese apaciguado a los que
combatían entre sí, no sólo hubiesen muerto muchos al filo de las espadas, sino que
también muchas almas hubiera llevado el demonio; por lo cual se prueba que eres
muy necio y soberbio cuando murmuras de lo que deriva manifiestamente de la
voluntad de Dios.
Y todas estas cosas que fray Maseo decía en su corazón yendo delante, le fueron
reveladas a San Francisco, por lo cual, acercándose éste a su compañero, le dijo:
-Afírmate en lo que estás pensando, que es bueno y útil y Dios te lo inspira;
pero la primera murmuración era ciega y vana y soberbia y sugerida por el demonio.
Entonces fray Maseo entendió claramente que San Francisco conocía los
secretos de su corazón y que el espíritu de la ciencia divina guiaba los actos de su
santo padre.
Capítulo XII
De cómo San Francisco puso a fray Maseo en el oficio de portero, de la limosna y de
la cocina. Después, a ruegos de algunos frailes, lo relevó de estos cargos
San Francisco, queriendo humillar a fray Maseo, porque eran muchos los dones
y las gracias que Dios le concedía, a fin de que no tuviese vanagloria, sino que con
humildad creciese de virtud en virtud, cierta vez que vivían con sus compañeros en
un lugar solitario, —49→ todos ellos verdaderamente santos, dijo a fray Maseo
delante de todos:
-¡Oh, fray Maseo! Todos tus compañeros tienen la gracia de predicar la palabra
de Dios y de contentar al pueblo, y como yo quiero que todos podamos atender a la
contemplación, he resuelto que tú hagas los oficios de la puerta y de la cocina, y
cuando los demás frailes coman, tú lo harás fuera de la puerta del convento; de
suerte que aquéllos que vengan al convento, antes de llamar, tú les digas alguna
buena palabra de Dios y así no habrá necesidad de que ninguno salga fuera sino tú.
Harás esto por el mérito de la santa obediencia.
Así fray Maseo se echó la capucha, inclinó la cabeza y recibió humildemente y
ejerció desde entonces los oficios de la puerta, la limosna y la cocina. Por lo cual los
compañeros, iluminados por Dios, comenzaron a sentir en su corazón gran
remordimiento, considerando que fray Maseo era hombre de gran perfección como
ellos o más y que sobre él cargaba todo el peso del convento; movidos de un mismo
deseo rogaron al santo padre que se dignase distribuir entre todos aquellos oficios,
porque su conciencia no consentía que fray Maseo llevase tanta fatiga. Oyendo lo
cual San Francisco atendió este ruego y llamando a fray Maseo, le dijo:
-Fray Maseo, tus compañeros quieren compartir los oficios que te he dado y por
eso quiero que se dividan.
Fray Maseo contestó con gran humildad y mucha paciencia:
-Lo que me mandas, padre, en parte y en todo lo considero como si fuese
ordenado por Dios.
Y San Francisco, viendo la caridad de sus hermanos y la humildad de fray
Maseo, les hizo un sermón maravilloso de ta Santa Humildad, enseñándoles que
cuanto mayores dones y gracias nos da Dios, tanto más hemos de ser humildes,
porque sin humildad, ninguna virtud es aceptable por Dios. Y hecho este sermón
distribuyó los oficios con grandísima caridad.
—50→
Capítulo XIII
De cómo San Francisco y fray Maseo pusieron el pan que habían recogido sobre una
piedra, a la vera de una fuente, y San Francisco alabó mucho la pobreza. Después
rogó a Dios y a San Pedro y San Pablo que les infundiese más amor a la santa
pobreza; y de cómo les aparecieron San Pedro y San Pablo
Capítulo XIV
De cómo estando San Francisco con sus frailes hablando de Dios, Cristo apareció en
medio de ellos
Capítulo XV
De cómo Santa Clara comió con San Francisco y con sus compañeros los frailes en
Santa María de los Ángeles
San Francisco, cuando estaba en Asís, visitaba muchas veces a Santa Clara,
dándole santos consejos. Y teniendo ella grandísimo deseo de comer una vez con él,
se lo rogó en varias ocasiones, pero San Francisco no quería concederla nunca este
consuelo, y conociendo sus compañeros el deseo de Santa Clara, dijeron a San
Francisco:
-Padre, nos parece que esta rigidez no es conforme a la caridad divina: porque a
la hermana Clara, virgen tan santa y tan amada de Dios, debías complacerla en cosa
tan pequeña como es el comer contigo, especialmente considerando que ella, por tu
predicación, dejó las riquezas y pompas del mundo. Y en verdad que si ella te
pidiese mayor gracia que ésta se la deberías hacer como a tu planta especial.
Entonces San Francisco respondió:
-¿Os parece a vosotros que debo complacerla?
Respondieron los compañeros:
-Sí, padre; es bien que le concedas este consuelo.
Dijo entonces San Francisco:
—54→
-Pues que así os parece a vosotros, también me lo parece a mí. Pero a fin de que
ella sea más consolada, quiero que tengamos esta comida en Santa María de los
Ángeles; y como ella lleva mucho tiempo retirada en San Damián, se alegrará
mucho de ver el convento de Santa María, adonde ella fue llevada y hecha esposa de
Jesucristo; y aquí comeremos juntos en nombre de Dios.
Llegado el día convenido, Santa Clara salió del monasterio con una hermana y
acompañada, además, de compañeros de San Francisco. Vino a Santa María de los
Ángeles, saludó devotamente a la Virgen María delante de su altar, donde había sido
tonsurada y velada, y la llevaron luego a ver el convento en tanto que llegaba la hora
de comer. En este intermedio San Francisco hizo preparar la mesa sobre la desnuda
tierra, como se acostumbraba hacer. Llegada la hora de la comida se sentaron juntos
San Francisco y Santa Clara y uno de los compañeros de San Francisco con la
compañera de Santa Clara, y luego los demás frailes se fueron acercando
humildemente a la mesa. Como primera vianda San Francisco comenzó a hablar de
Dios tan suave y maravillosamente que, descendiendo sobre ellos la abundancia de
la Divina gracia, todos fueron arrebatados en Dios. Y estando así arrebatados, con
los ojos y con las manos levantadas al cielo, los hombres de Asís y de Betona y de
toda aquella comarca vieron que Santa María de los Ángeles y todo el convento y el
bosque, que estaba entonces junto a la casa, ardían tan intensamente que parecía que
la iglesia, el convento y la selva estaban hechos una llama, por lo cual los vecinos de
Asís, con gran presteza, corrieron al lugar para apagar el fuego, creyendo
verdaderamente que todo aquello ardía. Pero al llegar al sitio y no encontrar fuego
alguno, entraron en el convento y vieron a San Francisco con Santa Clara y todos
sus compañeros arrebatados a Dios por la contemplación y sentados en torno de la
humilde mesa. Por lo que claramente entendieron que lo que ellos habían visto era
fuego divino y no material, que Dios había hecho aparecer milagrosamente para
significar y demostrar el fuego del divino amor en el cual ardían las almas de
aquellos santos frailes y santas monjas; por lo cual salieron de allí con el corazón
consolado y lleno de santa edificación. Después de largo rato, volviendo en sí San
Francisco y Santa Clara y todos los demás, sintiéronse muy confortados con el
alimento espiritual y se cuidaron poco del alimento del cuerpo. Y así, terminado
aquel desayuno, Santa Clara, muy acompañada, —55→ volvió a San Damián, y al
verla sus hermanas se alegraron mucho, porque temían que San Francisco la hubiese
enviado a fundar algún otro monasterio, como había mandado a sor Inés, su santa
hermana, como abadesa para gobernar el monasterio de Monticelli, en Florencia. Y
San Francisco había dicho muchas veces a Santa Clara:
-Vive preparada por si necesito mandarte a algún convento. Y ella, como hija de
santa obediencia, había contestado:
-Padre, yo siempre estoy dispuesta a ir donde vos me mandéis.
Y por esto las hermanas se alegraron mucho cuando la vieron. Y Santa Clara
vivió en adelante muy consolada.
Capítulo XVI
De cómo San Francisco recibió el consejo de Santa Clara y del santo fray Silvestre
de predicar para convertir a mucha gente, y de cómo constituyó la Tercera Orden y
predicó a los pájaros y mantuvo quietas a las golondrinas
Capítulo XVII
De cómo un frailecito vio a San Francisco orando de noche, y de cómo le
aparecieron Jesucristo, la Virgen María y muchos santos, hablando con él
Cierto jovencito muy puro e inocente fue recibido en la Orden, viviendo San
Francisco, y estaba en un pequeño convento en el cual los frailes por necesidad
tenían que dormir teniendo por cama la dura tierra. Cierta vez San Francisco fuese a
aquel convento y por la tarde, rezadas las Completas, se fue a dormir para poderse
levantar de noche a orar, cuando los otros frailes dormían, según tenía por
costumbre. El dicho jovencito entró en deseos de espiar solícitamente las obras de
San Francisco para poder conocer su santidad y especialmente lo que hacía de noche
cuando se levantaba. Y a fin de que el sueño no le venciese se puso aquel joven a
dormir cerca de San Francisco y ató su cordón al del santo para sentirlo cuando se
levantase, sin que San Francisco advirtiese nada. Pero en medio de la noche, cuando
todos estaban en el primer sueño, se levantó San Francisco y encontró su cordón
atado; entonces el santo, calladamente, lo desató, para que el niño no lo sintiese, y se
fue a la selva que había cerca del convento y en una cueva que allí había se puso
devotamente a orar. Después de un rato despertó el jovencito, y al encontrar la
cuerda desatada y que San Francisco se había ido, se levantó y fue silenciosamente a
buscarle. Se dirigió a la puerta del convento que conducía al bosque y hallándola
abierta sospechó que San Francisco habría salido por allí para internarse en la
espesura del bosque. Llevado de su deseo, llegó al lugar donde San Francisco oraba
y comenzó a oír hablar, y acercándose más para ver y entender mejor lo que oía
descubrió una luz milagrosa —59→ envolviendo a San Francisco, y en ella vio a
Jesucristo y a la Virgen María y a San Juan Bautista y al Evangelista y a gran
multitud de ángeles que hablaban con San Francisco. Viendo y oyendo esto el
jovencito cayó desmayado. Luego, acabado el misterio de aquella santa aparición,
volvió San Francisco al convento, y en el camino toparon sus pies con el cuerpo del
jovencito, que yacía como muerto, y por compasión lo levantó y cogiéndole en
brazos se lo llevó, como el buen pastor lleva a su ovejita. Después supo el santo, por
boca del mismo joven, que había presenciado la referida visión, y le mandó que no
lo dijese a nadie mientras estuviese vivo. Creció el niño en gracia de Dios y en
devoción de San Francisco y fue uno de los más insignes miembros de la Orden; y
sólo después de la muerte de San Francisco reveló a los frailes la referida visión.
Capítulo XVIII
Del maravilloso Capítulo que tuvo San Francisco en Santa María de los Ángeles,
donde concurrieron más de 5.000 frailes
El siervo fiel de Cristo, San Francisco, tenía una vez Capítulo general en Santa
María de los Ángeles, concurriendo más de 5.000 religiosos, al cual asistió también
Santo Domingo, cabeza y fundamento de la Orden de Predicadores, el cual, a la
sazón, caminaba de Borgoña a Roma; y oyendo hablar de la reunión del Capítulo
que San Francisco celebraba en el llano de Santa María de los Ángeles, fue a verle
con siete frailes de su Orden. Concurrió también al referido Capítulo un cardenal
devotísimo de San Francisco, al cual éste había profetizado que llegaría a ser Papa, y
así fue. Había venido el cardenal, a propósito, desde Perusa, donde estaba la Corte, a
Asís; todos los días visitaba a San Francisco y a sus frailes en el Capítulo y sacaba
grandísimo provecho y devoción de visitar a tan santo colegio. Y viéndoles sentados
en aquella llanura, alrededor de Santa María en grupos de 40, 100, 200 ó 300 juntos,
todos empleados en hablar de Dios con oraciones, gemidos, lágrimas y ejercicios de
caridad, y que estaban con tanto silencio y tanta modestia que no se sentía allí
ningún rumor ni movimiento, maravillándose el cardenal de muchedumbre tan
ordenada, con lágrimas y con gran devoción decía:
—60→
-Verdaderamente que éste es el campo y el ejercicio de los caballeros de Dios.
No se oía entre tanta multitud ninguna palabra frívola o baja, sino que, por el
contrario, en cada grupo de frailes se oraba o recitaba el Oficio divino, o se lloraban
los pecados propios o ajenos, o se trataba de la salud de las almas. Había en aquel
campo cabañas o cobertizos de esteras distintas según la diversidad de provincias de
los frailes que las habitaban, y por eso se llamaba aquél Capítulo de los cobertizos, y
también de las esteras. Las camas eran el duro suelo, y el que más tenía era un poco
de paja; las almohadas eran de madera o de piedra. Por esta razón era tanta la
devoción de los que veían u oían y tanta la fama de su santidad, que de la corte del
Papa, que estaba a la sazón en Perusa, y de otros lugares del valle de Spoleto
acudían muchos condes, barones y caballeros y multitud de pueblos, de cardenales,
obispos y abades y otros clérigos, para ver aquella congregación tan santa, tan
numerosa y tan humilde, de modo que el mundo no había visto jamás mayor número
de hombres santos reunidos; y principalmente venían a ver la cabeza y padre
santísimo de aquella santa gente, el cual había robado al mundo tan bella presa y
reunido un tan hermoso y devoto rebaño para seguir las huellas del verdadero pastor
Jesucristo. Hallándose reunido todo el Capítulo general, el santo padre de todos y
general y ministro San Francisco, con fervor de espíritu explicó la palabra de Dios y
predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le dictaba. Por tema del sermón tomó las
siguientes palabras:
-Hijos míos, grandes cosas hemos prometido a Dios; pero muchas mayores nos
ha prometido Dios a nosotros, si observamos lo que hemos prometido y esperamos
con certeza lo que Él nos ha prometido a nosotros. Breve es el placer del mundo,
pero la pena que le sigue es perpetua; pequeñas son las penalidades de esta vida,
pero es infinita la gloria de la vida futura.
Y sobre estas palabras, predicando devotísimamente, confortaba e inducía a los
frailes a la obediencia y reverencia de la Santa Madre Iglesia y a la caridad paternal;
a adorar a Dios por todo el pueblo, a sufrir con paciencia las adversidades del
mundo, a la templanza en la prosperidad y a la limpieza y castidad angélica y a vivir
en paz y concordia con los hombres y con la propia conciencia y amar y observar la
santísima pobreza. Y por eso les decía:
-Yo os mando, por mérito de la santa obediencia, a todos los —61→ que
estáis aquí congregados, que ninguno de vosotros tenga cuidado ni solicitud de cosa
alguna de comer o de beber, o de cuanto sea necesario al cuerpo, sino únicamente
piense en orar y alabar a Dios, dejando la solicitud de vuestro cuerpo a Él, porque
tiene especial cuidado de vosotros.
Y todos cuantos le oyeron recibieron este mandato con alegría de corazón, que
reflejaba en la sonrisa de sus semblantes, y concluido que hubo San Francisco, todos
se pusieron en oración. Santo Domingo, que se hallaba presente a todas estas cosas,
se maravilló mucho del mandato de San Francisco y le juzgó indiscreto; no podía
entender cómo aquella multitud se podía regir sin tener cuidado ni solicitud de las
cosas necesarias al cuerpo. Pero el principal pastor, Cristo bendito, queriendo
manifestar cómo se cuida de sus ovejas y el singular amor que profesa a sus pobres,
inmediatamente inspiró a las gentes de Perusa, de Spoleto, de Foligno, de Spello y
de Asís y de otras tierras comarcanas que llevasen de comer y de beber a aquella
santa congregación. Y he aquí que de pronto vienen de todas aquellas referidas
tierras hombres con jumentos, caballos y carros cargados de pan, vino, judías, caza y
otros buenos alimentos de que los pobrecitos de Cristo tenían necesidad. Además de
esto trajeron manteles, servilletas, platos, cubiertos y otras vasijas para el servicio de
aquella multitud; y se reputaba dichoso el que podía llevar alguna cosa o servir con
más solicitud a los frailes, de tal suerte que los caballeros, barones y demás
gentileshombres que habían venido de espectadores, con gran humildad y devoción
los querían servir por sí mismos. Por lo cual Santo Domingo, viendo aquellas cosas
y conociendo verdaderamente que la Providencia Divina cuidaba de todo,
humildemente reconoció que se había engañado al calificar de indiscreto el mandato
de San Francisco; y yendo a buscarle, se echó a sus pies de rodillas, y humildemente
le confesó su culpa, y añadió:
-Verdaderamente Dios tiene un cuidado especial de estos santos pobrecitos, y
yo no lo sabía. De aquí en adelante prometo observar la evangélica y santa pobreza y
maldigo en nombre de Dios a todos los frailes de mi Orden que dentro de ella
presuman de tener alguna cosa propia.
De este modo Santo Domingo quedó muy edificado de la fe del santísimo
Francisco y de la obediencia y pobreza de tan numeroso y ordenado colegio, de la
Providencia Divina y de la copiosa abundancia —62→ de todos sus bienes. En
aquel mismo Capítulo le fue dicho a San Francisco que muchos de sus religiosos
llevaban cilicio sobre la carne y argollas de hierro, por lo cual muchos enfermaban,
algunos morían y bastantes se veían imposibilitados para orar. Luego, San
Francisco, como padre discretísimo, mandó por santa obediencia que todos los que
llevasen cilicios o argollas de hierro se los diesen, y así lo hicieron, y le fueron
entregados más de 500 cilicios y muchas más argollas de los brazos y de la cintura;
tantas, que formaron un gran montón, y San Francisco hizo que los dejasen allí.
Acabado el Capítulo y confortados y amaestrados en todas las virtudes por San
Francisco en la manera cómo habían de vivir sin pecado en este mundo pérfido, con
la bendición de Dios y del santo, los frailes tornaron a sus provincias muy
consolados con espirituales alegrías.
Capítulo XIX
De cómo la viña del cura de Rieti, en cuya casa oró San Francisco, con motivo de la
mucha gente que corría tras él, quedó destrozada y fueron cogidas muchas uvas, y de
cómo después esta viña dio milagrosamente más vino que nunca, como había
prometido San Francisco, y de cómo Dios reveló a San Francisco que aquél se
salvaría
Estando San Francisco una vez gravemente enfermo de los ojos, monseñor
Hugolino, cardenal protector de la Orden, por el gran amor que la profesaba, le
escribió que fuese a Rieti, donde había médicos muy expertos en curar las
enfermedades de la vista. Tan pronto como San Francisco recibió la carta del
cardenal fuese sin perder tiempo a San Damián, donde estaba Santa Clara,
devotísima esposa de Cristo, para darle algún consuelo e irse enseguida a verse con
el cardenal. Estando allí San Francisco, a la noche siguiente empeoró tanto de los
ojos que nada veía, y como no podía irse, Santa Clara le hizo una celdilla de cañas
en la cual pudiese descansar mejor. Pero San Francisco, por el dolor de la
enfermedad y por la multitud de ratones que le causaban grandísima molestia, en
manera alguna podía descansar ni de día ni de noche. En tanta pena y tribulación
comenzó a pensar y conocer que aquello era un —63→ castigo de Dios por sus
pecados, y dando gracias a Dios con el corazón y con los labios, decía en alta voz:
-Dios mío, yo soy digno de esto y de cosas peores. Señor mío Jesucristo, Pastor
bueno que a nosotros nos has mostrado tu misericordia en darnos varias penas y
angustias corporales, concede gracia y virtud a esta tu ovejuela para que en ninguna
enfermedad, angustia o dolor me aparte de Ti.
Y en esta oración oyó una voz del Cielo que decía:
-Francisco, contéstame: si toda la tierra fuese oro, y todos los mares, fuentes y
ríos fuesen bálsamo y todos los montes y collados y rocas fuesen piedras preciosas,
y tú encontrases otro tesoro más noble que estas cosas, cuando el oro es más noble
que la tierra y el bálsamo más que el agua, y las piedras preciosas más que los
montes y las rocas, y te fuese dado todo este tesoro en lugar de la enfermedad que
padeces ¿no deberías estar muy contento y alegre?
Respondió San Francisco:
-Señor, yo soy indigno de tan precioso tesoro.
Y la voz de Dios le dijo:
-Regocíjate, Francisco, porque aquél es el tesoro de la bienaventuranza, de la
cual es prenda la enfermedad que ahora padeces.
Entonces San Francisco llamó a su compañero con grandísima alegría por la
gloriosa promesa recibida y dijo:
-Vayamos a ver al cardenal.
Y consolando primero a Santa Clara con buenas exhortaciones y despidiéndose
de ella humildemente tomó el camino de Rieti. Y cuando estaba cerca de la ciudad
fue tanta la multitud de gente que le salió al encuentro, que no quiso entrar en ella,
por lo que se dirigió a una iglesia que estaba cerca de la ciudad, como a dos millas
de distancia. Al saberlo los ciudadanos acudieron a dicho sitio, y fue tan numeroso
el concurso, que la viña que poseía aquella iglesia fue pisoteada, y le quitaron todo
su fruto, de lo que el capellán se dolía mucho en su corazón, arrepintiéndose de
haber recibido a San Francisco en su iglesia. Los pensamientos del capellán fueron
revelados por Dios a San Francisco, por lo que éste le mandó llamar y le dijo:
-Carísimo padre: ¿Cuántas cargas de vino os produce esta viña en los años más
abundantes?
El cura contestó:
-Doce cargas.
—64→
San Francisco añadió:
-Pues os ruego, padre, que sufráis con paciencia el que yo permanezca aquí
algunos días, porque hallo en este sitio mucho descanso, y deja comer a todo el
mundo de las uvas de tu viña por amor de Dios y del pobrecito que te lo ruega, y yo
te prometo, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que este año te ha de producir
veinte cargas.
Y esto lo hizo San Francisco por permanecer allí, donde alcanzaba muchos
frutos de las gentes que venían a verle, las cuales partían de allí embriagadas del
divino amor y muchas dejaban el mundo. Confiado el capellán en la promesa de San
Francisco dejó libremente la viña a disposición de los que venían a verle. ¡Cosa
admirable! La viña fue por completo despojada sin que apenas quedase un racimo
completo; pero llegado el tiempo de la vendimia, el capellán recogió los pocos
racimillos que habían quedado, los metió en el lagar, los prensó y, según la promesa
de San Francisco, produjeron 20 cargas de exquisito vino. En este milagro
claramente se da a entender que, así como por los méritos de San Francisco la viña
despojada de uvas produjo abundante vino, en tal guisa el pueblo cristiano, estéril de
virtudes por el pecado, por los méritos de San Francisco muchas veces había de
lograr verdadera penitencia.
Capítulo XX
De una muy bella visión que tuvo un fraile joven, el cual abominaba tanto la capa,
que estaba resuelto a colgar los hábitos y salirse de la Orden
Capítulo XXI
Del santísimo milagro que hizo San Francisco cuando convirtió el ferocísimo lobo
de Agubio
A tiempo que San Francisco vivía en la ciudad de Agubio, condado del mismo
nombre, apareció un lobo grandísimo, terrible y feroz, el cual no solamente devoraba
a los animales, sino también a los hombres; de modo que todos los ciudadanos
vivían en grandísima inquietud, porque muchas veces se acercaba a la ciudad, y
todos iban armados cuando salían de sus casas como si fuesen a la guerra, y aún así
no se podían defender de él si le topaban solo; de modo y manera que el miedo al
lobo llegó a tal extremo, que nadie se atrevía a salir solo fuera de su vivienda. Por lo
cual San Francisco, compadecido de los hombres de aquella tierra, quiso salir fuera
en busca del lobo contra el parecer de todos los ciudadanos, que se oponían a esta
empresa; pero él, haciendo la señal de la santa cruz, salió fuera de la ciudad con sus
compañeros, poniendo en Dios toda su confianza. Recelosos los demás de seguir
más adelante, San Francisco, valerosamente, tomó el camino que dirigía a la guarida
del lobo. Y he aquí que, presenciándolo muchos ciudadanos que habían acudido a
contemplar el milagro, el lobo salió al encuentro de San Francisco con la boca
abierta, y acercándose a él San Francisco le hizo la señal de la santa cruz, le llamó y
le dijo:
-Ven acá, hermano lobo; yo te mando en nombre de Cristo que no me hagas
daño a mí ni a ninguna otra persona.
¡Cosa admirable! En cuanto San Francisco hizo la señal de la cruz el terrible
lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo al mandato, se acercó mansamente
y como un cordero se echó a los pies de San Francisco, el cual le habló de esta
suerte:
-Hermano lobo, tú has causado mucho daño en este territorio y has cometido
grandes crímenes, atropellando y matando a las criaturas de Dios sin su licencia, y
no solamente has matado y devorado —67→ a los animales sino que has llevado
tu atrevimiento hasta matar a los hombres, hechos a imagen de Dios; por todo lo
cual eres digno de la horca como ladrón y homicida pérfido; por eso toda la gente
habla mal de ti y todos son enemigos tuyos; pero yo quiero, hermano lobo, poner
paz entre ti y tus enemigos; si tú prometes no ofenderlos más, ellos te perdonarán las
pasadas ofensas y ni los hombres ni los perros te perseguirán en adelante.
Dichas estas palabras, el lobo, con un movimiento del cuerpo, de la cola y de las
orejas y con inclinaciones de cabeza, mostraba querer aceptar y cumplir lo que San
Francisco le proponía. Entonces San Francisco añadió:
-Hermano lobo, puesto que te gusta hacer y tener paz, yo te prometo darte la
comida mientras vivieres, imponiendo esta obligación a los hombres de la ciudad, y
así no pasarás más hambre; porque yo sé muy bien que por el hambre has hecho
tantos daños. Pero en virtud de esta gracia que te concedo, quiero, hermano lobo,
que tú me prometas no hacer daño a ninguna persona humana ni tampoco a los
animales. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza, dio evidente señal de que así lo prometía. Luego
San Francisco añadió:
-Hermano lobo, quiero que me hagas fe de tu promesa para que yo pueda fiarme
de ti.
Y extendiendo la mano San Francisco para recibir su juramento, el lobo,
mansamente, puso su mano sobre la de San Francisco, dándole señal de fe en la
forma que podía. Entonces dijo San Francisco:
-Hermano lobo, yo te mando en nombre de Jesucristo que vengas conmigo sin
miedo de nada, e iremos a firmar esta paz en nombre de Dios.
El lobo, obediente, se fue con él como un manso corderillo, viendo lo cual los
ciudadanos de Agubio se maravillaron mucho.
Tan pronto como la novedad se supo en la ciudad, todo el mundo, hombres y
mujeres, grandes y pequeños, jóvenes y viejos, acudieron a la plaza a ver el lobo con
San Francisco. Y estando reunido todo el pueblo, San Francisco se puso a predicar,
diciendo, entre otras cosas, cómo por los pecados permite Dios tales daños y
pertinencias, y que es más de temer la llama del Infierno, la cual duraría eternamente
para los condenados, que no la rabia del lobo, la cual sólo puede matar el cuerpo y,
¿cuánto se debe temer la boca del Infierno —68→ cuando tanta multitud tiene
miedo y temor a la boca de un pobre animal?
-Convertíos, pues, carísimos, a Dios y haced digna penitencia de vuestros
pecados, que Dios os librará del lobo en el tiempo presente y en el futuro del fuego
eternal.
Dicha esta plática, San Francisco añadió:
-Oíd, hermanitos míos: el hermano lobo, que está delante de vosotros, me ha
prometido y dado palabra de ajustar con vosotros paces y de no ofenderos jamás en
cosa ninguna si vosotros prometéis darle las cosas necesarias para su vida, y yo
salgo fiador por él, de que observará fielmente este tratado de paz.
Al oír esto, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentar al lobo diariamente. Y
San Francisco, delante de todo el pueblo, dijo al lobo:
-Y tú, hermano lobo, ¿prometes cumplir por tu parte el tratado de paz, no
ofendiendo ni a los hombres ni a los animales ni a criatura alguna?
Y el lobo, arrodillándose, inclinando la cabeza y con suaves meneos del cuerpo,
de la cola y de las orejas, demostró, en cuanto le fue posible, que estaba dispuesto,
por su parte, a cumplir todo lo pactado. Entonces dijo San Francisco:
-Hermano lobo, quiero que así como diste fe de esta promesa fuera de la ciudad,
del mismo modo ahora, a presencia de todo el pueblo, me reiteres la fe de la misma,
para que yo esté seguro de que no me engañas y no me dejarás en mal lugar, por la
fe que en nombre tuyo he prestado.
Entonces el lobo, levantando su pata derecha, la puso en la mano de San
Francisco. A vista de este hecho y de los demás que quedan mencionados, fue tanta
la novedad del milagro y la mansedumbre del lobo, que todos comenzaron a clamar
al Cielo, alabando y bendiciendo a Dios que les había mandado a San Francisco para
que, con sus méritos, los librase de la boca de la bestia feroz. Después de este suceso
el lobo vivió dos años en Agubio y entraba familiarmente de puerta en puerta por las
casas sin hacer daño a nadie, ni ser molestado por ninguno; y era generosamente
alimentado por la gente, y andando por el campo y la ciudad, nunca perro alguno le
ladraba. Finalmente, después de dos años, el hermano lobo se murió de viejo, de lo
cual se dolieron mucho los ciudadanos, porque viéndolo andar tan manso y tan
humilde por la ciudad tenían presentes las virtudes y la santidad de San Francisco.
—69→
Capítulo XXII
De cómo San Francisco domesticó las tórtolas salvajes
Un joven cazador había cogido cierto día muchas tórtolas y llevándolas a vender
se encontró con San Francisco, el cual, como tenía siempre mucha piedad de los
animales mansos, se puso a mirar aquellas tórtolas con ojos llenos de compasión y
dijo al joven que las llevaba:
-¡Oh, buen joven! Yo te ruego que me las des, para que estas aves tan mansas,
que en la Santa Escritura se comparan a las almas santas y fieles, no vayan a dar en
manos crueles que las maten.
De pronto el cazador, inspirado por Dios, dio sus tórtolas a San Francisco, y
acogiéndolas él en su regazo, comenzó a decirles, dulce y cariñosamente:
-¡Oh, hermanitas mías, tórtolas inocentes, sencillas y castas! ¿Por qué os habéis
dejado coger? Ahora que os he librado de la muerte quiero haceros los nidos para
que deis fruto y os multipliquéis, según el mandato de Dios, vuestro Criador.
Y, en efecto, San Francisco les hizo a todas nido, y estando allí comenzaron a
poner huevos y criaron sus hijuelos en presencia de los frailes, llegando a ser tan
familiares que trataban con San Francisco y los demás frailes como si hubieran sido
gallinas criadas a su mano, y no se fueron de allí hasta que San Francisco les dio con
su bendición licencia para ausentarse.
En cuanto al joven que las había dado, le dijo San Francisco:
-Hijo mío, tú llegarás a ser fraile en esta Orden y servirás a Jesucristo.
Y así fue, porque el referido joven se hizo fraile y vivió en la Orden con gran
santidad.
Capítulo XXIII
De cómo San Francisco libró al fraile que se hallaba en pecado con el demonio
Estando cierta vez San Francisco orando en el lugar de la Porciúncula, vio por
divina revelación todo el convento rodeado y asediado por los demonios a modo de
numeroso ejército; pero ninguno —70→ de ellos podía entrar dentro, porque los
frailes eran de tanta santidad que no daban ocasión a que se introdujese entre ellos el
demonio. Pero, perseverando así, ocurrió un día que un fraile se disgustó con otro y
pensó en su corazón cómo le podría acusar y vengarse de él; por cuyo motivo el
demonio, viendo la puerta abierta, penetró en el convento y se puso sobre el cuello
del fraile. Viendo lo cual el piadoso y solícito pastor, que con tanto afán velaba
siempre por su rebaño, y viendo, además, que el lobo había entrado para devorar a
su ovejuela, mandó inmediatamente llamar al referido fraile y le ordenó que desde
luego descubriese el veneno del odio concebido contra el prójimo, por cuyo pecado
estaba en manos del enemigo. El fraile, asustado al verse comprendido por el santo
padre, descubrió allí todo el veneno y rencor que tenía en el corazón, reconoció su
culpa y pidió humildemente la penitencia y el perdón con misericordia. Hecho esto,
absuelto que fue del pecado y recibida la penitencia, a presencia del mismo San
Francisco se alejó el demonio al instante, y el fraile, librado de esta suerte de las
manos de la bestia cruel por la caridad del buen pastor, dio gracias a Dios, y
volviendo corregido y amaestrado al redil del santo pastor, vivió en adelante con
gran santidad.
Capítulo XXIV
De cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia15 y a la meretriz que
le inducía a pecado
Movido San Francisco del celo por la fe del Crucificado, y del deseo del
martirio, fuese cierta vez al otro lado del mar, con 12 de sus compañeros, con el fin
de dirigirse al mismo sultán de Babilonia. Y al pasar por una comarca de sarracenos
donde esperaban a los caminantes ciertos hombres crueles para coger y matar los
que fueran cristianos, fueron los santos viajeros sorprendidos; pero quiso Dios que
no fuesen muertos, sino cautivos, golpeados y atados, y conducidos luego a la
presencia del sultán. Y hallándose en presencia de éste, San Francisco, inspirado por
el Espíritu Santo, predicó tan divinamente la fe de Cristo, que por ella estaba pronto
a sufrir el martirio del fuego. Por lo que el sultán comenzó a sentir grandísima
devoción hacia él, tanto por la constancia de su fe como por su —71→ desprecio
del mundo que veía en él; porque ningún don quería recibir de sus manos, siendo
pobrísimo, como no fuese el del martirio, que tanto ambicionaba. Desde el primer
día oyole el sultán con agrado y le rogó fuese muchas veces a verle, concediéndole
libremente a él y a sus compañeros que pudiesen predicar donde más les acomodase,
dándoles al efecto una contraseña por la cual no pudiesen ser molestados por nadie.
Habida esta licencia, San Francisco envió a sus compañeros de dos en dos por
diversas partes de los sarracenos para predicarles la fe de Cristo; y él, con otro
compañero, escogió una comarca donde, al llegar, se entró a un mesón para
descansar. Había en este mesón una mujer bellísima de cuerpo, pero de alma sucia, y
la maldita provocole a pecar. Contestole San Francisco:
-Si quieres que te dé gusto, debes tú también consentir lo que yo quiero.
Dijo ella:
-Yo acepto; vamos a la cama.
Y ella lo condujo a una habitación. Había allí un hogar con mucho fuego, y
dícele San Francisco:
-Ven conmigo.
Y llevándola al hogar, con fervor de espíritu quitose el hábito y se echó encima
de las ascuas esparcidas por el suelo, convidándola para que también ella fuese y,
desnudándose, se echase con él en aquella cama tan mullida y hermosa. Y estando
así San Francisco largo rato con alegre rostro, sin quemarse ni levemente
chamuscarse, la mujer, espantada con el milagro y enternecido su corazón, no
solamente se arrepintió de su pecado y mala intención, sino que también se convirtió
a la fe de Cristo y llegó a tal santidad, que por ella se salvaron en aquella comarca
muchas almas. Finalmente, viendo San Francisco el poco fruto que podía conseguir
en aquella tierra, por divina revelación dispuso retornar con sus compañeros a tierra
de cristianos, y, al efecto, reunidos todos los frailes, volvieron a ver al sultán para
darle cuenta de su partida. Entonces, al verlos, dijo el sultán:
-Francisco: de buena gana me convertiría a la fe de Cristo; pero temo hacerlo
ahora, porque si mis súbditos lo saben, te matarán a ti, a mí y a todos tus
compañeros; y comprendiendo que tú todavía puedes hacer mucho bien, y que yo
debo resolver cosas de gran peso, no quiero procurar tu muerte, ni la mía; pero
enséñame —72→ qué debo hacer para salvarme, que yo estoy dispuesto a hacer
todo lo que tú me mandes.
Entonces dijo San Francisco:
-Señor: yo me voy ahora de aquí; pero cuando haya llegado a mi país y, por la
gracia de Dios, vuele al Cielo después de mi muerte, según le plazca a Dios, te
mandaré dos frailes, de los cuales recibirás el santísimo bautismo de Cristo y serás
salvo, según el mismo Señor me ha revelado. Y en este tiempo procura vivir
santamente para que cuando venga a ti la gracia de Dios, te halle preparado a la fe y
devoción.
Así prometió el sultán hacerlo, y así lo hizo. Después de lo cual San Francisco
volvió a su país con el venerable colegio de los 12 santos compañeros, y tras algunos
años de vida corporal entregó su alma a Dios. Enfermo el sultán, esperaba que se
cumpliese la promesa de San Francisco, y tenía guardias apostados en los caminos
con orden que si veían dos caminantes con hábito de San Francisco los trajesen
inmediatamente a su presencia. Por aquel tiempo se apareció San Francisco a dos
frailes y les mandó que sin tardanza fuesen en busca del sultán y procurasen su
salvación, como él le había prometido. Los cuales frailes inmediatamente se
pusieron en camino y pasaron el mar, y por la referida guardia fueron conducidos a
presencia del sultán, que al verles se alegró mucho y dijo:
-Ahora comprendo que Dios me ha enviado estos siervos suyos para mi salud,
según la promesa que San Francisco, por revelación divina, me dejó hecha.
Instruido en la fe de Jesucristo, recibió el santo bautismo de los referidos frailes;
y así regenerado, murió de aquella enfermedad y salvó su alma por los méritos y
oraciones de San Francisco.
Capítulo XXV
De cómo San Francisco sanó milagrosamente a un leproso de alma y de cuerpo, y de
lo que le dijo su alma subiendo al Cielo
El verdadero discípulo de Cristo, viviendo en esta vida miserable, procuraba
con todas sus fuerzas seguir a Jesucristo, perfecto Maestro; de donde resultaba que
muchas veces, por Divina Providencia, a quien él sanaba de cuerpo, Dios le sanaba
el alma al —73→ mismo tiempo, como se refiere de Cristo. Por lo cual, no
solamente servía cuidadosamente a los leprosos, por amor de Cristo, sino también
ordenó a sus frailes que les sirviesen, por amor de Cristo, el cual quiso por nuestro
amor ser reputado como leproso. Sucedió cierta vez, en un lugar cercano adonde
vivía San Francisco, que los frailes cuidaban un hospital de leprosos y enfermos, y
había en este hospital un leproso tan impaciente, tan desesperado y tan protervo, que
todos creían, y así era la verdad, que se hallaba poseído del demonio; porque
maltrataba de palabra y de obra a los que le servían, y, lo que es peor, tan
impíamente blasfemaba de Cristo bendito y de su Santísima Madre la Virgen María;
que no se hallaba quien pudiese o le quisiera servir. Porque si bien los insultos y
villanías propias las soportaban los frailes pacientemente para aumentar el mérito de
la paciencia, no sucedía lo mismo con las blasfemias que decía contra Cristo o su
Madre, las cuales, en conciencia, no creían deber soportar, y por esto decidieron
desentenderse del referido leproso. No lo quisieron hacer sin decírselo antes a San
Francisco, que vivía entonces en un lugar inmediato. Se lo refirieron, en efecto, y
San Francisco se fue enseguida a ver al pérfido leproso, y al estar en su presencia le
saludó diciendo:
-Dios te dé su paz, hermano carísimo.
A lo que el leproso contestó:
-¿Qué paz puedo esperar de Dios, que me ha quitado toda paz y todo bien y me
ha dado tantas y tan repugnantes heridas?
San Francisco contestó:
-Debes, hijo, tener paciencia, porque las enfermedades del cuerpo las da Dios en
el mundo para la salud del alma, y sirven de gran mérito cuando se sufren con
paciencia.
Replicó el enfermo:
-¿Y cómo puedo yo llevar con paciencia la pena continua que de noche y día me
atormenta? Y no solamente por la enfermedad mía, sino también por el mal que me
causan los frailes que tú me diste para que me sirviesen, pues no cumplen con su
deber.
Entonces San Francisco, conociendo por revelación que este leproso estaba
poseído por el espíritu maligno, se fue y puso en oración, rogando a Dios
devotamente por él. Hecha la oración, volvió por él y le dijo:
-Hijo: quiero yo ser quien te sirva, ya que no estás contento de los demás.
—74→
-Me agrada -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú que los demás no
hayan hecho?
Respondió San Francisco:
-Haré lo que tú quieras.
Y dijo el leproso:
-Quiero que me laves todo el cuerpo, porque yo sufro tanto, que a mí mismo no
me puedo soportar.
Entonces hizo San Francisco que calentasen agua con muchas hierbas
odoríficas, y comenzó a lavarlo con su mano, mientras otro fraile le echaba el agua;
y por divino milagro, donde San Francisco tocaba con su santa mano desaparecía la
lepra y renacía la carne perfectamente sana, y, según iba sanando la carne, comenzó
a sanar el alma, por lo que, viéndose curar el leproso, comenzó a sentir gran
compunción y arrepentimiento de sus pecados y a llorar amargamente; de modo que
mientras su cuerpo se limpiaba por fuera, por dentro se limpiaba del pecado por la
contrición y lágrimas de sus faltas.
Y en cuanto se vio completamente sano, así del cuerpo como del alma,
humildemente se acusaba de sus culpas y decía llorando en alta voz:
-¡Ay de mí, que he merecido el Infierno por las villanías e injurias que he hecho
y dicho a los frailes, y por la impaciencia y blasfemias que he cometido contra Dios!
Y así permaneció en amargo llanto de sus pecados, invocando la misericordia
de Dios y confesando enteramente al sacerdote sus culpas. Y San Francisco, viendo
tan expreso milagro que Dios había obrado por su mano, le dio gracias y se fue de
allí a un país muy remoto; porque, por humildad, quería huir de toda gloria y
enderezar todas sus obras a la honra y gloria de Dios y no a la propia.
Después que por la misericordia de Dios el referido leproso sanó del cuerpo y
del alma, cuando hubo hecho quince días de penitencia volvió a enfermar, y
fortalecido con los Divinos Sacramentos murió santamente, y su alma voló al
Paraíso, apareciéndosele a San Francisco en ocasión que se hallaba orando y
diciéndole:
-¿Me reconoces?
-¿Quién eres? -le dijo San Francisco.
Y contestó:
-Soy el leproso a quien Cristo bendito sanó por tus méritos, y hoy he sido
conducido a la vida eterna, por lo cual doy gracias a —75→ Dios y a ti; benditos
sean tu alma y tu cuerpo, y benditas sean tus palabras y tus obras, porque por ti
muchas almas se salvarán en el mundo; y has de saber que no pasa día sin que los
santos ángeles y demás santos del Cielo den gracias a Dios por los frutos que tú y tu
Orden alcanzáis en diversas partes del mundo; aliméntate, pues, y da gracias a Dios
y quédate con su bendición.
Dichas estas palabras, el alma del leproso voló al Cielo, quedando San
Francisco muy consolado. A gloria de Cristo. Amén.
Capítulo XXVI
De cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas, los cuales hiciéronse
frailes, y de la nobilísima visión que tuvo uno de ellos, que fue santísimo fraile
Caminando cierta vez San Francisco por el distrito del Burgo de Santo
Sepulcro, al pasar por un castillo que se llamaba Monte Casale, se le acercó un joven
muy amable y delicado, y le dijo:
-Padre, quisiera con toda mi alma ser contado en el número de tus frailes.
A lo que contestó San Francisco:
-Hijo mío, eres joven delicado y noble; acaso no podrás resistir nuestra
austeridad y pobreza.
Y el joven replicó:
-¿Por ventura, padre, no sois vosotros hombres como yo? Pues así como
vosotros resistís la penitencia, podré resistirla yo con la gracia de Dios.
Contentó mucho a San Francisco aquella respuesta, por lo cual, bendiciéndole
inmediatamente, le recibió en la Orden, dándole el nombre de fray Ángel; y se
condujo este joven con tanta prudencia, que de allí a poco tiempo le nombró San
Francisco guardián del referido lugar de Monte Casale.
Por aquel tiempo merodeaban por aquella comarca tres famosos ladrones, que
eran terror de todas las gentes por los muchos daños que causaban. Los tales
ladrones vinieron un día al dicho convento de los frailes y pidieron a fray Ángel que
les diese de comer, y el guardián les contestó de este modo, reprendiéndoles
ásperamente:
-Vosotros, ladrones y crueles homicidas, que no os avergonzáis —76→ de
robar el trabajo de los demás, ¿cómo sois tan presuntuosos y desvergonzados que
queréis comer la limosna enviada para sustento de los siervos de Dios? Sois
indignos de que la tierra os sustente, porque no tenéis respeto alguno ni a los
hombres ni al Dios que os ha criado; idos por do vinisteis y no volváis a presentaros
jamás.
Al oír esto los ladrones, muy turbados, se fueron llenos de ira. Poco después
volvió San Francisco de fuera con un talego de pan y una vasija de vino que él y su
compañero habían mendigado; y refiriéndole el guardián lo que le había sucedido
con los ladrones, San Francisco le reprendió severamente, diciéndole que se había
portado con mucha crueldad, porque los pecadores mejor se convierten a Dios con
dulzura que con ásperas reprensiones.
-Por esto, nuestro Divino Maestro Jesucristo, cuyo Evangelio nos hemos
propuesto observar, dice que no tiene necesidad de médico el que está sano, sino el
enfermo; que Él no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a
penitencia; por eso muchas veces comía con ellos. Habiendo, pues, obrado tú contra
la caridad y con el Santo Evangelio de Cristo, te mando por santa obediencia que
inmediatamente tomes este talego de pan que yo he mendigado y esta vasija de vino
y vayas solícitamente en busca de los ladrones por montes y valles hasta que los
encuentres, y les ofrezcas todo este pan y vino de mi parte; y después te arrodillarás
delante de ellos, y humildemente les confesarás tu crueldad y tu culpa, y les rogarás
de mi parte que no hagan daño, sino que teman a Dios y no le ofendan nunca; y si
ellos hacen esto, yo les prometo proveerles en sus necesidades y darles
continuamente de comer y beber; y cuando hayas dicho esto, vuelve aquí
humildemente.
Mientras el referido guardián fue a cumplir el mandato de San Francisco, éste se
puso en oración, rogando a Dios que ablandase los corazones de los ladrones y los
convirtiese a penitencia. Dio con los ladrones el obediente guardián, y les presentó
el pan y el vino, y ejecutó al pie de la letra todo cuanto San Francisco le había
mandado. Y como agradase a Dios esta obra, sucedió que, comiendo los ladrones la
limosna de San Francisco, comenzaron a decirse uno a otro:
-¡Ay de nosotros, miserables desventurados, qué penas tan terribles nos esperan
en el Infierno! Porque no solamente robamos al prójimo y le golpeamos y herimos,
sino que también lo matamos; y —77→ después de tantos males y de cosas tan
depravadas como hacemos, no sentimos ningún remordimiento de conciencia ni
temor de Dios; en cambio, este santo fraile que ha venido a buscarnos, sólo por las
tan pocas palabras que tan justamente dijo sobre nuestra malicia, se ha postrado
humildemente para confesar su culpa, y además de traernos el pan y el vino, nos
hace una promesa generosa su santo padre. Verdaderamente estos frailes son santos
de Dios, acreedores al Paraíso celestial, y nosotros somos hijos de eterna perdición,
y merecemos las penas del Infierno, y cada día aumentamos con nuestros pecados
nuestra desgracia. ¿Quién sabe si por los muchos pecados que hemos cometido
podremos hallar la misericordia de Dios?
Estas y semejantes palabras dijo uno de ellos, y los otros dos dijeron a su vez:
-Ciertamente que has dicho la verdad; pero, ¿qué vamos a hacer?
-Vayamos -dijo el otro- a San Francisco, y si él nos da la esperanza de que
podemos hallar la misericordia de Dios en nuestros pecados, hagamos lo que él nos
mande para librar nuestras almas de las penas del Infierno.
Agradó este consejo a sus camaradas y, puestos de acuerdo los tres, se fueron a
ver a San Francisco y le dijeron:
-Padre: nosotros, por los muchos pecados que hemos cometido, no esperamos
poder alcanzar la misericordia de Dios; pero si tú nos das alguna esperanza de que Él
nos recibirá a su gracia, estamos dispuestos a ejecutar lo que tú nos digas y a hacer
penitencia contigo.
Entonces San Francisco, acogiéndoles caritativa y benignamente, los animó con
muchos ejemplos y les demostró que, siendo infinita la misericordia de Dios, podían
estar seguros de alcanzarla, porque aun teniendo infinitos pecados, todavía es mayor
su misericordia; pues, según el Evangelio y el apóstol San Pablo, Cristo bendito vino
a este mundo para redimir a los pecadores. Con estas palabras y otras exhortaciones
semejantes, los tres referidos ladrones renunciaron al demonio y a sus obras, y San
Francisco les recibió en la Orden, y comenzaron a hacer grandísima penitencia. Dos
de ellos vivieron poco después de su conversión y se fueron al Paraíso. Sobrevivió el
tercero, y reprendiéndose de sus pecados, se dio a hacer tal penitencia que por
quince años continuos, además de la Cuaresma —78→ común, que hacía con los
demás frailes, tres días a la semana ayunaba a pan y agua, iba siempre descalzo, sólo
ponía una túnica sobre sus carnes y no dormía después de Maitines. Y por este
tiempo pasó San Francisco por esta miserable vida. Habiendo llevado así el referido
fraile muchos años en continua penitencia, sucedió que una noche, después de
Maitines, le entró tan fuerte tentación de sueño, que en manera alguna podía resistir
y velar como acostumbraba. Por lo que, no pudiendo resistir al sueño ni orar, se fue
a la cama para dormir, y tan pronto como reclinó la cabeza fue arrebatado y
conducido en espíritu a la cumbre de un monte altísimo, desde el cual se descubría
un profundo despeñadero lleno de piedras derrumbadas y de árboles rotos que
brotaban entre ellas, por lo cual ofrecía la sima un aspecto espantoso. El ángel que
conducía al fraile lo empujó y lo arrojó por aquel despeñadero, y cayéndose y
levantándose, de escollo en escollo y de piedra en piedra, llegó hasta el fondo de la
sima, dislocado y maltrecho, según a él le parecía.
Y echándose, así quebrantado, le dijo el conductor:
-Levántate, que aún necesitas hacer peor viaje.
A lo que contestó el fraile:
-Me pareces un hombre indiscreto y cruel. ¿No ves que me estoy muriendo por
efecto de los golpes que he recibido en la caída, y aún quieres que me levante y
suba?
Entonces el ángel se acercó a él, le tocó, le unió perfectamente todos los
miembros y le sanó. Después le enseñó una gran llanura llena de piedras agudas y
cortantes y de ortigas y de zarzas, y le dijo que por toda aquella llanura debía correr,
pasando con los pies desnudos de un extremo a otro, hasta llegar a un horno
ardiendo que había al fin y en el cual debía penetrar. Habiendo el fraile recorrido
toda la llanura con gran angustia y pena, le dijo el ángel:
-Entra en este horno, porque así te conviene hacerlo.
A lo que contestó el fraile:
-¡Ay de mí, qué cruel guía eres, puesto que viéndome casi muerto por los
sufrimientos de la llanura, ahora, para descansar, me dices que entre en este horno
ardiendo!
Y, parándose, vio el fraile que había alrededor del horno muchos demonios con
horcas de hierro en la mano, con las cuales, al verle vacilar, lo arrojaron dentro de un
golpe. Hallándose ya en medio del horno, comenzó a mirar a todos lados, y vio a
uno que había sido —79→ compadre suyo, el cual ardía por sus cuatro costados.
Se acercó al fraile y le dijo:
-Desventurado compadre, ¿por qué viniste aquí?
Y él le respondió:
-Ve un poco más adelante y encontrarás a mi mujer, la comadre, la cual te dirá
la causa de nuestra condenación.
Anduvo, en efecto, un poco más y vio a la dicha comadre, toda sofocada, metida
en una medida de granos toda de fuego; se acercó y le preguntó:
-¡Oh comadre desventurada y mísera! ¿Por qué viniste a dar en tan cruel
tormento?
Y ella contestó:
-Porque en tiempo de la gran hambre que San Francisco anunció con
anticipación, mi marido y yo robábamos el trigo y la cebada, que vendíamos a
medida, y por eso ardo yo ahora metida en esta medida.
Dichas estas palabras, el ángel que conducía al fraile lo sacó fuera del horno y le
dijo:
-Prepárate a hacer un viaje horrible.
Quejándose, el fraile dijo:
-¡Oh, durísimo conductor, que no tienes ninguna compasión de mí! Cuando me
ves salir casi quemado del horno quieres que haga aún un viaje peligroso y horrible.
Entonces el ángel le tocó y quedó de repente sano y vigoroso. Después le
condujo a un puente, por el cual no se podía pasar sin gran peligro, por ser muy sutil
y estrecho y muy escurridizo y sin barandillas a los lados. Pasaba por debajo un río
lleno de serpientes, de dragones y de escorpiones, e iba a caer en un pozo
profundísimo. A su presencia dijo el ángel:
-Pasa este puente, porque a todo trance necesitas pasarlo.
Respondió el fraile:
-¿Y cómo lo podré pasar sin que me caiga en este río tan peligroso?
A lo que contestó el ángel:
-Ven detrás de mí y pon tu pie donde yo ponga el mío, y así pasarás sin cuidado.
Pasó el fraile detrás del ángel, como éste le había enseñado, hasta que llegaron a
la mitad del puente, y allí el ángel se echó a volar y se remontó a la cima de un
monte altísimo que había cerca —80→ del puente, según pudo ver el fraile, que
siguió atentamente el vuelo del ángel. Al verse el pobre sin guía y observando los
animales terribles que con las cabezas fuera del agua y con la boca abierta le
esperaban para devorarlo si caía, le entró tanto miedo que no sabía qué hacer ni qué
decir, porque no podía volver atrás ni seguir adelante. Viéndose en tanta tribulación
y que no tenía otro auxilio sino el de Dios, se inclinó, se abrazó al puente, y con el
corazón y con lágrimas se encomendó a Dios, que por su santísima misericordia
debía socorrerle. Hecha la oración, sintió que le nacían alas, y esperó con gran
alegría que le creciesen para volar del puente al lugar donde había volado el ángel.
Pero al cabo de algún tiempo, por el gran deseo que tenía de pasar el puente, se echó
a volar, y como no le habían crecido bastante las alas, tornó a caer en el mismo sitio;
se abrazó de nuevo al puente y reiteró sus súplicas a Dios. Después de la oración
volvió a sentir que le nacían alas; pero, como en la primera oración, no esperó a que
le creciesen bastante, se echó a volar antes de tiempo y tornó a caer otra vez sobre el
puente, y se le volvieron a quebrar las alas. Por esta razón, y viendo que la mucha
prisa que tenía en volar antes de tiempo era el motivo de su caída, comenzó a decir
interiormente:
-Ciertamente, si vuelvo a echar alas por la tercera vez, esperaré a que sean tan
grandes que pueda volar sin peligro de caerme.
Y estando en este pensamiento volvió a sentir que le crecían alas, y esperó
mucho tiempo, tanto que ya eran muy grandes, y le parecía que con el primer,
segundo y tercer crecimiento de alas había esperado ciento cincuenta años. Por
último, se lanzó a volar, y lo hizo con mucho esfuerzo y con tanta fortuna, que en
poco tiempo se remontó al lugar donde había visto al ángel, y llamando a la puerta
del palacio en el cual había entrado, el portero le preguntó:
-¿Quién eres tú que has venido aquí?
A lo que contestó:
-Soy un fraile menor.
Entonces dijo el portero:
Espera un poco que yo llame a San Francisco a ver si te conoce.
Mientras esperaba a San Francisco comenzó a admirar los maravillosos muros
de este palacio, y parecían tan transparentes que dejaban ver los coros de los ángeles
y lo que allí dentro se hacía. Hallándose —81→ estupefacto en estas
observaciones, vio llegar a San Francisco, a fray Bernardo, a fray Gil y a una
multitud de santas y santos que habían seguido la vida suya y casi parecían
innumerables. Se acercó San Francisco al portero y le dijo:
-Dejadle entrar, porque es uno de mis frailes.
Y tan pronto como hubo entrado sintió tanta consolación y tanta dulzura, que
muy pronto olvidó las tribulaciones que había pasado como si no hubieran sido.
Entonces San Francisco, conduciéndole dentro, le enseñó muchas cosas maravillosas
y después le dijo:
-Hijo mío, te conviene volver al mundo y estar allí siete días, en los cuales te
prepararás diligentemente y con gran devoción para la muerte; porque, pasado este
tiempo, yo iré por ti y vendrás a este lugar bienaventurado.
Iba vestido San Francisco con un manto maravilloso, adornado de estrellas
bellísimas, y sus cinco llagas eran también como cinco hermosas estrellas de tanto
resplandor que con sus rayos iluminaban todo el palacio. Y fray Bernardo llevaba en
la cabeza una corona de siete estrellas bellísimas, y fray Gil iba adornado con una
luz maravillosa, y muchos otros santos y frailes a los cuales conoció, aunque en el
mundo no los había visto nunca. Obedeciendo a San Francisco se volvió, aunque
con hondo pesar, al mundo. Al llegar a este punto volvió en sí el fraile y oyó que
tocaban a Prima, por lo que comprendió que no había durado la visión sino desde los
Maitines a Prima, aunque a él le parecía que había durado muchos años. Refirió esta
visión, y al cabo de los siete días enfermó de fiebre, y al octavo vino por él San
Francisco, según la promesa, con gran multitud de gloriosos santos y llevose su alma
al reino de los justos, a la vida eterna.
Capítulo XXVII
De cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes que se hicieron
frailes, y de cómo uno de ellos rechazó una gran tentación que tenía sobre sí
Yendo una vez San Francisco a la ciudad de Bolonia, todo el pueblo acudió a
verle, y era tan grande la concurrencia, que la gente sólo con mucho trabajo podía
permanecer en la gran plaza; y hallándose —82→ tan llena de hombres, de
mujeres y de estudiantes, San Francisco se subió a un lugar elevado del centro y
comenzó a predicar lo que el Espíritu Santo le enseñaba; y fue su predicación tan
maravillosa que más bien parecía que predicaba un ángel que un hombre. Sus
palabras, verdaderamente celestiales, a modo de afiladas saetas, traspasaban el
corazón de los que le escuchaban, y así fue que multitud de hombres y de mujeres se
convirtieron a penitencia, entre los cuales hubo dos estudiantes de la Marca de
Ancona; llamábase el uno Peregrino y el otro Ricerio; ambos, por la referida
predicación, fueron tocados en el corazón por la gracia divina, y acudieron a San
Francisco, diciéndole que a todo trance querían dejar el mundo y ser del número de
sus frailes. Luego San Francisco, conociendo por revelación que los tales estudiantes
eran enviados por Dios, y que en la Orden debían hacer vida muy santa, atendiendo
a su gran fervor los recibió alegremente, diciendo:
Tú, Peregrino, harás en la Orden vida de humildad; y tú, Ricerio, servirás a los
frailes.
Y así fue, porque fray Peregrino no quiso vivir como clérigo, sino como lego,
aunque era un gran literato y eminente canonista, y por su humildad llegó a tan gran
perfección en la virtud, que fray Bernardo, primogénito de San Francisco, decía de
él que era uno de los más perfectos frailes de este mundo. Finalmente, el referido
fray Peregrino, lleno de virtud, pasó de esta vida a la otra obrando numerosos
milagros antes y después de su muerte. Fray Ricerio sirvió devota y fielmente a los
frailes, dando grande ejemplo de humildad y santidad, por lo cual se granjeó la
intimidad de San Francisco, quien le revelaba muchos secretos. Fue nombrado
después ministro de la Marca de Ancona, cuyo cargo desempeñó mucho tiempo con
grandísima paz y prudencia. Pasado cierto tiempo, Dios permitió que fuese
gravemente tentado en su alma, y, entonces él, atribulado y afligido, se mortificaba
de día y de noche con ayunos, disciplinas, lágrimas y oraciones; y como, a pesar de
tan rudas penitencias, la tentación no desaparecía, algunas veces llegó a desesperarse
porque se creía desamparado de Dios. Hallándose en esta desesperación, por último
remedio pensó ir a ver a San Francisco, considerando que si el santo padre le
mostraba buena cara y le trataba familiarmente, como solía, aún podía prometerse la
misericordia de Dios; y que si sucedía lo contrario, señal sería de su completo
desamparo. Fray Ricerio salió en busca de San Francisco, el cual se —83→
hallaba en el palacio del obispo de Asís gravemente enfermo; pero Dios le reveló las
disposiciones de fray Ricerio y su venida. Inmediatamente San Francisco llamó a
fray León y a fray Maseo y les dijo:
-Salid al encuentro de mi hijo carísimo fray Ricerio, abrazadle y saludadle de mi
parte, y decidle que entre todos los frailes que hay en el mundo tengo por él singular
predilección.
Fueron, en efecto, los mensajeros, y al encontrar en el camino a fray Ricerio le
abrazaron y le dijeron lo que San Francisco les había ordenado; con lo cual sintió el
caminante tan gran consolación y dulzura en el alma, que casi perdió el sentido, y
dando gracia a Dios con todo su corazón, se dirigió al lugar donde San Francisco
estaba enfermo. El cual, aunque estaba muy grave, cuando sintió llegar a fray
Ricerio se levantó, salió a su encuentro, le abrazó ternísimamente y le dijo:
-Hijo mío carísimo fray Ricerio: entre todos los frailes que hay en el mundo, te
amo a ti con singular predilección.
Y después de decir esto, le hizo en la frente la señal de la Cruz y le besó en ella.
Después añadió:
-Hijo carísimo: Dios ha permitido esta tentación para que alcanzases mayores
méritos y ganancias; pero si no quieres tener esta ganancia, no tengas la tentación.
¡Cosa maravillosa! Tan pronto como San Francisco hubo dicho estas palabras,
súbitamente se desvaneció la tentación como si nunca hubiese existido, quedando
fray Ricerio muy consolado.
Capítulo XXVIII
De un arrobamiento que tuvo fray Bernardo, permaneciendo sin sentido desde la
madrugada hasta la hora de Nona
Dios otorga singulares gracias a los pobrecitos que, según el Evangelio, dejan el
mundo por amor a Cristo, y buena prueba de ello es fray Bernardo de Quintavalle,
quien tan pronto como tomó el hábito de San Francisco comenzó muchas veces a ser
arrebatado en Dios en la contemplación de muchas cosas celestiales. Sucedió que,
estando una vez oyendo Misa con la mente suspensa en Dios, se quedó tan absorto
que al elevar el cuerpo de Cristo no se movió —84→ de la actitud en que estaba,
ni se arrodilló, ni se quitó la capucha, como hacían los demás, sino que, con los ojos
fijos, permaneció insensible desde la madrugada hasta la hora de Nona; y después de
Nona, volviendo en sí, comenzó a correr por el convento, gritando admirado:
-¡Oh, hermanos! ¡Oh, hermanos! ¡Oh, hermanos! ¿No habrá un hombre en esta
comarca tan grande, tan noble, al cual, si le fuese prometido un palacio bellísimo de
oro, no le sería fácil llevar un saco lleno de estiércol para granjearse aquel tesoro tan
noble?
A este tesoro tan celestial, prometido a los amadores de Dios, fue y era elevado
con la mente fray Bernardo, que durante quince años seguidos anduvo siempre con
la mente y con la cara levantada al Cielo; en todo este tiempo nunca sació su
hambre, aunque comía un poco de lo que se le ponía delante; pues decía que de lo
que el hombre no gusta no hace perfecta abstinencia, la cual consiste en privarse de
las cosas que son gratas al paladar; y por este medio llegó a adquirir tanta claridad y
luz de inteligencia, que muchos doctos sacerdotes acudían a él, para que les
explicase cuestiones gravísimas y pasajes escabrosos de la Santa Escritura. Y todas
las dificultades las esclarecía con la luz de su entendimiento. Estaba tan desligado y
abstraído de las cosas terrenales, que a modo de golondrina volaba muy alto en la
contemplación; por lo que algunas veces se estaba solo veinte días, y en ocasiones
treinta, en la cima de un monte altísimo, contemplando las cosas celestiales. Por esto
decía de él fray Egidio, que le había sido concedido un don que los demás hombres
no poseían: el de volar y sustentarse en el aire como la golondrina; por cuya gracia
tan excelente, que había recibido de Dios, San Francisco se complacía hablando con
él día y noche; y alguna vez fueron encontrados juntos toda la noche en éxtasis en la
selva, donde muchas veces solían reunirse para hablar de Dios.
—85→
Capítulo XXIX
Cómo el demonio en forma de Crucificado apareció muchas veces a fray Rufino,
diciéndole que perdía todo el bien que hacía, porque no era de los elegidos para la
vida eterna. Sabiéndolo San Francisco por revelación de Dios, hizo que fray Rufino
reconociese su error
—88→
Capítulo XXX
Del hermoso sermón que predicaron, sin hábitos, en Asís, San Francisco y fray
Rufino
Capítulo XXXI
De cómo San Francisco penetraba los secretos de la conciencia de todos sus frailes,
ordenadamente
Así como Nuestro Señor Jesucristo dice en el Evangelio: «Yo conozco a mis
ovejas y ellas me conocen a mí», también el bienaventurado padre San Francisco,
como buen pastor, sabía todos los méritos y virtudes de sus compañeros por divina
revelación, y del mismo modo conocía sus defectos. Por lo cual proveía a todas las
necesidades con el mejor remedio, humillando a los soberbios, ensalzando a los
humildes, vituperando los vicios y alabando la virtud; así se ve en las admirables
revelaciones que tuvo de su familia —90→ primitiva. Entre las cuales se refiere
que una vez, estando en un lugar hablando de Dios, se hallaba ausente fray Rufino,
por estar en contemplación en la selva; y como continuase el santo padre su plática,
cuando fray Rufino salió de orar, viole San Francisco y se volvió a sus compañeros,
preguntándoles:
-¿Cuál creéis vosotros que sea el alma más santa que Dios tiene en el mundo?
A lo que contestaron todos:
-Creemos que sea la tuya.
Y San Francisco añadió:
-Hermanos carísimos: yo soy el hombre más vil y más indigno que Dios ha
echado a este mundo; pero ¿no veis aquél, fray Rufino, que ahora sale de la selva?
Pues Dios me ha revelado que su alma es una de las más santas que hay en la tierra,
y firmemente os aseguro que no dudo en llamarlo San Rufino en vida suya,
conociendo, como conozco, que tiene el alma confirmada en gracia, y santificada y
canonizada en el Cielo por Nuestro Señor Jesucristo.
Y estas palabras no las decía San Francisco en presencia del referido fray
Rufino. De la misma manera, San Francisco conocía los defectos de sus frailes;
como conoció los de fray Elías, al cual reprendió muchas veces, por su soberbia, y
predijo a fray Juan de la Capilla que llegaría a ahorcarse, y los de aquel fraile a
quien el demonio apretaba la garganta cuando era corregido por su desobediencia, y
los de muchos otros frailes, cuyos defectos, secretos y virtudes claramente conocía
por revelación de Cristo.
Capítulo XXXII
De cómo fray Maseo pidió a Cristo la virtud de la humildad
—92→
Capítulo XXXIII
De cómo Santa Clara, por mandamiento del Papa, bendijo el pan que estaba en la
mesa; después de lo cual en cada uno de los panes apareció la señal de la santa Cruz
Santa Clara, devotísima discípula de la Cruz de Cristo y noble planta de San
Francisco, era de tanta santidad, que los obispos y cardenales, y también el Papa,
deseaban con gran afecto verla y oírla, y muchas veces personalmente la visitaban.
Entre otras, fue una vez el Padre Santo al monasterio para oírla y hablar de las cosas
celestiales y divinas, y mientras estaban ocupados en diversos razonamientos hizo
Santa Clara que preparasen la mesa, poniendo sobre ella el pan para que el Padre
Santo lo bendijese. Por lo que, terminada la conversación espiritual, Santa Clara,
arrodillándose con gran reverencia, le rogó que si lo tenía a bien, bendijese el pan
puesto sobre la mesa. A lo que contestó el Padre Santo:
-Hermana Clara fidelísima: quiero que seas tú quien bendiga este pan, haciendo
sobre él la santísima señal de Cristo, al cual te has entregado por completo.
Santa Clara contestó:
-Santísimo Padre, perdonadme; porque sería digna de grande reprensión si
delante del Vicario de Cristo, yo, que soy tan vil mujerzuela, presumiese de dar una
bendición semejante.
Y el Papa contestó:
-Para que no pueda imputarse a presunción, sino a mérito de obediencia, te
mando por santa obediencia que sobre este pan hagas la señal de la Santa Cruz y lo
bendigas en nombre de Dios.
Entonces Santa Clara, como verdadera hija de obediencia bendijo devotamente
aquellos panes con la señal de la Santísima Cruz. Y -¡cosa admirable!-
inmediatamente en los panes apareció la señal de la Cruz lindamente esculpida, y de
aquellos panes, parte se comieron y parte se guardaron para testimonio del milagro.
Al presenciarlo el Padre Santo, tomando de aquel Pan, dio gracias a Dios, y se
partió, dejando a Santa Clara muy consolada con su bendición apostólica. Por aquel
tiempo habitaba en el mismo monasterio sor Ortolana, madre de Santa Clara, y sor
Inés, su hermana, —93→ ambas, como Santa Clara, llenas de virtud y del Espíritu
Santo, y otras muchas monjas a las cuales San Francisco enviaba muchos enfermos
para que con sus oraciones y la señal de la Santísima Cruz les volviese la salud.
Capítulo XXXIV
De cómo San Luis, rey de Francia, fue en forma de peregrino a Perusa con el fin de
visitar al santo fray Egidio
Fuese San Luis, rey de Francia, en peregrinación a los más famosos santuarios
del mundo; y como oyese celebrar la mucha fama de santidad de fray Egidio, que
había sido uno de los primeros compañeros de San Francisco, entró en deseo de
visitarle personalmente, y, en efecto, vino a Perusa, donde vivía entonces fray
Egidio, y llegando a la puerta del convento de los frailes como un pobre peregrino
desconocido, con pocos compañeros, preguntó con gran insistencia por fray Egidio,
no diciendo al portero quién era, ni por qué lo llamaba. Fue el portero a fray Egidio
y le dijo que a la puerta estaba un peregrino que preguntaba por él; y Dios le inspiró
y reveló que aquél era el Rey de Francia, por lo que súbitamente, y con gran fervor,
salió de su celda y corrió a la puerta, y sin más preámbulos, como si siempre se
hubieran visto, con grandísima devoción se arrodillaron y se abrazaron los dos, y el
abrazo fue tan familiar y cariñoso como pudiera serlo el de dos amigos íntimos; pero
a todo esto no hablaban, sino que estaban abrazados en silencio, como en señal del
caritativo amor que los unía. Y después de permanecer así largo rato, sin decirse
palabra alguna, se separaron el uno del otro; San Luis prosiguió su viaje, y fray
Egidio se volvió a su celda. Saliendo el Rey, un fraile preguntó a otro de sus
compañeros quién era aquél que por tanto tiempo había estado abrazado con fray
Egidio, a lo que le respondieron que era Luis rey de Francia, que había venido a ver
al venerable fray Egidio.
Cundiendo la noticia entre los demás frailes, tuvieron todos grandísimo disgusto
de que fray Egidio no le hubiese hablado ni una sola palabra, y reprendiéndole por
esto, le dijeron:
-¡Oh, Egidio! ¿Por qué has estado tan descortés con un rey tan santo, que ha
venido de Francia para verte y oírte alguna buena palabra, y tú no has sido para
decirle nada?
—94→
A lo que contestó fray Egidio:
-Hermanos carísimos: no debéis maravillaros de esto, porque ni yo a él ni él a
mí podíamos articular palabra; porque tan pronto como nos abrazamos, la luz de la
sabiduría me manifestó y reveló su corazón y a él mi corazón; y así guardando en el
corazón por obra de la divina gracia lo que yo quería decirle a él y él a mí, nos
conocimos mejor que si nos hubiésemos hablado con la boca, y fue mayor el
consuelo que sentimos que si con la palabra hubiéramos querido explicar lo que
sentíamos en el corazón, por los defectos del humano lenguaje, el cual no puede
claramente expresar los secretos misterios de Dios; hubiéramos caído más bien en
desconsuelo que experimentado verdadera consolación; por esto debéis saber que el
Rey se fue de aquí muy contento y maravillosamente consolado.
Capítulo XXXV
De cómo estando enferma Santa Clara fue milagrosamente llevada, la noche de
Navidad, a la iglesia de San Francisco, donde oyó el Oficio
Estando una vez Santa Clara gravemente enferma, tanto que no podía moverse
ni asistir al Oficio divino en la iglesia, con las demás monjas, llegó la solemnidad de
la Navidad de Cristo, y todas las religiosas se fueron a Maitines; pero la santa
enferma se quedó en su lecho, muy descontenta de no poder ir en compañía de las
otras a la iglesia ni participar de aquel consuelo espiritual. Jesucristo, su esposo,
viéndola quedarse tan desconsolada, la hizo transportar milagrosamente a la iglesia
de San Francisco, para que asistiese al Oficio de Maitines y a la Misa de
medianoche, y después de recibir la Santa Comunión fue restituida a su lecho.
Concluido el Oficio en San Damián, fueron las monjas a ver a Santa Clara, y le
dijeron:
-¡Oh, madre nuestra, sor Clara! ¡Qué gran consuelo hemos tenido en esta
Natividad de Cristo! ¡Ojalá hubieseis podido estar con nosotras!
Y Santa Clara contestó:
-Gracias y alabanzas debo dar a Nuestro Señor Jesucristo -¡oh, hermanas e hijas
queridísimas!- porque en la solemnidad de esta santísima noche, aunque no haya
estado con vosotras, he —95→ recibido grandísimos consuelos en mi alma.
Porque debo a la solicitud de mi Padre San Francisco y a la Gracia de Nuestro Señor
Jesucristo el haber estado presente en la iglesia del padre Francisco, y con mis oídos
corporales y mentales he oído todo el Oficio y los cantos del órgano que allí se han
ejecutado, y allí mismo he recibido la santísima Comunión. Por haber recibido tales
gracias alegraos y agradecedlas a Nuestro Señor Jesucristo.
Capítulo XXXVI
De cómo San Francisco explicó a fray León una hermosa visión que había tenido
Cierta vez que San Francisco estaba gravemente enfermo y fray León le servía,
éste, orando junto a San Francisco, fue arrebatado en éxtasis y transportado en
espíritu a la vista de un río grandísimo, largo e impetuoso. Y estando a la orilla
mirando lo que pasaba, vio a varios frailes cargados que entraban súbitamente en
este río, los cuales también súbitamente eran arrebatados por la corriente y
abogados; algunos lograban penetrar hasta la tercera parte del río, otros hasta la
mitad y algunos hasta tocar la orilla contraria; pero todos, por el ímpetu de la
corriente y por el peso que llevaban sobre los hombros, acababan por caer en el agua
y ahogarse. Viendo esto fray León, sentía mucha piedad hacia aquellos desdichados;
y cuando estaba más triste, vio venir otra gran multitud de frailes sin carga o peso, y
en los cuales resplandecía la santa pobreza; entraron éstos en el río y pasaron sin
peligro alguno de una a otra orilla. Al ver esto, fray León volvió en sí. Entonces San
Francisco, adivinando por la gracia de su espíritu que fray León había tenido alguna
visión, le llamó y le preguntó qué era lo que había visto. Se lo refirió fray León con
todos sus pormenores, y añadió San Francisco:
-Lo que tú has visto es mucha verdad. El gran río es este mundo; los frailes que
se ahogaban en el río son los que no siguen la profesión evangélica, especialmente la
santa pobreza; pero los que sin peligro pasaban, son aquellos frailes que, despojados
de toda cosa terrenal y carnal, no poseen nada en este mundo, sino que teniendo —
96→ lo necesario para vivir y vestir, están contentos por seguir a Cristo desnudo en
la Cruz; y éstos llevan con alegría y voluntariamente el peso y el yugo de Cristo y de
la santa obediencia; por esto pasan ágilmente de la vida temporal a la eterna.
Capítulo XXXVII
De cómo Jesucristo bendito, a ruegos de San Francisco, convirtió a un rico y gentil
caballero que hízose fraile, el cual había honrado mucho y servido a San Francisco
Capítulo XXXVIII
De cómo San Francisco conoció, en espíritu, que fray Elías estaba condenado y
debía morir fuera de la Orden, y de cómo, a ruego de fray Elías, hizo oración a Dios
y fue escuchado
Viviendo juntos en un lugar San Francisco y fray Elías, reveló Dios a San
Francisco que fray Elías estaba condenado y que apostataría de la Orden y, por
último, que moriría fuera de ella. Por esto concibió San Francisco tal displicencia
hacia él, que ni le hablaba ni conversaba con él; y si acontecía alguna vez que fray
Elías le salía al encuentro, se desviaba del camino o se volvía atrás con el objeto de
no encontrarle; por lo cual fray Elías comenzó a ver y comprender que San
Francisco estaba disgustado de él, y queriendo saber la causa se dirigió un día a San
Francisco para hablarle; pero como el Santo esquivase la conversación, fray Elías,
con mucha cortesía, le obligó a escucharle, y comenzó a rogarle discretamente que
se dignase explicarle la causa por la que esquivaba su compañía y hablar con él. San
Francisco dijo:
-La causa es ésta: porque Dios me ha revelado que por tus pecados apostatarás
de la Orden y morirás fuera de ella; y aún me ha revelado más: que tú estás
condenado.
Oyendo esto fray Elías, dijo así:
-Padre mío reverendo: te ruego, por amor de Jesucristo, que por esto no me
rechaces ni huyas de mí, sino como buen pastor, a ejemplo de Cristo, busques y
recibas a la oveja que se descarría y le ayudes, y ruega a Nuestro Señor que, si es
posible, revoque la sentencia de mi condenación, porque está escrito que Dios hace
mudar la sentencia si el pecador se enmienda de su pecado, y yo tengo tanta
confianza en tus oraciones, que si me hallase en medio del Infierno y tú rogases a
Dios por mí, creo que tendría algún refrigerio; —99→ por lo que ahora te ruego
que encomiendes este pecador a Dios, que vino para salvar a los pecadores, para que
me reciba en su misericordia.
Y decía esto fray Elías con mucha devoción y lágrimas; por lo que San
Francisco, como Padre piadosísimo, le prometió rogar a Dios por él, y así lo hizo. Y
rogando a Dios devotamente, supo por revelación que sus oraciones habían sido
escuchadas por Dios en cuanto a la sentencia condenatoria de fray Elías, cuya alma,
por último, no sería condenada; pero que ciertamente saldría de la Orden y fuera de
la Orden moriría, como así sucedió. Porque rebelándose contra la Iglesia Federico,
rey de Sicilia, y siendo excomulgado por el Papa él y cuantos le daban consejo o
ayuda, como fray Elías, que era reputado como uno de los hombres más sabios del
mundo, llamado por el dicho rey Federico se fue con él, se hizo rebelde a la Iglesia y
apostató de la Orden, fue excomulgado por el Papa y privado del hábito de San
Francisco. Y hallándose excomulgado y gravemente enfermo, lo supo un fraile lego,
hombre de buena vida y costumbres, y se fue a visitarle, y entre otras cosas le dijo:
-Hermano mío carísimo: mucho me desazona verte excomulgado y fuera de la
Orden y que así mueras; pero si vieses modo o camino por el cual te pueda sacar yo
de este peligro, con mucho gusto lo haré sin reparar en la fatiga.
A lo que respondió fray Elías:
-Hermano mío: no veo otro camino sino que vayas a ver al Papa y le ruegues
que, por amor de Dios y de San Francisco, su siervo, por cuyos consejos abandoné el
mundo, me absuelva de su excomunión y me restituya el hábito de la Orden.
A lo que contestó el fraile que contento se fatigaría por su salud; y partiendo de
allí se fue a echar a los pies del Papa, rogándole humildemente que se apiadase de su
hermano por amor de Cristo y de San Francisco. Y quiso Dios que el Papa le
concediese que volviera y, si encontraba vivo a fray Elías, le absolviese de su parte
de la excomunión y le restituyese el hábito. Con lo cual, muy satisfecho, el fraile
corrió a ver a fray Elías y, encontrándole vivo aún, pero en la agonía, pudo
absolverle de la excomunión y devolverle el hábito; y su alma pasó de esta vida y
fue salva por los méritos de San Francisco y por sus oraciones, en las que fray Elías
había puesto tan grande esperanza.
—100→
Capítulo XXXIX
Del sermón maravilloso que hizo en el Consistorio el fraile menor San Antonio de
Padua
El maravilloso Vaso del Espíritu Santo, San Antonio de Padua, uno de los
elegidos discípulos y compañeros de San Francisco, el cual le llamaba su vicario,
predicó una vez en el Consistorio delante del Papa y de algunos cardenales, a cuyo
Consistorio asistían griegos, latinos, franceses, alemanes, eslavos, ingleses, y de
otras diversas naciones del mundo; e inflamado del Espíritu Santo expuso la divina
palabra con tal eficacia, sutileza y claridad y devoción, que todos los que estaban
presentes, aunque de diversas lenguas, claramente le entendieron en la suya
respectiva, como si hubiese hablado en la de cada uno de ellos; por lo que todos
estaban estupefactos, y no parecía sino que se renovaba el maravilloso milagro de
los Apóstoles del día de Pentecostés; los cuales, por virtud del Espíritu Santo,
hablaban en todas las lenguas, y se decían unos a otros los oyentes con gran
admiración:
-¿No es de España éste que predica? ¿Y cómo oímos todos en su palabra la
lengua de nuestra propia tierra?
Del mismo modo el Papa, considerando y maravillándose de la profundidad de
su doctrina, dijo:
-Verdaderamente que éste es Arca del Testamento y armario de la divina
Escritura.
Capítulo XL
Del milagro que obró Dios cuando San Antonio, estando en Rímini, predicó a los
peces del mar
Capítulo XLI
De cómo el venerable fray Simón libró a un fraile de una gran tentación de salirse de
la Orden
Capítulo XLII
De los hermosos milagros que hizo Dios por medio de los santos frailes Bentoviglia,
Pedro de Monticelli y Conrado de Ofrida, y de cómo fray Bentoviglia transportó a
un leproso 15 millas en poquísimo tiempo; al segundo habló San Miguel, y al
tercero se le apareció la Virgen María y le puso al Hijo en sus brazos
Capítulo XLIII
De cómo fray Conrado de Offida convirtió a un joven fraile que molestaba a los
otros. Y de cómo el dicho fraile joven, a punto de morir, apareció a fray Conrado,
rogándole que orase por él; y de cómo le libró con sus oraciones de las penas
grandísimas del Purgatorio
—110→
Capítulo XLV
De la conversión, vida y milagros y muerte del santo fray Juan de Penna
Capítulo XLVI
De cómo fray Pacífico, estando en oración, vio el alma de fray Humilde, su
hermano, subiendo al Cielo
Capítulo XLVII
De aquel santo fraile al cual la Madre de Cristo apareció estando enfermo,
entregándole tres botecillos de medicina
Capítulo XLVIII
De cómo fray Jacobo de Masa vio a todos los frailes menores como en un árbol, y
conoció las virtudes, méritos y vicios de cada uno de ellos
Dios había revelado a fray Jacobo de Masa muchos secretos, dándole la perfecta
ciencia y conocimientos de la Escritura; porque era un hombre de tanta Santidad,
que fray Egidio, fray Marcos, fray Junípero y fray Lucio decían de él que no habían
conocido en el mundo varón más unido a Dios.
Yo tuve un gran deseo de verle porque, rogando a fray Juan, compañero de fray
Egidio, que me declarase ciertas cosas del espíritu, me había dicho:
-Si quieres informarte bien de la vida espiritual, procura hablar con fray Jacobo
de Masa, a cuyas palabras no se puede añadir ni quitar nada, pues su entendimiento
ha penetrado los arcanos celestiales y sus palabras son palabras del Espíritu Santo;
ni hay hombre sobre la haz de la tierra que yo tenga tantos deseos de ver.
—117→
Este fray Jacobo, en el principio del generalato de fray Juan de Parma, orando
cierta vez, fue arrebatado en espíritu y permaneció tres días en éxtasis, tan
insensible, que sus hermanos no sabían si estaba muerto o vivo. En este rapto le fue
revelado por Dios lo que debía suceder respecto a nuestra religión. Por lo cual,
oyendo esto, se acrecentó más en mí el deseo de oírle y de hablar con él. Y Dios
quiso concederme esta suerte, y al verle, le dije:
-Si es verdad lo que he oído decir de ti, te ruego que no me lo ocultes. He oído
que cuando estuviste tres días como muerto, entre las cosas que Dios te reveló, fue
una lo que debía suceder a nuestra religión; esto es lo que ha dicho fray Mateo,
ministro de la marca, a quien tú lo revelaste por obediencia.
Entonces fray Jacobo me declaró con muchísima humildad que, en efecto, era
cierto lo que fray Mateo decía. Y lo que fray Mateo había dicho era lo siguiente:
-Conozco yo a un fraile a quien Dios ha revelado lo que sucederá a nuestra
religión; porque fray Jacobo de Masa me ha manifestado y dicho que, después de
muchas cosas que Dios le reveló sobre la Iglesia militante, vio un árbol muy bello y
muy grande cuyas raíces eran de oro; los frutos, hombres, y todos, frailes menores;
sus principales ramas eran diferentes según el número de provincias de la Orden, y
cada rama tenía tantos frailes cuantos había en la provincia representada por ella. Y
entonces supe el número de todos los frailes de la Orden y los de cada provincia, y el
nombre de cada uno de ellos, y su condición, y su oficio, y su dignidad, y las gracias
y culpas de todos; y vio a fray Juan de Parma en lo más alto de la rama del medio
del árbol, y en los vástagos de las ramas que había alrededor de la de en medio, que
estaban los ministros de todas las provincias. Y después de esto vio a Cristo sentarse
en un trono grandísimo y blanco, y llamando a San Francisco le daba un cáliz lleno
de vida y lo enviaba diciéndole: «Ve y visita a tus frailes y dales de beber en este
cáliz del espíritu de vida, porque el espíritu de Satanás se levantará contra ellos y los
perseguirá, y muchos de ellos caerán para no levantarse». Y dio Cristo a San
Francisco dos ángeles para que le acompañasen.
Luego San Francisco fue a llevar el cáliz de vida a sus frailes, y comenzó por
alargárselo a fray Juan de Parma, el cual lo tomó y devotamente bebió de lo que
contenía, haciéndose su cuerpo de repente tan luminoso como el sol. Después San
Francisco fue alargando —118→ el cáliz a los demás, y fueron pocos los que no
lo tomaron con la debida reverencia y devoción y no bebieron de aquel espíritu. Los
que así lo hicieron y lo bebieron todo, súbitamente se convirtieron en otros tantos
soles; pero los que lo derramaron o no lo bebieron con devoción, se pusieron tan
negros, tan oscuros y tan deformes, que era cosa horrible verlos; y aquellos otros que
en parte bebieron y en parte derramaron, se hicieron en parte refulgentes y en parte
tenebrosos, más o menos, según la cantidad bebida o derramada.
Pero sobre todos los demás resplandecía el susodicho fray Juan, el cual había
bebido completamente el cáliz de la vida, disfrutando así con mayor intensidad de la
infinita gracia de la luz divina y fortaleciéndose más que ninguno contra la
adversidad y la tormenta que debía levantarse contra aquel árbol hasta desgajar y
conmover sus ramas. Por lo cual, el dicho fray Juan dejó la cima de la rama en que
estaba y, descendiendo él solo de rama en rama, se escondió en un hueco del tronco
del árbol y allí estaba muy pensativo; y fray Buenaventura, que había bebido en
parte del cáliz y parte había derramado, se subió a la misma rama y en el mismo
lugar en que había estado fray Juan. Y estando allí se le volvieron las uñas de las
manos de hierro agudo y cortante como navajas; al sentir esto, dejó el lugar que
había ocupado, y con ímpetu y furor quiso arrojarse contra el dicho fray Juan para
dañarle; pero viendo esto fray Juan, gritó fuertemente y se encomendó a Cristo, que
estaba sentado en el trono; y Cristo, al oírlo, llamó a San Francisco y le dio un
pedernal cortante, diciéndole a la vez: «Ve con esta piedra y córtale las uñas a fray
Buenaventura, que quiere arañar a fray Juan, para que no pueda lastimarle».
Entonces San Francisco fue y ejecutó lo que Cristo le había mandado. Y hecho esto,
se levantó una tempestad de viento que, sacudiendo fuertemente el árbol, hizo caer a
muchos frailes en tierra; y cayeron primero todos aquellos que habían derramado
todo el cáliz del espíritu de la vida, y eran llevados por los demonios a lugares de
angustias y de tinieblas. Pero fray Juan, junto con los otros frailes que habían bebido
del cáliz, fueron transportados por los ángeles a un lugar de vida, de luz eterna y de
resplandor bienaventurado. Y entendía y discernía el dicho fray Jacobo que tenía la
visión, y en particular distintamente conocía los nombres, condiciones y estado de
cada uno. Y fue tan violento aquel huracán contra el árbol, que le hizo caer, y el
viento lo arrebató. —119→ Pero tan pronto como cesó la tempestad, de las raíces
de aquel árbol, que eran de oro, salió otro árbol nuevo, que era todo de oro; de
manera que las hojas, las flores y los frutos que producía eran dorados. De aquel
árbol y de su altura, profundidad, aroma y virtudes más vale callar que decirlo al
presente.
Capítulo XLIX
De cómo Cristo apareció a fray Juan de Auvernia
Entre otros sabios y santos frailes hijos de San Francisco, los cuales, según dice
Salomón, son la gloria del padre, vivió en nuestros tiempos en la citada provincia de
la Marca el venerable y santo fray Juan de Fermo, el cual, por el mucho tiempo que
permaneció en el santo convento de Auvernia, donde acabó su vida, se le llamaba
sencillamente fray Juan de Auvernia, y fue hombre de singular vida y de gran
santidad. Este fray Juan, cuando era muchacho en el mundo, deseaba con todo su
corazón hacer vida de penitencia para lavar el cuerpo y el alma de la inmundicia del
pecado; y así, desde muy pequeño, comenzó a llevar cota de malla y cilicio de hierro
pegado a la carne y hacer grandísima abstinencia, y dio con esto singular ejemplo
cuando vivió con los canónigos de San Pedro de Fermo, los cuales vivían
espléndidamente; huía él de los regalos corporales y maceraba su cuerpo con
grandes rigores y abstinencias; pero hallándose en esto contrariado por sus
compañeros, los cuales le despojaban del cilicio y por diversos medios impedían su
abstinencia, inspirado por Dios pensó dejar el mundo con sus amadores y ofrecerse
todo en los brazos del Crucificado con el hábito del crucificado San Francisco; y así
lo hizo. Y habiendo sido recibido en la Orden siendo todavía joven, y encomendado
a la vigilancia del maestro de novicios, llegó a hacerse tan espiritual y devoto, que
alguna vez, oyendo al dicho maestro hablar de Dios, se le derretía el corazón como
la cera junto al fuego, y con gran suavidad de gracia se recreaba en el amor divino; y
cuando no podía estar de rodillas, se levantaba y, como ebrio de amor, se echaba a
correr por la huerta, por la selva y por la iglesia, siguiendo como la llama el impulso
del espíritu que le impelía.
Con el tiempo, la divina gracia hizo crecer a este hombre angelical, de virtud en
virtud y en dones celestiales, y en los raptos y éxtasis —120→ divinos, tanto, que
alguna vez su mente era elevada al esplendor de los querubines, otras al ardor de los
serafines, alguna al gozo de los bienaventurados, y otras a los amorosos y tiernos
abrazos de Cristo, no sólo con gustos espirituales interiores, sino aun con
manifiestas señales exteriores en el cuerpo; y singularmente una vez sintió con tal
exceso en su corazón la llama del divino amor, que le duró el fuego más de tres
años, en cuyo tiempo recibió maravillosos consuelos y visitas divinas, y muchas
veces era arrebatado por Dios y parecía estar como ahogado y abrasado del amor de
Cristo; lo cual sucedió en el monte santo de Auvernia. Pero como Dios tiene
singular cuidado de sus hijos y les da, según los tiempos, ora consuelo, ora
adversidades, según Él ve que necesita para mantenerse en la humildad y para
acrisolar más y más su deseo de las cosas celestiales, plugo a la Divina Bondad,
después de los tres años, privar al dicho fray Juan de los ardientes rayos del amor
divino y de todo consuelo y alegría espiritual. Por lo cual fray Juan quedó sin amor
de Dios, muy desconsolado, afligido y apenado.
En los momentos de su mayor angustia iba fray Juan discurriendo por el bosque
de aquí para allá, llamando con voces, con llantos y con suspiros, al amantísimo
Esposo de su alma, que se había alejado y huido de él, sin cuya presencia su alma no
hallaba descanso ni reposo; pero ni en lugar alguno ni en nada podía recobrar al
dulce Jesús, ni saborear aquellos suavísimos gustos espirituales del amor de Cristo
de que antes, con tanta abundancia, había disfrutado.
Duró esta tribulación muchos días, en los cuales no dejó de llorar, ni de
suspirar, ni de rogar a Dios que, por su piedad, le devolviese al amantísimo Esposo
de su alma. Por último, cuando plugo a Dios dar por terminada la prueba de su
paciencia y encendido su deseo, un día que fray Juan discurría por la selva todo
afligido y atribulado, agobiado por la fatiga se sentó, recostando la cabeza sobre un
haya: con toda la cara bañada en lágrimas, mirando al Cielo, se le apareció
Jesucristo, viniendo por la misma senda que él había seguido; pero estando ya muy
cerca, no le decía nada. Viéndolo fray Juan, y reconociendo claramente que era
Jesucristo, inmediatamente se echó a sus pies, y con llanto copiosísimo le rogó
humildemente, diciendo:
-Socórreme, Señor mío, porque sin Ti, dulcísimo Salvador, ando en tinieblas y
llanto; sin Ti, mansísimo Cordero, camino —121→ entre angustias y penas; sin
Ti, Hijo de Dios Altísimo, me hallo en confusión y vergüenza; sin Ti, siéntome
desposeído de todo bien y ciego, porque Tú eres, mi Señor Jesucristo, la verdadera
luz de las almas; sin Ti estoy perdido y condenado, porque Tú eres vida del alma y
vida de la vida; sin Ti estoy estéril y árido, porque Tú eres la fuente de todos los
dones y de todas las gracias; sin Ti me veo desconsolado, porque Tú eres, Jesús,
nuestra redención, nuestro amor y nuestro deseo, pan confortativo y vino que alegra
los corazones de los ángeles y los santos; ilumíname, Maestro misericordiosísimo y
Pastor celoso e infatigable, porque yo, aunque indigno, soy ovejuela de tu rebaño.
Pero como el deseo de los varones santos, cuando Dios retarda el satisfacerlo,
más y más se acrecienta en mérito y en amor, Cristo bendito se fue sin oírle ni
hablarle nada, volviéndose por la misma senda que había venido. Entonces fray Juan
se puso en pie y le siguió, y deteniéndole en su camino, con santa importunidad se
echó a sus pies, y gimiendo y llorando le dijo:
-¡Oh, Jesucristo dulcísimo! Ten misericordia de mí, que estoy tan atribulado;
escúchame por la multitud de tus misericordias y por la verdad de tus doctrinas, y
devuélveme la alegría de tu semblante y la suavidad de tu palabra, puesto que toda la
tierra está llena de tu misericordia.
Y Cristo, siguiendo su camino, ni le hablaba ni le daba consuelo alguno,
haciendo como una madre con su hijo cuando le hace desear el pecho y le obliga a
pedirlo llorando, para que luego lo tome con más gusto. Así que fray Juan, cada vez
con mayor fervor y deseo, seguía a Cristo, hasta que, por último, Jesús se volvió a él
y, mirándole con semblante alegre y gracioso y abriendo sus santísimos y
misericordiosos brazos, le estrechó dulcísimamente contra su seno. Y al abrir los
brazos, vio fray Juan salir del sacratísimo pecho del Salvador rayos de esplendente
luz, que alumbraron toda la selva y también toda su alma y su cuerpo. Entonces fray
Juan se arrodilló a los pies de Cristo, y Jesús bendito, lo mismo que a la Magdalena,
le dio bondadosamente a besar su pie, y fray Juan, tomándolo con suma reverencia,
lo bañó con tantas lágrimas, que parecía otra Magdalena, diciendo devotamente:
-Te ruego, Señor mío, que me libres de todos mis pecados, y por los méritos de
tu santísima Pasión, y con el riesgo de tu santísima Sangre preciosísima, resucites mi
alma a la gracia de tu divino —122→ amor. Así podré seguir tus mandamientos,
que yo amo con todo mi corazón y mi afecto, porque sin tu ayuda nadie podrá
cumplirlos dignamente. Ayúdame, pues, amantísimo Hijo de Dios, porque yo te amo
con todo mi corazón y con todas mis fuerzas.
Y estando así fray Juan repitiendo estas súplicas a los pies de Cristo, logró ser
escuchado y recibió de nuevo la gracia, esto es, la llama del divino amor, y se sintió
todo consolado y renovado. Al conocer que había recobrado el don de la divina
gracia, comenzó a demostrar su gratitud a Cristo bendito, abrazando y besando
devotamente sus pies. Y después, levantándose para mirar al Salvador cara a cara,
Cristo extendió sus manos sacratísimas y se las dio a besar; y después que fray Juan
las besó, se acercó y arrimó el pecho de Jesús y lo abrazó y besó su sacratísimo
pecho; y Cristo abrazó y besó a fray Juan; y en estos abrazos y ósculos sintió fray
Juan tanto aroma divino, que si todas las especies y aromas del mundo estuviesen
reunidos en un punto, parecieran hediondo comparados con aquel aroma; y no sólo
quedó fray Juan consolado e iluminado de aquella gracia, sino que el perfume en su
alma duró muchos meses; y desde entonces de su boca, que había bebido de la
divina sabiduría, en el sagrado pecho del Salvador, salían palabras maravillosas y
celestiales que mudaban los corazones y alcanzaban grandísimo fruto en el alma del
que las oía. Y en la senda del bosque, y a gran trecho alrededor de donde Cristo
estampó las huellas de sus benditos pies, sintió fray Juan por mucho tiempo el aroma
celestial y percibió el esplendor admirable de la luz divina. Y tornando en sí fray
Juan después de aquel éxtasis, y desapareciendo la presencia corporal de Cristo,
quedó su alma tan iluminada en las cosas divinas, que, no siendo hombre docto por
el estudio humano, resolvía y aclaraba sutil y maravillosamente las más altas
cuestiones de la Trinidad divina y los profundos misterios de la Santa Escritura. Y
muchas veces después, hablando delante del Papa y de los cardenales, de los reyes y
barones, de los maestros y de los doctores, todos se quedaban estupefactos
escuchando las sublimes palabras y las profundísimas sentencias que fluían de sus
labios.
—123→
Capítulo L
De cómo estando diciendo misa, el Día de Difuntos, fray Juan de Auvernia vio
librarse muchas almas del Purgatorio
Diciendo misa una vez el dicho fray Juan, el día siguiente de Todos los Santos,
por el alma de todos los difuntos, según ordena la Iglesia, ofreció con tanto fervor de
caridad y con tanta piedad de compasión aquel altísimo Sacramento (que es, por su
eficacia, el que las almas de los muertos desean, sobre todos los demás sufragios que
les puedan aplicar), que parecía derretirse por la dulzura de la piedad y por la
caridad fraterna. Y sucedió que en aquella Misa, levantando devotamente el cuerpo
de Cristo y ofreciéndoselo a Dios Padre, y rogándole que por amor de su bendito
Hijo Jesucristo, el cual, para rescatar las almas, había muerto en la cruz, se dignase
librar de las penas del purgatorio las almas de los difuntos que habían creído en Él; y
vio de pronto una infinidad de almas salir del purgatorio, a modo de las
innumerables chispas de fuego que salen de una gran lumbre, y las vio entrar en el
Cielo, por los méritos de la Pasión de Cristo, el cual todos los días se ofrece por los
vivos y por los muertos en la Hostia sacratísima, digna de ser adorada por los siglos
de los siglos. Amén.
Capítulo LI
Del santo fraile Jacobo de Falerone, y de cómo, después de muerto, apareció a fray
Juan de Auvernia
El citado fray Juan de Auvernia, por haber renunciado todo placer y consuelo
mundano temporal, y puesto toda su esperanza y deseo en Dios, recibía de la Divina
Bondad maravillosos consuelos y revelaciones, y especialmente en las festividades
de Cristo; por lo que, aproximándose una vez la de la Natividad de Cristo, en la cual
esperaba ciertas consolaciones de Dios sobre la dulce humanidad de Jesús, el
Espíritu Santo le infundió en el alma tan grande y excesivo amor y fervor de la
caridad de Cristo, por lo que Él se humilló hasta tomar nuestra humanidad, que
verdaderamente parecía querer salírsele el alma del cuerpo y arder como una
hoguera; y no pudiendo sufrir tanto ardor, se angustiaba y derretía y gritaba en alta
voz, pues era tan fuerte el impulso del Espíritu Santo y tan —126→ viva la llama
de su amor, que no podía menos de gritar. Cuando el fervor era más vivo, le entraba
tan cierta y clara esperanza de salvación, que no podía creer que, de morir entonces,
hubiera de pasar por las penas del purgatorio; y le duró este amor más de seis meses,
aunque el excesivo fervor no lo tenía de continuo, sino a determinadas horas del día.
Después recibió maravillosas visitas y consuelos de Dios, y más de una vez fue
arrebatado en éxtasis, como pudo observar el fraile que por primera vez escribió
estas cosas. Entre otras ocasiones, una noche fue elevado en Dios y vio en él todas
las cosas creadas, celestiales y terrenas, y todas sus perfecciones, grados y órdenes
distintos; y conoció claramente que todas las cosas criadas se refieren a su Criador, y
que Dios está dentro, fuera, encima y al lado de todas las cosas criadas. Al mismo
tiempo conoció un Dios en Tres Personas, y Tres Personas en un Dios, y la infinita
caridad, la cual hizo al Hijo de Dios encarnarse por obedecer al Padre. Y,
finalmente, conoció en aquella visión, que no hay otro camino por el cual pueda el
alma dirigirse a Dios y alcanzar la vida eterna sino Cristo bendito, que es el camino,
la verdad y la vida del alma. Amén.
Capítulo LIII
De cómo estando diciendo Misa fray Juan de Auvernia, cayó como muerto
—129→
Apéndice
Los dos siguientes capítulos hállanse en el Códice Fiorentino únicamente.
De cómo San Francisco apareció a fray León
Una vez, habiendo ya dejado San Francisco esta presente vida, deseó fray León
ver de nuevo al dulce padre a quien amaba tan tiernamente mientras vivía, e
impulsado por este deseo, rogaba a Dios con gran fervor que lo atendiese. Y así,
concedido por su oración, le apareció San Francisco todo glorioso, con alas y uñas
doradas, como el águila. Y estando fray León harto recreado y consolado con tan
maravillosa aparición, lleno de admiración dijo:
-¿Por qué, padre mío reverendísimo, me has aparecido bajo una tan admirable
figura?
Respondió San Francisco:
-Entre otras gracias que la divina piedad me ha dado y concedido, son estas alas,
para que en cuanto sea invocado socorra a los devotos de esta santa religión en sus
tribulaciones y necesidades, y su alma y las de mis frailes, como volando, las lleve a
la suprema gloria; las uñas, tan grandes y fuertes y doradas, me son dadas contra el
demonio, contra los perseguidores de mi religión, contra los frailes reprobados de
esta santa Orden, para que los castigue con duros y ásperos zarpazos y amargos
castigos. A loor de Cristo. Amén.
—130→
De cómo fray León tuvo en sueños una visión terrible
Vio fray León cierta vez en una visión y en sueños, que se preparaba el divino
juicio. Vio a los ángeles sonando las trompas y diversos instrumentos, convocando
maravillosamente a la gente en un prado. Y en una parte de la pradera fue puesta una
escalera toda encarnada que llegaba desde la tierra hasta el cielo, y en la otra parte
de la pradera fue puesta una escalera toda blanca que desde el cielo bajaba hasta la
tierra. Encima de la escalera encarnada apareció Cristo como señor ofendido e
irritado. Y San Francisco hallábase unos escalones más abajo, junto a Cristo, y,
bajando unos escalones más, decía y exclamaba:
-Venid, hermanos míos; venid con confianza; no temáis; venid, presentaos al
Señor, que os llama.
A la voz de San Francisco y a su imprecación iban los frailes y subían por la
escala encarnada con gran confianza. Y habiendo subido todos, alguno caía desde la
tercera grada, alguno desde la cuarta, otros de la quinta y de la sexta; y así caían
todos, de modo que ninguno quedaba arriba sobre la escala. San Francisco, movido a
compasión ante la ruina de sus frailes, rogaba, como piadoso padre por sus hijos, al
Juez para que los recibiese con misericordia. Y Cristo señalaba sus llagas
sangrientas y a San Francisco decía:
-Esto me han hecho tus frailes.
Y poco después, estando en estos ruegos, bajaba algunas gradas y llamaba a los
frailes caídos de la escala encarnada, y decía:
-Venid, sed fuertes, hijitos y frailes míos; confiad y no desesperéis, corred a la
escala blanca y subid por ella, y seréis recibidos en el reino de los cielos.
Y en la cúspide apareció la gloriosa Virgen María, Madre de Jesucristo, toda
piadosa y clemente, y recibía a los frailes y, sin fatiga alguna, entraban en el reino
eterno.
A loor de Cristo. Amén.
Segunda parte
Capítulos de las santas sagradas llagas de San Francisco y de sus consideraciones
—132→ —133→
-I-
De la primera consideración de los sagrados santos estigmas
- II -
De la segunda consideración de los sagrados santos estigmas
- III -
De la tercera consideración de los sagrados santos estigmas
- IV -
De cómo Meser Jerónimo vio y tocó las llagas de San Francisco, antes de creer en
ellas. San Francisco se despide de Asís
-V-
Última consideración de las sagradas santas llagas
—161→
De cómo un santo fraile, leyendo la Leyenda de San
Francisco en el Capítulo de las sagradas santas llagas, en
la parte en que se refiere las palabras secretas que dijo el
Serafín a San Francisco, en la aparición, rogó tanto a
Dios que San Francisco se las reveló
Otra vez, un fraile devoto y santo, leyendo en la Leyenda de San Francisco el
capítulo de las sagradas santas llagas, comenzó con gran ansiedad de espíritu a
pensar qué palabras pudieron ser aquéllas tan secretas que San Francisco dijo que no
revelaría a nadie mientras viviese, las cuales le había dicho el serafín cuando le
apareció. Y decía este santo fraile consigo mismo: «Estas palabras no las quiso decir
San Francisco a nadie mientras vivió; pero después de su muerte corporal, quizá las
dirá, si es rogado devotamente».
Y desde entonces comenzó el devoto fraile a rogar a Dios y a San Francisco que
les pluguiese manifestar aquellas palabras, perseverando en estas súplicas durante
ocho años, siendo oído en el octavo de la siguiente manera: Un día, después de
comer y de dar gracias en la iglesia, estando en esta oración rogando a Dios y a San
Francisco cuan devotamente podía y con muchas lágrimas, fue llamado por otro
fraile, de parte del guardián, para que lo acompañase a la ciudad para utilidad del
convento. Por lo cual, no dudando que la obediencia es más meritoria que la oración,
dejó la oración con toda humildad después de oír el mandato del guardián y fuese
con el fraile que le había llamado. Y como agradó a Dios este acto de pronta
obediencia, obtuvo más mérito que si hubiese orado largo rato. Y así caminando se
encontraron en el camino con dos frailes forasteros que, al parecer, venían de lejano
país; uno de ellos era joven y el otro viejo y delgado, y por causa del mal tiempo
hallábanse mojados y llenos de barro; por lo cual, movido a compasión, dijo aquel
fraile a su compañero:
-¡Oh, hermano mío carísimo! Si el objeto de nuestro viaje puede dilatarse un
poquito, yo te ruego que lo hagas, porque esos dos frailes forasteros tienen mucha
necesidad de ser recibidos caritativamente; y así, lavar los pies al fraile anciano que
tiene mayor necesidad, y tú podrías lavarlos al más joven, y después iremos con el
encargo del convento.
Condescendiente su compañero a la caridad de aquel fraile, volvieron adentro,
recibieron con mucha caridad a los forasteros y los llevaron a la cocina para que se
secasen y calentasen junto a la —162→ lumbre, donde también estaban
calentándose ocho frailes. Poco después los llevaron aparte para lavarles los pies,
como habían convenido, lavando el fraile devoto y obediente los pies del anciano, y
al quitarle el mucho lodo que los cubría, vio en ellos las llagas, y de repente,
abrazándose a ellos estrechamente, lleno de alegría y asombro, exclamó: «O eres
Cristo o San Francisco». A estas palabras se levantaron los ocho frailes que se
hallaban junto a la lumbre y acudieron, con mucho temor y reverencia, para ver
aquellas llagas gloriosas. El anciano fraile, atendiendo a los ruegos, las dejó ver
claramente y tocarlas y besarlas. Y estando ellos admirados y gozosos, les dijo:
-No dudéis ni temáis, hermanos míos carísimos e hijos míos: yo soy vuestro
padre fray Francisco, que por voluntad de Dios fundé tres Órdenes. Ocho años hace
que este hermano que me lava los pies me está rogando, y hoy con más fervor que
nunca, que le revele las palabras secretas que me dijo el serafín cuando me imprimió
las llagas y que yo no quise nunca manifestar en mi vida. Hoy, por la pronta
obediencia con que dejó la dulzura de la contemplación, vengo por mandato de Dios
a revelárselas delante de vosotros.
Y volviéndose entonces hacia aquel fraile, le dijo así:
-Has de saber, hermano carísimo, que cuando yo sobre el monte de Auvernia
estaba todo absorto en la memoria de la Pasión de Cristo, durante la aparición
seráfica fui por Él así llagado en mi cuerpo, y entonces me dijo: ¿Sabes tú lo que te
hice? Te he dado las señales de mi Pasión para que seas mi portaestandarte. Y como
yo el día de mi muerte bajé al Limbo y en virtud de estas mis llagas libré todas las
almas que en él estaban llevándolas al Paraíso, así te concedo desde ahora, para que
me seas semejante en la muerte como lo eres en la vida, que todos los años, por el
día de tu muerte, vayas al purgatorio y, en virtud de las llagas que te he impreso,
saques de allí las almas de tus tres Órdenes de menores, monjas y terciarios, y aun
las de tus devotos, y las conduzcas al Paraíso.
Dicho esto, San Francisco y su compañero desaparecieron repentinamente.
Después, muchos otros frailes lo oyeran de labios de aquellos ocho que se
hallaron presentes a la aparición y a las palabras de San Francisco.
En loor de Cristo. Amén.
—163→
De cómo San Francisco, habiendo ya muerto,
apareció a fray Juan estando en oración
Cierta vez, estando en oración en el monte Auvernia fray Juan del mismo
nombre, que era varón de gran santidad, se le apareció San Francisco y se detuvo y
habló con él largo rato, y cuando quiso partir, le dijo:
-Pídeme lo que quieras.
Dijo fray Juan:
-Padre: yo te ruego que me digas una cosa que deseo saber desde hace mucho
tiempo; dime qué hacías y dónde estabas cuando te apareció el serafín.
Contestó:
-Oraba donde ahora está la capilla de Simón de Batifolle, y pedía dos gracias a
Nuestro Señor Jesucristo. La primera, que me concediese en vida sentir en el cuerpo
y en el alma, en cuanto fuese posible, todo aquel dolor que Él había sentido durante
su acerbísima Pasión. La segunda, sentir yo en mi corazón aquel excesivo amor que
abrasó el suyo en deseos de padecer tanto por nosotros pecadores. Y entonces me
infundió Dios la persuasión de que me sería concedido lo uno y lo otro en cuanto es
posible a una pura criatura. Y en bien me lo cumplió con la impresión de las llagas.
Preguntole si las palabras secretas que le había dicho el serafín eran como las
refería aquel devoto fraile antes mencionado, que decía habérselas oído a San
Francisco en presencia de ocho frailes. Y el santo contestó que, efectivamente, así
eran en verdad, como aquel fraile decía. Tomando aún fray Juan una mayor
confianza en vista de la que el santo se complacía en darle, le dijo:
-Padre: te ruego con el mayor encarecimiento que me dejes ver y besar tus
gloriosas llagas, no porque tenga la menor duda, sino únicamente para mi consuelo,
porque siempre lo he estado deseando.
Entonces San Francisco se las mostró y presentó liberalmente a fray, y así fray
Juan las vio con toda claridad y se las tocó y besó. Por último, le dijo:
Padre: ¡cuánto consuelo sentiría mi alma viendo venir hacia ti a Cristo bendito y
darte las señales de su santísima Pasión! Pluguiese a Dios que sintiese algo de
aquella suavidad.
—164→
Dijo San Francisco:
-¿Ves estos clavos?
Contestó fray Juan:
-Sí, padre.
-Pues toca otra vez -añadió el santo- este clavo de mi mano.
Fray Juan lo tocó con gran reverencia y mucho temor, y repentinamente salió de
él un olor fortísimo con un soplo de humo tenue como de incienso, que le llenó el
alma y el cuerpo de suavidad en tanto grado, que permaneció en arrobo en Dios e
insensible desde aquella hora, que era la de tercia, hasta la hora de vísperas. Esta
visión y conversación familiar con San Francisco nunca la manifestó fray Juan sino
solamente a su confesor; pero en la hora de su muerte la reveló a los demás frailes.
En alabanza de Cristo. Amén.
Tercera parte
Comienza la vida de fray Junípero
—170→ —171→
Capítulo I
De cómo fray Junípero cortó un pie a un cerdo para dárselo a un enfermo
Capítulo III
Cómo, por entuerto del demonio, fray Junípero fue condenado a la horca
Una vez, queriendo el demonio hacer miedo a fray Junípero y darle escándalo y
tribulación, fuese a un tirano cruelísimo que tenía por nombre Nicolás, el cual por
aquel entonces hallábase en guerra con la ciudad de Viterbo, y le dijo:
-Señor, guardad muy bien vuestro castillo, porque en breve llegará un gran
traidor enviado por los de Viterbo con el fin de asesinaros y pegar fuego a vuestro
castillo. Y para que veáis que os digo la verdad, os doy las señales siguientes:
Vendrá vestido como un pobrecito, con los vestidos todos rotos y despedazados, y
con la capucha maltrecha echada a la espalda; y llevará consigo una cuchilla para
mataros y una piedra de fuego con su mecha para incendiar el castillo; y si halláis
que no es cierto cuanto os digo, obrad contra mí en justicia.
Nicolás, oyendo tales palabras, quedó pensativo y sintió gran miedo, porque
aquél que le hablaba parecía ser buena persona. Y mandó que las guardias se
montasen con toda diligencia, y que si llegaba a las puertas del castillo un hombre de
aquellas señales, le fuese enseguida presentado.
En esto llegó solo fray Junípero, porque, por su perfección, tenía licencia de ir y
estar solo como le pluguiese. Encontrose con algunos —175→ jovenzuelos, los
cuales, burlándose de él, hicieron escarnio de fray Junípero. Pero él permanecía
imperturbable y hasta parecía que les inducía a multiplicar las burlas. Y en llegando
a la puerta del castillo y los guardias en viéndole tan roto y casi desnudo, porque
parte de los hábitos los había dado durante el camino a los pobrecitos, de modo que
no parecía fraile menor, creyendo ver en él las señales dadas por el delator, fue
llevado furiosamente a presencia del señor, el tirano Nicolás; y cacheado para ver si
llevaba armas, hallósele la cuchilla de zapatero con que se arreglaba las sandalias, y
la piedra y la mecha que solía llevar para hacer lumbre, porque, con frecuencia,
habitaba en los bosques y en los desiertos. Viendo Nicolás las señales que le había
dado el demonio delator, ordenó que le pusieran una estrecha soga al cuello;20y así
se hizo, con tanta crueldad, que la cuerda le entró en la carne. Después se le puso al
tormento del potro, estirando sus miembros y dejándole el cuerpo todo maltrecho,
sin misericordia. Y habiéndole preguntado quién era, contestó:
-Yo soy un grandísimo pecador.
Y preguntándole si quería traicionar el castillo y entregarlo a los de Viterbo,
contestó:
-Yo soy el mayor traidor del mundo e indigno de cualquier bien.
Y preguntándole si con aquella cuchilla quería matar al tirano Nicolás, contestó:
-Esto y cosas mayores haría si Dios lo permitiese.
Con esto no quiso Nicolás preguntar más; lleno de ira y sin dar tiempo a más,
condenó a fray Junípero, como traidor y homicida, a ser atado a la cola de un caballo
y arrastrado así hasta la horca y colgado. Fray Junípero, sin inmutarse, nada hizo a
su favor, sino que, como persona que por el amor de Dios hallaba contento en las
tribulaciones, manteníase alegre y risueño. Y fue puesto en ejecución el mandato del
tirano, y ligado fray Junípero por los pies a la cola de un caballo, y siendo arrastrado
no protestaba ni se dolía, sino que, como manso corderillo levado al matadero,
permanecía en la humildad. Todo el pueblo concurrió en masa a este acto inesperado
y súbito de la justicia, aprisa y con crueldad; y nadie le conocía. No obstante quiso
Dios que un buen hombre que había visto —176→ cómo se apoderaron de fray
Junípero y que le querían ajusticiar, corrió al lugar de los frailes menores, diciendo:
-Por Dios os ruego que vengáis enseguida, porque ha sido cogido un pobrecito y
se le ha sentenciado rápidamente y es llevado a la muerte; venid al menos para que
ponga el alma en vuestras manos. Venid enseguida...
El guardián, que era hombre muy piadoso, fue enseguida para subvenir a la
salud espiritual del condenado; y en llegando, era tanta la muchedumbre de gente
reunida para contemplar la ejecución, que no podía dar con la entrada, y estando así
observando oyó una voz entre la gente que decía: «Malditos, no lo hagáis así, que
me hacéis daño en las piernas». Y esta voz le hizo entrar en sospechas que fuese la
de fray Junípero; y así, con fervor de espíritu, se abrió paso entre la gente, y
llegando al condenado vio que no era otro que fray Junípero; y por compasión quiso
quitarse la capa y recubrir con ella a fray Junípero. Y éste, con el semblante alegre y
casi riendo, dijo:
-¡Oh, guardián! Tú estás gordo y te sentaría mal viéndote la gente desnudo; yo
no quiero que te desnudes por mí.
Entonces el guardián, con gran llanto, rogó a los ejecutores de la justicia y a
todo el pueblo, que, por piedad, esperasen un poco el cumplimiento de la sentencia,
yendo él a ver al tirano para interceder a favor de fray Junípero. Consintieron todos,
creyendo que el condenado fuese un pariente del guardián; y fuese éste con toda
devoción al tirano Nicolás, y díjole con amargo llanto:
-Señor; estoy todo admirado y amargado, en tanto grado, que no sé cómo puede
hablar mi lengua; porque creo que hoy se ha cometido en esta tierra el pecado más
grande que se ha realizado en el mundo, de modo que no existe mayor desde los
tiempos antiguos.
Nicolás le escuchó pacientemente y le preguntó:
-¿Cuál es este pecado y este mal que hoy se ha cometido en la tierra?
Contestó el guardián:
-Señor mío: uno de los frailes más santos que existen en nuestra Orden de San
Francisco, de quien sois tan devoto, ha sido juzgado con cruel justicia, y creo que sin
razón.
Dijo Nicolás:
-Decidme, guardián: ¿Quién es éste? Porque tal vez sin conocerlo he cometido
esta falta.
—177→
Dijo el guardián:
-Éste a quien habías condenado a la horca es fray Junípero, compañero de San
Francisco.
El tirano Nicolás quedó estupefacto, porque sabía bien cuál era la fama de santa
vida que llevaba fray Junípero; y atónito y pálido, fuese con el guardián adonde se
hallaba fray Junípero, y desatándolo de la cola del caballo le libró, y a la vista de
todo el pueblo se echó a sus pies, y con grandísimo llanto confesó su error y la culpa
de la injuria y de la villanía que había hecho al santo fraile, y añadió:
-Creo verdaderamente que los días de mi mala vida se terminan, porque he
atormentado a este santo hombre sin razón alguna. Dios hará que yo muera de mala
muerte, aun cuando haya cometido el hecho con ignorancia de lo que hacía.
Pero fray Junípero perdonó enseguida al tirano Nicolás de modo espontáneo; y
Dios permitió que de allí a pocos días dicho tirano acabase su vida de una manera
harto cruel; y partiendo luego fray Junípero, dejó muy edificado a todo aquel pueblo.
Capítulo IV
De cómo fray Junípero, por amor de Dios, daba a los pobres cuanto podía
Fray Junípero sentía tanta piedad y compasión de los pobres, que cuando veía a
alguno que fuese mal vestido o casi desnudo, súbitamente se quitaba los hábitos y se
los daba; ora la túnica, ora la capa, ora la capucha; de modo que el guardián tuvo que
mandarle, por la virtud de la santa obediencia, que no diese los hábitos enteramente.
Sucedió por casualidad que, pasados algunos días, hallose con un pobre casi
desnudo, el cual le pidió limosna por amor de Dios; y fray Junípero, movido por
gran compasión, le dijo:
-Nada tengo que darte si no es mi túnica, y mi prelado, por la obediencia, me ha
mandado que no la pueda entregar a nadie; pero si tú me la quitas de encima, yo no
te pondré obstáculo.
No lo dijo a ningún sordo; porque el pobre le quitó la túnica al revés dejando
desnudo a fray Junípero.
—178→
Y llegando fray Junípero al lugar, le preguntaron dónde estaba la túnica, y
contestó:
-Una buena persona me la quitó de encima y se la llevó.
Y creciendo en él la virtud de la piedad, no sólo daba su túnica, sino también los
libros, los ornamentos o el manto, y todo lo que tenía a mano, a los pobrecitos. Y
por esta razón los frailes no dejaban nada a la vista, porque fray Junípero todo lo
daba por amor de Dios, y a su loor.
Capítulo V
De cómo fray Junípero quitó ciertas campanillas del altar y las dio por amor de Dios
Una vez fray Junípero se propuso guardar silencio durante seis meses, del
siguiente modo: el primer día, por amor del Padre Celestial; el segundo día, por
amor de Jesucristo su Hijo; el tercer día, por amor del Espíritu Santo; el cuarto día,
en reverencia a la Santísima Virgen María; y así, por orden, cada día por amor de
algún santo, observó rigurosamente silencio durante seis meses, sin decir una sola
palabra.
Capítulo VII
Ejemplo contra las tentaciones de la carne
Cierta vez estaban reunidos fray Egidio, fray Simón de Asís, fray Rufino y fray
Junípero, hablando de Dios y de la salud del alma; y dijo a los demás fray Egidio:
-¿Qué hacéis vosotros, en la tentación carnal?
Dijo fray Simón:
-Yo considero la vileza y la torpeza del pecado carnal, y se me sigue una
abominación grande, y así la huyo.
Dijo fray Rufino:
—181→
-Yo me echo de bruces en tierra y ruego con instancia, pidiendo clemencia a
Dios y a la Madre de Jesucristo, y me siento libre.
Respondió fray Junípero:
-Cuando yo siento el estrépito de la diabólica sugestión carnal, corro enseguida
y cierro la puerta de mi corazón, y para mayor seguridad de la fortaleza de mi
corazón me ocupo en santas meditaciones y cristianos deseos; y de esta suerte,
cuando viene la sugestión carnal y toca a la entrada del corazón, yo contesto desde
dentro: «¡Largo de ahí! Porque la venta está tomada y no puede entrar más gente». Y
así no quiero que entre pensamiento alguno carnal; y en viéndose vencido, se larga
de mí y de cuanto me rodea.
Respondió fray Egidio:
-Fray Junípero, yo soy de tu parecer; porque contra el enemigo de la carne no se
puede combatir tan fácilmente como huirle; porque dentro con el apetito carnal y
fuera por los sentidos del cuerpo se deja sentir un tan fuerte enemigo, que sólo
huyendo es como se le vence. Y cuando se le quiere combatir frente a frente, sucede
con frecuencia que a la fatiga de la batalla se aúna la derrota. Luego, huye del vicio
y serás victorioso.
Capítulo VIII
De cómo quiso envilecerse fray Junípero, en loor de Dios
Cierta vez fray Junípero, queriéndose humillar mucho, se despojó de sus ropas,
y haciendo un hatillo con ellas se lo puso a la cabeza y entró así, desnudo, en
Viterbo, y fuese a la plaza pública para mayor vituperio. Y estando así desnudo, la
chiquillería y los jóvenes le corrían detrás, tomándolo por loco, y le hacían mil
villanías, echándole fango y piedras y empujándolo de acá para allá y de allá para
acá, con palabras de mucha burla; y así fue escarnecido durante gran parte del día; y
después, aún desnudo, retornó al convento. Y en viéndolo los frailes desnudo, se
turbaron mucho contra él. Y mayormente cuando supieron que había andado
desnudo por toda la ciudad con el hatillo sobre la cabeza, y reprendiéronle
ásperamente. El uno decía: metámoslo en la cárcel; y otro: ahorquémosle; y otros:
no podremos hacer justicia de tan gran escándalo —182→ que ha dado éste
contra sí mismo y contra la Orden. Y fray Junípero estaba muy contento y
contestaba con toda humildad:
-Tenéis razón; porque de todas estas penas soy digno y aún de muchas más.
Capítulo IX
De cómo fray Junípero, con el fin de envilecerse, jugó al columpio
Una vez que, fray Junípero fue a Roma, donde la fama de su santidad estaba
muy divulgada, muchos romanos le salieron al encuentro con gran devoción. Fray
Junípero, viendo tanta gente como se le iba acercando, quiso que su santidad fuese
tenida como fábula y su devoción en burla. Había allí dos niños que jugaban al
columpio, esto es, que habían atravesado dos leños el uno sobre el otro, y sentados,
el uno acá y el otro allá, en los extremos del palo subían y bajaban. Fue fray
Junípero, y apartando a uno de los niños se sentó en su lugar y siguió con el otro el
juego.
Entretanto, llegó la gente, maravillándose de ver cómo jugaba fray Junípero
como un chiquillo; no obstante, le saludaron con mucha devoción, y esperaron que
terminase el juego para acompañarle solemnemente a la ciudad. Mientras, fray
Junípero no se cuidaba poco ni mucho de sus saludos y reverencias, ni de que le
esperaban, sino que seguía el divertido juego del balancín. La gente, después de
esperar largo rato, comenzó a cansarse y a decir: «¿Pero qué infeliz es éste?».
Algunos, conociendo sus costumbres, tomaron mayor devoción; pero todos fueron
alejándose poco a poco, dejando a fray Junípero balanceándose.
Y habiendo partido todos, fray Junípero, bien consolado, porque algunos le
habían tomado en burla, bajó del leño y entró solo en Roma con toda humildad y
mansedumbre, y llegó así al convento de los frailes menores.
—183→
Capítulo X
De cómo fray Junípero cocinó para los frailes, por quince días, de una vez
Estando una vez fray Junípero en un lugarcito de los frailes, por cierta causa
razonable tuvieron que ir de camino todos ellos, quedando solo en la casa fray
Junípero. Díjole el guardián:
-Fray Junípero: salimos todos nosotros; guísanos tú algo para que recobren las
fuerzas los frailes cuando vuelvan.
Contestó fray Junípero:
-De muy buena gana lo haré; dejádmelo por mi cuenta.
Y habiéndose ido todos los frailes, como se ha dicho, díjose fray Junípero:
«¿Por ventura no es una solicitud superflua ésta de que un fraile esté tanto tiempo en
la cocina, sin atender mucho a la oración? ¡Y por cierto que esta vez soy yo el que
ha quedado para cocinar! Lo mejor será que haga tanta comida que aun cuando
fuesen más los frailes, baste para quince días».
Y con toda solicitud fuese a la huerta y cogió un gran caldero, y se procuró
carne fresca y seca, pollos, huevos, verduras; y metiéndolo todo en el caldero, esto
es, los pollos con las plumas y los huevos sin abrir, y así las demás cosas, hizo una
gran hoguera.
Estando de vuelta los frailes, uno que conocía bien la simplicidad de fray
Junípero, entró en la cocina, y viendo el gran caldero, el mucho fuego, etc., se sentó,
y sin decir nada fue observando a fray Junípero atareado en cocinar. Y como la
lumbre era mucha y las llamas grandes y no había manera de acercarse sin
quemarse, cogió fray Junípero una tabla, y con una cuerda se la ató al cuerpo muy
apretada, y después iba de un caldero al otro con mucho contento. Considerando
estas cosas con gran placer, el fraile que le observaba salió de la cocina, y llamando
a sus compañeros, les dijo:
-Venid a la cocina, que fray Junípero prepara unas bodas.
Pero los frailes, creyendo que bromeaba, no le hicieron caso.
Entretanto, fray Junípero retiró los calderos del fuego y tocó a comer. Acudió la
comunidad al refectorio, presentándose fray Junípero muy acalorado por la fatiga y
por el ardor de la lumbre; y dijo a los frailes:
—184→
-Comed bien, y después iremos todos a la oración y nadie habrá de preocuparse
luego de la comida, pues hice tanta que bastará para quince días.
Pero nadie comía, y fray Junípero, para animar a los compañeros, alababa su
guiso y decía:
-Estas gallinas sirven para confortar el cerebro... Esta vianda conservará fresco
el cuerpo. ¡Está más rica!
Pero aquel mejunje era tan repugnante que no habría en toda la ciudad de Roma
un cerdo, por hambriento que estuviese, que hubiera querido comer de aquel caldero.
Los frailes estaban muy admirados considerando la devoción y la sencillez de fray
Junípero. Pero el guardián, indignado por tanta simpleza y despilfarro, reprendió
ásperamente a fray Junípero, el cual, echándose enseguida a sus pies, a éste y a los
frailes confesó su culpa de este modo:
-Yo soy un hombre muy perverso. Si a fulano, que cometió tal pecado, le fueron
arrancados los ojos, ¿por qué no a mí, que soy muchísimo peor? Si zutano, por sus
defectos fue ahorcado, ¿no merezco yo mucho más por mis obras depravadas? Y
ahora he sido derrochador de los bienes de Dios y de la Orden.
Y lamentándose de este modo, lleno de amargura, abandonó el refectorio, y
durante todo aquel día no se atrevió a presentarse al guardián ni a los frailes; luego
el guardián dijo:
-Hermanos míos carísimos: bien quisiera que este fraile todos los días disipase
otros tantos bienes, si los tuviéramos, sólo para lograr el ejemplo de su edificación;
porque lo que ha hecho es obra de su sencillez y caridad.
En alabanza de Dios y del pobrecillo Francisco. Amén.
Capítulo XI
De qué modo fue fray Junípero a Asís para confusión suya
Estando cierta vez fray Junípero oyendo Misa con muchísima devoción, por
maravillosa elevación de la mente fue arrobado durante largo espacio de tiempo, y
dejándolo solo allí, lejos de donde estaban los frailes, cuando volvió a recobrar los
sentidos, comenzó a exclamar fervorosamente:
-¡Oh, hermanos míos! ¿Quién hay tan noble en este mundo que no llevaría de
buen grado por toda la ciudad una carga de estiércol, si le dieran un bolsillo lleno de
oro? ¡Ay de mí! ¿Por qué no hemos de pasar un poquito de vergüenza para ganar la
bienaventuranza del Cielo?
En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén.
—186→
Capítulo XIII
De la tristeza que tuvo fray Junípero cuando murió su compañero fray Amazialbene
Capítulo XIV
De la mano que vio fray Junípero por el aire
Capítulo XV
De cómo fray Junípero fue a fundar un convento22
Fray Germano, lector de Bratislava, escribe que oyó contar a fray Juan,
compañero de San Francisco, que cierto fraile lego, llamado fray Junípero, fue
enviado con otros frailes a fin de fundar un convento. Pusiéronse en camino los
referidos frailes, después de elegir a fray Junípero para que les procurase lo
necesario durante el viaje: y en llegando a un pueblo a la hora de comer, fray
Junípero comenzó a gritar a un lado y a otro en la lengua de la Lombardía:
-¿No nos albergáis? ¿No nos recibís? ¿No nos hacéis bien? ¿No es bien
empleado el viaje?
Y los compañeros avergonzáronse mucho y le reprendieron porque gritaba de
aquella manera en vez de procurarles sustento; pero él les contestó:
-Dejadme gritar, ya que me habéis elegido procurador vuestro.
Los indígenas, viéndoles con el hábito desconocido y pidiendo limosna de un
modo tan extraño y nunca visto, maravillábanse mucho. Por fin, uno de los del país
acercose a ellos y le preguntó quiénes eran y por qué gritaban de aquella manera. A
lo que contestó fray Junípero:
-Somos hombres pecadores y penitentes y tenemos que buscar lo necesario para
vivir; pero no merecemos que nos reciban ni nos hospeden, ni hagan bien alguno,
porque hemos ofendido a Dios con muchos pecados.
Pero aquel hombre moviose a devoción oyendo estas cosas, y los llevó a su
casa, les dio de comer y los trató amabilísimamente; y oyéndoles hablar como
inspirados por el Espíritu Santo y reconociendo —188→ su ingenuidad, les
encargó que siempre que pasasen fuesen a hospedarse en su casa y enviasen también
a ella a los demás frailes.
Prosiguiendo fray Junípero el viaje con sus compañeros, se les adelantó el
diablo en forma humana, y llegándose a un castillo por donde tenían que pasar, dijo
a su dueño que lo guardase bien, porque a cierta hora vendrían cuatro hombres
vestidos con traje extraño, los cuales eran muy malos y querían traicionarle. Aquel
señor fijose bien en la hora y dispuso la guardia; y estando vigilando vieron los
guardias que cuatro frailes se acercaban al castillo, por lo cual llamaron al señor, y
cayendo luego sobre ellos los maltrataron bárbaramente; entretanto, fray Junípero
ofrecía el cuello a la espada, y sus compañeros se preparaban para morir. Pero el
señor, viendo la mansedumbre de los presos, dijo:
-Si éstos fuesen traidores, vendrían con armas y otros preparativos.
Con todo, antes de dejarlos marchar hizo azotar bien a fray Junípero, el cual se
levantó después, le dio las gracias y se retiró de allí, marchando con los demás
frailes al lugar donde debían fundar el convento. Después de algún tiempo sucedió
que aquel señor vino al nuevo convento, y oyendo allí la Misa vio a fray Junípero, y
acercándosele éste le preguntó dónde se hospedaba; después rogó a un amigo que le
hiciese la caridad de hacerle un buen regalo, como el que se podría hacer a quien ha
prestado un gran servicio. Y habiéndoselo traído, lo envió al señor que lo había
hecho azotar, encargando al portador que se lo enviaba un fraile menor en
recompensa de la especial amistad que en cierta ocasión le había demostrado. Diole
las gracias aquel señor sin conocerle, y después de la comida fuese al convento,
preguntando por el fraile que le había enviado tanta prueba de amistad.
Contestó fray Junípero:
-Yo soy quien os lo ha enviado y os estaré eternamente agradecido por lo bien
que habéis domado a mi enemigo.
Contestó el señor del castillo:
-Yo siempre haré lo que os agrade, pero ¿quién es ese enemigo tuyo?
Respondió fray Junípero:
-Mi enemigo es este hermano cuerpo que tan bien me domasteis cuando me
hicisteis apalear en vuestro castillo; porque desde entonces me ha sido más
obediente que antes.
—189→
El señor, muy confundido oyendo estas palabras, pidió perdón y de allí en
adelante cambió para con todos los frailes, quiso hospedarlos siempre en su casa y
los trató como amigos muy queridos durante toda su vida.
—190→ —191→
Cuarta parte
Comienza la vida del bienaventurado fray Egidio,24 compañero de San Francisco
—192→ —193→
Capítulo I
De cómo fray Egidio y tres compañeros fueron recibidos en la Orden de Menores
Para que los ejemplos de los santos hombres en la memoria de los devotos
oyentes lleven la alegría en las transitorias dilecciones e inciten el deseo de la eterna
salud; a loor de Dios y de su reverendísima Madre Señora Santa María y para
utilidad de todos aquellos oyentes, diré algunas palabras de la operación obrada por
el Espíritu Santo en nuestro fray Egidio; el cual, vistiendo aún hábito seglar y tocado
del Espíritu Santo, comenzó a pensar consigo mismo de qué manera podría agradar a
Dios solamente, en todas sus operaciones. En este tiempo San Francisco, como
nuevo portaestandarte de Dios aparejado como ejemplo de vida, de humildad y de
santa penitencia, dos años después de su conversión, indujo y trajo a la observancia
evangélica y a la pobreza a un hombre adornado de admirable prudencia y muy rico
en bienes temporales, el cual llamábaseMeser Bernardo, y a Pedro Cattani; los
cuales, por el consejo de San Francisco, distribuyeron a los pobres, por amor de
Dios, todos sus tesoros temporales, tomando la gloria de la paciencia y la evangélica
perfección y el hábito de los frailes menores; y con grandísimo fervor prometieron
observar la Regla, y así hiciéronlo durante todo el tiempo de su vida con entera
perfección. Ocho días después de la sobredicha conversión y distribución, y
vistiendo aún fray Egidio vestidos de seglar, viendo el desprecio de aquellos dos
nobles caballeros de Asís, que admiraba toda la tierra, encendidos en el divino amor,
al día siguiente, fiesta de San Jorge —194→ del año del Señor 1209, por mucho
tiempo y como muy solícito de su salud, estuvo en la iglesia de San Gregorio, donde
tenía su monasterio Santa Clara; y hecha su oración y teniendo gran deseo de ver a
San Francisco, fuese hacia el hospital de los leprosos, donde habitaba aquél con fray
Bernardo y fray Pedro Cattani, en un tugurio de mucha humildad.
Y habiendo llegado a un cruce de caminos y no sabiendo cuál seguir, hizo
oración a Cristo, precioso guía, el cual le llevó a dicho tugurio por el camino
derecho. Y pensando por qué había venido, San Francisco le salió al encuentro,
viniendo de la selva adonde había ido para orar; y echose enseguida en tierra ante
San Francisco, y de rodillas y humildemente le rogó que le admitiese en su
compañía por el amor de Dios. Observando San Francisco el semblante devoto de
fray Egidio, respondió y dijo:
-Carísimo hermanito. Dios te ha concedido grandísima gracia. ¿No se alegraría
uno si el emperador viniese a Asís y quisiese nombrarle su caballero o camarero
secreto? ¿Y cuán mayormente debes tú alegrarte porque Dios te ha elegido por su
caballero y amadísimo servidor en la observancia de la perfección del Santo
Evangelio? Está, pues, firme y constante en la vocación a que Dios te ha llamado.
Y cogiéndole de la mano, llevole consigo y le introdujo en la sobredicha
casucha; y llamando a fray Bernardo, le dijo:
-Messer Domeneddio25 nos ha enviado un buen fraile; alegrémonos, pues, todos
en el Señor y comamos en caridad.
Y después de comer, San Francisco fuese con Egidio a Asís en busca de paño
para hacer el hábito de fray Egidio. Por el camino hallaron a una pobrecilla que les
pidió una limosnita por amor de Dios; y no sabiendo cómo atender a la pobrecita,
San Francisco, volviéndose a fray Egidio, con semblante de ángel, le dijo:
-Por el amor de Dios, hermano carísimo, demos esta capa a la pobrecilla. Y
obedeció fray Egidio al santo padre con un corazón tan pronto, que le pareció ver
volar aquella limosna hasta el Cielo y a fray Egidio con ella, sintiendo en sí mismo
un gozo indecible con aquel cambio. Y San Francisco, procurando el paño para
hacer el hábito, recibió a fray Egidio en su Orden; el cual fue uno de los
gloriosísimos religiosos que el mundo tuvo en aquellos años en la —195→ vida
contemplativa. Inmediatamente después de la profesión de fray Egidio, salió con él
hacia la Marca de Ancona, cantando con él y magníficamente alabando al Señor
Dios del Cielo y de la tierra. Y dijo a fray Egidio:
-Hijito: nuestra religión será semejante al pescador que echa sus redes al agua y
coge una multitud de peces y retiene los grandes y a los menores los devuelve al
agua.
Maravillose fray Egidio de esta profecía, puesto que en la Orden solamente
había tres frailes y San Francisco no predicaba públicamente al pueblo; sino que,
yendo por los caminos, amonestaba y corregía a los hombres y a las mujeres,
diciendo simplemente, con amor:
-Amad y temed a Dios y haced digna penitencia por vuestros pecados.
Y fray Egidio decía:
-Haced lo que os dice éste, mi padre espiritual, porque lo dice óptimamente.
Capítulo II
De cómo fray Egidio anduvo en peregrinación a Santiago de Compostela
Con la venia de San Francisco una vez, en poco tiempo, fray Egidio fue a
Santiago de Compostela en Galicia y sólo una vez apaciguó su hambre, por la gran
penuria que halló en todos aquellos lugares. Así que iba pidiendo limosna y no
hallando a nadie que le hiciese caridad, dejose caer una tarde al pie de un haya
donde habían quedado unos granos de habas, que recogió y constituyeron su cena; y
allí durmió toda la noche, porque habitaba de buen grado en los lugares solitarios,
lejano de la gente, con el fin de atender mejor a las oraciones y vigilias. Y fue tan
confortado por Dios con aquella cena, que si hubiese yantado muchas viandas no
hubiese tenido mejor refección.
Caminando un poco más, halló en el camino a un pobrecito que le pidió limosna
por Dios. Fray Egidio, siempre caritativo, no tenía más que el hábito sobre sus
carnes y así cortó la capucha y se la dio al pobre por amor de Dios. Y con esto, sin
capucha, anduvo veinte días continuos.
—196→
Retornado por la Lombardía, fue llamado por un hombre, acudiendo él con
buena voluntad, creyendo que le iba a dar alguna limosna; pero, habiendo extendido
su mano, recibió en la palma unos dados y la invitación a jugar. Fray Egidio
contestó muy humildemente:
-¡Dios te perdone, hijito!
Y andando de esta suerte por el mundo, sufrió muchas burlas y las recibió
siempre pacíficamente.
Capítulo III
De cómo vivía fray Egidio cuando fue a visitar el Santo Sepulcro
Fuese fray Egidio a visitar el Santo Sepulcro de Jesucristo con licencia de San
Francisco, llegando al puerto de Brindis, donde tuvo que esperar largo tiempo
porque no salía ningún navío. Y fray Egidio, queriendo vivir sólo a sus costas,
adquirió una jarra, la llenó de agua y fue gritando por la ciudad: «¿Quién quiere
agua?». Y por su trabajo recibía pan y las cosas necesarias para la vida corporal para
sí mismo y para su compañero; y después pasó el mar y visitó el Santo Sepulcro de
Cristo y los otros santos lugares, con grandísima devoción.
De vuelta hizo parada durante muchos días en la ciudad de Ancona; y como
estaba acostumbrado a vivir de su trabajo, tejía espuertas de junco que luego vendía,
pero no por dinero, sino por pan para sí y para su compañero, y por el mismo precio
llevaba los muertos a la sepultura. Y cuando estos trabajos no le daban, volvía a la
mesa de Jesucristo pidiendo limosna de puerta en puerta.
Y de esta suerte, con mucha fatiga y humildad pudo retornar a Santa María de
los Ángeles.
Capítulo IV
De cómo fray Egidio alabó más la obediencia que la oración
Capítulo V
De cómo fray Egidio vivía de su propio trabajo
Hallándose una vez fray Egidio en Roma, como conventual, según tenía por
costumbre desde que entró en la Orden, quería vivir fatigándose corporalmente, de
esta suerte.
De buena mañana oía Misa con mucha devoción; después se iba a la selva, que
distaba de Roma ocho millas, y llevaba sobre la espalda un haz de leña que vendía
por pan y otras cosas de comer. Una vez, entre otras, retornando con una carga de
leña, una mujer le llamó para comprarla, y después de haber hecho el pacto sobre el
medio de pagarla, se la llevó a su casa. La mujer, no obstante el pacto hecho, viendo
que era religioso, le dio mucho más pan del pactado. Dijo fray Egidio:
-Buena mujer; no quiero yo que me venza el vicio de la avaricia; y así no quiero
más que lo que hemos pactado.
Y no solamente no tomó lo que se le daba, sino que tan sólo quiso la mitad de lo
pactado. Con lo cual tuvo aquella mujer mucha devoción.
—198→
Fray Egidio trabajaba por merced, atendiendo siempre a su honestidad; ayudaba
a recoger la aceituna y a los vendimiadores a pisar la uva. Estando un día en la plaza,
uno quería abatir nueces y rogaba a otros que se las abatiesen a buen precio; pero
éstos se excusaban porque el lugar se hallaba harto lejos y les venía muy mal irse
hasta allá. Dijo fray Egidio:
-Si tú, amigo mío, quieres darme parte de tus nueces, yo iré contigo a cogerlas;
y hecho el contrato, partió; y haciendo antes la señal de la santísima Cruz, subió con
gran temor a lo alto de un nogal, y después de coger las nueces le tocó tanta, que no
las podía llevar consigo. Por lo cual quitose el hábito y después de ligar las mangas
y la capucha, hizo del hábito un saco, quedando desnudo en paños menores; y llenó
su hábito de nueces, partió para Roma, dándolas a los pobres, con grandísima
alegría, por amor de Dios.
Con frecuencia ayudaba a otros durante todo el día, después del pacto de
concederle tiempo para rezar las horas canónicas y no faltar a la oración mental. Una
vez que fue a buscar agua de la fuente de San Sixto para aquellos monjes, un
hombre le pidió de beber. Respondió fray Egidio:
-¿Y cómo llevaré yo el cántaro vacío a los monjes?
Y el hombre, irritado, dijo a fray Egidio palabras injuriosas y villanas; y retornó
fray Egidio muy triste a los monjes; pidió un vaso grande y súbitamente volviendo a
la fuente lo llenó y fuese en busca del hombre, al cual halló en el camino, y dijo:
-Amigo mío; toma y bebe cuanto quieras y no te irrites. Porque me pareció a mí
cosa villana llevar agua probada a los santos monjes.
Y el hombre compungido por la caridad y humildad de fray Egidio, reconoció
su culpa y desde aquella hora en adelante le tuvo mucha devoción.
Capítulo VI
De cómo fray Egidio fue milagrosamente provisto, en una gran necesidad, cuando
por la mucha nieve no podía ir a pedir limosna
Capítulo VII
Del día de la muerte del santo fray Egidio
La vigilia de San Jorge, a hora de Maitines, cumplidos los cincuenta y dos años,
puesto que en las calendas había recibido el hábito de San Francisco, el alma de fray
Egidio fue recibida por Dios en la gloria del Paraíso; esto es, en la fiesta de San
Jorge.
Capítulo VIII
De cómo un santo varón, estando en oración, vio que el alma de fray Egidio escalaba
la vida eterna
Un buen hombre, estando en oración, cuando fray Egidio pasó de esta vida, vio
a su alma con una multitud de otras salidas del Purgatorio, escalando el Cielo, y a
Jesucristo saliendo al encuentro de fray Egidio con muchos ángeles, y con todas
aquellas almas, con gran melodía, entrar en la gloria del Paraíso.
—201→
Capítulo IX
De cómo, por los méritos de fray Egidio, el alma de un amigo de un fraile
predicador fue librada de las penas del Purgatorio
Habiendo enfermado fray Egidio, de modo que a los pocos días murió, un fraile
de Santo Domingo enfermó de muerte. Tenía éste un amigo fraile, y viendo que se
acercaba la hora de su muerte, éste le decía al fraile enfermo:
-Hermano mío; yo quiero que, si Dios lo permite, después de la muerte me
visites para conocer tu estado.
Y el enfermo prometió retornar cuando le fuese posible. Fray Egidio murió el
mismo día que aquél; y después de la muerte éste apareció al hermano predicador
vivo, y le dijo:
-Voluntad de Dios ha sido que observase la promesa.
Y dijo el vivo al difunto:
-¿Qué te ha sucedido?
Contestó el difunto:
-Atiende bien: el mismo día que yo fallecí, murió un santo fraile menor que se
llamaba fray Egidio, a quien, por su gran santidad, concedió Jesucristo que todas las
almas que se hallaban en el Purgatorio fuesen llevadas por el santo al Paraíso, entre
los cuales yo me contaba, sufriendo grandísimos tormentos; y ya, por los méritos de
fray Egidio, me veo libre.
Y dicho esto desapareció enseguida, y el fraile no reveló a nadie esta visión. El
dicho fraile enfermó, y pensando de súbito que Dios le había castigado por no haber
revelado la virtud y la gloria de fray Egidio, envió a buscar a los frailes menores, y
acudieron cinco parejas de éstos; y convocados con ellos los frailes predicadores,
reveló, con gran devoción, la visión predicha; y buscando con mucha diligencia,
hallaron que pasaron un mismo día de esta vida.
—202→
Capítulo X
De cómo Dios había concedido su gracia a fray Egidio, y del año de su muerte
Estando cierta vez en la ciudad de Perusa el santo fray Egidio, vino a visitarlo la
nobilísima dama de Roma, ilustre Jacoba de Sietesolios, muy devota de los frailes
menores. Mientras estaban platicando llegó un fraile muy espiritual y devoto,
llamado fray Gerardino, el cual, en presencia de otros frailes, rogó a fray Egidio que
le dijese alguna palabra de edificación. Condescendiente fray Egidio, dijo:
-Por aquello que el hombre puede llegar a lo que no quiere.
Entonces, para hacerle hablar más, dijo fray Gerardino:
-Maravíllome mucho, fray Egidio, de que por lo que el hombre puede, venga a
lo que no quiere. Porque el hombre de por sí no —203→ puede nada, y esto lo
puedo probar con varias razones. Es la primera: el poder presuponer el ser, y la
operación es conforme a éste, como vemos en el fuego que calienta, porque es
cálido. Pero el hombre de por sí nada es. El que piensa que es algo, no siendo nada,
se engaña, dice el apóstol; y si es nada, síguese que nada puede. Es la segunda:
porque si pudiese algo, sería o por razón del alma separada del cuerpo, o por razón
del cuerpo solo, o por la de ambos unidos. Pero el alma despojada del cuerpo no
puede merecer ni desmerecer; el cuerpo sin el alma, tampoco, porque está sin vida,
es decir, sin forma y todo acto es forma; pues por razón del conjunto, si el alma
separada del cuerpo no puede, menos podrá unida a él, porque el cuerpo corruptible
agrava al alma, y si un jumento no puede andar sin carga, mucho menos ella...
Hasta una docena de argumentos propuso fray Gerardino a fray Egidio para
hacerle hablar y que se explicase; y todos los presentes se maravillaban de la
argumentación de fray Gerardino. Por fin, fray Egidio contestó:
-Mal hablaste, fray Gerardino, tienes que confesar la culpa por todo esto.
Fray Gerardino la confesó sonriendo, y al ver fray Egidio que no la confesaba
de corazón, dijo:
-De esta manera no vale; y cuando aun el decir la culpa es sin mérito, no le
queda al hombre por dónde satisfacer -y añadió-: Fray Gerardino, ¿sabes cantar?
Y habiendo respondido que sí, díjole fray Egidio:
-Pues canta conmigo.
Y en diciendo esto sacó fray Egidio de su manga una cítara como las que los
muchachos suelen hacer, y empezando desde la primera cuerda y siguiendo por las
demás, fue contestando en verso, deshaciendo, uno por uno, los argumentos todos de
fray Gerardino. Contra el primero cantó:
Yo no hablo del ser del hombre antes de la Creación,
fray Gerardino;
porque entonces nada es y nada puede;
hablo del hombre ya creado, al que dio Dios
la voluntad para merecer obrando el bien o desmerecer haciendo el mal.
Has dicho mal y erraste, fray Gerardino,
porque el Apóstol no habla de la nada en cuanto al ser, ni en cuanto al
poder;
sino en cuanto al merecimiento; por esto dice:
Si caridad no tuviere, nada soy.
—204→
Del alma separada del cuerpo, ni del cuerpo muerto hablé,
sino del hombre vivo, que consintiendo a la gracia obra el bien,
y rebelándose contra ella, obra el mal;
y si la Escritura dice «el cuerpo que se corrompe, al alma agrava»,
no le niega al hombre el libre albedrío.
—205→
Capítulo XII
De cómo fray Egidio hizo brotar tres lirios ante un fraile predicador que dudaba de
la virginidad de María
—206→
Capítulo XIII
Cómo fray Jacobo de Masa fue aconsejado por fray Egidio
Muy devoto era fray Jacobo de Masa, lego y santo varón que había estado con
Santa Clara y con muchos de los primeros compañeros de San Francisco.
Teniendo el dicho fray Jacobo de Masa éxtasis por la gracia de Dios, quiso ser
aconsejado de fray Egidio sobre la manera de conducirse con esta gracia.
Y contestole fray Egidio:
-Ni añadas, ni disminuyas, y huye de la multitud cuanto te sea posible.
A lo cual contestó fray Jacobo de Masa:
-¿Qué quieres decir con esto? Ruégote, reverendo padre, que me lo expliques.
Y fray Egidio contestó seguidamente al santo fray Jacobo de Masa:
-Cuando el entendimiento está dispuesto para ser introducido en aquella
gloriosísima luz de la Divina Bondad, no añadas por presunción, ni disminuyas por
negligencia y ama cuanto te sea posible la soledad para guardar la gracia.
En loor de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén.
—207→
Apéndice a la vida de fray Egidio27
De ciertas revelaciones, visiones y tentaciones que tuvo antes de su muerte
San Francisco sabía, por la gracia del Espíritu Santo, que fray Egidio era varón
de Dios y de buen ejemplo, de lo cual alegrábase mucho, y le facultó para que
morase donde quisiese; pero fray Egidio le contestó que no quería vivir con tanta
libertad. A los siete años de su conversión le envió San Francisco a un desierto del
llano de Perusa, llamado Fabione, donde, en razón a sus buenas obras, Dios obró
con él grandes prodigios. Entre otros muchos beneficios que le hizo Dios, estando
cierta noche en oración, tuvo tanta consolación divina, que parecía que Dios quería
llevarse su alma para sí; su cuerpo resplandecía como el sol, y el Señor le
manifestaba muchos secretos, y de tal suerte le daba fuerzas en su servicio y tuvo
tanto consuelo y tan elevada contemplación, que su alma arrebatada en Dios, sentía
una secreta alegría que no quería descubrir. Por lo cual decía:
-¡Bienaventurado el varón que sabe guardar y conservar las cosas secretas de
Dios; porque nada hay tan oculto que no sea manifiesto y revelado queriéndolo
Dios! Yo tengo miedo a mí mismo y —208→ prefiero que antes sean reveladas
por otros que por mí. El enemigo de la humanidad progenie se esfuerza siempre
atormentando a los santos de Dios, con permiso del Altísimo.
Poco después de estas consolaciones y en aquel mismo desierto, entrando una
vez en su celda, luego de haber dicho sus oraciones, vio a Satanás, y no pudiendo
sufrir su fealdad, púsose en oración, rogando con el corazón a Dios, puesto que con
la lengua no podía. Y enseguida viose libre de la enojosa presencia del demonio.
Pocos días después, hablando con San Francisco, le preguntó:
-¿Hay algo más doloroso que ver al demonio, que sólo durante un padrenuestro
causa la muerte al hombre?
Contestó San Francisco:
-Nadie podría sufrir la vista del demonio durante el rezo de medio padrenuestro
sin morir repentinamente, si Dios no le socorriera con sus auxilios.
Y oyéndole fray Egidio se convenció de esta verdad. En otra ocasión, antes de
esto, estando en la iglesia de San Apolinar de la ciudad de Spoleto, donde vivían los
frailes en aquel tiempo, levantose de noche y entrando en la iglesia muy de
madrugada, púsose arrodillado en oración, cuando sintió sobre sí al demonio que le
oprimía y molestaba. Escapando como pudo, llegó a la pila del agua bendita y
persignándose con el agua se vio seguidamente libre del enemigo. Dieciocho años
después de su conversión, en aquél en que pasó de esta vida al Cielo San Francisco,
yendo fray Egidio y su compañero al desierto desde el obispado donde estaba el
convento de los frailes, la noche siguiente a su llegada, vio en sueños a un
emperador que se le mostraba con gran familiaridad, lo cual debía significar algo
que le ocurriría. Entonces levantáronse y siguieron hacia el yermo, donde quería
celebrar fray Egidio con su compañero la cuaresma de San Martín. Allí fray Egidio
vio en visión a San Francisco, y en viéndolo le dijo:
-Quisiera que hablásemos los dos.
A lo cual contestó San Francisco:
-Me place; y no tengas pereza si quieres hablarme.
Lo cual dijo con el fin de alentarlo a prolongar su oración. Antes de Navidad,
estando durante la noche orando con toda devoción apareciósele visiblemente el
Señor. Fray Egidio, por el mucho olor que sentía, daba grandes voces y parecía que
su naturaleza iba a desmayarse por no poder resistir a tanto goce; y como cierto
fraile —209→ oyese las voces que daba a causa de aquel suave olor, empezó a
temer mucho. Y llamó a su compañero, y le dijo:
-¡Ven enseguida que fray Egidio se muere!
Y acudiendo aquél le preguntó qué tenía. Y contestó fray Egidio:
-Ven, hijo; pues deseaba mucho verte.
Porque, en efecto, le amaba mucho y confiaba en él, ya que conocía sus buenas
costumbres desde la infancia. Y contole detalladamente cuanto le había acontecido.
Oyendo estas cosas el compañero de fray Egidio, comprendió que todo era obra
divina; y como volviera después a la celda de fray Egidio y le hallase llorando y
lamentándose mucho, advirtiole que no se afligiese tanto, porque en ello íbale la
vida. A lo cual fray Egidio contestó:
-¿Cómo no he de llorar yo, puesto que comprendo cuán enemigo soy de Dios y
cuánto Él es misericordioso y quiere concederme tan grandísimos favores que dudo
mucho que pueda cumplir su santa voluntad?
Y decía estas cosas por la gracia especial que Dios le había concedido; gracia
por la cual habíase renovado maravillosamente; y dijo a su compañero:
-Hasta el presente iba adonde quería y cuanto quería hacer lo efectuaba con la
ayuda de mis manos; pero de ahora en adelante no será así, puesto que siento en mí
mismo lo que debo hacer y se me pide mucho más de lo que puedo dar.
Y su compañero le dijo:
-El Señor da la gracia a su sirviente y con su gracia le rige: sin embargo, bueno
es tener temor.
Y esta respuesta fue muy del agrado de fray Egidio. Y no es posible decir
cuánto fue el placer y el desconocido y suavísimo olor de que gozó desde tres días
antes de la Natividad del Señor hasta el de la Epifanía, de día y de noche; mas no
continuamente, sino con intervalos, de tal manera que le parecía que no podría
resistir tanta alegría y claridad como sentía.
Rogaba a Dios fervorosamente que no le impusiera tanta carga, alegando que no
era a propósito para ella, pues era tonto, no tenía estudios y mucha simpleza y
torpeza. Y cuanto más indigno se creía, más le aumentaba Dios su gracia y dijo, en
fin, que de la misma manera como Dios infundió el Espíritu Santo a los Apóstoles,
así también se hizo con él. Cierta noche, cuando fray Egidio se —210→ hallaba
delante de su celda hablando con aquel su compañero de las cosas de Dios con
mucha devoción, vieron un gran resplandor. Y preguntándole el compañero a fray
Egidio qué era aquello, contestó:
-Déjalo pasar.
Había entonces un varón religioso y santo a quien Dios había revelado sus
secretos, por lo cual un poco antes de que le sucediese aquello a fray Egidio, vio en
sueños, aquel santo religioso, que un día apenas salido el sol se volvía a poner. Y
como viera después a fray Egidio tan cambiado y tan maravillosamente exaltado de
nuevo espíritu de gracia, le dijo que su fin sería al lado del Hijo de la Virgen. Luego
fray Egidio, después de estas cosas, conservó la gracia con cuanta solicitud pudo; y
decía:
-Sobre todas las gracias y virtudes, es la mayor seguir las virtudes y conservar
las gracias que nos han sido dadas. Por esto se ha dicho que los Apóstoles, fuego que
hubieron recibido el Espíritu Santo, tenían mucha más carga sufriendo las
tribulaciones y conservando la gracia que les había sido concedida. De entonces en
adelante fray Egidio estaba velando en su celda y evitaba cuidadosamente cualquier
distracción; y si alguno le refería algo o le preguntaba alguna cosa, decía lo
siguiente:
-No quiero saber el pecado ajeno.
Y cuando se le refería algo:
-Mira hermano: guárdate bien de mirar lo ajeno sino en cuanto te sea de utilidad
o de interés; al siervo bueno y fiel, le da Dios mayores cosas y le aumenta la gracia
dada de tal manera que no la puede ocultar.
Por esto mismo si alguno trataba con él de la gloria y de los goces del Paraíso,
inmediatamente se extasiaba su espíritu y permanecía inmóvil sin hablar ni moverse
del sitio, y así permanecía mucho tiempo, de día y de noche.
Por esto también esquivaba la compañía de los seglares y aun la de los frailes y
religiosos. Acerca de esto, decía:
-Mucha mayor seguridad tiene el hombre de salvar su alma con pocos que con
muchos; es decir, viviendo solitario, pensando únicamente en Dios y en su alma,
porque sólo Dios creó el alma y el cuerpo y es su amigo y no los demás.
Y hablando por experiencia, decía también:
-¡Qué grande y extraordinaria excelencia el conocimiento de la —211→
propia alma! Solamente la conocen Dios y aquél a quien Él se digna revelarlo. Si
San Pedro y San Pablo bajaran a este mundo y me encargaran de otros, no satisfaría
a las personas que quisieran hablarme y no las creería. Quien atiende mejor al
negocio de su propia alma, hace mejor el de sus amigos. Y el hombre puede perder
por su culpa muchas consolaciones y visitas de Dios, que no encontraría después
jamás.
A ejemplo de lo cual ponía el de aquéllos que juegan a los dados, en los cuales,
por un punto que es cosa tan pequeña, pierde un hombre; y así también, por un leve
pecado, si el hombre no acierta a guardarse, pierde mucha ganancia en su alma.
Decía también San Francisco:
-Ten cuidado, no pierdas riendo lo que has ido ganando llorando.
Fray Egidio desde los primeros días de su conversión no se cuidó mucho de su
cuerpo, poniendo siempre su pensamiento en Dios y en su alma, y así había hallado
gracia en Dios y había sido honrado por Él con la apreciación de secretos celestiales.
Y como en los tiempos de San Francisco pensaban como él algunos frailes,
dirigiéndose a éstos les decía:
-Conviene guardar los secretos de Dios y su tesoro, con mucho temor y
vigilancia.
Fray Egidio recomendaba el convento de Scettona y, por la misericordia de
Dios y la gracia singular que le había sido mostrada en este convento, alabábalo
sobre todos los demás de esta y de la otra parte del mar; y decía que al convento de
Scettona debían ir los hombres con suma reverencia y gran devoción, porque él, con
razón, decía estas cosas.
¡Oh, fray Egidio! ¡Varón verdaderamente santo a quien Dios ha concedido tanta
gracia!
Refiriéndose a otra persona hablaba de sí mismo y decía:
-Cuenta San Pablo que fue arrebatado hasta dos veces y no sabía decir si en
cuerpo o fuera de él. Dios sabe lo que yo no sé; de haberlo sabido, ciertamente lo
hubiera dicho.
Viviendo fray Egidio en el convento del Santo Ángel, existente en el condado
de Perusa, cierto día por la tarde, a la hora de los frailes acostumbraban retirarse
después de cenar, comenzó a llamarlos con muchas voces y palabras muy ardientes;
y se arrobó en su presencia hasta el canto del gallo. Y había una clarísima luz de —
212→ luna. Y separándose de los demás frailes y yéndose a su celda, de pronto
apareció sobre él un resplandor tan grande que diríase haberse eclipsado la luz de la
luna.
Ante este prodigio casi se desmayaron los demás frailes. Y como volviera con
ellos el que poco antes se fuera, les dijo:
-¿Qué hubierais hecho, hermanitos míos, si hubieseis podido ver una cosa
mucho mayor, si por tan poco como habéis visto casi os desmayáis?
Y añadió enseguida.
-Aquéllos que no ven las cosas grandes hácenseles grandes las cosas pequeñas;
y como los demonios no pueden atacar con el miedo a los hombres santos, les atacan
con cosas maravillosas, usando diversas artes de tentación; esto es: de vanagloria y
soberbia.
En otra ocasión, hallándose en su celda, oyó a unos demonios que se decían
entre sí:
-¿Por qué se afana tanto este hombre, puesto que ya es santo?
Después dijo él a un compañero suyo en quien confiaba mucho, que había oído
aquellas palabras sin cuidarse para nada de ellas, porque conoció que eran una
tentación del demonio. En otra ocasión, hallábase en el huerto del convento a la
sombra de un olivo, cuando le preguntó el demonio:
-¿Qué escribes?
Y él contestó:
-¿Quieres que te lo diga?
Y como el demonio contestara: «Sí, dímelo», dijo fray Egidio:
-El fuego es para nosotros una unción y la contemplación una papilla.
Y otras cosas dijo en su lengua que yo no entendí, porque ignoraba todas
aquellas cosas. Otra vez, reprendiendo con toda humildad y caritativamente a un
hermano que se lo merecía, como éste se disgustara un poco, en llegando la noche
tuvo una visión que le manifestó:
-No te enfades, hermano, por la reprensión del santo, que quien le crea,
bienaventurado será.
El dicho hermano fuese muy luego a él, rogándole que le reprendiera más
duramente.
Acercándose el tiempo de su muerte, a fin de que tuviera más descanso y más
victorias, era entonces mucho más tentado del adversario; —213→ y así, cierta
noche, queriendo descansar después de una muy larga oración, comenzó el demonio
a apretarle tan ferozmente, que no podía moverse; y como se quejara con muchas
ansias, fray Graciano, que le servía, oyó sus quejidos, y acercándosele más y oyendo
más claramente, comenzó a decir consigo mismo:
-Sigue adelante y ve lo que tiene; si está en oración, le dejas, y si tiene algo, le
ayudas.
Y así llegó hasta la misma puerta de la celda y púsose a escuchar y viendo que
tenía una gran fatiga, le preguntó cariñosamente qué le ocurría. Y contestó él:
-Ven, hermano, y mírame.
Y como no pudiese abrir la puerta, exclamó muy maravillado:
-¿Qué es esto que no puedo abrir?
Y fray Egidio le dijo:
-Entra, hermano; empuja fuertemente para que puedas abrir, porque yo estoy
apoyado en la puerta y no me puedo levantar.
Por lo cual el fraile, empujando fuertemente, abrió, fuese a él y sacándolo al
claustro, con toda su fuerza no podía lograr sostenerlo en pie ni enderezarlo.
Y fray Egidio dijo:
-Déjalo estar. Todos estamos en manos de Dios.
Y obedeciendo el fraile a su mandato, le dejó; y dejádole que hubo, el demonio
llevóselo de aquel lugar. Y levantándose después fray Egidio y habiendo descansado
un poco, dijo a su compañero estas palabras:
-¿Por qué se empeña tanto en impedir los beneficios de Dios? -y agregó-: ¡Bien
hiciste, hermano mío, cuando viniste a mí. Dios te lo pague!
Dijo el otro:
-Padre: ¿Por qué no me llamabas ni me decías tu mal? Si entonces hubieses
muerto, muy reprensible fuera en ti y en nosotros.
A lo cual contestó fray Egidio:
-¿Qué se te da a ti, hermano mío, si se vengan de nuestros enemigos? Porque
cuanto más estorban nuestros enemigos los beneficios de Dios, tanto más son
castigados en el Infierno. ¿Por ventura Dios no estuvo defendiéndome desde un
principio? Y era obra de su misericordia que permitió perseguir al pecador que se
sabe nacido y concebido en pecado, y no debe maravillarnos que el demonio se
esfuerce tanto en estorbar al que quisiese escalar la cumbre —214→ desde donde
él cayó. Por esto muchas veces me ha atribulado y afligido mucho sin dejarme
descansar en modo alguno.
También cierta noche cercana a la festividad de San Benito, hallándose el santo
fray Egidio haciendo oración a Dios, el demonio le tentaba, mortificaba y molestaba
mucho; por lo cual gritó, con mucho miedo, diciendo:
-¡Auxilio, hermanos! ¡Auxilio, hermanos!
A cuyas voces, fray Graciano, que se hallaba allí cerca, se levantó corriendo y
yéndose tras él, comenzó a llamarle y decirle:
-No temas, padre, que yo te socorreré.
Y entrando en su celda, dijo:
-¿Qué tenías, padre?
Y él contestó:
-No te preocupes, hermano.
Y el fraile agregó:
-Déjame estar a tu lado, puesto que el demonio te causa tanto trabajo y molestia.
Pero fray Egidio dijo:
-¡Dios te lo pague, hermano! Has hecho bien en venir; pero ahora vuélvete a tu
celda.
Y a la noche, después de comer, dijo:
-Esta noche voy al martirio. ¡Lo espero!
Como si dijera: «No lo rehúso». Por lo cual, estando hablando, dijo a su
compañero:
-No habrá ninguna religión mejor ni tan acomodada para servir a Dios, como la
de los frailes menores.
Acercándose el día de su muerte, llegándose a los frailes con mucha alegría,
dijo moviendo conversación con un compañero.
-¿Qué te parece, hijo mío? Yo he hallado un gran tesoro, de tan grande y
esplendoroso fulgor, que mi pobre lengua carnal no lo puede expresar:
Y añadió luego:
-¡Hijo mío! Yo me voy. ¿Qué te parece sobre mi marcha? ¿Seré bendito de
Dios?
Y repetía muchas veces estas palabras y estaba tan contento y tan lleno de
alegría, que, cuando las decía, parecía ebrio del Espíritu Santo.
Este fraile convidole a comer, y entonces le contestó fray Egidio:
-Yo tengo una vianda mejor.
—215→
Y el fraile, como tentándolo, contestó:
Así conviene, padre mío, que toméis buen alimento.
Pero al santo no le agradaron estas palabras, y dijo:
-No has hablado bien, hermano mío; no has dicho bien. Hubiese preferido que
me hubieses dado un golpe.
Es de creer que aquella alma santa apenas se separó del cuerpo mortal iría por
aquel fruto del Cielo, por aquel tesoro que tanto había deseado encontrar, desde los
días de su conversión hasta aquel día, y por el cual tantísimo se había afanado. Mas
aquella muerte que tanto había deseado, concediósela Dios benignísimo, según fue
su voluntad; pues estando un día hablándole un hermano de que el siervo de Dios
siempre debiera alentar el deseo y la sed de morir en el martirio, fray Egidio, con
rostro muy suave y mirada tranquila, contestó:
Yo no quiero morir de otra muerte que de aquella que Dios Nuestro Señor
quiera.
De allí a pocos días, muy cercano ya al de su muerte, comenzó a tener fiebre y a
sentir mucha fatiga, mucha tos, dolores de cabeza y presión del pecho, sin que
pudiera dormir, ni siquiera reposar. Y con el fin de que pudiese tener algún
descanso, los frailes le llevaban al lecho.
Un día, siendo la víspera de San Jorge mártir, a la hora de rezar Maitines,
habiéndole llevado los hermanos al lecho y pareciendo como que descansaba un
poco, sin ningún síntoma de muerte, cerró dulcemente los ojos y los labios, y su
alma santísima fue llevada al Paraíso.
Dios te condujo a San Francisco para que le siguieses, y te vistió de religiosos
hábitos.
Cincuenta años después del día en que viniste a la Orden para hacer penitencia,
te sacó Dios de penitencia y te ha llevado al descanso eterno.
Cierta persona, muy santa, vio en visión que el Señor, con legiones de ángeles y
de santas almas, lo llevaron por el aire antes de que subiese al Cielo; y con honor,
gloria y cánticos angélicos, acompañaron su alma bienaventurada.
Quinta parte
Comienzan los capítulos de cierta doctrina y dichos notables de San Eginio
—218→ —219→
Y en primer lugar...
-I-
Capítulo de los vicios y de las virtudes
La gracia de Dios y la virtud son vía y escala que llevan al Cielo; pero los vicios
y los pecados son vía y escala para bajar al profundo del Infierno. Los vicios y los
pecados son tóxico y veneno mortal; y las virtudes son triaca medicinal. Una gracia
conduce a otra y la atrae; y el vicio no sufre ser despreciado. El entendimiento
descansa y reposa en la humildad; la paciencia es su hija. Y la santa pureza del
corazón ve a Dios; la verdadera devoción lo gusta. Si tú amas serás amado. Si sirves,
serás servido. Si temes, serás temido. Si te portas bien con los otros, convendrá que
los demás se porten bien contigo. Y bienaventurado es aquél que ama
verdaderamente y no desea ser servido de nadie. Bienaventurado el que teme y no
desea ser temido. Bienaventurado el que se porta bien con otro y no desea que el
otro se porte bien con él. Pero estas cosas son altísimas y de gran perfección, que los
necios no pueden conocer ni conquistar.
Tres cosas hay altísimas y utilísimas; y quien las consiga no podrá caer nunca.
Es la primera, si sostienes de buen grado y con alegría cualquier tribulación que te
ocurra, por amor de Jesucristo. Es la segunda, si te humillas cada día en cuanto
hagas y en cuanto veas. Es la tercera que fielmente ames el sumo bien celestial,
invisible, con todo tu corazón, al que no verás con los ojos corporales.
—220→
Las cosas más despreciadas y más vituperadas por los hombres mundanos son
verdaderamente más aceptables y mejor recibidas por Dios y sus santos; y las cosas
que son más honradas y amadas y agradables para los hombres mundanos, son más
despreciadas y vituperadas y floridas de Dios y de sus santos.
Esta sucia inconveniencia deriva de la ignorancia y malicia humanas; porque el
hombre mísero ama más las cosas que debiera odiar, y tiene en odio aquellas cosas
que debería amar más.
Cierta vez preguntó fray Egidio a otro fraile, diciendo:
-Dime, carísimo: ¿Tienes el alma buena?
Contestó el fraile:
-Éste no soy yo.
Y entonces dijo fray Egidio:
-Hermano mío: Quiero que sepas que la santa contrición y la santa humildad y
la santa caridad y la santa devoción y la santa alegría hacen al alma buena y
bienaventurada.
- II -
Capítulo de la fe
Todas las cosas que se pueden pensar con el corazón o decir con la lengua, ver
con los ojos o palpar con las manos, son casi nada con relación y comparación con
las cosas que no se pueden pensar, ni decir, ni ver, ni tocar. Todos los santos y todos
los sabios que han pasado, y todos los que viven la presente vida, y cuantos vendrán
detrás de nosotros, que hablaron o escribieron o hablarán o escribirán de Dios, no
dicen ni podrán decir de Dios cuanto es, por comparación, un granito de mijo con
respecto a la tierra y al Cielo y aun miles de miles de veces menos. Porque toda la
escritura que habla balbuciendo, como la madre que balbucea con su hijo para que
su hijo la entienda, ni la podría entender si la madre hablase de otra suerte.
Una vez dijo fray Egidio a un juez seglar:
-¿Crees por ventura que son grandes los dones de Dios?
Contestó el juez:
-Lo creo.
A lo cual dijo fray Egidio:
—221→
-Te quiero mostrar cómo no crees fielmente.
Y después añadió:
-¿Cuánto vale lo que posees en este mundo?
Contestó el juez:
-Vale, quizá, 1.000 liras.
Entonces fray Egidio dijo:
-¿Darías tus bienes por 10.000 liras?
Y contestó sin pereza el juez, diciendo.
-Ciertamente los daría de buen grado.
Y dijo fray Egidio:
-Cierta cosa es que todas tus posesiones de este mundo son nada con respecto a
las cosas celestiales. Luego ¿por qué no das todas esas posesiones a Cristo para
obtener las celestiales y eternas?
Entonces el juez, sabio con la necia sabiduría del mundo, contestó a fray Egidio
pura y simplemente:
-Dios te ha llenado de sabia estulticia divina -y agregó-: ¿Crees tú, fray Egidio,
que existe hombre alguno que así practique exteriormente lo que cree en su interior?
Contestó fray Egidio:
-Entiende, carísimo, que es muy cierto que todos los santos procuraron poner
por obra lo que alcanzaban a comprender que fuese la voluntad de Dios según sus
posibles; y lo que no podían llevar a término lo ejecutaban en cierto modo con sus
deseos; de manera que el defecto de la imposibilidad de las obras estaba
compensado con los deseos del alma en practicarlas.
Y añadió:
-Si se hallase un hombre de fe perfecta, llegaría a tal estado que tendría plena
certeza de su salvación. El hombre que cree con fe firme y espera en aquellos
eternos, sumos y altísimos bienes ¿qué mal le puede hacer mal y qué bien, fuera de
éste, le puede hacer bien en la presente vida? Al ansioso que pretende este bien
sumo, ni le asustan los temporales infortunios, ni le deleitan los vanos goces. Todo
lo mira con desprecio, apreciando sólo el bien que merece estimación. Por esto el
pecador, si tiene fe mientras vive, no debe desesperar de su eterna salud apelando en
su miseria al tribunal de la divina misericordia; porque así como no hay leño torcido,
nudoso y contrahecho que no pueda allanar y trabajar el artífice, tampoco hay
pecador tan grande que no pueda ser convertido por Dios y adornado con gracias
singulares y muchos dones y virtudes.
—222→
- III -
Capítulo de la santa humildad
- IV -
Capítulo del santo temor de Dios
Quien no tema, demuestra que nada tiene que perder. El santo temor de Dios
ordena, gobierna y rige al alma y la lleva a la gracia. Si alguien posee alguna gracia
o virtud divina, el santo temor de Dios es el que la conserva. Y quien todavía no ha
alcanzado la virtud o la gracia, por el santo temor de Dios la alcanzará. El santo
temor de Dios es el conductor de las divinas gracias, porque eleva al alma de do
habita, haciéndola llegar a la virtud santa y a las gracias —224→ divinas. Cuantas
criaturas caen en pecado, no habrían caído de haber tenido el santo temor de Dios.
Pero este santo don de temor no es dado sino a los perfectos; de modo que el hombre
es más perfecto cuanto más temeroso y humilde. Bienaventurado el hombre que
reconoce que está en una cárcel, que tal es este mundo, y recuerda siempre que ha
ofendido gravemente a su Señor. Mucho ha de temer el hombre de la soberbia que
no le empuje y le haga caer del estado de gracia en que está; porque nunca el hombre
puede estar seguro, teniendo acá a nuestros enemigos, que son las lisonjas de este
mundo miserable y nuestra propia carne, que, con los demonios, siempre es enemiga
del alma. Precisa que el hombre tenga siempre mayor temor para que su propia
malicia no le venza y engañe, que de ningún otro enemigo. Es imposible que el
hombre pueda alcanzar alguna gracia o virtud divina, ni perseverar en ésta sin el
temor de Dios. Quien no tuviere temor de Dios, se halla en camino de perecer, y,
mayormente, de perderse en absoluto. El temor de Dios hace que el hombre
obedezca humildemente e incline su cabeza bajo el yugo de la obediencia; y cuando
el hombre posee mayor temor, adora con más fervor; y no es pequeño el don de la
operación que le ha sido dado. Las obras virtuosas de los hombres, aunque a mí me
parezcan grandes, no son computadas ni remuneradas según nuestra estimación, sino
según la estimación y el beneplácito de Dios. Y Dios no mira la cantidad de las
fatigas, sino la cantidad del amor y de la humildad. Y por esto la parte más segura
para nosotros es la de siempre amar y temer con humildad, y no fiarse nunca de sí
mismo de bien alguno, teniendo siempre por sospechosos a los pensamientos que
nacen en la mente con el especioso pretexto del bien.
-V-
Capítulo de la santa paciencia
El que con firme voluntad y paciencia sufre y sostiene las tribulaciones con
fervoroso amor a Dios, pronto hallará grandes gracias y virtudes y será señor de este
mundo, y en el otro glorioso hallará el premio. Todo lo que obra el hombre, bueno o
malo, lo obra para sí mismo. Pero no te escandalices de aquél que te injuria, sino ten
paciencia humilde, doliéndote solamente su pecado, teniéndole —225→
compasión y rogando fervorosamente por él. Cuando el hombre es fuerte en sostener
y padecer pacientemente injurias y tribulaciones por el amor de Dios, está tanto más
cerca de Dios; y cuanto el hombre es más débil en sostener dolores y adversidades
por amor de Dios, tanto es menor ante Dios. Si alguien te alabase diciendo bien de
ti, rinde la loa a Dios solo; y si alguien dice mal de ti o te vitupera, ayúdale tú
diciendo mal de ti mismo. Si quieres que tu parte sea siempre mejor, estudia hacerla
mala, y buena la de tu compañero, culpándote siempre a ti mismo, y alabando o al
menos excusando a tu prójimo. Si alguien quiere discutir o litigar contigo, si quieres
vencer, pierde y vencerás. Porque si quisieras litigar para vencer, cuando te creyeres
vencedor hallarás que es mucho lo que has perdido. Hermano mío: créeme, que la
vía derecha de la salvación es la vía de la perdición; y cuando somos buenos
llevaderos de las tribulaciones, entonces podemos ser y somos perseguidores de los
eternales consuelos.
Mucha mayor consolación y más meritoria cosa es sostener las injurias y los
improperios pacientemente, sin murmuración, por el amor de Dios, que apacentar a
cien pobres y ayunar cada día, continuamente. ¿Qué útil es el hombre o de qué le
sirve despreciarse a sí mismo, y atribular a su cuerpo con grandes ayunos, vigilias y
disciplinas, si no puede sostener una pequeña injuria de su prójimo? De la cual, por
cierto, conquistaría mayor premio y mayor mérito que de todas las aflicciones que
abrace el hombre por su propia voluntad; porque sostener las injurias, los vituperios
del prójimo con humilde paciencia y sin murmurar, mejor entonces purga sus
pecados que abriendo la fuente de las lágrimas.
¡Bienaventurado el hombre que siempre tiene ante los ojos de su mente la
memoria de sus pecados y los beneficios de Dios! Porque sostendrá con paciencia
cualquier tribulación o adversidad, de las cuales cabe esperar las grandes
consolaciones.
El hombre verdaderamente humilde no espera de Dios premio o mérito alguno,
sino que busca cómo podrá satisfacer, reconociéndose en todo su deudor. Y el bien
que tiene reconoce tenerlo por la bondad de Dios únicamente y no por sus propios
méritos; y toda adversidad la reconoce como castigo por sus pecados.
Un fraile preguntó a fray Egidio, diciendo:
-Padre: ¿Qué haremos si en nuestro tiempo cae sobre nosotros un turbión de
males y de tribulaciones?
—226→
Contestó fray Egidio diciendo:
-Hermano mío: quiero que sepas que si el Señor ordenase a los Cielos que
lloviesen piedras y saetas, no nos harían ningún daño si fuésemos lo que debemos
ser; porque en siendo el hombre verdaderamente tal cual debe ser, todo mal y
tribulación se le convierte en bien; y al contrario, para el hombre de mala voluntad,
todos los bienes se le convierten en mal y en juicio. Si te quieres salvar y caminar
hacia la gloria celestial, no huelgas considerando venganza alguna, ni justicia de
criatura alguna; porque la herencia de los santos consiste en hacer siempre bien y
recibir siempre mal. Si en verdad conocieras cómo y cuán gravemente has ofendido
a tu Criador, conocerías que es digna y justa cosa que todas las criaturas te persigan
y te den pena y tribulación; y ellas hacen venganza por lo que hiciste tú al Criador.
Muy gran virtud es que el hombre se venza a sí mismo; porque el que se vence a sí
mismo vence a todos sus enemigos y alcanza todo bien. Y aun fuera mayor virtud si
el hombre dejase vencer a sus enemigos los hombres; porque sería señor de todos
sus enemigos, esto es, de los vicios y de los demonios, del mundo y de la propia
carne. Si te quieres salvar, renuncia y desprecia toda consolación que te puedan dar
las cosas todas de este mundo y todas las criaturas mortales; porque con frecuencia
son mayores las caídas que sobrevienen a las prosperidades y consuelos, que las que
vienen con las adversidades y tribulaciones.
Una vez murmuraba un religioso de su prelado en presencia de fray Egidio por
causa de una áspera obediencia que le había impuesto; al cual contestó fray Egidio:
-Carísimo mío: cuanto más murmurarás, tanto más cargarás tu peso y más duro
te será sobrellevarlo; y cuanto más humildemente y más devotamente someterás tu
cabeza al yugo de la santa obediencia, tanto más leve y más suave te será sobrellevar
aquella obediencia. Pero me parece que no quieres ser vituperado en este mundo por
el amor de Cristo, y quieres ser honrado en el otro con Cristo; no quieres ser
perseguido en este mundo, ni maldecido por Cristo, y quieres en el otro ser bendito y
recibido por Cristo; tú no quieres fatigarte en este mundo y quieres en el otro
descansar y reposar. Hermano, hermanito: tú vas malamente engañado; porque por
la vía de las vergüenzas y de los vituperios llega el hombre al verdadero honor
celestial. Y para sostener las burlas y las maldiciones con paciencia por el amor de
Cristo, llega el hombre a la gloria —227→ de Cristo y bien dice un proverbio
mundano: «Quien no da de lo que le duele, no recibe lo que quiere». Si es útil
naturaleza la del caballo, porque aunque el caballo corra velozmente, no obstante se
deja gobernar y guiar y dirigir a la derecha y a la izquierda según la voluntad del
jinete, en tal guisa debe hacer el siervo de Dios, esto es: dejarse gobernar, regir,
guiar y torcer según la voluntad de su superior y atan de cualquier otro por el amor
de Cristo. Si quieres ser perfecto, estudia el modo de ser gentil y virtuoso, y combate
con valentía los vicios, sosteniendo pacientemente toda adversidad por el amor de tu
Señor atribulado, afligido, vituperado, azotado, crucificado y muerto por tu amor y
no por su culpa, ni por su gloria, ni por su utilidad, sino por la tuya, por tu amor; y
para hacer lo que te digo, es preciso que te venzas a ti mismo; porque no le vale al
hombre inducir y atraer a las almas hacia Dios, si antes no se induce y atrae a Dios a
sí mismo.
- VI -
Capítulo de la ociosidad
—230→
- VII -
Capítulo del desprecio de las cosas temporales
- IX -
Capítulo de las tentaciones
Las grandes gracias que el hombre recibe de Dios, no puede disfrutarlas con
tranquila paz, porque sobrevienen muchas cosas contrarias, perturbaciones y
adversidades contra dichas gracias. Porque el hombre, tanto como es más gracioso a
Dios, tanto y más fuertemente es combatido por los demonios. Pero el hombre nunca
debe cejar en el combate para poder corresponder a la gracia que de Dios ha
recibido; porque cuando es más fuerte la batalla, tanto será más preciosa la corona si
vence en el combate. Pero nosotros no tenemos muchas batallas, ni muchas
tentaciones, ni muchos impedimentos si somos tales como corresponde en la vida
espiritual. Pero es bien verdad que si el hombre caminase recta y discretamente por
la vía de Dios, no hallaría fatiga ni tedio en su viaje; pero el hombre que camina por
el siglo no puede rehuir las muchas fatigas, el tedio, las angustias, las tribulaciones y
los dolores y, por último, la muerte.
Dijo un fraile a fray Egidio:
-Padre mío: me parece que te has contradicho; porque dijiste antes que cuando
el hombre es más virtuoso y recibe más gracias de Dios, tiene mayores enemigos y
más batallas en la vida espiritual; y, por el contrario, dices que el hombre que
camine recta y —233→ discretamente por la vía de Dios, no sentiría fatiga ni
tedio en su viaje.
A lo cual contestó fray Egidio declarando las contrariedades de los dos
términos, respondiendo de esta suerte:
-Hermano mío: cierta cosa es que los demonios presentan más batallas de
tentaciones contra los que tienen buena voluntad que contra los que no la tienen
según Dios. Pero el hombre que va directa y fervientemente por los caminos de
Dios, ¿qué fatiga y qué tedio y qué mal podrán hacerle los demonios y todas las
adversidades del mundo? Porque ve ante sí un precio infinitamente mayor que no
valen aquéllas. Mas te digo en verdad: aquél que estuviese abrasado en el amor
divino, cuanto más combatido es por los vicios, tanto o mayor aborrecimiento de
ellos adquiere. Los pésimos demonios tienen por costumbre combatir y tentar al
hombre cuando se halla en alguna enfermedad o debilidad corporal, o cuando padece
algún afán, está enfriado o angustiado, o cuando tiene sed o hambre, recibe injurias y
vergüenzas o daños temporales o espirituales; porque los malignos conocen que en
tales horas y situaciones el hombre es más apto para recibir tentaciones; pero yo te
digo que por cada tentación o vicio que vencieras, adquirirás una virtud; y aquel
vicio por el cual eres combatido, en venciéndole tú, recibirás mayor gracia y mayor
corona.
Un fraile pidió consejo a fray Egidio, diciendo:
-Padre: con frecuencia soy tentado de una pésima tentación, y muchas veces he
rogado a Dios que me libre de ella; y no obstante, Dios no la quita; aconséjame,
padre, qué debo hacer:
A lo cual contestó fray Egidio:
-Hermano mío: cuando más noblemente guarnece un rey a sus caballeros de
nobles y fuertes armamentos, tanto más fuertemente quiere que combatan contra sus
enemigos por su amor.
Un fraile preguntó:
-Padre: ¿qué remedio tomaré para ir a la oración de mejor grado y con más
deseo y fervor? Porque cuando voy a la oración, me hallo duro, perezoso, árido y
poco devoto.
Fray Egidio contestó, diciendo:
-Un rey tiene dos siervos: el uno cuenta con armas poderosas para vencer, y el
otro no tiene armadura, y los dos quieren entrar en batalla contra los enemigos del
rey. El que va armado entra en batalla y vence gloriosamente; y el desarmado dice a
su señor: —234→ «Señor mío: tú ves que ando desnudo de armas; mas por tu
amor quiero también entrar en batalla y combatir desarmado como estoy»; y
entonces el buen rey, viendo el amor de su siervo fiel, dice a sus ministros: «Id con
este mi siervo y facilitadle armas para que pueda combatir, entrando con seguridad
en la batalla; y señalad todas sus armas con mi sello real, para que sea conocido
como mi caballero fiel». Y así ocurre muchas veces cuando el hombre entra en
oración; esto es, que se encuentra desnudo, sin devoción, perezoso y duro de ánimo;
pero se esfuerza por amor de su señor para entrar en las batallas de la oración; y
entonces nuestro benignísimo Rey y Señor, viendo el esfuerzo de su caballero, le da,
por manos de sus ministros los ángeles, la devoción del fervor y la buena voluntad.
Alguna vez sucede esto: que el hombre comienza alguna obra grandemente fatigosa,
como desbrozar y cultivar la tierra o la viña, a fin de poder obtener su fruto en su
tiempo. Y muchos por la gran fatiga y por los muchos afanes que supone, se cansan
y se arrepienten de la obra comenzada; pero si se esfuerzan hasta lograr el fruto, se
olvidan de sus fatigas y permanecen consolados y alegres viendo el fruto de que
podrán gozar; y así el hombre, manteniéndose fuerte en las tentaciones, llegará a
muchos consuelos. Porque después de las tribulaciones, dice San Pablo, son dados
los consuelos y las coronas de vida eterna. Y no solamente será dado el premio en el
Cielo a los que resistan a las tentaciones, sino aun en esta vida, según dice el
Salmista: «Señor: según la multitud de mis tentaciones y dolores, tus consuelos
alegrarán mi alma»; así, que cuanto mayor es la tentación y la batalla, tanto más
gloriosa será la corona.
Un fraile pidió consejo, diciendo:
-¡Oh, padre! Yo estoy tentado de pésimas tentaciones; cuando hago algún bien,
enseguida estoy tentado de vanagloria; y cuando caigo en algún mal, caigo en tanta
tristeza y en tanta acedía, que casi caigo en desesperación.
A lo cual contestó fray Egidio:
-Hermano mío: haces bien lamentándote sabiamente de tu pecado; pero yo te
aconsejo que te duelas discreta y templadamente, recordando siempre que aún es
mayor la misericordia de Dios que tu pecado. Pero si la misericordia de Dios recibe
a penitencia al gran pecador que peca voluntariamente, cuando se arrepiente, ¿crees
tú que este buen Dios abandonará entonces al pecador no —235→ voluntario si se
presenta contrito y arrepentido? Aún aconséjote que no dejes nunca de obrar el bien
por miedo a la vanagloria; porque si el hombre para sembrar dijese: «Yo no siembro
porque tal vez si siembro vendrán los pájaros y se comerán la semilla»; porque cierta
cosa es que si no siembra tampoco tendrá cosecha. Pero si siembra su semilla, aun
cuando los pájaros coman parte de ella, el sembrador recoge parte mayor; y así
cuando el hombre es combatido de la vanagloria, mientras no haga el bien por
vanagloria, sino peleando contra ella, te digo que no pierde el mérito del bien que
hace, aun siendo tentado.
Un fraile dijo a fray Egidio:
-Padre: dícese que San Bernardo, cierta vez rezó los salmos penitenciales con
tanta tranquilidad de mente y con tanta devoción, que no pensó o meditó en nada
sino en la propia sentencia de los salmos.
A lo cual dijo fray Egidio:
-Hermano mío: yo reputo como mucha mayor proeza la de un señor que tenga
un castillo, combatido y asediado de enemigos y que, no obstante, se defiende tan
valerosamente que no logra entrar dentro su enemigo que el del caballero que está en
paz y no tiene contradicción alguna.
-X-
Capítulo de la santa penitencia
- XI -
Capítulo de la santa oración
- XII -
Capítulo de la santa cautela espiritual
¡Oh, tú, siervo del rey celestial, que quieres aprender los misterios de las
cautelas útiles y virtuosas de la santa doctrina espiritual! Abre bien los oídos de tu
entendimiento, de tu alma, y recíbelas con deseo del corazón; conserva solícitamente
en la casa de tu memoria el precioso tesoro de estas doctrinas, advertencias y
cautelas espirituales, y serás defendido de los malignos y sutiles asaltos de tus
enemigos materiales e inmateriales, y caminarás seguro, con humilde audacia,
navegando por el mar tempestuoso de la presente vida hasta que llegues al deseado
puerto de salud. Atiende, pues, hijo mío, y entiende y advierte lo que te digo. Si
quieres ver bien, quítate los ojos y hazte ciego; si quieres caminar bien, mantente
firme y camina con la mente; si quieres obrar bien, átate las manos y emplea el
corazón, si quieres amar bien, ódiate; si quieres ganar mucho y hacerte rico, pierde y
hazte pobre; si quieres gozar y estar descansado, aflígete a ti mismo y teme y tente a
ti mismo por sospechoso; si quieres verte exaltado y con grandes honores, humíllate
y vitupérate a ti mismo; si quieres ser tenido en gran reverencia, despréciate a ti y
haz reverencia a los que te desprecian o injurian; si quieres tener el bien, sufre el
mal; si quieres ser bendecido, desea ser maldecido de la gente, y si quieres descanso
verdadero y eterno, fatígate y aflígete y desea toda aflicción temporal. ¡Oh, cuánta y
cuán grande sabiduría saber obrar estas cosas! Y como son grandes y altísimas, sólo
a muy pocos son concedidas por Dios. Pero quien las estudiase verdaderamente
bien, y las actuase, dígole que no es preciso acuda a Bolonia o a París para aprender
otra teología; porque —241→ si el hombre viviese mil años y no tuviese que
hacer obra alguna ni su lengua decir palabra alguna, dígole que fuera bastante
ejercitándose dentro de su corazón, trabajando interiormente en su purificación y
enderezamiento y justificación de su alma y de su entendimiento. El hombre no
debería querer ni ver, ni oír, ni hablar cosa alguna, sino en cuanto es de utilidad para
su alma. El hombre que no se conoce es un desconocido. ¡Ay, de nosotros, si
recibimos las gracias y los dones del Señor y no los sabemos conocer! Y más ¡ay, de
aquéllos que ni les reciben ni los conocen ni se cuidan de conquistarlos y de
haberlos! Si el hombre se conforma a la imagen de Dios y al querer divino, se
transmuta; pero Dios no muda jamás.
- XIII -
Capítulo de la ciencia útil y de la ciencia inútil
El hombre que quiere saber mucho debe trabajar mucho y humillarse mucho,
rebajándose a sí mismo e inclinando la cabeza hasta que el pecho vaya por tierra, y
entonces el Señor le dará mucha ciencia y mucha sabiduría. La suma sabiduría
consiste en obrar siempre bien, virtuosamente, guardándose mucho de todo defecto
y de toda ocasión de defecto, y considerar siempre los juicios de Dios.
Cierta vez dijo fray Egidio a uno que quería ir a la escuela para aprender la
ciencia.
-Hermano mío: ¿Por qué quieres ir a la escuela? Yo te hago saber que la suma
de toda ciencia consiste en temer y amar, y estas dos cosas te bastan; porque tanta
sabiduría necesita el hombre, como necesita para obrar y no más. No te muestres
demasiado solícito por utilidad de los otros, sino siempre estúdiate y solicita y obra
aquellas cosas que te son útiles a ti mismo; porque muchas veces sucede que
queremos saber mucho para ayudar a los otros, y poca para ayudarnos a nosotros
mismos; y yo digo que la palabra de Dios no es del decidor ni del oyente, sino del
que obra. Algunos que no supieron notar esto, entraron en el agua para ayudar a los
que se ahogaban y sucedió que se ahogaron con ellos. Si tú no procuras bien la salud
de tu alma ¿cómo puedes procurar la de tu prójimo? Y si tú no obras el bien en tus
propias acciones ¿cómo harás —242→ para que los otros obren el bien? Porque
no es de creer que tú ames más las almas ajenas que la tuya propia. Los predicadores
de la palabra de Dios deben ser bandera, candela y espejo del pueblo.
Bienaventurado el hombre que de tal manera guía a los demás por los caminos de la
salud, que no cesa de andar por este camino. Bienaventurado el hombre que de tal
modo incita a los demás a correr, que él tampoco cesa de correr. Y más
bienaventurado aquél que de tal modo ayuda a los otros a ganar y enriquecerse, que
tampoco deja de enriquecerse a sí mismo. Creo que el buen predicador más se
amonesta y se predica a sí mismo que a los demás. Me parece que el hombre que
quiere convertir y atraer las almas de los pecadores al camino de Dios, debe siempre
estar en el temor de no ser pervertido por ellos y atraído al camino de los vicios, y
del demonio y del Infierno.
- XIV -
Capítulo del bien hablar y del mal hablar
El hombre que habla buenas y útiles palabras para las almas, es verdaderamente
como la boca del Espíritu Santo; y, al contrario, el hombre que habla malas palabras
e inútiles a las almas, es ciertamente boca del demonio. Cuando alguna vez los
hombres buenos y espirituales se reúnen para hablar entre sí, debieran hablar
siempre de las bellezas y de las virtudes, para apacentarse de virtudes, deleitándose
en ellas; porque deleitándose y paciéndose de virtudes, más se estimularán
mutuamente; y ejercitándose en ellas, adquirirán mayor amor a las mismas; y por
aquel amor y aquel ejercicio, subirán al más fervoroso amor a Dios y al más elevado
estado del alma; por cuya razón les serían concedidos por Dios más dones y más
gracias divinas. Cuando más tentado está el hombre, tanto más necesidad tiene de
hablar de las virtudes y suavemente el hombre es conducido y dispuesto al bien
obrar de las santas virtudes y ¿qué podría decir del bien que producen las virtudes?
Porque es tan y tan grande, que no podemos hablar dignamente de su gran
excelencia, admirable infinita; y aun ¿qué diremos del mal y de la pena eterna que
procede de los vicios? Porque el mal es tan grande y tan profundo el abismo, que
para nosotros es imposible e incomprensible pensarlo y hablar de él. Yo no reputo
que sea mayor —243→ virtud saber hablar bien que saber callar bien; y opino que
precisa que el hombre tenga el cuello largo como las grullas, para que, cuando
quiera hablar, su palabra hubiese de pasar por muchos nudos antes de llegar a la
boca; es decir: cuando el hombre quisiese hablar, tuviese necesidad de pensar y
volver a pensar y examinar y discernir muy bien el cómo, el porqué, el tiempo, el
modo, las condiciones de sus oyentes y su propio efecto y la intención de su motivo.
- XV -
Capítulo de la buena perseverancia
¿De qué sirve al hombre ayunar mucho y orar y hacer limosna y afligirse a sí
mismo con gran sentimiento de las cosas celestiales, si no llega al puerto de salud, es
decir, de la buena y firme perseverancia? Alguna vez ocurre lo siguiente: que
aparece en el mar alguna nave muy bella, grande, fuerte, nueva y llena de muchas
riquezas; y sucede que por efecto de alguna tempestad o impericia del gobernador,
perece y se sumerge aquella nave y se anega miserablemente, no llegando al deseado
puerto... Luego, ¿de qué le sirven su belleza, bondad y riquezas si todo queda
sumergido para siempre en el piélago del mar? Y también sucede alguna vez que
una navecilla aparece en el mar, pequeña, vieja y escasamente llena de mercancía,
que teniendo un buen gobernador discreto, pasa la tempestad y se defiende del
profundo piélago del mar y llega al puerto deseado. Y lo mismo sucede a los
hombres en el tempestuoso mar del mundo.
Y decía, además, fray Egidio:
-El hombre siempre debe temer. Aun cuando se halle en la prosperidad o en
otros estados o en gran dignidad o en gran perfección de estamento, si no es buen
gobernador, esto es, si no actúa con discreto regimiento, puede peligrar y hundirse
en el piélago de los vicios; para evitarlo le precisa la perseverancia de que hablaba el
apóstol. No quien comienza, sino quien hasta el fin persevera obtendrá la corona.
Cuando nace un árbol, no se hace grande de súbito; y como no se hace grande
enseguida, tampoco enseguida da fruto, y cuando lo da, no llega a la boca de su
dueño porque los frutos demasiado prematuros caen a tierra, se echan a perder y son
comidos —244→ de los animales; pero perseverando hasta la debida estación, el
dueño del árbol recoge la mayor parte de sus frutos.
Aún dijo fray Egidio:
-¿De qué me serviría gustar durante cien años el reino de los Cielos, si no
persevero y no llego al fin?
Y aún añadió:
-Yo reputo que existen dos cosas, que son grandísimas gracias y dones de Dios
y que se pueden conquistar en esta vida: esto es, la perseverancia con amor en el
servicio de Dios, y el guardarme siempre de no caer en pecado.
- XVI -
Capítulo de la verdadera religión
—246→
- XVII -
Capítulo de la santa obediencia
- XVIII -
Capítulo de la memoria de la muerte
-I-
Epístola de fray Maseo a los frailes, dándoles cuenta de la despedida de San
Francisco al monte Auvernia28
Determinado que estuvo el gran patriarca a dar el último adiós a este sagrado
monte el 30 de septiembre de 1224, día de San Jerónimo, habiéndole enviado el
conde Orlando de Chiusi un jumento en que pudiese cabalgar, pues no podía fijar los
pies en tierra por tenerlos llagados y agujereados con clavos, después de oír Misa de
madrugada, según su costumbre, en Santa María de los Ángeles, llamó a todos al
oratorio y les mandó por santa obediencia que viviesen —250→ en mutua
caridad, que se aplicasen en la oración y que siempre cuidasen de aquel lugar,
haciendo allí los oficios, noche y día. Recomendó asimismo todo el sagrado monte,
exhortando a sus frailes presentes y futuros a no permitir nunca que sea profanado,
sino antes bien que procurasen que fuese respetado y reverenciado; y dio su
bendición a cuantos lo habiten y a todos los que lo respeten y reverencien.
Y, al contrario, dijo:
-Sean confundidos los que no fuesen respetuosos con este lugar y cuenten con el
merecido castigo de Dios.
Y a mí me dijo:
-Has de saber, fray Maseo, que es mi intención que moren en este monte
religiosos temerosos de Dios y de los mejores que haya en mi Orden; y así, mis
superiores cuiden de enviar los mejores a este monte. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! -fray Maseo-.
¡No diré más!
Luego me ordenó e intimó a mí, fray Maseo, y a fray Ángel, a fray Silvestre y a
fray Iluminado, que tuviésemos especial cuidado del lugar en que sucedió aquella
cosa tan maravillosa de la impresión de las llagas. Después de esto dijo:
-Adiós, adiós, adiós, fray Maseo.
Y volviéndose a fray Ángel, dijo:
-Adiós, adiós...
Y lo mismo a fray Silvestre y a fray Iluminado. Y añadió luego:
-Quedaos en paz, hijos míos carísimos. Adiós. Yo me separo de vosotros con la
persona, pero os dejo mi corazón. Yo me marcho con fray Ovejuela de Dios y me
voy a Santa María de los Ángeles y no volveré más aquí. Me marcho. Adiós, adiós a
todos. Adiós monte Auvernia; adiós monte de Ángeles. Adiós, carísimo hermano
halcón; gracias por la caridad que tuviste conmigo. Adiós, peñasco Spicco, porque
ya no te veré más. Adiós, Roca que me recibiste en tu seno dejando burlado al
demonio. Ya no nos veremos más. ¡Adiós, Santa María de los Ángeles; te
encomiendo estos hijos míos, oh, Madre del Verbo Eterno!
Mientras que nuestro padre amadísimo decía estas palabras, nuestros ojos eran
como fuentes de lágrimas; por lo cual él también marchó llorando, llevándose
consigo nuestros corazones y nosotros quedamos huérfanos con la muerte del tal
padre.
Yo, fray Maseo, lo escribí con lágrimas.
¡Dios nos bendiga!
—251→
- II -
De cómo San Francisco y fray Bernardo pidieron limosna29
—252→ —253→
—257→
Cántico del sol o de las criaturas
de nuestro seráfico padre San Francisco