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El bautismo

con
El Espíritu Santo
Una perspectiva bíblica y Reformada

DONALD MACLEOD

CLIR
San José, Costa Ríca
SOLA SCRIPTURA
San Juan, Puerto Ríco

1
PUBLICACIONES DE LA CLIR
San José, Costa Ríca
con
PUBLICACIONES “SOLA SCRIPTURA”
San Juan, Puerto Ríco
© Derechos reservados - 2005
Traducción del inglés por Alonzo Ramírez Alvarado, Ph.D.
Traducido con permiso

Título original: The Spirit of Promise. Esta obra fue publicada por primera vez en inglés por
Christian Focus Publications Ltd., Fearn, Ross-Shire-Scotland en 1986 y fue reimpresa nuevamente
en 1988.

234.12
B123b Macleod, Donald

El bautismo con el Espíritu Santo: una perspectiva bíblica y Reformada/ Donald


Macleod; traducido del inglés por Alonzo Ramírez Alvarado -- 1a reimp de la 1a ed. --
San José, C.R.: Confraternidad Latinoamericana de Iglesias Reformadas (CLIR), 2003.

ISBN 9968-894-01-8

1. BAUTISMO - ESPIRITU SANTO. 2. TEOLOGÍA 3. BAUTISMO - HISTORIA I.


Ramírez Alvarado, Alonzo, trad. II. Título.

2
CONTENIDO

Prefacio del Traductor


Introducción
Capítulo 1
Bautismo en el Espíritu Santo
Capítulo 2
Pero
Capítulo 3
Bautismo en el Espíritu: ¿Siete pasos fáciles?
Capítulo 4
¿Han cesado los dones espirituales?
Capítulo 5
¿Es la Iglesia de hoy una Iglesia carismática?
Capítulo 6
El sello del Espíritu
Capítulo 7
Guiados por el Espíritu
Capítulo 8
La realidad del ministerio del Espíritu
Capítulo 9
¡Continua siendo lleno!
Capítulo 10
¿Podemos ser Reformados y Pentecostales?

3
PREFACIO DEL TRADUCTOR

A manera de prefacio quisiera dirigirme a los lectores para informarles de tres aspectos
de esta obra: acerca de la traducción, de la obra misma, y acerca del autor. Asimismo, es mi
deseo dar mis reconocimientos a quienes han colaborado de diferentes maneras para que
esta obra llegue a sus manos.
Acerca de la traducción - Comencé a traducir esta obra a mediados de 1994 cuando
aún era pastor de la Iglesia Evangélica Presbiteriana del Perú, congregación «Los Olivos»
de la ciudad llamada Callao, el puerto principal del Perú. En Febrero de 1995 concluí el
primer borrador, y con previo permiso del autor, compartí este material con los pastores de
mi denominación. Luego cuando estuve en Jackson, Mississippi, haciendo mis estudios de
Maestría en Antiguo Testamento y de Ph. D en Estudios Interculturales, encontré el tiempo
adecuado para revisar nuevamente el manuscrito para su publicación.
El título original de esta obra es The Spirit of Promise, que traducido es El Espíritu de
la Promesa. Pero en esta traducción he preferido darle un título más aplicado a la vida del
cristiano. En verdad esto no altera el contenido de la obra sino que hace justicia a ella. En el
proceso de traducción he tratado de mantener fidelidad al original, y en muy pocas
instancias he tenido que añadir alguna frase o preposiciones para garantizar la fluidez de la
lectura en el castellano, sin perder el sentido del pensamiento original. El autor ha utilizado
en forma consistente el término «Escritura o Escrituras» pero en la traducción las he vertido
como Biblia excepto en algunas instancias. Cuando alguna frase o concepto no tenía
equivalente exacto en el Castellano, o cuando algún término podía oscurecer la lectura, he
añadido alguna aclaración en el pie de página. Por lo demás, si el lector detecta algún error
ortográfico, o de otra naturaleza, dicha deficiencia deberá atribuirse al traductor quien
estará muy agradecido al recibir noticia de ello a través de la casa editora.
Acerca de la obra - Esta obra debe ser considerada como una excelente enseñanza
sobre la doctrina del bautismo con el Espíritu Santo en la vida del cristiano, basada en una
sana interpretación de la Biblia. Por sana interpretación entendemos una interpretación que
no impone al texto bíblico un significado que éste no contiene, sino que más bien respeta y
explica lo que el texto enseña. Pero además de contener una enseñanza bíblica clara acerca
de tan controversial doctrina, esta obra ofrece sabios consejos bíblicos en cuanto a la
búsqueda de orientación para la vida cristiana y en la toma de decisiones para individuos e
iglesias.
El lector cristiano se beneficiará grandemente al estudiar esta obra en forma detenida.
En ella encontrará suficiente material para entender el rol del Espíritu Santo en la vida
cristiana, como también respuestas a tantas enseñanzas equivocadas de movimientos
llamados «carismáticos» que, a menudo, tuercen la enseñanza de la Biblia, para erigirse
ellos mismos como reemplazo al Espíritu de Dios.
Acerca del autor - El profesor Macleod fue ordenado como pastor en la Iglesia Libre
de Escocia en el año 1964. Después de un buen período de pastorear una congregación en
Glasgow, fue nombrado como profesor de Teología Sistemática en el Seminario de la
Iglesia Libre de Escocia, Edinburgo. Allí viene enseñando por cerca de 20 años, y
actualmente se desempeña como su rector. El profesor Macleod ha escrito varias obras en
el campo de la Teología Sistemática, como producto de sus conferencias y estudios que

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brinda en el aula de clase año tras año a sus siempre atentos alumnos.

Puesto que tuve el privilegio de tenerlo como mi profesor de Teología Sistemática entre
1990–1992 cuando estudié en el Seminario de Edinburgo, puedo testificar algo acerca de
las cualidades que el Señor le ha dado al profesor Macleod. Sus conferencias son siempre
convincentes y profundas, su prédica es dinámica y llena de pasión por la verdad, y sus
clases son un destilar de profundas enseñanzas del texto bíblico. Su mente es siempre
penetrante en sus respuestas teológicas y prácticas, su cariño pastoral deslumbra la santidad
de un apóstol dedicado no sólo a la fría enseñanza académica, sino a mostrar un estilo de
vida en imitación de Cristo. Traducir su obra ha sido un honor y una satisfacción muy
grande.
Finalmente están en orden unas palabras de reconocimiento. Primero, debo expresar mi
gratitud a Dios que me sostuvo fielmente durante todo el proceso de la traducción y
revisión. También a todos los hermanos de la congregación «Los Olivos» que me dieron el
calor y el ánimo para desarrollar ciertas actividades académicas.
Asimismo, debo una profunda gratitud a mi amada esposa Esther por su estoica
paciencia y cariño que me fueron de mucho aliento en el proceso de traducir esta obra. Mis
dos hijos, Samuel Dennis y Ana Elizabeth colaboraron mucho comprendiendo mi
ocupación y demandando lo mínimo de mi tiempo hasta terminar esta traducción, ellos
merecen también mi cariño y gratitud. El Dr. W. Duncan Rankin del Seminario Teológico
Reformado de Jackson, para quien trabajo como parte del equipo «los académicos
Thornwell» que asisten en el departamento de Teología Sistemática, merece mi especial
reconocimiento por darme la libertad para dedicarme a la revisión de esta obra. Finalmente,
quiero expresar gratitud a Dios por la CLIR que es un instrumento de Dios en América
Latina para hacer conocer la literatura Reformada, y a todos sus miembros le debemos un
especial agradecimiento por hacer posible que esta obra llegue a sus manos.
Es mi firme esperanza que esta obra enriquezca el conocimiento de nuestros líderes del
mundo de habla hispana y que sea una herramienta para la causa de Cristo, quien merece
ser exaltado por su pueblo eternamente y para siempre.
El traductor
Jackson, Mississippi, 17 de Abril de 1997
Cajamarca, Perú, Agosto del 2001

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INTRODUCCION

Los capítulos que siguen en este libro, aparecieron por primera vez como editoriales en
la revista The Monthly Record de la Iglesia Libre de Escocia. Sin embargo, los temas que se
tratan estarán en nuestro medio por un buen tiempo. Por cierto que la publicación del Dr.
Lloyd-Jones, Gozo Indecible, hará que la polémica en cuanto a la naturaleza del bautismo
en el Espíritu continúe hirviendo en las iglesias reformadas.
Sería arrogante sugerir que los artículos originales atrajeron mucha atención, pero al
menos, sí ha habido suficiente reacción como para justificar unas palabras de explicación y
aclaración.

Hombre de paja
Probablemente la objeción más importante ha sido la siguiente, que estos artículos están
arremetiendo contra un hombre de paja, pues no hay un cristiano a la manera del que el
escritor tiene en mente. Esto es cierto en la medida que ningún cristiano mantiene todas las
opiniones que hemos discutido aquí. Por ejemplo, quienes creen que el bautismo en el
Espíritu es una segunda experiencia, no necesariamente concuerdan con los siete pasos
fáciles de Torrey. Tampoco aquella gente cree que dicho bautismo es autenticado mediante
el hablar en lenguas. Tampoco necesitan creer en la permanencia de los charismata.
Sin embargo, es correcto afirmar que cada opinión aquí reflejada es sostenida por
algunos cristianos. Es también correcta la creencia que afirma que el bautismo en el
Espíritu es una experiencia distinta de la conversión y constituye la doctrina clave del
pentecostalismo y quienes la sostienen, difícilmente dejan de creer todo el paquete
pentecostal (por supuesto que el Dr. Lloyd-Jones no lo hizo). Nuevamente, es correcto
afirmar que el suelo en el que esta doctrina creció fue el perfeccionismo y que la aceptación
que le dio el Dr. Lloyd-Jones, aunque se opuso con vigor a la teología tradicional de
Keswick, fue una rareza histórica (probablemente hecha posible mediante la separación del
bautismo en el Espíritu de la esfera de la santificación y ponerlo en la esfera de la seguridad
y el poder de la predicación). Al demostrar las relaciones históricas del pensamiento del Dr.
Lloyd-Jones, no hemos sugerido que él era pentecostal o perfeccionista.

No experimental
Otros han encontrado que el punto de vista que se encuentra en estas páginas acerca del
bautismo en el Espíritu, es «no experimental». Esto parece haber surgido de un mal
entendimiento del argumento acerca de que el sello del Espíritu según Efesios 1:13 era
objetivo y no subjetivo. Lo que queríamos decir es que el Espíritu no es el que sella, sino
que somos sellados con él. Cristo es quien sella con el Espíritu. El sello es objetivo en el
mismo sentido que lo es una marca en la frente. Cristo nos da el verdadero Espíritu y no
solamente un sentimiento o un modo. Cuando el Espíritu mora en nosotros su personalidad
no se pierde en nosotros, sino que retiene su propia distintividad tan verdaderamente como
cuando Cristo habita en nuestros corazones mediante la fe (Efesios 3:17). Por otro lado, ser
sellado (o lleno, o bautizado) es, indudablemente una sola experiencia. Es algo que sucede
a y en nosotros, y que nos lleva a otras experiencias, tales como a la paz con Dios,
seguridad de su amor y participación en su poder.

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Si el bautismo en el Espíritu además de ser experimental es también vívido e
inolvidable, es otro tema. Es cierto que virtualmente, casi todas las experiencias que se
relatan en el Nuevo Testamento fueron experiencias distintivamente memorables, el
Pentecostés, el caso de Cornelio y el caso que se dio en Efeso. Pero también debemos
recordar que no se puede diferenciar entre ser bautizado y ser lleno, o entre éstas y el recibir
el Espíritu o que el Espíritu venga sobre nosotros. ¿Tenemos que decir que recibir el
Espíritu es siempre una experiencia consciente y memorable?
Además, si es correcto inferir a partir del libro de Hechos que el bautismo en el Espíritu
es siempre una experiencia consciente, entonces es igualmente correcto inferir que la
conversión es siempre una experiencia consciente y memorable. Claro que hay muchos que
asumen esta posición y es altamente plausible. ¿Dónde en el Nuevo Testamento hay alguna
instancia de una conversión inconsciente? ¿El etíope? ¿Saulo? ¿Lidia? ¿El carcelero de
Filipos? Pero el argumento no es realmente tan fuerte como parece. En lo que se refiere a
este caso concreto, el Nuevo Testamento registra solamente aquello que es público y bien
conocido. Conversiones silenciosas, graduales (asumiendo que hubo muchas) no fueron
suficientemente dignas para ser publicitadas ni tampoco conspicuas como para ser
registradas. Testimonios tales como el de César Malam, por ejemplo («Dios me despertó
como una madre despierta a su hijo con un beso»), pueden ser hermosos, pero ello es
invisible y no puede reportarse. Todo lo que nos queda es el argumento del silencio. No hay
registro de una experiencia inconsciente del bautismo en el Espíritu Santo. Pero, ¿qué si por
la naturaleza del caso podría haber solamente silencio? Supongamos que hubo miles de
avivamientos suaves y graduales (o bautismos con el Espíritu). ¿Podrían haber sido
registrados?

Segunda generación
También hay otra dificultad. El Libro de los Hechos nos cuenta poco o nada de la
experiencia de los cristianos de la segunda generación. Este es un asunto que debe tratarse
con cuidado. Sería totalmente erróneo poner Hechos contra otras partes didácticas del
Nuevo Testamento (principalmente las epístolas). Hechos es parte del canon y aceptamos
su autoridad teológica sin reserva alguna. Sin embargo, el tiempo hace una diferencia. Hay
primeros cristianos. Hay una época apostólica que es diferente de todas las épocas
siguientes. Hay un día del Pentecostés diferente de todos los demás días después del
Pentecostés. Hay un día en que el evangelio llegó por primera vez a los samaritanos, y otro
día cuando penetró en Europa. El libro de los Hechos está interesado en esta gran serie de
primeros, y las experiencias asociadas con éstos fueron inevitablemente dramáticas. Pero
¿qué acerca de la segunda generación? ¿Qué de los hijos? ¿Fueron experiencias igualmente
dramáticas? Además ¿deben tener experiencias memorables como la de Cornelio y Lidia
los que se crían en hogares cristianos hoy en día?
Todos los pastores saben que en sus congregaciones hay miembros cuya conversión (y
según nuestro entender, bautismos en el Espíritu) no ha sido una experiencia memorable y
consciente. ¿Tenemos que negar que ellos son cristianos? ¿O existe algo en el Nuevo
Testamento que nos ayude a entender su posición?
En primer lugar, está la experiencia de Juan el Bautista quien fue lleno del Espíritu
desde el vientre de su madre, y ello no fue para él, ciertamente, una experiencia consciente
o memorable.
En segundo lugar, hay muchos casos acerca de los cuales no tenemos ningún relato de

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su conversión. Entre estos, el caso de Timoteo es especialmente interesante. Desde sus
primeros años estaba familiarizado con la Biblia, «las cuales pueden hacerte sabio para la
salvación» (2 Tim. 3:15). ¿Es esto lo que realmente sucedió? ¿Nada dramático sino un
gradual rendirse a la fuerza de la verdad expresada en la misma Biblia?

En tercer lugar, nos encontramos con la actitud del Nuevo Testamento hacia lo que son
las bases de la seguridad de la salvación. No hay duda que, permaneciendo las otras cosas
iguales, el alma es consciente de su propia fe. Tampoco hay duda alguna en cuanto al rol
vital del Espíritu Santo en dar testimonio de nuestra filiación. Sin embargo, tampoco hay
duda acerca de la necesidad del autoexamen: «examínense ustedes mismos si es que están
en la fe, pruébense a sí mismos» (2 Cor. 13:5). Tal autoexamen difícilmente sería necesario
si la conversión fuese siempre dramática o al menos memorable. Además el autoexamen no
debe dirigirse hacia algo dramático. La pregunta que debemos hacernos está muy lejos de
ser espectacular. ¿Amamos a los hermanos (1 Juan 3:14)? ¿Apoyamos en la defensa y
confirmación del evangelio (Filip. 1:7)? ¿Hemos añadido a la fe la virtud, conocimiento,
templanza, paciencia, piedad, amor fraternal (2 Pedro 1:5–7)? ¿Tenemos aquel amor sin el
cual no somos nada, cualquiera que sea nuestro conocimiento y dones (1 Cor. 13:1–3)?

En cuarto lugar, está el lenguaje utilizado por el Señor Jesucristo en algunas de las
parábolas del reino, especialmente aquellas en que compara el reino con la semilla. La más
importante de éstas está en Marcos 4:26–28, «así es el reino de Dios, como cuando un
hombre echa semilla en la tierra; y duerme y se levanta, de noche y de día, y la semilla
brota y crece sin que él sepa cómo». Obviamente Cristo está hablando del reino en su
sentido corporativo, pero cuando un individuo ve, o entra, o recibe el reino, su experiencia
no puede ser muy diferente. Para muchos cristianos el reino llega «sin que él sepa cómo».

Finalmente, está la enseñanza de la Biblia sobre el tema de la naturaleza del cristiano.


Con relación a esto, la enseñanza del Antiguo Testamento es muy importante porque trata
con una situación ya establecida en la que los hijos han sido nutridos en la fe desde la
infancia. La actitud bíblica básica está expresada en Proverbios 22:6 «instruye al niño en el
camino por donde debe caminar, para que cuando sea viejo no lo olvide». El mismo sentir
lo encontramos en el Salmo 78:5ss, «El estableció testimonio en Jacob, y puso ley en Israel,
la cual mandó a nuestros padres que la notificasen a sus hijos, para que lo sepa la
generación venidera, y los hijos que nacerán; y los que se levantarán lo cuenten a sus
hijos». Por supuesto que aún en el caso de aquellos hijos, el nuevo nacimiento es
absolutamente necesario. Después de todo, el mismo Nicodemo a quien Jesús le habló tan
fuertemente de la necesidad de la regeneración, fue uno de aquellos. Pero su experiencia
será, normalmente, muy diferente de la de Abraham que tuvo que enfrentar el trauma de
dejar Ur de los caldeos, dando las espaldas a la casa de su padre y marcharse hacia un país
desconocido. La Iglesia del Éxodo enfrentó un trauma similar. Pero la experiencia de sus
descendientes fue, por comparación, suave y no-dramática, tan no-dramática como una
norma que debe recordarse. Lo mismo sucedió al iniciar el Nuevo Testamento. Los
apóstoles y muchos otros cristianos de su generación enfrentaron dramas comparables al de
Abraham. Pero sus sucesores son guiados, con frecuencia, suavemente hacia el reino. Su
experiencia se parece más a la de Samuel que a la de Abraham. Muchos son, en el más alto
sentido espiritual, nazareos desde el vientre. Otros no recuerdan un momento cuando hayan
dejado de buscar al Señor. Otros encuentran difícil determinar el punto de inicio de su

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interés en las cosas espirituales, o para indicar cuándo dicho interés llegó a su clímax. Lo
importante no es cómo se originó nuestra fe o cómo se desarrolló; lo importante es si ella
realmente nos condujo a Cristo. En último análisis, ni la vivacidad, ni la falta de ella
importa, pues «el que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la
vida». (1 Juan 5:12)

Impresión equivocada
Sin embargo, sería totalmente erróneo dar la impresión que la experiencia espiritual de
los cristianos de hoy es siempre, o siquiera generalmente no-dramática, o que el
crecimiento espiritual es un progreso ininterrumpido imperceptible hacia la madurez. Al
contrario, existen tanto profundidades como alturas. La misma vida del Señor es un
ejemplo de ello. Estaba puntualizada por una serie de crisis: el bautismo, la tentación, la
transfiguración, el Getsemaní, el Calvario. En el plano más inferior, la vida del creyente
sigue el mismo modelo. Hay profundidades (Salmo 130). Hay caídas. Hay renovaciones y
restauraciones. Hay oraciones contestadas y grandes liberaciones. Hay momentos de
arrolladora seguridad, visión clara y anhelos ardientes. Negar una teoría peculiar de
bautismo en el Espíritu no significa negar alguna de estas experiencias. Solamente significa
negar que alguna de ellas sea lo que la Biblia quiere decir por bautismo en el Espíritu. Es
también negar que una experiencia sea auténticamente cristiana (o espiritual) simplemente
porque es profunda e intensa. Esto es algo con lo que Jonathan Edwards luchó duro para
señalar en su Tratado Concerniente a las Afecciones Religiosas, «pueden haber afecciones
religiosas que se levantan a un muy alto grado pero no tener nada de religión». Incluso
citaba a su abuelo, Salomón Stoddard a efectos que «las afecciones comunes son, a veces,
más fuertes que la salvación».

9
CAPITULO 1
BAUTISMO EN EL ESPÍRITU

Hasta el siglo XX los teólogos ponían muy poca atención a la frase el bautismo del
Espíritu Santo. Este descuido relativo podría aducir alguna justificación bíblica. La frase
precisa bautismo del Espíritu no se encuentra en ninguna parte del Nuevo Testamento y la
idea en sí misma casi no ocurre. En efecto, sólo hay tres referencias, Mateo 3:11 y pasajes
paralelos, donde Juan el bautista proclama que Cristo bautizará en el Espíritu Santo; en
Hch. 1:5 donde nuestro Señor promete que sus discípulos serán bautizados en el Espíritu
Santo; en 1 Cor. 12:13 donde Pablo afirma que todos los cristianos fueron bautizados en un
solo Espíritu.
Sin embargo, la importancia de una doctrina no puede medirse por la frecuencia en que
una frase precisa ocurre en la Biblia. De ser así, la doctrina de la trinidad tendría que ser
desechada por ser secundaria. Bautismo en el Espíritu Santo es sólo una de las varias
maneras de llamar a aquella experiencia de iniciación, muy importante, mediante la cual el
Espíritu Santo viene para morar en el creyente, y como tal, rivaliza con la doctrina de la
unión con Cristo como el único concepto más importante en la doctrina cristiana de la
salvación. Su importancia ha sido mucho más sacada a luz por las exigencias de la
controversia y particularmente por la formulación que le han sido planteadas por la teología
pentecostal y neo-pentecostal. Esto ha levantado preguntas tan radicales y de tan largo
alcance que ninguno de nosotros puede pretender ignorarla.
Una de las preguntas más fundamentales es aquella de la relación del bautismo en el
Espíritu Santo con la regeneración y la conversión. La teología pentecostal insiste en que
ambas son muy distintas, que el bautismo es frecuentemente (si es que no lo es realmente
normal), subsecuente a la conversión. Por lo tanto, es perfectamente posible que una
persona haya nacido de nuevo y, sin embargo, no haya recibido el bautismo en el Espíritu
Santo, y que en verdad, algunos cristianos nunca reciban esta bendición.
Uno de los más articulados defensores de este punto de vista era R.A. Torrey a quien
F.D. Bruner ha descrito como «la figura más importante en la prehistoria del
pentecostalismo después de Wesley y Finney». «El bautismo con Espíritu» escribe Torrey
«es la obra del Espíritu Santo distinta de y adicional a su obra de regeneración. En otras
palabras, una cosa es nacer de nuevo por el Espíritu Santo, y otra el ser bautizado con el
Espíritu Santo». Ralph M. Riggs, un teólogo pentecostal contemporáneo, es igualmente
enfático: «aunque todos los creyentes tienen el Espíritu Santo, sin embargo aún falta que
todos los creyentes, además de tener el Espíritu Santo, puedan ser llenos o bautizados con
el Espíritu Santo». Antes del Pentecostés los discípulos «ya habían recibido el Espíritu
Santo, pero todavía les faltaba el bautismo en el Espíritu Santo».

Recibir, ser lleno y ser bautizado


Una gran dificultad que al instante enfrenta esta doctrina es que el idioma del Nuevo
Testamento simplemente no nos permite hacer estas distinciones entre el ser bautizado en el
Espíritu y el recibir el Espíritu. Estos (y otros términos) se usan de manera intercambiable.
Por ejemplo, en Hch. 1:5 Lucas predice el día del Pentecostés como una experiencia de ser
bautizado en el Espíritu. En Hechos 2:4, lo describe como una experiencia de ser llenos

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con el Espíritu. Frente a estas formulaciones no podemos decir que el ser llenos y el ser
bautizados son dos experiencias diferentes. Por otro lado, la misma experiencia que se
predice en Hechos 1:8 en términos de la venida del Espíritu sobre ellos, es descrita en
Hechos 2:38 como recibir el Espíritu. Juntando todo esto tenemos que concluir que, el que
el Espíritu venga sobre nosotros, recibir el Espíritu, ser llenos del Espíritu y ser bautizados
con el Espíritu, son una y la misma experiencia.
La manera como Lucas describe la experiencia de Cornelio y su familia es igualmente
significativa. El lo entiende como un paralelo exacto al Pentecostés (Hch. 11:15) y como el
preciso cumplimiento de la promesa de nuestro Señor, «seréis bautizados en el Espíritu
Santo (Hch. 11:16)». Sin embargo al describir este evento él no usa las frases de llenura o
bautismo. El dice que el Espíritu Santo cayó sobre ellos (Hch. 10:44), y lo más significativo
de todo es que en realidad ellos recibieron el Espíritu Santo (Hch. 10:47).
Con toda seguridad, es muy claro que nadie puede invocar la autoridad del Nuevo
Testamento para distinguir entre recibir el Espíritu, por un lado, y ser bautizado o lleno con
el Espíritu, por otro lado. Igualmente, es muy claro que nadie puede invocar autoridad
canónica para la forma de las palabras «Todos han recibido el Espíritu, pero no todos han
sido bautizados, o llenos con el Espíritu».

Todos los creyentes son bautizados en el Espíritu


Pero el caso no descansa solamente en el vocabulario bíblico, sino que hay considerable
evidencia directa en el Nuevo Testamento que indica que todos los creyentes experimentan
el bautismo con el Espíritu Santo.
Para comenzar, uno de los puntos principales de la profecía de Joel 2:28–32 es la
universalidad del don del Espíritu, de lo cual el Pentecostés es el cumplimiento. En la
antigua dispensación el Espíritu y sus dones eran distribuidos sólo a ciertos individuos
dentro del pueblo de Dios. Esta limitación, dice Joel, será eliminada en los últimos días (la
dispensación cristiana). El Espíritu sería derramado sobre toda carne. Sus hijos y sus hijas
profetizarán, sus jóvenes verán visiones y sus ancianos soñarán sueños. El Espíritu no
vendría sólo sobre los eminentes sino también sobre los siervos y siervas. El anhelo de
Moisés sería cumplido (Núm. 11:29); todos los del pueblo de Dios serán profetas que
proclamarán las obras maravillosas de Dios.
La narración de Lucas deja en claro que esto es lo que exactamente sucedió. Todos los
creyentes fueron bautizados en el Espíritu Santo (Hch. 2:4). La palabra todos está de tal
manera definida, que no nos permite creer que un solo discípulo fuera excluido. En Hechos
1:13–26 se describe a toda la iglesia con las palabras «todos eran de una sola mente en un
solo lugar» y cuando el bautismo vino, vino sobre todos ellos. En aquel momento no había
un solo creyente en el mundo que quedara sin ser bautizado en el Espíritu. Además,
teniendo en cuenta el uso que Lucas hace de la profecía de Joel 2:28 es difícil resistir a la
conclusión que Lucas desea establecer desde el principio, es decir, que esta sería la
característica distintiva de la nueva dispensación.
La descripción de la experiencia de los 3,000 que se convirtieron mediante la
predicación de Pedro ciertamente concuerda con esto. Pedro prometió que aquellos que
respondían a este mensaje recibirían el don del Espíritu Santo (Hch. 2:38). Pero él no lo da
a entender como algo adicional a la experiencia básica de la salvación. Más bien se dice
que el don es un efecto directo e inmediato de la conversión, «Arrepentíos y bautícese cada
uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para remisión de pecados y recibiréis el don del

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Espíritu Santo». Remisión de pecados y don del Espíritu van juntos. Unos versos más
adelante, en versículo 41, dice que toda la experiencia de estos convertidos simplemente era
que «recibieron su palabra con regocijo». A partir de esto, es justo concluir que la única
condición para ser bautizado en el Espíritu es una gozosa recepción del evangelio. Todo
penitente (cada pecador perdonado) ha pasado por el bautismo en el Espíritu Santo.
La misma doctrina la tenemos también en 1 Cor. 12:13, «Porque en un solo Espíritu
fuimos todos bautizados en un solo cuerpo». Algunos han expresado sus reservas acerca de
la relevancia de este pasaje en cuanto al bautismo en el Espíritu y han sugerido que se
refiere al bautismo por el Espíritu y no al bautismo en el Espíritu. Es difícil entender las
razones para esto, pues gramaticalmente la expresión es exactamente la misma que en
Hechos 1:5. Si Pablo hubiera querido expresar la idea de bautismo por el Espíritu entonces
lo hubiese hecho sin ambigüedades, usando la preposición hupo (por) en vez de la
preposición en (en). Pero si Pablo lo hubiera expresado así, estuviese diciendo algo que el
Nuevo Testamento no dice en ningún otro lugar. Su enseñanza uniforme es que Cristo es el
que bautiza. En Mateo 3:11, por ejemplo, Juan el bautista dice, «El os bautizará en el
Espíritu Santo». Pedro habla de la misma manera en Hechos 2:33. El Cristo exaltado ha
derramado el Espíritu Santo. La única alternativa a esto, es que algunas veces, se representa
como un don del Padre (Hch. 1:4). El Espíritu mismo no es el que bautiza. Somos
bautizados en El, o somos bautizados con el Espíritu Santo. De lo contrario no sería posible
contrastar el bautismo en el Espíritu con el bautismo en (no por) el agua, o relacionarlo con
el bautismo en (no por) el fuego.
Esta interpretación queda confirmada por la segunda parte del verso, «a todos se nos dio
a beber del mismo Espíritu». El verbo griego que subyace en nuestro castellano es
epotisthemen. Se usaba frecuentemente con el significado de regar (plantas) y como lo
señala T.C. Edwards, esta metáfora que expresa las ideas de abundancia y poder, sería muy
apropiada aquí, «Como plantas somos empapados en el Espíritu. El mismo chorro riega
todos los campos y penetra hasta las raicillas de cada brizna de cesped». Michael Green
combina lo que él entiende que es el significado de las dos metáforas de 1 Cor. 12:13 en la
afirmación, «todos han sido igualmente sumergidos en el mar del Espíritu, todos
igualmente han tenido su agua viva que riega sus vidas sedientas».
Pablo define el propósito de este bautismo en la frase «en un solo cuerpo». El usa la
preposición idiomáticamente en el sentido de «con la finalidad de». «Todos somos
bautizados (sumergidos, sedientos, regados) en el mismo Espíritu con la finalidad de
nuestra formación o de llegar a ser un solo cuerpo».
Esto descarta la interpretación elitista, en el sentido de que el bautismo con el Espíritu
Santo es la experiencia de unos cuantos. Todos los creyentes son miembros de un solo
cuerpo y como tales todos son bautizados, todos son remojados en el mismo Espíritu.
Igualmente, todos tienen dones espirituales, los cuales son esenciales para el
funcionamiento adecuado del cuerpo, de tal modo que nadie se sienta inferior y sobre todo
que nadie se sienta sobrante. Es muy difícil entender cómo Pablo pudiera justificar la inter-
relación e interdependencia del cuerpo si este fuera dividido por tal distinción radical en
cuanto a que algunos poseen el bautismo en el Espíritu y otros no lo poseen. Tal distinción
provocaría exactamente lo que Pablo quiere evitar, crear un cisma en el cuerpo (1 Cor.
12:25).

12
Argumentos teológicos
El argumento según el cual es posible ser regenerado y no poseer el bautismo en el
Espíritu Santo es difícil de sustentar en el nivel teológico y exegético. Todos los cristianos
están unidos a Cristo. Sugerir que esto puede ser así, sin una correspondiente unión con el
Espíritu, sería separar estas dos personas en una manera que es muy inconsistente con la
teología trinitaria histórica. El Hijo y el Espíritu son, con el Padre, un solo Dios. Tan
estrecha es la unión, que cada una está en la otra (Jn. 14:10), de tal manera que la misión
del Consolador es igual a la misión del Hijo (Jn. 14:18), e incluso Pablo puede decir, «El
Señor (Jesucristo) es el Espíritu» (2 Cor. 3:17). Fue sobre la base de tales pasajes que los
padres post-nicenos formularon la doctrina de la co-inherencia de las personas divinas.
Tenemos un hermoso pasaje de la doctrina de San Basilio:
Si alguno recibe verdaderamente al Hijo encontrará que él lo llevará, por un lado a su
Padre, y por otro, al Espíritu Santo. Porque El Hijo no puede ser separado del Padre,
porque está siempre en y es del Padre, ni puede de su Espíritu ser desunido. Porque no
debemos concebir separación o división en manera alguna, como si el Hijo pudiera
someterse sin un Padre, o el Espíritu estar desunido del Hijo.
Si la doctrina de la co-inherencia es verdadera, como de verdad lo es, no puede haber
relación de una persona que no sea igual y simétricamente en relación con las otras. Estar
completamente en el Hijo es estar completamente en el Espíritu. Tener a Cristo morando en
nuestro corazón por fe, es simultáneamente tener el Espíritu en el interior y ser lleno con
toda la plenitud de Dios (Ef. 3:16–19).
Cambiando ligeramente la perspectiva, estar en Cristo significa tener comunión con El
y a la vez esto significa que participamos plenamente de todo lo que El tiene. El más
precioso de su dones es, ciertamente, la plenitud y abundante morada del Espíritu Santo. El
argumento pentecostal nos quiere hacer creer que podemos estar en Cristo y no participar
de esta bendición, o al menos, no participar de ella plenamente. Pero esto es ciertamente
imposible. ¿Cómo se puede decir que nos participa cuando nos niega su Espíritu, o lo
otorga sólo «por medida» (Jn. 3:34)? Ser miembro de su cuerpo significa, si es que la
metáfora tiene algún significado, que participamos plenamente de su vitalidad. Es su vida
espiritual la que corre por nuestro ser, y nos capacita para decir, «Cristo vive en mí» (Gál.
2:20). Estamos enraizados en El (Col. 2:7), y nuestras raíces se profundizan en las fuentes
de Cristo de tal manera que eficazmente extrae la plenitud del Espíritu que está en El.

Lo que enseña el Nuevo Testamento acerca de la fe


La posición pentecostal es igualmente inconsistente con la enseñanza del Nuevo
Testamento acerca de la fe. La fe salva, por lo que es inadmisible confinarla a la
regeneración y conversión, excluyendo el don del Espíritu. El Espíritu es el don indecible
(2 Cor. 9:15). El es la pre-eminente promesa del Padre (Hch. 1:4) y el sello invariable de
nuestra filiación (Ef. 1:13). Participando de la experiencia de Cristo, el Espíritu Santo es el
clímax de la bendición apostólica (2 Cor. 13:14). Incluso según el Antiguo Testamento, la
salvación no podía definirse aparte de recibir el Espíritu, «Pondré mi Espíritu dentro de ti, y
haré que andéis en mis estatutos» (Ezq. 36:27).
Pero el Nuevo Testamento no sólo insiste que el Bautismo en el Espíritu es parte de la
salvación misma, sino que también afirma explícitamente que la fe y el don del Espíritu

13
están inseparablemente conectados. Esto aparece claramente en la pregunta retórica de
Pablo en Gálatas 3:2, «¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por el oír con fe?»
Pablo enseña la misma doctrina en Efesios 1:13, «En El también vosotros habiendo oído la
palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en El fuisteis
sellados con el Espíritu Santo de la promesa». Todo lo que hicieron los Efesios fue creer, y
habiéndolo hecho, fueron sellados. Gálatas 3:14 es mucho más claro todavía. Recibimos la
promesa del Espíritu mediante la Fe. Parte del interés de este pasaje es el relacionar la
promesa del Espíritu con la bendición de Abraham. En otras palabras, el don del
Espíritu era la esencia de la bendición prometida en el pacto Abrahámico. No podemos ser
beneficiarios de aquel pacto y carecer del don del Espíritu. Tampoco podemos ser hijos de
Abraham y carecer del don del Espíritu. De hecho, podemos avanzar más y argumentar
que, el conferir el Espíritu fue el gran propósito de la expiación y que no podemos tener
parte en aquella expiación sin tener la plenitud del Espíritu. El movimiento del pensamiento
de Pablo es muy claro, «Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley … para que
recibamos la promesa del Espíritu mediante la fe». No podemos permitir ser puestos en una
posición donde, antes de explicar bien el don del Espíritu, debamos tener algo adicional a
la fe. La fe nos une a Cristo, y al hacerlo así, nos hace nada menos que completos (Col.
2:10).

El servicio cristiano
Con la enseñanza del Nuevo Testamento acerca del servicio cristiano es realmente
imposible reconciliar la noción de que algunos cristianos no poseen la plenitud del Espíritu.
Torrey intenta distinguir entre ser salvo y estar listo para servir y se permite la sorprendente
afirmación, «Ahora bien, si el hombre es regenerado entonces es salvo. Si tiene que morir
irá al cielo. Pero aunque sea salvo, aún no está en condiciones para el servicio de Dios»
(las negrillas son suyas). Esto hace tal violencia a la teología del Nuevo Testamento, que
uno no puede, sino suspirar de asombro. Lejos de argüir que, en razón que no todos tienen
el Espíritu Santo, por lo tanto no todos están listos para el servicio, nosotros debemos argüir
que puesto que todos son redimidos para ser hechos aptos para el servicio, por lo tanto,
todos deben haber sido dotados con el Espíritu. Por ejemplo, el sermón del monte deja en
claro que Cristo espera de cada creyente los más altos estándares de servicio. Cada
«bienaventurado» debe vivir de tal manera que sea sal de la tierra y luz del mundo (Mt.
5:13s). Las expectativas de Pablo son similares. Por lo tanto encontramos absurda la idea de
un cristiano no apto para el servicio a Dios. Ser redimidos del pecado implica llegar a ser a
la vez siervos de la justicia (Rom. 6:18), llevando el fruto del Espíritu en una vida
caracterizada por el amor, el gozo, la paz y todas las otras excelencias (Gál. 5:22s). Pedro
es igualmente explícito, ¿Cómo puede ser posible la idea de un salvo que no sea apto para
servir en 1 Pedro 2:9? «Vosotros sois una generación escogida, un sacerdocio real, una
nación santa, un pueblo especial, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de
las tinieblas a su luz admirable». Al cristiano se le ha encomendado firmemente la
proclamación de las virtudes de Dios, pero solamente en razón de lo que son los cristianos.
No estamos exceptuados del servicio, ni tampoco ineptos para ello.
El pasaje de 1 Pedro nos recuerda que el testimonio cristiano tiene un lugar especial
entre todas las formas de servicio que se espera de los cristianos. Tenemos que permanecer
firmes en nuestra profesión (Heb. 4:14) y echar mano de la palabra de vida (Fil 2:16), y dar
razón de la esperanza que está en nosotros (1 Pedro 3:15). Esto nos lleva directamente a la

14
comisión dada a la iglesia (Hch. 1:8) «me seréis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria
y hasta lo último de la tierra». Fue precisamente para prepararlos para eso que se les dio la
promesa «recibiréis poder», y esta promesa se cumplió en el Pentecostés cuando el Espíritu
Santo vino sobre ellos, capacitándolos para proclamar las maravillosas obras de Dios.
Ciertamente todo cristiano tiene que ocuparse en el testimonio y la doxología.
Sugerir que algunos creyentes han sido dejados sin los recursos para ello, significa
poner de cabeza la ética del Nuevo Testamento, es como si Dios quisiera que hagamos
adobes sin paja.

Nunca fue una prescripción apostólica


Finalmente, de seguro que es de gran significación el que nunca alguno de los escritores
del Nuevo Testamento, que enfrentaron los perplejos problemas de la iglesia primitiva,
sugirieron que lo que necesitaban era el bautismo en el Espíritu Santo. Consideremos las
iglesias a las que ellos escribieron; Galacia, Corinto, Colosas, Efeso, Laodicea. Sus
problemas, de hecho, eran muy serios (desunión, herejía, inmoralidad, mundanalidad, falta
de preocupación evangelística). Había en ellas, en forma muy evidente una falta de poder.
El clásico análisis pentecostal en cuanto a la tibia iglesia de Laodicea, por ejemplo, habría
sido que a ellos les faltaba «el fuego», «el segundo viento», «el bautismo del Espíritu
Santo». Pero este nunca es el análisis del Nuevo Testamento. Sus problemas no son vistos
como falta del bautismo en el Espíritu Santo, sino debido a su falta de reconocimiento de
las implicaciones de la más profunda verdad espiritual acerca de ellos mismos (Rom. 6:2, 1
Cor. 6:2, Gál. 3:3). El propio hecho que ellos habían recibido el Espíritu era lo que hacía
que su herejía, su desunión y mundanalidad fuera tan repugnantes.
¿Qué podemos concluir entonces? Que el bautismo en el Espíritu es un elemento
absolutamente fundamental en la doctrina cristiana de la salvación. Que la experiencia de él
es lo que inicia al hombre en la vida cristiana, de manera que, sin el bautismo en el Espíritu,
de ninguna manera somos cristianos, y que haberlo tenido es haber recibido el Espíritu en
su plenitud, que nos capacita para decir «todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil.
4:13).

15
CAPITULO 2
PERO …

Hay sin embargo, varios pasajes en el Nuevo Testamento que parecieran apoyar la
doctrina pentecostal acerca del bautismo del Espíritu, los cuales debemos examinar ahora.

El bautismo de Cristo
Se apela con mucho denuedo al bautismo de nuestro Señor, el cual es citado, por
ejemplo por Ralph M. Riggs, como una evidencia de una doble experiencia del Espíritu
Santo. Jesús nació del vientre de María por acción del Espíritu, y por treinta años fue el
Hijo de Dios en un sentido en el que nadie lo había sido. Pero fue sólo en el río Jordán que
fue bautizado en el Espíritu, y fue solamente allí donde Él recibió la unción de lo alto, que
lo lanzó y lo mantuvo en un ministerio extremadamente dinámico.
Lo primero que podemos decir en respuesta a esto es que, si en todo tiempo es riesgoso
tomar la experiencia del Cristo sin pecado como la experiencia típica del hombre pecador,
lo es también especialmente en este caso, ya que estamos examinando la relación entre el
nuevo nacimiento y el bautismo del Espíritu Santo, una experiencia que, por la naturaleza
del caso, Cristo nunca tuvo.
En segundo lugar, es muy difícil creer que el Señor no estaba lleno del Espíritu Santo
hasta su bautismo. Esto hubiera significado que hasta ese tiempo Cristo no tenía la
experiencia de la que gozaron creyentes ordinarios de la antigua dispensación tales como
Elizabeth (Lc. 1:41) y Zacarías (Lc. 1:67). Más importante aún, esto hubiera dejado a Cristo
como inferior, en experiencia espiritual, a Juan el bautista, quien fue lleno del Espíritu
Santo desde el vientre de su madre. Tal inferioridad es improbable en el más alto grado,
especialmente cuando recordamos que el argumento pentecostal también involucra el
planteamiento de que la razón por la que a los discípulos les falta el bautismo del Espíritu
es que ellos aún no se habían «rendido plenamente».
En tercer lugar, el academicismo moderno está inclinado a exagerar el comienzo del
ministerio público de Jesús. Cristo no empezó su obra con su bautismo, pues treinta años
antes de su bautismo había estado ofreciendo a Dios el sacrificio de su paciente sufrimiento
y su meticulosa obediencia. Nada de esto podía ser posible para alguien que recibiera el
Espíritu Santo solamente «por medida» (Jn. 3:34).
Pero si el bautismo no marcó el punto en el cual nuestro Señor fue decididamente lleno
con el Espíritu, ¿cuál podría haber sido su significación? La posibilidad mayor es que se
trató de una fresca dotación de poder espiritual otorgado como preparación para una nueva
fase crítica de su vida. En el Nuevo Testamento es muy claro que quienes eran llenos con el
Espíritu Santo podían ser llenos nuevamente. Pedro, por ejemplo, habiendo sido ya lleno en
el Pentecostés, otra vez fue lleno en Hechos 4:8, y a la luz de Lucas 12:11, 12 todos los
creyentes tienen el derecho de esperar que en momentos críticos recibirán una especial
ayuda espiritual. Para Cristo, el bautismo marca la transición a una nueva fase de su obra, y
sobre esta realidad se le dio un doble consuelo, primero que El es el Hijo de Dios, con la
seguridad del amor, ayuda y aprobación de su Padre, y segundo que el Espíritu está con El
y permanece en El. La paloma que desciende sobre El es la promesa sacramental que Cristo
no solamente está encargado de la inauguración del Reino sino que también está equipado

16
con los poderes de la era por venir.

Pentecostés
Un argumento más esperanzador a favor de la opinión que el bautismo en el Espíritu es
muy distinto a la conversión puede derivarse de la experiencia de los discípulos en el
Pentecostés. El relato parece demostrar, como otra vez señala Riggs, que aunque ya habían
recibido el Espíritu Santo ellos necesitaban aún el bautismo en el Espíritu. En palabras de
Andrew Murray, «Así como hubo una doble operación del Espíritu en el Antiguo y Nuevo
Testamento, del cual el estado de los discípulos antes y después del Pentecostés fue la
ilustración impactante, así también podría haber, y en la mayoría de los cristianos lo hay,
una correspondiente diferencia de experiencia».
Por supuesto que los discípulos tuvieron una doble experiencia del Espíritu. Pero hay
una gran razón por la cual su experiencia nunca puede ser considerada como típica. Su
discipulado estaba repartido entre dos dispensaciones y como tal era único. Durante los
primeros momentos sólo conocían los privilegios del antiguo pacto y vivían en esa era
«porque el Espíritu Santo todavía no había venido, pues Jesús aún no había sido
glorificado» (Jn. 7:39). Hasta cuando duró dicha dispensación, el bautismo en el Espíritu
del nuevo pacto no estaba dentro del rango de experiencias posibles. Pero, igualmente,
cuando la nueva dispensación fue inaugurada era inconcebible, era muy difícil que estos
hombres fueran confinados dentro de los límites del antiguo pacto. En sus propias vidas (en
sus mismos corazones) tenían que experimentar la transición de una dispensación a la otra.
El Pentecostés era el umbral a ser cruzado, y ser cruzado solamente una vez hacia la nueva
era. Lo de solamente una vez necesita ser enfatizado. Hasta el más ardiente protagonista de
la posición que afirma que puede haber un Pentecostés en cada cristiano, tiene que aceptar
muchas de las características del primer Pentecostés que nunca más ocurrieron. Por
ejemplo, el viento recio, lenguas repartidas como de fuego y el milagro de la comunicación,
que capacitó a cada uno en la multitud para entender el mensaje en sus propias lenguas,
todo esto nunca se repitió nuevamente.
Hablar de las experiencias actuales como experiencias «pentecostales» significa ignorar
la grandeza única de aquel evento. Aquel fue uno de los momentos decisivos en la historia
de la redención, comparable a la crucifixión, la resurrección, y a la segunda venida. La
forma como lo describe Lucas nos hace recordar la aparición de Jehová sobre el monte
Sinaí, y Pedro lo ve como el exacto cumplimiento de la apocalíptica descripción de Joel
acerca de los últimos días, «les mostraré maravillas arriba en el cielo y señales abajo en la
tierra, sangre y fuego y vapor de humo, el sol se convertirá en tinieblas y la luna en
sangre». Hechos 2:20s. Hablar de las experiencias carismáticas actuales en estos mismos
términos sería absurdo. En el día de Pentecostés la historia humana fue perforada por lo
divino de manera definitiva, fue un momento único de transición de la era de preparación a
la era del cumplimiento. Como tal, afectó a los discípulos originales en una manera
totalmente única, registrándose en sus vidas acontecimientos espirituales y teológicos
irrepetibles.
Para una experiencia típica de la dispensación cristiana debemos mirar, no a los
discípulos originales, sino a los tres mil convertidos mediante la predicación de Pedro. Para
ellos no hubo tardanza ni distinción entre ser convertidos y ser bautizados en el Espíritu
Santo. Así pues, toda la evidencia que hemos examinado previamente sugiere que aquello
debía ser la norma para la nueva dispensación. Llegar a ser cristiano significaba un salto

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instantáneo hacia la era por venir y compartir inmediatamente del don celestial (Heb. 6:4s).

Los samaritanos
El relato de los discípulos samaritanos en Hechos 8:12ss, a la luz de los sucesos,
también parece apoyar la interpretación pentecostal. Ellos eran personas creyentes que
habían sido bautizadas, pero que no habían recibido el bautismo en el Espíritu Santo sino
hasta que la iglesia de Jerusalén envió a Pedro y a Juan quienes «pusieron las manos sobre
ellos y recibieron el Espíritu Santo».
El problema con este argumento es que prueba demasiado. Ellos no eran discípulos que
no habían sido llenados con el Espíritu Santo, sino que eran discípulos que aún no lo
habían recibido. Lo que llegó a ellos mediante el ministerio de Pedro y Juan no fue la
primera, sino la segunda etapa de una experiencia del Espíritu. Es dudoso que ellos ya
fueran discípulos de Cristo antes de la visita de los apóstoles. No sólo no habían recibido el
Espíritu, sino que la manera en que se describe su fe es bastante inusual. No se nos dice que
hayan creído en, o dentro, o sobre el Señor Jesucristo, sino que creyeron meramente a
Felipe. ¿Significaría esto algo más que el que ellos aceptaran intelectualmente el mensaje
que predicó Felipe? La fe de Simón el mago se describe en los mismos términos que la de
ellos. Sin embargo en la secuencia Pedro tiene que dirigirse a él en las solemnes palabras
del verso 21, «Tu no tienes parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto a
los ojos de Dios». El permanece «en hiel de amargura y en prisión de iniquidad» (verso 23).
Pero, incluso, concediendo que estos hombres fueron discípulos genuinos (dándole todo
valor a la afirmación de Hechos 18:14 que «Samaria había recibido la Palabra de Dios», y
concediendo que ellos tuvieron una experiencia del Espíritu Santo en dos etapas, aún así el
pentecostal debe convencernos de que dicha experiencia era una experiencia típica. Al
contrario, la posición de los samaritanos, tal como la de los discípulos en el Pentecostés, fue
única. Por primera vez el evangelio estaba saliendo fuera de las fronteras del judaísmo. La
transición no estaba señalada por eventos de la misma magnitud que la del Pentecostés. No
hubo ni viento recio ni lenguas como de fuego. Lo que hubo fue (asumiendo que los
discípulos recibieron el don del Espíritu Santo un tiempo después de haber creído) un
salirse del orden normal de la salvación. Además, fue un salirse de una clase muy precisa,
un salirse que indicaba que la iglesia samaritana no podía existir aislada de la iglesia de
Jerusalén. Los samaritanos podían experimentar el discipulado normal, solamente en la
comunión con los apóstoles, y sólo como parte de un solo cuerpo del cual la iglesia de
Jerusalén era la célula primaria. Cualquier ruptura de la conexión entre la Fe y el bautismo
con el Espíritu, sería debido a la necesidad de señalar con absoluta claridad dicha verdad,
en la medida en que la iglesia rompía su crisálida judía.

La conversión de Pablo
Algunas de las preguntas que emergen de la experiencia de los samaritanos, emergen
también de la conversión de Pablo, a la cual apelan con confianza aquellos que quieren
separar el Bautismo con el Espíritu Santo de la conversión. Según la narración de Hechos
9:7ss pasó un tiempo de tres días entre la experiencia que tuvo el apóstol en el camino a
Damasco y el recibimiento del Espíritu. La pregunta es, ¿Se convirtió Pablo en el camino a
Damasco? Varios factores sugieren que este no fue el caso. El sólo había recibido una
revelación de la aterradora grandeza del Señor (que lo dejó postrado y abrumado). A

18
diferencia del carcelero de Filipos, Pablo no recibió ninguna respuesta inmediata a la
pregunta «¿qué quieres que yo haga Señor?», y su experiencia emocional fue totalmente
diferente a la de su convertido filipense. El carcelero, habiendo creído en Cristo estaba en
un estado de regocijo (Hech. 16:34). Pablo, tremolante y perplejo estaba demasiado
desconcertado hasta no poder comer ni beber, su tenebroso interior era tan real como su
ceguera física. Pablo sólo podía esperar, aprehensivo, hasta que se le dijera lo que tenía que
hacer. El primer indicio de evangelio (buenas nuevas) vino solamente en las palabras de
Ananías, «hermano Saulo, el Señor Jesús me envió para que recibas tu vista y seas lleno
con el Espíritu Santo» El momento en que su ceguera (y sus tinieblas) desaparecieron en el
acto, fue con toda seguridad el momento de su conversión, y fue también el momento en el
cual recibió el Bautismo con el Espíritu Santo.

La conversión de Cornelio
La historia de la conversión de Cornelio no es tomada por los pentecostales para
argumentar su interpretación, sin embargo es relevante a ella, ya que viene de pasajes antes
examinados. Cornelio no fue, en el sentido pleno, un prosélito de la fe judía, pues no había
sido circuncidado (Hechos 11:3). Sin embargo él era más que un típico «temeroso de Dios»
(el círculo más lejano de los convertidos al judaísmo). Su reconocimiento al Dios de Israel
no era una mera formalidad. Adoraba a Dios devotamente y expresó su fe en dar limosnas y
en la oración. Que no hay duda de su fe puede probarse por la clara indicación de Pedro que
él era aceptado por Dios (Hechos 10:35). «Cornelio debe haber sido un genuino creyente y
un hombre justificado» escribió James Buchanan, «puesto que sin fe es imposible agradar a
Dios».
La pregunta no es por qué un hombre como él debía tener una experiencia especial del
bautismo con el Espíritu, sino por qué tenía que convertirse a Cristo. La respuesta, es con
seguridad, que él era un creyente veterotestamentario, pre-reino, y cuando llegó el Rey,
Cornelio tenía que ser confrontado con él y llevado a reconocerlo. Cornelio estaba en el
mismo estado que los discípulos antes de su encuentro con Cristo, «un israelita en quien no
hay engaño». Porque en el caso de los discípulos, su encuentro con Cristo tuvo lugar
cuando «el Espíritu Santo aún no había venido». Su bautismo con el Espíritu no coincidió
con el reconocimiento de su Salvador. Cornelio, sin embargo, fue presentado a Cristo en
este lado del Pentecostés, y en el momento en que recibió la Palabra el Espíritu cayó sobre
él. El evento, por supuesto, marcaba una época, en tanto que marcaba la extensión del reino
hacia los gentiles. De allí la necesidad que dicha experiencia sea atestiguada por un apóstol
(especialmente enviado a Cesarea para ese propósito) y visiblemente demostrado mediante
el hablar en lengua «como al principio».

Los discípulos en Efeso


El último caso que necesitamos examinar es aquel de los discípulos efesios descrito en
Hechos 19:1–6. Otra vez, a primera vista, el argumento pentecostal es muy fuerte. Aquí
tenemos a hombres que eran discípulos pero que aún no habían recibido el Espíritu Santo.
Pero una pequeña mirada aguda muestra rápidamente que las cosas no eran tanto como
parecían, y que esto es, en realidad, lo que Pablo mismo descubrió. No sólo no habían
recibido la plenitud del Espíritu, sino que no habían recibido el Espíritu. Ni siquiera habían
llegado a una experiencia en dos etapas. En efecto, nunca habían oído acerca del Espíritu

19
Santo, y lo que es más extraño todavía, nunca habían escuchado de Cristo y Pablo tiene que
contarles pacientemente que Juan el bautista en quien profesaron fidelidad, había enseñado
que la gente debe creer en aquel que vino después de él, a saber, Cristo Jesús. Ellos se
habían convertido a Juan, no a Cristo, y el único bautismo que ellos conocían era el
bautismo pre-reino de Juan, «bautismo de arrepentimiento para perdón de pecados»
Su discipulado cristiano data solamente a partir del momento de su bautismo cristiano
por manos de Pablo, y su bautismo en el Espíritu siguió después, cuando el apóstol les
impuso las manos.
Nada en estos pasajes nos exige que abandonemos la posición que hemos tomado en el
capítulo previo, que el bautismo en el Espíritu es un privilegio gozado por cada creyente. A
decir verdad, el bautismo en el Espíritu es en sí mismo el acto divino de iniciación, el cual
es lo único que hace que un hombre llegue a ser cristiano.

20
CAPITULO 3
BAUTISMO EN EL ESPIRITU: ¿SIETE PASOS FACILES?

Ahora debemos pasar a un segundo elemento en el esquema pentecostal, a saber, el


argumento que el bautismo en el Espíritu es dado solamente a aquellos creyentes que
cumplen ciertas condiciones. R.A. Torrey dedica dos capítulos completos de su libro «El
Espíritu Santo: ¿Quién es y qué hace?» para exponer estas condiciones y en forma
categórica expresa que «hay una senda sencilla, consistente en siete pasos fáciles, los cuales
cualquiera pueden tomarse hoy en día, y que es absolutamente cierto que cualquiera que
toma aquellos siete pasos entrará en esta bendición».

1. Aceptar a Jesús como Salvador


El primer paso para recibir el Espíritu es, así se nos dice, aceptar a Jesús como
Salvador. Tenemos que estar bien con Dios.
La primera objeción a esto es que se proponga solamente como un primer paso. La
definición de Torrey es que «descansamos en la obra consumada de Cristo en la cruz del
Calvario, en su muerte expiatoria por nosotros, como la única base de ser aceptados delante
de Dios». Esta es una correcta afirmación de la naturaleza de la fe salvadora y es
absolutamente esencial para que podamos recibir el bautismo en el Espíritu Santo. Pero
según Torrey y sus seguidores ello no es suficiente. La sola fe no asegura la plenitud del
Espíritu. Esto ataca el corazón mismo del énfasis evangélico en la sola fide. Pues, ello
significa que un hombre puede ser justificado de todos sus pecados y, sin embargo, se le
niega el Bautismo en el Espíritu; que puede ser justo con la justicia de Cristo pero que está
privado de la plenitud del Espíritu; e incluso que puede ser un hijo de Dios pero que no
tiene el sello de filiación, un heredero a quien las arras de la herencia no le son conferidas.
Esta no es una mera modificación de la teología evangélica (que sería un avance consistente
con su naturaleza), sino mas bien una destrucción de ella.
En segundo lugar, el efecto de dicha enseñanza resulta en una intolerable separación
entre Cristo y el Espíritu. Se recibe a Cristo solamente por la fe, pero no así el Espíritu. Sin
embargo, según Pablo, estar en Cristo es estar «completo» (Col. 2:10). El Señor es el
Espíritu (2 Cor. 3:17), y es precisamente en razón que Cristo y el Espíritu son uno, que el
Salvador puede identificar la venida del Consolador con su propia venida (Jn. 16:16ss). Si
Cristo está presente dondequiera que el Espíritu está presente, entonces ¿es ciertamente
verdadero el corolario que el Consolador está presente dondequiera que Cristo está
presente?

2. Renunciar a todo pecado


El segundo paso hacia la obtención del bautismo en el Espíritu es renunciar a todo
pecado. Debemos, dice Torrey, «hacer clara opción entre el Santo Espíritu y el impío
pecado».
La base exegética para esta afirmación es poco convincente. Torrey argumenta que esto
está implícito en la palabra «arrepentíos» en Hechos 2:38, y gratuitamente evita definir el
arrepentimiento como «un cambio de la mente respecto al pecado» y lo define más bien

21
como «renunciar a todo pecado». El mandato a arrepentirse no puede tener este significado,
como tampoco lo tendría el mandato católico romano «haz penitencia».
Además, es extremadamente curioso que se considere posible la renuncia a todo pecado
antes del bautismo en el Espíritu. Toda esperanza que podría haber de tal victoria, una vez
que la plenitud del Espíritu haya venido a nuestras vidas, ciertamente no podría ser una
esperanza antes del bautismo en el Espíritu. En verdad, es difícil comprender por qué, en tal
caso, sería necesario el bautismo en el Espíritu. Si podemos prescindir de los servicios del
Espíritu Santo en la lucha contra el pecado, ciertamente podemos prescindir de él
totalmente.
Lo que va apareciendo aquí es una teología perfeccionista hecha y derecha. «Si hay
alguna medida de rebelión contra él» escribe Ralph M. Riggs, «ello tendrá que resolverse
con una completa rendición ante él». La interrogante es, ¿Es posible para el cristiano tal
estado? La experiencia (y la observación) sugieren que no es así, y la Biblia lo confirma. El
Pedro post-Pentecostés, lleno del Espíritu, tiene que ser reprobado en su cara porque era
digno de ser condenado (Gál. 2:11). Pablo lamenta la existencia de una ley del pecado en
sus miembros (Rom. 7:23), y Juan ya estaba cansado de los perfeccionistas, por lo que
rotundamente declara que si decimos que no tenemos pecado, simplemente nos engañamos
a nosotros mismos (Jn. 1:8). Frente a estos hechos, ¿cómo podemos decir a creyentes
agonizantes que si ellos solamente toman el simple (sic) paso de eliminar todo vestigio de
rebelión de sus vidas, rindiéndose completamente a Dios y renunciando a todo pecado,
entonces recibirán la bendición del bautismo en el Espíritu? Esto puede consolar a los
ilusos, pero a los realistas los llevaría a la desesperación.

3. Franca confesión ante el mundo


El siguiente paso establecido por Torrey es la abierta confesión de nuestra renunciación
al pecado y de nuestra aceptación de Cristo ante el mundo. Esta afirmación merece tres
comentarios.
En primer lugar, la confesión es perfectamente normal y es parte indispensable de la
vida cristiana. No es ni la evidencia, ni la puerta de entrada a un alto estado de discipulado,
sino algo que Dios espera de todo cristiano. En su forma más sencilla el mensaje
evangelístico establece que «si confesares con tu boca al Señor Jesús … serás salvo» (Rom.
10:9). Si esto es así, el argumento de Torrey no viene al caso. Pues, si el bautismo en el
Espíritu es dado a todos los que confiesan a Cristo, entonces es dado a todos los cristianos
puesto que todos son confesantes.
En segundo lugar, el argumento de Torrey invierte el orden bíblico. El confesar a Cristo
no es la causa meritoria del bautismo en el Espíritu, al contrario, es el resultado de dicho
bautismo. Así ocurrió en el Pentecostés, primero fueron llenos con el Espíritu Santo y luego
empezaron a proclamar las obras maravillosas de Dios (Hechos 2:4, 11). También fue así
en el hogar de Cornelio, mientras Pedro predicaba, el Espíritu cayó sobre sus oyentes y
empezaron a magnificar a Dios (Hechos 10:44, 46). Y esta fue, precisamente, la manera en
que Cristo dijo que iba a suceder. El no prometió que si ellos testificaban el Espíritu Santo
vendría sobre ellos, sino que el Espíritu Santo vendría sobre ellos y que serían testigos
(Hechos 1:8).
En tercer lugar, hay una sutil distorsión de la idea de confesión en el argumento de
Torrey. Ha llegado a ser una confesión acerca de nosotros, nosotros hemos renunciado al
pecado, nosotros hemos aceptado a Cristo. Estas son declaraciones acerca de nuestro

22
propio estado espiritual (y por lo menos una de ellas es falsa). En el Nuevo Testamento la
confesión es Cristo-céntrica: El es grande (Heb. 4:14). El testimonio no es que nosotros
hemos renunciado al pecado, sino que Cristo nos ha salvado del pecado.

4. Obediencia
La tendencia perfeccionista antes señalada aparece con mucha mayor claridad en el
cuarto paso, obediencia. Para ello se alega como base bíblica el pasaje de Hechos 5:32 «El
Espíritu Santo que Dios les ha dado para que le obedezcan». Nuestra actitud instintiva nos
lleva a relacionar este verso con 1 Juan 3:23 «Este es el mandamiento, que creamos en el
nombre del Hijo, Cristo Jesús, y que nos amemos unos a otros». El don del Espíritu es dado
a todos aquellos que obedecen las imperiosas invocaciones evangelísticas de Dios. Riggs y
Torrey lo entienden en forma muy diferente. Para Riggs significa rendición perfecta. Torrey
es incluso más directo, «la obediencia no es solamente hacer una, dos o tres cosas que Dios
nos manda, sino hacer todo lo que Dios manda … esta es una de las cosas fundamentales
para recibir el bautismo en el Espíritu, la rendición incondicional de la voluntad ante Dios».
Debemos nuevamente preguntar, ¿Por qué una persona así necesita el bautismo en el
Espíritu Santo? ¿No ha hecho ya por su propia fuerza todo aquello para lo cual se podría
haber deseado la ayuda del Espíritu?
Es más, cualquiera que haya alcanzado este plano espiritual está viviendo en un plano
que la Biblia nunca lo contempla posible para un cristiano. Solamente una conciencia
cauterizada, o una teología ignorante puede persuadir a algún hombre que él ha hecho una
absoluta rendición de su voluntad a Dios, y que está obedeciendo todos sus mandamientos.
Al revés, el esquema pentecostal es como si el camino para el bautismo en el Espíritu Santo
estuviese protegido, incluso contra el cristiano, por la espada ardiente que da vueltas
alrededor (Gn. 3:24). Si la condición para recibir el Espíritu Santo en su plenitud es la
obediencia perfecta, entonces Dios se está burlando de nosotros. Cualquiera que haya
cumplido toda la ley pero que haya faltado en una sola parte es culpable de toda la ley
(Stgo. 2:10).

5. Sed
La quinta condición es sed, para probar esto, también se ofrece un texto bíblico: «Si
alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, de su interior fluirán ríos de agua
viva. Pero esto dijo del Espíritu que recibirán los que creen en él» (Jn. 7:37ss).
Según como Torrey usa este pasaje, se nota claramente cómo trata de relacionar el
bautismo en el Espíritu con los méritos del lado humano. Pero en el texto mismo vemos que
sed es equivalente a fe, y se afirma muy categóricamente que el bautismo en el Espíritu será
dado a quienes creen. Como la justificación, la única condición es solamente la fe. Pero
esto no es suficiente para la teología pentecostal perfeccionista y condicionalista. Esta trata
de buscar un algo que nosotros debemos hacer para recibir el bautismo en el Espíritu, y
todo lo que puede encontrar es sed, luego entonces la sed en sí misma es definida en fuertes
términos, de manera que uno la pueda mirar con satisfacción. La teología pentecostal
asegura que el bautismo en el Espíritu no es una simple sed sino que es una sed especial, es
decir una sed más algo adicional. Esta sed debe ser contínua e intensa, y si como tal es una
sed meritoria, pues eso tiene otras implicaciones muy graves. Pero el esfuerzo por defender
el punto es valiente: «cuando un hombre tiene sed deveras», escribe Torrey, «parece como

23
si cada poro de su cuerpo clamara al mismo tiempo, agua, agua, agua». Cuando un hombre
tiene sed espiritual, todo su ser clama a un mismo tiempo, «el Espíritu Santo, el Espíritu
Santo, el Espíritu Santo, Oh Dios dame el Espíritu Santo». Además este deseo debe ser
puro, «debes desear el bautismo con el Espíritu Santo para la gloria de Dios y no para tu
propia gloria. Debes desear el bautismo con el Espíritu Santo para que honres a Dios con un
servicio más efectivo y no solamente para que tengas un nuevo poder o una nueva
influencia o para un mayor salario».
Todo el efecto apunta a trasladar el énfasis de la promesa de Dios y de la obra de Cristo
como seguridad, a alguna cualidad humana meritoria. Se nos recuerda la historia de
Naamán, que esperaba algo espectacular como la condición para que su lepra se sanara pero
que en vez de ello se le dio una simple instrucción, «ve y lávate en el Jordán siete veces» (2
Reyes 5:10). Naamán se «enfureció» y a muchos cristianos les parece ofensivo que tan
gloriosa promesa como el bautismo en el Espíritu sólo requiera de la fe en Cristo para su
cumplimiento.

6. Pídele solamente
La sexta condición es «pídele solamente», o más específicamente, se necesita oración
específica para esta bendición específica. El texto que se ofrece como prueba es Lucas
11:13, «Si ustedes siendo malos, saben dar buenos dones a sus hijos, mucho más vuestro
padre que está en los cielos les dará el Espíritu Santo a los que le piden».
Es difícil entender cómo esto puede apoyar la doctrina pentecostal. El texto no se
refiere al bautismo en el Espíritu sino más bien a un mero dar el Espíritu, de tal manera
que, hasta donde corresponde a la gramática del texto, no significa más que lo que Torrey
despectivamente describe como «tener el Espíritu Santo morando en nosotros muy lejos,
escondido en algún rincón de nuestro ser, donde no somos claramente conscientes de su
presencia». Torrey mismo distingue entre dar el Espíritu y el bautismo en el Espíritu, así
pues, según sus propios términos Lucas 11:13 resulta irrelevante para su argumento.
Lo que sucede es que, una vez más, la idea del mérito (el cumplimiento de ciertas
condiciones prescritas) sale a relucir con preeminencia. El bautismo en el Espíritu es para
aquellos que lo merecen. Riggs ni siquiera se toma la precaución de eludir el término,
cuando se refiere a Santiago 4:2 («… pero no tenéis lo que deseáis porque no pedís»), él
escribe, «esta es la prueba eliminatoria de Dios para determinar a quienes El considera
dignos de recibir este invalorable don. No cuesta dinero, no tiene precio, pero Dios se lo
dará solamente a aquellos que lo piden».
Torrey empieza con un «solamente pide», el cual, hasta donde podemos avisorar, no es
diferente de la sola fide. Pero su explicación muestra que ninguna petición ordinaria será
suficiente. La oración debe ser especial, de manera que una vez más, el énfasis se mueve de
la promesa y seguridad divinas hacia la calidad de nuestro pedido. Mirando
retrospectivamente hacia un ejemplo típico de los que él tiene en mente, Torrey escribe,
«cerca de la media noche Dios nos dio la victoria completa, pero Oh, que oración que había
desde ese instante hasta un poquito más de las dos de la madrugada. Creo que nunca antes
había escuchado una oración así, y rara vez la he escuchado desde aquella vez». Que el
Espíritu haya prometido orar es una cosa, pero que nos haya prometido tal oración que
nunca antes la haya escuchado es algo muy diferente.
Toda la idea del pasaje de Lucas es contraria al argumento de Torrey. Por ejemplo, la
necesidad de pan que tiene el niño no puede ser satisfecha en una experiencia por única

24
vez. Es algo recurrente, y por analogía así es nuestra necesidad del Espíritu Santo, por la
cual debemos orar constantemente. Además la necesidad del niño no es por algo lujoso, o
extra, sino una necesidad de pan, comida común en la vida diaria. Por analogía también, el
Espíritu Santo es alguien que cada creyente necesita indispensablemente y que Dios no
puede negarlo a sus hijos como ningún padre humano puede negar a su familia. Es más, es
inconcebible que un padre terrenal solamente daría comida a los hijos que se la pidan en
una manera especial, o que los sujete a «una prueba eliminatoria» para asegurarse que sus
hijos realmente necesitan la comida, o que la necesiten urgentemente, fervientemente, en
forma demandante y pura.
El ministerio del Espíritu Santo en toda su plenitud es para el cristiano un asunto de
sobrevivencia, y mientras que ciertamente debe pedirlo debe esperar recibirlo, no por la
calidad especial de su petición, sino por la urgencia de su necesidad y por la certeza de la
promesa del Padre.

7. Fe
El último paso para recibir el bautismo en el Espíritu Santo es la fe. Podríamos leer esto
con asombro. ¿Por qué la fe tiene que estar al último? Pero nuestro asombro puede estar
fuera de lugar, pues la definición de fe en este contexto es muy peculiar, pues ya no
significa creer en el Cristo crucificado, sino en esperar que Dios te dé lo que le pidas.
Según Torrey, es aquí donde muchos fracasan, incluyendo «a una multitud de sinceros
buscadores del bautismo con el Espíritu Santo. Ellos cumplen con las otras condiciones,
oran específica y fervientemente, pero no esperan con confianza y por lo tanto no lo
reciben».
Pero esto significa muy poco o significa demasiado. Si Torrey quiere decir que cada
creyente, simplemente por ser creyente, tiene el derecho de esperar el bautismo con el
Espíritu Santo, entonces está desechando su propio argumento. Por otro lado, se está
diciendo demasiado al afirmar que absolutamente cualquiera que espere el bautismo en el
Espíritu lo va a recibir. Por ejemplo, hay mucha gente que con confianza espera ir al cielo
pero que serán dolorosamente desengañados (Mt. 7:21ss). Debemos preguntar, ¿Quién
tiene el derecho de esperar la bendición? ¿En qué está basada tal confianza? Responder que
se basa en la confianza por sí misma no es respuesta. La única base razonable para confiar
en alguna de nuestras oraciones está en que Cristo ha hecho cierta definida promesa a
alguien en nuestras circunstancias. Hasta donde concierne al bautismo en el Espíritu, la
base para la confianza es que Dios ha prometido la plenitud de su Espíritu a todos los
creyentes, y solamente a los creyentes.

Conclusión
Recientemente, algunos predicadores dentro de la comunidad reformada han empezado
a sugerir que calvinistas y carismáticos deben juntarse e incluso unirse orgánicamente,
formando iglesias locales donde se incorporen ambas tradiciones. Tales propuestas pueden
venir sólo de hombres que consideran a las iglesias carismáticas como nada más que
iglesias evangélicas típicas, pero que además tienen el don de lenguas. La verdad es muy
diferente. Mucho antes de empezar a discutir el don de lenguas, la teología de estas iglesias
difiere radicalmente de la teología reformada.
Primero, la teología carismática es perfeccionista, y lo es consciente y deliberadamente.

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«El Hijo pentecostal», escribe el muy conocido carismático anglicano Michael Harper, «fue
criado en las niñeras del movimiento de santidad, de donde ha adquirido muchísimo de su
enseñanza y también, muy extrañamente, una gran persecución. El metodismo y sus varios
ancestros en las sectas moravas, han enseñado tanto lo decisivo de la experiencia de la
conversión, como también otra experiencia más profunda llamada de diferentes maneras,
‘entera satisfacción’, ‘santidad’, ‘amor perfecto’, ‘la segunda bendición’, y más tarde,
‘bautismo en el Espíritu’. De esta roca es de donde, mayormente, ha sido labrada la piedra
pentecostal». Esta estirpe explica por qué el pentecostalismo cree en la posibilidad de
renunciación a todo pecado, obedeciendo a los mandamientos de Dios y rindiendo
absolutamente nuestras voluntades a la voluntad de Él. ¿Cómo puede alguien esperar
reconciliar tal perspectiva con la conciencia de pecado del agustinianismo de los
reformadores y puritanos?
Segundo, la teología pentecostal es condicionalista. Si deseamos gozar todas las
bendiciones del pacto, la sola fe no es suficiente. Además de ésta, uno debe renunciar a
todo pecado, obedecer los mandamientos de Dios, tener una real sed por el Espíritu, pedir
realmente y esperar realmente. El abandono de la sola fide es radical y el camino hacia la
plenitud espiritual se encuentra con problemas tan intimidatorios que sólo pueden ser
vencidos en la imaginación.
Un comentario final: ¿cuán hábilmente lanza sus apuestas compensatorias el pentecostal
y el predicador de santidad? La promesa es gloriosa. Los pasos son fáciles. Pero si el oyente
no la obtiene, no puede reclamarle al predicador. El predicador siempre puede decir, Ah,
pero tú no has renunciado a todo pecado. Tú no te has rendido totalmente. Tú no tienes
realmente sed. Tú no pides puramente. Tú no esperas confiadamente. La agonía
resultante para el que está espiritualmente desesperado, en principio, no es diferente de las
auto-flagelaciones de Lutero.




















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CAPITULO 4
¿HAN CESADO LOS DONES ESPIRITUALES?

Hasta aquí no hemos dicho nada acerca de la más controversial de las afirmaciones
pentecostales, a saber, que la prueba del bautismo en el Espíritu es la posesión de ciertos
dones espirituales, especialmente el don de lenguas. El protestantismo, tradicionalmente ha
mantenido la opinión que los dones milagrosos han cesado con la era apostólica. Sin
embargo, Edward Irving, (1792–1834) afirmó que los dones eran para todas las edades de
la iglesia y bajo su influencia, un grupo de cristianos en Londres formaron la Iglesia
Católica Apostólica completa, con apóstoles, profetas, sanidades y el hablar en lenguas. El
movimiento de Irving se petrificó. Pero en el siglo XX, del seno del movimiento wesleyano
derivado del movimiento de santidad, se levantaron las iglesias pentecostales, manteniendo,
según uno de sus voceros representativos, que «en la Biblia el hablar en lenguas es la única
evidencia del bautismo en el Espíritu». Desde la segunda guerra mundial, los adherentes de
esta opinión se han multiplicado dentro de las principales denominaciones, dando lugar al
neo-pentecostalismo. Las iglesias reformadas no han estado exceptuadas y muchas de las
iglesias independientes de Inglaterra y Gales se han dividido trágicamente sobre este tema.
Cualquier respuesta bíblica a este movimiento debe insistir en dos puntos
fundamentales: primero, que algunos de los dones han cesado; y segundo, que la Iglesia de
hoy permanece como una institución completamente carismática. Este capítulo tiene que
ver sólo con el primer punto, pero debemos tener en mente que, a largo plazo, la
preocupación por la naturaleza carismática positiva de la iglesia es más importante que la
negación de las modernas pretensiones carismáticas.

El apostolado
La posición pentecostal requiere la perpetuación de la exacta situación que prevalecía
en la iglesia apostólica. En particular requiere que tengamos todos los dones, todas las
experiencias y todos los oficios de los que gozaba la iglesia primitiva. Sin embargo, la
desesperanza de esta demanda llega a ser evidente cuando reflexionamos en el oficio del
apostolado. Que sus dones tenían el claro propósito de ser temporales queda demostrado
por el hecho de que, un requisito esencial para su apostolado era que hayan visto al Cristo
resucitado. Por eso, Pedro establece en Hechos 1:21–22 que la persona escogida para
reemplazar a Judas debe ser «testigo con nosotros de su resurrección». Pablo relacionó
claramente su apostolado con este hecho, «y al último de todos, como a un abortivo, me
apareció a mí» (1 Coro. 15:8, 9). Cuando los gálatas negaron el apostolado de Pablo, el
asunto estaba relacionado con este hecho, que Pablo no era un verdadero apóstol porque
nunca había visto a Cristo y había recibido su evangelio solo de segunda mano. Pablo
protesta vigorosamente que él no ha recibido su evangelio de parte de los hombres, sino por
revelación de Jesucristo (Gál. 1:12). Su llamado a ser apóstol estaba íntimamente ligado al
hecho de haber visto al Hijo de Dios (Gál. 1:16).
El argumento de la irrepetible naturaleza de los requisitos del apostolado se refuerza
con el hecho que los apóstoles nunca designaron sucesores, ni establecieron los requisitos
que debían tener dichos sucesores. Ellos estuvieron contentos con dejar a los evangelistas la
fundación de nuevas iglesias, y el cuidado de las ya existentes a los pastores y maestros. El

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más cercano sucesor de un apóstol que tenemos es Timoteo, pero se habla de él como un
evangelista cuya autoridad no va más allá de implementar, en las iglesias, las ordenanzas
que Pablo estableció.
La naturaleza temporal del apostolado está implícita en su misma naturaleza. Era
fundacional, la iglesia se edifica «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas» (Ef.
2:20). La misma idea ocurre en Apoc. 21:14, donde se nos dice que los muros de Jerusalén
tenían doce fundamentos inscritos con los nombres de los doce apóstoles. Claro que es
verdad que la edificación del templo espiritual continúa en nuestra era cristiana (1 Pedro
2:5) cuando cada piedra es escogida y preparada. Pero el echar las bases o fundamentos,
tuvo lugar una vez para siempre en la encarnación. Cristo es la piedra angular. Los
apóstoles son los fundamentos. Lo de una vez para siempre se ve claramente en el Nuevo
Testamento mismo. Así como Cristo se ofreció una vez para siempre, de la misma manera
lo es la fe, una vez por todas entregada a los santos (Judas 3). Consecuentemente, la actitud
correcta frente a la tradición apostólica no es la de desarrollarla y añadir a ella sino la de
«retenerla» (2 Tes. 2:15). Es una herencia sagrada que debe ser conservada (1 Tim. 6:20)
La unicidad del período durante la puesta autoritativa de los fundamentos es inherente
al Nuevo Testamento, por ello, Oscar Cullmann está en lo correcto al afirmar que «el
escándalo del cristianismo es creer que estos pocos años, que para la historia secular no
tienen ni mayor ni menor significación que otros períodos, son el centro y la norma de la
totalidad del tiempo».

Profecía
Con igual confianza podemos sostener que el don de profecía ha cesado. En el Nuevo
Testamento, la profecía no era meramente un don expositivo que capacitaba a un hombre
para desentrañar el significado de una vasta revelación, como lo era en el Antiguo
Testamento. Los profetas eran órganos de revelación, hombres a quienes Dios les daba a
conocer su voluntad y a quienes Él les autorizó actuar como sus voceros. En la iglesia de
Corinto, por ejemplo, los profetas eran hombres que tuvieron revelación y «entendieron
todos los misterios». Algunas veces, la revelación era una predicción, otras veces era una
directiva, y en otras ocasiones (como en el Apocalipsis de Juan), era un complejo y
sostenido descubrimiento de la mente de Dios que abarcaba una amplia variedad de temas
doctrinales, exhortativos y escatológicos.
Por lo tanto, tenemos el derecho de esperar de los profetas, «misterios y revelaciones».
Cuando aplicamos este criterio a las profecías modernas, queda demostrado, muy
dolorosamente, que el don de profecía ha cesado. Las razones no están lejos de ser halladas.
En primer lugar, así como el apostolado, la profecía era fundacional. El fundamento al
que se refiere Ef. 2:20, es el de los apóstoles y profetas. Durante el tiempo de echar los
fundamentos, así como sus predecesores del Antiguo Testamento, los profetas estaban
produciendo material que más tarde sería incorporado en la Biblia. Además, estos profetas
estaban resolviendo la urgente necesidad de instrucción y guía para las responsabilidades
diarias, hasta que la iglesia tuviese suficiente Escritura. Pero estas responsabilidades no
podían prolongarse más allá de la misma época de echar los fundamentos.
En segundo lugar, incluso dentro del mismo Nuevo Testamento, hay evidencia de que
el restablecimiento del oficio profético (después de un largo silencio desde Malaquías a
Juan el Bautista) fue solamente transicional. Mientras figura en forma prominente en la
vida de la iglesia que se nos da en 1 Corintios 12 al 14, se encuentra casi ausente en las

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últimas epístolas de Pablo, es decir en las pastorales (Timoteo y Tito). Está ausente también
en otros libros tardíos del Nuevo Testamento tales como en 1 Juan. Esto sugiere, con
fuerza, que el ministerio de los profetas estaba ya suprimiéndose, incluso antes que el canon
se cerrara.
En tercer lugar, siendo el ministerio profético revelacional, estaba íntimamente
relacionado al desarrollo del canon. Mientras el canon estaba incompleto, la iglesia tenía
que poseer otros medios de acceso a la mente de Dios, principalmente mediante la profecía.
Ahora que el canon está completo, todo lo necesario para la salvación, o está claramente
expresado en la Biblia, o puede deducirse de ella por buena y necesaria consecuencia, tal
como nos lo recuerda la Confesión de Fe de Westminster. Afirmar que la profecía es aún
necesaria, es afirmar que la Biblia es incompleta e imperfecta y que por lo tanto, necesita
suplementarse. Ya sea que esta suplementación se ofrezca por los profetas pentecostales o
por los decretos papales, el principio es el mismo: la conciencia de la Iglesia está siendo
atada mediante algo adicional a la Biblia.

Hablar en lenguas
El hablar en lenguas tiene un lugar especial en el pentecostalismo, no sólo como el
común de los dones sino como la señal inicial del bautismo en el Espíritu, el medio de
manifestar profunda devoción, y muy a menudo, como el supremo objetivo del anhelo
cristiano. A pesar de todos los argumentos avanzados por los carismáticos, no vemos razón
alguna para abandonar el punto de vista tradicional de que el don de las lenguas ha cesado
con los apóstoles.
Por ejemplo, parece indiscutible que como cuestión de hecho este don ha desaparecido.
Esto no significa que durante los siglos I y XIX no hayan habido pretensiones reclamando
que este don aún existe. Pero estas pretensiones fueron esporádicas, localizadas y
discutibles. Michael Harper cita a Justino Mártir en apoyo a la perpetuidad de los dones.
Cullmann, con la misma confianza cita también a Justino Mártir en contra. Más
significativo aún, durante el largo período entre el Nuevo Testamento y Edwrad Irving, el
don de lenguas nunca fue reclamado ni siquiera por los líderes más prominentes de la
Iglesia. Esto es cierto de Padres de la Iglesia tales como Atanasio y San Agustín, Bernardo
y Crisóstomo, es verdad también de los Reformadores como Martín Lutero, Zwinglio,
Calvino y Knox, lo es también de prominentes predicadores modernos como Whitfield,
Chalmers, Spurgeon y Lloyd-Jones.
El hecho de que este don no haya sido concedido a estos grandes hombres de Dios es,
con toda seguridad, la respuesta total a la pretensión de Wesley (y con frecuencia repetida
por los pentecostales), que la razón por la cual estos y otros dones declinaron era porque
«los cristianos se volvieron paganos y sólo tenían una forma muerta de cristianismo». Es
absurdo despreciar como muertos, o como a caracoles inertes del cristianismo a Chalmers o
a Spurgeon, o a las iglesias que ellos representaron.
Otro hecho que pesa fuertemente contra el punto de vista pentecostal es que, en la
actualidad, es extremadamente difícil estar seguro en qué consiste exactamente el don de
lenguas. Sería realmente temerario aquel hombre que emprenda la tarea de probar mediante
exégesis del Nuevo Testamento que, lo que se entiende hoy por don de lenguas corresponde
al don que prevalecía en el tiempo de los apóstoles.
Por lo menos existen dos niveles de incertidumbre. En primer lugar, está muy lejos de
ser claro que el fenómeno descrito en Hechos 2 sea el mismo del de 1 Corintios 14. El uno

29
se describe como «hablar en otras lenguas», y el otro como «hablar en lenguas». En el libro
de Hechos, los que hablaron en otras lenguas fueron fácilmente entendidos por la multitud,
pero en Corinto sólo podían ser entendidos por aquellos que tenían el don especial de
interpretación. En Corinto, los que hablaban lenguas eran una señal del juicio de Dios sobre
los no creyentes, de lo cual no hay rastro alguno en el libro de Hechos. En vista de estas
dificultades, no podemos asumir livianamente que los dos fenómenos fueron iguales.
En segundo lugar, hay incertidumbre en cuanto a la naturaleza misma de las lenguas, y
no solamente hay discrepancias en cuanto a lo que ocurrió con las lenguas en el Nuevo
Testamento, sino que también hay desacuerdo en cuanto a lo que ocurre en las reuniones
pentecostales de hoy día. Según algunos carismáticos, las lenguas son lenguas extranjeras
que pueden reconocerse como tales, y que en principio, pueden traducirse. Según otros, las
lenguas son una forma de discurso extático, en el cual el cristiano expresa conceptos y
emociones que transcienden el lenguaje, es lo que Donald Gee llama «una expresión casi
espontánea, de algo que de otra manera sería indecible». Dichas expresiones no sólo serían
imposibles de traducir, sino también imposibles de interpretar. Según otros hablar en
lenguas es «una manifestación del Espíritu de Dios empleando los órganos del habla
humana». De acuerdo con esta opinión, aunque las expresiones tienen un patrón de
lenguaje, las cuerdas vocales son controladas no por el intelecto humano (¿el cual
permanece inmóvil?, 1 Cor. 14:14, NEB4) sino por el Espíritu Santo.
Por el momento, no es importante definir esta cuestión de identificación. Sólo
necesitamos notar que no hay acuerdo entre los eruditos del Nuevo Testamento, o entre los
mismos pentecostales, en cuanto a lo que era o es el hablar lenguas. Si el don de lenguas
debía ser la señal inicial del bautismo en el Espíritu esta situación es extraña. ¿Cómo puedo
yo saber que he hablado en lenguas, cuando no sé lo que era el hablar en lenguas?

Importancia decreciente
Al problema de identificación debemos añadir que, en el mismo Nuevo Testamento,
podemos ver una importancia decreciente del hablar en lenguas. En el mismo libro de
Hechos que nos lleva hasta el primer encarcelamiento de Pablo en Roma, el don de lenguas
es aún prominente. Este don está todavía en evidencia cuando Pablo escribe su primera
carta a los Corintios. Pero en las cartas pastorales ya no se menciona este don aún cuando
Pablo está preocupado en establecer los requisitos para el oficio (el cual no incluye el don
de hablar en lenguas), y en dar instrucciones detalladas en cuanto a la conducción en el
Servicio de Adoración y el comportamiento de los cristianos en las reuniones públicas.
Además, el don de lenguas no se menciona, incluso en ocasiones de desorden, en las
epístolas del Señor a las siete iglesias de Asia (Apocalipsis 2 y 3). Tampoco se menciona el
don de lenguas en las epístolas de Juan a pesar de que estas epístolas muestran un
considerable interés en el ministerio del Espíritu.
Estos hechos demuestran con fuerza que, el transicionalismo que hemos aplicado al don
de la profecía, se aplica igualmente al don de lenguas. Ya en el tiempo que el canon estaba
completo, el don de lenguas había, virtualmente, desaparecido.
Este no es un argumento que los pentecostales aceptan fácilmente. Ellos afirman que
eso es equivalente a meter tijeras a la Biblia y desechar grandes trozos de ella. Parte de la
respuesta a ello es que las porciones cortadas no son tan grandes, porque las referencias al
don de lenguas son notablemente pocas. Además, afirmar que el don de lenguas ya no
existe en la Iglesia no significa que las referencias bíblicas a dicho don no tengan nada que

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enseñarnos hoy. Por ejemplo, el comer comida ofrecida a los ídolos ya no es un tema vivo
(hasta donde sabemos). Pero los principios que Pablo establece en el transcurso de la
discusión acerca de ello, son aún relevantes para la vida y práctica cristianas. Del mismo
modo, a pesar que el don de lenguas ha cesado, la enseñanza de Pablo en 1 Corintios 14
tiene aún mucho que decir acerca de la naturaleza de la adoración y del uso de los dones
que aún continúan en la Iglesia.
Más importante aún, en la práctica, cada cristiano acepta que algunas partes de la Biblia
han sido abolidas. Ya no ofrecemos los sacrificios que se prescriben en Levítico, ya no
limpiamos leprosos según el ritual del Antiguo Testamento. Ni siquiera los teonomistas
apedrearían a los adúlteros y a los que quebrantan el día de reposo, ni administran la
circuncisión ni celebran la pascua.
Pero, ¿no deja aquello al Nuevo Testamento aún intacto, de tal modo que para cada
cosa que reclamamos precedente en el Nuevo Testamento siga siendo la norma? Desde el
momento que aceptamos que ya no podemos seguir teniendo apóstoles, hemos quebrantado
este principio. Hemos reconocido que la Iglesia del Nuevo Testamento tenía algo que
nosotros no vamos a tener. En realidad, el rango de principios y prácticas abolidas es
mucho más amplio de lo que a simple vista esperaríamos. Hoy en día, los misioneros ya no
están regidos por la directiva de Lucas 10:4 «No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado; y a
nadie saludéis por el camino». Tampoco están bajo las órdenes de confinar su
evangelización a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt. 10:6). Del mismo modo, ya no
estamos obligados a los arreglos eclesiásticos de Hechos capítulos 2 al 5, por lo cual los
apóstoles se encargaban de todo lo que era enseñanza y toda la administración, y los
cristianos practicaban una propiedad común de los bienes. Incluso cuando miramos el
atestiguamiento del Bautismo en el Espíritu Santo, sólo encontramos lo que es una
vergüenza para el pentecostalismo, porque la señal en Hechos 2:2–3 no era hablar en
lenguas solamente, sino «un viento recio y lenguas repartidas como de fuego». Si el don de
lenguas es normativo y perpetuo ¿por qué no lo son las otras señales?
La verdad es que simplemente no podemos congelar la revelación en Hechos 2:4 o en 1
Corintios 14:26, como tampoco podemos congelarla en Lucas 10:4 o Levítico 17. La
revelación es progresiva y acumulativa, y aunque Dios nunca niega la verdad de lo que Él
ha revelado anteriormente, Él decreta que algunas estructuras e instituciones sean abolidas.
La segunda epístola de Pablo a Timoteo no sólo tiene el mismo derecho de ser nuestra
norma como lo es la primera epístola a los Corintios, pero dondequiera que difieran, la
primera epístola a Timoteo, tiene mayor derecho de ser nuestra norma porque se encuentra
más lejos en la línea de la revelación acumulativa.
La razón para la gradual desaparición del don de lenguas es exactamente el mismo que
la que se aplica al de profecía. El don de lenguas era un don revelatorio. Como los mismos
teólogos pentecostales lo admiten, el hablar en lenguas más la interpretación equivale a
profecía, «En el Espíritu él habló misterios». Como tal, satisfizo las necesidades de la
Iglesia mientras el canon estaba en formación, pero ello daría lugar al ministerio expositivo
del maestro cuando la revelación estaba completa.

Un esquema no bíblico
El espacio sólo nos permite una breve mención de otro argumento, todo el esquema en
el que el pentecostalismo coloca el don de lenguas es anti-bíblico. La pretensión no sólo es
que el hablar en lenguas persiste en la Iglesia, sino que es la indispensable señal inicial de

31
un bautismo especial en el Espíritu después de la conversión, el cual eleva a los que lo
experimentan a una «super-vida» o más profunda devoción, poder grandioso y el encuentro
de un nuevo gozo. Esta perspectiva es totalmente falsa. Como ya hemos visto
anteriormente, algunas de las grandes figuras de la Iglesia post-apostólica nunca hablaron
en lenguas y tendrían que ser desechados como cristianos de segunda categoría, si es que la
doctrina pentecostal fuera verdadera. Además, hay una considerable ambigüedad en su
doctrina. ¿Es el bautismo/hablar en lenguas algo que se logra por nuestra propia santidad?
¿O es aquel la causa de nuestra santidad? Lógicamente, esperamos que sea lo segundo, que
el bautismo en el Espíritu es la precondición de la «super-vida». En efecto, el orden es
comúnmente revertido por los pentecostales. Los «siete pasos fáciles» de Torrey incluyen
la renuncia a todo pecado conocido y hace que la santidad sea la condición del bautismo en
el Espíritu. El planteamiento de Wesley, en el sentido que la Iglesia no tiene dones
espirituales porque está espiritualmente muerta, pertenece a la misma perspectiva
pentecostal. Si la propia Iglesia pudiese revivir entonces el Espíritu retornaría.
Dos puntos más debemos presentar.
Es muy difícil defender que el hablar en lenguas del modo que hoy prevalece, sea una
señal especial de espiritualidad cristiana cuando, según muchos observadores, el mismo
fenómeno puede encontrarse entre las religiones no cristianas tales como la religión
musulmana. El mismo problema está inherente en la incidencia del hablar en lenguas entre
los católico-romanos. No vamos a tomarnos la molestia de negar que muchos católico
romanos son devotos, aunque son cristianos mal guiados, pero es difícil creer que
cualquiera que goce de una gran medida de la plenitud del Espíritu pueda tener tan poco
entendimiento de la Biblia, y tan poco entendimiento de la experiencia de la salvación,
como para adorar imágenes, rendir homenaje a la virgen, y distanciarse a sí mismo
(mediante un anatema) de la doctrina de Lutero acerca de la justificación.
Finalmente, no hay en el Nuevo Testamento la más mínima sugerencia de que el hablar
en lenguas sea una señal de espiritualidad especial. La iglesia en Corinto no se quedaba
atrás en ningún don (1 Cor. 1:7). Sin embargo estaba rodeada por una multitud de
problemas que iban desde la desunión hasta la herejía y la inmoralidad. Ciertamente no era
una iglesia con «super-vida». Además, en 1 Corintios 13, Pablo deja claramente establecido
que es posible hablar en lenguas humanas y angelicales y sin embargo no tener amor. El
mismo Cristo habló en el mismo sentido en Mateo 7:22. Los hombres pueden estar en la
capacidad de reclamar que han profetizado, que han echado fuera demonios y han realizado
milagros (todos en el nombre de Cristo), y sin embargo, ser totalmente extraños a la
comunión con el Salvador. Y cuando Pablo pregunta «¿Todos hablan lenguas?»,
claramente espera la respuesta «¡No!» Pablo no da la menor idea que ello es una omisión
grande que ellos debieran remediar instantáneamente.

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CAPITULO 5
¿ES LA IGLESIA DE HOY UNA IGLESIA CARISMATICA?

Una de las más tristes características de la historia cristiana ha sido la manera en que se
han degradado los grandes epítetos que se han aplicado a la Iglesia, a tal punto que han
llegado a ser términos de oprobio. Para mucha gente, la palabra ortodoxia en el acto
sugiere algo muerto, formal y estéril. Para muchos otros, la palabra Católico sirve sólo para
activar el fuego de la burla. Más recientemente, la palabra Carismático ha sufrido el
mismo destino. Porque un grupo de creyentes lo han reclamado como exclusivamente suyo,
otros han renunciado a ello totalmente y hasta han llegado a igualar el «volverse
carismático» con «irse al diablo».
Pero esta degradación de nuestra actualidad eclesiástica está mal orientada. Toda iglesia
verdadera debe ser ortodoxa, católica y carismática. La ortodoxia no es más que la
profesión de la verdad. Catolicidad significa que pertenecemos a la única Iglesia, pues
Cristo tiene sólo una Iglesia. Y ser carismático significa simplemente que dependemos de
los dones del Espíritu para nuestra sobrevivencia.
En el clima actual, esto último es peculiarmente importante. Sería totalmente trágico
que en reacción ante los excesos pentecostales, perdamos de vista el hecho de que la iglesia
es carismática en su naturaleza misma. No puede existir sin ser carismática. La palabra
tiene que ser usada, por supuesto en su sentido bíblico. No significa la posesión de una
amabilidad magnética, o una personalidad dominante o dones naturales sobresalientes.
Tampoco significa hablar en lenguas, ni envolverse en una adoración del tipo discoteca y
enfatizar la espontaneidad a expensas del orden. Decir que la Iglesia es carismática, es
afirmar que posee dones espirituales y que depende de estos dones para su efectividad.
¿Cómo puede una iglesia renunciar a todos sus derechos a tal status? Está compuesta de
personas espirituales. Constituye un templo espiritual. Sus miembros no son los sabios, los
poderosos y los nobles, sino los sin letras, los débiles y los ordinarios. Ellos pueden servirse
unos a otros (y a la comunidad fuera de ellos), sólo en el poder del Espíritu que les confiere
una gran variedad de dones espirituales. Algunos de estos dones (los dones revelatorios)
han cesado. Pero la vasta mayoría de ellos continúan, es decir, sabiduría, conocimiento,
enseñanza, consejo, gobierno, liberalidad, liderazgo, servicio, consolación, exhortación,
administración. Estos dones son tan vitales para la Iglesia como lo eran para los creyentes
del primer siglo.

Ministerio carismático
El ministerio carismático de la Iglesia es aún más obvio en relación a los oficiales. Cada
funcionario eclesiástico es un hombre espiritualmente dotado de dones. Esto es
perfectamente claro incluso en la Iglesia del Antiguo Testamento. Los profetas, los reyes,
los jueces, los sacerdotes, todos ellos eran figuras carismáticas. La percepción del Nuevo
Testamento es la misma. El apostolado era un don, una charis (Rom. 1:5). Los demás
oficios eran concebidos de la misma manera. Estos dones no estaban relacionados a las
habilidades naturales o a la formación profesional sino que eran dones del Espíritu. El
maestro tenía que ser «apto para enseñar». El pastor tenía que poseer el don de gobierno.
Incluso aquellos que servían a las mesas tenían que ser llenos del Espíritu.

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Lamentablemente, la Iglesia no retuvo esta visión por largo tiempo, por lo que muy
rápido prevalecieron opiniones alternativas. La opinión más ampliamente extendida es la
sacerdotal, la misma que casi veía al pastor como un sacerdote, con poderes casi mágicos.
Las responsabilidades de dicho hombre se centraron en los sacramentos. En los Servicios
de la Cena del Señor él transformaba el pan y el vino en el cuerpo total, alma y divinidad
del Hijo de Dios, ofrecía estos elementos a Dios como un sacrificio propiciatorio y los
distribuía a los feligreses para su nutrición espiritual. En el Servicio del Bautismo el
pastor/sacerdote administraba un rito que automática e invariablemente regeneraba al que
lo recibía. Aquel pastor no era carismático. En realidad era un brujo «cristiano».
El presbiterianismo, en su mayoría, escapó de esta distorsión particular. En vez de ello,
enfrentó el peligro de un profesionalismo no bíblico. La idea que prevaleció era la de que,
cualquier hombre respetable, con una inteligencia normal, podía ser capacitado para el
ministerio mediante un entrenamiento universitario apropiado. Además uno podía
sobrevivir en el ministerio si ponía atención a los elementos comunes del profesionalismo,
o sea, una cuidadosa atención a las expectativas del consumidor, diligencia en sus diarias
tareas y ser puntual en sus citas. Los modelos tradicionales de tal profesionalismo eran los
maestros y los doctores. Más recientemente, especialmente en Estados Unidos, se han visto
a sí mismos como directores ejecutivos. El lugar donde el pastor guarda el atuendo ha
llegado a ser una sala de reuniones y la iglesia ha sido conducida según los mejores
métodos empresariales.
Los detalles pueden ser distintos, pero el principio es el mismo como con frecuencia
prevalecía en Escocia, el chico con los donacadémicos para superar, que se graduaba
mediante el entrenamiento del maestro del colegio, podía luego acceder al pastorado de una
respetable congregación.
Estos dos conceptos (el sacerdotal y el profesional) implican una traición a la visión del
Nuevo Testamento. En la Iglesia apostólica, el ministerio era remotamente sacerdotal a tal
punto que la escasez de referencias a los sacramentos es bastante asombrosa, y su relativa
poca importancia alcanza su expresión formal en 1 Corintios 1:17, «Cristo no me envió a
bautizar». El ministerio era también remotamente profesional, pues aparte de Pablo, las
figuras sobresalientes del Nuevo Testamento tenían poca educación formal. Ellos eran
carismáticos. Esto implicaba varios diferentes factores.
Primero, el pre-requisito para el oficio era la posesión de dones espirituales. Ello es
muy evidente con respecto a los oficios de revelación. Ninguna cantidad de educación,
experiencia o sentido común podía convertir a una persona en apóstol o en profeta. Lo
mismo era verdad en otras áreas. No era la educación formal la que hacía de alguien un
maestro. No es que el entrenamiento no sea importante (2 Tim. 2:2), sino que lo más
fundamental era que la persona sea «apto para enseñar» (didáktikos). Esto implicaba dos
dones más, el de conocimiento y el de comunicación. Estos no tenían que ver con aprender
de libros (aunque esto no debía despreciarse ya que Pablo tenía sus pergaminos). Estos
dones eran asunto de percepción espiritual. El maestro carismático ve así la verdad a la que
ama. Es más, la percibe en sus aplicaciones prácticas y en relevancia pastoral. Su don no es
un mero conocimiento de la verdad, sino la habilidad de aplicarlo a las necesidades del
pueblo de Dios de tal manera que sea confortado, amonestado e inspirado.
Las habilidades de comunicación de los predicadores cristianos son igualmente
carismáticas. Ellas no son idénticas a las del periodista, político o publicista profesional. En
efecto, en 1 Corintios 2:4, Pablo las desconoce. La comunicación espiritual está marcada,
no por su profesionalismo deslumbrador, sino por el cuidado, la honestidad y la audacia.

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El mismo principio puede extenderse a otras áreas del ministerio cristiano. El liderazgo
en la iglesia tampoco es un asunto de dones naturales. Es un asunto de sabiduría espiritual,
visión y coraje. Aquellos que la poseen pueden ser hombres de gran timidez natural e
inseguridad en sí mismos. Pero su debilidad es equilibrada por el hecho de que ellos
esperan en el Señor. Del mismo modo que en el Nuevo Testamento, al enfrentarse con las
presiones de la consejería, los pastores podían pretender poco conocimiento de sicología y
psiquiatría. Tampoco ellos poseían un entrenamiento clínico. Pero ellos tenían dones,
charísmata. Tenían la sabiduría que viene de arriba. Tenían la dirección del Espíritu.
Tenían la habilidad dada por Dios para aprender las lecciones de la experiencia y para
aplicar los principios bíblicos de conducta. Para todos aquellos hombres, el conocimiento
de los principios básicos de la psiquiatría eran como bonos muy bienvenidos. Pero en
ningún momento, algún título de competencia académica puede compensar la ausencia del
don pastoral en sí mismo.
Segundo, dentro del esquema del concepto carismático del ministerio, la posibilidad de
éxito y efectividad radica solamente en el Espíritu Santo. Esto es lo más humillante en toda
la gama de experiencias de la Iglesia. Ni la habilidad natural, ni el entrenamiento
académico, ni la diligencia personal pueden garantizar la efectividad. El evangelio debe
llegar en Palabra (1 Tes. 1:5), pero si solamente llega en Palabra es inútil. Debe llegar en
demostración de poder del Espíritu (1 Cor. 2:4) y debe ser predicado con el Espíritu
enviado desde el cielo (1 Pe. 1:2). El mensaje debe ser del Espíritu, las palabras deben ser
del Espíritu («palabras que el Espíritu Santo enseña»). El impacto debe ser del Espíritu
(«cuyo corazón fue abierto por el Señor» según Hechos 16:14). Sin esta acción concurrente
del Espíritu somos inútiles, incluso cuando predicamos ante los cristianos. Y para nuestro
desagrado, nosotros nunca podemos garantizar, manejar o mandar su concurrencia. Incluso
en situaciones de avivamiento, cada instancia de bendición es el resultado del don soberano
del amor discrecional de Dios. Esta es la razón por la que todos los programas de
crecimiento eclesiástico (el equivalente eclesiástico de la administración por objetivos) son
virtualmente blasfemos. Tal práctica es equivalente a dictarle a Dios el número preciso de
milagros de gracia que esperamos que Él realice. Hasta donde concierne a la bendición real
y permanente, nosotros permanecemos totalmente dependientes del flujo y reflujo del poder
de Dios.
Tercero, las obligaciones y los peligros del ministerio cristiano son aquellos
relacionados con una situación carismática. Como Pedro, nosotros necesitamos un
Pentecostés, para ser llenos del Espíritu Santo. Necesitamos agitar (o soplar la llama) el don
de Dios que está en nosotros. Tenemos que evitar de contristar o apagar el Espíritu.
Debemos vivir en el santo temor de lo que es siempre la última posibilidad, que Dios retire
su Espíritu de Saúl y su fortaleza en Sansón. Lamentablemente, el hecho de tal retiro
divino, puede a menudo, ser no percibido por la Iglesia y por el individuo mismo. Pero sea
consciente o no de ello, se quedará solamente con la vacía caparazón del oficio. Toda la
gloria, todo el poder y toda utilidad se habrán ido. Llega a ser una maleza de la tierra.

El servicio de adoración carismático


La naturaleza carismática de la Iglesia es también evidente en el servicio de adoración.
Esto está ya indicado en la declaración del Señor a la mujer samaritana en Juan 4:24, «Dios
es Espíritu y los que le adoran, deben adorarlo en Espíritu y en verdad». Tanto la ortodoxia
como la liturgia apropiada son altamente deseables, pero no son suficientes. La adoración

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debe ser en Espíritu. Ello es posible sólo para el hombre espiritual, y sólo cuando en el
mismo momento de nuestro acercamiento seamos llenos del Espíritu de Dios.
Desafortunadamente, tenemos la tendencia de ver esta cualidad carismática en una
dirección equivocada. La adoración no es carismática simplemente porque incluye
guitarras, coros, aplausos y danzas. Tampoco es carismática porque es espontánea,
exuberante y regocijante. No podemos permitir que nuestra adoración se base en el
principio del placer. Eso sólo sería cambiar una forma de hedonismo por otra. La adoración
carismática deber estar marcada por el control bíblico. El Espíritu no nos incitará y
estimulará en una manera que contradiga lo que ha revelado en su Palabra. Igualmente, la
adoración carismática debe estar marcada por el auto-dominio. El espíritu de los profetas
estará sujeto a los profetas. La adoración bíblica no es una experiencia de éxtasis en la que
las personas pierden toda conciencia de sí mismas, del mundo y de Dios. Más bien retiene
el sentido de la santidad de Dios (Isa. 6:3) como alguien augusto, trascendente y temible.
Nuestra confianza de acercarnos a Él viene, no de la presunción de una sobre-familiaridad
sino de su propia invitación. Nos acercamos a Él con devoción y humildad porque nos
acercamos autocríticamente. Los labios con los que adoramos son impuros, lo mismo que
los de aquellos que adoran junto con nosotros (Isa. 6:5).
La calidad carismática de la adoración cristiana es mucho más evidente en relación con
la predicación, la cual, como hemos visto, nunca puede ser un ejercicio meramente formal,
profesional y académico. Es muy dudoso que la predicación de esta manera entendida
pueda ser completamente ensayada. En realidad la práctica de leer los sermones aparece,
sospechosamente, como un intento de eliminar la dependencia que debe haber en la
predicación y reducirla a algo manejable. En la auténtica predicación siempre hay un
elemento de ansiedad, un temor y temblor que nace del temor que el Espíritu no nos
conservará y que seamos confundidos en nuestra ineptitud. La predicación carismática
depende de que el hombre esté lleno del Espíritu. La audacia es del Espíritu. La sabiduría es
del Espíritu. Sobre todo, el poder es del Espíritu. El Espíritu es el que da coherencia al
mensaje, nos remuerde la conciencia, causando temblor en los hombres, eliminando sus
prejuicios, ganando el consentimiento de sus intelectos y abriendo sus corazones a Cristo.
En la ausencia de estos factores, nuestra oratoria, nuestra pasión, nuestra lógica y
profundidad, no tienen ninguna esperanza de éxito como la de un agricultor que siembra la
semilla en la autopista.
La calidad carismática de la adoración es también evidente en la oración. Debemos orar
en el Espíritu (Ef. 6:18ss). El debe enseñarnos cómo orar (Rom. 8:26), porque nosotros
somos pobres jueces de nuestras necesidades, e incluso los más pobres jueces de lo que
Dios ha hecho posible para nosotros. Él también es quien nos instruye cómo orar, con
gemidos y perseverancia, pero también con audacia y aventura. Tampoco debemos dejar de
lado el hecho adicional que donde la oración es carismática (cuando es del Espíritu)
abarcará a toda la Iglesia. No sólo se preocupa por las necesidades propias de sus círculos
cercanos. Cada día del Señor la adoración carismática orará por «todos los santos» (es
decir, por todos los que en todo el mundo profesan la verdadera fe).
El carácter carismático de la adoración es igualmente claro en relación con nuestra
alabanza. Los cánticos que cantamos deben ser espirituales (Ef. 5:19). Y así debe ser
también la manera cómo los cantamos. Esto no es un asunto de mero entusiasmo. La
alabanza espiritual no puede igualarse, en forma simplista, con la alabanza efusiva.
Debemos cantar con entendimiento. No podemos cantar desde lo profundo del Salmo 130
con la misma energía con la que cantamos aquellos grandes himnos como el salmo 100 y el

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24. Hay, pues, cantos de gozo y cantos de dolor, cantos de acento apagado y cantos de
retumbante aclamación. En la adoración carismática el volumen y los tiempos serán tan
variados como las verdades que cantamos y los modos que expresamos. Pero el volumen y
los tiempos se relacionan sólo con lo externo. La gloria real de la adoración carismática
radica en algo más profundo. Hacer melodía en nuestros corazones, una melodía que resulta
del estar llenos del Espíritu (Ef. 5:19), y una melodía que es muy independiente de nuestras
circunstancias. El adorador carismático da gracias a Dios siempre en todas las cosas.

Cada creyente es carismático


Finalmente, la vida diaria de cada creyente es carismática. El ha sido bautizado y lleno
del Espíritu y como consecuencia de ello, cada creyente tiene dones con los cuales se
espera que sirva al cuerpo de Cristo. No todos tienen los mismos dones ya sea en número o
en eminencia. Dios distribuye los dones a cada uno de acuerdo a su soberana voluntad. Pero
ninguno puede considerarse a sí mismo como inútil o sobrante. Cada miembro tiene un rol
significativo dentro del cuerpo de Cristo. Sin su contribución el cuerpo se empobrece,
porque éste depende de lo que cada parte aporta si es que está funcionando correctamente.
La contribución de algunos miembros puede merecer una aclamación pública, pero los
demás no deben sentirse desanimados. El organismo necesita de su ayuda, de su liberalidad,
de su compasión, de su consuelo, de su intercesión, de su consejo privado o de cualquier
otra cosa que el Señor haya conferido sobre ellos por causa del cuerpo.
A la inversa, cada miembro necesita de los dones de todos los demás. Ni siquiera el más
honorable puede decir, «no te necesito» (1 Cor. 12:21). Todos nosotros debemos
encerrarnos dentro del cuerpo en una relación viviente con la cabeza y sostenidos por la
fuente de su sangre. Esto es algo que los líderes cristianos deben tomarse el trabajo de
recordar. A veces estamos terriblemente aislados, de lo cual resulta que, no sólo dejamos de
entender a los otros miembros, sino que nos privamos a nosotros mismos de los incontables
pequeños servicios que ellos pueden ofrecernos. Nosotros también necesitamos ser
animados, reprobados, acompañados y la palabra directa que haga pedazos la charlatanería
y la pretensión. Pretender autosuficiencia, ya sea emocional o en otros aspectos, es correr el
riesgo de la deformación de nuestra personalidad y terminar en una tonta deformación
espiritual.
Es también parte de nuestro status carismático el hecho que cada cristiano está
espléndidamente dotado para cumplir las exigencias de su propia existencia. Esto puede ser
suficientemente demandante, los sufrimientos del tiempo actual, los engaños del diablo, las
perplejidades de la toma de decisiones y las inflexibles demandas de la ética cristiana.
Reflexionar sobre las dificultades es arriesgarse a la parálisis. Pero no enfrentamos todas
estas cosas con nuestros limitados recursos. Estamos unidos a Cristo. Estamos llenos con su
Espíritu. Estamos irrigados y refrescados por los ríos de su gracia (1 Cor. 12:13). Nuestro
potencial no debe medirse en términos de nuestra herencia o carácter personal, nuestra
disciplina propia, educación y crianza. Somos figuras carismáticas de un potencial
ilimitado. Puede ser que por nuestra disposición y temperamento seamos débiles e
inadecuados. Pero como carismáticos, esperando en el Señor, renovamos nuestra fuerza.
Podemos elevarnos como con alas de águila. Podemos correr y no cansarnos. Caminamos y
no nos fatigamos (Isa. 40:31). Dentro de nosotros está el ser más que conquistadores,
superconquistadores, y, hasta podemos decir junto con Pablo, «todo lo puedo en Cristo que
me fortalece» (Fil. 4:13). El tal puede aguantar cualquier dolor, soportar cualquier carga,

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subir cualquier montaña, vencer a cualquier enemigo.
Pero hay algo aún más grande: el carácter cristiano es carismático. Ese carácter es bien
definido en Gál. 5:22ss, donde todas las virtudes y atributos de un cristiano se describen
como el «fruto del Espíritu». Vale la pena notar que «fruto» está en singular. Las obras
(plural) de la carne son variadas y discordantes. El fruto del Espíritu es unitario, un manojo
de gracias unidas indisolublemente. Donde una de ellas existe, todas las demás existen. El
fruto no es: amor o gozo o paz, sino amor y gozo y paz y fidelidad y todos los demás. Más
importante aún, estas cualidades son el fruto del Espíritu, no de la educación, o del
ambiente social, o de la cultura, o de la ideología. El cristiano no puede explicarse desde
abajo. Todo el secreto de su vida está en que él es espiritual, no sólo en algunas
circunstancias, sino en todas; no ocasionalmente sino habitualmente. Lo que él es, es una
consecuencia de la morada del Espíritu en él, se desarrolla de la semilla de Dios implantada
en él. Es el fruto de nuestro enraizamiento en Cristo.
Entre otras cosas, esto es de enorme importancia para nuestra imagen propia. Podemos
ser más cristianos, miembros del cuerpo relativamente sin importancia, pero no somos
ordinarios. Somos extraordinarios en el más alto grado. Pertenecemos al mundo por venir
(Heb. 6:5). Ya hemos saboreado sus dones y experimentado su poder. Con Cristo, nuestras
vidas están escondidas en Dios, y por lo tanto, están en la capacidad de levantarse tan altas
como su fuente, a un nivel de excelencia y nobleza que de otro modo sería impensable.


























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CAPITULO 6
EL SELLO DEL ESPIRITU

Desafortunadamente, nunca estuvimos en la capacidad de imitar al Dr. Martín Lloyd-


Jones. Una lengua recalcitrante, labios indomables, y un acento inquebrantable, harían
imposible imitarlo. Sin embargo, a él le tenemos una inmensa deuda personal y nuestra
primera admiración era ilimitada. Pensábamos que su entendimiento de las doctrinas
fundamentales eran insuperables y su habilidad para proclamarlas incomparable. Esa sigue
siendo aún nuestra opinión, pero a pesar de ello, en la actualidad, sinceramente
mantenemos la temeridad de estar en desacuerdo en una área importante de la teología del
Doctor Jones. Nosotros devorábamos con gusto sus primeras publicaciones y llegaron a ser
parte de la fábrica misma de nuestra alma. Pero algunas partes del volumen La
Predicación y los Predicadores nos llenó de duda. Romanos 8:5–17 nos angustió, y un
reciente volumen titulado El Propósito Final de Dios (una exposición de los primeros
capítulos de Efesios) nos ha convencido que ha llegado el tiempo de hablar.
El problema es la doctrina acerca del Espíritu Santo en el pensamiento del Doctor
Jones, especialmente su opinión acerca del sello del Espíritu. El está poniendo todo el peso
de su autoridad y todos sus poderes de persuasión detrás de su posición, según la cual el
sello del Espíritu es algo subsecuente a la conversión, y que por lo tanto, se puede ser
cristiano sin el sello del Espíritu.

¿Después que creíste?


Esta doctrina se basa, en primer lugar, en Efesios 1:13, que en la Versión Autorizada
del Rey Jacobo dice, «en quien también, después que creísteis fueron sellados con el
Espíritu Santo de la promesa». Esto sugiere con fuerza que el ser sellado es después de
creer, por lo que el Dr. Lloyd-Jones se esmera en enfatizar que el verbo que subraya esta
cláusula «después que creísteis» está en el pasado. En efecto, el verbo está en el tiempo
aoristo, y es una sobre simplificación considerar el aoristo como un tiempo pasado simple.
Los verbos en el idioma griego tienen que ver, primordialmente, no con el tiempo de la
acción (pasado, presente o futuro), sino con el estado de la acción (completa, incompleta, o
indefinida). El aoristo es el estado indefinido de una acción. «Es una simple acción que no
se representa como completa o incompleta» escribía nuestro favorito gramático A.T.
Robertson.
La insensatez de deducir, a partir del participio aoristo de Efesios 1:13, que hay un
intervalo de tiempo entre creer y ser sellado queda muy bien ilustrado en una cláusula del
evangelio «Jesús respondió y dijo (apokritheis eipen)». Apokritheis es un participio
aoristo exactamente similar a pisteusantes (creyendo) en Efesios 1:13. Sin embargo, sería
absurdo decir que el dicho del Señor fue después de su respuesta. Resulta más absurdo
todavía sostener que fue posible responder sin haber hablado. En efecto, la relación entre
creer y ser sellado es exactamente la misma que la relación entre creer y ser justificado.
Lógicamente, la fe es anterior a la justificación, pero eso no significa que hay un intervalo
entre éstas o que sea posible ser creyente y no ser justificado. De la misma manera, la fe
viene antes de ser sellado pero no se necesita un intervalo entre ellas.
Pero la interpretación del Dr. Lloyd Jones no hace justicia al contexto del pasaje

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aludido. Toda esta sección de Efesios está dominada por la declaración en el versículo tres
de que Dios nos ha bendecido con toda bendición espiritual. Es muy difícil, tan pronto
después de tal declaración, pretender que algunos cristianos carecen de una bendición
particular, en especial una bendición de tal importancia que el expositor puede afirmar que
«es una de las más vitales de todas las doctrinas del Nuevo Testamento con respecto al
avivamiento y a un nuevo despertar de la iglesia cristiana». ¿Podemos decir honestamente
que hemos sido bendecidos con toda bendición espiritual sin haber sido sellados con el
Espíritu Santo?
Ciertamente, ¿no es el propósito de lo que sigue Efesios 1:3 el explicar el significado de
toda bendición espiritual? Estas incluyen la elección, adopción y redención. ¿Debemos
romper aquí y decir que el sello pertenece a un orden de pensamiento distinto (que no es
parte de toda bendición espiritual disfrutada por todos los creyentes), algo que es
experimentado solamente por algunos y quizás sólo por muy pocos?
Debemos notar también la frase «en Cristo» en todo este pasaje. Somos escogidos en
Cristo, aceptados en Él y redimidos en Él, somos sellados en Él. Todos estos puntos van
juntos y no hay la menor señal de que es posible estar en El y no ser sellado, ni tampoco
que para ser sellado debamos tener algo aparte y por encima de estar en Cristo.
La manera cómo Pablo procede a describir al Espíritu Santo impide creer que uno
puede ser cristiano sin haber sido sellado. Por ejemplo, El es el Espíritu Santo «de la
promesa». El no es dado a ciertos cristianos porque son superiores a los otros. Es dado por
la promesa incondicional a los creyentes como meros creyentes. ¿Puede concebirse que
existen ciertos cristianos a quienes Dios no les ha dado la promesa del Espíritu? Debemos
recordar el contexto de esta frase en Hechos 1:4ss, «esperen por la promesa del Padre».
Aquella promesa estaba directamente ligada al deber del testimonio cristiano: «recibiréis
poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo y me seréis testigos». ¿Existen
algunos cristianos que no están obligados por el deber de ser testigos? ¿O existen algunos
que están obligados a ser testigos sin que Dios les haya dado el Espíritu prometido?.
También se describe al Espíritu como «las arras de nuestra herencia». y esto es aún más
difícil de ubicar en la opinión que, sobre el ser sellado, tiene el Dr. Lloyd-Jones, puesto que
él dice (y lo dice muy bien), que las arras son tanto el compromiso que la herencia será
dada en la primera entrega de la herencia misma. Es difícil creer que haya algunos
cristianos a quienes Dios no les ha dado dicha promesa ni tampoco la primera entrega.
Igualmente, la idea misma que es transmitida por el término «sello» hace difícil creer la
doctrina que se nos está ofreciendo actualmente. Básicamente, el sello es la marca de
pertenencia. Es lo que atestigua que una persona pertenece a Dios. Solamente los que son
cristianos son atestiguados de esta manera. Pero presumiblemente, todos los cristianos son
atestiguados. ¿De qué otra manera pueden ellos ser conocidos como pertenencia de Dios?
¿Tiene Dios posesiones sin atestiguar y sin autenticar?. Además, el Dr. Lloyd-Jones parece
no haber enfrentado la pregunta de si el ser sellado con el Espíritu es objetivo o subjetivo.
¿Significa que el Espíritu nos sella (por ejemplo, dándonos un grado especial de
seguridad)? ¿O que el Espíritu mismo es un sello? Todo apunta en la dirección de lo último.
Las arras del Espíritu, por ejemplo, son las arras que da el Espíritu, y el bautismo del
Espíritu no es el bautismo que da el Espíritu sino que el bautismo consiste en recibir el
Espíritu el cual lo da Cristo (Hch. 2:33). De la misma manera, el sello del Espíritu no es el
sello que da el Espíritu sino el sello que es el Espíritu. La persona que disfruta de la morada
del Espíritu es por ese medio, atestiguado como perteneciente a Cristo. La persona que
carece de la morada del Espíritu, no pertenece a Cristo.

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El argumento a partir de lo biográfico
El Dr. Lloyd-Jones trata de reforzar su argumento con numerosas citas de biografías de
hombres tales como Flavel, Wesley, Edwards, D. L. Moody, Christmas Evans, e incluso
Charles Finney. Sin embargo, esto solamente prueba que estos hombres han tenido, después
de sus conversiones, abrumadoras impresiones del amor de Dios. Ello no prueba que estas
experiencias son idénticas con lo que el Nuevo Testamento quiere decir con ser sellado por
el Espíritu, ni siquiera que estos hombres consideraron que sus experiencias eran el sello
del Espíritu.
Tomemos por ejemplo la muy conocida experiencia de Jonathan Edwards, cuando en
sus propias palabras dice, «soy de la opinión que, para mí, fue extraordinaria la gloria del
Hijo de Dios». Es muy difícil ver cómo esta explicación pueda servir al propósito del
argumento del Dr. Jones. En realidad, no era experiencia definitiva, una vez para siempre;
«en muchas otras ocasiones he tenido opiniones de la misma naturaleza que han tenido los
mismos efectos». Además, por más que la experiencia haya sido extraordinaria, no fue un
extraordinario sentido de seguridad (que es como el Dr. Lloyd-Jones describe el ser
sellado). El efecto que produjo no fue un sentido del amor de Dios para Edwards mismo
sino «un ardor del alma de ser vaciada y aniquilada, de yacer en el polvo, y estar lleno sólo
de Cristo». Más importante aún, Edwards no define esta experiencia como el ser sellado
con el Espíritu, y ciertamente no lo podía hacer porque sus opiniones sobre este tema eran
dramáticamente opuestas a la que estamos hoy considerando. Edwards luchó duramente
contra la idea de que el ser sellado era alguna clase de revelación o sugestión inmediatas, y,
por el contrario, sostuvo que ello era el efecto de la gracia en el corazón, que dejaba una
impresión divina por la cual se podía inferir nuestra filiación. Dios imprimió su imagen en
nuestra alma y esa imagen fue su sello. Esto es exactamente lo que el Dr. Jones no cree.

¿Cómo se diferencia esto del pentecostalismo?


No sólo son preocupantes las detalladas conclusiones de la obra de Lloyd-Jones, sino
que toda su orientación nos llena de presentimientos.
Por ejemplo, ¿cómo difiere todo esto del pentecostalismo? Pues hallamos la misma
doctrina del bautismo en el Espíritu Santo y la apelación a los mismos pasajes del libro de
hechos de los Apóstoles, y aunque el Dr. Lloyd-Jones no enseña que el bautismo en el
Espíritu es siempre atestiguado mediante el hablar en lenguas, tampoco critica en ningún
momento la moderna pretensión de dicho don. Esto es aún más notable cuando uno
considera su sostenida y vigorosa condena del calvinismo no experimental u ortodoxia
muerta. La amenaza planteada por éste no es ni cercanamente tan seria como la que
representa el movimiento carismático, el cual parece hundir al evangelicalismo Inglés en
una oleada de hedonismo fútil. La necesidad de este tiempo es confrontar el nuevo
Fineísmo. Pero en vez de ello, la más alta figura de la teología reformada habla de tal
manera que los neocarismáticos lo reclaman como uno de ellos (y con alguna
plausibilidad).
En otro nivel, las opiniones planteadas por el Dr. Lloyd-Jones implican una seria
denigración del cristiano común, el cual es descrito como alguien que le falta el bautismo
en el Espíritu Santo, el sello del Espíritu y las arras del Espíritu. Cualquiera que sea la
norma de medida, estos son serios defectos, y sin embargo, según se alega, éstos
caracterizan a la mayoría de cristianos. Es imposible de armonizar este punto de vista con la

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enseñanza del Nuevo Testamento. En el Pentecostés cada cristiano de todo el mundo fue
bautizado con el Espíritu Santo. Según Colosenses 2:10 cada creyente está completo en
Cristo, y según 2 Pedro 1:3 recibimos «todas las cosas que pertenecen a la vida y la piedad»
en nuestra experiencia primaria del poder salvador de Dios. La posición del cristiano
común (unido a Cristo), que tiene comunión con el Padre y que está habitado por el
Espíritu, es gloriosa, y el intento de restarle valor es equivocado. El Dr. Lloyd-Jones trata
de crear un sentido de necesidad y hasta un sentimiento de culpa e insuficiencia que no
debiera existir. El dirige la ambición del cristiano en una dirección errada, convenciéndolo
de que sin esta experiencia especial el creyente es gravemente defectuoso y que la mayor
preocupación de su vida debe ser el conseguirlo. Sin embargo, en lugar de ello, el sello del
Espíritu, tal como la presencia de Cristo, constituye la presuposición de nuestras vidas
cristianas. No es algo que buscamos sino algo con lo cual comenzamos, y lo que buscamos
en la consolación, la luz y la sabiduría del Espíritu es servir al cuerpo de Cristo. No es
difícil imaginar la confusión que se levanta cuando los cristianos consumen sus vidas,
buscando lo que en realidad ya tienen, y retardando su servicio hasta que lo lleguen a tener.
La distinción es, incluso, más codiciosa cuando se aplica a los predicadores. Está
llegando a ser muy común en la actualidad hablar de los que han tenido el bautismo y los
que han tenido el fuego, y contrastar estos seres privilegiados con el resto de nosotros.
¿Pero cómo se debe definir esta diferencia? ¿Consiste en que ellos son sublimes oradores?
¿O que su prédica tiene un poderoso impacto de sus emociones? ¿O que ellos son más
exitosos evangelísticamente? Definitivamente, el predicador tiene que ser espiritual, no sólo
debe gozar de la morada del Espíritu sino poseer los dones especiales necesarios para la
predicación. Debe ser apto para enseñar. Debe ser vehemente. Debe tener la sabiduría de lo
alto. Pero esto no necesariamente hace a un hombre elocuente o conmovedor. Tampoco
garantizan éxito evangelístico. Para tener éxito el Espíritu debe llegar no sólo sobre el
testigo sino también sobre el mundo, convenciéndolo de pecado, de juicio y de justicia.
Ninguna experiencia personal del predicador puede garantizar la cooperación divina. Un
hombre puede ser la persona más espiritual en la tierra, y, sin embargo, tener poca
bendición en sus esfuerzos evangelísticos. Así lo fue con Isaías, Jeremías, e incluso, con el
Señor Jesús. El tenía el Espíritu sin medida, sin embargo, al final de su ministerio, todos
sus convertidos pudieron reunirse en una sola habitación. En contra del nuevo culto de los
sellados y bautizados, reclamamos el reconocimiento para los que trabajan con los pobres,
con los que balbucean, los tartamudos a fin de que puedan cumplir un ministerio de
reconciliación.
Pero lo más desconcertante de todas las cosas es que, en el nuevo énfasis del Dr. Lloyd-
Jones, tenemos un volver a la teología del más, la cual en sus varias formas ha causado
problemas a la iglesia cristiana. Para los Gálatas era Cristo más la circuncisión. Para el
catolicismo medieval era Cristo más los sacramentos. Para Wesley era Cristo más la entera
santificación. Para el dispensacionalismo es Cristo más un milenio terrenal. Para el
pentecostalismo es Cristo más el bautismo en el Espíritu. Actualmente desde el seno
mismo de la teología reformada viene el mismo reclamo por el más, no meramente para
crecimiento o progreso sino por una nueva experiencia definitiva que nos ponga en una
categoría especial.
Nosotros rechazamos todo el concepto del más. No hay nada malo con nuestras fuentes,
ni hay promesa alguna de una experiencia de la cual fluyan automáticamente la efectividad
y el avivamiento. Dejemos que los cristianos y los predicadores comunes, trabajen en la
reforma de la iglesia, edificando los altares de Dios que han caído. Dejémoslos que se den

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cuenta que nunca pueden estar tan llenos como para no necesitar ser llenos nuevamente,
una y otra vez. Que se den cuenta que ninguna experiencia puede colocar en su jurisdicción
y administración el poder que abre los corazones. Ese poder está siempre en Dios, incluso
en el caso del más bautizado predicador y el más glorioso avivamiento.
En ser nosotros muy comunes está nuestra plenitud en Cristo. En esa confianza,
pensemos nuestra salvación, individual y corporativa, y las puertas del infierno no
prevalecerán contra nosotros.

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CAPITULO 7
GUIADOS POR EL ESPIRITU

Probablemente no haya pregunta que con más frecuencia se les haga a los pastores que
aquella respecto a la orientación, ¿Cómo podemos saber la voluntad de Dios, especialmente
en etapas críticas de la vida? La búsqueda no sólo refleja el énfasis en la toma de decisiones
sino también la difundida confusión que prevalece, principalmente debido a que el
evangelicalismo, hace mucho tiempo que ha estado acosado por toda una metodología de
orientación. Cristianos nuevos escuchan constantes referencias como «ser guiado», «sentir
el llamado», «el señor me está poniendo una carga» y «la Biblia habla». Parece que a
algunos creyentes se les dice directamente con quien deben casarse, otros reciben
instrucciones explícitas para ir como misioneros hacia áreas designadas con precisión, es
más, otros son llamados al ministerio por voces del cielo que no pueden desafiarse.
Los cristianos nuevos reaccionan de dos maneras ante esta ideología. Muchos
concluyen rápidamente que porque carecen de tales experiencias, son cristianos muy
pobres, si es que de alguna manera son cristianos. Otros, de manera más impresionante,
buscan aquellas experiencias de las cuales tanto oyen hablar, adoptan terminología
canónica y pronto empiezan, como todos los demás, a sentirse guiados y a sentir que Dios
les habla.

Pretensiones asombrosas
En la actualidad estamos tan familiarizados con este pensamiento universal como para
estar conscientes de las asombrosas pretensiones que ello implica. En efecto, la gente de
quienes estamos hablando, dicen que reciben revelaciones especiales. Por ejemplo, Dios les
ha revelado que deben casarse o cambiar de trabajo, o que deben ser pastores o misioneros.
Uno de los problemas con esto es que se presiona al resto de la comunidad cristiana. La
revelación no sólo obliga a la persona que la recibe, sino que obliga a todos. Si Dios ha
revelado a alguien que lo está llamando para ser pastor, Él está revelando también que
requiere que la iglesia lo reconozca, lo capacite, lo licencie y lo ordene. Luego entonces
deviene en sacrilegio el hacerle preguntas que impliquen duda o un deseo de comprobar su
llamado. ¿Quiénes somos nosotros para poner en duda la revelación de Dios?
Probablemente, esto explica el por qué, en cada rama de la Iglesia haya personas que han
sido admitidas al ministerio pero que son totalmente ineptos para dicho trabajo. ¿Cómo
puede una mera comisión mundana preguntar a un solicitante, a quien Dios le ha hablado
directamente, acerca de la salud, formación académica, dones espirituales y experiencia de
trabajo?
En realidad, estas pretensiones van más allá de lo que gozaba la Iglesia, incluso en los
tiempos en que Dios le estaba dando revelación canónica especial. En aquel tiempo, ciertos
hombres, sin duda alguna, recibieron revelaciones directas de la voluntad de Dios. Pero este
privilegio no era común a todos los creyentes, sino que estaba confinado a los profetas que
recibían una audiencia con Dios, que escuchaban sus secretos, y que eran comisionados
para actuar como sus voceros. Al resto de la comunidad de creyentes Dios no les habló
directamente, sino que recibían la guía de Dios mediante los profetas.
Es muy posible que las cosas hayan cambiado durante el Nuevo Testamento y que cada

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creyente individual recibiera revelación especial de la misma manera que recibió el
bautismo en el Espíritu. Pero en realidad, esto no se encuentra en el Nuevo Testamento. Sin
embargo, la Iglesia primitiva, enriquecida mucho más que la del Antiguo Testamento, aún
tenía ministros de la Palabra. Era guiada por los apóstoles y los profetas. Por ejemplo, fue
mediante los profetas que Pablo y Bernabé fueron llamados para el trabajo misionero en
Galacia (Hechos 13:2). Fue a un apóstol a quien se le prohibió predicar la Palabra en Asia
(Hechos 16:6) y fue un apóstol quien recibió el llamado de Macedonia (Hechos 16:9). Es
riesgoso tomar estas experiencias de unas pocas personas, llamadas a un ministerio sin par,
como modelo para nosotros hoy. Los apóstoles y profetas existían porque no todos los
miembros de la iglesia recibían revelación especial.
Es difícil ver cómo las actuales ideas, acerca de ser guiados, pueden ser reconciliadas
con la posición establecida en la Confesión de fe de Westminster (Capítulo I, Sec.I) a
efectos que «estas anteriores maneras de revelación de la voluntad de Dios a su pueblo han
cesado ahora». Ya Hemos visto que «estas maneras anteriores» no significaban el dar
revelación especial a cada creyente, sino que estaba limitada a los apóstoles y profetas. Lo
que aquí se quiere decir es que esto también ha cesado. Dios ya no revela en esta manera, ni
siquiera a los apóstoles y profetas. Sin embargo, el lenguaje de la Confesión es muy
cuidadoso. No dice que la revelación ha cesado, sino que las maneras anteriores, en que
Dios mismo se revelaba, han cesado. Nosotros aún tenemos revelación y aún tenemos el
ministerio de los apóstoles y profetas, pero todo ello lo tenemos solamente en la Biblia. La
Biblia no es un mero registro de la revelación, sino que es la revelación misma, la Palabra
de Dios para hoy. Además, las «maneras anteriores» (las maneras que subyacen detrás de
las Biblia), no cesaron «hasta que todo el consejo de Dios concerniente a todas las cosas
necesarias para su propia gloria, para la salvación del hombre, la vida y la fe han sido
establecidas en la Biblia». (Ver, Confesión de Fe de Westminster, Cap. I., Sec. VI). En
otras palabras, la razón por la cual, Dios ya no se revela como lo hizo a los apóstoles y
profetas en la Biblia es que, en la Biblia, tenemos todo lo que necesitamos saber. Por tanto,
la Confesión dice que nada debe añadirse a la Biblia «ya sea mediante nuevas revelaciones
del Espíritu o tradiciones de los hombres».

La mente de Cristo
Pero si nosotros eliminamos la guía mediante revelación especial ¿a dónde podemos
recurrir hoy? Por el momento vamos a concentrarnos en dos puntos referenciales.
El primero es la descripción de la encarnación que Pablo ofrece en 1 Corintios 2:5–11.
Detrás de la encarnación de Cristo, subyace una decisión pretemporal para que llegue a
encarnarse, y la relevancia de este pasaje para nuestra investigación está en que nos permite
vislumbrar lo que llevó al Señor a tomar esta decisión. Un factor que sobresalta
dramáticamente es su altruismo. Él no miró lo suyo propio (sus intereses), sino lo de los
demás. El mismo pensamiento subyace detrás de las complicadas palabras del verso seis
según lo traduce la Versión del Rey Jacobo, «El pensó si acaso no era latrocinio ser igual a
Dios». La palabra traducida latrocinio solamente ocurre aquí en el Nuevo Testamento y
esto hace difícil definir su significado con exactitud. Dejando de lado los difíciles
argumentos gramaticales y lingüísticos, el problema se resuelve en esto, ¿Era el ser igual a
Dios algo que el Señor no tenía y podía ser tentado a tratar de lograrlo (por tanto,
latrocinio)? ¿O era algo que el Señor si tenía pero que estaba dispuesto a dejarlo?
Desde el punto de vista teológico, no hay duda que lo segundo es la interpretación

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correcta. El Señor era igual a Dios, poseía todos los títulos, atributos y prerrogativas de su
Padre. Pero Él no consideró esta igualdad como algo a que aferrarse. Esto era altamente
relevante para la Iglesia en Filipos que estaba siendo dividida por disputas en cuanto a
status. Cada uno sabía quién y qué era, se posesionaba sobre su dignidad y reclamaba el
respeto debido a su posición y edad. La actitud de Cristo fue completamente diferente. El
tenía el más alto status que pueda concebirse, pero no se aferró a ello. Cristo estuvo
dispuesto a ser enviado de parte de Dios (Gál 4:4) a llegar a ser pobre (2 Cor. 8:9). Como
alguien ha dicho:
Aquella forma gloriosa, aquella luz inaguantable
Y aquella majestad radiante de resplandor
El la dejó de lado, para con nosotros aquí estar,
Olvidó las cortes de la eternidad,
Y escogió con nosotros una oscura casa de barro mortal.
La operación final de esto aparece en el versículo siete. La cláusula que se traduce por
se humilló a sí mismo significa literalmente se despojó a sí mismo. Dondequiera que
aparece en otros lugares en la Biblia en griego, este verbo requiere ser traducido
metafóricamente. Aquí en Filipenses 2:7 la mejor traducción es «se hizo a sí mismo como
nada». El autodespojarse de Cristo no consistió en dejar de lado algo. En lugar de ello, la
verdad se expresa en la sorprendente paradoja «se despojó a sí mismo … tomando». Fue
una resta mediante una suma, y lo que tomó se define como «la forma de siervo, a la
semejanza de hombre y la maldita muerte de la cruz». El aceptó una dramática
reducción de status sufriendo una disminución y degradación tan completa, que finalmente
su identidad fue totalmente oscurecida, que todo lo que se podía ver era un hombre
desgraciado, desfigurado, y condenado, cuya angustiante muerte se intensificó por su
terrible sentimiento de separación de Dios.
La disposición del Señor de hacerse como nada, es decisiva para nuestra teología de la
orientación. Como cristianos jamás tenemos el derecho de poner nuestros intereses en
primer lugar. Tenemos que mirar nuestras opciones desde el punto de vista de los otros,
aunque ello nos signifique una seria pérdida para nosotros.
La voluntad de Dios, para nosotros como para Cristo, puede implicar un moverse hacia
abajo en vez de hacia arriba, disminución en vez de promoción. No tenemos alternativa. El
ingreso a la vida cristiana es por la «puerta estrecha», siempre tan pequeña como para
impedirnos llevar consigo el equipaje de nuestro propio egoísmo. Ser convertido es haber
aceptado, en principio, el rol de un siervo, de tal manera que nuestros propios gustos y
deseos personales nunca más serán primordiales. Vivimos para hacer la voluntad de Dios y
eso frecuentemente nos llega como algo de lo cual huimos, como el Señor huyó de su copa,
y Moisés, Jeremías y Pablo huían de predicar.
Podríamos ir más lejos. El servicio no sólo se interpone entre nosotros y nuestros
deseos, sino que puede también, interponerse entre nosotros y nuestras necesidades,
simplemente porque nuestra preocupación por resolver las necesidades de otros hace
imposible la atención de las nuestras. Por ejemplo, la voluntad de Dios podría partir por la
mitad nuestro temperamento. Los gregarios podrían ser llamados a la soledad, los tímidos a
una publicidad intensa, los físicamente débiles a grandes pruebas de sufrimiento.
El hecho inevitable es que la orientación de Dios siempre nos lleva a la kenosis, a aquel
autodespojo donde uno sólo puede preguntar ¿Qué es lo que mejor resuelve las necesidades

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de los demás?

La prudencia cristiana
El segundo punto referencial que redondea nuestra doctrina de la orientación es un
olvidado, pero muy importante, párrafo de la Confesión de Fe de Westminster (Cap. I. Sec.
VI) «hay algunas circunstancias en cuanto a la adoración a Dios y el gobierno de la iglesia,
comunes a las acciones y sociedades humanas, las cuales deben ser ordenadas por la luz de
la naturaleza y la prudencia cristiana, según las reglas generales de la Biblia, las cuales
siempre han de cumplirse».
Por supuesto, lo que los pastores tenían en mente es que la Biblia, a pesar su suficiencia
como regla de fe, no determinan cosas tales como el lugar y la hora de los servicios
públicos de adoración, el orden a seguir en ellos, las versiones de la Biblia que deben
leerse, y el número de oficiales que deben ser elegidos. En estos asuntos se nos deja que
seamos guiados por «la luz de la naturaleza y la prudencia cristiana».
Pero la enseñanza de esta parte de la Confesión es relevante a un área más amplia de la
vida cristiana. En realidad, en una breve extensión nos da una teología muy extensiva
acerca de la orientación (guía), la misma que implica tres principios.
Primero, siempre debemos observar las reglas generales de la Palabra. Nunca podemos
apelar a la luz de la naturaleza o a la prudencia cristiana, o a la revelación especial, o
ciertamente a nada más, para apoyar una acción que viola un principio bíblico. Cualquiera
que sea la iluminación que pretendamos, no podemos casarnos con alguien si no es
creyente, o con un hombre a quien no estamos en la disposición de obedecer, o con una
mujer con quien no estamos dispuestos a tener una relación exclusiva para toda la vida. No
podemos voluntariosamente salirnos de un trabajo («el que no provee para los suyos es peor
que un incrédulo»). No podemos asumir responsabilidades que hagan imposible el
cumplimiento con nuestros padres o de criar a nuestros hijos en el conocimiento y
enseñanza del Señor.
Estas cosas pueden parecer obvias, sin embargo, muchos de los problemas llamados
problemas de orientación son problemas que no tienen nada que ver con orientación. La
voluntad de Dios es suficientemente clara. La dificultad, para todas nuestras protestas
acerca de la necesidad de mayor luz, es que no estamos dispuestos a someternos a la
voluntad de Dios. «Puedo decirlo por experiencia», escribía Donald Grey Barnhouse, que
«el 95% del conocimiento de la voluntad de Dios consiste en estar dispuestos a obedecerla
antes de conocer cuál es esa voluntad».
El segundo principio es que debemos ser guiados por la luz de la naturaleza. Esta «luz
de la naturaleza» es un concepto recurrente en la Confesión de Fe y ciertamente merece un
estudio en forma particular. En el capítulo I y sección I, se nos dice que «la luz de la
naturaleza» manifiesta la bondad, sabiduría y el poder de Dios. Según el capítulo XX, la
iglesia y el magistrado civil podría proceder contra quienes publiquen tales opiniones y
mantengan tales prácticas que sean contrarias a la «luz de la naturaleza». Y el capítulo XXI
nos dice que es «la ley de la naturaleza» el que una debida proporción del tiempo sea
apartado para la adoración a Dios.
El concepto es también importante en el Nuevo Testamento. Por citar solamente dos
instancias, «la naturaleza» misma enseña que es indecoroso para el hombre tener el cabello
largo (1 Cor. 11:14); y los gentiles hacen algunas veces las cosas que por «naturaleza»
están contenidas en la Ley (Rom. 2:14).

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Aplicando esto al problema de la orientación, significa que nunca podemos ser
«guiados» a hacer lo que es antinatural. La voluntad de Dios no desconoce nuestras
necesidades físicas, no nos impone un intolerable stress psicológico, ni viola nuestros
instintos sociales y sexuales profundamente establecidos. Y lo que es más importante,
significa que no tenemos que permitir caer por debajo de las normas de la Palabra. La
conciencia gentil puede estar en tinieblas, en gran medida, pero aún así se siente ofendida
cuando un hijo se acuesta con la mujer de su padre (1 Cor. 5:1), o cuando ve reuniones
religiosas que degeneran en un confuso caos (1 Cor. 14:23), o cuando los cristianos
abandonan su trabajo pensando que la segunda venida de Cristo ya se acerca (2 Tes. 3:11),
o cuando los hombres abandonan sus esposas y familias en nombre de la religión, o cuando
se dan matrimonios entre personas cuyas edades y culturas son incompatibles. Es
inadmisible desechar el juicio de estos hombres sobre la base de que «no son espirituales».
Ellos aún tienen la luz de la naturaleza y pueden ser más sabios que los hijos de luz,
especialmente en asuntos prácticos.

Utilizando nuestras mentes


El tercer principio establecido por la Confesión es que debemos ser guiados por la
prudencia cristiana. Esto fundamenta firmemente en el pensamiento cristiano la tarea de
determinar la voluntad de Dios. John Stott escribe que «las promesas de Dios respecto a la
guía no nos son dadas para ahorrarnos la preocupación de pensar». Lamentablemente,
muchos cristianos piensan que así es. Cuando claman orientación lo que realmente están
buscando, es una manera de conocer la voluntad de Dios que deseche la necesidad de un
disciplinado y riguroso pensamiento. Ellos no sólo quieren absoluta certeza revelacional,
sino que la quieren sin dolor, y como una arrolladora luz supernatural.
La Confesión, por contraste, insiste en el uso de nuestras mentes y ello está
completamente de acuerdo con la enseñanza del Nuevo Testamento. «Transformaos
mediante la renovación de vuestra mente» dice Pablo en Romanos 12:2, repitiendo la
misma enseñanza en Ef. 4:23, dice «renovaos en el espíritu de vuestras mentes». Pedro
insiste en la misma forma al decirnos «ceñid los lomos de vuestras mentes» en 1 Pedro
1:13.
Por tanto, básicamente, los cristianos llegarán a conocer la voluntad de Dios mediante
una reflexión cuidadosa. Pero al decir esto, no debemos olvidar que estamos hablando de la
prudencia cristiana. No estamos discutiendo acerca de la mente natural del hombre.
Estamos considerando la nueva mente del hombre o la mujer en quienes mora el Espíritu,
que opera en oración y en dependencia y en busca de la gloria de Dios. Una mente así se
enriquecerá por la experiencia, se fortalecerá mediante la interacción con otras mentes
cristianas, y será sensible a toda norma bíblica general y específica.
Esta sensibilidad (hermosamente sintonizada) es de enorme importancia. Si
entristecemos al Espíritu Santo, si olvidamos la Biblia, y si nos separamos de la comunión
cristiana, nuestras mentes llegarán a ser totalmente inconfiables. El que ha retrocedido de la
fe cristiana, tomará decisiones monumentalmente erróneas porque su prudencia ya no es
cristiana, sino mundana y egoísta, y lo guiará a acciones que, aunque sean posibles, serán
totalmente contrarias a la voluntad de Dios.
Sí debemos poner mucho énfasis en sopesar las cosas por nosotros mismos, ¿cuáles son
los factores que debemos considerar según la Biblia?

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Primero, nuestra propia inclinación. Lo que queremos por nosotros mismos nunca debe
ser decisivo, pero tampoco debe ser ignorado. Cuando Pablo establece las normas para la
ordenación de ancianos, el empieza diciendo «el que desea obispado, buena obra desea» (1
Tim. 3:1). La regla general es que si Dios quiere que hagamos algo, El hará que deseemos
hacerlo. Así como Oliver Barclay lo manifiesta, ciertamente no hay virtud en la idea de que
la alternativa desagradable siempre será la correcta.
Segundo, debemos ponderar todo el consejo que recibamos. La comunión cristiana
tiene que ver con el compartir, y una de las cosas que debemos compartir es nuestra toma
de decisiones. Siempre hay otros mayores que nosotros, más sabios, más experimentados y
más objetivos (acerca de nuestra situación). Estos amigos tienen que aceptar la
responsabilidad de aconsejar. No ayuda si ellos dicen simplemente «¡tu debes decidir por ti
mismo!». Claro que debemos hacerlo, y por supuesto que es verdad que la mejor cosa en
cuanto al consejo es que puedes rechazarlo. Sin embargo, necesitamos toda la ayuda que
podamos obtener. De veras, en algunas situaciones, la iglesia debe tomar las decisiones
formal y oficialmente. Esto se hacía con mucha frecuencia en el pasado. Hoy en día, los
movimientos de los pastores son mayormente un asunto de antojo individual, con
demasiada poca consideración de las necesidades de las congregaciones y los dones de los
individuos.
Tercero, debemos considerar nuestros propios dones. El servicio cristiano, incluso en la
esfera secular, está determinado, en gran medida, por las habilidades que Dios nos ha dado.
Estas pueden ser manuales, artísticas, profesionales, comerciales, políticas o eclesiásticas.
Es difícil ser realista para juzgarnos a nosotros mismos en estas cosas. Por un lado, estamos
sujetos a pensar de nosotros más de lo que debiéramos, por otro lado, estamos sujetos a
despreciarnos a nosotros mismos. La Biblia prescribe un camino medio, y debemos
ejercitar un juicio sobrio (Rom. 12:3). En la esfera secular, el elemento subjetivo casi no
tiene importancia. Exámenes, entrevistas y otras evaluaciones nos demostrarán claramente
donde estamos parados y dramáticamente estrechar nuestras opciones de carrera. Pero
dentro de la iglesia también, el juzgar nuestros dones estará siempre en manos de otros y lo
que necesitamos es la gracia de someternos a ellos. Un candidato al ministerio que rechaza
el juicio de la iglesia, demuestra, mediante dicho rechazo que es inepto para dicho oficio.
Cuarto, de todas las opciones que se nos presenten, debemos sopesar el posible impacto
en nuestras familias. ¿Qué demandas tendrá sobre la esposa? ¿Hay buena escuela en el
lugar, o los niños tendrán que estar fuera del hogar por motivos de ubicación de la escuela?
¿Hay una iglesia local fuerte que prestará ayuda en vez de requerirla? ¿Encontrarán
nuestros hijos otros niños de su misma edad? ¿Habrá empleo para ellos? Estos y otros
factores similares, merecen ser sopesados una y otra vez. Las esposas, y quizás los niños
también, pueden tener el derecho de ofrecerse para la obra en lugares de escasez, peligrosos
o primitivos. Pero los esposos no tienen el derecho de dictarlos, ni mucho menos ignorar las
necesidades de las esposas y los niños.
Quinto, debemos calcular las implicaciones que nuestras decisiones puedan tener para
la iglesia. Somos miembros del cuerpo de Cristo y nuestras decisiones no pueden ignorar
esta realidad. Hasta donde nos permite nuestra sabiduría, debemos hacer lo que edifica,
absteniéndonos de lo que debilita y empobrece, de lo que divide, de lo que puede herir a los
hermanos más débiles y de aquello que puede exponer a la iglesia a la burla y el desprecio

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del mundo. No es suficiente el evitar hacer daño a la iglesia, sino que debemos procurar lo
que es positivamente beneficioso, es decir, la adquisición de habilidades útiles para el
cuerpo, extendiendo su influencia, desarrollando contactos útiles y asegurando que
congregaciones específicas tengan la ayuda adecuada de oficiales, tesoreros, maestros de
escuela dominical, líderes juveniles y, no menos importante, hogares hospitalarios para
reuniones informales de confraternidad. Claro que es difícil llegar a la conclusión que
tenemos algo que ofrecer, algo que la iglesia necesita, pues se necesita ejercitar la humildad
para todo esto. Pero hay ocasiones en las que tenemos que decidir si estamos sobrando en
una congregación que ya tiene riquezas, o si dentro de nuestra propia esfera limitada somos
temporalmente irremplazables.

Conclusiones
He aquí tres puntos muy breves como conclusión. Primero, nunca debemos absolutizar
nuestras decisiones como si ellas tuviesen la fuerza de revelación divina. El hombre que
reclama «Dios me puso aquí» es un arrogante. Lo es también el predicador que iguala su
propia decisión de escoger un versículo con la voluntad de Dios para su congregación, en
otros niveles, de hecho, aquel está comportándose en forma manipuladora y exhibicionista.
El quiere infundir algún drama en dicha ocasión para recordar a sus oyentes acerca de su
cercanía a Dios. Todo lo que tenemos es nuestra propia decisión en la que, podemos confiar
mucho o poco, pero que es siempre falible y siempre sujeta a ser demostrada como falsa
mediante los hechos. Nunca puedo llegar a decir «Pienso que esto es lo correcto, así que
ayúdame oh Dios».
Segundo, y una vez más, debemos reconocer que lo correcto o lo errado de nuestras
decisiones no pueden ser juzgadas por los sucesos que se dan inmediatamente. Cuando
Jonás erróneamente decidió no ir a Nínive, al inicio todo le fue bien. Cuando Pablo en
forma correcta, aunque en contra del consejo de sus amigos, subió a Jerusalén, su decisión
lo llevó a las cadenas y a la prisión. Es más, hay tiempos en que aquellos que huyen del rol
que les es dado por Dios, encontrarán maravillosos estímulos y coincidencias.
«Aparentemente al diablo le es permitido» escribe Oliver Barclay «no sólo el arreglar
señales sino también llevar a cabo coincidencias extraordinarias para tentarnos a lo malo».
Así como también, seguramente, hay ocasiones cuando aquellos que están dispuestos a
seguir la voluntad de Dios encontrarán una angustiosa sucesión de impedimentos y
dificultades. Estas son las ocasiones cuando tenemos que aferrarnos a la verdad de las tan
familiares palabra de Cowper:
profundas e insondables minas
de la habilidad que nunca falla,
El atesora sus brillantes designios
Y obra su soberana voluntad.
Finalmente, debemos desarrollar una correcta actitud frente a nuestros errores. Cuántos
cristianos tienen problemas en este aspecto ¡como si Dios nunca permitiera que sus hijos
cometan errores! Claramente Dios lo permite y por sus propias razones. Estos errores no
son señales de que somos reprobados. Tampoco son imperdonables. La sangre de Cristo
cubrirá la culpa, incluso de las más impías decisiones. Sobre todo, los errores no son
irrecuperables. A través de nuestra propia ingenuidad, algunas veces, podemos

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encontrarnos donde no debemos estar. La tentación será muy fuerte para concluir que
estamos condenados, por lo tanto, a vivir vidas estériles e inútiles. Pero no puede ser así,
pues Dios hace que todas las cosas ayuden a bien a quienes le aman (Rom. 8:28).
Dondequiera que nos encontremos hay un camino hacia la gloria de Dios. Incluso cuando
no debimos meternos en uno de ellos, «Dios provee luz a través de cada uno de sus túneles»
nos dice un escritor anónimo.







































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CAPITULO 8
LA REALIDAD DEL MINISTERIO DEL ESPIRITU

Parece natural (puede ser hasta gratificante) que las opiniones expresadas en los
capítulos precedentes debieran provocar preguntas de parte de los lectores preocupados.

¿Una relación viva con Dios?


La pregunta más grande que surge es si el Espíritu Santo está o no realmente presente
en las vidas personales de los creyentes. ¿Tiene el creyente una relación viva con Dios?
¿Trata directamente con nosotros el Espíritu Santo?
Las respuestas a estas interrogantes deben ser enfáticas: «Sí, el ministerio del Espíritu
Santo es la realidad más importante en nuestras vidas, y el Nuevo Testamento lo proclama
con una sorprendente amplitud de vocabulario».
El Espíritu Santo mora en el creyente. Este hecho escasamente necesita ser
argumentado. Lo más importante es notar que esta morada no es ocasional sino
intermitente. Es permanente y continua. Él permanece en nosotros. El cristiano es
irreversiblemente un ser humano espiritual, aún cuando no se comporte como tal. No
deviene en espiritual cuando tiene ciertos sentimientos o certezas de victorias y
revelaciones. El cristiano es espiritual todo el tiempo.
Frente a los hechos, la imagen del creyente cuya vida, en ciertos momentos, es
interrumpida por el Espíritu Santo, es una vida muy elevada, por lo tanto, la perspectiva
defendida en los primeros capítulos de este libro parece muy fría y racionalista por
contraste.
Pero lo que estamos reclamando es una perspectiva de la vida cristiana que sea
consistentemente sobrenatural. Como miembro del cuerpo de Cristo, la vida y el poder
del Salvador corren por las venas de los creyentes. Como una rama de la vid, el creyente
nunca es independiente del tronco principal. Está enraizado en Cristo y está fundado en
Cristo y es nutrido por Él. Todo esto es cierto todo el tiempo, cuando enfrentamos la
tentación, la responsabilidad y el dolor. No son menos ciertos cuando buscamos saber la
voluntad de Dios, o cuando estamos tratando de hilvanar todos los detalles de nuestra
situación, y cuando estamos enseñando la Palabra de Dios.
El Espíritu nos convence de pecado. Esto es, obviamente, de gran importancia en las
primeras etapas de nuestra recuperación espiritual. Pero no termina allí. Cuando Dios
quebrantó el corazón de David él ya no era un creyente nuevo (Salmo 51:8). David era un
creyente maduro. Lo mismo fue cierto de Pedro cuando negó a su Señor, él salió afuera y
lloró amargamente. El caso particular de David nos demuestra cuán ciego puede ser un
cristiano frente a sus propios pecados, hasta que el Espíritu viene y nos conduce a nuestra
verdadera realidad. Para muchos, la más profunda convicción de pecado no ocurre al

52
comienzo de su vida espiritual, sino muchos años después, cuando el Espíritu los levanta de
su caída, un camino que siempre pasa por las profundidades.
Que el Espíritu nos guía, es algo claramente establecido en Rom. 8:14, donde dice que
«todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios». Este pasaje no se
refiere a lo que comúnmente llamamos guía, ni al hecho de que Dios nos protege de las
duras realidades de la vida. «La finalidad de la dirección espiritual de la que Pablo habla
aquí no es para capacitarnos para escapar de las dificultades, peligros, pruebas o
sufrimientos de esta vida, sino específicamente para capacitarnos a fin de vencer al pecado»
nos dice B.B. Warfield. Pablo relaciona la dirección del Espíritu directamente con «la
mortificación de las obras del cuerpo». La acción del Espíritu subyace detrás de nuestro
odio contra el pecado, de nuestra hambre y sed de justicia, y de nuestra lucha contra los
efectos de nuestras propias personalidades.
El Espíritu nos ayuda. Esto se refiere específicamente a «nuestras enfermedades».
Somos por nosotros mismos incapaces e incompetentes, pero el Espíritu nos ayuda. Lo
crucial aquí es que la obra del Espíritu no es vicaria. De la misma manera que no asegura
inmunidad frente a la presión, tampoco lleva nuestras cargas en nuestro lugar. El lleva la
carga con nosotros, no por nosotros. ¿Con qué finalidad? Con la finalidad de que los que
empiezan clamando «¡no podemos llevarla!» terminen siendo «más que vencedores». No
sólo sobreviven, sino que triunfan en la misma situación donde, alguna vez, creían
imposible vivir una vida cristiana efectiva.
El Espíritu testifica que somos hijos de Dios. Todos concuerdan que, en alguna
manera, este testimonio implica «las marcas de la gracia». Pero algunos argumentan que,
además, existe un testimonio inmediato del Espíritu Santo. Esto constituye una
equivocación. Una vez que hemos aceptado que el testimonio es mediante la Biblia y que,
de alguna manera, se relaciona con las marcas de la gracia, dicho testimonio nunca puede
ser inmediato. El testimonio del Espíritu no es un paso adicional, independiente de los otros
dos. Es testigo, usando la evidencia, y la evidencia que el Espíritu usa es la obra de Dios en
nuestras vidas.
Hay una similitud interesante entre la actividad del Espíritu de ser testigo de nuestra
filiación y su actividad de dar testimonio que la Biblia es la palabra de Dios. Según la
Confesión de Fe de Westminster, la Biblia «abundantemente evidencia por sí misma ser la
Palabra de Dios» (ver, Capítulo I., sec. V). Tiene todas las características que uno puede
esperar de un libro inspirado por Dios: altura, unidad, majestad, integridad y «muchas otras
incomparables excelencias». Sin embargo, a pesar de esta evidencia (no sólo adecuada y
abundante), muchos hombres siguen sin convencerse, otros nunca llegan más allá de tener
un mero alto concepto por la Biblia, y hasta creyentes experimentan flujos y reflujos en
cuanto a la seguridad de la salvación. La sola evidencia no es suficiente. El Espíritu Santo
tiene que dar coherencia a dicha evidencia y lo hace influenciando nuestras mentes y
corazones, haciéndolos sensibles y dispuestos a responder ante la evidencia.
Sucede lo mismo con la seguridad de nuestra filiación. La Biblia no contiene una
declaración específica en cuanto a que cualquiera de nosotros sea un hijo de Dios.
Solamente dice «a todos cuantos recibieron a Cristo, a ellos les dio autoridad para llegar a
ser hijos de Dios». La pregunta en la que necesitamos certeza del Espíritu Santo es esta
¿pertenecemos a este grupo? Jonathan Edwards decía «Las promesas y los juramentos de
Dios son seguros, pero no pueden dar segura esperanza y consuelo a ninguna persona en
particular, más allá de lo que podemos saber, que dichas promesas son hechas para esa
persona».

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¿Soy yo uno de aquellos a quienes se le han hecho estas promesas? Si lo somos,
entonces nuestras vidas contendrán evidencia de ello. La enseñanza de George Gillespie es
interesante aquí (en su libro «preguntas misceláneas», capítulo XXI). En determinado
momento él escribe así: «Dios no hace ninguna prueba mediante calificación y confianza en
un testimonio interior bajo la noción del testimonio del Espíritu Santo; cuando no hay la
menor evidencia de alguna verdadera marca de la gracia, esta manera es engañosa y
entrampadora para la conciencia». Pero en otro momento él lo manifiesta de este modo:
«Todas tus marcas te dejarán en las tinieblas si el Espíritu de gracia no abre tus ojos para
que tú puedas conocer las cosas que te son dadas por Dios gratuitamente». Y luego
concluye, «En el asunto de la seguridad y plena persuasión (de la salvación), las evidencias
de la gracia, y el testimonio del Espíritu, son dos causas o ayudas concurrentes; ambas son
necesarias. Sin las evidencias de la gracia, cualquier ‘seguridad’ no es una seguridad certera
ni bien fundada. Sin el testimonio del Espíritu no es una seguridad pletórica o plena».
Hay «excelencias incomparables» mediante las cuales evidenciamos, abundantemente,
ser hijos de Dios, tales como «Creemos, tenemos hambre y sed de la justicia, amamos a
nuestros hermanos, nos acercamos en oración a Dios con franqueza». Pero así como las
evidencias de la autoría de Dios en la Biblia no siempre persuaden ni convencen, igual lo es
en el asunto de la seguridad de la salvación del creyente. La evidencia siempre está allí. Sin
embargo, el verdadero creyente «puede esperar mucho y luchar con muchas dificultades
antes de participar de ella». (Confesión de Fe de Westminster, Cap. XVIII., sec., III).
Además, «la seguridad de la salvación de los verdaderos creyentes puede ser sacudida de
diferentes maneras, disminuida e interrumpida». (Confesión de fe de Westminster, Cap.
XVIII., sec., IV)
La dificultad es que necesitamos más evidencia. Para citar otra vez a George Gillespie,
«Las marcas de la gracia son inútiles, indiscernibles, e insatisfactorias para el alma que ha
desertado y que está nublada». Necesitamos el testimonio del Espíritu Santo por medio de y
con las marcas de la gracia. Esto no significa que Él nos guía a través de un extenso y
laberintoso argumento, que revisa todos los eslabones de la cadena de evidencias que nos
guían a la seguridad. La seguridad puede obtenerse en un instante, tal como una mente
entrenada puede resumir en un instante una situación militar, médica o política. Las cosas
importantes son: Primero, que el Espíritu nunca da testimonio sin la evidencia y, segundo,
la evidencia por sí sola nunca es suficiente para darnos «plena seguridad e infalible
persuasión».
El Espíritu está también relacionado con el testimonio en otro sentido (y más
importante), el sentido de nuestro testimonio de Cristo. En realidad, para esto fue dado:
«Recibiréis poder y me seréis testigos» (Hechos 1:8). El derramamiento del Espíritu
convierte a todo el pueblo del Señor en profetas (Hechos 2:17). Solamente Él puede darnos
el mensaje, las palabras, el estímulo y la sabiduría para dar testimonio efectivo. Esto lo
vemos claramente en el sermón de Pedro en el Pentecostés, notable por su nuevo y
profundo entendimiento, su tremendo manejo del lenguaje, su valentía y su tacto. En el
poder del Espíritu, este completo novicio, habló en público dando un mensaje que llegó
directamente a las conciencias de sus oyentes sin antagonizarlos. Este es el poder que
necesitamos si es que vamos a restablecer la causa cristiana en la Gran Bretaña de hoy.
El Espíritu ayuda en tiempos de crisis. Nuestro Señor hace esta promesa en forma
explícita, y la relaciona, en primera instancia, a situaciones donde la fe de los cristianos está
siendo probada, «No os preocupéis acerca de lo que diréis. El Espíritu Santo le enseñará en
ese mismo momento lo que debéis decir». (Lucas 12:12). Esto se cumplió cuando Pedro y

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Juan fueron arrestados y llevados delante del Sanedrín. Cuando fueron desafiados en cuanto
a la autoridad de su predicación y sanidad, Pedro fue lleno del Espíritu Santo (Hechos 4:8).
Pablo tuvo una experiencia similar en Pafos. Cuando Elimas el mago intentó prejuiciar al
Procónsul en contra del cristianismo, Pablo fue lleno del Espíritu y anuló eficazmente el
poder del hechicero.
Hay muchas situaciones de la vida que no podemos planificar y que nunca podemos
esperar manejarlas en base a nuestras propias fuerzas de la habilidad y la experiencia. No
tiene sentido preocuparse por ellas. En vez de ello, debemos capacitarnos para confiar
implícitamente en las promesas de Dios que Él nos dará lo que necesitemos para manejar
dichas emergencias.
Finalmente, el Espíritu es la fuente de los dones que necesitamos para el servicio
cristiano. Ya hemos discutido este aspecto de la enseñanza del Nuevo Testamento. El punto
que necesita ser enfatizado una y otra vez es nuestra dependencia en todo lo que buscamos
hacer por Cristo. Nunca podemos tener las cosas bajo control. Ninguna tecnología religiosa
o eclesiástica puede garantizar el éxito. Ni siquiera podemos confiar en la posesión general
de dones. Tiene que haber una obra específica de Dios en el mismo punto en el cual
trabajamos. Además, a diferencia de la gracia (charis) los dones espirituales (charísmata),
no son necesariamente permanentes. El Espíritu del Señor se apartó de Saúl y lo dejó
destituido del don político que una vez tenía tan abundantemente. Lo mismo le sucedió a
Sansón, aunque su don le fue restaurado, fue un supremo trágico esfuerzo al final. Un
pastor no debe presumir de que sus dones le son permanentes. Si contristamos al Espíritu
Santo, o si fallamos en «avivar el fuego del don» (2 Tim. 1:6) nuestros poderes serán
revocados y nos veremos sin nada más que con el cascarón vacío del oficio.

El rol del Espíritu en la orientación (Guía)


Pero ¿qué rol tiene el Espíritu en la orientación, asumiendo que ya no hay lugar para la
revelación especial?
En primer lugar, sin el Espíritu no podemos entender lo que enseña la Biblia. En todas
las decisiones que tomamos debemos obedecer las reglas generales de la Palabra
(Confesión de Fe de Westminster, Cap. I., sec., VI). Pero la Confesión también nos dice
que la iluminación interna del Espíritu es esencial para el entendimiento mismo de la
Palabra. Sin este entendimiento espiritual, torceremos la Biblia según nuestros propios
prejuicios y terminaremos destruyéndonos a nosotros mismos.
En segundo lugar, necesitamos la ayuda el Espíritu para evaluar las situaciones
correctamente, especialmente en tiempos de crisis. Aquí es donde entra el don de la
sabiduría. Sin este don llegaremos a conclusiones «según la carne», viendo las cosas no
desde el punto de vista de Dios sino del hombre. No es un asunto fácil trascender el interés
personal, las normas mundanas y los fuertes grupos de presión, y que arribemos a una
evaluación que haga justicia a los criterios espirituales, a las perspectivas del Reino de
Dios, y la predominante importancia de la gloria del Salvador.
En tercer lugar, necesitamos el Espíritu para que nos haga estar dispuestos a hacer la
voluntad de Dios. Es simplista asumir que el problema involucrado en la orientación es
algo puramente intelectual de determinar lo que tenemos que hacer. A veces, la lucha real
comienza solamente cuando hemos llegado a conocer la voluntad de Dios, porque eso
traerá conflicto con nuestros acariciados prejuicios y ambiciones. Dios no dejó a Jonás con
ninguna duda si debía ir a Nínive o no. Pero de todos modos huyó. Por eso, la oración

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pidiendo orientación no solamente debe implicar oración por tener luz, sino también
oración para estar dispuestos a seguir dicha luz.
Pero todo esto está muy lejos de que el Espíritu nos da revelación directa y especial, y
muchos cristianos lo encuentran desconcertante. Hasta donde a ellos les concierne, el negar
la guía personal e inmediata es negar la realidad de la religión experimental misma.

Implicaciones históricas
Tratemos de sacar nuestras implicaciones históricas. Esta idea mística de la orientación
puede, virtualmente, ser universal entre los cristianos de hoy. Pero no siempre lo fue así. La
Confesión de Fe de Westminster, por ejemplo, declara categóricamente que «aquellas
maneras anteriores de Dios para revelar su voluntad a su pueblo han cesado ahora».
(Confesión de Fe de Westminster Cap., I., sec. I). Más adelante afirma la perfección de la
Biblia, «Todo el consejo de Dios concerniente a todas las cosas necesarias para la salvación
del hombre, la fe y la vida está expresamente establecida en la Biblia, o pueden deducirse
de ella por buena y necesaria consecuencia». (Cap. I., sec. VI). Luego sobre la base de esta
perfección añade que nada debe añadirse a la Biblia «ya sea por nuevas revelaciones del
Espíritu o las tradiciones de los hombres». Ya sea que la Confesión esté en lo correcto o
no, estas palabras muestran claramente que la teología clásica del siglo XVII consideraba
cualquier pretensión de revelación adicional como inconsistente con la suficiencia y
finalidad de la Biblia.
En los últimos 150 años la posición de la Confesión ha sido descartada. Swedenborg y
José Smith, los fundadores de las grandes sectas modernas han pretendido haber tenido
revelaciones especiales. Los «profetas» pentecostales declaran que las reciben
constantemente. Hasta el libro «Los días de los padres en Ross-shire» del Dr. John
Kennedy, describe (y recomienda) un experimentalismo místico que es difícil de
compatibilizar con la enseñanza de la Confesión.
Pero también ha habido otras voces. Por ejemplo, el profesor John Murray escribe, «la
Palabra de Dios es la norma perfecta y suficiente de práctica. El corolario de esto es que no
debemos buscar, depender o demandar nuevas revelaciones del Espíritu». Murray también
habla «del error de pensar que aún cuando el Espíritu no nos provee de revelación especial
en forma de palabras, visiones o sueños, sin embargo, El nos provee de algún sentimiento,
impresión o convicción directa que debemos considerarlas como que el Espíritu nos
informa acerca de su mente y voluntad en una situación particular».
El profesor Paul Wooley compartía el punto de vista del profesor Murray. El dice que
hay una consecuencia muy importante con respecto a la suficiencia de la Biblia, «Dios, en
la actualidad, no guía a su pueblo sin usar la Biblia. No hay ‘corazonadas’ divinamente
dadas. Dios no da a su pueblo impresiones mentales directas para hacer esto o aquello. La
gente no escucha la voz de Dios que les habla dentro de ellos. No hay comunicación no
escrita inmediata y directa entre Dios y los seres humanos individuales. Si en realidad la
Biblia no es suficiente, ni siquiera es necesaria. Por otro lado, si tales comunicaciones
realmente tuvieran lugar, cada cristiano sería potencialmente un autor de la Biblia».
Es importante notar lo que los evangélicos piensan en cuanto a las revelaciones. Cuando
la Confesión dice que «aquellas maneras anteriores en que Dios se reveló a sí mismo han
cesado ahora» se está refiriendo a las teofanías, sueños, visiones, declaraciones proféticas y
a la tradición apostólica. Cuando, hoy en día, los evangélicos reclaman tener revelación
directa ellos no están pensando en alguna de las mencionadas. Están hablando de un estado

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de la conciencia, de sentimientos complejos que, según dicen, indican la voluntad de Dios.
La misma impresión mental es la revelación de lo que Dios quiere que hagan. Una
propuesta de sermón, una propuesta de movilización, una propuesta de renuncia se siente
bien. No hay nada malo en tener tales sentimientos, ni tampoco con el actuar con base en
ellos. Como lo señala el profesor Murray, no debemos caer en la trampa de que «un fuerte y
arrollador sentimiento o impresión o convicción es necesariamente irracional o místico».
Puesto que nuestra mente es limitada, puede ser que la manera en que todas las
consideraciones relevantes se centran en nuestro consciente. Pero de todas maneras, sigue
siendo sólo un sentimiento o una impresión. Incluso cuando ello es absolutamente correcto,
no por eso es una revelación. Un hombre que diga que uno más uno es igual a dos, podrá
tener una arrolladora impresión de que está diciendo exactamente la verdad. Pero, entonces,
lo mismo sentirán algunos que digan que la tierra es plana. La veracidad de sus respectivas
convicciones no pueden decidirse mediante lo que ellos sientan respecto a ellas.

La orientación (Guía) en la Iglesia primitiva


Parece que detrás de la idea de que los creyentes siguen siendo guiados mediante
revelación directa, subyace la suposición que fuese lo que fuere, lo que la gente gozó
durante la era apostólica eso debemos gozar hoy también. Pero si miramos muy de cerca,
descubrimos que en aquellos primeros tiempos, las cosas no fueron exactamente como lo
suponemos.
Por ejemplo, la verdadera razón por la cual, la iglesia primitiva tuvo apóstoles y
profetas era precisamente porque todos los creyentes no tenían revelación especial.
Hombres como Agabo, necesitaban de ambas porque el canon aún no había sido
completado y porque el ministerio de Espíritu, íntimo y decisivo como era, dejaba grandes
áreas de incertidumbre.
Es interesante también que, en momentos críticos en el desarrollo de la iglesia no se dio
orientación divina especial. En Hechos 1:21–26, por ejemplo, cuando los discípulos
decidieron elegir al sucesor de Judas, no hubo ninguna revelación. Tenían que recurrir a
echar suertes, y está muy lejos de ser claro que mediante la suerte la voluntad de Dios fuera
expresada (excepto en el sentido general de que la caída del dado siempre estará dentro del
decreto divino). En realidad no se escucha más acerca de Matías.
Lo mismo encontramos en relación a la elección de los siete en Hechos 6:1–6. La
decisión marcó un gran paso hacia adelante en la organización de la iglesia. Pero fue
movido por una simple emergencia que resultó del reclamo de los helenistas que sus viudas
estaban siendo olvidadas. En todos los instantes, los líderes de la iglesia son guiados por
nada más que «la luz de la naturaleza y la prudencia cristiana». Argumentaron simplemente
que no es correcto perder su tiempo en la administración, que dichas tareas deben ser
realizadas por otros y que quienes deben ser elegidos sean hombres llenos del Espíritu
Santo y de sabiduría. La decisión final es tomada sobre la base de que la propuesta «agradó
a toda la multitud».
Cuando Pablo prepara la elección de presbíteros en Galacia (Hechos 14:23) estos son
nombrados por elección popular. Y cuando Tito los seleccionaba en Creta, a él se le
encomienda fijarse en ciertas cualidades y basar su decisión sobre esto (Tito 1:5–9).
Es ciertamente significativo que la toma de decisiones, en una comunidad tan
obviamente carismática como la iglesia primitiva, haya sido tan frecuentemente un asunto
de mero sentido común. Es mucho más fascinante aún el notar que incluso cuando se dio

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orientación divina, los detalles quedaron para ser trabajados según lo juzgaran las personas
involucradas. El envío de Pablo y Bernabé es un asunto de revelación directa, la cual no es
muy sorprendente si consideramos que ello marca el efectivo inicio de la misión a los
gentiles. Pero una vez que los misioneros son ordenados, toda la evidencia sugiere que ellos
tenían que arreglar los detalles por sí mismos, qué lugares visitar, con quiénes ir, cómo
viajar, cuánto tiempo estar. Al tomar estas decisiones ellos son, por su puesto, hombres
llenos del Espíritu, pero hay muy poca evidencia de revelación directa y de ninguna manera
existe la inclinación de considerar sus propios sentimientos como sinónimos de la voluntad
de Dios. Todos los problemas ordinarios de los misioneros están presentes, incluso el
amargo sabor del abandono sufrido por Juan Marcos en Panfilia.
La misma situación se repite en Hechos 16. Fueron prohibidos por el Espíritu Santo de
predicar en Asia. Luego, ellos muy humanamente intentaron dirigirse a Bitinia, pero
nuevamente fueron impedidos. Entonces tomaron su propia decisión de dirigirse a Troas.
En Troas, Pablo recibe la visión (no una impresión mental) de un varón macedonio, «¡ven y
ayúdanos!» ¡Tremendo drama! Pero de allí en adelante la historia es una historia humana de
viajar a Samotracia, luego a Neápolis y finalmente a Filipos. Una vez llegados a Filipos,
decidieron (sin ninguna revelación) descender a la ribera del río en el día sábado. Como
resultado de aquella decisión se convirtió Lidia. Pero, claro está, sin ninguna guía directa,
Pablo reprende a la niña poseída por un demonio, luego siguió un aparente desastre. Son
tomados presos y eventualmente expulsados.
La visita de Pablo a Atenas establece los mismos principios. No es una revelación la
que lo trae a Pablo aquí, sino el mero hecho de que hasta allí es donde los llevaron
escoltados los hermanos de Berea (Hechos 17:15). En Atenas Pablo predica su gran sermón
delante del Areópago, sin embargo, no porque se le dio un mensaje sino porque su alma es
provocada por la idolatría y la superstición que ve a su alrededor. El sermón en sí es un
modelo de la juiciosa aplicación de la verdad bíblica a una audiencia particular y hasta
peculiar.

Historias notables
El argumento que hemos planteado en este capítulo casi siempre es contrarrestado con
anécdotas. Todos saben notables historias de hombres y mujeres que han tenido un
arrollador sentimiento, que debían seguir una acción en cierta dirección. Obedecieron aquel
sentimiento y el resultado los reivindicó en forma gloriosa.
Es peligroso permitir que la teología sea guiada por las historias extra-bíblicas. Pero
permitiendo la relevancia de tales incidentes por un momento, es muy seguro que podemos
encontrarles muchos paralelos en fuentes no cristianas. Cada directivo tiene corazonadas.
También Winston Churchill tenía un arrollador sentimiento que estaba en la dirección
correcta cuando, en 1939 escribía, «me sentía como si estuviese caminando con el destino,
y que toda mi vida pasada había sido una preparación para esta hora y para esta prueba».
Además, por cada corazonada que resulta ser correcta hay muchas que no lo son. «Que la
gente tiene corazonadas es obvio» escribe Paul Wooley, «que muchas de esas corazonadas
resultan muy bien y otras muy mal, es también obvio». Pero solamente la que resultó
exitosa es la que se cuenta.
Luego tenemos el consejo de M’Cheyne, «tu texto, tus pensamientos, tus palabras -
tómalos de Dios». Esto puede no ser tan ofensivo como parece. ¿Cuándo la palabra del
predicador es de Dios? Hasta donde a nosotros concierne, la palabra del predicador es de

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Dios cuando se basa, por sus cuatro lados, en la Biblia. Cómo nos sentimos en relación a
ella es algo inmaterial. Ciertamente necesitamos sabiduría para saber qué parte de la Biblia
debemos exponer en una situación dada. En efecto, el poseer tal sabiduría es un aspecto
indispensable de quien es llamado a predicar. Pero incluso si nuestro juicio titubea, la
Palabra de Dios sigue siendo Palabra de Dios, que desea exposición reverente y una
atención responsiva. La autoridad radica en la Biblia misma y no en nuestras impresiones
mentales.
Pero ¿es qué no hemos experimentado situaciones cuando estábamos seguros de que
Dios nos había dado la Palabra? No, porque antes que comenzáramos a predicar habíamos
llegado a sostener las mismas opiniones sobre este tema que las que sostenemos hoy en día.
Pero lo que sabíamos era una adecuada medida de confianza que habíamos preparado algo
que podríamos predicar con libertad. Podemos dormir bien la noche anterior. Pero las
muchas veces que no hemos podido (en efecto, con bastante frecuencia) el sermón no salió
bien y fue una agonía el predicarlo. En otras ocasiones, hemos tenido la experiencia
contraria, un sermón en el que no teníamos confianza y una noche sin dormir. Pero cuando
llegó el día, salió bien, al menos en la medida en que la predicación misma fue una
experiencia gozosa y hasta tonificante.
Los sentimientos que tenemos antes de predicar y los que tenemos durante el sermón no
son importantes, excepto para nosotros mismos. Lo que importa es la verdad que
predicamos y por lo que debemos orar no es por seguridad antes de predicar o por libertad
cuando estamos predicando sino por sabiduría y valentía para declarar todo el consejo de
Dios.

El lugar de la mente
No olvidemos que la iglesia aún goza de la revelación. La Biblia es la Palabra viva de
Dios que continúa dándonos guía clara y abundante. Pero cuando tenemos que decidir
cómo llegar a Edimburgo, o a Bombay, estamos en la misma situación de Pablo cuando
estaba tratando ir desde Troas a Samotracia. Tenemos que pensar. De hecho, es bastante
sorprendente cuánto énfasis pone la Biblia en el rol de la mente en la vida cristiana.
Tenemos que transformarnos mediante la renovación de nuestras mentes (Rom. 12:2).
Tenemos que ceñirnos los lomos de nuestra mente (1 Pedro 1:13). Servimos a la ley de
Dios con nuestras mentes (Rom. 7:25). Obviamente, no se nos llama a servir a Dios
abandonando nuestro intelecto sino consagrándolo y aplicándolo. Volviendo al modelo con
el que iniciamos, tenemos que pensar lo que Cristo pensó.
El intelecto no es, como lo hemos enfatizado repetidamente, ordinario en sí mismo,
pues está habitado por el Espíritu Santo, y no piensa o juzga, de la misma manera que el
intelecto del hombre natural. Pero lo nuevo del intelecto regenerado no es el único
elemento carismático en la toma de decisiones por parte del cristiano. Tenemos que
vérnoslas con el don de la sabiduría, «si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a
Dios» (Stgo. 1:5). Esto es más que sentido común y mucho más que la visión diaria del
hombre nacido de nuevo. Es un charisma especial, que capacita a hombres como Salomón
y Esteban para dirigir la iglesia y para resolver los problemas que se suscitan en la
consejería y la administración. No implica que Dios nos revela las conclusiones, pero
probablemente implica un conocimiento instintivo de lo que es correcto hacer. El don está
disponible a todos nosotros y al mirar los inimaginables problemas que enfrentan la iglesia
y la sociedad, debemos estar más y más conscientes de que nada menos que una sagacidad

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sobrenatural, podrá resolver nuestras necesidades.
Mucha gente dirá que la línea que hemos tomado en este tema no es estimulante porque
pone en duda la experiencia de muchos creyentes. Frente a esto podemos decir una sola
cosa, que piensen cuán desanimador es para cada creyente ordinario cuando escucha a otros
hablar de estas maravillosas experiencias que ellos nunca han tenido. Nuestras propias
reflexiones se originaron muchos años atrás, precisamente de tales desánimos. Por lo tanto,
fue una poderosa ayuda saber que no estábamos solos en esta carencia. Si lo que hemos
dicho ayuda en algo a alguien a aceptarse a sí mismo delante de Dios, a pesar de no
escuchar voces, ver visiones o tener arrolladoras certezas, entonces estaremos felices.

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CAPITULO 9
¡CONTINUA SIENDO LLENO!

Los capítulos anteriores dejaron mucho sin decir, especialmente acerca del lado
positivo. Sería muy desafortunado dar la impresión de que nuestra experiencia del Espíritu
Santo es algo menos urgente o menos vívida de lo que fue en los tiempos apostólicos. En
realidad, el Nuevo Testamento está lleno de orientaciones claras sobre el tema, para
establecer y mantener una cercana relación con el Espíritu Santo.
La explicación más extensa de éstas es, probablemente, la que se encuentra en Efesios
5:18, ser llenos con (o en) el Espíritu Santo. Esta es una de la serie de principios básicos
de conducta establecidos por el apóstol, como resultado de las grandes declaraciones
doctrinales de la parte anterior de la carta. En Ef. 4:1 Pablo nos llama a caminar como es
digno de la vocación con la que fuimos llamados. En Ef. 5:1, nos pide que seamos
imitadores de Dios como hijos amados. El principio establecido en 5:18 pertenece al mismo
orden de pensamiento. El ser llenos del Espíritu no se relaciona con el reino de la
experiencia eufórica sino con los rigores éticos de la vida cristiana.

Mal entendimiento
Es importante proteger el lenguaje de Pablo en contra del mal entendimiento. Por
ejemplo, Pablo no les está pidiendo experimentar algo que no han experimentado antes. A
partir de Hechos 19:1–7 es claro que los creyentes efesios ya habían recibido el Espíritu
Santo. Lo mismo se deja palmariamente claro en Ef. 1:13s, «ustedes fueron sellados con el
Espíritu Santo de la promesa». De hecho, tal como lo vimos en el capítulo anterior, el
Nuevo Testamento no habla de creyentes que no hayan recibido el Espíritu Santo, que no
hayan sido bautizados en el Espíritu y llenados con el Espíritu. El modelo establecido en
Hechos (1:4s; 1:8; 2:4; y 2:38) es que la gran experiencia iniciadora del Espíritu Santo es
parte del significado mismo de ser cristiano. A lo que Pablo se refiere en Ef. 5:18 es a una
experiencia que ellos ya tenían, pero que él quiere que, en algún sentido, la tengan
nuevamente.
Sin embargo, es igualmente importante notar que Pablo no se está refiriendo a un
experiencia única y definitiva. El usa el tiempo presente continuo, sigan siendo llenos.
Pablo no está describiendo algo que sucede una sola vez, más bien, nos está diciendo que
nosotros no sólo podemos, sino que debemos ser llenos una y otra vez.
Hay un negativo más. Efesios 5:18 no se interesa tanto en una experiencia sino en un
deber. Su énfasis no es que debemos esperar pasivamente que Dios nos haga algo, sino en
que hay algo que nosotros debemos hacer por nosotros mismos. Tampoco es que este
pasaje sea la excepción en este sentido. De una manera más sostenida, Pablo enseña lo
mismo en Gálatas 5:16ss. Tenemos que caminar (pasear) por el Espíritu, vivir por el
Espíritu y marchar al compás del Espíritu. El mismo énfasis sobre el deber se encuentra
en Efesios 4:30 cuando dice «no contristéis al Espíritu Santo de Dios». Todos estos son
recordatorios de que nuestra relación con el Espíritu Santo no es una relación muerta.
Cuando a un cristiano le falta espiritualidad, la razón no está en alguna soberana decisión
divina, sino en nuestro fracaso personal de no tomar las medidas prescritas en la Biblia para
mantener una comunión viviente con Dios.

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Llenando a alguien que ya está lleno
Pero, ¿Cómo puede una persona que ya ha sido llena con el Espíritu ser llena de nuevo?
¿Cómo una persona puede seguir siendo llena?
Parte de la respuesta está en la experiencia de Pedro descrita en Hechos 4:8. El ya había
sido lleno con el Espíritu Santo en el día del Pentecostés. Sin embargo, pocos días después
él es nuevamente lleno. Esta experiencia posterior se relaciona claramente con la promesa
del Señor en Lucas 12:11ss, «Cuando sean llevados delante de los magistrados, no se
preocupen acerca de lo que habéis de responder, porque el Espíritu Santo les enseñará en
aquella misma hora lo que habéis de decir». Pedro está enfrentando una crisis, por lo que
recibió una especial llenura del Espíritu para poder enfrentarla. Lo mismo sucedió con
Pablo en Pafos (Hechos 13:9). Elimas el hechicero trataba de disuadir al Procónsul Sergio
Paulo para que no llegue a ser cristiano. Pablo fue lleno del Espíritu Santo y pronunció tan
solemne reprensión y fue tan efectiva que el Procónsul, «cuando vio lo que había sido
hecho, creyó, quedándose admirado de la doctrina del Señor».
Lo que aquí se está diciendo es que si nosotros nos lanzamos en humilde dependencia
del Espíritu de Dios, Él nos capacitará para enfrentar cualquier emergencia. No podemos
simplemente confiar en experiencias pasadas. Cada crisis crea su propia necesidad y el
Espíritu resuelve dicha necesidad, llenándonos una y otra vez cuando nuestra fe es
desafiada, o cuando somos sobrecargados con responsabilidad, o cuando enfrentamos
tentaciones especiales.
Además, la luz es derramada sobre el problema al estilo de lo que pasó con Esteban en
Hechos 6:5. El era un hombre «lleno de fe y del Espíritu Santo». Esta no es una descripción
de algo instantáneo y momentáneo sino de una condición permanente. He aquí un hombre
que nunca se equivocó, que nunca declinó, que no se desvió. El permaneció habitualmente
lleno del Espíritu Santo. Todo su carácter, sus relaciones, sus emociones, sus ambiciones,
sus reacciones, permanecieron bajo el control del Espíritu. Este es el ideal cristiano, pero
ello no puede garantizarse mediante ninguna experiencia única. Solamente puede
garantizarse mediante una sucesión interminable de llenuras muy a tono con lo que se
sugiere en Juan 1:16, «de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia».
Las palabras de Cristo en Mt. 7:7s también son relevantes, «pedid y se os dará, buscad y
hallaréis, tocad y se os abrirá». Estas palabras no están dirigidas a los inconversos. En su
contexto original, no tienen nada que ver con aquel que está buscando a Cristo por primera
vez, al contrario, tienen que ver con los cristianos establecidos, que buscan al Espíritu
Santo, «si, pues, ustedes siendo malos, saben dar buenos regalos a sus hijos, ¿cuánto más
vuestro padre celestial les dará el Espíritu Santo a quienes lo piden?». Estas personas ya son
salvas. Ya son cristianas. Ya tienen el Espíritu Santo, sin embrago tienen que pedirlo.
Tienen que buscarlo. Y tienen que hacerlo con toda la seriedad y la importunidad del niño
que pide su alimento. El Espíritu Santo no es algo sin el cual pueden vivir los hijos de Dios.
El es indispensable. No es algo que ellos pueden almacenar. Lo necesitan más y más. Lo
necesitan una y otra vez. Y la única manera que se les permite asegurar que estén siempre
llenos es estar siempre pidiéndolo.
Aunque con una ligera variación, lo mismo se enseña en Juan 15:4, «permaneced en
mí». El trasfondo de este pasaje es claramente una distinción entre estar en Cristo (llegar
a estar en Cristo) y permanecer en Cristo. La aceptación inicial de Cristo y el
compromiso con Él son, obviamente, indispensables. Pero tanto la aceptación como el
compromiso necesitan ser re-decretados, repetidamente y continuamente. Se necesita tomar

62
la cruz, no una vez para siempre, sino diariamente. Hay una analogía aquí con la vida de
Cristo mismo. Él no sólo tomó la decisión de llegar a ser hombre, sino que como hombre
«se humilló a sí mismo» yendo más y más hacia el abismo de la nada. La fructificación
espiritual no es el resultado de un mero venir a Cristo. Es el resultado de adherirse,
aferrarse a Él mediante la fe y la oración. El contexto original de las palabras del Señor era
la metáfora de la vid y las ramas, «Así como la rama no puede llevar fruto en sí misma, a
menos que permanezca en la vid, tampoco ustedes, a menos que permanezcan en mí».
Tiene que haber un lazo fuerte y permanente entre el injerto y el tronco para que la sabia
fluya libremente.

Las señales
¿Cuáles son las señales de una persona llena del Espíritu Santo? El contexto de Efesios
5:18 indica dos cosas.
Primero, los resultados son totalmente inversos a los síntomas de la intoxicación, «No
se embriaguen con vino en el cual hay excesos, sino … » Ambas experiencias son
claramente contrastadas. La intoxicación conduce a la conducta extravagante, a la pérdida
del control propio y a la exagerada autosuficiencia. El ser lleno del Espíritu no produce
todo esto. La acusación, en el Pentecostés, de que los discípulos estaban borrachos era
puramente maliciosa. Todas las señales indicaban que estaban totalmente en control de sí
mismos, proclamando las maravillosas obras de Dios, y (en el caso de Pedro) capaces de
reaccionar al instante a las mofas de la multitud, mediante la predicación de un sermón
evangelístico que era un modelo de iluminación, de coraje y de sabiduría. En la iglesia del
Nuevo Testamento había también quienes clamaban que la experiencia de ser llenos con el
Espíritu Santo conducía al éxtasis y a la pérdida del control de sí mismos. Pero Pablo
rechaza esto en 1 Cor. 14:32, «el Espíritu de los profetas está sujeto a los profetas».
En la experiencia del Espíritu Santo no hay nada destructivo, y los cristianos deben ser
excesivamente cuidadosos para que su lenguaje no de la impresión de que si lo hay. Es
totalmente engañoso hablar de hombres y mujeres intoxicados de Dios, intoxicados con el
Espíritu Santo, como si la suma de la espiritualidad fuera que las personas pierdan sus
inhibiciones, sus conciencias y el auto-control de sí mismos, y manifestar su «vivacidad»
mediante el desmayo, el cantar, el hacer palmas y hacer resonar sus pies. Tales cosas han
perdido toda relación con la Biblia, la cual espera que presentemos nuestros cuerpos a Dios
en adoración racional, que nos comportemos con decencia y orden, y que amemos
pensando siempre en los demás, y en las necesidades de los demás. Lejos de anular las
capacidades de los seres humanos, la llenura del Espíritu clarifica nuestras mentes, fortalece
nuestro control de nosotros mismos y disciplina nuestras emociones. Lo último que hace es
hacernos indignos de vivir en este mundo confuso y aturdido.
Segundo, el bautismo en el Espíritu Santo conduce a las grandes características morales
y espirituales, de las que Pablo describe en Efesios 5:18–6:9.
Eso significa, para empezar, que quien está lleno del Espíritu Santo canta y hace
melodía en su corazón. Este cantar, dice Pablo, está específicamente dirigido al Señor. Es
doxológico. La persona que está teniendo esta experiencia dedica su vida a decir, «A Él sea
la gloria en la iglesia mediante Cristo Jesús, por toda la eternidad». Volvemos nuevamente
a la misma atmósfera del Pentecostés, donde los hombres fueron escuchados proclamando
las poderosas obras de Dios. No están cantando meras cancionetas, o cantando simplemente
por causa de autoexpresarse. El gozo de sus corazones aflora en cánticos espirituales

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(cánticos inspirados por el Espíritu y que tienen por tema las cosas del Espíritu). Además,
los cánticos y el cantar apuntan hacia los otros, «hablándose unos a otros». En un pasaje
paralelo en Colosenses 3:16, Pablo lo dice en forma más contundente: deben enseñarse y
exhortase unos a otros. Hasta en el canto de las personas espirituales hay doctrina y
exhortación. Hay una preocupación por la edificación de los demás.
Lo que Pablo está diciendo aquí debe compararse con el Salmo 40:13, «puso en mi boca
cántico nuevo, para alabar a nuestro Dios; los muchos verán y confiarán en el Señor». No
sólo hay melodía en sus corazones. Hay un cántico en sus labios, y ese cántico no sólo está
dirigido a Dios sino también a los hombres. Lo que el Salmo nos dice con tanta hermosura
es que, a quienes se dirige, no es al pueblo de Dios ni a los creyentes. Se dirige a «los
muchos» (los rabim) los gentiles incrédulos. El hombre espiritual (así como en el
Pentecostés) desea que el mundo escuche su cántico, y al menos, desea entonar su cántico.
Nuevamente, ser lleno del Espíritu conduce a la gratitud, «dando siempre gracias en
todo y por todas las cosas». Lo impresionante en la expresión de Pablo aquí es su
comprensión. El hombre lleno del Espíritu puede dar gracias a Dios ¡siempre! y ¡en todas
las cosas! Hay una maravillosa progresión en la enseñanza bíblica sobre toda la cuestión de
nuestra capacidad para enfrentar las circunstancias cambiantes. En el Salmo 23
encontramos que el rebaño de Dios está atravesando sin temor el valle de la sombra de
muerte «por que tú estás conmigo». En Job 1:21, el patriarca acepta la tragedia personal
con paciente resignación, «el Señor dio y el Señor quitó, bendito sea el nombre del Señor».
En Fil. 4:11, escuchamos la gran declaración de Pablo, «he aprendido, en cualquier
situación que me encuentre, a estar contento». ¡Cuánta fortaleza espiritual nos muestra esto!
Encarcelado, encadenado a un soldado, con frío, con hambre, y escuchando nada más que
malas noticias de sus amadas iglesias. Y sin embargo, ¡contento!
Pero la visión en Efesios 5:20 es aún más impresionante. No sólo sin temor, no sólo
resignado, no sólo contento, sino positivamente agradecido, ¡siempre! y en ¡todas las cosas!
¡no importa la clase de día que le amanece! ¡no importa las cosas que experimenta!
Aquí hay, nuevamente, algo que encontramos en los Salmos, escritos en una de la
primeras épocas de la revelación, pero, sin embargo, reflejando una experiencia de
adversidad y gracia igualmente clara. «Cada día te bendeciré y alabaré tu nombre para
siempre» (Salmo 145:2). ¡Cada día! Días cuando hay enemigos o enlutamientos, o peligro,
o persecución, o decepción o desolación. ¡Cada día! ¡Cada simple día!
Verdaderamente, no hay nada más grande en toda la vida cristiana que el triunfo del
alma humilde sobre la adversidad en todas sus formas. Más que cualquier intensidad de
emoción, más que cualquier eminencia en dones, más que cualquier utilidad pública, esta
esa es la marca distintiva de un hombre espiritual.
Nuevamente, sin embargo, la llenura del Espíritu se muestra en las relaciones. Esto es
lo que Pablo desarrolla en Ef. 5:21–6:9, mostrando a los esposos, a las esposas, a los padres
y a los hijos, a los amos y a los siervos, lo que significa la llenura del Espíritu.

La clave
La palabra clave es sumisión, «Someteos unos a otros en el temor de Dios». Por
supuesto que esto no significa una servil conformidad con las órdenes de los unos para con
los otros, sino la constante disposición de someter nuestros propios intereses a los de los
otros. De hecho, Pablo nos está haciendo recordar a Cristo quien, como se nos dice en Fil
2:5, no miró lo suyo propio sino lo de los demás. La razón misma para la que se despojó a

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sí mismo fue porque puso a los otros antes de él. El mismo motivo está presente en Ef.
5:22ss, donde Pablo pone el tratamiento de Cristo para con su iglesia como el modelo del
matrimonio cristiano. Aquí también la enseñanza es imponente en su rigor ético. El hombre
lleno del Espíritu trata a su esposa de la manera que Cristo trató a su iglesia. El hombre
lleno del Espíritu trata a sus hijos de la manera que Dios trata a sus hijos. El hombre lleno
del Espíritu trata a sus siervos de la manera que Dios trata a sus siervos. El hombre lleno
del Espíritu no puede usar su religión como un pretexto para la inhumanidad, o utilizar las
prerrogativas de Dios para excusar su arrogancia o descortesía. Si un hombre está lleno del
Espíritu, es meticulosamente cuidadoso en sus relaciones personales.
Puede ser que la característica sobresaliente de la discusión de Pablo sobre este tema es
que no dice nada acerca de los derechos de los esposos, o esposas, de los padres o de los
hijos, de los amos o de los siervos. Todo el énfasis está sobre los deberes. El hombre lleno
del Espíritu no está interesado en sus derechos. Su preocupación es con sus
responsabilidades y sus obligaciones. Lo que otro le debe no importa. Lo que importa es
que él cumple con lo que debe a los demás.

Explicando nuestras experiencias


Esta doctrina, si es que la entendemos correctamente, nos ayuda a entender dos
características comunes de la vida espiritual.
Primero, esta doctrina explica el hecho de que muchos cristianos, mucho tiempo
después de su conversión, han tenido experiencias inolvidables. Algunos han tenido sus
corazones inundados de seguridad. A algunos les ha sido dado un contundente sentido de la
hermosura de Dios. Algunos han recibido nueva fortaleza espiritual que ha transformado
sus ministerios. Hoy en día, a tales experiencias se les llama bautismo del Espíritu o el ser
sellados con el Espíritu. Nosotros negamos esto. Pero no negamos las experiencias en sí
mismas. Los nombres que se les da son equivocados. No hay nada en la experiencia de
hombres como Rutherford, Flavell, o Edwards, sino lo que la enseñanza de Ef. 5:18 nos
conduce a esperar. Para cada cristiano, hay verdaderamente una grande y definitiva llenura
en el momento de su conversión. Pero esto deja lugar para muchas más llenuras,
dependiendo de nuestra hambre espiritual, las crisis que enfrentamos y las
responsabilidades que llevamos. Nuestras vidas cristianas están conformadas por nuevos
comienzos, y estos son, frecuentemente, más vívidos y traumáticos que nuestra conversión
original.
Pero el lenguaje de Pablo en Ef. 5:18 explica también algo más, el bajo nivel de
adquisición espiritual en nuestras vidas cristianas. Algunos cristianos simplemente no
crecen, sino que permanecen niños espirituales, inmaduros, ignorantes y mundanos. Otros
progresan inicialmente y luego se estancan, y su primera promesa nunca se realiza.
Estos hechos son usados, con frecuencia, como prueba conclusiva contra la doctrina de
que todos los cristianos han recibido el bautismo en el Espíritu Santo. El argumento es bien
simple, ¡Mira aquel hombre! El es cristiano. Pero mira cuán mundano e inmaduro es.
¿Puedes realmente creer que haya recibido el bautismo en el Espíritu Santo?
Pero el argumento prueba demasiado, pues uno puede decir con igual fuerza, ¿Puedes
realmente creer que ese hombre ha nacido de nuevo, que es una nueva criatura, que está
unido a Cristo? La verdadera razón por la cual algunos cristianos son sólo sombras de lo
que debe ser un cristiano no es que les falte el bautismo en el Espíritu, sino que no están
poniendo atención a la instrucción de Pablo en Ef. 5:18 «¡sed llenos del Espíritu Santo!»

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Dios no les ha retenido nada. Lo que pasa es que ellos nunca se paran a la puerta de Dios
pidiéndole más.











































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CAPITULO 10
¿PODEMOS SER REFORMADOS Y PENTECOSTALES?

Muchas voces, en la actualidad, nos dicen que ha llegado el tiempo en que las iglesias
Reformadas y las Pentecostales dejen de lado sus diferencias y se unan. Por ejemplo, en el
prefacio al libro «Gozo indecible» del Dr. Lloyd-Jones, el Rev. Peter Lewis, sugiere que
«por muchas razones (bíblicas, históricas y de experiencia), crecientemente va llegando a
ser insostenible y hasta absurdo ver a estos dos movimientos como fundamentalmente
ajenos el uno al otro». Tal como el Sr. Lewis ve las cosas, el pentecostalismo es totalmente
compatible con la tradición reformada.

Mucho que aprender


¿Hasta cuánto de lo dicho podemos conceder? No hay duda que las dos tradiciones
tienen mucho que aprender una de la otra, aunque hasta cierto punto, el Sr. Lewis se basa
en estereotipos. No todas las iglesias Pentecostales han sido débiles en doctrina, y
ciertamente muchas de las iglesias Reformadas que conocemos desmienten esta
descripción, «repletas de sana doctrina pero débiles respecto a la experiencia y la
seguridad». De todas maneras, podemos aprender mucho de los Pentecostales en términos
de celo, movilización de todo el cuerpo de creyentes y anhelo por el ministerio del Espíritu.
Pero también podemos aprender mucho del catolicismo romano, del liberalismo, y de la
teología de la liberación. Todas las tradiciones cristianas tienen mucho que aprender unas
de las otras. Pero esto no justifica su unión.
Es también muy posible que un creyente individual, o una iglesia, crean firmemente en
los cinco puntos del calvinismo, y al mismo tiempo crean en el bautismo con el Espíritu
Santo como segunda experiencia, y en la continuidad del don de lenguas. Tales iglesias, si
se conforman al proyecto del Sr. Lewis, tendrán predicación expositiva regular, himnos
modernos, cultos informales y una aversión a todo lo que sea victoriano.
Pero la pregunta es ¿son estas dos teologías fundamentalmente compatibles? Por lo
menos hay dos áreas de conflicto, ambas involucran grandes frases lema de la reforma: sola
scriptura (únicamente la Biblia) y sola fide (solamente por fe).

Sola scriptura
En primer lugar veamos lo de sola scriptura. Según la teología reformada histórica, la
iglesia es enseñada por la Palabra de Dios dada por los apóstoles y los profetas y contenida
en la Biblia. La Biblia no sólo es la norma suprema, sino que es la única norma. Además,
una vez que el Nuevo Testamento fue escrito, esta revelación es perfecta y suficiente, «todo
el consejo de Dios, concerniente a todas la cosas necesarias para su propia gloria, para la
salvación del hombre, fe y conducta están claramente establecidas en la Biblia, o puede
deducirse de ésta por buena y necesaria consecuencia» nos dice la Confesión de Fe de
Westminster (Capítulo I., sec.,VI). En consecuencia nada ni nunca debe añadirse a la Biblia
«ya sea por nuevas revelaciones del Espíritu o por las tradiciones de los hombres» nos
sigue diciendo la Confesión de Fe.
En el pentecostalismo, esta doctrina es atacada desde diferentes direcciones, no menos

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desde el ministerio de los que alegan ser profetas. En verdad esta es una de las más
orgullosas jactancias de las iglesias carismáticas, la voz de la profecía ha sido restaurada.
Sin embargo, el significado preciso de lo que se alega está muy lejos de ser claro. Para la
mayoría de cristianos comunes y corrientes, profetizar significa predecir. Los
carismáticos menosprecian este elemento con alguna justificación. El muy repetido clamor
de los eruditos bíblicos de que la profecía no es predicción sino proclamación podría ser
un cliché, pero de todas maneras esto es verdad. Esto llega a ser muy claro cuando
inmediatamente recordamos que el más grande de los profetas fue Moisés, quien
ciertamente no abundó en predicción sino en instrucción (torah). Por otro lado, la
predicción era un elemento importante en la profecía bíblica, incluso en el Nuevo
Testamento. Agabo por ejemplo predijo que los judíos arrestarían a Pablo y lo entregarían a
los gentiles (Hch. 21:11). El Apocalipsis de Juan («las palabras de la profecía de este
libro») habla de que las «cosas deben cumplirse pronto» (Apoc. 1:1). Es también
interesante que en el Antiguo Testamento, se probaba a un profeta en base al cumplimiento
de su predicción, «si el profeta hablare en nombre de Jehová, y no se cumpliere lo que dijo,
no aconteciere, es palabra que Jehová no ha hablado; con presunción la habló el tal profeta;
no tengas temor de él» (Dt. 18:22). Es más, si un profeta hablaba falsamente, aquel debía
ser condenado a muerte, «el profeta que tuviera la presunción de hablar palabra en mi
nombre, a quien yo no le haya mandado hablar o que hablare en nombre de dioses ajenos,
el tal profeta morirá» (Dt. 18:20) ¿Se aplican en la actualidad estos principios en las
reuniones pentecostales? Todos sus profetas predicen, pero de ninguna manera todas esas
predicciones se cumplen. ¿Qué sucede? ¿Son tales profetas apedreados? Si no es así que ha
pasado con la pretensión de que estamos retornando exactamente a la situación bíblica
primitiva? Si los falsos profetas no son apedreados entonces los pentecostales también
conceden alguna clase de transición. Algunas partes de la Biblia ya no son normativas. En
palabras que a ellos les gusta tanto aplicar a otros, los pentecostales están echando tijeras a
la Biblia.
Ellos insisten también en que sus profecías no son un añadido a la Biblia, que no son
canónicas. Pero el significado de esto es también oscuro. Pues ciertamente, algunas
profecías genuinas no llegaron a ser canónicas, en el sentido que se registraron por escrito
con la finalidad de ser incorporadas en los libros autoritativos de la iglesia cristiana. Los
pentecostales podrían estar diciendo algo parecido a esto. No desean que sus profecías sean
tratadas como Escrituras santas. Pero al parecer, ellos están diciendo algo más, que había
dos clases de profecía, una revelacional y normativa, y la otra informal y didáctica. Por un
lado, existe la profecía bíblica clásica, y por otro, existen exhortaciones e instrucciones
relacionadas a situaciones particulares pasajeras.
La dificultad con esto es que tal noción de profecía tiene muy poco sustento en la
Biblia. Podría haber algún lugar para ésta en Números 11:29 «Y Moisés le respondió,
¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera
su Espíritu sobre ellos». Pero esto no es más que un anhelo de Moisés que nunca llegó a
cumplirse.
Hechos 2:17 podría también sugerir un sentido más genérico de profecía, aquí se ve el
pentecostés como un cumplimiento de Joel 2:28 «derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y
tus hijos e hijas profetizarán, y tus ancianos soñarán sueños y tus jóvenes verán visiones».
Puede argumentarse a partir de este texto que en la nueva dispensación todo el pueblo de
Dios (hijos e hijas, ancianos y jóvenes) deben ser profetas, y que en verdad esta era la razón
de por qué se les dio el bautismo con el Espíritu Santo, «recibiréis poder cuando sobre

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vosotros haya venido el Espíritu Santo y me seréis testigos» (Hch. 1:8). Esto estaría de
acuerdo con la visión de Jeremías 31:31–34, «Haré un nuevo pacto con la casa de Israel y
con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus corazones, y yo seré a ellos por Dios, y ellos me
serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano,
diciendo conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos; y no
me acordaré más de su pecado». Si estos pasajes apuntan a la profecía como universal,
luego el significado de profecía debería ser reducido de acuerdo con esto. El profeta es el
testigo que proclama las virtudes de aquel que lo llamó de las tinieblas a su luz admirable
(1 Pe. 2:9). Esto no puede despreciarse ni desecharse como no carismático. Esto es
carismático en grado supremo. El propósito por el cual se dio el Espíritu fue para capacitar
a la iglesia para ser testigo de Cristo. Pero si esto es lo que entendemos por profecía,
entonces las reuniones carismáticas y los profetas carismáticos no son nada especial. Todos
los cristianos son profetas y todas las iglesias son proféticas.
Sin embargo, la palabra profetizar rara vez, si acaso alguna vez, es usada en este sentido
en el Nuevo Testamento. Dos páginas completas en la exhaustiva concordancia de Strong
se dedican a explicar la palabra profecía y sus similares, y en cada instancia (con la posible
excepción de Hechos 2:17) tiene su sentido especializado usual. Ser profeta, en la iglesia
del Nuevo Testamento es ocupar una posición que sólo es la segunda después de un
apóstol, profetizar es hacer una revelación autoritativa de la voluntad de Dios. Y en verdad
esto es lo que pretenden los nuevos profetas. Si no es así ¿por qué las constantes
apelaciones de los montanistas y de los Irvinistas al ejemplo de los profetas del Nuevo
Testamento? Sea predecir o proclamar en la actualidad los videntes están haciendo
pronunciamientos canónicos autoritativos. Están declarando lo que el Espíritu les habló,
pero nos dicen que lo que el Espíritu les dijo no es canónico. Si un profeta dirige a una
joven pareja a un campo misionero, a dicho campo deberá ir esta pareja. Si prescribe cierto
curso de acción para la congregación, luego la congregación deberá cumplirlo. Si este no es
un canon alternativo, ciertamente es un canon aumentado que implica que la propia Biblia
no es suficiente. Y que por tanto, para la fe, la vida y la salvación hoy necesitamos más, y
no hay escasez de voces ofreciendo suplirla. Para algunos, esto es un desarrollo
enteramente bienvenido, que ofrece más información y mayor luz y certeza para la iglesia.
Pero los resultados son calamitosos, especialmente en el área de la libertad cristiana. Una
de las más grandes afirmaciones de la reforma fue que «Sólo Dios es el Señor de la
conciencia y la ha dejado libre de las doctrinas y mandamientos de los hombres».
(Confesión de Fe de Westminster, Capítulo XX., sec., II). En el presente, los mandamientos
de los pretendidos pastores invaden las áreas más privadas y personales de muchas vidas
cristianas, así pues, la tiranía de la iglesia medieval es reemplazada por la tiranía de los
nuevos videntes, reclamando una sumisión que se mofa de todo principio Neotestamentario
de servicio y autoentrega.

Exclusión de la biblia de áreas claves


Pero la autoridad de la Biblia también está bajo presión desde otra dirección. Está
siendo excluida de áreas claves de la vida cristiana. Por ejemplo, el pensamiento de los
reformadores y los puritanos con respecto al tema de la adoración estaba gobernado por el
principio que no debía imponerse a la congregación lo que no esté autorizado por la Biblia.
Puede ser que ellos se hayan equivocado al adoptar tal principio, pero lo aceptaron. Es más,
ellos lo consideraron como crucial. En verdad esto era el meollo del puritanismo.

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No podía haber obispos, ni altares, ni incienso, ni vestimentas, ni libro de oración,
porque no había autoridad bíblica para tales cosas. Hoy día, sin embargo, la gente que se
dice reformada y que hasta se dicen puritanos, quieren introducir ballet, mimos y drama en
la adoración de la iglesia. La gente que pretende estar llamándonos a volver al cristianismo
apostólico primitivo, han inventado un nuevo oficio eclesiástico, el coreógrafo. A dichas
personas no se les ocurre preguntarse, ¿hay autoridad divina para esto? Mucho más lejos
están de preguntarse, ¿en qué plano opera la adoración? ¿es en el plano horizontal (lo que le
gusta a la gente), o en el plano vertical (lo que es del buen agrado de Dios)? Nuestra
música, mimos y dramas pueden ser gozosos y hasta conmovedores. Pero ¿tenemos alguna
razón para pensar que esto le gusta a Dios y que se agrada en ello?
Pareciera que detrás de estas nuevas tendencias hay un mal entendimiento de los relatos
del Nuevo Testamento acerca de la vida de la iglesia primitiva, y particularmente del
capítulo 14 de la primera epístola a los Corintios. Parece que hemos concluido que las
reuniones de la iglesia primitiva estaban marcadas por un gran regocijo, abundantes
movimientos físicos, expresiones propias sin inhibición, y sobre todo abundancia de
música. Pero ¿cuán sana es esta conclusión?
Ciertamente no nos hacen falta materiales para responder a esta pregunta. Tenemos un
gran resumen de estas reuniones de la iglesia apostólica en Hechos 2:42. Estas tenían cuatro
características prominentes: enseñanza, comunión, partimiento del pan y oraciones.
Tenemos un relato de una reunión de oración de tiempos primitivos en Hechos 4:23 ss, un
informe acerca del juicio de Dios contra una conducta inaceptable en Hechos 5:1–11, una
descripción de una reunión de líderes en Hechos 15:6–29, un vislumbre de una reunión de
altas horas de la noche en Hechos 20:7–12 y una memoria de una fiesta conmovedora en
Hechos 20:17–38.
Estos pasajes pueden no decirnos todo lo que nos gustaría saber, pero ciertos aspectos
son muy claros. Por ejemplo, que la iglesia primitiva no era una iglesia particularmente
musical. En ninguno de estos pasajes hay referencia a instrumentos musicales de alguna
clase, incluso las referencias al canto son escasas. Esto marca un gran contraste con la
iglesia de hoy. Parece que los cristianos de hoy comparten totalmente la actual adicción a la
bulla de fondo. Parece que la música es lo más próximo a la piedad e indispensable en
cualquier reunión cristiana. En verdad, para muchos cristianos es el criterio decisivo cuando
van a escoger una iglesia.
Además, las reuniones de la iglesia primitiva eran firmemente estructuradas. El
desorden y la confusión eran condenados específicamente (1 Cor. 14:33). Cada cosa debía
ser decente y ordenada. Se dio guía clara para la administración de la Cena del Señor. La
actividad carismática también fue cuidadosamente regulada. No más de dos (a lo más tres)
personas podían hablar en lenguas en una reunión, y nadie debía hablar si no había un
intérprete presente. Los profetas debían hablar en turno y darse paso uno al otro.
Sorprendentemente, se dieron también instrucciones muy detalladas en cuanto a la conducta
de las mujeres. Ellas no debían hablar, ni enseñar, e incluso cuando se trataba de la oración,
Pablo dio esta responsabilidad a los hombres, «quiero que los hombres oren en todo
tiempo» (1 Tim. 2:8). Hasta en asuntos de la vestimenta encontramos estipulaciones firmes,
«las mujeres deben adornarse de ropa modesta, con pudor y sobriedad». No debía haber
peinados ostentosos, ni joyas de oro, ni vestidos costosos. Sería riesgoso interpretar estas
instrucciones legalistamente, pero aún si nos tendríamos que confinar a su espíritu, éstas
invocan restricción.
En efecto, este es el tono de todas las pistas que tenemos en cuanto a la estructura de las

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reuniones de la iglesia del Nuevo Testamento. Ciertamente, la espontaneidad no era
ilimitada. Sin duda, como sus contrapartes de hoy, muchos de los que hablaban en lenguas
y los profetas se han sentido «guiados» a hablar cuando «las reglas» lo prohibían. Sin duda
también muchas mujeres se «sintieron llamadas» a enseñar y predicar (especialmente
cuando escucharon a los hombres haciéndolo muy mal). Pero ellas tenían que respetar el
orden. En estas instrucciones apostólicas, tanto como en las doctrinas más profundas, ellos
hallaron la «mente de Cristo» (1 Cor. 14:37) y no importa cuan profundo sea el impulso, el
espíritu de los profetas debe estar sujeto a los profetas (1 Cor. 14:32)

Temperatura emocional
Tampoco la temperatura emocional de los cristianos, en las reuniones de la iglesia
primitiva era exactamente como se imaginan los carismáticos. Había realmente gozo y
doxología. Pero tan temprano como en Hechos 2:43 leemos que «sobrevino temor sobre
toda persona». Es interesante que esto viene después de las palabras «y continuaban en las
enseñanzas de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y las oraciones». Lo
mismo encontramos en Hechos 5:11 «y sobrevino un gran temor sobre toda la iglesia y
sobre todos los que oyeron estas cosas». Incluso en 1 Corintios 14:24, 25 suena esta nota.
Un extraño que entra en la reunión va a ser convencido, postrado sobre su rostro y adorar y
confesar que Dios está realmente entre estos cristianos. En efecto, estas palabras subrayan
el tema clave: la presencia de Dios en las reuniones cristianas. El temor de Hechos 2:43
está directamente relacionado con el pentecostés en el cual la iglesia experimentó la venida
del Espíritu Santo y llegaron a ser el templo del Dios viviente. Esto es mucho más obvio en
Hechos 5:11, donde el temor es el resultado directo de la muerte de Ananías y Safira, una
muerte que se debió a que ellos no reconocieron, con la debida seriedad, las implicaciones
de la presencia de Dios en la iglesia. Ellos pensaron que podían pecar con impunidad. En
lugar de impunidad experimentaron la presencia de Dios como fuego consumidor.
Lo que tenemos que recordar es que la transición del Antiguo Testamento al Nuevo
Testamento, no implicaba ningún rebajamiento de nivel de la seriedad religiosa. Bajo el
Antiguo Testamento no le era fácil a la iglesia vivir con Dios. La presencia de Dios era, en
el plano meramente humano, un fastidio. La ley era tan penetrante y la divina presencia tan
intrusiva que Israel nunca podía relajarse como las otras naciones. Era como tener siempre
a un almirante en el barco. El Nuevo Testamento nunca eliminó esto, más bien, lo
intensificó. Había una nueva forma de su presencia, es decir, la venida y morada del
Espíritu, pero ello no era más bajo ni menos exigente, «y si invocáis como Padre a aquel
que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos con temor todo el
tiempo de vuestra peregrinación». (1 Pe. 1:17)
Nadie, en nuestra generación, tenía mayor sentido de la realidad de Dios, o más
humilde sentido de su grandeza que el Dr. Martín Lloyd-Jones. Pero es indeciblemente
triste que aquellos que claman ser sus más ardientes admiradores estén ahora gritando por
formas de adoración que él habría deplorado. Nuestra adoración debe corresponder a la
naturaleza del Dios que está en medio de nosotros. Esto no significa que permanezcamos
esclavos a las liturgias del siglo XVII, a los himnos victorianos, a los collares vaticanos, o a
las traducciones arcaicas del salterio. Tampoco puede esto significar, sin embargo, rebajar
la adoración a Dios, a tal nivel, que sea escasamente distinguible del de una discoteca.

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Sola fide
La segunda gran área de conflicto entre la teología reformada y el pentecostalismo está
relacionada al principio de la sola fide. Según la teología de la reforma los pecadores son
justificados sólo mediante la fe. No había algún «más» de mérito personal o de logro
humano. En el momento de ser aceptados por Dios, toda la verdad acerca del ser humano es
que éste era un impío que confió en Cristo. Era un simul iustus et pecator, es decir, un
pecador y justificado al mismo tiempo. Pero en el fondo de esto hay otra cosa. La
suficiencia de la fe no descansa en sí misma. Su eficacia, al menos según el pensamiento
reformado, descansa en el hecho de que nos une a Cristo. Nos une a su justicia y nos
conecta a su poder. Sola fide en realidad significa solus Christus (sólo Cristo). Él es todo,
y él que tiene a Cristo, lo tiene todo.
Es en esto donde los carismáticos descargan sus golpes más peligrosos, y por esta razón
es incompatible con la teología reformada. Ya hemos hablado de esto anteriormente en el
capítulo 3, bajo el subtítulo «Aceptar a Cristo», y no hay necesidad de repetirlo aquí. Los
catolicorromanos argüían que estar en Cristo no era suficiente para la justificación, pues
tenía que haber «algo más». Es posible, dice también el pentecostalismo, estar en Cristo y
sin embargo no ser bautizado, no ser lleno y no ser sellado. Es posible estar en Cristo y
nunca haber recibido la promesa del Padre.
En el plano abstracto, tanto la posición católicorromana como la pentecostal y sus
respectivas doctrinas del «más» podrían ser verdad. Pero no son compatibles con la teología
de la reforma, y, a nuestro juicio, tampoco son compatibles con la teología del Nuevo
Testamento. Lo que leemos allí es que el hombre está completo en Cristo (Col 2:10) y que
quien tiene al Hijo tiene la vida (1 Jn. 5:12). Eso es el Evangelio. Venimos al Salvador, no
como a una casa semiconstruida, ni como a un punto en el cual empezamos una nueva y
ardorosa búsqueda (por el bautismo del Espíritu). Venimos a Él porque Él nos dice
«¡Vengan! que yo les daré descanso».


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