Dworkin, Ronald - La Virtud Soberana
Dworkin, Ronald - La Virtud Soberana
Dworkin, Ronald - La Virtud Soberana
Virtud soberana
La teoría y la práctica de la igualdad
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B arcelona • Bu en o s Aires • México
Título original: S overeign Virtue
Publicado en inglés, en 2000, por Harvard Universíty Press, Cambridge, EE.UU. y Londres
La adaptación del capítulo 6, «La igualdad y la buena vida» (publicado en buena parte
por Paidós, en 1993, en los capítulos V y VI, «Ética filosófica» y «De la ética a la polítics»,
de la obra Ética privada e igualitarism o político, con traducción de Antoni Doménech),
ha corrido a cargo de Fernando Aguiar.
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las
leyes, 1« reproducción toral o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprograffa y e)
tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
/
© 2000 by Ronald Dworkin
© 2003 de la traducción, María Julia Bertomeu y Fernando Aguiar
© 2003 de todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,
Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona
y Editorial Paidós, SAICF,
Defensa, 599 - Buenos Aires
http://www.paidos.com
ISBN: 84-493-1436-4
Depósito legal: B. 28.620/2003
Primera parte
T e o ría
Segunda parte
P r á c t ic a
• ¿IMPORTA LA IGUALDAD?
II
1. Sobre mi propia explicación de la objetividad que pueden reclamar los juicios morales,
véase Ronald Dworkin, «Objectivity and Truth: You’d Better Believe It», Philosophy and Public
Affairs, n° 25, 1996, pág. 87.
introducción: ¿importa la igualdad? 15
mana y la responsabilidad que tiene cada persona para que se cumpla ese va
lor en su propia vida.
El espíritu de esos objetivos es el contrario al de dos de las corrientes
contemporáneas que han ejercido una influencia más poderosas en la teoría
liberal —el liberalismo político de John Rawls y el pluralismo de los valores
de Isaiah Berlín—; las consecuencias de ese espíritu opuesto surgen en este
libro. Berlín ha insistido en que los valores políticos más importantes se ha
llan en conflicto de manera impresionante —concretamente, él pone el acen
to en el conflicto ent re la libertad y la igualdad—, pero los capítulos 3 y 5, en-
tre otros, se esfuerzan en disipar tales conflictos e integrar esos valores. El
mecanismo de contrato social de Rawls está diseñado para aislar la moralidad
política de supuestos y controversias éticas sobre la naturaleza de una buena
vida. Mas en este libro la argumentación no hace uso de coritrato social algu
no: espera recabar el apoyo que sus afirmaciones políticas reclamen, no en un
acuerdo o consenso unánime, aunque sea hipotético, sino más bien en los va
lores éticos más generales a los que apela: la estructura de la buena vida des
crita en el capítulo 6, por ejemplo, y los principios de la responsabilidad per
sonal descritos en los capítulos 7, 8 y 9. En el capítulo 9, en la contraposición
entre dos diseños de provisión de bienestar, se ejemplifica ese contraste: el
principio de diferencia de Rawls, que prescinde de toda consideración sobre
la responsabilidad individual, y la aproximación en términos de un seguro hi
potético, que trata de apoyarse lo más posible en esa responsabilidad.
Para dicha teoría liberal comprehensiva me parece que ion fundamenta
les dos principios del individualismo ético, pues ambos configuran y dan
apoyo a la explicación de la igualdad defendida en este líbró. El primero es el
principio de igual importancia: desde un punto de vista objetivo, es impor
tante que las vidas humanas tengan éxito y que no se desperdicien, y esto es
igualmente importante, desde ese punto de vista objetivo, para cada vida hu
mana. El segundo es el principio de responsabilidad especial: aunque todos
tengamos que reconocer la importancia objetiva equitativa de que una vida
humana tenga éxito, sólo una persona tiene la responsabilidad especial y úl
tima de ese éxito: la persona de cuya vida se trata.
El principio de igual importancia no exige que los Seres humanos sean si
milares o iguales en todo: ni que sean igual de racionales o buenos, ni que las
vidas que desarrollan sean valiosas por igual. La igualdad en cuestión no está
relacionada con ninguna propiedad de las personas, sino con la importancia
que tiene el hecho de que lleguen a algo en la vida y no la desperdicien. Ade
más, las consecuencias de esta importancia que tiene la corrección o la inco
rrección de la conducta de alguien plantean una cuestión adicional. Muchos
filósofos aceptan lo que se denomina a menudo principio de beneficencia:
una persona tiene siempre la obligación moral de tratar con tanta considera
ción el destino de todo el mundo como su propio destino y el de su familia y
16 Virtud soberana
III
IGUALDAD DE BIENESTAR
ferencias teóricas entre las dos teorías abstractas de la igualdad siguen siendo
importantes en política. Con frecuencia, los funcionarios tienen suficiente in
formación general sobre la distribución de gustos y discapacidades como para
que esté justificado que se ajusten, de forma general, a la igualdad de recur
sos (por ejemplo, mediante desgravaciones fiscales especiales), si su objetivo
es la igualdad de bienestar. Incluso si no es así, algunas de las estructuras eco
nómicas que pudieran idear servirían mejor, de antemano, para calcular la
forma de reducir las desigualdades de bienestar en condiciones de incerti
dumbre, y otras para reducir la desigualdad de recursos. Pero la importancia
de la cuestión que planteo es teórica. Los igualitaristas tienen que decidir si
la igualdad que buscan es igualdad de recursos o de bienestar, una combina
ción de ambas o algo muy diferente, con el fin de que puedan argüir de for
ma convincente que la igualdad merece la pena totalmente.
No quiero decir que sólo los igualitaristas puros se tomen interés en esta
cuestión, puesto que incluso quienes no creen que la igualdad lo sea todo en
cuestiones de moralidad política suelen conceder que es parte de ella, por lo
que el hecho de que un acuerdo político reduzca la desigualdad es, al menos,
algo a su favor. Sin embargo, incluso quienes confieren a la igualdad esa mo
desta influencia tienen que determinar lo que se considera como igualdad.
Debo hacer hincapié, sin embargo, en que las dos concepciones de la igual
dad que voy a tener en cuenta no agotan las posibles teorías de igualdad, ni
siquiera combinadas. Hay otras teorías importantes que estas dos sólo captan
artificialmente. Por ejemplo, diversos filósofos apoyan teorías meritocráticas
de la igualdad distributiva, algunas de las cuales apelan a lo que a menudo se
denomina igualdad de oportunidades. Esta afirmación gdopta distintas for
mas, pero una de las más importantes sostiene que ajas personas se les niega
la igualdad cuando su posición más elevada en lo que respecta al bienestar o
a los recursos se tiene en cuenta en su contra al competir por plazas de uni
versidad o por puestos de trabajo, por ejemplo.
Pese a la afirmación de que tanto la igualdad de bienestar como la igual
dad de recursos nos resultan familiares y evidentes, son justamente las igual
dades que yo voy a considerar. En el capítulo 1 examino varias versiones, que
en general rechazo, de la primera. En el capítulo 2 desarrollo y respaldo una
versión concreta de la segunda. Quizá debiera añadir dos advertencias más.
Está muy extendida la opinión de que cierta gente (por ejemplo, los delin
cuentes) no se merecen la igualdad distributiva. Aunque me planteo algunas
cuestiones sobre el mérito al considerar qué es la igualdad distributiva, no
tendré en cuenta esta cuestión. John Rawls (entre otros) se ha preguntado si
la igualdad distributiva no exigirá desviarse de una base igualitaria cuando se
hace en interés del grupo de los menos favorecidos, de forma que, por ejem
plo, se atiende mejor a la igualdad de bienestar cuando los menos favorecidos
tienen menos bienestar que otros, pero más que el que, en cualquier otro ca
24 Teoría
II. Un p r im e r v ist a z o
IIL C o n c e p c io n e s d e la ig u a l d a d d e b ie n e st a r
* Nuestro idioma no cuenta con dos palabras distintas para iraóuór welfare y wcll-bring.
No encontramos otra solución que traducir ambas por bienestar y aclarar entre paréntesis de
cuál de las dos se trata cuando Dworkin las usa juntas para recalcar el matiz que existe entre
ellas: wcll-kcmg, entendido como «estar bien», tiene un componente subjetivo que no está pre
sente en wclfarv . o bienestar entendido como «irle bien a alguien», que hace referencia a tener
una buena posición. Como es sabido, wclfarv también se usa para referirse a las ayudas y pro
gramas de bienestar que suministra el gobierno, especialmente para las personas con problemas
sociales y financieros. (N. del t.)
30 Teoría
tando que se trata de un hecho profundo o nuevo sobre las personas concep
tualmente independiente de su éxito o satisfacción. Esto es, podemos aceptar
la igualdad de éxito como un ideal político atractivo incluso si rechazamos
que tenga sentido siquiera preguntarse si al ser igual el éxito de dos personas,
será igual su bienestar esencial. Esto puede ser así incluso si negamos que esa
cuestión sea análoga a la pregunta sobre si el hecho de producir la mayor uti
lidad media posible hace que una institución sea justa.
Advierto esto porque es importante distinguir dos estrategias que alguien
que desee defender una concepción concreta de la igualdad de bienestar po
dría usar. Podría empezar aceptando, en primer lugar, la idea de bienestar
como bienestar esencial, y luego, como premisa provisional de su argumento,
aceptar la proposición de que la igualdad genuina exige que el bienestar esen
cial de las personas sea igual. Podría defender entonces una teoría concreta
del bienestar (el éxito, por ejemplo) como la mejor teoría de aquello en que
consiste el bienestar y concluir así que la igualdad exige que el éxito de Jas
personas sea igual. O bien, en segundo lugar, podría defender alguna con
cepción de la igualdad de bienestar, como la igualdad de éxito, de forma más
directa. Podría no adoptar posición alguna en lo que respecta a la cuestión de
si el bienestar esencial consiste en el éxito, o incluso en lo que respecta a la
cuestión previa de si esa pregunta tiene sentido. Podría sostener que, en cual
quier caso, la igualdad de éxito viene exigida por razones de equidad, o por
alguna otra que tenga que ver con un análisis de la igualdad que sea inde
pendiente de cualquier teoría sobre el sentido o el contenido del bienestar
esencial.
¿Es necesario, por tanto, tener en cuenta ambas estrategias para valorar la
defensa de una concepción concreta de la igualdad de bienestar? Creo que no,
porque el fracaso de la segunda estrategia (al menos en cierto modo) ha de
considerarse también como el fracaso de la primera. No es mi intención afir
mar que la idea del bienestar esencial, que es un concepto que admite dife
rentes concepciones, no tenga sentido, de forma que la primera estrategia, de
purada de su falta de sentido, sea la segunda. Al contrario, creo que esta idea
es importante, al menos tal y como se define en algunos contextos: lá cuestión
de dónde radica el bienestar esencial de las personas, cuando se concibe apro
piadamente, resulta a veces, en esos contextos, una cuestión de profunda im
portancia. Ni creo que de la conclusión de que, desde la perspectiva de cierta
concepción concreta del bienestar, las personas no deben ser iguales, se siga
que ésta es una mala concepción del bienestar (concebido como bienestar
esencial). Mi intención es, más bien, negar la afirmación opuesta: que si una
concepción es una buena concepción del bienestar, de ello se sigue que el
bienestar de las personas, concebido así, debe ser igual. Esto no se puede con
cluir. Podría aceptar, por ejemplo, que el bienestar esencial de las personas es
igual cuando logran, de forma más o menos equitativa, que algunas de sus pre
Igualdad de bienestar 31
ferencias se satisfagan, sin que tenga que admitir por ello que avanzar hacia
esa situación suponga, p ro tanto, un avance hacia una igualdad distributiva ge-
nuina. Incluso si aceptara inicialmente ambas proposiciones, debería abando
nar la última, si es que estoy persuadido de que hay buenas razones de mora
lidad política para que ese tipo de éxito no sea igual para todo el mundo. Esas
razones son válidas sea sólida o no la primera proposición. Así pues, los argu
mentos que sean capaces de anular la segunda estrategia —mostrando que hay
poderosas razones de moralidad política por las que una distribución no de
bería pretender que el éxito de las personas sea equitativo— han de contar,
asimismo, con poderosos argumentos en contra de la primera estrategia, que
no sean, por supuesto, razones que anulen la conclusión provisional de dicha
estrategia, a saber, que el bienestar esencial consiste en el éxito. En lo que si
gue trataré de oponerme a la segunda estrategia de esta manera.
1 IV. T e o r ía s d e l é x it o
taria de las preferencias de las personas cuando se incluyen tanto las prefe
rencias políticas como otras. Deberíamos darnos cuenta de que existe cierta
dificultad al aplicar esta concepción de la igualdad en una comunidad en la
que algunas personas, dadas sus propias preferencias políticas, sostienen
exactamente la misma teoría. Los funcionarios no podrían saber si se satisfa
cen las preferencias políticas de una persona hasta que no supieran si la dis
tribución que han elegido satisface por igual las preferencias de todo el mun
do, incluyendo las preferencias políticas de esa persona, por lo que se corre
aquí el peligro de caer en un círculo vicioso. Pero supondré que la igualdad
de bienestar, concebida así, se podría lograr en tal sociedad mediante ensayo
y error. Los recursos se podrían distribuir y redistribuir hasta que todo el
mundo declarase que está satisfecho de que la igualdad de éxito se haya lo
grado en su concepción más amplia.
También deberíamos dar cuenta, sin embargo, de una nueva dificultad:
probablemente con esta concepción resulte imposible alcanzar un grado ra
zonable de igualdad, in clu so m ed ia n te m éto d o s d e en sa y o y error, en una co
munidad cuyos miembros apoyan teorías políticas muy diferentes sobre las
distribuciones justas, teorías sobre las que se albergan sentimientos muy pro
fundos. Sea cual fuere la distribución de bienes que se establezca, siempre
surgirá algún grupo que, comprometido de forma apasionada con una distri
bución diferente por razones de teoría política, se sienta, por bien que les va
ya personalmente a sus miembros, profundamente insatisfecho, mientras que
otros se sentirán muy satisfechos porque sostienen teorías políticas que aprue
ban el resultado. Pero dado que me propongo no prestar atención a las difi
cultades o contingencias prácticas, supondré que existe una sociedad en la
que es posible lograr la igualdad, a grandes rasgos, en el grado en que las per
sonas ven satisfechas sus preferencias no restringidas —esto es, tener más o
menos éxito de forma equitativa, según esta concepción amplia—, bien por
que todo el mundo sostiene, aproximadamente, la misma teoría política, bien
porque, aunque la gente no esté de acuerdo, la insatisfacción de alguien res
pecto a una solución por motivos políticos podría compensarse mejorando su
situación personal, sin provocar en los demás un rechazo tan grande como
para que la igualdad, concebida así, quede anulada por ese motivo.
Sin embargo, esta última posibilidad —que se proporcionen más bienes,
a modo de compensación, a los que salen perdiendo debido a que se rechaza
su teoría política— hace que esta concepción de la igualdad de bienestar re
sulte, de inmediato, poco atractiva. Incluso aquellos que, pese a todo, se sien
tan atraídos por la idea de la igualdad de bienestar, en cualquiera de sus con
cepciones, probablemente no deseen que se tengan en cuenta ganancias o
pérdidas de bienestar ligadas, por ejemplo, a prejuicios raciales. Por eso su
pongo que casi todo el mundo desearía matizar la igualdad de éxito, estipu
lando al menos que una persona intolerante no debe tener más bienes que
Igualdad de bienestar 33
otros por el hecho de que desapruebe una situación en la que los negros tie
nen tanto como los blancos, a menos que su propia posición fuera lo sufi
cientemente favorecida como para compensar la diferencia.
Pero no está claro por qué esa especificación no ha de aplicarse a todas
las teorías políticas que se hallan en conflicto con la idea general de la igual
dad de éxito, y no sólo a la intolerancia racial. Debe aplicarse por igual a to
do el que considere que los aristócratas deben tener más que la plebe, o a los
meritocráticos que consideran que, por razones de moralidad política, los que
tienen más talento deben recibir más. De hecho, debe aplicarse incluso a los
igualitaristas, que consideran que los recursos, la satisfacción o el éxito de la
gente es lo que debe ser equitativo, y no la realización de todas sus preferen
cias, incluyendo sus preferencias políticas. Por supuesto, las teorías igualita
rias «incorrectas» les parecerán más respetables a los funcionarios que acep
tan la última concepción de la igualdad mencionada más arriba que las
teorías intolerantes o meritocráticas. Pero sigue resultando extraño que in
cluso los igualitaristas equivocados deban obtener recursos adicionales, abo
nados en sus cuentas personales, con el tin de que reciban una compensación,
pues de lo contrario aprobarían en menor medida la situación que aquellos
que apoyan la teoría política que se supone que es correcta, y sobre los que
habría de recaer cualquier exigencia de recursos adicionales de los primeros.
Parece extraño (entre otras razones) porque una buena sociedad es aquella
que trata la concepción de la igualdad que esa sociedad aprueba no como si
luera únicamente una preferencia de algunas personas y, por tanto, como una
fuente de satisfacción que se le puede negar a otros —que deben ser, pues,
compensados de otra manera—, sino como una cuestión de justicia que todo
el mundo debe aceptar porque es correcta. Esa sociedad no compensará a las
personas por tener preferencias que sus instituciones políticas fundamenta
les consideran incorrectas.
La razón por la que la intolerancia racial no debe tenerse en cuenta como
justificación para que el intolerante reciba más bienes personales es que la
concepción misma de la igualdad condena esa teoría o actitud política, no
que el intolerante sea necesariamente poco sincero, irreflexivo o una persona
malvada. Pero entonces, otras teorías políticas no igualitarias, e incluso teo
rías igualitarias erróneas, deberían descartarse de igual modo. Supongamos,
además, que nadie cuenta con una teoría política formal de tipo alguno que
no sea igualitaria, o que sea igualitaria pero incorrecta, sino que algunas per
sonas son, simplemente, egoístas y no tienen convicciones políticas ni siquie
ra en sentido amplio, de forma que su aprobación general del resultado de
una distribución cualquiera depende sólo de su propia situación privada,
mientras que otros son benevolentes, de forma que su aprobación general
aumenta debido, pongamos por caso, a la eliminación de la pobreza en la so
ciedad. A menos que renunciemos a tener en cuenta esa benevolencia como
34 Teoría
de que Arthur, por hipótesis, no tenga actitud o teoría política alguna que
pueda justificar, o exigir, una distribución en la que esté menos satisfecho, en
ese sentido, que Betsy; de manera que, combinando valoraciones políticas
impersonales y personales, puede que Arthur no tenga motivo para conside
rar la distribución con tanta aprobación general o global como Betsy.
Pero supongamos que la teoría política compartida no es el ideal de una
igualdad de la aprobación general, sino alguna otra teoría no igualitaria que
pudiera proporcionar ese motivo. Supongamos que todo el mundo acepta
una teoría de las castas, de forma que aunque Amartya es más pobre que
otras personas, la distribución satisface en general sus preferencias equitati
vamente, pues él cree que, como miembro de una casta inferior, debe tener
menos: en general, sus preferencias estarían peor satisfechas si él tuviera más.
Bimal, que pertenece a una casta superior, tampoco estaría contento del todo
si Amartya tuviera más. En esta situación, la igualdad de éxito no restringida
recomienda una distribución que no recomendaría ninguna otra concepción
de igualdad de bienestar. Pero, por esa misma razón, resulta inaceptable. Un
sistema político que no sea igualitario no se vuelve justo sólo porque todo el
mundo crea, erróneamente, que lo es.
La igualdad de éxito no restringida sólo es aceptable cuando las prefe
rencias políticas de las personas son sólidas, y no simplemente populares; lo
cual significa, por supuesto, que se trata de un ideal vacío en última instancia,
útil sólo cuando aprueba una distribución que ya ha mostrado, de forma in
dependiente, que es justa mediante alguna concepción más restringida de la
igualdad de éxito o, en general, mediante algún otro ideal político. Suponga
mos que alguien niega esto y sostiene que es bueno de por sí que todo el mun
do dé su aprobación en gran medida, y por igual, a un sistema político, sin
que importe qué sistema es. Esto resulta tan arbitrario, y tan alejado de los va
lores políticos comunes, que cabe cuestionarse si esa persona comprende lo
que es una teoría política o para qué sirve. En cualquier caso, no expone una
interpretación de la igualdad, y mucho menos una que resulte atractiva.
* Pez cuyo hábitat está amenazado por la construcción de la Presa Tellico en Tennessee.
(N. dele.)
Igualdad de bienestar 37
tes y beneficios que han de asumir cuando deciden si se debe construir la pre
sa una vez que se ha tenido todo en cuenta; es discutible que su insatisfacción
deba contar en un cálculo benthamita y que se sopese frente a lo que otros ga
narían si se construyera la presa. Quizá se desee ir más allá de esto afirmando
que si la comunidad afronta una serie continua de decisiones que oponen la
eficiencia económica a la conservación de las especies, no debería tomar esas
decisiones de forma diferente, mediante cálculos separados de costes y bene
ficios en los que Charles saldría perdiendo, sino como una serie de decisiones
en las que la comunidad debería acatar su opinión al menos una vez. Pero na
da de esto nos lleva a defender que la comunidad sólo trata a Charles como a
un igual si reconoce su posición marginal de forma diferente: asegurándole,
en la medida de lo posible, que el éxito de sus preferencias no políticas se
guirá siendo tan grande como el de todos los demás cuando se terminen las
decisiones, sin que importe cuán excepcionales sean sus preferencias imper
sonales. De hecho, esta afirmación, más que reforzar contradice lo que reco
miendan los ideales convencionales de la igualdad política, porque si la co
munidad reconociera esa responsabilidad, muy probablemente la opinión de
Charles desempeñaría algún papel mucho más allá de lo que esas ideas tradi
cionales le aseguran.
Pero aún podría alguien alegar que mis argumentos dependen de que se
atribuya a la gente unas preferencias impersonales que no son razonables en
esas circunstancias o, más bien, que no cabe esperar que la comunidad pue
da dar cumplida cuenta de ellas ofreciendo compensaciones si no se satisfa
cen. Esa persona podría decir que mis argumentos no indican que no se deba
dar satisfacción, de esa forma, a las preferencias impersonales razonables. Pe
ro esto introduce una idea muy diferente en la discusión, puesto que ahora
necesitamos una teoría independiente que nos diga cuándo es razonable una
preferencia impersonal, o cuándo es razonable compensarla. Probablemen
te, semejante teoría suponga que cierta distribución equitativa de recursos
sociales debe dedicarse a lo que interese a cada persona, de forma que resul
te apropiado reclamar una compensación cuando, de hecho, esa parte equi
tativa no se pone a disposición de alguien, pero no resulte apropiado hacerlo
si al decidir tal y como desea o al ser compensado por su decepción se invade
la parteequitativa de otras personas. En esta misma sección consideraremos,
más adelante, las consecuencias que tiene emplear de esta forma la idea de la
división en partes equitativas en una teoría de la igualdad de éxito. Baste con
dar cuenta, por ahora, de que serían necesarios algunos de esos importantes
refinamientos antes de que cualquier preferencia impersonal cumpliera con
los requisitos exigidos por los cálculos de la igualdad de éxito.
Tampoco parece inadmisible que se restrinja una concepción de la igual
dad de bienestar al éxito que se tenga a la hora de lograr las ambiciones per
sonales, que son distintas tanto de las ambiciones políticas como de las im
38 Teoría
Exito relativo. Debemos tener en cuenta, por tanto, la forma más restrin
gida de la igualdad de éxito, que será la que discuta. Esa concepción exige
que una distribución se lleve a cabo de tal manera que el grado de satisfac
ción de las preferencias de las personas con respecto a su vida y sus circuns
tancias sea lo más equitativo que se pueda lograr con esa distribución. Esta
concepción de la igualdad de bienestar presupone una teoría especial, pero
admisible, de psicología filosófica. Se supone que las personas son agentes
activos que distinguen entre el éxito y el fracaso de las decisiones que están a
su disposición, por un lado, y entre su aprobación o desaprobación general
del mundo en su conjunto, por otro. Asimismo, se supone que tratan de con
seguir que la vida sea lo más valiosa posible de acuerdo con su concepción de
lo que es una vida mejor o peor, reconociendo a un tiempo, quizá, las limita
ciones morales de la búsqueda de ese fin y de fines en disputa tomados de en
tre sus preferencias impersonales. Sin duda, hay cierta idealización en este es
bozo: no puede darse nunca una descripción completamente precisa de la
conducta de una persona, por lo que, en muchos casos, se pueden precisar
matices significativos. Pero parece un modelo mejor que los modelos alter
nativos principales, quizá más conocidos, para describir e interpretar cómo
es la gente.
Así pues, no voy a enfrentarme a esta teoría psicológica. Pero tenemos
que apreciar, al mismo tiempo, que existe una dificultad en la sugerencia
de que los recursos de una comunidad se deben distribuir, en la medida de lo
posible, de forma que las personas tengan éxito por igual para que la vida les
resulte, a su modo de ver, valiosa. Las personas deciden qué vida quieren lle
var en relación con un trasfondo de supuestos sobre el tipo y la cantidad
aproximada de recursos que tendrán a su disposición para llevar adelante di
ferentes tipos de vida. Ese trasfondo lo tienen en cuenta al decidir en qué me
Igualdad de bienestar 39
a la luz de un plan más general; quizá no tomen ninguna de ellas de forma en
teramente deliberada. La suerte, los acontecimientos y el hábito desempeñan
un importante papel. Pero una vez que deciden, esas decisiones definen un
conjunto de preferencias, y cabe preguntarse hasta qué punto una persona
tiene éxito o fracasa al realizar las preferencias que ha fijado de ese modo. Esa
es (he de decir) la cuestión del éxito relativo de esa persona: que los diversos
objetivos que se ha fijado se cumplan con éxito.
Pero las personas toman decisiones, se forman esas preferencias, a la luz
de una ambición diferente y más amplia: la ambición de hacer algo valioso
con la única vida que tienen. Creo que es un error describir esta gran ambi
ción como si se tratara de una preferencia más. Es demasiado importante pa
ra que le cuadre fácilmente ese nombre; además, carece en gran medida de
contenido. Las preferencias representan el resultado de una elección, del
proceso de concretar más lo que uno quiere. Pero la ambición de hallar el
valor de la vida no se elige frente a otras alternativas, pues no hay alternati
va en el sentido corriente. Esa ambición no concreta más los planes; es, sen
cillamente, la condición para tener planes. Una vez que alguien ha estableci
do un plan de vida, aunque sea de manera provisional o parcial, una vez que
ha fijado de esa forma sus diversas preferencias, puede medir entonces su
propio éxito relativo de forma bastante mecánica, comparando su situación
con ese plan. No obstante, al comparar de tal manera sus logros con una se
rie de objetivos, no puede asegurar que ha tenido éxito o que ha fracasado a
la hora de hallar el valor de la vida. Para descubrir ese valor tiene que evaluar
su vida en general, y ése es un juicio que tiene que provocar convicciones que,
por inarticuladas que resulten y por reacios que seamos a denominarlas así,
se describen mejor como convicciones filosóficas sobre lo que puede pro
porcionar sentido o valor a la vida humana. Al valor que, en ese sentido, le
atribuye una persona a su vida lo denominaré su juicio sobre el éxito general
de esa vida.
La gente discrepa sobre la importancia del éxito relativo para lograr el
éxito general. Que sea probable que una persona tenga mucho éxito en una
carrera profesional concreta (o en un asunto amoroso, o deportivo, o en otra
actividad) cuenta enormemente, cabe pensar, a favor de que haya elegido o
buscado ese éxito. Si esa persona duda entre ser artista o abogado, pero cree
que puede ser un abogado brillante y sólo un buen artista, esto podría resul
tar decisivo a favor del Derecho. Otra persona podría sopesar el éxito relati
vo mucho menos. En las mismas circunstancias podría preferir ser un buen
artista en vez de un brillante abogado, pues considera el arte mucho más im
portante que lo que pueda hacer un abogado.
Este hecho —que las personas valoran así el éxito relativo— es relevante
aquí por la siguiente razón. El atractivo básico e inmediato de la igualdad de
bienestar, de la forma abstracta en que lo expuse al principio, reside en la
Igualdad de bienestar 41
persona, el juicio desde el punto de vista de quien tiene que hacer algo valio
so con su propia vida. Si es así, entonces nos interesa ahora este último juicio.
O quizá se refiera a la distinción entre el juicio de alguien con respecto a su
propio éxito en esa tarea, dadas sus aptitudes y oportunidades, y su juicio so
bre si le fue bien con las aptitudes, las oportunidades y las convicciones que
hicieron de él la persona cuya vida habría tenido más valor vivida de esa for
ma. No es difícil imaginar vidas que ilustren esta distinción así entendida. De
hecho, es un tópico que los grandes artistas a menudo no trabajan por placer
(ni siquiera en el sentido más amplio de la palabra placer) sino, más bien, en
constante miseria, simplemente porque no les resulta posible no escribir poe
sía, hacer música o pintar. Un poeta que afirme esto quizá piense que emplear
la vida de otra forma sería, en el sentido más fundamental, un fracaso. Pero
bien podría pensar que la unión de talento y creencias que hacen que esto sea
cierto fue mala para él, con lo que se refiere sólo al hecho de que su vida sería
más placentera si careciera de ese talento o no tuviera esa creencia, la cual, no
obstante, él no puede debilitar; y que la creación poética en la miseria y la de
sesperación ha sido para él, teniendo todo eso en cuenta, la mejor vida que
podía llevar. Supongamos, pues, que le planteamos la tenebrosa cuestión
que sólo preguntan los filósofos y los novelistas sentimentales: ¿habría sido
mejor para ti que no hubieras nacido? Si dice que sí, lo cual podría ocurrir se
gún su estado de ánimo, sabríamos a qué se refiere, y no sería que no ha he
cho nada valioso de su vida. Si la distinción entre cómo juzga alguien el valor
de su vida y cómo juzga el valor que la vida tiene para él se considera de esta
forma, entonces me refiero al primero cuando hablo de su juicio sobre su éxi
to general. Pero si la distinción no se puede considerar de esta forma, o de
cualquiera de las otras formas que he tenido en cuenta, entonces no la en
tiendo, y sospecho que no hay distinción alguna.
Estas observaciones rudimentarias pretenden aclarar la comparación a la
que hemos de tender cuando proponemos que el éxito general de las perso
nas sea equitativo. No podemos llevar a cabo esa comparación descubriendo,
simplemente, las preferencias de dos personas y ajustando su situación a esas
preferencias. Eso no sería más que una comparación de su éxito relativo. De
bemos invitarles (o lo hacemos nosotros desde su punto de vista) a realizar un
juicio general, en vez de relativo, que considere esas preferencias como parte
de lo que se juzga, y no como la norma de valoración. Sin embargo, si les pe
dimos que realicen esa valoración ellos mismos y que intenten comparar sus
valoraciones, descubriremos la siguiente dificultad. Supongamos que a Jack
y a Jill se les pide que valoren el éxito general de su propia vida, y les dejamos
claro, mediante una serie de distinciones, a lo que nos referimos con éxito ge
neral, a diferencia de éxito relativo, o satisfacción, o hasta qué punto desean
seguir viviendo, etc. Asimismo, les proporcionamos una serie de etiquetas,
desde «fracaso total» hasta «un éxito muy grande», con diversos grados in
Igualdad de bienestar 45
termedios, para que elijan entre ellas. No tenemos garantía alguna de que am
bos empleen la misma etiqueta para emitir el mismo juicio. Puede que Jack
use una de las etiquetas, o más, con un significado diferente al de Jill, y pue
de que ambos empleen escalas diferentes al juzgar los intervalos entre esas
etiquetas. Jack puede suponer, por ejemplo, que hay una diferencia enorme
entre «gran éxito» y «un éxito muy grande», mientras que Jill entiende que
esos términos sólo implican una diferencia marginal. De esa forma, ambos
podrían usar la última etiqueta para dar cuenta de juicios que nosotros, sobre
la base de nuevas conversaciones con ellos, hemos llegado a considerar como
juicios muy diferentes. Esta dificultad, así descrita, es una dificultad de tra
ducción, y he de suponer que en principio se podría superar, al menos entre
hablantes de nuestra propia lengua, mediante las nuevas conversaciones a las
que me acabo de referir.
Todo esto supone, claro está, que en realidad sólo hay un tipo de juicio
general, que es el que le pedimos a Jack y a Jill (o que nos proponemos hacer
desde su punto de vista, en su nombre), y que este juicio es, de hecho, un jui
cio sobre el valor inherente de sus vidas. Tal juicio resulta diferente de un juicio
sobre el éxito relativo, o sobre hasta qué punto una persona quiere seguir vi
viendo, o sobre cuánta satisfacción le procura la vida. Mucha gente se mues
tra escéptica, por supuesto, con relación a esos juicios interpretados así. Si es
tán en lo cierto, entonces los juicios que les pedimos a Jack y a Jill son juicios
sin sentido. Pero entonces la misma igualdad de éxito general carece de sen
tido por tal motivo. (No obstante, alguien podría proponer, por razones que
no necesitamos explorar, que las ilusiones de la gente deberían ser, no obs
tante, iguales.) Sin embargo, si suponemos que los escépticos se equivocan (o
incluso que la igualdad de las ilusiones es un objetivo verosímil), la igualdad
de éxito general pacecerá, pues, de repente, un extraño objetivo, al menos en
las siguientes circunstancias.
Supongamos que Jack y Jill tienen los mismos recursos y que, por lo de
más, se parecen más o menos en todo, excepto en lo que se refiere a las creen
cias que voy a mencionar. Ambos están sanos, no padecen minusvalías, tienen
un razonable éxito en las ocupaciones que han elegido, ninguno está espe
cialmente dotado o es especialmente creativo. Ambos disfrutan más o menos
igual del día a día. Pero Jack (que está muy influido por la percepción de gé
nero) cree que una vida normal, totalmente envuelta en la realización de pro
yectos, es una vida valiosa, mientras que Jill (quizá porque se ha tomado a
Nietzsche muy a pecho) es más exigente. Jack cree, por ejemplo, que la vida
de un campesino hacendoso que logra muy poco y no deja nada tras de sí es
una vida llena de valor, mientras que Jill cree que semejante vida es un fracaso
total. Sí se le pide a cada uno que calcule el valor general de su propia vida, Jack
estimará el valor de la suya por lo alto, y Jill por lo bajo. Mas, sin duda, este he
cho no aporta razón alguna para transferir recursos de Jack a Jill, conside
46 Teoría
rando que, entonces, Jill estimaría al alza el valor de su vida, a pesar de que
aún tenga poco éxito general.
Pudiera parecer que la dificultad que plantea este ejemplo surge sólo del
hecho de que nuestro procedimiento trata de comparar juicios de valor, a los
que llega basándose en teorías muy diferentes, sobre lo que hace que la vida
sea valiosa, lo cual es como comparar peras y manzanas. Se podría objetar
que haríamos mejor pidiendo a Jack y a Jill que realicen juicios comparados
empleando sus propios criterios de comparación, y comparar entonces di
chos juicios de forma que neutralicen sus diferentes convicciones filosóficas.
Creo que esto es un error, pero exploraremos, pese a ello, la sugerencia. Po
dríamos pedirle a Jack, por ejemplo, que compare el valor que, a su modo de
ver, tiene su vida actual con el valor de la vida que habría tenido en cuales
quiera otras condiciones físicas y mentales y con cualquier otro conjunto de
recursos materiales y oportunidades ideales que hubiera tenido a su disposi
ción. O podríamos plantearles un tipo de pregunta muy diferente: no se tra
taría de pedirles que imaginen diferentes circunstancias materiales, sino más
bien que comparen su vida actual con otras vidas en las que no hallaran valor
alguno.1Podríamos preguntarles en qué medida el valor de su vida supera el
de esa otra vida. Y así sucesivamente. Una vez que se han seleccionado algu
nas de esas preguntas (o quizás algún grupo ponderado de ellas) por alguna
razón especialmente apropiada para el caso, la igualdad de éxito general re
comendaría, como ideal político, redistribuir hasta que la proporción o la
cantidad fija sobre la que se nos haya informado hipotéticamente mediante
las respuestas se aproxime tanto al mismo grado en todos los casos como se
pueda lograr de esa forma.
Al mismo tiempo he de decir que, como mínimo, cabe dudar que haya al
guien que pueda responder a todas esas preguntas, o a alguna de ellas, a ex
cepción, quizá, de los entrevistados más predispuestos filosóficamente. Sin
embargo, dejaré a un lado estas dudas y supondré que la gente en general
comprende lo suficiente las teorías del valor como para que puedan respon
der a aquellas preguntas de forma inteligente. Ahora bien, las diferentes com
paraciones que surjan de las distintas preguntas podrían provocar! si todos
emplean el ideal de la igualdad de éxito general, diferentes recomendaciones
para llevar a cabo la distribución. Supongamos, por ejemplo, que Jack cree
que su vida actual es mucho mejor que la peor vida que pudiera imaginar, pe
ro también mucho peor que la mejor vida, mientras que Jill cree que su vida
no es ni mucho mejor que la peor vida, ni mucho peor que la mejor. Cómo se
distribuya dependerá, entonces, de cuál de estas dos comparaciones se con
sidere más importante para comparar los niveles de éxito general. Incluso si
1. Debo esta última sugerencia a Derek Parfit y, a través de él, entiendo que también a
J. P. Griffin y J. McMahon.
Igualdad de bienestar 47
todas las respuestas a todas las preguntas que pudiéramos inventar indicaran
que la distribución se debe dirigir siempre a un mismo lado, aún deberíamos
mostrar que al menos una de esas preguntas fue la pregunta correcta que ha
bía que plantear.
Sin embargo, cuando observamos con atención las preguntas que he
puesto en la lista, resulta que son, con mucho, preguntas equivocadas. Su
pongamos que Jack y Jill (que, tal y como he planteado, son por ahora dos
personas aproximadamente iguales en lo que se refiere a los recursos, la sa
tisfacción y el éxito relativo que obtienen en la vida que han elegido) discre
pan radicalmente cuando juzgan si acaso la vida para ellos tendría mucho más
valor si, por ejemplo, tuvieran cuanto pudieran tener. Jack cree que con to
dos esos recursos resolvería el enigma del origen del Universo, lo que sería el
mayor logro humano que se pueda imaginar, mientras que Jill considera que
ese enigma no tiene solución, y carece de un sueño semejante. Así que Jack
cree que su vida actual sólo es lo buena que idealmente podría ser en una mi
lésima parte, pero Jill cree que su vida no es tan mala como podría ser. Cier
tamente, no hay razones de igualdad aquí para transferir recursos de Jill a
Jack (sacrificando su supuesta igualdad de recursos, de satisfacción y de éxi
to relativo), incluso aunque esa transferencia consiga que Jack sitúe su nueva
vida algo más cerca de la vida ideal en la que resuelve el enigma.
Supongamos que Jack considera su vida actual mucho más valiosa que
cualquier otra que no tenga para él valor alguno, mientras que Jill piensa
que su vida, según una escala fija cualquiera del valor de la vida, apenas es
mejor que una vida que no tenga para ella valor en absoluto, pero que esto es
por la razón ya sugerida. Jack considera de enorme valor una vida llena de
proyectos y actividades, con tanta diversión en el día a día como la que él tie
ne, algo que hay que atesorar, proteger y buscar. Es capaz de imaginarse una
vida que le fuera indiferente, pero se trataría de una vida tan pobre que pue
de afirmar sin dudarlo que su vida es mucho mejor que ésa. Jill encuentra en
el día a día, más o menos, la misma satisfacción y diversión. No es depresiva,
sino que tiene más bien una idea muy exigente de qué es realmente el éxito en
la vida. Cuando se le pide seriamente que aborde esa importante pregunta con
espíritu filosófico, no puede decir que crea que su vida, pese a su aparente ri
queza, tiene de hecho un gran valor real; se puede imaginar fácilmente que la
vida no hubiera tenido para ella valor en absoluto, y no puede decir, honrada
mente, que cree que su vida es realmente mucho más valiosa que ésa, tenién
dolo todo en cuenta. Resulta inadmisible de nuevo que la igualdad exija que
se realicen transferencias de recursos de Jack a Jill.
¿Por qué todas estas preguntas comparadas son tan claramente erróneas?
Porque, de hecho, al cambiar de preguntas fijas a preguntas comparadas no
hemos escapado a la dificultad con que nos encontramos en las primeras.
Porque las diferencias que hemos apreciado entre Jack y Jill siguen siendo d i
48 Teoría
ferencias en cuanto a sus creencias, pero no en relación con sus vidas. Se tra
ta de fantasías especulativas diferentes sobre lo buena o lo mala que podría
ser la vida para ellos en circunstancias muy diferentes y rarísimas, o de dife
rentes convicciones filosóficas sobre qué es lo que le podría dar a la vida un
gran valor; pero no se trata, pues, de que la vida actual de ambos sea diferen
te. Cada uno de los juicios que emiten Jack o Jill al responder a las diferentes
preguntas que se les plantean se puede considerar como un juicio sobre el va
lor o el éxito general de la vida que llevan. Pero no todos los juicios son igua
les, y ninguno de los que hemos descrito hasta ahora resulta apropiado para
una teoría de la igualdad de éxito general.
Quiero proponer ahora una comparación del éxito general en la vida —que
parece que al menos está relacionada con problemas de igualdad distributi
va— muy diferente de las comparaciones propuestas en aquellas preguntas.
Los diferentes juicios de las personas sobre la marcha general de sus vidas só
lo implican vidas diferentes, y no simples creencias diferentes, cuando de lo
que se trata no es de distintas fantasías o convicciones, sino de un grado dife
rente de satisfacción. Y esto es cuestión, a mi entender, de que se mida el éxi
to o el fracaso personal en relación con algún criterio de lo que d eb e ser la sa
tisfacción, no de lo que, quizás, podría haber sido. Me parece que ésta es la
comparación importante y la que resulta pertinente ahora. Cuanto más se
queje la gente, razonablemente, por no haber hecho nada en la vida, menos
éxito general habrán tenido en ella.
«Razonablemente» tiene aquí, por supuesto, un gran peso. Pero es com
pletamente necesario. Nadie se puede quejar, razonablemente, por no haber
disfrutado de una vida en la que contara con poderes físicos y mentales so
brenaturales, o de una vida tan larga como la de Matusalén. Así pues, nadie
tiene menos éxito en la vida, teniéndolo todo en cuenta, sólo porque crea que
semejante vida sería infinitamente más valiosa, en sentido filosófico, que la vi
da que tiene. Pero las personas se pueden quejar, razonablemente, de no ha
ber tenido unas capacidades normales o una vida tan larga como la de la ma
yoría de la gente. Nadie se puede quejar, razonablemente, de no haber tenido
la vida de alguien que posee, injustamente, una gran parte de los recursos
mundiales; de forma que ninguna persona tiene menos éxito en la vida que
otra porque piense que su vida sería mucho más valiosa en circunstancias co
mo ésas, mientras que la otra persona no lo cree así. Pero la gente se puede
quejar razonablemente de no disponer de la parte de recursos materiales a la
que tiene derecho.
Quizás ahora resulte claro el argumento. Cualquier explicación de la
igualdad de éxito general que no tenga como eje la idea de queja razonable (o
una idea similar) será irrelevante para una teoría sensata de la igualdad dis
tributiva. Se puede desarrollar un concepto del éxito general para algunos
propósitos, pero no para éste. Pero cualquier explicación que no tenga como
Igualdad de bienestar 49
eje aquella idea habrá de incluir algún supuesto sobre cuándo es justa una
distribución en su descripción de la igualdad de éxito general, lo cual signifi
ca que dicha igualdad no se puede usar para justificar o elaborar una teoría
de la justa distribución. No me refiero, simplemente, a que no se pueda apli
car la igualdad de éxito en algunos casos sin contar con una teoría indepen
diente de la distribución justa como complemento de esos casos. Si la cues
tión fuera sólo ésta, lo único que se mostraría es, pues, que la igualdad de
éxito general no lo es todo en una teoría de la distribución. La cuestión es
más importante. No se puede establecer en absoluto la igualdad de éxito ge
neral como ideal atractivo sin que la idea de queja razonable sea central. Pe
ro esa idea requiere una teoría independiente de la división justa de los re
cursos sociales (podría ser, por ejemplo, la teoría de que todo el mundo tiene
derecho a una parte equitativa de recursos), lo que entraría en contradicción
con la igualdad de éxito general no sólo en algunos casos, sino en todos.
Supongamos que alguien muestra su desacuerdo con esta importante
conclusión de la siguiente manera. Concede que el objetivo de la igualdad de
éxito, concebida adecuadamente, consiste en que las personas sean iguales en
aquello de lo que se tienen que quejar razonablemente. Pero cree que la idea
de queja razonable se puede elucidar de forma que no sea necesaria ninguna
teoría de la división justa de recursos, ex cepto alguna versión o refinamiento
de la teoría misma de la igualdad de éxito. Esa persona podría proponer la si
guiente: la gente no se puede quejar razonablemente de no vivir como al
guien con poderes sobrenaturales, o como un sádico con éxito, o por no te
ner unos recursos tales que le permitan llevar una vida de la que se pueda
quejar razonablemente menos que otros con los recursos que les quedan. Sin
embargo, esto no basta. Debemos procurar que la gente sea igual en aquello
de lo que se tiene que quejar razonablemente. Supongamos (como antes) que
Jack y Jill tienen los mismos recursos. Jack tiene (como vimos) grandes ambi
ciones y, aunque no se cree con derecho a nada en particular, siempre se que
jará de no tener más de lo que tiene. Queremos saber si Jack y Jill son iguales,
no obstante, en aquello de lo que se tienen que quejar razonablem ente. Según
la prueba que hemos propuesto, tenemos que preguntarle a Jack (o pregun
tárnoslo desde su punto de vista) hasta qué punto su vida actual se aproxima
a la vida que llevaría si tuviera (entre otras cosas) la cantidad de recursos tal
que, si los tuviera, le permitiría quejarse razonablemente de la misma canti
dad que los otros. Jack no puede responder a esta pregunta (y nosotros tam
poco). Tendría que elegir al azar alguna distribución diferente: una distribu
ción, pongamos por caso, en la que él tiene un millón de dólares más y los
demás tienen, en conjunto, un millón menos. Pero él no puede decir si su vi
da en esa nueva distribución es la base apropiada para medir su vida actual,
sin saber si con un millón más no se quejaría razonablemente en mayor me
dida de lo que se quejarían otros razonablemente por lo que les quedaría, y
50 Teoría
eso no lo puede decir sin que elija alguna distribución nu eva al azar (en la
que, quizá, tuviera dos millones más) frente a la que computar su queja con
respecto a una vida con un millón de dólares más. Y así en un regreso al infi
nito. Por supuesto, no podemos enmendar este fallo (como hemos intentado
enmendar otros) mediante un mecanismo de ensayo y error, pues el proble
ma no es que no podamos ofrecer un algoritmo que no sea circular para po
ner a prueba una distribución inicial, sino más bien que no podemos ofrecer
método alguno para poner a prueba una distribución cualquiera, se logre co
mo se logre.2
En conclusión, la queja razonable misma no puede figurar entre los su
puestos distributivos con respecto a los cuales se ha de tomar la decisión de
si alguna queja es razonable. Tampoco puedo pensar en ninguna otra con
cepción o refinamiento de la igualdad de éxito general que pueda desempe
ñar ese papel. Si es así, el objetivo de que las personas sean iguales en aquello
de lo que se tienen que quejar razonablemente es autocontradictorio del mo
do en que lo he descrito. No quiero decir que las comparaciones sobre el gra
do de satisfacción —o sobre en qué medida diferentes personas han sido ca
paces, a su modo de ver, de tener éxito en la vida— no tengan lugar en las
discusiones sobre igualdad. Muchas de las diferencias en relación con el éxi
to general —muchas ocasiones en que la gente se queja con razón de lo que
no ha hecho— nacen de las discapacidades, de la mala suerte, de la falta de
voluntad o de los cambios repentinos y desembocan, demasiado tarde ex
cepto para quejarse, en la percepción de la gente de lo que consideran real
mente valioso. Pero el último mal de una distribución de recursos auténtica
mente desigual quizá sea que algunas personas tienen razón para quejarse
sólo por el hecho de que se les ha engañado con respecto a las oportunidades
que otras personas han tenido de hacer algo valioso en la vida. La idea de la
satisfacción y la de la razón para quejarse sólo resultan adecuadas para ex
presar este último argumento contra la desigualdad, porque son ideas que re
flejan, en sus supuestos, lo que es la desigualdad de forma independiente.
Por supuesto, no puedo probar que no se pueda'desarrollar una prueba
o una métrica del éxito general que resulte pertinente para la igualdad e in
V. I g u a l d a d d e sa t isf a c c ió n
ferente. Por ejemplo, puede que dos académicos valoren el trabajo creativo,
pero que uno de ellos sea capaz de una mayor renuncia, por medio de la satis
facción social, o de la reputación, o de la satisfacción de llevar a cabo una in
vestigación bien hecha, para hacer un trabajo que sea realmente más original.
Se podría objetir ahora que ese académico no valora menos la satisfac
ción, sino que la encuentra en fuentes muy distintas: no en los encantos de la
sociedad, ni en el brillo de la fama, sino en el hondo placer de la búsqueda de
un descubrimiento genuino. Pero esto, por supuesto, no es necesariamente,
ni siquiera de forma habitual, así. Algunos de los académicos más ambiciosos
(o artistas, u hombres de estado, o atletas) optan por un camino que predicen
que sólo les acarreará frustración, y saben que el mero hecho de aspirar a me
tas elevadas no les procurará placer o satisfacción, sino sólo miseria en la me
dida en que se queden cortos. Ciertamente, pueden decir (con el mismo es
píritu que el poeta cuyas opiniones describí antes) que habrían deseado que
alguna meta o proyecto no tuviera lugar, o que no se hubiera cruzado en su
camino, o no haber tenido el talento necesario para llevarlo a cabo, porque
entonces habrían disfrutado, considerándolo todo, de una vida más satisfac
toria, más placentera. Afirmar que han tenido una vida placentera supone
tergiversar lo que ellos aseguran, supone entender mal su compleja situación.
En efecto, para ellos la cuestión radica, concretamente, en que ellos han lle
vado esa existencia a pesar de la calidad de la vida consciente que les ha aca
rreado, y no por esa calidad.
Ahora bien, no hay mucha gente que se dedique a alguna de sus ambi
ciones de esa forma tan extenuante. Pero creo que la mayoría de nosotros se
dedica a algo cuyo valor no queda agotado, o captado, por la satisfacción que
nos procura, y algunas personas se dedican de esa forma, o de manera más in
tensa, a más cosas que otras. Incluso cuando disfrutamos de lo que hacemos
o de lo que hemos hecho, a menudo lo hacemos porque consideramos que es
valioso, y no al revés. A veces, incluso, elegimos de la misma manera, aunque
no de forma tan exagerada como en el caso del académico ambicioso una vi
da que creemos que nos procurará menos satisfacción pero que, en otros as
pectos, resulta una vida mejor. Creo que esto se hace evidente en un hecho
psicológico que, de alguna forma, ilustra un aspecto diferente pero, con to
do, relevante. Suponga que se tiene que decidir (y una vez tomada la decisión
se olvidará de ella) entre una vida en la que ha logrado una meta importante,
aunque no se percata de que la ha logrado, y otra diferente en la que cree
erróneamente que ha logrado ese objetivo y, por tanto, disfruta de esa creen
cia u obtiene de ella una gran satisfacción.’ Si elige lo primero, como muchos,3
3. Véase Bernard Williams, «Egoism and Altruism», en Problems o f the Self, Cambridge,
Cambridge University Press, 1973, pág. 262 (trad, cast.: Problemas del yo, México, UNAM,
1986).
54 Teoría
VI. T e o r ía s o b je t iv a s d e l b ie n e st a r
consciente del consuelo y la alegría que hallan otros en la amistad, está equi-
. vocado. Si es así, se le deberían transferir recursos a esa persona, bien directa
mente o mediante una educación especial sobre el valor de la amistad, basán
dose en que su éxito general es bajo, incluso aunque él lo considere elevado, al
menos antes de que haga efecto la educación especial.
Muy bien podríamos objetar ahora que no es asunto de los funcionarios
apoyarse en sus propios juicios sobre lo que da valor a la vida para distribuir
la riqueza. Podríamos considerar que un plan semejante de distribución in
vade la autonomía o resulta, en cierto modo, ajeno a los principios liberales
correctos. Pero no necesitamos tomar en consideración esas objeciones, pues
esta versión más objetiva de la igualdad de éxito general satisface el mismo ar
gumento que empleamos contra la versión más subjetiva. Cualquier prueba
pertinente que explique de qué se debe quejar alguien por la vida que lleva
realmente —una prueba que se basara incluso en la mejor teoría, no en la de
esa persona, sobre el valor de la vida— debe apoyarse en una serie de su
puestos sobre los recursos a los que tiene derecho un individuo para vivir. Así
pues, la versión objetiva, al igual que la subjetiva, tiene que asumir una teoría
independiente de la distribución justa, pues para justificar que se dé a ciertas
personas más y a otras menos se debe aferrar a aquello a lo que, según esa teo
ría, las personas tienen derecho. Ambas versiones son contradictorias de por
sí, ya que recomiendan cualquier cambio en una distribución que haya mos
trado de manera independiente, con respecto a alguna otra teoría de la dis
tribución, que es justa.
Debería referirme, siquiera de pasada, a otra concepción putativa de la
igualdad de bienestar, que se podría considerar también objetiva. Se supone
que el bienestar de una persona consiste en los recursos —entendidos en sen
tido amplio— que están a su disposición, incluyendo la competencia física y
mental, la educación y las oportunidades, así como los recursos materiales; o,
en otras versiones más restringidas, incluyendo sólo aquellos recursos que la
gente considera que son, realmente, los más importantes. Esa concepción
mantiene que dos personas tienen el mismo nivel de bienestar si ambas están
sanas, son mentalmente estables, tienen una buena educación y su riqueza es
equitativa, incluso aunque una de ellas esté descontenta por alguna razón y la
otra aproveche mucho menos esos recursos. Esta es una teoría objetiva en el
sentido de que rehúsa aceptar el propio juicio de una persona sobre su bien
estar, antes bien, insiste en que su bienestar se establece al menos mediante
ciertos tipos de recursos a su disposición.
La igualdad de bienestar, así interpretada, sólo exige que las personas sean
iguales en los recursos señalados. Esta versión de la igualdad de bienestar no
es diferente, por tanto, de la igualdad de recursos o, al menos, de la igualdad
de algunos recursos. Es más bien una expresión de la igualdad de recursos en
el lenguaje (confuso) del bienestar. Tal y como dije, la expresión abstracta de
Igualdad de bienestar 57
Vil. U n a su g e r e n c ia e c u m é n ic a
Tengo que considerar ahora lo que podría parecer una acertada y ecu
ménica sugerencia. Quizá se pueda hallar una concepción atractiva de la
igualdad de bienestar no en una u otra de las diferentes concepciones que
acabamos de analizar y rechazar, sino mezclándolas con criterio de una forma
compleja y elaborada. En ese caso, la estrategia que he seguido en las tres úl
timas secciones podría resultar que no es sino la errónea y falaz estrategia del
divide y vencerás, que rechaza cada una de las concepciones de la igualdad de
bienestar suponiendo que se pueden obviar si no lo tienen todo en cuenta.
Quizá podamos tratar con justicia el ideal de la igualdad de bienestar consi
derando diferentes versiones, restringidas y no restringidas, de la igualdad de
éxito y de la igualdad de satisfacción como el hilo conductor que se ha de te
ner en cuenta en un paquete complejo de teorías, más que en teorías aisladas.
Sería estúpido afirmar, de antemano, que ninguna concepción nueva de
la igualdad de bienestar puede ser descrita de forma que resulte un ideal
atractivo. Tenemos que esperar a ver qué concepciones nuevas se presentan.
Pero tal vez no sea estúpido suponer que no se puede configurar ninguna
concepción que tenga éxito empleando, como componentes de un paquete
mdyor, las concepciones que hemos tenido en cuenta. En cualquier caso, mis
argumentos pretendían reducir la confianza en ese proyecto. No he sosteni
do, simplemente, que ninguna de las concepciones que he discutido sea sa
tisfactoria en sí misma, o que cada una de ellas tenga consecuencias poco
atractivas si otra no la pone a prueba. Si mi argumentación ha sido ésa, invi
tará a suponer, en realidad, que esas concepciones se podrían combinar de
forma que complementen o comprueben las deficiencias de cada una de ellas
por sí sola. Pero a lo que me refiero es a respaldar una crítica más radical: no
hay razón alguna para aceptar cualquiera de las versiones de la igualdad de
bienestar como teorías de la igualdad distributiva, ni siquiera pro tanto.
Por supuesto, resulta deseable, al menos en cierto sentido, que mejore el
éxito general de la gente, aunque los filósofos y los políticos puedan no estar
de acuerdo con respecto al hecho de si es la versión subjetiva o la objetiva de
ese fin la que debe llevar el control cuando entren en conflicto. Pero, por las
58 Teoría
pero sólo por esa razón merece la pena, con todo, considerar si tal limitación
sería realmente posible. En segundo lugar, habrá lectores a los que sigan sin
convencer mis primeros argumentos, pero que abandonarán su concepción
preferida de la igualdad de bienestar si creen que, verdaderamente, no se
puede matizar de forma que se evite esa consecuencia.
Cuando consideremos que es posible matizar tal concepción, deberemos
tener cuidado en distinguir la solución de compromiso de un principio de su
contradicción. Una solución de compromiso refleja el peso de algún princi
pio independiente y competente; una contradicción es una matización que
refleja más bien la negación del principio original mismo. La pregunta sobre
la que quiero insistir es ésta: ¿puede el principio de la igualdad de bienestar
lograr una solución de compromiso (sea cual fuere la interpretación de lo que
es la igualdad de bienestar) que bloquee los resultados inicialmente con
traintuitivos de ese principio, como la afirmación de que la gente a la que le
gusta el champán debería tener más recursos?, ¿o será capaz cualquier mati
zación de impedir esos resultados, y no una contradicción que acepte en últi
ma instancia la falta de pertinencia del principio?
Imaginemos que una sociedad concreta ha conseguido alcanzar la igual
dad de bienestar en la concepción de ese ideal que han elegido. Asimismo,
supongamos que se ha logrado mediante una distribución que, de hecho
(quizá sólo por coincidencia), le proporciona a todo el mundo una riqueza
equitativa. Supongamos ahora que alguien (Louis) se propone deliberada
mente cultivar algún tipo de gusto o ambición que ahora no tiene, pero que
será caro, pues una vez cultivado no tendrá tanto bienestar, según la concep
ción opcional, como tenía antes, a menos que cuente con una mayor riqueza.
Esos nuevos gustos pueden referirse a la comida y a la bebida, como en el ca
so del conocido ejemplo de Arrow de la persona a la que le gustan los huevos
de chorlito y el clarete prefiloxera.4 O puede ser más bien (lo que es más ve
rosímil) el gusto por los deportes, como esquiar, del que sólo se deriva satis
facción tras haber adquirido cierta habilidad; o, en esa misma línea, el gusto
por la ópera; o por una vida dedicada al arte creativo, o a la exploración, o a
la política. ¿Se le puede negar a Louis una riqueza extra, sustraída de los que
adoptan gustos menos caros (o simplemente mantienen los que ya tenían), sin
contradecir el ideal de la igualdad de bienestar que su comunidad respalda?
Veamos primero cómo podríamos explicar lo que ha hecho Louis. Sin
duda, las personas, despreocupadamente o por capricho, cultivan gustos
nuevos sin tener en cuenta si realmente estarán mejor adoptándolos o, inclu
so de forma perversa, sabiendo que estarán peor. Incluso cuando creen que
van a estar en mejor situación, pueden equivocarse. Pero quiero suponer
que Louis no sólo actúa deliberadamente, y no por descuido, sino que actúa
también basándose en el tipo de juicios que, como he dicho, la gente realiza
a menudo cuando configura y cambia sus preferencias. Louis está tratando
de que su vida, de algún modo, sea mejor. Creo que esto no hace más atracti
va, o menos contraintuitiva, su exigencia de recursos adicionales. Al contra
rio, el hecho de que esté actuando por su propio interés de forma tan delibe
rada hace que su exigencia parezca incluso menos atractiva que la de alguien
que prueba algo por capricho, por el placer del momento, y se da cuenta de que
está enganchado.
Por supuesto, Louis tendrá sus propias ideas sobre qué es lo mejor en la
vida, o dónde reside su propio bienestar esencial. Sin embargo, si su sociedad
ha elegido igualar el bienestar de las personas según una de las concepciones
del bienestar —como la satisfacción o el éxito relativo—, Louis no podrá
pensar entonces que su propio bienestar radica en la máxima cantidad de
bienestar posible según esa concepción. Si lo pensara, su conducta no tendría
sentido. Eso significa que una descripción atractiva de su conducta tiene que
ser incorrecta. Mucha gente que haya oído esto por primera vez quizá su
ponga que Louis cultiva gustos caros para seguirle el paso a otros, de forma
que se le «recompensaría» ese esfuerzo inapropiado si recibiera más ingresos.
Pero si seguirle el paso a otros significa conseguir más bienestar que otros en
la concepción elegida, entonces eso es imposible. Por supuesto, alguien po
dría fingir que le gustan los huevos de chorlito, aunque en realidad los odie,
para obtener más ingresos, y gastárselos en secreto comprando más huevos
de gallina, obteniendo así más satisfacción que la que otros se pueden permi
tir. Pero el problema de los gustos caros no es un problema de fraude: es un
problema que debe ser tratado de forma independiente por cualquier socie
dad que se base en la igualdad de bienestar, porque alguien podría, al fin y al
cado, fingir que es paralítico. Si Louis se propone que le gusten los huevos de
chorlito tendrá realmente, si lo consigue, menos bienestar según la concep
ción elegida que si no tiene esos gustos, luego esa decisión no le permitirá ob
tener ventaja alguna frente a otros según la forma de bienestar que elija. Por
supuesto, él puede pensar que con esa concepción del bienestar al final ob
tendrá más bienestar con un dólar de huevos de chorlito que con un dólar de
huevos de gallina, pese a lo caros que son los primeros. En ese caso sabe que
sus ingresos se reducirán si tiene éxito. O puede pensar que no obtendrá más
bienestar por dólar, sino menos, cultivando el gusto por los huevos de chor
lito. En ese caso sabe que su bienestar (como siempre, según la concepción
elegida) se reducirá en general (aunque no mucho en una comunidad muy
grande), porque el bienestar total que se produzca (del cual sólo puede espe
rar en última instancia //») disminuirá. Sería absurdo pensar que se ha pro
puesto reducir su propio bienestar para tener unos ingresos mayores que los
de otros en términos absolutos o relativos. Después de todo, aunque sus in
Igualdad de bienestar 61
gresos sean mayores que los de otros, éstos, por hipótesis, no están en peor si-
tuación que él según la concepción del bienestar elegida; el que está peor, al
menos en cierta medida, de lo que podría haber estado es él.
Como he dicho, Louis supone que si cultiva sus nuevos gustos su vida se
rá mejor. Pero esto es así porque no acepta que el valor de su vida se mida só
lo mediante el tipo de bienestar en que su sociedad se propone, por alguna
razón, que todas las personas sean iguales. Es difícil ver cómo el hecho de que
él tenga esa opinión puede justificar tanto la sugerencia de que se ha com
portado de forma incorrecta como la decisión de no proporcionarle más re
cursos, sino más bien de dejar que siga siendo desigual con respecto a los de
más en la concepción elegida. La elección de esa concepción fue una elección
social, no suya, y la sociedad elige que la gente sea igual según esa concep
ción, no según una concepción que Louis valore más. Después de todo, no
hay razón para pensar que el bienestar de las personas sería equitativo en la
concepción de Louis, incluso antes de que él desarrollara sus nuevos gustos;
y es posible que él tenga menos que otros si se le retrotrae a la situación de
igualdad en la concepción elegida.
Como he d ich o , Louis c r e e que, en gen era l, tendría m ás éx ito en la vida
—tendría menos motivos para quejarse— si sus gustos o ambiciones fueran
caros, aunque tuviera que asumir el pequeño coste en términos de bienestar,
entendido según la concepción elegida, de lo que perdería si la sociedad res
tableciera en su caso la igualdad en esa concepción. De hecho, podría pensar
que tendría más éxito general en la vida si la sociedad no restableciera la
igualdad en su caso. (Las personas desarrollan gustos caros en nuestra socie
dad, incluso cuando tienen que asumir el incremento de costes.) Suponga
mos que la concepción elegida es la satisfacción. Si Louis desarrolla el gusto
por los huevos de chorlito, tiene que creer que una vida dedicada a satisfacer
gustos caros es una vida mejor en conjunto, aunque le proporcione menos sa
tisfacción; podría considerarla mejor aunque le proporcionara incluso mucha
menos satisfacción. Ln realidad, estas creencias pueden ser verosímiles. O al
menos pueden ser verosímiles si sustituimos el ejemplo imaginario de los
huevos de chorlito por la clase de gustos caros que la gente suele cultivar de
liberadamente en su propio interés, como el gusto por los deportes, que sur
ge al practicarlo con habilidad, o el deseo de poder práctico que surge al to
marse interés en el bien público. Resulta verosímil suponer que las creencias
de esa clase figuran incluso en las mejores explicaciones de por qué la gente,
en nuestra propia economía, desarrolla los gustos caros menos dignos de ad
miración —el gusto por el champán— que figuran entre los ejemplos usua
les. Pues si alguien como Louis desea llevar la vida de la gente que aparece en
los anuncios de la revista New York, tiene que ser porque cree que una vida
en la que se disfruta de bienes escasos y caros es mejor vida, ya que se tiene
conocimiento de gran variedad de placeres, o de placeres más refinados o, in
62 Teoría
en la vida tendrá más éxito general a pesar de que tenga menos éxito bajo la
concepción elegida. Supongamos que antes de que Louis concibiera esos
gustos caros se sentía satisfecho de tener, más o menos, el mismo éxito en la
vida que los demás. Pero entonces él empezó a creer que su vida sería más
valiosa si cultivara, por ejemplo, alguna afición cara. Tenemos que pregun
tarnos qué piensa ahora sobre los valores de la vida que tenía antes de for
marse esa nueva creencia. Puede pensar que si bien su vida anterior era tan
buena como pensaba y habría seguido siéndolo si no hubiera podido dedi
carse a su nueva afición, es mucho mejor pudiendo dedicarse a ella. En ese
caso, el problema de los gustos caros no surge, pues Louis exige recursos
adicionales para tener un bienestar mayor que el de otros en la concepción
elegida, y no puede reclamarlos ni siquiera prim a fa cie. Pero puede que ha
yan cambiado, más bien, sus creencias sobre el valor de su vida. Puede haber
leído más, o haber reflexionado con profundidad, para llegar a la conclusión
de que su vida anterior, con todos sus atractivos, era en realidad una vida in
sípida que no merecía la pena. Quiere cultivar gustos nuevos que supongan
un mayor desafío para reparar los defectos de su vida, tal y como él los ve
ahora. Sólo pide los recursos necesarios para que su vida sea tan valiosa —a
su modo de ver, una vez que ha abierto los ojos— como la de otras personas.
¿Cómo puede comprometerse una sociedad con la igualdad en ese sentido
si le niega esos recursos? La sociedad no puede decir que estuviera equivo
cado por seguir pensando cómo vivir mejor. Una vida que no se analiza re
sulta, por esa misma razón, una vida pobre. Si Louis hubiera llegado a tener
sus opiniones actuales sobre el valor de la vida después de la distribución
inicial, habría recibido entonces los recursos que ahora busca. ¿Por qué se
le niegan ahora y se le condena a llevar una vida menos valiosa para él que
para los demás las suyas?5
Podemos resumir la posición a la que hemos llegado de esta forma. Si la
concepción elegida es una de las diversas concepciones que hemos tomado
en consideración —que son distintas del éxito general—, entonces Louis tra
tará de mejorar su bienestar basándose en otra concepción que él valore más,
manteniendo la igualdad en la concepción elegida. Pero si la concepción ele
gida es lo que importa realmente para la igualdad y si en cualquier caso pue
de que otras personas tengan ya más bienestar en la concepción que Louis
prefiere, ¿qué base tiene la sociedad para negarle ahora la igualdad en la con
cepción elegida? Si la concepción elegida es el éxito general (que se supone,
Debería señalar también, entre paréntesis, que no está claro que el prin
cipio utilitarista, por sí solo, pueda proporcionar siquiera una explicación de
lo que pretende explicar, a saber, por qué una sociedad que desea llegar a una
solución de compromiso entre la igualdad y la eficiencia seleccionaría los gus
tos caros como punto que sacrificar en favor de la igualdad. Negándose a
compensar a las personas que desarrollan gustos caros sólo protegerá la utili
dad media si tiene éxito al desaconsejar, a algunas personas al menos, que de
sarrollen los gustos que, de otra forma, desarrollarían. Es imposible predecir
cuántos experimentos de este tipo tendrían lugar en una sociedad dedicada a
la igualdad de bienestar incluso sin aquel tipo de disuasiones, o cuán efectiva
sería la disuasión. (Después de todo, la gente desarrolla gustos caros incluso
en nuestra sociedad, donde no reciben recursos adicionales.) Asimismo, es
imposible predecir las consecuencias a largo plazo de la utilidad bajo cual
quier supuesto concreto sobre el éxito de la disuasión. Cualquier sociedad
que se incline, como medio de disuasión, por no compensar a nadie tiene que
establecer con justicia una política articulada que estipule de forma razona
blemente clara cuándo se compensará a las personas cuyos gustos y ambicio
nes cambian y cuándo no. ¿Cómo distinguiría esa política, por ejemplo, entre
los gustos que se cultivan deliberadamente y los que arrebatan a las personas?
¿Qué nivel de gasto —qué nivel de eficiencia en la producción de satisfac
ción, por ejemplo, por dólar de coste— se estipularía para que un gusto sea
caro en vez de barato? La cerveza, en este sentido, bien puede ser menos ca
ra que el champán, pero es también más cara que el agua. Supongamos que la
comunidad responde a esas dificultades rehusando compensar los gustos
nuevos si las personas favorecen su adquisición o actúan de forma que saben
que su adquisición es más probable, cuando resulta que esos gustos son más
caros que los gustos que reemplazan, si es que reemplazan alguno. Si esta po
lítica tiene éxito al desaconsejar que se experimente con los gustos hasta un
nivel dado, entonces podría terminar promoviendo, por lo que sabemos, una
comunidad aburrida, conformista, sin imaginación y poco atractiva; una co
munidad, asimismo, con menos utilidad a largo plazo. Hay muchas razones
para predecir esas consecuencias, pero sólo mencionaré dos por motivos ob
vios. En primer lugar, algunos gustos que son caros cuando sólo los adoptan
unas pocas personas se vuelven baratos —producen más utilidad por dólar
que los gustos actuales— cuando se hacen muy populares, porque se sigue el
ejemplo de esos pocos. En segundo lugar, una sociedad que se vuelve aburri
da y conformista es una sociedad en la que nadie disfruta mucho con nada, o
en la que nadie se preocupa con intensidad de lograr las metas que han to
mado de otros mecánicamente, en vez de desarrollarlas por sí mismos. Por
supuesto, no está claro que esta política de la ausencia de compensación, aña
dida a un principio general de compensación por los gustos que se adquieren
de forma menos voluntaria, tenga esas consecuencias. Pero esto es así porque
66 Teoría
no hay ninguna hipótesis que merezca mucho la pena sobre qué niveles de
utilidad lograría esa sociedad tan diferente de la nuestra, por lo cual resulta
difícil recomendar esa explicación de por qué una sociedad de la igualdad de
bienestar que sea también utilitarista rechazaría la compensación.
Así pues, la justificación supuestamente utilitarista de nuestra convicción
intuitiva de que la igualdad no exige que el bienestar de aquellos que cultivan
deliberadamente gustos caros sea equitativo una vez que los han cultivado fa
lla por dos motivos. Aún carecemos de una justificación de aquella convic
ción. Pero supongamos que alguien sostiene ahora lo siguiente. Es cierto que
las personas no eligen sus creencias sobre lo que hará que tengan más éxito
general en la vida. Pero deciden si actúan según esas creencias y hasta qué
punto. Louis sabe, o al menos debería saber, que si cultiva ciertos gustos ca
ros en una sociedad volcada en la igualdad de satisfacción, por ejemplo, y re
cibe una compensación, entonces se reducirá la satisfacción disponible para
los demás. Si, sabiendo esto, elige la vida más cara, entonces no se m er ece la
compensación. Ya no es miembro de la compañía de los que se merecen que
la satisfacción que les procura la vida sea equitativa.
Louis tiene que tomar una decisión. Puede decidir que se queda con sus
actuales recursos equitativos y conformarse con la satisfacción de la que hoy
por hoy disfruta en la vida, pero sin los gustos y ambiciones que se propone
cultivar. O puede quedarse con sus actuales recursos y conformarse con una
vida en la que é l considera que alcanza un mayor éxito general que en su vida
actual, pero que es menos placentera. Sería injusto que tuviera una tercera
elección, a saber, que pudiera llevar una vida, a expensas de otros, que fuera
más cara que la de esos otros, sin sufrir ninguna pérdida de satisfacción, sólo
porque considere esa vida, de forma natural, una vida que le procura un ma
yor éxito general que las otras dos. La razón por la que Louis no merece que
se le compense no se debe a que esa vida más cara que podría llevar sea una
vida peor. Podría estar en lo cierto al pensar que la satisfacción no es lo más
importante y que una vida que resulte más pobre en placeres puede ser, des
de un punto de vista personal, una vida en la que se tenga mayor éxito gene
ral. Lo único que decimos es que lo correcto es que tome una de las dos pri
meras decisiones, pero no la tercera.
Este argumento me resulta poderoso y atractivo. Asimismo, se trata de
un argumento importante por la siguiente razón. La objeción que impide a
Louis optar por la tercera elección descrita se plantea de forma más natural
así. Louis debería ser libre (al menos dentro de los límites permitidos por una
forma defendible de paternalismo) para llevar a cabo el mejor tipo de vida
que pueda con la parte de recursos sociales que le corresponde de manera
justa. Pero no debe ser libre de abusar de los recursos de otros, pues sería in
justo con ellos. Mas, por supuesto, una vez que se plantea el argumento de es
ta forma, no vale sólo como argumento a favor de que se llegue a una solución
Igualdad de bienestar 67
llar algún ámbito para la igualdad de bienestar dentro de una teoría general y
diferente de la igualdad.
IX . D is c a p a c id a d e s
sos, y por ello no disponen siquiera de los mismos recursos materiales que
otros. Y algunas personas con discapacidades terribles necesitan ingresos
adicionales sólo para sobrevivir. Pero muchas personas con graves discapa
cidades tienen niveles elevados de bienestar, en cualquiera de sus concepcio
nes; más elevados que muchos discapacitados. Esto es cierto, por ejemplo, con
respecto a Tiny Tim y Scrooge. Tim es más feliz que Scrooge, aprueba en ma
yor medida cómo va el mundo, a su modo de ver tiene más éxito, y así sucesi
vamente.
Sin embargo, la intuición de la que hablo (que los discapacitados deben
tener recursos adicionales) no se limita a aquellos que, de hecho, tienen un
bienestar por debajo de la media, según alguna concepción del mismo. Si Tim
tiene tanto dinero como Scrooge (cuando, quizás, el bienestar de Tim sería
mayor que el de Scrooge por un gran margen de diferencia), pero Tim, no
obstante, no dispone de dinero suficiente para permitirse un tratamiento de
fisioterapia, muchos de nosotros pensaremos que tiene derecho a recursos
adicionales para ese fin. Ahora bien, podríamos creer esto, por supuesto, por
que nuestras intuiciones han sido educadas por aquel hecho estadístico. Se
gún esta hipótesis, sentimos que los discapacitados, como grupo, deben tener
más por-que su bienestar como grupo es menor, y aplicamos entonces la in
tuición genera] a casos individuales sin comprobar si se cumple la regla gene
ral. Pero no me parece que ésta sea una explicación convincente de por qué
tenemos esa sensación. Si al saber que una persona discapacitada no tiene un
bienestar particularmente bajo aún creemos que tiene derecho a recursos adi
cionales en virtud de su discapacidad, entonces esa creencia se explica mal
suponiendo que hemos perdido la capacidad de discernir.
Así pues, nuestras creencias sobre los discapacitados no se justifican en
realidad de forma tan exacta o poderosa mediante la idea de la igualdad de
bienestar como para sugerir que cualquier teoría general tiene que incluir en
alguna medida, según esta explicación, ese ideal. La explicación de estas creen
cias basada en el bajo nivel de bienestar tiene también otros defectos. Su
pongamos que el bienestar (en cualquiera de sus interpretaciones) de una
persona completamente paralizada, pero consciente, es muchísimo menor
que el bienestar de cualquier otra persona de la comunidad; que poner a su
disposición más y más dinero incrementa su bienestar de forma constante,
pero sólo en cantidades muy pequeñas; y que si tuviera a su disposición todos
los recursos que se necesitan para, simplemente, mantener vivos a los demás,
aún tendría muchísimo menos bienestar que ellos. La igualdad de bienestar
recomendaría esa transferencia radical, es decir, hasta que se llegara a esa si
tuación. Pero a mí (y creo que a otras personas) no me parece que la igualdad,
considerada en sí misma y sin tener en cuenta la clase de consideraciones que
se podría pensar que la anulan a veces, requiera realmente, ni recomiende si
quiera, esa transferencia radical en tales circunstancias.
Igualdad de bienestar 71
prar el violín, esta otra persona podría quejarse con razón. El parapléjico no
considera su transferencia como una forma de superar o mitigar su discapa-
cídad, sino solamente como una oportunidad para aumentar su bienestar de
otra manera; y parece que el otro amante del violín, dado su bajo nivel de
bienestar, tendría que reclamar lo mismo que el parapléjico. Pero si la comu
nidad le niega a la persona discapacitada el uso de sus fondos adicionales y le
exige que compre la máquina, la postura de la comunidad resulta perversa.
Le concede fondos adicionales basándose, precisamente, en que eso aumen
tará su bienestar, que está por debajo de la media, y sin embargo le niega el
derecho a incrementar todo lo que pueda su bienestar con esos fondos.
X. B ie n e st a r ism o
7. A. K. Sen, «Utilitarianism and Welfarism», journal o f Philosophy, vol. 76, n" 9, sep
tiembre de 1979, págs. 463-489.
Igualdad de bienestar 73
IGUALDAD DE RECURSOS
I. L a su b a st a
es una división equitativa si, una vez que se completa la división, cualquier in
migrante prefiere el paquete de recursos de otro al suyo.1
Supongamos ahora que se elige a un inmigrante para que lleve a cabo la
división según ese principio. Es improbable que pueda lograrlo dividiendo fí
sicamente, sin más, los recursos de la isla en n paquetes idénticos de recursos.
El número de cada uno de los recursos no divisibles, como las vacas lecheras,
podría no ser un múltiplo exacto de tr, y en el caso de los recursos divisibles,
como la tierra de labranza, unas parcelas de tierra serían mejores que otras y
algunas resultarían mejor para unos usos que para otros. Sin embargo, su
pongamos que, tras mucho ensayo y error, y con mucho cuidado, el que divi
de pudiera crear n paquetes de recursos, cada uno de ellos algo diferente a los
otros, de forma, no obstante, que pudiera asignarle uno a cada inmigrante y
que ninguno envidiase, de hecho, el paquete de recursos de los demás.
La equidad de la distribución podría aún no satisfacer a los inmigrantes
por una razón que no capta la prueba de la envidia. Supongamos (para plan
tear el argumento de forma exagerada) que el que divide consigue su resulta
do transformando todos los recursos disponibles en grandes existencias de
huevos de chorlito y clarete prefiloxera (bien mediante magia o comerciando
con una isla vecina que entra en esta historia sólo por esta razón), y que re
parte esa gran cantidad en paquetes iguales de cestas y botellas. Muchos de
los inmigrantes —digamos que todos menos uno— están encantados. Pero si
esa persona odia los huevos de chorlito y el clarete prefiloxera sentirá que no
se le ha tratado como igual en la división de recursos. Se satisface la prueba
de la envidia —esa persona no prefiere el paquete de recursos de los demás al
suyo—, pero prefiere lo que habría tenido si los recursos iniciales disponibles
se hubieran tratado de una forma más justa.
Un tipo de injusticia similar, aunque menos exagerada, se podría produ
cir incluso sin magia y sin un extraño comercio. En efecto, la combinación de
recursos de la que está compuesto cada paquete creado por el que hace la di
visión favorecerá algunos gustos por encima de otros, en comparación con las
diferentes combinaciones que podría haber compuesto. Esto es, mediante
ensayo y error se podrían haber creado diferentes conjuntos de n paquetes
que pasaran la prueba de la envidia, de forma que para cada uno de esos con
juntos que elige el que divide, alguien preferiría que hubiera elegido un con
junto distinto, incluso aunque esa persona no prefiriera un paquete diferen
te en ese conjunto. El comercio posterior a la distribución inicial puede
mejorar, por supuesto, la situación de esa persona. Pero es difícil que le lleve
a la situación que habría tenido con el conjunto de paquetes que prefería.
1. D. Foley, «Resource Allocation and the Public Sector», Yale Economic Essays, n° 7, pri
mavera île 1967; H. Varían, «Equity, Energy and Efficiency», Journal o f Economic Theory, sep
tiembre de 1974, págs. 63-91.
78 Teoría
pues dado que los demás empiezan con el paquete que prefieren frente al que
habrían tenido en ese conjunto, no tienen motivo, pues, para comerciar con
ese paquete.
Así pues, el que divide necesita un mecanismo que haga frente a dos fo
cos de arbitrariedad o posible injusticia. No se puede satisfacer la prueba de
la envidia mediante una simple división mecánica de los recursos. Si se pue
de hallar una división algo más compleja que la satisfaga, se podrán hallar
otras muchas, de modo que la elección entre ellas será arbitraria. La misma
solución se les habrá ocurrido ya a los lectores. El que divide necesita algún
tipo de subasta u otro procedimiento de mercado para responder a estos pro
blemas. Describiré un procedimiento razonablemente directo que resulte
aceptable, si se consigue que funcione; aunque tal y como lo voy a describir
resulte, por el tiempo que conllevaría, imposible. Supongamos que el que di
vide le entrega a cada inmigrante un número equitativo y muy grande de cqn-
chas, que son lo suficientemente abundantes y sin valor en sí mismas para na
die como para usarlas de fichas en un mercado del siguiente tipo. Se hace una
lista con lotes de cada elemento distinto de la isla (sin incluir a los inmigran
tes mismos) para venderlos, a menos que alguien notifique al subastador (que
es en lo que se ha convertido ahora el que divide) su deseo de pujar por cier
ta parte de un elemento, incluyendo, por ejemplo, parte de un trozo de tierra,
en cuyo caso esa parte se convierte en un lote distinto. El subastador propo
ne entonces una serie de precios para cada lote y descubre si esa serie de pre
cios vacía todos los mercados, esto es, si hay un solo comprador para cada
precio y todos los lotes se venden. Si no es así, el subastador ajustará enton
ces los precios hasta que logre un conjunto de precios que vacíen los merca
dos.23Pero el proceso no se detiene ahí, pues cada uno de los inmigrantes si
gue siendo libre de cambiar sus pujas incluso cuando se logra un conjunto de
precios que vacía el mercado, y puede, además, proponer lotes diferentes. Pe
ro supongamos que con el tiempo incluso ese lento proceso termina, todo el
mundo se declara satisfecho y, en consecuencia, los bienes se distribuyen.*
2. Mi intención es describir una subasta walrasiana en la que todos los recursos produc
tivos se vendan. No supongo que los inmigrantes establezcan contratos completos que incluyan
futuras reclamaciones, sino sólo que los mercados sean abiertos y se vacíen de manera walra
siana una vez que termina la subasta de los recursos productivos. Parto de los mismos supues
tos sobre producción y preferencias que G. Debreu en Theory o f Valué, New Haven, Yale Uni-
versity Press, 1959 (trad. cast.: Teoría del valor: un análisis axiomático del equilibrio económico,
Barcelona, Bosch, 1973). En realidad, la subasta que describo aquí se vuelve más compleja en
virtud de un plan impositivo que se discutirá más adelante.
3. El proceso no garantiza que la subasta finalice de esa forma, puesto que puede haber
diversos equilibrios. Parto del supuesto de que la gente entenderá que no pueden mejorar me
diante nuevas repeticiones de la subasta, por lo que se conformarán, por razones prácticas, con
un equilibrio. Si me equivoco, entonces este hecho proporciona unos de los aspectos de la in-
completud que describo en la siguiente sección.
Igualdad (Je recursos 79
4. Véase, sin embargo, la discusión sobre discapacidades que sigue, en la que se recono
ce que ciertos tipos de preferencias, que las personas preferirían no tener, exigen una compen
sación como si fueran discapacidades.
80 Teoría
ver qué distribución proporcionará a los que elijan una opción equitativa de
éxito, bajo un concepto de bienestar que se considere como la dimensión co
rrecta del éxito. Sin embargo, en condiciones de igualdad de recursos, las
personas deciden qué tipo de vida van a llevar contando con información
previa sobre el coste real que le imponen a otras personas con su elección y,
por lo tanto, sobre las existencias totales de recursos que pueden usar de for
ma justa. La información que se deja para un ámbito político independiente
en la igualdad de bienestar se introduce en el nivel inicial de elección indivi
dual en la igualdad de recursos. El elemento de suerte presente en la subasta
que acabamos de describir es, en realidad, información de un tipo crucial; in
formación que se adquiere y se emplea en ese proceso de elección.
Así pues, los hechos contingentes sobre la materia prima y la distribución
de gustos no son motivo para que se cuestione la distribución por no ser equi
tativa. Se trata más bien de hechos previos que determinan lo que es la igual
dad de recursos en esas circunstancias. En condiciones de igualdad de recur
sos, no se puede extraer de esos hechos previos ningún indicio que nos
permita calcular lo que exige la igualdad y que ponga a prueba esos hechos.
Que la subasta tenga carácter de mercado no es sólo porque sea un mecanis
mo conveniente o ad h o c para resolver problemas técnicos de la igualdad de
recursos en sencillos ejercicios como el de nuestra isla desierta. Es una forma
institucionalizada del proceso de descubrimiento y adaptación que se halla
en el centro de la ética de este ideal. La igualdad de recursos supone que los
recursos dedicados a la vida de cada persona deben ser iguales. Ese objetivo
necesita una métrica. La subasta propone lo que en realidad asume la prueba
de la envidia: que la verdadera medida de los recursos sociales dedicados a la
vida de una persona se establezca preguntando hasta qué punto ese recurso
es realmente importante para otras personas. Insiste en que el coste, medido
de esta forma, figure en el sentido que tiene cada persona de lo que es co
rrecto que sea suyo, y en cómo juzga cada persona la vida que debe llevar, da
do aquel mandato de la justicia. Quienquiera que insista en que cualquier
perfil concreto de gustos iniciales viola la igualdad ha de rechazar, pues, la
igualdad de recursos y recurrir a la igualdad de bienestar.
Por supuesto, en este argumento, y en la conexión entre el mercado y la
igualdad de recursos, es soberano el hecho de que las personas entren en el
mercado en igualdad de condiciones. La subasta de la isla desierta no habría
evitado la envidia, y no habría resultado atractiva como solución al problema
de la división equitativa de recursos, si los inmigrantes, una vez en tierra, se
hubieran peleado al usar libremente en la subasta diferentes cantidades de di
nero que traían en el bolsillo, o si alguno le hubiera robado las conchas a otro.
No debemos perder de vista este hecho, bien en el argumento que sigue, bien
en cualquiera de las reflexiones sobre la aplicación del argumento a los siste
mas económicos contemporáneos. Pero tampoco deberíamos perder de vis
Igualdad de recursos 81
II. El p r o y e c t o
caso, rara vez sería posible o deseable llevar a cabo una subasta real con el di
seño que recomiendan nuestras investigaciones teóricas. Pero sería posible
diseñar una subasta sustituta: una institución económica o política que cuen
te con las suficientes características de una subasta teórica equitativa como
para que los argumentos basados en la justicia que recomiendan una subasta
real, si fuera posible, recomienden también la sustituta. Los mercados eco
nómicos de muchos países se pueden interpretar, tal cual, como tipos de su
bastas. (Y, asimismo, muchos procesos políticos democráticos.) Una vez que
hemos desarrollado un modelo satisfactorio de subasta real (en la medida de
lo posible) podemos usar el modelo para poner a prueba esas instituciones, y
reformarlas para acercarlas al modelo.
Sin embargo, con respecto a la discusión que presentamos aquí, nuestro
proyecto es, en general, enteramente teórico. Nuestro interés reside, en pri
mer lugar, en el diseño de un ideal y de un mecanismo que ilustre ese ideal y
pruebe su coherencia, lo completo que resulta y su atractivo. Por tanto, no se
tendrán en cuenta las dificultades prácticas —como el problema de hacer
acopio de información—, que no someten a juicio esos objetivos teóricos, y
que realizan, asimismo, supuestos contrafácticos simplificadores que no los
subvierten. Pero trataremos de dar cuenta de las simplificaciones que esta
mos realizando, pues tendrán su importancia, especialmente en relación con
la tercera aplicación más práctica de nuestros proyectos, en un estadio poste
rior, en el que consideraremos, en el mundo real, soluciones intermedias de
segundo orden (secon d -b est) de nuestro ideal.I.
III. S u e r te y se g u r o s
tar ha decidido que prefiere una vida más segura. Nosotros hemos decidido
ya que la gente debe pagar el precio de la vida que elige, medido en términos
de aquello a lo que otros tienen que renunciar para que ellos puedan llevar
esa vida. Este fue el argumento de la subasta como mecanismo para estable
cer la igualdad inicial de recursos. Pero el precio de una vida más segura, me
dida de esta forma, reside precisamente en renunciar a cualquier oportuni
dad de obtener las ganancias cuya perspectiva induce a otros a apostar. Así
pues, no hay razón para poner objeciones, con el telón de fondo de nuestras
decisiones previas, a un resultado en el que los que rechazan apostar tienen
menos que los que no lo hacen.
Pero debemos comparar también la situación de los que apuestan y ga
nan con la de los que apuestan y pierden. No podemos decir que estos últi
mos han elegido una vida diferente y tienen que sacrificar sus ganancias de
acuerdo con ello, pues han elegido la misma vida que los que han ganado. Pe
ro podemos decir que la posibilidad de perder era parte de la vida elegida: es
to es, era el precio justo de la posibilidad de ganar. Podríamos haber diseña
do nuestra subasta inicial de forma que se pudieran comprar (por ejemplo)
billetes de lotería con las conchas. Pero el precio de esos billetes habría sido
cierta cantidad de recursos (fijada por las preferencias sobre probabilidades
y apuestas de los demás) que, de todas formas, se podrían haber comprado
con las conchas y a los que se habría renunciado totalmente si el billete no hu
biese ganado.
Se puede plantear la misma cuestión considerando los argumentos a fa
vor de que se lleven a cabo redistribuciones de los ganadores a los perdedo
res tras la apuesta. Si los ganadores tuvieran que compartir sus ganancias con
los perdedores no apostaría nadie de forma individual, y la vida que prefieren
tanto los que al final ganan como los que pierden no estaría a su disposición.
El hecho de que la redistribución haga menos atractivos, o incluso imposi
bles, algunos tipos de vida no es un buen argumento, por supuesto, contra al
guien que apremie para que se redistribuya de forma que se logre la igualdad
de recursos, pues las demandas de la igualdad (como suponemos en este ca
pítulo) son previas a otros desiderata, incluyendo la diversidad de tipos de vi
da que la gente tiene a su disposición. (En cualquier caso, la igualdad hará
que resulten imposibles algunos tipos de vida; una vida de dominación eco
nómica y política, por ejemplo.) Sin embargo, en el presente caso la diferen
cia es evidente, pues el efecto de redistribuir recursos de los ganadores entre
los perdedores de las apuestas sería privar a ambos del tipo de vida que pre
fieren, lo cual no sólo indica que se produciría un recorte indeseable de las
formas de vida disponibles, sino que se les privaría de tener voz, de forma
equitativa, en la elaboración de los lotes que se van a subastar, como en el ca
so del hombre que detestaba los huevos de chorlito y el clarete, pero que só
lo tiene frente a sí paquetes de ambas cosas. Tanto ganadores como perdedo
86 Teoría
miento o los fondos suficientes para hacerse un seguro por su cuenta. Tras lo
ocurrido, no se pueden comprar un seguro. Incluso las discapacidades que se
desarrollan al final de la vida, que dan a las personas la oportunidad de ha
cerse un seguro frente a ellas, no se distribuyen al azar entre la población, si
no que siguen un rastro genético, de forma que una aseguradora sofisticada
cargaría a ciertas personas con primas mayores para una misma cobertura
posterior al hecho. No obstante, la idea de un mercado de seguros propor
ciona una guía contrafáctica mediante la cual la igualdad de recursos podría
afrontar el problema de las discapacidades en el mundo real.
Supongamos que la siguiente pregunta tiene sentido y que incluso se
puede responder aproximadamente. Si todo el mundo (de forma irreal) co
rriera el mismo riesgo, a la edad apropiada, de desarrollar en el futuro disca
pacidades físicas o mentales (lo que implica que nadie las ha desarrollado to
davía), pero el número total de discapacidades se quedara como está, ¿qué
cobertura frente a esas discapacidades contrataría el miembro medio de la
comunidad? Excepto para la suerte bruta (no asegurable), que altera esas
probabilidades iguales, podríamos decir, pues, que la persona media se ha
bría hecho un seguro a ese nivel y compensaría en consecuencia a los que de
sarrollan discapacidades, mediante un fondo recaudado a través de impues
tos, u otro proceso obligatorio, pero diseñado para ajustarse a los fondos que
se habrían proporcionado mediante primas si las probabilidades hubieran si
do iguales. Los que desarrollen una discapacidad tendrán a su disposición
más recursos que otros, pero el alcance de sus recursos adicionales se esta
blecerá mediante decisiones de mercado que, supuestamente, las personas
tendrían que haber tomado si las circunstancias hubieran sido más equitati
vas de lo que son. Por supuesto, este argumento implica el supuesto ficticio
de que todos los que sufren discapacidades habrían contratado la cantidad
media del seguro, por lo que podríamos desear refinar el argumento y la es
trategia de forma que podamos prescindir de él.5 Pero, tal y como se presen
ta, no parece que este supuesto sea poco razonable.
¿Podemos responder con suficiente confianza a la pregunta contrafácti
ca como para desarrollar un programa de compensación de ese tipo? Debe
mos hacer frente a un umbral de dificultad de cierta importancia. La gente
sólo puede decidir cuántos recursos quiere dedicar a un seguro contra una
catástrofe concreta si tiene una idea de la vida que espera llevar, pues sólo en
5. El supuesto sobre la media no es más que un supuesto simplificado^ que se realiza pa
ra proporcionar un resultado en ausencia de la información detallada (y quizá, por razones des
critas en el texto, indeterminada) que nos permitiría decidir qué cantidad compraría una per
sona discapacitada en el mercado hipotético. Si tuviéramos esa información completa, de forma
que pudiéramos confeccionar compensaciones a la medida de lo que una persona concreta ha
bría comprado, la precisión del programa mejoraría. Pero en ausencia de tal información, la
media es la segunda opción; en cualquier caso es mejor que nada.
Igualdad de recursos 89
tonces puede decidir cuán grave sería una catástrofe concreta, hasta qué pun
to los recursos adicionales aliviarían la tragedia, y así sucesivamente. Pero las
personas que nacen con una discapacidad concreta o que la desarrollan en la
infancia la tendrán en cuenta, por supuesto, cuando hagan sus planes. Así
pues, para decidir por qué cantidad se habría hecho el seguro esa persona si
no hubiera tenido la discapacidad, debemos decidir qué tipo de vida habría
planeado en ese caso. Nb obstante, en principio, puede que no haya respues
ta a esta pregunta.
Sin embargo, no necesitamos hacer juicios contrafácticos tan personales
que nos sintamos en un aprieto por tal motivo. Incluso si todas las personas
corrieran el mismo riesgo en todas las catástrofes y evaluaran el valor y la im
portancia de un seguro de forma totalmente distinta (como resultado de sus
diferentes ambiciones y planes), el mercado de seguros estaría estructurado,
no obstante, mediante categorías que señalaran los riesgos frente a los cuales
casi todo el mundo se haría un seguro de forma general. Después de todo, el
mercado real de seguros considera que los riesgos de la mayoría de las catás
trofes se distribuyen al azar, por lo que se podrían seguir, así, la práctica de los
seguros reales, modificada de forma que se eliminen las discriminaciones que
cometen las aseguradoras cuando saben que es más probable que un grupo,
quizá por razones genéticas, sufra un tipo particular de mala suerte bruta.
Tendría sentido suponer, por ejemplo, que la mayoría de las personas valora
rían aproximadamente de la misma manera el seguro frente a discapacidades
generales, como la ceguera o la pérdida de un miembro, que afectan a un am
plio abanico de posibles vidas distintas. (Deberíamos observar el mercado real
para déscubrir la probabilidad y la naturaleza de un seguro más especializa
do que pudiéramos usar en planes más complejos, como el seguro que con
tratan los músicos para cubrir los daños que puedan sufrir en las manos.)
En todo caso, deberíamos prestar más atención a cuestiones relacionadas
c o r la tecnología y estar preparados para ajustar nuestras sumas a medida que
cambie esta última. La gente contrata seguros contra catástrofes, por ejemplo,
partiendo de unos supuestos previos sobre la tecnología médica terapéutica, o
sobre una rehabilitación especial, o sobre la ayuda mediante aparatos que tie
nen realmente a su disposición, y sobre los costes de esos remedios. Las per
sonas buscarían seguros de mayor nivel contra la ceguera, por ejemplo, si el
incremento de lo que rescataran les permitiera comprar una tecnología re
cientemente descubierta que sustituyera a la vista, pero no si el incremento de
lo que pueden rescatar es sólo algo mayor que lo que les ofrece una cuenta
bancaria que, en cualquier caso, no pueden usar de manera satisfactoria.
Ciertamente, los juicios que pudieran emitir los funcionarios de una co
munidad sobre la estructura del mercado hipotético de seguros serían espe
culativos y estarían abiertos a diversas objeciones. Pero, desde luego, no hay
razón para pensar, de antemano, que la práctica de compensar a los discapa
90 Teoría
citados sobre la base de tales especulaciones sería peor, en principio, que las
prácticas alternativas, y tendría el mérito de dirigirse hacia la solución teóri
ca más grata a la igualdad de recursos.
Podríamos recordar ahora cuáles son esas alternativas. En el capítulo 1
dije que el régimen de igualdad de bienestar, en contra de la impresión inicial,
hace un mal trabajo al explicar, o al guiar, nuestro impulso de compensar a Jos
que tienen graves discapacidades mediante recursos adicionales. En concre
to, no establece límite superior alguno a esa compensación, en caso de que no
haya pago adicional que mejore el bienestar de los afectados; pero esto, pese
a lo que pueda parecer, no muestra generosidad, pues deja el criterio de com
pensación real a expensas de una política del egoísmo amortiguada por la
simpatía, política que sabemos que aporta menos de lo que ofrecería cual
quier mercado hipotético de seguros defendible.
Considérese otra aproximación al problema de las discapacidades en
un contexto de igualdad de recursos. Supóngase que decimos que la fuerza
física y mental de cualquier persona ha de contar como parte de sus recur
sos, de forma que alguien que ha nacido con una discapacidad parte con
menos recursos que otros y, por tanto, debe permitírsele que se ponga al
día, mediante pagos por transferencia, antes de que se subaste lo que que
da en un mercado equitativo. En realidad, la fuerza de la gente es un recur
so, pues se usa, junto con los recursos materiales, para hacer de la vida algo
valioso. La fuerza física es un recurso para tal fin en un sentido distinto a los
aspectos de la personalidad, como ocurre con la concepción que tiene una
persona de lo que es valioso en la vida. Sin embargo, la sugerencia de que
un diseño de igualdad de recursos debería proporcionar una compensación
inicial para aliviarlas diferencias que existen en cuestión de recursos físicos
y mentales es problemática de diversas maneras. Requiere, por ejemplo,
cierto criteiio de lo que son las fuerzas «normales», que sirva de marco pa
ra la compensación.6 Pero ¿las fuerzas de quién se deberían considerar nor
males para tal fin? Además, dicha sugerencia padece el mismo defecto que
la recomendación paralela en un contexto de igualdad de bienestar. De he
cho, ninguna cantidad que se emplee como compensación inicial serviría
para que una persona que nace ciega, o incapacitada mentalmente, se iguale
en recursos físicos o mentales a alguien considerado «normal» en ese sentido.
Así pues, el argumento no proporciona un límite superior a la compensación,
sino que tiene que dejar esa tarea a una solución política de compromiso,
posiblemente menos generosa, de nuevo, que la que ordenaría un mercado
hipotético de seguros.
sos es la distinción entre aquellas creencias y actitudes que definen lo que de
bería ser el éxito en la vida —creencias y actitudes que el ideal de la igualdad
de recursos asigna a la persona— y aquellos rasgos del cuerpo, o de la mente,
o de la personalidad que proporcionan medios, o ponen impedimentos, a ese
éxito —rasgos que el ideal asigna a las circunstancias de la persona—, Quie
nes consideran sus deseos sexuales o su gusto por la ópera como desventajas
no queridas catalogarán esas características de su cuerpo, de su mente o de su
personalidad de manera tan firme como aquéllas. Para ellos son discapacida
des, y por ello idóneas para el régimen propuesto para las discapacidades en
general. Podemos imaginar que todo el mundo tiene la misma posibilidad de
caer por accidente en la tentación. (Por supuesto, para cada persona el tipo
de tentación que le acarrearán aquellas consecuencias será diferente. Aquí no
se supone que el riesgo de una tentación concreta perturbe de esa forma una
serie de objetivos, sino el riesgo de cualquier tentación.) Nos podemos pre
guntar entonces —con mayor o menor inteligibilidad que en el caso de la ce
guera— si la gente, en general, contrataría un seguro que cubriera ese riesgo
y, si es así, con qué prima y a qué nivel de cobertura. Parece improbable que
haya mucha gente que contrate semejante seguro, con una prima manejable
si la solicitan, excepto en el caso de tentaciones tan severas, y que dejen a una
persona tan impotente, como para englobarlas en la categoría de las discapa
cidades. Pero ésta es una cuestión diferente. La cuestión que importa ahora
es que la idea de un mercado de seguros está disponible aquí, pues cabe ima
ginar que hay personas que tienen una tentación semejante y no cuentan con
ese mercado, sin imaginarse por ello que tienen una concepción de lo que
quieren en la vida diferente de la que de hecho tienen. Así pues, la idea de
una subasta imaginaria de seguros proporciona a la vez un mecanismo para
identificar tentaciones y distinguirlas de rasgos positivos de la personalidad,
y también para introducir esos deseos en el régimen general diseñado para las
discapacidades.IV .
les equitativas. Pero, posteriormente, una vez que se han subastado los re
cursos iniciales, todo el mundo los posee de alguna forma, de manera que el
principio de igualdad es reemplazado por el respeto al derecho de propiedad
de las personas o algo por el estilo. Esta réplica plantea la cuestión directa
mente, ya que estamos considerando exactamente si se debe establecer en
primer lugar un sistema de propiedad que tenga esa consecuencia, o si se de
be elegir un sistema de propiedad diferente que vincule explícitamente cada
adquisición a planes posteriores de redistribución. Si se elige al principio el
último tipo de sistema, entonces nadie se puede quejar más tarde de que la re
distribución quede descartada debido sólo a sus derechos de propiedad. No
quiero decir que ninguna teoría de la justicia pueda distinguir coherentemen
te entre la justicia de la adquisición inicial y la justicia de las transferencias,
apoyándose en que cualquiera puede hacer lo que quiera con una propiedad
que ya es suya. La teoría de Robert Nozick, por ejemplo, hace precisamente
esto,1 lo cual resulta coherente porque su teoría de la justicia de las adquisi
ciones iniciales pretende justificar un sistema de derechos de propiedad que
tiene esa consecuencia: que las transferencias sean justas, esto es, que surjan
de los derechos que la teoría de la adquisición afirma que se adquieren al ad
quirir la propiedad. Pero la teoría de la adquisición inicial en que se apoya la
teoría del punto de partida, que es la igualdad de recursos, ni siquiera pre
tende justificar una caracterización de la propiedad que necesariamente in
cluya el control absoluto, sin límite de tiempo.
Así pues, la teoría del punto de partida, según la cual los inmigrantes de
ben empezar con recursos iguales para desenvolverse a partir de ahí, de for
ma próspera o con estrecheces, mediante su propio esfuerzo, es una combi
nación indefendible de teorías muy diferentes de la justicia. Algo parecido a
esa combinación tiene sentido en los juegos, como el Monopoly, donde la
cuestión reside en permitir que la suerte y la habilidad desempeñen un papel
enormemente circunscrito y, en último caso, arbitrario; pero eso no propor
ciona unidad a una teoría política. Nuestro propio principio —que afirma
que si la gente de igual talento elige vidas diferentes es injusto realizar redis
tribuciones a la mitad del camino de esas vidas— no apela a la teoría del pun
to de partida. Se basa en la idea, muy diferente, de que la igualdad en cues
tión es igualdad de recursos a lo largo de una vida. Ese principio ofrece una
clara respuesta a la pregunta que puso en un aprieto a la presente objeción.
Nuestra teoría no supone que una división equitativa de recursos sea apro
piada en un momento dado de la vida de alguien, pero no en otro. Sólo sos
tiene que los recursos que se encuenteran a disposición de esa persona en un
momento dado deben estar en función de los recursos que estaban a su dis-
7. Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia, Nueva York, Basic Books, 1974 (trad. cast.:
Anarquía, Estado y Utopía, México, Fondo de Cultura Económica, 1992).
100 Teoría
8. Obsérvese que nuestro análisis del problema que las diferentes aptitudes le plantean a
la igualdad de recursos reclama un impuesto sobre la renta, más que un impuesto sobre la ri
queza o el consumo. Si la gente empieza con recursos iguales, deseamos entonces que el im
puesto se ajuste a las diferentes aptitudes en la medida en que generan distintos ingresos. La de
cisión de alguien de gastar en vez de ahorrar és, precisamente, el tipo de decisión cuyo impacto
lo debe determinar, según este análisis, el mercado no corregido por impuestos. 1labra, por su
puesto. razones técnicas, y de otro tipo, de por qué una sociedad dedicada a la igualdad de
bienestar introduciría impuestos distintos al de la renta. Esa sociedad quizá quiera, por ejem
plo, promover el ahorro. Pero esos impuestos no darían respuesta al problema que estamos tra
tando ahora. Según el presente argumento, ¿se deben gravar los ingresos procedentes de inver
siones? Supongo que esos ingresos reflejan la habilidad inversora y la preferencia por un
consumo pospuesto, en cuyo caso el argumento implicaría que se gravaran esos ingresos. Pues
to que no estoy considerando aquí el problema de las generaciones futuras, no trato los im
puestos sobre herencias o propiedades.
102 Teoría
mos, que neutralice los efectos de las diferentes aptitudes,’pero que preserve
las consecuencias de que una persona elija una ocupación en respuesta a su
sentido de lo que quiere hacer en la vida que sea más cara para la comunidad
que la otra elige. Un impuesto sobre la renta es un mecanismo admisible pa
ra este propósito porque deja intacta la posibilidad de elegir una vida en la
que los sacrificios se hagan siempre, y la disciplina se imponga permanente
mente, en nombre del éxito financiero y los recursos adicionales que acarrea,
aunque, por supuesto, ni respalda ni condena esa elección. Pero también re
conoce el papel de la suerte genética en esa vida. El acuerdo al que llega es
una solución de compromiso; pero es una solución de compromiso de dos re
quisitos de la igualdad frente a la incertidumbre práctica y conceptual sobre
cómo satisfacer esos requisitos, no una solución de compromiso de la igual
dad con respecto a algún valor independiente, como la eficiencia.
Pero, por supuesto, el hecho de apelar a un impuesto depende de nues
tra capacidad para fijar niveles impositivos que establezcan esa solución de
compromiso de forma adecuada. Para este propósito puede servir de ayuda
que podamos hallar alguna forma de identificar, en la riqueza de una persona
cualquiera en un momento cualquiera, los componentes que proceden del ta
lento diferente, que son distintos de los que proceden de diferentes ambicio
nes. Podríamos intentar entonces ingeniar un impuesto que retomara preci
samente ese componente para la redistribución. Pero no cabe esperar que
identifiquemos semejante componente, aun contando con información per
fecta sobre la personalidad de la gente, pues la influencia recíproca del talen
to y la ambición desbaratará esa identificación. El talento se alimenta y se de
sarrolla, no se descubre de golpe; las personas eligen qué aptitudes desarrollar
para responder a lo que creen que es el mejor tipo de persona que se puede
ser. Pero la gente también desea desarrollar y emplear el talento que tiene, no
sólo porque se prefiera una vida de éxito relativo, sino porque el ejercicio del
talento es placentero, y también, quizá, porque sienten que no hacer uso del ta
lento es desperdiciarlo. Una persona avispada o mañosa se representa lo que
da valor a la vida de forma muy distinta a como lo haría alguien más patoso.
Así pues, no cabe esperar que se fije el nivel de nuestro impuesto sobre la
renta de forma que se redistribuya exactamente la parte de los ingresos de ca
da persona que sea atribuible a su talento, en la medida en que se distingue
de sus ambiciones. Aptitudes y ambiciones están íntimamente enlazadas.
¿Nos irá mejor con una táctica un poco diferente? ¿Podemos tratar de fijar
ese nivel de forma que todo el mundo se quede con los ingresos que habría te
nido si, contrafácticamente, el talento productivo de las personas fuera igual?
No, porque es imposible decir, de forma significativa, qué clase de mundo se
ría ése. Deberíamos determinar qué clase de talento, y cuánto, habría de ser
igual para todo el mundo, y qué ingresos lograrían, pues, las personas que ex
plotaran ese talento con un grado de esfuerzo diferente. ¿Deberíamos esti
Igualdad de recursos 103
pular que en ese mundo todos contarían con el talento que en el mundo real
tiene la gente de más talento? ¿Con «los que tienen más talento» nos referi
mos a las personas que son capaces de ganar más dinero en el mundo real si
trabajan pensando sólo en el dinero? Pero en un mundo en el que todos pu
dieran meter tres goles en un partido o realizar papeles sensuales en el cine
con igual solvencia, probablemente no habría fútbol ni películas; en cual
quier caso, a nadie se le pagaría mucho por poner en práctica esas aptitudes.
Tampoco sería de mucha ayuda describir de cualquier otra forma el talento
que se supone que todo el mundo tiene en igual medida.
Pero aunque estos ejercicios contrafácticos rudimentarios estén aboca
dos al fracaso, sugieren una maniobra más prometedora. Revisemos nuestra
situación. Queremos encontrar alguna forma justa de distinguir las diferen
cias injustas de riqueza generadas por diferentes ocupaciones. Las diferencias
injustas son aquellas que proceden de la suerte genética, del talento que per
mite que ciertas personas sean más prósperas, pero que se les niega a otras
que le sacarían todo el provecho si lo tuvieran. Ahora bien, si esto es correc
to, entonces el problema del talento diferente es en cierto modo similar al
problema de las discapacidades que ya hemos tomado en consideración.V .
V. S e g u ro de d e se m ple o
9. El mercado de seguros que imaginamos puede adoptar otras formas posibles, pero las
que tomo en consideración parece que producen más o menos el mismo resultado. Amartya
Sen me ha sugerido, por ejemplo, que la aseguradora podría ofrecer una póliza que garantice
el nivel de cobertura que se le ha fijado a cada asegurado, pero haciendo que la prima depen
da de la renta económica que tenga la gente. Esto no produciría, creo yo, unos resultados di
ferentes a los del plan que describo en la siguiente sección, y considero que es útil tener en
cuenta, tal y como lo hago-yo aquí, por qué esas elaboraciones serían necesarias.
106 Teoría
pagarán con las existencias iniciales de recursos del asegurado (las con
chas), sino más bien en períodos fijos con los ingresos futuros que se ob
tengan tras la subasta. ¿Hasta qué punto los inmigrantes, por término me
dio, se harían ese seguro, a qué nivel específico de cobertura de ingresos y
con qué coste?
Estos problemas admiten, al menos en principio, varios tipos de análisis
que los economistas aplican a problemas de decisión bajo incertidumbre, y
no hay razón para dudar que pueda proporcionar una solución. Incluso sin la
información y la capacidad del ordenador, podemos realizar algunas obser
vaciones generales sobre lo que probablemente prediga. Los economistas
distinguen, de forma aproximada, entre dos tipos de decisiones bajo incerti
dumbre. Se plantea un problema de seguros cuando se compra a bajo coste
un reembolso por una pérdida improbable pero muy grave. Se plantea un
problema de apuestas cuando se compra a bajo coste una pequeña oportuni
dad de ganar mucho. Definamos una apuesta financieramente ventajosa de
uno de estos dos tipos como una apuesta tal que el coste de la apuesta es me
nor que la cantidad que rinde si «tiene éxito» —si el riesgo cubierto se mate
rializa o si se gana la apuesta— una vez que se ha descontado la probabilidad
de no tener éxito. Un seguro que imponga una prima de un dólar y que pa
gue diez dólares sí se produce una pérdida que es tan probable que ocurra
como que no, o una apuesta de diez contra uno de que al lanzar una mone
da no trucada al aire salga cara, son apuestas financieramente ventajosas.
Una apuesta es financieramente desventajosa si el coste de la apuesta exce
de el beneficio esperado así calculado. Digamos que alguien es neutral con
respecto al riesgo si acepta cualquier apuesta financieramente ventajosa y re
chaza cualquier apuesta desventajosa, sin que importe el tamaño o el carác
ter de la apuesta.
Las compañías comerciales de seguros y los corredores comerciales de
apuestas sólo ofrecerán, claro está, apuestas financieramente desventajosas,
pues sus ingresos no sólo tienen que igualar el beneficio esperado por los
asegurados y los apostantes, sino también sus costes, incluyendo los costes
de oportunidad. Así pues, si todo el mundo fuera neutral con respecto al
riesgo, nadie se haría un seguro o apostaría a la lotería o a las quinielas. Pe
ro casi nadie es neutral respecto al riesgo en todo el ámbito de su curva de
utilidad: para casi todo el mundo, la utilidad marginal de una mayor canti
dad de dinero se reduce, al menos, en una parte de la gráfica en la que se re
presenta cómo se comporta su bienestar en función de sus ingresos. Resulta
bastante fácil ver cómo explica esto el fenómeno de los seguros comerciales
(aunque, por supuesto, cualquier explicación de por qué las tasas de políti
cas concretas son las que son requeriría una información más detallada so
bre esas funciones de utilidad y sería mucho más compleja). Supongamos
que hay una posibilidad contra diez de que mi casa de 50.000 dólares arda el
Igualdad de recursos 107
10. Si me equivoco en esto, el argumento sobre el seguro hipotético insistiría en una re
distribución radical y en una sustantiva igualdad de riqueza. Por ello, según ese supuesto, el
plan ofrecería un argumento a favor de esa consecuencia.
108 Teoría
tienen las mismas aptitudes e intereses, pero esas aptitudes no les permiten
ganar un salario en el percentil 60. Ernest rescata por debajo de su póliza, pe
ro Deborah no. Ella ha de afrontar la decisión de hacer carrera como estrella
de cine, cosa que detesta, o intentar pagar la prima y el resto de sus gastos con
el salario que gane realizando los trabajos que le gustan a ella y a Ernest. És
te puede tener tanto el trabajo que prefiere como una compensación gracias
a su póliza, y por ello está mucho mejor.1’ ¿Es injusta esa ventaja? Resulta que
Deborah es esclava de su singular talento. Pero ello se debe a que ha asumi
do el riesgo de hacerse un seguro con un nivel de cobertura que exige el pa
go de una prima elevada, de manera tal que hay pocos trabajos que puedan
proporcionarle unos ingresos que se acerquen a ese nivel. Ernest asumió el
mismo riesgo, pero tuvo mejor suerte opcional. Por ello, la anomalía no es más
que un nuevo ejemplo (más complejo) de los indeseables riesgos para el bien
estar de los seguros de nivel elevado. Si Deborah y Ernest se hubieran hecho
un seguro de menor nivel, la prima habría sido más baja y Deborah habría te
nido mejores opciones de conseguir un trabajo que no fuera el de actriz. En tal
caso, todavía les iría de muy distinta manera, pero la diferencia sería mucho
menor, y se trataría entonces (puede decirse) de una señal apropiada del he
cho de que Deborah tuviera una opción con la que no cuenta Ernest. En cual
quier caso, esta injusticia, si es que es una injusticia, desaparecería en cualquier
transformación verosímil del mercado hipotético de seguros en un plan real
de impuestos como el que se describe en la siguiente sección.
V I. I m p u e st o s c o m o p r im a
14. Como en el caso de las discapacidades, he decidido que las primas y por tamo, el pa
go de impuestos giren en torno al nivel de cobertura medio como mecanismo simplificador. Po
dría haber elegido, por supuesto, la mediana o la moda de la cobertura seleccionada en el mer
cado hipotético, en lugar de la media o el promedio. Es una cuestión interesante si no resultara
mejor acaso cualquiera de ellas. He elegido la media partiendo del supuesto de que nuestra va
loración de la posibilidad de error en casos concretos (la posibilidad de que la «prima» extraí
da difiera de lo que el individuo en cuestión habría pagado realmente en el mercado hipotéti
co) debe reflejar la cantidad, así como el hecho mismo de la diferencia.
112 leona
14. Como en el caso de las discapacidades, he decidido que las primas y, por tanto, el pa
go de impuestos giren en torno al nivel de cobertura medio como mecanismo simpiificador. Po
dría haber elegido, por supuesto, la mediana o la moda de la cobertura seleccionada en el mer
cado hipotético, en lugar de la media o el promedio. Es una cuestión interesante si no resultara
mejor acaso cualquiera de ellas. He elegido la media partiendo del supuesto de que nuestra va
loración de la posibilidad de error en casos concretos (la posibilidad de que la «prima» extraí
da difiera de lo que el individuo en cuestión habría pagado realmente en el mercado hipotéti
co) debe reflejar la cantidad, así como el hecho mismo de la diferencia.
116 Teoría
estrella de cine tenga el salario de ésta. Si Claude se siente infeliz ante esta si
tuación, incluso una vez que el plan impositivo entra en juego, tendrá que
proponer un mundo en el que nadie tenga semejantes ingresos y en el que sus
ingresos sean, en consecuencia, relativamente (y quizás absolutamente) más
elevados. Pero sea cual fuere el mundo que proponga no sólo cambiará para
aquellos que, con nuestro plan impositivo, tendrían más que él, sino para to
do el mundo, incluso para aquellos que, por una razón u otra, y teniendo en
cuenta sus preferencias con respecto al trabajo, su ocio y su consumo, tienen
menos que él. Si, por ejemplo, nadie puede ganar el sueldo de una estrella de
cine, la gente que desee ir al cine quizá considere de forma muy diferente las
entradas disponibles, que no tendrán, correcta o incorrectamente, en tan al
ta estima como las tienen ahora. Por supuesto, es imposible asegurar de an
temano cuáles serán exactamente las consecuencias de cualquier cambio pro
fundo en el sistema económico y quién ganará o perderá a largo plazo. Esos
cambios no se pueden representar gráficamente de forma apropiada en una
sola dimensión. No se pueden medir, simplemente, mediante fondos u otros
«bienes primarios» disponibles para una u otra clase económica, por ejem
plo, pues afectan también a los precios y a la escasez de diferentes bienes y
oportunidades que los miembros de una clase concreta, incluso una clase
económica, valorarán de forma muy diferente. Precisamente por eso, los in
migrantes eligen una subasta, sensible a lo que las personas quieren para su
vida, como motor principal para lograr la igualdad.
Así pues, aunque Claude pueda decir con razón que la diferencia entre él
y la estrella de cine no refleja diferencia alguna en gustos, en ambiciones o en
teorías de lo bueno y, por tanto, no implica en sí misma nuestro primer re
quisito de igualdad en la estructura de salarios, el relativo a la sensibilidad
con respecto a las ambiciones, no puede recomendar ningún cambio general
de las situaciones económicas relativas —cambios que implican ese requisi
to— tfüe no cause a su vez cambios espectaculares a gran escala en la situa
ción de otras personas. Por supuesto, este hecho no excluye en sí mismo nin
gún cambio que Claude pudiera proponer. Al contrario, el statu quo que se
logra mediante una producción y un comercio laissez-faire, a partir de un
punto de partida equitativo, no tiene un estatus natural o privilegiado, como
he hecho el esfuerzo de destacar, en concreto con mi argumento contra la teo
ría de la igualdad del punto de partida. Si Claude puede mostrar que una
concepción apropiada de la igualdad de recursos recomienda algún cambio,
el hecho de que muchas personas de todas las categorías estén, por tanto, en
peor situación, dados sus gustos y ambiciones concretos, no plantea objeción
alguna, del mismo modo que el hecho de que Claude estuviera en peor situa
ción si no se produjera un cambio no proporcionaría en sí mismo un argumen
to a favor de ese cambio. Lo único que quiero destacar es que Claude necesita
un argumento a favor del cambio que recomienda que sea independiente de su
118 Teoría
propia situación relativa. No le basta con señalar a las personas que mejoran,
tal y como están las cosas, incluso aunque sean aquellos que tienen las mismas
ambiciones y gustos que él.
El argumento en términos del mercado hipotético de seguros es un argu
mento de ese tipo. Compara dos mundos. En el primero, se conoce de ante
mano a los que se hallan en relativa desventaja debido a los gustos y ambicio
nes de otros, en comparación con su propio talento productivo, y soportan
todas las consecuencias de esa desventaja. En el segundo se mantiene la mis
ma configuración de desventajas relativas, pero todo el mundo tiene, subjeti
vamente, la misma oportunidad previa de sufrirlas y, por eso, todo el mundo
tiene la misma oportunidad de mitigar la desventaja haciéndose un seguro
contra ella. El argumento supone que la igualdad prefiere el segundo mundo,
porque se trata de un mundo en el que los recursos de talento se dividen, en
un sentido que es importante, de forma más equitativa. El argumento gn tér
minos de un seguro hipotético pretende reproducir las consecuencias del se
gundo mundo, de la forma más aproximada posible, en el mundo real. Ofre
ce una respuesta a aquellos a los que les iría mejor en el primer mundo (lo que
incluye a muchos de los que dispondrían de más dinero en el segundo), me
diante la sencilla proposición según la cual el segundo es un mundo en el que,
por motivos independientes de cómo les van a ellos las cosas dados sus gus
tos y ambiciones, es casi equitativo en recursos.
Que este argumento esté disponible no impide que se elaboren otros ar
gumentos que muestren hasta qué punto la aparición de nuevos cambios per
feccionaría más aún la igualdad de recursos. Sin embargo, es difícil prever
cuán grande debería ser el motivo para buscar nuevos argumentos si, por
ejemplo, en el caso de nuestros inmigrantes se aceptara e impusiera el argu
mento del seguro hipotético. Eso dependería, entre otras cosas, de lo elevado
que pudiera ser el nivel de ingresos respecto al nivel de cobertura media en
esa sociedad. Podría ser que se redujeran en tan gran medida las disparidades
de riqueza mediante las características de la economía que hemos descrito
que estuviéramos mucho menos preocupados de lo que sospechábamos de
antemano por las desigualdades de riqueza que permanecieran. En realidad,
podría ocurrir que los costes de eficiencia general, incluso los de aquellas ca
racterísticas, fueran tan grandes que los que estuvieran dispuestos a compro
meterse con la igualdad de recursos —bien por razones de utilidad general,
bien al servicio de una estrategia que hiciera que los que estaban en peor si
tuación estuviesen lo mejor posible— sostuvieran que incluso esa gran igual
dad fuera criticada por su concepción más amplia de la justicia.
Por supuesto, muchos de los filósofos y teóricos políticos que se oponen
a la desigualdad no sólo se interesan por la pobreza, en términos absolutos,
de los que han tocado fondo, sino también por lo que podríamos llamar los
costes morales de una sociedad con una desigualdad sustantiva de riqueza,
Igualdad de recursos 119
costes que siguen ahí, y que de hecho, cuando la situación de los que están
peor mejora repentinamente, a veces se exacerban, aunque la desigualdad
permanece. Sin embargo, sería un error suponer que estas actitudes ridiculas
y mutuamente dependientes sobre la riqueza que determinan nuestra propia
sociedad —la idea de que la acumulación de riqueza es señal de una vida de
éxito, y de que alguien que ha organizado su vida para adquirirla es objeto
apropiado de envidia, más que de simpatía o interés— arraigarían en un sis
tema económico que se viese libre de auténtica pobreza, y que animase a la
gente, como lo hace la subasta inicial, a considerarlas cuentas bancarias acau
daladas como un ingrediente más, entre otros, de los que hacen que una vida
merezca la pena. Pues, en nuestro mundo, aquellas actitudes se sostienen y
alimentan al suponer que una vida dedicada a la acumulación de riqueza o al
consumo suntuoso —parte de cuyo mayor atractivo reside precisamente en el
hecho de que están reservadas para los muy ricos— es una vida valiosa para
la gente, puesto que sólo se vive una vez. Si hay una teoría de la buena vida
que sea claramente absurda, esta proposición pertenece a esa teoría.
Sin duda, para la psicología social y para la historia intelectual es una
cuestión importante cómo arraiga esa afirmación en una sociedad. Después
de todo, la ha condenado la literatura, así como otras formas de arte que se
han tomado en serio durante mucho tiempo, incluso en comunidades pro
fundamente capitalistas, y aunque comprendo que la posibilidad de que su
rechazo en el arte sea parasitaria de su aceptación irreflexiva en la vida, las
protestas incluso de las formas más populares de arte ahondan, sin embargo,
ese misterio. Mi argumento actual es mucho más banal que cualquier intento
de resolver el misterio. Se trata, simplemente, de esto: ignoramos de tal for
ma la compleja genealogía de las actitudes inverosímiles sobre la riqueza que
nos rodean, actitudes que son condenadas por los que apuntan a los costes
morales del sistema de mercado, que cometeríamos un error si supusiéramos
de antemano que esas mismas actitudes surgirían en un sistema de mercado
cuyo significado consistiera en promover el tipo de examen reflexivo sobre
costes y ganancias con el que parece más probable que esas actitudes langui
dezcan y desaparezcan.
Es importante, con todo, tratar de descubrir argumentos que muestren
que la igualdad de recursos, como ideal bien distinguible, recomendaría que
se borraran incluso aquellas diferencias de riqueza que permite el argumen
to del seguro hipotético, y este proyecto no se ve amenazado por la incerti
dumbre sobre si debemos sentirnos consternados, o considerar que se soca
van nuestras intuiciones, si no descubrimos argumento alguno. No dudo que
se puedan hallar tales argumentos, pues mi objetivo en parte es provocarlos,
pero merece la pena mencionar ciertos argumentos que no parecen muy pro
metedores. Se podría decir, por ejemplo, que la igualdad de recursos aproba
ría un mundo aún más diferente, en el que el talento productivo de las perso-
120 Teoría
ñas fuera realmente más equitativo que en los otros dos mundos que he des
crito, de forma que tendríamos que esforzarnos por crear un sistema en el
que las diferencias de riqueza relacionadas con la ocupación no fueran ma
yores que en ese mundo. Esta afirmación entraña un importante argumento,
según el cual una sociedad igualitaria debe dedicar recursos especiales, en
nombre precisamente de la igualdad, a la formación de aquellos cuyas apti
tudes, tal y como están las cosas, les sitúan en la parte inferior de la escala de
ingresos. Esto es parte de una cuestión de mayor alcance en torno a una teo
ría igualitaria de la educación, que no he intentado siquiera abordar aquí. Pe
ro al argumento más general le afecta el hecho de que ni siquiera podamos
empezar a reproducir la distribución de riqueza que tendría lugar en ese
mundo diferente sin partir de supuestos sobre la mezcla de aptitudes que en
ese mundo compartirían todos con igual abundancia, y ninguna especifica
ción sobre la mezcla entre las diversas ambiciones y gustos del mundo real en
el que intentamos esa copia podría ser neutral.
Supongamos que alguien dice, simplemente (y con una impaciencia dig
na de crédito), que la igualdad de recursos sólo tien e que preferir un mundo
en el que la gente tenga una riqueza casi igual a la que probablemente ten
drían en un mundo de libre comercio, incluso con un trasfondo de riqueza
inicial equitativa y corregida incluso por el mercado hipotético de seguros.
Negar esto (se podría decir) es simplemente preferir otros valores a la igual
dad, no establecer una concepción aceptable de la igualdad misma. Por su
puesto, esto es exactamente lo que mis argumentos han tratado de cuestionar.
En un contexto de igualdad de recursos, una vez que comprendemos la im
portancia del requisito de que cualquier teoría de la distribución ha de ser
sensible a las ambiciones y los efectos a gran escala de cualquier plan de dis
tribución o redistribución de recursos para la vida que casi todo el mundo en
la comunidad quiere y se le permite, debemos sospechar de toda afirmación
sin matices según la cual la igualdad de recursos tiene que ser definida de for
ma que no atienda a estos hechos. La igualdad de recursos es un ideal com
plejo. Probablemente sea (como sugieren los diversos argumentos que hemos
propugnado aquí) un ideal indeterminado que acepta, en un ámbito concre
to, distribuciones diversas. Pero al menos esto parece claro: cualquier con
cepción defendible de ese ideal tiene que atender a sus diferentes dimensiones
y no rechazar sin más el requisito de que sea sensible a los costes que impone
la vida de una persona a otras. La presente sugerencia de que a las teorías au
ténticas de la igualdad sólo les concierne la cantidad disponible de bienes o
de activos líquidos que controla la gente en un momento concreto del tiem
po es parte de un dogma preanalítico que, en realidad, no protege los límites
del concepto de igualdad para que no se confunda con otros conceptos, sino
que frustra más bien el intento de representar la igualdad como un ideal po
lítico independiente y vigoroso.
Igualdad de recursos 121
V i l . O t r a s t e o r ía s de la ju s t ic ia
Casi no merece la pena repetir cuán lejos quedan las presentes notas de
una teoría completa de la igualdad de recursos, incluso en unas condiciones
sencillas y artificiales como las de la sociedad de inmigrantes. No he dicho na
da, por ejemplo, de hasta qué punto la igualdad, entendida de forma apropia
da, obliga a las personas a dar a los demás lo que ellos mismos tienen derecho
a conservar y a usar. Esta cuestión incluye, por supuesto, el problemático
asunto sobre si se debe permitir q u e los q u e han am asado una fortuna en una
vida de sacrificios se la pasen a sus hijos como recursos adicionales. Tampoco
he dicho nada sobre los compromisos que debe adoptar una distribución
equitativa de recursos para producir cambios radicales en la mentalidad de las
personas, con respecto a la vida que quieren llevar. ¿Tiene derecho una perso
na a nuevos excedentes de recursos cuando rechaza su vida anterior y quiere
empezar de nuevo? Supongamos que se trata de un derrochador que ha des
perdiciado su dotación inicial y descubre ahora que tiene menos de lo que ne
cesita para procurarse siquiera las necesidades básicas al final de su vida.
Estas cuestiones tienen gran interés teórico y una importancia práctica
central cuando nos preguntamos qué significa en el mundo real un punto de
partida equitativo, aquello que en el mundo de nuestros inmigrantes se satis
facía mediante la subasta equitativa inicial. Asimismo, he dejado a un lado, pa
ra otra ocasión, el asunto de la igualdad de poder político, aunque tal y como
scñalcf al comienzo resulta ilegítimo en cierto modo considerar la igualdad po
lítica como un asunto completamente distinto de la igualdad económica. Sin
embargo, aquí hemos recorrido ya suficiente camino y podría resultar útil con
trastar la dirección en que viajamos con la que han tomado ciertas teorías de la
justicia que se destacan ahora en este ámbito.
Debe resultar razonablemente claro el contraste entre la concepción de
la igualdad que se defiende aquí y la igualdad de bienestar, que fue la teoría
que se tomó en consideración en el capítulo E En la idea de una subasta
equitativa inicial, seguida por el comercio y la producción limitados por
unos impuestos que imitan a los mercados hipotéticos de seguros, no hay na
da que apunte a la igualdad en relación con ningún concepto de bienestar o
q u e haga p o sib le ¡a co n v e r g en cia hacia tal igualdad. De h ech o , tal y co m o
se ha desarrollado hasta ahora, no caben siquiera en la teoría las compara
ciones de niveles de bienestar de diferentes personas. La teoría hace uso de la
idea de niveles individuales de utilidad en los cálculos, por ejemplo, que re
comienda sobre cómo se comportarían las personas en ciertos mercados hi
potéticos. Pero esos cálculos sólo emplean el concepto de utilidad, bastante
aséptico, propuesto por John von Neumann y Oskar Morgenstern,” entre
IT John von Neumann y Oskar Morgenstern, The Tbeory o f Gantes and Ecnnomíc Beba-
vior, V ed., Princeton, Princeton Univcrsity Press, 1980.
122 Teoría
16. Como ocurre a veces, creo, en los casos difíciles en el derecho consuetudinario, cuan
do los que se beneficiarían y los que perderían con la introducción de una nueva norma legal se
supone que son, o que tienen que ser, clases más o menos iguales en su control de los recursos.
Véase R. Posner, «The Ethical and Political Basis of the Efficiency Norm in Common Law Ad-
judication», Hofstra I m w Review, n° 8, 1980, pág. 487.
17. Ronald Dworkin, «Why Kfficiency?», Hofstra I m w Review, n° 8, 1989, pág. 563.
Igualdad de recursos 123
guen la estructura del argumento que desarrolla Rawls? Esto es, ¿hasta qué
punto dependen de la hipótesis de que las personas en la posición original
descrita por Rawls elegirían los principios de la igualdad de recursos tras el
velo? En segundo lugar, y de forma independiente, ¿hasta qué punto son di
ferentes los requisitos de la igualdad de recursos de los dos principios de jus
ticia que Rawls supone que elegirían de hecho las personas en esa posición?
Evidentemente, es mejor empezar con la segunda pregunta. La compa
ración en cuestión se da entre la igualdad de recursos y el segundo principio
de justicia de Rawls, cuyo componente principal es el principio de «diferen
cia», que exige que no se produz.ca ninguna variación de la igualdad absolu
ta de «bienes primarios» salvo la que obre en beneficio de la clase económica
de los que están en peor situación. (El primer principio de Rawls, que esta
blece lo que denomina la prioridad de la libertad, tiene que ver más bien con
los temas que he dejado a un lado porque pertenecen a la igualdad política,
que se discute en el capítulo 4.) El principio de diferencia, como nuestra con
cepción de la igualdad de recursos, sólo funciona contingentemente en di
rección a la igualdad de bienestar con respecto a una concepción cualquiera
del bienestar. Si distinguimos de forma amplia entre teorías de la igualdad de
bienestar y de recursos, el principio de diferencia es una interpretación de la
igualdad de recursos.
Sin embargo, se trata de una interpretación muy diferente de nuestra
concepción. Desde el punto de vista de esta última, el principio de diferencia
no es lo suficientemente sutil por diversos motivos. Hay cierto grado de arbi
trariedad en la elección de cualquier descripción del grupo de los que están
económicamente en peor situación, los cuales son, en cualquier caso, un gru
po cuya fortuna sólo se puede representar mediante alguna media mítica o
mediante un miembro representativo de ese grupo. En concreto, la estructu
ra no parece lo suficientemente sensible con respecto a la situación de los que
tieften discapacidades de nacimiento, físicas o mentales, que en sí mismos no
constituyen un grupo de los que están en peor situación, pues ésta se define
económicamente, por lo que los discapacitados no contarían como miembros
representativos o medios de tal grupo. Rawls llama la atención sobre lo que
denomina principio de reparación, que sostiene que la compensación se de
be aplicar a las personas discapacitadas como se aplica, de hecho, en nuestra
concepción de la igualdad, tal y como la he descrito. Pero apunta que el prin
cipio de diferencia no incluye el principio de reparación, aunque avanzarían
en la misma dirección siempre que una educación especial para los discapa
citados, por ejemplo, obre en beneficio de la clase que se encuentra en peor
situación económica. Pero no hay razón para pensar que eso ocurra, al menos
en circunstancias normales.
Se ha señalado a menudo, además, que el principio de diferencia no es
suficientemente sensible a las variaciones que se dan cuando se distribuye
126 Teoría
más allá de la clase de los que están en peor situación económica. Esta queja
se ilustra a veces con ridiculas cuestiones hipotéticas. Supongamos que un
sistema económico existente es justo. Cumple las condiciones del principio
de diferencia porque ninguna nueva transferencia de riqueza a la clase de los
que están peor mejoraría en realidad su situación. Entonces una catástrofe in
minente (por ejemplo) plantea a los funcionarios la siguiente elección. Pue
den actuar de forma que la situación del miembro representativo de la clase
más pequeña de los que están peor empeore sólo un poco, o de forma que la
situación de todos los demás empeore drásticamente y se vuelvan casi tan po
bres como el grupo de los que están peor. ¿Exige la justicia que todo el mun
do, menos los más pobres, pierda mucho para evitar que los más pobres pier
dan un poco?
Basta con responder que es muy improbable que se den circunstancias
de ese tipo y que en realidad el destino de los diversos estamentos económi
cos está «encadenado», o puede estarlo con facilidad, de forma que mejorar
la situación de la clase de los que están peor lleva en realidad aparejada la me
jora de otras clases, al menos las que se hallan justo por encima de aquélla.
Pero esta réplica no elimina la pregunta teórica de si lo que determina lo que
es justo, en cualquier circunstancia, es realmente y exclusivamente la situa
ción del grupo de los que están peor.
La igualdad de recursos, tal y como se ha descrito aquí, no señala a nin
gún grupo cuyo estatus se encuentre en esa situación. Pretende proporcionar
una descripción de la igualdad de recursos (o más bien un conjunto de me
canismos para aspirar a ella) persona a persona, y lo que se toma en conside
ración de la historia de cada persona que afecte a lo que debe tener, en nom
bre de la igualdad, no incluye su pertenencia a una clase económica o social.
No quiero decir que nuestra teoría, incluso tal y como se ha detallado hasta
ahora, exija de esos mecanismos un grado de precisión impresionante. Al
contrario, incluso en los casos artificialmente sencillos que hemos tratado, en
muchas ocasiones hemos tenido que admitir la especulación y las soluciones
de compromiso —y a veces incluso la indeterminación— en las afirmaciones
de lo que exigiría la igualdad en circunstancias concretas. Pero la teoría pro
pone, no obstante, que la igualdad es cuestión, en principio, de derechos in
dividuales, más que de posición de grupo. No en el sentido, por supuesto, de
que cada persona tenga una parte predeterminada a su disposición, con in
dependencia de lo que le hagan o les ocurra a los demás. Al contrario, la teo
ría vincula el destino de las personas entre sí, en el sentido en que se supone
que el mercado real y el hipotético, como mecanismos dominantes, lo descri
ben; pero en un sentido muy diferente a aquel en que la teoría supone que la
igualdad define una relación individualizada entre ciudadanos, y que se pue
de considerar que establece derechos tanto desde el punto de vista de cada
persona como del resto de la comunidad. Incluso cuando nuestra teoría mis
Igualdad de recursos 127
ma se sirve de la idea de una curva de utilidad media, cosa que hace al cons
truir mercados hipotéticos de seguros, lo hace como una cuestión de juicios
de probabilidades sobre los gustos y ambiciones concretas de las personas
—pues está interesada en proporcionarles aquello a lo que tienen derecho co
mo individuos—, más que como parte de una premisa según la cual la igual
dad es cuestión de igualdad entre grupos. Por otro lado, Rawls supone que el
principio de diferencia vincula la justicia a una clase no como adaptación
práctica de segundo orden a alguna versión más profunda de la igualdad que
resulte, en principio, más individualizada, sino porque la elección en la posi
ción original, que define lo que es la justicia incluso desde el fondo, sería for
mulada desde el principio, por razones prácticas, en términos de clase.18
Es imposible decir, a priori, si el principio de diferencia o la igualdad de
recursos funcionarán para que se logre una mayor igualdad absoluta de lo
que Rawls denomina bienes primarios. Eso dependerá de las circunstancias.
Supongamos, por ejemplo, que el impuesto necesario para proporcionar la
cobertura correcta para los discapacitados y los desempleados tiene el efec
to, a largo plazo, de desincentivar la inversión, reduciendo de esa forma las
perspectivas del miembro representativo de la clase de los que están peor a la
hora de obtener bienes primarios. Algunos miembros individuales del grupo
de los que están peor, que son discapacitados o que están desempleados y que
seguirán estándolo, verían mejorada su situación con ese plan impositivo (co
mo la verían mejorada también ciertos miembros de otras clases), pero el
miembro medio o representativo de la clase de los que están peor estaría en
peor situación. El principio de diferencia, que observa en su totalidad al gru
po de los que están peor, criticaría el impuesto, mientras que la igualdad de
recursos, en cambio, lo recomendaría.
En las circunstancias de esta ridicula cuestión tan conocida que acaba
mos de describir, en la que sólo se puede impedir que, partiendo de una base
justa, el miembro representativo de la clase de los que están en peor situación
tenga una pérdida imperceptible mediante una pérdida sustantiva de los que
se encuentran en mejor situación, el principio de diferencia se ve obligado a
impedir esa pequeña pérdida incluso a ese coste. La igualdad de recursos se
ría sensible, en cambio, a diferencias cuantitativas como las que consideran
importantes, precisamente por ese motivo, los que se oponen a la teoría de
Rawls. Si la base es una división equitativa de recursos, esto no significa que
cualquier transferencia de recursos para el grupo de los que están en peor si
tuación suponga una pérdida a largo plazo para ese grupo, lo que podría ocu
rrir o no, sino que cualquier transferencia de ese tipo sería injusta para los de
18. John Rawls, A Theory o f Justice, Cambridge, Mass., The Belknap Press of Harvard
University Press, 1971, pag. 98 (trad, cast.: Teorta de lajusticia , Madrid, Fondo deCultura Eco
nomics, 1997).
128 Teoría
más. El hecho de que los que han tocado fondo no tengan más no indicaría
que resulte imposible darles más, sino más bien que ya tienen todo a lo que
tienen derecho. Si además existe la amenaza de una catástrofe económica, un
gobierno que permita que recaiga una gran pérdida sobre un ciudadano pa
ra evitarle a otro una pérdida mucho más pequeña no estará tratando al pri
mero como un igual, porque, dado que la igualdad en sí misma no exige que
se le preste una atención especial al segundo, el gobierno deberá guardar más
consideración por su suerte que por la suerte de otros. Así pues, si la pérdida
que amenazaba al que está financieramente peor resulta que en realidad no
tiene consecuencias para él, como supone esta extraña cuestión, entonces se
termina el asunto.
Pero de ahí no se sigue que la igualdad de recursos se convierta en utili
tarismo en vista de ejemplos como éstos. De hecho, tiene una mayor sensibi
lidad, o al menos una sensibilidad diferente, con respecto a la información
cuantitativa que el principio de diferencia o el utilitarismo. Pues supongamos
que la catástrofe inminente no amenaza al grupo de los que están en peor si
tuación con una pérdida insignificante, como en ia cuestión originaria, sino
con una pérdida sustancial, aunque no tan grande, en conjunto, como la que
amenaza a los que están en mejor situación. La igualdad de bienestar debe
preguntarse si los cálculos del mercado hipotético de seguros y del sistema
impositivo en vigor han tenido en cuenta adecuadamente los riesgos de la
amenaza que ahora está a punto de materializarse. Podrían no haberlos teni
do en cuenta. La posibilidad de una pérdida sustancial de forma inesperada,
si se ha previsto, podría haber llevado al comprador medio de ese mercado a
hacerse un seguro contra la catástrofe, o contra el desempleo, a un elevado
nivel de cobertura, y este hecho podría afectar a la decisión de un funciona
rio, en ese momento, sobre cómo distribuir la pérdida venidera. Se le podría
convencer, por ejemplo, de que permitiendo que la pérdida recaiga sobre los
que tienen una situación mejor se lograría llegar, pese a la pérdida general de
bienestar, a una situación cercana a la que habrían tenido todos si el sistema
impositivo hubiera reflejado mejor lo que las personas habrían hecho en el
mercado hipotético con esa información adicional.
Estos contrastes entre los consejos prácticos que ofrecen el principio de
diferencia y la igualdad de recursos en determinadas circunstancias son de
hecho una mínima parte de los que podríamos mencionar; estos ejemplos só
lo se traen a colación como una forma de sugerir otros. Estos contrastes se or
ganizan en torno a la distinción teórica que he apuntado. El principio de di
ferencia sólo sintoniza con una de las dimensiones de la igualdad que la
igualdad de recursos reconoce. El principio de diferencia supone que la igual
dad sin matices con respecto a los bienes primarios, la igualdad que no tie
ne en cuenta las ambiciones, los gustos, la ocupación o el consumo y que
deja a un lado la condición física o las discapacidades diferentes, es la igual
Igualdad de recursos 129
dad básica o verdadera. Puesto que (una vez que se cumple la prioridad de la
libertad) la justicia consiste en la igualdad, y puesto que la verdadera igual
dad es precisamente esa igualdad sin matices, cualquier solución de com
promiso o desviación únicamente se podrá justificar basándose en que es en
interés sólo de aquellas personas que podrían quejarse con razón por la des
viación.
Este análisis unidimensional de la igualdad resultaría claramente insatis
factorio si se aplicara persona a persona. Se vendría abajo ante el argumento
de que el hecho de que alguien que consume más que otros quiera, sin em
bargo, que le quede tanto como a alguien que consume menos no es una di
visión equitativa de los recursos sociales; ni lo es tampoco que alguien que
elige trabajar en una ocupación más productiva, medida en términos de lo
que otros quieren, no deba tener, en consecuencia, más recursos que alguien que
prefiere el ocio. (Esto es, se vendría abajo ante tales argumentos a menos
que se convierta en una suerte de igualdad de bienestar mediante la dudosa
proposición de que la igualdad de bienes primarios, a pesar del diferente histo
rial de consumo u ocupación, es la mejor garantía déla igualdad de bienestar.)
Así pues, como Rawls deja claro, el principio de diferencia mismo no es
tá vinculado en mayor medida a grupos que a individuos como adaptación de
segundo orden a una concepción más profunda de la igualdad que sea indi
vidualista. Una concepción más profunda condenaría el principio de dife
rencia por ser inadecuado. En principio, se vincula a grupos porque la idea
de igualdad entre grupos sociales, definida en términos económicos, es espe
cialmente adecuada para la interpretación sin matices de la igualdad. De he
cho, la idea de igualdad como igualdad entre grupos económicos no permite
otra interpretación. Puesto que los miembros de cualquier grupo económico
serán muy diferentes en gustos, ambiciones y concepciones de la buena vida,
abandonarán cualquier principio que establezca lo que exige la verdadera
igualdad entre grupos, y nos quedaremos únicamente con el requisito de que
sólo serán iguales en la dimensión en que puedan diferir como grupo. El
vínculo entre el principio de diferencia y el grupo que se toma como su uni
dad de medida social se establece prácticamente por definición.
Hemos de ser precavidos y no apresurarnos a extraer de estos hechos
conclusiones sobre la teoría de la justicia de Rawls en general. Se supone que
el primero de sus principios de justicia es individualista, no como el principio
de diferencia, y cualquier evaluación del papel de los individuos en la teoría
general exigiría un análisis cuidadoso de ese principio, así como de la mane
ra en que los dos principios podrían trabajar a dúo. Pero, en la medida en que
el principio de diferencia pretende expresar una teoría de la igualdad de re
cursos, expresa una teoría diferente a la esbozada aquí en su vocabulario y di
seño básicos. Bien podría merecer la pena perseguir más aún esa diferencia,
quizás elaborando y resaltando con más detalle las diferencias entre las con
130 Teoría
19. Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass., Harvard University
Press, 1977, cap. 6 (trad, cast.; Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1997).
Capítulo 3
• EL LUGAR DE LA LIBERTAD
I. I n t r o d u c c ió n : libertad e ig u a ld a d
Prefacio
jos, y estaría bien que proporcionara antes una descripción informal de las
principales ideas que se desarrollan en los argumentos. Muchos de nosotros
creemos que hay que proteger las libertades que consideramos moralmente
importantes —libertad de expresión, libertad religiosa, libertad de pensa
miento y libertad de elección en cuestiones personales importantes—, ex
cepto en las circunstancias más extremas, y seríamos reacios a pensar que esas
libertades se pueden limitar para mejorar la igualdad. Pero esta última con
cepción es difícil de defender. Después de todo, estamos dispuestos incluso a
limitar libertades importantes por otros fines. Limitamos la libertad de ex
presión de muchas formas para protegernos del ruido no deseado a horas ina
decuadas, y limitamos la libertad de elegir la educación de los niños para ase
gurarnos que reciben una educación adecuada. Pero si estas importantes
libertades ceden ante valores en disputa de ese tipo, ¿por qué no habrían de
ceder ante los requisitos de la justicia distributiva, que normalmente son má§_
imperiosos?
Si la libertad se valorara al modo en que mucha gente cree que hay que va
lorar el arte —en sí mismo, con independencia de la impresióh que le cause a
quien lo disfruta—, entonces podríamos comprender, e incluso aprobar, la
concepción de que la libertad resulta de una importancia metafísica tan fun
damental que tiene que ser protegida sean cuales fueren las consecuencias pa
ra las personas. Pero la libertad sólo nos parece valiosa por las consecuencia»-
que creemos que tiene para la gente: creemos que una vida en libertad es me
jor precisamente por esa razón. ¿Realmente puede ser más importante que se
proteja la libertad de ciertas personas, para mejorar sus vidas, que el hecho de
que otras personas, que ya están en peor situación, tengan los distintos recur
sos y oportunidades que ellos necesitan para llevar una vida decente? ¿Cómo
podemos defender esta opinión? Podría tentarnos el dogmatismo: manifesta
mos nuestra intuición de que la libertad es un valor fundamental que no se de
be sacrificar a favor de la igualdad y afirmamos entonces que no hay más que
decir. Pero esto resulta vano y demasiado duro. Si la libertad es importante de
forma trascendental, al menos deberíamos poder decir por qué.
Estas son algunas de las razones que tengo para pensar que cualquier de
fensa atractiva de las libertades moralmente importantes tiene que proceder
de forma diferente, menos convencional: no se trata de insistir en que la liber
tad es más importante que la igualdad, sino de mostrar que se deben proteger
esas libertades de acuerdo con la mejor concepción de lo que es la igualdad
distributiva, la mejor concepción de cuándo la distribución de la propiedad
de una sociedad trata a cada ciudadano con igual consideración. Si acepta
mos la igualdad de recursos como la mejor concepción, esa afirmación resul
ta admisible. Otras concepciones de la igualdad describen la igualdad distri
butiva mediante una métrica que no es sensible a las diversas cualidades y
valores de la libertad. La igualdad de bienestar, entendida como satisfacción
El lugar de la libertad 135
A. Un fa m o so co n flicto
Estos ejemplos llaman la atención no sólo como casos en los que se ase
gura que la libertad y la igualdad entran en conflicto, sino como historias que
parecen mostrar la poca importancia que tiene realmente la igualdad para al
gunas personas. Pocas personas se opondrían a que se limitaran incluso li
bertades importantes si esos límites sirvieran a otros objetivos convincentes.
Todo el mundo está de acuerdo en que se puede limitar la libertad de expre
sión para prevenir revueltas o que la gente salga de estampida, por ejemplo,
y nadie se opone a que se regule la medicina por el bien de la salud y la segu
ridad. La Corte Suprema estaba de acuerdo, en el caso L ochner, en que si la
evidencia mostraba que la ley de Nueva York justificaba como algo necesario
proteger la salud de los panaderos, la ley sería constitucional. N uestros ejem -
píos —y la enorme cantidad de controversias políticas que representaron—•
sólo resultan controvertidos porque en cada caso se considera que la libertad
está en conflicto con la igualdad más que con cualquier otra cosa.
Así pues, podemos añadir otra pregunta a nuestra lista inicial: ¿por qué
tanta gente considera que la igualdad cuenta mucho menos, en los supuestos
conflictos con la libertad, que otros valores o intereses? Si alguien acepta qtte
el derecho a la libertad tiene que ceder el paso a una variedad de importantes
intereses en disputa, ¿por qué no concede que, al menos a veces, la igualdad
se halla entre esos intereses en disputa? Una respuesta cínica se insinúa por sí
sola, por supuesto: mucha gente rechaza la igualdad porque es egoísta. Creo
que hay una respuesta mejor (aunque quizá no incompatible). La mayoría de
las personas que parecen rechazar la igualdad en casos como los de nuestros
ejemplos realmente no la rechazan. De hecho, consideran que la igualdad es
muy importante, pero no creen que la forma en que la igualdad entra en jue
go en estos casos sea la forma importante o genuina de esa virtud. Tengo que
explicar y ampliar esta sugerencia.
yes. Por otro lado, usamos «libertad» en su sentido normativo para describir
la forma en que creemos que las personas deben ser libres. Los norteameri
canos usan «libertad» en este segundo sentido normativo cuando dicen que
la libertad florece en su país y languidece en otros sitios. No quieren decir
que las personas se puedan tomar más licencias, sino que son más libres en las
formas específicas contempladas por la libertad como virtud política: pensar
y hablar como deseen, por ejemplo.
Usamos «igualdad» en su sentido llano simplemente para indicar simili
tud o identidad en una dimensión específica o sobrentendida, sin sugerir que
el hablante crea que la similitud en esa dimensión es deseable. Alguien puede
decir, usando el sentido llano, que la igualdad se da entre personas que tienen
la misma riqueza (o capacidad o felicidad) sin que ello implique que la simili
tud de riqueza (o de capacidad o felicidad) sea apropiada. Por el contrario,
usamos «igualdad» en su sentido normativo precisamente para indicar el as
pecto o aspectos en los que el hablante cree que las personas deben ser igua
les, o tratadas de la misma manera, como una cuestión de justicia. Cuando al
guien dice que la igualdad sólo es posible bajo el socialismo, quiere decir que
el socialismo es necesario no para que la gente sea similar en un aspecto u
otro, sino para que sea similar en el aspecto que resulta importante para el so
cialismo. Los filósofos políticos que están preocupados por los conflictos que
surgen entre la libertad y la igualdad tienen presente el sentido normativo, no
el llano, de estas ideas. Les preocupa porque temen un conflicto entre ambos
ideales, no sólo entre propiedades descriptivas. En cualquier caso, es el con
flicto entre ideales normativos el que exploraré aquí.
casos que hemos seleccionado, por ejemplo, sólo porque la libertad amena
zada en cada caso se considera especial y protegida por un derecho: el dere
cho a la libertad de expresión, el derecho a elegir el tipo de atención médica
o a elegir el empleo.
mente negando que el gobierno se deba tomar interés alguno en mejorar la vi
da de los ciudadanos. O podrían sostener que, desde el punto de vista del buen
gobierno, la vida de algunas personas —de una raza o casta, quizás, o las que
pertenecen a una religión, o las que son más virtuosas— es más importante
que la vida de otras. O puede que acepten el principio igualitario abstracto pe
ro lo maticen negando que sea un principio absoluto. Podrían alegar, por ejem
plo, que aunque el gobierno deba tratar con igual consideración a todos los ciu
dadanos, debe atender también a otros valores que esa consideración no capta,
o que no se pueden reducir a ella. Podrían pensar, por ejemplo, que el gobier
no debe procurar que mejore el poder y la influencia de la nación por la gloria,
más que por el bien, de los ciudadanos uno por uno; o, de forma más verosímil,
quizá piensen que el gobierno debe procurar también que avance el conoci
miento, o que debe proteger y desarrollar el arte y otras formas elevadas de cul
tura, por el conocimiento y el arte en sí mismos una vez más, y no por el papel
que desempeñen a la hora de mejorar la vida de las personas. En ese caso, po
drían pensar que en algunas ocasiones sería mejor, teniéndolo todo en cuenta,
no atender a ciertas actuaciones políticas que el principio dé igualdad de con
sideración para otros fines recomienda. Podrían pensar que sería mejor, por
ejemplo, subsidiar el arte con fondos que, de lo contrario, se emplearían en
programas económicos que acercarían la distribución de la riqueza a lo que exi
ge el ideal de la igualdad de consideración para con todos los ciudadanos. «~
Teóricamente, se puede rechazar el principio igualitario abstracto en su to
talidad, o cabe matizarlo de las diversas maneras expuestas. Pero, entre noso
tros, ningún cuerpo significativo de opiniones políticas lo rechazaría totalmen
te, o lo matizaría, de forma que se permitiera a la libertad vencer en un conflicto
con él. Que el principio se rechace en general nos parece que está fuera de lu
gar; resulta insostenible, al menos en público, que los funcionarios deban tra
tar con más consideración la vida de unos ciudadanos que la de otros. Tampo
co tiene sentido aceptar el principio abstracto pero matizarlo suponiendo que
la libertad compite de forma independiente en algún catálogo pluralista de vir
tudes políticas. Algunas personas consideran el arte cómo un valor fundamen
tal, independiente y en competencia con la igualdad abstracta. Pero pueden
pensar, con sensatez, que es así solamente porque ellos creen que el arte tiene
valor por razones independientes de su contribución a la vida de los que lo pro
ducen, disfrutan o se benefician de él. Esto es, la gente cree en el arte por el ar
te. Pero, por la misma razón, la libertad no puede tener valor intrínseco inde
pendiente del papel que desempeña en la vida de los que son libres,6 pues
6. Me refiero a dudar de que la libertad tenga valor inherente o fundamental con indepen
dencia del valor de la vida. Puede tener, por supuesto, valor instrumental para otros fines, como
el arte o el conocimiento, que se considere que son inherentemente valiosos de por sí por razo
nes que hacen que su valor sea independiente de su contribución al valor de la vida.
El lugar de la libertad 143
parece extraño que el hecho de que las personas tengan un derecho concre
to, como el derecho a la libertad de expresión, pueda ser objetivamente va
lioso, en sí y por sí, al margen totalmente de las consecuencias de ese derecho
para ellas. No quiero decir algo que es evidentemente falso: que tener dere
chos es siempre bueno para la gente en el sentido estricto de que mejora su
bienestar. Los críticos del liberalismo señalan a menudo que las personas son
algo más felices con menos libertad, y los liberales juiciosos coinciden en ello.
Pero nadie se puede entusiasmar con la libertad, como algo intrínsecamente
valioso, si no cree que una vida en condiciones de libertad es, sólo por esa ra
zón, una vida más valiosa, porque es más autónoma y más auténtica, o porque
es una vida con mayor dignidad, o una vida mejor en algún otro sentido. Si se
cree así, podría parecer admisible que el valor del arte no se agote en las for
mas diversas en que consigue que al menos la vida de algunas personas sea
mejor; una afirmación similar no parece posible para ciertos derechos como
la libertad de expresión, la libertad de elegir el tipo de atención médica o la
de elegir el empleo.
Si la libertad es valiosa porque una vida en libertad es una vida más valio
sa, entonces el principio igualitario mismo exige que el gobierno preste aten
ción a la libertad, pues ello exige que el gobierno trate con consideración la vi
da de los que gobierna. ¿Cómo es posible, entonces, que la igualdad pueda
entrar en conflicto con una concepción adecuada de la libertad? Sólo es posi
ble si se satisfacen dos condiciones a la vez: 1) a pesar del hecho de que la li
bertad es valiosa para la vida de las personas, la posición de algún grupo den
tro de la comunidad mejoraría en general eliminando alguna libertad; y 2) la
igualdad de consideración con respecto a ese grupo exige que se haga así. Su
pongamos, por ejemplo, que si la medicina privada quedara abolida, los po
bres recibirían mejor atención médica y estarían en general mejor, y que es eso
lo que requiere tratarlos con igual consideración. Si el gobierno rehúsa abolir
la medicina privada, entonces, por hipótesis, los pobres se quedan en una si
tuación peor que la que permitiría la igualdad de consideración. Puesto que
suponemos que la libertad no tiene valor o importancia excepto por su con
tribución a la vida de las personas, ese resultado no se puede justificar hacien
do referencia a un principio o fin que no esté relacionado con la consideración
con que el gobierno tiene que tratar a sus ciudadanos. Sólo se puede justificar,
entonces, si aceptamos un principio categóricamente inconsistente con el
principio igualitario, a saber, que en esas circunstancias la vida de las personas
pobres es menos importante que la de otros. La igualdad puede coexistir con
el arte, como dos fines independientes que a veces entran en conflicto, porque
podemos aceptarlos como valores sin que se contradigan entre sí. Pero no po
demos aceptar a la vez que el gobierno tenga que tratar con igual considera
ción la vida de todos y que a veces pueda guardarle mayor consideración a al
gunos que a otros. Eso no sería pluralismo, sino incoherencia.
144 Teoría
E. C oncepciones d e la igualdad
miendo que las concepciones de la igualdad que están en juego sólo contemplan la propiedad pri
vada de los recursos. Una concepción de la igualdad, pues, describe la distribución de bienes, que
se convierten en propiedad privada, que resultaría de decisiones políticas que tratan en conjunto
a todo el mundo con igual consideración, y que por ello cuentan para esa concepción como una
distribución igualitaria ideal.
8. A algunos lectores les impactará, por ser algo pickwickiano, llamar de algún modo
igualitaria a esta teoría de la justicia; por eso hago hincapié en el importante hecho de que aque
llos que la abrazan puedan aceptar también el principio igualitario abstracto v afirmar que su
teoría es la mejor interpretación de ese principio.
146 Teoría
los utilitaristas sostienen que imponer las libertades básicas que nuestra cul
tura reconoce es, tal y como están las cosas, la mejor forma de maximizar a
largo plazo el bienestar medio. Sin embargo, no conozco ningún buen argu
mento de que ello sea así; me da la impresión de que se trata de un fantástico
acto de fe que se asume sólo para reconciliar la libertad con el credo utilita
rista. Los igualitaristas del bienestar también se podrían ver tentados por la
misma estrategia; sin embargo, todavía es más dudoso que proteger las liber
tades tradicionales como derechos sea siempre el mejor medio para igualar el
bienestar, según una concepción sensata de lo que éste es. Por ello, un utili
tarista igualitario o un igualitarista del bienestar podrían exigir que se renun
cie a la libertad de vez en cuando.
¿Pueden entrar en conflicto la libertad y la igualdad, con esta incómoda
consecuencia, cuando adoptamos la igualdad de recursos como la mejor con
cepción de la igualdad? Esta será nuestra pregunta principal en muchas ¿ e
las secciones siguientes. Pero primero tengo que volver a una observación
que hice sobre nuestra selección de casos, justo antes de que comenzáramos
esta breve descripción de conceptos y concepciones de la libertad y la igual
dad. Señalé que en esos casos muchas personas parece que colocan la igual-
dad'no sólo por debajo de la libertad, sino también por debajo de otras con
sideraciones sociales como la seguridad y la salud. Sin embargo, en mi
argumentación más reciente afirmé que la igualdad tiene, para la mayoría^e
nosotros, una fuerza casi absoluta, y que no se puede matizar de forma cohe
rente suponiendo que la libertad está por encima como ideal político inde
pendiente. ¿Contradicen los ejemplos esta afirmación?
Podríamos explicar los ejemplos de varias maneras. Quizá mi percepción
sobre las convicciones basadas en principios que estaría dispuesta a defender
la mayoría de la gente sea errónea. Quizá mucha más gente de la que creo re
chazaría totalmente el principio igualitario abstracto. Pero he ofrecido otra
explicación de los ejemplos que es coherente con mi afirmación de que muy
poca gente lo rechazaría, y ahora puedo ampliar esa explicación. La gente a
menudo usa «igualdad», como he dicho, en sentido llano, para describir la
identidad a lo largo de una dimensión indicada por el contexto, incluso cuan
do no creen que la mejor concepción del principio igualitario abstracto exija
la identidad a lo largo de esa dimensión. Este hecho lingüístico amenaza con
crear confusión cuando debaten personas con diferentes concepciones de la
igualdad. Cuando alguien propone que la medicina privada sea abolida, por
ejemplo, para protegerla igualdad, está apelando claramente a la igualdad en
su sentido normativo. En su opinión, tratar a las personas como iguales exige
que compartan la misma situación, incluyendo el hecho de que se les ofrezca
la misma oportunidad de acceder a cuidados médicos. Quien rechaza dicha
propuesta cree que la concepción más sólida de la igualdad no exige eso. Si
esta persona manifiesta su opinión de esa forma, entonces está sugiriendo
El lugar de la libertad 147
F. Un d esm en tid o
9. No haré aquí ningún esfuerzo para descubrir hasta qué punto mi argumento matiza o
expande la discusión sobre la libertad que aparece en mí libro Taking Rights Seriously, Cam
bridge, Mass., Harvard University Press, 1977, págs. 240-258 (trad. cast.: Los derechos en serio ,
Barcelona, Ariel, 1997). Sin embargo, sería prudente señalar que allí la discusión pretendía
mostrar por qué una moralidad política utilitaria no puede reconocer un derecho general a la
libertad como triunfo sobre los cálculos utilitaristas de la ventaja social general y por qué para
ser una moral utilitarista admisible tiene que reconocer, no obstante, ciertos derechos específi
cos a libertades concretas. Véanse Los derechos en serio y Ronald Dworkin, AMafíer o f Princi
pie, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1985, págs. 293-305. Lo que estoy conside
rando aquí es el papel de la libertad en una moral política diferente basada no en una ética
utilitarista, sino en la igualdad de recursos, que creo que es la moral más atractiva. Las diferen
tes estrategias usadas aquí, pues, ilustran las afirmaciones metodológicas sobre derechos que se
realizan tanto en Los derechos en serio como en A Matter o f Principie: los derechos no se pue
den identificar independientemente de la moralidad política general en la que se supone que
tienen que figurar.
El ¡ugar de la libertad 149
10. Véase John Rawls, «Justice as Fairness: Political Not Metaphysical», Philosophy and
Public Affairs, nu 14, 1985, págs. 223-251.
11. En su formulación original, la estrategia de Rawls parece apoyarse mucho más en la
estrategia del interés; véase John Rawls, A Theory o f Justice, Cambridge, Mass., The Belknap
Press of Harvard University Press, 1971, págs. 195-257 (trad, cast.: Teoría de lajusticia, Madrid,
Fondo de Cultura Económica, 1997). Rawls describe que llevó a cabo los cambios entre la for
mulación original y la actual como respuesta a la crítica de H. L. A. Hart a la formulación ori
ginal, Véase Rawls, «The Basic Liberties»; y Hart, «Rawls on Liberty and its Priority», Univer
sity o f Chicago Imw Review, n° 40, 1973, pág. 534.
El lugar de la libertad 151
B. La estrategia d el in terés
Si tiene éxito, la estrategia del interés resulta atractiva por diversas razo
nes. Nos ofrece situar la libertad sobre una base segura derivando los dere
chos a la libertad de supuestos más básicos sobre justicia que no incluyen ya
esos derechos. La estrategia constitutiva, por el contrario, parece dogmática
e improductiva. Supone simplemente que los derechos estipulados a la liber
tad son exigidos por la justicia, por lo que la estrategia no puede convencer a
nadie que empiece mostrando su desacuerdo con este supuesto. Por ejemplo,
la estrategia constitutiva al alcance de los igualitaristas del laissez-faire, que ya
he descrito, intenta ganar su posición mediante un fiat. Estipula que tratar a
las personas con igual consideración significa respetar derechos económicos
que obran en beneficio de los que tienen talento y suerte, y contra los que no
tienen ni lo uno ni lo otro. Difícilmente esto resultará evidente de por sí.
Pero la estrategia del interés afronta una dificultad diferente, a la que
eché un vistazo hace un momento cuando describí contractualismo tosco.
Ningún ciudadano que tenga confianza en sus propios juicios preferiría ca
recer de alguna libertad protegida para él, siendo todo lo demás igual: no
puedo estar peor sólo por tener derecho a hablar de política, o a elegir los
compañeros sexuales que quiera, o a unirme a manifestaciones impopulares,
incluso si decido no ejercer nunca esas libertades de una forma que, de no ser
por esos derechos, mi sociedad prohibiría. Sin embargo, como ha señalado
H. L. A. Hart, muy bien puedo pensar que estoy en una situación peor por el
hecho de que esas libertades son generales en mi sociedad, esto es, debido a
que otras personas tienen derechos de ese tipo.1’ Me siento especialmente in
clinado a pensar así en lo que se podría denominar el margen de esos dere
12. Aunque esto no es del todo claro, Rawls no parece apoyarse en afirmaciones empíri
cas sobre el grado en que la gente real reconocería de hecho este interés obligado; en cualquier
caso, yo supongo que será así al sugerir que este aspecto del argumento de Rawls hace uso de
una estrategia constitutiva y no de una estrategia del interés.
13. Véase Hart, «Rawls on Liberty», op. dt., pág. 550.
152 Teoría
14. Rawls, «The Basic Liberties», op. cit., pág. 34, n. 4 [Sobre las libertades, págs. 64-65].
15. Ibid., pág. 32 [Sóbrelas libertades, pág. 63].
16. Bernard Williams sugiere que lo que se podría considerar razonablemente conoci
miento en el área de la moralidad personal sólo es posible en una sociedad cuyas tradiciones
morales, aceptadas acríticamente, definan lo correcto y lo incorrecto; Elbics and the Limits o f
Phtlosophy, Londres, Fontana Press/Collins, 1985 (trad. cast.: La ética y los límites de la filoso
fía, Caracas, Monte Avila^ 1997).
154 Teoría
ba. Una serie de personas que están en una isla desierta pujan por diversos
grupos de recursos físicos que encuentran allí, a partir de unas existencias ini
ciales equitativas de recursos por los que pujar, como conchas, y la subasta se
realiza repetidas veces, en rondas sucesivas, hasta que todo el mundo, cuando
acaba, está contento. Si acaba, se satisface la prueba de la envidia, pues nadie
envidia en conjunto el paquete de recursos que otro ha adquirido, incluso
aunque diferentes personas sean felices o estén satisfechas en distinta medida.
La subasta sólo proporciona una distribución inicial, que se verá alterada por
todas las decisiones post-subasta que las partes puedan tomar con respecto al
comercio, la producción y el consumo. Los recursos de los que dispone una
persona en distintos momentos, así como el bienestar que le proporcionan,
dependerán, por consiguiente, no sólo de sus propias decisiones, sino tam
bién de las de todos los demás. Esta subasta imaginaria puede servir de mo
delo aproximado para diseñar, en busca de la mayor igualdad de recursos que
se pueda hallar, instituciones políticas y económicas para el mundo real. Si
aceptamos la igualdad de recursos como la mejor concepción del principio
igualitario abstracto, entonces querremos instituciones que hagan que los re
cursos disponibles para una persona dependan, en la medida de lo posible,
de los costes de oportunidad de esos recursos para otros, de la forma en que
la subasta imaginaria y las transacciones post-subasta establezcan esa depen
dencia.
Podría parecer que esta breve descripción de la igualdad de recursos su
giere que sólo la estrategia del interés puede reconciliar con éxito la libertad
y la igualdad bajo la igualdad de recursos. He aquí el argumento que parece
que nos conduce a esa conclusión. La igualdad de recursos supone una dis
tinción básica entre una persona —entendida de forma que incluya caracte
rísticas de la personalidad como las convicciones, las ambiciones, los gustos
y las preferencias— y las circunstancias de dicha persona, lo que incluye los
recursos, el talento y las capacidades con que cuenta.17Según una concepción
común del bienestar, el bienestar de una persona es sensible tanto a la perso
nalidad como a las circunstancias. Pero la igualdad de recursos aspira a hacer
que las circunstancias sean iguales, más que el bienestar general, y por eso es
diferente de la igualdad de bienestar. Sin embargo, parece innegable que la li
bertad de una persona —el ámbito de acciones que se abre ante sí libre de to
Sin duda, sería casi imposible administrar una sociedad posterior a la su
basta en la que las personas tuvieran libertades diferentes. Pero no podemos
apelar a esa dificultad administrativa para aportar una razón que se oponga a
la conclusión que la presente argumentación parece haber alcanzado: una dis
tribución ideal, bajo la igualdad de recursos, es aquella en la que las personas
tienen diferentes libertades: algunos tienen pocas y quienes cuentan con más
libertades disponen, en consecuencia, de menos bienes de otro tipo. Si este ar
gumento es sólido, tenemos que determinar cuál es el plan práctico para reco
nocer y negar libertades que se acercará más a ese ideal. No podríamos con
vencernos a nosotros mismos de que nuestro sistema constitucional actual,
que garantiza un importante conjunto de libertades para todos, satisface esa
prueba. La libertad tendría un lugar mucho más modesto en cualquier plan
que podamos justificar que se acerca al máximo a ese ideal. Si la igualdad de
recursos tiene que tratar la libertad tan sólo como otro recurso, entonces, le
jos de mostrar que no existe conflicto entre la libertad y la igualdad, lo que se
demuestra, de una forma particularmente vivida y alarmante, es, por un lado,
que el conflicto entre esas virtudes políticas es inevitable y, por otro, por qué
se trata de un conflicto que la libertad ha de perder.
B. Un grave error ~
19. Para apreciar este punto, podría servir de ayuda revisar diversas elecciones que el su
bastador tiene a su disposición. Supongamos que define las libertades que subasta en la segun
da parte como libertades para usar algo que alguien ha comprado ya en la primera parte, de for
ma que esas libertades sólo son valiosas, con respecto a cada bien, para cada comprador previo
de ese bien. No habrá competencia, pues, respecto a ningún conjunto de libertades: el posee
dor de un bien adquiere las libertades especificadas para usarlo (casi) libremente. La subasta se
viene abajo en la primera parte: la competencia es sólo sobre quién adquiere qué bienes en
primer lugar, y las partes pujarán, en la primera etapa, asumiendo que las libertades que se es
pecifiquen en la segunda ya están vinculadas a los bienes por los que pujan. Las libertades
especificadas en la segunda etapa, pues, se convierten en la base efectiva de la primera etapa. Su
pongamos, por otro lado, que el subastador define las libertades vendidas en la segunda etapa
como ios poderes para controlar el uso de bienes designados sin que importe quién los adquiere
en la primera etapa: si yo pujo más que tú para tener derechos sobre tu asta, soy yo, y no tú. quien
decide qué se puede colgar en ella. Entonces la subasta se viene abajo en la segunda parte: nadie
pujaría por nada para obtener un título de propiedad inútil, cuyos beneficios están en peligro,
sin ventajas para el que posee el bien, en una competición posterior. Las libertades vendidas en
la segunda etapa se convierten de nuevo, pues, en la supuesta base de toda la subasta. Sin que im
porte cómo y cuándo se especifican las libertades, las partes tomarán sus decisiones como si se
hubieran especificado como base original. Puesto que no se pueden especificar de una forma
que no tenga influencia sobre la subasta, cualquier especificación necesita el tipo de justifica
ción que exploro en muchas de las siguientes secciones del texto.
El lugar de la libertad 161
20. La base de una subasta tiene que dirigirse, por supuesto, hacia otras cuestiones además
de la libertad y la constricción. En el capítulo 2, hice hincapié en un aspecto diferente de la base,
cuando dije que la base de la subasta imaginaria tiene que especificar la forma en que se subastan
los recursos disponibles. Supongamos que el subastador pudiera realizar intercambios irreversi
bles con las islas vecinas y que, a pesar de que a alguna de las partes de la subasta venidera le dis
gustasen los huevos de chorlito, intercambiara todos los bienes de la isla, antes de la subasta, por
una gran cantidad de ese manjar. La subasta resultante produciría una distribución libre de envi
dia, pero el procedimiento sería defectuoso y los resultados no constituirían una distribución
igualitaria ideal, porque se habrían violado los supuestos sobre la base apropiada relativos a la for
ma en que hay que subastar los recursos. Algunas cuestiones de base sobre los bienes que subas
tar son más difíciles que la cuestión de si el subastador debe intercambiar una mezcla de recursos
por huevos de chorlito. ¿Se incluyen entre los bienes que subastar, por ejemplo, partes del cuer
po de las partes, de forma que cada parte deba pujar por sus propios ojos frente a competidores
que podrían desear usarlos para sus propios propósitos? En el capítulo 2 me costó mucho traba
jo otro asunto que presenté como el de qué bienes hay que subastar: la cuestión de si los derechos
sobre el trabajo están entre esos bienes. Ahora creo que esto se trata mejor como un asunto sobre
el sistema de libertad/constricción de base. El argumento de este capítulo proporciona una argu
mentación mejor, por ser menos ad hoc, a favor de la conclusión a la que llegué anteriomente: los
derechos sobre el trabajo y el ocio no se incluyen en la subasta.
El lugar de la libertad 163
sultados incluso cuando los recursos, los gustos y las ambiciones sigan siendo
los mismos. El subastador tiene que seleccionar la base que sirva mejor a los
propósitos de la igualdad de recursos. Supongamos que juzga que el sistema
de base más apropiado no incluye la libertad para discriminar por motivos
raciales. No puede subastar más tarde cartas de Monopoly que permitan la
discriminación racial, pues eso colocaría en una posición injusta a quienes se
ponen en desventaja por el hecho de que otros tengan esa libertad. Dichas
personas tienen que decidir si compran cuantas cartas de libertad se puedan
permitir, aunque no las usen. Si las compran todas, entonces el resto de la su
basta procederá a partir de la base que establezca el subastador, pero ya no
con personas que tienen los mismos recursos, pues los que estaban en des
ventaja han tenido que usar parte de sus conchas únicamente para preservar
esa base. Si no las compran todas, entonces el resto de la subasta ya no se rea
liza con esa base —recordemos que la pérdida de libertad para algunos afec
ta a los precios y oportunidades de otros— y, de esta forma, no se garantiza
ya un resultado igualitario.
A. La versión d e l p u en te
19. Para apreciar este punto, podría servir de ayuda revisar diversas elecciones que el su
bastador tiene a su disposición. Supongamos que define las libertades que subasta en la segun
da parte como libertades para usar algo que alguien ha comprado ya en la primera parte, de for
ma que esas libertades sólo son valiosas, con respecto a cada bien, para cada comprador previo
de ese bien. No habrá competencia, pues, respecto a ningún conjunto de libertades: el posee
dor de un bien adquiere las libertades especificadas para usarlo (casi) libremente. La subasta se
viene abajo en la primera parte: la competencia es sólo sobre quién adquiere qué bienes en
primer lugar, y las partes pujarán, en la primera etapa, asumiendo que las libertades que se es
pecifiquen en la segunda ya están vinculadas a los bienes por los que pujan. Las libertades
especificadas en la segunda etapa, pues, se convierten en la base efectiva de la primera etapa. Su
pongamos, por otro lado, que el subastador define las libertades vendidas en la segunda etapa
como los poderes para controlar el uso de bienes designados sin que importe quién los adquiere
en la primera etapa: si yo pujo más que tú para tener derechos sobre tu asta, soy yo, y no tú. quien
decide qué se puede colgar en ella. Entonces la subasta se viene abajo en la segunda parte: nadie
pujaría por nada para obtener un título de propiedad inútil, cuyos beneficios están en peligro,
sin ventajas para el que posee el bien, en una competición posterior. Las libertades vendidas en
la segunda etapa se convierten de nuevo, pues, en la supuesta base de toda la subasta. Sin que im
porte cómo y cuándo se especifican las libertades, las partes tomarán sus decisiones como si se
hubieran especificado como base original. Puesto que no se pueden especificar de una forma
que no tenga influencia sobre la subasta, cualquier especificación necesita el tipo de justifica
ción que exploro en muchas de las siguientes secciones del texto.
El lugar de la libertad 161
que hemos considerado, que construya el mejor puente posible entre esas dos
ideas. Seleccionamos el sistema de base que proporcione la mayor verosimi
litud a la afirmación de que una subasta que parta de esa base trata a la gente
con igual consideración.
Sostendré que la estrategia del puente respalda un poderoso principio
general, el principio de abstracción, como parte central de cualquier base
apropiada. Este principio establece un robusto supuesto a favor de la liber
tad de elección. Insiste en que una distribución ideal es posible sólo cuando
las personas son legalmente libres para actuar como desean, excepto en la
medida en que sea necesario constreñir su libertad para proteger la seguridad
de las personas y la propiedad, o para corregir ciertas imperfecciones de los
mercados (o de otros mecanismos de distribución como el de la subasta) que
describiré en su debido momento. El principio de abstracción no apoya la li
bertad como licencia, pero es lo suficientemente robusto como para confor
mar el núcleo de una adecuada concepción de la libertad. Además, la estra
tegia del puente también apoya, como intentaré mostrar, derechos de libertad
más específicos que impiden que las personas vean constreñida su libertad,
incluso aunque el principio de abstracción diera paso a otras consideracio
nes. Esos derechos más específicos bastan para completar una concepción
adecuada de la libertad. Si es así, la estrategia constitutiva para reconciliar la
libertad'y la igualdad tendrá éxito. Pero este feliz resultado es producto de un
argumento, no de una vana batalla de las definiciones ganada de antemano.
Sin embargo, la estrategia del puente no proporciona la descripción ex
haustiva de los derechos de libertad que la igualdad de recursos exigiría. Una
lista exhaustiva utilizaría otros aspectos de la igualdad de recursos, más allá
de su teoría de la igualdad distributiva, incluyendo, en concreto, su interpre
tación de la igualdad política o democracia.21 Desearía que no se me enten
diera mal en este punto. Los argumentos que proporciono aquí en relación
con el principio de abstracción y de ciertos derechos ponen el acento en la
importancia de la libertad para la igualdad distributiva. No debe entenderse
que estoy afirmando que los argumentos de este tipo son sólo argumentos que
tenemos o necesitamos para todos los derechos de libertad que queramos re
conocer. No obstante, los argumentos que expondré a favor del principio de
abstracción y de ciertos derechos, bastan en sí mismos para otorgarle un lu
gar preeminente a la libertad en la igualdad de recursos. En las secciones fi
nales del capítulo consideraré cómo esos argumentos se apoyan en decisiones
sobre la libertad que se toman en el mundo real de la política práctica, inclu
yendo las decisiones descritas en la lista de ejemplos del comienzo.
Estableceré un supuesto en mi argumento a favor de y sobre el principio
de abstracción que no desarrollaré. Supongo que cualquier sistema básico de
22. No pretendo sugerir que todas las comunidades tengan exactamente las mismas re
gías, o que haya un soío significado «natural» de «propiedad» deí que se puedan derivar esas
reglas. <•
166 Teoría
mos al subastador que cambió toda la variedad de recursos de la isla por hue
vos de chorlito solamente. El intercambio fue una ofensa para la igualdad no
porque perturbara la colección original de bienes, sino porque violaba el
principio de abstracción de una manera fundamental. Consiguió que la co
lección fuera menos sensible —en realidad lo más insensible posible— a los
planes y preferencias de las partes. Si el subastador sólo hubiera encontrado
en la isla huevos de chorlito y sólo hubiera podido intercambiar eso por di
versos bienes de otras islas, cosa que hubiera permitido que las pujas de la
subasta fueran más sensibles a los diversos gustos, planes y ambiciones de los
postores, el principio de abstracción le habría exigido, no prohibido, que hi
ciera justamente eso. El principio también exige que los recursos naturales se
subasten de la forma más indiferenciada posible: que, por ejemplo, se subas
te el mineral de hierro en vez del acero, y tierra sin cultivar en vez de campos
de trigo. Como demuestra nuestro ejemplo del estadio, el principio exige la
máxima divisibilidad posible de los bienes subastados, de forma que la gente
pueda pujar por unidades indefinidamente pequeñas de cada recurso (aun
que, por supuesto, no unidades tan pequeñas que no sirvan para nada). Exi
ge también que se reconozcan derechos legales de propiedad que mejoren la
divisibilidad, como el derecho de paso por una tierra y el derecho a tener un
interés temporal por ella, más que el interés por tener el derecho absoluto so
bre la tierra.
Así, el principio de abstracción desempeña un papel central a la hora de
fijar la orientación de la base de la subasta, que ahora no estamos teniendo en
cuenta en especial: la forma en que se presentan los bienes y se distinguen los
lotes. Pero también desempeña un papel central a la hora de fijar la orienta
ción de la base que estamos estudiando: el sistema de libertad/constricción
que define el lugar de la libertad en la igualdad de recursos. La abstracción
exige ciertas limitaciones legales de la libertad total porque los recursos no se
pueden ajustar a los planes y proyectos a menos que la gente cuente con el
control de los recursos que adquiere. Se podría considerar, por tanto, que el
principio de abstracción abarca lo que he denominado como principio de se
guridad; si es así, este último principio se interpretaría y se aplicaría de una
forma especial y muy interesante. Pero las constricciones legales más allá de
lo necesario para la seguridad ponen a la abstracción en un compromiso: la
arcilla no se subasta de la manera más abstracta si el sistema de base prohíbe
la escultura satírica, porque las personas que ansíen expresarse de esa forma
con esa constricción no podrán adecuar sus recursos a sus planes de manera
tan efectiva a como lo harían sin ella. Por eso el principio de abstracción in
siste en que se debe dejar que las personas sean libres, en el sistema de base,
para usar los recursos que adquieran, incluyendo el ocio del que se proveen y
que protegen mediante su programa de puja, de la forma que deseen, siem
pre que sea compatible con el principio de seguridad.
El lugar de la libertad 169
C. El respeto d e la m oral
23. Al considerar el uso que hace Rawls de la estrategia del interés, nos fijamos en que al
gunos filósofos y sociólogos afirman que sólo se puede llevar una vida verdaderamente desea
ble en un ambiente de homogeneidad moral y, quizás, incluso religiosa.
170 Teoría
les, así como hacia los diversos recursos que requieren las diferentes formas
de vida para prosperar. Esto permite que los requisitos exigidos por cada per
sona —el entorno social que dicen que necesitan para llevar con éxito el tipo
de vida elegida— se comprueben planteándose en qué medida se pueden sa
tisfacer esos requisitos en el seno de una estructura igualitaria que mida su
coste para otras personas. Quien quiera llevar una vida que no es posible si
no bajo un régimen de intolerancia religiosa, hallará que esa vida no está dis
ponible por una razón similar al argumento que le niega al experto todo lo
que quiere. Dado que algunos de sus conciudadanos también se preocupan
de su vida religiosa o espiritual, aunque son llamados por una religión dife
rente o por ninguna en absoluto, aquella persona no podrá comprar el con
texto que cree que necesita en una subasta cuya base no se lo proporciona
previamente por nada.
Así pues, el plan de base que propuse, en el que los costes de oportuni
dad se identifican mediante una subasta cuya base no permite constricciones
que se justifiquen en términos de religión o moralidad personal, logra el equi
librio apropiado para la igualdad de recursos entre los intereses de los orto
doxos y los extravagantes. Los intereses que diferentes grupos tienen en el di
seño del contexto social y cultural se acomodan mediante una estructura de
precios que parte del supuesto de la neutralidad entre proyectos en el senti
do que he descrito. De hecho, los números cuentan en la subasta dirigida des
de una base neutral. Quienes anhelan que se proteja y refuerce la homoge
neidad religiosa podrán asegurarse parte de lo que creen que necesitan si su
número se lo garantiza, del mismo modo que los expertos podrán abastecer
se de brillantes museos si son lo suficientemente numerosos. Los devotos de
una fe particular, que necesitan de una comunidad de creyentes comprome
tidos para prosperar, pueden encontrarse con que sus convicciones son com
partidas por suficientes personas como para unirse y crear una comunidad
religiosa especial, sin el apoyo del derecho penal. Tampoco se aseguran a nin
guna minoría religiosa, sexual, o cultural, los requisitos sociales ideales para
ellos. Los números cuentan también para ellos: estarían claramente en mejor
situación, de muy diversas maneras, si hubiera más gente que compartiera sus
concepciones o tuviera unos gustos que hicieran menos caras sus actividades.
Además, y por la misma razón, sus perspectivas dependerán de los costes de
oportunidad para otros, juzgados neutralmente, de lo que ellos quieren. Por
tanto, la estrategia del puente recomienda a la concepción liberal que el sis
tema de base de libertad/contricción sea ajeno a toda constricción que se jus
tifique sobre la base de la verdad religiosa o la virtud moral. Ninguna otra
concepción de los verdaderos costes de oportunidad o de la neutralidad mo
ral se adecúa a la estructura básica de la igualdad de recursos.
172 Teoría
D. C orrección
24. El análisis esbozado en este párrafo parecería adecuado para justificar —en el marco
general de la igualdad de recursos— constricciones que sirven a propósitos algo diferentes de
esos ejemplos: para resolver diferentes formas del dilema del prisionero, por ejemplo, y para
justificar la regulación del tráfico, como sistema de una sola vía, que apuntan a proteger la con
veniencia o la eficiencia, y no sólo la protección y la seguridad.
174 Teoría
V. O t r o s p r in c ip io s
A. A utenticidad
25. Es una cuestión interesante hasta qué punto las libertades que consideramos funda-
mentales intuitivamente pueden ser identificadas y protegidas de esa forma mediante el princi
pio de abstracción. Apriori, no veo razón para tener gran confianza en que ello pueda ser así; el
proyecto se vería amenazado por la contingencia de preferencias que, anteriormente, describí
como un problema para la estrategia del interés.
176 Teoría
* Dworkin cita aqui el primer verso del poema de Andrew Marvell (1621-1678), «To His
Coy Mistress»: «I lad we but World enough, and Time/This coyness Lady were no crime». (N.
del t. )
178 Teoría
B, Independencia
A. La teoría d e la m ejora
bastar todo y las subastas pueden durar indefinidamente, para elegir entre di
versas posibilidades prácticas de nuestro mundo, donde la mayoría de las co
sas ya pertenecen a alguien, casi ningún recurso material se encuentra, ni mu
cho menos, en su forma más abstracta y en el que una subasta general apenas
se puede describir?28 Necesitamos reflexionar contrafácticamente, y la argu
mentación que hemos presentado hasta aquí nos debe ayudar.
En primer lugar, es preciso imaginar una distribución ideal entre noso
tros. Supongamos que las personas que comparten nuestros gustos y ambi
ciones pudieran organizar y llevar a cabo, como sea, una subasta igualitaria de
todos los recursos que se hallan colectivamente bajo nuestro control, partien
do de una base que respete el principio de abstracción y los otros principios
que hemos identificado. ¿Qué distribución general resultaría? Por supuesto,
sería absurdo pensar que podemos describir el resultado de semejante subas
ta con precisión. Sería imposible decir qué tendría cada uno de nosotros hoy
en día, persona por persona, si tal subasta hubiera tenido lugar en nuestra ju
ventud y, desde entonces, hubiéramos producido, comerciado y consumido
partiendo de nuestra posición posterior a la subasta. Sin embargo, podemos
emitir juicios útiles sobre cómo habría sido nuestra estructura económica y le
gal y sobre los modelos de distribución de la propiedad privada que se habrían
desarrollado. Nuestro derecho penal protegería y respetaría la libertad, al mo
do del principio de abstracción y de los otros principios que hemos discutido.
Los planes compensatorios de seguros seguirían ahí, de forma que los desem
28. Ninguna comunidad real, al menos ninguna comunidad compleja en la que tengan lu
gar la producción y el intercambio, puede alcanzar o sustentar técnicamente una distribución
igualitaria ideal según el modelo de la subasta imaginada. Resulta inevitable algún atajo por dos
tipos de razones diferentes. En primer lugar, la distribución es inevitablemente incompleta en
el siguiente sentido: el sistema de libertad/constricción establecido explícitamente en las nor
mas legales y en las decisiones judiciales previas no determina todas las cuestiones que surgen
sobre el derecho de las personas a usar su propiedad de una forma que pueda entrar en con
flicto con el uso que otros hacen de la suya. En El imperio de la justicia, intenté mostrar que el
derecho civil sobre actividades imprudentes y molestas se puede entender de forma útil como
una respuesta a este problema en la medida en que exige que los ciudadanos privados se ajus
ten al sistema de libertad/constricción para llevar adelante, aunque de forma imperfecta, el plan
general de la igualdad de recursos. Véase R. Dworkin, Law’s Empirc, Cambridge, Mass., Har
vard University Press, 1986, págs. 276-112 (trad. cast.: El imperio de la justicia, Barcelona, Ge-
disa, 1988). No voy a discutir este problema aquí. En segundo lugar, la distribución, incluso si
se completa, no puede satisfacer totalmente la prueba de la envidia cuando la gente no sólo tie
ne una personalidad diferente, sino una capacidad productiva diferente, como suele ocurrir, o
cuando la gente tiene bienes diferentes y mala suerte, como ocurre inevitablemente. Podemos
compensar de diversas maneras esas diferencias de capacidad y suerte (y la igualdad nos exige,
en consecuencia, que lo hagamos). He intentado sugerir, construyendo mercados hipotéticos
de seguros diseñados con ese fin, hasta qué punto cabe esperar que eso se haga. Pero esa com
pensación no puede enmendar totalmente la desventaja, por lo que la prueba de la envidia se
guirá fallando. Ya no volveré a discutir más este problema aquí.
El lugar de la libertad 181
que el déficit de una era mayor, menor o exactamente igual que el de la otra?
Permítasenos estipular que un programa sólo mejora la igualdad cuando re
duce el déficit general de equidad de Ja comunidad. Ello debe estar en fun
ción, seguramente, de los diversos déficit de equidad de sus miembros. ¿Pe
ro en qué consiste esa función? Esto es, ¿cómo decidiremos si un programa
político ha mejorado la igualdad de recursos si ha reducido el déficit de equi
dad de una persona pero ha incrementado el de otras?
B. Grados de desigualdad
lado, consiste en los aspectos en los que esa persona se halla en peor situa
ción, además de aquellos que se plasman en su déficit de recursos, pues el sis
tema de libertad/constricción de su comunidad no es el que exige la igualdad
de recursos. Algunas de las consecuencias de una base injusta figuran, como
sugiere la definición, en el déficit de recursos. Anteriormente imaginé una
base que prohibía dividir la tierra en parcelas de un tamaño más pequeño que
el que se necesita para un estadio de fútbol. Como ya he dicho, algunas per
sonas tendrían menos recursos en virtud de esa constricción básica que sin
ella, y su déficit de recursos reflejaría esa diferencia. Pero consideremos la
otra constricción que supuse: no está permitido hacer esculturas satíricas. No
podemos medir en términos totalmente económicos el grado en que esa cons
tricción hace que una persona esté en peor situación: si dejamos a un lado la
posibilidad de sobornos políticos, no hay cantidad que baste para comprar,
en el mercado, el derecho legal de hacer lo que prohíbe la ley. Sin embargo,
alguien que quiera hacer esculturas satíricas tendrá recursos menos valiosos
para él que los que promete la igualdad de recursos, y este hecho se tiene que
reflejar de alguna forma en una descripción adecuada de su déficit de equi
dad general.
Así pues, necesitamos una contabilidad aparte para el déficit de libertad.
Podríamos decir que el déficit de libertad de alguien es el grado en que se ve
limitado, con respecto a lo que puede hacer o lograr, por una constricción,
comparado con lo que podría haber hecho o logrado en la posición que una
distribución igualitaria ideal hubiera definido para él. El déficit de libertad es
sensible, por tanto, a otras características de las circunstancias. Supongamos
que un sistema legal estipula, por ejemplo, que nadie puede adquirir más de
la mitad de la oferta total de mármol de la comunidad. En la base de una dis
tribución igualitaria ideal semejante prohibición no se daría: el principio de
abstracción no lo permitiría. Sin embargo, la prohibición no produce déficit
de libertad en el mundo real, pues con una distribución ideal nadie sería lo
suficientemente rico como para comprar más de la mitad de las existencias de
mármol. Por otro lado, una ley que prohibiera totalmente la adquisición o el
uso de mármol impondría claramente un déficit de libertad a quienes quieren
esculpir. No podrían llevar una vida como la que habrían tenido con una dis
tribución ideal.
Como he dicho, no podemos contabilizar en términos monetarios ese dé
ficit. No obstante, podemos comparar los déficit de libertad de diversas ma
neras, según surjan de un tipo de constricción o de otra. Imaginémonos un
mundo irreal en el que la ley le prohíbe a una persona comer brócoli y a otra
leer libros. Aunque no contamos con una métrica precisa para comparar las
consecuencias de estas prohibiciones, la segunda es claramente más grave y
tiene mayores consecuencias que lá primera; limita en una medida mucho
mayor las actividades y los logros de los que se encuentran sujetos a ella. Sin
184 Teoría
29. Si aceptamos esa matización, esta versión del maximin está más protegida que la de
Rawls, que cuenta como una ganancia para la justicia cualquier mejora de la situación del gru
po de los que están peor.
El lugar de la libertad 187
V IL L ibertad e in ju st ic ia
do, lo cual sería más improbable. ¿Se pueden justificar, no obstante, las cons
tricciones de la libertad en una sociedad en la que la igualdad es muy imper
fecta? ¿Insiste la igualdad de recursos en que, incluso en esa sociedad, el
principio de abstracción no se puede poner en un compromiso? ¿O acaso li
mitar la libertad de elección es un medio legítimo de mejorar la igualdad en
una sociedad muy desigual?
Volvemos por fin a los ejemplos de controversia política que dejé a un la
do al principio. Ahora podemos estudiar esos ejemplos de forma correcta,
como casos que ponen a prueba no el lugar de la libertad en una fantasía
igualitaria ideal, sino cómo hay que tratar la libertad en una teoría realista de
la mejora adaptada a nuestro mezquino mundo. Unas páginas más arriba di
je que la igualdad podría mejorarse mediante programas que violen el princi
pio de abstracción. Los lectores a quienes hayan persuadido mis argumentos
previos podrían sentirse preocupados por esa observación. He sostenido ha
ce un momento, hasta la extenuación, que el principio de abstracción se ha
lla en el núcleo de la igualdad de recursos, que es una parte crucial de la base
a partir de la cual se tiene que aplicar cualquier versión de la prueba de la en
vidia. Pero una vez que se distinguen los distintos niveles de mi argumenta
ción desaparece cualquier sensación de contradicción. En la primera etapa
del análisis sostuve que no podemos identificar ninguna distribución iguali
taria ideal, ni siquiera en principio, si no suponemos que la libertad de elec
ción ya está presente. No se puede tener una igualdad perfecta sin la libertad
(freed o m ) que la versión del puente de la estrategia constitutiva apoya como
libertades (liberties) de base.
En la siguiente etapa de nuestra argumentación, la etapa real ideal, em
pleamos la idea de una igualdad perfecta inalcanzable con el fin de imaginar
distribuciones igualitarias defendibles para nuestra comunidad. En ese nivel
sostuve que ninguna distribución defendible que podamos admitir permiti
ría la aplicación de constricciones que el principio de abstracción desaprue
be. Sin embargo, ahora estamos en el mundo real real, y la pregunta que nos
hacemos es diferente. No consideramos ya si la igualdad perfecta exige que
se constriña la libertad, ni siquiera si lo exige la igualdad como ideal que po
dríamos realizar técnicamente. Se supone que ya sabemos lo que sería una
distribución defendible y que no tenemos nada parecido. Nos preguntamos
ahora si imponer constricciones a la libertad es un medio permisible de acer
carnos a una distribución defendible, incluso aunque ninguna distribución
semejante permitiera esas constricciones.
Sin embargo, la sugerencia que propongo ahora —que las constricciones
de la libertad se podrían justificar para promover la igualdad en el mundo real
real— nos hace retroceder de otra forma. Sería un triste consuelo para los
amantes de la libertad que se les dijera que la igualdad demanda libertad en
un mundo ideal si se les dice también que han de estar dispuestos a sacrifi-
192 Teoría
30. Fsta formulación del principio de damnificación basta para mi argumentación, aun
que se podría mejorar fácilmente. No presto atención a los problemas sobre la individuación de
194 Teoría
las distribuciones, por ejemplo, aunque me parece que son manejables. Se podrían investigar
también formulaciones muy diferentes. Por ejemplo, se podrían comentar muchas cosas si se
toma como punto de referencia la distribución defendible menos favorable para el valor de la
libertad en cuestión. Dudo que la discusión que sigue en el texto fuera diferente, sin embargo,
si hubiera elegido esa formulación de la prueba.
31. 424 U S. 1 (1976).
El lugar de la libertad 195
porcionar ese servicio con el nivel de recursos que un servicio nacional de sa
lud —o un seguro médico privado financiado mediante impuestos— tendría
a su disposición en una distribución defendible de riqueza, si bien para pro
porcionar ese servicio sería necesario gravar mucho más a muchos de los que
actualmente disfrutan de los beneficios de la medicina privada. Y tampoco
está claro que el gobierno no pueda restringir la libertad de elección en la
provisión de servicios médicos de forma que suponga la casi abolición total
de la medicina privada, incluso sin mejorar sustancialmente el servicio nacio
nal de salud. Por ejemplo, parece muy probable que en las distribuciones de
fendibles más admisibles nadie se colaría para que le atendieran por ser pa
ralítico si su vida no corriera peligro. Por ello el gobierno no damnifica a
nadie estableciendo constricciones limitadas que sólo se diseñen para prohi
bir esa forma actual de saltarse la cola mediante la medicina privada. (Sólo
consideramos, por supuesto, si diversas constricciones de la libertad damni
ficarían a alguien, no si son, en general, una buena idea.) Así pues, el princi
pio de damnificación es valioso más allá de su papel a la hora de prohibir cier
tas constricciones de la libertad en el mundo real real: nos ayuda a apuntar
hacia un programa de reformas más exhaustivo identificando un paquete de
medidas, en el que podrían figurar las constricciones, que un gobierno podría
adoptar legítimamente en busca de una distribución defendible de los recur
sos de la comunidad.
El ejemplo que extraje de la resolución de la Corte Suprema, tristemen
te célebre, en el caso L ochner, en el que el Tribunal echó por tierra una ley de
Nueva York que limitaba el número de horas por semana que debían traba
jar los panaderos, es también complejo, pero de una forma diferente. (Si es
toy en lo cierto, constituye una gran paradoja que la resolución en el caso Buc-
kley, que muchas personas creen que es correcta, parezca un error mucho
más claro que la resolución en el caso L ochner, que todo el mundo está de
acuerdo en que fue un error.) Por supuesto, las panificadoras no resultaron
damnificadas: es difícil imaginar distribuciones defendibles que podamos ad
mitir en las que esas empresas encontraran personas dispuestas a trabajar las
horas que las empresas querían al nivel de salarios rentable para ellas. Pero
quizá la ley de Nueva York habría perjudicado a inmigrantes en busca de tra
bajo lo bastante desesperados como para aceptar lo que las panificadoras les
ofrecían realmente. La ley les habría costado el trabajo y se habrían encon
trado en peor situación, con respecto al valor de su libertad de contrato, que
la que habrían tenido en una distribución defendible en la que participaran.
Si ello es así, y si Nueva York no hubiera tomado, o tomara, acuerdos com
pensatorios para mitigar el paro, la ley les habría damnificado, por lo que su
pongo que debemos aceptar la conclusión que se sigue del plan que estamos
explorando. En principio, es un error que el Estado, para mejorar la situación
económica de los trabajadores en general, le niegue a la gente el derecho a
til lugar de la libertad 197
VIII. U na m ir a d a h a c ia atrás
sideran que la libertad tenga una importancia crucial en sus vidas, y yo creo
que deberían hacerlo.) Ni me he apoyado en afirmaciones instrumentales so
bre las consecuencias a largo plazo de proteger una libertad concreta. Para la
igualdad de recursos, la prioridad de la libertad se establece en un ámbito
que la independiza de tales consideraciones. La libertad es crucial para la jus
ticia política porque una comunidad que no proteja la libertad de sus miem
bros no los trata —no los puede tratar— con igual consideración, según la
mejor forma de entender lo que esto significa.
Pertenece a nuestra cultura política no sólo que la libertad sea importante,
sino que algunas libertades son más importantes que otras; esas libertades más
importantes merecen, creo, una protección especial en los acuerdos constitu
cionales. Mi argumentación rechaza la técnica del interés para identificar esas
libertades más importantes, que han de evidenciar que son libertades que cada
persona, o el conjunto, en general, valora en especial, o valoraría en especial si
reflexionara sobre ellas. No obstante, el argumento constitutivo capta la intui
ción de que algunas libertades son más importantes que otras. El principio de
autenticidad, por ejemplo, sostiene que las libertades que promueve, co m o la
libertad de expresión y de conciencia, son centrales, pues comprometer cual
quiera de estos principios tiene consecuencias particularmente corruptoras pa
ra la igualdad de recursos. En la última sección, cuando diseñamos y aplicamos
el principio de damnificación, encontramos motivos adicionales para establecer
una ordenación de ciertas libertades por encima de otras por ser más funda
mentales. Nos dimos cuenta de que una persona a la que se le niegan completa
mente esas libertades es particularmente probable que se vea damnificada, en
el mundo real de nuestra política, sin que importe, por lo demás, cuáles sean
sus circunstancias sociales o económicas. Por supuesto, es una cuestión adicio
nal y difícil, que se encuentra más allá de nuestro presente proyecto, el deter
minar cómo deben protegerse esos importantes derechos en una estructura
constitucional. Pero la igualdad de recursos proporciona una sólida defensa de
que esos derechos deben ser protegidos de alguna forma.
Termino volviendo a un importante asunto que mencioné casi al princi
pio. Me preocupaba que algunos lectores hallaran que mi argumentación a
favor de la libertad rebajaba esa virtud, porque les pareciera que hace que la
libertad sea sólo instrumental para la igualdad, o que se subordina a ella, en
la medida en que nos preocupamos de la libertad sólo como una circunstan
cia útil para lograr una distribución de recursos justa. Frente a esta objeción
yo respondería lo siguiente. Mi argumentación no engloba más que una afir
mación de compatibilidad: la libertad y la igualdad, como dos virtudes polí
ticas fundamentales que son, no pueden estar en conflicto, porque la igual
dad no puede siquiera definirse si no se supone que la libertad está en su sitio
y no se puede mejorar, ni siquiera en el mundo real, mediante políticas que
comprometan el valor de la libertad. Este argumento, en sí mismo, no afirma
200 Teoría
que quise decir cuando afirmé que cuando declaramos a favor de la libertad
identificamos en qué sentido somos igualitaristas. Podríamos decir que la
igualdad de recursos es una concepción de la igualdad in h eren tem en te libe
ral. Las otras concepciones que describí, que no hacen uso de los costes de
oportunidad como métrica Je la igualdad, tienen que recurrir a la arriesgada
estrategia del interés para encontrar el lugar de la libertad. Así pues, nuestro
argumento ha revelado un nuevo e intrigante contraste entre la igualdad de
recursos y esas otras interpretaciones de la igualdad. La estrategia del interés,
que usan otras concepciones, sitúa por completo el valor de la libertad en las
vidas individuales, una a una. La estrategia constitutiva, que distingue a la
igualdad de recursos, no niega la importancia de la libertad para la vida, pe
ro no arriesga nada con.ello. Esa estrategia apela más bien al papel que de
sempeña la libertad al fijar el carácter general de una sociedad, al cumplir con
su compromiso de tratar a todo el mundo con igual consideración. Quizás así
la estrategia constitutiva, lejos de hacer que la libertad parezca mezquina e
instrumental, ofrece finalmente una descripción de esa virtud que se adecúa
a nuestro entusiasmo por ella.
Capítulo 4
IGUALDAD POLÍTICA
A. D em ocracia e igualdad
II. ¿Q ué es la ig u a ld a d de p o d e r ?
B. Impacto e influencia
Habrá que tener presente ese amenazante dilema cuando tratemos de es
tablecer lo que pueda significar la igualdad de poder. Debemos distinguir dos
interpretaciones: la igualdad de impacto y la igualdad de influencia. La dife
rencia intuitiva es ésta: el impacto de alguien en política es la diferencia que
puede establecer por sí solo votando o eligiendo a favor de una decisión en
vez de a favor de otra. La influencia de alguien, por otro lado, es la diferencia
que establece no sólo de por sí, sino también guiando o induciendo a otros a
creer o a votar o a elegir como él. Sin embargo, necesitamos una descripción
algo más técnica del impacto y la influencia, porque queremos comparar el
impacto o la influencia de diferentes personas. Así pues, definamos el grado
de impacto y de influencia de la siguiente forma: haciendo uso de la idea de
probabilidades subjetivas. Supongamos que sabe todo lo que tiene que saber
sobre la estructura política de una comunidad concreta, incluyendo el dere
cho al voto de todos los ciudadanos, la estructura jurisdiccional de la repre
sentación y el poder constitucional de los funcionarios. Pero usted no sabe
Igualdad política 211
2. No cabe esperar, por supuesto, que emitamos juicios sobre la igualdad de poder con la
precisión que estas definiciones parecen sugerir. Sólo las ofrezco para proporcionarle cierto
sentido a la comparación que, en la práctica, hay que hacer con más rigor.
212 Teoría
que tenga que ver con el impacto injusto, sino con la influencia injusta. Nin
gún Rockefeller que vote en su jurisdicción tiene mayor impacto sobre las de
cisiones políticas que usted; su voto no vale más que el suyo. Todo esto confir
ma lo que hemos obtenido al considerar la igualdad de poder en su dimensión
vertical. En la dimensión horizontal el poder equitativo que demanda la con
cepción independiente tampoco puede ser la igualdad de impacto. Si la idea
de poder político equitativo consiste en proporcionar una concepción de la de
mocracia suficientemente comprehensiva como para independizar a esa con
cepción de metas sustantivas, entonces hay que entender que el poder políti
co equitativo significa influencia equitativa.
3. Vease Edmund Burke, «A Letter to John Farr and John Harris, Esqrs., Sheriffs of the City
of Bristol, on the Affairs of America» (1777), e n j. F. Taylor (comp), The Writings and Speeches o f
the Right and Honorable Edmund Burke, Nueva York, Beaconsfield, 1901.
214 Teoría
dal equitativa mayor que la cantidad decidida por otras personas. O podrían
haber decidido invertir más en estudiar y prepararse, lo que haría más pro
bable que otros les hicieran consultas, los escucharan o les pidieran consejo.
O podrían haber conseguido unos logros tan notables, haber sido tan virtuo
sos que los demás confiaran más en ellos o estuvieran más dispuestos a se
guirlos. Sin embargo, la primera forma de la objeción a la influencia de Roc
kefeller se aplicaría a este tipo de personas. Consideraríamos un defecto de la
organización política que la gente políticamente motivada, experimentada y
carismàtica tuviera mayor influencia, y daríamos los pasos que pudiéramos
para eliminarla o reducirla. Pero la segunda forma de la objeción se viene
abajo a menos que tengamos alguna otra razón, independiente del todo de
cualquier supuesto de que la influencia política haya de ser equitativa, para
oponerse a una situación en la que algunas personas están políticamente más
motivadas o preparadas o tienen más carisma que otras.
¿Qué objeción es más precisa? Cuando nos oponemos a la distribución
de poder de una sociedad, ¿es el poder realmente la raíz de nuestra queja? ¿O
realmente nos estamos oponiendo de forma enérgica a otros rasgos injustos
independientes de nuestra organización económica, política, o social, pres
tando atención a una consecuencia muy desafortunada de esos rasgos? Con
sidérese la queja frecuente, pero totalmente justificada, de que las mujeres
tienen muy poco poder de cualquier tipo en la mayoría de las sociedades.
Quien adopte esta perspectiva puede pensar que la sociedad será defectuosa
a menos que la mujer media tenga la misma influencia sobre los aconteci
mientos (medida de la forma en que se especifique) que el hombre medio. Pe
ro otra persona que expresara la misma queja podría querer decir algo muy
diferente: no que hombres y mujeres tengan la misma influencia media, lo
cual es una cuestión de derechos, sino que la menor influencia actual .de la
mujer es el resultado de una combinación de injusticia económica, estereoti
pos y otras formas de opresión y prejuicio, algunas de las cuales, quizá, se ha
llen en los fundamentos de la cultura de una comunidad. Una vez más, la di
ferencia entre estas dos posiciones se aprecia con mayor claridad si tratamos
de imaginarnos una sociedad en la que se haya eliminado la discriminación
económica, social y cultural contra las mujeres. Si el poder medio de hombres
y mujeres es desigual en esa sociedad —y podría serlo en ambos sentidos—,
¿podría tenerse en cuenta ese hecho, en sí mismo, como un defecto de la or
ganización social?
Esta cuestión retórica se plantea para que usted sienta la tentación de ale
jarse del ideal de la igualdad de poder. Pero espero que muchos de ustedes se
sientan todavía atraídos por este ideal, si no en todas las esferas de la vida, sí
al menos en política. Trataré de mostrar, por tanto, en qué medida el hecho
de aceptar la igualdad de influencia como ideal entraría en conflicto con otras
metas igualitarias, planteándole que considere qué pasos serían necesarios
2 16 Teoría
para aproximarse más a ese ideal una vez que hayamos corregido las injusti
cias independientes que, en cualquier caso, condenamos. He supuesto que
incluso en una sociedad igualitaria los diferentes intereses y compromisos, la
distinta preparación y reputación podrían ser fuente de una influencia políti
ca diversa. Por supuesto, mucha gente tendría una educación mucho mejor
en esa sociedad que la que tiene ahora. Y es más probable que las personas a
las que, hoy en día, no les interesa la política porque sienten, correctamente,
que el proceso político no les presta atención y que están excluidas de sus ga
nancias siguieran una vida política. Pero supongo que esas consecuencias,
claramente deseables, de una distribución de recursos más igualitaria no eli
minarían completamente la diferente influencia que procede de las fuentes
que he mencionado. Algunas personas seguirían estando mucho más intere
sadas e informadas políticamente, y serían mucho más efectivas para conven
cer y dirigir a los demás. ¿Qué podemos hacer para superar las diferentes in
fluencias restantes, que bien podrían ser sustanciales?
Si ése fuera nuestro único objetivo, el medio más efectivo, con mucho,
consistiría en reducir en general el papel de la influencia en la política, esto
es, reducir la oportunidad que tienen los ciudadanos de reflexionar conjun
tamente sobre lo que hay que promover o hacer. En la medida en que la polí
tica es colectivamente reflexiva, de un modo que nos resulta admirable, re
sulta inevitable que algunos ciudadanos tengan más influencia que otros.
Pero sólo podemos hacer que la política sea menos reflexiva prohibiendo la
expresión y la asociación políticas de la forma en que lo hacen los regímenes
autoritarios más salvajes, y asumo que una prohibición semejante sería ina
ceptable. Una segunda estrategia resultaría mucho menos efectiva. Podría
mos intentar que la gente fuera menos desigual en su influencia política esta
bleciendo un límite superior a los fondos que alguien podría invertir, o
gastarse, en la educación o formación de los políticos, o en campañas electo
rales. La limitación de los gastos en campañas electorales resulta atractiva,
por supuesto, cuando sirve para compensar las diferencias injustas de rique
za; del mismo modo que los dos argumentos que distinguí anteriormente se
oponían a una influencia política desproporcionada por parte de Rockefeller,
por lo que ambos recomiendan que se limite el gasto político en las circuns
tancias actuales. Pero si los recursos se hubieran distribuido equitativamen
te, la limitación del gasto de campaña no sería igualitaria, pues impediría que
algunas personas confeccionaran sus recursos de forma que se ajustaran a la
vida que quieren, mientras que otras menos interesadas en la política sí ten
drían esa libertad.4 Tales límites tendrían también un efecto perverso, pues
4. Con esta afirmación supongo que la riqueza sigue siendo igual, de forma que ningún
grupo pequeño de gente muy rica pueda dominar la política mediante contribuciones o gastos
políticos. Véase el capítulo 10.
Igualdad política 217
tividad política: los ciudadanos deben tener el mayor ámbito posible para ex
tender su vida moral y experimentar con la política. Pero quien acepta la
igualdad de influencia como constricción política no puede tratar su vida po
lítica como agencia moral, pues esa constricción corrompe la premisa cardi
nal de la convicción moral: sólo cuenta la verdad. Las campañas políticas so
metidas a un límite de influencia autoimpuesto no constituirían una agencia
moral, sino solamente un m inu é de cortesía sin sentido.
D. Evaluación
B. Valores d e agencia
Los valores de agencia de la política son más difusos y esquivos. Pero exis
te una conexión obvia entre esos valores y la libertad de expresión, así como
con el resto de libertades políticas. Nuestra vida política no puede ser una ex
tensión satisfactoria de nuestra vida moral a menos que se nos garantice la li
bertad de expresar nuestras opiniones de una manera que satisfaga nuestra in
tegridad moral. Tener la oportunidad de expresar el compromiso con nuestras
convicciones es tan importante, para este íin, como la oportunidad de comu
nicarle esas convicciones a otros; de hecho, las dos están a menudo unidas. Del
mismo modo que negarle a alguien la oportunidad de rezar como le parezca es
negarle una parte fundamental de su vida religiosa, negar a alguien la oportu
nidad de que dé fe efe su interés hacia la justicia, tal y como él entienda lo que
ese interés exige, no sólo limita la agencia política, sino que la anula.
Pero las demandas de agencia van más allá de la expresión y el compro
miso. En política no nos implicamos como agentes morales a menos que sin
5. Pero dado que el requisito de que un plan de división en distritos que imponga una de
sigualdad de impacto significativa no tiene que reflejar la ausencia de igualdad de consideración
es un requisito que se evita con facilidad, cualquier concepción dependiente atractiva insistiría
en que se argumente de manera firme y evidente a favor de cualquier exención respecto del re
quisito de la igualdad de impacto. Quizá sea ésta la mejor justificación de las decisiones de la
Corte Suprema que se toman según el principio de un hombre, un voto; podemos entender al
tribunal como si decidiera, a modo de profilaxis, que no se debe permitir ninguna exención re
querida constitucionalmente. Véase, por ejemplo, Gaffttcy v. Cumrmngs, 412 U.S. 735 (1973)
(plan de reasjgnación de la Asamblea General de Connecticut recusado por la cláusula de igual
protección basada en el censo de población de 1970); Reynolds v. Sims, 377 U.S. 533 (1964) (re
cusación de la cláusula de igual protección al plan propuesto para reasignar los distritos elec
torales para las dos cámaras de la legislatura de Alabama).
222 Teoría
IV. V a lo r e s d ist r ib u t iv o s
Nos hacemos ahora una idea de en qué consiste una concepción depen
diente adecuada de la democracia. Esa concepción exige la igualdad de voto
en los distritos y supone la igualdad de impacto entre ellos. Exige la libertad
y la influencia. Esos requisitos dejan muchas cosas abiertas. Apenas mencio
nan las cuestiones de la igualdad vertical; no establecen el tamaño de los dis
tritos, la forma de representación y qué decisiones se deben dejar en manos
de qué funcionarios, por ejemplo. Volvamos ahora a los objetivos claramen
te sustantivos de un proceso político igualitario: las decisiones que creemos
que debe tomar el proceso sobre la distribución de recursos y las oportuni
dades otorgadas a la propiedad privada, sobre el uso del poder y los recursos
colectivos en los programas públicos y en la política exterior, sobre el ahorro
y la conservación, y sobre los demás tópicos de los principios y de la política
pública a los que se enfrenta un gobierno moderno. ¿Cómo diseñaríamos una
224 Teoría
sión; sólo supongo que los lectores estarán de acuerdo en que algunas cues
tiones políticas son insensibles a la elección, incluso si no están de acuerdo so
bre de qué cuestiones se trata.
sión ex ante de las decisiones sobre cuestiones que son sensibles a la elección?
Podríamos, por supuesto, tratar de impedir que la publicidad fuera falsa, así
como otras formas de engaño cuyo efecto más probable consistiría en ocultar
los hechos que la gente necesita para juzgar si le interesa un programa con
creto. También podríamos querer que se impidiese la manipulación diseñada
para generar gustos que están reñidos con las ambiciones o con valores más
básicos de las personas. Pero podemos justificar las limitaciones necesarias
para conseguir esos fines sin apelar a la igualdad de influencia misma como
ideal, pues otros rasgos de la decisión sensible a la elección recomiendan que
se esté en contra de ese ideal como mecanismo de precisión. Del mismo mo
do que algunas personas o grupos usan su influencia política para engañar y
manipular, otras la utilizan para enseñar, reformar y ennoblecer, para sugerir
escalas de valor y ambición que, por ejemplo, sirvan para que algunas perso
nas, que de otra forma no habrían considerado siquiera esa elección, favo
rezcan la construcción de un teatro en vez de la de un estadio y nuevas carre
teras. En general no hay motivo alguno para excluir del foro político este
último tipo de influencia, por lo que, en general, no haj' motivo alguno para
tratar siquiera de lograr la mayor igualdad posible de influencia. Tenemos
que dirigir las constricciones que diseñamos hacia las influencias perversas o
inapropiadas reduciendo la importancia de la riqueza en la política y favore
ciendo aquellas formas de debate político en las que es más probable que el
engaño quede al descubierto, en vez de tomar medidas que nos aseguren que
ninguna opinión motiva más que otra.
Habría que decir muchas cosas más sobre la precisión ex ante de las de
cisiones sensibles a la elección. Pero nuestro interés es esquemático y, por
ello, debemos volver más bien a la segunda parte de nuestro estudio sobre la
precisión: la precisión ex an te cuando hay que decidir sobre cuestiones in
sensibles a la elección. Por supuesto, no contamos aquí con un argumento a
favor de la dispersión general del impacto político como el que teníamos en
el caso de las cuestiones sensibles a la elección. Por definición, el hecho de
que las decisiones relativas a cuestiones sensibles a la elección sean precisas
no depende de la información que nos pueda proporcionar una amplia vota
ción. Si tuviéramos que aceptar ciertos supuestos, de entre los cuales destaca
el supuesto de que, por término medio, es más probable que la gente decida
correctamente sobre cuestiones que no son sensibles a la elección, entonces
deberíamos concluir que cuanta más gente votara una cuestión concreta de
ese tipo, mayor sería la probabilidad de que la mayoría votara lo correcto, su
poniendo que se dé igualdad de impacto.6 Pero a p riori n o hay motivo para
aceptar esos supuestos; que yo crea que es más probable que una persona
6. Véase Lewis Kornhauser y Lawrence Sager, «Unpacking the Court», Yale Im w Journal,
n° 46,1986, pág. 82.
Igualdad política 227
7. Algunos filósofos políticos famosos piensan que la respuesta correcta a todas las cues
tiones insensibles a la elección la proporcionará una «voluntad general» que emerge de las per
sonas como un todo en las circunstancias favorables. Pero aunque se crea que esta idea tiene
una base metafísica, no es un argumento a favor de nada que se aproxime a la igualdad de po
der político. De hecho, la idea de una voluntad general es la antagonista de todo interés por el
impacto o por la influencia de los ciudadanos individuales uñó a uno. Esas formas de igualdad
serlo son importantes, si acaso, cuando hay que resolver un desacuerdo, pero una voluntad ge
neral supone la emergencia de la unanimidad mediante la discusión, no mediante pactos, o al
menos de una discusión que gana por K. O., no por puntos
228 Teoría
V. C o n st it u c io n a l ism o y p r in c ip io s
8. Para un análisis y una evaluación más detallados de este argumento, véase Dworkin.
Ercedom's Lau\ Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1996.
9. Véase, por ejemplo, Dworkin, AMattcr o f Principie, págs. 33-71; Dworkin, Law’s Em-
pirc. Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1986, págs. 87-113 (trad. cast.: El imperio de
la justicia, Barcelona, Gedisa, 1988).
230 Teoría
afirman que son competentes para decidir sobre esas cuestiónes insensibles a
la elección, por supuesto. No voy a repetir aquí mi argumentación. Sin em
bargo, si mi opinión es correcta, entonces el constitucionalismo implica una
mejora de la democracia en la medida en que su competencia se limite a cues
tiones de principio que son insensibles a la elección, y sólo a ellas.
VI. C oda
Sobre este tema habría que decir muchas cosas más, incluyendo ciertos
matices a lo que acabo de decir aquí, algunos de los cuales se encuentran en
Freedom 's Law y, más adelante, en este libro. Pero, para terminar, quiero po
ner el acento en un tema central de este capítulo. Si una comunidad es genui
namente igualitaria en sentido abstracto —si acepta el imperativo de que tóete
comunidad debe tratar colectivamente a sus miembros con igual considera
ción individual—, entonces no puede considerar el impacto o la influencia
política co m o recursos que hay que dividir de acuerdo con alguna métrica de
la igualdad al modo en que se divide la tierra, o la materia prima, o las inver
siones. En una comunidad como ésa la política es cuestión de responsabili
dad, y no constituye otra dimensión de la riqueza.
Capítulo 5
LA COMUNIDAD LIBERAL
En los dos últimos capítulos nos hemos planteado qué lugar ocupan dos
ideales políticos fundamentales —la libertad y la democracia— en una socie
dad comprometida con la igualdad, cuando se entiende que la igualdad exi
ge igualdad de recursos, más que de bienestar, a lo largo de la vida. En este
capítulo consideraremos el lugar que ocupa en dicha sociedad un ideal polí
tico más, el de la comunidad. Nos centraremos en un viejo problema: ¿se de
be imponer una ética convencional mediante el derecho penal?1 ¿Actuó co
rrectamente la Corte Suprema en el caso B ow ers v. Hardwick al confirmar,
contra la recusación constitucional, la ley de Georgia que hace de la sodomía
un delito?123En general se considera que la tolerancia liberal —que insiste en
que es un error que el gobierno emplee su poder coactivo para imponer una
homogeneidad ética— socava la comunidad porque la esencia de la misma
consiste en un código ético compartido. Voy a defender la idea de que si se
entiende la tolerancia liberal desde el trasfondo de la concepción de la igual
dad que he definido, entonces esa tolerancia no sólo es compatible con la
concepción más atractiva de la comunidad, sino que le resulta indispensable.
Se han empleado argumentos muy diferentes, que hacen uso de distintos
conceptos de comunidad, para atacar a la tolerancia liberal de distintas ma
neras. Voy a distinguir cuatro de esos argumentos. El primero es un argu
mento procedente de la teoría de la democracia que asocia la comunidad con
la mayoría. En el caso B ow ers, el juez Byron White sugirió que la comunidad
tiene derecho a usar la ley para apoyar su concepción de la decencia ética:’ la
comunidad tiene derecho a imponer sus concepciones éticas sencillamente
porque es la mayoría. El segundo es un argumento relacionado con el pater-
nalismo. Sostiene que en una comunidad política genuina todo ciudadano es
responsable del bienestar de los demás miembros y, por tanto, debe usar su
1. A lo largo de este libro he distinguido la ética de la moralidad. Tal y como yo uso el tér
mino, la ética incluye las convicciones sobre qué clase de vida es buena o mala para una perso
na y la moralidad incluye principios sobre cómo debe tratar una persona a otras. Así pues, la
cuestión que considero es si una comunidad política debe usar el derecho penal para forzar a
sus miembros a llevar la vida que la mayoría juzga que es buena, no si debe usar la ley para for
zarlos a comportarse con los demás de manera justa.
2. 478 U.S. 186(1986).
3. Idem en 192-196.
232 Teoría
I. C o m u n id a d y d e m o c r a c ia
4. J. S. Mill, On Liberty, Harmondsworth, Penguin, 1982, págs. 68-69 (trad, cast.: Sobre
la libertad, Madrid, Alianza, 2001).
5. H. L. A. Hart, Law, Liberty, and Morality, Standford, Stanford University Press. 1963.
6. Podríamos cuestionar tanto el mayoritarismo procedimental como el sustantivo cuan
do se trata de hacer respetar la moral; podríamos decir que tales cuestiones no las deben deci
dir los funcionarios electos sino un tribunal constitucional como la Corte Suprema. Sin embar
go. no me ocupo aquí de esa cuestión procedimental. Véase el capítulo 4 y R. Dworkin,
«Equality, Democracy, and Constitution: We the People in Court», Alberta Law Review, n° 28,
1990.pág. 324.
234 Teoría
7. A mi modo de ver, las partes iguales son aquellas que igualan, en la medida de lo posi
ble, los costes de oportunidad que los recursos materiales que tiene cada persona acarrean a
otras. Véase el capítulo 2. Restrinjo la prueba de los costes de oportunidad a los recursos mate
riales (o, como he dicho a veces, impersonales), ya que la prueba no es apropiada para los re
cursos personales, como las aptitudes y la salud.
La comunidad liberal 235
8. Para una explicación de! requisito de la integridad y de las cuestiones de principio que
demanda que se resuelvan por igual para todo el mundo, véase R. Dworkin, Law's Empire,
Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1986, especialmente cap. 6 (trad. cast.: R. Dwor
kin, El imperio de la justicia, Barcelona, Gedisa, 1988). Para una discusión más extendida de la
distinción entre cuestiones de principio como las citadas en el texto y cuestiones de política co
mo la Iniciativa de Defensa Estatégica (IDE), véase Dworkin, AMatter o f Principie, Cambrid
ge, Mass., Harvard University Press, 1985, especialmente cap. 3.
2 36 Teoría
io está fijado por las leyes de propiedad, sino también por otras leyes que es
tablecen cómo se puede usar esa propiedad. Por ello, la legislación moralista,
que diferencia entre ciertos usos de la propiedad o del ocio, afecta siempre,
en cierta medida, al precio y al valor. En algunas circunstancias ese efecto es
significativo: las prohibiciones legales moralmente inspiradas constituyen un
ejemplo de ello. Para juzgar si una distribución concreta de los recursos de
una comunidad es justa hay que tener en cuenta el grado de libertad de los
ciudadanos.9 Si insistimos en que hay que fijar el valor de los recursos de la
gente mediante la interacción de elecciones individuales, en vez de hacerlo
mediante decisiones colectivas de una mayoría, habremos decidido ya, pues,
que la mayoría no tiene derecho a decidir qué tipo de vida ha de llevar cada
cual. En otras palabras, una vez que aceptamos que el entorno económico y
el ético están unidos, tenemos que aceptar la tolerancia liberal en cuestiones
éticas, pues cualquier opinión contraria niega esa unidad.
El argumento mayoritarista que tomamos en consideración es el argu
mento políticamente más poderoso contra la tolerancia liberal. Ocupó un
destacado lugar en la opinión de la mayoría en el caso B ow ers. Esta parte de
nuestra discusión general resulta, por tanto, de una importancia práctica con
siderable. Pero es importante tener presente sus límites. Nuestra discusión
sólo se dirige al argumento mayoritario; no se debe considerar como si se tra
tara de una afirmación sobre el fundamento exclusivo de la tolerancia liberal,
o como si todo el valor de la libertad descansara en una analogía económica.
Ni pretende definir derecho especial alguno sobre libertades especialmente
importantes, como la libertad de expresión o de asociación. Lo que se niega
es la premisa esencial del argumento mayoritario según la cual la forma de to
do el entorno ético debe ser establecida, al estilo del ganador, mediante los
deseos de la mayoría. Si el concepto de comunidad desempeña un papel im
portante en la crítica de la tolerancia liberal, tiene que desempeñarlo en un
sentido más robusto que el simple nombre de una unidad política por la que
deambula la regla de la mayoría.
II. C o m u n id a d y c o n sid e r a c ió n
ser una asociación en ia que cada uno se tome un interés especial en el bienes
tar de los demás por el bien de esas personas. El argumento añade que las per
sonas que se preocupan verdaderamente de los demás se interesan tanto por
su bienestar crítico como por su bienestar volitivo. Tengo que explicar esta
distinción porque resulta crucial para el argumento sobre el paternalismo.101
Las personas tienen intereses en dos sentidos; la vida les puede ir mejor o
peor de dos maneras. El bienestar volitivo de una persona mejora cuando tiene
o consigue lo que desea." Pero su bienestar crítico sólo mejora si tiene o consi
gue aquello que debe tener, es decir, aquellos logros y experiencias que, de no
quererlos, harían su vida peor. Esta distinción puede ser subjetiva, como la dis
tinción entre dos formas en las que una persona puede entender o considerar
sus intereses. Por ejemplo, yo mismo considero que muchas de las cosas que
más deseo se incluyen entre mis intereses volitivos. Deseo una buena comida,
no tener que visitar mucho al dentista y navegar mejor de lo que lo hago: cuan
do lo consigo, mi vida va mejor por esa razón. Pero si por algún motivo no lo
consigo, no creo que tenga la obligación de desearlo, ni que mi vida se empo
brezca por ello. Sin embargo, tengo una opinión muy diferente con respecto a
otras cosas que deseo, como tener una relación más estrecha con mis hijos, o
conseguir cierto éxito en mi trabajo. No creo que tener una relación más es
trecha con mis hijos sea importante sólo porque lo deseo; por el contrario, lo
deseo porque creo que la vida se empobrece sin esas relaciones. Podemos es
tablecer esta misma distinción objetivamente, esto es, como una distinción
que no se da entre dos formas de considerar los intereses, sino entre dos tipos
de intereses que las personas albergan realmente. Quizá la gente no logre re
conocer sus propios intereses críticos. Pero tiene sentido afirmar que quien no
estima la amistad, o la religión o un trabajo estimulante, por ejemplo, lleva una
vida más pobre por esa razón; esté esa persona de acuerdo o no. Asimismo,
podemos emitir juicios críticos sobre nosotros mismos; con demasiada fre-
cudhcia, las personas se dan cuenta, demasiado tarde, de que no han prestado
atención a lo que ahora consideran que es lo realmente importante en la vida.12
La distinción es compleja y se puede explorar y criticar de diversas ma
neras. Habrá quien, por ejemplo, se muestre escéptico con la idea general
10. La discusión de esta sección hace uso del material de las conferencias que di en la Uni
versidad de Stanford bajo los auspicios de la Fundación Tanner. Esas conferencias aparecerán
en una próxima recopilación de las Tanner Foundation Lecturas que será publicada por dicha
fundación. Véase el capítulo 6.
11. Esta caracterización de los intereses volitivos no atiende al hecho de que algunas de
las cosas que las personas desean pueden estar en conflicto con otras. Pero los refinamientos
que se necesitan para tener en cuenta este hecho no son necesarios para la distinción general en
tre intereses volitivos y críticos que realizo en el texto.
12. La distinción entre bienestar crítico y volitivo no es la distinción entre lo que me inte
resa realmente y lo que sólo creo que me interesa. Mis intereses volitivos son genuinos, son in-
238 Teoría
de interés o de bienestar crítico. Quizá piensen que puesto que nadie puede
demostrar que entre los intereses críticos de alguien está querer algo que no
quiere, la idea general de bienestar crítico es errónea. No voy a responder
aquí a esta objeción escéptica. Supondré, como creo que hacemos la mayo
ría de nosotros en la vida cotidiana, que todos tenemos intereses de ambos
tipos. Podemos usar la distinción entre intereses críticos y volitivos para dis
tinguir dos formas de paternalismo. El paternalismo volitivo supone que en
algunas ocasiones la coacción puede ayudar a las personas a lograr lo que, de
hecho, quieren conseguir y que por tal motivo esa coacción se halla entre sus
intereses volitivos. El paternalismo crítico supone que a veces la coacción
puede proporcionar a las personas una vida mejor que la que tienen y consi
deran que es buena y que por eso la coacción se halla, a veces, entre sus in
tereses críticos.
El segundo argumento comunitarista apela al paternalismo crítico, yjto
al volitivo. Nos obliga a afrontar un asunto filosófico en torno al bienestar crí
tico. Podemos evaluar la vida de una persona de dos formas. Podemos ob
servar primero los componentes de esa vida —los hechos*, experiencias, aso
ciaciones y logros que la componen— y plantearnos si, a nuestro modo de
ver, esos componentes, en la combinación en que los encontramos, hacen que
la vida sea buena. En segundo lugar, podemos observar las actitudes de la
persona en cuestión. Nos podemos preguntar cómo juzga ella mism»esos
componentes; si los buscó o los considera valiosos. En resumen, si esa perso
na aprueba esas actitudes porque atienden a sus intereses críticos.
¿Qué punto de vista debemos adoptar respecto a la relación que se da
entre esas dos formas de observar los valores críticos de la vida? Debemos
distinguir dos respuestas. La concepción aditiva sostiene que componentes y
aprobación son elementos separados de valor. Si la vida de una persona cuen
ta con los componentes de una buena vida, tiene entonces valor crítico. Si esa
persona aprueba esos componentes, entonces aumenta su valor. Ese apoyo es
miel sobre hojuelas. Pero si no le da su apoyo, los componentes siguen te
niendo valor. La concepción constitutiva, por otro lado, sostiene que ningún
componente contribuye al valor de una vida si la persona no le proporciona
su apoyo: si un misántropo es muy amado pero desprecia ese amor porque no
lo valora, el afecto de los otros no hace que su vida sea mucho más valiosa.
La concepción constitutiva es preferible por diversas razones. La con
cepción aditiva no puede explicar por qué una buena vida es inconfundible-
tereses reales, no meras reflexiones de mis juicios actuales, que más tarde decidiré que son erró
neos, sobre cuáles son mis intereses críticos. Los dos intereses, los dos modos de bienestar, son
distintos. Puedo desear algo, de manera inteligible, sin creer por ello que mi vida va a ser me
jor; en realidad, una vida en la que alguien sólo deseara aquello que cree que está en su interés
crítico tener sería una vida triste, una vida desastrosamente prepóstera.
La comunidad liberai 239
mente valiosa para la persona de cuya vida se trata. Resulta inadmisible pen
sar que la vida de alguien sea mejor si está en contra de sus convicciones éti
cas más profundas que si se encuentra en paz con ellas. Si aceptamos la con
cepción constitutiva, podemos responder, pues, al argumento procedente del
paternalismo crítico en su forma más cruda o directa. Supongamos que al
guien quiere llevar una vida homosexual y no lo hace por miedo al castigo. Si
no respalda nunca la vida que lleva por ser superior a la que podría llevar, en
tonces su vida no ha mejorado, ni siquiera en sentido crítico, mediante las
constricciones paternalistas que odia.
Sin embargo, tenemos que reconocerle al paternalismo crítico un propó
sito más sutil. Supongamos que el Estado emplea una combinación de cons
tricciones y estímulos tales que un homosexual se convierte y, finalmente,
apoya y aprecia la conversión. ¿Ha mejorado su vida? La respuesta gira en
torno a una cuestión a la que hasta ahora no he prestado atención: las condi
ciones y circunstancias de un apoyo genuino. El apoyo ha de estar sometido
a ciertas constricciones; de otra forma, el paternalismo crítico siempre podría
justificarse mediante el lavado de cerebro químico o eléctrico.
Tenemos que distinguir las circunstancias del apoyo que son aceptables
de las que resultan inaceptables. Se hace difícil trazar la distinción, como sa
bemos por la historia de las teorías liberales de la educación, pero creo que
cualquier descripción adecuada de las circunstancias aceptables incluiría la
siguiente proposición. No mejoraríamos la vida de una persona, incluso aun
que apoyase el cambio que tratamos de ocasionar, si los mecanismos que em
pleáramos para asegurarnos ese cambio redujeran su capacidad para conside
rar los méritos críticos del cambio de forma reflexiva. El hecho de amenazar
con el castigo penal, más que mejorar el juicio crítico, lo corrompe, e incluso
si las conversiones a las que induce son sinceras, no se pueden considerar ge-
nuinas a la hora de decidir si las amenazas han mejorado la vida de alguien.1*
El segundo argumento comunitarista se anula, pues, a sí mismo.13
13. No consideraré una forma de paternalismo crítico más sutil y académica aún, aunque
plantea cuestones difíciles e importantes sobre el concepto de bienestar crítico. Supongamos
que el paternalismo crítico no se dirige a la generación actual de homosexuales, sino a la de un
futuro remoto. Supongamos que trata de eliminar la homosexualidad, como forma de vida, del
menú conceptual, de forma que las generaciones futuras no podrán imaginar siquiera ese tipo
de vida. Es muy dudoso que semejante proyecto pudiera tener éxito. Pero supongamos que pu
diera tenerlo y, asimismo, que una vida homosexual fuera inherentemente una vida mala (lo
cual no aceptamos muchos de nosotros). ¿Sería, entonces, de interés este tipo de paternalismo
conceptual para las personas que habrían llevado una vida homosexual si la hubieran podido
elegir en el menú? Cierto tipo de paternalismo conceptual sería de interés, ciertamente, para la
justicia; el mundo sería mucho mejor si no pudiéramos imaginar siquiera el genocidio o el ra
cismo, por ejemplo. Incluso así, me parece extraño pensar que la vida de una persona habría si
do una vida mejor, en sentido crítico, limitando su imaginación.
240 Teoría
III. I n te ré s p r o p io y c o m u n id a d
A. N ecesidades m ateriales
14. Patrick Devlin, The Enforcement o f Morals, Londres, Oxford University Press, 1965;
véase Committee on Homosexual Offenses and Prostitution: The Wolfenden Report (1957), edi
ción norteamericana, 1963.
15. Devlin, The Enforcement o f Morals, págs. 9-15.
16. El propio Devlin afirmó más tarde que él no pretendía sugerir que tolerar la homose
xualidad subvirtiera a la comunidad, sino que la comunidad podría verse amenazada por la to
lerancia y que por ello debía rechazar cualquier principio que excluyera totalmente la intole
rancia. Véase Patrick Devlin, «Law, Democracy, and Morality», University Pennsylvania ¡ m w
Review, n” 110, 1962, págs. 635-641 y n. 14.
La comunidad liberal 241
17. Michael J. Sandel, Liberalism and the Limits ofjustice, 2a ed., Cambridge, Cambridge
University Press, 1998, pags. 62-65 y 179-183 (trad, cast.: ìil liberalismo y los límites de la justi
cia, Barcelona, Cìedisa, 2000).
18. Los lectores interesados en estos asuntos de lógica filosófica deben empezar por Saul
Kripke. Naming and Necessity, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1980 (trad, cast.:
hi nombrar y la necesidad, México, UNAM, 1985).
242 Teoría
C. La n ecesid ad d e objetividad
19. Véase Philip Selznick, «The Idea of a Communitarian Morality», California Law Re
view, n°75, 1987, pág. 445.
244 Teoría
IV. La in t e g r a c ió n c o n l a c o m u n id a d
A. Integración
20. John Rawls, A Theory o f Justice, Cambridge, Mass., The Belknap Press of Harvard
University Press, 1971, pags. 520-529 (trad, cast.: Teoria de la justicia , Madrid, Fondo de Cul-
tura Economica, 1997).
La comunidad liberal 247
¿En qué medida podemos considerar que una comunidad política —una
naétón o un Estado— tiene vida comunitaria según la perspectiva práctica?
Los actos políticos formales de una'comunidad política —los actos de gobier
no que se realizan a través de instituciones legislativas, ejecutivas y judiciales—
cumplen las condiciones de la agencia colectiva que hemos identificado al
considerar por qué una orquesta tiene vida comunitaria. En la práctica identi
ficamos esos actos políticos formales como actos de una persona jurídica dife
rente, y no de una colección de ciudadanos individuales. Los Estados Unidos,
más que oficiales y soldados concretos, lucharon en Vietnam. Los Estados
Unidos, más que funcionarios y ciudadanos concretos, establecen el tipo im
positivo, distribuyen algunos de los fondos que recaudan para programas de
bienestar, y rechazan distribuir fondos para otros programas. Los actos de
personas concretas —por ejemplo, los votos de los miembros del Congreso o
las órdenes de los generales— sólo constituyen actos colectivos porque esos
funcionarios actúan.de manera consciente bajo una estructura constitucional
250 Teoría
21. No quiero decir que estos actos participativos sean por sí mismos actos colectivos del
conjunto de la comunidad: no lo son. Pero pueden ser actos colectivos de una comunidad más
pequeña dentro de ella; una manifestación, por ejemplo, puede ser parte de la vida comunita
ria de un grupo de acción política que, por muy políticas que sean sus aspiraciones, no es en sí
misma una comunidad política ya que no administra sus asuntos mediante el monopolio del po
der coactivo sobre sus miembros.
La comunidad liberal 251
questa tiene una vida comunitaria. La afirmación de que la nación tiene vida
sexual no cumple ninguno de ellos. Nuestras convenciones no reconocen con
claridad una actividad sexual colectiva nacional. Cuando hablamos de las
preferencias y hábitos sexuales de la nación lo hacemos estadísticamente, y
no nos referimos a un logro o desgracia colectivos, como en el caso de la or
questa.2223Tampoco contamos con convenciones o prácticas que proporcionen
estructuras para la actividad sexual cooperativa a escala nacional, en el mis
mo sentido en que la constitución proporciona un mecanismo para elegir pre
sidentes.
Tampoco se relaciona en forma alguna la composición de una comuni
dad política con la idea de que su vida comunitaria tiene un lado sexual. Los
criterios de ciudadanía no pueden explicar el supuesto de una empresa se
xual colectiva, ni pueden ser explicados por él. En general, los ciudadanos
nacen en sus comunidades políticas y la mayoría no tiene una perspectiva
real de abandonar aquella en la que ha nacido.2’ En la misma comunidad po
lítica pueden nacer personas de cualquier raza y fe, o que alberguen toda cla
se de ambiciones, y es muy improbable que la caracterización de la vida co
munitaria que mejor se adecúe a tal comunidad sea aquella que supone que
hay que elegir una fe, o un conjunto de ambiciones personales, o una lealtad
étnica, o un conjunto de criterios de responsabilidad sexual, como debe ha
cerlo un individuo saludable. Esa caracterización no sólo no se adecúa a los
criterios de ciudadanía, sino que los convierte casi en un sinsentido.
Quizá no podamos excluir, a priori, la posibilidad de que se puedan ha
llar otras bases sociales que respalden la afirmación según la cual una nación
tiene una vida sexual colectiva (una base muy diferente a la que apelamos de
forma natural al explicar por qué una sinfonía o una legislación es un acto co
munitario y colectivo). Pero no veo qué bases podrían ser ésas. Si no se pue
de proponer ninguna, entonces el argumento comunitarista de la integración
sólo puede tener éxito, si acaso, recurriendo a la perspectiva antropomórfica
de la comunidad política que la mayoría de los lectores desearía descartar.
Debería añadir aquí dos aclaraciones. En primer lugar, no he afirmado
que no existan comunidades cuya vida colectiva tenga un aspecto sexual. Exis
ten todo tipo de comunidades —por ejemplo, existen asociaciones de apasio
nados coleccionistas de sellos que se embarcan en proyectos colectivos para
coleccionar—, y en alguna podrían ser naturales las orquestas sexuales en vez
22. Por supuesto, como hago hincapié más adelante, esto no quiere decir que ninguna co
munidad reconozca, o pueda reconocer, un acto sexual colectivo.
23. Los ciudadanos no se autoseleccionan mutuamente, como los miembros de una her
mandad, ni son elegidos por algún talento o ambición particulares, como los músicos de una or
questa, ni son identificados por alguna fe religiosa dada de forma independíente, o por alguna
convicción sexual, ni siquiera por su tipo o procedencia racial, étnica o lingüística, en el mun
do moderno de la inmigración y las fronteras mudables.
252 Teoría
24. De mi afirmación no se sigue, claro está, que la integración ética sólo sea posible cuan
do las prácticas sociales crean el necesario trasfondo conceptual, que la integración ética es
obligatoria, o incluso defendible, en toda ocasión cuando se crea ese trasfondo. Nadie debe
considerar que sus propios intereses críticos están vinculados al éxito o al fracaso de una co
munidad que no lo reconoce como un miembro igual que los demás, o que le niega los derechos
humanos más básicos, por ejemplo. Compárense, en relación con esto, las condiciones parale
las de obligación política discutidas en Dworkin, El imperto de la justicia.
La comunidad liberal 253
V. L a comunidad liberal
forma que se entiende que los ciudadanos actúan juntos, cómo un colectivo,
de esa forma estructurada. Esta perspectiva de la vida comunitaria de la co
munidad política puede que a mucha gente le resulte pobre, pero no es nece
saria para el argumento a favor de la tolerancia liberal que he desarrollado.
No obstante, merece la pena explorar por qué, después de todo, puede que
baste la perspectiva pobre.
La idea de que la vida colectiva de una comunidad sólo es su vida políti
ca formal resulta decepcionante porque parece que destripa la idea de inte
gración, dejándola sin función. La idea de que la vida de las personas debería
estar integrada en la vida de su comunidad sugiere, a primera vista, una emo
cionante expansión de la teoría política. Parece prometer una vida política
dedicada a promover el bien colectivo así como a —o quizás en lugar de—
proteger los derechos individuales. La concepción antropomórfica de la vida
comunitaria (para la cual la vida de la comunidad refleja todos los aspectos eje
la vida de los individuos, incluyendo sus elecciones y preferencias sexuales)
parece satisfacer esa promesa. Esa concepción afirma que un ciudadano in
tegrado rechazará la tolerancia liberal a favor de que se le imponga a todo el
mundo el compromiso de atenerse a normas sexuales saludables, pues preo
cuparse por la comunidad significa preocuparse de que su vida sea buena y
justa. Pero lo que yo sugiero (que la vida comunitaria se limite a las activida
des políticas) no amplía la justificación política más allá de lo que los libera
les ya aceptan. Si la vida de una comunidad se limita a las decisiones políticas
formales, si el éxito crítico de la comunidad sólo depende, pues, del éxito o
fracaso de sus decisiones legislativas, ejecutivas y adjudicativas, podemos
aceptar entonces la primacía ética de la vida de la comunidad sin abandonar
o comprometer la tolerancia liberal y la neutralidad con respecto a la buena
vida. Simplemente repetimos que el éxito de las decisiones políticas exige to
lerancia. Por supuesto, se puede cuestionar y se ha cuestionado. Sin embar
go, el argumento a favor de la integración sólo presenta un nuevo reto a los
argumentos favorables a la tolerancia liberal si se asume una visión antropo-
mórtica de la comunidad, o al menos una visión que incluya algo más que las
actividades políticas puramente formales de la misma. Si limitamos la vida
comunitaria de un colectivo a sus decisiones políticas formales, la integración
no representa una amenaza para los principios liberales, y por esa razón pre
cisamente resulta decepcionante.
Sin embargo, sería un error concluir que la integración es una idea que
no tiene consecuencias, que no añade nada a la moralidad política. Un ciu
dadano que se identifique con la comunidad política, aceptando la prioridad
ética de la comunidad, no ofrecerá nuevos argumentos sobre la justicia o la
prudencia de cualquier decisión política. Sin embargo, adoptará una actitud
muy diferente hacia la política. Podemos ver la diferencia contrastando su ac
titud no con la del individuo egoísta de las fantasías de la mano invisible, si
La comunidad liberal 255
no con la persona que, según sus críticos, se supone que es el paradigma del
liberalismo, la persona que rechaza la integración pero está movida por un
sentido de la justicia. Esa persona sólo votará y trabajará y presionará a favor
de las decisiones políticas que crea que exige la justicia. No obstante, esa per
sona trazará una nítida línea entre lo que le exige la justicia y el éxito crítico
de su propia vida. No considerará que tiene menos éxito en la vida si, a pesar
de sus esfuerzos, su comunidad acepta una gran desigualdad económica, o
acepta la discriminación racial u otras formas de discriminación injusta, o de
constricción injusta sobre la libertad individual, a menos que, por supuesto,
él mismo sea víctima de esas diversas formas de discriminación.
El liberal integrado no separará su vida privada y su vida pública de esa
forma. Considerará que su propia vida merma —será una vida peor que la
que podría haber tenido— si vive en una comunidad injusta, con indepen
dencia del esfuerzo que haya realizado para que sea justa. Esta fusión de mo
ralidad política e interés propio crítico constituye el verdadero núcleo del re
publicanismo cívico, que es la vía más importante a través de la cual los
ciudadanos deberían unir sus intereses y su personalidad en la comunidad
política. Esa unión establece un ideal claramente liberal, que sólo prospera
en una sociedad liberal. Yo no puedo asegurar, por supuesto, que una socie
dad de ciudadanos integrados llegue a ser una sociedad más justa que una so
ciedad no integrada. La injusticia es el resultado de muchos otros factores:
falta de recursos energéticos o de industria, debilidad de la voluntad, o erro
res filosóficos.
Una comunidad de gente que acepte la integración en este sentido siem
pre tendrá una importante ventaja con respecto a las comunidades en las que
los ciudadanos rechazan la integración. Un ciudadano integrado acepta que el
valor de su propia vida depende de que su comunidad tenga éxito a la hora
de tratar a todo el mundo con igual consideración. Supongamos que este sen
tido es algo público y transparente: todo el mundo sabe que todos comparten
esa actitud. La comunidad tendrá, entonces, una importante fuente de estabi
lidad y legitimidad, incluso aunque sus miembros discrepen en gran medida
sobre lo que es la justicia. Los miembros comprenderán que la política es una
empresa común en un sentido especialmente vigoroso: comprenderán que to
do el mundo, sea cual sea su credo y nivel económico, apuesta personalmente
por la justicia —asume una fuerte apuesta personal a favor de las personas con
un vivo sfentido de sus intereses críticos—, no sólo para sí mismos, sino tam
bién pará los demás. Esa comprensión proporciona un vínculo poderoso que
subyace incluso al argumento más acalorado sobre políticas y principios con
cretos. Las personas que piensan en la justicia de forma no integrada, como
si ésta les exigiera que comprometan sus intereses en beneficio de otros, mos
trarán una tendencia a sospechar que aquellos que se oponen a ciertos pro
gramas que les exigen sacrificios evidentes, porque rechazan la concepción
256 Teoría
B. Prioridad ética
25. La esquemática (y me temo que algo críptica) discusión de esta sección la tomo pres
tada del capítulo 6, donde se amplía mucho más.
La comunidad liberal 257
pectiva de Platón resulta más admisible cuando tenemos presentes los inte
reses críticos. Los criterios de una buena vida en sentido crítico no se pueden
definir sin un contexto, como si fueran iguales para todo el mundo en todas
las épocas de la historia. Alguien vive bien cuando responde de manera apro
piada a sus circunstancias. La cuestión ética no es cómo debemos vivir, sino
cómo debe vivir alguien que se halle en mi posición. Por ello, buena parte del
empeño gira en torno a cómo hay que definir mi posición, y parece obligado
que la justicia figure en la descripción. La pregunta ética pasa a ser la si
guiente: ¿qué es una buena vida para alguien que tenga derecho a la parte de
recursos a la que yo tengo derecho? Y con este telón de fondo, la perspectiva
de Platón del éxito crítico resulta atractiva. Una persona hace con su vida,pro
tanto, un trabajo pobre —responde de manera pobre a sus circunstancias—
si actúa injustamente. No es necesario aceptar la perspectiva fuerte, que Pla
tón defiende de hecho, de que nadie se beneficia nunca con la injusticia. Qui
zá la vida de algunos grandes artistas no habría sido posible en una sociedad
totalmente justa, lo que no implica que llevaran una vida mala. Pero el hecho
de que se apoye en la injusticia sí habla en contra de la bondad de una vida,
incluso la de aquellos artistas.
Préstese atención ahora a una posible contradicción entre dos ideales éti
cos que la mayoría de nosotros abrazamos. El primero de ellos domina nues
tra vida privada. Creemos que tenemos una responsabilidad especial para
cotvatfuellas personas con las que mantenemos una relación especial: noso
tros mismos, nuestra familia, nuestros amigos, nuestros colegas. A ellos les
dedicamos más tiempo y más recursos que a los extraños y consideramos que
eso es lo correcto. Creemos que alguien que tratara con igual consideración a
todos los miembro; de su comunidad política en su vida privada tendría al
gún defecto.-El segundo ideal domina nuestra vida política. El ciudadano jus
to insiste, en su vida política, en que se trate a todo el mundo con igual con
sideración. Vota y trabaja a favor de las políticas que considera que tratan a
todos los ciudadanos como a iguales. A la hora de elegir entre candidatos y
programas, no muestra mayor consideración por sí mismo y su familia que
por la gente que no son para él nada más que un dato estadístico.
Una ética general que sea competente tiene que reconciliar estos dos
ideales. Sin embargo, sólo se pueden reconciliar adecuadamente cuando la
política logra distribuir realmente los recursos como lo exige la justicia. Si se
ha garantizado una distribución justa, entonces los recursos que controla la
gente son moral y legalmente suyos; el hecho de que los usen como desean,
esto es, como requieren sus vínculos especiales y sus proyectos, no impide en
modo alguno que reconozcan que todos los ciudadanos tienen derecho a una
parte justa. Pero cuando la injusticia es sustancial, las personas que se sienten
atraídas por ambos ideales —el que se refiere a proyectos y vínculos perso
nales, por un lado, y^el de la igualdad de consideración política, por otro— se
2 58 Teoría
hallan ante un dilema ético. Tienen que comprometer a uno de los ideales, y
la forma en que lo comprometan deteriorará el éxito crítico de su vida.
Actuar de manera justa no es una cuestión totalmente pasiva; no sólo su
pone no hacer trampas, sino hacer también lo que se pueda para reducir la in
justicia. De esta forma, alguien actúa de forma injusta cuando no dedica recur
sos, que sabe que no tiene derecho a tener, a las necesidades de las personas
que tienen menos. Esta falta apenas se redime con la caridad ocasional, que
de manera inevitable resulta limitada y arbitraria. Así pues, si el valor críti
co de una vida se reduce porque no se actúa como exige la justicia, se reduce
entonces por no atender a la injusticia en nuestra propia comunidad política.
Por otra parte, una vida totalmente dedicada a reducir la injusticia en la me
dida de lo posible se vería, como poco, igualmente mermada. Cuando en una
comunidad política la injusticia es sustancial y permanente, cualquier ciuda
dano que acepte la responsabilidad personal de hacer lo que pueda para co
rregirla terminará negándose a sí mismo los proyectos y vínculos personales,
así como los placeres y las frivolidades, que resultan esenciales en una vida
decente que nos compense.
Quien tiene un vivido sentido de sus propios intereses críticos se siente
inevitablemente frustrado cuando su comunidad no asume su responsabili
dad con la justicia; y ello es así incluso cuando una persona, por su parte, ha
hecho todo lo posible para que se logre. Cada uno de nosotros comparte* esa
poderosa razón para querer que nuestra comunidad sea justa. Una sociedad
justa es el prerrequisito de una vida que respete ambos ideales, ninguno de
los cuales habría que abandonar. De esa forma, nuestra vida privada —nues
tro éxito o fracaso a la hora de llevar la vida que una persona como nosotros
debe llevar— es en un sentido limitado, pero vigoroso, parasitaria de nuestro
éxito político conjunto. La comunidad política tiene esa primacía ética sobre
nuestras propias vidas individuales.
Capítulo 6
I. ¿ P ueden v iv ir bien l o s l ib e r a l e s ?
teoría de la buena vida, como cualquier otro ámbito del pensamiento, es algo
complejo y muy estructurado. En ciertos niveles de la ética, el liberalismo
puede y debe ser neutral. Pero no puede ni debe ser neutral en los niveles más
abstractos en los que hacemos el esfuerzo de pensar, no sobre los detalles de
cómo hemos de vivir, sino sobre el carácter, la fuerza y la importancia de la
pregunta misma sobre cómo debemos vivir.
Podemos distinguir al menos tres de esas ideas abstractas. Primero: ¿cuál
es el origen de esa cuestión ética? ¿Por qué preocuparse sobre cómo hemos de
vivir? ¿Existe alguna diferencia entre el hecho de que las personas vivan bien
y que simplemente disfruten de la vida? Y si es así, ¿tan importante es que la
gente viva bien y no sólo que disfrute de la vida? ¿Es importante sólo para la
persona de cuya vida se trata? ¿O es importante en un sentido más amplio y
objetivo, de forma que siga siendo importante incluso si, por alguna razón, no
es importante para esa persona? ¿Es más importante que unas personas vivan
bien en lugar de otras? Segundo: ¿de quién es la responsabilidad de que la vi
da sea buena? ¿A quién se debe imputar que vele para que las personas vivan
bien? ¿Es una responsabilidad social, colectiva? ¿Es parte de la responsabili
dad de un estado bueno y justo que identifique la buena vida y que trate de in
ducir, o incluso forzar, a los miembros de ese estado para que lleven esa vida?
¿O es individual esa responsabilidad? Tercero: ¿cuál es la métrica de una bue
na vida? ¿Mediante qué criterio se puede poner a prueba el éxito o el fracaso
de aTia vida? ¿Hasta qué punto es esto una cuestión del placer o de la felicidad
que le ha procurado la vida a una persona? ¿Hasta qué punto es cuestión de la
diferencia que la vida de una persona marca sobre la de otra, o del acervo de
conocimientos existente, o del arte? ¿De qué otra forma o en qué otra dimen
sión se debe juzgar el éxito general o el valor de la vida de alguien?
Estos tres asuntos —el origen, la responsabilidad y la métrica— han ge
nerado mucha controversia, no sólo entre los filósofos, sino entre las distin
tas culturas y sociedades. Se trata, sin embargo, de cuestiones más abstractas
que las cuestiones de detalle qué tenemos presentes cuando decimos que las
sociedades modernas son profundamente pluralistas en ética y moral. Cual
quier conjunto admisible de respuestas a las cuestiones abstractas dejará abier
tas nuevas respuestas sobre cómo debemos vivir, que dividen hoy en día a la
gente en Estados Unidos, por ejemplo. Podríamos estar todos de acuerdo en
que es objetivamente importante que las personas vivan bien, que asuman la
principal responsabilidad, como individuos, respecto al éxito de sus propias
vidas, y que vivir bien significa hacer que el mundo sea un lugar mejor, más
valioso, sin que haya que ponerse del lado de aquellos que insisten en que una
buena vida es, necesariamente, una vida religiosa, o del lado de aquellos que
consideran que la religión no es más que una superstición peligrosa, entre los
que insisten en que una vida valiosa echa raíces en la tradición y aquellos que
creen que la única vida decente es la que se rebela contra la tradición.
262 Teoría
2. Véase Ronald Dworkin, «Objectivity and Truth: You’d Better Believe It», Philosophy
and Public Affain, nu 25,1996.
264 Teoría
II. É t ic a f il o só f ic a
¿Qué es lo que hace que una vida sea buena o tenga éx ito? Los filósofos
de tradición utilitarista parten siempre del supuesto de que cualquier ^res
puesta correcta a esta pregunta tendría que reducir todos los elementos del
bienestar a un único común denominador. Debaten sobre los méritos de dos
tesis en competición: la primera vendría a decir que el bienestar consiste en
tener experiencias deseables, como el placer; mientras que la segunda sos
tendría que consiste en haber satisfecho los propios deseos. En nuestros días,
parece suficientemente claro que, aunque cada una de estas tesis —la de la
experiencia placentera y la de la satisfacción de los fines y los deseos-*; debe
hallar acomodo en una descripción filosófica global del bienestar, ninguna de
ellas cuenta toda la historia, ni siquiera la parte más interesante de ella.
Tenemos que suprimir el impulso reduccionista y aceptar no sólo que la
idea de bienestar es compleja, sino que tiene estructura. Tenemos que distin
guir, por lo pronto, entre lo que llamaré bienestar volitivo, de una parte, y
bienestar crítico, de otra. El bienestar volitivo de alguien resulta mejorado
—y precisamente por esa razón— cuando tiene o consigue lo que, de hecho,
desea. Su bienestar crítico resulta mejorado por tener o por conseguir aque
llo que hace que su vida sea una de las mejores vidas que puede tener o con
seguir.3Navegar bien y evitar ir al dentista son parte de mi bienestar volitivo:
deseo ambas cosas y mi vida va mejor, pues, en sentido volitivo, cuando las
tengo. Adopto otro punto de vista respecto de otras cosas que deseo: tener
una relación íntima con mis hijos, por ejemplo, asegurarme algún éxito en mi
trabajo y —lo que a duras penas consigo— tener alguna idea del avanzado es-1
1. En una exposición más compleja, distinguiría una tercera categoría de bienestar que es
más elemental o biológica, como la salud y la ausencia de dolor y de frustración sexual o de otro
tipo. Pero, para el argumento que trato de construir aquí, bastará con señalar que esos intere
ses biológicos pueden figurar entre las dos categorías que be mencionado. Evitar el dolor es al
go que deseo, de manera que se cuenta entre mis intereses volitivos. También creer que evitar el
dolor cuenta, asimismo, como parte de mi interés crítico, aunque de una manera diferente y, en
general, más débil.
La igualdad y la buena vida 265
dadera razón para dedicar la vida a ayudar a los pobres? Esta pregunta, como
la mayoría de las preguntas que se apoyan en la palabra «verdadero», resulta
demasiado cruda. Las personas tienen diferentes razones, y éstas operan en
diferentes estratos de su imaginación moral y ética.
Los intereses críticos y los volitivos están interrelacionados de varias ma
neras. El interés crítico normalmente sigue la senda del interés volitivo. Una
vez que he albergado algún deseo —navegar bien— lo normal es que esté en
mi interés crítico el tener éxito, no porque navegar bien sea críticamente im
portante, sino porque lo es el tener una buena medida del éxito en la realiza
ción de lo que yo, de hecho, deseo. Y el interés volitivo normalmente sigue la
senda del interés crítico: la gente desea en general lo que piensa que está en
sus intereses críticos tener. Si alguien cree que está en su interés crítico tener
relaciones de intimidad con sus hijos, deseará tenerlas, aunque (como acabo
de insistir) no lo desee por esa razón. Pero esto no es inevitablemente así. El
supuesto común entre los filósofos de que la gente no puede pensar que algo
es lo mejor, una vez que lo han tenido todo en cuenta, sin desearlo parece que
no atiende a la distinción entre las dos clases de bienestar. Al menos parte del
complejo problema que los filósofos llaman akrasía surge porque la gente no
desea realmente lo que ellos mismos creen que está en su interés crítico tener.
Yo puedo, por ejemplo, pensar que mi vida sería una vida mejor, en el senti
do crítico, si trabajara menos y dedicara algún tiempo a estar con mi familia;
sin embargo, me doy cuenta de que no lo deseo realmente, o al menos de que
no lo deseo lo suficiente.
¿Son las categorías de bienestar volitivo y crítico meros componentes de
un concepto de bienestar más amplio, más inclusivo, que podríamos llamar
bienestar-después-de-considerarlo-todo? Podríamos pensar que el bienestar,
considerando todos los aspectos, consiste en la mezcla o en el equilibrio co
rrectos entre los intereses volitivos y los intereses críticos. Es ésta una idea
tentadora, porque supone que hay un patrón para resolver posibles conflic
tos entre los dos modos de bienestar. Pero, por tentadora que sea, la idea ca
rece de sentido. No puede haber patrones adecuados que sirvan para juzgar
si se ha llegado a la mezcla o al equilibrio correctos entre el bienestar volitivo
y el crítico, a excepción de los patrones que proporcionan precisamente esos
dos modos de bienestar distintos. Podemos preguntar qué deberíamos hacer
para conseguir el tipo de vida correcto. Y entonces la respuesta la dará la me
ra reflexión acerca de nuestros intereses críticos. O podemos preguntar qué
deseamos hacer, y entonces la respuesta se obtiene consultando (si ésta es la
palabra correcta) a nuestros intereses volitivos. Pero si los dos entran en con
flicto, como cuando yo deseo hacer algo que sé que está en contra de mi inte
rés crítico, no hay un concepto de tercer orden, o más, al que yo pueda ape
lar. Lo que debería hacer en tales circunstancias, para vivir una buena vida, es
seguir mis intereses críticos, y no hay otro sentido, más elevado jerárquica
La igualdad y la buena vida 267
mente, de mis mejores intereses que pueda exigirme o permitirme dejar de la
do mis intereses críticos. Debemos, pues, aceptar el dualismo de perspecti
vas, reconociendo que los conflictos prácticos entre las dos perspectivas pue
den ser frecuentes y vivos. Puesto que la moralidad nos brinda patrones de
conducta diferentes de los patrones ofrecidos por el bienestar, proporciona
también una perspectiva diferente. Pero la moralidad no es, claro está, una
categoría del bienestar más comprehensiva que incluya tanto los intereses vo
litivos como los críticos.
Así que tenemos intereses volitivos e intereses críticos, y no hay ningún
concepto inclusivo de bienestar que pueda dirimir los conflictos entre esos
dos tipos de intereses. Partiré de ahora en adelante del supuesto de que nues
tro proyecto de hallar una ética liberal que sirva de fundamento a la política
liberal tiene que concentrarse en el bienestar crítico, no en el volitivo. Nece
sitamos una descripción adecuada de lo que son los intereses críticos de las
personas, una descripción que muestre por qué las personas que la aceptan y
que se preocupan por su propio bienestar crítico y por el de otras personas se
deslizarán de un modo natural hacia alguna forma de política y de práctica li
beral. No quiero con ello decir, evidentemente, que los políticamente libera
les deberían preocuparse sólo por mejorar las vidas de las personas en el sen
tido crítico, y no en el volitivo (o biológico). Luchar contra el dolor y la
enfermedad es importante independientemente de la categoría en la que en-
•cajeri. Ni estoy cometiendo el error contra el que previne hace un momento,
a saber, suponer que la gente sólo se preocupa de sus intereses críticos, o su
poner que piensa muy a menudo en ellos.
Evidentemente, la cuestión de si los principios políticos liberales servi
rían o no a los intereses volitivos que tiene la mayoría de la gente en una de
mocracia.,^ si es así, cómo convencerían los políticos liberales a la mayoría
de que es así) es una cuestión sensible —y políticamente crucial—. Pero
fluestra cuestión es motivacional en otro sentido, no tan inmediatamente po
lítico, aunque quizá revista unst importáncia política de mayor alcance. Los
principios políticos son normativos a la manera en que lo son los intereses crí
ticos: unos definen la comunidad política que deberíamos tener; los otros, có
mo deberíamos vivir en ella. Nuestra búsqueda de fundamentos es, pues, una
búsqueda de.integridad normativa. Nos preguntamos si las personas que se
toman en serio sus intereses críticos tendrían este motivo para adoptar la
perspectiva política liberal. A largo plazo, esta cuestión es, como acabo de su
gerir, una cuestión práctica, porque a largo plazo los programas políticos fra
casan si no hallan espacio en la imagen de sí que la gente anhela, y en los mo
delos que admira, no meramente en lo que, de hecho, desea.
268 Teoría
camente desea, sino de lo que debería desear, y que puede estar gravemente
equivocado respecto de sus intereses críticos. Esto parece sugerir que los va
lores éticos son trascendentes, esto es, que los componentes de una vida bue
na son siempre y en cualquier parte los mismos. Pero esto entra en conflicto
con el segundo supuesto que a muchos de nosotros nos parece irresistible
mente razonable: que no hay algo así como una única buena vida para todo el
mundo, que los patrones éticos están, de alguna forma, indexados en función
de la cultura, la habilidad, los recursos y otros aspectos de la circunstancia
propia, de manera que la mejor vida para una persona en una situación de
terminada puede ser muy distinta de la mejor vida para otra persona en otra
situación. ¿Cuál de estos dos puntos de vista, apoyados ambos en intuiciones
y convicciones sólidas, es correcto? ¿Cuál debe abandonarse? ¿Podemos re
chazar el punto de vista trascendente del valor ético, pero mantener nuestra
convicción de que la ética no es meramente subjetiva, que no es mera cues
tión de descubrir lo que realmente queremos?
que lo que se ganara con otro componente no podría superar siquiera el menor
compromiso con la justicia. La segunda sostiene que la relación entre la justicia
y la buena vida es más íntima aún. Pero no puedo explicar de qué manera esta
segunda versión exige mayor intimidad hasta que no haya desarrollado (como
haré más adelante en este capítulo) lo que llamo el modelo del desafío.
La mayoría de las intuiciones parecen favorecer a uno de los dos prime
ros puntos de vista, más que al tercero. Paul Cézanne desertó no por objeción
de conciencia, sino por deseo de pintar, y mucha gente piensa que, aunque
actuara incorrectamente, el resultado fue una vida mejor.5Pero ¿cómo pode
mos explicarlo? Supongamos que alguien gana una fortuna gracias a una ca
rrera empresarial despiadada e inmoral y luego usa esa fortuna para financiar
una deslumbrante vida, de experiencias refinadas, exóticas y de creación y
mecenazgo artísticos, de exploración y descubrimientos. En realidad, es difí
cil resistirse a la opinión de que, incluso en el análisis final, se ha beneficiado
de su incorrecta actuación, que ha llevado una inmoral vida de éxito. Pero
también es difícil resistirse al argumento contrario, aparentemente decisivo.
Sin duda, él ha disfrutado de su vida y ha sentido muchas satisfacciones gra
cias a ella. Pero ¿cómo podemos decir que ha vivido bien —que ha hecho de
su vida algo bueno— si toda su riqueza y sus logros han surgido de algo que
no debía de haber hecho, que condenamos que haya hecho? Una vez más,
nuestras intuiciones están desordenadas.
gración ética? ¿Es lógico creer, como muchos de nosotros parecemos hacer,
que la ética es a la vez individual y comunal? Sí eso es lógico, entonces ¿qué
perspectiva —personal o comunal— resulta apropiado adoptar y cuándo?
do.6 Los modelos filosóficos intentan defenderla de ese ataque interno mos
trando cómo la mayor parte de nuestras convicciones puede rescatarse del
hostigamiento de sus vecinas si las miramos bajo una determinada luz.
El modelo del desafío, pues, ofrece un margen para las convicciones acer
ca del interés crítico que el modelo del impacto rechazaba como autoindul-
gentes. Tiene sentido sostener, aunque no sea desde luego obvio o indiscutible,
que parte del bien vivir consiste en adquirir alguna idea del estado del conoci
miento en nuestra época. Por otra parte, el modelo del desafío tampoco recha
za las intuiciones que acepta el modelo del impacto, pues tiene también senti
do pensar (en realidad, podría parecer obvio) que una manera de superar
brillantemente el reto de vivir bien es reducir el sufrimiento del mundo erradi
cando una enfermedad. El carácter ecuménico del modelo del reto quizá les
sorprenda a ustedes como una debilidad, como si revelara su vaciedad o, al me
nos, que es poco informativo. El modelo del impacto liga el valor ético al valor
objetivo del mundo y, así, parece al menos ofrecer alguna pista sobre la sustan
cia real de la buena vida. En cambio, el modelo del desafío deja flotar la idea del
valor ético de un modo completamente libre respecto de cualquier oteo valo&
Si somos libres para pensar que cualquier cosa que hagamos, o que tengamos,
cuenta como señal de que hemos superado el reto de vivir bien, entonces (po
dría parecer que) el modelo no es tanto un modelo cuanto una perogrullada: vi
vir bien sería hacer cualquier cosa que pase por vivir bien.
Esta crítica estaría mal concebida. Los dos modelos descansan en con
vicciones que se supone que ya tenemos. El modelo del impacto supone que
tenemos convicciones acerca de estados del mundo que son independiante-
mente evaluables; no se ofrece a juzgarlos, sino simplemente a explicar nues
tros valores mostrando el vínculo entre nuestras opiniones acerca de los dos ti
pos de valor. El modelo del desafío también supone que tenemos convicciones
acerca de cómo vivir: y no las juzga, sino que declara que entenderemos mejor
nuestra vida ética si la contemplamos del modo por él recomendado, como
opiniones acerca de la diestra realización de una tarea autoimpuesta, más que
como opiniones acerca de cómo podemos cambiar el mundo para mejor. Es
verdad que, como hemos tenido ocasión de ver, el modelo del impacto hace
aparecer como necias ciertas convicciones éticas que alguna gente tiene: esas
convicciones no sobrevivirían si el modelo se tomara seriamente como mode
lo exclusivo. Pero también el modelo del desafío hace que ciertas conviccio
nes parezcan singulares, como tendremos ocasión de ver. La diferencia entre
los dos modelos, a este respecto, es que las convicciones que el modelo del
desafío hace aparecer como singulares son de todos modos convicciones que
realmente muy pocas personas, en caso de que las haya, albergan.
D. Ética y significado
Tenemos que considerar ahora las diferentes respuestas sugeridas por los
dos modelos a los varios enigmas de la ética, y empezaré por el primer enig-
La igualdad y la buena vida 277
ta de que sólo aquellas vidas capaces de obtener esa clase de éxitos merecen
la pena ser vividas; o de que, si las vidas de dos artistas son vidas buenas en
virtud del arte que han creado, el que ha creado mejor arte tuvo, por esa ra
zón, una mejor vida. Reconozco que, en este aspecto, el rótulo «modelo del
desafío» podría prestarse a malentendidos, pues no pretendo decir que sólo
las vidas ahítas de retos interiores, hechas de gestas heroicas, tales como es
calar montañas imposibles, puedan ser vidas exitosas de acuerdo con el mo
delo. Quiero decir más bien que hay que ver la vida misma como un reto; po
dría pensarse que afrontar ese reto con destreza requiere evitar, más que
buscar, proezas arduas, tendiendo, en cambio, a una vida más adecuada a los
propios talentos, o a las propias situaciones, o a las propias satisfacciones o
expectativas culturales. La tesis es, una vez más, formal. Considerar el valor
ético como el valor de un ejercicio, en vez de vincularlo al valor indepen
diente de un producto, permite abrir un abanico de consideraciones y creen
cias susceptibles de incorporarse al juicio ético, aunque eso no baste para se
leccionar algún conjunto particular de ellas como las más apropiadas.
E. ¿ T rascendentes o indexados?
Puesto que el modelo del impacto vincula el valor ético al valor indepen-
dreñfe de los estados del mundo, el valor ético tiene que ser trascendente en
ese modelo, porque es muy inverosímil que el valor objetivo de los estados
del mundo dependa de su ubicación espacial o temporal. Quizá podríamos
imaginar extravagantes teorías del valor que index^fan'temporal o geográfi
camente el valoróle los estados del mundo. Pero cualquier, teoría,verosímil o
familiar sería inmune a la indexación. Si pensamos que el único bien conce
bible es el placer de Dios o la felicidad global de los seres humanos, entonces
n ó podemos pensar que la misma cantidad de placer divino o de felicidad hu
mana serían menos valiosos en algún momento de la historia universal que en
otro. Esto tiene que ser cierto también en relación con teorías más complejas
acerca del valor objetivo que asignan, por ejemplo, diferente valor a distin
tos componentes de un estado global del mundo. Cualquier estructura com
pleja que tenga un valor independiente debe conservar el mismo valor en
cualquier sitio y momento en que se dé, de manera que el modelo del im
pacto, cualquiera que sea la interpretación creíble del valor que esté dis
puesto a asumir, implica que el valor ético es trascendente. Claro es que lo
que crea valor ético, de acuerdo con cualquier interpretación particular, de
penderá de las circunstancias. Lo que hace a la gente feliz en las economías
desarrolladas puede ser distinto de lo que la hace feliz en sociedades econó
micamente más modestas. Pero la métrica del valor, la que mide hasta qué
punto la vida de alguien ha sido un éxito en lo referente a la bondad, tiene
280 Teoría
del logro artístico. No existe ningún punto de vista fijo e inamovible acerca de
lo que es el logro artístico, como, en cambio, sí lo hay (supongo) acerca de lo
que es una buena ejecución de un salto de trampolín. Esperamos de los artis
tas que sostengan tesis que, si resultan acertadas, amplíen o, por lo menos,
modifiquen lo que la tradición considera que es bueno. Las tesis más atrevi
das —podríamos añadir— pretenden convertir la nada en algo, crear valor a
partir de un tipo de ejercicio en el que antes no se reconocía ninguna cuali
dad. Si consideramos el valor ético como el valor de un ejercicio más que co
mo el valor independiente de un producto acabado, entonces tendremos
que adoptar la misma concepción acerca de lo que es el ejercicio diestra
mente ejecutado de vivir bien. No se ha fijado ningún canon sobre la destre
za de vivir, y las vidas de algunas personas, por lo menos, hacen afirmaciones
acerca de la destreza ética, afirmaciones que, si fueran ampliamente acepta
das, cambiarían las concepciones corrientes y podrían incluso dar pie a lo
que parecería una nueva manera de vivir bien, creando ellas también valor
ético a partir de la nada. No quiero decir que vivir bien exija romper con una
costumbre ética o con una tradición, ni siquiera llevarla a cabo de una forma
particularmente original. El modelo del desafío da cabida a esta sugerencia:
da cabida al requerimiento romántico de que debemos hacer de nuestra vida
la obra de arte más original. Pero el modelo del desafío no insiste en este
ideal romántico, no presupone que una vida menos original haya de tener un
menor éxito.
No he ofrecido la analogía entre la vida y el arte para respaldar el ideal ro
mántico, sino para plantear algo muy distinto. Resulta claramente inverosímil,
y ajeno al impulso estético de casi todo el mundo, suponer que el valor artísti
co es trascendente, que pintar siempre de la misma manera tiene siempre el
mismo valor artístico, que hay, en principio, un modo privilegiado de hacer ar
te, a partir del cual todos los demás modos deben juzgarse. Los artistas entran
en la historia del arte en una época particular, y el valor artístico de su trabajo
tiene que juzgarse bajo esa luz, no porque sus circunstancias limiten su acer
camiento al ideal perfecto del arte, sino por la razón opuesta, a saber, que sus
circunstancias ayudan a fijar lo que para ellos es el ideal por el que tienen que
luchar. La situación de un artista en la historia del arte y las condiciones polí
ticas, tecnológicas y sociales de su tiempo contribuyen, podríamos decir, co
mo parám etros configuradores del reto al que se enfrentan. El reto al que se
enfrentó Duccio fue muy diferente, pongamos por caso, del reto al que se en
frentaron Duchamp o Pollock. Aun si pensamos que la escultura contempo
ránea debe explorar y considerar los materiales producidos por la tecnología
contemporánea, no podemos considerar como una limitación del artista del
¡recen to el que no tuviera a su disposición acero, o resinas, o epoxy. Aun si
pensamos que la mitología cristiana constituiría en nuestros días un objeto ar-
tístico-religioso pobre, no podemos considerar banal el trabajo de Duccio.
282 Teoría
ción de aquellos aspectos de las circunstancias globales del artista que defi
nen la tradición que el artista ha de continuar o desafiar. No disponemos de
patrones que guíen tal decisión, ni en arte ni en ética, y ningún modelo filo
sófico puede proporcionarlos, pues las circunstancias en las que cada uno de
nosotros vive son enormemente complejas. Incluyen nuestros recursos eco
nómicos, nuestras capacidades físicas, nuestro estilo de vida, nuestros recur
sos materiales, nuestras amistades y relaciones, nuestras tradiciones y nues
tros compromisos familiares, étnicos y nacionales, el sistema constitucional y
jurídico bajo el que vivimos, las oportunidades y orientaciones intelectuales,
literarias y filosóficas proporcionadas por nuestro lenguaje y nuestra cultura,
y unos cuantos miles más de aspectos de nuestro mundo. Cualquiera que refle
xione seriamente sobre la cuestión de cuál de las varias vidas que podría vivir
es la adecuada para él acabará distinguiendo, consciente o inconscientemente,
entre esos aspectos, considerando a unos como limitaciones o restricciones, y a
otros como parámetros. Yo podría considerar el hecho de que soy norteameri
cano, por ejemplo, como un mero hecho que a veces me sirve de ayuda y otras
me estorba para vivir mi vida del modo que considero óptimo. O podría con
siderar mi nacionalidad como un parámetro y suponer, con más o menos au-
toconciencia, que ser norteamericano forma parte de lo que hace que una vi
da particular sea la adecuada para mí.
Ningún modelo filosófico puede decidir en esos asuntos y, desde luego,
i » t n detalle. La mayoría de la gente clasificaría sus circunstancias en esas
dos clases, casi automáticamente, y aquellos que reflexionen sobre la distin
ción no tenderán a formar sus convicciones a partir de una teoría global. Pe
ro si yo no creo que la ética sea trascendente —si yo no creo que un tipo de
vida sea el mejoyjue quepa imaginar para todos los seres humanos que hayan
vivido sobíe la tierra—, entonces tengo que considerar algunos de los hechos
que hacen que mi situación sea diferente de la de otros seres humanos, como
parámetros mas que como limitaciones. Mis vínculos biológicos, sociales y
nacionales, aquellos que me vienen de nacimiento, o aquellos en los que fui
introducido, no aquellos que yo elegí, parecen candidatos obvios para mí,
aunque quizá no se lo parezcan a otros. El hecho de que yo sea un miembro
de la comunidad política norteamericana no constituye una limitación de mi
capacidad para vivir una vida buena, que yo pueda describir independiente
mente de ese vínculo. Más bien fija una condición de una buena vida para mí:
una vida adecuada para alguien cuya situación incluye ese vínculo.
Por supuesto, es obvio que no puedo considerar todos los elementos de
mi situación como parámetros sin que se me destruya la ética. Supongamos
que trato como parámetros mi carácter, mis deseos, mis recursos, mis opor
tunidades y mis predilecciones; declaro que la vida buena para mí es buena
para alguien que tenga una riqueza material, una formación y unas ambicio
nes exactamente Iguales que las mías. Entonces habría indexado mi descrip
284 Teoría
7. Véase «Age» en Encyclopedia o f the Italian Renaissance, Nueva York, Oxford Univer
sity Press, 1981, pág. 17.
La igualdad y la buena vida 285
patrones de lo que debe ser la duración razonable de la vida —dada una ade
cuada nutrición y atención médica—, y si alguien muere joven, dados esos
patrones, lo consideraremos una tragedia; su vida sólo en parte fue lo buena
que podía haber sido. Muchos de nuestros parámetros éticos son normativos
de esa forma: ayudan a definir el reto al que la gente debería enfrentarse. Una
vida que no permitiera ese reto, por esa misma razón, sería una vida peor.
Esto apunta a una complejidad ulterior. Debemos distinguir entre lo que
llamaré parámetros duros y parámetros blandos. Los parámetros, como dije,
entran en la descripción de cualquier reto o tarea: describen las condiciones
del éxito de un ejercicio. Los parámetros duros fijan las condiciones esencia
les: la violación de esos parámetros representa una quiebra total, indepen
dientemente del éxito cosechado en otros aspectos. La estructura formal de
un soneto impone parámetros duros: no podemos mejorar un soneto aña
diendo una línea más, por bella que sea. Los parámetros blandos también de
finen una asignación, pero aunque cualquier violación de un parámetro blan
do supone un grave y comprometedor defecto —una grieta en una taza de
oro—, esa situación comprometedora no es definitiva y se puede superar. Los
movimientos obligatorios en las competiciones de patinaje sobre hielo son,
según creo, parámetros blandos. Forma parte de la tarea el ejecutar un movi
miento particular, y cualquier desviación de él, por bella que sea, cuenta co
mo una falta que resta puntos necesariamente. Pero las desviaciones no im
piden que se puedan ganar puntos, y un ejercicio que incluya una desviación
particularmente brillante puede incluso llegar a cosechar más puntos, en el
cómputo global, que un movimiento perfectamente fiel pero deslustrado.
Para la mayoría de nosotros, al menos, todos los parámetros que definen
el éxito en la vida son blandos. En contra de la bondad de la vida de alguien
cuenta el hecho de que sea corta por una muerte temprana, porque una vida
buena para los seres humanos es una vida que ocupe por lo menos un lapso
normal y que se haga buen uso de él. Pero, aun así, una vida corta puede lle
gar a constituir un éxito brillante: la de Mozart, por ejemplo. Algunos paráme
tros blandos requieren elecciones, y éstas pueden plantear conflictos o dilemas.
Supongamos que pienso que mi vida debe ser una vida apropiada tanto para un
norteamericano como para un sionista, y luego llego a la conclusión —correc
ta o incorrecta— de que el reconocimiento de estos vínculos escindiría mi vida.
Podría pensar que una vida óptima para mí requeriría alguna solución de
compromiso, o que requeriría aceptar un parámetro y rechazar el otro. O po
dría pensar que, en esas circunstancias, ninguna elección sería mejor que la
otra, que estaría obligado a elegir sabiendo que, eligiese lo que eligiese, mi vi
da se echaría a perder. El modelo del desafío otorga más sentido a todas esas
circunstancias y dilemas que el modelo del impacto.
286 Teoría
El cuarto conjunto de enigmas que describí tenía que ver con el vínculo
entre el bienestar y la moralidad. ¿Cómo se puede vivir mejor, en la virtud o
en la injusticia? Quisiera distinguir ahora entre dos versiones distintas de es
ta cuestión. Primero: ¿cómo afecta al valor crítico de la vida de alguien su
propia conducta injusta? Segundo: ¿cómo le afecta el hecho de que su socie
dad sea injusta, aunque ello no se deba a su propia conducta? El modelo del
impacto, en su forma abstracta, no adopta posición alguna en lo que se refie
re a la primera pregunta, pues podemos encontrar interpretaciones de ese
modelo que son compatibles con cada una de las tres concepciones que des
cribí antes. Según una interpretación, por ejemplo, sólo hacemos bien al
mundo cuando lo hacemos menos injusto, y en esa interpretación nadie po
dría mejorar su vida produciendo más injusticia en el mundo. Pero, según
otra interpretación, la mejor vida es la vida consagrada a la creación de un
gran arte; en esa interpretación, la deserción de Cézanne mejoraría su vida
aun en el supuesto de que desertar fuera cometer un acto irremisiblemente
injusto.
Pero el modelo del impacto, incluso en su forma abstracta, toma posi
ción respecto de la segunda pregunta. Sostiene que el hecho de que alguien
-viva en una sociedad injusta no afecta, en sí mismo, al éxito o fracaso de su
propia vida. Resulta innegable que en los Estados Unidos de nuestros días al
gunas personas —les llamaré ricos— poseen más riqueza de lo que sería jus
to, y otros —los pobres—, menos. Sin embargo, un hombre rico puede usar
su riqueza para producir un impacto positivo en el mundo. Puede usarla pa
ra crear o promover buen arte, o para financiar una investigación —propia o
ajena— en el campo de los antibióticos, o incluso para reducir globalmente
el nivel de injusticia en el mundo desprendiéndose de dinero. Interpretemos
como interpretemos el valor objetivo, el impacto de su vida tiene más valor
que el que habría tenido si sólo hubiera dispuesto de unos ingresos medios, y
puesto que la situación injusta en la que está (según nuestro supuesto) no ha
sido causada por él, no existe impacto axiológico negativo —en su vida—
que contraponer al impacto positivo. Consideremos ahora al pobre. Casi con
toda seguridad, tendrá una vida peor, en términos de impacto, que la que ha
bría tenido si hubiera sido más rico. Pero eso no es de ningún modo conse
cuencia del hecho de que su menor riqueza sea injusta: no es la injusticia de
los escasos recursos que se le asignan, sino el monto absoluto de esos recur
sos lo que limita el impacto que él pueda tener. No reputaríamos su vida me
jor si cambiáramos nuestra noción de justicia y decidiéramos que, después de
todo, la asignación que recibe es justa.
El modelo del desafío sugiere una aproximación muy distinta a estas dos
cuestiones. A quien acepte ese modelo, aceptando así que algunos aspectos
La igualdad y ia buena vida 287
zón, del mismo modo que alguien que juega al ajedrez tiene una oportunidad
más valiosa que alguien que juega al parchís. Las vidas pueden ser mejores de
diferentes maneras, y enfrentarse a un reto más valioso es una de ellas. Reco
nocer la justicia como un parámetro de la ética limita, sin embargo, la bondad
de la vida que algunos pueden vivir sean cuales sean las circunstancias econó
micas dadas. Supongo que yo podría tener una vida mejor si las circunstancias
cambiaran de tal forma que una distribución justa me asignara más recursos.
Sin embargo, de aquí no se sigue que pueda tener ahora mismo una vida me
jor gracias a una distribución injusta de los recursos.
Pero ¿es realmente cierto que nadie puede conseguir nunca, bajo ningu
na circunstancia, vivir una vida mejor poseyendo más que lo que la justicia
permite:* La concepción platónica tiene cierta verosimilitud si interpretamos
que trata a la justicia como un parámetro de la buena vida, de modo que nadie
pueda mejorar su vida en sentido crítico empleando más recursos que los que
en justicia le corresponden, de la misma manera que nadie puede mejorar un
soneto añadiéndole líneas. Una vez que aceptamos que la mejor vida es aque
lla que responde bien a las circunstancias adecuadas y que dichas circunstan
cias son circunstancias de la justicia, tomamos conciencia de cuán difícil re
sulta vivir una vida más o m en o s parecida a la vida adecuada cuando las
circunstancias distan mucho de ser justas. En realidad, tomamos conciencia
de cuán difícil es imaginar incluso una buena vida en esas circunstancias.
Nuestra sociedad es injusta, de manera que nuestra cultura no ofrece
ejemplos que podamos estudiar de vidas que hayan florecido, o que pudiéra
mos considerar de éxito, en las circunstancias normativamente adecuadas.
Aquellos de nosotros que somos ricos no podemos establecer las relaciones
con otras personas (particularmente con aquellos que son pobres porque no
sotros somos ricos) que serían importantes para una buena vida en una so
ciedad justa. Podemos intentar vivir sólo con los recursos que pensamos que
nos corresponderían en una sociedad equitativa, haciendo lo que podamos,
con lo que nos quede, para reparar la injusticia a través de la caridad privada.
Pero, puesto que una distribución justa no puede establecerse contraíáctica-
mente, sino sólo dinámicamente a través de instituciones justas, somos inca
paces de estimar qué porción de nuestra riqueza es la equitativa. Por otro la
do, optar por ignorar lisa y llanamente el hecho de la injusticia y gastar lo que
tenemos para satisfacción de los intereses volitivos que nuestra cultura reco
mienda a las personas con nuestros medios difícilmente parecerá una res
puesta adecuada. Podemos trabajar políticamente, pero lo más probable es
que n o consigamos hacer el bien en una proporción apreciable, y esto, a su
vez, hace nuestra vida peor, porque un fracaso de la comunidad es también
un trac-aso nuestro. De modo que, una vez que identifiquemos las condicio
nes para una vida realmente buena de una forma inteligente, sentiremos cier
ta simpatía por el punto de vista platónico de que la injusticia es un paráme-
La igualdad y la buena vida 289
tro duro de la ética, de que nada puede redimir a una vida estropeada por la
desgracia de vivir en un estado injusto.
Sin embargo, esto parece demasiado fuerte. El punto de vista alternativo
de que la justicia es un parámetro blando haría de ella una parte constitutiva
de la ética, pero resultaría menos destructivo en relación con las intuiciones
éticas recalcitrantes. Según este punto de vista, aunque alguien aupado a una
riqueza injusta no pueda tener un éxito completo enfrentándose al reto apro
piado, que es vivir una vida adecuada en una comunidad justa, no por ello su
vida deja automáticamente de tener valor. Podría ser una vida muy buena. En
realidad, lo mismo que un ejercicio de patinaje que se desvía de los movi
mientos obligatorios, podría incluso, en contados casos, tener una vida mejor
que la que habría tenido en una sociedad perfectamente justa. Sin embargo,
esto no será verdad con respecto a la mayoría de la gente que tiene más dine
ro del que debería. No harán nada tan brillante o tan misterioso con el exce
dente injusto puesto a su disposición que compense por su incapacidad para
llevar una buena vida en una comunidad justa. Algunos de ellos gozarán de su
vida más de lo que lo habrían hecho en una comunidad justa, claro está. Pero
eso no significa que sus vidas sean mejores en el sentido crítico. No obstante,
algún genio financiado por una fortuna injusta —Miguel Angel, por los Me
did— puede conseguir una vida mejor que cualquiera que viviera en un Esta
do más justo. (Como Harry Lime nos contó en El Tercer H ombre, el Quattro-
cento italiano produjo dos cosas: la tiranía y el Renacimiento. Suiza, por la
misma época, produjo la democracia y el reloj de cuco.) Y es muy probable
que un niño que salve su vida gracias a unos servicios médicos muy caros de
los que puede disponer gracias a la injusta fortuna de sus padres —un trata
miento que no estaría disponible para nadie en una sociedad justa— viva tam
bién una vida mejor. Nuestro sentido de la posibilidad ética parece requerir
esas concesiones. Y sí bien matizan la perspectiva de Platón, no la socavan. De
acuerdo con el modelo del desafío, Platón estuvo muy cerca de la verdad.
H. ¿Aditiva o constitutiva?
Nuestro próximo conjunto de enigmas tiene que ver con la intrigante re
lación entre convicciones y buena vida. ¿Hasta qué punto y de qué forma de
pende el que yo tenga una buena vida de que la crea buena? No po ciem o s dar
sentido a la experiencia ética a menos que supongamos que es objetiva: una
vida particular no puede ser buena para mí sólo porque yo piense que lo es, y
yo puedo equivocarme al pensar que una vida particular es buena. Pero las
convicciones parecen desempeñar un papel más importante en la ética de lo
que ese soso enunciado sugiere. Parece prepóstero suponer que podría estar
en los intereses de alguien, incluso en el sentido crítico, llevar una vida que él
290 Teoría
que su propia vida habría sido mejor —como algo distinto a no peor— si hu
biera sucedido eso. No hay nada comparable en este modelo a un impacto
negativo en el mundo.
Podría resultar útil considerar, en este momento, cómo afecta esa dife
rencia entre los dos modelos a una cuestión de la filosofía política: la legitimi
dad del paternalismo crítico coercitivo. ¿Es adecuado que el Estado intente
mejorar las vidas de los ciudadanos obligándoles a actuar de maneras que ellos
piensan que empeoran su vida? Una buena parte del paternalismo coercitivo
estatal no es de carácter crítico. El Estado obliga a la gente a usar los cinturo
nes de seguridad para evitarles un daño que se supone que ellos mismos con
sideran tan malo como para justificar esas constricciones, incluso si no se
abrochan el cinturón a menos que les obliguen. Pero algunos sostienen que el
Estado tiene derecho a —o incluso obligación de— mejorar las vidas de los
ciudadanos en el sentido crítico, esto es, no sólo contra su propia voluntad, si
no también contra su propia convicción. Tal motivo para la coerción no ha
sido de mucha importancia práctica en nuestros días. Los colonizadores teo
cráticos pretenden su propia salvación, no el bienestar de aquellos a quienes
convierten a la fuerza, y los intolerantes sexuales actúan movidos por el odio,
no por la solicitud hacia aquellos cuya conducta encuentran inmoral. Sin em
bargo, algunos filósofos sugieren motivos paternalistas: algunos de los que se
denominan comunitaristas o perfeccionistas quieren obligar a la gente a votar,
por ejemplo, aduciendo que las personas cívicas llevan mejores vidas.
El modelo del impacto acepta la base teórica del paternalismo crítico. No
quiero decir con ello que cualquiera que acepte ese modelo apruebe el pater
nalismo. Podría pensar, por ejemplo, que los funcionarios harían un mal uso
de su podet o que establecerían juicios de valor ético peores que los de los
ciudadanos de a pie. Pero le vería su punta al paternalismo: para él tendría
sentido, pongamos por caso, decir que la vida de las personas iría mejor si se
les obligará a rezar, porque en tal caso podrían satisfacer más Dios y así tener
un mayor impacto, aun en el caso de que se tratara de ateos.
La concepción del desafío, en cambio, rechaza el supuesto más radical
del paternalismo crítico: que la vida de una persona pueda ser mejorada for
zándola a realizar una acción o a una abstención que ella piensa que carece de
valor. Alguien que acepte el modelo del desafío podría muy bien pensar que
la devoción religiosa es una parte esencial del modo en que los humanos de
berían responder a su situación en el universo y, en consecuencia, que la de
voción forma parte de la buena vida. Pero no puede pensar que la observan
cia religiosa involuntaria, orar a la sombra del potro de tortura, tiene valor
ético alguno. Puede pensar que un homosexual activo malogra su vida al no
comprender el significado del amor sexual. Pero no puede pensar que un ho
mosexual abstinente, en contra de sus propias convicciones y sólo por temor,
ha conseguido superar ese defecto de su vida. Es decir, de acuerdo con el ino-
292 Teoría
délo del desafío, lo que cuenta es el ejercicio, no los meros resultados exter
nos, y el tener un motivo o una percepción adecuados es condición necesaria
de un ejercicio adecuadamente ejecutado.
Pero sería exagerado decir que el modelo del desafío excluye toda forma
de paternalismo, porque el defecto que halla en el paternalismo puede sub
sanarse por aceptación si el paternalismo actúa en un plazo lo suficientemen
te corto y limitado como para no restringir significativamente las opciones en
caso de que la aceptación no llegue nunca. Sabemos que es muy probable que
un niño al que se le ha obligado a ensayar música acepte más tarde que esa
coerción, de hecho, mejoró su vida; si no lo admite, entonces sólo habrá per
dido un poco de terreno en una vida que no hace uso de su formación. En
cualquier caso, la aceptación del paternalismo debe ser genuina, y no lo es
cuando se hipnotiza a alguien, o se le lava el cerebro, o se le atemoriza para
que se convierta. La aceptación del paternalismo es genuina sólo cuandqjdla
misma forma parte del ejercicio del sujeto, no es el resultado de bombardear
su cerebro con los pensamientos de otra persona.8
Los ejemplos del paternalismo crítico que he usado"Tiasta ahora son ca
sos de paternalismo quirúrgico: la coerción está justificada porque la conduc
ta implantada es buena, o porque la conducta que ha sido extirpada es mala
para la gente. Consideramos ahora una forma de paternalismo más refinada.
El paternalismo sustitutivo no justifica una prohibición alegando la maldad
de lo que prohíbe, sino el valor positivo de las vidas sustitutivas disponibles
gracias a él. Supongamos que los que tienen poder piensan que una vida de
devoción religiosa es una vida desperdiciada y que, como consecuencia de ello,
prohíben las órdenes religiosas. Los ciudadanos que han consagrado hasta
ahora sus vidas a las órdenes llevarán entonces otros tipos de vida, con otras
experiencias y otros logros que a ellos les parezcan valiosos, aunque (y a no
ser que cambien sus convicciones y acepten el paternalismo) no dejarán de
pensar que sus vidas son peores que la vida que se les negó. Alguien que hu
biera consagrado su vida a una orden monástica, por ejemplo, podría em
prender una vida política que fuera eminentemente fructífera y valiosa para
otros de una forma que él concede que hace de su vida una vida mejor. Bien,
ahora el dilema que registramos antes reaparece. Supongamos que nos pone
mos de acuerdo en que una vida dedicada a la devoción religiosa es una vida
desperdiciada. La vida del político, manifiestamente, no ha sido desperdi
ciada. Es verdad que no se le puede dar el mérito de haber tomado la decisión
de preferir la política a la devoción, porque eso es algo que ni hizo ni admitió.
Pero sí pueden imputársele méritos por los varios actos y decisiones exitosos
de su vida política: él eligió esos actos y tomó esas decisiones percibiendo su
valor. ¿Cómo podríamos no pensar que la buena vida que, de hecho, vivió fue
una vida mejor que la vida que, según creemos, habría carecido de todo va
lor, piense él lo que piense? Pero ahora viene, de nuevo, lo raro: ¿cómo pue
de ser mejor para él la vida que llevó si se fue a la tumba pensando que había
sido peor? ¿En qué sentido pudo tener un mayor éxito en la vida si le dejó un
sabor amargo por creer que fue una vida falsa, distorsionada, en pugna con
su propio sentido ético?
El modelo del desafío (pero no el modelo del impacto) tiene recursos pa
ra resolver ese dilema. Si aceptamos el modelo del desafío podemos insistir en
la prioridad de la integridad ética en cualesquiera juicios que hagamos acerca
del grado de bondad de la vida de alguien. La integridad ética es la condición
a la que llega quien es capaz de vivir de acuerdo con la convicción de que su
vida, en sus rasgos centrales, es una vida apropiada para él, que ninguna otra
vida daría una respuesta claramente mejor a los parámetros de su situación éti
ca correctamente estimados. La tesis de la prioridad de la integridad sostiene
algo más fuerte que la afirmación de que la decepción y el arrepentimiento
amargan una vida, que esos rasgos, p ro tanto, empeoran una vida. Si eso fuera
todo, entonces esos componentes negativos podrían fácilmente ser contrape
sados por los rasgos positivos de la vida sustitutiva. Podríamos decir cómoda
mente que, aunque el político hubiera preferido con mucho una vida en una
orden religiosa, su carrera política, a p esa r de ello, h a cien d o b a la n ce y tom an
d o sus percepciones y opiniones en cuenta, fue una vida mejor que el desper
dicio de vida que habría tenido. El hecho de dar prioridad a la integridad éti
ca convierte en un parámetro del éxito ético la fusión de convicción y vida, y
estipula que una vida que no logre nunca este tipo de integridad no puede ser
críticamente mejor para alguien que una vida que la logre.
Claro que la integridad ética puede fallar por muchas razones. Falla
cuando la gente vive mecánicamente, sin conciencia de poseer —y de res
ponder a— convicciones éticas de ningún tipo. Falla cuando la gente deja sus
convicciones de lado y se somete a sus intereses volitivos con una sensación
vaga, pero persistente, de no estar viviendo como debería. Falla cuando, acer
tada o equivocadamente, la gente cree que no está rodeada de los parámetros
normativos correctos, cuando tiene menos recursos que lo que sería justo,
por ejemplo. Y falla superlativamente cuando alguien obliga a otros a vivir de
un modo que lamentarán, que nunca llegarán a aceptar.
Así pues, reconocer la prioridad de la integridad ética no tiene por qué
convertir a la ética en un asunto subjetivo en primera persona, es decir, en
una reflexión acerca de cómo debería vivir uno mismo. No obstante, incluso
en primera persona, la integridad ética adquiere a veces una fuerza indepen
diente. No puedo pasarme la vida rizando el rizo de la ética; tengo que aca
bar llegando a convicciones que, al menos temporalmente, sobrevivan a un
escrutinio decente y honesto. Entonces trato esas convicciones no ya como
hipótesis acerca del valor ético, sino, correcta o incorrectamente, como con
294 Teoría
gente debería llevar vidas mejores, buscar la integridad en un nivel más ele
vado, aun si la satisfacción que les pueden proporcionar sus nuevas vidas no
es mayor que la que les proporcionaban sus vidas anteriormente. El principio
de la prioridad, evidentemente, no ofrece ninguna razón que impida que in
tentemos mejorar las vidas de la gente mediante la persuasión o el ejemplo.
Pero, en la mayoría de circunstancias, el principio ofrece una razón más po
sitiva para convencernos de que la benevolencia debería adoptar esa forma.
Efectivamente sospechamos que, a la postre, el materialista y el misántropo
no encontrarán plenas o satisfactorias sus vidas; sospechamos que, algún día,
su sentido ético se despertará y les revelará que sus vidas son estériles y que
no les compensan, aunque quizá sea ya trágicamente tarde. También sabemos
que la integridad, hasta cierto punto, es una cuestión de grado: aun si ellos
piensan que sus vidas van estupendamente ahora y parecen dispuestos a con
tinuar así, creemos que conseguirían unir vida y convicción aún mejor si tu
vieran unas convicciones diferentes.
¿Significa eso que la prioridad de la integridad recomienda una forma de
paternalismo más profunda que las que hemos considerado hasta ahora?
Pienso en el paternalismo cultural-, la sugerencia de que las personas deberían
ser protegidas, evitando que eligieran vidas malas y desechables, no por me
dio de una prohibición lisa y llana del derecho penal, sino con decisiones y
mecanismos educativos que eliminaran las malas opciones de su horizonte
Únaginativo. La gente no toma decisiones acerca de cómo vivir en un vacío
cultural. La gente responde de diversas maneras a lo que su cultura les ofre
ce: posibilidades, ejemplos, consejos. ¿Por qué, pues, no deberíamos intentar
hacer este ambiente cultural lo mejor posible en interés de la gente que habrá
de decidir cómo vivir influida por él?
Evidentemente, nuestras circunstancias —que incluyen el léxico y el
ejemplo éticos de nuestra cultura— influyen en nuestras respuestas éticas.
Pero, hasta cierto punto, esas circunstancias se encuentran, colectivamente
hablando, bajo nuestro control, y cuando lo están tenemos que preguntarnos
cómo deberían ser idealmente. Debemos preguntarnos, por ejemplo, qué cir
cunstancias son adecuadas para aquella gente que concede valor a su vida ex
hibiendo destreza en el arte de vivir. Ya vimos en la sección anterior cómo,
por esta vía, la justicia se convierte en una cuestión tan ética como política.
Necesitamos parámetros normativos que definan el reto de vivir, y la justicia
entra en el terreno de la ética cuando preguntamos qué recursos serían ade
cuados para que la gente comprendiera la naturaleza de este reto. Las cues
tiones acerca del paternalismo crítico entran en la ética, en el modelo del re
to, de un modo parecido. Quienes defienden el paternalismo sostienen, en
efecto, que las circunstancias adecuadas para la reflexión ética son aquellas
en las que las vidas malas o desperdiciadas han sido colectivamente exclui
das, de modo qu^ las decisiones que puede tomar un individuo caben en un
296 Teoria
10. Véase Derek Parfit, Reasons and Persons, Oxford, Oxford University Press, 1984.
11. Véase el capítulo 5.
La igualdad y la buena vida 299
" Como he dicho, en este capítulo tenía dos objetivos: estudiar el proble
ma de métrica de la ética, que es importante en sí mismo, y mostrar que una
de las respuestas a esa cuestión —el modelo del desafío— proporciona una
importante respuesta a los argumentos contra el liberalismo que cité al prin
cipio. Ahorajne dirijo al segundo de esos problemas. En lo que sigue supon
dré que hemos asumido de forma consciente ese modelo ético del desafío y
que hemos asumido también lo que llamé sus irresistibles consecuencias, a
saber, que para nosotros la justicia es al menos un parámetro blando de la
buena vida. (Voy a plantear que somos liberales éticos y políticos.) Partiendo
de estos supuestos, trataré de mostrar que tenemos muchas razones para
adoptar la igualdad liberal como moralidad política, así como para rechazar
a sus rivales.
En los anteriores capítulos de este libro uno de los temas centrales ha si
do que la justicia de una distribución económica depende de que se asignen
recursos, no bienestar (irle bien y estar bien). Los liberales éticos no pueden
aceptar qye se definan de esa forma los objetivos de la justicia, pues el go
bierno no puede lograr ese objetivo excepto de dos formas que la gente con
300 Teoría
B. Igualdad
Así pues, una vez que aceptamos el modelo del desafío, tenemos que in
sistir en que la justicia es cuestión de recursos, no del bienestar que procuran
esos recursos. Pero ¿qué porción de recursos es una porción justa? ¿Acaso te
nemos alguna razón, ínsita en el modelo del desafío, para aceptar que la úni
ca parte justa es una parte equitativa? ¿Es el modelo del reto intrínsecamen
te igualitario?
Sin embargo, antes de que podamos abordar la respuesta a esa pregunta
sustantiva, nos enfrentamos a una difícil cuestión. ¿Con qué estrategias cuen
tan los liberales éticos para pensar la justicia? Buena parte de la filosofía políti
ca contemporánea se construye en torno a un supuesto que parece natural, in
cluso convincente: los intereses de los distintos ciudadanos que conforman la
comunidad política se pueden identificar antes de tomar una decisión sobre
La igualdad y la buena vida 301
a una nación elegida por Dios, o que se trata de personas de alta alcurnia, o
de especial talento, belleza o incluso riqueza. Felizmente, esas exigencias es
tán pasadas de moda para nosotros y no tenemos que hacer un gran esfuerzo
para refutarlas. No obstante, merece la pena destacar que los liberales éticos
tienen un motivo especial para rechazar esas exigencias. El modelo del im
pacto establece una rotunda reivindicación —a saber, que el valor de una
buena vida no depende de las circunstancias previas, sino de cómo se ejecu
ta la vida misma—, y esa reivindicación no permite comerciar con la idea de
que las circunstancias previas añadan o resten valor a la vida. Un judío que
acepte el modelo del reto podría considerar que le resulta crucial determinar
si su religión debe ocupar un lugar central en su vida. Pero no puede creer
que tenga que determinarlo correctamente sólo porque sea judío. Esto es, el
carácter envolvente del reto en el modelo del desafío sólo tiene sentido si en
tendemos que el desafío se dirige a las personas en general, a todo el que ten
ga una vida por delante. Los liberales éticos cuentan, pues, con una podero
sa razón para insistir en que la distribución de recursos sea igualitaria. Si la
forma de vida de cada persona es igualmente importante, entonces la vida
que llevamos debe reflejar este importante supuesto, y sólo podrá reflejarlo si
los recursos se distribuyen de una manera que sea compatible con esa forma
de vida.
La argumentación que nos ha llevado aquí posee cierta simetría. Co
mienza por la idea de que la justicia limita la ética, de que alguien lleva una vi
da menos buena con los mismos recursos cuando —y porque— éstos son in
justamente bajos o elevados. Luego hemos visto que la ética pone límites a la
justicia. Un esquema de justicia debe encajar con nuestro sentido de la natu
raleza y de la profundidad del reto ético, y esto redunda en la idea de que la
igualdad es la mejor teoría de la justicia. No quiero decir que una concepción
diferente de la ética —la del impacto, por ejemplo— no pudiera redundar
también en la igualdad, aunque, como ya he apuntado, la igualdad estricta
tenderá a parecer, en esos modelos de la ética, una posición extremista y doc
trinaria. Sólo quiero decir que la concepción del desafío desemboca directa
mente en la igualdad de recursos, como si ésta se siguiera naturalmente del
sentido que la gente misma tiene de sus mejores intereses, entendidos crítica
mente. Vivir bien tiene una dimensión social, y no vivo tan bien si vivo en una
comunidad en la que otros consideran que mis esfuerzos por llevar una bue
na vida son empeños que carecen de importancia. En realidad, resulta insul
tante para todo el mundo un sistema político y económico consagrado a la
desigualdad, incluso para aquellos cuyos recursos se benefician de la injusti
cia. En el modelo del desafío, el autointerés crítico y la igualdad política van
de la mano. Hegel dijo que amos y esclavos están en la misma cárcel; la igual
dad abre las puertas de su celda.
La igualdad y ia buena vida 303
C. Ética y parcialidad
12. Dejo de lado un problema más complejo, cuya solución, según creo, requeriría elabo
rar el hipotético mecanismo del mercado de seguros —concebido como garantía intelectual de
la igualdad de recursos— más allá de lo que yo mismo u otros hayamos ya conseguido hacer. Su
pongamos que yo consumo todos mis recursos, pero que ustedes economizan y dejan a sus hi
jos en herencia la mayor parte de ellos. O que ustedes han invertido más hábilmente y tienen
más recursos que legar por esa razón. O que yo tengo más hijos que ustedes y debo dividir mi
herencia en partes más pequeñas. Entonces, aunque ninguno de nosotros haya tocado recursos
que propiamente pertenezcan a otro, nuestros hijos no tendrán recursos iguales. Algunos envi
diarán los recursos de los otros. La igualdad de recursos debe encontrar alguna forma de reco
nocer y, al menos, reducir la desigualdad así generada: quizá, como acabo de sugerir, conside
rando la situación de un beneficiario como un riesgo contra el que, en principio, puede
asegurarse. En el texto sólo considero el problema central: si es incongruente trabajar política
mente por la igualdad y, sin embargo, tratar de actuar cada vez más parcialmente en la vida co
tidiana. -
304 Teoría
D. La neutralidad d e l atractivo
E. La tolerancia liberal
do con la Corte Suprema de los Estados Unidos, forma parte del derecho
constitucional norteamericano y según la cual una mayoría puede propia
mente conseguir la crímínalízación de la homosexualidad sólo porque mucha
gente piensa que los homosexuales llevan una mala vida.1’
¿Pueden los que tienen firmes convicciones éticas ser liberales éticos?
Algunas personas creen que los homosexuales llevan una mala vida. Y otros
piensan que el comercio es despreciable, que los ateos destruyen su propia vi
da, que América se ha convertido en una lamentable nación de teleadíctos,
que las políticas asistenciales sólo benefician a las almas oxidadas, que la gen
te necesita regresar a la naturaleza o preservar su identidad étnica o religiosa,
que el patriotismo es una de las virtudes fundamentales, etc. Algunas perso
nas sostienen esas concepciones apasionadamente; las viven y las predican, y
se desesperan cuando sus hijos las rechazan. ¿Cómo pueden aceptar la tole
rancia de la igualdad liberal? ¿Por qué esas personas de fuertes convicciones
no deberían tratar de persuadir a los demás de que lo que ellos creen es lo
bueno?
Deben hacerlo; la cuestión, sin embargo, no es si deberían hacer campa
ña a favor de lo que creen bueno, sino cómo. La tolerancia liberal sólo les nie
ga un arma: aunque sean mayoría, deben abstenerse de prohibir a nadie lle
var la vida que desee, o de castigarle por hacerlo, sólo porque piensen que las
convicciones éticas en que se funda esa vida son incorrectas. Quien se sienta
atraído por el liberalismo ético —incluso quienes tengan firmes convicciones
éticas— no tendrá motivo para oponerse a que se limite su poder para pro
pagar süs opiniones.
De modo que los liberales éticos, que aceptan la igualdad de circunstan
cias como un requisito de la justicia, deben aceptar también la tolerancia li
beral. Para ellos, libertad e igualdad constituyen dos aspectos inseparables
del mismo ideal político. Evidentemente, alguien que piense que la vida óp
tima es la vivida en una comunidad religiosa homogénea pensará que lo me
jor para él es que esa comunidad sea a la vez justa y homogénea. Pero, de
acuerdo con la concepción ética del reto, es óptima sólo si es justa, porque la
injusticia echa a perder el logro de la homogeneidad, y la homogeneidad no
es justa si es a la fuerza. Aunque piensen que la vida de alguien sería mejor si
modificara sus convicciones, no por ello dejan de saber que no pueden mejo
rarla a no ser que él mismo modifique esas convicciones de la manera apro
piada. Los liberales éticos aceptan que el sujeto en cuestión, cuando está en
paz con sus propias convicciones, vive una vida mejor que la que podría lle
var sometido a presiones externas, en pugna con esas convicciones. Este
asunto va de la mano de otro sobre el que haremos hincapié en el capítulo 7.
Así como nadie merece compensación por el hecho de que sus creencias éti-13
13. Véase el caso Bowers v. Hardwick, 106 Supreme Court 2841 (1986).
I .» igu aldad y la bu ena vid a 30 i
IV. EpfLOGO
IGUALDAD Y CAPACIDAD
1. DOS OBJECIONES
deliberada, esa elección pudo haber estado dictada por ciertas características
de su persona o de su personalidad que ese alguien no eligió. Supongamos
que una persona no puede soportar el sabor del agua que sale del grifo —ese
sabor le resulta insoportablemente amargo— y decide comprar agua embo
tellada, que obviamente es más cara. Es cierto que puede elegir comprarla o
no. Pero lo que no ha podido elegir es tener una reacción sensorial especial
para que su decisión de no comprarla no le acarreara consecuencias tan de
sagradables. Su condición fisiológica es producto de la mala suerte y, por tan
to, debería ser compensado por su infortunio: deberían otorgársele recursos
adicionales a fin de no colocarlo en una situación peor que la de aquellos que
se las arreglan con agua del grifo. Supongamos ahora que un individuo anhe
la convertirse en fotógrafo, pero advierte que, para realizar su sueño, debe
gastar gran parte de sus ingresos en la corupra de cámaras y lentes caros. Nue
vamente se trata de un individuo que podría elegir no comprar el equipo. Sin
embargo, esa elección le afectaría seriamente, al menos por un tiempo, y una
vez más, ese individuo no eligió el experimentar la ambición que implica ta
les consecuencias. Sin duda (argumentan los críticos) sería tan injusto hacer
le cargar al fotógrafo con la responsabilidad consecuencial ligada a su elec
ción de comprar el equipo como lo sería hacerle asumir las cargas financieras
derivadas de algún tipo de discapacidad a alguien que ha nacido ciego, sin ta
lento o incapaz de beber agua corriente.
Conviene advertir que este argumento no depende de alguna forma gene
ral de determinismo psicológico o metafísico. No niega que los individuos se
an libres para elegir: ni tampoco niega, por ejemplo, que el candidato a fotó
grafo sea libre de decidir no comprar el equipo; simplemente insiste en que no
debería ser forzado a encontrarse en una situación económica de desventaja, si
finalmente decide comprarlo. De hecho, los críticos se atienen con firmeza al
supuesto acerca de la libertad de elección de las personas, dado que insisten en
que éstas deberían asumir la responsabilidad por las consecuencias que se si
guen de sus gustos caros, cuando los han cultivado deliberadamente. Cohén
afirma al respecto que «en la medida en que las personas son responsables de
sus gustos, una disminución relevante de su bienestar no requiere una conside
ración de justicia. Por lo tanto, se deberían compensar solamente aquellas mer
mas de bienestar que de algún modo no se derivan de elecciones individuales».
Y de aquí se puede concluir, afirma Cohén, que la sociedad debería compensar
al fotógrafo, dado que su gusto por la fotografía, según el autor, no es produc
to de una elección; pero no a Louis, el amante del champán que presenté en el
capítulo 2, dado que, resumiendo a Cohén, «no es un gusto que le haya sobre
venido, sino que se cultivó a sí mismo para tenerlo».1
1. G. A. Cohen, «On the Currency of Egalitarian Justice», Ethics, n" 99, julio tie 1989,
[tags. 914 v92V
igualdad y capacidad 313
2. Véase el capítulo 2.
3. Cohén introduce su principio mediante un comentario de John Rawls, según el cual,
compensar a las personas por gustos caros presupone que las preferencias de los ciudadanos es
tán fuera de su control, son predisposiciones o deseos vehementes que simplemente acontecen.
Hn apariencia, los ciudadanos son considerados como portadores pasivos de deseos (citado en
Cohén, «Currency of Hgalitarian Justice», pág. 913). Cohén insiste en que algunas «preferen
cias» son de un carácter tal, sin embargo, porque no se eligen deliberadamente, y que la conse
cuencia de la aclaración de Rawls es que tales preferencias deberían requerir compensación.
Rawls no quiere decir, creo yo, que los ciudadanos solamente deban asumir responsabilidad por
los valores que eligen, dice que deberían asumir responsabilidad por los valores que, en sus pa
labras, «han ayudado a formar», lo cual sugiere la concepción diferente que ofreceré luego en
este capítulo.
314 Teoría
fisticadas. Estos términos sugieren una aguda separación entre los motivos,
por un lado, y los juicios razonados y convicciones, por el otro. En realidad,
la mayoría de las motivaciones a las que la gente recurre para explicar su con
ducta no son emociones en bruto, sino la consecuencia de una confrontación
con esos juicios.4 Las esperanzas a gran escala de las personas con relación a
su vida —sus ambiciones— están claramente entretejidas con los juicios.
Cuando alguien desea modificar el curso de la arquitectura, llegar a ser pre
sidente, ayudar a los sin techo a conseguir vivienda, no solamente desea, sino
que también valora esos logros. Sin duda, esa persona gozaría profundamen
te si viera realizados sus sueños, pero lo que sostiene sus esfuerzos es la im
portancia de su logro, y no la expectativa de lograr satisfacción: la importan
cia que tienen para él esos logros explican la satisfacción, y no al revés.
Incluso la mayor parte de lo que denominamos «gustos» están empapados de
juicio. Algunos no lo son, otros se deben simplemente a la mala suerte. El
hombre desafortunado que no puede dejar de sentir el sabor amargo del agua
corriente preferiría no tener esa discapacidad: su condición es una desventa
ja, y la igualdad de recursos debe considerarla como tal. Pero los gustos más
complejos están entretejidos con juicios de aprobación y asentimiento. Es
bien cierto que un fotógrafo apasionado aprecia la tecnología, las pericias de
su arte y el regocijo que le produce captar las imágenes de forma, y posible
mente mencionaría estas sensaciones para explicar su pasión. Pero en alguna
medida se deleita —con frecuencia en gran medida, porque esas sensaciones
están en consonancia con otras opiniones más generales acerca del valor del
juicio y la respuesta estéticos, el dominio técnico, la captación visual y una
gran variedad de otros valores pertinentes—. A su vez, esas opiniones pro
vienen de y desempeñan cierto papel dentro de una visión todavía más gene
ral acerca dehtipo de vida correcto, si no para todo el mundo, al menos para
4. Véase Tilomas Scanlon, What We Ówe to Each Other, Cambridge, Mass., The Belknap
Press of Harvard University Press, 1988, cap. 1 (trad. cast.: Lo que nos debemos unos a otros, de
próxima aparición en Paidós). Véase también Warren Quinn, «Putting Rationality in Its Place»,
en Morality and Actíon, Cambridge, Cambridge Universitv Press, 1993. Scanlon traza una dis
tinción útil entre lo que él denomina responsabilidad atributiva v sustantiva: la primera es la
susceptibilidad de censurar por alguna acción y la última es lo que llamé responsabilidad con
secuencia!, esto es, la propiedad de alguien de estar en una posición mejor o peor en virtud de
tal acción. Scanlon cree que estas dos formas de responsabilidad se dan, en algunas ocasiones,
por separado. Pone dos ejemplos: un adicto a la cocaína que no lamenta su adicción pero que
aún cuando lo hiciera no podría vencerla y un hombre joven que no tiene gusto por el trabajo
porque creció en una cultura en la cual el trabajo se consideraba inútil y degradante. Podríamos
desaprobar moralmcntc a ambos individuos, dice, porque su anhelo o disposición es fruto de
su juicio y no es una verdadera incapacidad v, sin embargo, no pedirles que se hagan cargo de
las consecuencias financieras u otras consecuencias de sus actos, porque, en el caso del adicto,
no es libre ahora pafa comportarse de un modo diferente v. en el caso del hombre que esquiva
al trabajo, porque su situación es la consecuencia de la injusticia.
3 16 Teoría
5. Cohen no concuerda con esta posición: dice que «no todas las ambiciones y pocos gus
tos están informados por creencias y actitudes: una multitud de gustos y ambiciones se forman
sin ser inducidos por ningún tipo de influencia doxástica» («Currency of Egalitarian Justice»,
pág. 930). Esto podría sugerir que su diferencia con mi posición es, principalmente, una dife
rencia de psicología empírica o quizá filosófica. Pero de aquí resulta que considera irrelevante
si los gustos y ambiciones están informados por creencias y compromisos: reconoce, por ejem
plo, que cuando alguien desea construir monumentos costosos impulsado por motivos religio
sos, esos deseos se generan en convicciones, pero, no obstante, insiste en que la gente que tiene
esos deseos tiene derecho a recibir recursos adicionales por tal razón, siempre que no prefiera
que sus proyectos sean costosos (págs. 935-938).
Igualdad y capacidad 319
6. Véase Ronald Dworkin, «Objectivity and Truth: You’d Better Believe It» Philosophy
and Public Affairs, n° 25, 1966, pág. 87.
7 . Véase Ronald Dworkin, Law's Empire, Cambridge, Mass., Harvard University Press,
1986, cap. 6 (trad. cast.: El imperio de la justicia, Barcelona, Gedisa, 19887
320 Teoría
intacta al ámbito de la política. Propone una política que podemos abrazar co
mo si brotara con fluidez a partir del resto de nuestras convicciones, una polí
tica en la cual los ciudadanos pueden exigir o cumplir reclamos de justicia sin
necesidad de mudarse a una moralidad especial hecha a la medida de la polí
tica. Y esto nos permite hablar de desventajas e impedimentos en el mismo
sentido en que lo hacemos en nuestra propia vida ética. Los críticos han elegi
do concebir la política de otro modo: como algo impuesto desde fuera por
agentes externos que utilizan una moralidad independiente que incluso se
siente capaz de contradecir las creencias de los sujetos. Cohén, por ejemplo, al
pensar en un individuo a quien su religión le impone costes altísimos en su vi
da, ha dicho que podría darse el caso de que este individuo no considere que
su fe es un impedimento, o incluso de que no desee perder la fe si eso fuera po
sible, pero según Cohén eso no implicaría afirmar que no existe una razón pa
ra justificar que «nosotros», los que no aceptamos su religión, no,deberíamos
tratarla como un impedimento y compensarle por los costes adicionales.“ El
«nosotros» se refiere probablemente a una mayoría política que adopta un sis
tema de redistribución cuyas premisas podrían ser rechazadas por los supues
tos beneficiarios por considerarlas abominables. Un procedimiento de este
tipo resulta incompatible con los supuestos básicos de una democracia parti-
cipativa, democracia que insiste en la necesidad de que los ciudadanos puedan
verse a sí mismos como coautores de las decisiones colectivas.89 En cualquier
caso, teniendo presente esta explicación del argumento que utilizan, se ad
vierte que los críticos no intentan solamente invalidar la ética personal de una
pequeña minoría, sino la de todo el mundo. Esta posición significa que, en
política, todos debemos fingir que somos adictos —esto es, que debemos ac
tuar en el ámbito de lo colectivo de un modo que resultaría degradante en el
plano personal—. Es posible que haya una razón que justifique tal autode-
gradación colectiva, pero ignoro cuál puede ser.
Por otra parte, las personas comunes como nosotros no podríamos lo
grar —ni siquiera deseándolo— la discontinuidad entre nuestra ética perso
nal y nuestra moralidad política, como recomiendan los críticos mediante la
hipótesis mencionada. Nuestras preferencias y ambiciones están permeadas
por juicios de valor que, al menos para algunos de nosotros, contienen tanto
convicciones éticas sobre la forma de una vida lograda en su conjunto, como
juicios morales sobre la razonabilidad, la equidad y la justicia de una forma
particular de asignación de recursos, y es justamente ésta la razón por la cual
no podríamos separar las ambiciones de los juicios, como lo requiere cual
quier esquema de justicia expresado en el lenguaje del bienestar. Los adictos
pueden separar con elegancia su valor único —sentir los estados de exalta
ción o hacer marcas en una lista— de cualquier tipo de conocimiento o con
vicción que puedan tener sobre la forma prevista o la manera correcta de
asignar recursos. Sus preferencias no reflejan un valor o un juicio indepen
diente; se trata de simples hechos neurológicos en torno a aquello que les
produce un estado de exaltación o un cosquilleo y, en consecuencia, estas
preferencias son indiferentes a la distribución de recursos que ellos o bien es
peran o aprueban. Ellos saben que al preferir el champán o la arquitectura en
lugar de la cerveza o el trabajo en la construcción lograrán una cantidad de
estados de exaltación y de marcas en una lista menor de la que obtendrían si
tuvieran las preferencias opuestas. Pero el tipo de preferencias que poseen no
depende en absoluto del nivel de riqueza que calculan tener, ni tampoco, ni
mucho menos, de un juicio sobre cuál sería el nivel apropiado de riqueza que
deberían tener. (Por cierto, pueden tener preferencias formadas en función
del nivel de riqueza, que podrían haber afectado causalmente a las otras pre
ferencias; sin embargo, aquéllas tendrán, de todas formas, una existencia
neurològica y una vida propia.) Dado que, en este sentido, sus preferencias
son estables, podrían comunicarlas a un comité o a un ordenador que usara
esta información para calcular qué tipo de distribución de recursos lograría
una satisfacción de preferencias igual en su conjunto (o, lo que es lo mismo,
una oportunidad igual de satisfacción de preferencias, o incluso, si el utili
tarismo volviera a estar de moda, podría maximizar una satisfacción total
de preferencias en su conjunto). Pero no estoy sugiriendo que este proce
dimiento absurdo sea realmente viable, ni siquiera en una comunidad de
adictos.
322 Teoría
mente de lo grave que fuera, si éste no les impedía perseguir sus planes de vi
da, ni tampoco pudiera ayudar a aquellas personas que por ser particular
mente susceptibles al frío necesitasen abrigos costosos, o a quienes sufrieran
de una depresión persistente seria o una melancolía que deteriorara su vida y
de la cual no pudiesen desprenderse (pero que en algún sentido no les pro
dujera discapacídad alguna).101Su exposición contiene dos cuestiones distin
tas. Primero, ¿son las personas que padecen unas condiciones desafortuna
das, en principio, susceptibles de ser elegidas para recibir una compensación
según el esquema presentado en el capítulo 2? Segundo, si este esquema fue
ra puesto en práctica en el mundo real, ¿sería adecuado, en sentido práctico,
proveer compensaciones para ese tipo de condiciones? (Más adelante en es
te capítulo emplearé la misma distinción cuando considere las objeciones de
Amartya Sen a la igualdad de recursos.)
La respuesta a la primera cuestión es suficientemente sencilla. Casi todo
el mundo estaría de acuerdo en que, independientemente de sus otras carac
terísticas, una vida decente es aquella que se encuentra libre de dolor o de
molestia física o mental seria y perdurable, y que, por tanto, es una desventa
ja clara y evidente tener una fragilidad física o mental, o una condición que
conlleva dolor, depresión o molestia irremediable a menos que se disponga
de una medicina o un abrigo costosos. Quien tiene una dolencia tal no la ha
elegido; se la hubiese curado si hubiera podido, y ninguna de sus creencias,
juicios, convicciones o compromisos serían argumentos posibles en contra de
esa cura. Una afección que produce dolor es un ejemplo canónico de una ca
rencia de recursos personales que, en principio, de acuerdo con la igualdad
de recursos, debería ser compensada. La segunda cuestión no admite una res
puesta en abstracto. Si el dolor que Cohén imagina fuera serio y si, como
también imagina, una medicina pudiera aliviarlo, entonces un esquema del
seguro hipotético sin duda proveería fondos suficientes para conseguir esa
medicina! Pero si queremos decidir si las personas deprimidas o las que ne
cesitan abrigos más adecuados habrían deseado asegurarse en contra de estos
infortunios al precio que ese seguro hubiera costado, necesitamos contar con
mayor información que la que nos proporciona Cohén. Pero, nuevamente, si
su situación hubiera sido grave y el dinero significara una ayuda, podríamos
pensar que esas personas se habrían asegurado."
tución de las personas que pueden ser consideradas impedimentos susceptibles de recibir com
pensación, obviamente debemos tener en cuenta las consecuencias de esos rasgos para su bien
estar: esa es la razón por la cual la enfermedad mental que produce una depresión seria y per
sistente es un impedimento. No se sigue que debamos aceptar que cualquier característica de
su personalidad que lesiona su felicidad, incluidos sus gustos y convicciones, sea un impedi
mento; el propósito principal del capítulo 1 y del presente es explicar por qué no se sigue. En
cualquier caso, proveer compensación a las personas desafortunadas que Cohén imagina no su
pone adherir a la igualdad de bienestar como meta. Si la comunidad proporciona a alguien di
nero para una medicina que alivia el dolor, no lo hace para que su bienestar (irle bien y estar-
bien) sea igual al de cualquier otro, sino porque su constitución física le impide realizar la vida
que desea llevar a cabo.
Igualdad y capacidad 325
V. I g u a l d a d y c a p a c id a d
12. Hacer depender el destino de alguien de las preferencias externas de otras personas, in
cluyendo el prejuicio hacia la gente de su raza o clase, es verdaderamente injusto, de cualquier
modo. Para una consideración de la diferencia entre preferencias personales y externas, véase
Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1977,
cap. 12 (trad. cast.: Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1997); y Ronald Dworkin, AMatter
o f Principie, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1985, cap. 17. Para una explicación
del modo en que la igualdad de recursos considera las preferencias externas, véase el capítulo 2.
326 Teoría
13. Amartya Sen, Inequality Reexamined, Cambridge, Mass., Harvard University Press,
1992, pág. 33 (trad, cast.: Nuevo examen de la desigualdad, Madrid, Alianza, 2000).
14. Ibid.
Igualdad y capacidad 327
15. La lista de bienes primarios de Rawls no incluye, por ejemplo, la destreza física que
puede convertir a dos personas en claramente diferentes en relación con sus capacidades para
lograr los mismos objetivos. Es importante recordar, sin embargo, que Rawls intenta describir
principios de justicia para la «estructura básica» de una comunidad política y confía en que la
compensación de las discapacidades sea cuestión de una etapa legislativa posterior y no de
la etapa constitucional.
328 Teoría
cursos tenga que compensar a las personas por un nivel tnetabólico insufi
ciente —y proveerlo, por ejemplo, de raciones adicionales de' comida— de
pende de muchos factores, incluyendo, en primer lugar, la gravedad de dicha
insuficiencia. El esquema redistributivo moldeado sobre la base de un mer
cado hipotético de seguros compensaría a todo aquel que tenga un desorden
metabólico y que necesite la provisión de comida muy costosa o abundante
para sobrevivir. Pero esto no implica, según creo, que los desórdenes meta-
bólicos mínimos tengan que ser compensados mediante dinero para cubrir
esa necesidad marginal para un grupo mayor de personas, dado que los cos
tes administrativos de tal programa serían desproporcionadamente altos. El
mismo Sen no ha propuesto un esquema preciso y políticamente realizable
para poner en práctica su concepción de la igualdad, y el tono de su discusión
sugiere que la crítica no es práctica, sino teprica.
Ahora bien, ¿es posible decir que la concepción positiva de la igualdad
de Sen —la igualdad de capacidades—-es en realidad distinta de la igualdad de
recursos? Y si lo es, ¿es en realidad distinta de la igualdad de bienestar? Con
sideremos la manera en que enuncia su posición: "
Los logros de una persona, en este aspecto, pueden ser interpretados como
el vector de sus «funcionamientos», que consisten en lo que son y lo que hacen
(beings an d doings). Los funcionamientos relevantes pueden variar por cosas t¿n
triviales como estar bien nutrido, tener buena salud, poder evitar la morbilidad
y mortalidad prematura, etc., o por logros más complejos como, por ejemplo, ser
feliz, respetarse a sí mismo, participar en la vida de la comunidad y otros. Lo que
se afirma es que los funcionamientos son elementos constitutivos de una perso
na, y que cuando se intenta evaluar el bienestar (estar-bien) es necesario tener en
cuenta estos elementos constitutivos. La noción de funcionamientos está íntim a
mente relacionada con la de capacidad para funcionar. Representa las distintas
combinaciones de funcionamientos (lo que son y lo que hacen) que puede al
canzar una persona. Capacidad [...] representa la libertad de la persona para ele
gir entre distintos modos de vida.16
Temo que lo más natural ha sido entender este pasaje como si se estuvie
ra sugiriendo que, en la medida de lo posible, las personas deberían igualar
se en relación con su aptitud para alcanzar logros complejos tales como la fe
licidad, el autorrespeto y un papel significativo en la vida de su comunidad.
Pero si se interpreta de este modo, entonces no se está proponiendo nada
nuevo, sino simplemente una forma de igualdad de bienestar —y una forma
particularmente desalentadora—. Las personas difieren en su capacidad pa
ra la «felicidad» por miles de razones, incluyendo su fortuna, personalidad,
ambiciones, sensibilidad frente al sufrimiento de los otros y sus actitudes an
P R A C T IC A
Capítulo 8
tamientos médicos que formarían parte del paquete básico debían ser «ne
cesarios y apropiados», y se proponía la creación de un Comité Nacional de
Salud para determinar qué tratamientos eran necesarios y adecuados en las
distintas circunstancias. Ese comité tendría que decidir, por ejemplo, si pa
ra ciertas enfermedades era necesario y apropiado un trasplante de médula
ósea o incluso otras terapias experimentales; también debería determinar,
después de que los médicos decidieran que este tratamiento costoso era la
única alternativa, si se podía ofrecer ese tratamiento a la mayoría de las per
sonas.
¿De qué modo sería posible que una agencia tomara decisiones que su
pusieran una responsabilidad de tal magnitud? ¿En qué circunstancias debe
ría cubrirse una resonancia magnética por imágenes para aquellos que no pu
dieran afrontar los gastos por sí mismos? ¿Se deberían ofrecer especulativos
transplantes de intestino o de hígado? Y si es así, ¿a qué pacientes y en qué ti
po de enfermedades? Si una nación no está en condiciones de ofrecer a todos
sus ciudadanos el tratamiento que necesitan o que desean, ¿cuál es la manera
de decidir, como nación, el nivel de gastos colectivos y para cada uno de los
ciudadanos?
Algunos críticos niegan que sea necesario establecer un racionamiento
en la atención sanitaria: argumentan que si el sistema norteamericano de
atención médica eliminara los gastos superfluos y voraces, se ahorraría dine
ro para brindar a todos los hombres y mujeres un tratamiento beneficioso pa
ra ellos. No obstante, a pesar de que los costes de los gastos administrativos
representan una proporción significativa de los costes en los hospitales,1y los
salarios de los médicos en Norteamérica son extremadamente altos en rela
ción con los niveles de otras naciones,12 en realidad el aumento de los costes
en las últimas décadas ha sido consecuencia del desarrollo de nuevos méto
dos de diagnóstico de alta tecnología, como por ejemplo la resonancia mag
nética por imágenes y las nuevas y costosísimas técnicas de trasplante de ór
ganos —en un futuro, lo serán los tratamientos de anticuerpos monoclonales
para el tratamiento del cáncer—. Norteamérica no está pagando mucho más
por ciertos tratamientos médicos que antes le salían más baratos; antes bien,
lo que sucede es que son muchos más los tratamientos disponibles.
1. De acuerdo con un estudio realizado por el New England Journal o f Medicine, los cos
tes administrativos en 1990 representaban el 25% de los costes del hospital. Véase Eric Eck-
holm, «Study Links Paperwork to 25% of Hospital Costs», New York Times, 5 de agosto de
1993.
2. En el año 1992, el salario médico medio en los Estados Unidos fue superior a los
160.000 dólares. Este salario varía dramáticamente de acuerdo con la especialidad: el salario
medio de un cirujano cardiovascular es de 574.769 dólares, y el de un médico de familia, de
119.186. Véase «Health Plan Would Hurt Most the Doctors Who Make the Most», New York
Times, 7 de noviembre de 1993, pág. 1.
La justicia y el alto coste de la salud 335
II
que deberíamos gastar todo lo que podamos hasta que ya no^ea posible ob
tener ninguna ganancia más en salud o en expectativa de vida. Así como nin
guna sociedad en su sano juicio intentaría satisfacer este criterio, tampoco
ninguna persona cabal organizaría su vida en función de este principio. Sin
embargo, en tiempos pasados no existía esa brecha tan enorme entre la retó
rica del principio de rescate y lo que resulta posible para una comunidad de
terminada por el punto de vista médico. No obstante, en una época en la que
la ciencia ha creado tantas herramientas y tan enormemente costosas para la
atención de la salud, resulta obvio que una comunidad cualquiera considere
que una vida más larga es un bien que debe garantizar a cualquier precio, aun
a costa de que esas vidas más extensas apenas sean dignas de ser vividas.
En consecuencia, la respuesta del principio de rescate a la pregunta so
bre cuánto debe invertir en total una sociedad para la atención médica debe
ser rechazada porque es inverosímil. Y una vez que la respuesta ha sido re
chazada, el principio no tiene una sugerencia mínima que ofrecer como se
gunda alternativa: simplemente permanece en silencio. Esto es peór que la
ineficacia, porque alienta la idea de que la justicia no tiene nada que decir
acerca de cuánto debe gastar una sociedad en la atención sanitaria, frente a
otros bienes como la educación, el control del crimen, la prosperidad mate
rial o las artes.
El principio de rescate tiene algo provechoso que decir —en forma de
una contribución negativa— sobre el otro problema relacionado con la justi
cia, esto es, cómo se debe distribuir la atención médica. Nos dice que si es ne
cesario el racionamiento, entonces no debe realizarse basándose en el dinero,
como se hace en la actualidad en la mayoría de los casos en los Estados Uni
dos. Pero precisamos de una recomendación más positiva. ¿Cuál debe ser el
fundamento para establecer dicho racionamiento? El impulso igualitario del
principio sugiere que la atención médica debe ser distribuida de acuerdo con
la necesidad. Pero ¿qué significa esto y cómo se mide la necesidad? Cuando
alguien requiere una operación que puede salvar su vida pero que es poco
probable que lo haga, ¿es eso una «necesidad»? ¿La necesidad de un trata
miento de sostén vital depende de la calidad de vida que tendrá esa persona
si el tratamiento tiene éxito? ¿Se debe considerar la edad del paciente, esto
es, necesita o merece menos tratamiento una persona de 70 años que una per
sona joven? y ¿por qué? ¿Cómo podemos comparar la necesidad que tienen
muchas personas de aliviar su dolor o su incapacidad con la que tienen unas
pocas de recibir un tratamiento de sostén vital? El procedimiento empleado
por la comisión en Oregón intentaba establecer una lista de prioridades mé
dicas, situando la funda de un diente por delante de una apendicectomía, da
do que era posible reparar numerosas piezas dentales por el precio de una so
la operación de apendicitis. ¿Por qué se trataba claramente de un error?
La justicia y el alto coste de la salud 337
4. Dejo de lado una cuestión importante que plantea mi argumento, pero que no voy a
tratar aquí. ¿Es correcto, en el ejercicio hipotético que estoy construyendo, excluir información
sobre los riesgos de una enfermedad causados por un comportamiento voluntariamente elegi
do? Por ejemplo, ¿las compañías de seguros deben cobrar primas más altas a los fumadores o a
los escaladores de montaña? Esto parece razonable. Pero si lo es, ¿qué es lo que cuenta como
un comportamiento voluntario? Para este propósito, ¿debería ser considerado como tal un
comportamiento sexual de un tipo determinado? ¿Resultaría incorrecto para una compañía
aseguradora cobrar primas más altas a los homosexuales activos, dado que ellos tienen mayor
probabilidad de contraer el sida? ¿Esto es así porque las personas tienen menos control sobre
sus preferencias sexuales que sobre su adicción a la nicotina? ¿O porque el sacrificio de renun
ciar ai sexo es mayor que el de renunciar a fumar?
La justicia y el alto coste de la salud 339
Los cambios que propongo al lector son muy grandes, pero no están fuera
del alcance de la imaginación, según creo. Supongamos ahora que en esta co
munidad transformada las decisiones sobre la atención de la salud se toman co
mo decisiones individuales de mercado, en un mercado tan libre como uno
pueda imaginar, de modo tal que los médicos, los hospitales y las compañías
farmacéuticas tienen libertad para cobrar lo que quieran. El gobierno no pro
porcionará atención médica a nadie, ni tampoco los gastos en salud o las primas
de los seguros tendrán exención fiscal. No habrá necesidad de subsidiar la
atención sanitaria de ningún modo, porque la gente tendrá recursos suficientes
como para comprar —con sus propios medios— la atención que considere
apropiada. Ahora bien, ¿qué tipo de instituciones para la atención sanitaria se
desarrollarían realmente en esa comunidad? ¿La mayoría se afiliaría a organi
zaciones que ofrecieran médicos de planta y cuyos costes fueran relativamente
bajos? ¿Existiría un número importante de personas que elegirían sistemas más
costosos con mayor libertad de elección en cuanto a médicos o a hospitales?
¿Estarían los planes promedio dispuestos a cubrir exámenes médicos de rutina
o análisis diagnósticos? ¿De qué tipo? ¿Con qué frecuencia? ¿A qué edad?
¿Cuántos de los planes o políticas de salud estarían dispuestos a cubrir, con
cuotas los suficientemente altas, los procedimientos experimentales, o muy
costosos, o de alto riesgo y bajos beneficios esperados? ¿Qué cantidad de sus
recursos totales emplearía esa comunidad para cubrir gastos en salud median
te esas decisiones individuales de distinto tipo?
Es imposible dar una respuesta precisa a estos interrogantes.’ Sin embargo,
podemos hacer dos aclaraciones esenciales sobre la justicia. Primero, sea lo que
fuere lo que esta comunidad modificada gaste en salud en su Conjunto, ésa es la
suma mojilmente apropiada para ella: no podemos criticarla, invocando razo
nes-de justicia, por gastar demasiado poco o por gastar mucho. Segundo, el mo
do de distribuir la atención médica en esta sociedad es justo para esa sociedad:
la justicia no podría exigir que se proporcionara atención a una persona que no
hubiese comprado un seguro para sí mismo o para su familia. Estas aclaraciones
se siguen directamente de una hipótesis sumamente atractiva: una distribución
justa es aquella que una persona bien informada crea para sí misma mediante su
elección individual suponiendo que el sistema económico y la distribución de la
riqueza en la comunidad en la que se realizan las elecciones son justos.56
5. Es posible que aun cuando los miembros de esta comunidad imaginaria hubieran co
menzado realizando decisiones individuales sobre los seguros, rápidamente, a través de esas de
cisiones individuales, desarrollarían instituciones colectivas y acuerdos similares a las agencias
cooperativas de seguros o agrupaciones, dado que esto les reportaría ventajas económicas, en
un mercado libre entre personas con riqueza similar. El resultado del proceso podría ser muy
cercano, funcionalmente, al que proponía el plan Clinton.
6. «Mi afirmación requiere una salvedad menor. Incluso en la comunidad que hemos ima
ginado serían necesarias algunas interferencias paternalistas para proteger a las personas de las
340 Práctica
decisiones imprudentes en materia seguros, particularmente cuando son jóvenes. También se
rían necesarias ciertas restricciones para disponer de recursos adecuados para las generaciones
futuras.
7. Esto es diferente de preguntar qué haría realmente alguien que tiene 25 años de edad,
dado que muchas personas, especialmente cuando son jóvenes, no realizan decisiones pruden
tes. Esto es, no toman las decisiones que sirven mejor a los planes, convicciones, gustos y pre
ferencias que, si reflexionaran, advertirían que ya tienen. Por supuesto que es prudente tomar
precauciones frente al cambio; cualquier política prudente de seguros a largo plazo está redac
tada en cláusulas generales, en lugar de dar detalles precisos de tratamientos, y está sujeta a re
visión anual.
La justicia y el alto coste de la salud 341
8. Véase Ronald Dworkin, U fe s D om iniom , New York, Alfred A. Knopf, 1993, cap. 9
(trad. cast.: El dom in io d e la vida: una d iscusión sob re e l aborto, la eutanasia y la libertad indivi
dual, Barcelona, Ariel, 1998).
* Seguro médico estatal para ancianos y minusválidos. (N. d e l t.)
342 Práctica
—para volver a decirlo— con toda seguridad desearían que el seguro les cu
briera los cuidados menos costosos que les garantizasen una vida confortable
y libre de dolor, en la medida de lo posible.
Es posible aplicar estos supuestos a propósito de lo que la mayor parte de
las personas considerarían prudente para si mismas, en condiciones más
equitativas que las actuales, para utilizarlos como guías a fin de descubrir el
tipo de atención sanitaria que la justicia exige hoy para todos. Si es cierto que
la mayoría de las personas prudentes con medios suficientes estarían dis
puestas a comprar un cierto nivel de cobertura médica en un mercado libre
—por ejemplo, casi todos comprarían un seguro que cubriera el tratamiento
médico ordinario, la hospitalización cuando fuera necesaria, atención prena
tal y pediátrica y exámenes regulares y otros tipos de medicina preventiva—,
entonces, casi con certeza, es la inequidad de nuestra sociedad la razón por la
cual algunas personas no tienen actualmente esa cobertura. Un sistema uni
versal de atención médica aseguraría, con toda justicia, que todos dispusieran
de ella.
Por otro lado, si pocas personas prudentes, incluso en condiciones equi
tativas, desearían tener el nivel más alto de cobertura — si, como he dicho,
muy pocos elegirían adquirir un seguro para cubrir tratamientos de prolonga
ción artificial de la vida cuando estuviesen dementes, o para obtener trata
mientos heroicos o muy costosos que sólo prolongarían su vida por unos me
ses—, entonces forzarlos a recibir esa cobertura por medio de un esquema
obligatorio perjudicaría a la justicia. Huelga decir que hay excepciones a cual
quier juicio sobre lo que piensa la mayoría de las personas prudentes: algunos
tienen preferencias especiales y tomarían decisiones muy distintas a las de la
mayoría. Por ejemplo, es muy probable que algunas personas, incluso sería in
justo después de haber reflexionado sobre ello, consideren que un sacrificio
anterior queda justificado si garantiza unos meses adicionales de vida al final.’9
9. Las personas que tienen determinadas concepciones religiosas, por ejemplo, podrían
tomar esa decisión. Pero es importante tener presente que incluso los católicos y otras personas
que creen que siempre es incorrecto rechazar los métodos disponibles de prolongación de la vi
da no piensan necesariamente que se deban realizar por anticipado todos los sacrificios posi
bles para estar seguros de que tendrán disponibles los tratamientos costosos de sostén vital. Al
guien que pensara que sería incorrecto, de acuerdo con un principio religioso, rechazar una
operación costosa y complicada que estuviera en condiciones de pagar y que simplemente le
prolongará la vida unos meses, también podría creer —siendo perfectamente consistente— que
es prudente no pagar por un seguro, a lo largo de su vida, que les impediría afrontarlo. Podría
pensar que es más sensato usar el dinero que le costaría el seguro para obtener un tratamiento
mejor para él o para su familia en una etapa anterior de su vida, en una educación mejor, o en
otros bienes y oportunidades que, de acuerdo con sus convicciones, juzgue convenientes. Y si
esto es así, entonces el criterio del seguro prudente no provee ninguna razón para justificar que
un esquema nacional de salud le brinde cobertura por aquello que él no está dispuesto a con
tratar por sí mismo.
La justicia y el alto coste de la salud 343
Seguro médico estatal para personas con bajos ingresos. (N. delt.)
3 46 Práctica
III
10. El principio de rescate podría considerar injusto que algunos pudieran adquirir un
atención médica mejor que la disponible para todos y que, por tanto, la atención médica fue
ra del sistema de cobertura universal debería ser eliminada o al menos, como en Canadá, fuer
temente desalentada. Pero el enfoque del seguro prudente parte de una idea diferente: nadie
puede quejarse, con fundamento en la justicia, porque tiene menos de alguna cosa que lo que
otro tiene, si dispone de todo lo que tendría en una sociedad justa en general. Supongamos,
por ejemplo, que si la riqueza estuviera distribuida equitativamente, ninguna persona pru
dente contrataría un seguro para recibir un trasplante de hígado o de intestino —dados los
costes y sus perspectivas de éxito— aun cuando fuera posible que algún día salvara su vida. Y
si esto es así, entonces la justicia no requiere que esos trasplantes sean cubiertos ahora para to
dos, aun cuando algunas personas injustamente ricas puedan adquirirlos para sí mismos. Véa
se Ronald Dworkin, «Justice in the Distribution of Health Care», McGill Law Journal, n” 38,
1993, pág. 883.
La justicia y el alto coste de la salud 347
A
¿'
Capítulo 9
I. I n t r o d u c c ió n .- un m a l d ía pa ra la ju s t ic ia
El acta de reforma del bienestar del año 1996 fue una derrota para la jus
ticia social.1La campaña presidencial estuvo fundada, entre otras, en la pro
mesa de «terminar con el bienestar como lo conocemos ahora» e insistía en la
necesidad de efectuar una reforma radical del antiguo esquema de bienestar
financiado con fondos federales. El presidente dijo, en su momento, que si
bien algunas de las medidas punitivas del documento eran deplorables, la de
claración en su conjunto era lo mejor que se podía esperar del Congreso Re
publicano, y que haber logrado una reforma era mejor que no lograr ninguna.
Nadie objetó —ni siquiera aquellos a quienes urgía vetar el documen
to— el alegato de Clinton sobre la necesidad de reemplazar el fracasado sis
tema de bienestar existente. Pero nadie expresó claramente qué había falla
do en el antiguo programa federal ni qué tipo de criterios deberían usarse
para decidir si una nueva propuesta sería un progreso. En muchos sentidos,
el debate nacional sobre la reforma del bienestar fue semejante al debate que
tuvo lugar años antes sobre la atención de la salud. Se dijo que como nación
gastábamos demasiado en bienestar, como también se habia dicho que gas
tábamos demasiado en salud. Pero entendida como una demanda aislada
suena misteriosa: tiene muy poco sentido, a menos que se explique cuánto
debería gastar una nación en sus pobres. ¿Por qué deberíamos pensar que
ahora gastamos demasiado en lugar de pensar que_gastamos muy poco? En
esa época hubo un amplio consenso sobre los abusos cometidos en el siste
ma de bienestar existente, porque protegía a personas que no lo merecían y
que podrían haber logrado su propia manutención y, de este modo, estaban
sostenidas por impuestos extraídos de quienes realizaban trabajos pesados.
Esta queja fue incentivada mediante imágenes de maliciosos gorrones que se
desplazaban felices en taxis hacia las oficinas de bienestar y de adolescentes
inmorales que tenían hijos a expensas del sector público, dado que eso les
resultaba mejor que trabajar. La raza dominaba esas imágenes —como lo ha
ce con frecuencia en nuestra política— y ésa es una razón para sospechar
que las quejas de abuso estaban sobredimensionadas. Y por supuesto que
era, y que es, abuso. Sin embargo, ese hecho tan obvio no es por sí mismo de
cisivo para mostrar que los viejos programas de bienestar eran fundamental
mente desatinados. Antes bien, esto plantea cuestiones mixtas de estrategia
legislativa y de justicia social. Queremos erradicar dos males: un sistema de
bienestar que sea tan permeable que tolere grandes abusos, y otro tan estric
to que niegue bienestar a las personas que lo necesitan y lo merecen. ¿Cuál
es el peor de estos dos males? ¿Podríamos diseñar un esquema de bienestar
que supere a los anteriores, en estos dos aspectos? Y si no, ¿qué equilibrio
deberíamos realizar?
Los liberales que atacaron el documento y patrocinaron —junto con el
presidente— que no se firmara, concedían, sin embargo, que en la estructu
ra existente había problemas graves. Sólo estaban en desacuerdo con los con
servadores porque pensaban que el acta de reforma iba demasiado lejos. Sin
embargo, hicieron muy pocas propuestas que corrigieran las de los conserva
dores para defender su posición frente a las cuestiones recién planteadas. No
ofrecieron un criterio para decidir —ni siquiera de manera aproximada—
cuánto debía gastar una sociedad justa en el bienestar para los pobres, de qué
modo se debían efectuar esos pagos para el bienestar, o qué condiciones se
exigirían para ello. ¿Estamos nosotros en mejores condiciones para definir un
esquema de distribución equitativa ?
Para ello deberíamos enfrentarnos y responder a una serie de preguntas
más específicas, que podríamos dividir en las siguientes categorías:
Nivel. ¿Cuál es el nivel de asistencia al que tiene derecho alguien que tie
ne derecho a la asistencia? ¿A lo que aportan el promedio de las personas con
empleo? ¿A aquello que la nación ha definido como ingreso mínimo? ¿A lo
que ha sido definido como el nivel de pobreza? ¿A algo más o menos? ¿En
función de qué principio —que no sea el compromiso político— podemos
resolver los problemas de nivel?
La justicia, los seguros y la suerte 351
II. El p r o b le m a e stra té g ic o
Los destinos de las personas están determinados por sus elecciones y cir
cunstancias. Sus elecciones son reflejo de su personalidad y ésta, en sí misma,
es una combinación de dos elementos: la ambición y el carácter. La palabra am
bición, en este caso, debe tomarse en un sentido muy amplio. Las ambiciones
de una persona incluyen tanto sus gustos, preferencias y convicciones como su
plan general de vida: sus ambiciones le proporcionan las razones o motivos pa-
352 Práctica
gido. Los conservadores que asumen esta posición —y muchos lo hacen aun
que sea de modo desarticulado— insisten en que la riqueza que obtienen al
gunas personas en virtud de su talento es tan merecida como lo que ganan
mediante su simple aplicación y laboriosidad.
Debemos ser cuidadosos en distinguir estos supuestos de otros que no
están aquí en discusión. Se podría decir que para la gente que pertenece a
otra cultura, por ejemplo, las personas que tienen más talento para lograr ri
queza son intrínsecamente más importantes, importa más cómo les va en la
vida, y que por esa razón deberían tener mayor cantidad de recursos a su dis
posición. Esta postura desafía un principio ético básico de nuestra cultura,
porque niega que la vida de cada uno tenga una importancia objetiva igual.
Por el contrario, el argumento fundado en el mérito no niega esta afirmación.
En lugar de ello nos apremia a asumir un fundamento independiente para
otorgar derechos: el gobierno debe mantener aquellas instituciones que re
compensan el talento para la riqueza, pero no porque esas personas sean
inherentemente más importantes, sino porque tienen un atributo digno de
alabanza.
El argumento fundado en el mérito también es diferente de otros argu
mentos familiares: las personas con talento para lograr riqueza se merecen
más porque contribuyen en mayor medida a la riqueza colectiva. Este argu
mento no resulta oportuno cuando la cuestión se refiere a la pregunta básica
sobfela estructura económica que,debería crear una sociedad justa. Sola
mente algunas estructuras podrían impulsar o permitir que las personas con
más talento de algún tipo pudieran contribuir mejor a la riqueza total. Por
ejemplo, en una producción dirigida de modo centralizado —como ha ocu
rrido en algunos pa*6es socialistas— los talentos para la riqueza, como han si
do definidos'*—los talentos para producir aquello que la gente realmente de
sea—, escasamente contribuirían a la riqueza total. Por tanto, afirmar que los
talentos para la riqueza producen riqueza presupone y no argumenta a favor
de una estructura económica determinada —una estructura de mercado en la
cual este supuesto es verdadero—. Es obvio que se podría argumentar a par
tir de bases instrumentales —por ejemplo, utilitaristas— y decir que las co
munidades deben tener estructuras económicas de ese tipo. Pero el supuesto
de que las personas con talento para generar riqueza merecen más riqueza no
desempeñaría ningún papel en el argumento.
Aquí se reclama que el talento merece compensación en virtud de una re
lación intrínseca entre los dos —esto es, que las personas con talento para la
riqueza merecen más riqueza en el mismo sentido en que el corredor más ve
loz merece ganar la carrera—. La analogía es pertinente para oponerse a esta
reclamación. Tanto las carreras como otro tipo de competencias han sido crea
das para convertir una propiedad particular en un mérito: crean una relación
que no es profunda-porque está diseñada para y por la ocasión y no tenemos
356 Práctica
una serie de juicios que predicen las consecuencias del bienestar en relación
con las motivaciones y los comportamientos. Se funda, además, en un juicio
moral controvertido: es aceptable negar bienestar a aquellos que realmente lo
necesitan —independientemente de que sean unos pocos— si queremos cas
tigar o ejercer coacción sobre aquellos que no lo necesitan. Con frecuencia,
los liberales responden poniendo objeciones a las premisas y las predicciones.
Pero la respuesta liberal tiene dos defectos. No ofrece una estrategia alterna
tiva para el bienestar y no logra reducir las inquietantes perplejidades sobre la
responsabilidad por el comportamiento que acabamos de describir. Mera
mente se limitan a oponer —frente a los conservadores— un supuesto propio
y contrario: suponer que hay pocos y no muchos gorrones. Pero ¿podríamos
construir una estrategia alternativa con una estructura más densa? ¿Una es
trategia que no descanse en supuestos psicológicos controvertidos que los
oponentes puedan disolver fácilmente, o en sermones sobre la conveniencia
de tolerar a los tramposos por respeto, que son fáciles de rechazar por sus
oponentes? Podríamos estar tentados a volver a las teorías de justicia discon
tinuas, dado que ellas, en sus puntos esenciales, no usan las distinciones que
plantean dificultades propias del problema estratégico.
A. Utilidad
B. El principio d e la diferencia
principio supongan que ofrece una buena respuesta frente al argumento con
servador. Pero surgen serias dificultades con el principio cuando se lo usa en
este sentido. En primer lugar, el concepto de grupo peor situado es demasia
do flexible como para generar algún esquema de bienestar detallado, puesto
que es posible, en efecto, que al aplicar el principio a los problemas de bien
estar se llegue a diferencias considerables sobre el nivel que debemos selec
cionar para definir dicho grupo. Por ejemplo, las medidas que mejoran las
expectativas del decil de los individuos peor situados de la población pueden
perjudicar a los que están en el quintil más bajo, franja en la cual es posible
que estén situados muchos de los trabajadores que perciben los salarios más
bajos, y también, por ejemplo, las expectativas del 1 % de los peor situados
—los discapacitados severos y los desempleados crónicos—, pues es proba
ble que ellos reciban mejores beneficios de los programas que se diseñan so
lamente para ellos. Sin embargo, eí principio de la diferencia —al menos en
su formulación habitual— no nos ofrece ninguna indicación sobre dónde se
debe trazar el límite superior para definir esa clase. •*.
Si fuera necesario estipular on percentil para definir es9 clase, el proble
ma estratégico que acabamos de describir no presentaría dificultades con
ceptuales para el principio de la diferencia, dado que este principio es dis
continuo. Sin embargo, como ocurre con el utilitarismo, su carácter de
discontinuidad le impide tomar en cuenta las elecciones y la conducta dqjim-
nera adecuada. Comparemos, por ejemplo, los siguientes programas de bien
estar. El primero estipula que recibirán bienestar exclusivamente quienes
procuren trabajar; en el segundo, en cambio, todos los que no trabajen, sea
cual sea la razón, recibirán los beneficios. Es posible que, en este segundo
programa, no haya un grupo que esté en una situación tan mala como los que
han sido definidos como peor situados en el primero y, en tal caso, el princi
pio de la diferencia recomendaría el segundo programa. Algunos podrían de
cir, a modo de objeción, que esto no puede pasar porque el grupo peor situa
do en una sociedad estaría mejor si su sistema económico proporcionara los
incentivos para trabajar a todos los que pudieran hacerlo. Pero esto no es ne
cesariamente cierto: puede suceder que algunas personas (su número depen
de de cómo se defina el grupo peor situado) prefieran con tanta intensidad la
vida de ocio que estarían mejor situadas financieramente en un esquema que
no castigara esa elección.
Por otra parte, el principio de la diferencia presta exclusiva atención a la
posición de aquellos que tienen la menor cantidad de bienes primarios. El
principio exige que se mejore la posición de estos últimos, independiente
mente de cuáles sean las consecuencias para aquellos que tienen más. Pero no
resulta equitativo ignorar totalmente el impacto que el esquema de bienestar
producirá en las personas que si bien no están en el grupo de los peor situa
dos —sea cual sea el modo en que se los defina—, luchan, sin embargo, para
La justicia, los seguros y la suerte 361
asegurar una vida decente a su fam ilia, de tal modo que no sería sorprenden
te que sintieran resentimiento si una parte del salario que les cuesta trabajo
obtener fuera retenido mediante impuestos para mantener a quienes no tra
bajan. El principio de la diferencia parece más adecuado para períodos en los
cuales se produce un ascenso de las expectativas generales. Es probable que
sea equitativo usar la riqueza creciente y sostenida de una comunidad —en la
medida de lo posible— para ayudar a aquellos cuyas expectativas son parti
cularmente bajas, si esto significa simplemente un descenso en la curva de la
mejora de los recursos de todos los demás. Pero, en la actualidad, la movili
dad del capital global amenaza firmemente con producir una baja del nivel
general de los salarios en los puestos no técnicos o gerenciales de toda comu
nidad próspera. En tales circunstancias, suena muy duro decir que las únicas
personas de las que se ocupa la teoría de la justicia son aquellas cuyas vidas
están más dañadas, a pesar de que otras, que trabajan tanto como pueden,
también llevan una vida sumamente degradada. Rawls nunca pudo ofrecer
una explicación satisfactoria de por qué los que participan en la posición ori
ginal, ignorantes de su propia situación futura, elegirían el principio de la di
ferencia en función del interés propio, y el problema de la política del bien
estar muestra la sombra práctica de esta omisión teórica. Es obvio que los
políticos que predican la equidad para los «duros trabajadores de las clases
medias» intentan sumar votos, pero, al mismo tiempo, le están dando voz a
un instinto de justicia muy extendido.
V. E l e sq u e m a d e l se g u r o h i p o t é t ic o
A. El relato
podemos suponer con confianza que cuando una persona omite hacerlo en
nuestro mundo, su omisión tiene relación con las circunstancias —las cir
cunstancias que o bien convierten a ese tipo de seguro en algo no asequible
en la comunidad, o bien impiden que esa persona tenga la capacidad de
afrontarlo—. Sin duda alguna, las diferencias entre nuestro mundo y el que
hemos imaginado guardan relación con las circunstancias de las personas, la
riqueza que poseen y las oportunidades educativas y sociales que convierten
a una parte de nuestra comunidad —el grupo actuarial— en un grupo que
desde el principio es más vulnerable frente a la posibilidad de sufrir un riesgo
asegurado. Entonces, el objetivo general de la igualdad de recursos —que la dis
tribución debe ser sensible a las elecciones pero no a las circunstancias— se sa
tisface mediante un esquema de bienestar que coloca a las personas en las cir
cunstancias que suponemos que habrían tenido si se les hubiera ofrecido un
seguro en términos iguales.
El esquema de beneficios para el bienestar que hemos generado de este mo
do podría tener muchas otras ventajas sobre otros esquemas propuestos*Podría
dejar un margen para el juego de las decisiones personales, la influencia del ca
rácter y la atracción y utilidad de los juegos de riesgo. Este esquema no elimina
ría las diferencias entre las personas y las vidas (como lo harían otras propuestas
igualitarias más drásticas). No desanimaría la iniciativa, no arruinaría a la socie
dad, ni comprometería a alguna concepción razonable de la libertad.'1Simple;
mente insistiría en un principio innegable de equidad: una sociedad se encuen
tra muy cerca de tratar a las personas como iguales cuando a las elecciones que
esas personas han realizado les añade las que esas mismas personas habrían
adoptado si las circunstancias se hubieran acercado más a la igualdad. Es más,
se trata de un esquema realista. Puesto que sus cálculos se realizan a partir de las
decisiones hipotéticas de personas reales que eligen entre distintas maneras de al
canzar los distintos recursos, estos cálculos nunca requerirán que una comunidad
gaste más en beneficios para el bienestar si ello compromete su responsabili
dad con la necesidad de proporcionar otros recursos esenciales para la vida de
sus miembros. Dado que los impuestos sobre la renta que se usan para financiar
tales beneficios estarán determinados por las primas que hayan sido definidas en
el mercado, estos impuestos serán, al mismo tiempo, equitativos y factibles.
B. El diseñ o d e l m ercado
4. Véase Ronald Dworkin, «Do Liberty and Equality Conflict?», en Paul Barker (comp.).
Living as Equals, Nueva York, Oxford University Press, 1996, pág. 39.
La justicia, los seguros y la suerte 365
primera vista podría pensarse que este modelo de seguro hipotético justifica
ría (contrariamente a lo que acabo de decir) un nivel de bienestar poco rea
lista, dado que las personas racionales en el mundo imaginado perseguirían
una estrategia «maximin», esto es, una estrategia que fijaría el nivel de sus ex
pectativas lo más alto posible. Pero, de hecho, las personas prudentes no
adoptarían esta estrategia. En un sentido familiar se puede decir que cual
quier seguro es una mala adquisición: las primas deben cubrir tanto los gas
tos de administración y las ganancias de los aseguradores como los fondos
que se destinarán a pagar las compensaciones, y es por ello que las primas ex
ceden en forma sustancial a los reintegros esperados. Esto es particularmen
te cierto en el caso de los seguros de desempleo, porque, como veremos, car
gan inevitablemente con un alto grado de «agravación del riesgo» (m oral
hazard): los riesgos que calculan las aseguradoras frente al fraude, incluidas,
por ejemplo, las mentiras de quienes aseguran haber intentado conseguir un
empleo. Por tanto, los seguros de desempleo tienen sentido únicamente cuan
do la protección que brindan cubre no sólo la eventualidad de que alguien
tenga menos cantidad de riqueza que la que hubiera tenido de otro modo, si
no también la posibilidad de estar en una situación tan desventajosa que jus
tifique una inversión técnicamente mala, pero que elimine la posibilidad de
caer en ella. Un plan maximin de baja utilidad es imprudente para todos, ex
cepto para quienes (si los hay) cualquier descenso de la suma específica que
ese plan pudiera garantizarles represente al mismo tiempo algo significativo
y grave.
No obstante, también resulta evidente que las consecuencias del desem
pleo prolongado o de un salario extremadamente bajo son lo suficientemen
te serias como para que la mayoría de las personas de la media decidan ase
gurarse —al menos parcialmente— frente a esas contingencias: intentarán
comprar una cobertura que les permita, como mínimo, mantener su vida con
cierta dignidad —tener asegurada la comida, un resguardo decente y un mí
nimo de atención médica para ellos y para su familia—. Con propósitos dis
tintos, muchas naciones calculan actualmente el nivel de subsistencia me
diante la definición de la «línea de pobreza», y nosotros deberíamos suponer
que casi todos aquellos que están en condiciones de hacerse cargo de la póli
za necesaria, al menos se asegurarán en el nivel de la línea de pobreza de su
comunidad. ¿Las personas de la comunidad imaginada estarán en condicio
nes de afrontar ese plan? Esto depende del estado de la economía, pero en la
medida en que el empleo sea la norma en el conjunto de la comunidad, una
cobertura para la subsistencia no requerirá de una fracción mayor del ingre
so medio para ser adquirida, y podemos suponer que la mayoría de las perso
nas la comprará.
Entramos ahora en problemas más complejos relacionados con la defini
ción de riesgo asegurado. ¿Cómo definirían los planes más populares los ríes-
366 Práctica
que el generoso e incluso, si bien esto depende de factores adicionales, más que
los dos planes intervencionistas. Pero también es probable que resulte menos
atractivo, a pesar de que sus costes sean más seductores. Estamos suponiendo
que las personas comprarán un seguro de desempleo a un nivel bajo —diga
mos, en la línea de la pobreza—, y no lo harán como una forma original de lo
tería, sino porque temen aquello que consideran una catástrofe. No se sentirán
impulsados a asegurarse en ese nivel porque crean que el seguro con una prima
baja constituye una buena inversión, sino porque piensan que el riesgo de no
tener esa cobertura es terrible, por lo que juzgarán muy poco atractivo un plan
que no elimine el desempleo sostenido, que es el peor de los riesgos. Debemos
suponer, por tanto, que el plan riguroso no tendrá éxito de mercado, a menos
que las alternativas sean prohibitivamente costosas.
Es obvio que el plan generoso resultaría mucho más atractivo. Al igual que
los otros planes, exige que los demandantes busquen y acepten empleo, pero,
en sí mismo, no produce un deterioro de la cobertura que la mayor parte de
personas desea. Sin embargo, este plan generoso también resultaría muy gra
voso. La oferta de los aseguradores adoptaría procedimientos de revisión muy
estrictos que, para ser efectivos, resultarían muy costosos. Es posible que tu
vieran que administrar una pesada burocracia. Independientemente de lo so
fisticado y costoso que fuera el procedimiento de revisión, este plan encubriría
a algunos gorrones que se sentirían atraídos por el plan justamente porque les
"ofrece la posibilidad de una vida libre de trabajo, y cuanto menos se invirtiera
en someter a examen y revisión las demandas, mayor sería la posibilidad de al
bergar a los gorrones. Si se ofrecieran otro tipo de seguros, el seguro generoso
sufriría una selección adversa —la tendencia de las personas a elegir este plan
únicamente &í ellos fueran o pudieran ser gorrones o si estuvieran seriamente
discap*CÍtados—, y ello obligaría a aumentar más aún los precios del plan.
Es posible que el plan intervencionista-optativo no sea más caro que el ge
neroso, dado que el asegurador que lo ofrece no tiene que proporcionar o finan
ciar la formación o la búsqueda de empleo, a menos que el hecho de hacerlo esté
en sintonía con su interés comercial, esto es, a menos que los ahorros que se es
peran de los pagos reducidos excedan los costes de estos servicios. Dado que re
sulta muy probable por el momento, y en un futuro previsible, que estos ahorros
excedan los costes en el caso de algunos demandantes —y posiblemente de mu
chos de ellos—, entonces el plan intervencionista optativo resultará más barato
que el generoso. De este modo, si se ofreciera este plan a la comunidad que he
mos imaginado, por fuerza desplazaría del mercado al plan generoso. Para la ma
yoría de las personas, para todos menos para los posibles gorrones, las caracte
rísticas intervencionistas añadirían valor al plan, dado que la formación les
permitiría obtener un empleo con una remuneración mayor que el nivel de co
bertura, %porque muchos y posiblemente la mayoría de los demandantes de
bienestar preferirían trabajar, especialmente en trabajos calificados.
368 Práctica
C. D ependencia
D. R esum en
Los argumentos conservadores que discutí antes insisten en que los es
quemas de bienestar autorizados por el plan del seguro hipotético son dema-
La justicia, los seguros y la suerte 371
siado generosos. Ahora debemos considerar una objeción más profunda y se
ria que juzga, por el contrario, que el plan es demasiado mezquino. Según es
ta objeción, las transferencias diseñadas por el mercado hipotético podrían
mitigar, pero de ningún modo estarían en condiciones de erradicar, la desi
gualdad generada por el desempleo, dado que ninguna hipotética persona
prudente compraría un seguro que le garantizara el mismo promedio de in
gresos que el de aquellos que tienen empleo, sin hablar de ingresos iguales a
aquellos que reciben los que obtienen mayores ganancias.
Esta nueva objeción subraya que el plan del seguro hipotético deja de
pender de la suerte demasiados factores: los que han nacido con un talento
menor para la riqueza, o en un medio que es poco probable que lo incentive,
tendrán menor cantidad de recursos a lo largo de sus vidas, aun después de
haber recibido los beneficios que el modelo de seguro esté dispuesto a justi
ficar. De acuerdo con esta réplica, necesitamos un programa de bienestar más
minucioso y radical. Es posible que necesitemos un programa de bienestar
que esté en condiciones de satisfacer cabalmente la prueba de la «envidia»
discutida en el capítulo 2, que iguala los recursos de que disponen para su vi
da las personas que se esfuerzan por igual, independientemente de cuáles se
an sus talentos innatos.
Pero hay una variada gama de dificultades conceptuales conectadas con
esta última aspiración —todas descritas en el capítulo 2— y el problema es
tratégico que ya hemos discutido en este capítulo le añade otras, dado que
cualquier programa político que aspire a igualar el ingreso de los desemplea
dos involuntarios con el de los que trabajan, en la práctica violaría de forma
inevitable y grave el principio según el cual la distribución debe ser sensible
a la elecciórv En efecto, es tan imposible eliminar en la riqueza todas las dife
rencias que derivan de la desigualdad de los talentos —sin eliminar al mismo
tienjpo las.que derivan de la elección— como para Shylock lo fue tomar una
libra de carne sin derramar una gota de sangre. Por el momento podemos de
jar de lado estas serias dificultades conceptuales y prácticas para concentrar
nos en la cuestión teórica central que plantea esta objeción. ¿Es deficiente el
plan del seguro hipotético porque no compensa lo suficiente a los que efecti
vamente desean trabajar pero no pueden encontrar un empleo? Cuando en el
capítulo 2 introduje el plan, lo hice con reservas: dije que los igualitarios po
drían al menos defender un grado de compensación tan alto como recomen
daría el plan, pero que podíamos tener la esperanza de encontrar una herra
mienta analítica diferente que justificara una compensación mayor. La objeción
que estamos considerando nos brinda la oportunidad de volver a esas restric
ciones. ¿En qué medida están justificadas?
El efecto de la estrategia del seguro hipotético no es la supresión de las
consecuencias de la mala suerte bruta —la mala suerte que no proviene de un
riesgo escogido deliberadamente, sino de la vida misma—, sino que ayuda só
372 Práctica
tratado (exceptuando, posiblemente, una ayuda paternalista para los muy im
prudentes). Si cuando la primera víctima contrajera la enfermedad la comu
nidad tuviera que cambiar hacia un esquema similar al de rescate, entonces
habría impuesto, para todos —para el futuro—, un régimen de seguro mucho
más costoso que el que consideran prudente y apropiado adquirir los ciuda
danos para sí mismos.
Imaginemos ahora una historia diferente: supongamos que la enfermedad
tiene un sesgo genético —las personas que poseen una determinada estructura
genética tienen una predisposición mucho m ayor a co n tra er la enfermedad—
y que nadie sabe si un ciudadano particular tiene un gen peligroso, incluido el
portador, hasta que la enfermedad se ha desarrollado. Ahora necesitamos ha
cer una distinción entre intereses subjetivos y objetivos. El interés subjetivo de
todos —sus intereses, en la medida en que él o cualquiera conoce— sería que
la comunidad optara por el esquema de seguro en lugar de optar por el es
quema de rescate, pero esto no coincidiría con el interés objetivo de todos (o
al menos no de todos por igual). No obstante, ¿por qué razón esto debería
marcar una diferencia? ¿Por qué debería importar en q u é m om en to la fortuna
interviene en nuestras vidas? Si la mala suerte nos sorprende después de que
hayamos tomado una decisión sobre qué seguro contratar o si n o s sorprende
en algún momento previo, eso no parece ser importante, considerado en tér
minos de justicia. Hay algunas variantes del juego del poker en las cuales los
jugadores apuestan las cartas que les han sido repartidas pero que no han vis
to, y estos juegos no son menos justos que aquellos en los cuales se apuesta por
cartas que todavía no han sido repartidas. De este modo el esquema de segu
ro aún resulta equitativo, incluso cuando la historia haya cambiado en este
sentido. La comunidad trata a las personas con igualdad de consideración si
les permite asegurarse, en los mismos términos y al nivel de cobertura que ca
da uno elige, aun cuando la mala suerte ante la cual nos aseguramos nos haya
afectado secretamente con anterioridad.
Volvamos a cambiar la historia: supongamos ahora que es relativamente
simple acceder a la información genética necesaria para predecir quiénes van
a ser las víctimas. Admitamos que, en realidad, cuando la comunidad co
mienza a considerar qué tipo de plan de compensación ofrecerá, algunas de
las víctimas ya han desarrollado la enfermedad. No existe, ahora, la posibili
dad de un mercado de seguros habitual para hacer frente a la enfermedad.
Aun cuando las aseguradoras hubieran ofrecido planes iguales para todos,
sólo las personas que sabían que estaban expuestas al riesg o los hubieran
comprado y las aseguradoras habrían entrado en bancarrota, a menos que
hubieran elevado tanto las primas que el seguro acabaría por convertirse en
inútil para las futuras víctimas. Sin embargo, el gobierno podría adoptar el
plan del seguro hipotético: sería posible transformar la historia de modo tal
que, contrafácticamente, resultara similar a las dos primeras historias consi
374 Práctica
Debo decir algo sobre por qué la igualdad de recursos no generaría distin
ciones de clase. Por las razones que acabamos de descubrir, esta concepción de
la igualdad no igualaría los recursos impersonales de los ciudadanos a lo largo
del tiempo. Algunas personas llegarían a ganar más que otras, ya sea porque eli
gen trabajos con una remuneración mayor o porque trabajan más y dedican
menos tiempo al ocio, o porque realizan apuestas de inversión que prosperan y
no se frustran. El plan de seguro que hemos estudiado aspira, asimismo, a que
las personas sean iguales en relación con los riesgos de mala suerte ex an te, pe
ro no a igualarlas en sus circunstancias expost, una vez que la mala suerte las ha
golpeado. De modo tal que, a medida que transcurra el tiempo, algunos ciuda
danos serán más ricos que otros. Los impuestos sobre los ingresos modelados
de acuerdo con el seguro hipotético y usados para compensar a los desemplea
dos y a otros que han sufrido la mala suerte bruta lograrán que las diferencias
en relación con la riqueza y los ingresos sean mucho menos chocantes que las
que existen actualmente en los Estados Unidos y en otras economías maduras.
Pero, a pesar de ello, algunos ciudadanos lograrán mayor riqueza que otros, y
si fueran libres para pasar esa mayor riqueza a sus hijos, ya fuera mediante una
donación en vida o por un legado, entonces las diferencias tenderían a aumen
tar y a obtener características similares al sistema de clases.
¿Qué plan genuino puede prevenirlo? Muchas naciones imponen tribu
tos a la transferencia de capital hecha sobre las donaciones o legados, y fre
cuentemente se trata de impuestos elevados y altamente progresivos —en al
gunos casos cercanos al cien por cien de las propiedades de una persona
muerta con una gran riqueza—, si bien, en los últimos años, la tendencia de
muchas naciones ha sido bajar los impuestos por transferencia de capital. Pe
ro no resulta claro, de inmediato, que estos impuestos estén justificados por la
igualdad de recursos y, si lo estuvieran, a qué nivel. Si los impuestos sobre la
renta que han sido diseñados según el seguro de desempleo hipotético hubie
ran sido sancionados e impuestos y si el producto de tales tributos fuera re
distribuido entre las víctimas que tienen derecho a realizar una demanda en el
seguro hipotético, entonces, después de que se hayan aplicado estos impues
tos, ningún ciudadano tendrá un ingreso injustamente elevado. Si esto es así,
entonces los ciudadanos serán moralmente libres para usar su riqueza como lo
deseen —por ejemplo, comprando automóviles costosos, u obras de arte o
viajes— sin tener que asumir nuevos impuestos. ¿Cuál sería la razón para im
pedirles usar de un modo específico su riqueza, libre de otros impuestos, le
gándola en vida o después de la muerte de acuerdo con sus propios deseos?
Lo que queremos decir es lo siguiente: la razón principal por la que se
aplican impuestos sobre lo que alguien dona o deja a otras personas es que
se trata de un modo especial de desembolsos que, a diferencia de otros, pro
378 P rá c tic a
ducen injusticias en las generaciones futuras. Sin embargo, es preciso ser cui
dadoso a la hora de especificar de qué tipo de injusticia se trata y por qué el
remedio adecuado para ella son los impuestos sobre la herencia u otras for
mas de transferencia de capital. Convenimos en que un principio dominante
de la igualdad es el que considera injusto que algunas personas vivan con un
grado de riqueza menor a su disposición, o bajo otras circunstancias desfa
vorables —co m paradas con la de otros— si ello no es el producto de su elec
ción o de sus inversiones, sino que se debe a la mala suerte bruta. Es mala
suerte haber nacido en el seno de una familia pobre, relativamente hablando,
o de una familia que es egoísta o despilfarradora. No necesitamos fantasear
para imaginar que las personas han gozado de una existencia espectral antes
de haber sido concebidas y que algunas tuvieron la buena fortuna de ser con
cebidas por padres trabajadores, afortunados y generosos, mientras que otras
tuvieron la mala suerte de ser concebidas por padres pobres, infelices o egoís
tas. Por esa razón consideramos la estructura genética como un asunto de
suerte —la buena o mala suerte que las personas traen consigo al mundo—•,
como debemos hacerlo si aceptamos el punto de vista de sentido común se
gún el cual las discapacidades de distinto tipo constituyen un infortunio. Para
los fines de nuestro análisis, la suerte incluye lo que puede ser pensado como
un asunto de identidad pero también como accidentes que ocurren después
de haberse formado la identidad, y, en este sentido, la situación y las propie
dades de nuestros progenitores o parientes están mucho más cerca de la suer
te que nuestras propias capacidades físicas.
Si para nuestros propósitos la herencia es cuestión de suerte, entonces
podemos justificar los impuestos sobre la herencia y otro tipo de transferen
cia de capitales del modo en que se hace habitualmente en la actualidad. En
un mundo que estuviera más próximo a la igualdad, las personas estarían en
condiciones de asegurarse frente a la mala suerte hereditaria y frente a la
suerte genética adversa, y por esa razón podríamos justificar esos impuestos
y fijar sus niveles aceptables, mediante el diseño de otro mercado hipotético
en el cual personas hipotéticas pudieran comprar ese tipo de seguro en con
diciones iguales. Del mismo modo que hemos imaginado a tutores que con
tratarían seguros para los discapacitados y los desempleados en nombre de
personas que aún no han nacido, podríamos imaginarlos contratando un se
guro frente a la posibilidad de tener la mala suerte de haber sido concebidos
por padres que podrán darles o legarles relativamente poco.
No obstante, resulta más complejo especificar las propiedades del merca
do hipotético en los seguros de herencia. Debemos comenzar por preguntar
nos por qué desearían las personas un seguro tal y qué consideraciones se ten
drían en cuenta para determinar cuánto estarían dispuestas a pagar por él. El
daño que ese seguro protege, podríamos decir, es relativo y no absoluto. Su
pongamos que las personas ya decidieron la cantidad de seguro de salud y de
La justicia, los seguros y la suerte 379
desempleo que comprarían: volvamos a suponer que dispusieron que tiene sen
tido recibir cobertura por un tratamiento médico de éxito, pero no por uno
que no haya sido probado; y, en lo que respecta al riesgo de desempleo, que de
berían percibir una renta algo más alta que el nivel de pobreza definido en su
comunidad. También resolvieron que un seguro mayor que cubriera mayor
cantidad de tratamientos médicos o unos ingresos más elevados no sería con
veniente, en relación con el coste de las primas. Un seguro de herencia tendría
sentido, por tanto, no porque garantizara un nivel más alto de vida en términos
absolutos, sino por garantizar su cobertura frente a un daño diferente: el peli
gro de pertenecer a la franja más baja del sistema de clases —esto es, por cubrir
el riesgo de tener una vida en una comunidad en la cual los otros tienen mucho
más dinero y consecuentemente más rango y poder que el que tienen ellos y he-
rederán sus hijos—. Pero no tiene sentido para ellos pagar primas más altas que
los ingresos medios, a fin de lograr protección frente a una desventaja relativa,
dado que, como acabo de decir, ya decidieron que no es prudente gastar mayor
cantidad de dinero para garantizar un ingreso absoluto mayor.
Ahora estamos en condiciones de saber por qué un impuesto sobre la he
rencia, a un coste progresivo creciente, se presenta como la respuesta natural
al problema: en este caso nos trasladaremos desde las propiedades de un im
puesto familiar hacia la estructura de un mercado de seguros hipotético que
podría justificar tal impuesto, a fin de averiguar si esa estructura es plausible.
CñTistfuimos un mercado hipotético en el cual no hay una prima obligatoria
hasta que el asegurado muere o realiza una donación voluntaria; las primas
están en función de los bienes donados o legados y el valor de las primas cre
ce abruptamente a partir de cero en el caso de las donaciones o de las pro
piedades modesta* hasta llegar a una proporción marginal muy alta para las
grandes riquezas. Esta estructura permite que algunos se aseguren sin que la
prima tenga un impacto sobre su vida, esto es, sin que signifique un sacrificio
de sus metas y ambiciones para sí mismos y para quienes normalmente las do
naciones o legados están libres de primas, incluido el cónyuge.
Huelga decir que la mayor parte de las personas se inquieta por el bienes
tar de sus hijos, con frecuencia más que por su propio bienestar, y que desea
ahorrar e incluso, si fuera necesario, sacrificarse por ellos. Pero este motivo pre
senta dos aristas. Por un lado, para algunos constituye una razón para no desear
las primas de los seguros de herencia, cuando finalmente se hacen exigióles,
porque desean gastar todos los bienes que quedan en el momento de la muer
te. Pero también suministra una fuerte razón para garantizar que ellos mismos
tendrán un comienzo de sus propias vidas aproximadamente equitativo, que
no comenzarán con discapacidades producidas por el fracaso de sus padres o
por su mala suerte cuando intentaron realizar su deseo de asegurar una buena
vida para ellos mismos y, por consiguiente, también para sus hijos. En cualquier
caso una prima progresiva abrupta les aseguraría que su propio trabajo y sus lo
380 Práctica
I. I ntroducción
nes presidenciales de 1996 los candidatos de los dos partidos más importan
tes utilizaron las estrategias interpretativas mencionadas para evitar no sólo
las restricciones a las contribuciones, sino también su obligación legal de ob
servar límites voluntarios del gasto en las campañas como correlato de la fi
nanciación federal, por lo que el The New York Times señaló que esa elección
había sido una de las más corruptas en la historia de Norteamérica.
El personal de la Federal Election Commission formuló la recomenda
ción de que tanto la campaña de Clinton como la de Dole devolvieran las
contribuciones, pero la comisión en pleno rechazó el consejo. Su decisión
ayudó a garantizar que la elección presidencial del año 2000 fuera a sufrir aún
otro aumento del uso de la estrategia del «dinero blando». Los posibles can
didatos presidenciales de ambos partidos han establecido comités de acción
política propios, razón por la cual las grandes empresas, sindicatos y ciuda
danos individuales ricos pueden donar enormes sumas para financiar los
anuncios antes mencionados a favor de ellos y en contra de sus oponentes,
tanto en las primarias como en las elecciones generales.
Escandalizados por la excesiva importancia que el dinero tiene en las
elecciones norteamericanas, en otros sistemas democráticos se preguntan por
qué simplemente no se fija, como hacen ellos, un tope sobre la suma total que
un candidato puede gastar legalmente en una campaña para unas elecciones
particulares. La forma más efectiva de prevenir que el dinero domine la polí
tica, y que las empresas, sindicatos y otros grupos poderosos reciban favores
por sus contribucioñes, es reducir la necesidad de dinero de los políticos, y la
manera más efectiva de lograr esto es poner un límite a lo que ellos pueden
gastar. De hecho, el Congreso fijó límites a los gastos en el año 1974, después
de los escándalos de Watergate. No obstante, en menos de dos años, en su
sentencia en el caso B uckley v. Valeo, 1la Corte Suprema decidió que los lími
tes en los gastos resultan inconstitucionales porque violan la Primera En
mienda de la Constitución de los Estados Unidos, la que estipula que el Con
greso «no dictará leyes» que restrinjan la libertad de expresión o de asociación.
Prohibir que un político o cualquier otra persona gaste tanto dinero como de
see para expresar sus planes y convicciones políticas, sostuvo la Corte, es res
tringir su libertad de expresión. Aun cuando la Corte hubiera convalidado
esos límites, la regulación de los gastos de campaña habría ocasionado mu
chos problemas. No obstante, la experiencia de las otras democracias que
mencioné, las que restringen severamente los gastos en las elecciones, de
muestra que dichos límites resultan efectivos.
Muchos especialistas en derecho constitucional (aunque de ningún mo
do todos) creen que la decisión de Buckley que invalida los topes en los gas
tos resulta errada y esperan, por ello, que sea revocada. Sin embargo, resulta
Las propuestas más familiares para la reforma pueden ser agrupadas ba
jo cuatro títulos.1
1. Límites a los gastos. Los gastos totales efectuados por los partidos y
candidatos deberían estar limitados a las sumas estipuladas en cada período
electoral. El tope de los gastos debería ser lo suficientemente generoso como
para permitir que los candidatos y partidos poco conocidos se muestren y lle
ven sus ideas a la mayoría de la gente, pero lo suficientemente bajo como pa
ra que aquellos candidatos y partidos sin acceso a enormes sumas no queden
fuera del juego.
2. C ontribuciones y gastos coordinados. Los individuos deberían seguir
estando limitados en sus contribuciones a las campañas políticas y a los par
tidos, y los gastos que estén coordinados con la campaña de un candidato
particular deberían incorporarse para la contabilización de ese límite. La coor
dinación se define, para este propósito, incluyendo cualquier consulta con, o
la solicitud de consejo de, los sectores a cargo de la organización de la publi
cidad, las encuestas y la organización estratégica de un candidato, así como
otras partes del equipo de campaña. La vía de escape del «dinero blando» de
bería ser eliminada.
386 Práctica
3. G astos indepen dien tes. Tanto los individuos como los Comités de Ac
ción Política, CAP (Political Action Commíttees, PAC) deberían, por su
puesto, continuar siendo libres para gastar sus propios fondos en apoyo de
determinados políticos. Pero durante un período de elecciones, cada gasto
por parte de un individuo que mencione a un partido político o a un candi
dato para un cargo a nivel nacional debería estar sujeto a un límite distinto y
más extenso. Estos gastos efectuados durante un período de elecciones por
parte de un comité de apoyo o un grupo al cual un individuo ha contribuido
deberían ser imputados, hasta el alcance de dicha contribución, al límite to
tal de aquel individuo.
4. Financiación pública condicionada para las em isiones políticas. Aquellos
candidatos y partidos que consientan no emitir, mientras dure el período de
campaña, publicidad común —aquellos breves anuncios difundidos durante
la tanda comercial de la programación regular de la radio o la televisión que se
han convertido en el elemento principal de nuestras elecciones—, deberían te
ner a su disposición generosos fondos públicos. Quienes acepten esos fondos
deberían ser libres de emitir, durante aquel período, mensajes políticos más
largos y con contenidos más sustantivos en nombre de un candidato o partido.
Estas transmisiones deberían tener la forma de un programa autónomo —y no
ser emitidas en segmentos publicitarios dentro de otras transmisiones—, o al
menos tener tres minutos de duración; en ellas, los candidatos o dirigentes de
un partido político deberían hablar a la cámara o micrófono para el público de
la emisión. Estos fondos deberían ofrecerse a los principales partidos, sujetos
a esa condición, de forma igualitaria y con relación al resto de los partidos en
una proporción fijada de acuerdo a la evidencia de apoyo público.
Las primeras tres propuestas se refieren directamente al papel que de
sempeña el dinero en nuestras elecciones, estableciendo límites a los gastos y
contribuciones de las campañas. La cuarta va aún más allá, imponiendo condi
ciones que afectarían a la forma en que la política se lleva a cabo en los me
dios electrónicos. Esta propuesta traza una línea divisoria entre algunos medios
de expresión —televisión y radio— y el resto, y apunta no sólo a reducir el
impacto del dinero en el resultado global de las elecciones, sino también a
mejorar la naturaleza y la calidad del debate político, eliminando anuncios
meramente declamatorios. La cuarta propuesta es, en consecuencia, más pro
blemática que las tres primeras, debido a que la Primera Enmienda resulta
particularmente hostil a los esfuerzos por regular el contenido del discurso
político y estimular a los políticos a sustituir las meras declamaciones por ar
gumentos sustantivos; esto podría ser considerado un intento de regular el
contenido. Aunque la limitación del gasto restringe la cantidad de discurso
político, resulta de todas formas neutral con relación a la forma de los men
sajes para cuya publicación pueden utilizarse los gastos permitidos. Las con
diciones impuestas en la última propuesta no son neutrales en ese sentido. Se
Libertad de expresión, política y las dimensiones de la democracia 387
leccionan los medios electrónicos para imponer una restricción especial —no
a través de prohibiciones fijas o invariables, eso es seguro, sino como condi
ción para acceder a la financiación pública—, y ésta está diseñada para que
afecte a la forma del discurso político, haciéndolo más argumentativo, aun
que sin discriminar a favor o en contra de un partido político, posición o con
vicción en particular. La última propuesta plantea cuestiones relativas a la
Primera Enmienda que bien pueden ser consideradas serias aun cuando Buck-
ley fuera invalidado.
III. ¿Q ué es la democracia ?
4. Acerca de este punto, así como en lo relativo a observaciones generales sobre ia igual
dad de influencia como fin democrático, véase el capítulo 4.
Libertad de expresión, política y las dimensiones de la democracia 393
aun deseable que algunos tengan mayor influencia, ya sea porque sus voces re
sultan particularmente convincentes o emotivas, porque son especialmente ad
mirados, porque han dedicado sus vidas a la política y al servicio público o bien
porque han construido sus carreras en el seno del periodismo. La especial in
fluencia que se gana en alguna de las formas enunciadas no es en sí misma in
compatible con la concepción asociativa de la democracia.’ (Al contrario, la de
mocracia no podría triunfar en su tercera dimensión, la que será introducida en
el párrafo siguiente, si no favoreciera una influencia especial en al menos algu
nos de estos ámbitos.) Pero la democracia asociativa resulta menoscabada cuan
do ciertos grupos de ciudadanos no tienen ninguna (o tienen sólo una pro
fundamente disminuida) oportunidad de luchar a favor de sus convicciones,
porque carecen de los fondos necesarios para competir con donantes ricos y po
derosos. Nadie puede considerarse plausiblemente a sí mismo como socio en la
empresa de autogobierno cuando queda fuera del debate político a causa de su
incapacidad para hacer frente a un derecho de admisión grotescamente alto.
La tercera dimensión de la democracia es el discurso democrático. La ac
ción genuinamente colectiva requiere interacción: si el pueblo va a gobernar
se colectivamente, de una manera que haga a todos y cada uno de los ciuda
danos socios en la empresa política, entonces éstos deben deliberar juntos
como individuos antes de actuar colectivamente, y la deliberación debe cen
trarse en razones a favor y en contra de esa acción colectiva, de manera que
4oS*ciudadanos que sean derrotados en una cuestión puedan estar satisfechos
de haber tenido la oportunidad de convencer a los demás —pese a no haber
tenido éxito en su intento— y no sentir que meramente han sido sobrepasa
dos numéricamente. La democracia resulta incapaz de proporcionar una for
ma genuina dejtutogobierno si los ciudadanos no son capaces de dirigirse a
la comunidad en una forma y en un clima que fomenten la atención a los mé
ritos de lo que dicen. Si el discurso público es restringido por la censura, o
"fracasa dentro de una competencia de gritos o insultos en la cual cada parte
sólo intenta distorsionar u oscurecer lo que las otras dicen, entonces no hay
autogobierno colectivo ni empresa colectiva de ninguna clase, sino sólo un
mero recuento de votos equiparable a una guerra.
Esta breve reseña de la democracia asociativa constituye, por supuesto,
una triple idealización. Ninguna nación ha logrado —ni podría lograr— un5
5. En una sociedad con una enorme desigualdad de riqueza y de otros recursos, algunos
ciudadanos tendrán una oportunidad mucho mayor de ocupar cada una de estas posiciones de
encumbrada influencia sólo porque son más ricos y esto es, de hecho, un insulto a la igualdad
de los ciudadanos. Pero no podría ponerse fin a esta desigualdad más general sino a través de
una vasta redistribución de la riqueza y de lo que ella conlleva. La desigualdad más específica
que otorga influencia a los ricos sólo porque ellos pueden hacer frente a grandes contribucio
nes en favor d* políticos podría ser llevada a su fin —o minimizada— a través del simple expe
diente de los límite« impuestos a los gastos.
392 Práctica
control perfecto de sus funcionarios por parte de sus ciudadanos, una igual
dad política perfecta entre éstos ni un discurso político no contaminado por
la irracionalidad. Los Estados Unidos no cuentan con una soberanía popular
completa, pues su gobierno cuenta todavía con amplios poderes para mante
ner en la oscuridad lo que no desea que nosotros, como ciudadanos, conozca
mos o sepamos. Por su parte, no gozamos de una igualdad completa porque el
dinero, que está injustamente distribuido, tiene una influencia demasiado
grande en la política. Ni siquiera tenemos un discurso democrático respetable,
ya q u e nuestra política s e en cu en tra más cerca de la guerra q u e h e d escrito an
teriormente que de una discusión cívica. No obstante, debemos tener ese ideal
tripartito en mente al juzgar, como debemos hacer ahora, cuál es el papel que,
según la concepción asociativa, puede ser sensatamente asignado a la Primera
Enmienda para el perfeccionamiento de la democracia a fin de lograr por lo
menos acercarla un poco más al inaccesible modelo puro mencionado.
narios, por ejemplo, aun cuando sea altamente plausible que la tercera di
mensión de la democracia —el discurso democrático— resulte perfecciona
da como consecuencia de esa limitación. Dicha estrategia rechaza como in
compatible con la igualdad de los ciudadanos el argumento que, tal como
mencioné, sostiene que el discurso sexista o racista debería prohibirse para
evitar «silenciar» a los grupos minoritarios o a las mujeres, o para mejorar el
carácter del discurso democrático.78
En cambio, la estrategia discriminatoria sí permite regulaciones en el dis
curso político que mejoren la democracia en alguna de sus dimensiones, cuan
do el defecto que intentan reparar es sustancial y cuando la limitación no en
traña ningún daño genuino para la igualdad y la soberanía de los ciudadanos.
Permite, así pues, establecer límites en los gastos de campaña cuando éstos
contribuyan a reparar significativas desigualdades políticas entre los ciudada
nos, siempre que dichos límites resulten establecidos en un nivel lo suficiente
mente alto como para que no reduzcan la crítica al gobierno ni introduzcan
ninguna nueva desigualdad, excluyendo a los partidos o candidatos nuevos.
V. EL ANTECEDENTE LEGAL
7. He tratado este punto con alguna profundidad en F reedom 's Law, caps. 9 y 10.
8. L ochner v. N ew York, 198 U.S. 45 (1905), declarando inválida una ley que imponía un
límite en el número de horas que un empleador podía exigir trabajar a un empleado.
402 Práctica
B. Texto y retórica
Poco nos ayuda elegir entre estas dos lecturas interpretativas a partir del
texto constitucional. La Primera Enmienda establece que «el Congreso no
podrá sancionar ninguna ley [...] que limite la libertad de expresión». Resul
ta posible hacer una lectura extrema de esta expresión; es decir, sostener que
en ella se prohíbe la regulación del discurso por cualquier motivo. Pero tan
to la apuesta democrática como la estrategia discriminatoria rechazan esta in
terpretación absolutista, como lo hacen casi todos los académicos y jueces, y
el texto no proporciona otra guía para la elección entre estas dos lecturas. Si el
texto permite una regulación del discurso para proteger la seguridad nacio
nal o la paz y tranquilidad de los vecinos, entonces también permite, sólo co
mo una cuestión de límites del lenguaje, la regulación necesaria para proteger
o perfeccionar la democracia.
Tampoco la retórica judicial resulta decisiva en ninguna dirección. La de
claración categórica del caso B uckley en cuanto a que la preocupación por la
igualdad es «extraña» a la Primera Enmienda constituye, como dije, una cla
ra adhesión a la apuesta democrática. No obstante, podemos encontrar de
claraciones aún más conocidas que, de una forma igualmente clara, respaldan
la estrategia discriminatoria rival. La principal entre éstas es la famosa afir
mación del juez de la Corte Suprema Brandéis en su opinión incluida en el
“■caso W hitney:
narios, por ejemplo, aun cuando sea altamente plausible que la tercera di
mensión de la democracia —el discurso democrático— resulte perfecciona
da como consecuencia de esa limitación. Dicha estrategia rechaza como in
compatible con la igualdad de los ciudadanos el argumento que, tal como
mencioné, sostiene que el discurso sexista o racista debería prohibirse para
evitar «silenciar» a los grupos minoritarios o a las mujeres, o para mejorar el
carácter del discurso democrático.78
En cambio, la estrategia discriminatoria sí permite regulaciones en el dis
curso político que mejoren la democracia en alguna de sus dimensiones, cuan
do el defecto que intentan reparar es sustancial y cuando la limitación no en
traña ningún daño genuino para la igualdad y la soberanía de los ciudadanos.
Permite, así pues, establecer límites en los gastos de campaña cuando éstos
contribuyan a reparar significativas desigualdades políticas entre los ciudada
nos, siempre que dichos límites resulten establecidos en un nivel lo suficiente
mente alto como para que no reduzcan la crítica al gobierno ni introduzcan
ninguna nueva desigualdad, excluyendo a los partidos o candidatos nuevos.
V. EL ANTECEDENTE LEGAL
A. El en cuadre d e la cu estión
7. He tratado este punto con alguna profundidad en F reedom 's Lato, caps. 9 y 10.
8. L ochner v. N ew York, 198 Ü.S. 45 (1905), declarando inválida una ley que imponía un
límite en el número de horas que un empleador podía exigir trabajar a un empleado.
402 Práctica
B. Texto y retórica
Poco nos ayuda elegir entre estas dos lecturas interpretativas a partir del
texto constitucional. La Primera Enmienda establece que «el Congreso no
podrá sancionar ninguna ley [...] que limite la libertad de expresión». Resul
ta posible hacer una lectura extrema de esta expresión; es decir, sostener que
en ella se prohíbe la regulación del discurso por cualquier motivo. Pero tan
to la apuesta democrática como la estrategia discriminatoria rechazan esta in
terpretación absolutista, como lo hacen casi todos los académicos y jueces, y
el texto no proporciona otra guía para la elección entre estas dos lecturas. Si el
texto permite una regulación del discurso para proteger la seguridad nacio
nal o la paz y tranquilidad de los vecinos, entonces también permite, sólo co
mo una cuestión de límites del lenguaje, la regulación necesaria para proteger
o perfeccionar la democracia.
Tampoco la retórica judicial resulta decisiva en ninguna dirección. La de
claración categórica del caso Buckley en cuanto a que la preocupación por la
igualdad es «extraña» a la Primera Enmienda constituye, como dije, una cla
ra adhesión a la apuesta democrática. No obstante, podemos encontrar de
claraciones aún más conocidas que, de una forma igualmente clara, respaldan
la estrategia discriminatoria rival. La principal entre éstas es la famosa afir
mación del juez de la Corte Suprema Brandéis en su opinión incluida en el
““ éáso W hitney:
Como ya hemos visto, una parte del caso Buckley —su afirmación de que los
límites a los gastos son inconstitucionales— se justifica sólo por la lectura profi
láctica. La Corte Suprema sostuvo, al sustentar dicha afirmación, que el objeto de
la Primera Enmienda se encuentra limitado a la protección de la soberanía po
pular —a proveer a la gente de «la mayor diseminación posible de información
de fuentes diversas y antagónicas»— y rechazó específicamente el argumento
según el cual el gobierno puede regular el discurso para proteger la igualdad en
tre los ciudadanos. Debemos adoptar la misma mirada que adoptó parte de la
progenie del caso Buckley —los casos, como el del Colorado Republican, 16 que
fueron decididos apelando a aquella afirmación como precedente.
11 . 'Whitney v. California, 274 U.S. 357, 375 (1927) (J. Brandéis, en su voto concurrente).
12. 376 U.S. 254 (1964).
13. N ew York Times Co. v. U nited States, 403 U.S. 713 (1971).
14. C ollin v. Smith, 578 F.2d 1197 (7,kCir.), cert, d en ied , 439 U.S. 916 (1978).
15. Texas v. Joh n son , 491 U.S. 397 (1989); U nited States v. Eichman, 496 U.S. 310 (1990).
16. C olorado R epublican F ederal Campaign C om m ittee v. FEC, 518 U.S. 604 (1996), pro
tegiendo el derecho de los partidos políticos a gastar sumas ilimitadas de dinero en apoyos «in
dependientes» a sus candidatos.
Libertad de expresión, política y las dimensiones de la democracia 405
D. La doctrina d e la equidad
emisoras que intenta regular sean escasas o de que haya dado permisos para
su uso estaría fuera de lugar. Es que, 'de todas formas, sería el gobierno y no
una fuerza combinada de decisiones individuales quien decidiría qué infor
mación y discusiones fluirían en ese medio escaso. Dado que el gobierno tie
ne la opción de dar permisos para las bandas emisoras sin tal intervención, la
Primera Enmienda, para la lectura profiláctica, demandaría que lo hiciera.
De hecho, el tribunal citó el argumento de la escasez sólo para apoyar la
idea de que la entrada al medio de la radiofonía resulta muy costosa, mencio
nando la posición dominante de los que ingresaron con anterioridad, la cual,
se dijo, resulta de por sí amenazadora incluso cuando todavía existen algunos
espacios disponibles en la banda. Por supuesto, los oradores a quienes se les
niega el uso de la televisión por estas razones económicas son libres de bus
car otro medio, menos escaso y en cualquier caso menos costoso, a través del
cual difundir sus puntos de vista. El argumento del tribunal depende de he
cho de la suposición, casi explícita en su opinión, de que resulta antidemo
crático y no equitativo que el acceso a un medio tan dominante en política co
mo la radio y la televisión esté restringido —sea por permisos o por poderío
económico— a unos pocos y, en consecuencia, muy poderosos individuos, y
de que el gobierno tiene por ello derecho a intervenir para hacer más iguali
tario el proceso político. La decisión presupone la lectura discriminatoria: la
igualdad de los ciudadanos ep el ámbito de la política resulta tan importante
p írála concepción general de la democracia que se deriva de la Constitución
que la Primera Enmienda debe reconocer que mejorar la igualdad es, a veces,
una razón concluyente para una regulación apropiada.
Por supuesto que de esto no se sigue necesariamente, incluso si acepta
mos la lectura discriminatoria, que el tribunal que decidió el c-aso RefL Lipn
haya aplicado correctamente dicha lectura. Alguien podría sostener que la
soberanía de los ciudadanos resulta significativamente dañada cuando los
comentaristas son disuadidos de emitir opiniones controvertidas —en razón
de que resultaría costoso o indeseable para éstos permitir la emisión al aire de
puntos de vista conflictivos—, y que por este motivo, aun asumiendo la lec
tura discriminatoria, la decisión ha sido equivocada. De todas formas, en el
caso de las compañías emisoras, cuyo contenido editorial raramente consti
tuye una parte significativa de su programación, éste no es un argumento po
deroso, por lo cual entiendo que la decisión fue correcta. En otras circuns
tancias, sin embargo, un argumento semejante sería más persuasivo. En el
caso Tornillo'* por ejemplo, el tribunal invalidó una ley de Florida que exigía
que los periódicos garantizaran a los candidatos que habían recibido una crí
tica por parte de ellos un espacio para la respuesta que fuera igual al ocupa
do por dicha crítica. Dado que los jueces bien podrían pensar que una ley de18
18. M iami Heraki Publishing Co. v. Tornillo, 418 U.S, 241 (1974).
408 Práctica
este tipo tendría un efecto alarmante sobre el celo crítico de los editores de
periódicos, esa decisión resulta consistente tanto con la lectura discriminato
ria como con la profiláctica.
19. Turner Broadcasting System, Ine v. FCC, 512 U.S. 622 ( 1991 ) (Turner 1); Turner Broad
casting System V. FCC, 520 U.S. 180 (1997) (Turner II).
Libertad de expresión, política y las dimensiones de la democracia 409
23. First N itional Bank o f B oston v. B ellotti, 435 U.S. 765 (1978).
412 Práctica
superioridad del esquema que cuente con el mayor número de actos discur
sivos posible —esto es, que las repeticiones de los mismos argumentos o
ideas van a ser valoradas como una contribución, al menos marginal, al po
tencial epistémico del debate—, y al rechazar cualquier restricción de ese
principio diseñada para mejorar la calidad de la discusión. Si, al contrario,
ofreciéramos aquella posición como justificación para la lectura discrimina
toria, no estaríamos subrayando la importancia epistémica de un principio
que sostiene que ningún acto discursivo debe ser excluido, sino en aquel se
gún el cual ninguna idea debe ser excluida. Según este punto de vista dife
rente, lo que resulta importante es la combinación cognitiva y emocional de
aquello que es presentado, y no la cantidad en sí misma, siendo en realidad la
combinación más que la cantidad lo que resulta resguardado cuando decla
ramos, como la lectura discriminatoria hace, que ningún discurso puede ser
censurado o limitado en razón de que lo que sostiene o expresa sea considera
do peligroso u ofensivo. La mejor forma de asegurar que el debate se encuen
tra expuesto a la más amplia variedad posible de ideas es mediante un riguro
so cumplimiento de es e principio, y no resulta necesario, además, maximizar
la cantidad total de discurso.
La lectura discriminatoria permite, asimismo, formular un argumento
ampliado e incluso más plausible: resulta aún más probable que el discurso
en el que ninguna idea se encuentra formalmente excluida asegure la verdad,
en tanto y en cuanto el mismo esté también estructurado de modo que incen
tive el examen de las ideas sobre la base de sus propios méritos. La lectura
profiláctica es incapaz de formular este argumento ampliado, puesto que in
siste, exclusivamente, en la virtud epistémica de la mayor cantidad de discur
so no estructurado por una regulación. Esta idea —que la calidad cuenta tan -
to como la cantidad— resulta ampliamente aceptada en otros contextos tales
como los debates formales o los alegatos procesales, en los que insistimos en
argumentos y no en demostraciones multimediáticas. Por el contrario, el mo
delo profiláctico coloca todos sus «huevos» epistémicos en una sola canasta
inestable, pues debe basarse, para respaldar el argumento de que su inflexi
bilidad sirve para el descubrimiento de la verdad, en la suposición suma
mente dudosa de que un debate desestructurado resulta más efectivo como
medio de descubrimiento que uno estructurado con igual cantidad de ideas
pero con menos actos discursivos.V I.
otro modo estarían a su alcance, siempre que no esté diseñada para favorecer
al gobierno o a algún partido, ideología o política frente a otros ni refleje nin
guna suposición sobre la verdad, falsedad, peligro o capacidad ofensiva de
ningún mensaje o presentación y siempre que resulte probable que mejore el
carácter democrático del discurso político, al hacer accesible la participación
para una mayor cantidad de ciudadanos en condiciones de igualdad, al me
jorar la calidad del discurso público, o en ambos casos.
Resultaría difícil defender la constitucionalidad de cualquiera de las pro
puestas mencionadas al comienzo de este capítulo, incluyendo las limitacio
nes en las contribuciones a las campañas actualmente en vigencia, si aceptá
ramos la lectura profiláctica de la Primera Enmienda. Debemos ahora
examinar esas propuestas a la luz de la lectura discriminatoria que he estado
defendiendo. Podría resultar útil destacar, en primer lugar, que aunque algu
nas de las propuestas podrían parecer radicales para los norteamericanos, re
sultan familiares en otras democracias. Por ejemplo, la adopción de todas
ellas acercaría en gran medida el sistema norteamericano al esquema electo
ral británico, el cual, de acuerdo con la opinión general internacional, fun
ciona muy bien. Es verdad que las elecciones en un sistema parlamentario
con un fuerte control de partido resultan diferentes en muchas formas de las
elecciones que se celebran en nuestro complejo sistema federal, que separa
las funciones legislativas y ejecutivas. Pero las diferencias no arruinan la com
paración. En noviembre de 1997, al formular su exhortación a favor de una
reforma de las campañas electorales, el presidente Clinton sugirió que la elec
ción en la que Tony Blair derrotó a John Major había sido más justa y mejor
argumentada que aquella en la que él había derrotado a Robert Dole.24 Las
propuestas también ayudarían a acercar nuestro sistema electoral a aquellos
puestos en práctica en otras democracias importantes, todos los cuales per
miten regular la política llevada a cabo en la radio y la televisión sin admitir
en ningún caso los gastos ilimitados.
Las propuestas elegidas para limitar los gastos de campaña resultan, por
supuesto, contrarias a la decisión adoptada en Buckley. En caso de que, en
deferencia a la lectura discriminatoria, esta sentencia se dejara sin efecto, la
Primera Enmienda permitiría fijar límites en los gastos que fueran lo sufi
cientemente altos como para que los funcionarios que buscan la reelección
no lograran aumentar la ventaja que ya tienen sobre los que desean despla
zarlos y que no evitaran que aquellos candidatos poco conocidos —o aque
llos grupos con políticas nuevas— generasen un interés público capaz de cap
tar la atención de los periodistas y otros comunicadores. A menos que estas
condiciones sean satisfechas, una restricción en los gastos comprometería la
igualdad de los ciudadanos y dañaría también la soberanía popular, porque a
' la gente se le negaría el conocimiento de las ideas que esos candidatos o gru
pos podrían ofrecer en caso de que les fuera permitido. La lectura discrimi
natoria no permite que se cause un daño significativo a ninguna de las di
mensiones de la democracia.
La última propuesta concede generosos fondos públicos para las campa
ñas políticas, pero prohíbe que los candidatos que los acepten lancen anun
cios en la radio y la televisión, excepto si se trata de emisiones políticas cuyo
formato tiende a fomentar el debate y a desincentivar la utilización de técni
cas subliminales u otras no argumentativas. Esta propuesta resulta más original
y problemática y, aun cuando la lectura discriminatoria hubiera sido reconoci
da y adoptada, sería controvertida. La legislación adoptada en consecuencia
no prohibiría nada, sino que meramente impondría condiciones sobre el uso
de los fondos públicos, dejando libre a cualquier político que prefiriera pa
gar anuncios políticos comunes con su limitado presupuesto de campaña, re
nunciando a dichos fondos. Sin embargo, la presión ejercida sobre los candi
datos y las emisoras para que aceptaran el dinero público sería tan fuerte, si
se tiene en cuenta que es posible que ellos supusieran que otros candidatos y
emisoras habrían hecho ya lo mismo, que las condiciones impuestas tendrían
un sesgo coercitivo. La lectura discriminatoria requiere entonces que quienes
propongan estos proyectos demuestren que, en la práctica, no van a perjudi
car a la democracia en ninguna de sus dimensiones.
Podría objetarse, por ejemplo, que un programa de fondos públicos que
impusiera tales condiciones ofendería la soberanía de los ciudadanos, por
que induciría a los políticos a no producir el tipo de exhortaciones políti
cas que la gente prefiere. Después de todo, los políticos no inundan la pro
gramación con anyncios negativos de treinta segundos por gusto personal,
sino porque^pzgan que son los que causan el mayor impacto. De todas ma
neras, debemos ser cuidadosos al distinguir entre lo que el público juzga
apropiado, en términos de discurso político, y a lo que de hecho él responde
—la industria de la publicidad se encuentra en gran medida construida sobre
la diferencia entre estos dos fenómenos—. Tanto por las encuestas como por
los mismos candidatos sabemos que la gente desaprueba los anuncios de tipo
político, y que este desagrado es considerado, en parte, responsable del ale
jamiento de tanta gente de la política.
Sin embargo, esto no responde por completo a la objeción antes mencio
nada, porque sigue siendo cierto que, a consecuencia de las condiciones im
puestas con relación a la financiación pública, algunas exhortaciones que de
otro modo les serían brindadas por los políticos no estarían disponibles para
ciertas personas en el volumen y la forma que ellos prefirieran. Pero es un
error pensar que la soberanía de los ciudadanos, o cualquiera de las otras dos
dimensiones de ja democracia, requiere que éstos tengan el derecho de recibir
información política en la forma que prefieran. Incluso para la lectura profi-
416 Práctica
VIII. C onclusión
Durante más de treinta años, las mejores universidades y los mejores colle-
ges* norteamericanos han utilizado políticas de admisión sensibles a la raza pa
ra aumentar su número de estudiantes negros, híspanos, chícanos, americanos
nativos y miembros de otras minorías.1 Autores y políticos conservadores han
atacado esta política de «discriminación positiva» desde el principio, pero aho
ra corre un peligro mayor que nunca, pues debe desafiar a las críticas en dos
frentes, el político y el legal. En 1995, en una votación de 14 a 10, los directores
de la Universidad de California declararon que la raza ya no podría ser tomada
en cuenta para las decisiones relativas a las admisiones en ninguna de las ramas
de dicha institución. En 1996, los votantes del Estado de California aprobaron
la Propuesta 209, que ratifica 51amplía esa prohibición al estipular que ninguna
institución estatal puede «discriminar, o brindar un tratamiento preferencial, a
cualquier individuo o grupo sobre la base de la raza, el sexo, el color, el origen
étnico o nacional en el empleo, la educación o las contrataciones públicas» . 2
* El sistema educativo norteamericano se estructura del siguiente modo. Una vez com
pletada la escuela secundaria, los estudiantes ingresan en la universidad o cn llege, que básica
mente consiste en un programa de cuatro años de duración durante el cual el alumno recibe
educación general —sin perjuicio de las especializaciones que éste pueda escoger— y a cuya fi
nalización obtiene el diploma de B ach elo r o f A r t s (B .A .), al que se hace referencia más adelante.
El co llege es ofrecido por una división especial de las universidades privadas o por instituciones
que se dedican exclusivamente a ello. Finalizada esta etapa, el estudiante que desee obtener un
título profesional debe ingresar en la universidad y cursar la carrera respectiva (derecho, física,
medicina, etc ). En virtud de la asimetría existente entre este sistema y los vigentes en España y
Latinoamérica y con el fin de evitar confusiones, juzgué más adecuado no traducir este vocablo
por “colegio". Corresponde, asimismo, formular la siguiente aclaración. Frecuentemente el
autor hace referencia de forma indistinta a «universidades» para referirse tanto a los college co
mo a las universidades (al menos para nosotros) propiamente dichas. (N. d e l t .)
1. Utilizo en este capítulo este concepto de raza del modo en que ha sido empleado en los
debates políticos y legales que discuto. Anthony Appiah, entre otros, ha sostenido que este uso
confunde «raza» con «color de piel» o «población». Véase su discusión en Appiah y Amy Gut-
mann, C o lo r C o n sc io u s: T h e P o lític a ! M o ra h ty o f R ac e , Princeton, Princeton University Press,
1996, p ág.73.
2. Un juez federal en San Francisco ordenó la suspensión de la aplicación de la Propues
ta 209, pero la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito levantó la suspensión, la Corte Su-
420 Práctica
prema rehusó considerar una apelación a esa decisión y, en consecuencia, la propuesta está aho
ra vigente. Véase T h e C o a litio n f o r E c o n o m ic E q u ity v. W ilson, 122 F. 3d 692 (9lhCir. J997), cert.
denied, 118 S. Ct. 397 (1997).
3. Véase John E. Morris, «Boalt Hall’s Affirmative Action Dilemma», A m erican L a w y e r ,
noviembre de 1997, pág. 4.
4. R e g e n is o f the U n iversity o f C a lifo rn ia v. B a k k e , 438 U.S. 265 U978). Los jueces del tri
bunal emitieron una gran variedad de opiniones en este caso. La del juez Lewis Powell, quien
diseñó la regla que describo en el texto, llegó a ser considerada como la expresión de los pun
tos de vista de cinco jueces, incluyendo a otros cuatro que hubieran incluso convalidado el es
quema de cuotas utilizado por la Facultad de Medicina de la Universidad de California -con se
de en Davis-, que Powell, en concordancia con los restantes cuatro jueces, invalidó. En la
opinión en el caso H o p w o o d que describo más adelante, dos jueces declararon que Powell sólo
había hablado por sí mismo. Pero esta interpretación ha sido vivamente controvertida (véase
«Recent Case: Constitutional Law», H a rv a r d I^aw R e v iew , n" 110, 1997, pág. 775) y la visión
contraria ha prevalecido en la opinión constitucional general. Para una discusión de las distin
tas opiniones del caso, véase Ronald Dworkin, «The B a k k e Decisión: Did it Decide A n yt-
hing?», N e w York R e v ie w , 17 de agosto de 1978.
5. H o p w o o d v. T exas, 78 F. 3d 932, ceri. d en ied , 116 S. Ct. 2.581 (1996). De los cinco jue
ces que decidieron el caso, dos, Smith y DeMoss, sostuvieron que B a k k e había sido abandona
do y que las universidades no podían ya utilizar clasificaciones raciales para lograr un cuerpo
estudiantil racialmente diverso. Otro, el juez Weiner, votó a favor de invalidar el plan de la Te
xas Law School, que de todas formas había sido ya remplazado por uno diferente, empleando
el argumento mucho más restringido de que no estaba «diseñado» para asegurar su alegado fin
Discriminación positiva: ¿funciona? 421
de la diversidad racial. Pero dicho juez discrepó con Smith y DeMoss respecto a la cuestión más
importante y rehusó afirmar que la diversidad racial no constituía un fin legítimo. Los dos jue
ces restantes, el presidente Politz y King, votaron en disidencia. En consecuencia, sólo dos de
los cinco jueces realmente declararon que Bakke había sido abandonado, pero el Quinto Cir
cuito, en pleno, declinó conceder una nueva vista del caso.
6. La Decimocuarta Enmienda se aplica sólo a la acción estatal y no a la privada y todos
los demandados en los principales casos de discriminación positiva en la educación superior
han sido divisiones o facultades de universidades estatales. Pero las universidades privadas es
tan de hecho sujetas a las mismas reglas, porque el Acta de Derechos Civiles prohíbe a cualquier
universidad que reciba cualquier tipo de fondos públicos o ayudas discriminar contra cual
quier raza y porque el código impositivo deniega la exención de impuestos a las universidades
que discriminen. Cualquier decisión de la Corte Suprema en el sentido de que la discriminación
positiva viola la Constitución significaría, presumiblemente, que discrimina entre el significado
de estas normas. Después de Hopwood, varias facultades de derecho privadas de Texas deja
ron de utilizar la raza como un factor en sus políticas de admisión. Véase «Beyond Hopwood:
Texas Schooís Consíder New Approaches», Dallas Morning News, 26 de octubre de 1997.
422 Práctica
nominada College and Beyond (C&B), que fue compilada por la Fundación
Mellon, de la cual Bowen fue presidente, durante cuatro años.7
La base de datos contiene información sobre cada uno de los más de
80 0 0 0 alumnos matriculados en veintiocho universidades y co lleges selecti
vos en 1951,1976 y 1989; estas instituciones son representativas de las facul
tades de élite que han llevado a cabo la discriminación positiva y abarcan, se
gún su nivel de selectividad en la admisión de alumnos, de Bryn Mawr y Yale
a Deníson y North Carolina (Chapel H¿11) .8 En el caso de los grupos de 1976
y 1989, la base de datos registra la raza, el género, las calificaciones obtenidas
en secundaria, la puntuación del SAT,* las especializaciones y calificaciones
logradas en el co llege, las actividades extracurriculares, cualquier anteceden
te sobre educación para graduados o en escuelas profesionales y, en muchos
casos, información sobre los antecedentes familiares —económicos y socia
les— de los alumnos. También recoge información sobre la experiencia post
universitaria de todos aquellos incluidos en la muestra que respondieron a
cuestionarios detallados enviados cuando se estaba compilando la base de
datos. Un número inusualmente alto de encuestados lo hizo —el 80 % en el
caso del grupo de 1976 y el 84 % en el del grupo de 1989.
Bowen, Bok y sus colegas han utilizado técnicas estadísticas avanzadas
para analizar, tanto como resulta posible, el distinto impacto de cada uno de
los grandes rangos de variables que el estudio agrupa. Lo han hecho en un in
tento por registrar las consecuencias que la discriminación positiva ha tenido
realmente, a lo largo de su extensa existencia, sobre los estudiantes y gradua
dos individuales, sobre sus co lleges y universidades y sobre las relaciones racia
les establecidas en el país en general. Su libro constituye un estudio sociológi
co extremadamente valioso, con independencia de sus resultados específicos
7. William G. Bowen y Derek Bok, The Shape o f th e R iver: L ong-Term C onseq uences o f
C onstdertng Race in C ollege and U niversity A dm issions, Princeton, Princeton University Press,
1998. El título del libro, así como la analogía del río empleada, quizá, exageradamente, están to
madas de la obra de Mark Twain Life on th e M ississippi (trad. cast.: Mark Twain, Viejos tiem pos
en elM isisipi, Barcelona, Icaria, 1989).
8. El estudio dividió las instituciones C&B en tres grupos, de acuerdo a sus niveles de se
lectividad en la admisión de estudiantes. A continuación menciono las instituciones pertene
cientes al listado de 1989 de acuerdo a su grupo (existen algunas variantes en los factores de se
lectividad en el listado de 1976). El grupo más selectivo (en orden alfabético) incluía a Bryn
Mawr, Duke, Princeton, Rice, Stanford, Swarthmore, Williams y Yale; en el siguiente figuraban
Barnard, Columbia, Emory, Hamilton, Kenyon, Northwestern, Oberlin, Smith, Tufts, Univer-
sity of Pennsylvania, Vanderbilt, Washington University, Wellesley y Wesleyan; y en el menos
selectivo Denison, Miami University (Ohio), Pennsylvania State, Tulane, Michigan (Ann Ar-
bor) y North Carolina (Chapel Hill).
En muchos casos se hará referencia a este estudio como «el estudio R iver». (N. d e l t.)
* S cholastic A ssessm ent Test. El SAT es un examen de aptitud exigido como requisito de
admisión por los co lle g e s norteamericanos cuyo objetivo es evaluar la habilidad intelectual del
candidato. (N d e l t.)
Discriminación positiva, ¿funciona? 423
Para medir la importancia y los límites del estudio R iver debemos tener
cuidado en distinguir los dos aspectos fundamentales de dicho debate.10El
primero de ellos es teórico: ¿es la discriminación positiva en favor de los es
tudiantes negros injusta, porque viola el derecho de cada candidato a ser juz
9. Los autores consideran, como factores que contribuyen a elevar los índices de aban
dono de estudiantes negros, una pobre educación secundaria en materia de técnicas de estudio
y los persistentes estereotipos de los que ellos son objeto en el callege.
10. Para una discusión más general de la distinción entre cuestiones teóricas (de princi
pio) y de políticas con especial referencia al debate de la discriminación positiva, véase Ronald
Dworkin, A M a tte r o f P rin cip ie, Cambridge, Mass., Harvard Uníversity Press, 1985.
424 Práctica
11. Véase, entre otras obras citadas en TbeShapc o jt h e R iver , Stephan Thernstrom y Abi-
gail Thernstrom, A merica in Black and W bite, Nueva York, Simón and Schuster, 1997: {«La
universidad había tenido la intención de que los estudiantes miembros de grupos minoritarios
se sintieran en su casa. Pero con el drástico aumento del número de aquéllos y con la creación
de hogares étnicos [sectores destinados exclusivamente para la residencia de estudiantes per
tenecientes a grupos étnicos determinados (N. d el /.)], el nivel de incomodidad de dichos estu
diantes en realidad aum entó»); y Shelby Steele, «A Negative Vote on Affirmative Action», De-
bating A ffirm ative A ction: Race, Hender, Etbnicity, and th e P olitice o f In clu sión , en Nicolaus
Milis (comp.), Nueva York, Delta, 1994: («El efecto del tratamiento preferencia! —la disminu
ción de los estándares normales para aumentar la representación de los negros— pone a los ne
gros en conflicto con un ámbito creciente de duda debilitadora, de manera que esta duda en sí
misma se convierte en una preocupación no reconocida que socava su habilidad para desem
peñarse, especialmente en situaciones de integración»).
Discriminación positiva: ¿funciona? 425
II
Los autores del estudio, antiguos rectores de universidad, son unos aca
démicos cautelosos y sensatos, muy cuidadosos al limitar sus planteamientos
a aquello que resulta amparado por la evidencia. Sin embargo, no tienen du
das con relación al resultado más importante de su estudio:
Si, al final del día, la pregunta es si las un iversidades y los colleges más se
lectivos triunfaron al educar a un núm ero significativo de estudiantes pro ve
nientes de m inorías que han alcanzado ya un éxito considerable y que en un
4 26 Práctica
12. Bowen y Bok, The Shape o f the River, págs. 284 y 290.
13. La brecha entre los promedios de calificaciones deí SAT de los estudiantes blancos y
los estudiantes negros se acortó considerablemente de 1976 a 1989 en las uníversidades más se
lectivas dentro de las incluidas en el listado C&B; Ibid., pág. 30.
* El LSAT es el Law School Admisión Test, el examen de admisión exigido por las uni
versidades de derecho de los Estados Unidos. (N. del t.)
Discriminación positiva: ¿funciona? 427
18. El estudio River también contradice otra hipótesis extendida. Algunos críticos allí ci
tados sostienen que ios estudiantes negros se especializan principalmente en materias «negras»,
tales como «estudios sobre la raza negra y el multícuituralismo», porque les resulta más fácil ob
tener buenas calificaciones en tales materias. Véase Lino A. Graglia, «Racial Preferencies in Ad
misión to Institutions of Higher Education», The Imperiled Academy, en Howard Dickman
(comp.), Nueva York, Transaction, 1993, pág. 135. En realidad, sin embargo, los estudiantes
negros de las universidades del listado C&B están distribuidos en las especializaciones en —apro
ximadamente— las mismas proporciones que los estudiantes blancos.
430 Práctica
Una gran parte de la información y los análisis ofrecidos por el estudio Rtver
contradice también esta sombría hipótesis. Los estudiantes negros, tomados en
su conjunto, que han asistido a universidades más selectivas no sufren perjuicios
financieros ni de otro tipo. Considerando cada nivel del SAT, cabe mencionar
que los individuos de esa raza que estudiaron en estas universidades ganan más
y se manifiestan más satisfechos con sus carreras que los que no lo hicieron. Los
que asistieron a ellas tampoco expresan, en su mayoría, ninguna disconformidad
o pesar cuando reflexionan sobre su experiencia como estudiantes, ni sugieren
que fueron «sacrificados» por los programas de discriminación positiva. Los gra
duados negros de las universidades incluidas en la lista C&B manifiestan su sa
tisfacción con relación a su experiencia universitaria en un nivel igualmente alto
—en el grupo de 1989, el 91 % se declaró «muy» o «algo» satisfecho— que el
nivel correspondiente a todos los demás estudiantes. Más aún, considerando to
dos los niveles del SAT, los estudiantes negros que estudiaron en las universida
des más selectivas de las incluidas en la lista C&B, en las que la brecha entre sus
calificaciones en el examen y el promedio para la institución era más grande, ma
nifestaron un nivel más alto de satisfacción, lo que se contradice con lo que la hi
pótesis de «encaje» sostiene. Esta hipótesis ha tenido un papel preponderante en
el debate sobre la discriminación positiva en los últimos años. El estudio River
—al menos hasta que sea desafiado por la evidencia y no por investigaciones me
diocres o anecdóticas— debería poner fin a dicho papel.
III
19. La diferencia era menor para las mujeres. Véase Bowen y Bok, The Shape o j the River,
pág. 123.
Discriminación positiva: ¿funciona? 43 t
Más aún, en cada tipo de actividad citada resultaba más probable que los
hombres negros —y no los blancos— ocuparan posiciones deliderazgo.
Estos resultados son particularmente interesantes si se tiene en cuenta el
temor tan extendido, expresado por Henry Louis Gates y Orlando Patterson,
entre otros, de que los negros educados de clase media iban a organizar nue
vas vidas distanciándose de las preocupaciones de la comunidad negra.2223Este
temor subsiste, pero las estadísticas ofrecidas por el estudio permiten abrigar
ciertas esperanzas. «El hecho de que este grupo esté proporcionando consis
tentemente más liderazgo cívico que su homólogo blanco indica que el com
promiso social y la preocupación por la comunidad no han sido dejados de la
do al primer signo de éxito personal.»2*
24. Ibid., pág. 231. En ei estudio también se preguntó dónde había comenzado la inte
racción entre los estudiantes de diferentes razas. El 93% de los negros y el 80% de los blancos
que manifestaron tener dos o más amigos cercanos de la otra raza citaron «en clase o en grupos
de estudio» y «compartiendo departamento o dormitorio» y cerca del 67% de ambos gru
pos citó «en fiestas u otras actividades sociales» y «en actividades extracurriculares».
434 Práctica
25. Louis Harris, «The Power of Opinión», Emerge, marzo de 1996, págs. 49-52. La en
cuesta de Harris se discute en un importante artículo de Andrew Hacker, «Goodbye to Affir-
mative Action?», New Yotk Review, 11 de julio de 1996.
436 Práctica
26. De acuerdo con un análisis, de los 2.171 negros que ingresaron a las universidades in
cluidas en el listado C&B en 1989, más de 1.(XX) hubiesen sido rechazados bajo una política de ad
misión genuinamente neutral a la raza y de los 646 que ingresaron en el grupo más selectivo de es
tas universidades, 473 hubieran sido rechazados; Bowen y Bok, The Shape o f the River, pág. 350.
27. Un estudio reciente ha estimado que si la discriminación positiva fuera eliminada en
la admisión a las facultades de medicina, el ingreso de individuos negros en «las facultades de
medicina más calificadas del país podría reducirse tanto como un 90%*; «What If There Was
No Aífirmative Action in Medical School Admissions?», Journal o f Blacks in Higber Education,
primavera de 1998/ pág. 11.
Discriminación positiva: ¿funciona? 437
28. Las instituciones de la base C&B, como la mayoría de los grandes co lle g e s y universi
dades, han declarado que intentan admitir tantos aspirantes provinientes de contextos econó
micamente desaventajados como resulte posible, Pero dichos aspirantes están —como no resul
tará sorprendente— muy mal preparados y relativamente pocos, incluso entre los negros,
pueden ser aceptados por las instituciones selectivas. El estudio R iver, utilizando una clasifica
ción vaga de estatus socioeconómico, mostró que aunque el 50% de las familias negras nortea
mericanas con hijos de entre 16 y 18 años encuadraba en la más baja de sus tres clases (en la cual
ninguno de los padres posee un título universitario —de co lle g e — y el ingreso anual de la fami
lia es menor a 22.000 dólares), sólo el 14% de los estudiantes negros aceptados en las institucio
nes C&B en 1989 pertenecía a dicha clase, y que aunque sólo el 3% de aquellas familias negras
estaba en la más alta de sus clases (en la que al menos uno de los padres es graduado y el ingreso
familiar anual es superior a 70.000 dólares), el 15% de los estudiantes negros aceptados prove
nía de ese contexto. Como ios autores señalan, las universidades de élite contribuyen a la movi
lidad social, principalmente al brindar oportunidades educativas a la clase media. «Usualmente
requiere más de una sola generación escalar a los peldaños más altos de la escala socioeconómi
ca.» Véase Bowen y Bok, The Shape o f th e R iver, pág. 50. De todas formas, resulta estimulante
que incluso el 14% délos estudiantes negros a cep ta d o s proviniera d e familias ton n ecesitadas.
29. Jeffrey Rosen, «Damage Control», N ew Yorker, 23 de febrero y 2 de marzo de 1998.
4 38 Práctica
sor John Yoo de la Boalt Hall, que hizo campaña a favor de la Propuesta 209,
ahora reconoce que la discriminación positiva convencional es un modo útil
de mantener la diversidad racial y, al mismo tiempo —como él lo expresa—,
de «limitar el daño» infligido a los estándares académicos en general.Jü
IV
ticular no elegido resulta muy pequeño. Según el estudio Rtver, si hubiesen si
do utilizados estándares neutrales a la raza en uno de los grupos de universida
des analizadas y, como consecuencia, hubiesen sido admitidos menos estu
diantes negros, la probabilidad de que cualquier candidato blanco de hecho
rechazado fuera admitido habría aumentado sólo de un 25 a un 26,5 %, ya que,
al haber tantos candidatos blancos rechazados con un nivel aproximadamente
igual en las pruebas y otras calificaciones, el agregar algunas plazas más no hu
biera mejorado mucho las posibilidades de ninguno de ellos. Cuando el Quin
to Circuito declaró inconstitucional el esquema de admisiones de la Texas Law
School y remitió el caso a un tribunal inferior para que reconociera la existen
cia de daños en favor de los demandantes blancos rechazados, el tribunal infe
rior les recompensó únicamente con un dólar para cada uno de ellos, ya que re
sultaba muy poco probable que cualquiera de los demandantes hubiese sido
admitido incluso bajo estándares neutrales a la raza.
¿Viola la discriminación positiva el derecho de los candidatos a ser juz
gados sólo sobre la base de sus aptitudes individuales? ¿Qué cuenta como
aptitud en este contexto? En algunas competencias, tales como un concurso
de belleza o un juego de preguntas y respuestas, la aptitud se relaciona sólo
con alguna cualidad física o intelectual: el ganador debería ser el candidato
más bello o más sabio. En otras, como un premio de literatura o una medalla
otorgada al valor, la aptitud se refiere a un logro anterior: el ganador debería
'ser aquel candidato que, en el pasado, ha producido la mejor obra o produc
to o ha demostrado tener una cualidad de alguna manera especial. Sin em
bargo, en otras competencias la aptitud se relaciona con una promesa futura
más que con un logro pasado o una propiedad natural. Una persona racional
no elige a un médico como tributo a su habilidad o para premiarlo por cura
ciones pisadas; elige al médico porque espera que haga lo mejor para él en el
^futuro, y toma en cuenta su talento innato o sus logros pasados sólo porque
—y en tanto que— éstos constituyen buenos indicadores de lo valioso que tal
profesional puede ser para él en el futuro.
La competencia por las plazas universitarias es, por supuesto, una com
petencia de este último tipo. Los funcionarios encargados de las admisiones
no deberían otorgar plazas como premios por los logros o esfuerzos pasados,
o como medallas por los talentos o virtudes inherentes: su deber es procurar
elegir un cuerpo de estudiantes cuyos integrantes hagan, en conjunto, la ma
yor contribución futura para los fines legítimos definidos por su institución.
La educación universitaria de élite constituye un recurso valioso y escaso, y
aunque resulta disponible sólo para muy pocos estudiantes, la solventa la co
munidad en general, incluso en el caso de aquellas universidades «privadas»
que son financiadas en parte con subsidios públicos y cuyos donantes «pri
vados» se benefician de ciertas deducciones impositivas. Las universidades y
co lleg e s tienen'entonces responsabilidades públicas: ellas deben elegir un
4 40 Práctica
el caso Bakke, puesto que, como el juez Powell sostuvo, una vez que el cupo
de blancos había sido completado ningún otro candidato de dicha raza podía
ser comparado —incluso sobre la base de considerar todas las variables— con
un estudiante negro aceptado en su lugar.’1Sin embargo, en las versiones con
temporáneas de la discriminación positiva que se practica en relación con las
admisiones universitarias no se utiliza ningún cupo: en este aspecto, estos pla
nes son como el plan de Harvard que Powell aprobó expresamente. Los fun
cionarios de admisiones efectúan ahora consideraciones caso por caso y ob
servando todas las variables y a veces aceptan a un estudiante blanco que
cuenta con una calificación en el SAT menor que la de un aspirante negro re
chazado. Nadie resulta aceptado o excluido simplemente en virtud de la raza.
Mucha gente siente enérgicamente que, a pesar de que las universidades
deberían considerar una amplia variedad de propiedades entre las calificacio
nes que toman en cuenta para la admisión, la raza, por razones especiales, no
debería estar entre ellas. Resulta crucial, sin embargo, distinguir diferentes
formas según las cuales la raza podría ser considerada especial y reflexionar
acerca de las implicaciones que cada una de ellas tiene. Hemos discutido ya
una: mucha gente cree que los estándares de admisión sensibles a la raza exa
cerban la tensión racial en vez de ayudar a aliviarla. Pero, a la luz de los resul
tados del estudio Rtver, podemos dejar ese argumento a un lado, a menos que
este estudio sea de algún modo cuestionado. Muchas personas también creen,
sin embargo, que las clasificaciones raciales no resultan en principio positivas,
aunque sus resultados sean en sí mismos deseables. De acuerdo con lo que
sostienen, no podríamos aceptar el argumento esgrimido por una facultad de
derecho según el cual rechaza a todos los aspirantes negros porque su objeti
vo es ayudar a la economía de la comunidad formando graduados que real
mente puedan trabajar en las firmas legales locales, en las que los negros no
son bienvenidos. Dichas personas insisten en que no podemos distinguir en
unqslano teórico entre ese uso detestable de la.raza para lograr resultados en
sí loables y un uso denominado «benigno». Y aunque pudiéramos hacer esa
distinción en el campo de la teoría no podríamos llevarlo a la práctica, porque
los usos detestables siempre podrían ser enmascarados como benignos.
El primero de estos argumentos es el más fácil de responder. Una distin
ción entre la discriminación positiva y otros usos malignos de la raza puede ha
cerse, al menos en teoría, de dos formas. En primer lugar, podemos definir un
derecho individual que las formas malignas de discriminación violan, pero
que los programas de discriminación positiva apropiadamente concebidos no:
el derecho fundamental de cada ciudadano a ser tratado por su gobierno, así31
31. Esta supuesta distinción entre los iniciales esquemas de cuotas y los más complejos
planes posteriores rcsdlta exagerada —véase Dworkin, «The B a k k e Decisión»—, pero ella se
encuentra ahora firmemente arraigada en el derecho constitucional.
444 Práctica
como por las instituciones que actúan con el apoyo de éste, como merecedor
de una igual consideración y respeto. Un ciudadano negro ve negado dicho
derecho cuando las universidades justifican una discriminación contra él ape
lando al hecho de que otros tienen prejuicios contra los miembros de su raza.
Pero el argumento a favor de la discriminación positiva no refleja, ni di
recta ni indirectamente, un prejuicio contra los ciudadanos blancos; la bús
queda de la diversidad racial no refleja un prejuicio contra los blancos en ma
yor medida de lo que la búsqueda de la diversidad geográfica expresa un
prejuicio contra la gente que vive en grandes centros urbanos. En segundo lu
gar, aunque es importante conceder a las universidades una amplia libertad
en el diseño de sus propios propósitos y fines, podemos concluir de todos
modos que algunos de los que una universidad puede adoptar resultan ¡legí
timos e inaceptables. Podemos rephazar, como tal, un fin que explota y re
fuerza la estratificación racial de nuestra sociedad.
Es verdad, sin embargo, que estas distinciones teóricas pueden ser difí
ciles de poner en práctica, particularmente porque dependen de jqicios sobre
motivos institucionales que son frecuentemente difíciles dé identificar. ¿Có
mo podríamos estar seguros, por ejemplo, de que un programa que otorga
preferencia a algunas minorías, como los negros e hispanos, no está motiva
do por una hostilidad hacia otros grupos de ciudadanos —asiáticos-america
nos o judíos, por ejemplo— que cuentan con buenas calificaciones en loa exá
menes y serían admitidos en mayor número si las políticas de admisión fueran
neutrales a la raza, o por un deseo todavía más vulgar de los funcionarios de
admisiones de algunas instituciones —quienes podrían ser ellos mismos ne
gros— de favorecer a su propia gente a expensas de otros? ¿No sería mejor
protegernos de esta posible corrupción prohibiendo directamente cualquier
uso de la raza ep las admisiones universitarias?
Este argumento ha sido utilizado en contextos no universitarios como un
argumento, por ejemplo, en contra de la posibilidad de permitir a los consejos
municipales, que podrían estar dominados por miembros negros o depender
del apoyo de individuos de dicha raza, reservar un cupo de contrataciones en
el ámbito de la construcción a aquellas firmas cuyos propietarios sean negros,
o de permitir a una legislatura estatal, que podría estar influida por la política
racial en éstas y otras formas, diseñar distritos electorales para que un mayor
número funcionarios negros resulten electos.52 Sea o no en estas otras sitúa-32*
sean vistas como capaces de infligir una forma especial de daño. Pero de todas
maneras sería perverso no permitir el uso de dichas clasificaciones para ayudar
a combatir el racismo que constituye la verdadera y continua causa de tal daño.
La naturaleza psicológica especial de la raza no es un hecho fijo al cual una po
lítica deba siempre prestar deferencia. Es un producto y un signo del racismo,
por lo que no debe permitirse que proteja a aquel que la ha generado.
Deberíamos considerar una razón final, ubicada en la intersección de cues
tiones morales y legales, acerca de por qué la raza podría ser considerada espe
cial. Frecuentemente se sostiene que la historia social y constitucional nortea
mericana nos ha comprometido, como pueblo, a la conformación de una
sociedad ciega al color no sólo en materia de nuestros fines últimos, sino tam
bién de los medios que nos es permitido utilizar para alcanzar cualquiera de
ellos. De acuerdo con este argumento, las reformas constitucionales adoptadas
después de la guerra civil, entre las cuales se encuentra la garantía de la Deci
mocuarta Enmienda, que alude a «igual protección de las leyes», marcaron el
camino de un compromiso nacional —tanto moral como legal— de negar a la
raza cualquier papel oficial en nuestros asuntos, cualesquiera que éstos fueran.
Si esto es así, entonces los programas universitarios de discriminación positiva
son malos en un campo teórico, violen o no los derechos de alguien como indi
viduo, puesto que defraudan este importante compromiso nacional.
De todos modos, a pesar de que resulta popular, este argumento no es
persuasivo. Algunos críticos de la discriminación positiva sostienen, como
hemos visto, que un compromiso de ceguera frente al color sería una sabia
decisión estratégica; que haríamos un mejor trabajo a la hora de hacer frente
y eliminar el racismo a largo plazo si siempre evitáramos cualquier clasifica
ción racial, incluso aquellas que podrían parecer, a corto plazo, efectivas con
tra él. Sin embargo, estos mismos críticos no han ofrecido ningún argumento
a favor de dicha hipótesis estratégica y el estudio R iver parece probar que es
falsa. Tampoco existe ningún fundamento para suponer que la Constitución,
o cualquier otra cosa, haya comprometido a la nación con esa estrategia. La
Decimocuarta Enmienda no menciona la raza, y ninguna interpretación plau
sible de ella demuestra automáticamente la exclusión de todo tipo de clasifi
cación racial como medio para alcanzar una justicia mayor. Tampoco el pue
blo norteamericano, por medio de un consenso vigente o sustentado durante
mucho tiempo, ha excluido todas esas clasificaciones para el logro de dicho
propósito. El supuesto compromiso nacional es una ilusión.
De acuerdo con la que constituye la mejor evidencia disponible, por tan
to, la discriminación positiva no resulta contraproducente. Al contrario, pa
rece tener un éxito extraordinario. Tampoco es injusta, ya que no viola nin
gún derecho individual ni compromete ningún principio moral. ¿Es de todos
modos inconstitucional, tal como los jueces del Quinto Circuito han sosteni
do en el caso H opw ood?
Discriminación positiva: ¿funciona? 447
33. De hecho, algunos de los jueces de la Corte Suprema han hablado del ideal constitu
cional de los Estados Unidos como una sociedad ciega al color. Pero lo han hecho al considerar
qué derechos constitucionales reconoce la cláusula de la igual protección contra las clasifica
ciones raciales, no como parte de un argumento que sostiene que debería interpretarse que la
Constitución prohíbe tales clasificaciones como cuestión de estrategia. Los jueces no tienen
autoridad para formular sus propios juicios estratégicos acerca de políticas, en desafío a la sa
biduría colectiva de los expertos, ni para utilizar la Constitución para proteger a estos juicios
estratégicos de cualquier test o desafío. Véase Ronald Dworkin, F re e d o m 's ¡j i w , Cambridge.
Mass., Harvard University Press, 1996.
Capítulo 12
Center for Individual Rights, una organización con sede en Washington D.C.
que había provocado el litigio en el caso H opw ood, inició en 1998 una acción
legal similar en Michigan desafiando el plan de discriminación positiva de la
universidad de dicho Estado, y se espera que se inicien acciones similares en
otras jurisdicciones. La Corte Suprema va a tener que fallar pronto respecto
a esta cuestión.
Sería no sólo irónico, sino también triste que el tribunal dejara ahora de
lado su propia decisión —vigente por tanto tiempo—, ya que justo ahora se
dispone de una evidencia clara del valor que la discriminación positiva tiene
sobre la educación superior de élite. Los críticos de estas políticas han argu
mentado durante mucho tiempo, entre otras cosas, que causa más daño que
bien, puesto que exacerba —en lugar de reducir— la hostilidad racial y per
judica a los estudiantes miembros de grupos minoritarios que resultan selec
cionados para las universidades de élite, en las que deben competir con otros
estudiantes cuyos resultados en los test y otras calificaciones académicas son
mucho más altos que las suyas. Pero un nuevo estudio —The Shape o f th e Rt-
ver, de William G. Bowen y Derek Bok— emplea una enorme base de datos
sobre los antecedentes y la historia de los estudiantes, así como técnicas esta
dísticas sofisticadas, no sólo para refutar aquellos argumentos, sino para de
mostrar lo contrario.’ De acuerdo con el estudio R iver, la discriminación po
sitiva ha logrado un éxito significativo, puesto que ha aumentado en mayor
medida los índices de graduación entre los estudiantes universitarios negros
y ha producido una mayor cantidad de líderes de dicha raza en la industria,
las profesiones y los servicios comunitarios y vecinales —así como mayor in
teracción y más lazos de amistad perdurables entre miembros de diferentes
razas— de lo que de otra forma hubiese sido posible. (He discutido detalla
damente los resultados e implicaciones de este estudio en el capítulo 11.) Se
gún se asegura en dicho estudio, si la Corte Suprema declarara inconstitucio
nal la discriminación positiva, el ingreso de estudiantes negros en los co lleges
y las universidades de élite se vería profundamente reducido, y casi ningún
estudiante de esa raza sería admitido a las mejores facultades de derecho y
medicina.34 Esto constituiría un enorme fracaso para la armonía racial y la jus
3. William G. Bowen y Derek Bok, The Shape o f th e R tver: L ong-Term C onseq uences o f
C onsidering Race in C ollege and U niversity A dmissions, Princeton, Princeton University Press,
1998.
4. Abigail Thernstrom, firme oponente de la discriminación positiva, ha sostenido que el
estudio R iver, al llegar a sus conclusiones sobre las consecuencias hipotéticas de las políticas de
admisión neutrales a la raza, ignoró el efecto «cascada»: algunos de los negros que hubiesen si
do aceptados por instituciones altamente selectivas bajo la discriminación positiva, pero que
hubieran sido rechazados por aquellas instituciones bajo estándares neutrales a la raza, se ha
brían entonces inscrito y habrían sido aceptados en instituciones menos selectivas en algún as
pecto. Véase Abigail Thernstrom, «A Flawed Defense of Preferences», Wall Street Journal, 2 de
Discriminación positiva: ¿es equitativa? 451
octubre de 1998. De hecho, el estudio River prestó atención explícita a este efecto, lo que re
sultó claramente reflejado en las conclusiones del libro acerca de que las políticas neutrales a la
raza reducirían einúmero de negros en las instituciones analizadas al menos en un 50 %. Véa
se Bowen y Bok, The Sbape o f tbe River, págs. 35-42 y 349, y tablas apéndices B.4 y B.5.
452 Práctica
5. Procuro identificar los distintos dilemas suscitados por el concepto de la intención le
gislativa —y clarificar ese concepto— en Law í Empire, Cambridge, Mass., Harvard University
Press, 1986, cap. 9 (trad. cast.: El imperio de la justicia , Barcelona, Gedisa, 1988).
6. Romer v. Evans, 488 U.S. 469, pág. 511 (J. Stevens, en parte de acuerdo en la argu
mentación y de acuerdo con la decisión). Discuto esta decisión en el capítulo 14.
7. Muchos historiadores constitucionales creen que la Corte Suprema desarrolló en eta
pas el cuerpo de doctrinas que describo en el próximo párrafo principalmente como reacción
frente a la hostilidad que este órgano suscitó cuando invalidó piezas centrales de legislación
económica progresiva antes y durante el New Deai. Véase, por ejemplo, K. G. Jan Pillai, «Phan-
tom of the Strict Scrutiny», New England Law Review, n° 31, 1997, pág. 397.
Discriminación positiva: ¿es equitativa? 453
8. Juez Powell, en San A ntonio In d ep en d en t S ch ool D istrict v. R odríguez, 411 U.S. 1, pág.
28 (1973). En este caso, el tribunal rechazó la sugerencia de que los pobres, como tales, cons
tituyen una clase sospechosa. El mismo concepto de clase sospechosa no se encuentra libre de
serias dificultades y ambigüedades; discuto estas dificultades de concepto en el capítulo 14.
Pero estos problemas no se encuentran relacionados con la controversia de la discriminación
positiva.
9. Gerald Gunther, «The Supreme Court, 1971 Term - Foreword: In Search of Evolving
Doctrine on a Changing Court: A Model for a Newer Equal Protection», Harvard Lau) R eview ,
n° 86, 1972, pág. 8. Algunas de las pocas excepciones —los «Casos de Detención de Japone
ses», en los cuales la Corte Suprema convalidó la detención de japoneses norteamericanos du
rante la segunda guerra mundial— fueron desafortunadas. Véase K orem atsu v. U nited States,
323 U.S. 214 (1944) y Hirabayashi v. U nited States, 320 U.S. 81 (1943).
454 Práctica
II
14. Ibid, pág. 521. Los jueces del Quinto Circuito citaron este pasaje de la opinión de
Scalia; véase Hopwood, 78 F.3d, pág. 945, n. 26.
4 58 Práctica
15. O’Connor reveló, en Croson, que parte del motivo para exigir un escrutinio estricto,
incluso en el caso de clasificaciones raciales aparentemente benignas, era reflejar, en términos
de doctrina constitucional, la gran sospecha y el disgusto de los norteamericanos hacia toda cla
sificación racial. La versión impugnatoria del escrutinio estricto expresa esta sospecha y este
disgusto en la pesada carga de la prueba que pone en cabeza de las instituciones que se sienten
compelidas a emplear tales clasificaciones. Como sugerí, creo que incluso la versión impugna
toria impone una carga demasiado pesada sobre los distintos poderes y secciones del gobierno,
desde el Congreso a los consejos municipales, que se encuentran lidiando con complejos pro
blemas de segregación racial de fado en la industria y la política. Mi intención al distinguir la
versión impugnatoria de la versión de la necesidad imperiosa del escrutinio estricto no es apo
yar a la primera, aunque sea claramente preferible a la última, sino sólo hacer patente lo que el
tribunal ha decidido realmente y lo que sus decisiones del pasado implican para casos futuros.
Discriminación positiva: ¿es equitativa? 459
Los tres jueces del tribunal que he citado —Scalia, Rehnquist y Tho-
mas— han manifestado sin embargo que van a insistir en un enfoque similar
a la lectura de la necesidad imperiosa. En su opinión concurrente en el caso
Croson, Scalia, por ejemplo, sostuvo que el único interés que él reconocería
como concluyente, aparte del de la emergencia que pone en riesgo «la vida y
la salud», es un interés de la comunidad en eliminar «su propio apoyo de un
sistema de clasificación racial ilegal» . 17 Pero existe amplia evidencia de que
16. Véase la discusión sobre la igual protección en Ronald Dworkin, Freedom's \mw,
Cambridge,,Mass., Harvard University Press. 1996.
17. C r o s o n f4 8 8 U.S., pág. 524.
460 Práctica
los otros seis jueces actuales preferirían una lectura mucho más cercana a la
impugnatoria, puesto que, en cualquier caso, someterían la discriminación
positiva a un escrutinio estricto.
La opinión de O’Connor en Croson fue completamente diferente de la de
Scalia. Es cierto que ella sostuvo que las «clasificaciones basadas en la raza
conllevan un peligro de daño estigmatizador. A menos que sean estrictamente
reservadas para situaciones correctivas, pueden de hecho promover nociones
de interioridad racial y conducir a una política de hostilidad racial» . 18 Pero és
te es un lenguaje especialmente cauteloso —«pueden» no es «van a», y el estu
dio River sugiere que la inquietud de O’Connor no estaba justificada en el caso
de la educación superior— que se entiende mejor tomado como explicación
de por qué las clasificaciones raciales que no son correctivas en el sentido más
estrecho deben ser sometidas a un examen particularmente cuidadoso.
En cualquier caso, sería ciertamente erróneo concluir que O’Connor tuvo
la intención de decir que ninguna institución podía utilizar nunca clasificacio
nes raciales excepto en esa forma correctiva estrecha.19 En efecto, ella expresó
claramente que el escrutinio estricto que proponía no estaba ideado para rem
plazar un examen cuidadoso —caso por caso—, diseñado para «hacer públi
cos» los usos ilegítimos de la raza, por una regla mecánica y absoluta que inva
lidara todos los planes que no cumplieran con un test simple a priori. «Si una
indagación judicial acerca de la justificación de las medidas basadas en fa-raza
estuviera ausente», sostuvo, «no existiría manera de determinar qué clasifica
ciones son “benignas” o “correctivas” y cuáles están de hecho motivadas por
nociones ilegítimas de inferioridad o por una simple política racial.» 20
O’Connor fue especialmente cuidadosa en señalar los rasgos del plan de
la ciudad de Richmond que, según su punto de vista, invitaban a sospechar
que se encontraba en realidad motivado por una «simple política racial».
23. Adarand Constructors Inc. v. Pena, 515 U.S. 200, pág. 228,237 (1995).
24. Croson, 488 U.S., pág. 511.
25. Ibid., pág. 518-519.
26. Adarand, 515 U.S., pág. 269.
27. Ibtd,, pág. 275.
Discriminación positiva: ¿es equitativa? 463
III
La opinión compartida por los dos jueces en el caso H opw ood al suponer
que el tribunal había adoptado ya una prueba mecánica de escrutinio estric
to —prueba que permite que los planes universitarios de discriminación po
sitiva que siguen el modelo del caso Bakke sean automáticamente inconstitu
cionales— resultó, en consecuencia, incorrecta.28 De esto no se sigue, sin
embargo, que el tribunal no vaya a invalidar los estándares de admisión sen
sibles a la raza en la sentencia que muchos comentaristas predicen que dicho
tribunal va a dictar, incluso de acuerdo con una lectura menos mecánica —
impugnatoria— del escrutinio estricto.
Entonces debemos preguntarnos si, y de qué modo, los planes universi
tarios de discriminación positiva pueden sobrevivir a una prueba de escruti
nio estricto entendido de esta forma. El estudio R iver sugiere dos objetivos
principales para justificar criterios de admisión sensibles a la raza: la necesi
dad de las universidades de contar con una diversidad racial en sus cuerpos
estudiantiles y la necesidad de la comunidad de contar con una mayor pre
sencia de miembros de grupos minoritarios en destacados puestos políticos,
de negocios y profesionales. ¿Resulta alguna de estas necesidades lo suficien
temente «concluyente» como para justificar el uso de la raza —como un fac
tor entre muchos otros— en la evaluación de los aspirantes? ¿Contradice la
evidencia todo rastro de sospecha razonable de que las universidades en-
cuestadas en el estudio R iver han utilizado la raza persiguiendo propósitos
ilegítimos?
El mismo juez Powell insistió, en el caso Bakke, en que los planes de dis
criminación positiva se encontraban sujetos al escrutinio estricto y su deci
sión de quejas universidades podían buscar la diversidad racial fue en con
secuencia un pronunciamiento en el sentido de que ésta constituía un interés
lo Suficientemente concluyente como para sobrevivir a ese escrutinio. Es cier
to que O’Connor rechazó en otros contextos una justificación de la diversi
dad, no sólo en Croson, sino también en su opinión disidente en el caso M etro
Broadcasting, en el cual la Corte Suprema convalidó los planes de la Federal
Communications Commission (FCC) que daban preferencia a las firmas cu
ya propiedad estuviera en manos de minorías en las solicitudes de licencias
para la explotación de nuevas estaciones de radio y televisión —la FCC argu
mentó que dichas preferencias resultaban necesarias para mejorar la diversi
28. Los jueces del Quinto Circuito admitieron que una división de una universidad po
dría emplear discriminación positiva para ayudar a poner fin a su propia discriminación del pa
sado en contra de aspirantes miembros de minorías. Sin embargo, ia excepción no tiene im
portancia práctica: como los mismos jueces señalaron, la Texas Law School, como todas las
otras universidades de élite, puso fin a cualquier discriminación en contra de minorías mucho
tiempo atrás.
464 Práctica
nuino de que los programas de admisión sensibles a la raza vayan a ser utili
zados como pretexto para perjudicar a otro grupo particular de aspirantes.
Cualquier sospecha de esto podría ser examinada, como dije, utilizando me
dios estadísticos como aquellos empleados en el estudio R iver, esto es, efec
tuando un análisis de los estudiantes rechazados retrospectivamente para
ver si eran miembros en un número desproporcionado de algún grupo sos
pechoso.
Por su parte, existe amplia evidencia de que O’Connor, así como varios
otros miembros del actual tribunal, ha aceptado ya que la búsqueda de la di
versidad racial entre los estudiantes resulta de un interés concluyente que so
brevive al escrutinio estricto. En 1986, en el caso Wygant, la Corte Suprema
invalidó un acuerdo colectivo del consejo administrativo de una escuela de
Michigan que otorgaba a los maestros pertenecientes a grupos minoritarios
una protección especial contra los despidos. Dicho tribunal rechazó el argu
mento del consejo escolar, según el cual su interés en corregir los efectos de
las discriminaciones del pasado sobre la comunidad en su conjunto, o de con
vertir a los miembros negros del cuerpo de profesores en «modelos» con los
cuales los estudiantes negros pudieran identificarse justificaba esta clasifica
ción racial.32 O’Connor escribió una opinión por separado en la cual advirtió
de que el consejo no había alegado el haber actuado para proteger la diversi
dad racial en su cuerpo de profesores, y que por ello no podía entenderse que
el tribunal hubiera excluido ese interés como concluyente.33 «Aunque sus
contornos precisos son inciertos —sostuvo— se encontró un interés estatal
en la promoción de la diversidad racial lo suficientemente “concluyente” —al
menos en el contexto de la educación superior— como para apoyar el uso de
consideraciones raciales para su impulso. » 34
Asimismo, O’Connor ha citado en varias oportunidades la opinión de
Powell en Bakke —según la cual la diversidad en la educación superior es un
tificaciones que miran al futuro y según las cuales esas clasificaciones pueden,
en algunas circunstancias, estar de acuerdo con el interés general de la co
munidad.
Las justificaciones compensatorias suponen que la discriminación posi
tiva resulta necesaria, como Scalia expresó, para «compensar» a las minorías
por el daño infligido a su raza o clase en el pasado. Como dicho juez advirtió
acertadamente, constituye un error pensar que una raza «deba» a otra una
compensación. Sin embargo, las universidades no utilizan estándares de ad
misión sensibles a la raza para compensar a los individuos o a los distintos
grupos. En efecto, la discriminación positiva es una empresa que mira al fu
turo —no al pasado—, y los estudiantes que son miembros de los grupos mi
noritarios a quienes beneficia no han sido necesariamente víctimas, como in
dividuos, de alguna injusticia en el pasado. Las universidades más importantes
no esperan formar un mayor número de estudiantes negros o pertenecientes
a otras minorías a modo de reparación por las injusticias cometidas en el pa
sado, sino para construir un futuro mejor para todos, ayudando'a deshacer
una maldición que el pasado ha puesto sobre todos nosotros.
O’Connor y otros jueces han manifestado su preocupación por el hecho
de que toda justificación correctiva amplia y general de la discriminación po
sitiva resulte demasiado «amorfa» o «indefinida», ya que puede permitir la
existencia de preferencias raciales hasta el momento en que todas las indus
trias y todos los estratos sociales o profesionales tengan la misma composi
ción racial y étnica que la nación en general. Pero aunque esta inquietud acer
ca de las consecuencias de las imposiciones del gobierno con relación a la
contratación de empleados o a las regulaciones contractuales resulte genuina
o exagerada, está claramente fuera de lugar como objeción a los planes uni
versitarios de discriminación positiva. Si cualquier órgano de gobierno —sea
el Congreso o un consejo comunal— exige a los empresarios o a los contra
tistas tomar un cupo de trabajadores negros o reservar un cupo de contratos
para empresas dirigidas por individuos de dicha raza, su decisión asegurará
una representación racial particular en algún segmento del empleo o la in
dustria. Ningún proceso natural de toma de decisiones puede alterar o mo
dificar esa estructura racial mientras el programa instrumentado por el go
bierno esté funcionando. En estos casos, es el gobierno —y sólo él— quien
decidirá qué puestos de trabajo van a ocupar los miembros de cada uno de
los grupos étnicos o raciales que designe, cuántos de ellos lo harán y en qué
sectores, roles o cargos. Aquellos jueces que sean particularmente sensibles
al peligro de que algunas de estas decisiones sean adoptadas sobre la base de
motivos impropios van a mostrarse reticentes a aceptar una justificación tan
amplia como el argumento de que resultan necesarias para prevenir la exclu
sión de una u otra raza del poder, la riqueza y el prestigio.
Discriminación positiva: ¿es equitativa? 469
I. I ntroducción
1. Esta distinción ha sido elaborada en mi libro Life's D ominium, Nueva York, Alfred A.
Knopf, 1993 (trad, cast.: El dom in io d e la vida: una discusión sobre e l aborto, la eutanasia y la li-
b erta d individual, Barcelona, Ariel, 1998).
Jugar a ser Dios: genes, clones y suerte 473
aunque con frecuencia se las presenta de forma defectuosa bajo ese ropaje. Se
entenderían mejor si se hiciera una referencia fuerte e instructiva a valores in
trínsecos e independientes.
un bien, sino que es posible que cause un mal, puesto que una sentencia de
muerte podría resultar desmoralizadora, o porque resultaría catastrófico que
esa información llegara a manos de empresarios, aseguradoras y otras perso
nas a quienes el sujeto desea negar esa información. Mi propio punto de vista
es, sin embargo, que debería permitirse realizar las pruebas a los adultos que
lo deseen y que tengan una comprensión clara de su importancia y de los ries
gos que conlleva que esta información resulte accesible para otros. Por ejem
plo, las personas que pertenecen a grupos familiares en los que se ha desarro
llado la enfermedad de Huntington pueden estar aterrorizadas ante la
posibilidad de ser también víctimas de esa enfermedad, y se debe permitir que
decidan si el alivio potencial frente a un resultado negativo justifica el riesgo
de uno positivo y demoledor. También muchas personas desearían saber si su
vida está condenada a ser breve para poder disfrutar mejor una vida corta, y se
les debería permitir esa oportunidad. Como veremos, contamos con razones
más generales para restringir el acceso de terceros a los resultados de las prue
bas genéticas. No obstante, sean cuales sean los límites que la comunidad de
cida que es posible y deseable poner al acceso por parte de terceros a esa in
formación, los pacientes adultos deben tener la posibilidad de apreciar por sí
mismos el riesgo de cualquier peligro existente.
No obstante ¿qué pasa con los niños? ¿Pueden permitirse las pruebas ge
néticas generales antes del nacimiento —si no después— que podrían revelar
anomalías genéticas? Podría parecer injusto que un niño creciera en un mun
do en el que los demás'saben que está condenado, aunque, de algún modo,
esta información esté limitada a su propia familia, que inevitablemente lo tra
tará de una manera diferente. Pero ¿sería correcto negarle a una familia tal in
formación, que podría usar no sólo para ayudarle a preparar su vida, sino pa
ra impedir las peores consecuencias a otros miembros de la familia? Una
prohibición lep!».¡ de las pruebas generales podría tener efectos deletéreos so
bre la investigación y frenar la búsqueda de tratamientos para enfermedades
que actualmente son incurables. En resumen, creo que se debe permitir a las
familias realizar pruebas generales, pero esta práctica reafirma la necesidad
de poner límites efectivos a la diseminación de la información genética.
B. Pruebas prenatales
D. ¿ Q u ié n p u ed e sa b e r?
Ahora debo hacer frente a una serie de cuestiones muy diferentes. ¿Qué
restricciones deben imponerse al uso de la información genética por parte de
quien sea en ese caso el interesado? Quienes critican las pruebas genéticas
mencionan distintos tipos de perjuicios que podrían ser fruto de la difusión de
estos resultados. Si se sabe fehacientemente que alguien va a morir joven o que
es particularmente vulnerable frente a una enfermedad, será tratado de mane
ra diferente por los demás. Por ejemplo, podrían considerar que es mucho me
nos atractivo casarse o ser amigo de esa persona. O, por el contrario, la gente
puede mostrarse excesivamente solícita o atenta, y esa conducta puede resul
tar igualmente indeseable. En algunos casos —especialmente el de empresa
rios y aseguradoras— las consecuencias pueden ser económicamente ruino
478 Práctica
sas: alguien puede convertirse en una persona a la cual le será imposible con
seguir empleo, por lo menos en una ocupación deseada, o convertirse en no
asegurable, excepto, quizá, con pólizas discriminatorias y prohibitivas, y esto
como consecuencia de la información que otras personas poseen sobre sus ge
nes. ¿En qué medida son justas estas consecuencias devastadoras?
Debemos comenzar reconociendo que la injusticia, cuando la hay, forma
parte de nuestras vidas. Las personas que presentan una discapacidad visible
sufren, por ello, daños sociales y emocionales, y tanto los empresarios como
las compañías aseguradoras tienen derecho a requerir determinada informa
ción sobre su historial médico y a actuar conforme a él. Sin embargo, el acce
so a un perfil genético amplio o incluso a una información selectiva sobre la
predisposición genética a contraer cáncer, una enfermedad cardíaca o a tener
un comportamiento agresivo, o una determinada orientación sexual mientras
persista la epidemia del sida, aumentaría la vulnerabilidad de las personas
frente a distintas formas de discriminación.
La primera respuesta instintiva de la gente frente al peligro es suponer
que la difusión de la información genética debe estar bajo el exclusivo con
trol del propio afectado. Pero este requisito parece demasiado fuerte, inclu
so en un principio, y extremadamente difícil, si no imposible, de asegurar en
la práctica.'¿No se debería usar nunca la prueba del ADN en los juicios e in
vestigaciones criminales? El caso deplorable de O. J. Simpson al menos edu
có al público tanto sobre el poder como sobre la fragilidad de tales pruebas.
Deberíamos mostrarnos renuentes, sin embargo, a renunciar totalmente a su
uso, hasta que las técnicas de almacenamiento y prueba se vuelvan más fia
bles. ¿Qué pasa con los oficios en los cuales la predisposición a contraer una
enfermedad plantea una verdadera amenaza para el público? Por ejemplo, la
predisposición a sufrir un ataque cardíaco en un piloto o a padecer una en
fermedad grave en un presidente. ¿Es correcto que las personas que real
mente plantean riesgos muy diferentes a las aseguradoras paguen lo mismo
por su seguro? ¿Significa esto que unos subsidian a otros? Pensamos que es
correcto que los fumadores paguen tasas más altas por sus seguros de vida.
Supongamos que encontramos un par de alelos que predisponen para ser
adicto o no a la nicotina, ¿sería injusto, en este caso, pedir a los fumadores
que pagaran más? Y si no lo es, ¿por qué el hecho de que el peligro de un per
fil genético, más que seguir latente en los cromosomas, se exprese en un com
portamiento visible implica darle un tratamiento diferente?
¿Cómo es posible discriminar, en el práctica, entre el uso correcto e inco
rrecto de la información genética? Supongamos que se prohíbe a las compa
ñías de seguros de vida o de salud el exigir una serie de pruebas genéticas co
mo condición para contratar el seguro, o preguntar a sus candidatos si han
realizado esas pruebas. Entonces las aseguradoras se destruirían por «selec
ción adversa»: las personas que ya hubieran realizado las pruebas genéticas
Jugar a ser Dios: genes, clones y suerte 479
contratarían seguros mucho más onerosos cuanto mayor fuera el riesgo de pa
decer alguna enfermedad, y no contratarían ningún seguro si corrieran un
riesgo mucho menor, por lo que las compañías quebrarían. Entonces, ¿debe
rían estar autorizadas, las compañías aseguradoras, a solicitar información de
quienes aspiran a tener un seguro y ya cuentan con sus propias pruebas? De
este modo se desalentaría a las personas a realizar tales pruebas, y su propia sa
lud y la salud pública resultarían perjudicadas (esto podría denominarse el
«dilema del seguro»).
Estas preguntas y comentarios simplemente sugieren la complejidad de
los problemas que, de forma mucho más evidente, ponen de manifiesto cier
tos dilemas sobre la justicia social con los que convivimos desde hace mucho
tiempo, pero que hasta el momento no hemos entendido o no hemos afron
tado de forma adecuada. Tenemos que abordar los problemas —al menos en
el contexto genético— en dos frentes. En primer lugar, necesitamos conti
nuar desarrollando criterios para establecer una serie de prácticas de empleo
equitativas, administradas por agencias competentes que medien entre los in
tereses públicos y comerciales. Las compañías aéreas podrían ser autorizadas
a solicitar un conjunto de pruebas apropiadas para los pilotos —asumiendo
los costes— porque la balanza del interés público recae a favor de tales prue
bas. Pero dado que pocos hombres de negocios aceptarían contratar y formar
a alguien si supieran que morirá de enfermedad de Huntington a una edad
mediSf temprana, deberíamos impedir a la mayoría de los empresarios que
exigieran contar con un tipo de información que podría revelar una predis
posición a padecer esa enfermedad. El impacto del desempleo permanente
en la vida breve de alguien que está sentenciado a muerte es demasiado ele
vado y justifica el hecho de que los empresarios sigan corriendo los riesgos a
los que siempns-han tenido que hacer frente, a pesar de que los avances ge
néticos actuales hacen técnicamente posible la reducción de esos riesgos.
.. Él problema deí seguro podría ser abordado de un modo más directo. El
dilema del seguro proporciona, creo, un argumento finalmente irresistible: la
salud básica y el seguro de vida no deberían seguir en manos del sector priva
do. Los Estados Unidos no han aprendido aún esa lección para el seguro de
salud, y en eso se encuentran solos entre las democracias prósperas. (El segu
ro de vida es menos importante pero, a pesar de ello, significativo y en la ma
yoría de los países es privado.) Si estoy en lo correcto cuando digo que el dile
ma del seguro será más y más problemático a medida que exista mayor
cantidad de información genética disponible, entonces la investigación gené
tica puede tener el efecto no previsto, pero saludable, de dar un impulso ge
neral a la justicia. El seguro básico de salud debe estar cubierto para todos y fi
nanciado con los impuestos calculados al modelar un mercado de seguro
hipotético que ofrezca cobertura para cada uno y a un «justiprecio comunita
rio», esto es, a precios calculados bajo el supuesto de que cada candidato pre-
480 Práctica
Las naciones que ofrecen un seguro de salud del tipo de un pagador úni
co para todos, financiado con los impuestos, no deberían discriminar al ge
néticamente desafortunado sólo porque, gracias a las pruebas genéticas, tie
nen el poder para hacerlo. (Se presentarán más adelante cuestiones sutiles
sobre el modo de trazar la línea divisoria entre comportamientos que generan
un riesgo mayor, como por ejemplo fumar, y las predisposiciones genéticas
que crean ese riesgo. Pero por el momento las dejo a un lado.) Por lo tanto,
una cuestión adicional resulta imprescindible: ¿hasta qué punto debería un
seguro nacional de salud no solamente proporcionar tratamiento convencio
nal para enfermedades cuyo riesgo resulta pevisible mediante pruebas gené
ticas —sin discriminar a aquellos que hayan mostrado una predisposición pa
ra la enfermedad—, sino proporcionar también las nuevas, e indudablemente
gravosas, técnicas de diagnóstico y terapia accesibles como consecuencia de
la investigación científica y el desarrollo comercial?
La medicina genética disponible incluye nuevas técnicas de diagnóstico
que pueden ayudar a los médicos a decidir, por ejemplo, qué forma de cáncer
ha desarrollado un enfermo particular y de qué modo los genes que produ
cen el cáncer interactúan con otras partes de su perfil genético, a fin de cal
cular y dirigir la quimioterapia y la terapia génica. Los científicos están desa
rrollando técnicas revolucionarias —algunas de las cuales pueden tener
efectos médicos drásticos— con el fin de alterar la química de las proteínas
de un paciente, mediante la introducción de células tomadas de su cuerpo y
lograr, por ingeniería, un perfil genético mejorado. ¿Deberían estas nuevas y
drásticas técnicas de diagnóstico y terapia ser accesibles para todos? Podría
mos estar tentados a decir que todo lo que puede salvar vidas debe ser acce
sible para todos, en la medida de lo posible, y que es una desgracia que se
pierdan vidas porque la comunidad no esté dispuesta a gastar el dinero nece
sario para salvarlas.
Jugar a ser Dios: genes, clones y suerte 481
A. ¿P or q u é n o ?
niería podrían producir o bien un daño en la línea germinal que amenazara con
generaciones deformes, o una deformidad que podría no hacerse visible duran
te generaciones. En cualquier caso, sin embargo, estos daños no son suficientes
por sí mismos para justificar la prohibición del avance de la investigación que
probablemente nos ayude a refinar nuestra apreciación sobre la misma y nues
tra capacidad para prevenir o reducir cualesquiera de las amenazas reales. Es
cierto que la súbita presencia en los titulares y en las pantallas de televisión del
doctor Seed prometiendo clonar a cualquiera por un precio alto fue suficiente
para aterrorizar a todo el mundo. No obstante, la regulación podría sujetarlo,
junto con los otros miles de «donadores piratas» que aparecerán con seguridad,
sin que sea necesario detener la investigación en su totalidad. Más aún, si eva
luamos los riesgos del daño que pueden ocasionar la experimentación o las
pruebas, también tenemos que considerar la posibilidad esperanzadora de que
el avance y refinamiento de las técnicas de ingeniería genética disminuyan de
manera significativa el número de defectos y deformidades con los que nacen
actualmente las personas y con los que deberán convivir. El cálculo de todos es
tos riesgos bien podría inclinar la balanza a favor de la experimentación.
cia abajo y, como en el caso de la medicina genética más ortodoxa, las técni
cas que solamente están disponibles para los ricos durante un tiempo, con
frecuencia generan descubrimientos de un valor más general para todos. El
remedio para la injusticia es la redistribución, y no negarle beneficios a algu
nos sin una ganancia correspondiente para otros.
Lo que no resulta claro, sin embargo, es hasta qué punto la ingeniería ge
nética —incluso si fuera accesible de modo libre y no fuera costosa— pon
dría realmente en peligro la diversidad. Posiblemente todos los padres, si tu
vieran la oportunidad, elegirían que sus hijos tuvieran el nivel de inteligencia
y otras aptitudes que actualmente se consideran normales, o incluso el que
ahora consideramos superior. No podemos, no obstante, considerar eso co
mo indeseable: después de todo, el objeto de la educación —tanto la común
como la especial— es aumentar el nivel de inteligencia y de aptitudes hasta la
media. ¿Tenemos buenas razones para temer que si los padres pudieran ele
gir, frecuentemente preferirían la clonación de uno de ellos —o clonar a una
tercera persona— en lugar de la reproducción sexual que produce un niño
con los genes de ambos? ¿ O que elegirían la clonación por otras razones dis
tintas a excluir alelos perjudiciales o porque serían incapaces de reproducir
se sexualmente? Esto parece improbable. ¿Tenemos razones para temer (co
mo teme mucha gente) que los padres someterían el cigoto a ingeniería con el
fin de convertirlo en un niño del sexo masculino, en lugar de femenino, por
4 86 Práctica
IV. PO ST SCRIPTUM: EL IM P A C T O D E L IN D I V ID U A L IS M O É T IC O
importante para subrayar el hecho de que el éxito de una vida humana no só
lo es importante para la persona o para los que están cerca de ella. Todos no
sotros tenemos razones para preocuparnos por el destino de cualquier vida
humana, incluso si se trata de la de un extraño, y confiar que será una vida
plena. El segundo principio reconoce esta importancia objetiva pero insiste,
sin embargo, en que una persona —la persona de cuya vida se trata— tiene
una responsabilidad especial por esa vida y, en virtud de esa responsabilidad
especial, ella o él tienen el derecho de tomar las decisiones fundamentales
que definen, para él o ella, el significado de una vida plena. Si tomamos estos
dos principios del individualismo ético como guías básidas para construir una
teoría de la moralidad política, lograremos una teoría igualitaria, porque se
tratará de una teoría que insistirá en que el gobierno debe considerar que la
vida de cada una de las personas que están bajo su tutela tiene gran e igual im
portancia, y que debe construir sus estructuras —económicas o de otro ti
po— y su política teniendo en mente ese principio igualitario. Será también
una teoría liberal, porque instará a que el gobierno permita que finalmente
las personas sean libres para tomar por sí mismas decisiones de acuerdo al
conjunto de parámetros de logros para su propia vida.
Este libro intenta describir las consecuencias generales de estos dos prin
cipios para la moralidad política. En el epílogo intentaré sugerir las conse
cuencias más específicas para este capítulo. De nuevo voy a hacer uso de la
distinción entre dos tipos de cuestiones —«derivadas» e «independientes»—.
Las derivadas aparecen cuando el gobierno debe decidir cuál es el mejor mo
do de proteger los intereses de las personas particulares y cómo resolver equi
tativamente los conflictos entre intereses. ¿Deberían las pruebas que pueden
revelar una predisposición genética a padecer una enfermedad estar disponi
bles para el público? Existen razones para inquietarse en este sentido. Las
pruebas podrían ser ofrecidas por compañías «pirata» por correo, por ejem
plo, mediante información poco precisa acerca de su grado de fiabilidad o de
sus consecuencias, y sin brindar ningún tipo de consejo, por ejemplo, para
ayudar a decidir a una mujer si es pertinente realizar una prueba para detec
tar un gen que muestre su predisposición a contraer cáncer de mama, o para
saber qué actitud adoptar ante un resultado positivo. Algunas enfermedades
que pueden predecirse mediante pruebas exactas no tienen cura. ¿Se debería
alentar a alguien para que se sometiera a una prueba que podría revelar, casi
con certeza, si desarrollará la enfermedad de Huntington? En otros casos, los
resultados experimentales justifican una confianza menor en el resultado: la
investigación puede asignar probabilidades, por ejemplo, sobre la base de
clasificaciones de población que pueden ser reemplazadas por clasificaciones
más precisas con unas diferencias de probabilidad más amplias.
Podemos elegir entre varias estrategias en función de estas dificultades, que
van desde la prohibición total de las pruebas genéticas, al menos hasta que la in
494 Práctica
podría ser equitativo cobrar más a los fumadores por un seguro de.salud o de
vida —dejo de lado los problemas que podrían surgir si descubriéramos que un
gen determinado «fuerza» a fumar, al igual que otros genes «fuerzan» la enfer
medad—, no lo sería cobrar más a las personas porque sus cromosomas con
tienen un alelo que amenaza con padecer cáncer de mama o de próstata. La
equidad, entendida a la luz del individualismo ético, demandaría, por consi
guiente, «justiprecios comunitarios» (com m unity rates) en vistas de los descu
brimientos sobre la base genética de la predisposición a la enfermedad: las pri
mas deberían calcularse en función del riesgo promedio existente en la
comunidad y ofrecerse a todos los solicitantes al mismo coste (ajustadas sólo en
función de los riesgos asumidos con conocimiento y de manera voluntaria).
Pero si las aseguradoras ofrecieran justiprecios comunitarios y si los pos
tulantes tuvieran la oportunidad de descubrir su condición genética median
te pruebas genéticas reguladas de modo apropiado, entonces estarían en una
situación que las aseguradoras denominan «selección adversa». Aquellos que
tuvieran un riesgo mayor se asegurarían mejor, los que tuvieraamenor riesgo
no se asegurarían, y las aseguradoras tendrían que elevar bruscamente sus
precios (lo que implicaría reintroducir la discriminación) o caer en la banca
rrota. Por otro lado, si estuviera permitido que las aseguradoras cobraran
precios mayores a los solicitantes que hubieran elegido hacer una prueba an
tes de asegurarse y hubieran comprobado que eran.genéticamente desafortu
nados, esto desalentaría la realización de pruebas y condenaría a aquellos in
dividuos cuyas vidas podrían haber sido salvadas o reparadas como resultado
de las pruebas. Dije anteriormente que la única solución para el «dilema del
seguro» es su nacionalización —del seguro de vida y de salud— en aquellas
sociedades que aún no han dado ese paso.
Aún tienen lugar divisiones mucho más profundas en relación con las
cuestiones independientes provocadas por la posibilidad de la clonación y de
otras formas dramáticas de ingeniería genética. Estas cuestiones son inde
pendientes porque no se ocupan principalmente de los intereses de personas
particulares, sino del tipo de personas que habrá y del modo en que esos ti
pos se producirán. ¿Hasta dónde y con qué velocidad debe continuar la in
vestigación en estas áreas? Nuevamente el individualismo ético nos ofrece
aquí una guía. No hay nada incorrecto en sí mismo en la ambición indepen
diente de lograr que las vidas de las futuras generaciones sean más largas y
más plenas de talento y realizaciones. Por el contrario, jugar a ser Dios signi
fica luchar para mejorar nuestra especie, incorporando a nuestros proyectos
conscientes la decisión de mejorar lo que Dios deliberadamente o la natura
leza de modo ciego han producido durante eones; el primer principio del in
dividualismo ético nos impone la lucha, y el segundo principio prohíbe que
—en ausencia de una evidencia real de daño— pongamos trabas a los cientí
ficos y médicos que de manera voluntaria lideran esa lucha.
Capítulo 14
1. Discuto estas cuestiones en detalle en mi libro Life's D om iniom , Nueva York, Alfred A.
Knopf, 1993 (trad. cast.: El dom in io d e la vida: una discusión sob re e l aborto, la eutanasia y la li
b ertad individual, Barcelona, Ariel, 1998).
4 98 Práctica
las cláusulas del debido proceso y la igual protección sólo otorgan amparo le
gal a una lista limitada de derechos que han sido reconocidos y observados
durante el vasto curso de la historia de la posguerra civil norteamericana. En
la decisión de la Corte Suprema del año 1986 en B ow ers v. Hardwick* la Cor
te rehusó invalidar la ley de Georgia, que penalizaba la sodomía entre adul
tos que consienten. El juez del tribunal —Byron White— expuso esta inter
pretación de la cláusula del debido proceso en un pasaje que ha pasado a ser
un talismán para esta parte de la historia. La posición que mantuvo fue que la
cláusula sólo protege los derechos que están «profundamente enraizados en
la historia y la tradición de la nación» y, por tanto —y en contra del alegado
derecho de los homosexuales a tener libertad para practicar la sodomía—, in
dicó que resultaba decisivo el hecho de que hasta el año 1961 los cincuenta
Estados norteamericanos hubieran prohibido dicha conducta sexual; así
pues, la propuesta de que un «derecho a entregarse a tal conducta» cumple
con alguna de las dos pruebas es, a lo sumo, «ocurrente».45
En esta perspectiva, la lógica y la consistencia, en teoría, desempeñan un
papel menor en el proceso de identificación de los derechos constitucionales.
El hecho de que el tribunal haya reconocido un derecho —por ejemplo, el
derecho al aborto— no proporciona ningún argumento para explicar por
qué también se debería reconocer cualquier otro derecho —por ejemplo, el
derecho de los homosexuales a la libertad sexual o de los pacientes termina
les a controlar su propia muerte—, incluso si no es posible suministrar una
razón teórica que explique por qué las personas deberían gozar del primer
derecho y no de los últimos. El único asunto es si el derecho en cuestión ha
sido reconocido históricamente, y esa prueba debe ser aplicada, aparte, para
cada derecho strgerido, uno a uno. De esta manera, como White lo expresó
claramente, se logra reducir el poder de los jueces para ampliar los derechos
constitucionales en nombre de la consistencia. «Tampoco estamos inclinados
—dijo— a asumir un punto de vista más amplio sobre nuestra autoridad pa
ra descubrir nuevos derechos fundamentales imbricados en la cláusula del
debido proceso. De otro modo, el poder judicial necesariamente se atribuiría
una autoridad adicional para gobernar la nación, sin una autorización cons
titucional expresa.»6 De acuerdo con esta posición, es mejor tolerar la incon
sistencia de los derechos reconocidos por la Corte Suprema que ampliar la
lista de esos derechos.
La actitud opuesta en las ofensivas constitucionales —la de la integri
dad— niega ese orden de prioridad. Insiste en que si los derechos constitu
cionales reconocidos para un grupo presuponen principios más generales
II
7. En freedom's Law, Cambridge, Mats., Harvard University Press, i9 96, describí esta
propuesta que insiste en una «lectura moral» de la Constitución, e intenté defenderla de la crí
tica del partido de la historia, que la considera antidemocrática.
8. Poev. Vilman, 167 U.S. -W , W (1961).
9. 505 U.S. 833 (1992).
El sexo, la muerte y los tribunales 501
valorar la fuerza de tal derecho y considerar si los intereses del Estado que se
alegan son lo suficientemente fuertes como para justificar poner en peligro
un derecho de esa magnitud.
Así pues, la decisión B otvers que mencioné pareció decisiva en contra de
la afirmación de que la Enmienda 2 violaba la cláusula del debido proceso.
White había declarado explícitamente que los homosexuales no tienen, in
cluso en teoría, un derecho constitucional que el Estado invada cuando con
vierte la actividad homosexual en un delito. En consecuencia, parece imposi
ble argumentar que tengan un derecho constitucional que pueda obstruir la
desventaja menos importante de la Enmienda 2, que sólo les impide obtener
una legislación especial a su favor.101Como observó la jurisdicción del Circui
to de Columbia en 1987, «si el tribunal [...] no está dispuesto a oponerse a las
leyes del Estado que penalizan el comportamiento que define a la clase, es ca
si imposible [...] concluir que la discriminación en contra de la clase patroci
nada por el Estado sea denigrante. Después de todo, difícilmente haya una
forma más clara de discriminación contra una clase que declarar criminal la
conducta que la define»."
La cláusula de la igual protección podría ser vista como una base más
prometedora para recusar la Enmienda 2, dado que la ley niega a los homo
sexuales la oportunidad política abierta para todos los otros grupos: el inten
to de garantizar una legislación local protectora de sus intereses. Pero, una
vez más, aparecen los precedentes en relación con este modo de usar la cláu
sula de la igual protección para anular la discriminación y, una vez más, ne
cesitamos de la historia para comprender las razones. La cláusula que estipu
la que los Estados no deben negar a ninguna persona «la igual protección de
las leyes» podría haberse interpretado, de manera razonable, como un modo
de imponer requisitos muy débiles a los Estados: podrían discriminar a sus
ciudadanos solamente si antes hubieran proclamado leyes que describieran y
autorizaran tal discriminación. Pero esta interpretación banal permitiría que
10. El grupo demandante de la Enmienda 2 sí argumentó, en efecto, que podría ser inva
lidada, en consonancia con Botvers, dado que, si bien tal decisión permitía a los Estados consi
derar ilegales los actos homosexuales de sodomía, la Enmienda 2 no se aplicaba solamente a los
homosexuales activos, sino a cualquiera que tuviese una orientación homosexual y, por tanto, a
las personas discapacitadas en virtud de sus estados psicológicos y sus disposiciones en lugar de
sus conductas. Colorado contestó que las distintas partes de la enmienda podrían separarse, y
sugirió que la Corte Suprema de Colorado podía declarar inconstitucional sólo aquellas partes
que prohibían la legislación antidiscriminatoria a favor de los homosexuales que no la practi
caban, manteniendo la prohibición de legislar a favor de «conductas, prácticas o relaciones ho
mosexuales, lesbianas o bisexuales». El tribunal de Colorado dejó claro, sin embargo, que su
decisión era considerar inconstitucional a la enmienda, aplicada en todas sus partes, incluyen
do su prohibición de la legislación antidiscriminatoria para los homosexuales activos y la Cor
te Suprema consideró la apelación sobre esa base.
11. Padulav. Webster,822 F.2d97,103 (1987).
Ll sexo, la muerte y los tribunales 505
los Estados fueran libres para crear un sistema de castas en el cual (por ejem
plo) se negara a los negros cualquier derecho civil y legal, siempre que se hi
ciera mediante una legislación explícita. Dado que la Decimocuarta Enmien
da fue promulgada después de la guerra civil, con la esperanza de prevenir
cualquier fomento de las castas raciales, esta interpretación resulta inacepta
ble. Pero también lo es la opuesta, que dispondría que los Estados nunca de
ben promulgar leyes que discriminen, de ninguna forma, a grupos de ciuda
danos, permitiendo ventajas a algunos a costa de otros. En efecto, la mayoría
de las leyes nacionales o estatales tienen justamente ese efecto —el Acuerdo
de Libre Comercio de Norteamérica (North American Free Trade Agree-
ment) repercutió en contra de los intereses de algunos trabajadores y a favor
de los otros, la legislación del medio ambiente perjudica a algunas industrias
y no a otras, las regulaciones estatales a los bancos, la seguridad y las profe
siones ayudan a algunas personas y perjudican a otras—. Así pues, la Corte
Suprema desarrolló una interpretación más sofisticada de la cláusula de igual
protección que evita cualquiera de estas interpretaciones extremas e inacep
tables. Lo hizo mediante una serie de reglas y distinciones que, tomadas en
conjunto, están calculadas con el objetivo de que estén al servicio de una con
cepción atractiva de la igualdad política.12
El fundamento que subyace a esas reglas y distinciones es una teoría acer
ca de cuándo una democracia funciona bien, de modo que aquellos que pier
den en el debate político no pueden quejarse de desigualdad o inequidad
procedimental, y cuándo es deficiente, de manera que las pérdidas de algu
nos grupos no pueden ser consideradas equitativas. En las circunstancias
normales de la política cotidiana, los grupos que pierden —como la industria
de la madera, por ejemplo, podría perder por la legislación medioambien
tal— han tenido una oportunidad equitativa de presentar su caso y ejercer
una influencia sobre el resultado, en una proporción aproximada a su tama
ño y a la intensidad de sus intereses. La Corte Suprema examinará la legisla
ción ordinaria cuestionada por la igual protección de un modo «relajado»: la
declarará inconstitucional sólo si considera que la distinción que hace entre
aquellos a quienes beneficia y a quienes perjudica es claramente irracional
porque no sirve, ni siquiera de un modo teórico o problemático, para ningún
propósito legítimo del gobierno. Es así como la Corte Suprema ha aprobado,
por ejemplo, una ley que somete a los oftalmólogos y optometristas a dife
rentes esquemas regulativos, a pesar de que no se haya podido dar una razón
de peso para justificar por qué deberían ser tratados de modo diferente. En
realidad, sólo ocasionalmente se ha dado el caso de que algún estatuto haya
violado esta prueba «relajada» de racionalidad.
12. Los detalles de la interpretación del tribunal sobre la cláusula de la igual protección
se discutieron en el capítulo 12.
504 Práctica
13. Véase, por ejemplo, Reynolds v. Sims, 377 U.S. 533 (1964).
El sexo, la muerte y los tribunales 505
escrutinio más elevado (pero no tan «estricto» como el de las clases comple
tamente «sospechosas»).
Así pues, una demanda en contra de cualquier legislación fundada en la
igual protección debe demostrar o bien que existe una razón por la cual re
sulta apropiado un «escrutinio más elevado» de esa legislación, o que la le
gislación es irracional porque no tiene ningún vínculo —ni siquiera teórico—
con un propósito gubernamental legítimo. El escrutinio más elevado resulta
apropiado cuando el grupo damnificado pertenece a una clase «sospechosa»
o «casi sospechosa» y es evidente que los homosexuales son objeto de prejui
cio y odio irracional. No obstante, en los años que siguieron a la decisión del
caso B ow ers, muchos tribunales federales sostuvieron que los homosexuales
no constituyen, una clase sospechosa o casi sospechosa. Los grupos sospe
chosos, dijeron, son aquellos que carecen del poder político necesario para
convertir al proceso político en algo equitativo y democrático para ellos. Pe
ro un grupo puede carecer de ese poder por alguna de las dos razones que
distinguí anteriormente, al discutir el caso de los individuos negros.
Primero, podría estar financiera, social y políticamente tan marginado
que careciera de los medios para atraer la atención de los políticos y de otros
votantes hacia sus intereses, con lo que no estaría en condiciones de manejar
el poder en las votaciones, en las alianzas o en las negociaciones en materia de
concesiones recíprocas con otros grupos, poder que —teniendo en cuenta el
números de miembros del grupo— de otro modo cabría esperar que ejercie
ra. Segundo, podría ser víctima de parcialidad, prejuicio, odio o estereotipos
de tal magnitud que la mayoría deseara controlarlo o castigarlo por esa razón,
a pesar de que ello no sirviera a los intereses de otros grupos más respetables
o legítimos.1'1Es probable que los negros y las otras clases que la Corte Su
prema ha considerado, hasta el momento, como sospechosas o casi sospe
chosas sufran de ambas discapacidades sistémicas y, por ello, que no sea ne
cesario decidir si una de tales discapacidades es suficiente, por sí misma, para
justificar la clasificación de «sospechoso». Pero (al menos según la opinión
de los jueces que han hablado sobre el tema) los homosexuales sólo sufren el
segundo tipo de discapacidades.1415El juez Scalia ha hecho hincapié en que los
14. En otro lugar distinguí dos tipos de preferencias que podrían guiar los votos en una
democracia: preferencias «personales», referidas a las propias ambiciones del votante para su
propia vida, y preferencias «externas», acerca del modo en que las otras personas deberían vi
vir o acerca de lo que debería pasarles. Véase Taking R igbts S eriously, Cambridge, Mass., Har
vard University Press, 1977; y A M atter o f P rincipie, Cambridge, Mass., Harvard University
Press, 1985. Argumento que es injusto y antidemocrático que las personas pierdan en política
porque las preferencias externas han sido moldeadas en su contra y que la cláusula de igual pro
tección debería ser interpretada para proteger a los ciudadanos ante tales circunstancias. Como
queda claro en el texto, el caso B ow ers asume la visión contraria.
15. Véase Higb Tech Gays v. D efense Indus. Sec. C learance O fficet 895 F.2d 563 (1990).
506 Práctica
dadoso en no fiarse de tal distinción —por las razones que intenté aclarar—,
dado que eso hubiera sido equivalente a declarar a los homosexuales como
clase sospechosa o a afirmar el derecho que Bayless citó, pero que la Corte
Suprema del Estado tuvo recelo en respaldar —un derecho a ser libre frente
a una legislación motivada por un prejuicio frente a un grupo.
Cuando, en mayo de 1996, la Corte Suprema emitió su veredicto, espera
do durante mucho tiempo, la opinión del juez Anthony Kennedy en represen
tación de una mayoría de seis jueces fue sorprendentemente audaz —más osa
da que la opinión de los tribunales inferiores e incluso que la del escrito
académico—. (Como el juez Scalia informó irónicamente, el tribunal puede
permitirse el lujo, cosa que otros jueces y juristas no pueden, de revocar sus pro
pios antecedentes.) En términos generales, Kennedy sí aceptó el argumento del
escrito académico. Subrayó, como lo hizo el escrito, que la Enmienda 2 resul
taba totalmente novedosa por la amplitud del daño potencial que impone a los
homosexuales, al privarlos de toda posible oportunidad de lograr protección
frente a cualquier forma de discriminación, independientemente de lo perni
ciosa o dañina que fuera, exceptuando una enmienda constitucional. Pero, qui
zá teniendo en cuenta las limitaciones de tal argumento, también formuló un
alegato más amplio y potencialmente más progresista. Dijo que la Enmienda 2
viola incluso la forma más relajada de escrutinio bajo la doctrina de la igual pro
tección, dado que ni siquiera es racional. «En un caso común —dijo Kenne
dy— una ley será defendida si promueve un interés legítimo del gobierno, aun
si la ley parece imprudente y produce una desventaja a un grupo particular o si
su fundamento es débil.» Pero dijo que la «absoluta extensión de la [Enmien
da 2] tiene una discontinuidad tal con las razones que se ofrecen, que resulta
inexplicable de cualquier manera, excepto por animosidad hacia la clase afec
tada; carece de una afinidad racional con los intereses legítimos del Estado».1819
Esta declaración tiene una importancia crucial, porque contradice de lle
no el supuesto central de White en el caso B owers. Recordemos que White
declaró que era legítimo que un Estado impusiera una desventaja sobre un
grupo particular a fin de expresar la condena moral de la mayoría hacia las
prácticas de ese grupo, aun cuando no sirviera para otros propósitos legíti
mos, por ejemplo proteger los intereses económicos o la seguridad de al
guien. En el pasaje anteriormente citado, Kennedy dijo que esto no es legíti
mo. Es cierto que White se expresó en términos de desaprobación moral y
Kennedy de «animosidad». Pero, en este contexto, no existe una diferencia
en el significado de esas palabras.'5'Ciertamente, Colorado podría haber de
III
específicas que han sido respetadas históricamente por los estados nortea
mericanos. La cláusula sí protege a los ciudadanos frente a tratamientos mé
dicos no deseados e invasores, dijo, dado que durante mucho tiempo el com -
m on law de la mayoría de los estados garantizó esa protección; sin embargo,
no condena las leyes que prohíben a los médicos ayudar a morir antes a las
personas que están muriendo con gran sufrimiento, dado que, durante mu
cho tiempo, la mayoría de los estados han prohibido ese tipo de ayuda. Rehn-
quist reconoció que era posible que este enfoque historicista produjera ano
malías en teoría, dado que podría darse el caso que no fuera posible trazar
ninguna distinción teórica entre las libertades que los estados norteamerica
nos protegieron históricamente y aquellas que negaron. Dijo que el fallo de la
Corte Suprema —en su anterior decisión del caso Cruzan— según el cual la
cláusula del debido proceso confiere a las personas un derecho a retirar de su
cuerpo los aparatos de soporte vital, fue extraído simplemente de la práctica
del com m on law, y no «estrictamente deducido a partir de conceptos abs
tractos de autonomía personal [...] La decisión de suicidarse con la asistencia
de otro puede ser tan personal y profunda como la decisión de rechazar un
tratamiento médico no deseado, pero nunca gozó de una protección legal si
milar».
Por otro lado, el juez David Souter —con su distinta opinión, de acuer
do con la opinión mayoritaria de Rehnquist, pero sin sumarse a ella— hizo
una declaración ajustada al punto de vista de la integridad. Dijo que la histo
ria y las tradiciones de la nación no incluyen meramente los derechos especí
ficos reconocidos en el pasado, sino también los «valores básicos» que se des
nudan cuando interpretamos esos derechos para indagar qué principios más
generales de moralidad política representan. Sería posible, dijo, que los Esta
dos no siempre hayan sido completamente fieles a esos valores básicos y que
hasta algunas de las prácticas legales más antiguas —como la larga prohibi
ción del aborto— puedan ser vistas ahora como un tipo de ofensa frente esos
valores y, por tanto, que violen la cláusula del debido proceso. Los jueces, di
jo, deben ser cautos al decidir qué principios de moralidad política subyacen
de hecho en la historia de la nación, dado que es posible interpretar esos
principios en distintos niveles de generalidad, y no deben formularlos con
una amplitud mayor que la que pueda justificar una interpretación cabal.
Concedió que la interpretación de los principios en un nivel correcto de ge
neralidad «no es una cuestión mecánica». Realizar una selección entre las in
terpretaciones en competencia requiere «un juicio razonado sobre cuál es el
principio más amplio, ejemplificado en los privilegios concretos y en las
prohibiciones contenidas en nuestra tradición legal, que mejor se adapta a la
demanda particular defendida en un caso particular». En función de su com
prensión de la cláusula del debido proceso, extrajo conclusiones muy dife
rentes a las de Rehnquist sobre el suicidio asistido. Souter argumentó que si
El sexo, la muerte y los tribunales 513
estatutos no son inválidos, «en principio». Su opinión casi no dejó duda, sin
embargo, de que cuando encontrara un caso apropiado, votaría para derogar
el estatuto que impide a los médicos ayudar a morir antes a los enfermos ter
minales competentes e informados —y no solamente a aquellos cuyo dolor
no puede ser evitado de otro modo—. Subrayó que las distintas personas tie
nen convicciones religiosas y éticas diferentes sobre qué tipo de muerte res
peta mejor el valor de sus vidas y que la libertad individual demanda que las
personas que están muriendo estén facultadas para morir de acuerdo a sus
convicciones. Concluyó con una declaración firme: «De acuerdo con mi jui
cio [...] es claro que el así llamado “interés no calificado [de los Estados] en
la preservación de la vida humana” [...] no es, en sí mismo, suficiente para
anular el interés de la libertad, que es el que puede justificar el único medio
posible para preservar la dignidad de los pacientes moribundos y aliviar su
dolor intolerable». La opinión de Stevens, si bien técnicamente fue un voto
contra quienes desafiaban los estatutos prohibitivos, se convirtió de hecho en
un voto a favor de todo lo que ellos solicitaban. De tal modo que es probable
que el estrecho punto de vista historicista de la cláusula del debido proceso
esté hoy limitado al grupo central de los tres miembros más conservadores de
la Corte Suprema —Rehnquist, Scalia y Thomas— y esto es una buena noti
cia para quienes propugnan una construcción basada en fuertes principios de
los derechos individuales de que los ciudadanos norteamericanos gozan fren
te a su gobierno. También es una buena noticia el hecho de que, si bien la
Corte Suprema se negó a reconocer el derecho al suicidio asistido en estos ca
sos, cinco jueces tuvieron la prudencia de no cerrar el futuro debate consti
tucional sobre tal derecho.
IV
Por tanto, las decisionés sobre el suicidio asistido no pueden contar como
una victoria de la postura historicista. Stevens confesó que estaba dispuesto a
reconocer un derecho al suicidio asistido que no hubiera sido reconocido con
anterioridad cuando se presentara un caso apropiado. La declaración de Sou-
ter expresó tres veces que su voto era sólo «para este momento». O’Connor
y Breyer dijeron, cada uno de ellos, que el cambio de circunstancias podría lle
varles a reconsiderar su postura. Y Ginsburg, apoyando la opinión de O’Con
nor más que la del tribunal, dejó claro que estaba de acuerdo. Es importante,
por ello, considerar por qué, cada uno de esos jueces, excepto Stevens, se ne
garon a reconocer el derecho «en este momento».
O’Connor, Ginsburg y Breyer argumentaron, como dije, que cualquier
derecho constitucional debía estar limitado a aliviar el dolor. Sin embargo,
por distintas razones esa limitación resulta arbitraria. Esos jueces no explica
5 16 Práctica
ron por qué lo que Breyer denominó el derecho a morir «con dignidad» sólo
significa morir sin dolor cuando —como señaló Souter— muchas personas
temen de igual manera un estupor inducido por las drogas y piensan, de un
modo comprensible, que esto es igualmente ofensivo para su dignidad.22 Si
bien estos jueces de la Corte Suprema se declararon satisfechos con la posi
bilidad de que el dolor pudiera ser prevenido en todos salvo en unos pocos
casos, no intentaron, por otra parte, responder a la sólida evidencia contraria
que citó Stevens. Resulta singular que estuvieran dispuestos a invalidar deci
siones de los tribunales federales inferiores que habían sido minuciosamente
consideradas —que reconocían un derecho limitado al suicidio asistido—
apelando a una reivindicación fáctica fuertemente debatida en los escritos y
sin aportar un argumento para tal pretensión.
Los jueces del tribunal tampoco explicaron por qué las personas que su
fren un dolor que sólo puede ser aliviado provocándoles un estado de in
consciencia —independientemente de que sean pocos o muchos— no tieñen
un derecho a la muerte asistida. Breyer reconoció que muchos.pacientes, y
particularmente los pobres, no reciben el tratamiento paliativo que podría
beneficiarles y que por lo general es oneroso. Pero dijo que esto se debe a «ra
zones institucionales, inadecuaciones u obstáculos que posiblemente podrían
ser superados». No es adecuado, sin embargo, argumentar que los pacientes
pobres no tienen derecho al suicidio asistido, incluso cuando estén muriendo
y sufriendo un gran dolor, porque su Estado podría facilitarles formas costo
sas de aliviar el dolor que, de hecho, no les facilita.
Souter propuso una serie de razones más elaboradas para no reconocer
ningún derecho constitucional, en ese momento. Se refirió a un argumento
que sustentaron quienes se oponen al suicidio asistido: es imposible diseñar
un sistema de control regulativo que pueda proteger a las personas cuya
muerte no es de hecho inminente, o que realmente no desean morir, ante la
posibilidad de ser inducidas al suicidio por los parientes o por los hospitales
que no desean asumir los costes de mantenerlas vivas, o por médicos compa
sivos que piensan que es mejor que mueran. Citó, en particular, libros y ar
tículos que se proponen mostrar que el único sistema documentado de suici
dio asistido y eutanasia —el holandés— no ha logrado prevenir muchos de
esos errores. Reconoció que esos análisis del caso holandés habían sido des
mentidos por otros informes, y que varios autores pensaron que los Estados
podrían desarrollar un esquema regulativo eficiente que redujera los errores,
al menos, a un nivel inevitable en todo procedimiento médico complejo. Di
22. Por supuesto es posible aliviar completamente el dolor mediante anestesia. Pero su
pongo que los jueces de la Corte Suprema piensan que en la mayoría de los casos puede ser ali
viado produciendo en los pacientes un estado de conciencia reducida. Muchas personas consi
derarían que vivir el resto de sus vidas bajo anestesia total es peor que morir.
Ei sexo, la muerte y los tribunales 517
jo, no obstante, que los jueces no deberían declarar inconstitucionales las le
yes promulgadas por la mayoría de los Estados, sobre la base de juicios tácti
cos controvertidos y discutibles, particularmente en aquellas circunstancias
en las cuales las legislaturas —que podrían formar comisiones investigado
ras— estarían en mejor posición que los jueces para evaluar los hechos. Con
cluyó, de este modo, que el tribunal no debería, «en este momento», declarar
inconstitucionales las leyes contra el suicidio asistido, a pesar de que podría
ser correcto hacerlo en el futuro, cuando hubiera, y si realmente se encontra
ra disponible, una evidencia mejor, o si se hubieran realizado estudios más
convincentes.
En principio esto suena razonable. Sin embargo, como ingenuamente re
conoció Souter, el tribunal había supuesto que los pacientes que están mu
riendo tienen un derecho constitucional a suspender los métodos de sostén
vital, incluso si ello significa que morirán de modo inmediato; y existe tanto
peligro de que esos pacientes puedan ser coaccionados a fin de solicitar la
muerte en esos casos, como lo son cuando solicitan píldoras letales, teniendo
en cu enta, además, que las técnicas de soporte vital acostumbran a ser muy
costosas.2’ En cualquier caso, determinar si una cuestión fáctica es demasia
do dificultosa o incierta como para que la decidan los jueces y, por tal razón,
deban esos jueces cederla a las decisiones legislativas es, en sí mismo, un pro
blema complejo y difícil. Los tribunales deberían contestarla, después de un
examen muy cuidadoso de la evidencia, particularmente cuando están en jue
go derechos putativos fundamentales de los ciudadanos individuales. Es más,
en el debate del suicidio asistido debería considerarse que es extremadamen
te importante un examen minucioso, dado que muchos científicos sociales
que han recopilado evidencias relevantes tienen opiniones éticas fuertes —in
cluidas las convicciones religiosas u otro tipo de convicciones sobre una éti
ca médica apropiada— que pueden menoscabar su independencia científica.
Muchos de quienes se oponen al suicidio asistido argumentan que en los Paí
ses Bajos —donde los médicos no son juzgados si ayudan a morir a los pa
cientes siempre que se atengan a las regulaciones fijadas por los tribunales—
las personas han sido «seducidas» por la muerte, para usar las palabras del23
23. En una nota a pie de página, Souter sugirió que el Estado tiene un interés débil en pre
venir la muerte que sobreviene una vez retirado el sostén vital, porque es la «naturaleza» la cau
sa de la muerte. Glucksberg, en 785. Esta distinción no resulta pertinente cuando la cuestión es
simplemente si la petición del paciente es genuina o esforzada. También dijo, en la misma nota
a pie de página, que puesto que el soporte vital es una invasión del cuerpo, hay menos razones
para temer que quien solicita su eliminación, cuando el resultado es la muerte, no sea igual
mente responsable que quien solicita una píldora letal. Pero esto parece un non sequitur. las
personas generalmente solicitan la eliminación del sostén vital no porque consideren su pre
sencia particularmente ofensiva, sino porque desean morir y los peligros de coaccionar a al
guien para que tome esa decisión son igualmente relevantes en los dos casos.
518 Práctica
24. Herbert Hendin, S ed u ced b y D eath: D octors, Patients, and th e Dutch Cure, Nueva
York, W. W. Norton, 1997. El libro se opone a mis propios escritos sobre el tema.
25. Ib id ., pág. 223.
26. John Griffiths, Alex Bood y Heleen Weyers, Eutanasia and Law in th e N etherlands,
Amsterdam, Amsterdam University Press, 1997.
27. Cinco médicos, cuatro de los cuales señaló Hendin como las «mayores fuentes» de su
investigación, redactaron una carta conjunta para la revista que publicó su artículo inicial, que
llevaba el mismo título que el libro posterior. La carta indicaba, en parte, «Las siguientes per
sonas, entrevistadas por el doctor [sic] Herbert Hendin [... ] deseamos declarar que los textos
de las entrevistas [...] no contienen una descripción veraz de las mismas. El texto contiene nu
merosos errores e interpretaciones defectuosas». Solicitaron que su carta fuera publicada jun
to con el artículo. No fue así y, si bien Hendin realizó algunos cambios en su artículo antes de la
publicación, esos cambios, de acuerdo con los académicos de Groningen y tres de los médicos
—con quienes hablé por teléfono—, no enmendaron las malas interpretaciones y, en su opi
nión, se perpetuaron en los escritos posteriores de Hendin.
r.l sexo. In muerte y los tribunales 519
28. Véase P. J. van der Maas, J. J. M. van Delden y L. Pijnenborg, «Eutanasia and Other
Medical Decisions Concerning the End of Life», traducido y editado como suplemento espe
cial 1 y 2 de Health Policy, n" 22, 1992.
520 Práctica
sis de drogas que aniquilan el dolor tienen como meta la muerte que se sigue
de ello o simplemente el alivio del dolor. Pero miles de médico» han estado
prescribiendo tales drogas en dosis letales para pacientes moribundos de fa
milias que conocen y en quienes confían, con el fin de acelerar la muerte.2'' Es
probable que los efectos de las decisiones actuales no sólo confirmen, sino
también extiendan esta práctica.
Esto es paradójico, dado que la administración de dosis muy altas de
morfina y otras drogas no está regulada del modo en que ciertamente reque
riría un Estado que permitiera el suicidio asistido. Fuera cual fuera la regula
ción del suicidio asistido que se promulgara en los Estados Unidos, ello de
mandaría una información completa y un consentimiento informado de los
pacientes que solicitasen esa asistencia. También exigiría que los hospitales
contaran con autoridades para supervisar que todas las opciones de trata
miento y paliativos posibles hubieran sido explicados y ofrecidos a los pa
cientes. Este esquema podría mejorar la situación de tales pacientes y posi
blemente prolongar sus vidas. Una política que estimula a los hospitales con
restricciones financieras para que recomienden morfina en .dosis letales de
manera rutinaria con el propósito ostensible de aliviar el dolor y sin que estén
sujetos a ningún tipo de códigos específicos de regulación, puede parecer una
violación menor de las prácticas médicas establecidas. Sin embargo, es im
probable que ofrezca un riesgo menor para los pacientes pobres que están
muriendo con dolor y cuyos parientes o médicos podrían preferir que murie
ran lo antes posible.
29. Un articulo del New York Times, de 1997, describió esa práctica y citó a un profesor
de medicina y anestesiología de la Universidad de California, que dijo: «Sucede todo el tiem
po»; Gina Kolata,« When Morphine Fails to Kill», New York Times, 23 de julio de 1993. Ese ar
tículo dio a conocer la opinión de muchos médicos sobre la posibilidad de que los pacientes to
leren un aumento paulatino de las dosis de morfina, hasta llegar a tolerar dosis altas. Pero no se
ha probado que eso sea cierto para todos los pacientes y sería arduo cuestionar las opiniones de
los médicos que dicen que el dolor no puede ser controlado rápidamente, a menos que se pres
criban dosis que, de hecho, causan la muerte. Para un ejemplo de la gran variedad de opiniones
sobre estos temas entre los médicos, véase la serie de artículos del JournalofPalliative Care, vol.
12, n° 4,1996.
FUENTES
Taking Rights Seriously [Los derechos Ética, 231, 264-299. Véase también Mo
en serio], 148 ralidad
Eutanasia, 519
Economía del bienestar, 42 Evans v. Romer, 501, 507, 510,514
Edad, distinciones por, 377-380 Éxito, 26-29
Educación, 133, 135,419,421-423,426- general, 42-46,48-51
427, 431-432, 439-440, 442, 445, igualdad de, 26-31, 38
449-450,456,465-466,469 relativo, 40-42,44, 47
Eficiencia, 37,65, 76,94-95, 102 Expresión, libertad de, 134, 137-138,
Elección, 40,94,133-134, 140-141 140-141, 229, 381-382, 384, 385,
cuestiones insensibles a la elección, 389, 396-398, 402-403, 412. Véase
224-227,229-230 también Primera Enmienda
cuestiones sensibles, 224-226,229
y azar, 311, 314, 489, 492 Federal Communications Commission,
y circunstancias, 351-354 406,463-465
Elección sexual/privacidad, 133, 140, Federal Election Commission, 382
198,250-252,498-502,505-510 Felicidad, 328-330
Elecciones, 219-220, 224-225, 381-382, Filosofía política, 14, 1>1, 310
386,400 First National Bank o f Boston v. Bellotti,
Empleo, 137,141,197,365-366,369,479 411
Empresas, militancia política de las, 410- Fumar, 496
411
Enmienda, 500-502, 507-509 Gaffney v, Cummings, 221 ■- '
Entorno económico, 234-236 Gates, Bill, 356
Entorno ético, 233-236 Gates, Henry Louis, 432
Equidad {fairness), 95, 234-235, 495- Generoso, Plan, 366-367
496,503-504 Genética, 471-474,477-487,489-496
doctrina, 406 ingeniería, 481-487,490-491
teoría del punto de partida (starting- prueba, 473-474,478-481, 493-496
gate theory), 98-100, 117 suerte, 102-103,376,378,489
Escrutinio: terapia, 480-481
estricto, 453-463, 466-467,504-505 Georgia, 231,499, 506
niveles de, 453-455,457-458 Ginsburg, Ruth Bader, 462, 515
relajado, 453-454, 503-504 Gobierno:
versión de la necesidad imperiosa/ver legimidad del, 12
sión impugnatoria, 457 -459 papel del, 142
Especies, conservación de las, 36 Gran Bretaña, 136
Estado vegetativo, 340-341 atención sanitaria en, 137,194-195,333,
Esteticismo, 277-278,280-281 344-346
Estrategia constitutiva, 148-149,163,191- democracia en, 203-204, 213-214,
192.200 393-394,414-415
Estrategia del interés, 148-152, 154, 156, elecciones, 219-220
192.200 leyes contra la homosexualiad en, 239
Estrategia del puente, 163-165, 200 planes de distribución en, 186-187,190
Estrategia equilibradora, 398-400 salario mínimo en, 109
índice analítico y de nombres 527