Represion de Estado y Pulsion de Muerte

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Primera edición: 2016

Copyright © 2016
DAVID PAVÓN-CUÉLLAR
NADIR LARA JUNIOR

Esta obra y sus características son propiedad de


EDITORIAL PORRÚA, SA de CV
Av. República Argentina 15 altos, col. Centro,
06020, Ciudad de México
www.porrua.com

Queda hecho el depósito que marca la ley

Derechos reservados

ISBN digital: 978-607-09-2584-9

Traducción de los textos en inglés y portugués por David Pavón-Cuéllar


Corrección de originales por Nadir Lara Junior y David Pavón-Cuéllar
Revisión técnica por María Concepción Lizeth Capulín Arellano

Hecho en México por Editorial Porrúa SA de CV


Made in Mexico by Editorial Porrúa SA de CV

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DE LA PULSIÓN DE MUERTE A LA REPRESIÓN DE
ESTADO
Marxismo y psicoanálisis ante la violencia estructural del capitalismo

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Introducción
El capital que chorrea sangre y lodo por todos los poros
DAVID PAVÓN-CUÉLLAR, NADIR LARA JUNIOR
I. PRESENTACIÓN

El presente libro colectivo reúne textos inéditos de once académicos reconocidos,


provenientes de países de África, Asia, Europa y América, a quienes se les invitó a
reflexionar sobre la violencia estructural del capitalismo. Además de coincidir en el tema
de reflexión, los autores tienen en común su preocupación por la violencia política y
socioeconómica, su orientación anticapitalista y sus posicionamientos críticos radicales en
sus respectivos campos de estudio. Todos ellos comparten igualmente su adscripción a
tradiciones intelectuales en las que el marxismo ha sabido encontrarse y engarzarse de un
modo u otro con el psicoanálisis freudiano y específicamente con la corriente
psicoanalítica fundada por Jacques Lacan.
Los recién mencionados puntos en común coexisten con diferencias cruciales entre
los autores de los capítulos. Unos son filósofos, otros psicoanalistas y otros más
psicólogos sociales. Hay intelectuales y académicos de tiempo completo, pero también
quienes desarrollan su trabajo profesional en el ámbito clínico y algunos que trabajan en
el campo social y comunitario. Entre sus filiaciones, además de las tradiciones marxista y
freudiana-lacaniana, encontramos el marxismo-leninismo clásico, el althusserianismo, el
maoísmo, el trotskismo, el autonomismo, el postmarxismo, el feminismo, la teoría
postcolonial, el neozapatismo y el populismo latinoamericano.
Es verdad que hay importantes divergencias entre los autores, pero sus aún más
importantes convergencias, aunadas a su doble relación con el marxismo y el
psicoanálisis, hacen que este libro sea unitario y consistente en su pluralidad. Su lectura,
facilitada por los vasos comunicantes entre los capítulos, quizás tan sólo pudiera
dificultarse por la falta de una visión de conjunto sobre el campo teórico y político en el
que se desenvuelven las reflexiones. Esta visión es lo que intentaremos ofrecer ahora,
brevemente, a manera de introducción, intentando esbozar algunas de las principales
coordenadas y líneas de tensión en las que se despliega el trabajo reflexivo de nuestros
colaboradores.
Tras abordar las aproximaciones de Marx y Freud a la violencia, las articularemos en
torno al aspecto esencialmente mortal y mortífero del capital. Veremos cómo este aspecto
se manifiesta inmediatamente en la explotación capitalista y de modo mediato a través de
la represión de Estado en el capitalismo. Nos detendremos en la particularidad de la
violencia del capital en su fase avanzada neoliberal, global o imperial. Todo esto, por
último, nos permitirá situar el trabajo reflexivo desarrollado en los nueve capítulos del
libro. Terminaremos preguntándonos si el psicoanálisis puede servirle actualmente al

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marxismo para justificar el empleo revolucionario de la violencia en la historia.

II. LA VIOLENCIA EN EL MARXISMO


En la historia, tal como se la representan Marx (1867) y sus seguidores, “desempeñan
un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato: la violencia, en una
palabra” (p. 607). Sabemos que este aspecto violento de la historia tiende a explicarse
aquí, en el campo marxiano y marxista, por la existencia de la propiedad. Ya en la
prehistoria y en el alba de los tiempos históricos, la “afirmación y adquisición de la
propiedad” hicieron que la guerra fuera “uno de los trabajos más originarios de las
entidades comunitarias naturales” (Marx, 1858, p. 451). Siglos después, con la
acumulación originaria de la que surgió el capitalismo, el despiadado impulso de
apropiación fue lo que permitió que “el capital viniera al mundo”, pero que lo hiciera
“chorreando sangre y lodo por todos los poros”, como se aprecia en los hechos cruciales
que marcan la historia mundial jaloneada por las potencias occidentales entre los siglos
XVI y XX: “la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas” de la
población indígena de América, “la conquista y el saqueo” de Asia, la transformación de
África en un “cazadero de esclavos” y las “guerras comerciales” entre los países de
Europa y luego del resto del mundo (Marx, 1867, pp. 638-646).
Al contemplar el capital ensangrentado y las sangrientas apropiaciones que lo
hicieron existir, quizás concluyamos que la violencia está en el origen de la propiedad y
específicamente de la propiedad privada y capitalista. Esta idea, que no es exactamente la
de Marx ni la de los marxistas, fue bien refutada en la famosa crítica engelsiana de Eugen
Dühring. Mientras que Dühring sostenía que la propiedad se basaba y se originaba en la
violencia, Engels (1878) observó, con buen sentido, que la propiedad “tenía ya que
existir” antes de que alguien se la “apropiara” violentamente, ya que “la violencia puede
modificar el estado de la fortuna, pero no crear como tal la propiedad privada” (p. 142).
Los medios violentos, en otras palabras, no permiten producir la propiedad, sino
simplemente arrebatarla y hacerla cambiar de propietario. De ahí que Engels afirme
categóricamente que la propiedad “no aparece en la historia en modo alguno como fruto
del robo y la violencia”, ya que no puede llegar a ser violentamente sustraída sin haber
sido antes producida “por el trabajo” (pp. 141-142).
Engels (1878) intenta demostrar que la “violencia política directa” no es “la causa
decisiva del estado económico”, de la producción y la propiedad de lo producido, sino
que “se encuentra enteramente supeditada al estado económico” (p. 152). Para demostrar
su tesis diez años después de plantearla, Engels (1888) se vale de la historia de Alemania
en el siglo XIX, especialmente en tiempos del canciller Bismarck, y muestra cómo los
intereses materiales de la burguesía, todos ellos relacionados con la producción y la
apropiación, guiaron la práctica política de “la violencia a hierro y sangre” (p. 208). Las
guerras de Bismarck se explican así por ciertas condiciones económicas en lugar de que
sea la economía la que se explique por la política violenta del canciller. La violencia, en
este caso como en cualquier otro, no sería la causa de la propiedad, sino más bien su
consecuencia. Es, en efecto, en la esfera de la propiedad, específicamente de la propiedad
privada y del capital, en donde nosotros los marxistas buscaremos el origen de la
violencia.

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III. LA VIOLENCIA EN EL PSICOANÁLISIS

Freud (1930), en desacuerdo con la “premisa psicológica” marxista que explica la


violencia por la propiedad, sostendrá claramente: “si se cancela la propiedad privada, se
sustrae al gusto humano por la agresión uno de sus instrumentos; poderoso sin duda, pero
no el más poderoso” (p. 110). Esta frase marca tres diferencias de la visión freudiana con
respecto a la marxista: en primer lugar, se acepta un humano gusto por la agresión en
lugar de considerarse exclusivamente una determinación histórica y socioeconómica de la
violencia; en segundo lugar, la propiedad aparece como un factor poderoso, pero no como
el más poderoso en las manifestaciones agresivas o violentas; en tercer lugar, la misma
propiedad se concibe como instrumento de la violencia, y no como su causa o su
condición.
Las diferencias recién indicadas resultan ciertamente decisivas, pero no son
insuperables, como veremos en un momento, y además presuponen una coincidencia
fundamental entre las mismas visiones diferenciadas. Tanto la visión freudiana como la
marxista, en efecto, reconocen que la propiedad privada es un factor poderoso, importante
y por tanto digno de atención, en el fenómeno de la violencia. Quizás el factor no sea tan
poderoso para Freud como para Marx, pero ambos admiten su poder y es así como
pueden llegar a establecer un vínculo entre la agresión y la propiedad privada, y también,
por lo tanto, ya sea implícita o explícitamente, entre la violencia y el capitalismo.
Si Freud se aleja de Marx en la frase que nos ocupa, es fundamentalmente porque
parte de la afirmación hipotética de un humano gusto por la agresión que habrá de
constituir el factor más poderoso para explicar la violencia, que no dependerá de ninguna
determinación histórica o socioeconómica particular, que será por tanto anterior e
independiente a la propiedad privada, que la utilizará de modo circunstancial como su
instrumento y que remitirá en última instancia a un principio tan básico y universal como
el de la pulsión de muerte. Podemos entender, pues, que este principio tanático haya sido
rechazado, considerado “sin base material” y reincorporado a la “teoría materialista” del
principio erótico en el proyecto freudomarxista de Wilhelm Reich (1934, pp. 22-24).

IV. LA VIOLENCIA EN LA ARTICULACIÓN ENTRE EL MARXISMO Y EL PSICOANÁLISIS


Al intentar articular el marxismo con el psicoanálisis, el concepto freudiano de la
pulsión de muerte puede representar un obstáculo insalvable que debe ser eliminado. Pero
el mismo concepto puede también constituir una oportunidad inigualable para profundizar
el marxismo a través de una operación dialéctica en la que se trasciende, resuelve y
supera su contradicción con respecto al psicoanálisis. Es lo que tenemos, por ejemplo, en
Vygotsky y Luria (1925), quienes reciben con entusiasmo la pulsión de muerte, ya que
permitiría “integrar decisivamente” la “vida orgánica” en la “materia inorgánica” y en el
“contexto general del mundo”, y así demostraría el “enorme potencial” del psicoanálisis
para la ciencia marxista “materialista” y “monista” (pp. 14-17).
Situándonos en la perspectiva de Luria y Vygotsky, estaremos en condiciones de
aceptar la mencionada objeción de Freud a Marx con respecto al papel de la propiedad en
la agresión, pero sin contradecir necesariamente a Marx. Una configuración histórica y
socioeconómica particular de la propiedad, como la del capitalismo en su fase neoliberal,
podría causar y condicionar ciertos efectos violentos como las guerras del narcotráfico, el
terrorismo y la supuesta lucha contra los terroristas en la actualidad, pero estos efectos no

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dejarían por ello de obtener toda su fuerza del fondo inorgánico material, mineral, de la
vida orgánica. El mismo fenómeno complejo de violencia tan sólo podría ser
correctamente investigado por una ciencia monista y materialista, una ciencia
freudomarxista de la única totalidad material, y resultaría irreductible a los objetos
abstractos e ideales de las diversas especialidades disciplinarias, ya que desbordaría y
atravesaría las esferas parciales de investigación de la física, la fisiología, la biología, la
psicología, la sociología, la economía y la historia.
Si creemos en el proyecto de articulación entre el marxismo y el psicoanálisis, pero
no queremos ni descartar la pulsión de muerte ni aventurarnos en una cuestionable
síntesis entre las ciencias naturales e históricas, entonces tal vez podamos resignarnos a
eludir en lugar de pretender superar la contradicción entre las opciones marxista y
freudiana en la explicación de la violencia. Esto es lo que hace Marie Langer (1971) al
analizar perspicazmente el citado pasaje de Freud, en el que rebate la enfatización
marxista de la propiedad privada en la agresión, y al extraer de él una serie de
conclusiones enriquecedoras para el marxismo: si el humano gusto por la agresión
“sustenta” el sistema capitalista, entonces el sistema produce “culpa inconsciente” en
quienes ejercen la agresión, así como “rabia, impotencia, sometimiento” o “deseo o
necesidad de ejercer la violencia” en quienes la sufren, todo lo cual, en definitiva, suscita
un mayor “malestar” en la cultura, ya sea porque se reprimen sentimientos como los de
culpa o porque “la agresión no ejercida es introyectada” (pp. 74-75).

V. EL CAPITALISMO COMO VIOLENCIA Y MUERTE


Según la tesis de Langer, la violencia y el malestar, aunque indisociables de la
cultura, se agravarían lógicamente en un sistema capitalista sustentado en la misma
pulsión de muerte que subyace a la violencia y al malestar. Lo propio del capitalismo,
aquello que lo distinguiría de otras formaciones culturales menos violentas y menos
productoras de malestar, sería que su fundamento es el mismo de la violencia y del
malestar, el mismo humano gusto por la agresión, la misma pulsión de muerte. Mientras
que la cultura en general descansaría en las complejas relaciones entre las pulsiones de
vida y de muerte, su expresión específicamente capitalista sólo se fundaría en la pulsión
de muerte.
Al intentar eludir la contradicción entre el marxismo y el psicoanálisis, Langer nos
muestra el camino para llegar a disiparla, pero no trascendiéndola, resolviéndola o
superándola de manera dialéctica, sino manteniéndola reformulada como una
contradicción entre dos aspectos distintos de una misma causa que explica sus efectos
violentos. La violencia puede explicarse aquí tanto por la propiedad privada en Marx
como por la pulsión de muerte en Freud, tanto por el capital en el marxismo como por el
gusto por la agresión en el psicoanálisis, por la simple razón de que estos principios
explicativos corresponden a distintos aspectos de un mismo fenómeno. Da igual decir
muerte o capital, desvitalización o explotación capitalista, mortificación o apropiación.
Tales términos resultan sencillamente intercambiables en cierto nivel que fue vislumbrado
una y otra vez por Marx: primero, de manera intuitiva, cuando se representó “la
realización del trabajo” en el capitalismo como una “desrealización del trabajador” hasta
su “muerte por inanición” (1844, pp. 105-106), y al final, de modo extraordinariamente
nítido, cuando nos ofreció la estremecedora metáfora del capital como “trabajo muerto

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que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo” (1867, p.
179).
En la teoría marxiana, como bien sabemos, el capital, a diferencia del simple dinero,
implica la extracción del trabajo vivo, o, en términos más precisos, la explotación de la
fuerza de trabajo para producir plusvalía, es decir, a fin de cuentas, más capital. Digamos
que el capital es siempre más capital, acumulación del capital, capitalización. Es por esto
que no consiste en una cosa estática, sino en un proceso dinámico. Es valorización y
revalorización de sí mismo por explotación de una fuerza, fuerza de trabajo, que no es a
su vez en sí misma, en términos estrictos, sino vida reducida a la condición de mercancía,
adquirida con el pago del bajo precio de su valor de cambio en el mercado y explotada en
su enorme valor de uso como fuerza de trabajo. Esta explotación de la vida como fuerza
de trabajo posibilita el funcionamiento del capital mediante la producción de una
plusvalía, de un excedente de valor, de más capital. El producto, el capital sin vida, es
aquello en lo que se transmuta la vida explotada. El trabajo vivo se torna trabajo muerto.
El trabajador se mata, se muere trabajando, para mantener en funcionamiento al vampiro
del capital.

VI. EL CAPITALISMO Y SU VIOLENCIA REPRESIVA Y EXPLOTADORA


Como algo inanimado, el capital no puede animarse, ponerse en movimiento y
funcionamiento por sí solo, sino que necesita explotar la vida. Y no puede explotarla sino
devorándola, consumiéndola, matándola, destruyéndola. Esta destrucción de la vida
resume para Marx toda la operación constitutiva del capital, consistente en transmutar
algo vivo, el trabajo, en algo tan muerto como la plusvalía, el excedente de valor, el
capital, más capital, más dinero. El dinero es, así, todo lo que se gana al destruir la vida.
Lo vivo que palpita en el pecho se torna billetes que llenan la cartera del asesino. En
definitiva, el capitalista, encarnación del capital, es como cualquier sicario que obtiene
cierta cantidad de dinero al destruir cierta vida intrínsecamente incuantificable.
La destrucción de la vida, oficio del capitalista y operación del capital, no sólo debe
caracterizarse como “violenta”, sino que puede concebirse como el punto de referencia
para juzgar cualquier violencia, como el criterio para identificarla, como el efecto que la
define retroactivamente, como la esencia por la que habrá sido lo que fue. Esta esencia
tendrá las más diversas formas de existencia en el sistema capitalista. Quizás la más
inmediata y evidente sea la pobreza, la miseria, el hambre que Víctor Serge (1925)
describió acertadamente como un “terror económico” y como “uno de los principales
medios de la violencia capitalista” (p. 129). Para tener una idea exacta de todo lo que el
capitalismo puede matar al empobrecer a quienes emplea o desemplea, no basta contar las
muertes diarias por miseria, por desnutrición o por enfermedades curables, sino que
debería calcularse también, por lo menos, la diferencia de esperanza de vida entre las
clases favorecidas y las perjudicadas por la explotación capitalista. Veríamos así que el
capitalismo asesina prematuramente a decenas de millones de seres humanos cada año.
Comprenderíamos entonces que la violenta miseria del capital mata más que la suma de
todas las guerras del planeta.
Otra expresión violenta del capitalismo, seguramente la más reconocida, formalizada
y justificada, es la violencia represiva del Estado capitalista, el cual, en su calidad de
Estado, posee el “monopolio de la violencia física legítima”, según la famosa fórmula de

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Weber (1919, p. 8). Esta idea, la más popular de su autor, ha terminado identificándose
con su nombre, pero no hay que olvidar que Weber, para formularla, se inspiró de
Trotsky, específicamente de su declaración en Brest-Litovsk: “todo Estado está fundado
en la violencia” (pp. 7-8). Tal declaración, a su vez, no era más que una manera de
resumir un principio básico del marxismo que ya era postulado por el joven Marx (1843)
en su lectura de Hegel y en su definición de la “esencia” del Estado como “situación de
guerra”, incluso en tiempos “de paz” (p. 335). En relación con la guerra, como bien lo ha
observado Walter Benjamin (1921), la paz misma del Estado no es más que la “sanción
necesaria a priori” de una “victoria” guerrera por la que ciertas “relaciones”, como las
violentas relaciones de explotación que existen en el capitalismo, son reconocidas como
un “derecho” (p. 178). De ahí que se necesite siempre de la policía, la cual, en las
democracias burguesas basadas en la explotación, “testimonia la máxima degeneración
posible de la violencia” (p. 183).

VII. REPRESIÓN DE ESTADO EN EL CAPITALISMO


Los vínculos internos sustanciales del Estado con la violencia, pero también con la
explotación, quizás encuentren su mejor formulación marxista, la más despejada y
condensada, cuando Engels (1878) define el Estado como “una organización de la clase
en cada caso explotadora para mantener en pie sus condiciones externas de explotación y,
por consiguiente, para retener violentamente a la clase explotada bajo la férula violenta de
la clase explotadora (esclavitud, servidumbre, trabajo asalariado)” (p. 247). Dado que la
clase explotadora es actualmente la capitalista, Engels no duda en afirmar que el “Estado
Moderno”, el que él conoció y del que no hemos conseguido liberarnos a través de
ninguna utopía ideológica posmoderna, “es esencialmente una máquina capitalista, es el
Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo como tal” (p. 245).
Si el Estado moderno es una máquina capitalista, es primeramente una máquina de
matar, de violentar, de reprimir. La represión de la máquina estatal del capitalismo recurre
a toda clase de crímenes políticos, asesinatos y desapariciones, vuelos y escuadrones de la
muerte, mutilaciones y violaciones, torturas físicas y psicológicas, despidos y clausuras,
amenazas y censuras periodísticas, detenciones y matanzas de manifestantes. Los
instrumentos van desde bombas, granadas y balas de plomo, hasta machetes, garrotes,
macanas, choques eléctricos, balas de goma y gases lacrimógenos. Los ejecutores son
dictadores, generales y coroneles, militares y paramilitares, médicos y psicólogos, sicarios
y otros mercenarios, policías públicos y secretos, agentes migratorios y de inteligencia.
Las víctimas son comunistas y anarquistas, sindicalistas y demócratas, periodistas y
defensores de los derechos humanos, bases y líderes, mujeres y homosexuales, jóvenes y
estudiantes, maestros e intelectuales, campesinos e indígenas, obreros y vagabundos,
explotados y excluidos, pobres y más pobres. Todos han padecido la violencia del Estado
capitalista en cualquier lugar, ya sea Manchester o Chicago, Río Blanco o Santa María de
Iquique, Berlín o Madrid, Guatemala o Tlatelolco, Villa Grimaldi o Guantánamo, Acteal
o Atenco, Palestina o Bagdad.
No hay hora en la que no haya un acto de represión de Estado en algún lugar del
mundo capitalista. La función represiva del Estado es aquí la más básica y no deja de
operar por más que se desarrollen sus funciones políticas e ideológicas, administrativas y
persuasivas. Estas funciones relativamente pacíficas, de hecho, se imbrican de manera

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cada vez más estrecha y perversa con la función violenta represiva en los actuales Estados
capitalistas, los cuales, como lo ha demostrado Naomi Klein (2007), han comprendido
perfectamente que violentar puede ser la mejor manera de convencer.
Para crear al sujeto perfectamente bien convencido que se requiere para la
“instauración del capitalismo en estado puro”, hay que empezar por destruir
completamente al sujeto previo que no se deja convencer y así generar la “tabla rasa” en
la que luego se escribirá la ideología capitalista en su “pureza ideal” (Klein, 2007, pp. 45-
46). Esta generación de la tabla rasa, esta destrucción del sujeto previo, necesita
lógicamente de medios violentos que han sido implementados tanto por psiquiatras y
psicólogos como por economistas, políticos, policías y militares. Prácticamente no hay
profesión que no haya aportado algo para despejar con violencia el camino del capital.

VIII. ESTADO, VIOLENCIA Y GLOBALIZACIÓN

Muchos de los grandes acontecimientos de nuestra época tan sólo tienen sentido
cuando son interpretados como demoliciones previas a la construcción del capitalismo
puro, neoliberal, global o imperial. Situándonos en la perspectiva de Hardt y Negri
(2000), esta “construcción del orden moral, normativo e institucional” de lo que ellos
nombran “el imperio” es el propósito final de la mayor parte de la violencia que marca las
relaciones internacionales de nuestra época y que ha revestido la forma de una
“intervención continua, tanto moral como militar”, que es “en realidad la forma lógica del
ejercicio de la fuerza que surge de un paradigma de legitimación basado en la acción
policíaca y en un estado de excepción permanente” (p. 59).
El Subcomandante Marcos (2003) nos muestra cómo la interminable guerra global en
la que vivimos, la “cuarta guerra mundial” según él, busca “la globalización del
neoliberalismo” en “una red construida por el capital financiero”, una red que debilita y
hace “vulnerables a los Estados nacionales”, hasta el punto de “destruirlos” (párr. 28-30).
Digamos que la destrucción capitalista, que lo destruye todo, termina destruyendo incluso
uno de sus principales instrumentos destructivos. El Estado nacional cede su lugar a las
grandes instancias imperiales, transnacionales y supranacionales, que están en mejores
condiciones para ser útiles al capitalismo global. Sin embargo, como lo hemos
confirmado una y otra vez recientemente, el capitalismo todavía no puede privarse de los
servicios violentos represivos de los Estados nacionales. Y, además, como lo sabemos
desde siempre en el marxismo, hay de Estados a Estados, y los hay que adquieren de
pronto vocación imperial o imperialista, que desbordan intrínsecamente su marco
nacional y que aparecen como una suerte de asimilación del capitalismo global a una de
sus máquinas de matar. Es el caso de los Estados Unidos, quizás en virtud de una ventaja
constitucional que le permite desplegarse en un “territorio sin fronteras” (Hardt y Negri,
2000, p. 203).
En las últimas cinco décadas, grandes regiones del mundo han sido arrasadas por la
máquina capitalista del gobierno estadounidense, la cual, bajo el pretexto de lucha por la
democracia y contra el terrorismo, ha intentado y a menudo ha conseguido implantar su
imperio económico-político-ideológico del capital mediante las más diversas acciones
violentas destructivas. Hemos visto desfilar invasiones sangrientas como la de Johnson en
Vietnam durante los sesenta, golpes de Estado como el de Nixon en Chile en 1973,
sanguinarios grupos armados como los contras de Reagan en Nicaragua durante los

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ochenta, e intervenciones militares como las de Bush y Obama en Irak, Afganistán, Libia
y Siria desde los noventa. En todos los casos, preparando el terreno para el capitalismo, la
violencia de la máquina de matar ha dejado un rastro de sangre, miseria, escombros,
traumas psíquicos y enfermedades físicas o mentales.

IX. REFLEXIONANDO SOBRE LA VIOLENCIA EN EL CAPITALISMO

Además de ejercerse en la represión de Estado y en la explotación del trabajo, el


torrente de violencia del capitalismo se canaliza también por incontables arterias que sería
imposible aquí enumerar en su totalidad. Mencionemos, como simples ilustraciones, los
crímenes del narcotráfico y de los demás sectores delincuenciales insertos en el sistema
capitalista, los asesinatos cotidianos perpetrados por sicarios no-gubernamentales al
servicio de las grandes corporaciones, las muertes y enfermedades humanas provocadas
por el afán de lucro en industrias como la farmacéutica y la agroalimentaria, y ese
gigantesco suicidio por el que podría terminar saldándose la destrucción del planeta para
producir más dividendos, más ganancias, más capital.
Violencias capitalistas como las recién mencionadas, junto con las innumerables
expresiones violentas de la explotación económica y de la represión política, son
manifestaciones concretas del objeto de las reflexiones del presente libro. Sobra decir que
la interpretación de tal objeto no dependerá tanto del modo en que se manifiesta como de
las diferentes formas en que se reflexiona sobre él. Estas formas reflexivas dependerán a
su vez del campo que ellas mismas constituyen, que ya hemos intentado bosquejar de
modo panorámico en las últimas páginas y en el que ahora situaremos lo planteado en
cada uno de los nueve capítulos del libro.
En el primer capítulo, a partir de la teoría psicoanalítica lacaniana de la agresividad
en la identificación imaginaria, Bert Olivier explica lúcidamente la violencia del
capitalismo, tal como se la representan Hardt y Negri, por una imagen especular global-
imperial de identidad, unidad y totalidad, que entraría en contradicción con cualquier
alteridad. El otro islámico, por ejemplo, desafiaría la reconfortante imagen ideológica del
capital, especialmente cuando se atreve a mutilarla en el atentado contra unas Torres
Gemelas que se tornarían sitio de identificación con el Imperio. Es fundamentalmente por
esta identificación que se desataría la furia de las invasiones estadounidenses en Irak y
Afganistán. La reacción agresiva coyuntural merece aquí un estudio histórico específico
relativamente independiente de un análisis general de la violencia estructural del
capitalismo. Descubrimos que el capital no sólo existe como es, no sólo hace lo que debe
hacer, no sólo absorbe la sangre viva, sino que también la derrama en balde. Hay, pues,
un desfase que requiere una consideración ideológica de lo imaginario más allá del
examen económico de lo simbólico.
El autor del segundo capítulo, David Pavón-Cuéllar, se esfuerza en remontar de lo
imaginario a lo simbólico y de lo coyuntural a lo estructural. Esto lo hace descubrir un
elemento de conflicto, de lucha y violencia, en el origen de todo lo elaborado por Marx.
Al ocuparse de la lucha de clases, el autor la reconduce a una estructura en la que ya no
aparece como una lucha por la vida, sino como una lucha entre dos luchas, la del trabajo
por la vida y la del capital por la muerte. Ambas luchas se describen aquí en términos
marxianos y marxistas, pero también psicoanalíticos lacanianos. Si la primera lucha, la
del trabajo, se atribuye al sujeto y a la resistencia de lo real, la segunda, la del capital, se

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asocia con lo simbólico y con su consumo de lo real, de lo vital o pulsional, explotándolo
como fuerza de trabajo. Este consumo de lo real, entendido como un autoconsumo y
atribuible en última instancia a lo que Freud describe como “pulsión de muerte”, le sirve
al autor como principio explicativo de una violenta destrucción del planeta que terminaría
desembocando en el retorno a lo inanimado.
La violenta lucha entre la vida y la muerte reaparece en el tercer capítulo, en el que
Bhavya Chitranshi y Anup Dhar nos ofrecen un acercamiento conmovedor a la
experiencia de las mujeres tribales solteras en la India. Los autores muestran cómo estas
mujeres, descritas como “muertas vivientes”, se aferran a su propia vida y encuentran la
manera de mantenerse vivas aun cuando han sido condenadas a muerte por los órdenes
local y global, teniendo que sufrir simultáneamente las violencias de la sociedad
patriarcal polígama y del incipiente capitalismo en su fase de acumulación primitiva.
Víctimas de ambas formas de violencia, las mujeres tribales padecen tanto los abusos
sexuales como la extrema pobreza, tanto el maltrato por parte de los hombres como la
falta de recursos para independizarse, tanto la subordinación a la familia como la total
dependencia por causa de sus necesidades vitales. En estas circunstancias, la soltería de
las mujeres agrava su opresión y además las condena irremediablemente a la experiencia
de mayor marginación. Afortunadamente, al compartirse y colectivizarse, esta experiencia
puede convertirse en una oportunidad para emanciparse.
La posibilidad de emancipación vuelve a vincularse con cierta experiencia de
marginación en el cuarto capítulo de Nadir Lara Junior. En este caso, los marginados lo
son con respecto al duelo representado metafóricamente por Dios y por el Diablo con sus
respectivos adoradores en el contexto brasileño, a saber, la derecha conservadora cristiana
y el capitalismo neoliberal demoniaco. La metáfora se precisa, de hecho, hasta el punto de
hacerse la distinción, en el caso del bando capitalista demoníaco, entre, por un lado, los
protagonistas que deciden vender su alma al diablo y que se enriquecen a costa de la vida
humana, como sería el caso de Fausto y Kevin Lomax, y, por otro lado, los personajes
secundarios que los siguen ciegamente, y que, por acción u omisión, les ayudan a realizar
sus fechorías. Quedarían evidentemente los otros, las víctimas, los marginados, los extras,
en los que estriba la única esperanza de emancipación cuando salen de su invisibilidad a
través de la movilización social. Pero entonces, curiosamente, son ellos, los extras
movilizados, a quienes la derecha de vocación dictatorial presenta como peligrosos
demonios rojos, comunistas, que deben ser encerrados en el infierno de las prisiones
clandestinas, torturados, asesinados y desaparecidos, para permitir que sigan haciendo de
las suyas los Kevin Lomax, los verdaderos seres demoniacos, los que han vendido su
alma al demonio del capital.
En el quinto capítulo, el de Ian Parker, nos encontramos con personajes muy
próximos a Kevin Lomax. Sin embargo, en lugar de verlos actuar en la pantalla grande,
ahora los descubrimos en la realidad cotidiana de los bancos de inversión de Wall Street,
en donde fueron estudiados por Alexandra Michel a través de una minuciosa
investigación presentada, comentada y cuestionada por el autor del capítulo. Esta vez, si
hay una violencia capitalista que importa, ya no es, como en los capítulos anteriores, la
ejercida sobre obreros, comunistas, mujeres tribales o enemigos del orden imperial, sino
la sufrida en el propio cuerpo de quienes representan el capitalismo en el sector bancario
y financiero. Los banqueros y otros empleados de la finanza no requieren de
explotadores, pues ellos mismos se explotan, se violentan y acaban consigo mismos.

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Digamos que entregan voluntariamente su propia sangre al vampiro del capital que
personifican para sí mismos. Tan sólo así, como personificaciones del capital mortal y
mortífero, pueden enriquecerse a costa de su propia vida. Tenemos aquí, en efecto, una
suerte de auto-explotación que termina saldándose con la completa destrucción de la
salud. Tras unos cuatro años de trabajo excesivo y de privación de sueño, los sujetos
exitosos entran en depresión, padecen burnout y presentan diversas enfermedades que los
debilitan y paralizan. Aun cuando el resultado no es tan desastroso, como lo argumenta el
autor al criticar a Michel, no deja de haber un estado subjetivo caracterizado por una total
alienación en el capitalismo que se manifiesta como adaptación obsesiva.
Si la adaptación misma puede ser un efecto violento del capitalismo, es porque la
violencia no es una excepción o una irregularidad, sino que fundamenta y atraviesa la
sociedad y la cultura, tal como nos lo muestra Svenska Arensburg en el capítulo sexto.
Este capítulo busca precisamente poner de manifiesto el carácter estructural objetivo,
normal o regular, de la violencia en la vida social y en las formaciones culturales.
Aproximándose críticamente a la psicología de la violencia, la autora insiste en que las
expresiones violentas subjetivas no suelen ser más que emergentes patentes de estructuras
objetivas subyacentes que deberían desentrañarse para no incurrir en formas de
psicologización, patologización e individualización del problema de la violencia. En el
caso de la sociedad capitalista, en lugar de estigmatizar como violentos a ciertos
individuos o colectivos que son víctimas de marginación, habría que remontar al origen
de su violencia en el sistema que los violenta por el hecho mismo de marginarlos, tal
como lo ilustra la autora al referirse a la situación en un barrio de Santiago de Chile.
En el séptimo capítulo, recurriendo a la teoría freudiana de la horda primitiva, Mario
Orozco también reconocerá el papel del elemento violento en el origen y en la
constitución del mundo social-cultural humano. Sin embargo, tras haber constatado el
aspecto originario y constitutivo de la violencia, Orozco denunciará su doble fundamento
en las relaciones asimétricas de poder y de propiedad que se realizan respectivamente por
la opresión y la explotación. Esto le permitirá conectar la teoría freudiana con la
perspectiva marxista en un esquema bidimensional en el que se distinguen
perpendicularmente la verticalidad, vinculada con la violencia del padre primordial, y la
horizontalidad, ligada con la igualdad, la fraternidad y la solidaridad entre los hermanos.
Ambas dimensiones se ilustran a través de la matanza y desaparición de estudiantes de la
Escuela Normal Rural de Ayotzinapa en México: promoviendo y prefigurando relaciones
sociales horizontales en su ideal comunista, los estudiantes fueron víctimas de la
violencia ejercida verticalmente sobre ellos por el Narco-Estado capitalista neoliberal.
Así como una proporción considerable de la población mexicana celebra cualquier
tipo de represión contra los estudiantes, así también muchos brasileños, como lo muestra
Christian Ingo Lenz Dunker en el penúltimo capítulo, están de acuerdo con la reducción
de la edad legal y demandan más cárceles y menos escuelas para los jóvenes juzgados
violentos. Este fenómeno, tal como es examinado por el autor del capítulo, revela detalles
fundamentales de la manera en que la sociedad capitalista contemporánea percibe la
violencia: su desaprobación cuando es ejercida por sectores populares, su aprobación
cuando es ejercida por el Estado y las instituciones, su invisibilidad en sus formas
adaptativas económicas, su constante utilización opresiva encubierta por ideales de no-
violencia y su indiferenciación interna que nos impide valorizar actualmente medios
violentos de crítica y de resistencia. Lo que tenemos, en definitiva, es un prejuicio contra

14
cualquier violencia que no haya sido ideológicamente legitimada.
El prejuicio contra la violencia es tan falsamente universal como lo es también la
noción de los derechos humanos. Esta falsa universalidad es bien demostrada por
Carolina Collazo y Natalia Romé, en el último capítulo, tras evocar la famosa imagen de
Aylan Kurdi, el niño sirio ahogado en las costas de Turquía. Si esta foto conmovió al
mundo entero, fue porque ofendía un ideal humanitario que atraviesa fronteras y cuya
universalización, por cierto, resulta indisociable de la globalización capitalista. Sin
embargo, independientemente de cualquier humanismo sin fronteras, el caso es que
existen fronteras y es precisamente por esta razón que Aylan se ahogó al querer ingresar a
Europa. Quizás lo único verdaderamente globalizado, plenamente universalizado, sea el
capitalismo con su violencia estructural, pero es también por tal violencia, después de
todo, que Aylan debía terminar ahogado en la costa de Turquía. Para defendernos de esta
violencia capitalista globalizada, quizás necesitemos de ciertas formas populistas,
socialistas y hasta comunistas de reorganización del Estado nacional como las que se han
desarrollado en los márgenes latinoamericanos en los últimos años.

X. CONCLUSIÓN: DE LA VIOLENCIA CAPITALISTA A LA ANTICAPITALISTA


Como hemos visto, los nueve capítulos del presente libro ilustran sus reflexiones con
ejemplos actuales de procesos, contextos o acontecimientos violentos como la guerra en
Siria y la muerte de Aylan en Turquía, la delincuencia y la represión en un barrio
marginal de Santiago de Chile, el asesinato y la desaparición de los estudiantes de
Ayotzinapa en México, la reducción de la edad penal y la retórica agresiva de la derecha
cristiana en Brasil, el maltrato de las mujeres en India, la autoinmolación de los hombres
de la finanza en Wall Street, los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, las
invasiones a Irak y Afganistán, y la inminente destrucción del planeta y de sus habitantes.
Semejante visión de nuestro violento mundo contemporáneo, además de resultar
desoladora, llama la atención por la falta de violencias revolucionarias que planteen
alternativas y que resulten irreductibles al ciclo violento en el que se insertan, por un lado,
el capitalismo explotador y su Estado opresivo, y, por otro lado, el crimen y el terrorismo
fundamentalista. Las únicas alusiones a esta otra violencia revolucionaria, la prescrita en
ciertas corrientes del marxismo, se refieren a épocas pretéritas, como en el capítulo de
Lara, o se mantienen en el plano especulativo y evitan cualquier ilustración concreta,
como en los textos de Dunker y Pavón-Cuéllar.
La falta recién mencionada resulta particularmente significativa cuando consideramos
que, al invitar a los autores, les pedimos de manera explícita que abordaran tanto la
violencia capitalista como la anticapitalista. ¿Cómo explicar, entonces, que la segunda no
haya despertado prácticamente ningún interés? Uno habría esperado que hubiera más
referencias a ella entre académicos próximos a la tradición marxista, en la cual, fuera de
las corrientes reformistas y social-democráticas electoralistas, y de modo práctico-
estratégico o al menos teórico-analítico, se considera el papel de la violencia como
“comadrona” de la historia (Marx, 1867, p. 639), se reconoce a menudo el “carácter
inevitable de la revolución violenta” (Lenin, 1918, p. 287), se tiende a concebir el acto
revolucionario como un “acto de violencia” que debe recurrir a la “máxima fuerza” (Mao
Tse-Tung, 1927, p. 27), y se llega incluso al extremo de valorizar la violencia como el
único medio que puede satisfacer a un materialista, ya sea un académico militante o “las

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masas” como el más firmemente materialista de los sujetos, en su “gusto voraz de lo
concreto” que excluye cualquier “mistificación” idealista (Fanon, 1961, p. 91).
La revolución violenta resulta doblemente digna de atención cuando la consideramos
en una perspectiva, como la nuestra, en la que se articulan el marxismo y el psicoanálisis.
Ya en los orígenes de tal articulación, en la sesión del 10 de marzo de 1909 de la
Sociedad Psicoanalítica de Viena, después de que Adler hubiese rendido crédito a Marx
tanto por su descubrimiento de las “pulsiones agresivas” constitutivas del capitalismo
como por la manera en que logró hacer consciente lo inconsciente, Freud retomó la idea
para distinguir dos tendencias históricas de la humanidad, una a reprimir cada vez más y
otra a cobrar cada vez más conciencia, lo que permitió que Federn y Adler apreciaran la
función de la conciencia de clase, en el marxismo, para “liberar” la “pulsión agresiva”
que se mantiene reprimida en el sistema capitalista e inhibida entre los neuróticos bien
adaptados al sistema (Adler et al., 1919, pp. 71-176). La violenta revolución
anticapitalista, como retorno de lo reprimido, no sería, en definitiva, sino un retorno
contra el capitalismo de la propia violencia constitutiva del capitalismo.
Considerando el poder inmenso del sistema capitalista, ¿cómo acabar con él sin
volver su poder contra él? ¿Acaso no es lo que ha hecho él con todo nuestro poder al
extraerlo de nuestra vida explotada como fuerza de trabajo? ¿Cómo recuperar esta vida si
no es bajo la forma de una pulsión violenta contra el capitalismo? Quizás ésta siga siendo
la única forma de revolucionar algo en el mundo. Entenderíamos entonces por qué Mao
Tse-Tung (1927) nos dice que “hacer la revolución” contra la violencia capitalista es
incurrir simétricamente en un “acto de violencia”, que este acto es el único acto
revolucionario, y que no puede ser algo tan “apacible, amable, cortés, moderado y
magnánimo” como “escribir una obra”, un libro como el presente (p. 27). Y, sin embargo,
el propio Mao (1930), aunque repudie la “tendencia a rendir culto a los libros” que nos
“divorcia de la realidad”, también reconoce que los “necesitamos” (p. 41). Pero los
necesitamos en un sentido muy preciso: no como sustituto de una realidad de la que
podemos entonces divorciarnos, sino como parte de la realidad, como su prolongación o
continuación.
La realidad abarca también los capítulos del presente libro. Tal vez haya en ellos ya
el ejercicio práctico intelectual de una violencia revolucionaria que retorne la violencia
capitalista contra ella misma. Si así fuera, entonces estaríamos seguros de haber
empezado a resolver de algún modo el problema que investigamos. Y, al empezar a
resolverlo, tendríamos al menos la certeza de que empezamos a investigarlo, ya que, a fin
de cuentas, en una retroactividad materialista como la nuestra, “investigar un problema es
resolverlo” (Mao Tse-Tung, 1930, p. 39).

XI. REFERENCIAS
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17
La violencia en la era de la hegemonía
neoliberal
BERT OLIVIER
I. INTRODUCCIÓN
Es innegable que vivimos una época de violencia global bajo el régimen de un
capitalismo neoliberal en el que los poderes económico y político se fusionan cada vez
más a través de “un orden propiamente capitalista” (Hardt y Negri, 2001, p. 9). Esto se
comprueba fácilmente al leer diarios y revistas o al ver noticieros en canales
internacionales de televisión como Al Jazeera o CNN. Sin duda los representantes de los
Estados dominantes del mundo justificarían su violencia (particularmente militar) como
necesaria para “la guerra contra el terror” o para el mantenimiento de la paz mundial, pero
el hecho es que la acción militar, aun concebida como “vigilancia” internacional, se
acompaña invariablemente de un conflicto violento. ¿Cómo debería entenderse tal
situación en términos históricos comparativos? ¿Y cuál podría ser su significado para el
psicoanálisis? El presente capítulo intenta responder estas preguntas, aunque sólo de un
modo preliminar y exploratorio.

II. EL SIGNIFICADO CAMBIANTE DE LA “GUERRA” HOY EN DÍA


Michael Hardt y Antonio Negri consideran que el presente, descrito como la época
del “Imperio”, se caracteriza por la aparición de un nuevo poder soberano supranacional
ejercido en múltiples niveles: el político, el económico, el jurídico, el tecnológico y el
cultural. En su obra Multitud: Guerra y Democracia en la Era del Imperio (2006),
continuación de Imperio (2001), examinan el significado cambiante de la guerra en la
actualidad, cuando se iría más allá de lo que la guerra significaba en la época moderna (la
violencia legal y “legítima” del Estado) hasta el punto en que se “tiende hacia lo
absoluto” (2006, p. 18). Los autores piensan que esta situación, que se ha globalizado, es
algo que debe abordarse para poder concebir una democracia global.
Hardt y Negri ven la Guerra de los Treinta Años del siglo XVII, provocada por la
defenestración de Praga, como un síntoma de la transición de la idea medieval de la
guerra a una concepción claramente moderna, vinculada con el Estado Nación soberano.
Más recientemente, en su opinión, los ataques contra el Pentágono y contra el World
Trade Center de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, marcaron la transición
simbólica del concepto moderno al posmoderno de guerra.
En la modernidad la guerra era concebida como una lucha armada entre dos o más
Estados nacionales soberanos. Es en este contexto, según Hardt y Negri, en el que debe
situarse la conocida observación de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la

18
política por otros medios. Para Clausewitz y para otros teóricos de la época, la “política”
era algo que ocurría entre los Estados, y no, como pensamos hoy en día, algo que sucede
internamente en un país o en un Estado. Por lo tanto, cuando la “política” internacional ya
no bastaba para mantener las relaciones pacíficas entre las naciones, los Estados
soberanos podían declararse la guerra unos contra otros. Esto es lo que se conoce como
“la guerra convencional” (Hardt y Negri, 2006, pp. 3-6).
La noción de “guerra civil” sirvió simultáneamente para designar aquellos casos en
los que un gobernante soberano o una institución parlamentaria fracasaban en su tarea de
resolver de modo pacífico las diferencias internas de un Estado. Esto hacía que estallara
un conflicto armado intra-nacional. La diferencia entre la guerra civil intra-nacional y la
guerra inter-nacional fue clara, aunque a veces una provocara la otra. Por otra parte, la
guerra inter-nacional se regía por el derecho internacional, mientras que se trazaba la
distinción entre la acción policial interna de un país y la acción exterior militar. Esta
distinción, obtenida en la modernidad, tan sólo se mantiene actualmente cuando prevalece
una mentalidad política moderna.
Hoy en día, según Hardt y Negri (2006), la guerra ya no es lo que era en términos
modernos (pp. 12-14). En lugar de la diferenciación claramente reconocible entre las
funciones de la policía y el papel del ejército, los militares ejecutan cada vez más
misiones policiales dirigidas a “mantener la paz” en el espacio político global. Esto
sucede cuando las fuerzas de las Naciones Unidas (o militares enviados por Francia o por
otras naciones) intervienen en conflictos nacionales como el genocidio de Ruanda en los
noventa. Así, por ejemplo, en una edición reciente de Time, el artículo principal y dos
relacionados plantean la cuestión de si los Estados Unidos tendrían que intervenir en el
conflicto de ISIS (Estado Islámico) que se extiende a través de fronteras entre naciones del
Medio Oriente (Von Drehle, 2015) —algo coincidente con la tesis de Hardt y Negri de
que la guerra moderna entre estados soberanos ya no es el paradigma reinante.
Lo más importante, sin embargo, es que la guerra se ha convertido en una condición
generalizada en la era posmoderna de la globalización, adquiriendo cada vez más el
aspecto de una guerra civil global, si por ésta se entienden los conflictos armados
militares entre diferentes grupos dentro de un “mismo” espacio (anteriormente nacional
soberano). Hardt y Negri (2006) sintetizan esto de la siguiente manera (2006):
La guerra se está convirtiendo en un fenómeno general, global e interminable… Hay innumerables conflictos
armados que se libran hoy en día en todo el mundo, unos breves y limitados a lugares específicos, otros
duraderos y expansivos. Estos conflictos podrían concebirse mejor, no como guerras, sino como guerras
civiles. Mientras que la guerra, tal como se concibe tradicionalmente por el derecho internacional, es un
conflicto armado entre entidades políticas soberanas, la guerra civil es un conflicto armado entre combatientes
soberanos y/o no-soberanos dentro de un mismo territorio soberano. Esta guerra civil debe entenderse ahora,
no dentro de un espacio nacional que ya no es la unidad efectiva de la soberanía, sino en todo el terreno
global. El marco del derecho internacional sobre la guerra ha sido socavado. Desde este punto de vista, todos
los conflictos armados actuales del mundo… deben considerarse guerras civiles imperiales, incluso cuando los
estados están involucrados (pp. 3-4).
Esta declaración de Hardt y Negri ha de leerse en el marco de su ya mencionado
estudio anterior, Imperio (2001), en el que se describió el advenimiento, en distintos
niveles económicos, políticos, culturales y jurídicos, de un nuevo tipo de soberanía supra-
nacional (más allá de la nacional e internacional) preparada por las Naciones Unidas en
una etapa de transición. Para entender lo que está en juego en esta nueva época de
constante y brutal guerra mundial, los autores emplean el concepto de “estado de

19
excepción”. La primera excepción, en el período moderno temprano (piénsese en las
guerras civiles en Inglaterra y en la Guerra de los Treinta Años en Alemania), derivaría
del intento de terminar el conflicto civil al relegar la guerra a condiciones
“excepcionales”, sacándola del interior de las fronteras de un Estado y llevándola a sus
márgenes, a la frontera entre un Estado soberano y otro. La guerra, en estas condiciones
modernas, “era un estado de excepción limitado” (Hardt y Negri, 2006, p. 6). Pero
actualmente ya no es viable a causa de la proliferación de muchas “guerras civiles
globales” cuya erupción va de la mano con el debilitamiento de la soberanía de los
Estados-Naciones (p. 7). Así, en lugar del sueño kantiano de la paz perpetua en virtud de
una Liga de las Naciones, está ocurriendo lo contrario, como lo indica la siguiente
observación:
Hoy, sin embargo, en vez de avanzar hacia la paz en cumplimiento de este sueño, pareciera que hemos sido
catapultados hacia atrás, hasta los tiempos de la pesadilla de un perpetuo estado de guerra, en una suspensión
del estado de derecho internacional y sin distinción clara entre el mantenimiento de la paz y los actos de
guerra… El estado de excepción se ha convertido en permanente y general; la excepción se ha convertido en
una regla que impregna tanto las relaciones exteriores como las interiores en cada país (Hardt y Negri, 2006,
p. 7).
Si es que dudamos de la exactitud de la observación de Hardt y Negri, pensemos en
el alcance global de la reciente guerra de drones que ha sido implementada por los
Estados Unidos en contravención del derecho internacional. El “estado de excepción”
adquiere aquí un segundo sentido (Hardt y Negri 2006, pp. 8-10). Si el primer sentido
implicaba una suspensión temporal de la Constitución del Estado, otorgándole al gobierno
poderes especiales ante una amenaza exterior, el segundo sentido, el más importante,
comienza precisamente ahí en donde la “excepción” deja de ser temporal y ya no se
refiere a una amenaza “exterior”.
Lo recién dicho se aplica en particular a lo que Hardt y Negri describen como el
“excepcionalismo” de los Estados Unidos, una vez más en un doble sentido: primero en el
sentido ético por el que los estadounidenses pretenden ser la excepción mundial por su
“virtud republicana” que los hace dirigir la defensa de los derechos humanos y de la
democracia; en segundo lugar, en el sentido en que exigen una excepción a cualquier ley
internacional. Los Estados Unidos, en efecto, se deslindan cada vez más de acuerdos y
tratados internacionales vinculantes, bajo la jurisdicción de tribunales internacionales, en
lo que se refiere al medio ambiente y los derechos humanos (irónicamente). En la práctica
esto significa que el ejército estadounidense no tiene que cumplir con las reglas válidas
para otros. A la luz de la evidencia que Hardt y Negri (2006) aducen para apoyar su
argumento, es claro que somos testigos de una condición generalizada de conflicto
violento global constituido por ofensivas y resistencias contra ellas (36-95, 231-240, 268-
288).[1]

III. IDENTIFICACIÓN Y AGRESIVIDAD

Aunque hayamos concebido la violencia en cuestión en una escala global, es


indudable que afecta la existencia de los sujetos individuales. Podemos abordarla
entonces en términos psicoanalíticos, teniendo en mente que la violencia y la agresividad
no son sinónimos, ya que la “agresividad”, tal como la entiende Lacan, puede ser vista
como condición de posibilidad de la “agresión” o de la violencia (Evans, 1996, p. 534). A
partir de esta distinción, es importante conocer el trabajo temprano de Lacan sobre los

20
complejos familiares (Lee, 1990, pp. 13-17), el estadio del espejo y la agresividad (Lacan,
1949 y 1948).[2] En pocas palabras, lo que aquí se aprende es que la agresividad hacia los
demás es, en primer lugar, hacia uno mismo —hacia la imagen (especular) que se
experimenta de manera ambivalente como ajena y como propia mediante la identificación
con ella (Olivier 2009)—, y, en segundo lugar, hacia quien aparece como rival
precisamente por aparecer como “otro”. Esta “otredad” es la que se transfiere a otras
personas cuando el niño se encuentra con ellas en diversas relaciones sociales. La misma
“otredad” constituye posteriormente la base para la rivalidad o la agresividad como
condición de posibilidad de la agresión o de la violencia hacia otras personas.
Dos trabajos tempranos de Lacan sobre los “complejos familiares” (escritos para el
octavo tomo de la Enciclopedia Francesa de 1938) articulaban las condiciones formales
del narcisismo y de la agresividad. En el primero de estos dos textos —“El complejo
como un factor concreto de la psicología familiar”— Lacan distingue tres imagos que
operan como estructuras familiares básicas y que organizan el comportamiento de los
individuos (Lee, 1990, p. 14). Cada una de las tres imagos, materna, fraterna y paterna
(esta última no será examinada en el presente capítulo), es la realización o representación
inconsciente de un complejo familiar que “reproduce una cierta realidad del entorno”
(citado en Lee, 1990, p. 14).
La “imago materna” es la más significativa en relación con el tema de la violencia.
Está conectada con el “complejo de destete” del niño y representa “la deficiencia infantil
congénita” consistente en la dependencia del pecho de la madre como fuente de
satisfacción para las necesidades corporales (Lee, 1990, p. 14). Lo relevante aquí es
particularmente la función estructurante de tal imago “materna”. Lacan permite
concebirla como responsable de todas aquellas búsquedas (fundamentalmente
ideológicas) de cualquier tipo de plenitud, ya sea religiosa, filosófica (metafísica) o
política, en tanto que indica la falta insuperable del sujeto ante la totalidad que desea,
detrás de la cual acecha el pleno goce “real” del pecho materno (Lee, 1990, p. 14). En
palabras de Lacan (citado en Lee, 1990, p. 14):
Si pretendiésemos definir la imago en la forma más abstracta en la que se la observa, la caracterizaríamos del
siguiente modo: una asimilación perfecta de la totalidad al ser. Bajo esta fórmula de aspecto algo filosófico, se
reconocerá una nostalgia de la humanidad: ilusión metafísica de la armonía universal, abismo místico de la
fusión afectiva, utopía social de una tutela totalitaria. Formas todas de la búsqueda del paraíso perdido anterior
al nacimiento y de la más oscura aspiración a la muerte.
No es difícil conectar lo que Lacan (1949) llama la función “ortopédica” de la imagen
especular (pp. 2-4) —dada la diferencia entre la torpeza física del niño y la plena unidad
deseable de su reflejo— y la “imago materna”, considerando la plenitud representada por
ambas, aunque la segunda se encuentre en lo real y no en lo imaginario, a diferencia de la
imagen especular. Esto además resuena con lo que Julia Kristeva (1997, p. 35) describe
como el chora semiótico del cuerpo de la madre (lo que proporciona al bebé su primera
experiencia de una cuasi-totalidad). Lo que está en juego aquí es un motivo dinámico
estructural que puede considerarse de manera fructífera en un nivel hermenéutico para dar
sentido a las acciones y experiencias de los sujetos en la vida social, aunque hay que
recordar que éstas a veces pueden operar negativamente contra la representación de la
totalidad y al mismo tiempo aparecer como síntomas de un esfuerzo hacia la misma
totalidad. Uno podría incluso discernir aquí una dialéctica que recuerda la que se da entre
el amo y el esclavo en Hegel: una dialéctica dirigida hacia la constitución de una nueva

21
totalidad a través de la imagen.
La relevancia de la “imago fraterna” radica en lo que Lacan llama el “complejo de
intrusión” (Lee, 1990, p. 14). Este complejo subyace a la envidia que el niño siente al
descubrir que su identidad está inseparablemente unida con la de los demás. La envidia en
cuestión debe entenderse primeramente como la representación de una “identificación
mental” en lugar de una “rivalidad vital” (citado en Lee 1990, p. 14). Esto es compatible
con lo que Lacan (1948, 1949) sostiene sobre el vínculo entre la identificación y el
comportamiento agresivo, y se refiere a la conducta agresiva de los hermanos concebida
como consecuencia de algo más fundamental, a saber, su identificación de unos con otros
(que presupone la previa identificación con su propia imagen en el espejo).
Confirmándose así las afirmaciones de Freud (1921, pp. 3812-3813) en este mismo
sentido, la “imago fraterna”, por tanto, puede ser vista como la base inconsciente de la
conducta social humana, con la implicación de que la envidia es “el arquetipo de los
sentimientos sociales” (citado en Lee, 1990, p. 15).
La pertinencia de las anteriores consideraciones para el tema de la violencia en la era
de la hegemonía neoliberal nos resulta más evidente cuando consideramos la manera en
que se reúnen en el escrito de Lacan sobre la agresividad (1948).[3] Todo esto se preparó
en El estadio del espejo (1949) y especialmente en el comentario de que tal estadio
“fabrica para el sujeto, atrapado en el cebo de la identificación espacial, la sucesión de
fantasías que va de la imagen del cuerpo fragmentado a la forma ortopédica de su
totalidad” (p. 4). Es precisamente la unidad-totalidad espuria de la imagen especular —
mal reconocida como el propio sujeto— lo que funciona de forma ortopédica, es decir,
corrigiendo de algún modo la auto-concepción incoherente del sujeto. Esto no deja de
tener consecuencias de gran alcance en relación con la agresividad. De hecho, como lo
observa Lacan a la luz de la evidencia psicoanalítica, las experiencias corporales del
sujeto antes de la engañosa y seductora unidad percibida en su propia imagen especular,
asumen la forma de imágenes corporales fragmentadas. Tales imagos ejemplifican
aspectos de: “intenciones agresivas…, imágenes de castración, mutilación,
desmembramiento, dislocación, evisceración, devoración, estallamiento del cuerpo, en
definitiva, imagos que he agrupado bajo el término aparentemente estructural de imagos
del cuerpo fragmentado” (Lacan, 1948, p. 11).
Las imágenes de fragmentación y mutilación manifiestan visiblemente la agresividad.
Lacan postula, por otra parte, una correlación entre esta agresividad y el proceso de
identificación narcisista con la imagen especular del sujeto: “la agresividad es la
tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista y que
determina la estructura formal del yo del hombre y del registro de entidades propias de su
mundo” (Lacan, 1948, p. 16).
¿Cómo es esto posible? En vista de la falta de armonía que el niño experimenta entre
su lugar de identificación —su “auto-imagen” aparentemente unitaria— y la
fragmentación real de su propio cuerpo extraño, no sorprende que Lacan (1949) insista en
la función “alienante” de esta identificación (p. 4). En consonancia con el punto de vista
de Lacan (1948), algunos comentaristas han observado que este momento de la
alienación, que implica la “otredad” de la imagen en el espejo, provoca en el sujeto una
rivalidad estructural consigo mismo (Benvenuto & Kennedy, 1986, p. 57). Esta rivalidad,
a su vez, conduce a la agresividad (Bowie 1991, p. 34).
La falta de armonía entre un cuerpo fragmentado y la Gestalt visual unitaria se

22
transfiere a las relaciones del infante con los demás, en la medida en que él o ella se
identifica con la apariencia icónica (es decir, el cuerpo-imagen) de otros seres humanos.
Y la rivalidad, junto con la “competitividad agresiva”, es una parte integral de estas
relaciones (Lacan, 1948, p. 19). Por tanto, esta agresividad hacia los demás, en el núcleo
de la estructura del sujeto como yo (moi), es primeramente agresividad hacia uno mismo
o al menos hacia la imagen que aparece al mismo tiempo como uno mismo y como ajena,
y con la que se entra en rivalidad, precisamente por experimentarla como “otro”. Esta
otredad, que se transfiere a otras personas cuando el niño se encuentra con ellas en
diversas relaciones sociales, es la base para la rivalidad y agresividad con respecto a ellas.
Lee (1990) explica muy bien esto:
La discrepancia entre la experiencia corporal fragmentada del niño y su identidad unificada, imaginaria, da
lugar a una especie de paranoia primordial en el joven moi… Al modelarse a sí mismo a partir del otro, uno
modela también sus deseos a partir del otro. La consecuencia inevitable de esto es una rivalidad agresiva entre
el niño y el otro en relación con el objeto deseado por el otro. De esta manera la agresión dirigida hacia los
demás se encuentra en el centro mismo de la estructura del moi… (p. 27; véase también Lacan, 1948, p. 19).

IV. VIOLENCIA, IDENTIFICACIÓN Y NUEVO ORDEN MUNDIAL


A partir de la teoría lacaniana de la agresividad y de la identificación imaginaria,
¿qué puede aprenderse acerca de la violencia en el nuevo orden mundial del Imperio?
Somos golpeados aquí por el mismo patrón de identificación con una imagen (ideológica)
de unidad espuria que simultáneamente nos atrae y nos aliena, y que provoca una
rivalidad agresiva con el “otro” en uno mismo y en los demás. A este respecto, resulta
esclarecedor mirar más de cerca el caso mencionado por Hardt y Negri como signo de la
transición simbólica entre la guerra “moderna” y la “posmoderna”, a saber, los ataques de
2001 al Pentágono y a las Torres Gemelas en los Estados Unidos. Jacques Derrida (2003)
llama la atención sobre el hecho de que, aunque el 11 de septiembre “al menos se sienta”
con inmediatez ostensible, para ser un acontecimiento “sin precedentes”, este
“sentimiento” es en realidad “menos espontáneo de lo que parece: es en gran medida
condicionado, constituido, si no realmente construido, y circulando en todo caso a través
de los medios de comunicación por medio de una máquina tecno-socio-política
prodigiosa” (p. 86).
Como el propio Derrida (2003) lo señala, describir el atentado como un acto de
“terrorismo internacional” no es un “concepto riguroso” que captaría la “singularidad”
absoluta de lo ocurrido (p. 86). La impotencia del lenguaje para asignar un horizonte de
significación a este acontecimiento se revela en la “repetición mecánica” de la fecha —
una observación que muestra cómo Derrida tiene un profundo conocimiento de la teoría
psicoanalítica y específicamente de la noción de “compulsión a la repetición” (p. 86). El
acontecimiento será siempre elusivo por más eficazmente que uno lo inscriba en los
discursos dominantes de la época o por más inolvidable que sea la secuencia de imágenes
que representa la fascinante implosión sucesiva de las torres gemelas.
La función de la repetición compulsiva es precisamente la de tejer una red de
familiaridad icónica y simbólica alrededor del “acontecimiento”, el cual, remitiendo a “lo
real” lacaniano, resiste a cualquier simbolización (Copjec, 2002, pp. 95-96). Esta red
permite archivar “históricamente” el acontecimiento, aun cuando elude el momento en
que se cree haber logrado nombrarlo. Para el tema que nos ocupa, es pertinente recordar
que, según Derrida (2003), la “medida amenazadora” de repetir la fecha, “11 de

23
septiembre”, viene de una constelación de poderes dominantes, ellos mismos dominados
por un “idioma anglo-americano” en el que el “acontecimiento” no puede separarse de su
modo icónico, interpretativo, retórico y globalizado (p. 88). Distinguir rigurosamente
entre la interpretación y la impresión —como supuesto “hecho inmediato”— es un deber
político y filosófico para Derrida (2003), quien observa, por lo tanto:
Podríamos decir que la impresión está “informada” en los dos sentidos de la palabra: un sistema dominante le
da forma y luego esta forma se realiza mediante una máquina de información organizada (lenguaje,
comunicación, retórica, imagen y medios masivos). Este aparato informacional es político, técnico, económico
(p. 89).
Lo que Derrida esclarece aquí es que una red total de agentes que se refuerzan
recíprocamente, incluyendo medios de comunicación, tecnologías de la información e
instituciones militares, económicas y diplomáticas, produjo lo que posteriormente se
conoció como el 11 de septiembre. Uno podría considerar que se hizo visible como
“acontecimiento” en sus formas constitutivas cuando se transfirió a través de los
“prismas” del lenguaje, de los discursos dominantes, de las imágenes, de los medios y
canales de comunicación. Lo que deseo argüir es que el nombre, el 11 de septiembre, en
el que se ha inscrito la imagen de las torres gemelas en implosión, se ha convertido en un
sitio de identificación en el espacio global dominado por las fuerzas del Imperio. Por otro
lado, la lógica de la identificación y de la rivalidad, acompañada por la agresividad,
resulta inseparable de un proceso de identificación a la luz de lo que significa la imagen.
Además la rivalidad y la agresividad o violencia (engendrada por la agresividad latente)
están operando a nivel mundial entre las fuerzas del Imperio y los agentes que se oponen
a ellas. Tales expresiones violentas de carácter simbólico pueden ser entendidas, a través
del enfoque analítico-discursivo lacaniano de David Pavón-Cuéllar (2010), como formas
en que el discurso debe necesariamente “matar” lo real de los sujetos (pp. 284-285). Por
lo tanto, en el nivel de lo “real” de Lacan, podemos decir que además de las personas que
murieron en el colapso de las torres gemelas, hay sujetos que han articulado su resistencia
contra la hegemonía de las naciones capitalistas constitutivas del Imperio (no sólo en el
lenguaje, sino a través del trabajo y el sufrimiento de sus cuerpos), y que han sido a
menudo “asesinadas” por el discurso del amo que emana de la reafirmación reaccionaria
del poder global a raíz del 11 de septiembre.[4]
¿Qué podría significar la imagen del colapso de las torres gemelas? En primer lugar,
de la manera más visible, significa tanto la destrucción de edificaciones que simbolizaban
la supremacía económica occidental y especialmente estadounidense como la refutación
de la idea del aislamiento militar “impenetrable” de los Estados Unidos con respecto al
resto del espacio global. En segundo lugar, significa la existencia de un agente hostil a los
Estados Unidos y a Occidente (al Imperio). Por extensión, como lo sugiere Derrida en su
interpretación mencionada con anterioridad, el 11 de septiembre se ha convertido en la
metonimia de una serie de significaciones en el espacio comunicacional global que ha
desembocado en la convicción de que la única respuesta posible al atentado es una que
reafirme la supremacía occidental y estadounidense mediante la dominación global de los
medios. Se ha llegado a esto aun cuando hubo la oportunidad para que los Estados Unidos
y los demás países de Occidente adoptaran una postura menos agresiva y más receptiva
hacia los países que pudieran verlos como imperialistas en los planos económico, político
y militar, así como inaccesibles en términos simbólicos (Sorkin, 2002; Olivier, 2003,
2007, 2012). El siguiente comentario de Pavón-Cuéllar (2010) capta bien lo que aquí está

24
en juego:
Contra la violencia irracional que subyace al orden establecido y que puede llegar a subvertirlo, hay una
violencia racional que sirve y obedece a la racionalidad convencional del mismo orden establecido.
Considerando que la violencia racional forma parte de esta racionalidad política, podemos decir que esta
racionalidad está protegida por su propia violencia racional. Está protegida contra su violencia real irracional
subyacente, pero también contra la violencia racional de otras racionalidades simbólicas (p. 293).
Además, con respecto a lo que puede aprenderse de Lacan sobre el proceso de
identificación con la imagen metonímica del 11 de septiembre, debe decirse que
implícitamente presupone la imagen “total” yoica de las torres gemelas, que es realmente
aquello con lo cual, en su ausencia, intentan identificarse los sujetos “patrióticos” en lugar
de la imagen mutilada de los edificios eviscerados que motiva su agresividad (Lacan,
1948, p. 11). Aunque identificando a los sujetos con lo que esta imagen persistente parece
representar —el sí mismo [self] o yo [ego] cultural colectivo—, el proceso de
identificación también define lo que es el “otro” dentro del ser cultural, aquello con lo que
uno entra en rivalidad por el “objeto de deseo”. En este caso, por supuesto, el “objeto de
deseo” es el poder político, económico, tecnológico y cultural. Esto podría considerarse al
intentar explicar la intervención de los numerosos agentes occidentales y “extranjeros” —
de las empresas paramilitares y de seguridad a las compañías petroleras internacionales—
que compiten entre sí por el éxito económico en el espacio global de la hegemonía
neoliberal (Klein 2007). Resulta evidente que tal competencia implica una rivalidad
agresiva intensa que viene acompañada por una violencia incesante, como se puede
apreciar al seguir la cadena metonímica de significantes desde el colapso de las torres
gemelas hasta las innumerables imágenes de guerras globales y demás conflictos
armados, imágenes transmitidas en medios de comunicación que son ellos mismos
significantes de poderes que compiten entre sí, como es el caso de Al Jazeera, Russia
Today y CNN.[5]
Difícil no sentirse tentado a completar la recién presentada interpretación de la
violencia global en el actual régimen (o Imperio) neoliberal con un análisis basado en la
teoría lacaniana de los cuatro discursos: el del amo, el de la universidad, el de la histérica
y el del analista (Lacan, 1970). En el discurso del amo, el significante-amo (S1), que
organiza las relaciones sociales de tal manera que la verdad sobre la falibilidad del amo
como sujeto del inconsciente es reprimida, comanda el saber en beneficio propio (S1>S2)
y concomitantemente produce goce. El discurso universitario, regido por el saber (cuyo
significante es S2), organiza la sociedad en la persecución de un plus-de-goce (S2>a),
produciendo colateralmente la escisión de sujeto del inconsciente mientras oculta o
reprime la verdad de su propia relación con el significante amo (S2/S1), esto es, el hecho
de que está al servicio del amo o del poder dominante. El discurso de la histérica,
gobernado por el $ como significante de la escisión del sujeto, estructura las relaciones
sociales al desafiar y provocar al significante-amo ($>S1), produciendo al mismo tiempo
el saber y la represión de la verdad de su propio excedente de goce (de jouissance). El
discurso del analista, dirigido por a como símbolo del plus-de-goce, se funda en el saber
reprimido y estructura las relaciones sociales al abordar el significante de la división del
sujeto (a>$) y al generar así un significante-amo temporalizado y relativizado.[6]
El discurso del amo representa el discurso dominante de cada época (la religión en la
Edad Media europea, la economía en la actualidad). El discurso universitario despliega
los sistemas de saber que son valorizados en la misma época, los cuales, como el esclavo

25
de Hegel, sirven al amo (Lacan, 1970, pp. 20-22). El discurso de la histérica remite a las
posiciones discursivas que desafían los discursos del amo y de la universidad, pero
también a la posición de la auténtica ciencia con su obstinado carácter interrogativo y
estructuralmente indeterminado. El discurso del analista, por último, representa la
posición simbólica desde la cual puede llegar a discernirse el deseo del sujeto escindido.
Como podemos deducir de este breve esbozo de las diferencias estructurales entre los
cuatro discursos, quienes ocupan las posiciones del amo o del poder dominante serán
cuestionados por la histérica, ya sea que ésta sea encarnada por una persona patológica,
por los esclavos en los tiempos pre-modernos, por los revolucionarios o por los
intelectuales inconformes que resisten los poderes hegemónicos de cada época.
Hoy el discurso del amo es el del capitalismo neoliberal (independientemente de lo
señalado en la nota 6), o, más ampliamente, el de la democracia liberal, dadas las formas
complejas en las que se entrelazan lo económico y lo político de tal modo que el
capitalismo político suministra los medios legales para asegurar las múltiples
colonizaciones del mundo de la vida humana en aras de la ganancia. Como lo plantearían
Deleuze y Guattari (1972), para que el capitalismo pueda sacar provecho de sus múltiples
“deterritorializaciones” que establecen múltiples “flujos libres de deseo”, requiere
intervenciones jurídicas por parte del Estado en la forma de “re-territorializaciones” que
aseguren áreas de adquisición de ganancias (pp. 33-35). La “máquina capitalista”
deterritorializa flujos para extraer “plusvalía”, y, al mismo tiempo, “sus aparatos
auxiliares, como las burocracias gubernamentales y las fuerzas de la ley y el orden”,
incansablemente “reterritorializan”, absorbiendo a su vez la plusvalía. Lo que oculta el
significante-amo (S1), el sujeto dividido ($), ilustra gráficamente esta relación entre el
capital y el sujeto esquizofrenizante (o deterritorializante) al que domina. Lo que
aprendemos aquí es que este sujeto, como sujeto de deseo, puede ocupar diferentes
posiciones en el discurso, en el orden simbólico lacaniano, en el lenguaje, que no es
neutral o inocuo, sino que comprende un punto de convergencia entre el significado y el
poder.
No hay una posición en el registro simbólico, por lo tanto, que esté exenta de la
inserción de un hablante en un cierto conjunto de relaciones de poder. Aunque pueda
parecer contrario a la intuición, Pavón-Cuéllar (2010) muestra, por ejemplo, que puede
ocuparse la posición de “revolucionario” en la perspectiva del significante-amo (por
ejemplo del capital), por el cual se es “hablado/hablada”, aunque el significante-amo no
pueda dar cuenta del sujeto dividido entre el Otro y su “identidad” como “revolucionario”
(pp. 236-238). En el discurso articulado por un revolucionario, una vez más, uno ocupa la
posición de la división del sujeto como histérica o como quien “realmente habla”, aunque
su propio ser “real” no pueda atraparse en la red simbólica del discurso (pp. 278-279).

V. CONCLUSIÓN
Volviendo al tema de la violencia bajo la hegemonía neoliberal, diremos que las
consecuencias concretas, en los cuerpos de las personas, de las funciones policiales,
cuasi-militares o cratológicas de los agentes que representan al Imperio, significan efectos
del discurso del amo. De modo paralelo, el dominio del discurso neoliberal a través de los
medios masivos de comunicación, tal como es indicado por Derrida, presenta el discurso
universitario subordinado al amo. Resulta difícil aislar un complejo discursivo como el de

26
la histérica, pero alcanzamos a vislumbrarlo en toda posición discursiva contemporánea
que aborde el significante-amo y que lo enjuicie de tal modo que “produzca saber”, como
en las revelaciones de Edward Snowden sobre las operaciones de vigilancia encubierta de
la NSA estadounidense (Olivier, 2013) o en la despiadada exposición del cinismo
neoliberal por Naomi Klein (2007, 2014). Por otra parte, el discurso de la histérica se ha
registrado globalmente de modo sintomático y violento en millones de cuerpos sufrientes
en los sudoríparos talleres del Tercer Mundo en los que obreros explotados físicamente
fabrican productos electrónicos o ropa y zapatos de marca para las corporaciones
multinacionales, o en las minas en las que trabajadores mal pagados trabajan para extraer
metales preciosos en beneficio de los accionistas de las corporaciones.
Es en la perspectiva del discurso del analista que se hace evidente la división de un
sujeto deseante en cuyo discurso y en cuyo cuerpo se manifiestan su impotencia o su
insuficiencia. Esto ocurre actualmente a través de un amplio espectro discursivo, por
ejemplo en el trabajo de gente como Slavoj Žižek (2009), Ian Parker (2011), Julia
Kristeva (1997), David Pavón-Cuéllar (2010), Kazuo Ishiguro (2005), Naomi Klein
(2007) y Paul Hawken (2007), por citar sólo algunos de los autores en los que se
encuentran valiosas sugerencias en cuanto a la rearticulación de la relación de uno con el
poder. Es importante destacar que a través de la función mediadora del discurso del
analista se produce un nuevo significante-amo, pero esta vez de un modo relativizado y
revisable (Bracher 1994).
Este breve ensayo ha buscado proporcionar una visión unitaria de la manera en que
podría conceptualizarse la violencia bajo el régimen neoliberal y en la época del Imperio.
No hay aquí más que un ángulo de incidencia en un fenómeno multifacético que afecta
las vidas concretas de millones de personas en todo el mundo. Espero que pueda
contribuir a comprender el orden global y resistir contra él.

VI. REFERENCIAS
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NOTAS

[1] Lo escrito sólo roza la superficie. Uno tiene que investigar más profundamente para comprender, no sólo la
violencia física inherente a la “vigilancia” permanente en el espacio neo-imperial descrito por HARDT y NEGRI
(2001, 2006), sino también la violencia intersticial que ya existe dentro de la estructura de la sociedad. En este
sentido, las obras de FOUCAULT (1975, 1976) y de AGAMBEN (1998) resultan indispensables, pero no pueden
abordarse aquí por falta de espacio.
[2] La primera versión del “Estadio del Espejo” fue escrita por Lacan en 1936, antes que los demás textos
mencionados, aunque la versión publicada, de 1949, es posterior (ver LEE, 1990, pp. 13-17, 25).
[3] Aunque Lacan difiera de Freud en esto, la agresividad como fenómeno humano se elaboró como un
concepto psicoanalítico estructural en Más allá del principio del placer (1920) y en Malestar en la cultura (1930).
En la obra de Freud se manifiesta como pulsión o instinto de muerte y como tendencia hacia la inercia o la
reconstitución de un estado anterior.
[4] Por falta de espacio no puedo aquí profundizar ni en la investigación de largo alcance de PAVÓN-CUÉLLAR
(2010) sobre la relevancia de la teoría psicoanalítica lacaniana para la psicología social, ni específicamente en la
pertinencia de sus ideas sobre la relación entre la “violencia simbólica” y la “agresividad imaginaria”. Baste decir
que mi análisis, hasta donde puedo juzgar, es ampliamente compatible con el argumento complejo y sutil de
Pavón-Cuéllar (véase particularmente 2010, capítulo 9).
[5] No hay que ir muy lejos para ejemplificar esto. Pensemos en el más reciente escenario de conflicto armado,
el de Ucrania, en el que Occidente y Rusia están luchando por el poder global. Los medios de comunicación
difunden regularmente imágenes de muerte y destrucción en esta parte del mundo. Algunas de ellas ilustran lo que
aquí se ha interpretado como el juego entre la identificación y la agresividad. Tal es el caso de las imágenes

28
fragmentadas de los restos del avión de pasajeros derribado sobre Ucrania, y que iban desde trozos de metal hasta
cuerpos mutilados.
[6] Más tarde, en la llamada Conferencia de Milán, LACAN (1978) añade un quinto discurso, el del capitalismo,
a los cuatro ya mencionados. Las características estructurales de este discurso del capitalismo sugieren que es una
perversión del discurso de la histérica. La histérica está en la posición de alguien cuyo deseo y cuyo goce
consisten en cuestionar al amo con insistencia, exponiendo así al saber con respecto a la posición del amo de la
dominación. El discurso del capitalista, que Lacan describe como “tremendamente inteligente”, es un discurso
pseudo-histérico mistificador en la medida en que ostensiblemente cuestiona el discurso dominante del amo al
poner engañosamente al capitalista en la posición del sujeto dividido. Sin embargo, en lugar de predicar esta
organización del campo social en nombre de la verdad del plus-de-goce resultante de la división del sujeto, el
capitalismo esconde la verdad sobre su dependencia encubierta del significante-amo al mismo tiempo que
gobierna el saber y de paso produce un goce.

29
La violencia en el capitalismo
Entre lucha por la vida y paz de los sepulcros
DAVID PAVÓN-CUÉLLAR
I. INTRODUCCIÓN: INTERROGANTES

¿Existe una violencia inherente al capitalismo? Si es así, ¿qué la distingue de otras


expresiones violentas de la civilización humana? ¿Cómo se relaciona con ellas? ¿Tienen
todas algún denominador común?
¿Podemos equiparar la violencia del capital con la que se opone al capital? ¿Es
posible considerar que toda lucha histórica de clases comporta una lucha biológica por la
vida? Si la respuesta es afirmativa, ¿cómo servirse de la biología en la teoría de la
historia? ¿Qué tan compatibles o incompatibles resultan las concepciones marxianas y
marxistas con respecto a los distintos evolucionismos de Lamarck, Spencer y Darwin?
¿Estos planteamientos evolucionistas involucran orientaciones políticas diferentes?
¿Hay vínculos esenciales y no sólo encuentros circunstanciales entre el
evolucionismo spenceriano y el capitalismo liberal, entre la opción lamarckiana
lysenkoista y el marxismo-leninismo estalinista, entre Marx y Darwin? ¿Qué significa,
por ejemplo, que Marx y Darwin pongan el azar y la lucha en el origen de las
transformaciones? En lo que se refiere a la concepción de la lucha en la perspectiva
marxiana, ¿se lucha siempre necesariamente por la vida, como en Darwin, o puede llegar
a lucharse por la muerte? Y si hay una lucha por la muerte, ¿cómo concebirla en una
perspectiva darwinista?
¿Necesitamos del psicoanálisis para considerar la posibilidad misma de una lucha por
la muerte? ¿La necrología freudiana de la pulsión de muerte puede complementar la
biología darwinista del impulso de vida en su relación con la teoría marxiana-marxista de
la historia y de la lucha de clases? Pero si el marxismo se ve asaltado por nociones como
las de lucha por la vida y lucha por la muerte, ¿no hay riesgo de traicionar su
materialismo al recaer en una teleología idealista y al renunciar al reconocimiento de lo
contingente, lo aleatorio, lo inexplicable e incomprensible? ¿Cómo evitar esta recaída?
¿Cómo justificar la violencia revolucionaria sin pretender explicarla? ¿Cómo evitar la
ilusoria comprensión de la muerte cuando nos atrevemos a reflexionar sobre ella? ¿Cómo
relatar lo que sucede en un cementerio sin aspirar a resolver su misterio?

II. MARX Y SPENCER EN HIGHGATE


Karl Marx es el huésped más famoso del cementerio londinense de Highgate. Su
tumba es la más visitada, fotografiada y adornada con flores, monedas, piedras, mensajes
o listones. Contrastándola con la desolación del entorno, uno quizás llegue a sentir un
poco de lástima por los demás residentes del cementerio.

30
Algunos vecinos de Marx, de estar vivos, envidiarían su imperecedera popularidad.
Evidentemente no sería el caso de los camaradas marxistas que se las arreglaron para
terminar enterrados alrededor de nuestro líder máximo. Ellos, los nuestros, deberían de
alegrarse al comprobar que los vivos, al igual que ellos, los muertos, continúan rodeando
y acompañando a Marx. Pero además de los marxistas, Marx tiene otros vecinos
olvidados. Uno de ellos, plantado justo enfrente del busto de Marx, es nada más ni nada
menos que Herbert Spencer, ese filósofo inglés evolucionista y ultra-liberal que de verdad
no pudo haber escogido peor lugar para pasar sus últimos días.
Todo parece oponer a nuestros dos venerables difuntos. Marx desea el comunismo,
Spencer defiende el liberalismo. La visión individualista spenceriana contradice
diametralmente el proyecto socialista marxiano y marxista. Cuando Marx y sus
seguidores demandan igualdad social, Spencer y sus semejantes claman por mayor
competencia entre los individuos. Cuando el fatalista ultra-liberal prescribe la inevitable
adaptación individual, el rebelde socialista reivindica la necesaria transformación social.
La revolución del revolucionario Marx es también contra la evolución del evolucionista
Spencer. El positivismo contemplativo spenceriano es aquello mismo contra lo que se
posiciona la negatividad subversiva marxiana.

III. COMUNISMO Y LIBERALISMO EN EL MUNDO


La oposición entre Marx y Spencer corresponde a uno de los principales
enfrentamientos económicos y político-sociales de los que han desgarrado las sociedades
occidentales entre los siglos XIX y XXI. Es el enfrentamiento que se ha expresado en los
conflictos sucesivos entre liberales y socialistas, entre capitalistas y comunistas, entre un
lado y otro de la Cortina de Hierro, pero también entre dos opciones occidentales, entre la
Escuela de Chicago y el keynesianismo, entre el fundamentalismo de mercado y el
intervencionismo o el proteccionismo, entre defensores de la libre competencia y
partidarios del Estado de Bienestar en Europa, entre el espíritu de Clement Attlee y el de
Margaret Tatcher en el Reino Unido, entre el New Deal y la Reaganomía en los Estados
Unidos, entre neoliberales y populistas de izquierda en Latinoamérica, entre cardenismo y
salinismo en México.
Si pasamos por alto los desfases históricos regionales y muchos otros detalles,
podemos considerar, en términos bastante vagos y generales, que el campo de Marx ganó
terreno sobre el de Spencer hasta los años setenta, pero luego empezó a retroceder y
perdió casi todo el terreno que había ganado. Y si ganarlo fue lento, arduo y doloroso,
perderlo fue rápido y fácil. Bastó soltar lo ganado. Unas cuantas intrigas cupulares de
políticos, funcionarios y empresarios anularon un siglo de sangrientas luchas y enormes
sacrificios de millones de personas.
Desde hace al menos tres décadas, el marxismo está en una posición desfavorable con
respecto a todo aquello de lo que Spencer puede ser el nombre. Y sin embargo, en el
cementerio de Highgate, casi nadie se molesta siquiera en mirar la tumba de Spencer,
mientras que la de Marx no deja de ser visitada. Quizás esto sea porque Marx pensó más
en la gente que en las cosas, mientras que Spencer, como cualquier otro liberal, prefirió
inclinarse hacia la riqueza, el dinero, las mercancías y su libertad de circulación en el
mercado.

31
IV. COMPAÑÍA Y SOLEDAD EN EL CEMENTERIO

Si las mercancías pudieran desplazarse por sí mismas, de seguro se agolparían con


veneración alrededor de las tumbas de todos los difuntos liberales del planeta. Pero
sabemos que las mercancías, por más que las fetichicemos, no se mueven por sí mismas.
Requieren del trabajo de los seres humanos. Por sí mismas, las cosas están muertas, no
menos muertas que Spencer. Es entonces natural que reine la paz de los sepulcros en la
tumba del ilustre filósofo inglés, mientras que la de Marx no deja de ser frecuentada por
la vida.
Hay otra posible razón menos trascendente, más trivial, que también podría explicar
la poca frecuentación de la tumba de Spencer. Quizás las personas que tendrían buenas
razones para visitar a nuestro pensador liberal, aquellas beneficiadas por su liberalismo,
estén demasiado ocupadas enriqueciéndose, gobernando al mundo y especulando en los
mercados financieros, y no tengan tiempo suficiente para visitar a su benefactor y tal vez
ni siquiera para conocerlo. Por ejemplo, cuando el presidente neoliberal mexicano
Enrique Peña Nieto y su comitiva de ávidos empresarios y funcionarios corruptos
estuvieron en Londres en junio de 2015, debían tratar demasiados negocios jugosos como
para que les quedara tiempo de visitar a Spencer y a los demás pensadores desconocidos
que se dedicaron alguna vez a legitimar esa clase de negocios.
Ya sea por la falta de tiempo de los mercaderes o por la falta de vida propia de las
mercancías, el caso es que ni unos ni otras van a visitar la tumba de Spencer. El pobre
muerto debe resignarse a la compañía de quienes fueron sus peores enemigos, los
comunistas y socialistas, los cuales, en su mayoría, ni siquiera se han de percatar de su
presencia. Tal vez algunos de ellos, los más advertidos, se tomen la molestia de buscar su
lápida, pero sólo será porque la vieron indicada en el mapa del cementerio y les hizo
recordar vagamente que aquel viejo Spencer fue el más importante representante del
darwinismo social del siglo XIX, que es lo que suele pensarse de él, aun cuando sea una
idea inexacta.

V. DARWIN Y LAMARCK EN SPENCER

El supuesto darwinismo social de Spencer puede hacer al menos que se desvanezca


su mencionada oposición con respecto a Marx, y que los marxistas, al ver su tumba, no la
miren con odio, sino que muestren indiferencia o quizás incluso un poco de simpatía, ya
que los nombres de Marx y Darwin, como bien sabemos, aparecen frecuentemente
asociados en algunos lugares comunes de nuestro imaginario moderno. Los dos barbudos
habrían asestado un golpe mortal a las más reconfortantes convicciones del mundo
occidental. Representarían la ciencia contra la superstición, la tierra contra el cielo, el
materialismo contra el idealismo. Ser darwinista sería casi como ser marxista. Spencer
formaría parte de los demás buenos camaradas que rodean la tumba de Marx. Sería de los
nuestros. Marx estaría entonces en buena compañía.
Lo cierto es que Spencer, aunque evolucionista, no era exactamente darwinista, sino
más bien lamarckiano. Su concepto de evolución designaba el desarrollo funcional
adaptativo de los órganos por el “empleo” y el “hábito”, como en Lamarck (1809, p. 222),
y no por la intervención sucesiva de una “desviación accidental” y de la “selección
natural”, como en Darwin (1860, p. 94). Aunque Spencer (1886) aceptara tanto esta
fórmula natural-accidental como la correlativa “lucha por la vida”, las insertaba en un

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esquema explicativo dominado, al menos en el caso de las “criaturas de alta
organización” tales como los “hombres civilizados”, por el desarrollo necesario de los
“cambios funcionales” y no por las “variaciones fortuitas de la estructura” (pp. 461-462).
El “progreso” fue concebido en la teoría spenceriana, desde un principio, como
“necesidad beneficiosa” y no como algo que pudiera ocurrir por “accidente” o bajo
“control humano” (Spencer, 1857, p. 60).
Ahora bien, cuando reconocemos que el evolucionismo spenceriano fue más
lamarckiano que darwinista, ¿esto atenúa o agrava la contradicción entre Marx y
Spencer? O para plantear la pregunta en términos más generales, ¿el marxismo es más
compatible con Lamarck o con Darwin? Ésta es una cuestión mucho más trascendente de
lo que parece a primera vista. Sus implicaciones son profundas y determinantes en el
terreno político y no sólo en el filosófico-científico. Es quizás por esto que fue una de las
cuestiones más candentes y polémicas en la historia de la ciencia soviética.

VI. DARWINISMO Y LAMARCKISMO EN LA UNIÓN SOVIÉTICA


Recordemos únicamente, sin entrar en detalles, que la teoría biológica dominante en
la Unión Soviética durante la época estalinista, entre los años veinte y sesenta, fue la
inspirada por Iván Michurin e impuesta por Trofim Lysenko. El fundamento de esta
biología se encontraba en una forma de lamarckismo que justificaba el tratamiento dado a
semillas y vegetales para producir modificaciones heredables. Michurin y especialmente
Lysenko, en efecto, creyeron poder modificar especies vegetales al transformar sus
ejemplares individuales a través de cambios en el ambiente al que debían adaptarse. Esta
forma de proceder coincidía con las ideas lamarckianas y contradecía claramente la teoría
darwinista. Para Darwin, como sabemos, los cambios evolutivos no aparecen en los
individuos por efecto de su adaptación individual al medio, como lo supone Lamarck,
sino simplemente por un azar que luego será favorecido por la selección natural en un
proceso de lucha por la vida.
La historia de las ciencias biológicas terminó dando la razón a Darwin y no a
Lamarck. Los éxitos prodigiosos de Michurin en el campo de la ciencia agrícola sólo son
comprensibles en una perspectiva darwinista y no lamarckiana. Por el contrario, los
errores de Lysenko, así como sus efectos desastrosos para la agricultura soviética, pueden
explicarse fácilmente por la manera en que se aferró a una forma particularmente
simplista de lamarckismo.
Aunque a veces haya invocado el darwinismo, Lysenko era lamarckiano y no dejó de
perseguir despiadadamente a los auténticos darwinistas con el apoyo del régimen
estalinista. Sabemos que su doctrina, entusiastamente respaldada por Stalin, se convirtió
en el ideal y el prototipo normativo de la ciencia soviética. Hubo que esperar hasta la
desestalinización para que Lysenko se viera desacreditado. Aparentemente se
comprobaron sus errores, pero también sus fraudes y sus crímenes, y quedó claro para
toda la comunidad científica soviética y extranjera que se trataba más de un charlatán y de
un esbirro del régimen que de un hombre de ciencia. Al menos ésta es la historia oficial,
aceptada y consensuada, y si nos atenemos a ella, quizá convenga que nosotros los
marxistas nos deslindemos de cualquier lamarckismo de triste memoria y postulemos
como principio la compatibilidad entre el marxismo y el darwinismo.
Después de todo, la concepción darwinista de lucha por la vida parece compatible

33
con la noción marxista-marxiana de lucha de clases, mientras que la idea lamarckiana de
adaptación tan sólo parece respaldar un adaptacionismo social correlativo del
autoritarismo burocrático estalinista. La actitud de Stalin ante los hombres, en efecto, no
difiere mucho de la actitud de Lysenko ante los vegetales. Ambos creen poder modificar
las especies al forzar la adaptación de sus ejemplares individuales. Darwin, en cambio,
parece coincidir más con Marx y con sus seguidores, como intentaré mostrarlo en el
siguiente apartado.

VII. AZAR Y LUCHA EN DARWIN


Existen ya múltiples reflexiones acerca de la relación entre el marxismo y el
darwinismo (v.g. Gerratana, 1973; Ball, 1979; Mocek, 2000; Hodgson, 2006). Sin
embargo, hasta donde yo sé, hay un punto crucial que no ha sido suficientemente atendido
y que deseo abordar aquí de manera un tanto expeditiva. Siento que tengo la capacidad y
el derecho de hacerlo, ya que se trata de un punto general de índole más bien filosófica y
política, y no de algo demasiado específico y abstruso que debamos dejar en manos de los
especialistas en el campo de la biología. Me refiero a la relación estrecha que Marx y
Darwin establecen entre el azar y la lucha en el origen de las transformaciones.
Empecemos por la teoría darwinista y recordemos rápidamente su contradicción con
respecto a la teoría lamarckiana. Mientras que Lamarck pensaba que un organismo se
transformaba con el propósito de adaptarse al medio y luego heredaba su transformación
a sus descendientes, Darwin consideraba que el organismo se modificaba por azar, y
luego, si la modificación era ventajosa, particularmente poniéndolo en una situación de
fuerza en su lucha por la vida, entonces el organismo tenía mayor probabilidad de
sobrevivir, tener descendencia y heredar su modificación a sus descendientes.
Darwin pone lo que sucede por azar y la subsecuente lucha por la vida en donde
Lamarck pone lo que se hace con un propósito y la resultante adaptación al ambiente.
Desde luego que la adaptación juega también un rol decisivo en Darwin, ya que las
modificaciones más adaptadas serán las favorecidas por la selección natural. Sin
embargo, en la teoría darwinista, el individuo no cambia para adaptarse como en la teoría
lamarckiana, sino que se transforma por azar y esto hace que se adapte mejor al estar en
una situación ventajosa en su lucha por la vida.
El desencadenamiento de todo el proceso evolutivo, la mutación genética individual
tal como la concibe Darwin (1860), es una “desviación accidental” (p. 94), una
“alteración accidental” (p. 189), una “variación accidental producida por causas
desconocidas” (p. 209). El primer paso de la evolución es un accidente, sucede por azar y
sin propósito, ocurre porque ocurre, tiene un carácter aleatorio y no obedece a una
teleología como la supuesta por Lamarck. En el segundo paso evolutivo, el individuo
mutante será favorecido por la selección natural simplemente porque su mutación
“accidental” habrá sido “provechosa” (p. 242). El individuo sacará provecho de su
mutación, para ser más precisos, al tener éxito en una situación de “lucha por la
existencia”, disputa por los alimentos, rivalidad por las parejas reproductivas, “batalla tras
batalla” contra las otras especies, defensa contra los “enemigos”, pugna contra los
“competidores”, etc. (pp. 60-79). Es en esta situación de lucha, de violencia y de
conflicto, en la que se decide si lo azarosamente adquirido habrá de poner al individuo en
una posición de fuerza que le permita sobrevivir, reproducirse y trasmitir lo adquirido a la

34
especie.
Digamos que la especie tan sólo puede adquirir por la fuerza, por la violenta lucha
entre los individuos, aquello que los individuos hayan adquirido por azar. En otras
palabras, la casualidad produce individualmente lo que sólo se hace valer y se impone
colectivamente a través de la competencia, la rivalidad, el conflicto, la violencia
despiadada que reina en la naturaleza.
Un azar individual y una lucha colectiva están entonces en el origen de la evolución.
La transformación evolutiva implica originariamente el azar y la lucha, la
indeterminación y la contradicción, la casualidad y la conflictividad, lo aleatorio y lo
beligerante, la contingencia y la violencia.

VIII. LUCHA EN MARX

Al igual que Darwin, Marx también considera el papel del azar y de la lucha en el
origen de cualquier transformación. El origen mismo de la transformación de la nada en
algo, el origen de todo lo que existe, implica la indeterminación y la contradicción en
aquella doctrina epicúrea con la que el joven Marx (1841) parece coincidir en su tesis
doctoral. Según esta doctrina del clinamen, tal como es expuesta en De rerum natura,
todo se origina en una “decisión” que está “desligada del destino” (Lucrecio, 255, p. 187)
y que hace “luchar en contra” de cualquier “fuerza exterior” y “estorbarla” (275-280, pp.
187-188). Todo proviene, para ser precisos, de la “desviación” contingente de las
primeras partículas y de los resultantes “golpes” entre ellas (216-224, p. 185), es decir, en
los términos de Marx (1841), de la “repulsión” entre los átomos que se “encontraron”
unos a otros al “declinar sin causa”, al “desviarse” de su “línea recta”, comportándose y
existiendo así de modo “carente por sí mismo de causa” (pp. 33-36). Todo empieza, en
efecto, cuando el azar hace que los átomos existan y se desvíen hasta colisionar con otros
átomos con los que habrán de engarzarse en una especie de lucha primigenia que
permitirá su vinculación y su agregación en la composición de las cosas.
Es verdad que el elemento de lucha no está suficientemente elaborado en Lucrecio,
que tiene un carácter más connotativo que denotativo, que alegoriza la física y que no
puede ser pensado sino como una designación metafórica del encuentro entre los átomos.
Pero también es verdad que la noción del encuentro como encontronazo, como choque o
colisión entre las partículas, parece implicar ya cierta forma elemental de contradicción, e
incluso de lucha y de violencia, aunque desde luego no —insistamos— en el plano
trascendente de la realidad física, sino en la inmanencia de un discurso, que es lo que nos
interesa en Marx lo mismo que en Darwin, así como fue también lo que le interesó a
Marx en su comprensión de Epicuro.
El caso es que el joven Marx parece aceptar la noción profundamente paradójica de
una colisión en el surgimiento de la consistencia, de una contradicción anterior a la
existencia, de una oposición constitutiva de la identidad. En términos aristotélicos, la
lucha es aquí la entelequia, la realización en acto de la esencia de todo lo que existe. El
ser debe luchar para salir de su potencialidad y conquistar cierta realidad. Todo se realiza
por la violencia. Esto se hará más claro en las concepciones históricas, políticas y sociales
de Marx, en las que todo se origina en la violencia de las tensiones y antagonismos entre
fuerzas, clases, intereses e ideologías. Un postulado marxiano fundamental,
frecuentemente olvidado por su aparente simplicidad, es que “la guerra se ha desarrollado

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antes que la paz” (Marx, 1858, p. 30).
En el mundo humano como en el inhumano, tal como se los representan Marx y sus
seguidores consecuentes, el conflicto estará en el origen de todas las cosas y por ende
también de todas las transformaciones que hacen aparecer nuevas cosas diferentes de las
anteriores. La existencia es precedida por la transformación que es a su vez provocada por
una lucha originaria. Se lucha, luego se existe. No hay manera de que algo exista sin que
se violente de algún modo aquello a lo que se arranca. La violencia es anterior a la
existencia. Se existe luchando. En esta dialéctica ontológica marxiana y marxista que
invierte la del sentido común, se empieza por luchar, incluso antes de existir y de ser lo
que se es, ya que lo que hay resulta de una lucha que lo hace cobrar cierta existencia y
diferenciarse de lo demás, desgarrarse de lo diferente, volviéndose, al menos por un
instante, idéntico a sí mismo. De ahí que Mao Tse-Tung (1939) postule categóricamente
que “sin lucha no hay identidad” (p. 129).
Todo lo que existe surge de procesos y transformaciones atravesados por el elemento
de lucha. Mao (1939) nos explica también cómo este elemento de lucha “recorre los
procesos desde el comienzo hasta el fin y origina la transformación de un proceso en otro;
la lucha entre los contrarios es omnipresente, y por lo tanto decimos que es incondicional
y absoluta” (p. 128). Es a fuerza de lucha que se hace cualquier historia. La trama
histórica se teje con violencia. Conocemos la escandalosa fórmula del Capital en la que
se define la violencia como “potencia económica” y como “comadrona de toda sociedad
vieja que lleva en sus entrañas una sociedad nueva” (Marx, 1867, p. 639). Conocemos
también la proclamación final del Manifiesto Comunista en la que se afirma sin ambages
que los objetivos enunciados “tan sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia
todo el orden social existente” (Marx y Engels, 1848, p. 60). Esta concepción de la
violencia como herramienta imprescindible y como partera de la historia se ha transmitido
a la tradición revolucionaria marxista, especialmente a través de Lenin, quien siempre
admitió el “carácter inevitable de la revolución violenta” (Lenin, 1918, p. 287) y tuvo
claro que “los grandes problemas en la vida de los pueblos se resuelven solamente por la
fuerza” (1905, p. 140).

IX. AZAR EN MARX


Además del elemento violento y conflictivo, Marx adopta el elemento contingente o
azaroso del origen, el cual, como bien sabemos, ha sido enfatizado por el viejo Althusser
(1988) en su “materialismo aleatorio” (pp. 30-31). Según este materialismo, el origen de
las cosas no puede explicarse por una causa final o inicial. No hay originariamente nada
por lo cual o para lo cual deba existir lo que existe. Si los átomos se desvían de su línea
recta, si colisionan y componen las cosas, es por un simple azar y por nada más.
Cualquier otra explicación tendrá que darse en el ámbito etéreo de las ideas, en el cielo
del idealismo, y hará entonces que traicionemos la perspectiva materialista del marxismo.
Un verdadero materialismo, tal como lo ve Althusser a partir de Marx y Epicuro,
tendrá que ser aleatorio porque sólo así encontrará el origen de todas las cosas en un
acontecimiento material y no en la idea explicativa hipotética de una causa o de una
finalidad. Por ejemplo, no es que se luche porque se debe existir, sino que se lucha, luego
se existe. La existencia no tiene un valor explicativo porque lo que lucha no lo hace
porque tenga en mente existir. ¿Cómo habría de tener algo en mente si todavía no existe?

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Habrá existido retroactivamente por la lucha, pero eso no basta para explicar la lucha por
su existencia. Cualquier explicación adquiere aquí un carácter idealista.
Ser materialista es reconocer lo inexplicable, incomprensible, impensable,
irreductible a las ideas. En el caso de la violencia, para concebirla de modo materialista,
no se le debe pensar a través de un esquema comprensivo-explicativo como el que la
integra teleológicamente ya sea en una lucha por la vida o en un parto de la historia.
Como veremos, este parto y esta lucha pueden admitirse de un modo materialista como
formas de existencia de la violencia, pero esto supone que no intervengan como ideas
referidas a las causas o los fines de los efectos violentos que intentamos comprender o
explicar.
Cierta violencia puede ser por la vida, porque se está vivo y se lucha por la vida,
porque la vida intenta mantenerse o perseverar en el estar vivo, pero todo esto no quiere
decir que la violencia existe para que la vida sea. La vida no puede bastar para dar
sentido a la violencia porque la vida misma no tiene un sentido, lo que no excluye, por
cierto, que sea violenta o se valga de cierta violencia. De igual modo, no hay parto de la
historia que no sea violento, pero esto no significa necesariamente que hay violencia para
que se haga la historia. Digamos que el parto de la historia no es el significado intrínseco
de la violencia.
Podemos considerar, pues, que la concepción marxiana de la violencia como partera
de la historia tiene un carácter idealista heredado presumiblemente de Hegel. Sin
embargo, como lo ha mostrado Vittorio Morfino (2006), hay momentos en los que Marx
parece liberarse de la dialéctica teleológica hegeliana, como cuando considera que la
“disolución” de la estructura feudal hizo que “salieran a la superficie los elementos
necesarios para la formación” de la estructura capitalista (Marx, 1867, p. 608). La
violencia de las revoluciones burguesas no es aquí para la formación de la nueva
estructura, sino por la disolución de la vieja estructura. Y esta desestructuración es
porque es, de modo inexplicable, pero también inevitable, como una inevitable tendencia
desviante intrínseca de los componentes de cualquier estructura.
En Marx, independientemente de cualquier hipótesis explicativa económica de la
agudización de las contradicciones, los elementos estructurales tienden a desviarse,
desajustarse, desorganizarse o dislocarse, lo que provoca irremediablemente una violencia
revolucionaria que permite a su vez el nacimiento de la nueva sociedad. La
desestructuración y la resultante violencia posibilitan así el curso de la historia, pero no
suceden por la historia ni para ella. Sencillamente suceden porque suceden, porque así es,
de manera inexplicable. No es necesario explicar la violencia para justificarla.

X. DIFICULTAD E IMPOSIBILIDAD DE LA EXPLICACIÓN


El reconocimiento de lo que no puede explicarse, como gesto fundacional del
materialismo aleatorio, no aparece de un momento al otro en el desarrollo del
pensamiento althusseriano. Althusser empieza por apreciar la dificultad de la explicación
para terminar admitiendo la imposibilidad de la explicación. Antes de reconocer lo
inexplicable, en efecto, el filósofo marxista francés descubre lo que distingue la dialéctica
materialista marxiana-freudiana de la dialéctica idealista hegeliana, esto es, la
“sobredeterminación”, la “acumulación” de las “determinaciones eficaces”
superestructurales o ideológicas, la infinidad de causas que sólo puede aparecer como una

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infinidad de azares que resulta ininteligible y que desafía cualquier explicación
económica (Althusser, 1965, pp. 87-116). La economía sólo constituye la determinación
en última instancia, pero luego llega la sobredeterminación ideológica y todo se complica
hasta el punto de resultar incomprensible. ¿Cómo comprender o aprehender el número
infinito de factores que intervienen?
Cualquier acontecimiento histórico es demasiado complejo como para poder
comprenderse por completo. Esto es algo que sentimos ya de manera muy vívida en
algunos análisis históricos de Marx (1852), así como en la confianza de Rosa
Luxemburgo (1905) en una espontaneidad prescrita como la mejor actitud ante una trama
histórica inextricable, incontrolable, ininteligible, incomprensible. Ante algo tan
enmarañado que no puede ni siquiera pensarse, no hay estrategia que valga. Mejor ser
espontáneos y dejarlo todo a ese azar que es el nombre de una sobredeterminación tan
compleja, tan impenetrable, tan inabarcable, que no puede tornarse consciente. Semejante
complejidad inconsciente es una característica esencial del mundo en su materialidad. Lo
material es irreductible a lo ideal, al pensamiento, precisamente porque su complejidad,
aunque determinante, resulta impensable.
Un materialista sabe que no puede pensar la determinación en su totalidad. Es por
esto que sabe también que todo aquello que lo rodea, en cuanto determinado, resulta
incomprensible. No hay sujeto capaz de comprender la determinación de la trama
histórica. Y si es así, mejor será considerar la historia, no sólo subjetivamente
incomprensible, sino también objetivamente inexplicable, ya que no hay nadie además
del ser-humano-que-no-puede-comprenderla. ¿Quién se la explicaría? ¿Quién la
comprendería para explicarla? No hay un ser omnisciente, Dios o Gran Otro, que pueda
explicar la historia. Esta historia debe aceptarse entonces como inexplicable.

XI. MARXISMO Y DARWINISMO


Hay un elemento inexplicable que suele pasar desapercibido cuando se analiza la
forma en que Marx describe el origen de la violencia revolucionaria y de las
transformaciones históricas. De igual modo, cuando se lee actualmente a Darwin, suele
subestimarse lo que resiste a la explicación en las mutaciones biológicas individuales que
se encuentran en el origen mismo de la lucha por la vida y del movimiento evolutivo. Hay
aquí, en lo inexplicable, una coincidencia fundamental entre las perspectivas marxista y
darwinista. Y además, en ambos casos, como lo hemos visto, el origen inexplicable tan
sólo suscita sus efectos en la contradicción, en el conflicto, en la violencia y en la lucha.
Si Marx define la historia como una violenta historia de la lucha de clases, Darwin se
representa la evolución como una evolución de la no menos violenta lucha por la vida. Y
ambas luchas, de clases y por la vida, presentan similitudes asombrosas. ¿Cómo no sentir
aquí la tentación de concebir la lucha de clases como una modalidad específicamente
humana de la lucha por la vida?
¿Cómo no ver una lucha por la vida en el funcionamiento y desgarramiento interno
de cualquier sociedad? Es lo que tiene en mente Plejánov (1895) cuando nos habla de
aquella “lucha por la existencia” por la que se activaría y justificaría la economía (p. 127).
Esta idea le permite al marxista ruso considerar en términos más amplios y generales el
elemento social beligerante o conflictivo del marxismo, e ir así más allá de la simple
“voluntad de vivir” de Kautsky (1909, pp. 41-48). Sin embargo, tanto en Plejánov como

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en Kautsky, asistimos a una peligrosa naturalización de lo histórico, la cual, por sí misma,
cuando la llevamos hasta sus últimas consecuencias, puede terminar conduciéndonos al
evolucionismo social de Herbert Spencer, esta vez no a su orientación básica
epistemológica lamarckiana, sino a su reorientación política darwinista, la más
estrechamente ligada con su doctrina ultra-liberal.

XII. LUCHA POR LA VIDA Y LUCHA POR LA EXPLOTACIÓN


El razonamiento spenceriano es bien conocido y subyace a muchas justificaciones de
la economía liberal y neoliberal. Es nuestra libre “competencia”, entendida como “lucha
por la vida”, la que ha permitido que “se distinga la civilización del salvajismo” (Spencer,
1891, p. 448). Cuando consideramos que nuestra lucha de clases no es más que una
manifestación específicamente humana de la violenta lucha por la vida, concluiremos que
lo natural es que la lucha sea ganada por la clase dominante, es decir, por la que ha
demostrado estar compuesta de los más fuertes. ¿Acaso la fuerza no se evidenciaría en la
dominación? Al dominar, la clase dominante ejercería exitosamente su propia fuerza. Este
éxito social de los más fuertes nos fortalecería como especie humana. Si es que
ayudáramos a los débiles e impidiéramos que los más fuertes les ganaran, los dominaran,
los violentaran y explotaran, entonces obstaculizaríamos la evolución e iríamos así contra
los designios de la naturaleza y contra el interés colectivo de la humanidad.
Es por la evolución de la humanidad que Spencer justifica su posicionamiento ultra-
liberal y anti-socialista. Su “oposición al socialismo”, como él mismo lo afirma, “resulta
de la creencia de que detendrá el progreso hacia un estado superior y hará que regresemos
a un estado inferior” (Spencer, 1891, p. 468). Desde este punto de vista, el socialismo
implica regresión, degeneración o involución, y aparece como un involucionismo social
que se opone diametralmente al evolucionismo spenceriano.
El problema de la doctrina evolucionista social de Spencer no estriba sólo en la
crueldad y el cinismo de sus conclusiones, sino en la falacia naturalista de la que parte su
razonamiento. Podemos detectar esta falacia en dos presuposiciones tácitas. En primer
lugar, se presupone que la dominación es una capacidad que procede naturalmente de la
fuerza intrínseca de los grupos o individuos que dominan, cuando es claro que la clase
dominante domina con la fuerza que adquiere artificialmente de aquellos a los que
explota. La explotación, como transferencia de fuerza de los explotados hacia los
explotadores, implica simultáneamente el debilitamiento de los explotados y el
fortalecimiento de los explotadores. Estos últimos, una vez fortalecidos con la fuerza de
aquellos a los que han explotado, pueden fácilmente mantener su ventaja en cualquier
lucha de clases.
En segundo lugar, se presupone que las clases que se enfrentan son como especies
naturales que deben contender unas con otras para sobrevivir. Así como las orcas y las
ballenas lucharían por la vida cuando pelean a muerte, las primeras para alimentarse y las
segundas para no servir de alimento a las primeras, así también los capitalistas y los
obreros se enfrentarían por la vida, los capitalistas para vivir de los obreros y éstos para
mantenerse con vida. Según la hipótesis liberal y neoliberal, nuestro mundo humano sería
como el mundo animal: reinaría la ley de la selva; todos lucharíamos para sobrevivir;
tanto los explotadores como los explotados estarían luchando por su vida. Quizás esto sea
verdad, al menos en parte, cuando nos referimos a los explotados que efectivamente

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luchan por su vida cuando combaten a quien se las arrebata para explotarla como fuerza
de trabajo. Sin embargo, en el caso de los explotadores, tan sólo en circunstancias
históricas excepcionales, en situaciones límite, podremos decir que hacen lo que hacen
por su propia supervivencia.
Lo normal es que los explotadores no luchen para sobrevivir, sino para conservar sus
privilegios, para no dejar de captar sus ganancias, para seguir explotando, para no
explotar menos, para mantener la explotación en los mismos niveles o en niveles
superiores. Y si el explotador dejara de explotar, no por ello dejaría de vivir. Su vida no
está en juego en su explotación. Cuando lucha para explotar, no lucha para vivir. Su lucha
no es por la vida.

XIII. LUCHA POR LA VIDA Y LUCHA POR LA MUERTE

Los humanos explotadores no son como las orcas, los tigres y otros animales
carnívoros que deben cazar a sus presas para alimentarse y sobrevivir. En el contexto
específico de nuestra sociedad, los capitalistas no se arrojan sobre sus víctimas humanas
para alimentarse y sobrevivir, sino para enriquecerse, capitalizarse o acumular más
capital. Digamos que los capitalistas no luchan por conservar su vida como vida, sino
para explotar otra vida como fuerza de trabajo. Por el contrario, como ya Marx nos lo ha
mostrado suficientemente, los obreros explotados sí que luchan por conservar la vida
como vida cuando luchan contra la explotación de esta vida como fuerza de trabajo.
Aquí debemos entender bien que al ser explotada como fuerza de trabajo, la vida ya
no es exactamente lo que solemos entender por vida. Ya no es aquello que suponemos
perdido cuando nos lamentamos por no vivir o por no sentirnos vivos. Ya no es la vida
poseída y experimentada como tal por el propio sujeto, la vida gozada y sufrida como
experiencia pulsional tan plena como inútil, sino que se convierte en ese trabajo útil y
predominantemente mecánico, desvitalizado, que es el trabajo del capital, es decir, la
esencia misma del capital, aquello que le permite ser lo que es, aquello que requiere para
poder llegar a realizarse al incrementarse y acumularse. Lo que distingue al capital del
simple dinero, en efecto, es que existe al expandirse a través de una vida comprada como
una mercancía y así remunerada para ser neutralizada, gastada, consumida, usada,
explotada como fuerza de trabajo (Marx, 1858).
La explotación debe apoderarse de la vida para poder transmutarla primero en el
trabajo del capital y luego en el capital mismo. Considerando que el capital está muerto y
que sólo puede producirse al explotar la vida, podemos aceptar con Marx (1867) que la
explotación capitalista, como transmutación de la vida en capital, es creación de algo
muerto a partir de la destrucción de algo vivo. La explotación capitalista, en definitiva, es
agotamiento de la energía vital, consumo de lo vivo, muerte de la vida. Por lo tanto,
cuando el capitalista lucha por la explotación y contra el explotado, está luchando por la
muerte y contra la vida, por el capital muerto y contra el trabajador vivo.
Es erróneo, pues, considerar que el capitalista lucha por la vida. Su lucha no es por la
vida, sino por la muerte. Por consiguiente, si queremos abordarla correctamente, no será
en una perspectiva darwinista que sólo considera la lucha por la vida y no una lucha por
la muerte como la del capitalista.
La descripción marxiana y marxista del capitalismo requiere una perspectiva teórico-
epistemológica en la que sea posible conceptualizar la muerte como aquello por lo que se

40
lucha, como fin y propósito, como impulsión y motor efectivo. Esta perspectiva no se
encuentra en Darwin, pero sí en otro de los revolucionarios copernicanos y maestros de
la sospecha, en Freud (1920), que por esto y por mucho más aparece como complemento
indispensable de Marx. El marxismo quizás necesite del evolucionismo de Darwin para
explicar y justificar una lucha como la del trabajador, pero tendrá que recurrir al
psicoanálisis de Freud para entender y condenar la violencia mortal del capitalista. La
necrología freudiana del capital debe agregarse a la biología darwinista de la humanidad
ultimada por el capital (Vygotsky y Luria, 1925).
Sólo a través del psicoanálisis puede tenerse una visión global del desgarrador
conflicto psicosocial entre el mortífero capitalismo y la vida humana en la sociedad
disociada y en la individualidad dividida. Esto permite ir más allá del cuestionamiento
que se mantiene aferrado, en su biologicismo, psicologismo e individualismo, a la
relación biológica exterior entre un individuo y un orden social concebido como una
suerte de medio ambiente. De lo que se trata es de complicar, profundizar y radicalizar la
“crítica del orden social”, y no, como lo imaginaba Reich (1933), de reemplazarla por la
resignación ante la “voluntad biológica de sufrir” (pp. 234-235). La teoría freudiana de la
pulsión de muerte no descarta el arma de la crítica, sino que la afila con la explicación de
lo hasta entonces inexplicable.

XIV. LUCHA ENTRE LO VIVO Y LO MUERTO


El capitalismo crea una situación tan sólo explicable en la teoría freudiana, pero
inexplicable desde el punto de vista de Darwin y en espera de explicación en la
perspectiva de Marx y de sus seguidores. Tal como se concibe en el marxismo, la lucha
de clases propia del sistema capitalista sólo es una lucha darwinista por la vida cuando se
considera subjetivamente desde el punto de vista del obrero. Tenemos entonces lo que
Lacan (1954) describía como el “mito” del “Sr. Darwin”: aquella “lucha a muerte” que
precede la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, una “relación destructora y mortal”
entre las clases, una lucha de los “devorados” contra los “devoradores” (pp. 276-277). Es
así como la lucha de clases aparece en el espejo de lo imaginario para la conciencia de
clase del obrero. Sin embargo, contemplada objetivamente en su totalidad y sin abstraer
sus aspectos real y simbólico, la lucha de clases no sólo es una lucha por la vida, sino una
lucha entre dos luchas, entre una lucha por la vida y otra lucha por la muerte, entre la
trinchera del obrero y la del capital, entre la resistencia de lo real y el imperio de lo
simbólico, entre la fuerza vital del sujeto y la inercia mortal de un “objeto desvitalizado”
(p. 278). Por lo tanto, en un sentido aún más profundo, es una lucha entre un ente
personal animado y otro ente impersonal e inanimado, entre alguien vivo y algo muerto,
pero también entre el trabajador que da la vida y el capital que se la quita, entre una
persona vivificadora y una cosa mortífera.
De entrada, cuando el capital se encuentra con el obrero, es una cosa muerta la que se
enfrenta contra una persona viva. Desde luego que el capital puede encarnarse y en cierto
sentido vivir a través del capitalista (Marx, 1867). Pero el capital no es en sí mismo el
capitalista, no es un ser vivo, no es un ser humano, así como tampoco es un animal, una
horca o un tigre. El gran error antropológico-filosófico de Spencer y otros liberales y
neoliberales consiste en imaginar que la lucha de clases es una lucha entre personas, entre
seres humanos, entre seres vivos que luchan por la vida. La lucha no es entre seres vivos,

41
sino entre, por un lado, los seres vivos, los trabajadores, y, por otro lado, un ser muerto, el
capital encarnado por los capitalistas.
A diferencia del obrero, el capital no es un ser vivo, sino un ser muerto. De ahí que
Marx (1867) lo describa metafóricamente como un “vampiro” que “no sabe alimentarse
más que chupando trabajo vivo” (p. 179). Este vampiro, este ser muerto y no vivo, es
paradójicamente la única especie que parece luchar por la vida cuando los capitalistas
luchan contra los trabajadores. Lo paradójico del vampiro del capital es que su lucha por
la vida es una lucha por la muerte, por neutralizar mortalmente la vida, por apoderarse de
la vida para explotarla y así mantener viva su propia existencia muerta. Es para mantener
viva su propia muerte que el capital debe luchar contra la humanidad. Si quisiéramos
resumir su lucha en tres palabras, invocaríamos la macabra consigna fascista en la Guerra
Civil Española: “¡Viva la muerte!”.
Digamos que la lucha vampiresca por la vida es una lucha por mantener viva la
muerte. Es una lucha mortal y no vital, aparentemente más involutiva que evolutiva y por
lo tanto incomprensible para el evolucionismo, indescriptible mediante las categorías
darwinistas y lamarckianas, quizás porque no se trata de algo natural, sino antinatural,
cultural, artificial. El vampiro del capital, en efecto, no es una especie natural, sino un
monstruo creado por el hombre.
No hay aquí, en el vampiro del capital, un instinto vital como el que suscita la lucha
por la vida y mantiene la vida en todos los rincones de la naturaleza. Lo que hay es eso
monstruoso, tan inhumanamente humano, que destruye la vida también ya en todos los
rincones de la naturaleza devastada, desnaturalizada, y que el discurso freudiano ha
designado con el concepto de pulsión de muerte (Freud, 1920). Esta pulsión es aquello en
lo que se convierte finalmente nuestra vida, nuestra pulsión vital neutralizada, explotada
como fuerza de trabajo en el capitalismo. La explotación capitalista puede
conceptualizarse así como el proceso por el que la pulsión vital del obrero,
frecuentemente conceptualizada como instinto vital, se transmuta en la pulsión de muerte
del capital.
Si el capital nos explota, es para matar la misma vida que transforma en su pulsión de
muerte, y si el obrero se deja explotar, es por el instinto vital que lo hace querer
mantenerse con vida. Lo vivo busca seguir vivo así como lo muerto busca imponer su
muerte. La muerte y la vida tienden a lo mismo que son y es por eso que deben luchar
entre sí. De este modo, sin recaer en una teleología como la de Hegel, podemos decir con
Spinoza (1674) que tanto la muerte como la vida, tanto el capital como el trabajo,
sencillamente “se esfuerzan en perseverar en su ser” (III, prop. VI, p. 142).
En un plano ontológico y no teleológico, el trabajador y el vampiro se esfuerzan en
perseverar en su ser. Lo vivo lucha lógicamente por su vida como lo muerto lucha
lógicamente por su muerte. La diferencia, en definitiva, es entre la gangrena y lo que
resiste a la gangrena, entre la violencia de la muerte y la violencia de la vida, la segunda
respondiendo a la primera, duplicándola e invirtiéndola, reflejándola, pues la violencia,
aun cuando es por la vida, no deja por ello de causar la muerte.

XV. REINO DE LA VIOLENCIA

Digamos que la violencia mata incluso cuando se desata por vivir. De ahí que la
lucha por la vida, contra la muerte, aparezca también como un reflejo de la correlativa

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lucha por la muerte. Quizás éste sea el sentido más general de la idea sartreana de la
violencia del colonizado como la del colonizador que se le “regresa”, que “reemerge”
sobre él como su propio reflejo que “viene desde el fondo del espejo para encontrarlo”
(Sartre, 1961, pp. 25-26).
Si debe haber en el espejo una lucha por la vida, es porque hay delante una lucha por
la muerte, porque la muerte acecha y hay que luchar a muerte contra ella. Matar o morir
es el dilema en cualquier campo de batalla. Como lo nota Serge (1925), una vez que hay
una metralleta, “hay que elegir entre estar delante de esta cosa real o estar detrás de ella,
entre servirse de la simbólica máquina de matar o servirle de blanco” (p. 106). No hay
lugar aquí más que para la violencia. Ocurre lo mismo en el sistema capitalista. El
capitalismo, como el colonialismo al que se refiere Fanon (1961), “es violencia y no
puede inclinarse más que ante una mayor violencia” (p. 61). El reino del capital es un
reino de violencia, de fuerza, ya que “entre opresores y oprimidos todo se resuelve por la
fuerza” (p. 71).
Entre la lucha por la muerte y la lucha por la vida, todo se decide en la lucha, en la
violencia, en la muerte. Es como si fuera la muerte la que siempre terminara ganando, ya
que independientemente del propósito, del contenido, es ella la que impone la forma, el
método, las reglas del juego. Y la regla de las reglas es recurrir a la violencia, luchar,
matar aun cuando es para vivir. Esta ley de la selva es la que impera en la civilización, al
menos en la civilización occidental, en la que ya ni siquiera podría uno decir con seriedad
que “la no-violencia es la ley de nuestra especie, como la violencia es la ley de las
bestias” (Gandhi, 1920, p. 45). Es en la bestialidad humana, proyectada una y otra vez en
las bestias, en la que no sólo se requiere matar para vivir, sino que se debe matar para
vivir, para seguir viviendo, luchando, matando. La muerte es nuestro imperativo y no una
simple necesidad. Es nuestro goce de la pulsión y no un medio para satisfacer el instinto.
No es medio, sino forma de vida. Es incluso, en cierto sentido, el fin mismo de la vida
humana. Tal vez todo esto corrobore la tesis freudiana-lacaniana: “toda pulsión es
virtualmente una pulsión de muerte” (Lacan, 1964, p. 329).
Lacan tan sólo podría permitirnos concebir la lucha de clases entre la pulsión de
muerte y la de vida, entre la explotación capitalista y la emancipación comunista, como el
efecto de una tensión entre la recta mortal y su desviación vital contingente, inexplicable,
que termina regresando a la muerte al enfrentarse a muerte contra ella. Sin embargo,
como también lo advierte Lacan (1955), la pulsión de muerte sólo nos “devuelve a la
muerte” a través de aquella vida, lucha por la vida, que “dibuja una cierta curva” (p. 116).
En suma: se vive para morir, pero se muere porque se vive. Y lo que es peor: se lucha por
la muerte mientras se lucha por la vida, pero sólo se lucha en la vida, con ella y a costa de
ella.
Mientras luchaba por el comunismo, el revolucionario bolchevique de 1917 luchaba
ya por lo que terminó de triunfar en 1991, pero no dejaba por ello de ser un comunista.
Sencillamente nadie sabe para quién trabaja. Sólo se habrá sabido cuando llegue el
momento, après-coup, nachräglich. Nada más absurdo; nada menos teleológico, menos
racional, menos idealista. Estamos aquí en el más puro y opaco materialismo. Y aun aquí,
las dos pulsiones, la de vida y la de muerte, consiguen diferenciarse gracias a la capacidad
asombrosa que tiene la vida, incluso en su agonía, para posponer el momento de la
muerte. 1991 tardó 74 años en llegar. Es una buena edad para morir.

43
XVI. EL TORO Y EL TORERO

La vida no deja de luchar por ella misma y contra la muerte. Esta lucha de la vida por
la vida tiene una universalidad que la “post-política” intenta pulverizar en
“reivindicaciones puntuales”, pero la satisfacción de tales reivindicaciones resulta
siempre decepcionante, y si esto es así, y si la lucha por la vida insiste y subsiste, es
quizás precisamente porque su “dimensión universal” no depende tan sólo, como diría
Žižek (2010), de una “universalización metafórica” (pp. 43-44). Más allá de cualquier
metáfora, podría tratarse de una lucha ontológica universal, en el universo del sistema
simbólico humano de nuestra civilización, entre lo muerto y lo vivo, entre el significante
y el sujeto, entre el vampiro del capital y el trabajador vivo, y luego también, de manera
derivada, entre las tendencias intrínsecas de lo vivo y de lo muerto: entre la pulsión de
muerte y el instinto vital, entre una lucha por la muerte y otra por la vida, entre el proceso
del capital y el del trabajo, entre “el símbolo” como “muerte de la cosa” y la “eternización
del deseo” que tal muerte “constituye en el sujeto” (Lacan, 1953, p. 317). Es la misma
lucha que se libra entre la violencia cultural y la natural, entre el sadismo humano
refinado y la furia salvaje de la bestia, entre lo representado simbólicamente por el torero
y lo animado realmente en el toro.
Si me refiero a la fiesta brava, es porque me parece que escenifica y dramatiza
elocuentemente una de las oposiciones más fundamentales que articulan cualquier lucha
de clases. Hay algo revelador en las corridas. Quizás ésta sea la única razón por la que
uno podría llegar a oponerse a que las prohíban. Una vez que dejen de existir, puede ser
que se nos olvide todo lo que nos descubren de nuestra cultura y del capitalismo.
De algún modo presentimos hoy en día que aquello que nos encoleriza en las bolsas
de valores tiene que ver con lo que nos indigna en las plazas de toros. También
alcanzamos a vislumbrar cierta identidad común entre la violencia de la fiesta brava y la
del Estado capitalista, entre el torero y el esbirro del sistema, entre el rejoneador y el
granadero embistiendo a los manifestantes, entre el matador y el sicario del gobierno
asesinando a periodistas y estudiantes en México.
El capitalismo, con su brazo armado gubernamental, ha sido más efectivo que el
darwinismo en la reconciliación de la humanidad con su animalidad. La destrucción
capitalista del mundo nos hace ver las corridas con otros ojos y nos recuerda nuestra
propia destrucción bajo el capitalismo. Nos reconocemos en el toro engañado, explotado
y aniquilado al igual que nosotros. Como nosotros, más allá de cualquier metáfora, lucha
por la vida, contra la muerte, contra la lucha por la muerte, pero al final, confirmándonos
el carácter ilusorio de la teleología, es como si tan sólo hubiera luchado por su propia
muerte.
No por casualidad, los colectivos que exigen la prohibición de las corridas tienen a
menudo una orientación anticapitalista. La oposición a la fiesta brava es también una
opción predominante en la nueva izquierda marxista. El ecosocialismo y el marxismo
animalista no son fenómenos aislados, sino que forman parte de una larga serie de
coincidencias e imbricaciones entre el rojo y el verde, entre el comunismo y el
ambientalismo, entre el socialismo y el ecologismo: una serie que condiciona la
posibilidad de “dislocación” de lo rojo a lo verde (cf. Stavrakakis, 2000, pp. 111-114) y
que no parece consistir sólo en una “articulación” hegemónica de elementos cuya
“identidad” es modificada por su articulación (cf. Laclau y Mouffe, 1985, p. 105). Hay

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algo fijo estructural, inmodificable, que no es ni coyuntural ni contingente ni puramente
metafórico y que permite la inserción de los elementos en la serie. De ahí que la serie, que
se origina en Marx y que recorre toda la historia del marxismo, presente coordenadas,
perspectivas, continuidades y repeticiones que insisten y que han sido bien reconocidas y
estudiadas (Parsons, 1977; Benton, 1996).

XVII. EL CAPITALISMO Y LA NATURALEZA


El marxismo es también lugar de confluencia entre sensibilidad social y preocupación
ambiental. ¿Pero de qué nos preocupamos, nosotros los marxistas, cuando nos preocupa
el medio ambiente? ¿Qué significa la naturaleza para quienes tan sólo atisban la historia
en el horizonte?
Para los marxistas, al menos fuera de las corrientes naturalistas y humanistas, ha
terminado imponiéndose la convicción de que no hay manera de hablar de la naturaleza
en el sentido tradicional del término. Hablar de ella supone ya recrearla, cultivarla,
pervertirla, ideologizarla. El propio Marx, como ha sido mostrado en la obra clásica de
Alfred Schmidt (1962), ya le da un sentido “socio-histórico” a la naturaleza y hace que
presuponga una “praxis social” (pp. 11-12). Es en gran parte gracias a Marx, de hecho,
que ha llegado a ser “totalmente claro que la naturaleza no es tan natural como parece”,
empleando los términos de Lacan (1977, p. 7).
Hoy sabemos que no es posible concebir lo natural sin desnaturalizarlo. Pero también
sabemos que debemos pensar con urgencia en aquello cuya destrucción pone en peligro
las condiciones mismas de cualquier pensamiento. Aunque sea tan sólo un mundo
formulado por nuestro discurso, debemos salvarlo para que nuestro discurso pueda seguir
siendo articulado. Y la salvación tiene también un carácter discursivo. Esto es así porque
las condiciones de producción del discurso forman parte del mismo discurso, o, para
decirlo en términos lacanianos, “no hay metalenguaje que pueda ser hablado, o, de modo
más aforístico, no hay Otro del Otro” (Lacan, 1960, p. 293).
Todo está en manos del Otro. La preservación o destrucción del mundo entero
dependerá de lo que ocurra en la historia que nos contamos. Esta historia es la que
habremos hecho. Su “escenario”, el de los hechos que se “interpretan”, es también el de
las palabras que se “escriben” (Lacan, 1953, p. 259). Son ellas las que le pondrán un
punto final a nuestra historia. Ésta puede terminarse en cualquier momento. El desenlace
parece estar cerca. Una vez que lo hayamos alcanzado, ya no habrá nada que decir. Se
habrá esfumado aquello de lo que ya no sabemos hablar entre nosotros.
La progresiva destrucción capitalista de la vida en el mundo amenaza con volverse
total, fatal e irreversible de un momento a otro. Esta destrucción viene a confirmar al
menos que el problema de la lucha de clases no era un problema de lucha por la vida,
como se creyó a menudo en el pensamiento liberal, sino que era y sigue siendo un
problema de lucha entre la vida y la muerte, como siempre lo hemos sabido en el
marxismo y como siempre tendríamos que haberlo sabido en el psicoanálisis. Ahora ya no
debería cabernos la menor duda de que el triunfo del capital significa ni más ni menos que
el triunfo de la muerte sobre los seres humanos y sobre los demás seres vivos.

XVIII. CONCLUSIÓN: EL PELIGRO DE LO NECESARIO

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Al final, si permitimos que el capitalismo gane la única guerra mundial que merece
tal nombre, el mundo entero se convertirá en un enorme cementerio. La guerra cederá su
lugar a la paz de los sepulcros. No habrá más que tumbas, y todas abandonadas, como la
de Spencer en Highgate, ya que no habrá humanos para visitar ninguna tumba, y las
cosas, que habrán triunfado sobre ellos, no podrán moverse por sí mismas.
Quizás el triunfo definitivo de las cosas sobre las personas, del capital sobre el
trabajo, de la muerte sobre la vida, sea el fin inevitable al que todo se dirige, el retorno a
lo inanimado al que se refería Freud al presentar su concepto de Tánatos. Lo tanático-
pecuniario habrá sido así la solución final de lo erótico-histórico. Después del breve rodeo
motivado por la pulsión de vida, regresaríamos a la caída marcada por la pulsión de
muerte. La recta se impondría sobre cualquier desviación. Lo necesario triunfaría sobre lo
contingente. Sería un salto del reino de la libertad al reino de la necesidad. Pasaríamos de
la regla de la excepción a la regla sin excepción. Escaparíamos del azar y de la lucha.
Podríamos prescindir al fin de la dialéctica verdaderamente marxista, la histórica, y del
auténtico materialismo, el aleatorio. Saldríamos de la historia para volver a la naturaleza,
quizás arrasada, pero no por ello menos natural.
Quizás muy pronto dejemos atrás la exuberancia de lo simbólico para llegar a lo que
Baudrillard (1978) llamaba el “desierto de lo real” (pp. 5-6). Entenderemos entonces, en
una perspectiva lacaniana, que nuestro sistema capitalista, el más perfecto de los sistemas
simbólicos de nuestra civilización, haya podido alcanzar el goce mortal absoluto al que
aspiramos al satisfacer totalmente la pulsión de muerte a través de la mortificación de
todo lo vivo, la simbolización de todo lo real, la conversión de todas las cosas en
símbolos de su ausencia. Ya no quedará ningún testigo para comprobar que la tumba, el
primero de los símbolos, fue al final también el último y quizás el único. Si así fuera,
entonces nuestro mundo no habrá sido al final sino un gran cementerio de todo aquello
que debió destruir para poder existir. ¿Pero habrá sido sólo esto? La cuestión permanece
abierta y en suspenso. La responderemos retroactivamente. Quizás muy pronto vaya a
saberse una vez más todo lo que habrá sido nuestro mundo hasta hoy.

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47
Las muertas vivientes
BHAVYA CHITRANSHI, ANUP DHAR
Nadie creyó mi historia y nadie entendió mi dolor. No tuve más remedio
que guardarme mi tristeza. No podía compartirla con nadie, así que no la
compartí con nadie… Pero ahora comparto mis sentimientos con mis
Sanghas en el Sanghathan porque creen lo que digo y [tal vez] entienden mi
dolor…
RUPAYI PEDENTI, integrante de Eka Nari Sanghathan, Emaliguda.

Este capítulo se basa en un proyecto de “investigación-acción”[1] sobre la


“transformación”[2] como objeto de investigación en el contexto de la formación y
movilización de un colectivo formado por cuarenta mujeres solteras[3] (Eka Nari
Sanghathan) en Emaliguda, una aldea tribal[4] remota en el distrito Rayagada de Odisha,
en India.[5] La experiencia de ser soltera, la condición de soltería entre las mujeres en
sociedades tribales rurales y forestales, así como el proceso de la articulación pública de
la otredad, llevó al surgimiento de un colectivo en el que las mujeres que han sido
abandonadas por su familias, que no se han casado, que han enviudado o cuyos maridos
están gravemente enfermos, se han unido con el objetivo de preparar el camino del
Sanghathan, identificar su aspiración al bienestar, forjar su propio discurso de
empoderamiento y hacerse cargo de un posible futuro común más allá de las agendas de
desarrollo ya dictadas y establecidas. Este capítulo abordará este movimiento Sanghathan
—movimiento de la soltería para convertirse en ser-en-común emergente y contingente—
que se basa, por un lado, en una ética política del pluralismo, y, por otro lado, en un
establecimiento im-posible de relaciones de amor y de amistad.

I. LAS MUERTAS EN VIDA


El presente capítulo incursionará en el mundo de las muertas vivientes [living dead]
de Emaliguda. Se revisarán historias de mujeres tribales solteras en esta aldea, historias
de muertas enterradas en la vida y del hilo de lo que está vivo en la muerte.[6] Se trata de
vidas a las que se les ha impuesto la muerte, a las que se les ha silenciado por
experiencias profundas y prolongadas de dolor, otredad y violencia, una violencia no
forzosamente manifiesta o coercitiva, sino sutil y encubierta, aunque ubicua en tanto que
violencia del capital, de la acumulación primitiva, del desplazamiento-dislocación, de la
falta de tierra, del ser-mujer, de ser un objeto sexuado, una mujer-soltera en una cultura
patriarcal y en gran medida polígama, un ser-tribal, otro faltante de lo que ha llegado a
conocerse en el hemisferio sur como “desarrollo inclusivo”[7] —otro ante la posibilidad de
su asimilación como “víctima”[8] en el mundo de la élite o ante el peligro de su
aniquilación absoluta, ante su inclusión en las estructuras del Imperio-Nación-Estado que

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a su vez conducen a una “ruptura de la forma de la vida misma…, pérdida de sentido de
posibilidad de la cultura” debido fundamentalmente a la “pérdida de conceptos
fundamentales” (Lear, 2008, pp. 83, 123). Habrá que lidiar, pues, con la falta de
perspectiva en tres registros mutuamente constitutivos: el ser-tribal, el ser-mujer y el ser-
soltera, articulados en un nudo borromeo, en lo que Barthes (1977) llama una “figura”
singular, entendiéndola como un “fragmento de discurso” que se “perfila como un signo”
y “debajo del cual subyace una frase frecuentemente desconocida (¿inconsciente?)” (pp.
3-5).
El presente capítulo también intenta examinar, mostrar vívidamente y tal vez
documentar, aunque sea provisionalmente, la vida en la muerte. Esta vida se entenderá en
dos sentidos: (i) la reminiscencia resistente de lo que todavía está viviendo en los muertos
y (ii) el proceso de vivir incluso en la muerte a través de la vida del Adivasi Eka Nari
Sanghathan, el Sanghathan como aquello que permite superar al menos la soledad,
aunque tal vez no la soltería, en el mundo ampliamente muerto de la mujer soltera tribal.
Eka Nari Sanghathan ha sido un intento de “recuperar” (en lo que Lear llama pérdida de
conceptos) conceptualizaciones de la pérdida y de los perdidos a fin de alcanzar la
constelación de lenguaje, lógica, ethos y ser de quienes no se encuentran ni hablando ni
viviendo en el llamado mundo desarrollado. Por último, en este esfuerzo, exploraremos
las condiciones de posibilidad tanto de esta vida en la muerte como de la recuperación de
su concepto perdido y del concepto de la pérdida. ¿Hasta dónde podemos llegar en este
sentido? ¿Qué tanto podemos recuperar? ¿Podemos ver a los muertos?[9] ¿Podemos
revivirlos? ¿Los vivos en la muerte pueden hablar por los muertos?

II. SER-TRIBAL
Las historias de las que nos ocupamos han sido recogidas en un momento en que la
mayoría de las aproximadamente 250 tribus de la India:
se enfrentan con una India nueva [y renaciente] que desea confinarlas a la historia [como artefactos de museo],
desocupando espacio para formas de desarrollo más espectaculares [centradas en el capital]… Llevadas a la
indigencia, marginadas y desposeídas de los últimos vestigios de dignidad por la India moderna, las tribus
[como el Otro o el doble necesario de una ‘India eterna-védica-hindú’] se han convertido en blanco de dos
desplazamientos (Nandy, 2013, pp. x-xi).
Los dos desplazamientos a los que se refiere Nandy son: (a) el “desplazamiento
territorial” y la “dislocación cotidiana” a partir de formas tradicionales de hábitat (ver
Chakrabarti y Dhar, 2009), y (b) el desplazamiento psicoanalítico marcado por la “nueva
carga marrón del hombre” y una ecuación neo-orientalista: “la India tribal de hoy es lo
que fuimos ayer y su futuro no es otra cosa que lo que somos hoy” (Nandy, 2013, p. xi).
La nueva India, la emergente, desprecia lo tribal. Este desprecio está dirigido
curiosamente hacia el propio pasado que desea negarse. En el mejor de los casos, la nueva
India siente un poco de piedad hacia las tribus, piedad hacia una insignificante figura
tercermundista de “falta”: figura en su viaje final hacia el olvido, figura cuyo epitafio está
ya siempre escrito, figura que aquí hemos asociado a los muertos vivientes.
Nandy (2013) caracteriza la nueva India como un “régimen de narcisismo”, y
considera que tal régimen se construye, “no sólo en la psicopatología individual, como
creía Christopher Lasch a finales de 1970, sino también en realidades culturales y
políticas” (p. ix). El régimen de narcisismo, para Nandy (2013), está marcado, por un
lado, por el egocentrismo extremo y por el egoísmo hiper-erotizado, y, por otro lado, por

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“la duda paralizadora de sí mismo y el sentimiento de inferioridad” (p. xii). Esta duda y
este sentimiento serían proyectados actualmente hacia la tribu. Al interiorizar la marca de
lo que se proyecta sobre ellos, los seres tribales aparecen primero como “enfermos
terminales” y finalmente como muertos vivientes. Y además pueden ser mujeres. ¿Pero
qué significa ser mujer en tal crisis cultural y en tal devastación de las que no parece
haber escapatoria posible (como si una especie de “inevitabilidad histórica” de la
desaparición progresiva se hubiera tatuado en las partes malas que se han desprendido de
la India que mantiene su confianza en sí misma)?

III. SER-MUJER
Arnalu Miniaka (Aiya) es una mujer de 45 años que vive sola en una pequeña casa
construida por ella misma. Aiya tenía 10 años cuando empezó a trabajar fuera de casa.
Dado que debía compartir la responsabilidad en el trabajo, sus padres nunca le
permitieron ir a la escuela. También la obligaron a casarse a los 15 años con un hombre
mucho mayor de edad. Su marido, alcohólico, abusaba de ella verbal, física y
sexualmente. En un principio, cuando no entendía todo lo que le ocurría, le fue muy
difícil hacer frente a tanta violencia. Cada vez que su marido la violaba, ella sentía un
gran dolor que se prolongaba durante mucho tiempo. Incluso antes de que pudiera llegar a
recuperarse del dolor físico, tenía que soportar nuevos abusos sexuales por parte de su
esposo. A veces, cuando intentaba detener a su agresor, era golpeada con la mayor fuerza.
Incluso ahora, después de casi treinta años de separación de su marido, las cicatrices del
matrimonio violento continúan atormentándola. Su visión quedó afectada para siempre
después de que su marido la golpeara en la cabeza con un tronco ardiente.
Tras un año de matrimonio, Aiya se embarazó de su primer hijo que murió poco
después del nacimiento, pero a los seis meses estaba embarazada de nuevo. Fue en ese
tiempo cuando consiguió separarse de su esposo, como ella misma lo narra: “Una noche,
mientras dormía, mi marido llegó a casa totalmente borracho. Estaba asustada y no quise
levantarme. Él fue a buscar un gran cuchillo en la cocina y trató de cortarme el cuello. Al
día siguiente me fui de su casa. Volví a la casa de mis padres”.
Su segundo hijo nació, pero muy pronto, cuando tenía tan sólo unos pocos meses de
edad, su marido se lo quitó. Los padres de Aiya, además, no aceptaron la separación y la
obligaron una y otra vez a volver con su marido. Pero Aiya estaba decidida a no volver
(esta decisión de no volver es una posición femenina política importante en una cultura
tribal acentuadamente patriarcal). Aiya empezó a trabajar como obrera asalariada en una
fábrica. Siete años después se enamoró de otro hombre en su lugar de trabajo y decidió
volver a casarse. Este segundo matrimonio duró nueve meses. Según Aiya, sus suegros no
estaban contentos con este matrimonio y drogaron a su marido con un tipo de
medicamento, llamado “Mohini”, que “desactiva los sentidos de una persona y corrompe
su comportamiento”. El caso es que su nuevo marido también se volvió violento y la
corrió de su casa. Una noche impidió a Aiya entrar a casa; ella lloró toda la noche,
esperando que la puerta se abriera, pero nadie le abrió. En la mañana decidió volver a
casa de sus padres.
Cuando Aiya volvió a Emaliguda, su hermano, que vivía con sus padres, se negó a
apoyarla. Tras la muerte del padre, el hermano no sólo la abandonó a ella, sino también a
su madre y a su hermana mayor soltera. Aiya empezó una “nueva vida” con su madre y su

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hermana; una especie de continuo mujer-mujer [woman-woman continuum]. Su madre y
su hermana trabajaban como asalariadas en las granjas de otras personas, mientras que
ella trabajaba en una fábrica. Incluso después de que su madre murió, Aiya y su hermana
carecieron del apoyo de su hermano. Unos años después, la hermana mayor de Aiya
también falleció. Desde entonces Aiya ha estado viviendo sola en Emaliguda, en la
pequeña casa que ella misma se construyó.
Algún tiempo después de la muerte de su hermana, Aiya dejó el trabajo en la fábrica
y empezó a cultivar una pequeña parcela de tierra gubernamental “invadida” (la falta de
tierra sigue siendo un problema importante entre las mujeres solteras tribales en
Emaliguda). Lo que ella produce en esa tierra es actualmente lo que la sostiene durante
todo el año. Las incesantes luchas han hecho que Aiya sea bastante independiente, pero
no por ello deja de sentir soledad e inseguridad ante el futuro. Hay días en que duerme
con el estómago vacío, en que está demasiado cansada o enferma y no puede cocinar o
trabajar en el campo. No tiene a nadie para compartir su dolor. Algunas noches, dice, se
gastan en llanto al recordar a su hermana y a su madre.

IV. SER-SOLTERA
Lachchi didi es una viuda de 70 años que sale de la aldea a las seis de la mañana en
busca de trabajo. Se casó en el mismo pueblo. Su marido falleció hace siete años,
dejándole dos hijos y una hija. Antes de la muerte de su marido, ella vivía con su hijo más
joven, pero luego el hijo la abandonó. Ninguno de sus hijos quiere cuidarla ahora. Su
marido poseía dos acres de tierra que los dos hijos varones se han repartido en partes
iguales, no dejándole nada a ella para sobrevivir.
Lachchi vivió sola durante cinco años y se las arregló para asegurar su supervivencia
con un poco de apoyo de su sobrina Manika didi. Sin embargo, desde hace dos años,
Lachchi ha estado viviendo con Manika y su familia, ya que la casa que se había
construido se vino abajo debido a las malas condiciones meteorológicas. Lachchi ahora
trabaja con Manika en su tierra. También va a trabajar en las tierras de otras personas
como trabajadora agrícola asalariada. Le da todo su salario diario a su sobrina tanto para
la compra de artículos para el hogar como también para el ahorro en el grupo de
autoayuda (SHG).
Lachchi se explica:
Mi sobrina me cuida y yo le doy todo el dinero a ella. ¿Qué voy a hacer con el dinero? No lo necesito. Manika
me cuida y eso es todo lo que necesito. Es suficiente para mí. Me siento mucho mejor en su casa. En la casa de
mi hijo siempre había peleas. Mi nuera me agredía. Aquí soy libre. Trabajo, como, duermo.
Como puede apreciarse en las palabras de Lachchi, las preocupaciones de las mujeres
solteras de Emaliguda no giran tan sólo en torno al problema de la falta de tierra, sino
también en torno al tema de falta de comida y vivienda. ¿Cómo disponer de medios de
vida? ¿Cómo asegurarse un techo? ¿Cómo conseguir jabón y un par de zapatillas? Éstas
son cuestiones cotidianas que se plantean para las mujeres tribales individuales. Una de
ellas, Trunji didi, nos dice en voz baja y con lágrimas en los ojos:
Creo que desde hace 7 u 8 años no me he comprado nada por mí misma. Cuando mi hermano o mi cuñada
piensan que debo tener algo, me lo consiguen, pero sólo me dan lo que juzgan que es necesario. No tengo
nada que decir y no se me permite pedir nada. Lo que visto es lo que mi madre consigue de sus hermanos. No
me lavo con jabón desde hace mucho tiempo. Ni siquiera tengo un par de zapatillas.

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La narrativa de pobreza esconde una sub-narrativa de falta de voz y de elección. Pero
quizás lo más importante sea que Trunji didi no puede hacerle al Otro ninguna demanda
sobre el mundo. Es como si ella estuviera aisladamente soltera, absolutamente soltera,
sufriendo una soltería que desafía cualquier experiencia normal de soledad.[10]
Con respecto a la experiencia radical de soledad, otra soltera, Male didi, comenta lo
siguiente:
Es triste cuando una debe regresar a una casa vacía. Una se siente muy sola cuando vive sola y vuelve a una
casa en la que no hay nadie esperando y con quien hablar. Basta que haya dos personas que vivan juntas para
que ya no se necesite cerrar la casa. Pero volver a casa, abrir la cerradura y entrar en una casa oscura es como
entrar en el abismo de la soledad.
La existencia de una mujer soltera tribal oscila entre la humillación y la impotencia.
[11]
También es posible decir que transcurre entre la tristeza y el silencio, entre el dolor y
la perseverancia. Podemos concluir, en suma, que se trata de una vida invivible y de una
muerte diferida. Es quizás por esto que la muerte, una vez que llega, puede resultar
esclarecedora, como se aprecia en el siguiente relato en tercera persona:
Gundayi didi vivía con su hermano y su familia. Se sintió bien durante mucho tiempo, aunque nadie en la
familia cuidara de ella o la llevara al médico. Al final llegó el día en que murió. Después de su cremación, sus
hermanos le quitaron todo el oro que tenía. Éste es nuestro lugar ante los ojos de las personas con las que
vivimos. No podemos depender de nadie. La gente nos dejará morir. No hay garantía de que seamos atendidas
por aquellos a quienes hemos cuidado toda nuestra vida.
También hay relatos acerca de mujeres que murieron solas como consecuencia del
hambre aguda, enfermedades curables o falta de vivienda. A menudo sus cadáveres se
encuentran en la selva, en donde tal vez habían ido en busca de alimentos. Ocurre a veces
que se les arranque el oro y que luego se les abandone y nadie reclame sus cuerpos. Esta
imagen representa una forma extrema de crueldad realizada no sólo sobre las mujeres
solteras, sino incluso hacia sus cuerpos ya muertos. Apreciamos aquí la permanencia de la
situación de brutalidad, crueldad y violencia, vivida cotidianamente por una mujer soltera.
La situación es tan permanente que sigue acosándola en su muerte e incluso después.

V. DE LA SOLTERÍA A LA AUTONOMÍA

En el marco de nuestro proyecto de investigación-acción, una vez que nuestras


exploraciones de las narrativas de las mujeres tribales cobraron impulso, hubo en el grupo
un movimiento simultáneo desde la comprensión de la soltería [singlehood] como
ausencia de marido, como identidad y condición o posición en la sociedad, hacia la
representación de la autonomía [singleness] como una experiencia cotidiana vivida, como
la experiencia de sentirse solo, pero también como una opción de estar solo.[12] El
movimiento de la soltería a la autonomía puso en un primer plano las negociaciones y las
batallas cotidianas de las mujeres tribales. Esto las llevó a compartir sus diversas formas
de lucha, sus distintas estrategias de afrontamiento, sus fortalezas internas que las han
sostenido y sus posibilidades de resistencia que les han permitido vivir, aunque sea un
poco, en medio de la falta de vida.
Hay que decir que aquello a lo que se enfrentan las mujeres solteras tribales que
optan por la autonomía es un abanico de formas de discriminación, opresión, explotación
y violencia, perpetuadas por el mundo hetero-patriarcal, que van desde el total
“ostracismo social” hasta el simple sometimiento a tabúes, restricciones y controles. Entre
los fines que se persiguen, están los de hacer vulnerables económicamente a las mujeres y

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privarlas de sus derechos sobre los alimentos, los salarios y la propiedad de la familia y
de la tierra, además de invisibilizarlas, manteniendo sus problemas y sus preocupaciones
fuera del dominio del discurso político y de desarrollo.
Aunque invisibilizada, la mujer soltera tribal no deja de expresarse, pero entonces
tropieza con una situación bien descrita por Rupayi Pedenti: “Nadie creyó mi historia y
nadie entendió mi dolor. No tuve más remedio que guardarme mi tristeza. No podía
compartirla con nadie, así que no la compartí con nadie”.
Es verdad que las mujeres solteras tribales, aun invisibilizadas, son consideradas
víctimas tercermundistas que necesitan el apoyo del Estado y la benevolencia del Banco
Mundial. Pero el tercermundismo en el que se inserta la condición de víctima de la mujer
soltera tribal es, por así decir, en términos derridianos, “una cierta organización de los
lugares [lieux] diseñada para engañar”, y que se constituye como una “cripta” que “oculta
o acoge” (Derrida, 1976, p. xxxvi).[13] La presentación de estas partes del Sur como
carentes, en efecto, acoge y oculta la narrativa y el dolor de la mujer soltera tribal. Lo que
está en juego aquí es “lo que se lleva a cabo en secreto, o toma un lugar secreto, con el fin
de mantenerse a salvo en algún lugar” (p. xiv). ¿Pero qué está a salvo? ¿Qué se mantiene
en un lugar seguro? ¿Y por qué y por quién? Para llegar a responder estas preguntas,
debemos antes abordar la noción de criptónimo:
La palabra clave, sin duda indecible y desconocida por el momento, debería ser polisémica, expresar múltiples
significados a través de una sola estructura fonética. Uno de ellos permanecería encubierto, pero otro u otros,
ahora equivalentes, se expresarían a través de estructuras fonéticas distintas, es decir, a través de sinónimos…
Los llamaremos criptónimos (palabras que esconden) por su alusión a un significado extraño o arcaico…
Ciertas palabras sufrieron una exclusión extraordinaria y esta misma exclusión parecía conferirles un poder
verdaderamente mágico… porque una palabra dada era indecible, lo que hizo que debieran introducirse
sinónimos incluso para sus significados laterales, y que los sinónimos intervinieran como sustitutos. Es así
como se convirtieron en criptónimos, aparentemente sin relación fonética o semántica con la palabra
prohibida [o el tabú] (Abraham y Torok, 1976, pp. 18-19).
Ante la invocación a la cripta y a la criptonimia, una duda insistente empieza a tomar
forma. ¿Y si la noción de “desarrollo” fuera en sí misma un criptónimo (una palabra
ocultadora)? ¿Y si escondiera una palabra clave [key word], sin duda indecible y
desconocida por el momento? ¿Y si nos extraviara? ¿Y si disimulara lo enunciado por la
mujer soltera tribal?
Hay que preguntarse si algunas palabras sufren una exclusión extraordinaria en el
mundo de la mujer soltera tribal. ¿Acaso hay palabras que esta mujer no puede expresar,
palabras indecibles no en sí mismas, sino para la imaginación capitalocéntrica,
orientalista y androcéntrica del desarrollo (ver Chakrabarti y Dhar, 2009)? ¿Acaso el
desarrollo, como un significante sustituto, como un criptónimo prohibido, como un tabú,
excluye algo en el mundo de la mujer soltera tribal (ver Abraham y Torok, 1976, pp. 18-
19)? La cripta del desarrollo sería entonces una “lápida de lo ilícito”.
La mujer soltera tribal tiene dos caras: una de ellas es ilícita; es ilícita en el discurso
dominante del desarrollo. Esta imagen ilícita es disimulada por una imagen apropiada: la
imagen tercermundista de la mujer soltera tribal, que es la imagen de la viuda, una
imagen tatuada en el discurso de la condición de víctima (el que pone de relieve la viudez
como soltería, lo que ensombrece/invisibiliza/mata la experiencia misma de la soltería).
Más allá de la imagen apropiada, está la otra imagen, la inapropiada, la ilícita, la
prohibida: la imagen tabú de la mujer soltera tribal, que es la imagen de la soltería como
autonomía [singleness].

53
Es como si una imagen particular del compuesto “mujer soltera tribal” —la imagen
de la viuda— no fuera un tabú para el desarrollo. Se trata de la viuda como víctima. Basta
con darle una pensión (de unos 4-5 dólares por mes, ¡por mes!). ¿El tabú será entonces la
imagen de la soltera como no-casada [unmarried]? ¿Lo que debe ocultarse es la imagen
de la mujer abandonada en la que vemos coincidir los sufrimientos de la poligamia y de
varios vectores de la violencia estructural en contextos tribales? ¿Y acaso nos
acercaremos a eso que Derrida llama “palabra clave”, y que un lacaniano se representaría
como un significante objeto de forclusión [Verwerfung], a través de una “elaboración
progresiva” del “diccionario personal” de la mujer soltera tribal (como el Verbario del
hombre de los lobos en Abraham y Torok), el catálogo de “jeroglíficos descifrados” y la
investigación anasémica (sobre símbolos estudiados como un idioma desconocido que le
exige al arqueólogo “restablecer un circuito funcional que implica múltiples sujetos
teleológicos”)?

VI. CRIPTA
Derrida (1976) invoca el concepto-metáfora de cripta para designar también “un
arreglo topográfico para mantener (ocultar-conservar) a los muertos vivientes” (p. xxxvi).
Para Derrida, el lugar secreto es también un “sepulcro”, un “lugar de ningún lugar”, y su
habitante es un muerto viviente, una entidad muerta, semánticamente muerta, como si no
pudiera insertarse en la cadena sintáctica, en la cadena de significantes, o como si fuera
una “palabra enterrada viva”, una “palabra difunta”, una “palabra desprovista de función
comunicativa” (p. xxxv).
¿Podemos considerar que la mujer soltera tribal es la muerta viviente del Estado
Nación de la India como régimen de narcisismo, de imaginación desarrollista, premisa de
la acumulación primitiva y de la posterior acumulación del capital? ¿Acaso el desarrollo
inclusivo de la cripta —el topógrafo delirante— puede mantener (ocultar-conservar) a
estas muertas vivientes? ¿O acaso quienes vivían han muerto bajo el efecto de la tercer-
mundialización de la experiencia vivida por las mujeres solteras tribales? ¿Se les ha
matado semánticamente aun cuando siguen biológicamente vivas? Al no poder insertarse
en la cadena sintáctica de cambio del Estado-Nación-Imperial, han muerto por estar en
esa condición que Spivak llama “subalterno de género”.
¿Qué mujer soltera tribal es entonces la muerta viviente? No es la viuda, sino la
soltera. La viuda, por el contrario, ocupa su lugar en primer plano. La figura de la viuda
—la víctima tercermundista— es aquello en torno a lo cual gira obsesivamente el
desarrollismo. Por el contrario, la soltera, en términos lacanianos, está forcluida. La que
está en la puerta, en el umbral de la conciencia de la soltería, está forcluida. La forclusión
afecta, pues, a la soltería, que es aquí, recordemos, una experiencia de falta de vida, pero
también de vida incluso en la falta de vida. La siguiente sección buscará dar sentido a
esta vida en la muerte o en la oscuridad.

VII. VOLVERSE DEL INTERIOR AL EXTERIOR


En el marco de nuestro proyecto de investigación-acción, el análisis colectivo de la
soltería no sólo generó una tristeza compartida, sino que llevó a la construcción de la
furia. Lo primero fue la necesidad de permanecer unidas por una misma y por las demás,

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una necesidad basada en la conciencia de que “puedo ser soltera, pero no estoy sola”, y de
que “mi experiencia de la opresión, de ser una mujer soltera, no me pertenece tan sólo a
mí, sino que es una experiencia compartida por muchas otras”. Fue también por esta
conciencia que se necesitó levantar la voz colectiva y del colectivo, poner en un primer
plano un mundo hasta entonces excluido, evidenciar la condición de soltería y los
problemas que implica, y visibilizar a las hasta entonces invisibles mujeres solteras
tribales, particularmente en el sector del desarrollo y en la praxis política.
El proceso recién mencionado ayudó al nacimiento de una nueva posición de sujeto
de las mujeres solteras tribales. Empezaron a tomar conciencia de su potencial político y
previeron una transformación que les haría encargarse de grandes cambios en lugar de
seguir siendo meros beneficiarios o víctimas. Esto marcó el inicio de la constitución de
las mujeres solteras tribales de Emaliguda como agentes contingentes-emergentes de
transformación. En lo que se refiere al Sanghathan que habían formado, empezó a
concebirse como un ser-en-común contingente-emergente caracterizado por su
horizontalidad (sin jerarquía vertical) y por su aceptación de la diferencia, la
contradicción y el antagonismo.
Un sentido de pertenencia, de ética y de responsabilidad, en nombre de todas las
integrantes del colectivo, surgió como una característica importante del Sanghathan. Este
sentido, a su vez, amplió su camino a través de las redes de mujeres y de vidas
entrelazadas. Fue así como preocupaciones hasta entonces privadas, enterradas e
inmovilizadas en la esfera doméstica, se animaron al abrirse hacia el espacio público.

VIII. LA VIDA EN LAS MUERTAS


El testimonio de una integrante del Sanghathan resulta revelador: “ahora comparto
mis sentimientos con mis sanghas[14] porque creen lo que digo y [tal vez] entienden mi
dolor”. Vislumbramos aquí un sentimiento colectivo que nos remite a una vida en la
muerte, una vitalidad en el mundo de los muertos, que implica a su vez una suerte de
vitalismo[15] que es también el tema del presente capítulo (véase Wolfe y Wong, 2014).
Este vitalismo resulta irreductible, por un lado, a la política guerrillera maoísta en
contextos tribales de la India, y, por otro lado, tanto al feminismo indio subordinado al
Estado como al sector de desarrollo dependiente del activismo financiado, tanto al
narcisismo de la India central y emergente como al régimen de la desesperación en los
remansos tribales (ver Nandy, 2013).
Lo que aquí nos interesa es la doble naturaleza de las historias de las mujeres solteras
en una aldea remota de la India: historias que no se creen, que no se entienden, que se
guardan entonces para una misma, que no se comparten. De ahí el silencio prolongado: un
silencio que se presenta, por un lado, como el dolor del silencio, pero también, por otro
lado, en la forja del Sanghathan —de la (in)acción colectiva de las mujeres—, como
resistencia silenciosa o como resistencia del silencio. La muerte o esterilidad [deadness]
de la lengua en la vida termina dando lugar, de un modo un tanto paradójico, a un
lenguaje colectivo de vida. Mami didi —una de las integrantes más activas de la
Sanghathan— afirma: “Nuestra felicidad es nuestra y nuestra tristeza también es sólo
nuestra. No debemos preocuparnos por mantener a un marido satisfecho y feliz. Podemos
ganar nuestro propio dinero y a veces incluso gastarlo para nosotras mismas, lo que es
muy difícil para una mujer casada (en nuestro contexto)”.

55
Al decir que la felicidad y la tristeza son suyas, Mami didi ha desplazado la cuestión
desde el dilema de si uno está feliz o triste hasta el sujeto del estado afectivo de felicidad
o de tristeza. Parece que las mujeres solteras pueden llegar a sentir que son
comparativamente más libres y que pueden planificar su vida por su cuenta, incluso
cuando sufren ciertas restricciones y formas de control. Incluso escuchamos a mujeres
solteras separadas que sugirieron que no les gustaría volver a casarse porque no querían
sufrir de nuevo al experimentar el mismo tipo de violencia, el mismo desapego, la
alienación, la negligencia, el estrés y la crisis que debieron enfrentar cuando vivían con
sus maridos. Muchas de ellas creen firmemente que el matrimonio sólo trae dolor y
control a las vidas de las mujeres, y por lo tanto sienten que están mejor solteras, lejos de
maridos y suegros. Una dijo, por ejemplo, que “los maridos tienden a aumentar la carga
de trabajo de las mujeres, crear problemas innecesarios y disturbios en el país, y además
dominan”. Varias mujeres solteras del Sanghathan que habían sobrepasado la “edad de
casarse” mencionaron que en realidad no se arrepentían de no haberse casado. Por lo
general, de hecho, consideraban que estaban mejor que las mujeres casadas atrapadas en
la rutina y monotonía de la vida matrimonial.
Desmitificando la suposición común y popular de que el matrimonio conduce a la
felicidad, Jaga didi reconoce: “no es que esté muy feliz ahora, pero ¿cuál es la garantía de
que hubiera estado más feliz al casarme?”. Este cuestionamiento de la “garantía” es una
reflexión escéptica sobre las instituciones dominantes del matrimonio, la hetero-
normatividad reproductiva y la familia. Quizás el cuestionamiento esté dirigiéndose a la
estructura hetero-patriarcal que decide lo que podría y debería significar la felicidad para
las mujeres, y que, buscando ejercer su control sobre las mismas mujeres, ha normalizado
la importancia del matrimonio en la vida. El cuestionamiento podría servir también para
poner en cuestión a las feministas de la India, las cuales, aun cuando critican las
instituciones del matrimonio forzado y de la maternidad obligatoria, todavía no han
problematizado lo suficiente el mito del matrimonio y la maternidad que llevan a la
felicidad y la seguridad. ¿Y si la mujer soltera tribal estuviera instando al feminismo indio
a adoptar una posición deconstructiva ante la convivencia?
La pregunta citada en el párrafo precedente cuestiona igualmente el paradigma
desarrollista dominante —paradójicamente centrado en grupos de autoayuda— por haber
desatendido temas políticos personales relacionados con el matrimonio y con la familia.
Quizás también haya ahí un cuestionamiento del aparente ginocentrismo de la noción de
desarrollo “en las mujeres, de las mujeres, por las mujeres, pero para la familia y la
comunidad”, al mostrar la manera en que soslaya cuestiones fundamentales relacionadas
con la situación en la que viven las mujeres. Todas estas nociones desarrollistas y otras
más son cuestionadas porque aun cuando sólo pueden pensar en la mujer como agente de
cambio, no se les ocurre considerar el cambio en el espacio personal del agente, en las
relaciones de género, en las esferas íntimas o sexuales, en las relaciones familiares, en los
grupos de parentesco y en la comunidad inmediata.
El cuestionamiento de las mujeres solteras tribales también podría poner en crisis a
ese marxismo indio que aún se mantiene en gran parte ciego con respecto al género, y que
sigue siendo impulsado por el economicismo y por la tesis de la inevitabilidad histórica,
es decir, la tesis de la triste pero inevitable desaparición de los espacios pre-capitalistas,
feudales, tribales/aborígenes o pre-modernos/tradicionales a través de la acumulación
primitiva, una tesis que al final el propio Marx abandonó (ver Dhar, 2003, y Chakrabarti y

56
Dhar, 2009).
Es verdad que algunas de las palabras de Mami didi y de Jaga didi permanecen
todavía enterradas en el desarrollismo, en el feminismo indio y en cierto marxismo.
Ciertamente hay aquí palabras como aquellas que Derrida llamaba palabras difuntas o
enterradas vivas o sin función comunicativa. Sin embargo, hay otras palabras, palabras de
víctimas en tipos lineales simples de victimismo (como en la viudez femenina), que ya
están en un primer plano.
Las colinas de Emaliguda nos parecen verdes en el dolor o marrones como las hojas
muertas. ¿Cómo no preguntarnos qué relatos dolorosos esconden las colinas? Hay aquí un
dolor acumulado en milenios interminables e intolerables. Nos hemos preguntado si hay
un significante para el dolor en la lengua tribal en general y en los discursos particulares
de las mujeres solteras de la tribu. ¿Será un significante tribal del dolor o un significante
del dolor tribal? ¿Y qué será para el registro de la élite, para las tradiciones del marxismo
y para las prácticas del psicoanálisis?
¿Puede el subalterno sexuado hablar en el marxismo y en el psicoanálisis? ¿Puede
escucharse? ¿Y si el acto de hablar significara hablar en el idioma de las formas capitalo-
céntricas, orientalistas y androcéntricas, o al menos en los términos del feminismo liberal,
del materialismo histórico marxista o del violento maoísmo? ¿Hablar, por lo tanto,
significa una pérdida de conceptos?
Por otro lado, ¿acaso el psicoanálisis puede dar sentido al dolor y al trauma que no
son individuales, que no emanan de la experiencia familiar infantil, que son sociales y
originariamente adultos, y que están encriptados en historias milenarias tribales de
violación-sometimiento-otredad-marginación? Parece que el psicoanálisis contemporáneo
carece de recursos suficientemente ricos para dar sentido a la compleja arqueología de la
naturaleza discursiva y psicosocial de la niñez, la adultez y el trauma social (véase
Boulanger 2007). Es quizás por esto que al investigador inspirado por el psicoanálisis le
resulta difícil escuchar el lenguaje de las “pesadillas sociales”. ¿Acaso nuestra escucha
nos exige un cuestionamiento de nuestro propio saber interior o de nuestro propio
hábito/hábitat de los conceptos? Para estremecer nuestros puntos ciegos, quizás haya que
cerrar nuestros ojos, rajar nuestra propia mirada, nuestra propia visión tan familiar,
demasiado familiar.
Ha llegado el momento de volver a las palabras de Rupayi Pedenti por las que
abrimos el presente capítulo: “Nadie creyó mi historia y nadie entendió mi dolor. No tuve
más remedio que guardarme mi tristeza. No podía compartirla con nadie, así que no la
compartí con nadie… Pero ahora comparto mis sentimientos con mis Sanghas en el
Sanghathan porque creen lo que digo y [tal vez] entienden mi dolor…”.
La primera parte de la cita nos avergüenza a quienes históricamente hemos fracasado
al intentar escuchar o quizás todavía no hemos aprendido a escuchar el lenguaje del dolor
de quienes son Otras/os: Otras/os cuyos mundos vividos, cuyas experiencias, palabras,
lógicas y éticas no tienen lugar en el capitalismo, pero tampoco en una gran parte del
marxismo y del feminismo, y mucho menos en el Estado o en el Banco Mundial. La
segunda parte de la cita abre un espacio para una voz subalterna que no habla en el
idioma de la revolución marxista, sino en lo que podría llamarse la palabra tribal
femenina del Sanghathan.
Al descomponer el término Sanghathan en Sangha y Ghathan, obtenemos, por un
lado, una reunión de amigos (Sanghas significa amigos en oriya), y, por otro lado, una

57
organización para la construcción (Ghathan significa en hindi una reunión con el fin de
construir y organizar). Así, para las mujeres tribales, San(gha)than designa una reunión
para construir un espacio en el que las amigas puedan reunirse para ser una con la otra y
estar ahí para la otra. El término también implica la organización. En suma, Sanghathan
significa una forma de relacionarse con las demás, especialmente con la otra significativa,
la Eka Nari, la mujer soltera como una misma.

IX. DE CIFRAR A DESCIFRAR


El presente capítulo fue un esfuerzo para poner de relieve una parte pequeña, pero
significativa, del ser corporal que ha venido siendo hasta ahora violado, herido y
atormentado en las mujeres solteras tribales. Hemos intentado explorar posibilidades de
resistencia(s) que radican en esta experiencia de la otredad y del silenciamiento. Hemos
intentado también poner en un primer plano la visión del mundo de las mujeres tribales y
una posible ética política de las muertas vivientes de tal (visión del) mundo.
El capítulo ha seguido un camino empático-político para incursionar en los mundos
vividos por las mujeres solteras tribales de Emaliguda, en las historias no-contadas y no-
escuchadas, llenas de desafíos y sufrimientos cotidianos que deben afrontarse en ausencia
de una pareja sexual masculina “legítima”, principalmente un marido. En medio de
historias que no se comparten, que se mantienen silenciadas y perdidas, tan sólo
disponibles fragmentariamente y expresándose de manera vacilante y suave, cuarenta
mujeres solteras imaginaron un colectivo o lo que podría llamarse un “sueño social” (ver
Lawrence, 2003), una socialización que parece un sueño en un contexto de violencia y de
falta de vida que se ha vivido por mucho tiempo. Este sueño permitió que las mujeres
solteras se encontraran una con otra, con Otra significativa, y que se escucharan entre sí,
solidarizándose con las demás y creyéndose y entendiéndose unas a otras. El sueño
adquirió así un carácter social. En este proceso, las mujeres tribales solteras empezaron a
encontrar también su propio ser que había sido reprimido, forcluido, desautorizado,
negado. El ser pudo reformarse en el sueño social. Este sueño social es el Sanghathan,
llamado Eka Nari Sanghathan, el sueño de Rupayi didi y de todas los demás, las Sanghas
(amigas y compañeras) que creyeron en las historias de cada una y entendieron el dolor
de las demás.
¿Acaso el marxismo clásico, centrado en la lucha de clases y en la revolución
violenta, puede llegar a dar sentido a la segunda parte de la narrativa de Rupayi didi,
narrativa centrada en una “política no violenta entre amigos”? ¿Y puede haber una
política alternativa de lo vivo en lo muerto y de los muertos vivientes? ¿Pueden el mundo
de la política marxista tradicional y del desarrollo capitalo-céntrico-orientalista en el Sur
(subsumido en la unicidad banal de lo moderno y de lo tercermundista) esperar una última
violencia, una revolución, para aprender de la (im)posible política del pluralismo y del
afecto del subalterno sexuado? ¿Pero qué implicaría aprender del guion[16] de la mujer
soltera tribal? Derrida también invoca la cripta como “una cifra, un código”, en un
movimiento de la cripta como nombre a la cripta como verbo. Para Derrida, criptar es
cifrar, una operación simbólica o semiótica que consiste en la manipulación de un código
secreto. ¿Pero entonces qué podrá ser descifrar?

X. REFERENCIAS

58
ABRAHAM, N., y M. TOROK. (1976). The Wolf Man’s Magic Word: A Cryptonymy. Minneapolis, MN: University of
Minnesota Press, 1986.
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Londres: Verso.
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En M. Beistegui, G. Bianco y M. Gracieuse (Eds), The Care of Life: Transdisciplinary Perspectives in
Bioethics and Biopolitics. Londres: Rowman and Littlefield International.

NOTAS

[1] La “investigación-acción”, tal como nosotros la entendemos, comporta una escritura reflexiva sobre el
proceso reflexivo de rectificar los errores [righting wrongs]. Nuestra investigación-acción, en otras palabras,
involucra tanto la rectificación como la escritura. Se trata de la escritura en el proceso real o existencial de
rectificar los errores —un proceso vivido por el investigador y por la comunidad. Rectificar los errores consiste
en: (a) desencadenar un proceso necesario de transformación, un proceso poseído por las comunidades en las que
se desencadena mediante algún tipo de actividad catalítica; (b) documentar el proceso en su infinita complejidad y
en sus contradicciones internas, y (c) generar aprendizajes relativamente abstractos y marcos explicativos de la
experiencia de la transformación para la comunidad. En suma, como cualquier otra investigación-acción, la
nuestra conlleva: (a) investigar un problema; (b) actuar sobre la base de hallazgos de la investigación y de la
identificación y posible resolución de problemas; y (c) investigar la acción de modo retrospectivo (ver DHAR,
2015).
[2] DHAR (2015), CHAKRABARTI y DHAR (2015a), y DHAR y CHAKRABARTI (2015b) sitúan la cuestión de la
transformación en tres ejes mutuamente constitutivos: (a) el eje identitario/psíquico, (b) el eje político
(generalmente criticado por estos autores debido a su reducción al Estado liberal con sus votaciones), y (c) el eje

59
social de la comunidad y de la formación colectiva.
[3] El discurso dominante suele identificar a las mujeres solteras como aquellas que: (i) han alcanzado la edad
de casarse y todavía no lo hacen, (ii) son viudas o (iii) están divorciadas o separadas (ver KRISHNAKUMARI, 1987, p.
3). Sin embargo, el Sanghathan, como Colectivo de Mujeres Solteras, incluye también a las mujeres que tienen a
un marido vivo, pero cuyas condiciones son similares a las de aquellas que no lo tienen. La condición de soltería
implica entonces en gran medida la soledad (“eka nari” significa tanto “sola” como “soltera”), y puede remitir a
una exclusión económica, política y cultural, a estados perpetuos de inseguridad financiera y emocional, y a una
carga de trabajo pesando enteramente sobre los hombros de la mujer.
[4] Los descriptores “tribu” y “tribal” han sido ampliamente utilizados por antropólogos coloniales británicos
para identificar a quienes se designan en la India con el término “adivasis”, el cual, en una traducción parcial,
denota simplemente a pueblos “indígenas” o “aborígenes”. La comunidad tribal que aquí se menciona es la
Kondha que se identifica a sí misma como Kuvi-Lukon (“Kuvi” significando “personas que hablan”, y “Lukon”
correspondiendo al nombre de su idioma nativo). Nos hubiera gustado mantener tanto estos términos como el de
“adivasi”, pero utilizaremos “tribu” para facilitar la comprensión de los lectores de otros países.
[5] El distrito Rayagada consta de 11 bloques, 171 panchayats y 2667 aldeas. El distrito está principalmente
compuesto de población tribal Kondha y en menor medida Souras.
[6] La cuestión de la vida —incluso mínima y aun en la muerte— no puede abordarse como una cuestión
simple en el campo de la política. MALABOU (2015) citaría aquí a Foucault: “Durante miles de años, el hombre
siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal vivo con la capacidad adicional para una existencia política; el
hombre moderno es un animal cuya política pone en cuestión su existencia como ser vivo” (p. 143). Uno
permanece consciente, a través de Malabou, de la politización de la vida y de la biologización de la política, y, por
tanto, no puede aceptar la vida como una simple “metafísica de la presencia”.
[7] Cuando esta iniciativa de investigación-acción parecía tender hacia una posible “in-acción colectiva”, se
intentó examinar críticamente la comprensión hegemónica del desarrollo mientras que el Sanghathan continuaba
con su tarea de transformación en los niveles del Estado, la sociedad y el propio sujeto ético-político. Esto llevó a
una interrogación en torno a la naturaleza dominante “capitalocéntrica” y “orientalista” del desarrollo, así como
también a una re-imaginación y reformulación de las filosofías de desarrollo (ver CHAKRABARTI y DHAR, 2009).
Todo esto subyace al presente capítulo y constituye una suerte de sub-texto que apunta hacia una posible filosofía
de la praxis que genere formación y transformación colectiva entre los subalternos sexuados a través de un
compromiso con las perspectivas transformadoras del marxismo, de Gandhi y de Tagore, así como también del
feminismo y de los nuevos movimientos sociales posteriores a LACLAU y MOUFFE (1985).
[8] El rol de las comunidades tribales “en la definición de la identidad cultural, de la creatividad y de la
dignidad de la India ha sido [paradójicamente] reescrita como una historia de subdesarrollo” (NANDY, 2013, p. xi).
Las culturas contemporáneas del Sur que se han tercer-mundializado [Third-Worldized] suelen concebir a las
comunidades tribales como víctimas de su pobreza estructural, de su propio atraso, de su falta de cientificidad, de
la superstición e incluso de la anti-modernidad (véase CHAKRABARTI, DHAR y CULLENBERG, 2012, para una crítica de
la tercer-mundialización).
[9] Podemos preguntarnos en este contexto si tenemos el “sexto sentido” para “ver a los muertos” y no sólo a
quienes “viven en la muerte, en la oscuridad” [living in the dead], considerando que la India se enfrenta
actualmente a una grave pérdida de sensibilidad hacia el Otro tribal, hacia el Otro Dalit y hacia el Otro musulmán.
Young Cole Sear —en la película El sexto sentido— podía ver a los muertos. Inicialmente se asustó por las visitas
de los aparecidos, pero tras compartir su angustia con un psicólogo infantil, el Dr. Malcolm Crowe, Cole
consiguió establecer una relación con los muertos y con su “reminiscencia viva”. En este capítulo invocamos el
sexto sentido como una metáfora de sensibilidad (política) extraña o siniestra [uncanny].
[10] En la India, en el discurso dominante del Estado desarrollista, una mujer no se considera sola por carecer
de familia, amigos y conocidos, sino por no tener marido. Las mujeres viudas, divorciadas, separadas,
abandonadas o no-casadas aparecen comúnmente en situación de soledad para esta imaginación limitada. Parece
que la “ausencia de marido” moldea fatalmente la forma de las demás relaciones sociales en la vida de una mujer
tribal rural. Una mujer soltera es esencialmente su condición existencial de soltería. Su ausencia del marido es un
atributo primario que dicta y determina su existencia, la cual, por lo tanto, puede ser descrita como una
“sexistencia” [“sexistence”]. A veces, acusada por ser la causa de una “prematura” muerte de su marido, la mujer
soltera puede verse aún más acorralada y “castigada” en la soledad.
[11] La narrativa de Tulsi didi puede servirnos para ilustrar esta existencia oscilante entre la humillación y la
impotencia. Tulsi había realizado un ritual religioso para una familia, pero cuando estaba a punto de partir, se le
acusó injustamente de robar el dinero que se guardaba cerca del ídolo. Su pobreza y su soltería facilitaban que la
gente la culpara de lo ocurrido. Se le castigó violándola públicamente ante los habitantes de la aldea, lo que
representó evidentemente un ataque a su dignidad. Sin embargo, a pesar de haber sido humillada, Tulsi debió

60
tomar el puñado de arroz que se le había dado como remuneración por el ritual religioso. Ella no quería tomarlo,
pero debía tomarlo. De lo contrario, esa noche habría pasado hambre. Es como si se le obligara a colocar su
impotencia por encima de su humillación.
[12] Como experiencia, la autonomía es algo que se vive incluso cuando se tiene un marido, una pareja o un
compañero. En cambio, como opción, es una forma de ser [way of being].
[13] Derrida atribuye tres sentidos a su concepto. La cripta es simultáneamente: (i) “una cierta organización de
lugares diseñada para engañar”, para “disfrazar y ocultar”, pero también para “disfrazar el acto de ocultar y para
ocultar el disfraz”, ya que “la cripta oculta lo que acoge”; (ii) “un arreglo topográfico realizado para mantener,
conservar y esconder a los muertos”; y (iii) un “sistema de cifrado, un código” (DERRIDA, 1976, pp. xiv-xxxvi).
Invocaremos después los otros dos sentidos de la cripta. Por ahora sólo nos gustaría expresar que vemos los tres
sentidos como los siguientes tres anillos de una especie de nudo borromeo: (i) tercer-mundialización de la
experiencia vivida, de la narrativa, del lenguaje, de la lógica y de la ética de la mujer soltera tribal; (ii) resultante
conversión de las vivas en muertas, que es lo que está viviendo la mujer soltera tribal; y (iii) el necesario
desciframiento de la experiencia de las muertas vivientes a través de lo que Derrida llama “la ciencia de la
interpretación criptológica” (p. xv).
[14] En lengua oriya, el término “sangha” significa “amigas”.
[15] Este vitalismo hace pensar en el de la tradición francesa de bibliofilosofía de los años cincuenta y sesenta
del siglo XX. Esta tradición, asociada con los nombres de Georges Canguilhem, Raymond Ruyer y Gilbert
Simondon, se distinguía de tradición anglófona porque no venía después de un momento “fundacional o
normativo de la práctica científica”, porque insistía en “el sentido (sens) de la vida”, y porque se inspiraba en el
vitalismo y específicamente en la filosofía de Bergson (WOLFE y WONG, 2014, p. 2).
[16] El guion corresponde tanto al discurso hegemónico (en este caso el del desarrollo) como a la “cripta”
herméticamente cerrada en el interior del discurso hegemónico. El sujeto es entonces el de un guion secreto, el
guion de una cripta, la cripta de un guion.

61
Son demonios los que destruyen el poder
bravío de la humanidad
Reflexiones sobre la violencia
NADIR LARA JUNIOR
El título del presente capítulo se basa en un fragmento de la canción “Monólogo al pie del
olvido” escrita por el cantautor brasileño Chico Sciense (1966-1997).[1] Esta frase y el
resto de la letra de la canción nos ayudarán a reflexionar sobre la cuestión del malestar, el
sufrimiento y la violencia en tiempos de sobredeterminación del Estado Capitalista. Para
ilustrar más esta cuestión, recurriremos al Fausto de Goethe y su retrato de la existencia
de un hombre insatisfecho que busca el conocimiento y el sentido de la vida.
Además de ser un relato simbólico de la vida de Goethe, el Fausto adquiere significado universal por
materializar el mito del hombre moderno que busca dar significado a su vida, que precisa tocar lo eterno y
comprender lo misterioso. Bajo este aspecto, el mito fáustico se transforma en un “mito vivo”, un relato que
confiere modelo para la conducta humana (Heise, 2010, párr. 3).
El inicio de esta obra está marcado por un diálogo en el que Dios y Mefistófeles
apuestan el alma de Fausto. En este diálogo percibimos que el demonio es astuto e
inteligente, hábil con las palabras, irónico ante la divinidad —un recurso en verdad
interesante para este tipo de situación.
Mefistófeles: ¿Qué apostáis? Todavía habéis de perder si me permitís llevarlo a mi terreno.
Señor: Mientras él viva sobre la tierra, no te será prohibido intentarlo. Siempre que tenga deseos y
aspiraciones, el hombre puede equivocarse (Goethe, 1808, §335-340).
Mefistófeles, que sabe manejar todas las estrategias de la fullería [engodo], tal vez
hubiera sido un sofista del pasado o un cínico del presente. El caso es que se muestra
sagaz para liberar las pulsiones humanas de las tramas de la ley, para permitir al sujeto
alcanzar el paraíso en la tierra y para liberarlo de las cargas y las exigencias
supuestamente impuestas por Dios. Su mejor estrategia para ganar la apuesta con Dios, en
definitiva, es ofrecer el éxtasis en la tierra, el paraíso soñado sin culpa ni costo, y así
allanar el camino para que Fausto encuentre el sentido de la vida.
Los personajes de la obra de Goethe demuestran cierta fragilidad, son titubeantes,
pero también se muestran puros, virginales, derechos… Fausto, en este sentido, aparece
como el gran representante de lo humano, deseando supuestamente el conocimiento de la
ciencia, inquieto, ansioso. Como sabemos por el psicoanálisis, los neuróticos sienten
culpa porque desean lo que está prohibido y por lo tanto su libido reprimida se convierte
en ansiedad. “En donde existe una prohibición, debe haber un deseo subyacente” (Freud,
1913, p. 78).
El alma de Fausto se expone a deseos subyacentes a cierta prohibición para llegar
precisamente a un tipo de conocimiento científico que lo pone en oposición a Dios y a sus

62
adoradores fundamentalistas. Mefistófeles percibe la inquietud de Fausto:
Mefistófeles: Así es como me gusta que seas. Confío en que nos toleremos. Para disipar tu mal humor he
venido aquí vestido de hidalgo, con traje rojo, bordado en oro, con esclavina de tersa seda, una pluma de gallo
en el sombrero y una daga larga y afilada. Y ahora te recomiendo que, sin más dilación, te vistas igual para
que, una vez liberado, experimentes lo que es la vida (Goethe, 1808, §1555-1556).
En este punto, la gran hazaña de Mefistófeles fue nombrar el malestar en forma de
síntoma y proponer una “cura” para la ansiedad. Fausto debería entregarse a la lujuria, la
avaricia, la ganancia, presentándose así como un nuevo personaje con una vida nueva en
busca de la felicidad. Esta búsqueda conduce a Fausto a suscribir un contrato contra la
desgracia y el sufrimiento, pues él, como cualquier otro sujeto, se rige por el principio del
placer que guía y domina el funcionamiento psíquico. La dimensión religiosa de la obra
(divina y diabólica) implica una propuesta clara para desviarse del sufrimiento. Es por eso
que tanto Dios como el Diablo alientan la superación del sufrimiento y del dolor a través
de una recompensa: el encuentro eterno con el padre —el goce planificado o inmediato a
través de todo lo que la sociedad pueda ofrecer— sin el peso de la culpa (Freud, 1930).
En la lógica de Goethe, la vida entregada a Mefistófeles, como a un amo conductor
de sus esclavos, permite al sujeto gozar de un montaje perverso de inmoralidades y
placeres. Es como lo que ocurre en Tótem y tabú de Freud (1913) cuando los hijos matan
al padre, dividen sus partes entre sí y empiezan a sentir, gracias al ritual totémico, como si
fueran potencialmente el padre de la horda.
Fausto: ¿Hay también leyes en el infierno? Me alegro de saberlo; entonces, ¿se podrá pactar con vosotros,
señores? […]
Mefistófeles: Amigo mío, ganarás más para tus sentidos en esta hora, que en la monotonía de un año. Lo
que te canten los tiernos espíritus, las bellas imágenes que te brinden, no serán un vacío juego de magia.
Tendrás placer para el olfato y un agradable regusto en el paladar, y al final se encenderán tus sentimientos.
No es necesario hacer preparativos. Estamos juntos, vamos a empezar (Goethe, 1808, §1435, 1465).
Lo simbólico tratado en este intercambio analítico envuelve signos que se estructuran
a través de un lenguaje “funcionando a partir de la articulación del significante y el
significado, que es el equivalente de la estructura misma del lenguaje” (Lacan, 1963, p.
23). Siguiendo esta distinción, tomaremos aquí a Dios y al Diablo, no en su lógica
religiosa ni en las creencias que los rodean, sino como dos significantes complementarios
que nos remitirán a ciertos significados y que así nos ayudarán a comprender ciertas
clases de violencia.
Lacan (1963) también nos muestra cómo, en el imaginario judeocristiano, Dios se
define como “yo soy el que soy”, es decir, como un Dios que radica en el propio nombre
(p. 23). En su relación con el nombre de Dios, los sujetos desean por un Dios que habla
en nombre de todos. Por eso, a través del nombre, cada sujeto puede gozar en la práctica
de lo que supone ser el deseo de Dios. El nombre marca al sujeto que habla. Así, en la
transferencia, el sujeto emplea esta marca para dirigirse al Otro que no tiene nombre.
En el cristianismo, por lo general, se intenta personificar la figura del demonio como
un ser malvado, como un ángel caído que vive en el infierno, en el fuego ardiente, y que
espera las almas de aquellos que se rebelaron contra Dios o que no siguieron sus
mandamientos. El imaginario cristiano incluye la representación del demonio con
cuernos, cola, tridente… Es así como aparece este símbolo del mal comprometido a
castigar eternamente a las almas destinadas al infierno por el juicio de Dios. En el mismo
imaginario, Dios es representado como un símbolo del bien que vive en el cielo,
aguardando a los buenos seguidores de su voluntad divina para recompensarlos con el

63
paraíso, con el placer eterno de la presencia de Dios. Estas imágenes habitan en la
imaginación, especialmente en países como Brasil, en donde el 86.8% de la población se
autodenomina cristiana, con 64.6% de católicos y 22.2% de evangélicos.
En el cristianismo, como en la obra de Goethe, quizás el malestar pueda identificarse
con la figura del demonio que posee a los sujetos, que los divide y que está presente en
los secretos más íntimos de sus almas. Pero la astucia del demonio radica también en
seducir al sujeto neurótico al permitirle tener las experiencias más indecentes sin sentirse
culpable. Por ejemplo, Margarita mata al hijo que tuvo con Fausto, y él, con el apoyo de
Mefistófeles, trata de rescatarla, pero ella acepta su culpa y Dios la perdona. Conviene
aquí recordar que la doctrina cristiana considera que la muerte de Jesús vino a expiar
todos los pecados del mundo, pues él cargaba con la culpa de todos, aminorando así
nuestro sentimiento de culpa.
Gozar del montaje perverso, como lo ha señalado Contardo Calligaris (1986),
significa que el sueño de todo neurótico es gozar como un perverso, sin sentirse culpable
por sus actos, y que la sociedad capitalista contemporánea ofrece un escenario para que el
neurótico, incluso con su estructura, pueda tener momentos de goce perverso. Tendríamos
aquí una escenificación perversa recubierta por un discurso, entendido como vínculo
social, que suspende la crítica y la culpa. Ciertamente las personas terminan sufriendo con
esto. Sin embargo, al ser interpeladas en su actuación, tan sólo saben repetir
incesantemente su neurosis de goce interminable.
Cabe citar, en el mismo sentido, el ejemplo de los torturadores del régimen nazi o de
la dictadura militar brasileña, quienes buscaban exonerarse diciendo que no sabían o que
estaban siguiendo órdenes como si fueran vasallos sin opción. Sin embargo, al menos en
el caso de Brasil, cuando leemos los informes de las víctimas, vemos cómo denuncian la
acción destructiva de los torturadores para arrancar la verdad. ¿Cuál verdad? La de ser
comunista.
El diablo, tal como se lo representaba la dictadura militar brasileña, era rojo,
comunista. Aquellos que se presentaban como heraldos de la verdad divina mataban a los
militantes acusados de traer el “mal” y de entregar la nación brasileña a los peligros del
comunismo. La horda anti-comunista incluía a mujeres católicas, dueños del capital,
propietarios de los medios de comunicación y una masa identificada con discursos
autoritarios. La persecución virulenta de los comunistas significaba sacarlos de sus casas,
del trabajo, de la iglesia y arrojarlos a calabozos a “confesar” a los torturadores que eran
comunistas, amigos de los rusos y de los cubanos, y que planeaban una revolución en
Brasil.
Los relatos de los torturados nos muestran las más tenebrosas formas de infligir
sufrimiento y humillación, y todo bajo la tutela estatal, con las acciones violentas
organizadas y realizadas por los propios militares. En el encarcelamiento de Frei Tito, por
ejemplo, el prisionero, una vez esposado, escuchó las siguientes palabras del oficial:
“Ahora vas a conocer una sucursal del infierno” (Frei Tito, 1970, párr. 2). Es así como se
deja claro, desde un principio, que Frei Tito encontraría al demonio y pasaría por los
horrores del infierno, lo cual, de hecho, será comprobado por el prisionero, tal como
consta en sus memorias. Por otro lado, los conductores de la sucursal del infierno tienen
una sensación de integridad y bienestar, como si el mundo estuviera a sus pies: el poder,
la adulación, los chistes y el reconocimiento de la posición estratégica en un vínculo
social que los reconoce como detentores de un poder seductor, travestidos entregados a su

64
marcha enloquecida por las ciudades.

I. DIOS, MEFISTÓFELES, FAUSTO Y KEVIN LOMAX


Menon (2008) muestra cómo la figura del diablo aparece en la literatura, en autores
como Dante Alighieri, Milton, Goethe y William Beckford. Es interesante notar que en
casi todos estos autores hay una lucha entre el sujeto, Dios y el Diablo. Se trata
invariablemente de una lucha en la que uno depende del otro para conseguir sus
propósitos.
Conviene recordar aquí la película El abogado del diablo, de 1997, en la que un
joven abogado, Kevin Lomax, ejecuta su plan de crecimiento profesional patrocinado por
su jefe, John Milton, el diablo. En esta película, como en el Fausto de Goethe, el diablo
sabía muy bien lo que estaba sucediendo en el alma de Kevin. Tal vez podamos
conjeturar aquí una actualización de Fausto en la sociedad contemporánea.
Veamos los detalles de la película. Un abogado proveniente de una pequeña ciudad
de Florida, Kevin Lomax (Keanu Reeves), es contratado por John Milton (Al Pacino),
dueño de la mayor firma de abogados de Nueva York. El joven Kevin recibe un sueldo
alto, pero debe enfrentarse a la desaprobación de su madre, Alice (Judith Ivey), una
ferviente religiosa. Al principio todo parece ir bien, pero pronto la esposa de Kevin, Mary
Ann (Charlize Theron), empieza a presenciar apariciones demoníacas mientras que su
marido está defendiendo a un cliente acusado de triple asesinato. Kevin descuida cada vez
más a su mujer, se vuelca hacia su trabajo y cuenta siempre con el apoyo de su jefe, que
le arregla todos los problemas con los que se enfrenta.
Tanto Fausto como Kevin Lomax, al abocarse al cumplimiento de sus deseos de
saber y de poder, acarrean consecuencias directas para la sociedad y para las existencias
de las personas que los rodean. Los colaboradores [coadjuvantes] de los protagonistas
están siempre ahí, pero tal vez pasen casi desapercibidos en los relatos, ya que lo que está
en juego es una apuesta entre Dios y Mefistófeles, así como el drama personal de Kevin o
de Fausto.
Lo que les ocurrió a Fausto y a Kevin, lo que vivieron en las profundidades de sus
almas, trajo consecuencias para la vida de las personas y de la sociedad. El principal
rasgo característico demoniaco de esos dos personajes, de hecho, fue su disposición a
corromper leyes, normas, costumbres y políticas para satisfacer sus ansias de saber.
Cuanto más se valían de la colectividad para satisfacerse a sí mismos, tanto más se
asemejaban y aproximaban a la figura de Mefistófeles. No está de más notar que tanto
Fausto como Kevin requerían del escenario para actuar, necesitaban a sus colaboradores,
al público, la ley, el reconocimiento de la mirada de los demás. Tal vez podamos
atribuirles incluso un goce exhibicionista.
El gran triunfo de Mefistófeles fue entregar el cebo [engodo] que les permitió a
Fausto y a Kevin actuar “como si” estuvieran solos. El diablo les dio por adelantado un
indulto sobre la ley. Esto se ve claramente en la trama de la película: disfrutar sin culpa,
utilizar a las mujeres como objetos, saquear a la sociedad, esclavizar al prójimo, hacer
todo esto y más “como si” el Otro, Dios, no estuviera mirando. Esta clase de actitud es
común en la sociedad capitalista contemporánea, la cual, bien reflejada en la película,
mantiene su admiración por las élites y por sus éxitos. El estatus, el poder y el goce
proscrito, ilegal, deleitan a los neuróticos que sueñan con deambular por estos caminos.

65
En la sociedad actual, Fausto y Kevin son vistos como “triunfadores” que trabajaron
y tuvieron éxito. Podríamos decir, desde el punto de vista de Freud (1913), que
representan un ideal para la masa de consumidores y seguidores de la lógica capitalista.
Pero sabemos que también son objeto de críticas y amenazas por parte de quienes no
pertenecen a esa horda, es decir, quienes no forman parte de esa cadena significante.
Debemos distinguir, pues, entre tres grupos de sujetos: los miembros de la élite que se
embriagan y sacan provecho de los beneficios del poder obtenido por las fuerzas
demoníacas, quienes se entregan a las hordas y siguen los significantes impuestos por la
élite (encantados por Fausto con apariencia de Mefistófeles como tótem) y finalmente la
minoría que se opone a las dos lógicas anteriores.
En términos teatrales, podríamos decir que aquellos que cuestionan las actitudes de
Fausto y Kevin pueden considerarse no como actores secundarios en una oposición
binaria entre el bien y el mal (no como ángeles que vienen a rescatar a la humanidad
embriagada y perdida), sino como extras o figurantes, como actores que componen la
escena, pero que prácticamente no tienen influencia en el desarrollo de la pieza. Cuando a
una/o se le ocurre cuestionar el guion, es rápidamente remplazada/o por alguien que
simplemente sigue las reglas de la dirección de la pieza.
¿Cuál será entonces el lugar de los críticos molestos con el sistema? ¿Qué fuerza
tendrán para detener el avance de los protagonistas y de los actores secundarios? Al
responder estas preguntas, Marx y Engels insisten en la organización de la clase obrera,
cuyos integrantes dejan de ser extras en los modos de producción capitalistas y se
convierten en protagonistas.
Marx y Engels critican fuertemente la sociedad capitalista y crean un escenario en el
que los trabajadores, los que realmente pueden hacer ahora la historia, dejan de ser
tratados como extras, como meros objetos, como fuerza de trabajo explotada para
producir plusvalía. Desde el punto de vista marxista, en cierto sentido, se denuncia la
apuesta de Dios con el diablo y se demuestra la trampa en la que el diablo hace caer a
Fausto. Se comprende también que las élites burguesas, al igual que Kevin, hicieron un
pacto con Mefistófeles para gozar sin culpa, explotar sin piedad, destruir el planeta sin
escrúpulos y devorar la vida como se come un plato de aceitunas, sin siquiera molestarse
en escupir las semillas, como la basura que no se recicla en nuestros ríos y océanos.
Por otra parte, Marx y Engels (1846) rechazaron a los religiosos, así como también a
quienes de algún modo participaban en la religión, como era el caso de algunos de los
jóvenes hegelianos criticados en La ideología alemana. La crítica surge en parte porque
se descarta la idea de que la sociedad deba tener santos, modelos de heroísmo, que
resistan al diablo en el nombre de Dios. La libertad defendida por Marx y Engels es la de
sujetos que aprenden a manejar la vida y la sociedad sin la necesidad de un Dios o un
Demonio, que pueden imaginar vivir con un grado mínimo de dignidad humana y que no
se dejan reducir a objetos a los que sólo se les ofrece placer (por el consumo) y goce (por
la violencia).

II. LA VIOLENCIA Y LA MALDAD


Chico Sciense es quizás uno de los artistas brasileños actuales que mejor ha
entendido las consecuencias de las apuestas entre Dios y Mefistófeles. Sus canciones se
refieren a quienes murieron al tratar de construir una cadena significante que no se presta

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para convertir sujetos libres en esclavos.
En el primer verso de la canción de Chico “Monólogo al pie del olvido”, en el que se
dice ingeniosamente que “el miedo da origen al mal”, podríamos entender que el mal es
encarnado por Mefistófeles, como lo hemos entendido hasta ahora. Diríamos entonces
que el miedo engendra a Mefistófeles, que el diablo resulta del miedo. ¿Pero cuál sería el
miedo?
Lacan y Freud nos han explicado que el mayor temor del sujeto es asumir que está
castrado, que es un sujeto en falta, limitado, sujeto a la ley, fracasado en su goce,
incompleto, finito, sometido a la contingencia. Para superar este miedo, Freud ya nos
advirtió que el sujeto busca a toda costa crear fantasías, ya sea mediante la elección de un
amo autoritario que le proporcione un supuesto sentido de protección, o bien alienándose
a un discurso autoritario por el que su falta no permanezca en “carne viva” y deba ser
obligatoriamente sanada.
Žižek (2003), de modo más radical, se basa en Lacan para sostener que la política del
psicoanálisis es exponer “en carne viva” el miedo del sujeto (su falta…), es decir, hacer
que lo real (la carne viva) demuestre que todo el mundo sabe y así construir un vínculo
social digno de su realidad, incompleto, incapaz y temporal. Tan sólo así podría crearse
una política no regida ni por los moldes capitalistas en los que Mefistófeles funciona
como amo (S1) ni por el fundamentalismo religioso en el que es Dios el que está en la
posición del amo (S1).
Con Marx y Engels, defendemos una sociedad en la que el sujeto en su precariedad,
en “carne viva”, pueda hacer política, entendiendo la política, en los términos de Badiou
(1999), como la creencia en un colectivo que realice algo por sí mismo y que luego se
disuelva para empezar a hacer otra política. Esta lógica supone una sociedad que no es
algo que deba siempre seguir siendo lo mismo regido exclusivamente por el discurso del
amo (ya sea Dios o el Diablo). En la perspectiva de Lacan (1970/1992), los cuatro
discursos tienen que existir en sus campos para que haya cambio en las posiciones de
sujeto y para que el poder pueda circular y hegemonizarse.
Chico Sciense también canta en otro verso que “el hombre colectivo siente la
necesidad de luchar”. Nos parece que esto se relaciona directamente con la idea lacaniana
de la necesidad de luchar, necesidad que arroja al sujeto en busca de un mundo mejor,
poniéndolo en ruptura con el statu quo operandi. Badiou (1999), por su parte, considera
que tales iniciativas no pueden ser vistas como una psicopatología, como una falta de
respeto hacia la sociedad, sino como algo que debe ser parte del vínculo social de los
sujetos “en carne viva”, preocupados por las formas de opresión a las que están sometidos
como objetos de goce de quienes vendieron su alma a Mefistófeles o hicieron de Dios su
tutor moral.
Las almas de quienes se han plegado al diablo o a la divinidad están llenas de ansias
de poder. Como diría Chico Sciense, “el orgullo, la arrogancia, la gloria, llenan la
imaginación del dominio”. Hay razones para temer que tales sujetos, aquellos cuyas
almas pertenecen a Dios o a Mefistófeles, se causen daño a sí mismos, como lo muestran
sus análisis. También tenemos buenos motivos para preocuparnos por el daño aún mayor
que puedan infligir a la sociedad. Recordemos las palabras de Chico: “son demonios los
que destruyen el poder bravío de la humanidad”.
La violencia parece ser una estrategia de Mefistófeles para silenciar a quien ose
protestar. La sangre inunda calles y callejones en nombre de una supuesta defensa del

67
orden. Se dispara sobre hombres, mujeres, niños y jóvenes como si fueran un obstáculo
para el desarrollo social y económico de un mundo embriagado, extasiado, condenado al
ininterrumpido goce del fracaso de una sociedad más igualitaria. Se goza como una bestia
devorando a sus presas en el coliseo abarrotado. Se grita a los emperadores como lo
hacían los súbditos, aplaudiendo la corrupción, la destrucción de los cuerpos humanos
como objetos sin valor.
Los religiosos fundamentalistas se valen de la violencia como estrategia de garantía
de la voluntad de Dios, e imponen modelos, fórmulas morales para que sean obedecidas.
Poco a poco vuelcan sus intereses al Estado para que sus aparatos regulen la vida sexual
de los ciudadanos, para que los adolescentes puedan ser encarcelados, para que el lucro
sea administrado por pastores-administradores-políticos que se hacen llamar “heraldos del
bien” y así legitiman la ganancia capitalista (parafraseando a Marx) como un elemento
constitutivo de su cadena.
Quienes apuestan por Mefistófeles gozan matando cuerpos mientras que los adeptos a
Dios gozan destruyendo libertades. Las dos violencias cuentan con la regulación del
Estado, tributario tanto de la barbarie como de la desigualdad social, y tomado por
quienes juegan para una apuesta peligrosa entre Dios y el Diablo. Los jugadores se
divierten como apátridas que aspiran tan sólo cínicamente al placer de la destrucción.
Vivimos en un mundo de violencia en donde el dolor del castigo a los cuerpos se
asienta en donde menos puede nombrarse, en la propia vida. Esta vida es tomada por una
lógica de dominación que afecta no sólo a los cuerpos, sino al inconsciente en el que los
sujetos trabajan para el montaje perverso de la rivalidad entre Dios y Mefistófeles. El
montaje reduce a los sujetos, como Fausto y Kevin, a no ser más que los objetos de la
apuesta, hundidos en su propio sufrimiento y en sus almas angustiadas. Dios y
Mefistófeles se divierten, mientras que la redención del sujeto es su destrucción, que
aparece siempre en el mismo lugar, como trofeo de la victoria. Kevin, por ejemplo, se
entrega como una cosa, consumido por su avaricia, por sus espectros más profundos,
seducido por un poder embriagador que resulta insignificante al final de su aventura.
Los sujetos, objetos de la apuesta, mataron a los insurgentes como víctimas
expiatorias para complacer a sus respectivos espectros, a sus deidades, al satisfacer su
pulsión de muerte. Basta ver en la historia de Brasil el fin de Sepé Tiarayú, Zumbi dos
Palmares, Antonio Conselheiro, Carlos Marighella, Chico Mendes y muchos otros, todos
brutalmente asesinados como animales en el matadero. Fue así como murieron los sin
tierra, los sin hogar, los niños y las niñas de la calle, los indios, negros y mestizos. Todos
murieron bajo el poder del Estado y de las élites, las estatales y las nacionales, apoyando
la carnicería.
Hay que destacar que tanto Fausto como Kevin Lomax terminaron percatándose de la
artimaña de Mefistófeles y de las consecuencias de sus acciones. No queremos caer aquí
en la “tentación” de pensar que sus almas fueron salvadas por Dios, lo que nos haría
recaer en el dualismo de la imaginería cristiana, como ya lo señalamos al principio del
capítulo. Preferimos pensar que otra lógica puede funcionar en el vínculo social que no
sea la establecida por la apuesta entre Dios y el Diablo.
Suponemos que los sujetos pueden cambiar sus posiciones en el lazo social y en su
relación con el Otro (Dios y el Diablo). Recordemos, en este sentido, otro pasaje de Chico
Science: “¡Viva Zapata! ¡Viva Sandino! ¡Viva Zumbi! ¡Antonio Conselheiro! ¡Todos los
Panteras Negras! Lampião, su imagen y semejanza. Estoy seguro de que también cantaron

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algún día”. Acciones como las de Zapata, Sandino, Zumbi y los demás demuestran que
ellos, para cambiar su posición (así como la de su pueblo) en el vínculo social,
necesitaron utilizar un tipo de violencia que no fue coordinada por una especie de pacto
con Dios o con Mefistófeles, sino por un pacto con la libertad y la justicia social. Esto les
costó la vida.

III. LA VIOLENCIA REVOLUCIONARIA


Como hemos visto hasta ahora, en la tríada formada por Dios, Mefistófeles y el
sujeto, hay un vínculo social estructurante de su actuación, de sus apuestas, rivalidades y
búsquedas. Pero Fausto y Kevin son aplaudidos, codiciados y seducidos por quienes
apuestan. Sus pactos se mantienen en duda. Ninguno de los dos es tratado como la
encarnación de Dios o del Diablo.
La otra parte de la saga es la figurada por quienes son tratados como encarnaciones
del mal, como representantes del demonio en la sociedad, como anticristos que traen un
supuesto desequilibrio en la trama protagonizada por Dios, el Diablo y Fausto. Estas
personas reciben todo el peso de la fuerza represora del Estado, el desprecio de la
sociedad, el olvido de la historia.
El macartismo fue llevado hasta sus últimas consecuencias en Brasil. Los comunistas
fueron (son) vistos como “los rojos”, los del mismo color de Mefistófeles: ateos,
enemigos de la propiedad privada, promotores de la toma del poder por los trabajadores.
Todo esto hizo que fueran víctimas de la mayor violencia destructiva del Estado bajo
Vargas (1930-1945 y 1951-1955) y durante la dictadura militar (1964-1985). El
comunista sigue atemorizando hasta la actualidad. Sus actos de rebelión siempre han sido
tratados como formas de terrorismo, delincuencia, destrucción, amenaza para el pacto
social. El comunista, como un demonio, entraría en las mentes de las personas, las
privaría de sus verdades y las llevaría por la senda del mal.
La recién mencionada representación del comunista reapareció con gran fuerza en las
manifestaciones que tuvieron lugar en Brasil en marzo y abril de 2015. Las consignas de
las manifestaciones exigían excluir a los políticos comunistas, perseguir a los pensadores
comunistas y retirar a los profesores comunistas de las escuelas. Grupos neofascistas
argumentaban que la causa de la crisis moral y económica de Brasil fue la toma del poder
por el Partido de los Trabajadores y por sus aliados comunistas. Es así como se ha ido
recreando un discurso que justifica la eliminación de cualquier foco comunista de Brasil.
Según este discurso, que gana fuerza día con día, todos los militantes comunistas deben
ser eliminados.
Para perpetrar la eliminación de los comunistas, los grupos neofascistas brasileños
exigen el regreso de los militares al poder. Se espera que los militares “moralicen” y
dispersen a los comunistas identificados con los pobres, los trabajadores, los activistas de
los movimientos sociales, los intelectuales de izquierda, etc. Se ha hecho también un
llamado a la acción policial masiva contra la amenaza comunista y en contra de los
cambios en la moral del pueblo brasileño. Se ha exigido prohibir el matrimonio entre
personas del mismo sexo. Se ha ido a los cuarteles a demandar más represión.
En mayo de 2015, en el estado de Paraná, los maestros de las escuelas públicas
iniciaron una huelga porque el gobernador, uno de los partidarios de las manifestaciones
de marzo y abril, estaba suprimiendo algunos derechos laborales de los profesores, como

69
los planes de pensiones y los ajustes salariales. Los maestros se movilizaron y fueron a
negociar al Palacio de Gobierno. Una vez allí, el gobernador ordenó a la policía militar
que golpeara brutalmente a los maestros. La sociedad guardó silencio. También hubo
silencio en los medios que habían apoyado las manifestaciones de marzo y abril, y que
respaldaban igualmente al gobernador de Paraná. Finalmente había llegado la violencia y
la represión que se exigían.
Ante la realidad recién descrita, vimos operar la funcionalidad de la ideología,
tomada en su sentido marxista clásico: sirvió como un velo para encubrir la realidad. Los
medios de comunicación sensacionalistas intentaron vaciar el tema político,
difuminándolo en titulares inofensivos y en cuestiones sin importancia, lo que permitió
perder de vista la violencia sufrida por los profesores. No hubo ninguna declaración de la
Presidenta, ningún acto coordinado a nivel nacional… ¡Silencio! Fue el mismo silencio
que experimentamos en los tiempos de la dictadura militar. Ahora tenemos la dictadura
del “Estado democrático neoliberal”. En este nuevo régimen, la violencia es concebida
como un simple resultado de la apuesta entre Dios y Mefistófeles, en la que el Estado
entra como simple mediador, ocupándose de los trabajadores como objetos, extras que
pueden llegar a obstaculizar la escena capitalista del lucro, de los activos, de la plusvalía
y del plus-de-goce.
Ahora bien, si lo que se busca es únicamente la libertad, ¿por qué la reacción tan
violenta del Estado? ¿Por qué los medios de comunicación demonizan cualquier acto
revolucionario? ¿Por qué Dios estaría siempre del lado de las élites? ¿Y en dónde están
Fausto y Kevin Lomax en un país como Brasil? ¿Estarán muertos como Marighella o
vivos y disfrutando de la vida como muchos torturadores de los tiempos de la dictadura
militar? ¿Y qué apuesta habrían hecho Dios y Mefistófeles con los gobernantes
brasileños? ¿Y a quién podrían recurrir los comunistas? ¿Quién atendería sus demandas?
Contra cualquier apuesta, está la concepción de la violencia como esperanza, como lo
plantea Carlos Marighella (1911-1969), militante comunista brasileño, emboscado y
asesinado brutalmente por la policía de la dictadura militar. Marighella dejó dos grandes
obras en las que reflexionó sobre la violencia desde el punto de vista comunista. En una
de ellas, el libro intitulado ¿Por qué resistí la prisión?, relata la primera vez en que la
policía de la dictadura intentó asesinarlo, el 5 de septiembre de 1964, en la proyección de
una película llena de gente, incluyendo niños. ¿Y por qué la dictadura quería matarlo?
Porque “la gran fuerza del marxismo es ser exactamente la fuente de inspiración de la
libertad” (Marighella, 1965, p. 113).
Según el razonamiento de Marighella, la lucha revolucionaria busca libertad y justicia
para todos, así como el fin de la miseria y de la esclavitud en las relaciones sociales,
políticas y económicas en Brasil. Marighella no excluye que tales ideales se realicen a
través de la violencia revolucionaria, la cual, por lo tanto, no corresponde a lo que Chico
Sciense denomina “bandolerismo por pura maldad”. El bandolerismo busca favorecer a
una persona, a un grupo o a una clase social que insiste en retener el poder y la riqueza.
En cambio, la violencia revolucionaria, como estrategia y no como fin en sí mismo,
intenta construir un vínculo social en el que todos sean sujetos de su historia.
Marighella concibe la violencia revolucionaria como un desafío para el Estado
capitalista y como un recurso para llegar a un comunismo en el que ya no habría muros y
en el que la vida sería supuestamente para todos. No habría que ver estas ideas con el
desprecio cínico de quien supone que desear la libertad y el fin de la opresión es una

70
ilusión pueril o un desvariado acto de fe ante la agresión del Estado en que vivimos. La
política lacaniana del deseo nos lanza lejos de todo lo que vivimos y en lo que todo lo
humano se ha vuelto inhumano.
La muerte de quienes quieren un mundo mejor no puede ser considerada como un
error o como una apuesta en una utopía vacía. Si así la consideramos, perdemos la
dimensión de la política entendida como lo que busca garantizar que no permanezcamos
atrapados en la lógica de la excepción. El silencio y la pasividad hacen más posible que
reproduzcamos una situación como la denunciada en la primera parte de este capítulo.
Al ocuparnos de la violencia revolucionaria hoy en día, quizás despertemos a los
demonios adormecidos de la violencia y de la revolución. Estos demonios, como
sabemos, han sido exorcizados en nuestros discursos académicos, en nuestras militancias
y en nuestra ciencia. Los científicos-exorcistas nos advirtieron que esto no era algo de la
ciencia, de la divinidad, y que nuestro país tan sólo mejoraría si mantenemos el orden, el
progreso y la fe. Anhelar significantes como el de la revolución podría lanzarnos a
violencias capaces de agrietar los muros del Estado violento y proponer soluciones para la
construcción de otras posibilidades de vida.

IV. REFERENCIAS
BADIOU, A. (1999). Conferências de Alain Badiou. Belo Horizonte: Autêntica.
CALLIGARIS, C. (1986). O laço social, sua produção e a psicanálise. Che vuoi? – psicanálise e cultura. Cooperativa
cultural Jacques Lacan 1, 33-42.
FREI TITO (1970). As próprias pedras gritarão. Recuperado el 26 de noviembre 2015 de
http://www.adital.com.br/freitito/por/pedras.html
FREUD, S. (1913). Totem e Tabu. Rio de Janeiro: Imago, 2005.
——, (1930). O Mal Estar na Civilização. Rio de Janeiro: Imago, 1997.
GOETHE, J. W. (1808). Fausto. São Paulo: Martin Claret, 2003.
HEISE, E. (2010). Fausto: a busca pelo absoluto. Cult. Recuperado el 13 de diciembre 2015 de
http://revistacult.uol.com.br/home/2010/03/fausto-a-busca-pelo-absoluto/
LACAN, J. (1963). Nomes-do-Pai. Rio de Janeiro: Jorge Zahar, 2005.
——, (1970). O Seminário, Livro XVII: O Avesso da Psicanálise. Rio de Janeiro: Jorge Zahar Editor, 1992.
MACHADO, R. C. V. (2007). Chico Science. Fundação Joaquim Nabuco, Recife. Recuperado el 9 de noviembre
2015 de http://basilio.fundaj.gov.br/pesquisaescolar/.
MARIGHELLA, C. (1965). Por que resisti à Prisão? São Paulo: Brasiliense, 1994.
MARX, K. y ENGELS, F. (1846). A Ideologia Alemã. São Paulo: Boitempo, 2009.
MENON, M. C. (2008). O diabo: um personagem multifacetado. Revista Línguas & Letras. Número especial, 217-
227.
ŽIŽEK, S. (2003). Bem-vindo ao Deserto do Real. Cinco Ensaios sobre o 11 de Setembro e Datas Relacionadas.
São Paulo: Boitempo.

NOTAS

[1] Más información en MACHADO (2007).

71
Gestionando el cuerpo en el trabajo
Obsesión, organización e interpretación
IAN PARKER
El presente capítulo habrá de permitirme explorar las condiciones de posibilidad para la
fundamentación material del discurso psicoanalítico y para su incorporación en formas de
organización en las que juega un papel crucial el trabajo lacaniano de los “estudios
críticos de gestión” [Critical Management Studies]. Mi atención estará centrada en la
gestión [management] y en la descomposición del cuerpo. Me preocuparé particularmente
por el re-encuadre crítico de Lacan en relación con la estructura del discurso y en los
primeros trabajos de Jacques-Alain Miller sobre la interpretación. Abordaré cuestiones de
adaptación, gestión y estructura, y mostraré cómo Lacan, en el Seminario VI, El deseo y
su interpretación, elucida y ejecuta “cortes” en estos aspectos del orden y del poder.
El trabajo psicoanalítico es un trabajo de interpretación, pero su interpretación es
diferente de la impulsada por el discurso terapéutico popular. El trabajo psicoanalítico
está condicionado por la construcción de marcos que filtran, que a veces prohíben y que
así también invitan e incluso incitan a desear saber qué hay que decir sobre el deseo y
quién ha de decirlo. No podemos dejar de participar aquí en un proceso de lectura y
relectura que enmarca y replantea aquello de lo que se trata en psicoanálisis. Conduciendo
tal proceso a un ámbito especializado, plantearé la cuestión general de la utilización del
psicoanálisis en la investigación organizacional (Fotaki et al., 2012), luego pasaré a
cuestiones específicas en torno a la incidencia de la obra de Jacques Lacan en un
acercamiento distintivo a las organizaciones (Driver, 2013) y posteriormente me centraré
en el Seminario VI de Lacan (1958-1959). Mostraré también, por un lado, cómo la
discusión lacaniana de la adaptación, la gestión y la estructura se elabora en el campo de
la práctica psicoanalítica de Jacques-Alain Miller, y, por otro lado, cuáles son las
implicaciones de todo esto para la forma en que se realiza la investigación sobre las
prácticas de gestión.
Lacan (1958-1959) nos muestra que hay algo particular en la naturaleza de la
sociedad contemporánea, en tanto que “moderna” (como él dice), que provoca cierta
lectura de los hechos y que nos hace construir e interpretar el deseo de cierto modo.
Recordándonos así la naturaleza histórica de los fenómenos psicoanalíticos de los que se
ocupa, el psicoanalista francés cita, por ejemplo, el comentario en el que Freud (1900, p.
264) reconoce “toda la diferencia en la vida mental de aquellas dos épocas de la
civilización ampliamente separadas” que constituyeron a Edipo y a Hamlet como sujetos
humanos (Lacan, 1958-1959, 4 de marzo de 1959). Lacan insiste aquí en la estructuración
del deseo, llamando la atención sobre la diferencia crucial entre la descripción de
“erupciones” del mismo, como si estuviera ya siempre ahí burbujeando bajo la superficie
del lenguaje, y lo que él prefiere denominar el “desequilibrio” en la organización del

72
fantasma que aflige al sujeto (15 de abril de 1959).
El Seminario VI, El deseo y su interpretación, resume el ataque lacaniano contra la
teoría de las relaciones objetales que había sido el centro del Seminario IV, Las relaciones
de objeto (Lacan, 1956-1957), y que había estado muy presente en el Seminario V, Las
formaciones del Inconsciente (Lacan, 1957-1958). En el sexto seminario, Lacan subraya
la forma en que la teoría de las relaciones objetales, al operar como el enfoque dominante
en lo que se conoció como la “tradición británica” del psicoanálisis, repitió e incluso
profundizó los problemas planteados por la psicología del yo en los Estados Unidos
(White, 2006). Lacan también hace hincapié en las contradicciones y rivalidades entre las
distintas interpretaciones de las relaciones objetales en una extensa discusión del trabajo
de Ella Sharpe (1937). La elección de Sharpe se explica en parte por su mayor
proximidad a Melanie Klein (1986) que a Anna Freud (1936). Es quizás por la misma
razón que algunos comentarios psicoanalíticos recientes, en la tradición de trabajo
liderado por Jacques-Alain Miller, han sido igualmente más favorables a la contribución
de Sharpe (Guéguen, 2007). Hay que recordar también que el año universitario del
seminario, 1958-1959, coincidió con una época de gran tensión política organizacional en
la que los grupos psicoanalíticos franceses ejercían presión sobre la Asociación
Psicoanalítica Internacional (IPA) para que tomara una decisión con respecto a su
pertenencia institucional. Este proceso había comenzado cinco años antes y no se resolvió
sino hasta 1963, cuando concluyeron su trabajo las comisiones de investigación de la
IPA, que incluían a destacados analistas de relaciones objetales residentes en Londres
(Marini, 1992; Roudinesco, 1990).
No hay una traducción inglesa autorizada de los seminarios IV, V y VI. Aunque las
siete conferencias sobre Hamlet, guiadas por las notas de Sharpe, aparecieran en la revista
Ornicar? de Miller después de la muerte de Lacan, hubo que esperar más de treinta años
para que se publicara la versión oficial francesa del Seminario VI (Lacan, 2013). Tres de
las conferencias sobre Hamlet fueron traducidas y publicadas en inglés varios años antes,
en Yale French Studies, en un marco más teórico-literario que clínico-psicoanalítico
(Lacan, 1977). Pero los lectores no captaban entonces fácilmente la preocupación de
Lacan por el aparato teórico de la teoría de las relaciones objetales (Rabaté, 2001).
Aquí utilizaré el Seminario VI como punto de anclaje. Es de este único seminario del
que provendrán todas mis referencias a Lacan en el presente capítulo. No recurriré, pues,
a diferentes seminarios bajo el supuesto de que los cambios de argumento en los
momentos sucesivos de la enseñanza de Lacan son acumulables o agrupables, como si
formaran un todo homogéneo. Mis citas del Seminario VI provendrán de la traducción
para “uso privado” realizada por Cormac Gallagher en Dublín (con algunas pequeñas
modificaciones a la traducción cuando lo he creído necesario), con referencia únicamente
a la fecha de la sesión, ya que la paginación cambia periódicamente en la página
electrónica de la versión de Gallagher (Lacan, 1958-1959).
El psicoanálisis es una teoría y una práctica sobre el orden y la intervención. Cuando
abordamos la cuestión del deseo y de su interpretación, podemos trasladar este par de
conceptos, el deseo y la interpretación, al orden y la intervención, respectivamente. De
este modo, el deseo corresponde al orden, mientras que la interpretación remite a la
intervención. Es importante atenerse a tales correspondencias, ya que la interpretación no
debe concebirse como una especie de rejilla que pone orden en el habla, así como
tampoco debe conceptualizarse el deseo como el motor de la intervención. Por el

73
contrario, en la tradición lacaniana de psicoanálisis, se enfatiza que el deseo está
ordenado y que la interpretación es en sí misma transformadora. Y hay aquí, en esta
formulación, una alusión deliberada al marxismo que Lacan menciona en varios puntos
en el seminario.
Sería fácil, concordante con las formas psicoanalíticas de sentido común, suponer que
el deseo es algo constante que late a través de cada ser humano individual, y que siempre
lo ha hecho, mientras que la interpretación es la respuesta históricamente variable a este
deseo. Esta aparente meta-reflexión psicoanalítica, que es una mera reiteración del
psicoanálisis entendido como una verdad universal e inconsciente para nosotros, no hace
justicia a la naturaleza históricamente contingente, no sólo de la práctica psicoanalítica,
sino también de la sustancia sobre la que opera. Decir, en cambio, que es la interpretación
la más invariable, aunque no totalmente invariable, y que es el deseo el que está ya
estructurado de manera particular para nosotros, muestra que se entiende mejor la
importancia de la invención del inconsciente y del psicoanálisis mismo. Es así como he
leído a Lacan (1958-1959) cuando afirma que “el deseo tan sólo puede ser concebido,
situado, con respecto a las coordenadas fijas de la subjetividad” (15 de abril 1959),
coordenadas que se fijan de manera particular para el sujeto moderno, el sujeto del
psicoanálisis. Estoy leyendo esta idea junto con la afirmación de que “antes de que
hubiera análisis o analistas, los seres humanos se preguntaron una y otra vez dónde
radicaba su verdadera voluntad” (18 de marzo 1959).
Lo que aquí está en cuestión es más bien la relación, la separación y la articulación,
entre el deseo y la interpretación. En virtud de tal relación, la interpretación viene a
operar sobre el deseo como un proceso mediador históricamente significante estructurado
por un fantasma del que debemos ocuparnos. Son la separación y la articulación las que
dan sentido a la forma en que configuramos nuestra comprensión de nosotros mismos y
las formas de alienación que caracterizan el sistema político-económico, el capitalismo y
el auto-examen científico obsesivo aprovechado para su propio desarrollo. Estas formas
de alienación establecen a su vez las condiciones de posibilidad para el propio discurso
psicoanalítico. Es por esto, creo, que Lacan (1958-1959) sostiene que “en la medida en
que el hombre moderno está en el corte del discurso cartesiano, es en grado supremo un
yo soy” (24 de junio 1959). Es por lo mismo que Lacan nos recuerda muy pronto en el
seminario, en la primera sesión, su “metáfora de la fábrica” que nos permite apreciar
cómo “ciertas conjunciones de lo simbólico y de lo real son necesarias para que la noción
de energía pueda subsistir” (12 de noviembre 1958). Esta manera de rastrear la metáfora
de la fábrica plantea la cuestión del lugar de lo imaginario a través del cual podemos
explicarnos las conjunciones entre lo simbólico y lo real. Volveré sobre esta cuestión al
ocuparme de la gestión y de su malestar.
Como se ve, tomo en serio la base material de las condiciones de posibilidad para el
discurso psicoanalítico. Es por esto que me interesa explorar la incorporación de este
discurso en las prácticas por las que el sujeto se recluta y se adecúa para el orden social.
En este orden, la gestión moderna, tanto en la fábrica como en otros lugares, juega un
papel crucial, y ha merecido la oposición de un re-encuadre crítico de Lacan en relación
con la estructura del discurso, concretamente en algunos de los primeros trabajos de
Jacques-Alain Miller. Al retomar tal re-encuadre, me centraré aquí sucesivamente en
cuestiones de adaptación, gestión y estructura.

74
I. ADAPTACIÓN

Empecemos por la adaptación. La descripción se desliza rápidamente hacia la


prescripción en el enfoque de las relaciones objetales, el cual, como Lacan (1958-1959)
nos lo recuerda hacia el final del seminario, estaba llegando a “dominar toda la
concepción que tenemos del progreso en análisis” (1 de julio de 1959). Este “progreso en
análisis” no sólo concierne la concepción reinante del progreso en el análisis de un
individuo y la forma en que se dirige el tratamiento, que es algo que Lacan (1958) había
examinado antes del Seminario VI, sino que se refiere también a la concepción de
progreso contrabandeada en el psicoanálisis por aquellos que decían saber lo que era y
debía ser la realidad, y que pretendían ayudar a las personas a adaptarse a ella. Más allá
de esto, el “progreso en análisis” también debe leerse en relación con la noción de
progreso en el campo social, de tal modo que el psicoanálisis puede ser empleado en
proyectos políticos y hasta puede llegar a funcionar por sí mismo como un proyecto
político.
Con respecto al tratamiento, Lacan (1958-1959) protesta contra el análisis que se
ubica “en la línea de lo que podría llamarse normativización moralizante”, y señala que
cuando el psicoanalista organiza su trabajo con “referencia a la realidad” que pretende
conocer, y cuando piensa que sabe cómo sus analizantes deben organizar sus relaciones
con sus objetos, entonces podemos suponer que se guía y guía a sus analizantes hacia una
“conclusión identificatoria” (1 de julio de 1959). La diferencia entre la ética y la
moralidad, esta última como sistema de normas a las que el sujeto debe adherir para ser
bueno, será retomada por Lacan (1959-1960) en el siguiente seminario. La advertencia
lacaniana contra la “normativización moral” a través de la cual el analizante se ve
alineado, normalizado con respecto a las normas morales con las que se identifica el
analista, no sólo se aplica, en primer lugar, a un mundo en el que el sujeto se relaciona
con sus objetos en un espacio compartido con su analista, el aparentemente buen mundo
al que hay que unirse a medida que se avanza hacia el final del análisis, sino también, en
segundo lugar, a un mundo en el que el sujeto se concibe como encerrado en un reino
privado organizado como constelación de objetos internos, un mundo malo en el que sólo
puede aspirarse a sobrevivir.
Lacan no sólo se opone a esa primera visión psicoanalítica del sujeto en el mundo,
una visión que actualmente ha renacido en las versiones del psicoanálisis relacional e
intersubjetivo (Loewenthal y Samuels, 2014), sino que también discute una segunda
visión que en aquella época era defendida por antiguos kleinianos tales como Edward
Glover. En este segundo caso, Lacan aborda, por ejemplo, la concepción del universo
paranoico infantil en el que, según una preciosa cita de Glover (1956), “el mundo exterior
ha representado una combinación de carnicería, lavabo público y sala de autopsia”, así
como las diferentes permutaciones posibles de ese universo, como la que se encuentra en
el drogadicto que convierte el universo en “una farmacia más reconfortante y fascinante,
en la cual, sin embargo, el armario de los venenos permanece abierto” (Glover, 1956, p.
222).
El punto es que en cualquier caso, ya sea que el mundo esté muy bien ordenado y sea
una locura no adaptarse a él, o bien que se acepte la incierta coordinación entre los
fantasmas de los distintos individuos, hay que desconfiar, según Lacan, de cualquier
unidad sana de la sociedad o del sí mismo. Lacan se muestra más favorable a la visión

75
kleiniana del sujeto perpetuamente dividido, una visión erróneamente incluida en la
tradición de las relaciones objetales, al tiempo que dirige su escarnio a los psicoanalistas
que se entregan a la fantasía ya cabalmente adaptativa de la perfecta coordinación entre el
niño y la madre. Como lo dice el propio Lacan (1958-1959), “el hecho es que en el ser
humano no hay posibilidad de acceder a esta experiencia de totalidad” (11 de febrero de
1959). El deseo no busca “juntarse con el mapa del mundo en una especie de armonía
preformada, como podría suponer, después de todo, una idea armónica, optimista de
desarrollo humano” (13 de Mayo de 1959).
Lacan no pierde de vista el hecho de que al otro lado de la “normativización
moralizante”, al otro lado del intento de adaptación del sujeto a futuras relaciones con los
objetos que serán tan armoniosas como supuestamente lo habría sido la primera relación
con la madre (según la teoría de las relaciones objetales), se piensa que puede saberse que
el bebé está impulsado por fantasías de omnipotencia y que debe reconocer éstas con el
fin de completar el tratamiento. Es la aventura típica ideal que parte de la posición
esquizo-paranoide para llegar a la posición depresiva en la obra de Klein. Es también lo
que sustenta el análisis de Ella Sharpe sobre el hombre con la pequeña tos que se discute
en el Seminario VI. Aquí Lacan (1958-1959) toma la comparación de Sharpe entre el
psicoanálisis y una partida de ajedrez para señalar que el analizante guarda su reina, y
que “es en el lado de la mujer en donde estriba la omnipotencia” (11 de febrero de 1959).
Este punto se inserta en una discusión más amplia sobre quién tiene el poder inexpresable
que debe expresarse: “no es el sujeto que es todo poderoso”, como parecen creer los
kleinianos; para Lacan, “lo todopoderoso es el otro” (11 de febrero de 1959).
Lo que aquí está en juego es tan importante como lo es el rechazo de la castración
simbólica y el intento de mantener a la reina en su lugar para un sujeto que “rechaza la
castración del otro” (Lacan, 1958-1959, 4 de marzo de 1959). Es en esta relación con el
otro, en la atribución de omnipotencia al otro, que Lacan describe el estado del obsesivo,
para quien “su deseo mismo es una defensa” y que pasa su tiempo “adquiriendo mérito”
para “la reverencia del otro con respecto a sus deseos” (10 de junio de 1959). Éste es el
sujeto que subsiste en lo que Lacan describe como “la servidumbre de su dominio” (17 de
junio de 1959). El obsesivo es el sujeto más obediente y adaptado al capitalismo, y quizás
incluso el más prevalente, por lo que representa un elemento importante en cualquier
análisis de las formas contemporáneas de organización.
La noción del obsesivo preocupado por mantener en su lugar las formas de orden a
las que se somete a sí mismo puede complementarse con las influyentes explicaciones
estructuralistas del capitalismo en que se basa precisamente Lacan. El trabajo del teórico
marxista Louis Althusser se preocupa especialmente por la cuestión de la adaptación, aun
cuando se le considera generalmente un crítico de la misma. Althusser, que se había
encontrado por vez primera con Lacan en 1945 cuando asistió a la presentación de su
trabajo sobre el tiempo lógico (Lacan, 1946) en la École Normale Supérieure, utilizó
posteriormente la teoría lacaniana como un recurso para la descripción de la función de la
ideología. En el trabajo de Althusser (1970), no sólo se atribuye un carácter eterno a la
ideología y al inconsciente, sino que no parece haber interés en romper el circuito de la
interpelación de los sujetos por unos aparatos ideológicos del Estado que luego sirven
para reforzar y justificar las formas dominantes de organización. Es por esto que sus
críticos a la izquierda lo han considerado un filósofo del orden (Rancière, 1974).
Hay que notar otro aspecto del lugar del psicoanálisis en procesos de interpelación y

76
adaptación del sujeto. El fracaso de Althusser al separar la descripción y la prescripción
indica la profundidad del problema que se produce incluso en su versión particular del
marxismo (que debería fusionar la interpretación y la transformación del mundo). Robert
Castel (1973) señala el problema en su estudio sobre lo que denomina “le
psychanalysme” en el que el discurso psicoanalítico no sólo subyace al contrato clínico,
sino que determina su descripción misma. Hay aquí una crítica de la forma en que el
psicoanálisis desplaza a la psiquiatría y opera de modo aún más eficaz e insidioso para
normalizar a las personas en línea con un programa psiquiátrico. De esta manera, el
psicoanálisis:
ofrece un refuerzo masivo del poder de la práctica psiquiátrica; en primer lugar, facilitando la identificación
de la operación de la institución con la destreza mágica del analista/psiquiatra; en segundo lugar, imponiendo
una “psicosociología”, en términos del discurso del inconsciente, como el medio exclusivo para interpretar las
estructuras objetivas de la institución (Gordon, 1977, p. 122).
Uno puede entender entonces por qué Castel se siente atraído por Deleuze y Guattari
(1977) con su aparente crítica al psicoanálisis, pero también hay que señalar que se
muestra preocupado por la manera en que en realidad terminan redimiéndolo en el
privilegio dado al complejo de Edipo (Gordon, 1977, p. 126). Ojalá no fuera así, pero el
caso es que el discurso psicoanalítico también está implicado en la adaptación. De ahí que
Lacan se tome tantas molestias para mostrarnos cómo este discurso, con su privilegio
dado al Edipo, también puede ser descifrado.

II. GESTIÓN
Pasamos ahora de la adaptación a la gestión. Cada marco disciplinario académico,
incluyendo el psicoanálisis cuando está configurado como tal, corre el riesgo de respaldar
lo que pretende descubrir. Esto es particularmente cierto en el campo de los estudios de
gestión, que se basa en lo que se ha caracterizado como “la existencia de un ser racional,
asexual y sensato, actuando milagrosamente de acuerdo con sus propias intenciones
individuales” (Cederström, 2009, p. 16). Enfrentándose a las tentativas de imposición de
este modelo individual y disciplinario del sujeto, aparecieron los “Estudios Críticos de
Gestión” (ECG) que se concretaron como un sub-campo reconocido a principios de 1990
(Alvesson y Willmott, 1992). Ha sido en el contexto de la discusión teórica dentro de los
ECG, centrada en Marx, Weber y Foucault, que surgió ulteriormente un nuevo sub-sub-
campo, el de los “lacanianos de la gestión”, que ha ido cobrando fuerza en las escuelas de
negocios y de gestión.
Los primeros trabajos en el sub-sub-campo lacaniano de los ECG (v.g., Roberts, 2005;
Harding, 2007) se basaron en la descripción lacaniana del estadio del espejo (Lacan,
1949) para mostrar cómo los empleados, “al identificarse con una imagen de unidad, se
hicieron más vulnerables al control administrativo” (Cederström, 2009, p. 23), pero
también, con más optimismo, cómo “el sujeto adopta diferentes identidades en diferentes
situaciones” (p. 25). Contribuciones lacanianas más recientes han descrito procesos de
identificación en relación con la hegemonía ideológica y las múltiples construcciones
discursivas que garantizan el compromiso de los empleados con su trabajo (Contu y
Willmott, 2006). Han mostrado también cómo “la fantasía hace que las identidades sean
más cautivadoras y bellas, pero también mantiene el statu quo en una experiencia de
estabilidad y sustentabilidad” (Cederström, 2009, p. 27).

77
La preocupación actual, en la que Lacan se refracta ya sea a través de Ernesto Laclau
y Chantal Mouffe (2001) o a través de Slavoj Žižek (1989), se centra en cómo un núcleo
imposible de goce opera como lugar fascinante de la identidad (Jones y Spicer, 2005), y
cómo la transgresión puede resultar funcional para la gestión, permitiendo y
aprovechando el goce, pero el goce como algo que se desarrollaría más allá de la forma
en que Lacan lo define en el Seminario VI, como simple “satisfacción directa de una
necesidad” (1958-1959, 15 de abril de 1959). Este desarrollo teórico lacaniano de los
ECG ha facilitado una especificación de la fantasía que también profundiza el análisis de
la incidencia de la ideología en el sujeto. Un ejemplo influyente, en el que se estudian las
formas de discurso que Lacan estaba elaborando en el Seminario VI, argumenta que “la
lógica de una narrativa fantasmática es tal que estructura el deseo del sujeto al presentarle
un ideal, un impedimento para la realización del ideal y el goce vinculado a la
transgresión del ideal” (Glynos, 2010, pp. 29-30).
El ejemplo recién mencionado es claramente parte de un proyecto más amplio sobre
la naturaleza de la ideología y de la fantasía en la economía política (Glynos, 2001, 2012).
Este proyecto se basa en la premisa de que “si las lógicas políticas nos proporcionan los
medios para mostrar cómo las prácticas sociales se realizan o se transforman, entonces las
lógicas fantasmáticas revelan el modo en que prácticas específicas atrapan
ideológicamente a los sujetos” (Glynos, 2010, p. 31). Así, dentro de los ECG, la crítica de
las actuales condiciones de trabajo, su denuncia como alienantes y destructivas, ha
ampliado el ámbito de competencias de los estudios tradicionales de gestión (Cederström
y Fleming, 2012).
Mostraré por qué lo anterior es importante con un estudio que no es en absoluto
lacaniano y que incluso trata de evitar la teoría, para luego reflexionar sobre él a través de
la obra de Miller en una tradición lacaniana que ha sido atacada por ser híper-teórica
(Roudinesco, 1990). Una presentación en el congreso internacional “Re-trabajando a
Lacan en el trabajo” [Re-working Lacan at Work], realizada en París en 2013, absorbió a
los estudiosos lacanianos de ECG y proporcionó una medida controlable de goce
(Cederström y Hoedermaekers, 2013). La presentación y la discusión giraron en torno a
un importante estudio realizado por Alexandra Michel (2011), intitulado “Trascendiendo
la socialización: etnografía de nueve años del papel del cuerpo en el control
organizacional y en la transformación del trabajador del conocimiento”, y publicado en
Administrative Science Quarterly, una prestigiosa revista de la corriente dominante en los
estudios de gestión. El punto de partida del trabajo fue lo que se denomina la “paradoja de
la autonomía” (Mazmanian et al., 2011), según la cual “los trabajadores del conocimiento
perciben su esfuerzo como autónomo a pesar de la evidencia de que está bajo el control
de la organización” (Michel, 2011, p. 325). Michel se basó en una cantidad asombrosa de
datos etnográficos y de entrevistas provenientes de dos bancos de inversión de Wall
Street que fueron “triangulados para reforzar la validez” del estudio (p. 334). Los datos
consistieron en siete mil horas de observación, más de seiscientas entrevistas
semiestructuradas formales, unas doscientas entrevistas informales y el análisis de los
materiales de la compañía. El estudio “se movió iterativamente entre los datos y la teoría
emergente” para mostrar cómo “los controles menos visibles pasaron por alto la mente
para dirigirse al cuerpo” (p. 335).
La audiencia del congreso “Re-trabajando a Lacan en el trabajo” se vio paralizada y
encantada por la manera en que los banqueros usaron de sus cuerpos, abusaron de ellos y

78
en muchos casos terminaron por destruirlos, empezando por un régimen de privación de
sueño con el uso de cafeína y de medicinas prescritas, y terminando con la experiencia de
una variedad de enfermedades debilitantes, como fenómenos de burnout y de quiebre, en
un proceso que por lo general se volvió evidente después de cuatro años en el puesto de
trabajo. Los banqueros contaron esto en los siguientes términos: “yo no diría que es
control; estoy en guerra contra mi cuerpo” (Michel, 2011, p. 342); “no voy a dejar que mi
cuerpo arruine mi vida” (p. 345); “estoy obligando a mi metabolismo a que haga su
trabajo” (p. 350). El artículo es, de hecho, en algunos aspectos, gratificante para quien sea
de cualquier manera favorable a una crítica del capitalismo, pero los presentadores
pasaron por alto la forma en que Michel también ofrece un relato de redención en el que
al menos algunos banqueros superaron su hostilidad hacia las panaceas de autoayuda que
antes despreciaban. Finalmente, mientras proseguían los problemas de rendimiento de
quienes trataban sus cuerpos como enemigos, los bancos se beneficiaron de los banqueros
que trascendieron el control. El rendimiento de quienes trataban “su cuerpo como sujeto”,
según la expresión de Michel (2011), mejoró al tiempo que se evidenciaba una superación
del antagonismo: los banqueros “se mostraron creativos al reconciliar los bancos y las
demandas del cuerpo” (p. 350).
Entre los muchos puntos de interés del artículo de Michel, quiero subrayar el de la
relación entre el “método” y la “teoría”, y la forma en que ciertos requisitos
institucionales académicos se reiteran en la elaboración de un estudio para una revista de
la corriente dominante en los estudios de gestión, revista que suele publicar estudios
cuantitativos y que huye de la teoría y especialmente de la teoría “crítica”. Michel
presenta su método haciendo referencia a la “triangulación” de los datos para tranquilizar
a los lectores acerca de la validez del estudio, y subordina la “teoría” al “método” y al
sentido que debe darse al material, justificando esto con la “teoría fundamentada”, un
enfoque metodológico que pretende construir hipótesis a partir de los datos y sólo de los
datos (Glaser y Strauss, 1967). Este movimiento manifiesta pero no resuelve la paradoja
de que “los empleados erróneamente experimentan autonomía” (Michel, 2011, p. 329). Y
aunque Michel señale que “los trabajos monótonos gastan la vitalidad y adormecen el
cuerpo de tal manera que la persona no lo siente” (p. 331), y aunque haga referencia a los
trabajos de Marx (1867) y del feminismo sobre el trabajo emocional (Hochschild, 1983),
el caso es que efectivamente sella el análisis contra cualquier interpretación teórica, lo
que hace que los ECG y el enfoque lacaniano deban operar desde el exterior, como un
metalenguaje.
Cualquier descripción del cuerpo como real, tratado como objeto para ser gestionado
y representado simbólicamente, debe plantearles a los investigadores en psicoanálisis
cuestiones acerca del fantasma y de la puesta en escena del sujeto en relación con sus
objetos. Lacan, en el Seminario VI, destaca la forma en que trozos del cuerpo se
movilizan en el discurso, pero de una manera tal que oculta sus funciones en el mismo
momento en que parece proporcionar acceso transparente a lo que está pasando: “es con
nuestros propios miembros —esto es lo imaginario— que componemos el alfabeto de ese
discurso que es inconsciente” (Lacan, 1958-1959, 18 de marzo de 1959). Esta
organización imaginaria de trozos de nuestro cuerpo, de lo real, en una narrativa
coherente, se aplica también a lo simbólico en sí. Refiriéndose a que los bancos proveen
servicios gratuitos de automóviles, comidas, clubes de salud y limpieza en seco, uno de
los participantes en el estudio comentó: “Las feministas solían decir que cada mujer podía

79
trabajar si la esposa se encargaba de las tareas domésticas. El banco es la esposa de mi
esposa” (Michel, 2011, p. 339). ¿Qué hacer con el “gran secreto” de Lacan en el
Seminario VI, aquel según el cual “no hay Otro del Otro” (1958-1959, 8 de abril de
1959)? La lección aquí no es tanto que haya aspectos de “control de la organización” de
los cuerpos en lo real, sino que hay una brecha necesaria entre lo experiencial, el reino
imaginario al que Michel está accediendo al construir su “teoría fundamentada”, y los
procesos simbólicos que sólo pueden ser captados teóricamente como manifestaciones de
la estructura, de lo real.

III. ESTRUCTURA
Habiendo examinado la adaptación y la gestión como aspectos del orden, quiero
pasar ahora a la cuestión de la estructura como tal. El propio interés de Lacan en la
gestión y en los peligros de la adaptación resulta evidente en su cuidadosa especificación
de estructuras organizativas para la Escuela Freudiana de París, fundada en 1964, cinco
años después del Seminario VI. Un ejemplo de tales estructuras son los “carteles”, grupos
de trabajo de duración limitada abiertos a los no-analistas, disueltos y formados una y otra
vez, pero con diferentes participantes para evitar la sedimentación de la jerarquía
institucional por la que se caracterizó a la IPA (Lacan, 1964). Uno de los primeros
carteles, inspirado por Althusser e integrado por estudiantes de la Escuela Normal
Superior, fue dirigido por Jacques-Alain Miller y estuvo centrado en la “Teoría del
Discurso”. Uno de los productos de este cartel fue el texto “Acción de la estructura” de
Miller (1968), que ofrecía, según su autor, una “exposición sistemática” (p. 69) del
discurso del psicoanálisis y de su articulación con el del marxismo, lo que permitiría
“reflejar el uno en el otro en un discurso teórico unitario” (p. 80). Este trabajo es
innovador no sólo porque sistematiza la obra de Lacan hasta ese momento, concibiéndola
como una reflexión teórica sobre epistemología y ontología, sino también porque anticipa
una lectura particular de Lacan y de sus propias lecturas particulares de Freud en la que se
prepara la arquitectura conceptual de la actual Escuela de la Causa Freudiana (por
ejemplo, Voruz y Wolf, 2007).
El texto “Acción de la estructura” consta de tres partes que tratan sucesivamente de la
“estructura”, el “sujeto” y la “ciencia”. La estructura, para Miller (1968), es “lo que
instaura una experiencia para el sujeto al que incluye”, aunque al mismo tiempo hay “una
subjetividad ineliminable situada en la experiencia” (p. 71). Tal subjetividad es algo que
distingue crucialmente esta noción de estructura de la que encontramos en el
estructuralismo lingüístico mecanicista caricaturizado al que a veces se asimila el
psicoanálisis lacaniano. El psicoanálisis, que se refiere a la “relación del sujeto con su
palabra” (pp. 71-72), exige rastrear la estructuración de esta subjetividad sin confundirla
con la “función imaginaria” que da continuidad a la realidad “por medio de la producción
de representaciones que responden a la ausencia en la estructuración, y compensan la
producción de la falta” (p. 72).
Es precisamente la estructura imaginaria que “se constituye en lo real”, como
“reduplicación del sistema estructural” que era “meramente ideal desde un principio”
(Miller, 1968, p. 72), lo que se ilustra en los estudios etnográficos y de entrevistas como
los de Alexandra Michel (2011). La “paradoja de la autonomía” que Michel aborda no
puede entonces resolverse con las operaciones de un “orden que ajusta secretamente lo

80
que se ofrece a la mirada” (Miller, 1968, pp. 73-74). Hay un “desconocimiento” del lugar
del sujeto en la estructura que es necesario para el propio sujeto y que también debe estar
oculto para él como parte de su propia lógica interna en la que “el exterior pasa al
interior” (p. 74). Ya vemos aquí un intento de Miller (1986) por describir teóricamente la
extimidad del objeto a lacaniano en una explicación de la sobredeterminación de la
estructura que da lugar a un efecto de “coherencia u homogeneidad”, pero que gira en
torno al “punto utópico” de la estructura que “siempre engaña al ojo” (Miller, 1968, p.
73).
La segunda parte del texto de Miller (1968), dedicada al sujeto, argumenta que la
fenomenología no es adecuada como alternativa al estructuralismo, ya que “lo invisible
dispone una estructura que sistematiza lo mismo visible que lo oculta” (p. 74). Lo que se
necesita, por lo tanto, es “una arqueología verdaderamente radical de las percepciones que
son históricas hasta la médula, que se especifican absolutamente, que se estructuran como
un discurso” (p. 75). Aquí la obra de Foucault, en especial El nacimiento de la clínica
(1963), se señala explícitamente como una guía. Esto significa que ni la transparente
intersubjetividad ni la reflexión intrasubjetiva del sujeto, en cualquier tipo de estrategias
paliativas de autoayuda colectiva o individual, pueden ser consideradas como soluciones
para “la falta” que “persiste en el interior del sujeto”, es decir, “la alienación no puede ser
entendida como un infierno del que debería liberarse a fin de poseerse a sí mismo y
disfrutar de su propia actividad” (p. 76). No hay escape inmediato del reino que Miller
(2005) describirá más adelante con el predicamento cuantificado “uno-todos-solos” en
una apreciación reflexiva más cualitativa de esa condición.
No hay, por tanto, “ninguna relación entre un sujeto y otro sujeto, o entre un sujeto y
un objeto”, que llene la falta, “excepto por una formación imaginaria que la suture”
(Miller, 1968, p. 76). Aquí el texto ya se orienta hacia otro texto teórico, “Sobre la
sutura”, que complementa “Acción de la estructura” (Miller, 1966). El autor señala, en
una crítica profética de la moda actual de las políticas gubernamentales en materia de
salud mental, que “debemos considerar cualquier noción de una política de la felicidad, es
decir, de ajuste, como el medio más seguro de reforzar la inadecuación del sujeto con
respecto a la estructura” (p. 76). En otras palabras, el feliz compromiso entre los
banqueros y sus cuerpos, o entre las demandas de la empresa y las de su propio bienestar,
que Michel (2011) describe al referirse a quienes no han destruido por completo su salud,
sólo será un espejismo. La hemorragia de vitalidad y el entumecimiento del cuerpo son
irremediablemente componentes íntimos e integrales de la alienación del sujeto en una
organización bajo el capitalismo.
La tercera parte del texto de Miller nos lleva directamente a las preocupaciones de
Lacan en el Seminario VI, y en particular a la división entre los niveles superior e inferior
del grafo del deseo, una división que sería histórica para los íntimos de Lacan y para el
propio Miller (Roper, 2009). Miller distingue aquí entre “el campo del enunciado”, como
“campo en el que la lógica se establece a sí misma”, y “el campo de la palabra”, que es
“el del psicoanálisis” (p. 77). Luego describe una “distribución topológica” que
“desconecta el plano en el que el sujeto se efectúa en primera persona” y “el lugar del
código en el que se inserta” (p. 78.). Esta “división” en “el interior del lenguaje” significa
que “el sujeto es capaz de un inconsciente” (p. 78).
Las interpretaciones que dan sentido a lo dicho están implicadas en “el campo del
enunciado” que siempre invierte el habla y que nutre las distorsiones y torsiones que

81
hacen de ella algo inconsciente para el sujeto. En el Seminario VI Lacan llama la atención
sobre la forma en que los elementos del fantasma se constituyen a través de un corte que
también divide aquello que será el sujeto con respecto a lo que se convertirá en objeto
para él. Luego, como una alternativa a la de nutrir el inconsciente con el significado,
argumenta en la sesión final que “el corte es sin duda el modo más eficaz de intervención
analítica y de interpretación” (Lacan, 1958-1959, 1 de julio de 1959). Podemos hacer aquí
una conexión bastante sorprendente entre el Seminario VI y Deleuze y Guattari, quienes
consideran que “el corte” de Lacan puede equipararse con una “diferencia-en-sí”. En esta
perspectiva, el corte de Lacan:
Divide la falla en dos partes asimétricas: por un lado, deja un sujeto borrado que no tiene más naturaleza que
la de un rastro de lo que había antes del discurso (pasado-en-sí); por otro lado, indica un objeto más allá del
discurso, que permanece para siempre fuera de su alcance (futuro-en-sí) (Mølbak, 2007, p. 482).
Para Miller (1968), de modo aún más polémico, la mencionada distribución
topológica también hace posible “un discurso plano sin inconsciente”, que es “el discurso
científico” que “cierra el discurso sobre sí mismo”, pero que “no debe confundirse con la
sutura del discurso no-científico” (p. 79). Esto es importante para la posible articulación
discursiva entre “la selección secundaria de la escena del Otro primordial” en el discurso
psicoanalítico y lo que Miller describe como “otras escenas del Otro injertadas en el lugar
del código” (p. 78). Miller dice, por ejemplo, anticipando una articulación entre el
psicoanálisis y el marxismo en un “discurso teórico unitario”, que “la Otra escena de la
lucha de clases, cuya combinatoria involucra ‘intereses de clase’, es posible en una
especificación de faltas” (p. 78). Sin embargo, así como este discurso científico es “sin
inconsciente”, así “no incluye ningún elemento utópico” (pp. 78-79). Este “campo
cerrado” de la ciencia funciona como si fuera ilimitado cuando se ve desde el interior y
aparece como “un espacio cerrado” desde el exterior (p. 79). Hay aquí un indicio de la
futura proliferación de la “forclusión generalizada” y de la “psicosis ordinaria” en la obra
de Miller (Redmond, 2014). Miller (1968) ya sostiene, de hecho, que “toda ciencia está
estructurada como una psicosis” (p. 80).
Sospechando que las estrategias terapéuticas alimentan el inconsciente, Lacan y más
tarde Miller (2013) argumentarán que “el deseo es su interpretación”. Miller (1999)
también criticará la prevalencia de la interpretación en la sociedad contemporánea. La
describirá como una forma de lo que alguna vez fue llamado “psicoanalismo” por Castel
(1973), y propondrá el “corte” como una respuesta clínica.

IV. INTERVENCIÓN

Lo recién dicho nos conduce a unos comentarios finales sobre la intervención. La


intervención teórica de Miller (1968) ocurre en un momento histórico político muy
particular. Fue publicada por vez primera en una revista, Cahiers pour l’Analyse,
dedicada a un acercamiento entre marxismo y psicoanálisis al que sólo Alain Badiou
(2007) se mantuvo fiel, según su propio testimonio. El número 9 de los Cahiers, en el que
aparece “Acción de la estructura”, se publicó en el verano de 1968, justo después de los
acontecimientos del Mayo Francés, y fue el último número de la revista. Miller se lanzó a
la actividad política durante un tiempo con el grupo maoísta Gauche prolétarienne
(Hallward, 2012). En este punto debemos volvernos del psicoanálisis como objeto teórico
al sujeto psicoanalítico como agente, por no decir un sano agente humanista de

82
transformación. Hay aquí primero un cambio de énfasis de la defensa al deseo, cambio
abierto por Lacan en el Seminario VI, y luego otro cambio de énfasis del deseo al goce,
cambio acentuado por Miller en su obra posterior.
El mapeo lacaniano del deseo en el campo del otro gira en torno a la cuestión del
poder, ya sea en el caso del hombre con tos de Ella Sharpe, inscribiéndose a sí mismo en
el campo de un todopoderoso otro, o bien en el caso de Hamlet invocando el poder de
actuar en contra de su rival. Estas figuras sujetas al poder son tratadas, en algunos
momentos del Seminario VI, como si fueran verdaderamente casos clínicos, aun cuando
Lacan advirtió de manera explícita que Hamlet no debía ser tratado de este modo. Sin
embargo, las mismas figuras son también representaciones de los sujetos, sujetos a la
identificación de quienes leen sobre ellos. Ésta es una de las cuestiones que el propio
Lacan plantea sobre Hamlet y que también se aplica a los demás casos clínicos reales.
En la última sesión del Seminario VI, Lacan (1958-1959) nos dice que el deseo “es un
rastreo del sujeto con respecto a la secuencia [de la cadena significante] que lo refleja en
la dimensión del otro” (1 de julio de 1959). ¿Acaso la política no es la organización del
poder en la dimensión del otro, tanto en el campo simbólico realmente existente como en
la relación del sujeto con ese campo en el marco de su propio deseo en particular, aun
cuando esto sería conceder la omnipotencia al otro y disfrutar de la servidumbre de su
propio dominio?
En su meditación sobre la organización del deseo y sus consecuencias para el trabajo
clínico con individuos, Lacan también nos muestra algo acerca de la forma en que el
poder se configura para hacer que el deseo nos encierre en ciertas formas de organización.
Este deseo de hoy también incluye el deseo del psicoanálisis como un modo de
interpretación que puede reconfortar al sujeto obsesivo que organiza su existencia en el
tiempo del otro y que se consuela con fantasmas atemporales, “anuncios” fílmicos
perversos, como dice Lacan (1958-1959), entendiendo el “anuncio” como aquello que
informa sobre lo que nunca terminará haciéndose realidad (17 de junio de 1959).
Así pues, como señala Lacan (1958-1959), “el corte” es “el modo más eficaz de
intervención analítica y de interpretación” (1 de julio de 1959). Tenemos aquí entonces
una ocasión de reconfigurar la intervención de tal manera que reconozcamos las críticas
hechas por El psicoanalismo de Castel, conectemos con los argumentos expuestos por
Deleuze y Guattari, midamos el grado en que el Lacan de la Escuela de la Causa
Freudiana de Miller siempre llegó tarde o “más tarde” (Voruz y Wolf, 2007) y
apreciemos el valor del propio trabajo específico de Miller sobre la naturaleza de la
estructura y de lo real (Floury, 2010).
Me he centrado en el primer trabajo teórico de Miller y en la trayectoria que ahí
empieza, y esto precisamente para desentrañar sus aportes a la constelación de la
estructura, la gestión y la adaptación que todavía persigue a las organizaciones
psicoanalíticas. Las divisiones y rivalidades que caracterizan a las organizaciones
psicoanalíticas indican que no es suficiente “aplicar” el análisis lacaniano a la estructura
problemática de la IPA, así como tampoco basta desarrollar la crítica lacaniana para
mejorar los actuales estudios críticos de gestión. Debemos trabajar reflexivamente sobre
la forma en que el psicoanálisis entra en complicidad con la gestión y frecuentemente
opera como una forma de gestión. Hay una cuestión de orden en las instituciones
lacanianas a la que sólo puede responderse correctamente mediante una interpretación.
He intentado mostrar cómo las cuestiones abordadas involucran la gestión de la

83
subjetividad en su sentido más amplio, pero también cómo el relevante argumento de
Lacan sobre la gestión del deseo es que debe entenderse el deseo de la gestión y su lugar
en los estudios críticos de gestión que comparten con Lacan una profunda desconfianza
con respecto a la adaptación. El psicoanálisis es en sí mismo uno de los marcos de la
experiencia para nuestra reflexión sobre nuestra subjetividad hoy en día, y, como tal,
funciona como una suerte de cápsula conceptual históricamente específica para el sujeto.
Y el psicoanálisis, al mismo tiempo, es un método por el cual despejamos la subjetividad,
orientamos la intervención contra el orden al extraernos a nosotros mismos de su
constelación de conceptos, y así mantenemos abierta la posibilidad de otro mundo en el
que haya otras maneras de organizarnos, de interpretar y desear.

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86
Violencias silentes
Apuntes para una discusión contemporánea
SVENSKA ARENSBURG
I. PRESENTACIÓN

Como profesionales e investigadores de las ciencias sociales, nos enfrentamos


frecuentemente a la demanda académica y profesional de responder a problemas que
están presentes en la sociedad actual y que se vinculan de una u otra manera a la
denominada “violencia social”. Cuando nos ocupamos de niños vulnerados en sus
derechos, de mujeres agredidas por sus parejas o de fenómenos vinculados a la
criminalización, la prisionización o el abuso policial, muchas veces nos hemos visto en la
necesidad de abrir un diálogo que nos haga posible pensar en los problemas sin anteponer
prejuicios, miedos o discursos míticos que finalmente nos impiden pensar. Uno de los
aspectos preocupantes en el abordaje de tales fenómenos, como lo hemos planteado en
otras publicaciones (Arensburg y Pujal, 2014; Arensburg y Lewin, 2014), es que las
respuestas institucionales pueden agravar el problema. Las salidas planteadas para
enfrentar los estados límites que tales situaciones imponen a los sujetos, a menudo
empeoran las formas de padecimiento o expanden sus consecuencias mortíferas hacia
otras esferas de la vida. Es por lo anterior que consideramos una tarea preliminar el poder
ofrecer algunos de los argumentos que nos pueden llevar a repensar qué estamos
entendiendo por violencia.
El término “violencia” constituye en nuestros días una noción densa desde la que se
califican múltiples fenómenos de proveniencias distintas y con recorridos históricos
diferentes. Como tendremos oportunidad de revisar aquí, podríamos estar de acuerdo en
pensar el campo de análisis de la violencia como conectado con la tradición del estudio
sobre los conflictos y el estatuto posible de la convivencia social. Las reflexiones
contemporáneas al respecto apuntan a repensar estas formas de inteligibilidad sobre la
violencia desde el punto de vista de sus condiciones de posibilidad históricas,
proponiendo una discusión sobre las operaciones y las vías por las cuales un fenómeno
fue juzgado y calificado como “violento”, mientras que otros fueron silenciados o
invisibilizados en cuanto tales (Galindo, 2009).
Aceptaremos, para comenzar, que habría fenómenos que nos interesaría calificar de
“violentos”, y, sin embargo, fueron sistemáticamente silenciados. Tal es el caso de las
violaciones a los derechos humanos perpetradas en dictaduras latinoamericanas, así como
esos encuentros/desencuentros cotidianos que de tan naturalizados no tuvimos
oportunidad de detectar, pero que en la actualidad se denuncian como hechos violentos,
entre ellos la homofobia, el sexismo, el clasismo y el racismo. Para abordar este
problema, se desarrollará una discusión en la que se considerarán algunos de los

87
argumentos expuestos en filosofía política, en ciencias sociales y en psicoanálisis.

II. LA VIOLENCIA COMO FUERZA CONSTITUYENTE DE LO HUMANO


Ignacio Martín-Baró (1985) iniciaba su libro sobre violencias en Latinoamérica
recurriendo al Diccionario de la Real Academia Española que por “violencia” considera
“una noción que indica la fuerza que saca a alguien o algo de su natural estado, situación
o modo” (p. 368). En la misma línea, Izquierdo (1998) se apoya en igual definición:
Si retomamos que “violencia” es la palabra que nos remite a la cualidad de violento, o a la utilización de la
fuerza en cualquier operación, la violencia tiene que ver con lo que se hace y cómo se hace, siendo violenta
cualquier cosa que se hace u ocurre con brusquedad o extraordinaria fuerza o intensidad. […] También
violencia tiene que ver con mantener o realizar las cosas contra su tendencia natural (p. 66).
Esta noción de sentido común resulta ser fundante de la cuestión-problema de la
violencia como fuerza tal que transforma la naturaleza de aquello que resulta ser su
objetivo. Como vemos en lecturas de la Biblia o en consideraciones antropológicas, decir
“violencia” es también decir “fuerza”, una fuerza que se apodera de los hombres, que se
vuelve incontrolable y arrasadora, que puede provenir de la naturaleza, de la potencia
divina o del impulso salvaje animal, y que conduce a la muerte de la propia humanidad
(en su acepción singular o colectiva). Quienes han abordado, como Girard (1972), el
problema de la violencia en su vinculación con la cultura, advierten que cada reducto de
colectivización humana habría nombrado de alguna manera su relación con lo que
llamaremos preliminarmente su “violencia/destrucción”. Es frente a esta figura que se
habrían inaugurado las formaciones culturales como intentos de pensar y hacer algo,
apropiarse y manejar lo que conduce a la muerte y al desastre de la comunidad humana en
cuanto tal.
A propósito de lo anterior, Girard (1972) escribe sobre el surgimiento de la vida
social como efecto de tramitar la violencia: “las sociedades humanas han vivido en
relación a la violencia y ésta tiene que entenderse como fuerza inevitable (…) sólo se
puede engañar a la violencia en la medida en que no se la prive de cualquier salida” (pp.
10-12). Es decir, si la cultura está atravesada por la violencia, será infructuoso pensarla
como una aberración o una falla del estado de cosas, ya que será inevitablemente
expresión y cuerpo de una formación cultural. Como no puede escaparse de la violencia,
las prácticas rituales habrían inaugurado formas de tratar o vérselas con ella, o de
encauzarla o tramitarla de algún modo. Los pueblos iniciales, según relata Girard (1972),
intentaban darle curso a la violencia enviándoles sacrificios a los dioses, o sea, usando la
violencia, construyéndole un cauce y ocupando sus materiales de tal modo que se
apaciguara durante algún tiempo.
De ahí que, para Girard (1972), las formas colectivas de vida de las sociedades
sacrificiales intentaran desviar en una víctima relativamente indiferente (víctima
sacrificial) una violencia que amenazaba con herir a sus propios miembros. En un sentido
retrospectivo, este acto de desviación y de praxis ritual no sólo resolvía contingentemente
un problema, sino que fundaba la cultura, por cuanto el ritual del sacrificio cumplía una
“función social” al proteger a la comunidad de su propia violencia (p. 15).
Al cumplirse con la función de regular la violencia de la comunidad a través de una
salida ritual, se habría diferenciado, por un lado, una violencia inmanejable, y, por otro
lado, una violencia interna que sería posible manejar, por lo que, lejos de ser impedida,

88
sería usada como acto y proceso inaugural para su elaboración. Las distinciones entre
violencia intestina y purificadora, o entre violencia mimética y sagrada, posibilitarían
“hacer algo” frente a lo que destruye (Girard, 1972). Propulsar un sistema de distinción
entre violencias que purifican y que destruyen apuntala también la marca de un tipo de
sociedad, sin pretender extinguirla, sino encauzarla.
Siguiendo a Girard (1972), sólo con la decadencia de lo sagrado y con la crisis de la
función del sacrificio se muestra que lo aquí sostenido era un orden de diferencias. La
pérdida de la diferencia entre violencias impura y purificadora muestra la pérdida de
diferencias del orden cultural en su conjunto. Partiendo de la diferencia fundamental entre
las violencias que purifican y las que destruyen, se establecían todas las diferencias
internas en la comunidad humana que dividía lo puro de lo impuro, así como lo que
conserva y lo que destruye. En ese sentido, desde la matriz propuesta por Girard (1972),
la transgresión de un tabú como el del incesto o el del parricidio ocupa el lugar de
violencia porque expresa la crisis de valor que esa diferencia sostenía para cierta
organización comunal-familiar (p. 56). Cuando paulatinamente se fue “profanando” lo
sagrado, cuando se fue divorciando la violencia humana de la divina y se fue
consolidando una acción respecto de la violencia interhumana, comenzaron a producirse
nuevos lugares para la violencia.

III. MODERNIDAD Y VIOLENCIA


La modernidad marcará el momento de pérdida de una noción sagrada de violencia.
Para abordar esta pérdida, retomemos el motivo de la violencia como momento inaugural
de la pregunta por lo humano que entraña una formación cultural. El conflicto
interhumano con sus imágenes de violencia y de muerte, según Esposito (2009), es fuente
de inspiración para casi todas las formaciones culturales. Desde esta exploración, la
violencia humana no sólo se sitúa al comienzo de la historia, sino que la comunidad
misma está fundada en una violencia homicida que sería el emergente de una mismidad
indiferenciada apoderándose de la comunidad. De acuerdo con Esposito, en efecto, la
exploración moderna sobre el comienzo cultural consideraría que los humanos no habrían
combatido a muerte por ser demasiado diferentes —como hoy en día tenderíamos a creer
— sino porque no había distinción alguna entre ellos.
En el proceso de instauración moderna, según Esposito (2009), las sociedades se
habrían conducido hacia formas históricas de “inmunización”. Esta inmunización sería el
precio pagado para formar parte de una sociedad que quiere preservar su distancia con
respecto a la violencia pretérita de la comunidad originaria de la que nos diferenciamos
como civilización moderna. Las operaciones de inmunización se habrían consolidado con
el propósito de alejar la contaminación o el germen barbárico de la mismidad
indiferenciada por las vías de la expulsión, exterminando o desalojando lo que amenaza,
perturba o hace peligrar las formas de vida protegidas. Como consecuencia, nuestra
cultura habría dejado de lado el examen político y ético de la violencia, para concentrarse
en el problema técnico de cómo administrarla, cómo generar tipificaciones y protocolos,
cómo asentarla institucionalmente, cómo aislarla y medirla.
Es interesante rescatar los dos planos discursivos involucrados en la inmunización:
por un lado, el establecimiento de la propiedad privada —Locke— vía individualización
del sujeto-propietario; por otro lado, el pacto social —Hobbes— por medio del Estado de

89
derecho, a través del cual cedemos nuestros derechos individuales en pos de la protección
que el Estado nos ofrece (Esposito, 2009). Aquí se abren dos recorridos en el pensamiento
sobre la violencia: de una parte, las fuentes de diferenciación entre civilización y barbarie;
de otra parte, el problema de la hegemonía jurídica sobre la distinción legítimo/ilegítimo.
Partamos de esta última argumentación. Sostener que la violencia puede manejarse a
través del ordenamiento legal-legítimo será una clave de lectura en la teoría social y el
pilar para la argumentación penalista (Arensburg, 2011). Esta economía de la violencia
será el proceso de instituir en la figura de la ley y sus representantes el lugar desde el que
se garantice la legalidad del pacto y desde donde legítimamente la racionalidad jurídica
pueda identificar y perseguir las violencias condenables que rompen el pacto o lo
amenazan: violencias frente al derecho a sabida cuenta, violencias criminales que
infringen la ley instituida, que amenazan el orden legítimo, tal como lo presentara Hobbes
(1651).
Al amparo del Estado de Derecho, se hará la distinción entre una violencia legítima,
ejercida por el Estado, y una violencia ilegal que debe ser perseguida, expulsada y
exterminada, y que será particularmente entendida como violencia física que atenta contra
la paz social, la convivencia y el contrato. En este punto, Elias (1980) distingue la
violencia física y otras violencias. La modernidad política habría sido eficaz para alejar la
violencia física de diversas esferas de la actividad humana, aplacándola y concentrándola
en el Estado (Galindo, 2009, p. 216). Esto hará que el Estado retenga el control de la
violencia recíproca, es decir, el monopolio de la violencia como medio de dominación
(Weber, 1919).
Como consecuencia de lo anterior, la violencia fundacional del orden social quedó
sepultada en tanto violencia, para representarse como ejercicio político legítimo
representado en la autoridad del Estado de Derecho. Su estatuto violento, como acto
supremo de regulación, terminó por sepultarse en cuanto tal. Sin embargo, a partir de los
genocidios de la primera mitad del siglo XX, el Estado de Derecho fue examinado en la
banalidad de su mal. Se hizo necesario asumir históricamente que el propio devenir del
Estado moderno supuso derivar en formas de exterminio y horror frente a las cuales los
ciudadanos habían quedado sin herramientas jurídicas para defenderse.
Un aspecto que nos interesa destacar aquí es cómo se fueron articulando formas de
impugnación de los discursos hegemónicos que habrían intentado expulsar la violencia
fuera de la civilización. La administración moderna se habría conducido evadiendo las
formas violentas que el mismo ordenamiento simbólico y material produce para
sostenerse como tal, cuestión detallada contundentemente en la tradición de pensamiento
crítico (Benjamin, 1991; Arendt, 2006; Galtung, 1981; Bourdieu, 2000; Agamben, 2003;
Žižek 2003; Žižek 2009). A continuación revisaremos algunos de esos pasajes.

IV. PENSAMIENTO SOBRE LA VIOLENCIA: ¿UNA CRÍTICA POSIBLE?


Recuperemos el planteamiento de Benjamin (1921), para quien el problema político
de la violencia está situado en el estatuto de autoridad del derecho mismo. Benjamin se
formula como interrogantes: ¿cuál es el examen que podemos dar a los medios para
juzgar la violencia? y ¿en dónde se funda el derecho a juzgar un acontecimiento histórico
como violento?
Para el autor que citamos, la violencia sólo puede ser criticada en la esfera del

90
derecho o de las relaciones morales, puesto que el concepto de violencia que conocemos
en la modernidad pertenece al orden simbólico del derecho, la política y la moral.
Benjamin (1991) se plantea lo siguiente: “¿Cómo hemos llegado a apreciar algo como
violento? (…) En la historia se reconoce cómo bajo ciertas condiciones algo ha recibido
su legitimación o su sanción. (…) Esos fines históricamente reconocibles son fines de
derecho y no naturales” (pp. 2-4).
Revisemos el planteamiento de Benjamin. Por un lado, sostiene que la violencia que
no es aplicada desde el derecho (Estado de Derecho) pone en peligro el orden legal
porque entonces es posible una violencia fuera del derecho. Por otro lado, el interés del
derecho en el Estado de Derecho es conservarse, mantener el interés que él representa, y
su misión es excluir lo que amenaza su orden. Esto quiere decir que, al monopolizar la
violencia por parte del Estado, los individuos ya no pueden ejercer un derecho a la
violencia, porque atentarían con el fundamento del derecho mismo. A partir de este
planteamiento, la violencia que funda o conserva el derecho sería la que debe someterse a
crítica (Benjamin, 1921, p. 5). El ejemplo de la policía es claro. La policía funda y
conserva el derecho: funda porque administra-interpreta la ley en sus manos, y conserva
porque está al servicio de los fines del derecho.
La policía es la forma en que el Estado persigue empíricamente sus fines a todo precio. La policía es innoble
porque suspende la diferencia entre violencia fundadora y conservadora, y se expande permanentemente. La
policía está facultada para ejercer la dictadura, es decir, la violencia del poder, pues no se justifica ante
ninguna ley preexistente, sino que legisla permanentemente (p. 9).
Bajo esta perspectiva, las consecuencias de la relación violencia-derecho se
establecen explícitamente. La fuerza que hace posible usar violencia desde el Estado
moderno proviene del derecho. Lo que llamamos “violencia de Estado” es un tipo de
violencia que recurre a la fuerza proveniente del derecho o delegada en él, como creencia
constitutiva del pacto social, para fundar y sostener su acción con el fin de mantener al
Estado, o bien destruir lo otro, su amenaza. Por eso es tan claro el ejemplo de la policía en
la que fundación y conservación de derecho son simultáneos en su actuar. Este proceder
ha sido muy estudiado en criminología, como veremos más adelante.
El examen será sustantivo desde el momento en que logre abrir la paradoja que
envuelve una sociedad que apacigua a sus individuos por medio del sometimiento al
monopolio de la violencia por parte del Estado de Derecho. Tal como lo plantea Derrida
(1997), el momento fundador del derecho implica siempre una fuerza que proviene de la
creencia. El derecho tiene así una relación interna y compleja con la violencia (que en
alemán es simultáneamente, además, poder y fuerza): “Cuando se instituye un derecho,
(…) éste rompe el tejido de la historia. (…) Es una irrupción de fuerza que funda la ley.
(…) El acto fundador está encerrado en una estructura violenta” (Derrida, 1997, p. 33).
Esta perspectiva nos ha parecido relevante para analizar contextos problemáticos
actuales. Hemos recurrido a ella, de hecho, en un trabajo de investigación-acción que
venimos desarrollando desde el año 2013 junto con algunas organizaciones sociales de
una población urbana de Santiago altamente criminalizada y cercada por policía
militarizada (Arensburg, Olivari, Reyes et al., 2014). Al respecto, cuando Wacquant
(2000) se refiere al concepto de “civilización de la ciudad”, cobra interés examinar cómo
las políticas de seguridad ciudadana habrían privilegiado una estrategia de tolerancia cero
donde la relación derecho-violencia resulta paradigmática. Este tipo de programas de
seguridad ha sido implementado en Latinoamérica y particularmente en Chile y en la

91
población urbana de Santiago a la que nos hemos referido. Por un lado, para el gobierno y
los medios de comunicación, en la población reina la barbarie bajo la forma de la
delincuencia, el narcotráfico y el crimen organizado, por lo que se reclama imponer el
Estado de Derecho policial y penal. Por otro lado, para muchos de los pobladores a
quienes pudimos conocer, lo que está en disputa es el territorio mismo, donde el valor del
suelo de los urbanistas es una pieza clave, junto con el interés percibido de desarticular el
tejido de una población emblemática por su resistencia social.
Bajo la mencionada configuración, para los vecinos de la población, el
reconocimiento de la violencia no está en la visible violencia criminal condenable desde
el Estado y los medios de comunicación, sino en las múltiples formas cotidianas de:
discriminación (cuando buscan trabajo y ocultan en el currículum el barrio donde viven),
vigilancia (cámaras de vigilancia en el perímetro de la población y registro fotográfico de
vehículos frecuentes) y persecución policial que experimentan dentro de la población
(control de identidad que ha llegado a implicar prácticas abusivas y degradantes, incluso
de violencia sexual, denunciadas ante el Instituto Nacional de Derechos Humanos). Esta
forma de tolerancia cero opera ella misma como una violencia conservadora, como “una
imposición extremadamente discriminatoria contra determinados grupos de personas en
ciertas zonas simbólicas”, por lo cual “sería más exacto describir las formas de actividad
policial realizadas en nombre de la tolerancia cero como estrategias de intolerancia
selectiva” (Wacquant, 2000, p. 17). La represión policial selectiva sólo es posible a partir
de la creación cultural de ciertos estereotipos criminales que atemorizan especialmente a
la población y que suelen incluir a los adolescentes y jóvenes urbanos con baja
escolaridad, a los tóxico-dependientes, a los desempleados y a las personas sin
calificación profesional. Retomando tales estereotipos en la prevención situacional del
delito, la seguridad pública gestiona los márgenes y sostiene la segregación.
Como vemos, el ejercicio de poder del Estado de Derecho, al pretender cubrirse de
legitimidad, se revela inconsistente, toda vez que encubre un sometimiento social
pretérito. Si asumimos que las civilizaciones se fundan y se conservan violentamente,
destruyendo lo que las precede y lo que las amenaza, entonces, para estudiar cómo un
acontecimiento ha sido calificado como violento, debiera al menos considerarse una
discusión sobre su trayectoria y situación histórica, y, en especial, respecto a qué
establece relaciones y distinciones.

V. RELACIONES DE DOMINACIÓN O EL DEVENIR SUJETO DESDE LAS RELACIONES DE PODER

En el estudio de la cuestión sobre violencia y subjetividad, lo denominado como


“actos de violencia” se ha examinado a partir de dos grandes esquemas de pensamiento.
El primero concibe la violencia como expresión de lo interno en el individuo, fuerza
destructora del propio sujeto que atenta contra otro o sí mismo. Esta suerte de violencia
constitutiva, presente de forma dominante en el pensamiento psi, identifica violencia con
agresividad. Desde nuestra aproximación, tal postura es cuestionable porque a partir de
ella se ha tendido a naturalizar, por ejemplo, la violencia sexista perpetrada por algunos
varones. El otro esquema considera que las formas de imposición exterior, por medio de
las cuales se civiliza, impactarían a los sujetos, quienes reaccionarían con violencia frente
a ellas.
Este debate es planteado por el psicoanálisis freudiano en su doble constitución: o los

92
medios que la cultura ofrece para tramitar la violencia primigenia no resultan suficientes
y/o las formas de regulación de la sociedad violentan a los individuos y éstos reaccionan
contra ellas (Freud, 1930). Es decir, los andamiajes culturales podrán operar de forma
insuficiente o bien de forma excesiva respecto a su relación con la tramitación de la
violencia para el sujeto.
Retomando el mismo debate, Arendt (1969) recupera la crítica de Benjamin (1921) al
Iusnaturalismo, el cual, al separar la violencia humana de la animal, naturalizó y así
justificó la violencia. La violencia que emerge de los individuos se habría entendido como
natural e inevitable, y es por eso que se haría necesario imponer formas políticas que la
regulasen y controlaran. Sin embargo, lejos de ubicar la violencia en ese plano, Arendt
(1969) afirmará que la violencia no se relaciona con la biología, sino con la política, pues
está vinculada con su potencial de acción. Es decir, cada violencia visible responde a un
tipo de organización social, y no a un impulso salvaje o a una barbarie primitiva.
Despejando el problema de la condición interna e inevitable de la violencia
primigenia, la emergencia violenta proveniente del sujeto puede figurarse de la siguiente
manera. Cuando el Estado traiciona la promesa contenida en el pacto social con su ilusión
de unidad del ordenamiento de la sociedad, se fractura el lazo posible que haría que los
sujetos se identifiquen a un mismo ideal, divorciando lo que los une y haciendo emerger
los intereses particulares y el imperio de la fuerza.
Como lo explicara Freud (1932):
Al propósito homicida se opone la consideración de que, respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo
atemorizado, podría empleárselo para realizar servicios útiles. Así, la fuerza, en lugar de matarlo, se limita a
subyugarlo. Sin embargo, (…) una sociedad formada por elementos de poderío dispar, por hombres y mujeres,
hijos y padres, y al poco tiempo, a causa de guerras y conquistas, también por vencedores y vencidos que se
convierten en amos y esclavos, (…) donde las leyes serán hechas por y para los dominantes, retornará el
recurso a la violencia (p. 5).
En esta figuración es posible mostrar cómo la suspensión del derecho como acto
fundador, así como la frágil legitimidad que sostiene la conservación del derecho, se
fundamentan en una vinculación entre violencia y poder a partir del problema que entraña
el ejercicio de dominación. Así, el pacto social es una intermediación histórico-cultural
que hace posible una vida para un tipo de sujeto. Sin embargo, el derecho que lo
fundamenta configura esa intermediación, instituyendo unas determinadas relaciones de
dominación.
A partir de los aportes precedentes, el problema del pensamiento social sobre la
violencia quedará planteado respecto a la relación entre violencia y poder, donde la
noción de violencia como abuso de poder sigue vigente hasta la actualidad (OMS, 2003).
Como advierte Foucault (2001), una conformación de violencia pudo ser el pretérito de
una determinada relación de dominación. Al mismo tiempo, retroactivamente, podemos
advertir cómo ciertas formas de ejercer poder pudieron tener como resultado efectos
violentos, en el sentido de abatir, quebrar o destruir al otro.

VI. ESTATUTO VIOLENTO DE LA DOMINACIÓN CONTEMPORÁNEA

Es en este contexto que adquieren sentido las nociones de violencia estructural


(Galtung, 1981), violencia simbólica (Bourdieu, 2000) y violencia objetiva (Žižek, 2009),
para dar cuenta del problema entre unas violencias estructurantes del orden (orden social
que posibilita la convivencia y orden psíquico que organiza las posiciones de sujeto)

93
versus unas violencias visibles, manifestaciones de violencia subjetiva, “verdaderas”
violencias que aparecen en tanto dañan, matan y muestran aquello que ocurre por fuera de
los límites de lo permitido. Siguiendo las categorías de Žižek (2009), mientras que la
violencia objetiva no puede atribuirse a los individuos pues es sistémica y anónima, la
subjetiva es ejercida diariamente por los actores sociales, siendo posible hacerla pública.
En este enfoque, la noción de violencia subjetiva o visible se presenta como un
emergente psíquico y social de formas de violencia objetiva (Žižek, 2009). Las
emergencias de violencia subjetiva han de entenderse dentro del problema de la
conformación cultural de las violencias contemporáneas, abriendo la discusión sobre los
efectos estructurales y simbólicos de la violencia. Por un lado, no es posible comprender
las formas de violencia subjetiva con independencia de las formas de subjetivación, por lo
que las violencias subjetivas no pueden analizarse como emergencias solipsistas, pues
conforman y se encarnan en posiciones de sujeto culturalmente constituidas. Por otro
lado, las violencias objetivas no justifican los actos de violencia subjetiva, pero sí
permiten explicar su emergencia y lugar cultural, cuestión que favorece el examen de sus
enunciados.
Bourdieu (2000), por su parte, reconoce en la violencia simbólica el fundamento para
sostener determinadas relaciones de dominación:
Se aplican a las relaciones de dominación unas categorías construidas desde el punto de vista de los
dominadores, haciéndolas aparecer como naturales, favoreciendo el proceso de auto-denigración del
dominado. La dominación es violencia, pues el dominado se adhiere obligatoriamente a la posición que le
ofrece el dominado, pues no imagina otro instrumento posible que el conocimiento dominante (p. 28).
Femenías (2009) recuerda, en este sentido, que la dimensión simbólica inherente a las
relaciones de dominación se presenta en los discursos de legitimación a través de los
cuales los dominadores intentan obtener la adhesión voluntaria de los dominados. El
poder simbólico constituiría el mundo al enunciarlo y actuaría sobre él al instituir una
cierta representación de ese mundo.
En un estudio precedente en el que abordamos el problema de la violencia de género
en la pareja, mostramos cómo los excesos visibles, en el nivel de los conflictos de género,
pueden entenderse como derivados de una violencia estructural naturalizada bajo las
formas del sistema sexo/género, violencia que se despliega en el propio tejido articulado
por el patriarcado para sostenerse como tal (Arensburg y Pujal, 2014). Esto tiene
importancia porque muestra que la violencia contra las mujeres en la pareja no puede
disociarse de la comprensión del género como dispositivo de poder, no puede analizarse
con independencia de una concepción de relación de dominación y no puede desatender
el vínculo entre condiciones de producción históricas y relaciones intersubjetivas
(Arensburg y Lewin, 2014).
Las violencias objetivas, sean sistémicas y/o simbólicas, suelen perderse de vista bajo
los efectos de la naturalización, la invisibilización y/o la banalización. Para trabajar con
violencias de género, sería necesario desarmar estas operaciones de desconocimiento de
las mismas. Como lo señala Femenías (2009): “La violencia física es el emergente
excesivo de una violencia estructural más profunda. En parte, esa violencia queda
invisibilizada hasta tanto no sobrepase un umbral tenuemente delimitado por la cultura, la
clase social o la base cultural y religiosa de sus miembros” (p. 56).
La violencia sexual, que fundamenta distintas formas de hacer visibles las violencias
contra las mujeres, es un instrumento que tiene el efecto de limitar las libertades de las

94
mujeres y mantener formas de sometimiento. La violencia de género es una violencia por
la dominación patriarcal. El “patriarcado”, el “sexismo”, la “heterosexualidad obligatoria”
o la “masculinidad hegemónica” han sido formas de nominar esas relaciones de
dominación. El género puede entenderse, así, como dispositivo de violencia simbólica
sobre las mujeres cuando sus efectos son hacernos inferiores, reducirnos a un ideal
virginal o sexual, o bien cuando nos obvian, subsumiéndonos dentro de una humanidad
pensada desde la virilidad. A través de expresiones triviales, es posible ridiculizar,
instituyendo una norma valorativa encubierta contra las mujeres que opera como
dominación. Es así como los discursos sexistas terminan por explicar, disciplinar y formar
los deseos y expectativas de las mujeres.

VII. COMENTARIOS FINALES

Desde nuestro punto de vista, el problema de cómo pensar las violencias puede
explicarse a partir del sentido y el peso que se les otorga dentro de una discursividad
social moderna (Verón, 1987) que ha tendido a individualizar la violencia en los sujetos,
haciéndolos portadores de unas características internas que los hacen proclives ya sea a
ejercerla o bien a padecerla, dejando sin interrogar las bases culturales desde donde esos
sujetos han devenido tales. Ingresar al campo de discusión actual sobre la violencia nos
permitió interrogar un cierto registro hegemónico, abriendo la trama de respuestas que
han resultado especialmente útiles a determinados intereses políticos e institucionales, o,
si se quiere, a determinadas tramas semiótico-materiales que componen una matriz
cultural, conduciendo la praxis hacia un cierto destino.
Cuando se estudian las violencias sociales, como pueden ser el sacrifico, la venganza,
la guerra, el aparato jurídico, la tortura, etc., se examinan formaciones sociales que han
sido calificadas como “violencias”, es decir, formas sociales que han cumplido una
función en la configuración colectiva y psíquica de la vida. Esto significa que se
constituyen históricamente, sufren transformaciones históricas y están determinadas por
las definiciones de una formación cultural. Por lo tanto, el término “violencia” no puede
reducirse al modo, pauta o impulso agresivo que se vuelve insoportable y condenable en
las formas de convivencia humana. En el estudio de la violencia como fenómeno social,
por “violencia” se entenderá una realidad anudada en el conjunto de prácticas
económicas, sociales, políticas, jurídicas y culturales (López, 2003). Es decir, estas
discusiones dejarán planteada la cuestión de la violencia como un asunto de realidad, pero
del orden de una realidad constituida socialmente, por lo tanto, no natural, no neutral, no
objetiva, no universal.
Bajo esta reflexión, mientras no se abran los campos que conecten el orden
compuesto por una violencia objetiva y las formas de violencia subjetiva emergentes, el
problema de las violencias sociales visibles y cotidianas no podrá ocupar un lugar dentro
del análisis histórico de las relaciones de dominación. Por ejemplo, las formas de
psicologizar, individualizar y patologizar la violencia, silencian y obstaculizan abordar el
problema en su estatuto estructural e impiden localizar el vínculo entre una violencia
sistémica u objetiva y las subjetivas. Entonces no podemos olvidar que las formas del
conocimiento psi que objetivan/clasifican a los sujetos, patologizándolos,
victimizándolos, etc., operan subordinando al sujeto al discurso hegemónico. Este tipo de
vinculación entre el saber psi y el sujeto puede fraguar efectos globales de dominación

95
(Rose, 1996).
Por lo tanto, respecto al pensamiento psi, es necesario revisar su producción
discursiva, reparando en las formas en que estimula ciertas prácticas o inhibe otras. Hay
que detectar las violencias estructurales que preserva y las que funda sobre las
subjetividades. Por su parte, de modo específico, la investigación psicosocial sobre
fenómenos violentos visibles o condenables tendrá que reconstruir la historia frente a la
cual esa violencia subjetiva responde estructuralmente.

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96
Voluntad sadiana de Estado y
quebrantamiento de fraternidad
MARIO OROZCO GUZMÁN
I. GERMINACIÓN MÍTICA DEL MIEDO: LA IDEOLOGÍA EN EL MITO
La violencia y la transformación social han sido experiencias y situaciones solidarias
en diversos momentos de la historia. En sus ejercicios de posicionamiento radical, no hay
violencia que no apueste por transformarlo todo o por impedir la más ligera modificación
en el orden social.
En el caso del psicoanálisis, su inserción comprometida en el cambio social implica a
su vez un proceso violento. Como lo concibe Tort (1984):
El psicoanálisis es una disciplina teórica inscrita en el continente del materialismo histórico, como teoría del
proceso de producción y de reproducción de los individuos soportes bajo el doble aspecto antagónico de
sujetamiento/desujetamiento (assujettissement/dés-assujettissement) requerido para su funcionamiento en la
instancia ideológica, y, a través de ésta, en las otras instancias de las formaciones sociales (jurídico-política,
económica) (p. 9).
Sujetar y de-sujetar son procesos violentos de los que participa el psicoanálisis en los
empeños subjetivos y sociales de transformación. No hay sujetamiento que no impele y
movilice inflexiones críticas, procesos correlativos de desujetamiento, de desasimiento de
coerciones del poder autoritario. Sin embargo, no hay desasimiento que no involucre un
ulterior acontecimiento de sujeción a otro orden que jalone, en su dialéctica misma,
retornos de posturas autoritarias.
Freud localiza procesos de sujetamiento/desujetamiento en el mito, impregnado de
violencia, del asesinato del Urvater, el padre primordial. Mito fundante de un origen, pero
grávido de ideología, en la medida en que reproduce la ideología dominante de una clase
que se erige como dueña de todos los bienes, particularmente, en este caso, de las mujeres
y los hijos como propiedades materiales. Se tiene aquí una propiedad privada primordial,
de sentido narcisista, ostentada y sustentada por un Padre sin Historia. A este Padre,
surtido por la ideología freudiana, estarían sujetadas/os mujeres e hijos como primeras
víctimas de sus celos y de su intolerancia.
Engels (1884a) refiere cómo Marx ya señalaba que en la familia moderna se podían
situar los antagonismos que se desplegarán ulteriormente en la sociedad y el Estado. En
estos antagonismos de clase, las mujeres y los hijos también personifican la clase
dominada, la clase oprimida, por este gran macho del orden autoritario mítico. Las
ganancias que obtiene este primer gran capitalista tienen que ver con la explotación del
sexo y del poder, una explotación que se vierte en goce y que se anuda con una soberana
exclusión. Los hijos están lejos de los privilegios de disfrute propios de esta posición
dominante de un primigenio amo violento.

97
Freud proyecta hacia un mítico origen cargado de violencia una condición ideológica
de la división de clases. Es lo mismo que Hobbes planteará en la lucha lupina entre
hombres, de todos contra todos, donde es el libre mercado en su cruenta pugna, en su
competencia atroz y sanguinaria, lo que se vierte en la proyección a un pasado legendario.
Pero el mito de Hobbes rehúsa o refuta un acuerdo primordial de vinculación fraterna, a
diferencia del mito freudiano, que requiere el acuerdo para tensar la oposición y rebelión
contra el tirano.
La proyección constitutiva de un mítico pasado de la lucha de clases es lo que se
cierne en la asimetría de relación violenta del Urvater con sus vástagos y sus mujeres. En
realidad, también es un mito del origen de la violencia. Ésta nacería de una sectorización
primigenia en las relaciones entre los seres humanos. La violencia provendría, en efecto,
de una forma primitiva de autoritarismo en función de una apropiación y explotación de
todos los medios de producción y reproducción detentados por ese Urvater. Y el progreso
parece adherido a esta condición de emergencia primordial de la violencia: “encontramos
con asombro que el progreso ha hecho alianza con la barbarie” (Freud, 1939, p. 156). El
progreso pacta con la violencia del poderío absoluto, del imperio absoluto del Urvater, de
la opresión de los primeros excluidos del disfrute de su ser propio, de su cuerpo, de su
fuerza material de vida y trabajo.
Desde las primeras caracterizaciones del Urvater en Tótem y Tabú, Freud (1913)
recurre al significante “violento”, “gewalttätig” (p. 171), como uno de sus principales y
primordiales atributos. El poder del Urvater, promotor de intenso miedo, aparece en
Psicología de las masas y análisis del yo como “ilimitado”, “absoluto”, “unumschränkt”
(Freud, 1921, p. 136). La mera presencia de otros, de los hijos, supone, para este amo que
se pretende absoluto, un riesgo, la posibilidad de que en algún momento pasen de la
intimidación a la rebelión. De allí que también, desde un principio, se trate de un Urvater
necesariamente celoso, como el supremo Dios de los judíos en las primeras descripciones
de su carácter. Este padre presuntamente narcisista, que parece no requerir ni querer a
nadie, necesita, sin embargo, del miedo de sus allegados. Necesita tenerlos sujetos por la
vía del miedo. Esto es así porque, tal como lo señala Sofsky (1996):
El miedo aprisiona a su víctima. No es el ser humano quien tiene miedo, es el miedo quien lo tiene. Poco
importa que esté encerrado en una celda. Allá donde reina el miedo, el mundo se estrecha en el entorno
inmediato. Aquel a quien atormenta el miedo está consignado en su lugar, dondequiera que se encuentre.
Quiere escapar al peligro, pero no puede. El impulso de huida se encuentra bloqueado. El miedo no es otra
cosa que este antagonismo de parálisis y huida (p. 64).
No debe sorprendernos, pues, que los gobiernos despóticos se definan por sus
estrategias de miedo, por sus violentos esquemas y sistemas para hacer reinar el miedo en
la población.

II. EL MIEDO COMO PRODUCTO DEL PROGRESO

Planteamos que el progreso social, que no es otra cosa que el progreso bárbaro, el
avance del poder despótico de unos cuantos sobre una mayoría trabajadora, implica la
progresión del miedo en función de diversas maniobras de la violencia de Estado. En la
implementación de las mismas, convendría adscribir un atributo suscrito a una autoridad
primordial, un atributo que no aparece en Freud, pero sí en Lacan (1958). Es el atributo
de “capricho” (p. 195), entendido como algo afín a la ley incontrolada de la madre.
Faltaba por decir y argüir que el Urvater, el padre violento y celoso, el poder autocrático,

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es siempre veleidoso. Tiene a la población en condición de sujetamiento abyecto, de
sujeción a su voluntad caprichosa. Éste es un ejercicio primordial de violencia en tanto se
sustenta en una ley, en la ley de la veleidad materna, en la ley de la no-ley, en una ley
carente de sanción simbólica por el consenso colectivo. Como remite a una condición de
indefensión original en la víctima, la instrumentación de este capricho como ley involucra
al parecer una cuestión de supervivencia. De ahí que atrape al sujeto en una situación de
miedo vital. El sujeto está expuesto a lo que se le antoje al jefe de Estado, al dueño del
capital, al patrón de una empresa. Es súbdito de sus caprichos. El jefe lo posee en función
de la angustia que le suscita, del miedo bajo el cual lo paraliza.
Lacan (1958) insiste en que ese capricho de la ley de la autoridad materna está
“articulado” al discurso y como discurso, predominantemente al discurso político y como
discurso político, pero también con las fuerzas del poder represor, el poder de persecución
y exterminio (p. 195). Hay que decir al respecto que la violencia ha sido puntal del
desarrollo y el progreso para los dueños del capital. Engels (1884b) señala cómo la
“posibilidad de explotar libremente la mano de obra masiva fue la primera condición del
progreso industrial” (p. 398). Esta explotación se extiende mediante la sujeción de esta
fuerza de producción al miedo ligado a la competencia y a la obsesión punzante de la
utilidad. Se extrema en hacer germinar de maneras cruentamente diversas la
sobreexplotación, pues “la economía capitalista no reposa sobre la simple explotación,
sino sobre la sobreexplotación” (Balibar, 1996, p. 80). Y ésta, en última instancia,
determina lo que Ogilvie, citado por Balibar (1996), denomina la “producción del hombre
desechable” (pp. 80-81). Agregaríamos que es también capacidad de transformar al
hombre en desecho y de desechar la condición de humanidad mediante las distintas
prácticas de la violencia. El escenario de la crueldad como pasión radical de la violencia,
en efecto, desemboca en la “negación de la humanidad en el otro que se extermina”
(Héritier, 1996, p. 16). Del escenario de la explotación de la fuerza de trabajo a la
condición superflua y utilitarista de ésta, se recorre el tenso hilo de una violencia que
sitúa al ser humano en la condición de materia o recurso del tipo “úsese y tírese”.
Luego, entonces, en el terreno político, el progreso no puede desconocer la vocación
de conflicto: “en política no existen más que dos fuerzas decisivas; la fuerza organizada
del Estado, el ejército, y la fuerza no organizada, la fuerza elemental de las masas
populares” (Engels, 1976, p. 418). La misma violencia del ejército puede remitirse a esta
organización del poder del Estado, mientras que la violencia de las masas no se presenta
como organizada, pero sí como fuerza tumultuosa de oposición, como “movimiento”
(Sorel, 2005, p. 88). Wieviorka (2005) propone que esta fuerza elemental, no organizada,
de los movimientos de masas, puede responder a lo que concibe como sujeto flotante. Es
una violencia para hacerse valer y reconocer en sus demandas y exigencias. Tiene que
recurrir por su cuenta a los elementos de amenaza y miedo para conseguir lo que
pretende:
El sujeto flotante puede estar advertido por un vivo sentimiento de injusticia, de no-reconocimiento, que
exacerba la perturbación o la cólera y se transforma en violencia por el hecho de un simple acontecimiento
que viene a mostrar cómo es negado lo prohibido, y subrayar la discriminación social o racial vivida, la
brutalidad de la policía, las carencias inicuas de la justicia… De este modo, es frecuente que la violencia
urbana explote cuando la negación de las personas como sujeto se vive como intolerable por el hecho de un
“abuso” policiaco o de una decisión de la justicia particularmente inadmisible (Wieviorka, 2005, p. 293).
En realidad, el sujeto está advertido de y por la violencia de las fuerzas represoras del
Estado que siempre se extravían y gozan extraviando con sus abusos. La experiencia de la

99
injusticia llega a ser la de la violencia cotidiana que responde a la del programa instituido,
supervisado y operado por el poder del Estado. Es la organización discriminatoria del
aparato de justicia del Estado lo que hace flotar a los sujetos, la que los desconoce y anula
como sujetos, hasta que éstos responden con la violencia para hacerse escuchar y validar
en sus exigencias económicas y sociales. La impresión de esta validación o revalidación
subjetiva, en su reclamo desatendido o desconocido, lleva como factura y fractura social
la firma-grafiti en el teatro mismo del acto violento. Se necesita que se sepa que esta
violencia pasa de ser algo que se resiente y que se respira, a poseer un carácter
propiamente “operatorio” en la lucha de reconocimiento y liberación (Fanon, 1961, p.
62).
Tendríamos, por un lado, un Estado que organiza su violencia, explotando el miedo
del pueblo. Por otro lado, estaría el pueblo que se propone desujetarse de los mecanismos
de dominación del poder ideológico del Estado. En el esfuerzo de desujetamiento que
implica violencia, se pueden dar, y de facto se dan ya, pasos de organización popular.
Ilustremos todo esto con el caso específico del México actual.
En nuestro territorio mexicano, el Estado se ha vuelto en los últimos tiempos algo
más que temible. Se ha vuelto terrible, horrible, a raíz de los lazos que ha venido
estableciendo con el crimen organizado. En su esmero de proteger los intereses
mercantiles del gran capital del progreso del narcotráfico, de los cuales ha llegado a
coparticipar, se construyen negocios que requieren fortificaciones y consorcios de enorme
alcance político. Aliarse o pactar con el poder del narco ha llevado al Estado a una
declinación institucional. Si antes inspiraba miedo en su control político, ahora pondría a
los ciudadanos en una situación de horror al hacerlos advertir, a partir de su extrema
condición inerme, la poderosa capacidad de destrucción derivada del pacto entre el
Estado y el crimen organizado. Si el Estado organizaba crímenes para acallar la oposición
y la rebelión política, ahora el crimen organizado recurre al Estado, a sus fuerzas
represivas, para expandir o proteger sus territorios financieros y sus capitales.
Más allá del miedo, se trata de infundir y promover horror en la población, arrojando
cuerpos despedazados o colgados para que se expongan a la mirada y la atención pública.
Se suscita horror también sistemáticamente con amenazas, con discursos de extorsión,
con desapariciones forzadas que funcionan eficientemente como tácticas de control en el
sistema de persecución política que implementa el Estado en su intolerancia feroz a las
posiciones críticas que movilizan la conciencia de opresión del pueblo y su capacidad de
insurrección. La inseguridad campea, ya que no sólo ha declinado el orden institucional,
sino también el orden fraterno. Al respecto, Freud (1921) destacaba que lo que permitía
hacer resistencia y superar el régimen dictatorial del Urvater era la alianza fraterna. Para
ganarse la libertad, el derecho a desear por fuera de la veleidad de la ley del Otro, puede
volverse acuciante confiar en el otro, en el hermano, que se encuentra en la misma
condición de indefensión y vulnerabilidad que el sujeto.
En la verticalidad de asimetría, en el diagrama del poder, radica el miedo, mientras
que en la horizontalidad de la identificación se inscribe la solidaridad. El horror radicaliza
la asimetría, pues sitúa al prójimo en una condición degradante. Suscribimos esta
categoría del horror en función de los planteamientos de Adriana Cavarero (2009) acerca
de la exigencia de una manera distinta de nombrar acontecimientos que desbordan el
campo bélico, pero que ciñen las masacres, la depravación de Auschwitz y otras en las
que se convoca una violencia que ataca sobre todo a los más vulnerables, a los más

100
inermes, que son finalmente la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas de un pueblo: “el
horrorismo, aunque con frecuencia tenga que ver con la muerte, o si se quiere, con el
asesinato de las victimas inermes, se caracteriza por una forma particular de violencia que
traspasa la muerte misma” (Cavarero, 2009, p. 61). Se trata de una violencia que no se
detiene con la muerte del otro, sino que se excede. Ésa es la incidencia de una voluntad
sadiana que desborda los límites de la muerte, no sin dejar de solazarse y recrearse de
manera desafiante en ellos, en su inminente disolución.
Horrorizado por la fuerza mortífera del crimen organizado que parece haber
sustituido al Estado o tenerlo bajo su poder, el ciudadano se encuentra perplejo y frenado
en su pretensión de denuncia. Entonces la impunidad se recrea en la imposibilidad de
tomar la palabra, y renuncia a la denuncia. En relación con esto, Freud (1921) había
descubierto que el pánico provenía de la ruptura de dos tipos de ligazones fundamentales
en la estructura de una formación grupal. Los lazos que se hacen polvo son los que
sostienen la relación con el conductor en jefe y con sus compañeros en relaciones de
igualdad y reciprocidad, de homogeneidad y fraternidad. El pánico surge cuando no
puede contarse ni con el sustituto del Padre ni con el hermano para hacer frente a una
situación adversa, cuando no se puede ser asistido por una autoridad ni se puede ser
respaldado por un hermano. Entonces el sujeto recula y recae en una individualidad
fragmentaria y sin compromisos diferentes de los que dependen de sus apetencias
utilitarias o mercantiles. El horror se desencadena precisamente en esas condiciones de
vulnerabilidad propiciadas por la ruptura de los vínculos a los que el sujeto podría asirse y
en los que podría reconocerse protegido y comprendido identificatoriamente.

III. CONSUMO HORRÍFICO DE LA VIOLENCIA


El horror de Ayotzinapa, que parece derivar de la voluntad sadiana mencionada
anteriormente, es propio de una condición en la que el crimen organizado parece haber
instrumentado el poder represor del Estado, o bien éste haberse apoyado en aquel, para
hacer desaparecer a jóvenes que encarnan precisamente la fuerza elemental y fundamental
de desujetamiento, una fuerza de liberación de conciencia o de conciencia emancipadora
que siempre ha estado articulada con la formación ética y política de los profesores y las
profesoras rurales en México. El crimen organizado puede constituirse ahora en la gran
coartada para que el Estado elimine a los que considere como amenaza para un sistema
corroído por sus engranajes y manejos corruptos. Cualquiera puede constituirse en sujeto
sospechoso de tener relación con el crimen organizado bajo una especie de panóptico
paranoico del Estado. La sociedad, sobre todo sectores críticos de ella, tendría que
hacerse cargo especularmente de tal panóptico para descubrir y desmantelar las trampas y
embustes del poder ideológico y político del Estado. Como lo sugiere un personaje de la
novela de Umberto Eco (2015), Número Cero: “Vivimos en la mentira, y, si sabes que te
mienten, debes vivir instalado en la sospecha. Yo sospecho, sospecho siempre” (p. 43).
Pero el horror se encuentra especialmente prendido de un relato oficial que ostenta
una presunta verdad histórica sobre la desaparición y secuestro de los 43 normalistas, y
que parece dar cauce cruento a una especie de segunda muerte (Lacan, 1960). Cada uno
de los jóvenes habría sido incinerado, pero sin dejar huella ni rastro alguno, tanto de
presencia humana como de crimen. Habría una eliminación, entonces, que tampoco
tendría derecho a la memoria. Parece una sentencia de que lo humano, devenido desecho,

101
pierda todo tipo de derecho humano. Se les habría dado muerte a los estudiantes como si
fueran animales sin derecho a ceremonias ni sepultura, sin derecho al recuerdo, a un
recuerdo que patentiza un lazo de fraternidad humana. Este derecho es el que refrenda
Antígona, puesto que consiste, como dice Lacan (1960), en que “mi hermano es mi
hermano” (p. 334). Más allá de lo que haya sido, el sujeto, por ser mi hermano, por serlo
más allá o más acá del parentesco, por la condición básica (que a todos nos hermana) de
desvalimiento y vulnerabilidad, posee el merecimiento de “rendirle los honores fúnebres”
(pp. 334-335).
El relato oficial estimula el horror al describir los detalles de una crueldad
específicamente humana en la medida en que se deleita en y con la degradación de la
víctima. Este tipo de violencia, que Wieviorka (2005) denomina “de anti-sujeto”, se
emprende de manera gratuita, sin más ganancia que la satisfacción de ver reducida a la
víctima a una condición deshumanizada o sub-humanizada, externa y ajena a toda
relación social. Es por esto que hablamos aquí de un componente sadiano a menudo
asociado a otro eventualmente masoquista. Si los restos de este cuerpo explotado hasta
convertirlo en una especie de desecho se arrojan en bolsas de basura o en un basurero, se
completa el cuadro de una transformación cruenta de la fuerza humana en objeto de
consumo de horror. Así se expande la violencia sadiana, la violencia por la violencia,
donde se cancelan los elementos de humanidad y sociabilidad del otro. Más bien el otro
pasa a constituirse en medio material de producción y reproducción de goce. La gratuidad
en la violencia se adjunta a la gratuidad en el consumo. Violentar por violentar, consumir
por consumir. Consumo de violencia y violencia en el consumo se anudan bajo el signo
del rendimiento de goce. Nos encontramos aquí atrapados en la lógica descrita por
Marcuse (1984):
El sistema reacciona aumentando la producción de bienes y servicios que, o no incrementan en absoluto el
consumo individual, o lo incrementan con bienes superfluos; bienes superfluos frente a una pobreza
persistente, pero imprescindibles para ocupar una fuerza de trabajo suficiente para reproducir las instituciones
económicas y políticas establecidas. En la medida en que este tipo de trabajo aparece como superfluo, absurdo
e innecesario, pero necesario para ganarse la vida, la frustración queda enraizada en la misma productividad
de esta sociedad y la agresividad se activa; y en la medida en que la sociedad se vuelve agresiva en su misma
estructura, la misma estructura mental de sus individuos se ajusta de modo paralelo: el individuo se vuelve
dócil y sumiso, ya que se somete a una sociedad que, en virtud de su opulencia y poder, satisface sus
profundas (y por otra parte enormemente reprimidas) necesidades instintivas (p. 118).
La estructura de la sociedad se vuelve, por expansión e irradiación ideológica,
inevitablemente sadiana, pues el Estado modela un ejercicio de violencia que puede ser
diverso y apuntalado en medidas estratégicas y tácticas de represión social. Sus
operadores se desenvuelven como instancias contumaces de frustración y desaliento
mortífero ante una población que se pertrecha voluptuosamente en actitudes acríticas, así
como de indolencia, docilidad y sumisión. La indiferencia y la indolencia son el
suministro masoquista que se ofrece para el esparcimiento del cinismo del poder del
Estado. Todo parece resumirse y concentrarse, según el abordaje oficial de la violencia
que nos sacude cotidianamente, en ajustes entre sectores del crimen organizado, pero sin
dejar de apelar a la veleidad o contingencia política. Ni siquiera se evocan ni retoman
historias de persecuciones políticas, historias de violenta eliminación de dirigentes de
agrupaciones populares o desaparición cruenta de perseguidos políticos.
La muerte puede adjuntarse a una pulsión que gusta de retrotraer la especie humana a
la condición inorgánica, pero también se atribuye a los poderes intolerantes de la

102
organización criminal del Estado. La noción de “pulsión de muerte” exige inventariar
otros posibles empleos. En principio Freud la propone para situar una instancia subjetiva
inherente al ser, pero también como fuerza trans-subjetiva que busca, más allá del
dominio del placer, una repetición que haga función de ligadura simbolizante, pero
igualmente paradojal, en la medida en que posibilita el pasaje a una anulación del sujeto,
a una ausencia de representación, para sumergirse en la inercia silenciosa de una sumisión
plena al otro revestido de poder. Como lo observa Žižek (1989):
Tomemos la noción freudiana de la “pulsión de muerte”. Hemos de abstraer por supuesto el biologismo de
Freud: la “pulsión de muerte” no es un hecho biológico, sino una noción que indica que el aparato psíquico
está subordinado a un automatismo de repetición ciego más allá de la búsqueda de placer, de la
autoconservación de la conformidad del hombre con su medio (p. 27).
Nada más mortífero que la conformidad, que el conformismo, que el grito de protesta
y crítica ahogado por el miedo o difuminado por el horror. Nada más mortífero que lo
repetitivo de un ciclo adaptativo. No obstante, la pulsión, erótica o mortífera, no
necesariamente debería reducir el ser humano a biología, a organismo, pues se trata
fundamentalmente de demanda de surgimiento de palabras que abran paso al deseo en el
campo de la acción libertaria.
Si la violencia, en el plano explicativo, se remonta predominante y exclusivamente a
los extravíos de la pulsión de muerte, puede no ser sino un artificio ideológico. Hace
obtusa u opaca una mirada que sitúe críticamente el estatuto subjetivo originario al que
empuja su arremetida brutal. Éste es el estatuto de la indefensión:
Negamos la existencia de un instinto violento originario, tanto en nombre de las pulsiones como de una teoría
sexual, pero porque la violencia, originaria o no, es el efecto de una relación con el otro, más que fundadora
de una tal relación. La violencia no está en el origen, sino en la relación recurrente con el origen, lo que
concierne a su distribución y al hecho de que de todas maneras esté mal distribuida (Sibony, 1998, p. 41).
Como efecto de una relación con el otro, la violencia remite entonces al modelo
originario de relación con el otro que estableció el capitalismo, un modelo de intercambio
mercantil en el que se señala cómo las personas sustentan su actividad en “sus intereses
egoístas”, cada quien procediendo “como un bien utilitario” (Žižek, 2012, p. 52). Lo que
pasa con la violencia, pasa con las riquezas: mal reparto. Y este mal repartido, esta
distribución inequitativa de las riquezas, se encuentra en el origen de toda violencia.

IV. AGENCIAS POLÍTICAS DEL SADISMO


La violencia posee siempre una potencia y un alcance desmesurados, un poder
“plus”. Puede ser instrumento y garante de sostén de represión, pero también exige
exceso en la medida en que se convierte en el recurso preponderante del odio. No es que
el amor no comprometa un caudal de violencia. De hecho, en nombre del amor, se pueden
racionar y racionalizar tormentas virulentas de violencia. Múltiples formas de castigo
derivan de un vehemente amor dirigido hacia algo tan abstracto-ideológico como la
disciplina, o bien hacia Dios, hacia la patria, pero también hacia algo tan concreto como
las ganancias del mercado competitivo. Sin embargo, tan pronto como se ingresa en el
torbellino del odio, la violencia, por más organizada que pueda estar, hace que el sujeto se
pierda en la fuerza de su vértigo, en la potencia de su goce, potencia ante la cual el sujeto
se muestra impotente. El amo se pierde ineluctablemente en el torbellino del goce de la
violencia. El sujeto es llevado por un vendaval donde puede que lo único que detecte, que

103
lo único a lo que se afiance, sea a una sensación de voluptuosidad emanada de la opresión
del otro, el cual, tras participar de lazos de solidaridad y fraternidad, se convierte en vil
instrumento para la expansión narcisista del Yo de ese otro erigido en autoridad presunta
y presuntuosamente omnipotente. Esta violencia por la violencia reproduce la explotación
del hombre por el hombre en la que puede extraerse, en función de su ejercicio coactivo,
la fascinante “plusvalía”, el excedente sustancioso, de ver reducido al otro a cosa
productora de bienes mercantiles.
La exaltación del Yo del amo capitalista en función de la degradación y vejación del
sujeto es correlativa del éxtasis vigorizante de la explotación, del consumo y consumición
de la fuerza de producción de éste. La sociedad industrial, fraguada en la explotación
laboral en los límites de la condición humana, sembró los fundamentos impíos de la
violencia anti-sujeto, pues se trata inobjetablemente de una violencia sadiana hecha de
jirones y desgarramientos musculares y cutáneos del cuerpo del otro. Como ya se había
indicado, la violencia sadiana, tan imperante e imperiosa en estos momentos, hace del
miedo y su más allá, el horror, estímulos y nutrientes del goce. Esta violencia sadiana
radica en la fuerza, en el dominio que se ejerce de manera sofisticada y hasta solemne
contra el otro reducido a piltrafa, pero sobre todo a grito de dolor y sufrimiento. No basta
entonces con fomentar el miedo y el horror. En esta forma de violencia, se trata de vivir y
alimentarse del miedo y el horror. Es una forma de violencia que así se sistematiza, se
hace sistema, sistema de gobierno y de ejercicio a ultranza de poder.
La violencia sádica sistematizada aparece en uno de los principios del “supuesto
practicante”, el “vorgebliche Praktiker”, que Kant (2012) expone en su texto La Paz
Perpetua (p. 41). Estos principios se plasman en su rigor práctico como máximas y
exhortaciones que orientan astutamente un plan político inyectado de violencia. No se
explicita la ganancia de goce que se extrae de su aplicación. No se advierte, por ejemplo,
el beneficio gozoso que se obtiene de la primera máxima que dicta que primero hay que
actuar y luego excusarse. Se trata de sorprender apoderándose de los derechos sobre tal o
cual territorio, pero lo que se impone de inmediato es la expropiación de los derechos
humanos. Primero se actúa y luego se justifica esta violencia. Siempre se darán a
posteriori las razones de esta acción violenta. Se trata, entonces, en los términos de
Wieviorka (2005), de una violencia de hiper-sujeto que se yergue saturada de
motivaciones que la explican y determinan. En el campo laboral, es una máxima
recurrente para anticiparse a cualquier movimiento sindical, coartando derechos y luego
dándose razones de la exacción. En el ámbito político, es la maniobra conocida como
“madruguete”,[1] táctica de truculenta aplicación en las recientes reformas puestas en
acción por el actual régimen político en México. La segunda máxima se deleita en la
negación y exoneración del mal atribuyéndoselo a los otros: no es el Estado o la empresa
lo que falla, no es la corrupción sistémica de sus intrincados negocios, sino el crimen
organizado o las fuerzas del mal en el ser humano. El hecho de que el culpable sea el otro,
identificado como enemigo de Estado sobre el cual deben dirigirse las fuerzas represivas,
alienta y promueve una satisfacción sadiana. Por último, la sentencia de divide e impera
sacia su goce en la suscitación de un conflicto entre los que conforman un frente de
oposición a un régimen arbitrario. Ver pelear entre sí a los adversarios, pero sobre todo
ser al autor y creador de este escenario de violencia, auspicia un engrandecimiento
narcisista voluptuoso en este político portentoso.
Deleuze (1969) tiene razón al plantear que en Sade existe un hondo pensamiento

104
político, pero “organizado como provocación contra toda tentativa contractual y legalista
de pensar la política” (p. 72). El sadismo en la práctica política se organiza como
provocación invisible e invencible. Una de las apuestas radica en inducir y provocar que
los opositores políticos se enfrenten y confronten entre ellos. Es la inducción de una
violencia que puede resultar redituable, capitalizable. Se apuesta a que los iguales de base
fraterna, en su condición de oprimidos, se peleen entre ellos, que agoten sus fuerzas de
rebelión compitiendo y haciéndose la guerra entre ellos. Fue lo que ya observó Fanon
(1961) en su momento:
Al nivel de los individuos, asistimos a una verdadera negación del buen sentido. Mientras que el colono o el
policía pueden, diariamente, golpear al colonizado, insultarlo, ponerlo de rodillas, se verá al colonizado sacar
su cuchillo a la menor mirada hostil o agresiva de otro colonizado. Porque el último recurso del colonizado es
defender su personalidad frente a su igual. Las luchas tribales no hacen sino perpetuar los viejos rencores
arraigados en la memoria. Al lanzarse con todas sus fuerzas a su venganza, el colonizado trata de convencerse
de que el colonialismo no existe, que todo sigue como antes, que la historia continua… como si anegarse en la
sangre fraterna permitiera no ver el obstáculo, diferir hasta más tarde la opción inevitable que desemboca en la
lucha armada contra el colonialismo (p. 48).
Se objetiva una especie de ilusión transferencial, pues se desvía la lucha contra el
Gran Padre opresor en dirección al hermano con el que se presenta un evidente pero sutil
“narcisismo de las pequeñas diferencias” que predispone a la intolerancia (Freud, 1921).
Se observa así una anulación retroactiva de la memoria como autoengaño defensivo que
se vuelca contra el que debería ser el aliado en la lucha contra el amo opresor. A
diferencia del mito de la horda primordial, tenemos una guerra de desgaste de la
fraternidad y de la confianza en el compañero con el que hay identificación comprensiva.
Pero el plus-de-goce recompensa a este “presunto practicante” que ha puesto en acto su
máxima, su imperativo poderoso y de poder, haciendo que se anulen y cancelen las
fuerzas de oposición, las fuerzas que se anudan como lazos comprometidos de fraternidad
y camaradería, fuerzas de emancipación de base fraterna contra un tirano, fuerzas
anuladas incluso antes de que otro tirano surja de ellas mismas para repetir esta trágica
historia de la idealización del Urvater.
La ilusión transferencial es engendro de voluntad sadiana del supuesto práctico
kantiano en su afán máximo de control y dominio político. Lacan (1961) esclarece, como
interpretación, la intervención de Sócrates diciéndole a Alcibíades que el discurso
amoroso “que se iba enroscando alrededor de él” en verdad tiene como destinatario a su
estimadísimo Agatón (p. 186). La lucha contra el tirano, contra la reencarnación política
del Urvater autoritario, es algo que se enrosca alrededor de los identificados con la
sujeción y el sometimiento, algo donde los hermanos de lucha se enroscan para mayor
satisfacción gozosa de dicho tirano. Las máximas de voluntad sadiana minan toda
comunidad de oposición al poder despótico y a su orden utilitario y competitivo. Lo que
se procura es debilitar a quienes se identifican como enemigos del Estado. Toda una
perspectiva paranoica se diseña y reedita para que se genere un ambiente de enorme
suspicacia entre los compañeros y compañeras de lucha, para hacer sucumbir
masoquistamente a la indolencia.
Bajo una orientación paranoica de la política dictatorial, la violencia siempre parece
justificada. Es decir, como en el caso de Ayotzinapa, la violencia desprendida de esta
visión paranoica se funda en que todo ataque resulta siempre ser autorizado como
necesariamente preventivo (Zoja, 2013). Para prevenir la expansión del mal, de ese
terrible mal identificado con el comunismo, con la lucha popular, la voluntad sadiana

105
sembrada por el poder económico y político-social del capitalista no escatimará ninguna
medida de disuasión e intimidación, ninguna alianza ni pacto con una barbarie como la
que el crimen organizado es capaz de gestar y desencadenar.
El quebrantamiento de los lazos fraternos, auspiciado por una política criminal de
Estado o por una política del crimen organizado cooptada por el Estado, contrasta con el
movimiento ciudadano con ocasión del terremoto de 1985 en la Ciudad de México.
Apareció en esas circunstancias lo que Krauze (2015) denomina “el milagro de la
fraternidad” (p. 7) y Hernández Navarro (2015) la “epopeya cívica” (p. 16). En ese
momento el gobierno tampoco supo qué hacer y lo que intentó hacer fue bastante
desatinado. La carencia de sentido de esta catástrofe de la naturaleza, para decirlo en
términos de Heidegger (1974), exhibió a su vez carencias e indolencias de la autoridad.
La catástrofe da la impresión de un acontecimiento violento en la medida en que
“rebasa el alcance de su comprensión o el mismo rebasarlo” (Heidegger, 1974, p. 343).
La mejor manera de intentar comprenderlo es mediante lazos de comprensión
identificatoria, lazos que se anudaron y fortalecieron precisamente en una situación como
el terremoto de 1985, que denotaba la vulnerabilidad e inermidad de los seres humanos,
pero también la debilidad del Estado. La heroicidad, que Freud reservaba para aquel que
emprendía de manera decidida e individual la liquidación de la autoridad despótica del
Urvater, fue en este caso del colectivo ciudadano fraterno que organizó una labor
infatigable de brigadas de salvamento y auxilio a damnificados. Es el mismo tipo de
colectivo que ahora puede sacudir su conciencia y la conciencia de los indolentes, la
inercia masoquista de la indiferencia civil, ante los embates de esta nueva catástrofe, de
este terremoto social consistente en las políticas mercantilistas de Estado, el crimen
organizado y su consorcio perverso, que arruina y devasta pueblos. Este terremoto social
genera las mayores condiciones de horror, pues no es algo que ocurra eventualmente. No
ocurre por un movimiento puntual de capas teutónicas, sino por el constante movimiento
proteccionista-armamentista de capitales y mercancías, por los intereses voraces, por la
búsqueda insaciable de extender el mercado y expandir o reciclar las ganancias. A
diferencia de lo carente de sentido de la catástrofe natural, lo que enfrenta hoy la
población civil, en esta urgencia solidaria y fraterna, es una catástrofe plagada de sentido,
la catástrofe de los seres humanos convertidos en eslabones desechables de la maquinaria
criminal de los intereses financieros del mercado globalizado. Es la misma maquinaria
que desde el poder de Estado declara y apuesta por un estado de guerra total “donde no
puede haber fraternización” (Berlin, 2005, p. 44).

V. REFERENCIAS
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HEIDEGGER, M. (1974). El ser y el tiempo. México: FCE.
HÉRITIER, F. (1996). De la violence. París: Odile Jacob.
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ŽIŽEK, S, (1989). El sublime objeto de la ideología. México: Siglo XXI, 2012.
ZOJA, L. (2013). Paranoia. La locura que hace la historia. México: FCE.

NOTAS

[1] MADRUGUETE: “En política, anticipación artera a los movimientos o decisiones de un contrincante para
ganarle la delantera” (Academia Mexicana de la Lengua, 2010, p. 341).

107
Estado, política y justicia
Reflexiones éticas y epistemológicas sobre derechos, responsabilidades y violencia
institucional

CHRISTIAN INGO LENZ DUNKER


I. MAYORÍA Y MINORÍA DE EDAD DE LA RAZÓN
Un reciente debate sobre la reducción de la edad penal en Brasil plantea una pregunta
incómoda para psicólogos y psicoanalistas: ¿a qué edad y en qué circunstancias puede
asignarse a alguien la responsabilidad plena de sus actos? Esta pregunta impone un límite
entre lo educativo y lo legal. En Brasil, el menor de 18 años no comete un crimen, sino
una infracción. Recibe una medida “socioeducativa”, no una pena. No se ve privado de su
libertad, sino internado o tutelado por el Estado. Sin embargo, también para mayores de
18 años, la prisión no es un instrumento de castigo, sino de reeducación y reinserción
social. Esto muestra que la línea divisoria entre lo educativo y lo judicial, entre los niños
y los adultos, entre los imputables y los no-imputables, debería pensarse más como un
litoral con contornos móviles que como una frontera fija.
A veces, en el mencionado litoral, la marea es alta para los delincuentes adolescentes.
Perpetran crímenes de barbarie atroz que invitan a que se les considere automáticamente
mayores de edad por su ingenio y por su astucia mórbida. Los crímenes crueles son
propios de los adultos, de modo que deben ser juzgados por la ley de los adultos. Los
actos que envuelven un placer sádico, una desconsideración por el otro, deberían ser
considerados aún más graves, y por ende más adultos.
El caso más extremo sucede cuando alguien sabe lo que está haciendo, goza con ello
y además instrumentaliza la ley a su favor. Ser capaz de “jugar con la ley”, cometiendo
actos ilícitos justo antes de alcanzar la mayoría de edad, es la mejor evidencia de que la
persona ha interiorizado la ley tan bien como cualquier otro adulto “experto” y “lúcido”.
La paradoja es que este modelo de adultos crueles, inteligentes y malintencionados, es tan
sólo una forma de contra-ideal en relación con lo que suponemos que es la infancia. Pero
aquí hay que dar una mala noticia: en realidad los niños son crueles, inteligentes y
malintencionados. Basta darles los medios, la ocasión y las circunstancias, para que
rápidamente empiecen a ejercer su tiranía, su sadismo y su capacidad de quebrantar la ley.
Freud sigue estando en lo cierto al insistir en que reprimimos a nuestra infancia. Y lo que
permanece de esta represión es una imagen falsa de lo que debería ser un niño.
El tema de la minoría de edad no es originariamente educativo, psicológico o legal,
sino filosófico. En el siglo XVIII, introduciendo el concepto de autonomía, Kant llegó a
definir la edad adulta como el uso libre de la razón en el espacio público, en contraste con
la minoría de edad, en la cual somos protegidos por la familia y por el Estado. Desde
entonces la autonomía se asocia con la individuación e implica habilidades morales,

108
discursivas y cognitivas convergentes con el proceso de incorporación de la ley.
Generalmente entendemos que este proceso concluye cuando somos capaces de cumplir
con la ley porque ésta adquirió un sentido impersonal y necesario, y no porque seamos
inducidos por el miedo o por el deseo, guiados por inclinaciones o por intereses,
impulsados por ejemplos y normas, sino porque libremente elegimos someternos a la ley.
De ahí que la autonomía implique el sentido de autoridad, como si fuéramos todos autores
de la ley. Tenemos aquí la teoría moral del deber, que encontró su contraparte psicológica
en Piaget y en Kohlberg, y su equivalente sociológico en Habermas y en Rawls. Según
esta teoría, ser autónomo es ser capaz de reconocer las leyes que nos rigen y hacerse
reconocer ante ellas, incluso para aplicarlas, cuestionarlas o violarlas. El psicoanálisis
agregó un suplemento importante a esta concepción al señalar que nuestra relación con la
ley es homóloga a la relación que tenemos con el deseo.
Para postular una reducción de la responsabilidad penal, habría que basarse en una
concepción de la responsabilidad y de la autonomía. Esta concepción dependerá de la idea
que se tenga sobre cómo, para un sujeto dado, se combinan sus condiciones de actuar,
conocer y posicionarse frente al placer. Pero el litoral entre el goce y el saber es un mar
agitado durante la adolescencia. En una semana el sujeto muestra signos del mayor
pensamiento reflexivo y lógico-formal, mientras que en la semana siguiente actúa según
principios de flagrante heteronomía irreflexiva o mera impulsividad.
La capacidad para contrarrestar casos y reglas, establecer excepciones y
generalizaciones, o crear y negociar la ley, esta capacidad por la cual se organizan los
vínculos con los otros, forma el saber que llamamos “responsabilidad”. El terrible
recorrido adolescente es aún más peligroso porque además de principios, el sujeto es
llamado a dar pruebas de mayoría de edad, es decir, producir actos. En la lógica de acceso
a la mayoría de edad, encontramos actos de reconocimiento y valentía, pruebas de
incertidumbre y desafío, de obediencia y fe en un líder humano, inhumano o extra-
humano al que le suponemos autoridad.
El dominio del cuerpo, de las emociones y de los placeres, de sus usos y abusos,
constituye el tercer ángulo de exploración de la responsabilidad. La antigua noción de
carácter no era más que tal amalgama de experiencias corporales derivadas generalmente
del mundo del trabajo, experiencias de saber creadas por los dispositivos de educación
moral y experiencias de prueba o calificación que los antropólogos denominan “rituales
de pasaje”.
Ante la cuestión de la imputabilidad, hay que investigar cada uno de los ángulos que
definen la posición de un sujeto. La forma en que la ley de su deseo se articula narrativa y
discursivamente con el Otro social debería definir el régimen de retribución, reparación o
equilibrio al que debe someterse. Es por eso que muchos países adoptan un sistema penal
basado en el concepto de “adulto joven” que permite decidir caso por caso la mayoría o
minoría de edad criminal del sujeto. En Brasil, por extraño que parezca, esta idea no
cuajó, tal vez porque incrementaría imaginariamente el carácter excepcional del
delincuente que explota su condición de menor de edad para cometer delitos. En los
países que adoptan una estrategia más gradualista para la decisión de la imputabilidad,
ésta depende de un consejo formado por instancias legales, educativas, médicas y
psicológicas. Es así como se distribuyen las determinaciones por las cuales la autoridad se
ejerce en la formación del caso social antes de la partición entre el caso jurídico y el
educativo. Lo que el sujeto dice acerca de lo que hizo, la manera en que se sitúa ante su

109
acto, decide la diferencia entre su destino penal o educativo e indica si recibirá cierta
clase de tratamiento médico o psicológico. Responder por los actos es una función del
lenguaje, lo que supone la existencia de preguntas. Responder no sólo es pagar, sino
asumir e imponer consecuencias.
El progreso hacia la subjetivación de la ley del deseo varía según las conquistas de
cada uno en la relación entre la responsabilidad y la autoridad. La adolescencia introduce
una inconsistencia adicional entre el saber, el placer y el actuar que da una forma
indeterminada a la responsabilidad de cada uno en cada caso. Por último, cada cultura o
subcultura tendrá su gramática particular de exigencias que relacionan autoridad y
responsabilidad. La verdadera cuestión, por lo tanto, no debería ser si 18 años es un
criterio mejor que 16 o 12. Hay sujetos de 12 años que responden con autonomía de 18
años. Éste es un burdo ejemplo de la minoría de edad de nuestro pensamiento penal. Pero
hay también sujetos de 18 años que actúan subjetivamente como si tuvieran 10 años. La
reducción de la edad legal para imponer miedo y respeto a los jóvenes adultos es una
manera de soslayar esta diferencia.
La datación de la edad legal conduce a una falsa elección. O enfatizamos la tendencia
universal de la ley, tornando a más personas iguales ante una frontera común más
inclusiva, o elegimos una ley más particularista, haciendo que su aplicación esté regulada
por litorales de transiciones en los que las excepciones se convertirán en la regla. Los
países de tradición protestante, en los que dominan formas jurídicas que incorporan mejor
los usos y costumbres, como Alemania, Inglaterra, Estados Unidos y los países
escandinavos, tienden a elegir los sistemas de litorales, con la responsabilidad penal
juvenil empezando a los 12 o 14 años de edad. Brasil y los demás países de tradición
católica, en los que la herencia del derecho romano y del código napoleónico tiene mayor
importancia, tienden a elegir los sistemas de frontera más inclusiva, con la edad penal de
18 años. Es decir, la responsabilidad nunca es un proceso exclusivo del individuo, ya que
está relacionado con el tipo de rendición de cuentas, ya sea tutelar o de mayoría, al que
adhieren el Estado y otras instituciones sociales. Pensar que la reducción de la edad legal
desempeñará un efecto de miedo, suficiente para imponer la autoridad que falta para
prevenir delitos, es otro signo de la minoría de edad de nuestro pensamiento penal.
La forma en que el debate sobre el tema se llevó a cabo en Brasil desestimó
argumentos elementales, como los recién mencionados, remplazándolos por una lógica
punitiva del tipo: “si alguien tiene la responsabilidad de tomar un arma, debe ser
responsable de sus efectos”. Pero esta clase de pensamiento es minoritaria en sí misma,
pues está claramente amparada en una falacia particularista. Después de todo, es
precisamente por el poco aprecio y consideración por el valor de la vida que alguien
puede recoger y utilizar un arma de fuego como un juguete.
El error de tomar lo particular por lo universal se relaciona con un segundo equívoco
que radica en el texto latente vengativo de quien se sabe protegido por la ley. Es decir, si
la redacción de la ley es falsamente kantiana, su enunciación es verdaderamente sadeana:
para los hijos de los ricos, que demoran más tiempo en “crecer” en su infancia protegida y
postergada, mantenemos la indulgencia de la justicia, beneficiando así a quienes pueden
pagar por ella. En cambio, para los hijos de los pobres, de quienes se espera que crezcan
más rápido en su media-educación para el trabajo, debe aplicarse la ley más pronto.
Indirectamente legitimamos así la masacre de adolescentes pobres y negros que se está
realizando hoy en día en las periferias de las grandes ciudades.

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Conclusión: la aprobación de la ley de reducción de la edad legal es otro capítulo de
nuestro nuevo resentimiento social. Tal aprobación hace eco a quienes piden más cárceles
y menos escuelas. Es más una ley hecha por aquellos liquidadores que piensan el país
como un gran condominio.

II. ¿PRISIÓN PARA LOS VÁNDALOS JUVENILES?

Si hay un consenso más allá de nuestra era post-ideológica y sobre todo en Brasil y
ante sus conocidas tasas epidemiológicas, este consenso tiene un nombre: “violencia no”.
No hay aspiración más justa e indiscutible que la paz. Ahora bien, si la paz universal entre
los hombres es el horizonte de conclusión de la declaración de los derechos humanos,
¿qué hacer con los vándalos?
En su libro Violencia, Slavoj Žižek (2008) destaca los usos ideológicos de la
violencia, en particular su función de punto de acolchamiento ideológico universal,
mandamiento posmoderno, consenso preliminar para cualquier posible debate, en un
intento de desmantelar la falsa pregunta planteada por la interpelación: ¿está usted a
favor o en contra de la violencia? La pregunta muestra cómo estamos contaminados por
falsas alternativas. Si elegimos que estamos a favor de la violencia, se nos excluirá
inmediatamente de la conversación porque apoyamos todas las formas de barbarie,
desigualdad e inhumanidad. Sin embargo, si optamos por la no violencia, más allá de la
obviedad, ¿qué es exactamente lo que estamos eligiendo?[1]
En 1932 Albert Einstein fue invitado por la Sociedad de las Naciones (precursora de
la ONU) para iniciar una conversación epistolar entre intelectuales sobre el significado de
la violencia y de la guerra entre los hombres. Einstein (1932) elige a Sigmund Freud
como su interlocutor y le envía una carta persuasiva sobre cómo los hombres deberían
entenderse, ya que el odio y la violencia no serían innatos. Freud (1932) respondió que
eso le parecía altamente improbable y que la violencia emanaba de una cierta operación
de la cultura, o de un efecto de la cultura sobre la subjetividad, y que superarla sería muy
difícil, si no imposible. De hecho, cuando se discute sobre la actualidad del psicoanálisis,
por lo general se comenta que nuestras costumbres sexuales han cambiado para mejor y
que nuestra civilización no es tan represiva como lo era en el centro europeo a finales del
siglo XIX. Es raro que se recuerde que el psicoanálisis no sólo habla de la represión de
nuestras pulsiones sexuales, sino también de nuestras tendencias hostiles. Y la palabra
“hostil” viene de “hoste”, es decir, agrupación o pandilla generalmente orientada hacia la
consecución de una violencia colectivamente instrumentalizada como en las tribus de los
vándalos.
El axioma de no violencia tiene un valor distinto cuando es enunciado por el Estado,
que dispone de todos los medios para ejercerlo de manera invisible y justificada, y cuando
es enunciado por quienes no tienen otros medios que no sean la revuelta contra la
injusticia y la desigualdad. Por un lado, está la violencia que instituye la ley, que funda y
mantiene el Estado con su ejército, policía, reglamentos y fuerza de ley. Por otro lado,
está la violencia que viola la ley, es decir, el crimen, la impunidad, la corrupción, la
opresión. Si consideramos el universo cerrado de estas dos alternativas, la cuestión
adquiere una segunda formulación: ¿qué violencia preferimos, la del Estado o la de
vándalos que pueden atacarnos, robarnos y dañarnos? Llegamos una vez más a una
respuesta obvia e ineficaz.

111
Intentando romper el círculo de hierro de la falsa pregunta, Žižek recurre a un
argumento retórico —Gandhi era más violento que Hitler— y a un concepto provocativo
—la violencia divina.
Recordemos rápidamente las tesis de Benjamin sobre la violencia divina tal como han
sido redefinidas por Axel Honneth (2009). La violencia sería un pseudo-tema en el
derecho moderno porque auto-justifica la discontinuidad que da lugar al Estado y a su
ejercicio exclusivo de la violencia. Esta violencia es un tema que redefine la acción
política en cada época, asegurando que la política no tiene fin. La violencia es un
concepto ético dividido entre el que hace la ley y el que la transgrede, pero dejando de
lado el estado anterior a la ley. Éste es el estado de suspensión entre medios y fines que
permite hablar de violencia divina. Desde este punto de vista, habría que entender cómo
la formación de la ley, en sí misma, es un momento patológico de constitución del sujeto.
La ley sirve a la seguridad, y tiene, por lo tanto, orígenes egoístas, pero algo en ella
permanece y debe permanecer indeterminado: su contexto de aplicación, su agente
fundador, sus zonas de exclusión, sus fronteras internas y externas de excepción. De ahí
que el problema político sea cada vez decidir cuál violencia debe ser sancionada y cuál
repudiada. Este momento de decisión, en la esfera pública y privada, es algo sobre lo cual
el neurótico “no quiere saber”, ya que prefiere obedecer simplemente para “no saberse en
la ley”. Esta indeterminación de la relación entre medios y fines de la violencia puede ser
productiva o improductiva. La policía, por ejemplo, se caracteriza por la violencia
excesiva porque debe lidiar con la contingencia de la ley, y debe decidir a cada momento
cuáles son las circunstancias que cuentan. La suposición de la pureza de la ley, es decir, la
idea según la cual la ley fue engendrada sin violencia, justifica el sistema de
complementariedad entre la violencia mítica y la subjetiva. En este sistema, la violencia
nunca puede justificarse porque sería un medio para. La violencia educativa, la utilizada
para enseñar al proletariado a comportarse, la de género, la simbólica, son siempre un
medio por el cual la palabra (la ley) mata y reemplaza la cosa (la violencia). Y ésta es la
gramática fundamental del proceso civilizatorio. Pero el mismo argumento puede
utilizarse para justificar la no-no-violencia. De ahí que para Benjamin la solución pase
por una tercera forma de violencia: la violencia divina, que no es un medio para nada,
sino sólo un acto.
En el meollo de la cuestión, pasando ahora a Žižek, nos preguntamos si la violencia
puede suprimirse por completo en el proceso de cambio social. Una pregunta similar, para
un psicoanalista, sería si la violencia puede o debe eliminarse en la transformación
constitutiva del sujeto. Pero ahora es preciso decir que sabemos que la civilización y la
educación que reprimen toda forma de hostilidad, que se guían por un ideal purificador
absoluto de no violencia, producen ellas mismas las formas más perniciosas y más feroces
de violencia. La conclusión obvia es que un ideal de no violencia puede ser utilizado
violentamente para oprimir al individuo. Ahora la elección entre “paz o violencia” deja de
ser una apuesta como la de Pascal (si Dios no existe, no perdí nada por creer en él, pero si
existe, entonces gané todo, por lo que debo apostar que Dios existe, como debo apostar
igualmente por la paz y no por la violencia, ya que así no pierdo nada).
La operación de Žižek, que ya se anunciaba en otros momentos de su trabajo, no es ni
por la pacificación ni por la “violentización” de la sociedad, sino por la desactivación de
la retórica de la violencia y por su uso más advertido en el análisis de acontecimientos
sociales.

112
Rechazamos una falsa violencia y llegamos a la aceptación de la violencia emancipatoria. Empezamos por la
hipocresía de quienes, combatiendo la violencia subjetiva, se sirven de la violencia sistémica que engendra
precisamente los fenómenos que detestan. Situamos la causa última de la violencia en el miedo a la
proximidad[2] y mostramos cómo este miedo se basa en la violencia inherente al lenguaje, que es precisamente
el medio para superar la violencia directa (Žižek, 2008, p. 161).
No es suficiente decir que el comunismo fracasó porque hizo uso de la violencia o
que el estalinismo estaba equivocado porque utilizó medios erróneos como el exterminio
de los pueblos y de los opositores políticos. No basta el obsceno conteo de víctimas para
decretar quién está equivocado o al menos quién está más equivocado. Sería lo mismo
que argumentar que un estalinismo sin violencia podría ser tolerable, o que la lógica del
prejuicio y de la segregación podría permitirse, pero siempre y cuando sus partidarios
permanecieran en paz y tolerancia.
Gandhi fue más violento que Hitler, dado que el Mahatma consiguió engendrar la
violencia divina, mientras que el Führer se mantuvo en la violencia mítica del Estado y de
sus aparatos ideológicos. El argumento de Žižek, apoyado en las categorías de Walter
Benjamin, es que cuando cerramos la unidad social en torno a este Uno formado por
quienes utilizan la violencia para crear el Estado con sus leyes y quienes la usan para
quebrantar la ley y violar los fines del Estado, estamos pasando algo por alto y estamos
recubriendo también una falta con una significación que no es la suya. La violencia divina
no es la transgresión de las leyes impulsada por sistemas de intereses privados que sólo
defienden el establecimiento de otras leyes, sino la violencia que estaría fuera de esta
gramática que divide el mundo entre los que tienen y los que no tienen (acceso a los
medios legítimos de la violencia).
La violencia de Estado que no es “en nombre de” la justicia, la paz y la democracia,
no puede reconocerse a priori, e incluso a posteriori se reduce a una de las otras dos
categorías: la violencia mítica o la violencia criminal. En términos psicoanalíticos, la
violencia del pasaje al acto y la del acting out se distinguen porque la primera es trágica
y refunda coordenadas simbólicas por la asimilación del sujeto a la condición de objeto a,
mientras que la segunda es cómica y representa una escenificación que el sujeto hace de
su propia fantasía inconsciente al atacar al Otro que se encarna en el semejante o en el
prójimo con el que el sujeto se identifica sin saber. Por eso es que el vándalo siempre
adquiere el aspecto de nuestro vecino, del extranjero y del bárbaro violento. Fue lo que
sentí cuando vi cómo algunos de mis alumnos y de mis pacientes fueron llamados
“vándalos” únicamente porque se manifestaron caminando por las calles de São Paulo.
La violencia divina o real es rara y difícil de mantener. Nos escapa porque estamos
demasiado apegados a ciertas imágenes prototípicas de lo que es la violencia ilegítima y
su narrativa convencional, es decir, sabemos demasiado bien convertir a las víctimas en
un capital de violencia legítima todavía sin usar. Ahora bien, esta negativa a pensar en
experiencias, violentas o no, que tengan un potencial productivo de indeterminación, nos
ubica en una cierta contabilidad imaginaria. La guerra más violenta del siglo pasado no
fue ni la de Hitler ni la de Stalin ni tampoco la Revolución Cultural de Mao Tse-Tung,
sino el exterminio de 4 millones de personas en la República Democrática del Congo por
la violencia política (Žižek, 2008).
En el relato acerca de quién es dueño de la significación de la violencia, el
significante “vándalo” aparece siempre en el punto de torsión destacado por Mauro Iasi
en el epílogo del libro de Žižek:
La disección de lo real produce, por un lado, “ciudadanos” que por el éxito del actual gobierno serían llevados

113
a pedir más, y, por otro lado, “vándalos” y “alborotadores” que recurriendo a la violencia contra las personas y
contra el patrimonio público y privado, pueden y deben ser contenidos por la fuerza (Iasi, 2008, p. 173).
Recordemos que los vándalos eran bárbaros germánicos que llegaron al norte de
África en el siglo V de nuestra era, y que fundaron un Estado en el que anteriormente
hubo la ciudad de Cartago. El 2 de junio del año 455 (¡siempre junio!), saquearon la
ciudad de Roma, destruyendo numerosas obras de arte. El término “vándalo” significa
vagabundo, y está emparentado con el alemán Wandeln, sin hogar, errante. La palabra
“vandalismo” fue introducida por un obispo francés, en 1794, para denunciar la violación
del patrimonio artístico cultural impulsada por la Revolución Francesa en su odio hacia el
pasado.
Para quienes quieren ver en Slavoj Žižek al rey moderno de los vándalos (Eslovenia,
por cierto, bien podría ser el lugar de nacimiento de esta tribu germánica), nada más
decepcionante que encontrar en su libro, nominalmente, al principio y al final, una sola
actitud: “Hay situaciones en las que lo único realmente “práctico” es resistir la tentación
de la acción inmediata para “esperar y ver” a través de un análisis crítico y paciente”
(Žižek, 2008, p. 21).
O bien: “El problema de los monstruos históricos que masacraron a millones de seres
humanos estribó en que no fueron suficientemente violentos. A veces no hacer nada es lo
más violento que podemos hacer” (p. 169).
La cuestión planteada por Iasi, de que Žižek flirtea con la posibilidad de que la
ideología pueda llegar a producir lo real, permite recordar que en Žižek la ideología no es
tan sólo discurso, sino práctica social concreta, creencia y sustento continuo de las leyes
cotidianas, tácitamente indiscutidas y aceptadas. El acto de resistencia debe ser un acto
suspensivo de efectividad simbólica y no un acto reactivo.
La amenaza de hoy no es la pasividad, sino la pseudo-actividad, las ganas de “estar activo”, de “participar”, de
enmascararnos en todo lo que nos mueve. La gente interviene en todo momento, siempre “haciendo algo”; los
universitarios participan en debates sin sentido y así sucesivamente. Lo realmente difícil es dar un paso atrás y
abstenerse (Žižek, 2008, p. 169).
O también: “He aquí lo que significa acheronta movebo como práctica de crítica de la
ideología: no cambiar directamente el texto explícito de la ley, sino más bien intervenir
sobre su suplemento virtual obsceno” (p. 135).
Este suplemento se compone, por ejemplo, del gesto que se hace para ser rechazado,
como quien dice “no debe disculparse”, pero solamente lo dice después de que el prójimo
ya se disculpó. Es preciso que el acto haya sido primeramente reconocido, luego
disculpado y por último las excusas pueden ser rechazadas. Si nos dijéramos de entrada
que “no hace falta disculparse porque él sabe que no fue a propósito”, estaríamos
incurriendo en violencia. Nuestra cordialidad nos pone ante una supuesta indulgencia de
los poderosos caracterizada por el opcional y excepcional no-ejercicio de la fuerza. Éste
defiende el punto de apoyo no ético de toda ética.
Los vándalos, de hecho, después de vagar por toda Europa, se establecieron en el
norte de África, en la región de Cartago, y de allí se enfrentaron al Imperio Romano,
llegando en dos ocasiones a ganar una ventaja militar considerable. Sin embargo, en la
batalla de Tricamaro (533 d. C.), Tzazo, hermano del jefe vándalo, cayó en plena batalla.
Ante la caída de uno de sus guerreros más respetados, los vándalos se retiraron,
suspendiendo la victoria militar inminente por la deferencia ética hacia uno de sus líderes.
Esta suspensión ética de la ley de la guerra nos recuerda lo que Žižek, Honneth y

114
Benjamin llaman “violencia divina”. Los romanos no alcanzaron a reconocer esta
suspensión, lo que permitió que el general romano Belisario avanzara despiadadamente
sobre Hipona y consiguiera conquistar a los vándalos. Nosotros, como los romanos, no
queremos saber o suponer que a cada momento estamos estableciendo activamente qué
tipo de sufrimiento y de violencia debe ser castigado y qué tipo debe ser alabado.
La pregunta aquí es: ¿será que toda ética necesita basarse en una postura de negación fetichista del semejante?
¿No será que incluso la ética más universal está obligada a trazar una línea de exclusión de ciertas formas de
sufrimiento? […] Lo sé, pero me niego a asumir plenamente las consecuencias de este saber, por lo que puedo
seguir actuando como si no lo supiera (Žižek, 2008, p. 43).
Nuestra violencia es diferente porque nos entendemos en una era post-ideológica, se
nos invita a gozar y aprovechar de la vida, como si el problema ético se resolviera por la
moral de la tolerancia, por una asepsia sexual como la del movimiento del “masturbatón”
(Žižek, 2008, pp. 37-38), por el derecho a “no ser acosado” (p. 46) y por la elección no-
forzada del axioma de la “no violencia”. Después de todo, si se me preguntara
nuevamente si escojo la violencia o la paz, tan sólo podría responder: “somos todos
vándalos”.

III. “EDUCACIÓN Y CULTURA COMO LUJO PARA TODOS EN LUGAR DE MÁS GENTE EN LAS
ALCANTARILLAS DE LAS PRISIONES”

Esta frase de José Miguel Wisnick, pronunciada en la Feria Literaria de Parati en


2015, refleja y sintetiza el tema recién discutido, el de la mayoría de edad como proceso
de conquista de la autonomía, esto en contraste con la retórica del uso de medios
violentos (carcelarios) para restringir la violencia, potencializando y disimulando la
violencia ya practicada por el Estado.
Cuando el 87% de la población aprueba la reducción de la edad legal, tenemos un
acontecimiento que nos tendría que avergonzar, un hecho que no debería decirse. Pero
nuestra miseria cultural avanza desvergonzada. Pensemos en los cines con público
decreciente, los editores en crisis crónica, el teatro sólo para excéntricos, las artes visuales
convertidas en mercancías. El Brasil profundo renunció incluso al lujo de poseer librerías.
Entretanto el 87% de las personas están dispuestas a ver “medidas concretas y reales”, en
términos de “castigos ejemplares”, para los marginales que deben “sufrir y ser castigados
como se lo merecen” aquí y ahora, y no en procesos abstractos y genéricos, tales como los
de “educación y cultura”. Esta ley pirotécnica es fácil de aceptar. Nos convence de que
“por lo menos algo se está haciendo”. En su simplicidad, no se preocupa por nada que
dure más de tres meses. Desconfía de todo lo que es institucional, colectivo y complejo.
Atribuye una fuerza indudable a lo que “todo el mundo piensa”. Pero esta forma de
pensar como la mayoría es simplemente legitimar los prejuicios. Así es como “todo el
mundo piensa” con prejuicios, estereotipos, normas morales. Es un lujo decirse que “cada
uno es cada uno” y hacer valer eso por cosas que las personas todavía no saben, ni con
respecto a lo que quieren, ni en relación con su manera de pensar.
No basta con decir que la reducción de la edad legal no traerá una purificación y que
la venganza no es justicia. Resulta inofensivo recordar que tal medida sanciona
jurídicamente, de modo elíptico, el cataclismo que está sobreviniendo entre los jóvenes
negros de la periferia, diariamente sacrificados en cifras comparables a las de una guerra
civil y peores que las de Gaza o Afganistán. Parece tonto señalar que ya somos la cuarta

115
potencia mundial en términos de encarcelamiento y que esto no ha servido para que
nuestro crimen disminuya. Tampoco se vale observar que debemos volver a nuestros
policías menos violentos antes de promulgar más leyes para legitimar la exclusión y
alentar el linchamiento.
Volvimos a la teoría del carácter hegemónica en los cincuenta. El carácter del
bandido no puede concertarse. El único lenguaje que él entiende es el de la violencia. Su
único límite es una bala. Y así, concibiendo al bandido como violento y tratándolo como
peligroso, privándolo de lujos como la educación y la cultura, cortando su palabra, es
como llegamos a la respuesta de la violencia, la delincuencia y la inadaptación. Nuestra
profecía autocumplida nos ha hecho semejantes a los ridículos romanos que levantaban
empalizadas contra los bárbaros.
Lo que no se vale sostener es que el 13% puede estar en la verdad, en una verdad
debilitada que puede perder ante un criterio de eficacia pragmática, incluso después de
haberse demostrado que un criminal en la cárcel cuesta más al Estado que un profesor en
la escuela. Esta verdad puede ser derrotada en las votaciones, pero no será por ello menos
democrática.
La verdad aclara nuestra ilusión: “la responsabilidad penal para el hijo de los demás”.
Los sociólogos nos han dicho desde hace mucho tiempo que en Brasil los hijos de las
clases altas se mantienen en soberana infantilización protectora, mientras que los de clase
baja tienen que empezar más pronto, no pueden jugar ni educarse, y se dirigen
directamente hacia el trabajo o hacia el crimen. En este contexto, hablar de edad mental
es un crimen cínico de clase. Además se pierde el concepto mismo de la escuela cuando
se pretende que la prisión es la escuela de los vándalos juveniles. El problema es que la
escuela es cara, y aún más caros son los salarios de los profesores calificados. El 87% de
las personas está diciendo que prefiere la barbarie de las prisiones que el lujo de la
escuela.
Quedó claro que había una presencia mayoritaria del 13% de inconformes con la
reducción de la edad penal a los 16 años. Ellos son nuestra élite intelectual, impotente y
culpada. Esto no quiere decir que sean una élite económica o moral. De cualquier modo el
13% ha debido salir de su vergüenza de hacer declaraciones, y asumir, en contra de los
prejuicios de la mayoría, que más allá de la cuestión de ser mayor o menor de edad en el
plano penal, existe la mayoría de edad de la razón.
Es necesario suspender el discurso de que nuestro malestar puede ser designado,
fácilmente designado, en la forma de la violencia. Tal designación, además, es violenta en
sí misma, como se ve en la cobertura de noticias y en la cosmética sensacionalista de la
violencia. La violencia del discurso sobre el aumento de la violencia se vuelve
imperceptible. Y la violencia, como nombre de nuestro malestar, comienza a captar por sí
mismo, de manera convergente, todas nuestras narrativas de sufrimiento.
1. Si nos sentimos inseguros, es porque hay entre nosotros un objeto intrusivo,
potencialmente violento, y, por lo tanto, se justifica nuestra actitud violenta “preventiva”
contra los negros, los del noreste, los homosexuales y todos aquellos otros que vienen
desde “fuera” de nuestra ciudad para perturbar nuestro orden social.
2. Si nos sentimos inseguros, es porque alguien está violando el pacto que habíamos
establecido, y, por lo tanto, se justifica nuestra actitud violentamente represiva contra
corruptos, manipuladores y desobedientes que no están siguiendo nuestras leyes ni
respetando la división “natural” entre quienes tienen el poder y quienes lo sufren, entre

116
quienes tienen los medios y quienes únicamente sufren los efectos de poder.
3. Si nos sentimos inseguros, es porque alguien pone en riesgo un fragmento de
nuestra felicidad, nuestros hijos, nuestra moral, nuestra forma de vida, lo que explica
nuestra actitud violenta que crea enemigos para aumentar la fuerza de cohesión e
identidad entre “nosotros”.
4. Si nos sentimos inseguros, es porque hay una anomia generalizada, una falta de
autoridad o una dispersión de nuestro “espíritu” que necesita ser rescatado por una
especie de retorno a los orígenes y por un restablecimiento del orden, lo que puede hacer
que la violencia deba movilizarse para restaurar la paz.
Vemos cómo la designación masiva del malestar como “violencia” crea fácilmente
más violencia. Vemos así también que la designación inequívoca de lo real nos devuelve
a lo peor. Podemos resumir ahora lo que está excluido por la función plural-unívoca de
“la violencia” como nombre del malestar:
1. La ausencia de una tematización directa de la violencia del Estado y de sus
instituciones, de tal modo que la violencia opera como sinónimo omnipresente del fracaso
del Estado.
2. La homogeneización de la violencia en las fronteras entre lo público y lo privado,
neutralizando así la violencia crítica y la violencia como resistencia.
3. La banalización tanto de la violencia simbólica representada por los ideales de
adaptación como de la violencia al servicio de la precariedad y de la productividad en el
trabajo. La invisibilidad de las zonas cotidianas en las que la violencia no es sistémica.
4. La neutralización de la diferencia entre las gramáticas en las que la violencia está
implicada, entre clases, entre géneros, entre posiciones sociales, entre quienes tienen
medios para “rentabilizar” el monopolio estatal del uso de la violencia y quienes
únicamente pueden sufrir sus consecuencias y sus efectos.

IV. REFERENCIAS
EINSTEIN, A. (1932). Carta de Einstein. En Sigmund Freud, Obras completas XXII (pp. 183-186). Buenos Aires:
Amorrortu, 1997.
FREUD, S. (1932). ¿Por qué la guerra? En Obras completas XXII (pp. 187-198). Buenos Aires: Amorrortu, 1997.
HONNETH, A. (2009). Saving the sacred with a philosophy of history – on Benjamin’s “Critique of Violence”. En
Pathologies of reason: On the legacy of critical theory (pp. 87-125). Nueva York: Columbia University Press.
IASI, M. (2008). Epílogo. En Žižek, S., Violência (pp. 171-194). São Paulo: Boitempo, 2014.
ŽIŽEK, S. (2008). Violência. São Paulo: Boitempo, 2014.

NOTAS

[1] “¿Apoya la prohibición de vino o no? Si por vino usted entiende la terrible bebida que arruinó a millares de
familias, convirtiendo a los hombres en fracasados que golpeaban a las mujeres y olvidaban a sus hijos, entonces
soy enteramente favorable a la prohibición. Pero si por vino entiende usted la noble bebida de sabor maravilloso
que hace un placer enorme de cada comida, entonces estoy contra la prohibición (ŽIŽEK, 2008, p. 105).
[2] Lo “próximo” se define como “alguien que apesta (ŽIŽEK, 2008, p. 132). También se dice que “aquello que
se resiste a la universalidad es la escala inhumana de lo próximo” (p. 56). Por último se considera que lo próximo
está siempre, por definición, “demasiado próximo” (p. 48).

117
¿Soberanía o derechos?
Aproximaciones a una falsa disyuntiva sobre la violencia, el Estado y la emancipación
CAROLINA COLLAZO, NATALIA ROMÉ
I. CONTROVERSIAS E INTERVENCIONES: LAS APORÍAS DE LA COARTADA DE LOS DERECHOS HUMANOS

En un artículo titulado “En contra de los derechos humanos”, Slavoj Žižek (2005)
propone un regreso singular a una vieja discusión, no sólo al interior del campo marxista,
sino de la filosofía política de más larga data. Se trata, en realidad, de movilizar viejos
pares de dicotomías asociados a la tensión derechos/soberanía, que, como ha demostrado
cuidadosamente Étienne Balibar, remiten, en última instancia, a un par de categorías que
recorren la historia misma del pensamiento político occidental: la díada libertad/igualdad.
Žižek (2005) convoca este espectro de cuestiones a propósito de la cuestión de los
Derechos Humanos (DDHH), una cuestión tan difícil de pensar críticamente, cuanto más
urgente se vuelve pensarla. No se trata de una pregunta producida en el vacío de la
especulación filosófica, sino que se inscribe en una compleja trama en la que se
entrelazan desarrollos conceptuales, análisis políticos y tomas de posición en una
coyuntura marcada por la experiencia del límite de la humanidad, o, como ha sugerido
Blanchot (1980), la “experiencia del desastre”.
Lo primero que debe decirse del artículo de Žižek, publicado originalmente en 2005,
es que quizás su circunstancia no sea hoy la misma, y que, en ese caso, toda la discusión
que podemos entablar llega, como el búho de Minerva, cuando cae el sol. Sólo alcanza
con recordar que en 2005 el mundo se enfrentaba al umbral del desastre de Haití, pero
también era un año en el que el gobierno israelí liberaba a 500 palestinos y anunciaba la
retirada de tropas de algunas ciudades. Siria desocupaba el Líbano, se iniciaba el
desmantelamiento de ETA, perduraba todavía cierta tendencia afirmativa de la unidad
europea e incluso España tenía una ley que avalaba el matrimonio homosexual. En el
marco de ese mundo, era sumamente pertinente el debate en torno al oxímoron “políticas
humanitarias”.
Acaso deberíamos preguntarnos si seguimos bajo una suerte de hegemonía ideológica
del significante “humanitarismo”, o si acaso, después de las manifestaciones violentas de
la crisis financiera de 2008, no hemos pasado a formas de belicismo más descarnadas,
incluso revanchistas, que en gran medida tienden a prescindir de todo eufemismo. Y, no
obstante, parece que el humanitarismo se las ingenia para persistir como forma ideológica
de una organización geopolítica que combina, del modo más cruel, exterminio y
expulsión. En septiembre de 2015, el mundo global se conmueve por la foto de un niño
sirio ahogado con su familia en el intento desesperado y frustrado de escapar de la guerra.
[1]
El epígrafe que acompaña esa imagen es por sí solo contundente: “la humanidad se
hunde en las orillas de Europa”.

118
El artículo de Žižek (2005) no pierde actualidad en los elementos que aporta para
pensar la democracia, sus límites y sus posibilidades. Es ahí donde quisiéramos
detenernos para subrayar la necesidad de pensar esa figura de la orilla. Podríamos decir
que es la democracia misma la que parece ser empujada hacia sus propios márgenes, y
nos obliga de esta forma a pensarla en las difusas demarcaciones de sus límites. América
Latina tiene allí una tarea porque ha sido siempre, en un sentido u otro, un pensamiento
de los márgenes. Y es en América Latina donde surge hoy un modo de abordar el espacio
liminar de la democracia que opera, en otras latitudes, como lo prácticamente impensable
de la democracia; nos referimos a sus tensiones con la idea de comunismo.
La tensión o dicotomía democracia/comunismo[2] incluye un tercer término que
aparece en juego y como presencia ausente entre los otros dos, el totalitarismo.
Podríamos decir, de un modo muy general, que ese extraño ménage a trois es una de las
marcas intelectuales de una derrota política.
Es en relación con el totalitarismo que se produce una oscilación de las categorías,
cuya distancia es la que está en disputa. Porque en función de cómo definamos cada uno
de los términos, es que resulta el mapa categorial. Entre otras cosas, lo que se juega allí es
la posibilidad de hacer del comunismo un sinónimo del totalitarismo y un término
opuesto a la democracia (como su riesgo inherente o su momento político). Esto tiene
consecuencias para pensar los procesos actuales en América Latina. Lo que ofrece
Latinoamérica a la cuestión desesperada de los límites de la democracia europea es una
torsión que regresa como otra pregunta: ¿Qué puede ser hoy el comunismo? En principio,
podríamos decir que esta pregunta es la dimensión ausente de toda pregunta actual por la
democracia, y, por lo tanto, es la que organiza el campo intelectual. Las posiciones se
organizan en torno a ella en función de la disposición de cada teorización a visualizar y
hacerse cargo de esta tensión o a seguir balbuceando a causa de ella, viéndola sin verla.
Pero al mismo tiempo es necesario indagar críticamente, no sólo qué respuestas se
vuelven factibles hoy a la pregunta por la posibilidad de un pensamiento comunista, sino
también las lógicas que constituyen el terreno para formularla. Si al menos parece ser
necesario mantener viva la pregunta, su fecundidad exige también un movimiento que
trascienda el terreno de las dicotomías sin tensión. En ese viejo terreno, donde la pregunta
por el comunismo se debate entre su fracaso irreversible o sus posibilidades efectivas o
latentes, lo que se anula es la tensión que permitiría pensar la pregunta más allá de su
propia encrucijada. En todo caso, se trata de indagar la tensión en su exterioridad (en la
paradoja de una “exterioridad inmanente”), esto es, en los límites de su vínculo con otras
tensiones. Si la pregunta por el comunismo se vuelve políticamente potente hoy, es
porque permite pensar los límites de las democracias actuales. De lo que nos interesa
hablar, entonces, es de la tensión en la que se anudan ambos problemas.
Sin duda, emplazar la cuestión de los límites de la democracia en el marco de su
tensión con el comunismo implica, desde el principio, seleccionar un campo de
discusiones y descartar muchos otros. Esa elección es ya una intervención teórica que
supone una toma de posición que demarca el terreno en que los diálogos se habilitan,
reforzando los acuerdos teóricos y los acercamientos políticos, pero también, y sobre
todo, jerarquizando las voces de la disputa.

II. ŽIŽEK, Y LA (RE)POLITIZACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS

119
El primer movimiento que Žižek (2005) pone en juego es el señalamiento de la
operación ideológica que, en las sociedades liberales-capitalistas, encubre el mecanismo
por el cual los discursos sobre los DDHH se presentan como una apelación por sí misma
justificada. Uno de los supuestos principales que sostienen esa operación es que la
defensa de los DDHH son el arma más potente para combatir los fundamentalismos
contemporáneos. Apelar a los derechos básicos, principalmente el derecho a la libre
elección, es la primera coartada para combatir un fundamentalismo que la propia lógica
liberal, en realidad, reproduce de manera cínica.
La controversial tesis que Žižek (2005) plantea es que, si en todo caso hoy todavía
resulta necesario sostener una defensa de los DDHH, lo es en la medida en que éstos se
consideren como una “ficción simbólica”. Esto quiere decir que habría que sostener una
lectura crítica sobre aquellas “causas” que, bajo la bandera de los DDHH, no dejan de
inscribirse en la lógica propia de las sociedades liberales capitalistas. Esa mirada crítica,
entonces, apunta a encontrar las aporías internas dentro de las suposiciones básicas del
discurso ideológico que hoy hegemoniza el radio de injerencia de políticas en torno a los
DDHH. Sólo a partir de allí sería posible pensar en una politización progresiva de las
actuales relaciones socioeconómicas.
Entre los diversos antecedentes de los que se sirve Žižek (2005), quizás el más
sobresaliente —especialmente para pensarlo en relación con los conflictos migratorios
actuales— es el reconocimiento especular que Europa despliega en su relación con la
otredad de los Balcanes. Al mismo tiempo que Europa occidental se enreda en sus ya
viejas promesas de tolerancia multicultural y en las diversas manifestaciones muy
concretas de intolerancia, combate el fundamentalismo oriental bajo el argumento de una
supuesta degeneración del Islam, la cual, en realidad, es una operación surgida en el seno
de Occidente. De modo que, bajo su propio legado histórico, Europa combate el
reconocimiento sintomático de su sí mismo reprimido.
Así, resulta que los conflictos étnicos-religiosos, al naturalizar el conflicto como
única fuente de legitimación, se vuelven funcionales a la propaganda de una democracia
global al entero servicio de la lógica capitalista. En consecuencia, la política adquiere
cada vez más la forma de una administración social experta bajo la cual todas las grandes
“cuestiones públicas” se traducen en actitudes destinadas a regular las idiosincrasias
“naturales” o “personales”. Esta operación, por la cual la democracia cree resguardarse
atentando contra sí misma en “pequeñas dosis”, puede identificarse en innumerables
ejemplos a lo largo del siglo. Si bien es posible rastrear cierta vigencia de esa “lógica
inmunitaria” en la actualidad, hay que notar que la apelación al bien de la humanidad se
vuelve una retórica cínica. Sin embargo, para Žižek (2005), esta ausencia de eufemismos
no obtura la eficacia de los estados de excepción —como la forma más recurrente de esos
“auto-atentados democráticos”— para garantizar la reproducción de un aparato estatal. La
primacía del Estado en la retroalimentación de ese círculo es particularmente notoria en el
caso de la ficción simbólica que encarnan los DDHH.
En este punto, Žižek recurre a Arendt para señalar otra cuestión a tener en cuenta:
hay que problematizar la oposición entre los derechos humanos universales (pre-
políticos), que posee el ser humano “en cuanto tal”, y los derechos particulares de un
ciudadano o miembro de una comunidad política específica. En su análisis de
migraciones masivas en el período de entreguerras, Arendt (2006) analiza las
contradicciones del carácter inalienable de los DDHH a partir de los apátridas que no

120
pueden ni siquiera inscribirse bajo la figura de “extranjeros”, ya que sus Estados han
desaparecido como consecuencia de la guerra.
Los DDHH se definen como inalienables; su Declaración Universal los pone al
resguardo de todo particularismo gubernamental. Sin embargo, resultó que el “ser
humano” al que se referían estos derechos no existía más allá de una abstracción, y que la
única forma efectiva de concebir tales derechos era en realidad por referencia a un pueblo
y no a un individuo particular. La “Humanidad”, entonces, sólo resulta pensable como un
conjunto de naciones, y los hombres solamente tienen garantizados sus derechos si gozan
de una ciudadanía. Los Derechos del Hombre, finalmente, no pueden prescindir de los
Estados. Por otro lado, la cualidad humana no resultó suficiente para resguardar ningún
derecho cuando la guerra llevó a muchas personas a perder su ciudadanía ante la literal
desaparición de las comunidades políticas a las que pertenecían. En la realidad, la ley
internacional no es universal y no podría trascender el orden de las naciones; opera, por el
contrario, siempre en términos de acuerdos recíprocos entre Estados soberanos
determinados:
La paradoja implicada en la pérdida de los derechos humanos es que semejante pérdida coincide con el
instante en el que una persona se convierte en un ser humano en general —sin una profesión, sin una
nacionalidad, sin una opinión, sin un hecho por el que identificarse y especificarse— y diferente en general,
representando exclusivamente su propia individualidad absolutamente única que, privada de expresión dentro
de un mundo común y de acción sobre éste, pierde todo su significado (Arendt, 1951, p. 381).
¿Qué sucede entonces con los DDHH de aquellos excluidos de una comunidad
política, es decir, cuando los DDHH son inútiles porque son los derechos de quienes
justamente carecen de derechos y son tratados de inhumanos?
Guerra, Democracia y Derechos Humanos son parte de la misma paradoja: se
justifica la guerra cuando ésta busca la prevalencia de la paz, se defiende la democracia
atentando contra ella, se apela a los derechos para distribuir ayuda humanitaria como
injerencia del estado de emergencia permanente. De ello resulta que los DDHH cobran
sentido en el discurso occidental predominante como la bandera bajo la cual los Estados
más poderosos se adjudican el derecho a intervenir política, económica, cultural y
militarmente en otros Estados en nombre de la defensa de los DDHH que no parecen estar
garantizados sin esa intervención. Los derechos humanos universales deben ser
defendidos incluso si se hace necesario privárselos a seres humanos particulares.
En esa línea, Derrida podría compartir parte del diagnóstico, cuando afirma que la
referencia prioritaria a los derechos humanos en las instituciones del derecho
internacional entra en absoluta contradicción con el principio de soberanía de los Estados
nacionales:
Por referencia democrática a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, es por lo que se intenta,
con frecuencia en vano, imponer unos límites a la soberanía de los Estados-naciones. Un ejemplo, entre otros
muchos, sería la laboriosa creación de un Tribunal Penal Internacional. Pero la Declaración de los Derechos
del Hombre no se contrapone, para limitarla, a la soberanía de los Estados-nación como un principio de no-
soberanía contra soberanía. Los derechos del hombre plantean e implican al hombre (igual, libre, auto-
determinado) en tanto que soberano. La Declaración de los Derechos del Hombre declara otra soberanía y
revela pues la auto-inmunidad de la soberanía en general (Derrida, 2003a, pp. 111-112).
Si todas esas instancias internacionales que apelan a un derecho universal están
exigiendo otra soberanía, ésta tomaría la forma de una soberanía total, una soberanía del
Hombre sobre el Hombre. Pero una soberanía por encima de la humanidad debería ser,
por definición, ahumana (Dios o bestia). Sólo lo que no pertenece al género humano

121
podría ocupar la posición de excepcionalidad por encima o más allá de la humanidad
misma. Sin embargo, esta paradoja introduce necesariamente una distinción entre lo
ahumano y lo inhumano, ya que “no se dirá ni de las bestias ni de Dios que son
inhumanos”. Lo inhumano requiere, para usar una expresión de Esposito (2005), una
lógica de “inclusión excluyente”, o una “exclusión inclusiva”, que es el modo en que
funciona el proceso inmunitario. De modo que sólo los seres humanos pueden ser
acusados de cometer actos que atenten contra la humanidad, es decir, que atentan contra
su propia esencia, mostrándose indignos de ese nombre:
Haber perdido la dignidad humana por ser inhumano está reservado a los seres humanos; en modo alguno al
mar, a la tierra o a la bestia. O a los dioses (…) el crimen contra la humanidad es un crimen cometido por una
parte de la humanidad contra una parte de la humanidad, o contra la esencia de la humanidad, o contra la
dignidad humana; es, por consiguiente, un crimen de estructura sui-cidaria y auto-inmune. Y, dado que todo
crimen, que toda culpabilidad, supone la libertad y, por consiguiente, la soberanía del criminal acusado, es en
el seno de esa soberanía donde el re-torno suicidario y autoinmune presuntamente opera (Derrida, 2003b, p.
186).
La idea de la canallocracia en Derrida (2003a) alude precisamente a la mencionada
lógica auto-inmunitaria, la cual, en el caso de los sucesos del 11 de septiembre de 2001,
muestra cómo ese proceso ya no se presenta como una guerra entre Estados. Tras la
Guerra fría, ya no parece posible identificar territorialmente a un enemigo. No se trata de
un Estado atacando a otro, sino que puede leerse como un ataque al interior de un “orden
de interpretación”.[3] No queda ya claro que la identificación de la diferencia política
radique en la delimitación de la pregunta ¿quién?, sino más bien en la dislocación que se
produce al interior de ese “aparato conceptual” que se violenta a sí mismo, a partir de esta
lógica suicida con la que se busca proteger lo que al mismo tiempo la vulnera: la lógica
propiamente inmunitaria.
Sin desatender toda una serie de equívocos en torno a su reciente traducción, Derrida
(2003a) refiere el término “canalla” [voyou] al modo en que la administración
norteamericana definía a los Estados bribones [rogue States], es decir, aquellos Estados
que no respetan o que pervierten la ley de la comunidad mundial. Los Estados canallas
son unidades políticas acusadas por no ajustarse a la convención del derecho internacional
que hace primar su lógica regulatoria por encima de las soberanías nacionales. El bribón
es aquel que no cumple con sus deberes, que incurre en “la subversiva falta de respeto por
los principios, normas y buenos modales, por el derecho y las leyes que gobiernan el
círculo de la buena sociedad, de la sociedad bien-pensante y de buenas costumbres”, de
tal modo que requiere “la exclusión o el castigo” (Derrida, 2003a, p. 38). La misma idea
de soberanía se vuelve así incompatible con la universalidad cuando ésta es precisamente
requerida por los principios democráticos.
Para Derrida (2003a), no hay soberanía sin la fuerza del más fuerte, cuyo ejemplo
más acabado en su aporía es el mecanismo por el cual el veto soberano del Consejo de
Seguridad de la ONU puede frenar soberanamente las decisiones tomadas por las
deliberaciones democráticas de la propia ONU. Así, tras los atentados, los Estados Unidos
fueron autorizados por la ONU a tomar las medidas que fueran necesarias en contra del
“terrorismo internacional” del que supuestamente debía protegerse.
Al adjudicarse la decisión excepcional en nombre de la humanidad, el principio
democrático y el principio de soberanía se articulan, “por turnos”, en la aporía que hace
que la soberanía, al igual que la democracia, no existan más que en la impureza de
afirmarse desmintiéndose, negándose a sí mismas. La soberanía se afirma traicionando a

122
la democracia, de la que sin embargo no puede prescindir para constituirse. Por lo tanto,
la soberanía no podría formalizarse sin un manejo abusivo del poder: “a priori, los
Estados que están en situación de hacer la guerra a los rogue States son ellos mismos, en
su más legítima soberanía, unos rogue States que abusan de su poder” (Derrida, 2003a,
pp. 126-127). Por consiguiente, concluye Derrida, ya no hay ningún Estado canalla
porque simplemente todos los son. La canallocracia es una guerra de “hombres-lobo
contra hombres-lobo” (Derrida, 2003b, p. 101).
Así como la soberanía y la democracia se articulan por turnos allí donde resulta
necesario poner a la humanidad de un lado u otro del conflicto, así también la democracia
misma requiere “por turnos” aplicar una serie de principios que se vuelven incompatibles
al pretender su convivencia simultánea.
El principio igualitario que, ante todo, parece definir la aspiración democrática más
sublime, no parece a su vez posible si su lógica no se inscribe en un régimen
canallocrático. Es decir, para que la democracia pueda albergar a todos los hombres por
igual, éstos no sólo deben ser parte del género humano, sino que deben cumplir con sus
funciones de ciudadanos. Esto quiere decir identificarse en el lazo fraternal con sus
conciudadanos en una similitud reconocible en sus derechos y sus deberes. Tal
identificación es posible cuando puede identificarse la contracara de quienes no cumplen
con dichas condiciones y que por lo tanto se sitúan por fuera de la ley de la buena
convivencia (en definitiva, canallas). La exclusión de algunos es necesaria para la
inclusión de otros, la desigualdad es condición de la igualdad. El canalla es aquel que es
necesario identificar como intruso y que no obstante hay que cuidar y reproducir. Su
erradicación se llevaría consigo el principio democrático mismo. O, dicho de otra forma,
si la democracia depende de la lógica “por turnos”, la desaparición de uno de los
principios que se alternan hace desaparecer inmediatamente al otro. El resultado de esa
deriva irrealizable sería la de una homogeneidad absoluta, utópica por lo menos en este
mundo, diría Schmitt (1927).
Cuando Schmitt (1927) decía que la aspiración a un “Estado mundial” no era más que
una retórica vacía, se refería al cinismo justificador del liberalismo que argumentaba a
favor de un mecanismo global que, sin ajustarse a leyes particulares de ningún Estado
nación, haría que el mundo funcionara sólo por su propia lógica auto-regulativa. La falsa
consecuencia de esa utopía es que los hombres serían verdaderamente iguales, ya que no
habría hombres gobernando a otros hombres, y, por lo tanto, todos serían completamente
libres. Esta imagen ficticia, casi publicitaria de un “mundo feliz”, sólo sirvió para
desvirtuar, dice Schmitt, la verdadera pregunta: “la pregunta es justamente ‘libres para
qué’, y se podrán ofrecer respuestas basadas en conjeturas optimistas o pesimistas, pero
todas dependerán en último extremo de una u otra confesión de fe antropológica.”
(Schmitt, 1927, p. 87).
En este punto, Derrida estaría de acuerdo con Schmitt, al sostener que la libertad es
impensable sin la soberanía. Sin embargo, la objeción radica en que esa libertad se
deduce, en Schmitt, de la pureza del concepto de lo político, y, como no es pensable al
margen de esa pretensión esencial, no sería —estrictamente hablando— más que una
consecuencia lógica (no real) del argumento schmittiano. En todo caso, si la libertad
queda sujeta a la figura estatal, ésta, a su vez, se mueve al ritmo de las tensiones de la
democracia que sostiene y del corrimiento incesante de sus límites. De hecho, la
abstracción utópica de una libertad absoluta a nivel global es para Schmitt tan sólo la

123
forma que adquiere la retórica liberal, una retórica que opera como una suerte de método
para combatir los alcances de la figura del Estado, para controlar y reducir su poder más
que para anularlo, llevándolo únicamente al terreno garantista de la libertad individual y
la propiedad privada. Más allá del acierto schmittiano sobre el avance de la lógica liberal
y de las objeciones sobre la radicalidad de sus consecuencias, Schmitt queda preso de una
dialéctica que pivotea entre la esencia y la utopía.
Por lo tanto, una libertad en general sólo podría ser correlativa del sentido abstracto
de la igualdad. Su convivencia concreta sólo puede sostener el ideal democrático bajo la
paradoja de la alternancia. Y en esa paradoja, la democracia se define al mismo tiempo
que ella misma habilita las vías para atentar contra sí misma. En este sentido, Derrida se
pregunta si es más o menos democrático hablar en contra de la democracia, si la
democracia efectivamente puede garantizar el derecho a pensar y actuar libremente,
incluso si se toma partido en contra de ella. Finalmente, lo que intenta Derrida es torcer la
doxa que soporta la pregunta: ¿qué es en definitiva la democracia? o ¿por qué parece que
cada vez menos se atreven a hablar en contra de ella? A partir de esa torsión, hay que
pensar cuáles son sus implicancias concretas y reflexionar si todavía hoy resulta necesario
al menos sostenerla cuando se tienen en cuenta las urgencias de nuestro tiempo y sus
exigencias efectivas.
Sólo una lectura política —o subversiva como diría Žižek— de las urgencias de
nuestro tiempo puede permitirnos ofrecer un diagnóstico sobre el cual, pese a todo, se
fundaría una defensa de la soberanía del Estado-nación. Esta defensa es hoy necesaria, al
menos como resistencia a la hegemonía ideológica.

III. JERARQUIZANDO EL DIÁLOGO, DELIMITANDO LA DISPUTA


Ahora bien, Žižek (2005) se pregunta si es suficiente afirmar que los DDHH
constituyen una universalidad ideológica falsa que enmascara y legitima una política
concreta del imperialismo, las intervenciones militares y el neocolonialismo de
Occidente. Insistir sobre la identificación de un contenido particular con una forma
universal, un contenido caracterizado por el giro burgués del concepto de DDHH,
constituye sólo una parte del problema. Según Žižek, para orientar el problema hacia una
lectura crítica que tome posición en torno a sus determinaciones coyunturales específicas,
habría que comenzar por preguntarse: ¿Cómo y en qué condiciones históricas logra la
universalidad abstracta convertirse en un hecho de la vida social? Al pensar esta pregunta
en el marco de lo que se viene desarrollando, podríamos también preguntarnos, por
ejemplo, ¿a qué democracia sirven los DDHH? Esta pregunta, a su vez, invita a considerar
con detenimiento cómo la centralidad de la figura del Estado puede pasar de pensarse
como puro efecto de la ideología democrática liberal, a un ámbito posibilitador de formas
progresivas de politización, aun asumiendo su ficción simbólica, permitiendo una
redefinición crítica de las actuales relaciones socioeconómicas.
Para comenzar a inscribir su posición en el debate, Žižek propone una suerte de
delimitación ampliada que recapitula y mapea las tres principales posiciones críticas
respecto de las experiencias terroríficas del siglo XX, especialmente en cuanto a sus
modos de explicar la violencia a escalas sin precedente. A grandes rasgos, la primera de
esas teorizaciones es aquella que sostiene que no existe potencial totalitario alguno en el
programa de la Ilustración: que toda catástrofe sucedida en su proceso de desarrollo, lejos

124
de ser inherente a su lógica, es sólo el síntoma del carácter inconcluso de un proceso
positivo y emancipador. Frente a esta teleología positiva, que es la de Habermas, habría
una versión proporcionalmente opuesta, en la que Žižek ubica la Dialéctica del
iluminismo de Horkheimer y Adorno, y más recientemente a Agamben, según la cual el
totalitarismo es precisamente la inclinación inherente de la Ilustración y hacia donde, sin
ninguna duda, se encaminan su programa y su lógica; esa teleología negativa de la
historia total de Occidente encuentra su corroboración en los campos de concentración y
en los genocidios, que son su verdadera consecuencia.
Habría, no obstante, una suerte de incómoda “tercera posición” que piensa la
modernidad como la apertura de nuevos campos de libertades, no sin riesgos ni sin
nuevos peligros, pero exentos de toda constricción teleológica, y, por lo tanto, sin ninguna
garantía ulterior a su desenlace. Žižek encuentra esa posición en Balibar. Como veremos
enseguida, es precisamente en este punto donde las aguas se bifurcan. Pero, en principio,
hay que destacar que esta suerte de jerarquización más específica del debate recusa al
menos dos operaciones de su encuadre más general. En primer lugar, ocurre que las
perspectivas de reivindicación de derechos suelen quedar enmarcadas del lado “liberal”
de la dicotomía igualdad-libertad, por la propia operación que Žižek señala en el
reduccionismo de la lectura que anula la aporía y recae en la simple alternancia. Segundo,
puede observarse la misma mecánica cuando la cuestión del Estado se dirime en la
reducida (y abstracta) dicotomía soberanía/derechos. De modo que, en ambos casos, las
discusiones rumean en los estrechos límites, claros y determinados, de binomios
conceptuales, y, en consecuencia, dejan a un lado lo que hace de ellos una problemática,
es decir, las tensiones que sólo pueden ser leídas en sus inscripciones concretas.

IV. ¿MARX O HEGEL? SÍ, ¡POR FAVOR!

Si no se trata de resolver por alternancia las dicotomías que parecen dominar los
debates en torno al vínculo entre democracia y totalitarismo, tanto Balibar como Žižek
entienden que allí se juega una tensión inherente al problema. Esa tensión da lugar, en la
coyuntura actual, a las dificultades con las que se encuentran las democracias para
demarcar sus límites. En este sentido, retomando la idea de que las tensiones
democráticas se anudan a su vez en su tensión con el comunismo —desarticulando la
sinonimia comunismo/totalitarismo a la vez que su mera opción a la democracia—, Žižek
(2010) plantea una pregunta que ciertamente interesa retener: ¿cómo se revoluciona un
orden cuyo principio es la auto-revolución? Si el capitalismo adquiere cada vez más la
forma de un sistema que se revoluciona de manera constante, ¿cómo pensar un proyecto
emancipatorio?
La respuesta de Žižek (2010) es que una política emancipatoria debería asumir la
forma de un acontecimiento de ruptura que permitiera un salto trascendente a esas
tensiones. Esa exterioridad absoluta es la salida que Žižek encuentra para quebrar el
círculo de la perversidad mítica —circular— a partir del acto que, al producir la ruptura,
se convertiría en el momento propiamente político. Ese momento político resulta
necesario para que una inversión radical pueda tener lugar.[4] Es, por lo tanto, un momento
totalitario. A ese momento de violencia revolucionaria, Žižek lo llama “violencia divina”.
La conjugación de las tesis de Žižek sobre la violencia divina, como momento
trascendente de inversión del universal ideológico, supone un sujeto revolucionario que se

125
mueve en la lógica de la contra-identificación. Ese sujeto llamado a cumplir esa función
adquiere entonces un carácter negativo que se traduce en la parte no tenida en cuenta, en
lo incontado, en lo incalculable, en la parte de los que no tienen parte, para usar la
expresión de Rancière (2010). Ese sujeto es el proletariado.
La negatividad total del proletariado entendido como clase “incapaz” (incapaz de
ejercer el poder) puede ser también traducida como el síntoma del fracaso de la
interpelación, o, dicho de otra forma, como el sujeto que no logra configurarse
identitariamente porque no se reconoce por efecto de la interpelación. Su negatividad
reside en la propia represión ejercida en la cuenta para que la interpelación pueda
presentarse como la evidencia de su eficacia. En este sentido, y tal como se advierte en su
artículo “De la democracia a la violencia divina”, Žižek (2010) introduce su apuesta por
la revitalización del concepto de “dictadura del proletariado” para señalar que “cuando se
habla de poder, no se trata de saber si es democrático o no, sino cuál es el carácter
específico de su soberanía, es decir si ésta se produce en favor de la igualdad o de la
jerarquía” (p. 122).
Partiendo de la premisa de que todo poder supone un “exceso obsceno” de la
representación en relación con los representantes —como componente de la soberanía—,
la dictadura del proletariado sería el momento totalitario de la democracia (momento en
que se anula la distancia de la representación). Žižek (2010) explica al respecto que “los
sin parte son del poder en el sentido pleno y soberano del término”, y que “no es que sus
representantes ocupen el ‘vacío en el poder’, sino que giran a su favor el espacio mismo
de la representación estatal” (p. 123).
En términos generales, Žižek (2010) plantea que la debilidad de la democracia está
relacionada con ese “exceso constitutivo” de la representación con respecto al
representado, basado en un mínimo de alienación entre el Pueblo y quienes ejercen el
poder. Por lo tanto, no hay “autonomía” en la democracia; no hay auto-fundación de sus
sujetos. Es esto lo que justifica la idea de un momento totalitario, es decir, un momento
interno de la democracia y a la vez su subversión que deviene en un cambio radical. De
allí que resulte necesaria la intervención de un elemento “sublime” de terror, externo a la
dialéctica misma, cosa que ciertamente debe mucho a una interpretación extrema de la
descripción hegeliana del “terror” revolucionario, das Schrecken, y explica por qué, en
cierto momento, lo “real”, en un sentido lacaniano, irrumpe en el ámbito ideológico, y,
por así decirlo, invierte su función, como diría Balibar.
El elemento totalitario o de irrupción de la violencia divina es efecto de una lectura
que separa la complejidad (unidad contradictoria marxista), enfatizando sólo el vector de
la tensión entre formas de conciencia ideológica y formas jurídico-políticas. La violencia
divina es el nombre de su “anticipación imaginativa” del entendimiento. Marca así un
gesto que va “más allá de la dialéctica (incluso de la de Hegel) hacia una pregunta por la
inversión sublime de lo ideológico entendida como “irrupción de lo real”. Esta mirada es
efecto de la disociación de la complejidad paradójica del concepto de historia. Aquí
Žižek (2010) se coloca incluso más allá de Hegel, en una posición que, según Balibar
(2011), se acerca más a Robespierre, y que conduce a un gesto en el que la emancipación
es entendida como una operación contra-tautológica, es decir, una inversión de la
tautología en la que descansa el exceso obsceno de todo poder (entendido, claro está,
como ley simbólica y como universal ideológico).
Sin duda, el esfuerzo de recuperación de la idea de dictadura del proletariado es

126
índice de una serie de intuiciones interesantes que invita a revisar, por ejemplo, las
relaciones del proletariado (sujeto de la emancipación) con el poder. Y tales relaciones
exigen asimismo volver a pensar el Estado. En este sentido, por ejemplo, Žižek (2010)
sugiere que el fracaso de la política del estado del Partido Comunista es el fracaso de la
política anti-estatal, y que mientras no tengamos una idea clara acerca de cómo
reemplazar al Estado, no tenemos derecho a eliminarlo simplemente.
Lo anterior no debería desteñir los puntos claves del debate que estamos
reconstruyendo. La idea de un momento trascendente que invierte el universal ideológico
supone una concepción del sujeto revolucionario que se mueve en la lógica de la contra-
identificación. Este sujeto, por su propia negatividad como clase incapaz, permite pensar
en la posibilidad de una dictadura del proletariado. Pero quizás el punto central que marca
definitivamente su distancia con respecto a Balibar —y también con respecto a Derrida—
es la concepción subyacente de un tiempo total y sublime.
Žižek sin duda despliega un lúcido diagnóstico y produce con él una interesante
invitación a repensar las relaciones entre Estado, poder y sujeto de la emancipación. Pero
frente a este escenario, la apuesta a la violencia revolucionaria de un sujeto al que define
como pura negatividad, implica no sólo una respuesta basada en la incapacidad del
proletariado para gobernar, sino también y principalmente un proceso de transformación
basado en la colocación del no-Estado dentro del Estado. Es decir que, a la reapertura de
la pregunta sobre el Estado, le sigue la clausura de una afirmación que se apoya en la pura
inversión de la alienación.
La operación se traduce en una crítica puramente contra-ideológica porque coincide
con una pura dislocación de la ideología dominante. O bien hay identificación, o bien hay
un salto trascendente afuera de toda interpelación. Por lo tanto, hay sujeción o no la hay,
y lo que allí se pierde es la dimensión aporética del proceso de subjetivación. Es por esto
que Žižek (2010) puede sostener que:
De la misma manera en que no existe el autoanálisis y la transformación analítica sólo se puede producir por
medio de la relación transferencial con la figura externa del analista, hace falta un jefe para fomentar el
entusiasmo por una causa, encabezar una transformación radical en posición subjetiva de aquellos que lo
siguen y “transustanciar” su identidad (p. 122).
La transgresión de la ley resulta equivalente al terror (definido como la ausencia
colectiva de miedo a las consecuencias de una apuesta por la igualdad y la justicia, es
decir, el miedo a dar la muerte o morir). Y lo que está en juego es una interpretación
radical del concepto de “negación de la negación”. La única salida a la ficción del
universal ideológico es, una vez más, contra-tautológica.
La violencia divina aparece como una tautología contra el fondo irracional
(tautológico) del universal ideológico que constituye el principio de la Ley. Es por ello
que la temporalidad que soporta la apuesta de Žižek como golpe total reduce todo proceso
dialéctico a la síntesis de un acto absoluto, sólo que éste es radicalmente externo, es decir,
trascendente a la dialéctica misma. Es el fin de toda dialéctica.
Este golpe total, que Žižek llama también una suspensión político-religiosa de lo
ético, es una violencia perfectamente opuesta a la violencia opresora. Aquí Žižek se
apoya en su lectura de la idea hegeliana del derecho a rebelarse que tienen aquellos que
no son contados en la racionalidad de un orden ético universal. El proletariado, en esta
lectura hegelianizada de Marx, es el elemento irracional de la totalidad social. La
“dictadura del proletariado” es el nombre del sesgo de clase del proceso de

127
transformación de estas características; no es una forma de Estado, sino un proceso
negativo en el Estado. Porque lo que define al proletariado es su incapacidad estructural
para organizarse y es esto lo que hace de él la única clase revolucionaria.
La violencia divina, como inversión del exceso democrático alienado en
comunidades imaginarias como la nación o la raza, hace de la “dictadura del proletariado”
el oxímoron que nombra un proceso de transformación mediante el cual gira el vector de
la representación. Pero el problema —y en gran medida el abandono de Hegel mismo—
radica en que no se trata para Žižek, en rigor, de un “proceso”. La transformación es
concebida como un “salto” trascendente, como plenitud (identidad con el líder) de una
violencia radical. La pregunta sería si bajo este acto total se puede seguir sosteniendo la
idea de un sujeto emancipador, y si el sujeto que encarna el acontecimiento de ruptura
podría, al mismo tiempo, constituirse en la base de la nueva representación.
Si la relación de emancipación da un golpe de violencia radical, los efectos de este
golpe no encuentran conexión entre sí: por un lado, el líder todopoderoso, resultado de
una alienación plena, de una identidad total(itaria) con las masas; por otro lado, la clase
incapaz de gobernar que se destruye a sí misma. Lo que propone Žižek, en consonancia
con estas consecuencias, es un movimiento teórico que constituye un “salto afuera de la
dialéctica”, es decir, de la historia, porque apunta a una intrusión sublime de lo real. Pero
esto real no es en sí mismo aporético ni desigual. Un pensamiento comunista entendido
de esta forma sólo podría tener lugar como la “anticipación” imaginaria, en el presente, de
un acto trascendente, y saltando así fuera de la dialéctica, saltaría entonces hacia su propia
pulsión de muerte.
En contraposición con la postura de Žižek, la posición comunista de Balibar (2011)
no es una afirmación subjetiva, sino un proceso de desubjetivación y (re)composición.
Esta idea se deduce de una confrontación con la idea de un “momento trascendente” que
en cierta manera suprime el tiempo. La suspensión del tiempo es la que demarca la
democracia y el comunismo en un acto de ruptura en el que toda tensión contradictoria es
la lectura retroactiva de una superposición que nunca fue tal. La respuesta de Balibar a las
tensiones democrática y comunista es una lectura de una tercera tensión entre ambas. Por
lo tanto, la transformación no suprime la contradicción, sino que se produce en el proceso
de su despliegue. Esto se traduce en un movimiento dialéctico entre procesos de
democratización y des-democratización en el que ninguna suspensión temporal podría
tener lugar. El comunismo no es aquí el pensamiento de un movimiento de “inversión
totalitaria del exceso” propio del poder en favor de los “sin parte”, basado en una
identidad o en un punto de contacto pleno entre pueblo y líder, que suprime por un
momento la alienación democrática. Es, más bien, un trabajo de desplazamiento de las
interpelaciones dadas en tanto que interpelaciones de “partes”. Las particiones quedan
desdibujadas y dan lugar a una dialéctica que no se juega entre lo calculable y los
incontados, sino en un proceso que podría entenderse como sobredeterminado en la
medida en que deja sin efecto la inversión de una subjetivación alienada en una auto-
subjetivación.
La respuesta de Balibar (2011) pone el énfasis en la tensión de una dialéctica sin
teleología, ya que no encuentra resolución ni en una síntesis interna ni en el
acontecimiento de una ruptura trascendente. Entre una idea de tensión entre lo positivo y
lo negativo que se resolvería de manera externa y absoluta (Žižek) y una idea de
coexistencia que presenta el problema de no resolverse jamás y que (en el caso de

128
Rancière) supone un proceso de desidentificación constante de los incontados (necesario
pero irresoluble), la réplica de Balibar (2013) está caracterizada por “momentos de una
dialéctica donde figuran al mismo tiempo los movimientos y conflictos de una historia
compleja” (p. 8).[5] En este sentido, el proceso sobredeterminado de la dialéctica que
ofrece Balibar es concreto, porque, por ejemplo, no prescinde del Estado, pero no por ello
puede ser leído en clave de un tiempo absoluto. Aquí también hay una invitación a
repensar la figura del Estado, pero esta revisión tendría lugar bajo el supuesto de una
temporalidad heterogénea, a través de la cual la tensión adquiere una forma distinta. A
diferencia de Žižek, esa temporalidad se inscribe al interior de las aporías del par
democracia-comunismo, no como binomio oposicional, sino como efecto de sus propias
tensiones. Esta suerte de “trascendencia inmanente” ofrece muchos elementos para
repensar la figura del Estado en la especificidad del presente Latinoamericano.
Algunos indicios para desplegar la fecundidad del planteamiento de Balibar se
pueden rastrear, principalmente, en la complejidad temporal que resiste a la trascendencia
del salto y abre la posibilidad de pensar la conflictividad en términos de una “lucha de
tendencias”. Y si, en todo caso, hay algún momento político, lo será estando ya
atravesado por un movimiento que no se interrumpe pese al acontecimiento. La
politicidad se juega entonces en ese desdoblamiento temporal donde el acontecimiento
político tendrá, para usar una expresión de Derrida (1967), “la forma simultánea de una
ruptura y un redoblamiento” (p. 383).
En Balibar, desarticular la posibilidad de un momento absoluto, que es lo mismo que
un punto de suspensión temporal, significa la imposibilidad de suspender el tiempo de la
interpelación. La emancipación no es un momento sin interpelación, sino un proceso de
desplazamiento de las interpelaciones existentes. Esto, a su vez, plantea la necesidad de
asumir la aporía radical entre subjetividad y estatalidad. El acontecimiento político es en
definitiva un momento abstracto, y, por lo tanto, no existe si no es capaz de consistir en
una duración, de tomar la forma de una tendencia, adquiriendo así alguna forma de
estatalidad.
Balibar discute directamente con el efecto de un golpe de inversión. Siguiendo su
argumento, se puede decir que del “momento sublime” en Žižek, se deduce una
temporalidad simple. Al asociar esta idea de temporalidad con la política, podría aducirse
también que Žižek piensa la política como pura lucha ideológica y se olvida de inscribir
lo ideológico en la complejidad sobredeterminada de la formación social.
Revitalizar la categoría de sobredeterminación para reafirmar una posición en el
terreno de estas disputas es, finalmente, apostar a una transformación política bajo una
forma radicalmente distinta de la pura inversión ideológica. En síntesis, es pensar
procesos revolucionarios en términos materialistas.

V. INTERVENCIONES, HERENCIAS Y PORVENIRES


La pregunta entonces no es ya ¿qué es la democracia?, sino ¿qué es lo que resiste
todavía a su cálculo, a su medida común, a la reciprocidad de ese viejo nombre que nos
exige ser heredado en los síntomas de la historia de su supervivencia? Ni represión del
síntoma ni consagración acrítica de lo puramente incalculable. En el hiato abierto entre
esa falsa alternancia, se impone la responsabilidad de asumir que los gestos implicados
son, en toda tematización, en todo decir y en toda formalización, tomas de partido

129
(lecturas) de un proceso ininterrumpido de deconstrucción.
En el discurso imperante sobre la democracia, o, en términos de Derrida (1994), “al
menos si nos atenemos a la acepción recibida de esta palabra” (p. 127), algunas nociones
como “soberanía”, “Estado-nación”, “libertad” e “igualdad” conforman el modo en que
cierta tematización y cierta formalización se han impuesto. La exigencia es leer esos
conceptos en su inadecuación necesaria, que no surge de una voluntad de ruptura, sino de
la propia necesidad de la coyuntura, leída como compleja y concreta articulación de
eficacias, atendiendo a sus contradicciones.
La “humanidad”, para el Schmitt de Derrida, es sólo una palabra, pero una palabra
cuyo alcance instrumental sirve unos intereses particulares para enmascarar la soberanía
de un Estado-nación determinado y para librar una guerra cuya justificación estaría dada
por principios universales. De esta “retórica mentirosa”, se deduce sólo la eficacia del
monopolio de una totalidad ilusoria, al precio de negar al enemigo su cualidad humana.
Pero lo universal es también un efecto de la política. Para evitar la cuestión de la
universalidad, hay que dejar de pensar “en general” la pregunta ¿qué es la democracia? y
comenzar a pensarla en la historia, en sus determinaciones concretas y sus formas
singulares, contaminadas, jamás puras. En este sentido, Derrida (2003a), al igual que
Balibar, piensa el problema en clave inmanente:
La soberanía del Estado-nación puede ella misma, en ciertos contextos, convertirse en una defensa
indispensable contra tal o cual poder internacional, contra la hegemonía ideológica, religiosa o capitalística
[sic], etc., incluso lingüística, la cual, bajo el disfraz del liberalismo o del universalismo, representaría todavía,
en un mundo que no sería más que un mercado, la racionalización armada de unos intereses particulares (p.
188).
El acuerdo entre Derrida y Balibar se basa principalmente en el sostenimiento de las
figuras del Estado y de la democracia misma. Sin embargo, para Balibar, pensar la
democracia en un sentido no unívoco supone pensarla en una dialéctica tendencial, es
decir, como un proceso que oscila entre tendencias hacia la democratización y hacia la
des-democratización. Esto sería semejante a lo que Derrida concibe, no tanto como
dialéctica, sino como un pensamiento de la incondicionalidad, definido en la tensión
misma entre estructura y acontecimiento. Lo que para Balibar es “lucha de tendencias”,
para Derrida son modos de disputar la herencia, diferentes formas que asume la figura del
heredero. Y casualmente, para Derrida (1993), es el espíritu revolucionario del marxismo
el que llama a ser heredado, ya que “somos ante todo herederos de Marx”, y “no hay
porvenir sin Marx”.
Quizás en este punto sea donde con mayor claridad puede advertirse la bifurcación
entre la perspectiva althusseriana (estructuralista), en la que conviven Derrida y Balibar, y
la posición encarnada por Žižek, que reivindica a la vez una temporalidad del acto y
formas de universalidad que tienden a diluir el espesor contradictorio y procesual de la
dialéctica misma. Derrida y Balibar comparten finalmente una idea de temporalidad
diferencial, en cuyo desajuste habría que pensar la política, y, en ella, la tensión propia de
un proceso que se rehúsa a toda tendencia de reubicación precisa, es decir, a su
estabilización, ya sea ésta por efecto ideológico de su neutralización, o bien por el efecto
de su inversión. Se trata de evitar reinscribir el problema de la política en la estela
religiosa de la pregunta por la génesis. He aquí la gran lección materialista de Louis
Althusser (1975).
Asumir el momento político en relación inmanente a las tensiones democráticas es

130
sostener una posición al resguardo de todo recurso a la exterioridad radical como solución
a la mera alternancia. Al mismo tiempo, sostener el problema en esa tensión irresoluble
exige una complejidad temporal que puede explicarse por la coexistencia de diversas
tensiones conviviendo en un mismo y heterogéneo despliegue histórico, lo que resulta
más fecundo para comprender los procesos latinoamericanos actuales sin abstraerlos del
escenario internacional, pero sin hacer de sus especificidades un simple efecto de ese
contexto.
Si para evitar la pregunta por la universalidad hay que pensar en la historia, la
potencialidad de un pensamiento político que se da en el desajuste de una temporalidad
compleja llama a pensar también el desajuste histórico en la convivencia actual de
coyunturas específicas y diferenciales.
En la actualidad, Europa se pregunta de forma trágica por los límites de la
democracia, mientras que América Latina vive una nueva hegemonía del Estado que
convive con búsquedas heterodoxas (y, en el mejor sentido, anacrónicas) del socialismo
en Venezuela y Cuba, e incluso del comunismo (arcaico) en Bolivia, y esto en el mismo
contexto de una expansión global del capitalismo financiero. Leer el anudamiento de las
tensiones democráticas en términos de sobredeterminación implica asumir la convivencia
de diversas contradicciones en un mismo presente. América Latina es un nombre
atravesado en su interior por una contradicción insuperable que se aprecia en la aporía
misma de sus términos y denomina hoy la posibilidad misma de leer ese desajuste, para
pensar desde allí la potencialidad política de la coexistencia sobredeterminada de
temporalidades diferenciales. Se trata, sin duda, de una lectura política que, sirviéndose
de esas tensiones, devenga ella misma una tendencia en disputa.

VI. REFERENCIAS
ALTHUSSER, L. (1975). Iniciación a la filosofía para no filósofos. Buenos Aires: Paidós, 2015.
ARENDT, H. (1951). Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza, 1982.
BALIBAR, É. (2011). El comunismo como compromiso, imaginación y política. En S. Žižek (ed.), La idea de
comunismo. The New York Conference 2011 (pp. 21-48). Madrid: Akal.
BALIBAR, É. (2013). Ciudadanía. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
BLANCHOT, M. (1980). L’écriture du desastre. París: Gallimard.
DERRIDA, J. (1967). La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 1989.
——, (1993). Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Madrid:
Trotta.
——, (1994). Políticas de la amistad. Madrid: Trotta, 1998.
——, (2003a). Canallas. Dos ensayos sobre la razón. Madrid: Trotta, 2005.
——, (2003b). Seminario. La bestia y el soberano. Buenos Aires: Manantial, 2011.
ESPOSITO, R. (2005). Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorrortu.
RANCIÈRE, J. (2010). El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Nueva Visión.
SCHMITT, C. (1927). El concepto de lo político. Madrid: Alianza, 2005.
ŽIŽEK, S. (2005). Against Human Rights. New Left Review 34(2), 115-131.
——, (2010). De la democracia a la violencia divina. En G. Agamben et al, Democracia ¿en qué estado? (pp.
105-124). Buenos Aires: Prometeo.

NOTAS

131
[1] Alan Kurdi, de tres años de edad, fue hallado en las costas del Mediterráneo, ahogado junto a su familia en
el frustrado intento de huir de la guerra. La imagen, distribuida por una agencia de noticia de Turquía, Dogan, ha
circulado en Twitter acompañada por el hashtag #KiyiyaVuranInsanlik (que en castellano se traduciría como “la
humanidad que trajo la marea”). Alrededor de 350,000 emigrantes intentaron cruzar el Mediterráneo para alcanzar
las costas de Europa entre enero y septiembre de 2015, de acuerdo con datos divulgados por la Organización
Internacional de Migraciones (OIM). En ese lapso, más de 2,600 emigrantes se han ahogado intentando cruzar el
mar.
[2] Es de notar que tensión o dicotomía no son sinónimos, sino polos de un movimiento ambivalente que señala
los límites del espacio en el que se despliegan las discusiones.
[3] Esto, por supuesto, no se da con independencia del hecho concreto de que los recursos están cada vez más
concentrados, sino que, por el contrario, es un efecto de la hegemonía de esa desigualdad: “Con todas las premisas
que el fin de la guerra fría nos ha legado (…), cuando la susodicha mundialización concentra y confisca, a un nivel
inaudito, en una parcela del mundo humano, los recursos naturales, las riquezas capitalísticas, los poderes tecno-
científicos e incluso tele-tecnológicos, reservándose así esas dos formas de inmunidad que son la sanidad pública
y la seguridad militar, entonces los conflictos de fuerza con vistas a la hegemonía no oponen ya un Estado
soberano a un enemigo con una forma actual o virtualmente estatal.” (DERRIDA, 2003a, pp. 184-185).
[4] Que sea “necesario” no invalida el orden del acontecimiento, sino que refiere más bien a la ausencia de
alternativas. ŽIŽEK (2010) aclara que no es posible contar con “criterios objetivos” para identificar un acto de
“violencia divina” (p. 240).
[5] Es necesario aclarar que esta dialéctica tampoco debería confundirse con lo propio de una antinomia
(aunque ésta no pretenda, como en Žižek, una ruptura), como sería, por ejemplo, la versión “afirmativa” de la
lectura que hacen HARDT y NEGRI (2002) de Rancière para pensar la relación entre un poder constituido y un poder
constituyente.

132
SEMBLANZA DE LOS AUTORES

Coordinadores
NADIR LARA JUNIOR
Es profesor e investigador en la Universidad del Vale do Rio dos Sinos, en São
Leopoldo, Rio Grande do Sul, Brasil. Coordina el Grupo de Estudios e
Investigaciones en Ideologías Políticas y Movimientos Sociales. Forma parte de la
Discourse Unit y del Consejo Editorial de la revista Teoría y Crítica de la
Psicología. Cuenta con un doctorado en Psicología Social de la Pontificia
Universidad Católica de São Paulo y un Posdoctorado en Psicología en la
Universidad de São Paulo. Ha publicado varios artículos y capítulos en los campos
de la psicología social crítica, el marxismo y el psicoanálisis lacaniano. Sus
investigaciones están centradas en los movimientos sociales y la salud colectiva.
Dirigió recientemente el libro Metodologias de pesquisa em psicologia social
crítica (con Aluísio Ferreira de Lima, Porto Alegre, Sulina, 2014).
DAVID PAVÓN-CUÉLLAR
Es profesor en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia,
Michoacán, México. Forma parte del Critical Institute, la Discourse Unit, el
Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de México y la International Society of
Theoretical Psychology (ISTP). Se desempeña como director de la revista Teoría y
Crítica de la Psicología, editor asociado de Psychotherapy & Politics International
y miembro de comités editoriales de varias revistas académicas. Es doctor en
Psicología por la Universidad de Santiago de Compostela y doctor en Filosofía por
la Universidad de Rouen. Sus reflexiones e investigaciones se sitúan en la
intersección entre el marxismo, el psicoanálisis, la psicología crítica y el análisis de
discurso. Entre sus últimas publicaciones destacan: Elementos políticos de
marxismo lacaniano (México, Paradiso, 2014), y Lacan, Discourse, Event: New
Psychoanalytical Approaches to Textual Indeterminacy (con Ian Parker, Londres,
Routledge, 2014).

Colaboradores
SVENSKA ARENSBURG
Académica en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, Santiago
de Chile. Autora de Psicología del conflicto (con Cecilia Avendaño Brau y otros,
Barcelona, UOC, 2006).

BHAVYA CHITRANSHI

133
Investigadora en el Departamento de Práctica de Desarrollo en la Universidad de
Ambedkar, Nueva Delhi, India.
CAROLINA COLLAZO
Docente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires,
Argentina.

ANUP DHAR
Profesor en el Departamento de Estudios Humanos de la Universidad de Ambedkar,
Nueva Delhi, India. Autor de Dislocation and Resettlement in Development (con Anjan
Chakrabarti, Londres, Routledge, 2009), y World of the Third and Global Capitalism
(con Anjan Chakrabarti y Stephen Cullenberg, Nueva Delhi, Worldview, 2012).
CHRISTIAN INGO LENZ DUNKER
Profesor del Instituto de Psicología de la Universidad de São Paulo, Brasil. Autor de
The Constitution of the Psychoanalytic Clinic: A History of its Structure and power
(Londres, Karnac, 2011).
BERT OLIVIER
Profesor Investigador de Filosofía en la Universidad del Estado Libre, Bloemfontein,
Sudáfrica. Autor de Philosophy and psychoanalytic theory (Berna, Peter Lang, 2009).
MARIO OROZCO GUZMÁN
Profesor en la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás
de Hidalgo, Morelia, Michoacán, México. Coordinador de Psicología de la violencia
(México, Manual Moderno, 2015) y Estremecimientos de lo real: ensayos psicoanalíticos
sobre cuerpo y violencia (México, Kanankil, 2012).
IAN PARKER
Profesor de Gestión en la Universidad de Leicester, y docente de Estudios
Psicosociales en la Universidad de Londres y de Educación en la Universidad de
Manchester, Reino Unido. Autor de varios libros en el campo del psicoanálisis y la
psicología crítica, entre ellos Lacanian Psychoanalysis: Revolutions in Subjectivity
(Londres, Routledge, 2011), y La Psicología como Ideología: Contra la Disciplina
(Madrid, Catarata, 2010).
NATALIA ROMÉ
Docente en la Facultad de Ciencias Sociales la Universidad de Buenos Aires,
Argentina. Autora de La posición materialista (La Plata, EDULP, 2015) y compiladora de
La intervención de Althusser (con Sergio Caletti, Buenos Aires, Prometeo, 2011).

134
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

EL CAPITAL QUE CHORREA SANGRE Y LODO POR TODOS LOS POROS. DAVID PAVÓN-CUÉLLAR;
NADIR LARA JUNIOR
I. Presentación
II. La violencia en el marxismo
III. La violencia en el psicoanálisis
IV. La violencia en la articulación entre el marxismo y el psicoanálisis
V. El capitalismo como violencia y muerte
VI. El capitalismo y su violencia represiva y explotadora
VII. Represión de Estado en el capitalismo
VIII. Estado, violencia y globalización
IX. Reflexionando sobre la violencia en el capitalismo
X. Conclusión: de la violencia capitalista a la anticapitalista
XI. Referencias

LA VIOLENCIA EN LA ERA DE LA HEGEMONÍA NEOLIBERAL. BERT OLIVIER


I. Introducción
II. El significado cambiante de la “guerra” hoy en día
III. Identificación y agresividad
IV. Violencia, identificación y nuevo orden mundial
V. Conclusión
VI. Referencias

LA VIOLENCIA EN EL CAPITALISMO

ENTRE LUCHA POR LA VIDA Y PAZ DE LOS SEPULCROS. DAVID PAVÓN-CUÉLLAR


I. Introducción: interrogantes
II. Marx y Spencer en Highgate
III. Comunismo y liberalismo en el mundo
IV. Compañía y soledad en el cementerio
V. Darwin y Lamarck en Spencer
VI. Darwinismo y lamarckismo en la Unión Soviética
VII. Azar y lucha en Darwin
VIII. Lucha en Marx
IX. Azar en Marx
X. Dificultad e imposibilidad de la explicación
XI. Marxismo y darwinismo
XII. Lucha por la vida y lucha por la explotación
XIII. Lucha por la vida y lucha por la muerte
XIV. Lucha entre lo vivo y lo muerto
XV. Reino de la violencia
XVI. El toro y el torero
XVII. El capitalismo y la naturaleza
XVIII. Conclusión: el peligro de lo necesario
XIX. Referencias

135
LAS MUERTAS VIVIENTES. BHAVYA CHITRANSHI; ANUP DHAR
I. Las muertas en vida
II. Ser-tribal
III. Ser-Mujer
IV. Ser-soltera
V. De la soltería a la autonomía
VI. Cripta
VII. Volverse del interior al exterior
VIII. La vida en las muertas
IX. De cifrar a descifrar
X. Referencias

SON DEMONIOS LOS QUE DESTRUYEN EL PODER BRAVÍO DE LA HUMANIDAD. N ADIR LARA
JUNIOR

REFLEXIONES SOBRE LA VIOLENCIA


I. Dios, Mefistófeles, Fausto y Kevin Lomax
II. La violencia y la maldad
III. La violencia revolucionaria
IV. Referencias

GESTIONANDO EL CUERPO EN EL TRABAJO

OBSESIÓN, ORGANIZACIÓN E INTERPRETACIÓN. IAN PARKER


I. Adaptación
II. Gestión
III. Estructura
IV. Intervención
V. Referencias

VIOLENCIAS SILENTES

APUNTES PARA UNA DISCUSIÓN CONTEMPORÁNEA. SVENSKA ARENSBURG


I. Presentación
II. La violencia como fuerza constituyente de lo humano
III. Modernidad y violencia
IV. Pensamiento sobre la violencia: ¿una crítica posible?
V. Relaciones de dominación o el devenir sujeto desde las relaciones de poder
VI. Estatuto violento de la dominación contemporánea
VII. Comentarios finales
VIII. Referencias

VOLUNTAD SADIANA DE ESTADO Y QUEBRANTAMIENTO DE FRATERNIDAD. MARIO OROZCO


GUZMÁN
I. Germinación mítica del miedo: la ideología en el mito
II. El miedo como producto del progreso
III. Consumo horrífico de la violencia
IV. Agencias políticas del sadismo
V. Referencias

ESTADO, POLÍTICA Y JUSTICIA

136
REFLEXIONES ÉTICAS Y EPISTEMOLÓGICAS SOBRE DERECHOS, RESPONSABILIDADES Y
VIOLENCIA INSTITUCIONAL. CHRISTIAN INGO LENZ DUNKER
I. Mayoría y minoría de edad de la razón
II. ¿Prisión para los vándalos juveniles?
III. “Educación y cultura como lujo para todos en lugar de más gente en las alcantarillas de las prisiones”
IV. Referencias

¿SOBERANÍA O DERECHOS?

APROXIMACIONES A UNA FALSA DISYUNTIVA SOBRE LA VIOLENCIA, EL ESTADO Y LA


EMANCIPACIÓN. CAROLINA COLLAZO NATALIA ROMÉ
I. Controversias e intervenciones: las aporías de la coartada de los derechos humanos
II. Žižek, y la (re)politización de los Derechos Humanos
III. Jerarquizando el diálogo, delimitando la disputa
IV. ¿Marx o Hegel? Sí, ¡por favor!
V. Intervenciones, herencias y porvenires
VI. Referencias
Semblanza de los autores

137

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