Checas de Madrid
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César Vidal
Checas de Madrid
ePub r1.0
jandepora 28.04.14
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César Vidal, 2003
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Pueris bello Hispanico interfectis
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Introducción
El procedimiento fue sencillo. Primero los sacaron del lugar donde estaban
recluidos y los obligaron a subir en transportes donde iban maniatados y hacinados
por docenas. Realizaron el viaje en silencio aunque algunos rezaban y no pocos
sospechaban el destino que les esperaba. Cuando llegaron, los obligaron a descender
de los vehículos y los condujeron hasta unas enormes zanjas ante las que se les
ordenó colocarse en fila. Lo que sucedió a continuación fue rápido, apenas unos
minutos. Mientras sonaba alguna oración musitada, procedieron a ametrallarlos. La
mayoría había muerto antes de caer desplomada sobre el suelo recientemente
removido. Al cabo de unos instantes, los moribundos también habían sido rematados
a tiros. Los cadáveres podían contarse por centenares. Entonces, ordenaron a gente a
la que se había sacado de poblaciones cercanas que fueran lanzando a las fosas
docena tras docena de cuerpos exánimes y aún calientes.
El episodio podría haber sucedido en Katyn donde agentes soviéticos asesinaron a
millares de prisioneros polacos arrojándolos después a zanjas gigantescas. También
podría haber acontecido en Babi Yar donde los nazis ametrallaron a millares de judíos
sepultando después sus cadáveres en gigantescas fosas. Sin embargo, no tuvo lugar
en Europa oriental. Sucedió —y se repitió una y otra vez— en un lugar situado en el
otro extremo de Europa. En España.
El presente libro es la historia de cómo años antes de Katyn y Babi Yar, se creó en
España un sistema represivo que, entre otras manifestaciones, dio lugar a una red de
establecimientos donde se detenía sin respeto alguno a las garantías legales mínimas,
se torturaba y se asesinaba. El presente libro es la historia de cómo semejante
comportamiento —sin antecedentes en la Historia de España— costó tan sólo en la
provincia de Madrid millares de víctimas que superaron, por citar sólo un
significativo ejemplo, al número de muertos causados por la dictadura de Pinochet. El
presente libro es la historia de cómo la labor de represión fue ejecutada por las
autodenominadas fuerzas progresistas con el respaldo directo de los aparatos del
Estado y el apoyo o silencio de los que habían sido erigidos en referentes morales de
la sociedad. El presente libro es, finalmente, la historia de un proceso revolucionario
que se inició a finales del siglo XIX y que fue denotado en 1917 y 1934, pero alcanzó
sus mayores victorias en 1931 y 1936, un proceso revolucionario cuyo triunfo incluía,
por definición, la práctica del exterminio de segmentos enteros de la sociedad.
La exposición de esa trayectoria histórica ha sido dividida en cuatro partes. En la
primera, el lector podrá encontrar una descripción de la forma en que se creó el
primer Estado totalitario de la Historia —un Estado que estableció una red de campos
de concentración, que pulverizó cualquier tipo de garantía legal y que difuminó
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arbitrariamente las líneas del derecho penal, que se sostenía sobre la máxima de que
sectores enteros de la nación debían ser exterminados y que publicó resueltamente su
decisión de sustentarse sobre el terror de masas. Semejante cosmovisión se apoyaba,
entre otros aspectos, en un sentimiento de hipertrofia de la propia legitimidad política
que le permitía considerar la aniquilación de un sistema de libertades como un éxito
deseable y que no tenía problema alguno en oponer la calle, previamente manipulada,
al parlamento para lograr sus objetivos.
Componente esencial de esta primera parte es el relato, forzosamente resumido,
de cómo esa concepción revolucionaria llegó a España a finales del siglo XIX y
consiguió imponerse a inicios del segundo tercio del siglo siguiente. Aunque es
posible pasar por encima de esta parte y dirigirse directamente a la segunda, su
contenido nos parece esencial.
La segunda parte está dedicada al establecimiento del sistema de checas de
Madrid como consecuencia directa del triunfo del principio revolucionario y a su
funcionamiento durante los primeros meses de la guerra civil.
La tercera parte se centra en el paso del sistema de checas a la práctica del
exterminio masivo que siguió las líneas indicadas al principio de la presente
introducción. No nos hemos detenido meramente en la ejecución de los planes de
asesinatos en masa —aunque, obviamente, los abordamos— sino que también
destacamos la importancia de otros factores como la respuesta de las legaciones
diplomáticas a la política represiva del Frente Popular, el comportamiento de los
intelectuales ante las detenciones, torturas y matanzas, o el final de los asesinatos en
masa.
La cuarta parte describe, finalmente, la mutación —realmente decisiva— que
tuvo lugar en la represión practicada en la zona de España controlada por el Frente
Popular una vez que los comunistas, con el apoyo de la URSS, comenzaron a
apoderarse de los resortes del poder. Su objetivo era obvio e implicó el inicio de la
represión dirigida también contra fuerzas de izquierdas siguiendo el modelo
establecido ya por Lenin.
Finalmente, aunque la presente obra reproduce un número considerable de
documentos, he considerado conveniente incluir algunos apéndices referidos a las
fuentes documentales y la bibliografía, al período en cuestión, a las cifras de la
represión religiosa en la zona controlada por el Frente Popular y al número de
víctimas ocasionadas en Madrid por el régimen de checas.
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Parte I
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escaso. Cuando además se supo que Lenin había contado con el respaldo del káiser
para regresar a Rusia pudo creerse que sus días en política estaban contados. Un
fracasado intento de sublevación bolchevique llevado a cabo en julio de 1917 sólo
sirvió para confirmar esas apreciaciones. De hecho, una observación superficial de las
circunstancias a mediados de julio hubiera podido crear la sensación de que, tras la
borrasca, todo estaba regresando al cauce de la normalidad. En las fábricas, la
agitación había disminuido como consecuencia de la obligada retirada de los
bolcheviques y del apoyo continuado de los soviets al gobierno. Éste era tan
importante en aquellos momentos y eliminaba de tal forma las posibilidades
bolcheviques de ganar terreno que no resulta extraño que Lenin los calificara de
«hoja de parra de la contrarrevolución» e incluso llegara a abandonar la tesis de que
todo el poder del Estado debía serles transferido. A esas alturas, carecía de sentido
impulsar la toma del poder en favor de instituciones que no sólo no estaban
dominadas sino que además difícilmente podían ser controladas.
Aquel clima de relativa estabilidad y el deseo de terminar de asentar el gobierno
hasta la apertura de la Asamblea Constituyente llevaron a Kérensky, su nuevo
presidente, a convocar el 12 de julio una Conferencia de Estado. Un mes después se
celebraba la misma pero no en Petrogrado sino en Moscú, teniendo como escenario el
teatro Bolshoi. Salvo los bolcheviques, que se vieron excluidos de ella y que no se
atrevieron ni a convocar manifestaciones de protesta por miedo a las
consecuencias[2], allí estuvo presente todo el abigarrado mundo de la política rusa. De
manera sorprendente, parecía existir una voluntad generalizada de garantizar la
permanencia de la democracia rusa aunque eso implicara cesiones en las posturas de
todos. Por si quedaba alguna duda de que la revolución estaba comprometida con una
evolución plenamente democrática, el 26 de agosto Kérensky depuso al general
Kornflov de su cargo de comandante en jefe ya que existían sospechas, no del todo
fundadas, de que pudiera dar un golpe de Estado.
El fracaso, total e incruento, de Kornflov —que, por añadidura, fue arrestado—
paradójicamente no fortaleció al gobierno provisional presidido por Kérensky. En
realidad, proporcionó un nuevo aliento a los bolcheviques. Casi de la noche a la
mañana dejaron de ser considerados unos traidores vendidos a los alemanes para
convertirse en defensores de la revolución contra la reacción. De esa época partió
toda una campaña de opinión dirigida a crear la convicción de que Kérensky sólo
ambicionaba convertirse en un dictador aprovechando un esfuerzo bélico que cada
día era más impopular. No existió base para esa afirmación nunca, pero con el paso
del tiempo la calumnia antikerenskysta ha seguido haciendo acto de presencia en
obras posteriores sobre la Revolución rusa. En aquel momento, su empleo tenía una
finalidad bien obvia, la de quitar de en medio a uno de los pocos personajes políticos
de talla que aún podían enfrentarse con los bolcheviques.
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Por si esto fuera poco, Lenin comprendió que su tesis de que el soviet no era sino
la hoja de parra de la Revolución no resultaba útil. Con un sentido de la oportunidad
especialmente afinado, Lenin no dudó en retomar el lema de «todo el poder a los
soviets» que poco antes había vituperado. En el mes de septiembre incluso concluyó
su obra El Estado y la revolución[3] donde abogaba de manera explícita por destruir el
parlamentarismo sustituyéndolo por «la dictadura revolucionaria del proletariado».
De momento, sin embargo, el soviet no tenía intención ni de seguir los patrones
de conducta que convenían a los bolcheviques ni de intentar derribar al gobierno.
Todo lo contrario. Deseaba su estabilidad y precisamente para conseguirla renunció a
la idea de que el mismo debiera ser totalmente burgués o completamente socialista[4].
En el curso de una conferencia democrática convocada por el soviet al poco de
producirse el episodio Kormlov, setecientos sesenta y seis delegados (contra
seiscientos ochenta y ocho, y treinta ocho abstenciones) votaron a favor de un
gobierno de coalición. El 25 de septiembre, se procedió a su formación. Kérensky
continuó desempeñando la función de primer ministro mientras que las carteras eran
ocupadas por eseristas moderados, mencheviques, cadetes, socialistas sin afiliación e
incluso personas que no pertenecían a ningún partido concreto. Era el último cartucho
de la Revolución para no derivar en una solución dictatorial pero se utilizó cuando la
situación era prácticamente incontrolable quizá no en Petrogrado como había puesto
de manifiesto el fracaso de Korrúlov pero sí en buena parte del resto de Rusia.
Si algo caracterizó a Rusia durante los días finales de septiembre y los primeros
de octubre de 1917 fue la sensación de que no existía ningún tipo de orden ni
autoridad. El gobierno provisional, que había dependido para su supervivencia de una
institución como el soviet de Petrogrado, era incapaz de evitar la oleada de saqueos,
incendios, motines y crímenes que se producían por todo el país. El ejército —en
cuyo seno Kérensky era odiado profundamente tras la ofensiva de verano que se
había saldado con un fracaso— se desintegraba en masa y los comités de soldados no
sólo no impedían esa situación sino que la favorecían haciendo peligrar incluso la
vida de los oficiales. A todo ello se sumaban el hambre y la desesperación. Con cerca
de diez millones de soldados, el Estado apenas tenía recursos para malalimentar a
siete. Durante el mes de septiembre las unidades militares apenas recibieron la cuarta
parte de la harina necesaria. No es extraño que el número de desertores alcanzara por
esas fechas los dos millones y que sólo un diez por ciento de ellos pudiera ser
obligado a regresar al frente.
La situación entre los civiles apenas era mejor. En buen número de poblaciones el
pan escaseaba y las manifestaciones para protestar por esa situación acababan
degenerando en actos de violencia de los que no estaba ausente la barbarie. Incluso se
había vuelto a la práctica de atacar a los judíos como chivos expiatorios. Por lo que se
refiere al campo, septiembre fue el mes en que empezaron las destrucciones
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provocadas no pocas veces por el mero deseo de dar salida a la cólera y al
resentimiento. Cuando se inició el mes de octubre, las provincias de Minsk,
Moguiliov y Vitébsk en Bielorrusia y las regiones centrales y de las provincias del
Volga eran presa de una situación de absoluta anarquía que hacía presagiar un
invierno de hambre y desolación. La última esperanza de Rusia descansaba en la ya
cercana elección de la Asamblea Constituyente que habría contado con la
legitimación suficiente para formar un gobierno con autoridad (y, sobre todo, no
provisional) y para solventar de una vez por todas cuestiones tan relevantes como la
política agraria. Precisamente por ello, Lenin decidió dar los pasos que le separaban
de la toma del poder.
El golpe bolchevique[5]
La distribución de fuerzas en septiembre presentaba un panorama bien definido.
El gobierno provisional, pese a estar constituido por ministros de casi todas las
tendencias, se asemejaba crecientemente a una institución sin capacidad para imponer
sus decisiones, dependiente del soviet de Petrogrado para su supervivencia y limitada
en cuanto a su existencia por la teóricamente próxima constitución de la Asamblea
Constituyente. Los eseristas o socialistas revolucionarios eran posiblemente el partido
más fuerte al contar no sólo con una importancia considerable en los soviets urbanos
sino al controlar también los de campesinos y las tropas de primera línea. Los cadetes
o constitucionales democráticos, un partido liberal, mantenían buena parte de su
influencia sobre todo entre sectores moderados de la población que deseaba mantener
las libertades conquistadas por la Revolución de febrero. Los mencheviques, el grupo
marxista mayoritario, habían experimentado un enorme retroceso en relación con su
superioridad en los soviets de los primeros meses de la Revolución pero la seguían
manteniendo en la región del Cáucaso y, muy especialmente, de Georgia. Por lo que
se refiere a los bolcheviques, con un 51 por ciento de los votos, habían ganado las
elecciones en Moscú y, por primera vez en su historia, logrado una mayoría absoluta
en un centro urbano importante. Aunque esta situación no se repitió en otros lugares,
aunque la práctica totalidad de los soviets obreros de Rusia seguían controlados
mayoritariamente por eseristas y mencheviques, y aunque los soviets campesinos
eran abiertamente eseristas no podía negarse que la influencia bolchevique estaba
aumentando casi diariamente[6].
Sobre ese contexto de gobierno provisional impotente, de ola ascendente en
Petrogrado y de desorden generalizado, Lenin pidió al Comité Central bolchevique
que diera inicio a los preparativos para una insurrección armada. Sin embargo, el
Comité Central no veía las cosas con tanta claridad. Zinóviev y Kámeñev, dos de sus
miembros, se opusieron especialmente porque consideraban que el partido
bolchevique no tenía el apoyo de la mayoría del pueblo ni del proletariado
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internacional. A su juicio, resultaba mucho más sensato esperar a que los vientos
soplaran en su favor y así obtener una sólida mayoría en la futura Asamblea
Constituyente. Por supuesto, Zinóviev y Kámeñev no dejaban de lado la idea de
implantar una dictadura bolchevique en el futuro pero consideraban que, siquiera por
prudencia táctica, tal posibilidad debía estar respaldada en apariencia por la mayoría
del pueblo ruso. Para Lenin, por el contrario, se trataba de conseguir la creación de
esa dictadura mediante la acción de un partido que era considerablemente minoritario
pero que, al menos en teoría, captaba cuáles eran los intereses de la mayoría mejor
que ésta misma. Éste era también el enfoque de Trotsky, que a lo largo de la
Revolución había adoptado como totalmente propios los puntos de vista de Lenin
compartiéndolos incluso donde eran rechazados por los antiguos bolcheviques. La
única discrepancia que Trotsky planteaba en relación con la posición de Lenin giraba
en torno a la fecha más idónea para el alzamiento. En opinión de Trotsky, el momento
ideal sería el de la reunión del II Congreso de los Soviets anunciada por aquellas
fechas. De esta manera, el carácter minoritario de los bolcheviques se vería
disfrazado por lo que podría presentarse como un apoyo de los soviets. Había mucho
de arriesgado en la postura de Lenin y lo que finalmente arrancó al Comité Central de
sus dudas fue la amenaza de aquél de dimitir del Comité Central y continuar
realizando su tarea de agitación desde la base del partido. Finalmente, el 10 de
octubre se decidió iniciar los preparativos para una insurrección armada.
El mayor problema con el que se enfrentaban los bolcheviques en Petrogrado era
el hecho incontestable de que la guarnición de la ciudad seguía siendo partidaria de
apoyar al gobierno provisional o al soviet[7]. Para obtener su apoyo, por lo tanto, los
bolcheviques tenían que idear una artimaña lo suficientemente sólida como para que
las tropas creyeran que defendían precisamente aquello que iban a derribar con su
concurso o, siquiera, con su pasividad. Las circunstancias vinieron en apoyo de los
bolcheviques a la hora de vencer esta dificultad.
En la segunda semana de octubre, los alemanes se apoderaron de algunas islas
rusas en el golfo de Riga. Inmediatamente corrieron rumores de que esta operación
naval sólo era un anticipo de un ataque sobre Petrogrado. Kérensky, siguiendo el
consejo de sus asesores militares, pensó en la posibilidad de trasladar la capital a
Moscú, pero no pudo llevar a cabo tal medida ante la oposición socialista en el soviet
que le acusaba de abandonar la ciudad al enemigo. El 9 de octubre, los mencheviques
del soviet de Petrogrado propusieron la formación de un Comité de Defensa
Revolucionaria que pudiera proteger la ciudad. Los bolcheviques aprovecharon la
ocasión y lograron incluso que el Comité Ejecutivo del soviet se transformara en un
comité militar revolucionario. Por una paradoja de la Historia, los mencheviques —
que habían sido sus adversarios durante décadas— habían puesto en sus manos a la
única fuerza que podía resistirles proporcionándoles además la pantalla que permitiría
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enmascarar lo que era un golpe de un solo partido como una acción global de las
fuerzas obreras.
Por su parte, Kérensky decidió no actuar esperando que los bolcheviques se
alzaran para poder suprimirlos con facilidad y de una manera definitiva[8]. Tanto los
socialistas como el gobierno iban a comprobar en breve lo erróneo de sus posturas.
Empleando el argumento —radicalmente falso como confesaría Trotsky—[9] de que
la guarnición de Petrogrado iba a ser enviada al frente y de que la ciudad tenía que ser
protegida de la contrarrevolución, el Comité Militar Revolucionario intentó
asegurarse el apoyo de la tropa. Para consolidar esa posición, Lenin incluso cursó
órdenes a los marineros bolcheviques del acorazado Avrora para que difundieran la
noticia, también falsa, de que la contrarrevolución había desencadenado una ofensiva.
En el curso de la noche del 21 al 22 de octubre, el Comité Militar Revolucionario
había comenzado a lograr que las tropas quedaran separadas de sus mandos naturales
y aceptaran sólo sus órdenes.
La respuesta gubernamental fue lenta y, sin duda, eso disminuyó su eficacia. El
24 de octubre, Kérensky ordenó a las tropas leales que ocuparan los puntos
estratégicos de la ciudad y proclamó el estado de sitio en Petrogrado. Sin embargo,
no se atrevió a arrestar al comité por temor a dar pábulo a las calumnias que lo
acusaban de desear instaurar una dictadura personal. Durante aquella misma noche,
las tropas convencidas de que estaban combatiendo a la reacción, y la Guardia Roja,
formada por obreros industriales, entraron en acción. Por la mañana, casi sin
derramamiento de sangre, tenían bajo su control todos los puntos estratégicos de la
ciudad. El único edificio que no pasó de manera inmediata a manos de los golpistas
fue el Palacio de Invierno. La película Oktyabr de Eisentein ha contribuido a crear
toda una mitología del asalto bolchevique a este símbolo de la autocracia, primero, y
de la burguesía, después. La realidad histórica fue totalmente diferente. El palacio,
defendido por un batallón de mujeres, un pelotón de inválidos de guerra, algunos
ciclistas y unos cuantos cadetes, nunca fue tomado al asalto. De hecho, se hicieron
algunos intentos en este sentido pero siempre concluyeron con la retirada de los
atacantes. Finalmente, las mujeres, los ciclistas y los inválidos abandonaron el
palacio ya que se corrió la voz de que Kérensky[10] había huido de la ciudad. Cuando
el edificio quedó vacío, los atacantes penetraron en él a través de las ventanas abiertas
y de las puertas de servicio. No encontraron resistencia porque los cadetes recibieron
de los ministros allí reunidos la orden de no derramar sangre. Con la entrega pacífica
de los ministros, el golpe pudo darse por concluido. Para la mayor parte de la
población se había tratado sólo de una crisis gubernamental más.
Todo hacía pensar a los bolcheviques que el proceso estaba cerrado y que el II
Congreso de los Soviets —cuyas reuniones debían iniciarse en la noche del 25 al 26
de octubre— se inclinaría ante los hechos consumados. No fue así siquiera porque un
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número considerable de los delegados no estaba dispuesto a permitir que los
bolcheviques implantaran una dictadura. La totalidad de los mencheviques y el ala
moderada de los eseristas leyeron una resolución en la que expresaban su repulsa más
absoluta contra el golpe bolchevique y a continuación abandonaron la sala. Trotsky
aprovechó entonces para oponerse a una propuesta de Mártov favorable a la
formación de una comisión que estudiara la posibilidad de crear un gobierno
constituido sólo por socialistas de las distintas tendencias. Mientras los
mencheviques, los eseristas moderados, algunas organizaciones campesinas, algunos
sindicatos y algunos miembros del Consejo de la República formaban un comité cuya
finalidad era salvar al país y a la Revolución y oponerse al golpe de los bolcheviques,
éstos se disponían a iniciar la articulación de su dictadura. Se creó así un gobierno
que recibió el nombre de Consejo de Comisarios del Pueblo. Formado
exclusivamente por bolcheviques y presidido por Lenin, promulgó de manera
inmediata los decretos sobre la tierra[11] y la paz[12]. Su carácter inestable y
minoritario iba quedar bien pronto de manifiesto.
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representantes elegidos, les impedía afirmar que la Asamblea era un fruto de la
reacción que era legítimo desarraigar; por otro, les convertía en una minoría que
difícilmente podía seguir aspirando a contar con el monopolio del poder. Pese a que
Lenin intentaría presentar aquellas elecciones como un éxito argumentando que el
voto importante era el del proletariado de Petrogrado y Moscú[14], lo cierto es que el
resultado era punto menos que desastroso y que su primer impulso fue el de disolver
la Asamblea y comenzar a gobernar de manera abiertamente dictatorial. Si no lo hizo
así se debió a que los eseristas de izquierdas —de cuyo apoyo aún no podía prescindir
y cuya entrada en el soviet de comisarios del pueblo había venido condicionada a la
existencia de una Asamblea Constituyente— se opusieron frontalmente. Finalmente,
Lenin cedió pero no sin antes tomar algunas medidas como la de ordenar el traslado a
Petrogrado de varias unidades leales de tiradores letones, promulgar un decreto que
situó fuera de la ley a los cadetes ordenando su detención o arrestar a algunos de los
diputados eseristas de más peso político[15]. Cuando, finalmente, se fijó la fecha de
apertura de la Asamblea para el 18 de enero de 1918, Lenin tomó la decisión de que
ésta nunca debería tener lugar y recurrió para lograr su objetivo a la fuerza armada.
Cuando los mencheviques y los eseristas decidieron celebrar la apertura de la
Asamblea mediante una pacífica manifestación cívica que concluyera su trayectoria
en el palacio Táuride, los bolcheviques la motejaron de concentración burguesa a la
vez que distribuían por la ciudad a las unidades de letones, a los marinos de
Kronstadt y a los guardias rojos. Al mismo tiempo, procedieron a ordenar que
fondearan en el Neva algunos cruceros y submarinos, el Avrora que tan importante
papel había desempeñado en los días del golpe de octubre y el acorazado Republik.
Lo que sucedió a continuación puso bien de manifiesto la manera en que los
bolcheviques iban a gobernar en las siguientes décadas. Cuando la manifestación
cívica discurría por una de las calles que desembocaba en el palacio Táuride, las
fuerzas movilizadas por Lenin abrieron fuego sobre ella sin ningún tipo de
advertencia causando un centenar de muertos y heridos entre los que se contaban
también ancianos y mujeres.
Cuando, finalmente, la Asamblea se abrió no aquella mañana sino a las cuatro de
la tarde, los bolcheviques irrumpieron en ella por la fuerza leyendo la Declaración de
los Derechos del Pueblo trabajador y explotado[16] debida a Lenin, Stalin y Bujarin.
El texto no sólo insistía en el traspaso de todo el poder a los soviets —lo que privaba
de cualquier contenido a la Asamblea— sino que además anunciaba que si alguien
intentaba asumir las funciones de gobierno los bolcheviques se enfrentarían a él
haciendo uso de la fuerza armada. Sin embargo, la Asamblea, en lugar de plegarse a
los deseos de los bolcheviques, por 244 votos contra 151, eligió como presidente a
Viktor Chernov, el dirigente eserista. El que Chernov no hubiera podido ser
silenciado pese a las frecuentes interrupciones bolcheviques y el que la mayoría de la
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Asamblea rechazara la moción presentada por éstos no podía ser sino interpretado
como una derrota, siquiera temporal, de los propósitos de Lenin que se pasó la sesión
charlando, bromeando e incluso tumbado en un banco simulando dormir[17]. En un
momento dado, los diputados bolcheviques se levantaron en bloque y abandonaron la
reunión. Pese a las amenazas de los guardias rojos, el resto de los diputados siguió
reunido. Cuando finalmente se levantó la sesión, ya era de día. A la salida de la
Asamblea, un desconocido se acercó a Chernov para advertirle que no debía utilizar
su automóvil ya que un grupo de asesinos bolcheviques lo estaba esperando para
matarlo. El informante confesó que también era bolchevique pero que sentía una viva
repulsión por aquel acto.
Los diputados no lo sabían pero la Asamblea acababa de morir. Cuando al
mediodía, intentaron regresar al palacio Táuride, descubrieron que los accesos
estaban cubiertos por fuerzas armadas con ametralladoras y dos piezas de artillería.
Aquel 19 de enero de 1918 el Consejo de Comisarios del Pueblo la declaró disuelta.
Eliminada aquella institución, Lenin necesitaba librarse inmediatamente del problema
que había constituido el talón de Aquiles del gobierno provisional y que tanto había
contribuido a su desprestigio y deterioro. Nos referimos —claro está— a la paz con
Alemania[18].
Tras no pocos forcejeos diplomáticos —y la amenaza de una invasión alemana—
el 3 de marzo de 1918 los delegados rusos firmaron el tratado de paz de Brest-Litovsk
en el que no sólo Alemania salió beneficiada sino que incluso Turquía obtuvo
sustanciales partes de Transcaucasia. El coste que para Rusia implicó aquel acuerdo
entre Lenin y sus antiguos financiadores fue inmenso. Había significado la cesión de
un territorio cercano a los dos millones y medio de kilómetros cuadrados en el que
vivían sesenta y dos millones de personas[19]. En términos económicos, con la
pérdida de Ucrania, Rusia quedaba privada de su producción de carbón y acero y de
prácticamente toda la de azúcar. Y eso no fue todo. En agosto de 1918, el gobierno
bolchevique firmó un tratado adicional en virtud del cual aceptaba pagar a Alemania
seis mil millones de marcos como indemnización de guerra. Tal y como quedaba
trazado el futuro, poco puede dudarse de que si Gran Bretaña y Francia hubieran
perdido la primera guerra mundial aquel mismo año, Alemania hubiera terminado por
convertir a Rusia en un satélite.
Con todo, las consecuencias del Tratado de Brest-Litovsk fueron de una
extraordinaria importancia en otros terrenos siquiera porque había eliminado la
principal causa de impopularidad de los anteriores gobiernos revolucionarios y así
ayudó a los bolcheviques a conservar el poder. Plejánov, el fundador del marxismo
ruso, afirmaría que con la disolución de la Asamblea Constituyente los bolcheviques
acababan de instaurar una dictadura pero que no era «la del pueblo trabajador, sino la
de una pandilla». El jefe de la «pandilla» ciertamente tenía las ideas muy claras
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acerca de que deseaba mantenerse en el poder a cualquier coste y así lo había
demostrado en Brest-Litovsk. También era plenamente consciente de que con el
apoyo minoritario con que contaba en el país su metodología de gobierno debía
incluir de manera esencial el terror. Eliminado el freno de la Asamblea Constituyente
y la amenaza de una derrota militar que deteriorara al nuevo poder, pudo entregarse a
la cabeza de los bolcheviques a esa práctica en toda profundidad.
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terror y que incluso escribió un libro sobre el tema—[23] el que nos ha transmitido el
testimonio de un enfrentamiento entre los eseristas de izquierda y Lenin con ocasión
de un llamamiento bolchevique en el que se advertía que quien ayudase o alentase al
enemigo sería fusilado en el acto. Mientras que los eseristas encontraban tal medida
intolerable, Lenin les dio una respuesta preñada del peor pragmatismo y que indicaba
hasta qué punto era realista en cuanto a su verdadero apoyo popular: «¿Creeis
realmente que podemos salir victoriosos sin utilizar el terror más despiadado?».
Como el mismo Trotsky señala aquella era una época en la que Lenin no perdía
ocasión para inculcarles que la utilización del tenor era inevitable[24].
La elección de Dzerzhinsky como jefe de la Cheka no pudo ser por todo ello más
adecuada. Ya en agosto de 1917 había señalado que la correlación de fuerzas
políticas, tan desfavorable para los bolcheviques, se podía variar «sometiendo o
exterminando a determinadas clases sociales»[25]. Como señalaría en su primer
discurso pronunciado en calidad de jefe de la Cheka, su función no era la de
establecer «justicia revolucionaria» sino la de acabar con aquellos a los que se
consideraba adversarios[26]. Con todo, su misión era la de un subordinado —
convencido, sumiso y competente pero subordinado a fin de cuentas— de Lenin.
El 8 de enero de 1918, antes de proceder a disolver la Asamblea Constituyente
pero cuando las elecciones para la misma ya se habían celebrado en todos los distritos
electorales, el Consejo de Comisarios del Pueblo ordenó la formación de batallones
de hombres y mujeres de la burguesía cuya finalidad era la de abrir trincheras. La
Guardia Roja tenía orden expresa de disparar inmediatamente sobre todo aquel que se
resistiera. Al mes siguiente, la Cheka anunció que todos los que huyeran a la región
del Don serían fusilados en el acto por sus escuadras. Lo mismo sucedería con los
que difundieran propaganda contra los bolcheviques e incluso cometieran delitos que
no eran políticos como violar el toque de queda. Obviamente, apenas a un trimestre
de que los bolcheviques tomaran el poder, Rusia había dejado de ser «el país más
libre del mundo» para transformarse en una dictadura de la peor especie. En 1918, el
gobierno bolchevique decidió trasladarse a Moscú (una medida que en su día
Kérensky no se atrevió a llevar a la práctica por el temor a la oposición del soviet).
Allí en el número 22 de la calle Lubianka, en el antiguo edificio de la compañía de
seguros Rossiya iba a establecerse la sede central de la Cheka.
A la vez que se apoderaba de todos los medios de comunicación[27], el nuevo
poder bolchevique no sólo iba a utilizar conceptos como los de «terror de Estado» o
«exterminio de clases enteras» sino que además crearía tipos legales que facilitarían
esa labor de represión: el de «enemigo del pueblo» y el de «sospechoso». El 28 de
noviembre (10 de diciembre) de 1917, el gobierno institucionalizó la noción de
«enemigo del pueblo». Un decreto firmado por Lenin estipulaba que «los miembros
de las instancias dirigentes del partido cadete, partido de los enemigos del pueblo,
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quedan fuera de la ley y son susceptibles de arresto inmediato y de comparecencia
ante los tribunales revolucionarios»[28]. Estos tribunales acababan de ser instituidos
en virtud del Decreto Número 1 sobre los Tribunales. En términos de este texto
quedaban abolidas todas las leyes que estaban «en contradicción con los decretos del
gobierno obrero y campesino así como de los programas políticos de los partidos
cadete y eserista». De esta manera, tanto liberales como socialistas quedaban fuera de
la ley y además se abría la posibilidad de reprimir prácticamente a cualquier sector de
la población una vez que se le identificara como «enemigo del pueblo».
En paralelo, la Comisión de Investigación Militar, creada el 10 (23) de
noviembre, recibió la misión de proceder al arresto de los oficiales
«contrarrevolucionarios» denunciados por regla general por sus soldados, de los
miembros de los partidos «burgueses» y de los funcionarios sospechosos de
«sabotaje» así como de aquellos a los que se atribuía «pertenencia a Una clase
hostil»[29].
En honor a la verdad hay que reconocer que difícilmente hubiera podido
mejorarse la elección de Dzerzhinsky a la hora de encabezar un organismo represor
que no contaba con paralelos en la Historia humana. De hecho, cuando el jefe de la
Cheka, en la tarde del (20) de diciembre, presentó su proyecto de acción al Consejo
de Comisarios del Pueblo, afirmó taxativamente:
«Debemos enviar a ese frente, el más peligroso y el más cruel de los frentes, a
camaradas determinados, duros, sólidos, sin escrúpulos, dispuestos a sacrificarse por
la salvación de la Revolución. No penséis, camaradas, que busco una forma de
justicia revolucionaria. ¡No tenemos nada que ver con la “justicia”! ¡Estamos en
guerra, en el frente más cruel, porque el enemigo avanza enmascarado y se trata de
una lucha a muerte! ¡Propongo, exijo la creación de un órgano que ajuste las cuentas
a los contrarrevolucionarios de manera revolucionaria, auténticamente bolchevique!».
No exageraba. Las propuestas de Dzerzhinsky sobre las funciones de la Cheka
difícilmente hubieran podido ser más concretas:
«La Comisión tiene como tarea: 1. Suprimir y liquidar todo intento y acto
contrarrevolucionario de sabotaje, vengan de donde vengan, en todo el territorio de
Rusia; 2. Llevar a todos los saboteadores contrarrevolucionarios ante un Tribunal
revolucionario.
La Comisión realiza una investigación preliminar en la medida en que ésta resulta
indispensable para llevar a cabo correctamente su tarea.
La Comisión se divide en departamentos: 1. Información; 2. Organización, 3.
Operación.
La Comisión otorgará una atención muy particular a los asuntos de prensa, de
sabotaje, a los KD (constitucionales-demócratas o cadetes), a los SR (socialistas-
revolucionarios o eseristas) de derechas, a los saboteadores y a los huelguistas.
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Medidas represivas encargadas a la Comisión: confiscación de bienes, expulsión
del domicilio, privación de las cartillas de racionamiento, publicación de listas de
enemigos del pueblo, etcétera.
Resolución: aprobar el proyecto. Apelar a la Comisión panrrusa extraordinaria de
lucha contra la Revolución, la especulación y el sabotaje. Que se publique»[30].
La Cheka se convirtió así en un mecanismo represivo sin antecedentes, con un
poder omnímodo sobre vidas y haciendas y una función expresa de represión sin
límite legal. En ese sentido, de nuevo hay que reconocer que traducía a la práctica lo
que Lenin deseaba hacer en el seno de la sociedad rusa. Tan sólo unas semanas
después, el dirigente bolchevique dejó meridianamente claro lo que entendía por la
justicia que iba a aplicar su partido:
«El poder de los soviets ha actuado como tendrían que haber actuado todas las
revoluciones proletarias: ha destrozado claramente la justicia burguesa, instrumento
de las clases dominantes. […] Los soldados y los obreros deben comprender que
nadie los ayudará si no se ayudan a sí mismos. Si las masas no se levantan
espontáneamente, no llegaremos a nada. […] ¡A menos que apliquemos el terror a los
especuladores —una bala en la cabeza en el momento— no llegaremos a nada!»[31].
Las palabras, sin duda sobrecogedoras, se pronunciaban precisamente en unos
momentos en que los bolcheviques no tenían que enfrentarse con ninguna oposición
seria, ya que la única era el pequeño «ejército de voluntarios», de unos tres mil
hombres aproximadamente, embrión del futuro «Ejército Blanco». Sin embargo, la
represión bolchevique, vertebrada en torno a la Cheka, resultó pavorosa en lugares
como Ucrania, el Kubán, la región del Don y Crimea. Los hombres de Lenin no se
detuvieron en detenciones y fusilamientos. Además abundaron en el uso de la tortura
y en la comisión de atrocidades que incluyeron desde arrojar a prisioneros a un alto
horno a lanzarlos al mar pasando por las castraciones o las decapitaciones[32]. Se
trataba de una conducta tan significativa como el hecho de que la primera acción de
la Cheka consistiera en aplastar la huelga de funcionarios de Petrogrado.
¿Contrarrevolucionarios? ¿Enemigos del pueblo? En esa categoría, entraban para los
bolcheviques todos los que no lo fueran o estuvieran dispuestos a someterse
totalmente a sus criterios. De hecho, la primera gran redada de la Cheka —que se
produjo durante la noche del 11 al 12 de abril de 1918— tuvo como objetivo a un
grupo político tan lejano de la reacción como los anarquistas y se desarrolló con una
dureza y una riqueza de medios que no se habían dado ni siquiera en los peores
tiempos de la represión llevada a cabo por la policía zarista. Así, más de un millar de
efectivos chequistas tomaron por asalto en Moscú una veintena de casas controladas
por anarquistas saldándose la operación con la detención de quinientos veinte. De
ellos, veinticinco serían ejecutados como «bandidos». El término iba a hacer fortuna
en el futuro aplicándose lo mismo a los obreros que osaran sumarse a una huelga que
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a los campesinos reticentes a dejarse despojar de sus cosechas o a los que eludían el
reclutamiento en el Ejército Rojo[33].
Mientras durante la primavera de 1918 se creaba un verdadero ejército dedicado a
las tareas de requisa, la dictadura bolchevique fue descargando un golpe tras otro
contra las libertades… y contra la izquierda no sometida. Así, en mayo y junio de
1918, doscientos cinco periódicos de la oposición socialista fueron definitivamente
cerrados. Los soviets, de mayoría menchevique o socialista revolucionaria, de
Kaluga, Tver, Yaroslavl, Riazán, Kostromá, Kazán, Saratov, Penza, Tambov,
Voronezh, Orel y Vologda fueron disueltos por la fuerza[34] y, como colofón, el 14 de
julio de 1918, se llevó a cabo la expulsión de los mencheviques y de los eseristas del
Comité Ejecutivo panrruso de los soviets. Para llevar a cabo estas tareas, Lenin
utilizó, por regla general, a un destacamento de la Cheka que detenía sin ningún
género de límites legales a cualquier persona a la que considerara susceptible de
oponerse.
El terror se extendía de una manera que nadie hubiera podido imaginar. Buena
prueba de ello es que cuando se celebró la primera conferencia panrrusa de checas (8
al 11 de junio de 1918), la institución dirigida por Dzerzhinsky ya contaba con
cuarenta y tres secciones locales en las que se encuadraban doce mil hombres. Antes
de que concluyera el año habrían llegado a cuarenta mil y a finales de 1920
superarían los doscientos ochenta mil. No se trataba únicamente de un aumento de
efectivos. Dos días después de concluida la conferencia se reinstauró la pena de
muerte que había sido abolida durante la Revolución de febrero de 1917[35]. La
Cheka iba a utilizar profusamente esta nueva reforma legal para sofocar las cerca de
ciento cuarenta revueltas e insurrecciones que estallaron en el territorio controlado
por los bolcheviques. Las acciones llevadas a cabo por las tropas de Lenin —que no
podemos tratar aquí de manera exhaustiva— incluyeron la tortura, la detención sin
ningún tipo de garantías judiciales y, por supuesto, los fusilamientos en masa. Tan
sólo en Yaroslavl del 24 al 28 de julio de 1918, por citar un ejemplo, los chequistas
ejecutaron a cuatrocientas veintiocho personas[36]. Se trataba obviamente de la puesta
en funcionamiento del terror de masas y así lo expresó Lenin en un telegrama que el
9 de agosto de 1918 envió al presidente del Comité Ejecutivo del soviet de Nizhni
Novgorod:
«Hay que formar inmediatamente una troika dictatorial (usted mismo, Markin y
otro), implantar el terror de masas, fusilar o deportar a los centenares de prostitutas
que hacen beber a los soldados, a todos los antiguos oficiales, etc. No hay un minuto
que perder […] Se trata de actuar con resolución: requisas masivas. Ejecución por
llevar armas. Deportaciones en masa de los mencheviques y de otros elementos
sospechosos»[37].
Entre las nuevas medidas adoptadas por los bolcheviques para llevar a cabo la
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práctica del terror de masas que tanto preconizaba Lenin se hallaban además las
detenciones y la «reclusión de todos los rehenes y sospechosos en campos de
concentración»[38], así como de sectores enteros de la población por el simple hecho
de existir. Éstos eran en palabras de Lenin «los kulaks, los sacerdotes, los guardias
blancos y otros elementos dudosos»[39]. La reclusión en los campos de concentración
—una figura punitiva desconocida por el zarismo— no estaba precedida por ningún
juicio y tampoco se realizaba con la menor garantía legal. Bastaba una orden de
arresto como la que el 15 de agosto de 1918 firmaron Lenin y Dzerzhinsky contra los
principales dirigentes del partido menchevique —Mártov, Dan, Potressov, Goldman
— que habían pasado casi de la noche a la mañana de ser admirados socialistas a
enemigos del pueblo[40].
Ocasionalmente, se ha intentado explicar la despiadada dureza de la represión
llevada a cabo por los bolcheviques apelando a las difíciles condiciones del momento.
No se habría tratado, según este punto de vista, sino de una respuesta a las
circunstancias de riesgo porque pasaba la Revolución. La verdad es muy otra. Desde
antes de llegar al poder, los bolcheviques, empezando por Lenin, estaban dispuestos a
exterminar a sectores enteros de la sociedad con una frialdad y una metodicidad
absolutas conscientes de que no existía otra manera de afianzar su poder. Al respecto
resulta especialmente reveladora una conversación que mantuvo el dirigente
menchevique Rafael Abramovich con Feliks Dzerzhinsky, el futuro jefe de la Cheka,
en agosto de 1917, es decir, un trimestre antes de que los bolcheviques dieran el
golpe que les llevaría al poder:
«—Abramovich, ¿te acuerdas del discurso de Lasalle sobre la esencia de una
constitución?
»—Por supuesto.
»—Decía que toda constitución está determinada por la relación de las fuerzas
sociales en un país y en un momento dado. Me pregunto cómo podía cambiar esa
correlación entre lo político y lo social.
»—Pues bien, mediante los diversos procesos de evolución económica y política,
mediante la emergencia de nuevas formas económicas, el ascenso de ciertas clases
sociales, etcétera, todas esas cosa que tú conoces perfectamente, Feliks.
»—Sí, pero ¿no se podría cambiar radicalmente esa correlación, por ejemplo,
mediante la sumisión o el exterminio de algunas clases de la sociedad?»[41].
El futuro jefe de la Cheka no era una excepción. La seguridad de que clases
enteras tenían que ser asesinadas para dejar paso a los bolcheviques era un concepto
común entre sus dirigentes que no ocultaban su disposición a asentar su dominio
sobre millones de cadáveres. Al respecto, resulta bien reveladora una declaración de
Grigorio Zinóviev, realizada en septiembre de 1918:
«Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener nuestro propio terror
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socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a noventa de los cien millones de
habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles.
Deben ser aniquilados»[42].
Si se desea ser honrado con la verdad histórica, hay que señalar que Zinóviev se
quedaría corto en sus cálculos porque el comunismo le costaría a Rusia mucho más
de diez millones de víctimas. De entrada, en dos meses del otoño de 1918, la Cheka
dio muerte a una cifra de detenidos situada entre las diez y las quince mil personas.
Por primera vez en la Historia, junto con los asesinados aparecieron enormes fosas
colectivas en los que se les arrojaba. Se trataba de un método que volvería a verse en
España y Polonia y que, finalmente, los nazis acabarían también utilizando en 1941.
El número de los asesinados por los bolcheviques adquiere además una dimensión
terrible por contraste si se tiene en cuenta que entre 1825 y 1917 los tribunales
zaristas dictaron seis mil trescientas veintiuna sentencias de muerte. En términos de
ejecuciones, la Cheka había más que duplicado toda la represión zarista de casi un
siglo en tan sólo unas semanas. Sin embargo, antes de concluir 1918, Latsis, uno de
los principales dirigentes de la Cheka afirmaba:
«Si se puede acusar a la Cheka de algo, no es de exceso de celo en las
ejecuciones, sino de insuficiencia en la aplicación de las medidas supremas de
castigo, es decir, una mano de hierro disminuye siempre la cantidad de víctimas»[43].
Cuando Latsis hablaba de víctimas se refería, por supuesto, únicamente a los
ejecutados. Otras víctimas que habían salvado de momento la vida —los internados
en los campos de concentración— no entraban en su consideración. Sin embargo, ya
sumaban decenas de miles. Los campos «oficiales» tenían cerca de ochenta mil
reclusos en septiembre de 1921[44], pero esa cifra no incluía, por ejemplo, los campos
establecidos en regiones sublevadas contra la dictadura bolchevique como era el caso
de Tambov donde en el verano de 1921 los internados superaban la cifra de cincuenta
mil.
Aplastamiento de los disidentes sin excluir a las izquierdas; liquidación de todas
las libertades y, en especial, la de expresión; fusilamientos en masa; creación de una
red de campos de concentración… No era suficiente. Por añadidura, la Cheka llegó a
establecer un manual de tortura en el que se indicaba incluso el uso de ratas para
destrozar el recto y los intestinos del detenido y forzar sus confesiones[45].
La guerra civil[46]
Las acciones de los bolcheviques resultaban tan obvias para cualquiera que no
fuera un ingenuo (como los mencheviques que decidieron no oponerse al poder
soviético confiando en que el sentido común del pueblo ruso acabaría prevaleciendo)
que cuando aquellos disolvieron la Asamblea Constituyente y decidieron ceder
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millones de kilómetros cuadrados de territorio a Alemania para mantenerse en el
poder las reacciones no se hicieron esperar. Aunque la propaganda soviética las
presentaría como fruto del derechismo más brutal y reaccionario, lo cierto es que
estas respuestas fueron no pocas veces capitaneadas por la izquierda —la misma
izquierda que había ganado las elecciones a la Asamblea Constituyente— y que
incluso los generales blancos más conservadores en ningún momento anunciaron que
tuvieran el propósito de restaurar la autocracia zarista sino más bien todo lo contrario.
De hecho, salvo los eseristas de izquierda, no hubo una sola fuerza política que no se
opusiera al golpe bolchevique. Mientras las izquierdas se agrupaban en la Liga para
la Regeneración de Rusia, los grupos conservadores e incluso reaccionarios se
unieron en una constelación que iba del centro a la derecha.
La oposición llegó incluso a contar con el control de algunas zonas de Rusia. Así,
por ejemplo, en diciembre de 1917, los eseristas y los cadetes se unieron para
constituir en Tomsk una duma regional siberiana (Sibirkaya Oblastnaya Duma). Se
trataba de un gobierno autónomo[47] formado por dos de las principales fuerzas
políticas del país ya que en las elecciones a la Asamblea Constituyente, los votos
sumados de ambos se acercaron a las tres cuartas partes del total[48]. Cuando los
bolcheviques liquidaron la Asamblea Constituyente, la respuesta de la duma siberiana
fue declarar la independencia de la región y formar un gobierno. A inicios de julio,
este gobierno emitió una declaración en la que señalaba que su separación de Rusia
era sólo temporal y que su relación final con ella sería determinada por una Asamblea
Constituyente de toda Rusia.
Mientras el gobierno de Tomsk se ceñía a Siberia en sus pretensiones, en Samara
se constituyó el 8 de junio de 1918 el Comité de Miembros de la Asamblea
Constituyente (Komuch) que se consideraba el único gobierno legítimo de Rusia, un
argumento con una base formal indiscutible si se tiene en cuenta que la Asamblea
había sido un órgano elegido democráticamente y disuelto manu militari por los
bolcheviques. El Komuch se asentaba sobre una plataforma socialista y democrática
y el gobierno derivado del mismo (formado por catorce eseristas y un menchevique)
no sólo aceptó los repartos de tierras realizados en febrero de 1917 sino también el
Decreto de la Tierra, redactado por los bolcheviques. En agosto de 1918, el Komuch
ejercía su autoridad sobre las provincias de Samara, Simbirsk, Kazán y Ufa, así como
algunos distritos de Saratov.
Como era lógico esperar, el golpe bolchevique y la resistencia frente al mismo
acabaron sumergiendo a Rusia en una guerra civil que se extendió desde 1918 a 1920.
Detenernos en la misma, siquiera brevemente[49], excede del objeto del presente
estudio. Con todo, debe señalarse que la victoria del Ejército Rojo se debió a una
ventaja inicial de los bolcheviques que en términos militares debe considerarse
abrumadora; a la ausencia —a pesar de lo afirmado durante décadas por la
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propaganda comunista— de una intervención extranjera de envergadura contra la
dictadura de Lenin; a la utilización de los cuadros militares del ejército zarista[50] —
el 85 por ciento de los mandos de frentes, el 82 por ciento de los mandos de ejércitos
y el 70 por ciento de los mandos de divisiones del Ejército Rojo fueron antiguos
oficiales zaristas—[51] y la utilización masiva del terror manifestada, por ejemplo, en
la orden de 28 de diciembre de 1918 en virtud de la cual debían formarse archivos
con datos sobre las familias de los oficiales haciéndoles saber a éstos[52] que
cualquier paso sospechoso sería castigado con represalias contra sus parientes[53] o en
la aprobación expresa de Lenin para que se procediera a diezmar a determinadas
unidades[54]. Eran medidas terribles, sin paralelo en los ejércitos blancos[55] y que, sin
duda, dieron su resultado.
El costo de la victoria bolchevique en la guerra civil fue, pese a todo, inmenso.
Entre 1918 y 1920 perecieron en combate 701 847 soldados del Ejército Rojo[56]
según los datos de sus propios archivos. Las pérdidas del Ejército Blanco resultan
más difíciles de calcular pero debieron de superar en no mucho los cien mil muertos
en combate[57] y, por supuesto, no incluyen las decenas de miles de soldados que en
la posguerra fueron fusilados o murieron en los campos de concentración. Además
cerca de un cuarto de millón de campesinos perdió la vida en los distintos
alzamientos y más de dos millones de personas perecieron como consecuencia del
hambre, el frío, la enfermedad o el suicidio[58]. Posiblemente la cifra de un 91 por
ciento de fallecidos civiles[59] resulte excesiva, pero es también muy probable que la
mayoría de los muertos en la guerra no fueran soldados. A esta sangría demográfica
—que afectó especialmente a Rusia, ya que los territorios bajo control blanco
experimentaron un aumento demográfico—[60] se sumó la del exilio que afectó a
cerca de otros dos millones de personas en buena medida pertenecientes a los estratos
más educados de la población. Sin embargo, el coste de la victoria bolchevique no
puede medirse sólo en términos de la guerra civil. En paralelo, se había terminado de
producir un proceso interior de consolidación de la dictadura bolchevique cuyos
primeros pasos se habían dado en octubre de 1917 y cuya conclusión se produjo antes
del término de la guerra civil.
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I. La subversión del orden democrático por una minoría autolegitimada
La visión bolchevique consideraba —considera— que la democracia occidental
carece de sentido y que, como mucho, tiene un valor instrumental en la medida en
que permite un margen de libertad propicio a la propagación de las ideas
bolcheviques y una notable tolerancia a la hora de consentir los atentados dirigidos
contra ella. En ese sentido, para Lenin el objetivo no era consolidar la democracia
establecida a partir de la Revolución de febrero de 1917 sino aniquilarla dando paso a
una dictadura controlada por el partido comunista. Para legitimar ese paso, se
apoyaba en organizaciones que podían ser manipuladas con relativa facilidad y que
dejaban notar su presencia en la calle aunque su representatividad fuera más que
problemática.
Enfrentado con el resultado de las urnas —que siempre fue considerablemente
adverso a Lenin— el partido bolchevique lo despreció directamente acusándolo de no
manifestar en realidad lo que el pueblo deseaba (y necesitaba) y erigiéndose como su
sustituto. Como es fácil comprender, para lograr mantener un impulso que era
contrario a la mayoría del pueblo al que decía representar, Lenin tenía que recurrir a
un método concreto cuya necesidad indispensable no se escapó ni a él ni a sus
seguidores: el tenor.
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El comunismo iba a instaurar un principio hasta entonces desconocido consistente
en propugnar la desaparición de clases íntegras en su proceso de conquista y
consolidación del poder. Lejos de considerar a sus enemigos de manera aislada e
individual, el bolchevismo partiría de la base de que segmentos sociales completos
debían desaparecer aunque esto implicara el asesinato de millones de seres humanos.
El resultado final tenía que ser la dictadura del proletariado ejercida sobre una
sociedad sin fisuras de la que previamente habría que exterminar no sólo al disidente
sino al que pertenecía a una clase o a una familia o, meramente, era sospechoso.
Hasta que Hitler señaló para el exterminio a los judíos en bloque, la acción de los
comunistas careció de paralelo histórico.
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del proletariado al resto del orbe.
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2
1917 y 1930
El advenimiento del siglo XX encontró a España en una situación peculiar. Por un
lado, resultaba obvio que la restauración de la monarquía llevada a cabo en el último
cuarto del siglo anterior había logrado importantes logros. No sólo los militares —a
diferencia de lo sucedido desde la guerra de la Independencia— habían quedado
apartados del poder político sino que además el régimen con el que se regía la nación
era una monarquía constitucional que seguía muy de cerca el modelo británico y en la
que progresivamente se había ido consolidando el reconocimiento de nuevos
derechos como el de asociación —que permitiría la fundación de sindicatos— o el de
sufragio universal. Si bien España era un país económicamente atrasado al
compararlo con naciones como Gran Bretaña, Francia o Alemania, soportaba con
holgura la comparación con Italia y superaba a otros países mediterráneos y de la
Europa central y oriental. La referencia continuada a un atraso especialmente acusado
en el contexto europeo resulta, por lo tanto, muy distante de la realidad histórica y,
ciertamente, hay que reconocer a tenor de los datos que nos han llegado que España
caminaba a un paso considerablemente digno por el camino del progreso si
atendemos no a baremos actuales sino a los de las sociedades europeas de la
época[62]. El fracaso de una evolución pacífica vino determinado fundamentalmente
por la decisión de determinadas fuerzas políticas de destruir el sistema parlamentario
sin tener, al mismo tiempo, la capacidad para crear otro que no sólo fuera alternativo
sino también viable y mejor.
Si la vida política giraba en torno a los dos grandes partidos de la Restauración —
conservador y liberal— a los que cabía sumar los partidarios de un cambio dinástico
carlista, no es menos cierto que a partir de finales del siglo XIX hicieron acto de
presencia dos fuerzas —la izquierda y los nacionalismos— que estarían llamadas a
tener un papel preponderante en la aniquilación de la monarquía parlamentaria y la
instauración de la Segunda República.
En el caso de los denominados nacionalismos, el catalán[63] presentaba una
variedad de manifestaciones que iban desde un regionalismo que perseguía un trato
preferencial para Cataluña y la extensión de su influencia sobre España a un claro
independentismo con ambiciones expansionistas que soñaba con la sumisión de los
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antiguos territorios de la Corona de Aragón a Cataluña. En todos y cada uno de los
casos, el nacionalismo catalán, reivindicador de privilegios territoriales, encajaba mal
en un proceso modernizador de signo liberal y no puede sorprender que no sintiera
reparos en acabar con un sistema político que se oponía a la consecución de sus
metas.
Enormemente influido por el nacionalismo catalán pero procedente del carlismo,
nació el nacionalismo vasco que presentaba además unas claras referencias
teocráticas y racistas. Edificado —como el catalán— sobre una interpretación de la
Historia de España más mítica que real, el nacionalismo vasco pretendía la
independencia para preservar la pureza de la raza y de la práctica de la religión
católica y, obviamente, interpretó las desgracias nacionales españolas como una
forma de avanzar hacia su meta. En ese sentido, no deja de ser revelador que Sabino
Arana, el fundador del Partido Nacionalista Vasco (PNV) se congratulara por la
derrota española en la guerra de Cuba y Filipinas[64].
A pesar de que ambos nacionalismos acabarían teniendo un papel importante en
la vida política de las regiones donde habían nacido, lo cierto es que su peso fue muy
limitado durante años ya que no podía competir comparativamente con las fuerzas de
izquierdas. Éstas eran, por orden de importancia, los republicanos, los anarquistas y
los socialistas. España había sufrido a finales del siglo XIX la experiencia
decepcionante de la Primera República que había terminado en un clima de guerra
civil y de descomposición nacional. Precisamente lo fallido del experimento y lo
contradictorio de las posiciones que habían pretendido alimentarlo explican de sobra
por qué el republicanismo[65] quedó relegado a grupos muy reducidos de las clases
medias que alimentaban, junto con el deseo de un cambio en la forma de Estado, un
acentuado anticlericalismo. Poco más se puede decir que uniera a los republicanos, ya
que en sus filas lo mismo militaban federalistas que partidarios de una administración
centralista, regionalistas y unitaristas, conservadores y reformistas. Los republicanos
no pasaron por alto, por lo tanto, que sus posibilidades de éxito requerían una erosión
profunda del sistema existente —y no su democratización que hubiera operado
precisamente en contra de sus objetivos al dotarlo de una mayor eficacia y
legitimidad— y a ella se entregaron recurriendo en no pocas ocasiones a una
demagogia que, en la actualidad, nos parece burda y agresiva.
Los anarquistas[66] derivaban su ideología del sector de la Internacional obrera
que había seguido a Bakunin con preferencia a Karl Marx. Deseosos de llegar a una
sociedad socialista y sin clases, los anarquistas eran partidarios de la denominada
acción directa y no repudiaron en absoluto la práctica de atentados terroristas
convencidos de que la muerte de monarcas y otros personajes identificados con el
sistema que había que derribar no sólo resultaba legítima sino también políticamente
práctica.
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El anarquismo —que no estaba desprovisto de un sentido milenarista que
acompañaba a algunos de sus predicadores— arraigó especialmente en el agro
andaluz y también en la industria catalana donde hasta bien entrado el siglo XX fue la
fuerza obrerista más importante. No se constituyó nunca como un partido político —
no creían en la participación en la vida política ni siquiera cuando existían, como en
España, cauces legales y parlamentarios— aunque sí creó la Confederación Nacional
de Trabajadores (CNT) que sería el sindicato más importante hasta la llegada de la
dictadura de Primo de Rivera.
La última —y más importante— fuerza obrera fue el socialismo articulado en
torno al Partido Socialista Obrero Español (PSOE)[67] y a la Unión General de
Trabajadores (UGT), el sindicato socialista. A diferencia de otros partidos socialistas
europeos, que habían adoptado un sesgo parlamentario y reformista, el PSOE era
convencidamente marxista y resueltamente entregado a la búsqueda de la revolución
y de la implantación de la dictadura del proletariado. Su fundador, Pablo Iglesias,
estaba muy influido, por la visión del socialista francés Guesde que le escribía con
cierta frecuencia y, sobre todo, le enviaba ejemplares de L’Egalité[68]. Guesde
representaba un marxismo más práctico que teórico que veía en la existencia de un
partido socialista un instrumento ideal para erosionar los regímenes constitucionales
valiéndose precisamente de las libertades que éstos respetaban, para hacer
propaganda de sus ideas y, finalmente, encabezar una revolución que se viera
coronada por la dictadura del proletariado. Los puntos de vista de Guesde iban a
marcar de manera casi milimétrica la trayectoria política no sólo de Pablo Iglesias
sino del socialismo español prácticamente hasta la muerte del general Franco.
El PSOE fue fundado el 2 de mayo de 1879, en el curso de una comida de
fraternidad celebrada en una fonda de la calle de Tetuán en Madrid en el curso de la
cual se acordó elegir una comisión para redactar el programa. Éste era de un profundo
dogmatismo marxista en lo que se refería al análisis de la sociedad pero que
escasísimo contacto tenía con la realidad española donde el proletariado era
minúsculo y la burguesía muy reducida numéricamente. Ambos segmentos sociales,
de hecho, muy lejos de representar la totalidad social, posiblemente no habrían
llegado ni siquiera a ser una minoría cualificada dentro de la misma.
Este carácter dogmático del socialismo español, más atento a repetir visiones
preconcebidas y a intentar encajar la realidad en ellas que a observar esa realidad e
intentar mejorarla, iba pues a revelarse como uno de sus pecados de origen. No lo
sería menos la aspiración a liquidar la sociedad actual —«destruir», según el lenguaje
del programa— hasta llegar a una colectivista con propiedad estatal de los medios de
producción y el señalamiento como objetivos que debían ser abatidos de sectores
enteros como los empresarios, los militares, los partidos denominados burgueses o el
clero.
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La existencia del partido socialista fue políticamente insignificante hasta que a
inicios de siglo acabó imponiéndose la necesidad de presentar candidaturas conjuntas
con los republicanos. Así, en las elecciones legislativas de 1910, la creación de una
conjunción republicano-socialista permitió a Pablo Iglesias convertirse en el primer
diputado de la historia del socialismo español. Su trayectoria como diputado se iba a
iniciar cuando el liberal Canalejas era presidente del Consejo de Ministros. No es éste
el lugar para tratar una figura de esa talla pero poco puede dudarse de que aquel que
se presentó como defensor de «una gran política democrática y expansiva»[69] fue una
de las últimas esperanzas reales —y no utópicas— de modernizar en profundidad la
monarquía constitucional española. Canalejas logró trazar una política africana que, a
pesar de la oposición de Gran Bretaña, Francia y Alemania, confirió seguridad a las
posesiones españolas en el continente; abordó con valentía el problema religioso
optando por una solución que lo apartara de posturas extremas escoradas hacia la
derecha o hacia la izquierda; concibió la reforma del código civil español; se esforzó
por integrar a los catalanistas en la reforma de la monarquía y, muy especialmente,
dio lugar a una serie de medidas que se han denominado el «socialismo de Canalejas»
y que buscaban articular las reformas suficientes para evitar que se desencadenara la
revolución. Como indicaría el profesor Carlos Seco Serrano, Canalejas vino a iniciar
«en España el arbitraje decidido y ecuánime, en los conflictos entre el Capital y el
Trabajo»[70].
El papel de Pablo Iglesias en las Cortes fue muy limitado y no tanto por lo exiguo
del peso que las urnas habían otorgado al partido socialista sino por su propio
dogmatismo político. En repetidas ocasiones, Iglesias dio muestras de un
desconocimiento profundo de la economía, de un desprecio por el sistema
parlamentario y de una firme voluntad de erosionarlo para allanar el camino hacia la
revolución y la dictadura del proletariado. Así, por ejemplo, el 7 de julio de 1910 ha
pasado a la historia del parlamentarismo español como una jornada especialmente
vergonzosa en el curso de la cual Iglesias no sólo realizó una cumplida exposición de
la táctica que seguiría el partido que representaba sino que además dejó bien de
manifiesto que estaba dispuesto a llegar al acto terrorista para lograr sus fines.
Refiriéndose a la actitud de los socialistas afirmó que:
«estarán en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita;
fuera de la legalidad […] cuando ella no les permita realizar sus aspiraciones».
Quedaban así sentadas las bases de lo que iba a ser la actuación del socialismo
español durante las siguientes décadas. Si podía obtener sus fines en el seno del
sistema constitucional —sistema constitucional, no lo olvidemos, que tenía intención
de destruir— así lo haría pero si sus objetivos no cabían en el marco legal, no dudaría
en desbordarlo. Sin embargo, aún quedaba por llegar al punto principal de la
intervención de Iglesias aquella mañana, aquel en el que anunciaba que los socialistas
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no estaban dispuestos —¡con un diputado en el Congreso!— a consentir que Maura
regresara al poder y que para salirse con la suya no reconocerían límites éticos:
«Tal ha sido la indignación producida por la política del gobierno presidido por el
señor Maura que los elementos proletarios, nosotros de quien se dice que no
estimamos los intereses de nuestro país, amándolo de veras, sintiendo las desdichas
de todos, hemos llegado al extremo de considerar que antes que su señoría suba al
poder debemos llegar al atentado personal».
El comentario dejaba bien claro hasta donde estaban dispuestos a llegar los
socialistas pero, sobre todo, mostraba claramente el desprecio por la legalidad y la
disposición a recurrir a la violencia terrorista de Iglesias si así lo consideraba
pertinente. El día 22 de aquel mismo mes, Antonio Maura volvió a sufrir otro
atentado —llegaría a ser objeto de veinte a lo largo de su carrera política— cuando se
encontraba en la estación de Francia de la ciudad de Barcelona camino hacia
Mallorca. En el curso de los años siguientes, tanto Iglesias como el PSOE y la UGT
siguieron una política encaminada no a la reforma del sistema sino a su aniquilación
mediante un acoso continuado. Con todo, si la oposición antisistema obtuvo sus
primeros logros en 1910 con la conjunción republicano-socialista —un factor que
tuvo enorme importancia, por ejemplo, para aniquilar todo el programa reformador de
Canalejas— su primer logro importante se produjo con la revolución de 1917.
El origen de la revolución de 1917 puede retrotraerse al acuerdo de acción
conjunta que la UGT socialista y la CNT anarquista habían concluido a mediados de
1916. El 20 de noviembre ambas organizaciones suscribieron un pacto de alianza que
se tradujo el 18 de diciembre en un acuerdo para ir a la huelga general. La misma
tuvo lugar pero no logró obligar al conde de Romanones, a la sazón presidente del
Consejo de Ministros, a someterse a sus puntos de vista. La reacción de ambos
sindicatos fue convocar una nueva reunión el 27 de marzo de 1917 en Madrid donde
se acordó la publicación de un manifiesto conjunto. Lo que iba a producirse entonces
iba a ser una dramática conjunción de acontecimientos que, por un lado, se manifestó
en la imposibilidad del gobierno para controlar la situación y, por otro, en la unión de
una serie de fuerzas dispuestas a rebasar el sistema constitucional sin ningún género
de escrúpulo legal. Así, a la alianza socialista-anarquista se sumaron las Juntas
Militares de Defensa creadas por los militares a finales de 1916 con la finalidad de
conseguir determinadas mejoras de carácter profesional y los catalanistas de Cambó
que no estaban dispuestos a permitir que el gobierno de Romanones sacara adelante
un proyecto de ley que, defendido por Santiago Alba, ministro de Hacienda, pretendía
gravar los beneficios extraordinarios de guerra.
Frente a la alianza anarquista-socialista, la reacción del gobierno presidido por
Romanones —que temía un estallido revolucionario, que conocía los antecedentes
violentos de ambos colectivos y que ya tenía noticias de la manera en que el zar había
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sido derrocado en Rusia— fue suspender las garantías constitucionales, cerrar
algunos centros obreros y proceder a la detención de los firmantes del manifiesto.
Seguramente, el gobierno había actuado con sensatez pero esta acción unida a la
imposibilidad de imponer el proyecto de Alba derivó en una crisis que concluyó en la
dimisión de Romanones y de su gabinete.
El propósito del catalanista Cambó consistía no sólo en defender los intereses de
la alta burguesía catalana sino también en articular una alianza con partidos vascos y
valencianos de tal manera que todo el sistema político constitucional saltara por los
aires. En mayo, la acción de las Juntas de Defensa contribuyó enormemente a facilitar
los proyectos de Cambó. A finales del citado mes, el gobierno, presidido ahora por
García Prieto, decidió detener y encarcelar a la Junta central de los militares que no
sólo buscaba mejoras económicas sino también reformas concretas. Las juntas de
jefes y oficiales respondieron a la acción del gobierno con un manifiesto que significó
el regreso a una situación aparentemente liquidada por el sistema constitucional de la
Restauración: la participación del poder militar en la vida política.
El gobierno de García Prieto no se sintió con fuerza suficiente como para hacer
frente a los militares y optó por la dimisión. Un nuevo gobierno conservador basado
en las figuras de Dato y Sánchez Guerra aprobó el reglamento de las Juntas Militares
y puso en libertad a la Junta Central. La consecuencia inmediata de esa acción fue
llegar a la conclusión de que el sistema era incapaz de mantenerse en pie y que había
llegado a tal grado de descomposición que aquellos mismos que debían defenderlo de
la subversión no habían dudado en utilizar el rebasamiento de la legalidad que
caracterizaba a los movimientos anarquista y socialista.
El hecho de que las Juntas de Defensa parecieran estar en condiciones de poner
en jaque el aparato del Estado llevó a Cambó a reunir una asamblea de
parlamentarios en Barcelona bajo la presidencia de su partido, la Lliga catalanista. Su
intención era valerse de las fuerzas antisistema para forzar a una convocatoria de
cortes que se tradujera en la redacción de una nueva constitución. El canto de muertos
del sistema constitucional parecía inevitable y era entonado por todos sus enemigos:
catalanistas, anarquistas, republicanos y socialistas. En el caso de estos últimos, se
aceptó la participación en el gobierno con la finalidad expresa de acabar con la
monarquía, liquidar la influencia del catolicismo de la vida nacional y eliminar a los
partidos constitucionales. Además, para desencadenar la revolución, los socialistas
llegaron a un acuerdo con los anarquistas que se tradujo en la división del país en tres
regiones. Sin embargo, incluso dada la creciente debilidad del sistema parlamentario,
pronto iba a quedar claro que sus enemigos —a pesar de su insistencia en que
representaban la voluntad del pueblo— carecían del respaldo popular suficiente para
liquidarlo.
El 19 de julio, tuvo lugar la disolución de la Asamblea de Parlamentarios. Sólo en
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Asturias consiguieron los revolucionarios prolongar durante algún tiempo la
resistencia pero la suerte estaba echada. Mientras el comité de huelga —Saborit,
Besteiro, Largo Caballero y Anguiano— era detenido, algunos dirigentes
republicanos, como Lerroux, se escondían o ponían tierra por medio. Mientras tanto
los catalanistas de Cambó habían reculado cínicamente. Estaban dispuestos a liquidar
el sistema constitucional pero temían una revolución obrera de manera que rehusaron
apoyar a los socialistas y anarquistas y, posteriormente, condenarían sus acciones. La
reacción no resulta tan extraña si se tiene en cuenta que los socialistas habían
trasladado alijos de armas y municiones —«yo transporté armas y municiones en
Bilbao, yo personalmente», diría Indalecio Prieto poco después en las cortes— con la
intención de apoyar la revolución con las bocas de los fusiles. No iba a ser, por otra
parte, la última vez que lo haría para derrocar un gobierno legítimamente nacido de
las urnas. A pesar de todo, el castigo de la fracasada revolución no resultó riguroso e
incluso se produjo una campaña a favor de la amnistía de los revolucionarios y en
noviembre de 1917 fueron elegidos concejales de Madrid los cuatro miembros del
comité de huelga. Se trataba de una utilización del sistema constitucional para burlar
la acción de la justicia que volvería a repetirse en febrero de 1918 cuando fueron
elegidos diputados Indalecio Prieto, por Bilbao; Besteiro, por Madrid; Anguiano, por
Valencia; Saborit, por Asturias y Largo Caballero por Barcelona.
El resultado de la revolución de 1917 fue, posiblemente, mucho más relevante de
lo que se ha pensado durante décadas. La derrota de anarquistas, socialistas,
catalanistas, republicanos, y, sobre todo, la benevolencia con que fueron tratados por
el sistema parlamentario, no se tradujeron en su integración en éste. Por el contrario,
ambas circunstancias crearon en ellos la convicción de que eran extraordinariamente
fuertes para acabar con el parlamentarismo y que éste, sin embargo, era débil y, por lo
tanto, fácil de aniquilar. Para ello, la batalla no debía librarse en un parlamento fruto
de unas urnas que no iban a dar el poder a las izquierdas porque éstas carecían del
suficiente respaldo popular, sino en la calle, erosionando un sistema que, tarde o
temprano, se desplomaría.
Excede con mucho los límites de nuestro estudio examinar los últimos años de la
monarquía parlamentaria. Sin embargo, debe señalarse que el análisis llevado a cabo
por los miembros de la visión antisistema pareció verse confirmado por los hechos.
Hasta 1923, todos los intentos del sistema parlamentario de llevar a cabo las reformas
que necesitaba la nación se vieron bloqueados en la calle por la acción de
republicanos, socialistas, anarquistas y nacionalistas que no llegaron a plantear en
ninguno de los casos una alternativa política realista y coherente sino que,
únicamente, se dedicaron a desacreditar la monarquía constitucional y a apuntar a un
futuro que sería luminoso simplemente porque en él amanecería la república, la
dictadura del proletariado o la independencia de Cataluña.
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La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) —un intento de atajar los
problemas de la nación partiendo de una idea concebida sobre la base de una
magistratura de la antigua Roma— fue simplemente un paréntesis en el proceso
revolucionario. De hecho, durante la misma la represión se cebó sobre los anarquistas
pero el PSOE y la UGT fueron tratados con enorme benevolencia —siguiendo la
política de Bismarck con el SPD alemán— y Largo Caballero, que fue consejero de
Estado de la Dictadura, y otros veteranos socialistas llegaron a ocupar puestos de
importancia en la administración del Estado. A pesar de todo, el final de la década
vino marcado por la concreción de un sistema conspirativo que, a pesar de su base
social minoritaria, acabaría teniendo éxito.
Desde febrero a junio de 1930, conocidas figuras monárquicas como Miguel
Maura Gamazo, José Sánchez Guerra, Niceto Alcalá Zamora, Ángel Ossorio y
Gallardo, y Manuel Azaña abandonaron la defensa de la monarquía parlamentaria
para pasarse al republicanismo. Finalmente, en el verano de 1930 se concluyó el
Pacto de San Sebastián donde se fraguó un comité conspiratorio oficial destinado a
acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. De la
importancia de este paso puede juzgarse por el hecho de que los que participaron en
la reunión del 17 de agosto de 1930 —Lerroux, Azaña, Domingo, Alcalá Zamora,
Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio
Prieto, Fernando de los Ríos…— se convertirían unos meses después en el primer
gobierno provisional de la República.
La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid a partir del mes
siguiente en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; un
conjunto de militares golpistas y prorepublicanos (López Ochoa, Batet, Riquelme,
Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá.
En términos generales, por lo tanto, el movimiento republicano quedaba reducido a
minorías, ya que incluso la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas
alcanzaba al 20 por ciento de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás de una
escisión del PSOE, era minúsculo. En un triste precedente de acontecimientos
futuros, el comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un
golpe militar que derribara la monarquía e implantara la republica. Resulta difícil
creer que el golpe hubiera podido triunfar pero el hecho de que los oficiales Fermín
Galán y Ángel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 de diciembre
sublevando a la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia inmediata que
pudiera ser abortado por el gobierno. Sometidos a consejo de guerra los alzados y
condenados a muerte, el gobierno acordó no solicitar el indulto y el día 14 Galán y
García Hernández fueron fusilados. El intento de sublevación militar republicana
llevado a cabo el día 15 de diciembre en Cuatro Vientos por Queipo de Llano y
Ramón Franco no cambió en absoluto la situación. Por su parte, los miembros del
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comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero)
o se escondieron (Lerroux, Azaña).
En aquellos momentos, el sistema parlamentario podría haber desarticulado con
relativa facilidad el movimiento revolucionario mediante el sencillo expediente de
exponer ante la opinión pública su verdadera naturaleza a la vez que procedía a
juzgar a una serie de personajes que, en román paladino, habían intentado derrocar el
orden constitucional mediante la violencia armada de un golpe de Estado. No lo hizo.
Por el contrario, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar
precisamente por el diálogo con los que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que
cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir gobierno,
lo primero que hizo el político fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los
miembros del comité revolucionario internos en ella sendas carteras ministeriales.
Con todo, como confesaría Azaña en sus Memorias, la república parecía una
posibilidad ignota. El que esa posibilidad revolucionaria se convirtiera en realidad se
iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de
información. La ocasión sería curiosamente la celebración de unas elecciones
municipales.
Aunque la propaganda republicana presentaría posteriormente las elecciones
municipales de abril de 1931 como un plebiscito popular en pro de la república, no
existía ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. En ningún caso su
convocatoria tenía carácter de referéndum ni —mucho menos— se trataba de unas
elecciones a Cortes constituyentes. De hecho, la primera fase de las elecciones
municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados esperados. Con 14 018
concejales monárquicos y 1832 republicanos tan sólo pasaron a control republicano
un pueblo de Granada y otro de Valencia. Como era lógico esperar, nadie hizo
referencia a un supuesto —e inexistente— plebiscito popular. El 12 de abril de 1931
se celebró la segunda fase de las elecciones. Frente a 5775 concejales republicanos,
los monárquicos obtuvieron 22 150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el
cuádruplo del republicano. A pesar de todo, los políticos monárquicos, los miembros
del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares
decisivos —Berenguer y Sanjurjo— consideraron que el resultado era un plebiscito y
que además implicaba un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la
monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en
Madrid donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de
difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota pero no influyó menos en el
resultado final la creencia (que no se correspondía con la realidad) de que los
republicanos podían dominar la calle. Durante la noche del 12 al 13, el general
Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo
que no contendría un levantamiento contra la monarquía, un dato que los dirigentes
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republicanos supieron inmediatamente gracias a los empleados de correos adictos a
su causa. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales
explica sobradamente que cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso
consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a cortes
constituyentes. A esas alturas, sus componentes habían captado el miedo del
adversario y no sólo rechazaron la propuesta sino que exigieron la marcha del rey
antes de la puesta del sol del 14 de abril. Los políticos constitucionalistas aceptaron y
con ellos el monarca, que no deseaba bajo ningún pretexto el estallido de una guerra
civil. De esa manera, el sistema constitucional desaparecía de una manera más que
dudosamente legítima y se proclamaba la Segunda República.
1931-1933
Aunque la proclamación de la Segunda República estuvo rodeada de un
considerable entusiasmo de una parte de la población, lo cierto es que, observada la
situación objetivamente y con la distancia que proporciona el tiempo, no se podía
derrochar optimismo. Los vencedores en la incruenta revolución se sentirían, como
veremos, hiperlegitimados para tomar decisiones por encima del resultado de las
urnas y no dudarían en reclamar el apoyo de la calle cuando el sufragio les fuera
hostil. A fin de cuentas, ¿no había sido en contra de la aplastante mayoría de los
electores como habían alcanzado el poder? A ese punto de arranque iba a unirse que
constituían un pequeño y fragmentado número de republicanos que procedían en su
mayoría de las filas monárquicas; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y
anarquistas— que contemplaban la república como una fase hacia la utopía que debía
ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que
ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el
mismo 14 de abril la República catalana y el Estado catalán, y una serie de pequeños
grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable como
era el caso del partido comunista. En su práctica totalidad, su punto de vista era
utópico bien identificaran esa utopía con la república implantada, con la consumación
revolucionaria posterior o con la independencia; en su práctica totalidad, carecían de
preparación política y, sobre todo, económica para enfrentarse con los retos que tenía
ante sí la nación y, en su práctica totalidad también, adolecían de un virulento
sectarismo político y social que no sólo pretendía excluir de la vida pública a
considerables sectores de la población española sino que también plantearía
irreconciliables diferencias entre ellos.
En ese sentido, el primer bienio republicano[71] que estuvo marcado por la alianza
entre los republicanos de izquierdas y el PSOE fue una época de ilusiones frustradas
precisamente por el sectarismo ideológico de los vencedores del 14 de abril, su
incompetencia económica y la acción no parlamentaria e incluso violenta de las
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izquierdas.
Las manifestaciones de sectarismo fueron inmediatas y entre ellas hay que incluir
desde los procesos de antiguos políticos monárquicos a la indiferencia de las
autoridades ante los ataques contra los lugares de culto católicos en mayo de 1931.
Sin embargo, su fruto más obvio fue la redacción de una constitución que, como
indicaría el propio presidente de la República, Alcalá Zamora, procedía de unas
cortes que «adolecían de un grave defecto, el mayor sin duda para una asamblea
representativa: que no lo eran, como cabal ni aproximada coincidencia de la estable,
verdadera y permanente opinión española…»[72]. La constitución, según el mismo
testimonio, «se dictó, efectivamente, o se planeó sin mirar a esa realidad nacional…
se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos e intereses de partido, sin
pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba
para España»[73]. En esa constitución redactada por una minoría se consagraría, por
ejemplo, un laicismo militante que no sólo incluía una comprensible separación de la
Iglesia y el Estado sino que pretendía excluir totalmente a la Iglesia católica de la
vida pública apartándola, por ejemplo, de las labores educativas. Sobre todo, sin
embargo, se instauraría un texto que correspondía no tanto con una visión
democrática como con el triunfo de los vencedores de la crisis de abril de 1931. El
resultado —señalaría Alcalá Zamora en este texto escrito antes de 1934— fue «una
Constitución que invitaba a la guerra civil, desde lo dogmático, en que impera la
pasión sobre la serenidad justiciera, a lo orgánico, en que la improvisación, el
equilibrio inestable, sustituyen a la experiencia y a la construcción sólida de
poderes»[74].
La incompetencia económica no fue de menor relevancia en la medida en que no
sólo frustró totalmente la realización de una reforma agraria de enorme importancia a
la sazón sino que además agudizó la tensión social con normativas —como la Ley de
Términos inspirada por el PSOE— que, supuestamente, favorecían a los trabajadores
pero que, en realidad, provocaron una contracción del empleo y una carga
insoportable para empresarios pequeños y medianos.
A todo lo anterior, hay que añadir la acción violenta de las izquierdas encaminada
directamente a terminar con la República. En el caso de los anarquistas, su voluntad
de aniquilar la República se manifestó desde el principio de manera inequívoca. El
mismo mes de abril de 1931 Durruti afirmaba:
«Si fuéramos republicanos, afirmaríamos que el gobierno provisional se va a
mostrar incapaz de asegurarnos el triunfo de aquello que el pueblo le ha
proporcionado. Pero, como somos auténticos trabajadores, decimos que, siguiendo
por ese camino, es muy posible que el país se encuentre cualquier día de éstos al
borde de la guerra civil. La República apenas si nos interesa […] en tanto que
anarquistas, debemos declarar que nuestras actividades no han estado nunca, ni lo
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estarán tampoco ahora, al servicio de […] ningún Estado».
No se trataba de meras palabras ni tampoco se limitaban a los anarquistas. En
enero de 1932, en Castilblanco y en Arnedo, los socialistas provocaron sendos
motines armados en los que hallaron, primero, la muerte agentes del orden público
para luego desembocar en una durísima represión. El día 19 del mismo mes, los
anarquistas iniciaron una sublevación armada en el Alto Llobregat[75] que duró tres
días y que fue reprimida por las fuerzas de orden público. Durruti, uno de los
incitadores de la revuelta, fue detenido, pero a finales de año se encontraba
nuevamente en libertad e incitaba a un nuevo estallido revolucionario a una
organización como la CNT-FAI que, a la sazón, contaba con más de un millón de
afiliados[76].
De manera nada sorprendente, en enero de 1933, se produjo un nuevo intento
revolucionario de signo anarquista. Su alcance se limitó a algunas zonas de Cádiz,
como fue el caso del pueblo de Casas Viejas. El episodio tendría pésimas
consecuencias para el gobierno de izquierdas ya que la represión de los sublevados
sería durísima e incluiría el fusilamiento de algunos de los detenidos y, por añadidura,
los oficiales que la llevaron a cabo insistirían en que sus órdenes habían procedido
del mismo Azaña[77]. Aunque las Cortes reiterarían su confianza al gobierno, sus días
estaban contados. A lo largo de un bienio, podía señalarse que la situación política era
aún peor que cuando se proclamó la República. El gobierno republicano había
fracasado en sus grandes proyectos como la reforma agraria o el impulso a la
educación —en este último caso siquiera en parte por su liquidación de la enseñanza
católica— había gestionado pésimamente la economía nacional y había sido incapaz
de evitar la radicalización de una izquierda revolucionaria formada no sólo por los
anarquistas sino también por el PSOE, que pasaba por un proceso que se definió
como «bolchevización» y que se caracterizó por la aniquilación de los partidarios
(como Julián Besteiro) de una política reformista y parlamentaria y el triunfo de
aquellos que (como Largo Caballero) propugnaban la revolución violenta que
destruyera la República e instaurara la dictadura del proletariado. En tan sólo un año,
la acción de estas fuerzas de izquierdas sumada a la de los nacionalistas catalanes
ocasionaría una catástrofe que aniquilaría la posibilidad razonable de supervivencia
de la República.
1934
El embate de las izquierdas obreristas ansiosas por implantar su utopía sería
seguido por la reacción de las derechas. Durante la primavera y el verano de 1932, la
violencia revolucionaria de las izquierdas, y la redacción del Estatuto de Autonomía
de Cataluña y del proyecto de ley de reforma agraria impulsaron, entre otras
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consecuencias, un intento de golpe capitaneado por Sanjurjo que fracasó
estrepitosamente en agosto y, sobre todo, la creación de una alternativa electoral a las
fuerzas que habían liquidado el sistema parlamentario anterior a abril de 1931. Así,
entre el 28 de febrero y el 5 de marzo, tuvo lugar la fundación de la CEDA
(Confederación Española de Derechas Autónomas) —una coalición de fuerzas de
derechas y católicas— y la aceptación formal del sistema republicano.
La reacción de Azaña ante la respuesta de las derechas fue intentar asegurarse la
permanencia en el poder mediante la articulación de mecanismos legales concretos.
El 25 de julio de 1933, se aprobó una ley de orden público que dotaba al gobierno de
una enorme capacidad de represión y unos considerables poderes para limitar la
libertad de expresión y, antes de que concluyera el mes, Azaña —que intentaba evitar
unas elecciones sobre cuyo resultado no era optimista— lograba asimismo la
aprobación de una ley electoral que reforzaba las primas a la mayoría. Mediante un
mecanismo semejante, Azaña pretendía contar con una mayoría considerable en unas
cortes futuras aunque la misma realmente no se correspondiera con la proporción de
votos obtenidos en las urnas. Sin embargo, a pesar de contar con estas posibilidades,
durante el verano de 1933 Azaña se resistió a convocar elecciones. Fueron
precisamente en aquellos meses estivales cuando se consagró la «bolchevización» del
PSOE. En la escuela de verano del PSOE en Torrelodones, los jóvenes socialistas
celebraron una serie de conferencias donde se concluyó la aniquilación política del
moderado Julián Besteiro, el apartamiento despectivo de Indalecio Prieto y la
consagración entusiasta de Largo Caballero al que se aclamó como el «Lenin
español». El modelo propugnado por los socialistas no podía resultar, pues, más
obvio y más en una época en que el PCE era un partido insignificante. Los
acontecimientos se iban a precipitar a partir de entonces: el 3 de septiembre de 1933,
el gobierno republicano-socialista sufrió una derrota espectacular en las elecciones
generales para el Tribunal de Garantías y cinco días después se produjo su caída.
Finalmente, el 19 de noviembre tuvieron lugar las nuevas elecciones. En ellas
votó el 67,46 por ciento del censo electoral y las mujeres por primera vez[78]. Las
derechas obtuvieron 3 365 700 votos, el centro 2 051 500 y las izquierdas 3 118 000.
Sin embargo, el sistema electoral —que favorecía, por decisión directa de Azaña, las
grandes agrupaciones— se tradujo en que las derechas, que se habían unido para las
elecciones, obtuvieran más del doble de escaños que las izquierdas con una diferencia
entre ambas que no llegaba a los doscientos cincuenta mil votos[79].
En puridad democrática, la fuerza mayoritaria —la CEDA— tendría que haber
sido encargada de formar gobierno pero las izquierdas que habían traído la Segunda
República no estaban dispuestas a consentirlo, a pesar de su indudable triunfo
electoral. Mientras el presidente de la República, Alcalá Zamora, encomendaba la
misión de formar gobierno a Lerroux, un republicano histórico pero en minoría, el
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PSOE y los nacionalistas catalanes comenzaron a urdir una conspiración armada que
acabara con un gobierno de centro derecha elegido democráticamente. Semejante
acto iba a revestir una enorme gravedad porque no se trataba de fuerzas exteriores al
parlamento —como había sido el caso de los anarquistas en 1932 y 1933— sino de
partidos con representación parlamentaria que estaban dispuestas a torcer el resultado
de las urnas por la fuerza de las armas[80].
Los llamamientos a la revolución fueron numerosos, claros y contundentes. El 3
de enero de 1934, la prensa del PSOE[81] publicaba unas declaraciones de Indalecio
Prieto que ponían de manifiesto el clima que reinaba en su partido:
«Y ahora piden concordia. Es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de
los partidos, un cese de hostilidades […] ¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a
muerte a la burguesía criminal. ¿Concordia? Sí, pero entre los proletarios de todas las
ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención
al disco rojo!».
No se trataba de un mero exabrupto. El 4 de febrero, el mismo Indalecio Prieto
llamaba a la revolución en un discurso pronunciado en el coliseo Pardiñas. Ese
mismo mes, la CNT propuso a la UGT una alianza revolucionaria, oferta a la que
respondió el socialista Largo Caballero con la de las alianzas obreras. Su finalidad no
era laboral sino eminentemente política: aniquilar el sistema parlamentario y llevar a
cabo la revolución. A finales de mayo, el PSOE desencadenó una ofensiva
revolucionaria en el campo que reprimió enérgicamente Salazar Alonso, el ministro
de Gobernación. A esas alturas, el gobierno contaba con datos referidos a una
insurrección armada en la que tendrían un papel importante no sólo el PSOE sino
también los nacionalistas catalanes y algunos republicanos de izquierdas. No se
trataba de rumores sino de afirmaciones de parte. La prensa del PSOE[82], por
ejemplo, señalaba que las teorías del Frente Popular propugnadas por los comunistas
a impulso de Stalin eran demasiado moderadas porque no recogían «las aspiraciones
trabajadoras de conquistar el poder para establecer su hegemonía de clase». Por el
contrario, las alianzas obreras, propugnadas por Largo Caballero, eran «instrumento
de insurrección y organismo de Poder». A continuación El Socialista trazaba un
obvio paralelo con la revolución bolchevique:
«Dentro de las diferencias raciales que tienen los soviets rusos, se puede
encontrar, sin embargo, una columna vertebral semejante. Los comunistas hacen
hincapié en la organización de soviets que preparen la conquista insurreccional y
sostengan después el poder obrero. En definitiva, esto persiguen las alianzas».
Si de algo se puede acusar a los medios socialistas en esa época no es de
hipocresía. Renovación[83] anunciaba en el verano de 1934 refiriéndose a la futura
revolución: «¿Programa de acción? —Supresión a rajatabla de todos los núcleos de
fuerza armada desparramada por los campos. —Supresión de todas las personas que
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por su situación económica o por sus antecedentes puedan ser una rémora para la
revolución».
Zinóviev, Trotsky o Lenin difícilmente hubieran podido explicarlo con más
claridad. Semejantes afirmaciones, que mostraban una clara voluntad de acabar con el
sistema parlamentario sustituyéndolo por uno similar al soviético, debían haber
causado seria preocupación en el terreno de los republicanos de izquierdas. Sin
embargo, para éstos el enemigo que debía ser abatido no era otro que el centro y la
derecha. Al respecto, el 30 de agosto, Azaña realizaba unas declaraciones ante las que
nadie se podía llamar a engaño. De acuerdo con las mismas, las izquierdas no estaban
dispuestas a consentir que la CEDA entrara en el gobierno por más que las urnas la
hubieran convertido en la primera fuerza parlamentaria. Si la CEDA insistía en entrar
en un gobierno de acuerdo con un derecho que, en puridad democrática, le
correspondía, las izquierdas se opondrían incluso yendo contra la legalidad.
«Estaríamos —diría Azaña— de toda fidelidad […] habríamos de conquistar a pecho
descubierto las garantías». Los anuncios de Azaña, de Prieto, de Largo Caballero, de
tantos otros personajes de la izquierda no eran sino una consecuencia realmente
lógica de toda una visión política que no había dejado de avanzar desde finales del
siglo XIX y que, entre otras consecuencias, había tenido la de aniquilar la monarquía
parlamentaria. El parlamento —y las votaciones que lo habían configurado— sólo
resultaba legítimo en la medida en que servía para respaldar el propósito de las
fuerzas mencionadas. Cuando el resultado en las urnas no sancionaba a ese bloque
político, el parlamento debía ser rebasado y acallado desde la calle recurriendo a la
violencia. Para el PSOE, el PCE y la CNT, el paso siguiente sólo podía ser la
revolución.
El 9 de septiembre de 1934, la Guardia Civil descubrió un importante alijo de
armas que, a bordo del Turquesa, se hallaba en la ría asturiana de Pravia. Una parte
de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes del socialista Indalecio
Prieto, transportada en camiones de la Diputación provincial controlada a la sazón
por el PSOE. La finalidad del alijo no era otra que la de armar a los socialistas
preparados para la sublevación. No en vano el 25 de septiembre El Socialista
anunciaba:
«Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la
guerra».
Dos días después, El Socialista remachaba:
«El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba,
jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras
es enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado».
Ese mismo día, moría en Barcelona el exministro Jaime Carner. Azaña, en
compañía de otros dirigentes republicanos, se dirigió a la Ciudad Condal. Sin
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embargo, a pesar de conocer entonces lo que tramaban socialistas y catalanistas, no
informó a las autoridades republicanas y decidió quedarse en la ciudad a la espera de
los acontecimientos. Antes de concluir el mes, el Comité Central del PCE anunciaba
su apoyo a un frente único con finalidad revolucionaria[84].
El 1 de octubre, Gil-Robles exigió la entrada de la CEDA en el gobierno de
Lerroux. Sin embargo, en una clara muestra de moderación política, Gil-Robles ni
exigió la presidencia del gabinete (que le hubiera correspondido en puridad
democrática) ni tampoco la mayoría de las carteras. El 4 de octubre entrarían,
finalmente, tres ministros de la CEDA en el nuevo gobierno, todos ellos de una
trayectoria intachable: el catalán y antiguo catalanista Oriol Anguera de Sojo, el
regionalista navarro Aizpún y el sevillano Manuel Giménez Fernández que se había
declarado expresamente republicano y que defendía la realización de la reforma
agraria.
La presencia de ministros cedistas en el gabinete fue la excusa presentada por el
PSOE y los catalanistas para poner en marcha un proceso de insurrección armada
que, como hemos visto, venía fraguándose desde hacía meses. Tras un notable
despliegue de agresividad de la prensa de izquierdas el 5 de octubre, el día 6 tuvo
lugar la sublevación. El carácter violento de la misma quedó de manifiesto desde el
principio. En Guipúzcoa, por ejemplo, los alzados asesinaron al empresario
Marcelino Oreja Elósegui. En Barcelona, Companys, el dirigente de Esquerra
Republicana, proclamó desde el balcón principal del palacio presidencial de la
Generalidad «l’Estat Catalá dentro de la República federal española» e invitó a «los
dirigentes de la protesta general contra el fascismo a establecer en Cataluña el
gobierno provisional de la República». Sin embargo, ni el gobierno republicano era
fascista, ni los dirigentes de izquierdas recibieron el apoyo que esperaban de la calle
ni la Guardia Civil o la de asalto se sumaron al levantamiento. La Generalidad se
rindió así a las seis y cuarto de la mañana del de octubre y Companys se puso a salvo
huyendo por las alcantarillas de Barcelona.
El fracaso en Cataluña tuvo claros paralelos en la mayoría de España. Ni el
ejército —con el que el PSOE había mantenido contactos— ni las masas populares se
sumaron al golpe de Estado nacionalista-socialista y éste fracasó al cabo de unas
horas. La única excepción a esta tónica general fue Asturias donde los alzados contra
el gobierno legítimo de la República lograron un éxito inicial y dieron comienzo a un
proceso revolucionario que marcaría en bastantes aspectos la pauta para lo que sería
la guerra civil de 1936. La desigualdad inicial de fuerzas fue verdaderamente
extraordinaria. Los alzados contaban con un ejército de unos treinta mil mineros bien
pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de
miembros del PSOE como Ramón González Peña, Belarmino Tomás y Teodomiro
Menéndez aunque una tercera parte de los insurrectos pudo pertenecer a la CNT. Sus
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objetivos eran dominar hacia el sur el puerto de Pajares para llevar la revolución
hasta las cuencas mineras de León y desde allí, con la complicidad del sindicato
ferroviario de la UGT, al resto de España. Dentro de esta estrategia resultaba también
indispensable apoderarse de Oviedo. Frente a los sublevados había mil seiscientos
soldados y unos novecientos guardias civiles y de asalto que contaban con el apoyo
de civiles en Oviedo, Luarca, Gijón, Avilés y el campo.
La acción de los revolucionarios siguió patrones que recordaban trágicamente los
males sufridos en Rusia. Mientras se procedía a detener e incluso a asesinar a gente
inocente tan sólo por su pertenencia a un segmento social concreto, se desataba una
oleada de violencia contra el catolicismo que incluyó desde la quema y profanación
de lugares de culto —incluyendo el intento de volar la Cámara santa— al
fusilamiento de religiosos. El 5 de octubre, primer día del alzamiento, un joven
estudiante pasionista de Mieres, de veintidós años de edad y llamado Amadeo
Andrés, fue rodeado mientras huía del convento y asesinado. Su cadáver fue
arrastrado. Tan sólo una hora antes había sido también fusilado Salvador de María, un
compañero suyo que también intentaba huir del convento de Mieres. No fueron,
desgraciadamente, las únicas víctimas de los alzados.
El padre Eufrasio del Niño Jesús, carmelita, superior del convento de Oviedo, fue
el último en salir de la casa antes de que fuera asaltada por los revolucionarios. Lo
hizo saltando una tapia con tan mala fortuna que se dislocó una pierna. Se le prestó
auxilio en un domicilio cercano pero, finalmente, fue trasladado a un hospital.
Delatado por dos enfermeros, el comité de barrio decidió condenarlo a muerte dada
su condición de religioso. Se le fusiló unas horas después dejándose abandonado su
cadáver ante una tapia durante varios días.
El día 7 de octubre, la totalidad de los seminaristas de Oviedo —seis— fue
pasada por las armas al descubrirse su presencia, siendo el más joven de ellos un
muchacho de dieciséis años. Con todo, posiblemente el episodio más terrible de la
persecución religiosa que acompañó a la sublevación armada fue el asesinato de los
ocho hermanos de las Escuelas Cristianas y de un padre pasionista que se ocupaban
de una escuela en Turón, un pueblo situado en el centro de un valle minero. Tras
concentrarlos en la casa del pueblo, un comité los condenó a muerte considerando
que al ocuparse de la educación de buena parte de los niños de la localidad
disfrutaban de una influencia indebida. El 9 de octubre de 1934, poco después de la
una de la madrugada, la sentencia fue ejecutada en el cementerio y, a continuación, se
les enterró en una fosa especialmente cavada para el caso. De manera no difícil de
comprender, los habitantes de Turón que habían sido testigos de sus esfuerzos
educativos y de la manera en que se había producido la muerte los consideraron
mártires de la fe desde el primer momento. Serían beatificados en 1990 y
canonizados el 21 de noviembre de 1999. Formarían así parte del grupo de los diez
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primeros santos españoles canonizados por su condición de mártires[85].
Los partidarios de la revolución —como en Rusia— habían decidido exterminar a
sectores enteros de la población y para llevar a cabo ese objetivo no estaban
dispuestos a dejarse limitar por garantías judiciales de ningún tipo. Poca duda cabe de
que la diferencia de medios existente entre los alzados y las fuerzas de orden hubiera
podido ser fatal para la legalidad republicana de no haber tomado el 5 de octubre el
ministro Diego Hidalgo la decisión de nombrar asesor especial para reprimir el
alzamiento al general Francisco Franco. Una de las primeras medidas tomadas por
Franco, a ejemplo de lo que había pensado Azaña tiempo atrás para acabar con los
anarquistas sublevados, fue trasladar a las fuerzas africanas al lugar de la lucha. Así,
legionarios y regulares desembarcaron en Gijón para marchar hacia Oviedo donde
enlazaron con una pequeña columna que se hallaba al mando de Eduardo López
Ochoa, uno de los conspiradores que había impulsado la proclamación de la
República años atrás. El bloqueo de los puertos asturianos y la presencia del ejército
de África significaría el final de la revolución pero aún fue necesaria otra semana más
para acabar con los focos de resistencia de los insurrectos.
El 16 de octubre de 1934, a unas horas de su derrota definitiva, el Comité
Provincial Revolucionario lanzaba un manifiesto donde volvía a incidir en algunos de
los aspectos fundamentales de la sublevación:
«¡Obreros: en pie de guerra! ¡Se juega la última carta!
»Nosotros organizamos sobre la marcha el Ejército Rojo…
»Lo repetimos: En pie de guerra. ¡Hermanos!, el mundo nos observa. España, la
España productora, confía su redención a nuestros triunfos. ¡Que Asturias sea un
baluarte inexpugnable!
»Y si su Bastilla fuera tan asediada, sepamos, antes que entregarla al enemigo,
confundir a éste entre escombros, no dejando piedra sobre piedra.
»Rusia, la patria del proletariado, nos ayudará a construir sobre las cenizas de lo
podrido el sólido edificio marxista que nos cobije para siempre.
»Adelante la revolución. ¡Viva la dictadura del proletariado!»[86]
La sublevación armada que, alzándose contra el gobierno legítimamente
constituido de la República, había intentado aniquilar el sistema parlamentario e
implantar la dictadura del proletariado había fracasado en términos militares. El
balance de las dos semanas de revolución socialista-nacionalista era ciertamente
sobrecogedor. Las fuerzas de orden público habían sufrido 324 muertes y 903 heridos
además de siete desaparecidos. Entre los paisanos, los muertos —causados por ambas
partes— llegaban a 1051 y los heridos a 2051. Por lo que se refería a los daños
materiales ocasionados por los sublevados habían sido muy cuantiosos y afectado a
58 iglesias, 26 fábricas, 58 puentes, 63 edificios particulares y 730 edificios públicos.
Además los sublevados habían realizado destrozos en 66 puntos del ferrocarril y 31
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de las carreteras. Asimismo ingresaron en prisión unas quince mil personas por su
participación en el alzamiento armado pero durante los meses siguientes fueron
saliendo en libertad en su mayor parte. Sin embargo, el mayor coste del alzamiento
protagonizado por los nacionalistas catalanes, el PSOE, la CNT y, en menor medida,
el PCE fue político. Con su desencadenamiento, las izquierdas habían dejado de
manifiesto que la república parlamentaria carecía de sentido para ellas, que no
estaban dispuestas a aceptar el veredicto de las urnas si les resultaba contrario, que su
objetivo era la implantación de la dictadura del proletariado —una meta no tan
claramente abrazada por los nacionalistas catalanes— y que, llegado el caso, harían
uso de la violencia armada para lograr sus objetivos. Sería precisamente el
republicano Salvador de Madariaga el que levantara acta de lo que acababa de
suceder con aquella revolución frustrada de 1934:
«El alzamiento de 1934 es imperdonable. La decisión presidencial de llamar al
poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hace ya tiempo. El
argumento de que el señor Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para
instaurar el fascismo era, a la vez, hipócrita y falso. Con la rebelión de 1934, la
izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la
rebelión de 1936»[87].
A partir de la sublevación socialista-nacionalista de 1934 quedó de manifiesto que
las izquierdas no respetarían la legalidad republicana pero también se acrecentó el
miedo de las derechas a un nuevo estallido revolucionario que acabara con el sistema
parlamentario y, exterminando a sectores enteros de la población, desencadenara una
revolución cruenta como la sufrida por Asturias. Desgraciadamente, ambos temores
se verían confirmados antes de un bienio.
1936
La batalla política que se extendió desde el fracaso de la revolución de 1934 hasta
la llegada al poder del Frente Popular en febrero de 1936 discurrió fundamentalmente
en el terreno de la propaganda y fuera del parlamento. En teoría —y más si se atendía
a la propaganda de las izquierdas— el gobierno de centro derecha podría haber
aniquilado poniéndolas fuera de la ley a formaciones como el PSOE, la CNT o la Es-
quena Republicana que habían participado abierta y violentamente en un alzamiento
armado contra la legitimidad y la legalidad republicanas. Sin embargo, la conducta
seguida por las derechas fue muy distinta. Ciertamente, el 2 de enero de 1935 se
aprobó por ley la suspensión del Estatuto de Autonomía de Cataluña pero, a la vez,
bajo su impulso tuvo lugar el único esfuerzo legal y práctico que mereció en todo el
periodo republicano el nombre de reforma agraria. Como señalaría el socialista
Gabriel Mario de Coca, «los gobiernos derechistas asentaron a veinte mil
campesinos, y bajo las Cortes reaccionarias de 1933 se efectuó el único avance social
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realizado por la República». No se redujo a eso su política. Federico Salmón,
ministro de Trabajo, y Luis Lucia, ministro de Obras Públicas, redactaron un «gran
plan de obras pequeñas» para paliar el paro; se aprobó una nueva ley de
arrendamientos urbanos que defendía a los inquilinos; se inició una reforma
hacendística de calado debida a Joaquín Chapaprieta y encaminada a lograr la
necesaria estabilización; y Gil-Robles, ministro de la Guerra, llevó a cabo una
reforma militar de enorme relevancia. Consideradas con perspectiva histórica, todas
estas medidas denotaban un impulso sensato por abordar los problemas del país desde
una perspectiva más basada en el análisis técnico y especializado que en el
seguimiento de recetas utópicas. Fue precisamente desde el terreno de las utopías
izquierdistas y nacionalistas desde donde se planteó la obstrucción a todas aquellas
medidas a la vez que se lanzaba una campaña propagandística destinada a
desacreditar al gobierno y sustentada en los relatos, absolutamente demagógicos, de
las atrocidades supuestamente cometidas por las fuerzas del orden en el sofocamiento
de la revolución de octubre.
A lo anterior se unió en septiembre de 1935 el estallido del escándalo del
estraperlo. Strauss y Perl, los personajes que le darían nombre, eran dos
centroeuropeos que habían inventado un sistema de juego de azar que permitía hacer
trampas con relativa facilidad. Su aprobación se debió a la connivencia de algunos
personajes vinculados a Lerroux, el dirigente del Partido Radical. Los sobornos
habían alcanzado la cifra de cinco mil pesetas y algunos relojes pero se convertirían
en un escándalo que, hábilmente aireado, superó con mucho la gravedad del asunto.
Strauss amenazó, en primer lugar, con el chantaje a Lerroux y cuando éste no cedió a
sus pretensiones, se dirigió a Alcalá Zamora, el presidente de la República. Alcalá
Zamora discutió el tema con Indalecio Prieto y Azaña y, finalmente, desencadenó el
escándalo. Como señalaría lúcidamente Josep P1a[88], la administración de justicia no
pudo determinar responsabilidad legal alguna —precisamente la que habría resultado
interesante— pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el
hundimiento político del Partido Radical, una de las fuerzas esenciales en el colapso
de la monarquía constitucional y el advenimiento de la república menos de cuatro
años antes. La CEDA quedaba prácticamente sola en la derecha frente a unas
izquierdas poseídas de una creciente agresividad. Porque no se trataba únicamente de
propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE —que en
julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares—
desarrollaban contactos para una unificación de acciones[89]. En paralelo,
republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes mientras los
comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. El 14 de
noviembre, Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de
izquierdas. Acababa de nacer el Frente Popular. En esos mismos días, Largo
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Caballero salía de la cárcel —después de negar cínicamente su participación en la
revolución de octubre de 1934— y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT
socialista.
El año 1935 concluyó con el desahucio del poder de Gil-Robles; con una
izquierda que entrenaba milicias y estaba decidida a ganar las siguientes elecciones
para llevar a cabo la continuación de la revolución de octubre de 1934; y con
reuniones entre Chapaprieta y Alcalá Zamora para crear un partido de centro en torno
a Portela Valladares que atrajera un voto moderado preocupado por la agresividad de
las izquierdas y una posible reacción de las derechas. Ésta, de momento, parecía
implanteable. La Falange, el partido fascista de mayor alcance, era un grupo
minoritario[90]; los carlistas y otros grupos monárquicos carecían de fuerza y, en el
ejército, Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la
forma en que podría evolucionar la situación política. Así, al insistir en que no era el
momento propicio, impidió la salida golpista[91]. Cuando el 14 de diciembre, Portela
Valladares formó gobierno era obvio que se trataba de un gabinete puente para
convocar elecciones. Finalmente, Alcalá Zamora disolvió las Cortes (la segunda vez
durante su mandato lo que implicaba una violación flagrante de la Constitución) y
convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936 bajo un gobierno presidido por
Portela Valladares.
El 15 de enero de 1936, se firmó el pacto del Frente Popular como una alianza de
fuerzas obreras y burguesas cuyas metas no sólo no eran iguales sino que, en
realidad, resultaban incompatibles. Los republicanos como Azaña y el socialista
Prieto perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de abril de 1931 en
el que la hegemonía política estaría en manos de las izquierdas. Para el resto de las
fuerzas que formaban el Frente Popular, especialmente la aplastante mayoría del
PSOE y el PCE, se trataba tan sólo de un paso intermedio en la lucha hacia la
aniquilación de la República burguesa y la realización de una revolución que
desembocara en una dictadura obrera. Si Luis Araquistáin insistía en hallar paralelos
entre España y la Rusia de 1917 donde la revolución burguesa sería seguida por una
proletaria[92], Largo Caballero difícilmente podía ser más explicito sobre las
intenciones del PSOE. En el curso de una convocatoria electoral que tuvo lugar en
Alicante, el político socialista afirmó:
«Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros
aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con
nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil
declarada.
»Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo
realizamos»[93]
Tras el anuncio de la voluntad socialista de ir a una guerra civil si perdía las
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elecciones, el 20 de enero, Largo Caballero señalaba en un mitin celebrado en
Linares:
«[…] la clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la
democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de
entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la revolución»[94].
El 10 de febrero de 1936, en el Cinema Europa, Largo Caballero volvía a insistir
en sus tesis revolucionarias y antidemocráticas:
«[…] la transformación total del país no se puede hacer echando simplemente
papeletas en las urnas… estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se
implante en el país nuestra democracia»[95]
No menos explícito sería el socialista González Peña al indicar la manera en que
se comportaría el PSOE en el poder:
«[…] la revolución pasada [la de Asturias] se había malogrado, a mi juicio,
porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los
juristas llaman «juridicidad». Para la próxima revolución, es necesario que
constituyéramos unos grupos que yo denomino «de las cuestiones previas». En la
formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres
simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant,
Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos harían la labor de
desmoche, de labor de saneamientos, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor
estuviese realizada, cuando estuviesen bien desinfectados los edificios públicos, seria
llegado el momento de entregar las llaves a los juristas».
González Peña acababa de anunciar todo un programa que se cumpliría apenas
unos meses después con la creación de las checas.
Con no menos claridad se expresaban los comunistas. En febrero de 1936, José
Díaz[96] dejó inequívocamente de manifiesto que la meta del PCE era «la dictadura
del proletariado, los soviets» y que sus miembros no iban a renunciar a ella.
De esta manera, aunque los firmantes del pacto del Frente Popular (Unión
Republicana, Izquierda Republicana, PSOE, UGT, PCE, FJS, Partido Sindicalista y
POUM[97]) suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de
los detenidos y condenados por la insurrección de 1934[98] —reivindicada como un
episodio malogrado pero heroico— algunos de ellos lo consideraban como un paso
previo, aunque indispensable, al desencadenamiento de una revolución que liquidara
a su vez la Segunda República incluso al costo de iniciar una guerra civil contra las
derechas.
También sus adversarios políticos centraron buena parte de la campaña electoral
en la mención del levantamiento armado de octubre de 1934. Desde su punto de vista,
el triunfo del Frente Popular se traduciría inmediatamente en una repetición, a escala
nacional y con posibilidades de éxito, de la revolución. En otras palabras, no sería
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sino el primer paso hacia la liquidación de la república y la implantación de la
dictadura del proletariado.
Para colmo de males, las elecciones de febrero de 1936 no sólo concluyeron con
resultados muy parecidos para los dos bloques sino que además estuvieron
inficcionadas por la violencia, no sólo verbal, y el fraude en el conteo de los
sufragios. Así, sobre un total de 9 716 705 votos emitidos[99], 4 430 322 fueron para
el Frente Popular; 4 511 031 para las derechas y 682 825 para el centro. Otros 91 641
votos fueron emitidos en blanco o resultaron destinados a candidatos sin significación
política. Sobre estas cifras resulta obvio que la mayoría de la población española se
alineaba en contra del Frente Popular y si a ello añadimos los fraudes electorales
encaminados a privar de sus actas a diputados de centro y derecha difícilmente puede
decirse que contara con el respaldo de la mayor parte de la nación. A todo ello hay
que añadir la existencia de irregularidades en provincias como Cáceres, La Coruña,
Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería,
Valencia y Albacete entre otras contra las candidaturas de derechas. Finalmente, este
cúmulo de irregularidades se convertiría en una aplastante mayoría de escaños para el
Frente Popular.
En declaraciones al Journal de Geneve[100], sería nada menos que el presidente de
la República Niceto Alcalá Zamora el que reconociera la peligrosa suma de
irregularidades electorales:
«A pesar de los refuerzos sindicalistas, el Frente Popular obtenía solamente un
poco más, muy poco; de doscientas actas, en un Parlamento de 473 diputados.
Resultó la minoría más importante pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin
embargo, logró conquistarla consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando
todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia.
»Primera etapa: Desde el 17 de febrero, incluso desde la noche del 16, el Frente
Popular, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los
resultados, la que debería haber tenido lugar ante las Juntas Provinciales del Censo en
el jueves 20, desencadenó en la calle la ofensiva del desorden, reclamó el poder por
medio de la violencia. Crisis: algunos gobernadores civiles dimitieron. A instigación
de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos
electorales: en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados.
»Segunda etapa: Conquistada la mayoría de este modo, fue fácil hacerla
aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente
Popular eligió la Comisión de Validez de las actas parlamentarias, la que procedió de
una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la
oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos.
Se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba
solamente de una ciega pasión sectaria; hacer en la Cámara una convención, aplastar
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a la oposición y sujetar el grupo menos exaltado del Frente Popular. Desde el
momento en que la mayoría de izquierdas pudiera prescindir de él, este grupo no era
sino el juguete de las peores locuras.
»Fue así que las Cortes prepararon dos golpes de Estado parlamentarios. Con el
primero, se declararon a sí mismas indisolubles durante la duración del mandato
presidencial. Con el segundo, me revocaron. El último obstáculo estaba descartado en
el camino de la anarquía y de todas las violencias de la guerra civil».
Las elecciones de febrero de 1936 se habían convertido ciertamente en la antesala
de un proceso revolucionario que había fracasado en 1917 y 1934 a pesar de su
avance notable en 1931. Así, aunque el gobierno quedó constituido por republicanos
de izquierdas bajo la presidencia de Azaña para dar una apariencia de moderación, no
tardó en lanzarse a una serie de actos de dudosa legalidad que formarían parte
esencial de la denominada «primavera trágica de 1936». Mientras Lluís Companys, el
golpista de octubre de 1934, regresaba en triunfo a Barcelona para hacerse con el
gobierno de la Generalidad, los detenidos por la insurrección de Asturias eran puestos
en libertad en cuarenta y ocho horas y se obligaba a las empresas en las que, en no
pocas ocasiones, habían causado desmanes e incluso homicidios a readmitirlos. En
paralelo, las organizaciones sindicales exigían en el campo subidas salariales de un
cien por cien con lo que el paro se disparó. Entre el 1 de mayo y el 18 de julio de
1936, el agro sufrió 192 huelgas. Más grave aún fue que el 3 de marzo los socialistas
empujaran a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de
Cenicientos. Fue el pistoletazo de salida para que la Federación Socialista de
Trabajadores de la Tierra se lanzara a destruir cualquier vestigio de legalidad en el
campo. El 25 del mismo mes, sesenta mil campesinos ocuparon tres mil fincas en
Extremadura, un acto legalizado a posteriori por un gobierno incapaz de mantener el
orden público.
El 5 de marzo Mundo Obrero, órgano del PCE, abogaba, pese a lo suscrito en el
pacto del Frente Popular por el «reconocimiento de la necesidad del derrocamiento
revolucionario de la dominación de la burguesía y la instauración de la dictadura del
proletariado en la forma de soviets».
En paralelo, el Frente Popular imponía una censura de prensa sin precedentes y
procedía a una destitución masiva de los ayuntamientos que consideraba hostiles o
simplemente neutrales. El 2 de abril, el PSOE llamaba a los socialistas, comunistas y
anarquistas a «constituir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las
milicias del pueblo». Ese mismo día, Azaña chocó con el presidente de la República,
Alcalá Zamora, y decidió derribarlo con el apoyo del Frente Popular. Lo consiguió el
7 de abril alegando que había disuelto inconstitucionalmente las Cortes dos veces y
logrando que las Cortes lo destituyeran con solo cinco votos en contra. Por una
paradoja de la Historia, Alcalá Zamora se veía expulsado de la vida política por sus
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compañeros de conspiración de 1930-1931 y con el pretexto del acto suyo que,
precisamente, les había abierto el camino hacia el poder en febrero de 1936. Las
lamentaciones posteriores del presidente de la República no cambiarían en absoluto el
juicio que merece por su responsabilidad en todo lo sucedido durante aquellos años.
El 10 de mayo de 1936, Azaña fue elegido nuevo presidente de la República. Tanto
para el PSOE y el PCE como para las derechas, el nombramiento fue interpretado
como carente de valor salvo en calidad de paso hacia la revolución. Así, mientras en
la primera semana de marzo, se planteaba en una reunión de generales[101] la
realización de «un alzamiento que restableciera el orden en el interior y el prestigio
internacional en España» y durante el mes de abril, Mola se hacía cargo de la
dirección del futuro golpe; Largo Caballero afirmaba sin rebozo que el presente
régimen no podía continuar. La resuelta actitud del dirigente del PSOE tuvo entre
otras consecuencias la de impedir que, por falta del apoyo de su grupo parlamentario,
Indalecio Prieto formara gobierno y que Azaña tuviera que encomendar esa misión a
Casares Quiroga.
El mes de junio iba a comenzar con el desencadenamiento de una huelga general
de la construcción en Madrid convocada por la CNT con intención de vencer a la
rival UGT. La acción cenetista se tradujo en conseguir el paro de ciento cincuenta mil
obreros en unas condiciones de tanto extremismo que ignoraría el estallido de la
guerra civil en julio y se mantendría hasta el 4 de agosto de 1936. El día 5 de junio, el
general Mola emitía una circular en la que señalaba que el directorio militar que se
instauraría después del golpe contra el gobierno del Frente Popular respetaría el
régimen republicano. La gravedad de la situación provocaba que la tesis de Mola
fuera ganando adeptos pero entre ellos no se encontraba todavía Franco que esperaba
una reorientación pacífica y dentro de la legalidad de las acciones del gobierno.
Se trataba de una espera vana porque el 10 de junio, el gobierno del Frente
Popular dio un paso más en el proceso de aniquilación del sistema democrático al
crear un tribunal especial para exigir responsabilidades políticas a jueces, magistrados
y fiscales. Compuesto por cinco magistrados del Tribunal Supremo y doce jurados,
no sólo era un precedente de los que serían los tribunales populares durante la guerra
civil sino también un claro intento de aniquilar la independencia judicial para
someterla a los deseos y objetivos políticos del Frente Popular.
El 16 de junio, Gil-Robles denunciaba ante las Cortes el estado de cosas iniciado
tras la llegada del Frente Popular al gobierno. Entre los desmanes acaecidos entre el
16 de febrero y el 15 de junio se hallaban la destrucción de 196 iglesias, de 10
periódicos y de 78 centros políticos, así como 192 huelgas y 334 muertos, un número
muy superior al de los peores años del pistolerismo. El panorama era ciertamente
alarmante y la sesión de las Cortes fue de una dureza extraordinaria por el
enfrentamiento entre la «media España que se resiste a morir» y la que estaba
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dispuesta a causarle esa muerte. Calvo Sotelo, por ejemplo, abandonó la sede de las
Cortes con una amenaza de muerte sobre su cabeza que no tardaría en convertirse en
realidad.
Entre el 20 y el 22 de junio, un congreso provincial del PCE celebrado en Madrid
reveló que el partido contaba en la capital con unas milicias antifascistas obreras y
campesinas —las MAOC— que disponían de dos mil miembros armados. Se trataba
de un pequeño ejército localizado en Madrid a la espera de llevar a cabo la revolución
proletaria.
El 23 de junio, el general Franco, que seguía manifestando una postura dubitativa
frente a la posibilidad de una sublevación militar, envió una carta dirigida a Casares
Quiroga advirtiéndole de la tragedia que se avecinaba e instándole a conjurarla. El
texto ha sido interpretado de diversas maneras y, en general, los partidarios de Franco
han visto en él un último intento de evitar la tragedia mientras que sus detractores lo
han identificado con un deseo de obtener recompensas gubernamentales que habría
rayado la delación. Seguramente, se trató del último cartucho que Franco estaba
dispuesto a quemar en pro de una salida legal a la terrible crisis que atravesaba la
nación. Al no obtener respuesta, se sumó a la conspiración contra el gobierno del
Frente Popular. Era uno de los últimos pero su papel resultaría esencial.
Desde luego, el enorme grado de descomposición sufrido por las instituciones
republicanas y por la vida social no se escapaba a los viajeros y diplomáticos
extranjeros a su paso por España. Shuckburgh, uno de los funcionarios especializados
en temas extranjeros del Foreign Office británico, señalaba en una minuta del 23 de
marzo de 1936:
«[…] existen dudas serias de que las autoridades, en caso de emergencia, estén
realmente en disposición de adoptar una postura firme contra la extrema izquierda,
que ahora se dirige con energía contra la religión y la propiedad privada. Las
autoridades locales, la policía y hasta los soldados están muy influidos por ideas
socialistas, y a menos que se le someta a una dirección enérgica es posible que muy
pronto se vean arrastradas por elementos extremistas hasta que resulte demasiado
tarde para evitar una amenaza seria contra el Estado»[102].
Sir Henry Chilton, el embajador británico en Madrid, iba todavía más lejos en sus
opiniones. En un despacho dirigido el 24 de marzo de 1936 a Anthony Eden le
indicaba que sólo la proclamación de una dictadura podría evitar que Largo Caballero
desencadenase la revolución ya que el dirigente del PSOE tenía la intención clara de
«derribar al presidente y al gobierno de la República e instaurar un régimen soviético
en España». Para justificar ese paso, Largo Caballero tenía intención de aprovechar la
celebración de las elecciones municipales en abril[103]. Sin embargo, el gobierno —
que recordaba otras elecciones municipales celebradas en abril y sus resultados—
optó por aplazar la convocatoria electoral.
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El 13 de abril, el historiador Arthur Bryant, amigo personal del primer ministro
Baldwin, le escribía una carta en la que describía una España sumergida ya en la
revolución:
«En España las cosas están bastante peor de lo que aquí se cree. En las grandes
ciudades y centros turísticos está escondida pero en el resto de los lugares la
revolución ya ha comenzado. Hice cinco mil millas por España y, salvo en Cataluña,
en las paredes de todos los pueblos que visité había hoces y martillos, y en sus calles
pude ver los signos innegables de un profundo odio de clases, fomentado por la
agitación creciente de agentes soviéticos»[104].
El 1 de mayo, Chilton remitía a Eden un nuevo despacho en el que le describía los
paralelismos entre la situación española y la rusa con anterioridad al golpe
bolchevique de octubre de 1917. Como Kérensky, el actual gobierno era sólo un paso
hacia la revolución comunista:
«[…] la perniciosa propaganda comunista se está inoculando en los jóvenes de la
nación… Peor todavía fue la sensación de que el gobierno español, débil y cargado de
dudas, había dejado el poder en manos del proletariado»[105].
A mediados del mes siguiente, Norman King, el cónsul británico en Barcelona,
enviaba otro informe realmente alarmante:
«España se encuentra otra vez al borde del caos si es que ya no está en él […]
Actualmente, toda la tendencia en España da la sensación de ser centrifuga […] El
gobierno conoce el peligro y está tratando de reafirmar su autoridad. Puede que tenga
un éxito pasajero pero tiene en contra la situación y sus partidarios de la extrema
izquierda parecen encontrarse ya fuera de control […] si la actual situación de
disturbios conduce a la guerra civil, lo que no es improbable, los extremistas de
izquierda ganarán la partida»[106].
El deterioro del Estado de derecho era tan acusado en España que el Western
Department del Foreign Office británico encargó a Montagu-Pollock un informe al
respecto. El resultado fue una «Nota sobre la evolución reciente en España». El
documento tiene una enorme importancia porque en el mismo se describe cómo la
nación atravesaba por una «fase Kérensky» previa al estallido de una revolución
similar a la rusa de octubre de 1917. Entresacamos algunos párrafos de este
documento crucial:
«Desde las elecciones la situación en todo el país se ha deteriorado de manera
constante. El gobierno, en un intento cargado de buenas intenciones de cumplir las
promesas electorales, y bajo fuerte presión de la izquierda, ha promulgado un
conjunto de leyes que han provocado un estado crónico de huelgas y cierres
patronales y la práctica paralización de buena parte de la vida económica del
país»[107].
Montagu-Pollock indicaba además que el PSOE se hallaba en el bando
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«extremista», que «los comunistas han estado armándose con diligencia durante este
tiempo y fortaleciendo su organización», que no había «señales de mejora de la
situación» y que «las posibilidades de supervivencia del gobierno parlamentario se
hacen muy débiles». De especial interés resultaba asimismo la pérdida de
independencia del poder judicial:
«en muchos lugares, a causa del sentimiento de miedo y confusión creado por la
desaparición de la autoridad, el control del gobierno local, de los tribunales de
justicia, etcétera, ha caído en manos de las minorías de extrema izquierda».
Por si todo lo anterior fuera poco para convencer al gobierno británico de que en
España la revolución ya había comenzado y sólo esperaba el mejor momento para
estallar con toda su virulencia, el 2 de julio fue asesinado en Barcelona Joseph
Mitchell Hood, director de una fábrica textil que sufría un conflicto laboral. El crimen
provocó la previsible inquietud en la colonia británica en la Ciudad Condal y las
autoridades diplomáticas del Reino Unido hicieron entrega de sendas notas de
protesta al gobierno nacional y al de la Generalidad. Sin embargo, no se trataba de un
caso aislado sino de una manifestación —de las que los españoles sufrían centenares
— del clima creado por las fuerzas del Frente Popular. Durante el mes de julio, Largo
Caballero realizó algunas declaraciones ante la prensa londinense que no podían sino
confirmar la tesis Kérensky de que el actual gobierno sólo era un paso previo a un
golpe de izquierdas que desatara la revolución e instaurara la dictadura, tal y como
había sucedido en Rusia:
«Deseamos ayudar al gobierno en la realización de su programa; le colocamos
donde está sacrificando nuestra sangre y libertad; no creemos que triunfe; y cuando
fracase nosotros lo sustituiremos y entonces se llevará a cabo nuestro programa y no
el suyo… sin nosotros los republicanos no pueden existir, nosotros somos el poder y
si les retiramos el apoyo a los republicanos, tendrán que marcharse»[108].
Difícilmente hubiera podido expresarse con mayor claridad Largo Caballero en
cuanto a las intenciones del PSOE, a la sazón el partido más importante en el seno del
Frente Popular.
Los acontecimientos iban a enlazarse a un ritmo acelerado en los días siguientes.
El 11 de julio de 1936, despegaba el Dragon Rapide encargado de recoger a Franco
para que encabezara el golpe militar en África. El 12, un grupo derechista asesinó al
teniente de la Guardia de Asalto, José del Castillo, cuando abandonaba su domicilio.
La respuesta de los compañeros del asesinado fue fulminante. Varios guardias de
asalto de filiación socialista y muy relacionados con Indalecio Prieto se dirigieron a la
casa de Gil-Robles. Al no encontrarlo en su domicilio, se encaminaron entonces al de
Calvo Sotelo. Allí lo aprendeherían, para después asesinarlo y abandonar su cadáver
en el cementerio.
El hecho de que el asesinato de Calvo Sotelo hubiera sido predicho en una sesión
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de las Cortes sólo sirvió para convencer a millones de personas de que el gobierno y
las fuerzas que lo respaldaban en el parlamento perseguía poner en marcha a escala
nacional unos acontecimientos semejantes a los que había padecido Asturias durante
el mes de octubre de 1934 y, de manera lógica, contribuyó a limar las últimas
diferencias existentes entre aquellos que preparaban un golpe contra el Frente
Popular. El 14 de julio, Mola concluyó el acuerdo definitivo con los tradicionalistas,
mientras José Antonio, el dirigente de Falange que estaba encarcelado desde primeros
de año, enviaba desde la prisión de Alicante a un enlace (Garcerán) para que
presionara en favor de adelantar el golpe. Dos días después, Gil-Robles afirmó ante
las Cortes que no creía que el gobierno estuviera implicado en la muerte de Calvo
Sotelo, pero que lo consideraba responsable moral y políticamente. El gobierno, por
su parte, estaba al tanto de los preparativos de golpe pero creía que la táctica mejor
sería esperar a que se produjera para luego sofocarlo como el 10 de agosto de 1932.
También lo ansiaban las fuerzas del Frente Popular que creían en una rápida victoria
en una guerra civil que habían contribuido decisivamente a desatar, en especial desde
1934. Para ellas, 1936 iba a ser la consumación de una forma de pensamiento que se
consideraba hiperlegitimada, que despreciaba el sistema parlamentario en la medida
en que no respaldara la implantación de sus respectivas teorías, que ya había
aniquilado un sistema constitucional y que se aprestaba a destruir otro más en la
certeza de que el triunfo se hallaba más cerca que nunca. Esa cosmovisión
antisistema y antiparlamentaria incluía entre sus características la del exterminio del
adversario considerando como tal a segmentos íntegros de la población. En tan sólo
unos días así lo llevaría a cabo y para conseguir sus metas convertiría las checas en
un instrumento privilegiado.
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Parte II
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milicias de diversa índole, estaba en la mente de las fuerzas del Frente Popular desde
hacía años, como hemos tenido ocasión de ver, pero ahora originó consecuencias
inmediatas. Como indicaría Pedro Mateo Merino, uno de los futuros combatientes en
la batalla del Ebro, «la circulación de las calles» quedó en manos de estos grupos
desprovistos de respaldo legal alguno y el «tránsito» se hizo «difícil y peligroso» para
los que no tenían alguna «identificación inconfundible de algún organismo politico o
sindical»[111]. Como en Asturias en 1934, un conjunto de grupos revolucionarios se
había hecho con el control de la calle utilizando como única legitimación la fuerza y
poniendo en peligro la vida de todos aquellos a los que no consideraban de los suyos.
También como en 1934 —y 1931— se produjeron inmediatamente ataques contra
los lugares de culto católicos. En el barrio de Torrijos, ante la iglesia de los
dominicos, los milicianos armados con pistolas y mosquetones la emprendieron a
tiros con los fieles —entre los que se encontraban los hermanos Serrano Súñer que
acudían a una misa en sufragio por el alma de su padre fallecido unos días antes—
cuando éstos abandonaban el templo. Mientras intentaban escapar de los disparos
saliendo por las puertas laterales o descolgándose por las ventanas, varios de ellos
encontraron la muerte o fueron heridos[112]. No se trataba de un episodio aislado. En
la calle de Atocha, dos sacerdotes que venían de celebrar misa fueron perseguidos por
la turba que los amenazaba. Incidentes semejantes tuvieron lugar en las calles de
Hortaleza, de Hermosilla, de Eloy Gonzalo, de las Huertas, de Segovia, en la plaza
del Progreso, en el paseo del Cisne y el de las Delicias…
En buena medida, el día 19 se convirtió en un verdadero punto de inflexión
revolucionaria. Así se llevó a cabo otra medida que también gozó del respaldo del
gobierno y que, igualmente, vulneraba el principio de legalidad. Ésta no fue otra que
la puesta en libertad de buen número de presos comunes simpatizantes del Frente
Popular. Cuesta dudar que el gobierno pretendía congraciarse así la simpatía de los
partidos y sindicatos que constituían la base social del Frente Popular pero, al mismo
tiempo, resulta innegable que de esa manera liberaba a un conjunto de delincuentes
que, unidos a la causa de la revolución, difícilmente iban a tener una actuación
sometida a los principios más elementales de la legalidad y de la justicia.
Aquel mismo día —en el curso del cual no menos de una cincuentena de iglesias
fueron incendiadas en Madrid— se produjo además el inicio del exterminio de los
elementos considerados peligrosos. Los primeros asesinatos tuvieron como víctimas a
dos muchachos de veintiuno y veintidós años, el hermano profeso Manuel Trachiner
Montaña y el hermano novicio Vicente Cecilia Gallardo, que pertenecían a la
congregación de los padres paúles de Hortaleza donde se encargaban de tareas
relacionadas con la carpintería. Recibidas las primeras noticias de ataques contra
lugares de culto, los superiores de los hermanos Trachiner y Cecilia les entregaron
algún dinero invitándoles a abandonar la congregación a la vez que instándoles a que
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no llevaran en su equipaje nada que delatara su relación con el clero. Detenidos por
un control, al no contar con un carnet de alguna de las fuerzas que componían el
Frente Popular, se les retuvo y al descubrirse que llevaban en las maletas dos sotanas
se procedió a asesinarlos en el cementerio de Canillas. Daba inicio así una
persecución religiosa que se cobraría la vida de millares de clérigos y decenas de
miles de laicos y cuyo único precedente aproximado se hallaría, antes del siglo XX, en
la terrible persecución contra los cristianos desencadenada por el emperador
Diocleciano.
Aquel mismo día 19 los milicianos dieron muerte al capitán retirado de ingenieros
Prieto, al teniente Sánchez Aguiló también de ingenieros y el comandante Clavijo de
ingenieros al que se asesinó en el interior de una ambulancia que lo trasladaba al
hospital Gómez Ulla. En ningún caso se instruyó causa ni tampoco la detención se
produjo en un marco legal. Todavía antes de incluir la jornada, hallarían la muerte
tres civiles —uno de ellos María García Martínez de setenta años de edad— en cuyo
asesinato también brilló por su ausencia la menor apariencia de legalidad.
Si desde la victoria del Frente Popular había resultado discutible el carácter legal
de muchas de sus actuaciones, si no pocas de las acciones emprendidas por las
organizaciones que lo formaban habían sido ejecutadas en contra de la legislación y
de los principios más elementales del derecho, a mediados de julio de 1936 se
produjo un salto cualitativo de enorme importancia. La autoridad del gobierno
republicano saltó por los aires —salvo en aquellas cuestiones que los grupos de
izquierdas estaban dispuestos a secundar como la liberación de los presos comunes
simpatizantes o la toma de las armas del ejército— y se vio sustituida en las calles
por la revolución. En apenas unas semanas, el gobierno republicano sería también
revolucionario y estaría presidido por uno de los defensores más denodados de la
revolución. Para ese entonces sólo se consagraría formalmente una realidad terrible
acontecida ya el 19 de julio, la de que la Segunda República había muerto. El
comunista Tagüeña daría testimonio de esa realidad de una manera que apenas admite
discusión:
«La situación real que podía observar el que mirase a la calle es que había
terminado la Segunda República […] Cada grupo con sus objetivos, sus programas y
sus fines diferentes y muy pronto cada uno con sus unidades de milicias, sus policías,
sus intendencias y hasta sus finanzas. En cuanto a los republicanos, habían sido
barridos por los acontecimientos y muy poco iban a significar durante toda la
guerra»[113].
La misma prensa no ocultaría durante las semanas siguientes esa indiscutible
realidad. El 4 de agosto de 1936 Artigas Arpón señalaba en ABC como «ahora» se
estaba «ganando la República» diferente de la del 14 de abril de 1931. En el mismo
periódico indicaba Augusto Vivero el 8 de agosto de 1936 que «al fin, la República
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va a ser republicana», fundamentalmente porque sectores enteros de la población no
tendrían parte en ella. Precisamente por esta razón, había «de impedirse que los
echados por la puerta retornen por la ventana».
Ciertamente, la Segunda República había concluido y en apenas unas horas los
asesinatos aislados —pero ya obvios en sus objetivos— dejarían paso a una política
masiva de exterminio del adversario.
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gabinete de izquierdas de Azaña. Fanjul había asistido con verdadero horror al
levantamiento del PSOE y de los nacionalistas catalanes contra el gobierno de centro
derecha en octubre de 1934 y como muchos llegó a la conclusión de que una nueva
victoria de las izquierdas aliadas con los nacionalistas significaría el final del orden
legal y el inicio de un proceso revolucionario tal y como había anunciado el socialista
Largo Caballero. Tras el triunfo del frente electoral en febrero de 1936, Fanjul entró
en contacto con Mola y otros conjurados para participar en lo que luego sería el golpe
de julio de 1936. A esas alturas —a diferencia de lo que sucedía con Mola o Franco—
Fanjul había perdido los reflejos indispensables para un golpe de Estado. En lugar de
actuar con rapidez sacando las tropas afines a la calle y ocupando los puntos
neurálgicos de la ciudad, se dirigió vestido de paisano al cuartel de la Montaña de
Madrid para asumir el mando y allí optó por esperar la llegada de refuerzos
procedentes de las columnas alzadas en Burgos y Valladolid. Ni siquiera llegó a hacer
público un bando —que concluía con un «Viva la República»— donde se anunciaba
la sublevación. Semejante pasividad resultó fatal. Las milicias republicanas cercaron
el cuartel emplazando contra él tres piezas de artillería que en la mañana del 20
ocasionaron serios desperfectos en los muros. Cuando se utilizó además la aviación
para bombardear el lugar, los alzados decidieron rendirse.
Lo que sucedió a continuación había tenido precedentes en los fusilamientos de
prisioneros de guerra llevados a cabo en Barcelona por las fuerzas del Frente Popular
pero semejante circunstancia sólo sirve para aseverar la interpretación que sostiene
que, desde el punto de vista revolucionario, el asesinato del adversario se consideraba
totalmente legitimado y que, como otras acciones humanamente repulsivas, se
llevaron a cabo por encima de la legalidad republicana entonces vigente. De acuerdo
con la misma, España se hallaba obligada por el Convenio Internacional de la Haya
de 29 de junio de 1899 sobre leyes y usos de la guerra terrestre donde se establecía
que las fuerzas armadas tienen derecho en caso de captura al trato de los prisioneros
de guerra que comprende «ser tratado con humanidad», conservar como propiedad
«todo lo que les pertenezca personalmente» y permanecer en poder del «gobierno
enemigo, pero no en el de los individuos o en el de los cuerpos que lo hayan
capturado». Sin embargo, los prisioneros del cuartel de la Montaña fueron asesinados
por las milicias frentepopulistas. Sería precisamente uno de los protagonistas de la
matanza, el comunista Enrique Castro Delgado, comandante del 5.° Regimiento, el
que lo narraría con toda claridad:
«Castro sonríe al recordar la fórmula: Matar… Matar… seguir matando hasta que
el cansancio impida matar más… Después… Después construir el socialismo… —
Que salgan en filas y se vayan colocando junto a aquella pared de enfrente, y que se
queden allí, de cara a la pared… ¡Daos prisa!»[114].
El texto, reproducido en un órgano oficial del 5.° Regimiento, pone de manifiesto
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hasta qué punto se consideraba legítimo moralmente el asesinato en masa del
enemigo de clase, tan legítimo que resultaba absurdo ocultar un acto tan meritorio.
El número de prisioneros asesinados tras la toma del cuartel de la Montaña no fue
inferior a ciento treinta[115]. No se trató, lamentablemente, de los únicos. A ellos se
sumaron otros cuarenta y uno asesinados sin proceso alguno. En Getafe, fueron tres
militares —un capitán médico, un teniente de artillería y un maestro armero—; en
Leganés, dos oficiales y un suboficial; en el regimiento de Wad Ras, cuartel de María
Cristina, siete de los que seis eran soldados rasos; y, finalmente, en Campamento,
veintiocho, de los que cinco era soldados.
Las muertes —no menos de ciento setenta y una— quedarían en parte opacadas
por el hecho de que Fanjul sí sería juzgado y ejecutado siguiendo los requisitos
legales. Tanto el general Fanjul, junto con su hijo José Ignacio que era teniente
médico, y el coronel Fernández Quintana fueron capturados con vida y conducidos a
la cárcel Modelo. Lo que se produjo a continuación fue un proceso sumarísimo
similar a muchos otros que iba a presenciar Madrid en los siguientes años. En la
propia prisión, fueron juzgados el 15 de agosto de 1936 Fanjul y Fernández Quintana
por la sala VI del Tribunal Supremo. Contó el coronel con defensa letrada —dos
abogados presos en la misma cárcel entre los que se encontraba Manuel Sarrión,
pasante de José Antonio Primo de Rivera— pero Fanjul prefirió defenderse a sí
mismo. El socialista Julián Zugazagoitia levantaría acta de que ambos se habían
mantenido serenos sin mostrar en ningún momento arrepentimiento por participar en
un movimiento «proyectado para la grandeza de España». Tras pronunciarse la
condena a muerte dictada por el delito de rebelión militar, ambos firmaron la
sentencia. Fue en ese momento cuando Fanjul manifestó deseos de casarse. Se le
concedió la celebración del matrimonio así como que se le administrara el
sacramento de la penitencia y que pudiera formalizar su testamento. El 17 fueron
pasados por las armas ambos reos. Fanjul había intentado en todo momento
mantenerse erguido ante el pelotón.
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Fernández, en paralelo se asesinaba a diecisiete eclesiásticos por el único delito de
serlo.
Las dos primeras víctimas fueron dos monjas de la Caridad del Sagrado Corazón
de Jesús, la madre Dolores Pujalte Sánchez de ochenta y tres años de edad y la madre
Francisca Aldea Araujo de cincuenta y cuatro. Detenidas en el número 168 de la calle
Alcalá, las bajaron a empujones los ciento veinte escalones que conducían a la calle
y, tras llevarlas a Canillejas, procedieron a fusilarlas. A las dos monjas se sumarían
ese mismo día dos sacerdotes del clero secular, Andrés Molinera, capellán de san
Antonio de la Florida fusilado en la Casa de Campo y el padre Delgado Olivar,
asesinado en Tetuán de las Victorias, así como otros trece miembros del clero
regular[116].
Como había sucedido previamente en Rusia y en México, las razones que
pudieran justificar el asesinato de dos religiosas —una de ellas de elevadísima edad
— que se dedicaban únicamente a enseñar de manera gratuita a más de mil niños en
Ventas, o de sacerdotes que se ocupaban en su mayoría de realizar una obra social
entre los más menesterosos de la sociedad sólo pueden rastrearse en el principio de
acabar con seres humanos por la terrible falta de pertenecer a un segmento social
considerado enemigo de la revolución. En este caso además —como ya habían
indicado previamente tanto Lenin como Pablo Iglesias— los asesinados pertenecían a
un grupo social que tenía la osadía de mantener una cosmovisión distinta y rival. Para
llevar a cabo esa tarea considerada indispensable de exterminio iba a nacer en la
España del Frente Popular una institución con antecedentes directos en la revolución
bolchevique. Nos referimos, claro está, a las checas.
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revolución en marcha sino que además se disfrutaba de un medio privilegiado para
imponer el pavor entre los posibles desafectos, para torturar y asesinar a sus
enemigos, e incluso para obtener fondos derivados del despojo de los detenidos.
A las órdenes de un jefe o responsable en el caso de socialistas o comunistas, o de
un comité de defensa en el de los anarquistas, las checas se convirtieron en un
elemento esencial de la revolución. Aunque su existencia se produjo en el conjunto
del territorio controlado por el Frente Popular, proliferaron de una manera
absolutamente extraordinaria en ciudades como Madrid, Valencia o Barcelona donde
el peso de las organizaciones de izquierdas era muy considerable. Tan sólo en
Madrid, que es la ciudad que nos interesa en este estudio, hubo no menos de
doscientas veintiséis checas identificadas[117], relación en la que no se incluye el
conjunto de los denominados puestos de las milicias de vigilancia de retaguardia que
alcanzaron una cifra difícilmente inferior.
La elección de lugares para establecer las checas varió de unas organizaciones a
otras. Socialistas, comunistas y anarquistas manifestaron una especial predilección
por los lugares de culto católico y los conventos. Se trataba de propiedades que, como
tantas otras, las autoridades del gobierno no tenían la menor voluntad de proteger y
que resultaban especialmente fáciles de asaltar y ocupar en la medida en que sus
legítimos proveedores se habían dado no pocas veces a la fuga para evitar la muerte o
ya habían sido asesinados. Así, por citar algunos ejemplos, el Partido Comunista se
apoderó para convertirlos en checas del convento de las Salesas Reales de la calle de
San Bernardo, número 72, del convento de la plaza de las Comendadoras y de la
iglesia de Santa Cristina.
Si se tiene en cuenta la forma en que fueron constituidas las checas y la
mentalidad de los revolucionarios que contemplaban a los detenidos como enemigos
a los que había que exterminar para garantizar el triunfo de la causa, no puede
resultar extraño que en ellas se sometiera a los reclusos a tratos que no sólo
vulneraban la fenecida legalidad republicana sino que, por añadidura, entraban
directamente en el terreno de la tortura. Ésta fue practicada sistemáticamente en el
caso de las checas comunistas como paso previo al asesinato. Por ejemplo, en la
checa de la calle de San Bernardo, número 72, fueron raros los detenidos que no
padecieron alguna forma de tortura[118]. En algunos casos, el cadáver, abandonado
después del asesinato, presentaba claras muestras de tortura. Tal fue el caso, por
ejemplo, de Manuel González de Aledo, cuyos restos mortales aparecieron el 3 de
agosto de 1936 con señales en cara y distintas partes del cuerpo de haber sido
sometido a la tortura[119].
Algunas de las checas no tardaron incluso en hacerse célebres por el tipo
específico de servicios a que sometía a sus reclusos. Así, en la checa comunista de la
Guindalera, sita en la calle Alonso Heredia número 9, en el interior de un chalet
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conocido como «El Castillo», se recurría además de a las palizas a la aplicación de
hierros al rojo y a arrancar las uñas de los dedos de las manos y de los pies. Diversos
testimonios afirman que los verdugos se jactaban incluso de su labor denominando
«corrida de toros» a las sesiones de tortura[120]. Una de las víctimas de los malos
tratos dispensados en esta checa fue Delfina del Amo Portolés, de cincuenta y dos
años, que se negaba a revelar el lugar donde se encontraban su hijo y yerno, ambos
militares. Mientras los torturadores elevaban el volumen de un aparato de radio que
servía para ocultar los alaridos de la víctima, Delfina del Amo fue objeto de torturas
que tuvieron, entre otras consecuencias, la de que los pies le quedaran tan
horriblemente hinchados que le fue imposible volver a ponerse los zapatos. Fue
conducida así, descalza, hasta el lugar donde se la asesinó.
Sin embargo, no se puede atribuir semejante crueldad únicamente al celo
revolucionario. En esta checa comunista actuaron también delincuentes comunes a
los que se había liberado por considerarlos afectos al Frente Popular y entre los que
se encontraban Jacinto Vallejo y Román de la Hoz Vesgas, alias el Vasco.
Seguramente no contemplaron con desagrado las órdenes para llevar a cabo
numerosos saqueos domiciliarios —entre ellos los del palacio de Larios— ni tampoco
las de torturar a ciertos detenidos. Por ejemplo, cuando en sus manos caía un antiguo
policía, estos sujetos se ensañaban especialmente con él como sucedió en el caso de
José Azcutia Camuñas, un recluso que había sido suboficial de la Guardia Civil al
que llegaron a sacarle un ojo en el curso de una paliza.
La conducta de los anarquistas fue, en términos generales, diferente de la seguida
por los comunistas. Ciertamente, fueron mucho menos comunes los casos de tortura y
ensañamiento que caracterizaron a los comunistas. Sin embargo, no escasearon ni los
saqueos ni los asesinatos como quedaría de manifiesto en el caso de Antonio Arillo
Ramis al que nos referiremos a continuación al hablar de la checa de Fomento.
Sin embargo, la acción de las checas no quedó limitada a partidos de izquierdas y
sindicatos. De hecho, las autoridades republicanas fiscalizaron directamente algunas
de las checas que, como veremos, tuvieron un especial papel en la tarea de represión.
Ése fue el caso del Comité Provincial de Investigación Pública (la denominada checa
de Bellas Artes y también de Fomento) y las de la Escuadrilla del Amanecer, Brigada
Ferrer, de Atadell, de la calle del Marqués de Riscal número 1, del palacio de Eleta,
de la calle de Fuencarral, de los Linces de la República y de los Servicios Especiales
que dependían directamente del Ministerio de la Guerra. Esta situación inicial iría
derivando a medida que avanzaba el conflicto hacia una creación creciente de checas
por parte de las autoridades republicanas y a una unificación administrativa que
nunca fue completa y en la que el Partido Comunista fue adquiriendo un papel
sobresaliente. Esa evolución, sin embargo, tendría lugar con posterioridad a los
hechos de los que nos ocupamos ahora.
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Las checas reciben respaldo oficial: la checa de Bellas Artes
A pesar de que las checas se caracterizaron desde su misma aparición por la
perpetración sistemática de saqueos, asesinatos y torturas resultaría injusto e inexacto
atribuir esos desmanes a la labor de «incontrolados». En primer lugar, cada partido y
sindicato del Frente Popular era consciente de lo que estaba sucediendo en esos
centros y lo consideraba lícito dentro de su especial cosmovisión. Sin embargo, más
importante es el hecho de que las autoridades republicanas no sólo no pensaron en
acabar con estas conductas sino que incluso se ocuparon de intentar coordinarlas para
proporcionarles una mayor eficacia. Así, a inicios de agosto de 1936, se celebró en el
palacio del Círculo de Bellas Artes una reunión decisiva que respondía a una
convocatoria de Manuel Muñoz Martínez, director general de Seguridad. Muñoz
Martínez no pertenecía a ninguno de los partidos que habían propugnado
históricamente la revolución sino que era diputado de Izquierda Republicana, la
formación política de Manuel Azaña, y pertenecía a la masonería en la que ostentaba
el grado 33[121]. La reunión, a la que asistieron representantes de todos los partidos y
sindicatos que formaban el Frente Popular, tuvo un resultado de enorme relevancia ya
que en el curso de la misma se acordó la constitución de un Comité Provincial de
Investigación Pública que, en coordinación con la Dirección General de Seguridad,
iba a encargarse de las tareas de represión en la denominada zona republicana. El
Comité en cuestión tendría entre otras competencias la de acordar las muertes que
estimara convenientes[122].
El Comité Provincial de Investigación Pública, formado por secciones o
tribunales, contaba como ya hemos señalado con representantes de todos los partidos
y sindicatos del Frente Popular, es decir, del PSOE, del PCE, de la FAI, de Unión
Republicana, del Partido Sindicalista, de Izquierda Republicana, de UGT, de la CNT,
de las Juventudes Socialistas Unificadas y de las Juventudes Libertarias. Hasta finales
de agosto de 1936, el Comité funcionó en los sótanos del Círculo de Bellas Artes. En
esas fechas, se trasladó a un palacio situado en el número 9 de la calle de Fomento,
donde permaneció hasta su disolución en noviembre del mismo año. Este traslado
explica el nombre popular de checa de Fomento con el que fue conocido —y temido
— el Comité.
La constitución del Comité implicó consecuencias de tremenda gravedad para el
respeto a los derechos humanos en la zona controlada por el Frente Popular. De
entrada, su mera existencia consagraba el principio de acción revolucionaria —
detenciones, torturas, saqueos, asesinatos— respaldándolo además con la autoridad
del propio gobierno del Frente Popular y de la Dirección General de Seguridad que
éste nombraba. De esa manera, los detenidos podían ser entregados por las
autoridades penitenciarias o policiales al Comité sin ningún tipo de requisito
quebrando cualquier vestigio de garantías penales que, tras varias semanas de
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matanzas, imaginarse pudieran. Por si esto fuera poco, la constitución del Comité no
se tradujo en la disolución de las checas que actuaban en Madrid sino que les
proporcionó, a pesar de su conocida actuación, una capa de legalidad ya que las
convirtió en dependientes del citado Comité.
Partiendo de esas bases, no puede resultar extraño que motivos no políticos se
sumaran a las razones de este tipo en la realización de las detenciones y de las
condenas[123]. Los interrogatorios se encaminaban desde el principio a arrancar al reo
alguna confesión sobre sus creencias religiosas o simpatías políticas, circunstancias
ambas que servían para incriminarlo con facilidad. Tal fue el caso de Dolores
Falquina y García de Pruneda, de veinticinco años, a la que se detuvo el 2 de octubre
de 1936. Al día siguiente, de madrugada[124], se procedió a juzgarla preguntándole
«si era de Acción Católica» e instándola a que revelara dónde se hallaban ocultos
unos jóvenes falangistas. Dolores Falquina reconoció que efectivamente era
secretaria de la parroquia de San José pero afirmó que desconocía a los jóvenes de
Falange. La acusada pensó que al no existir ninguna relación con los muchachos se la
pondría en libertad. Sin embargo, aquel mismo día fue sacada de la celda para ser
asesinada.
En el curso de este interrogatorio, el acusado no disfrutaba de ninguna defensa
profesional e incluso era común que se le intentara engañar afirmando que se poseía
una ficha en la que aparecía su filiación política. Como mal añadido, se daba la
circunstancia de que los reos eran juzgados de manera apresurada y masiva, lo que
facilitaba, sin duda alguna, la tarea de los ejecutores pero eliminaba cualquier sombra
de garantía procesal. Así, por citar un ejemplo significativo, durante el mes de
octubre de 1936, un abogado llamado Federico Arnaldo Alcover[125], acudió al
Comité para visitar a Arturo García de la Rosa, uno de los dirigentes de la checa.
Alcover iba acompañado de un familiar de García de la Rosa y se le permitió asistir a
uno de los procedimientos de interrogatorio. Pudo así comprobar que en el espacio de
media hora se procedió a interrogar a una docena de personas recurriendo a
cuestiones que dejaban de manifiesto los prejuicios de los chequistas. Concluidos los
interrogatorios, sin que se tomara acta de lo sucedido ni se procediera a la firma de la
misma, se decidía la suerte de los acusados que, en su inmensa mayoría, eran
condenados a muerte y asesinados de madrugada.
Alcover indicaría también que en el suelo del lugar donde se llevaban a cabo los
interrogatorios se amontonaban multitud de objetos de culto religioso, lo que parece
indicar las características personales de no pocos de los detenidos.
Los tribunales de la checa —seis en total con dos de ellos funcionando de manera
simultánea— mantenían una actividad continua que se sucedía a lo largo de la
jornada, en tres turnos de ocho horas, que iban de las 6 de la mañana a las 14 horas,
de las 14 a las 22 y de las 22 a las 6 del día siguiente. En el curso de cada turno a los
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dos tribunales se sumaba la acción de un grupo de tres comisionados. De éstos uno se
encargaba de la recepción y control de los detenidos, en compañía de dos policías;
otro, registraba los objetos procedentes de las requisas realizadas en los domicilios y
el último, de la administración del centro. La actividad, no ya de los tribunales pero sí
de las brigadillas, era especialmente acusada durante la noche y la madrugada, que
eran los períodos del día considerados como especialmente adecuados para proceder
a los asesinatos de los reos.
Las sentencias dictadas por los diferentes tribunales carecían de apelación, eran
firmes y además de ejecución inmediata. Esto se traducía en que, tras la práctica del
interrogatorio, el tribunal tomaba una decisión que sólo admitía tres variantes: la
muerte del reo, su encarcelamiento o su puesta en libertad. A fin de ocultar las
pruebas documentales de los asesinatos, éstos se señalaban en una hoja sobre la que
se trazaba la letra L —igual que en el caso de las puestas en libertad— pero para
permitir saber la diferencia a los ejecutores la L que indicaba la muerte iba
acompañada de un punto. No hace falta insistir en el clima de terror que provocó de
manera inmediata la citada checa en la medida en que cualquiera podía ser detenido
por sus agentes y no sólo no contaba con ninguna posibilidad de defensa real, sino
que además estaba desprovisto del derecho de apelación.
Una vez establecido el destino del reo, éste era entregado a una brigadilla de
cuatro hombres bajo las órdenes de un «responsable». Todos los partidos y sindicatos
del Frente Popular contaban con representación en las diferentes brigadillas[126]. Sin
embargo, ocasionalmente las tareas de exterminio encomendadas a estas unidades
eran demasiado numerosas y entonces se recurría para llevarlas a cabo a los
milicianos que prestaban servicios de guardia en el edificio de la checa. Dado el
carácter oficial del que disfrutaban los miembros de la checa, para llevar a cabo sus
detenciones no precisaban de «órdenes escritas de detención y registro, bastando su
propia documentación de identidad para poder realizar tales actos»[127]. De hecho, «la
fuerza pública y agentes del gobierno del Frente Popular [estaban] obligados a prestar
toda la cooperación que los agentes del Comité de Fomento necesitasen»[128].
Entre los jefes de brigadilla de la checa de Fomento algunos destacarían por su
actividad asesina. Tal fue, por ejemplo, el caso de Antonio Arifio Ramis, alias el
Catalán. Delincuente común, antiguo recluso en la Guayana francesa, fue responsable
directo de multitud de asesinatos en la capital y en poblaciones de la provincia como
Vallecas o Fuentidueña del Tajo. Sus acciones en la checa de Fomento serían
consideradas por las autoridades republicanas como un mérito, ya que cuando se
procedió a disolverla pasó a formar parte del Consejillo de Buenavista encargado
también de tareas represoras.
Como ya se ha indicado, la relación entre los miembros de la checa y las
autoridades republicanas era constante y se extendía no sólo al director de Seguridad
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sino también al ministro de la Gobernación, Angel Galarza. En el caso del director de
Seguridad hay que señalar que era visitado casi a diario en la sede de la dirección por
el tesorero de la checa, Virgilio Escamez Mancebo, miembro de Izquierda
Republicana, con la finalidad de hacerle entrega de una parte significativa del
producto de los saqueos realizados en los domicilios de las víctimas. Esta cantidad no
era total en la medida en que el propio director general de Seguridad había dispuesto
que los haberes que debían entregarse a los jueces, agentes y milicianos de la checa
debían proceder de los distintos saqueos. Como tendremos ocasión de ver, los sueldos
que se asignaron los chequistas fueron muy elevados y, a pesar de esa circunstancia,
seguía existiendo una cantidad —que incluía por ejemplo las alhajas— que pasaba a
las autoridades republicanas. Desde luego, resulta difícil descartar que al menos en
algunas ocasiones la razón fundamental de las detenciones —detenciones que
concluían en fusilamientos— fuera meramente el robo. Por ejemplo, el 26 de
septiembre de 1936, se procedió al asesinato de Rafael Chico y su hijo Luis Chico
Montes, de un cuñado del primero, llamado Hipólito de la Fuente Grisaleña y de
Jaime Maestre Pérez, redactor jefe de El Siglo Futuro. El rendimiento económico se
produjo al forzar y robar la caja fuerte número 1055 que la familia tenía arrendada en
el Banco Hispano Americano[129].
En otras ocasiones, tras los fusilamientos sólo puede suponerse la existencia de
antipatías personales en las que no había mezcladas ni motivaciones políticas, ni
religiosas ni económicas ni sociales. Tal fue el caso de Antonio García García,
acomodador sexagenario del cine San Carlos, al que se detuvo y asesinó sin razón
clara[130] o el de José Fernández González, un jefe de la tahona sita en la calle Mira el
Sol número 11 al que denunció un antiguo subordinado suyo convertido en
chequista[131].
No faltaron igualmente los casos de asesinatos de grupos enteros de detenidos en
claro preludio de lo que iban a ser las matanzas en masa de finales del año 1936 y a
las que nos referiremos en su momento. Así, el 28 y 31 de octubre de 1936 se
llevaron a cabo dos sacas en el curso de cada una de las cuales se procedió a asesinar
a setenta personas por acusaciones como las de querer ser seminarista[132].
También resulta obvio que la checa de Fomento sirvió en multitud de ocasiones
para exterminar a aquellos que habían sido puestos en libertad por otras instancias
judiciales. En otras palabras, ni siquiera la puesta en libertad por decisión judicial
proporcionaba seguridad alguna de que el detenido no sería asesinado. Así, por citar
un ejemplo, el 21 de septiembre de 1936, Francisco Ariza Colmenarejo —que era
consciente de esta terrible circunstancia— suplicó al director general de Seguridad
que no se procediera a liberarlo mientras las autoridades republicanas no garantizaran
su seguridad. En respuesta a su petición, dos días después se expidió una orden de
libertad en la que se bacía constar que gozaba del aval del Comité Provincial de
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Investigación Pública. Entregado así a la checa de Fomento, Ariza Colmenarejo fue
inmediatamente asesinado.
Un caso similar fue el de los oficiales de asalto Gumersindo de la Gándara
Marvella, Carlos Cordoncillo y Manuel López Benito. La libertad de todos ellos fue
decretada por los organismos judiciales al no haber apreciado en ellos ninguna
conducta hostil a la República. Sin embargo, la Dirección General de Seguridad
procedió el 26 de septiembre de 1936 a entregarlos al Comité Provincial de
Investigación Pública que procedió a asesinarlos. En el caso de Gándara, concurría
además una circunstancia peculiar que explica su asesinato. De hecho, el citado
oficial había firmado un acta el 26 de febrero de 1933 en la que junto con otros cuatro
capitanes indicaba que la represión que se había ejercido contra el alzamiento
anarquista de Casas Viejas, Cádiz, no había obedecido a una extralimitación de las
fuerzas del orden público —como afirmaba el gobierno— sino a órdenes directas del
ejecutivo presidido por Azaña. En el curso de un procedimiento celebrado aquel
mismo año, un jurado popular estimaría la existencia real de esas órdenes superiores
e incluso llegó a presentarse una acusación en el tribunal de garantías
constitucionales contra Azaña, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Largo Caballero y
otros miembros del gobierno, acusación que no prosperó al no haber sido presentada
por el Parlamento, que era la única entidad facultada para hacerlo. El tiempo había
pasado pero los responsables directos de la matanza de campesinos en Casas Viejas
no habían olvidado. Gándara fue asesinado por la checa no porque hubiera sido
desleal a la República si no por haber acusado tres años antes a Azaña y a Largo
Caballero, es decir, a dos personajes que en el momento de su muerte eran
respectivamente el presidente y el jefe de Gobierno de la zona republicana. No fueron
las únicas víctimas de desavenencias anteriores con Azaña o Largo Caballero.
El 20 de marzo de 1935 se había celebrado en las Cortes un debate político
relacionado con el asunto del alijo de armas del Turquesa al que nos referimos en un
capítulo anterior[133]. En el curso del mismo, Azaña se refirió[134] al juez Salvador
Alarcón —que había instruido el sumario y ante el que había tenido que comparecer
el diputado— en términos injuriosos. Señalado en un suelto de Claridad, Alarcón fue
detenido por chequistas y asesinado en la Casa de Campo[135].
En el caso de personas que hubieran incomodado al socialista Largo Caballero y
que fueran asesinadas pueden mencionarse al menos dos casos más. El primero es el
de Ángel Aldecoa Jiménez, de cincuenta y ocho años, magistrado, que fue detenido
porque había juzgado un atentado relacionado con Largo Caballero al parecer no de
la manera que hubiera complacido al dirigente socialista. Aldecoa pagó su
independencia judicial frente al PSOE con el fusilamiento[136]. El segundo es el de
Marcelino Valentín Gamazo. Fiscal general de la República, Gamazo acusó a Largo
Caballero por los sucesos de octubre de 1934 en estricto cumplimiento de sus deberes
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dentro de la legalidad republicana. El 5 de agosto de 1936, un grupo de milicianos
llegó a la casa de campo de Rubielos Altos donde residía Gamazo con su familia y
tras realizar un registro y proceder a destrozar los objetos religiosos, comenzaron a
golpearle delante de sus hijos pequeños a pesar de sus súplicas para que ahorraran a
los niños aquel espectáculo. A continuación se lo llevaron y comunicaron su
detención a Bujeda, Peña y Valeriano Casanueva, abogados del Estado con simpatías
frentepopulistas, cursando los telegramas el delegado del Gobierno en Motilla del
Palancar aquella misma tarde. A las doce y media de la noche, en el paraje conocido
como Cerrajón del término de Tevar, Cuenca, Marcelino Valentín Gamazo y sus hijos
José Antonio, Javier y Luis de veintiuno, veinte y diecisiete años respectivamente
fueron fusilados.
Otro caso similar fue el de Luis Calamita Ruy-Wamba, rival político de Ángel
Galarza que ordenó su ingreso en prisión y después su traslado con destino al pelotón
de fusilamiento y al que nos referiremos más adelante al tratar el tema de las checas
del PSOE[137].
A la vista de estos casos, resulta obvio que miembros del gobierno republicano, a
través de la Dirección General de Seguridad o de compañeros de partido, estaban
impulsando el asesinato de gentes cuyo único delito eran sus ideas religiosas o
antiguas antipatías de carácter personal.
El 14 de septiembre de 1942, Manuel Muñoz Martínez, director general de
Seguridad bajo el gobierno del Frente Popular, prestó declaración ante el fiscal
delegado para la instrucción de la causa general en Madrid. Al referirse a la creación
de la checa de Bellas Artes afirmó que su finalidad había sido «contener los
asesinatos y excesos que venían cometiéndose en Madrid, a causa de la falta de
autoridad y control sobre las masas armadas»[138]. La declaración tiene enorme lógica
ya que Muñoz Martínez intentaba salvar la vida en el curso de un proceso incoado
por los vencedores de la guerra pero distaba enormemente de ajustarse a la verdad. La
checa de Bellas Artes ni había contenido los asesinatos y excesos ni tampoco lo había
pretendido. En realidad, era una clara muestra de cómo en la zona controlada por el
gobierno del Frente Popular la maquinaria de las instituciones se había puesto, al
igual que en la URSS, de manera nada oculta al servicio del crimen de Estado.
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bajo su mando directo un grupo dedicado a realizar detenciones, incautaciones y
ejecuciones, cuya sede se hallaba en la propia Dirección de Seguridad y que recibiría
la denominación de Escuadrilla del Amanecer. La célebre Escuadrilla, cuyos méritos
glosaría en repetidas ocasiones la prensa de la zona controlada por el Frente
Popular[139], debía su sobrenombre al hecho de que actuaba preferentemente durante
la madrugada, una circunstancia que acrecentaba comprensiblemente el terror
producido por su sola mención. De ella diría el ABC de 9 de agosto de 1936 que sus
componentes eran «héroes de la retaguardia» y que entre sus servicios destacaban
«las 500 detenciones» realizadas en un par de semanas.
Los miembros más destacados de la Escuadrilla fueron el guardia de asalto Valero
Serrano Tagüeña, Eloy de la Figuera, León Barrenechea, Francisco Roig y Carmelo
Olmeda, más conocido como Tarzán. El hecho de que varios los miembros de la
Escuadrilla, aparte de Valero Serrano, pertenecieran a la Guardia de Asalto, muestra
nuevamente hasta qué punto las instituciones republicanas estaban imbricadas en una
forma de represión que contaba con precedentes en la Rusia bolchevique pero no en
España.
La Escuadrilla del Amanecer contó con varios grupos siendo uno de los más
activos el que se hallaba bajo el mando de Luis Pastrana Ríos, un funcionario de
Hacienda al que se había procesado por malversación. Pastrana Ríos protagonizaría
diversos asesinatos como el de un vecino de las Rozas de veintisiete años de edad
llamado Blas Riaza Bravo[140]. Detenido en su pueblo el 25 de septiembre de 1936,
Biaza fue trasladado a la Ciudad Universitaria de Madrid donde la Escuadrilla
procedió a darle muerte.
El celo de la Escuadrilla, indudable, desde luego, fue altamente apreciado por las
autoridades frentepopulistas de tal manera que en octubre de 1936 se procedió al
envío de tres de sus miembros a Albacete para estimular a una policía que no parecía
lo suficientemente eficaz en las tareas represivas. En el curso de su acción, los
chequistas de la Escuadrilla llevaron a cabo el asesinato de Consuelo Flores, vecina
de Albacete, consignando después por escrito su responsabilidad en los hechos a la
vez que señalaban que la revolución que se estaba viviendo justificaba la ausencia de
formalismos legales. Los formalismos significaban, entre otras cuestiones, una orden
de detención emitida por una autoridad judicial competente, un juicio justo e
imparcial con derecho a defensa o el respeto a la integridad física y a la vida de la
detenida.
La Escuadrilla del Amanecer no siempre actuó de manera autónoma y, de hecho,
resultó habitual que colaborara con otras organizaciones represivas. Por ejemplo, en
repetidas ocasiones no procedió al asesinato de los detenidos sino que los entregó con
tal fin a la checa de Fomento o realizó actos similares en relación con checas
anarquistas o comunistas. Así, el 9 de noviembre de 1936, por ejemplo, entregó a la
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checa comunista de la calle Méjico número 6 a Anselmo Parrondo González y a su
hijo Anselmo Parrondo Rodríguez, de dieciséis años. Ambos fueron asesinados
inmediatamente.
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personó en la checa del Marqués de Cubas a instancias de Carmen Rodríguez Urba.
Su intención era interesarse por la situación en que se hallaba uno de los detenidos.
Espasandín no podía ser acusado ciertamente de enemigo del Frente Popular e
incluso había razones para pensar que era simpatizante. Sin embargo, su conducta fue
considerada como un imperdonable atrevimiento y, tras ser insultado y golpeado por
algunos chequistas, quedó detenido en la checa. Se procedería a su asesinato de
manera inmediata.
La checa del Marqués de Cubas no limitó sus actividades a las detenciones,
saqueos y asesinatos individuales ya que, como tendremos ocasión de ver, desempeñó
un papel muy activo en la matanza realizada en la cárcel Modelo el 22 de agosto de
1936. Tampoco se circunscribió en sus tareas represivas a la capital de la provincia.
Así, durante el avance del ejército de Franco en septiembre y octubre de 1936, Elviro
Ferret y sus hombres actuaron en diversos pueblos de Madrid como fue el caso de
Navalcarnero.
Volveremos a hacer referencia a Elviro Ferret más adelante, pero antes de ello
debemos ocuparnos de otra checa de Madrid cuya actuación se llevó también a cabo
bajo las órdenes directas de las autoridades republicanas.
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A mediados de septiembre de 1936, los Linces de la República fueron agregados
al cuartel general del teniente coronel Mangada, con sede en la Casa de Campo
madrileña. Sin embargo, este cambio de mando orgánico no significó una mutación
en la naturaleza de las actividades llevadas a cabo por la unidad. Por el contrario,
prosiguió con sus tareas de represión realizadas en cooperación estrecha con otras
checas como la de Fomento o la socialista de García Atadell a la que nos referiremos
en el capítulo siguiente. Así, cuando los Linces de la República detuvieron a Eusebio
y Tomás Merás del Hierro, procedieron inicialmente a conducirlos al puesto de
mando de Mangada para a continuación hacer entrega de ellos a personal de la checa
de Fomento que procedió a asesinarlos. Una suerte similar padecieron Laura López
Jáuregui, sus hijos Isabel y Salvador Renedo López, y la señorita María de la Luz
Álvarez Villanueva que fueron detenidos por los Linces durante los días 29 y 30 de
noviembre de 1936. Poco después se procedió asimismo a la detención de la niña de
quince años Laura Renedo López que no había corrido antes la suerte de sus
hermanos porque se hallaba enferma. Los cinco fueron llevados hasta el puesto de
mando de Mangada, a la sazón en el palacio nacional, donde se decidió darles muerte
a todos sin excluir a la niña. Semejantes actos no sólo eran considerados hechos
meritorios sino que allanaron el camino para sucesivos ascensos militares de Juan
Tomás Estalrich, al que volveremos a encontrar.
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socialistas, como el ministro Anastasio de Gracia, para felicitar a sus miembros por
las tareas que llevaban a cabo[147]. Esta identificación no resulta extraña por cuanto la
checa socialista de García Atadell se encargó en distintas ocasiones de asesinar a
personas con las que tenían enemistad distintos dirigentes del PSOE. Tal fue el caso
de la periodista francesa Carmen de Bati detenida por la checa de García Atadell
siguiendo las órdenes del ministro socialista de Gobernación, Ángel Galarza o el de
Luis Calamita y Ruy-Wamba que se había enfrentado políticamente en el pasado con
el mismo ministro del PSOE y que por orden expresa del director de Seguridad de 14
de septiembre de 1936 fue detenido y, posteriormente, asesinado.
La checa de García Atadell demostró una eficacia extraordinaria a la hora de
realizar incautaciones de bienes económicos y detenciones. La razón de esa
efectividad residió fundamentalmente en la abundante información que sobre la
identificación religiosa y política proporcionaba a la checa la organización sindical
socialista de los porteros de Madrid. Convertidos en una red de delatores, no siempre
guiados por razones políticas o sociales, los porteros socialistas informaban a un
comité de miembros de la checa formado por compañeros de ocupación sobre
aquellas personas a las que había que detener por razones tales como ser católicos
practicantes, conservar en su casa una imagen religiosa, no ser afectos al Frente
Popular o simplemente contar con haberes codiciables. Por supuesto, no faltaron
porteros socialistas que aprovecharon su situación privilegiada para ajustar cuentas
con aquellos vecinos a los que detestaban o simplemente envidiaban.
El número de asesinados por la checa socialista de García Atadell fue muy
numeroso[148], siendo ejecutadas las muertes por agentes de la denominada brigada
después de trasladar a los detenidos a la Ciudad Universitaria y otros lugares situados
a las afueras de Madrid.
La checa socialista de García Atadell tuvo un final rápido y ciertamente
inesperado. A finales de octubre de 1936, su dirigente, acompañado de dos chequistas
llamados Luis Ortuño y Pedro Penabad, decidió abandonar Madrid con todo el dinero
y las alhajas que pudo llevar consigo. Con la excusa de que iban a realizar un servicio
de contraespionaje, los tres socialistas embarcaron en dirección a Marsella. Una vez
en territorio francés, García Atadell y sus cómplices procedieron a vender los
brillantes que llevaban consigo y adquirieron un pasaje rumbo al continente
americano. La noticia no tardó en saltar a la luz pública y la misma prensa que había
incensado hasta ese momento a los chequistas procedió ahora a calificarlos de
traidores y a asegurar que habían sido detenidos en Francia a consecuencia de un
servicio extraordinario llevado a cabo por la policía republicana[149]. La noticia era
falsa salvo en lo referente al robo y fuga de los tres socialistas. Su detención no se
produjo en Francia ni tampoco fue realizada por agentes extranjeros o republicanos.
De manera inesperada, el barco que conducía a García Atadell y sus cómplices a
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América atracó en el puerto canario de Santa Cruz de la Palma a la sazón controlado
por los alzados. Tanto Agapito García Atadell como Pedro Penabad fueron detenidos
por la policía nacional y se les trasladó a Sevilla donde se les sometió a un proceso
llevado a cabo por un tribunal militar. Hallados culpables de numerosos crímenes,
fueron condenados a muerte y ejecutados. Con ellos iba a morir también la checa
socialista de García Atadell en noviembre de 1936. No sucedería lo mismo con las
actividades represivas de sus componentes como tendremos ocasión de ver más
adelante.
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absolución del sacerdote y esperaban la muerte cuando en esos momentos se oyó el
ruido procedente de unos motores. Se trataba de algunos aparatos de la aviación
nacional que provocaron el miedo de los chequistas llevándoles a no ajustar el tiro.
Esa circunstancia permitió a Fernández Langa salvar la vida aunque sus
acompañantes de infortunio no disfrutaron de la misma suerte.
La relación de los chequistas con el ministro Ángel Galarza fue muy estrecha
hasta el punto de que cuando en noviembre de 1936 éste abandonó Madrid con el
resto del gobierno del Frente Popular a causa de la cercanía del ejército nacional, la
mayoría le acompañaron en calidad de guardia personal. Como en el caso de las
demás checas, la del Marqués de Riscal se había beneficiado de los frutos de
repetidos saqueos. Las alhajas y objetos de valor obtenidos por estos medios se
entregaban a un fundidor miembro del Círculo Socialista del Sur, pasando después el
metal a manos de Manuel Muñoz, el director general de Seguridad. En el momento
de la huida del gobierno frentepopulista hacia Levante, los chequistas, siguiendo
órdenes del ministro Galarza, procedieron a cargar los objetos de valor en maletas y
llevarlos consigo. Llegaron con su preciosa carga hasta Barcelona donde sus planes
se vieron frustrados ya que algunos milicianos de la CNT detuvieron a los chequistas
y les arrancaron el botín. La pérdida del caudal no fue acompañada por una pareja
disminución del poder de la checa. Una vez en Valencia, Ángel Galarza encomendó a
sus componentes la formación de la denominada checa de Santa Ursula.
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de información y percepción de rentas se llevó a cabo mediante la adscripción de un
cierto número de agentes de policía de reciente creación y afiliados al PSOE. Su
mando corría a cargo de Anselmo Burgos Gil, un policía profesional que con
posterioridad sería el jefe de la escolta del embajador de la URSS en España, y de
David Vázquez Baldominos que, más adelante, participaría, como veremos, en
alguno de los episodios más famosos de la represión soviética en la zona controlada
por el Frente Popular.
La sede se instaló en el número 103 de la calle Fuencarral, en un palacio
propiedad del conde de Eleta del que se había apoderado el PSOE y, como en el caso
de otras checas a las que ya nos hemos referido, practicó numerosas detenciones y
asesinatos[153]. En algunas ocasiones, estas acciones fueron realizadas directamente y
en otras recurriendo al expediente de entregar a los detenidos a la checa de Fomento
para que ésta procediera a darles muerte.
Las acciones del socialista Julio de Mora y de sus chequistas fueron también
similares a las realizadas por otras checas en relación al exterminio del clero. En
octubre de 1936, por ejemplo, De Mora dio órdenes directas para que se asesinara a
un grupo de monjas que habían sido detenidas por sus hombres[154]. Sin embargo,
quizá el aspecto más significativo de la actuación del socialista De Mora fue que,
desde los primeros días de la guerra, fue consciente —¿quizá informado por sus
superiores del PSOE o del Frente Popular?— de que los asesinatos pasarían a
convertirse en matanzas masivas de detenidos. Así, ya en agosto de 1936, De Mora
dio órdenes para que se abrieran fosas en el pueblo de Boadilla que debían servir para
los enterramientos en masa de los asesinados por las checas. En otras palabras, la
adopción del sistema bolchevique de matanzas y enterramientos masivos, un sistema
que sería copiado en los años cuarenta por los nazis alemanes, se había producido en
fecha tan temprana que cuesta creer que no formara parte de una visión concreta del
desarrollo de la revolución.
Julio de Mora, antiguo albañil, iba a escalar importantes puestos en el
organigrama represivo del Frente Popular. Para cuando así sucediera, las matanzas y
los enterramientos multitudinarios habrían dejado de ser un acariciado proyecto para
convertirse en una trágica realidad que manifestaría bien a las claras el carácter de la
revolución que se vivía en la España del Frente Popular. Sin embargo, antes de
estudiar ese aspecto, tenemos que detenemos en otras checas cuya vinculación con
los aparatos del Estado fue especialmente acentuada.
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sede se encontraba en la calle Mondéjar número 2. Sin embargo, el clima de terror
desencadenado por el sistema represivo imperante en la zona controlada por el Frente
Popular impidió como en tantas ocasiones realizar una protesta que, a buen seguro,
hubiera venido seguida por el asesinato del denunciante. No deja de ser al respecto
revelador que el único caso documentado de este tipo se encuentre relacionado con la
conducta de un súbdito extranjero, a la sazón en España. Efectivamente, el 29 de
noviembre de 1936, los chequistas del Consejillo de Buenavista asesinaron a una
mujer llamada Teresa Polo Jiménez a la que, por añadidura, robaron con anterioridad
cinco mil pesetas y unas alhajas que llevaba. El crimen contaba, lamentablemente,
con millares de paralelos en aquellos días pero provocó la denuncia de un italiano,
Ángel Lorito que en aquellos momentos era comandante de las Brigadas
Internacionales y que había intentado por todos los medios que Teresa Polo fuera
puesta en libertad ya que no desempeñaba ninguna actividad política. Como ya se ha
indicado, nada pudo impedir la muerte de la mujer y el hecho impulsó a Lorito no
sólo a denunciarlo a las autoridades judiciales sino a afirmar en el curso de su
declaración que deseaba abandonar España ya que «defendía una causa pero no podía
hacerse cómplice de un asesinato»[158]. La repugnancia ante la realidad de lo que
acontecía en la zona denominada republicana impulsaría a no pocos interbrigadistas a
actuar de manera parecida como ya hemos analizado en otra obra anterior[159]. Sin
embargo, en absoluto tuvo el menor efecto a la hora de aminorar una represión que,
lejos de ser incontrolada, dependía de manera directísima de las órdenes emanadas de
diversos órganos del Estado.
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llevarse a cabo operaciones de contraespionaje, se eliminaba por el simple hecho de
no ser afectos al Frente Popular.
Esta checa experimentó una curiosa mutación en noviembre de 1936 con ocasión
de la aproximación de las tropas de Franco a Madrid pero a ella nos referiremos más
adelante.
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Parte III
EXTERMINIO EN MASA
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El emplazamiento de la prisión resultaba ideal limitando al norte con la Ciudad
Universitaria, al oeste con el cuartel del Paseo de Moret, el Manzanares y la Casa de
Campo y al sur, con el parque municipal de bomberos.
Al producirse el alzamiento y la revolución de julio de 1936, se realizaron
distintas detenciones de los considerados desleales al gobierno y se procedió a su
internamiento en la prisión a la espera de la decisión judicial pertinente. De esa
manera, en la primera galería de la cárcel Modelo se internó a unos cuatrocientos
militares y a algunos falangistas dándose la paradójica circunstancia de que esa
medida sirvió para salvarles la vida en unos momentos en que las checas ya habían
comenzado a actuar por las calles y afueras de Madrid con su terrible estela de
saqueos, torturas y asesinatos.
Durante esa época, los reclusos militares se hallaban en la primera galería, los
pertenecientes a Falange en la segunda y la tercera, los presos comunes por delitos
contra la propiedad en la cuarta y los comunes por delitos de sangre o por aplicación
de la normativa de vagos en la quinta. Además en el cuerpo central se había
procedido a encerrar a algunos presos políticos[161].
El día 17 de agosto tuvo lugar el fusilamiento del general Fanjul al que nos
referimos en un capítulo anterior y se produjo un cambio radical de la situación. El
subdirector de la prisión comunicó a los militares que se hallaban recluidos que,
siguiendo una orden del ministro de la Gobernación, entrarían en el recinto
penitenciario unos milicianos encargados de cachear a los presos políticos. El acto, a
todas luces irregular, se produjo efectivamente en un clima enrarecido en el que los
reclusos fueron insultados y amenazados de muerte por los milicianos[162]. Tres días
después volvió a repetirse la irregularidad pero esta vez la protagonizó un grupo de
milicianas que además se dedicaron a instigar a los presos comunes contra los
militares detenidos[163] creando un clima enrarecido y hostil que ya no se disiparía.
Detrás de estos hechos, preludio de otros peores, se hallaban el director general de
Seguridad y el Comité Provincial de Investigación Pública, más conocido como la
checa de Fomento. El ejecutor fue un anarquista de la CNT llamado Felipe Emilio
Sandoval, alias Doctor Muñiz y el Muñiz, que al estallar la revolución se encontraba
recluido en la cárcel Modelo por un delito de sangre. A diferencia de otros
delincuentes comunes que salieron a la calle ya el 20 de julio por su identificación
con el Frente Popular, Sandoval permanecería en prisión un par de semanas más[164].
Sin embargo, su excarcelación no pudo darse en mejores condiciones, ya que se le
ofreció de manera inmediata convertirse en miembro del Comité Provincial de
Investigación Pública. En otras palabras, el anarquista delincuente pasó de la noche a
la mañana a transformarse en un policía y no en un policía cualquiera sino en un
agente dotado de un verdadero derecho sobre vidas y haciendas respaldado por los
organismos gubernamentales. Sería en calidad de tal como recibiría la orden de la
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checa de realizar los registros, orden confirmada por el miembro de Izquierda
Republicana Manuel Muñoz, a la sazón director general de Seguridad.
Lamentablemente, la acción de la trágicamente conocida checa de Fomento no
iba a limitarse a los cacheos. El 22 de agosto por la mañana volvieron a aparecer por
la cárcel Modelo milicianos de la CNT y de la FM al mando de Sandoval. Sobre las
tres y media de la tarde, se oyó en el interior de la prisión un disparo y a continuación
se produjo un incendio en la tahona de la cárcel ocasionado por los presos de los
sótanos y de la galería quinta, incursos en la Ley de Vagos, en connivencia con los
milicianos, lo que tuvo como consecuencia el hundimiento del piso de entrada a la
segunda galería. La confusión que se produjo fue comprensible y se aprovechó
además para que los presos comunes huyeran[165].
El incendio tuvo además otra consecuencia. De manera inmediata se dio aviso a
las autoridades de lo sucedido y en la prisión se personaron el director general de
Seguridad y el director general de Prisiones que se limitaron a contemplar lo que
estaba aconteciendo. Se produjo entonces la llegada de los bomberos y con ella el
inicio del drama porque las milicias aprovecharon el incendio y la entrada de las
mangueras para irrumpir en la cárcel. En paralelo, otros milicianos apostados en las
terrazas comenzaron a ametrallar a los presos de la primera galena que se
encontraban en el patio.
La situación fue aprovechada por el director general de Seguridad para acudir a
entrevistarse con Giral, el presidente del Gobierno, y proponerle que procediera a
excarcelar a los presos comunes y a los recluidos por la Ley de Vagos. Giral, de
manera que admite difícil justificación, accedió a lo solicitado y el director general de
Seguridad —que de manera bien elocuente no había hecho referencia ni a la
seguridad de los otros presos ni a la necesidad de tomar medidas para garantizarla—
regresó a la cárcel con la intención de proceder a la inmediata liberación de los
delincuentes. No pudo llevarla a cabo por la sencilla razón de que el anarquista
Sandoval, miembro de la checa de Fomento, ya lo había hecho. A la sazón, el director
general de Seguridad supo que se había producido ya el asesinato de varios presos
políticos y de que otros estaban a punto de correr la misma suerte pero no reaccionó
frente a los crímenes.
El día, desde luego, iba a resultar cruento para los reclusos no detenidos por
delitos comunes. Seis murieron como consecuencia del fuego de las ametralladoras
disparadas por los milicianos al mando del chequista Sandoval[166] pero lo peor
quedaba por venir. La noche la pasaron todos los detenidos de la primera galería
echados en el suelo del patio y oyendo cómo los milicianos que los custodiaban
realizaban los preparativos para fusilarlos en masa. De hecho, fueron frecuentes los
comentarios de que debían juntarlos más para aprovechar mejor las balas y las
preguntas relativas al momento en que debía iniciarse la matanza. En el curso de
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aquellas horas en las que todos contaban con ser fusilados al amanecer, un sacerdote
llamado José Palomeque[167] se ocupaba de confortar espiritualmente a los recluidos.
Desde luego, éstos no exageraban en el tenor de sus miedos. A la cárcel Modelo
llegó en esas horas el general Pozas, a la sazón ministro de la Gobernación, pero no
intervino para impedir los acontecimientos que se estaban desarrollando ni tampoco
abrió una investigación para proceder a la detención de los asesinos. De creer en el
principio que establece que «el que calla otorga», de su comportamiento habría que
deducir que consideraba que aquella era una acción legítima y quizá incluso
necesaria. Mientras tanto, en el interior de la prisión se había constituido un tribunal
muy semejante a aquellos a los que nos hemos referido al hablar de la checa de
Fomento. Ante él llevaron a empujones y envueltos en insultos al doctor Albifiana,
diputado a Cortes; a Melquíades Álvarez y Rodríguez Posada, un veterano
republicano, jefe del Partido Reformista y decano del Colegio de Abogados de
Madrid; a José Martínez de Velasco, exdiputado y exministro; a Fernando Primo de
Rivera y Sáenz de Heredia, militar y jefe de Falange en Madrid; a Manuel Rico
Avelló, diputado y exministro; y a Julio Ruiz de Alda y Migueláñez, militar y
fundador de Falange. Todos ellos fueron condenados y fusilados en aquel mismo
momento sin que impidieran tales hechos ni la total ausencia de garantías procesales,
ni la inmunidad parlamentaria de que disfrutaban algunos de los acusados.
El fusilamiento de los seis detenidos causó un efecto electrizante entre los
milicianos. Algunos manifestaron su deseo de pasar por las armas en ese momento a
todos los reclusos políticos mientras que otros consideraron que una acción de ese
tipo resultaría desproporcionada. Finalmente, los milicianos socialistas de la
Motorizada procedieron a fusilar a once presos[168] más en los sótanos de la prisión
ya en las últimas horas del día 22 o las primeras del 23.
El día 23, los reclusos fueron mantenidos bajo el sol de agosto en el patio sin que
se les diera agua ni alimento alguno. Uno de los milicianos incluso se divirtió con el
macabro juego de lanzar trozos de pan desde lo alto de la garita para luego disparar
sin dar hacia el que se acercaba a recogerlo y corear su broma con carcajadas.
También continuaron los fusilamientos. El capitán Ordiales fue sacado de entre los
presos para ser llevado a la quinta galería donde se le fusiló y a continuación fueron
asesinados el capitán Fanjul, hijo del general; y el general Capaz que había
conquistado Ifni. Asimismo asesinaron al general Villegas que se encontraba en la
enfermería de la cárcel.
Con la muerte de Villegas se puso fin —tan sólo momentáneamente— a los
asesinatos perpetrados entre los reclusos de la cárcel Modelo. La experiencia había
encerrado, desde luego, importantes lecciones. La primera era que había miembros de
la administración estatal a través de distintos organismos —como la checa de
Fomento— que estaban dispuestos a asesinar sin ningún tipo de formalidad legal a
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los que consideraba sus adversarios; la segunda, que ninguna rama de esa
administración mostraba especial diligencia a la hora de interferir en la comisión de
hechos que no sólo eran ilegales sino que además constituían flagrantes violaciones
de los derechos humanos más elementales; la tercera, que para la comisión de estos
crímenes, el Frente Popular podía contar con el apoyo incondicional de todos los
partidos, sindicatos y organizaciones que lo componían, así como con amplios
segmentos sociales que no excluían a porciones considerables de los delincuentes
comunes y la cuarta —enormemente importante— que todos estos hechos podían
realizarse de una manera propia del terror revolucionario cristalizando en matanzas
masivas. Así quedaría claramente de manifiesto antes de un mes en la cárcel de
Ventas.
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dio una circunstancia que atestigua la trágica relación entre los asesinatos y los
aparatos del Estado. Sabedor de que iba a ser puesto en libertad, Ariza escribió al
director general de Seguridad rogándole que se sirviera «suspender las órdenes de
libertad» a menos que pudiera garantizarse su integridad física. La acción inmediata
del director general de Seguridad consistió en ordenar su puesta en libertad el 23 de
septiembre a la vez que se lo comunicaba a los chequistas de Fomento. Aquel mismo
día Ariza fue asesinado.
Hasta aquellos días de septiembre, las sacas habían sido frecuentes en las dos
cárceles más importantes de Madrid, pero los asesinatos se habían realizado en
grupos reducidos. A partir del mes siguiente, se produjo un salto tanto cualitativo
como cuantitativo en las tareas de represión y exterminio.
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Decisión y técnica
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Ledesma Ramos, fundador de las JONS y traductor para Ortega y Gasset de textos
filosóficos en alemán. Al ser sacados de la cárcel, uno de los detenidos increpó a los
carceleros que dispararon en ese momento sobre él dándole muerte. Generalmente, se
ha identificado a este personaje con Ramiro Ledesma pero tampoco falta quien
afirma que fue, en realidad, un linotipista de ABC[178].
Por lo que se refiere a Ramiro de Maeztu, antes de salir de la prisión solicitó de
José María Fernández, párroco de Getafe, que le absolviera lo que, al parecer, le
confortó considerablemente. Ante el pelotón de fusilamiento diría a sus ejecutores:
«¡Vosotros no sabéis por qué me matáis, yo sí sé por qué muero, porque vuestros
hijos sean mejores que vosotros!».
Al día siguiente, tuvo lugar otra saca de la cárcel de Ventas nuevamente con
destino al fusilamiento en el cementerio de Aravaca. En esta ocasión, se trató de
treinta y seis hombres de los que ocho eran militares, seis de ellos retirados.
El 3, la checa de Fomento volvió a realizar una tercera saca de la cárcel de Ventas
con destino a Aravaca. El número de fusilados ascendió a cuarenta de los que
veintiocho eran militares. Sería la última con destino a esta localidad ya que las
fuerzas enemigas se aproximaban ya a Madrid. Las tropas de Franco avanzaban en el
flanco derecho hacia La Marañosa, en el izquierdo hacia Móstoles y en el centro
hacia Getafe. El día 4, caían en manos del ejército nacional Fuenlabrada, Móstoles y
Getafe. No habría más fusilamientos en Aravaca, Un lugar predilecto de la checa de
Fomento para realizar sus asesinatos pero a esas alturas el número de víctimas de la
represión frentepopulista en el lugar rondaba los tres centenares[179].
En agosto, se habían enterrado sesenta y siete personas en las fosas de la 3 a la 6;
en septiembre, ciento veinte, en las fosas 7 a 10; en octubre y los tres primeros días
de noviembre, ciento diez personas fueron sepultadas en las fosas 11 y 12[180]. Las
cifras resultan ciertamente escalofriantes pero constituían apenas un prólogo para las
grandes matanzas de noviembre de 1936.
Paracuellos
La decisión
Los fusilamientos realizados por fuerzas dependientes de los órganos de poder
republicanos en Paracuellos siguen provocando caldeadas controversias a casi tres
cuartos de siglo de distancia. No resulta extraño que así sea por cuanto se trató de las
mayores matanzas de civiles realizadas durante el conflicto —a decir verdad,
carecerían de paralelos en ambos bandos— y, de hecho, constituyeron un antecedente
directo del exterminio realizado por las fuerzas soviéticas con los prisioneros de
guerra polacos posteriormente enterrados en Katyn y del perpetrado por los nazis con
poblaciones judías en episodios como Babi-Yar. Por añadidura, los crímenes de
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Paracuellos exceden la mera cuestión histórica para entrar en terrenos impregnados
de discusión política que, incluso en la actualidad, siguen siendo sensibles.
Precisamente esa última circunstancia es la que debería conducir al investigador
histórico a esclarecer de una vez por todas las matanzas en lo referente a la decisión y
la orden para que fueran realizadas, la ejecución de las mismas y su magnitud real. A
estos aspectos dedicaremos el resto del capítulo.
La decisión sobre el exterminio físico de millares de reclusos detenidos en
prisiones republicanas no partió de una sola instancia. Es ése un aspecto que ha
permitido intentar eludir la responsabilidad precisamente a algunos de sus culpables a
lo largo de décadas cuando, en realidad, como tendremos ocasión de ver, lo que pone
de manifiesto es la extensión de las implicaciones que superaron notablemente a una
persona, una organización o un aparato del estado republicano.
Que la idea de exterminar a todos los adversarios políticos formaba parte del
sentir común de las fuerzas del Frente Popular es algo que puede verse con notoria
claridad en los distintos órganos de expresión de las mismas. Milicia Popular, el
portavoz del 5.° Regimiento comunista, afirmaba así a inicios de agosto[181]:
«En Madrid hay más de mil fascistas presos, entre curas, aristócratas, militares,
plutócratas y empleados… ¿Cuándo se les fusila?» y unos días después instaba al
exterminio con las siguientes palabras: «El enemigo fusila en masa. No respeta niños,
ni viejos, ni mujeres. Mata, asesina, saquea e incendia… en esta situación, destruir un
puñado de canallas es una obra humanitaria, sí, altamente humanitaria. No pedimos,
pues, piedad, sino dureza»[182].
Mundo Obrero, por su parte, publicaba por las mismas fechas su «Retablo de
ajusticiables» entre los que la gente de creencias religiosas disfrutaba de un siniestro
lugar de honor pero del que no se salvaba ni siquiera «esa cucaracha asquerosa» que
no era otra que Niceto Alcalá Zamora, antiguo presidente de la República, que,
prudentemente, había optado por el exilio. El periódico Octubre en un número
extraordinario de mediados de agosto[183] resultaba aún más explícito si cabe al
afirmar:
«A esta hora no debía quedar ni un solo preso, ni un solo detenido. No es hora de
piedad. La sangre de nuestros compañeros tiene que cobrarse con creces».
La república de 1931 había concluido y así lo expresaban de manera tajantemente
obvia los distintos dirigentes del Frente Popular que ya abogaban por una nueva
forma de «democracia» en la que, siguiendo el modelo soviético, habrían
desaparecido segmentos enteros de la sociedad. José Díaz, secretario del PCE, podía
afirmar:
«¡Democracia «para todos» no! Democracia para nosotros, para los trabajadores,
para el pueblo, pero no para los enemigos»[184].
Por su parte, Andreu Nin, él personaje más relevante del POUM, resultaba aún
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más explícito:
«¿Es que la clase obrera que tiene las armas en la mano, en los momentos
presentes ha de defender la república democrática? ¿Es que está derramando su
sangre para volver a la república del señor Azaña? No, la clase trabajadora no lucha
por la república democrática»[185].
Partiendo de ese contexto poco puede extrañar que semejante visión
exterminadora contara incluso con el apoyo de los denominados intelectuales de
izquierdas que legitimaban el uso de la violencia revolucionaria con verdadero
entusiasmo. Eduardo Zamacois, uno de los escritores que con más profusión abogaría
por el exterminio, describiría en tonos épicos el uso del terror:
«Madrid necesitaba purificarse y para los «emboscados» no había indulto. Pero
esas podaciones no bastaban; el cáncer que roía la vida nacional empeoraba y el daño
se aliviaría únicamente cuando el bisturí justiciero penetrase muy hondo. La cura por
lo mismo revistió caracteres dramáticos. Llegada la noche la vigilancia se recrudecía
y cualquier sombra, cualquier gesto, cobraban visos alarmadores. Tan pronto el
alumbrado público extinguía sus luces, los milicianos que guardaban las esquinas no
dejaban pasar a nadie sin dar el ¡Alto! Y ese grito y el relucir de los fusiles bajo el
lívido claror estelar, expandían una emoción pavorosa en el absoluto silencio de la
ciudad a obscuras»[186].
Un caso similar era el de María Teresa León, mujer a la sazón del poeta Rafael
Alberti, que en su calidad de directora del periódico Ayuda del SRI instó al
fusilamiento del conocido general republicano López Ochoa con el eufemismo de que
«las masas lo ajusticien»[187].
La visión exterminadora no quedaba, desde luego, limitada a las soflamas de la
prensa del Frente Popular ni tampoco a los intelectuales que escribían en ella. En
realidad, nacía de una cosmovisión que ya se había ensayado en otros países,
especialmente en la Unión Soviética, y que gozaba de notable aceptación por parte de
las fuerzas políticas que detentaban el poder. En ellas se percibía claramente también
el deseo de exterminar físicamente a segmentos íntegros de la sociedad a los que se
consideraba enemigos. El día 6 de noviembre de 1936, por ejemplo, la diputada
socialista Margarita Nelken se entrevistó con el director general de Seguridad,
Manuel Muñoz Martínez, para instarle a que le diera la orden de entrega de los presos
que debían ser fusilados. Muñoz Martínez, de Izquierda Republicana, así lo hizo
según consta por el testimonio de uno de los escribientes de la dirección general de
Seguridad llamado Jiménez Belles[188] haciendo entrega a la diputada del PSOE de
un escrito para el director de la cárcel Modelo en el que se le ordenaba poner en sus
manos a los presos que deseara y en la cantidad que estimara pertinente.
No puede ocultarse la especial gravedad de semejante hecho, el que una diputada,
con la aquiescencia del director general de Seguridad, se apoderara de los detenidos
El freno
La acción diplomática
Lo sucedido en la parte de España controlada por el Frente Popular podía ser
negado por la propaganda como una falacia maliciosa pero no escapaba en absoluto a
las legaciones diplomáticas que tenían su sede en Madrid. A decir verdad, en todas
ellas existía la conciencia de que había estallado una revolución que no sólo había
aniquilado cualquier vestigio, por mínimo que fuera, de democracia y de respeto por
la legalidad, sino que además se estaba cobrando un costosísimo tributo en sangre.
Dado que no existía ningún freno para los asesinatos que comenzaron a practicarse
desde el mismo 18 de julio de 1936, una de las primeras medidas tomadas por las
representaciones diplomáticas fue la de ordenar a sus nacionales que llevaran un
brazalete con los colores de sus respectivas banderas. Se suponía, con un cierto
optimismo, que los pabellones protegerían a los súbditos extranjeros de una detención
y el subsiguiente paseo. El asesinato por miembros de las checas de uruguayos como
Carlos Alberto Abascal del Calvo y su esposa o de argentinos como Felipe Jorge
Linaza, sin contar los numerosos asaltos contra la propiedad, deja de manifiesto hasta
qué punto las medidas tomadas por las legaciones diplomáticas no resultaron del todo
efectivas.
Sin embargo, el mayor reto para las legaciones extranjeras era el de poder
responder a las peticiones de asilo que formulaban centenares de personas. Buen
número de los solicitantes eran ciertamente gente católica y conservadora, pero
tampoco faltaban los apolíticos perseguidos por su carrera o su posición social ni los
republicanos e incluso los izquierdistas moderados que comprendían que su vida
peligraba en medio del marasmo cruento de la revolución[251]. No deja de ser
significativo el caso de los guardias civiles que custodiaban la embajada belga, sita en
la calle Almagro 42. Los citados agentes decidieron solicitar del cónsul general y
encargado de negocios de Bélgica, M. Chabot, que les concediera asilo en la
embajada junto con sus familias. De esa manera, los guardias civiles pasaron de la
condición de vigilantes a la de refugiados.
La respuesta de las legaciones apenas tuvo excepciones y el decanato del cuerpo
diplomático —que desempeñaba, a falta del nuncio de la Santa Sede, el embajador de
Chile, Aurelio Núñez Morgado—[252] coordinó los impagables esfuerzos de las
distintas sedes diplomáticas. De manera comprensible, no tardó mucho en cubrirse la
capacidad normal de consulados y embajadas y algunos diplomáticos optaron por
La acción privada
Aunque poco puede objetarse a la tesis de que la llegada de Melchor Rodríguez
fue esencial para salvar la vida de millares de personas y aunque un mérito similar
corresponde en su conjunto a las legaciones diplomáticas, este capítulo estaría
incompleto sin hacer referencia a algunos de los particulares que, a semejanza de la
Pimpinela Escarlata, arriesgaron su vida para salvar a las víctimas potenciales del
terror.
Por supuesto, entre estos personajes tuvieron un papel esencial aquellos que
lograron ocultarse en Madrid durante la guerra y que, simpatizando con los alzados
del 18 de julio, desarrollaron una notable labor para ayudar a escapar a las víctimas
potenciales del terror frente-populista. Uno de estos activistas —no pocas veces
novelescos— fue Gustavo Villapalos.
El Gran Terror
Como tuvimos ocasión de ver en la primera parte de este trabajo, el exterminio de
sectores enteros de la población formaba parte de la visión política que se había
apoderado del poder en Rusia tras el golpe de Estado bolchevique de 1917 y la
subsiguiente guerra civil. La dureza de la represión había sido extrema desde el
principio y, ciertamente, no admitía comparación con la de ningún sistema conocido
hasta entonces incluyendo el imperio zarista. A pesar de ello, la victoria bolchevique
no se tradujo en el final de la represión sino incluso en su incremento. Entre 1930 y
1934, el poder soviético encabezado por Stalin descargó un golpe tras otro sobre el
campesinado hasta el punto de alcanzar los límites trágicos del genocidio. Por si fuera
poco, en 1935, el año anterior al estallido de la guerra civil española, el sistema
soviético desató una nueva campaña represiva conocida convencionalmente como el
Gran Terror. Esta vez, la represión no se circunscribiría a determinados segmentos
sociales cuyo exterminio se buscaba sino que se extendió al conjunto de la sociedad y
tocó de manera peculiar a las propias instancias del poder comunista[314]. De esa
manera, aunque los arrestos y las ejecuciones fueron llevados a cabo por el NKVD, ni
siquiera sus dirigentes y agentes se hallaban a salvo de la represión. Bastó, por
ejemplo, un telegrama de Stalin, cursado el 25 de septiembre de 1936, para acabar
con Yagoda que desde 1933 había controlado el NKVD y había sido un instrumento
privilegiado de la represión stalinista[315]. Junto con él marcharon al exterminio sus
agentes más fieles.
En agosto de 1936, a los pocos días de iniciada la guerra civil española, se celebró
el proceso de Zinóviev, Kámeñev y otros catorce bolcheviques veteranos. Se trataba
del primero de una serie de juicios-farsa en los que Stalin aniquilaría a cualquier
posible rival. El primer juicio de Moscú tuvo un prolongado prólogo. Año y medio
antes, los acusados habían sido declarados «moralmente responsables» del asesinato
de Kírov, un cargo del que eran inocentes pero del que se confesaron culpables.
Ahora se les juzgó por el asesinato mismo y por otros delitos como espionaje,
conspiración para matar a Stalin y un largo etcétera. Se trataba solamente del
comienzo.
En enero de 1937, fueron juzgados Pyátakov, Rádek y otros quince bolcheviques
antiguos a los que se acusaba de haber cometido los mismos crímenes. El 13 de junio
de 1937, Voroshílov, el comisario de Defensa, publicó un anuncio referido al arresto
El dominio comunista
Por más que la propaganda, comenzando por la republicana en tiempo de guerra,
insistiera en el carácter democrático de la España del Frente Popular, la realidad era
que el Partido Comunista y los agentes soviéticos habían contado ya con un peso
extraordinario a las pocas semanas del inicio del conflicto. En fecha tan temprana
como el 15 de agosto, el embajador francés en España podía informar de los primeros
envíos de combustible —unas 30 000 toneladas— realizados por la URSS a la
España republicana. Después entre el 15 de septiembre y el 3 de octubre, llegaron
otros ocho buques más —tres con bandera de la Segunda República— que
descargaron 6000 toneladas de material de guerra, 44 000 de combustible, 8000 de
trigo y 2475 de alimentos. A estos envíos se añadieron otros nuevos en octubre y en
El caso Nin
El destino de Andreu Nin constituye uno de los hitos en el seno de la guerra civil
española en la medida en que sirve para estudiar la evolución de la España controlada
por el Frente Popular y hasta qué punto ésta acabó controlada por los intereses y los
agentes de la URSS.
Andreu Nin era uno de los pocos españoles que había conocido de cerca la
Revolución Rusa y que podía haberse formado una opinión de primera mano sobre la
misma. En la Rusia revolucionaria había trabado amistad con Trotsky, del que adoptó
algunas posiciones ideológicas como la de la revolución permanente y algunas de
cuyas obras tradujo del ruso al español. De manera comprensible, Nin no había visto
con agrado el triunfo de Stalin pero siguió fiel a una visión marxista de la política de
tal manera que podría ser definido como un comunista independiente de Moscú. El
27 de septiembre de 1936, Nin ocupó la consejería de Justicia en el gobierno de la
Generalidad catalana convencido de que se trataba de un paso de especial
1. Alcalá, 40 (edificio del Círculo de Bellas Artes): Checa oficial del Comité
Provincial de Investigación Pública.
2. Alcalá, 82: Secretaría Técnica de la Dirección de Seguridad y Escuadrilla del
Amanecer.
3. Alcalá, 11 (edificio del Ministerio de Hacienda): Checa de los Servicios
Especiales del Ministerio de la Guerra.
4. Alcalá, 53 (Ministerio de la Guerra): Checa de los Servicios Especiales de este
ministerio.
5. Alcalá, 138: Círculo Socialista del Este.
6. Agustín Durán, 22: Centro Socialista.
7. Ávila, 9: Centro comunista.
8. Alburquerque, 18: Casa Máximo Gorki del Radio Comunista de Chamberí.
9. Almagro, 27: Ateneo Libertario del Puente de Toledo, trasladado desde dicha
barriada.
10. Almagro, 38: Checa de las Milicias de Vigilancia de Retaguardia.
11. Alfonso XII, 14: Checa a cargo de la Guardia de Asalto.
12. Alfonso Heredia, 9: Checa comunista de «El Castillo».
13. Antillón, 4: Checa comunista-socialista del Puente de Segovia.
14. Amor de Dios, 1 (palacio de Somosancho): Círculo Socialista.
15. Antonio Vincent, 57: Radio de las Juventudes Socialistas Unificadas.
16. Arenal, 8 (palacio de Revilla): Checa de la CNT.
17. Arturo Soria (hotel Mi Huerto): Ateneo Libertario de Ventas.
18. Carretera de Aragón, 40 (capilla del Carmen): Radio comunista de Ventas.
19. Carretera de Aragón, 117: Ateneo Libertario de Ventas.
20. Carretera de Aragón, 129: Radio comunista de Ventas.
21. Carretera de Aragón, 151 (Villa Topete): Radio comunista de Ventas.
22. Ronda de Atocha, 21 y 23 (escuelas salesianas): Checa del Batallón Pasionaria y
después checa policíaca.
23. Estación de Atocha: Salón Rojo y Pabellones. Checas de las Milicias
Ferroviarias.
24. Atocha, 131 (cine San Carlos): Milicias de la FAI.
25. Ayala, 47: Checa autónoma.
Antología de documentos
CONCLUSIONES
Según todo lo expuesto, la Federación de Juventudes Socialistas, sus secciones y
militantes, lucharán con denuedo:
Por la bolchevización del Partido Socialista. (Expulsión del reformismo.
Eliminación del centrismo de los puestos de dirección. Abandono de la Segunda
Internacional).
Por la transformación de la estructura del Partido en un sentido centralista y con
un aparato ilegal.
Por la unificación política del proletariado español en el Partido Socialista.
Por la propaganda antimilitarista y la penetración en los Cuerpos armados del
Estado. (Creación de células de J. S. en los cuarteles. Edición de prensa y pasquines
para dominar las bases del Ejército y de los demás Cuerpos armados, convirtiéndolos
en órganos de la Revolución).
Por la unificación del movimiento sindical. (Ingreso de todas las organizaciones
autónomas de la UGT y alianza de ésta con la CNT).
Por la derrota de la burguesía y el triunfo de la Revolución bajo la forma de la
dictadura proletaria. Por la reconstrucción del movimiento obrero internacional sobre
la base de la Revolución rusa.
Para llevar a cabo estas consignas, los jóvenes socialistas deberán mostrar su
superioridad y su espíritu de sacrificio para que los obreros les confíen los cargos de
dirección.
La Federación de Juventudes Socialista de España, hoy más unida y más fuerte
que nunca, se inspira al lanzar estas consignas en la historia revolucionaria del
proletariado de nuestro país, en las mejores tradiciones del bolchevismo ruso y en los
dos grandes paladines del Socialismo clásico: Marx y Lenin.
Las Juventudes Socialistas consideran como jefe e iniciador de este resurgimiento
revolucionario al camarada Largo Caballero, hoy víctima de la reacción, que ve en él
su enemigo más firme.
En este mismo orden de cosas, nos dicen que este movimiento está inspirado por
Moscú; que este movimiento ha sido generado en el VII Congreso de la Internacional
Comunista. ¡Podríamos dar las gracias a la reacción por la propaganda que nos hace!
[Risas]. En el VII Congreso de la Internacional Comunista, cierto que se han
planteado problemas que hoy son la preocupación del mundo entero. No en vano se
ha reunido allí la parte de vanguardia del proletariado para estudiar los problemas de
nuestra clase y los que afectan a todas las masas populares, y ha sido el VII Congreso
Documento 14. Stalin indica a Largo Caballero cómo debe llevarse a cabo la
revolución en España disimulando el carácter revolucionario del régimen.
[…] 1. Convendría dedicar atención a los campesinos, que tienen gran peso en un
país agrario como es España. Sería de desear la promulgación de decretos de carácter
agrario y fiscal que dieran satisfacción a los intereses de los campesinos. También
resultaría conveniente atraerlos al ejército y formar en la retaguardia de los ejércitos
1. Álava 1196
2. Albacete 914
3. Alicante 982
4. Almería 688
5. Asturias 3358
6. Ávila 1647
7. Badajoz 3008
8. Baleares 1113
9. Barcelona 3114
10. Bilbao 1912
11. Burgos 2843
12. Cáceres 3097
13. Cádiz 1348
14. Castellón 4240
15. Ciudad Real 1984
16. Córdoba 3657
17. Coruña 4342
18. Cuenca 838
19. Gerona 1219
20. Guadalajara 1760
21. Guipúzcoa 1913
22. Granada 975
23. Huelva 256
24. Huesca 1797
25. Jaén 2284
26. León 1157
27. Lérida 330
28. Logroño 1088
29. Lugo 3581
30. Madrid 11756
31. Málaga 3175
32. Murcia 952
MÁLAGA 113
Sacerdotes del clero secular 113
Sacerdotes del clero regular 27
Ordenados in sacris 3
Legos, coadjutores, hermanos 26
1. MacCrohon, Diego
2. Macein Martín, Carlos
3. Macla Aznar, Manuel
4. Macias de Laiglesia, Lorenzo
5. Macias Macías, Luis
6. Matías Manresa, Antonio
7. Machado Alguacil, Andrés
8. Machina Paredes, Francisco
9. Machiran Moreno, Pedro
10. Macho Montes, Carmen
11. Machuca Laguna, Bernardo
12. Madariaga Ibáñez, Francisco
13. Madariaga Mora, Luis
14. Madrid Blanco, Eusebio
15. Madrid Sánchez, Rafael
16. Madrigal Pérez, Cirila
17. Maeso Díaz, Zacarías
18. Maeso Feliu, José
19. Maestre Castro, Juan Martín
20. Maestre Pérez, Jaime
21. Maestre San Román, Angel
22. Maestro Sánchez, Antonio
23. Maeztu, Ramiro de
24. Maganto Félix, Santiago
25. Maganto, Pascual
26. Magan Fernández, Juan
27. Magdalena Grande, Manuel
28. Magro Candela, Mercedes
29. Magro Serrano, Valeriana
30. Mahón García, Felipe
31. Máizquez Ros, Francisco
32. Majada Bascuñana, José
33. Majuelo Galán, Juan
embargo, era la realizada por la Editorial Progreso que aparece incluida, por ejemplo,
en Lenin, Obras escogidas, Moscú, varias ediciones. <<
Memorias, Barcelona, 1967, p. 451 y ss.; L. Trotsky, Mi vida, Bogotá, 1979, p. 241 y
ss.; Ídem, Historia de la revolución rusa, París, 1972, vol. 3, p. 187 y ss. <<
pero, a su vez, los bolcheviques obtuvieron más votos que los cadetes y los
mencheviques. <<
estudio sobre este texto en C. Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona,
1998, p. 397 y ss. <<
1941, 3 vols, Nueva York, 1951-1953; L. Fischer, The Soviets in World Affairs, 1917-
1929, Princeton, 1951; G. F. Kennan, Soviet Foreign Policy, 1917-1941, Princeton,
1960; L. Trotsky, Mi vida, p. 279 y ss. <<
Baynac, El terror bajo Lenin, Barcelona, 1978; B. Levytsky, The Uses of Terror. The
Soviet Secret Police, 1917-1920, Nueva York, 1972; L. Shapiro, The Origins of the
Communist Autocracy, Cambridge, Mass, 1955; A. Soljenitsyn, Archipiélago Gulag,
Barcelona, 1975. <<
p. 311. <<
Comisión panrusa extraordinaria»), Moscú, 1960, pp. 43-44; G. Leggett, ob. cit., p.
35 <<
Secret Police in Lenin’s Russia, Filadelfia, 1976, p. 149 y ss.; G. Leggett, ob. cit., p.
178; GARF, 393/89/18; 393/89/296. <<
Checa. <<
York, 1961; R. Luckett, The White Generals, Nueva York, 1987; W. G. Rosenberg, A.
I. Denikin and the Anti-Bolshevik Movement in South Russia, Amherst, 1961; G.
Stewart, The White Armies of Russia, Nueva York, 1933. <<
ss. <<
172. <<
David R. Ringrose, España 1700-1900: el mito del fracaso, Madrid, 1996. También
de interés sobre aspectos especialmente económicos es la obra de José Luis García
Delgado, La modernización económica en la España de Alfonso XIII, Madrid, 2002.
<<
1908-1936, Madrid, 1976; A. Lerroux, La pequeña historia, Buenos Aires, 1945. <<
ss. <<
de 1931 a junio de 1932 la CNT expidió 1 200 000 carnets de los que, como mínimo,
un millón era nuevos afiliados. <<
Ciertamente, no puede negarse que, en buena medida, se dirigió hacia las derechas
impulsado por la influencia clerical y el temor inspirado por ésta hacia normas como
la Ley del Divorcio. Con todo, tal desplazamiento no fue uniforme. Así en Madrid
(con más del 52 por ciento de mujeres en el censo electoral) se produjo un triunfo
socialista. Más significativo resulta el hecho de que el derecho de sufragio concedido
a las mujeres viniera impulsado desde el partido radical —que pertenecía al centro
derecha— ya que el PSOE y los republicanos de izquierdas temían que las mujeres,
influidas por el clero, votaran a favor de las derechas. <<
364-367. <<
exactos de la guerra civil, Madrid, 1980, p. 42 y ss., que corrige muy acertadamente
los errores deslizados en la obra de J. Tusell, Las elecciones del Frente Popular,
Madrid, 1971. <<
Blanco Rodríguez, Teresa Pérez Villaverde o Jesús Pedrero García Noblejas que
moriría poco después en la cárcel Modelo de Madrid a consecuencia de las torturas
sufridas en la checa. Véase CG, p. 66 y ss. <<
ella en 1924 cuando tan sólo contaba treinta y seis años de edad. Conspirador contra
la monarquía y a favor de la república, el día de la proclamación de ésta fue
promovido al grado 24 de la masonería. En 1933, es designado vocal del gran consejo
federal simbólico y en agosto de 1935 es designado candidato a la elección de Gran
Maestre nacional. No lo consiguió al quedar el cuarto pero ese mismo año se le
confirió el grado 33 (AHN - CG, 1530 (1) Pieza 4 Checas Ramo 23, folios 187-190).
<<
que fue miembro de uno de los tribunales de la checa y de Julio Diamante Menéndez.
Diamante era un ingeniero afiliado a Izquierda Republicana y decidió abstenerse de
participar en las tareas del Comité al comprender que éste iba a entregarse sin control
alguno a la práctica del asesinato político. Al terminar la guerra, fue juzgado por un
consejo de guerra y, precisamente, su voluntad de salir del Comité le aseguró una
sentencia relativamente leve. <<
71 y ss. <<
cinco por cada grupo del Frente Popular. En ese mismo sentido, véase R. Casas de la
Vega, ob. cit., p. 113. <<
v. <<
pisos del citado edificio, uno de los cuales pertenecía al marqués de Corpa, sino
también la vivienda particular de Manuel Miguel González, administrador del citado
marqués, que fue saqueada. Al respecto, véase CG, p. 90 y ss. <<
p. 102. <<
Julián Apesteguía Urra, Carlos Bartolomé Capelo, Ricardo Beltrán Flores, Diego
Benjumea Burín, Rafael Benjumea Medina, Rafael Calvo de León y Torrado,
Mariano Carrascosa Jaquotot, Doroteo Céspedes Marañón, Agustín Corredor
Florencio, Antonio Cumellas Alsina, Luis Chico Montes, Víctor Delgado Aranda,
Miguel Fermín Imaz, Pedro Fernández Molina, Juan Galduch Guerra, Aurelio García
Contento, Luis García Dopico, Francisco Gonzalo Herrera, León López de Longoria
y Morán, Julio Martínez Jaime, Emilio Picón Hernández, Mariano Poyuelo Mollán,
Luis Rodríguez Villar, Pedro Sáinz Marqués, Simón Serrano Benavides, Antonio
Vidal Díaz, Bernardo Vidal Díaz, José Villanueva Torno y las mujeres Emiliana
Castilblánquez Amores y Dolores Flores Castilblánquez. <<
periódico Política que tanto había alabado la labor de la checa de García Atadell. <<
título de ejemplo los de Adolfo Abad Zayas, Nicolás Alcalá Espinosa, Constancio
Alonso Ruano, Antonio Alonso Sánchez, Felipe Arana Vivanco, Bernardo del Amo
Díaz, Juan Balilo Manso, Rafael Bafflo Manso, Francisco Baró Reina, Ricardo
Blanco Muguerza, Fernando Campuzano Horma, Valentín Céspedes Mac-Crohon,
Edelmiro Feliú Vicent, José Vicente Gargallo Angla, Leoncio González de Gregorio,
Pedro María González de Gregorio, Julio González Valerio, José Gordón Pinos, Luis
Gutiérrez Cobos, Arturo Gutiérrez de Terán, Tomás Jiménez García, Genaro Juanes
Abascal, Javier Leiva Olano, Eduardo López Ordás, Apolinar Marcos Clemente, Luis
Moctezuma Gómez de Arteche (duque de Moctezuma), Pedro Monge Vilches, Martín
Rosales González, Martín Rosales y Rodríguez de Rivera, Francisco Sendín Navarro
Villoslada, Luis Tauler Esmenota, Juan Velasco Nieto, Luis Velasco Nieto, Victoriano
Roger y la mujer Anselma Valdeolmillos Abril. <<
un sujeto peligroso que había participado en el atraco a mano armada del conde de
Riudoms. No se puede negar tal posibilidad aunque no parece que ese tipo de
escrúpulo pesara mucho a la hora de poner en libertad a otros delincuentes de sangre
el mismo 20 de julio. <<
Arsenio Fernández Serrano, AHN-CG-1530 (1) Pieza 4 Checas, folio 47. <<
51. <<
1530 (1), folios 120 a 135. En ella se refiere a un funcionario de prisiones «llamado
Donallo, el boxeador, que le había tratado mal». <<
respectivamente. <<
días antes, Francisco Ariza Colmenarejo y el señor Del Valle Ros. <<
Ramo pr., folio 49) parece relacionar la puesta en libertad de los detenidos y su
posterior asesinato por las checas con las primeras acciones de la aviación de Franco
sobre Madrid. Quizá se pudo utilizar ese argumento como una legitimación de los
asesinatos pero lo cierto es que la técnica de excarcelar a los reclusos para fusilarlos a
continuación ya llevaba bastante tiempo funcionando. <<
82. <<
Súñer, hermanos de Ramón, el cuñado del general Franco. Se les había fusilado
juntos, a mediados de octubre procediendo a sepultarlos en la fosa número 11. <<
<<
<<
22. <<
PCE, Manuel Ramos Martínez de la FAI, Félix Vega Sanz de la UGT y Arturo García
de la Rosa de las Juventudes Socialistas Unificadas. <<
260. <<
fosas no estaban abiertas con antelación. Cfr.: Ian Gibson, Paracuellos, p. 13 y ss.,
sino que los cadáveres se habían acumulado y, posteriormente, se procedió a darles
sepultura. La declaración del alcalde es obviamente un intento de asegurar que nadie
en Paracuellos, incluido su padre, sabía nada de lo que estaba sucediendo (p. 13).
Gibson afirmó (p. 14) que la mirada del alcalde le convenció de la veracidad de sus
afirmaciones pero lo cierto es que la realización de asesinatos masivos sin
previamente proceder a cavar las fosas adonde irían a parar los cadáveres no es
verosímil y choca con la práctica habitual en este tipo de casos. Por otro lado, como
ya vimos, desde agosto al menos venían cavándose fosas comunes para las víctimas
de los fusilamientos. Véase también página 148 y ss. de la presente obra. <<
longitud por cuatro de anchura, que la quinta contaba con una capacidad de ocho
metros de ancho por sesenta de longitud y la sexta con unas dimensiones de ocho por
ciento veinte metros. <<
intentaría años después ocultar el crimen refiriéndose a la muerte de Arturo Soria hijo
«en extrañas circunstancias», una afirmación que provocaría en Luisa Soria Clavería,
hija del asesinado, una solicitud de rectificación que nunca se produjo. Véase una
descripción del incidente en R. de la Cierva, Carrillo, p. 222 y ss. <<
que han estudiado con rigor las matanzas de Paracuellos. Al respecto, puede verse: C.
Fernández, Paracuellos: ¿Carrillo culpable?, Barcelona, 1983, p. 104; I. Gibson,
Paracuellos, (especialmente en lo relativo a la segunda oleada de sacas); R. Casas de
la Vega, El terror rojo, y R. de la Cierva, Carrillo. Dada la contundencia de las
pruebas y testimonios, resulta chocante la voluntad exculpatoria que se aprecia en J.
Cervera, Madrid en guerra. La ciudad clandestina. 1936-1939, Madrid, 1998, p. 92,
así como la manera en que pasa por alto algunos de los aspectos esenciales en este
episodio. <<
ss. <<
Morgado, Los sucesos de España vistos por un diplomático, Madrid, 1979. <<
posibles algunas de las calumnias vertidas por las autoridades del Frente Popular
contra la labor humanitaria de Borchgrave. <<
<<
especial interés el relato del incidente que realiza I. Gibson, ob. cit., p. 127 y ss. <<
<<
Feanco, Dositeo Rubio, Cesáreo Niño, Benjamín Cobos, Carmelo Gil, Cosme Brun,
Cecilio López, Rufino Laceras y Faustino Villanueva. <<
Aires, 1970, p. 161 que apostilla «¡Ah, qué Madrid éste!». De sobra lo sabía ella,
como tendremos ocasión de ver en las páginas siguientes. <<
de octubre de 1936 por ABC, en protesta por la muerte de Lorca contuviera más
nombres que el de cualquier instancia española paralela. <<
vídeo. Fue un producto propagandístico no exento de cierto lirismo fatuo propio del
denominado realismo socialista. Como sospechará el lector, todo parecido entre lo
que aparece en el documental y lo que sucedía a la sazón en España es pura
coincidencia. <<
p. 337 y ss. Las fuentes históricas son, desde luego, numerosas y entre ellas debe
hacerse mención especial a las propias declaraciones de Oak el 5 y 21 de mayo de
1947 ante el Comité de Actividades Antiamericanas (Cámara de Representantes), el
propio relato de Oak que apareció en el periódico socialista The Call en julio y
septiembre de 1937 y el expediente del FBI FOIA sobre Liston Merriam Oak. <<
<<
1937, véase: J. Maurín, Cómo se salvó Joaquín Maurín, Gijón, 1979; A. Suárez, El
proceso contra el POUM, París, 1974; VVAA, El proceso de 1938 contra el POUM,
Madrid, s.d. <<
que actuó en España y pudo escapar a las purgas llevadas a cabo por Stalin. Lo
conseguiría gracias a una oportuna fuga a Occidente. En sus memorias —existe una
versión española: Historia secreta de los crímenes de Stalin, Barcelona, 1955—
proporcionaría datos de considerable interés sobre la represión stalinista a la vez que
corría un astuto velo sobre las actividades en que él había participado. Sobre su papel
en España puede consultarse el testimonio de otro de los antiguos agentes soviéticos
en España, P. y A. Sudoplatov, Special Tasks, Boston, 1994, p. 45 y ss. <<
arresto de Nin en J. Hernández, Yo fui ministro de Stalin, Madrid, 1974, p. 140 y ss.
<<
secretario general del PCE, se manifestó indignado por la maniobra realizada por la
URSS especialmente al no tenerle al corriente de lo sucedido. Por supuesto, la
Komintern desoyó cualquier protesta de Díaz a esas alturas ya enemistado con
Pasionaria entre otras razones por su affaire sentimental con Francisco Antón. <<
agosto de 1938 presentado al Comité nacional del PSOE que puede leerse en I.
Prieto, ob. cit., p. 147 y ss. Sustancialmente coincide con la versión de los hechos que
el ministro comunista J. Hernández daría años después en sus memorias. <<
la campaña contra Prieto, el entonces ministro comunista Jesús Hernández, ob. cit., p.
230 y ss. Hernández reconoce que la caída de Prieto era considerada indispensable
para que el PCE pudiera apoderarse del control total de las fuerzas armadas. <<
de agosto de 1938 puede leerse en I. Prieto, ob. cit., p. 147 y ss. <<
Ocho meses en la cheka, Madrid, 1974 y M. Sabater, Estampas del cautiverio rojo.
Memorias de un preso del SIM, Barcelona, 1940. <<
Sáenz. <<
con referencias sumariales, véase J. Cervera, ob. cit., p. 325 y ss. <<
puede leerse en una nota a lápiz: «En un afán de asesinar, los rojos la atribuyen a los
nacionales». <<
José de la Fuente Blázquez. CG, legajo 198, caja 148, causa 261938 del Tribunal
especial de guardia número 2. <<
<<
Rojo se alzó con la victoria no fue porque represaliara a las familias de los desertores
sino porque disfrutaba de una incomparable superioridad militar frente a los blancos,
porque éstos actuaron de manera descoordinada y porque las condiciones geográficas
y económicas le favorecían. <<