El Cuerpo Ante La Máquina: Günter Anders y La Verguenza Prometeica.

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El cuerpo ante la máquina

Günther Anders y la vergüenza prometeica

Julián Marrades
[email protected]

Extraigo el siguiente pasaje de un libro reciente de un filósofo español: «El tiem-


po o la era de la técnica, tal es la expresión con la que numerosos pensadores,
filósofos, historiadores y escritores, ya desde comienzos del pasado siglo xx, han
intentado dar cuenta de la especificidad de nuestro presente. Lewis Mumford,
Bertrand Gille, Karl Jaspers, Martin Heidegger, José Ortega y Gasset, Ernst Jünger,
Jan Patocka, Jacques Ellul, Herbert Marcuse, Theodor Adorno, Michel Foucault,
Hans Jonas... han visto en la técnica la esencia de nuestro tiempo, el elemento
que mejor expresa el marco y el fondo de la realidad que es la nuestra».1 En esta
lista no está incluido Günther Anders, a quien, sin embargo, Jean Améry conside-
raba «probablemente el más agudo y lúcido de los críticos del mundo tecnifica-
do». Günther Anders, Jean Améry: dos filósofos demasiado ausentes en nuestros
planes de estudio y en nuestros proyectos de investigación. En el caso de Anders,
esa ausencia puede interpretarse como una secuela de su automarginación de la
filosofía profesional, a pesar de sus brillantes comienzos como doctor con Hus-
serl en Friburgo, como discípulo de Heidegger en Marburgo, como asistente de
Max Scheler en Colonia y como compañero de viaje en Frankfurt del círculo que
engrosaría, en torno a Horkheimer, el Institut für Sozialforschung. A pesar de su
alejamiento de los medios académicos desde su exilio a Estados Unidos a media-
dos de los años 30 del siglo pasado, Günther Anders nunca dejó de considerarse
un filósofo, pese a todo.
El objetivo de este ensayo es presentar un elemento de su crítica filosófica de
la tecnocracia al que dedica un amplio capítulo de su obra principal, publicada
en 1956 con el título La obsolescencia del hombre. Sobre el alma en la época de la
segunda revolución industrial. Me refiero a su teoría de la «vergüenza prometeica»,
expresión con la que Anders designa el sentimiento de inferioridad del hombre
actual con respecto a la perfección técnica de sus propios artefactos, frente a los
cuales llega a avergonzarse de las imperfecciones inherentes a su condición or-
gánica.

1. Josep M. ESQUIROL: El respeto o la mirada atenta. Una ética para la era de la ciencia y la tecnología,
Barcelona, Gedisa, 2006, p. 27.

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DOS VISIONES DEL HOMBRE

Comenzaré señalando algunos presupuestos antropológicos de la tesis andersia-


na de la «vergüenza prometeica», contrastándolos con dos visiones del hombre
de largo recorrido histórico en la cultura occidental: la visión religiosa ligada al
cristianismo y la visión laica heredada del humanismo renacentista y de la Ilus-
tración.
Las antropologías teológicas que se han desarrollado dentro del marco concep-
tual del cristianismo han tomado la divinidad como término de comparación
para determinar la realidad del hombre. La idea básica que resulta de este enfo-
que es que el hombre es un ser creado, entendiendo por tal un ser determinado
absolutamente y en su totalidad por otro ser infinitamente superior. La condición
creada del hombre implica que la realidad humana se define por su no-identidad
con la divina, es decir, como esencialmente imperfecta. Desde un punto de vista
ontológico, el hombre es siempre concebido como un ser carente de fundamento
y privado de los atributos que cualifican a la divinidad (acto puro, omnisciencia,
omnipotencia, inmaterialidad, eternidad, etc.). A la vez que fijan esa diferencia
ontológica entre el ser humano y la divinidad, estas antropologías promueven,
en el plano moral, un ideal de vida que aspira a aproximar al hombre a lo divino.
Las antropologías filosóficas –que, por lo general, han surgido en contraposición
a las teológicas– establecen como postulado básico la idea de que el hombre
se hace a sí mismo. Estas antropologías también toman un punto de referencia
ajeno al hombre para determinar la realidad de éste, pero ese término de compa-
ración ya no es la divinidad, sino la animalidad. Ello supone un giro radical, pues
así como respecto a la divinidad el hombre aparecía en situación de inferioridad
y dependencia, con respecto a la animalidad tiende a aparecer en condiciones de
superioridad.
¿Dónde radica tal superioridad? El animal tiene una realidad dada y cerrada:
es, por decirlo así, prisionero del destino de su especie; está ya acabado y, por
tanto, es inmutable. Por el contrario, el ser del hombre se define por la falta de
fijación a un mundo y a un estilo de vida determinados, lo cual le obliga a crearse
continuamente un mundo y un modo de vida, exigencia que abre el espacio de
la cultura y de la libertad. La doble vertiente de esta condición humana –desa-
fío y autocomplacencia– está admirablemente recogida en el mito de Prometeo,
que es el mito fundacional de las antropologías filosóficas.2 Desde Demócrito y
los sofistas, que situaron la especificidad del hombre en aquellas facultades –la
mano y el cerebro– que le permiten crear su propio mundo y hacerse a sí mismo
(inventar el lenguaje, la religión, la ciudad, la ley, los utensilios...), hasta Sartre,

2. Una versión clásica del mito la ofrece Platón en su diálogo Protágoras (320c-322d). Sobre la
irradiación posterior del mito en otros ámbitos de la cultura, véase C. GARCÍA GUAL: Prometeo:
mito y literatura, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2009.

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que concibe al hombre como un ente que carece de esencia y cuyo destino es la
libertad, pasando por el Homo faber de Pico de la Mirandola y el yo que se pone a
sí mismo de Fichte, las antropologías filosóficas han pensado la finitud del hom-
bre –su realidad imperfecta o inacabada–, no como expresión de su condición
inferior respecto a una realidad superior inalcanzable (la divinidad), sino como
un presupuesto de su condición superior respecto a la animalidad, en tanto que
le permite y le exige hacerse a sí mismo.
Así como las antropologías teológicas consideran al hombre un ser creado
(determinado por otro), las antropologías filosóficas lo consideran un ser produ-
cido (determinado por sí mismo). Ninguna de las dos perspectivas contempla al
hombre como un ser nacido, es decir, como un ser engendrado por otro y sujeto
a la fragilidad y vulnerabilidad constitutivas de su ser orgánico. Prueba de ello es
el papel insignificante que conceden al cuerpo en la determinación de la realidad
humana, ya se conciba tal determinación en términos de creación o de autopro-
ducción.
Así, las antropologías teológicas tienden a concebir el cuerpo como un obstá-
culo para la unión con la divinidad a la que el hombre está llamado. En cambio,
las antropologías filosóficas tienden a pensar el cuerpo como esencialmente in-
determinado (sólo bajo este supuesto puede justificarse la idea de autoproduc-
ción), si bien esta indeterminación presenta una ambigüedad: por un lado, es un
rasgo ontológico negativo, en tanto que sitúa al hombre ante el riesgo de fracasar
(el hacerse a sí mismo se presenta para él como un reto, como una exigencia de
su libertad); pero, por otro lado, es la condición necesaria de su autoproducción
y, en este sentido, es un presupuesto de su superior excelencia en cuanto ser que
se hace a sí mismo.

EL DESCRÉDITO DE SER UN NACIDO

Un rasgo que comparten los dos enfoques mencionados es el carácter mediado


o reflejado de su pensamiento, que se muestra en el hecho de concebir el hombre
por referencia y comparación con otra realidad (la divinidad, la animalidad). Tal
vez hubo un tiempo originario, como sugiere Hölderlin, en que los dioses vivían
entre los hombres. Y no cabe duda de que, ya en el tiempo histórico, en diferen-
tes modos de subsistencia vigentes durante siglos los hombres han convivido
cotidianamente con animales. Sin embargo, el desarrollo industrial y tecnológico
ha sustituido la convivencia y dependencia del hombre con respecto a los anima-
les por la convivencia y dependencia del hombre con respecto a los aparatos, que
son objetos producidos por el propio hombre.
¿Qué podría dar de sí la reflexión sobre el hombre si, en lugar de compararlo
con los dioses o con los animales, tomamos por punto de referencia la rela-
ción que en el mundo tecnificado mantiene con sus propios artefactos? Este es

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el primer punto que Günther Anders introduce en su reflexión antropológica.


Un segundo punto consiste en abandonar las imágenes del hombre de las an-
tropologías tradicionales –el hombre como ser creado, el hombre como ser que
se hace a sí mismo–, y recuperar para la reflexión la intuición primaria de que el
hombre es un ser nacido. Ello exige asumir el carácter trivial del origen humano,
en tanto que se debe a un proceso ciego, no calculado y ancestral. También impli-
ca que la tarea filosófica de determinar los límites del hombre (de su facultad de
representación, de su imaginación, de sus sentimientos, de su responsabilidad)
ha de plantearse por referencia a su constitución de engendrado, tanto respecto a
su cuerpo como respecto a su alma.
El descrédito de ser engendrado aparece tanto en las religiones (los funda-
dores de religiones –Moisés, Jesús– son despojados de la mancha del ser-engen-
drado) como en las filosofías, particularmente en las filosofías que acompañan
a las revoluciones burguesas. Un ejemplo de ese descrédito lo encuentra Anders
en la definición heideggeriana del hombre como Dasein. A su juicio, la filosofía
de Heidegger trasciende las alternativas tradicionales entre naturalismo y sobre-
naturalismo, por varias razones. Por un lado, el Dasein forma parte del más-acá
(es hiesig), pero no es naturaleza, ya que «en la filosofía de Heidegger la pala-
bra ‘naturaleza’ ya designa un ‘modo de existir’ que ‘es’ sólo ‘para’ un ‘ser-ahí’
(Dasein)»3. Por otro lado, «el ser-ahí está muy lejos de ser algo que pertenezca al
orden sobrenatural... El más-allá no entra en la dimensión del ser-ahí ni siquiera
en esa forma enmascarada que ha inventado la filosofía de la sociedad burguesa,
a saber: la del ‘deber ser’ o la del ‘mundo de los valores’».4 ¿Cómo define, enton-
ces, Heidegger al Dasein? Lo define como Sorge (cura, cuidado, ocuparse-de, ha-
cerse-problema-por). Este concepto amplía el horizonte de la ‘intencionalidad’
de Husserl, al incluir no sólo las actividades teoréticas (la conciencia, la imagina-
ción, el pensamiento), sino también las relaciones prácticas del hombre con el
mundo. Sin embargo, Anders ve varias limitaciones en el enfoque heideggeriano
que le impiden aproximarse al naturalismo.
En primer lugar, Heidegger no considera al hombre como una parte del mun-
do, sino que lo sitúa frente al mundo en la medida en que el hombre es Sorge y el
mundo es objeto de la Sorge. Además, la idea de la Sorge adolece de ambigüedad.
Heidegger define el ser del hombre por el estar abocado al mundo en todas sus
ocupaciones, hasta el punto de que su relación consigo mismo está mediada por
su interés por el mundo (que no es un interés económico ni moral, sino ontoló-
gico). Sin embargo, no se plantea el problema del porqué de ese interés, y ello le
lleva a suprimir de su horizonte la dependencia del hombre con respecto al mun-
do, que es lo que verdaderamente define la finitud del hombre.

3. G. ANDERS: «On the Pseudo-Concreteness of Heidegger’s Philosophy», Philosophy and Phenome-


nological Research, VIII/3 (1948), p. 337.
4. Ibid.

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En relación con esta omisión, resulta significativo que «cuando Heidegger


describe los límites del hombre, lo hace de un modo inocuo, negando que el
hombre tenga cualidades divinas».5 Pero no determina de manera concreta la
finitud humana vinculándola a la necesidad que el hombre tiene del mundo, al
comercio práctico que el hombre tiene con el mundo, lo cual le hubiera llevado
a un análisis del deseo que conectaría con problemas del materialismo.
Está lejos de ser una coincidencia que el «hambre» no sea la única omisión de
Heidegger. Todo querer está ausente: incluso el sexo. En ningún lugar se mencio-
na que el Dasein tiene (o es) un cuerpo; o que tiene, como se ha dicho en más de
dos mil años de filosofía, una doble naturaleza. Heidegger sobrevuela en silencio
todo esto, a pesar de su vecindad con las teorías naturalistas. Si bien esquiva
cualquier entidad sobrenatural, Heidegger no alcanza nunca la «naturaleza». De
hecho, su Dasein no conoce concupiscentia alguna, ningún instinto, ningún dolor
de muelas.6

LA VERGÜENZA PROMETEICA

El diagnóstico de Anders sobre nuestra situación actual en el mundo tecnificado


tiene una explicación y unos presupuestos. La clave de la explicación la busca
Anders en el creciente desfase entre la condición ontológica del hombre como
ser nacido y el desarrollo tecnológico propiciado por las revoluciones industriales
ocurridas desde finales del siglo xviii hasta el presente.
El desarrollo del maquinismo con la Revolución industrial y su aplicación
al sistema de fábrica supuso un incremento exponencial de la producción que
causó en el burgués el sentimiento de orgullo prometeico típico del self-made man
moderno: la máquina fabricada por el hombre tenía un rendimiento muy supe-
rior a sus brazos, pero, como creador y propietario de ella, el hombre se sentía
señor de la máquina. Incluso la rebelión del trabajador frente a la cosificación a
que se veía reducido por el maquinismo revelaba una autoconciencia y libertad
que lo situaban por encima del artefacto.
Sin embargo, la creciente automatización del proceso productivo ha ido re-
emplazando paulatinamente aquel orgullo por un sentimiento de inferioridad
del hombre actual respecto a sus propios productos, de tal modo que su deseo de
ser un self-made man no responde simplemente a la conciencia de no haber sido
hecho por otros («puesto que no estoy hecho, he de hacerme a mí mismo»), sino
también a cierto sentimiento de minusvalía por el hecho de que, al no haber sido
fabricado, él no está a la altura de sus propios productos («puesto que no soy tan
perfecto como mis productos, he de mejorarme»). Este fenómeno provoca en

5. Ibid., p. 346.
6. Ibid., pp. 346 y 349.

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el hombre un sentimiento de inferioridad respecto a sus productos que Anders


llama vergüenza prometeica.
Si el orgullo prometeico es el resultado de proyectar sobre sus productos el
respeto y la estima que el fabricante se tiene a sí mismo, la vergüenza prometeica
se produce cuando esta relación se invierte, de tal modo que el fabricante llega a
despreciarse al retroyectar sobre él el respeto y la admiración que le merecen sus
productos. El hombre prefiere la cosa fabricada al fabricante, reconoce a aquélla
una superioridad sobre éste, y llega a sentirse avergonzado de ser un nacido, y no
un fabricado:

Creo que hoy por la mañana he descubierto una nueva parte púdica, un moti-
vo de vergüenza que no se dio en el pasado. De momento, lo llamo vergüenza
prometeica; con ello me refiero a la vergüenza ante las cosas producidas, cuya alta
calidad avergüenza [...] Cuando trato de examinar esa «vergüenza prometeica»,
el origen aparece como su objeto fundamental, como la mácula fundamental de
quien se avergüenza. Uno se avergüenza de haber llegado a ser, en vez de haber
sido hecho, o sea, de que, a diferencia de los productos impecables y calculados
hasta el último detalle, debe su existencia al proceso ciego y no calculado, extre-
madamente arcaico, de la procreación y el nacimiento. Su vergüenza consiste,
pues, en su natum esse, en su nacimiento bajo, que él considera (de la misma
manera que el cronista de los fundadores religiosos) «ordinario» porque es na-
cimiento. Y si se avergüenza de su origen anticuado, también se avergüenza del
resultado imperfecto e inevitable de ese origen: de sí mismo.7

Anders forja el concepto de «vergüenza prometeica» para caracterizar la re-


lación del hombre actual con sus aparatos (y con el macro-aparato que es el
mundo tecnificado). Al pretender que se trata de una vergüenza real, no meta-
fórica, habrá de justificar dicha pretensión mediante un análisis del concepto
de vergüenza en su sentido ordinario (tal como se entiende en ejemplos como
«el jorobado se avergüenza de su joroba» o «el asceta se avergüenza de tener un
cuerpo») y mediante argumentos que prueben que tal concepto puede aplicarse
adecuadamente para describir el sentimiento de inferioridad que el hombre ac-
tual puede experimentar tanto en la contemplación de la perfección de los produc-
tos de la tecnología avanzada, como en el manejo de máquinas complejas en la
situación laboral como trabajador.
En lo que sigue me limitaré a exponer sucintamente el análisis de Anders del
fenómeno de la vergüenza y a presentar los argumentos que aduce para justificar
su aplicación al sentimiento de inferioridad del hombre con respecto a sus pro-
ductos.

7. G. ANDERS: La obsolescencia del hombre, vol. I, trad. de Josep Monter, Valencia, Pre-Textos, 2011,
pp. 39-40 (Se cita por las siglas OH, I.).

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UN ANÁLISIS FENOMENOLÓGICO DE LA VERGÜENZA

El jorobado se avergüenza de su joroba. (Más exactamente: de ser el de la joroba.)


En cierto sentido le parece que la joroba es algo contingente, por tanto, algo que
él no «es», sino que sólo «tiene». Pero uno es lo que «tiene» («tiene» en el sentido
en que se «tiene» el cuerpo); y ciertamente de manera inevitable. Por tanto, tam-
bién el jorobado es inevitablemente «ese que tiene la joroba», con quien ha de
identificarse, a pesar de que nada pueda hacer y, por tanto, no sea responsable.
Y de la misma manera que él no acaba con esa contradicción, tampoco acaba su
vergüenza: no cesa8.
Tratemos de analizar la experiencia de sentir vergüenza partiendo de este
ejemplo. La primera proposición –«el jorobado se avergüenza de su joroba»– re-
vela que el jorobado no se avergüenza de algo que él ha hecho, sino de algo que
él tiene. Que uno se avergüence, no sólo de un haber hecho, sino de un ser y de un
tener, es uno de los rasgos que distinguen la vergüenza de la culpa: uno se siente
culpable de su acción, no de su ser. El sentimiento de culpa implica responsabili-
dad y libertad ante lo que uno ha hecho, mientras que uno no es responsable de
ser o de tener aquello de lo que se avergüenza.
Pero el jorobado no se avergüenza sólo de tener una joroba, sino «de ser el
de la joroba», es decir, no sólo de una cualidad que él tiene, sino de sí mismo en
cuanto portador de esa cualidad.9 Esto pone de manifiesto que la vergüenza es un
acto reflexivo que expresa una relación del yo consigo mismo. Habrá que ver qué
significan aquí «yo» y «consigo mismo»; o, en el ejemplo, quién es «el jorobado»
y quién es el «su» de «su joroba»; de momento, tenemos aquí un desdoblamiento
del yo que hay que aclarar.
Aunque en el pasaje que estoy comentando no lo menciona, Anders sostiene
que quien se avergüenza lo hace ante una instancia externa, a los ojos de la cual
uno percibe una caída en la consideración que se tiene de él.10 Esa percepción
origina un sentimiento de vergüenza en la medida en que le es atribuida a esa
instancia una autoridad en cuanto fuente de un canon conforme al cual esa ins-
tancia externa emite el juicio reprobatorio propio de un tribunal. El jorobado no
se ajusta al canon de estar bien acabado, y se avergüenza ante quienes sí lo están
precisamente porque, siendo igual a ellos en cuanto «hombre», debiera ajustarse a
ese canon. Puesto que no lo hace, el jorobado se avergüenza y siente el impulso a
ocultarse de la mirada de esa instancia externa y a apartarse también de sí mismo.

8. Ibid., p. 80.
9. La extensión de la vergüenza desde una cualidad de la persona hasta la persona como un todo
puede darse tanto si la cualidad vergonzante es permanente, como en el ejemplo del jorobado,
como si es algo adquirido o hecho por la persona, en cuyo caso ésta se avergüenza de en qué
se ha convertido (cf. R. WOLLHEIM: Sobre las emociones, trad. de Gema Facal, Madrid, Antonio
Machado Libros, 2006, p. 257).
10. G. ANDERS: OH, I, p. 90.

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De lo que llevamos dicho se desprenden estas tres cosas: que la estructura de


la vergüenza tiene tres polos (el sujeto de la vergüenza, su objeto y la instancia
externa), que su acto es reflexivo y que pone en evidencia una perturbación de la
identidad consigo mismo.
Anders afirma que, en cierto sentido, al jorobado le parece que la joroba es
algo contingente, por tanto, algo que él no «es», sino que sólo «tiene». Este fenó-
meno muestra un aspecto relevante de esa perturbación de la identidad: el jorobado
pretende relacionarse con su joroba como algo que es suyo, pero que no es él
mismo; como algo que él tiene, pero que él no es, como si pudiera dejar de tener
ese algo y seguir siendo el mismo, como si su joroba fuera algo contingente en
relación con su yo. Ese «parecerle que la joroba es algo contingente» denota pre-
cisamente la pretensión del jorobado de desprenderse de su joroba como de una
posesión prescindible.
A pesar de este deseo de desprenderse de su joroba, el jorobado sabe que él y
su joroba son inseparables y que no puede evitar «ser el de la joroba». Pero esta
misma conciencia de inseparabilidad entre él y su joroba denota una relación
de asimetría entre ambos que Anders describe como una relación entre un yo y
un ello: el yo designa el sujeto libre, individual, autoconsciente, mientras que el
ello designa todo lo que es no-yo y pone obstáculos o límites a la libertad y a la
individualidad del yo, pero que éste también tiene que ser en la medida que le es
dado y le acompaña siempre. Anders llama a este ello «la dote óntica (Mitgift)».11
Pues bien, la vergüenza surge en el momento de descubrimiento de esa dote: es
exactamente el sentimiento de no poder identificarse el yo con su dote, es decir,
con algo que él también es. «La vergüenza irrumpe porque se es, a la vez, ‘uno
mismo’ y un otro. Pero al mismo tiempo, en cierto sentido, es también el intento
de deshacerse de ese otro, de la ‘dote’».12 La vergüenza es el sentimiento de no
poder superar esa contradicción de ser a la vez uno mismo y otro. Pero como el
sujeto no puede acabar con ella, la vergüenza no cesa y no deja otro camino que
el derrotista querer desaparecer bajo tierra, un afán que resulta vano, «pues el
suelo se petrifica bajo los pies de la vergüenza y entonces la vergüenza empieza a
acumularse de forma impaciente como ‘vergüenza sobre vergüenza’».13

LA VERGÜENZA ANTE LA MÁQUINA

La teoría andersiana de la vergüenza prometeica implica que el concepto feno-


menológico de la vergüenza que acabamos de analizar es aplicable, en términos
generales, a la relación del trabajador con la máquina en la situación laboral. El

11. Ibid., p. 81.


12. Ibid., p. 82.
13. Ibid.

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argumento de Anders es que esa situación contiene un encuentro del trabajador


consigo mismo en que se agudiza una perturbación de la identidad del yo que
puede explicarse en términos de la experiencia de ser, a la vez, uno mismo y algo
otro. El ejemplo que aduce para ilustrarlo es la situación del trabajador en una
cadena de montaje de la fábrica fordista:

Quien se ha visto ante una cinta continua sabe el esfuerzo que cuesta transfor-
mar esa primera confrontación en asimilación al ritmo de la máquina, o sea,
seguir el paso de la máquina que corre; y sabe del miedo a no poder mantener
el paso [...] Cuando uno tiene claro que el trabajador debe esforzarse muy con-
centrado en entrar en el ritmo y la velocidad de la máquina que trabaja sin es-
fuerzo; que se pide que ponga en marcha un automatismo con un autocontrol
muy atento; que ha de contenerse para no funcionar como él mismo [el auto-
matismo], entonces hay que admitir que la tarea es paradójica. Las expresiones
habituales «adaptación» y «ejercicio» sólo se refieren a la operación; la imputa-
ción paradójica, en cambio, al que actúa: desaparecer como actor, transformar su
acción en un mero proceso automático (y, además, heterónomo) y sólo entonces, cuando
se ha realizado esa transformación, mantener bajo un escrupuloso control ese automa-
tismo: esta contradicción es lo que dejan en la oscuridad aquellas expresiones
[...] La ejercitación del trabajador consiste en que él se convierte en órgano del
aparato, se deja incorporar a la máquina y su ritmo, procura ser incorporado a
ella; en resumen, toma en sus manos y guía su propia pasividad. Dado que con
un supremo esfuerzo de concentración ha intentado, en vez de ser él mismo el
centro, trasladar su centro al aparato, tiene que ser al mismo tiempo «él mismo»
y «no él mismo». La fórmula nos resulta conocida. Con ella habíamos descrito
la ambigua identidad de quien se avergüenza.14

Fijémonos en la frase destacada en cursiva: en su relación con la máquina en


la cadena de montaje, el trabajador ha de «desaparecer como actor, transformar
su acción en un mero proceso automático (y, además, heterónomo) y sólo enton-
ces, cuando se ha realizado esa transformación, mantener bajo un escrupuloso
control ese automatismo».
La primera parte de la frase revela la realidad que se oculta tras la neutra
expresión «adaptación a la máquina». Pues adaptarse a la máquina es una tarea
mediante la cual el trabajador «se convierte en órgano del aparato, se deja incor-
porar a la máquina y su ritmo, procura ser incorporado a ella»;15 es la respuesta
al imperativo «mecanízate» que le impone la máquina, que traducido a jerga
significa «identifícate con tu ello». Por tanto, aunque el adaptarse del trabajador
a la máquina es un hacer, se trata de un hacer heterónomo que consiste, propia-
mente, no en ser activo, sino en «guiar su propia pasividad».16 Pero no acaba aquí
su hacer, pues, cuando el trabajador consigue automatizarse o devenir pasivo

14. Ibid., pp. 99-100 (Cursiva de J. M.).


15. Ibid., p. 100.
16. Ibid.

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mediante su actividad, se le exige además «mantener bajo un escrupuloso control


ese automatismo».
Así pues, al trabajador de la cadena de montaje se le pide no sólo que se con-
vierta en órgano de la máquina, sino también que, al mismo tiempo, controle
su adaptarse a la máquina, de tal modo que, al identificarse con su ello (la má-
quina), no deje de ser un yo. Y en esta situación contradictoria es precisamente
cuando irrumpe la vergüenza, a saber: cuando el trabajador aún se encuentra a
sí mismo [su viejo yo] en vez de encontrar en él sólo un órgano de su aparato;
cuando él «aún permanece como un resto de yo incluso cuando, adaptado a la
explotación mecánica, propiamente no debería ser otra cosa ni desearía ser más
que una rueda».17 La vergüenza prometeica del trabajador no consiste en aver-
gonzarse de no ser una máquina, sino, convertido en pieza de la máquina, en
avergonzarse de su ‘resto de yo’, que le hace consciente de carecer de la perfección
de su ello –del automatismo de la máquina– y de tener la imperfección propia
de su condición de nacido.
La dependencia del trabajador de la cadena de montaje con respecto a la má-
quina ya fue denunciada por Marx:

Una vez incluido en el proceso de producción del capital, el instrumento de


trabajo recorre diferentes metamorfosis, la última de las cuales es la máquina,
o mejor dicho, un sistema automático de máquinas [...] La máquina no aparece
en ninguna relación como instrumento de trabajo del trabajador individual.
Su diferencia específica no es en modo alguno, como en el instrumento de tra-
bajo, la de mediar la actividad del trabajador sobre el objeto; sino que esta
actividad está puesta más bien de forma tal, que ella sólo media el trabajo de
la máquina, su acción sobre la materia prima –vigila esta acción y la preserva
de perturbaciones–. No ocurre aquí como en el instrumento, que es animado
por el trabajador, en cuanto órgano, por su propia habilidad y actividad, y cuyo
manejo depende, por lo tanto, de su virtuosismo. La máquina, por el contrario,
que posee fuerza y habilidad en lugar del trabajador, es ella misma el virtuoso,
que posee un alma propia en las leyes mecánicas que actúan en ella, y que, de
la misma forma que el trabajador consume medios de subsistencia, consume
carbón, aceite, etc. (materias instrumentales) para mantenerse constantemente
en movimiento. La actividad del trabajador, limitada a una mera abstracción de
actividad, está determinada y regulada desde todos los puntos de vista por el
movimiento de la máquina, y no a la inversa.18

Marx denuncia aquí la inversión que ha traído consigo el paso desde el siste-
ma de producción artesanal al sistema de fábrica, por lo que respecta a la relación
entre el hombre y el instrumento de trabajo. Mientras que en el sistema de manu-
factura el utensilio era un órgano del trabajador animado por la actividad física e

17. Ibid., p. 99.


18. K. MARX: Líneas fundamentales de la crítica de la economía política [Grundrisse], 2ª mitad, en: Obras
de Marx y Engels, vol. 22, trad. de Javier P. Royo, Barcelona, Grijalbo, pp. 81-82.

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intelectual de éste, en la producción industrial es la máquina la que instrumenta-


liza el trabajo del hombre y pone a éste a su servicio como órgano o instrumento
suyo. Pero, aun cuando Marx denuncia que el industrialismo y el maquinismo
aplastan al obrero, piensa que no es la máquina misma la que lo esclaviza, sino la
relación social del trabajador con la máquina impuesta por el modo de produc-
ción capitalista. El desarrollo de la industria y del maquinismo son factores que
poseen un potencial emancipador,19 en la medida en que pueden hacer menos
penoso y más productivo el trabajo en la relación de lucha y dominio del hom-
bre con la Naturaleza. Hay, pues, una contradicción entre la máquina, como fuer-
za productiva, y las relaciones sociales de producción capitalistas, es decir, entre
el carácter cada vez más social de la producción industrial gracias a las máquinas,
y el carácter privado de la propiedad de esa producción. Esa contradicción acabará
socavando el régimen capitalista de propiedad y dando paso a nuevas relaciones
que liberarán el potencial emancipador de la industria y del maquinismo.
Anders no rechaza «la tesis principal de Marx, según el cual el proletariado no
es dueño de los medios de producción, con cuya ayuda produce y mantiene en
movimiento el mundo de la burguesía dominante»,20 pero amplía la alienación
del trabajador más allá de las relaciones de propiedad y la interpreta en clave de
una ontología negativa. Él constata que la progresiva maquinización del trabajo
no ha traído consigo condiciones de trabajo más humanas, sino más bien ha
posibilitado la «convergencia de los sistemas»21 –el capitalista y el llamado so-
cialista– en radicalizar la condición explotada del trabajador hasta convertirlo
en un hombre sin mundo. Lo decisivo de la falta de libertad del trabajador no es
la privación de la propiedad de los medios productivos, sino el hecho de que
«el mundo que él mismo fabrica o, al menos, en cuya fabricación participa, no
es su mundo, sino que vive sólo para el mundo de otros, dentro del mundo de
otros, es decir, de la clase dominante, por más suaves y blandas que le resulten
las ‘cadenas’ que le mantienen encadenado a ese mundo de los otros y le lleven
a considerarlas como el mundo, incluso como su mundo».22 La radicalidad de su
condición alienada se expresa hoy en día en el hecho de que lucha por un puesto
de trabajo en el que produce cosas sin sentido y a menudo catastróficas, pese a lo
cual se aferra a ese mundo que no es el suyo y no está dispuesto a perderlo, pues
ya no puede imaginarse otro.

19. Cf. Kostas AXELOS: Marx, pensador de la técnica, Barcelona, Fontanella, 1969, pp. 77 y 80.
20. G. ANDERS: Hombre sin mundo, Valencia, Pre-Textos, 2007, p. 13.
21. G. ANDERS: La obsolescencia del hombre..., vol. II, p. 113 (se cita por las siglas OH, II).
22. G. ANDERS: Hombre sin mundo..., p. 14.

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OBJECIONES Y RESPUESTAS A LA TESIS DE LA VERGÜENZA PRO-


METEICA

Anders es consciente de que su teoría de la vergüenza prometeica choca, no sólo


con la visión progresista del desarrollo tecnológico, sino también con ciertos
supuestos filosóficos que parecen incompatibles con su análisis conceptual del
sentimiento de vergüenza. Esto le lleva a salir al paso de varias objeciones que se
le pueden plantear. Una primera objeción es que la suposición de que el hombre
se sonroje ante lo que él mismo ha fabricado es sencillamente absurda. Por el
contrario, «nuestra actitud natural y legítima»23 es sentirnos orgullosos de los
productos que nosotros hemos fabricado, y tanto más cuanto mayor es su grado
de sofisticación (el microchip, el ordenador personal, la nave espacial, etc.).
En réplica a esto, Anders se pregunta quién es el «nosotros» de ese «hemos
fabricado». La inmensa mayoría de quienes nos relacionamos con aparatos no
los hemos fabricado. Ni siquiera quienes los han fabricado encuentran en ello
un motivo de orgullo, pues «los procesos de producción se subdividen en tantos
actos particulares... que ningún producto final delata que en él se hayan invertido
las cualidades y esfuerzos de esos trabajadores individuales, y orgulloso se puede
estar únicamente de los esfuerzos que comportan unas huellas que permitan
tales identificaciones».24
Por lo que hace a quienes no hemos intervenido en su fabricación, ¿en vir-
tud de qué mecanismo de identificación estaríamos justificados a percibir esos
objetos como obra nuestra? Para esa inmensa mayoría, los productos «están sim-
plemente ahí y, además, lo están primariamente como mercancías necesarias,
deseables, superfluas, al alcance del bolsillo o no, y sólo serán ‘mías’ cuando
las haya comprado».25 Es un hecho que la mayoría de las innovaciones tecnoló-
gicas (primero fueron el teléfono, la radio y el automóvil; luego, la televisión y
los restantes electrodomésticos; más recientemente, el ordenador personal, los
dispositivos móviles, etc.) irrumpen en la vida de la gente como objetos insólitos
(en el sentido de que no siempre vienen a resolver problemas que ya se habían
detectado independientemente de ellos, sino que muchas veces son ellos los que
generan la necesidad) que invaden su vida (en el sentido de que, una vez han
hecho su entrada en la actividad profesional o en la vida privada, se hacen lite-
ralmente imprescindibles) y que inducen a ir a remolque de la carrera vertiginosa
en que productos de «nueva generación» hacen obsoletos los que están en uso.26

23. OH, I, p. 41.


24. Ibid., p. 43.
25. Ibid.
26. Esta disposición subjetiva a renovarse constantemente para estar al día funciona sobre la base de
un supuesto que merece revisión, a saber: la convicción de que el nuevo producto satisface mejor
que el anterior una misma necesidad (cf. G. GRAHAM: Internet, trad. de Manuel Talens, Madrid,
Cátedra, 2001, pp. 53-54).

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Aun aceptando este razonamiento, cabría plantear a Anders una segunda ob-
jeción, a saber: que lo que él califica de «vergüenza prometeica» nada tiene que
ver con el sentimiento de vergüenza. Quizá sea correcto decir que el hombre se
siente sobrepasado e incluso abrumado ante el acelerado progreso tecnológico,
pero no avergonzado respecto a sus productos.
En su réplica a esta objeción, Anders señala varias cosas. Su primera observa-
ción es que, a diferencia de otros sentimientos que tienden a expresarse abierta-
mente (por ejemplo, el orgullo), es característico de la vergüenza el tender a no
manifestarse, o el manifestarse precisamente bajo la forma del disimulo. Quien
siente vergüenza trata de disimular su oprobio y desea «desaparecer». Y si fracasa
en este intento, entonces, al hacer su vergüenza visible el oprobio, el sujeto senti-
rá vergüenza también de su vergüenza y, para poner término a este proceso cada
vez más insoportable, puede recurrir a un truco: adoptar una pose directamente
opuesta a la vergüenza, afectando, por ejemplo, indiferencia o impudicia. Por
esta razón, bien puede ocurrir que la vergüenza prometeica, como vergüenza que
es, se manifieste por ciertos efectos más que por sí misma. A diferencia de las va-
riedades de vergüenza que conocemos mejor (por ejemplo, el pudor sexual), las
cuales se manifiestan en presencia de otras personas,27 la vergüenza prometeica se
manifiesta en la relación del hombre con la cosa, por lo que, al no sentirse ante
personas, su manifestación puede pasar más desapercibida.
Pero, precisamente, este argumento de Anders puede dar pie a una nueva ob-
jeción, pues ¿qué sentido tiene decir que el hombre puede sentir vergüenza en la
relación que mantiene con sus productos o aparatos, que no son más que cosas?
Sólo «se avergüenza realmente quien se sabe bajo la vigilancia, bajo los ojos de
una ‘instancia’. Ahora bien, el mundo de aparatos es sin ojos; ningún hombre es
tan excéntrico para afirmar que es visto por los aparatos».28 La réplica de Anders
a esta objeción supone una concepción de la mirada como una relación bidirec-
cional entre el hombre y el mundo. El teórico del conocimiento que se sitúa imagi-
nariamente «en ningún lugar» o «fuera del mundo» para contemplar las cosas, se
concibe a sí mismo como el sujeto de un ver unidireccional; pero quien se sitúa
en una actitud preteorética tiende, más bien, a considerase como alguien que mira
el mundo y a la vez es mirado por él, con lo cual «no sólo se hace referencia a
que se sabe visto por congéneres y animales, sino por todo el mundo visible. En
general, al menos originalmente, la visibilidad es considerada por él como una
relación absolutamente ‘recíproca’: todo lo que él ve, también le ve a él»29. Anders
apela a experiencias comunes como sentir la mirada amenazadora de la cima de
una montaña o la mirada benevolente de la luna, experiencias que el idioma de

27. O también ante uno mismo (cf. E. LÉVINAS: De la evasión, trad. de Isidro Herrera, Madrid, Arena
Libros, 1999, pp. 100-102).
28. OH, I, p. 90.
29. Ibid.

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los poetas recupera y nos devuelve como ejemplos de «esa mirada sobre el mun-
do que es para nosotros la más primeriza y familiar».30
Conviene, con todo, puntualizar que la tesis andersiana de la reciprocidad de
la mirada, que amplía al campo entero de lo visible la doble propiedad del ojo
de ser a la vez vidente y visible, no implica afirmar que sentimos vergüenza ante
nuestros productos por el simple hecho de proyectar sobre ellos la capacidad de
mirarnos, pues ello sólo sucede en la medida en que los vemos como superiores
a nosotros. La persona que, en la relación que mantiene con los productos fabri-
cados, experimenta el tipo de vergüenza que Anders llama «vergüenza prometei-
ca», reacciona ante el producto como si éste le mirase con ojos de desaprobación
por no estar, como fabricante, a la altura del producto que él ha fabricado. Ca-
bría, no obstante, preguntarse si, en un caso así, el papel del producto no será,
más que el de un ojo que mira, el de un espejo que refleja la mirada de la persona
al mirarse en el producto. Si así se admitiera, habría que decir que es ante sí misma
ante quien la persona se siente avergonzada. Sin embargo, este no es el punto de
vista de Anders. Él no niega que la persona se avergüence de sí misma; pero afirma
que se avergüenza de sí misma ante la mirada crítica del producto que imagina
como un observador externo superior a ella.31 La persona siente vergüenza ante
la cosa por cuanto se la representa como inalcanzablemente superior a ella, y es
precisamente este sentimiento de inferioridad ante la imaginaria mirada de la
cosa lo que le causa vergüenza.
La última objeción a la que Anders sale al paso tiene por objeto cuestionar
que lo que él entiende por vergüenza prometeica –o sea, la vergüenza que siente
el hombre ante sus productos, en tanto que los ve como dotados de cualidades
más perfectas que las suyas– sea un fenómeno nuevo y relevante; por el contra-
rio, no sería más que «la señal de un fenómeno muy conocido: un síntoma de la
‘cosificación del hombre’, discutida hasta la saciedad».32
Anders replica a esto que la vergüenza de la que él habla no es la que el hom-
bre siente en la medida en que advierte que está reducido a una cosa, sino, al
contrario, la que experimenta por no poder ser una cosa, el cual es un sentimien-
to nuevo de vergüenza. El desarrollo tecnológico ha llegado al punto de producir
una inversión en la relación entre el hombre y sus productos que no es evidente
para él. El hombre empezó fabricando aparatos a la medida del hombre. Por ejem-

30. Ibid., p. 91. En esa dirección se orienta este testimonio del pintor Paul Klee: «En un bosque he
sentido muchas veces que no era yo quien miraba el bosque. Ciertos días he sentido que eran los
árboles los que me miraban...» (C. CHARBONNIER: Le Monologue du peintre, París, Julliard, 1959,
p. 143. Citado en: M. MERLEAU-PONTY: El ojo y el espíritu, trad. de Alejandro del Río, Madrid,
Trotta, 2013, p. 29).
31. El análisis andersiano del sentimiento de vergüenza converge con el desarrollado más tarde por
Richard Wollheim en considerar que la instancia externa de autoridad ante la cual se siente ver-
güenza puede ser una figura imaginada o imaginaria (cf. R. WOLLHEIM: Sobre las emociones, s. l.,
Antonio Machado Libros, 2006, p. 273).
32. OH, I, p. 45.

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Julián Marrades

plo, una grúa está hecha para pinzar, asir, sostener, etc., según el modelo de la
mano real; la grúa posee cualidades como la fuerza, la rapidez o la precisión que
incrementan el rendimiento de la energía del hombre, pero esas cualidades son
humanas. Sin embargo, con el progreso técnico los aparatos fabricados adquieren
ciertas cualidades –la más relevante de las cuales es ser mejorable– que el hombre
no tiene y que llega a desear para sí mismo, hasta el punto de emplear la técnica
para mejorarse conforme al modelo del artefacto. De este modo, se ha alcanzado un
segundo escalón en la historia de la cosificación del hombre, «en que el hombre
reconoce la superioridad de la cosa, se asimila con ésta, confirma su propia cosi-
ficación, es decir, reprueba como una merma su no estar cosificado».33 Esta fusión
de reprobación –por no ser una cosa– y de confirmación –pues la reprobación
misma implica una asimilación del hombre a la cosa y, en cuanto tal, confirma
su cosificación– «se ha convertido en segunda naturaleza, en algo tan inmediato
que él no realiza ya como juicio, sino como sentimiento».34 El resultado es que
deserta de su cuerpo y se pasa al campo de los artefactos. Pero los modos en que
se produce esta deserción de su condición de nacido son tema de examen para
otra ocasión.

REFLEXIONES FINALES

En este ensayo he recurrido al ejemplo andersiano de la relación del trabajador


con la máquina en la fábrica taylorista y fordista, como situación característi-
ca donde surge la experiencia de la vergüenza prometeica. Cabría observar, con
razón, que esa situación, que podía considerarse paradigmática en la época de
la segunda revolución industrial, es un modelo que ha quedado anticuado en
nuestra época tardomoderna y superado por nuevas formas de organización del
trabajo y de configuración de las relaciones sociales muy condicionadas por la
tecnología informática. Concluiré con una breve reflexión sobre este cambio de
paradigma.
La máquina de la fábrica industrial es un aparato complejo que integra dife-
rentes piezas y obtiene su rendimiento global del funcionamiento combinado
de las mismas. Mientras que la acción del carpintero en el taller artesanal o la
ejercitación del violinista en su estudio exigen de ellos una forma de adaptación
al instrumento que es «absolutamente humana y libre de contradicciones en la
medida en que, mientras se ejercita, puede seguir siendo inequívocamente activo,
pues transforma su instrumento en una parte de su propio cuerpo (ampliado
como campo de expresión) y lo incorpora a su organismo como un nuevo órga-
no; en cambio, la ejercitación del trabajador [de la cadena de montaje] consiste

33. Ibid.
34. Ibid.

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en que él se convierte en órgano del aparato, se deja incorporar a la máquina y


su ritmo, procura ser incorporado a ella; en resumen, toma en sus manos y guía
su propia pasividad».35
Hay un amplio consenso en que el tránsito desde el taller artesanal al sistema
de fábrica se vio favorecido por el desarrollo del maquinismo.36 Pero Anders no
contempla el desarrollo del maquinismo como un fenómeno movido exclusi-
vamente por innovaciones técnicas y causas socioeconómicas, sino también, de
manera fundamental, como consecuencia del impulso expansionista de las má-
quinas que es inherente a la esencia misma de la técnica. Cada máquina tiende
a una situación en que los procesos externos indispensables para su prestación y
mantenimiento formen, junto con la propia máquina, un todo funcional único.
Cada máquina, para optimizar su rendimiento, «tiene que tratar de conquistar
su entorno, inducirlo a asimilarse con ella y formar con ella una gran máquina,
o bien tiene que insertarse en otra máquina mayor».37 En virtud de su naturaleza
expansionista e integracionista, «todas las máquinas están preparadas de ante-
mano con vistas a una situación final en que ya no habrá máquinas individuales
porque todas quedarán diluidas como piezas de máquinas en el regazo de la
única máquina beatificante».38 En ese reino escatológico de la beatitud mecánica,
que constituye «el sueño de las máquinas»,39 nosotros los seres humanos somos
inducidos a asimilarnos a las máquinas, a «convertirnos en ellas, o sea, en pie-
zas de máquinas de otras máquinas más grandes, en definitiva, en piezas de LA
máquina».40 En los años 60 del siglo pasado, cuando escribía estas observaciones,
Anders veía aún lejano ese estado final de la máquina total, pero pensaba que se
caminaba en esa dirección.
Como ya he indicado, nuestra situación actual dentro de este proceso de ex-
pansión mecánica responde a un modelo que ha dejado atrás la máquina de la
fábrica industrial, que aún preservaba su opresiva individualidad frente al tra-
bajador y le obligaba a integrarse con ella como parte consciente del sistema
hombre-máquina. El modelo dominante en nuestra época tardomoderna no es
la máquina industrial, sino la red o red de redes en que nosotros somos integra-
dos y obligados a funcionar como piezas de máquina, siendo indiferente si fun-
cionamos como materia prima, como operadores o como consumidores, pues el
modelo de red trasciende los límites del sistema de fábrica y tiende a mecanizar
la existencia entera mediante un despotismo suave y difuso, borrando o difu-

35. Ibid., p. 100.


36. Cf. Karl POLANYI: The Great Transformation: the Political and Economic Origins of our Time, Boston,
Beacon Press, 2001, pp. 77-78.
37. G. ANDERS: OH, II, pp. 121-122.
38. Ibid., pp. 117-118.
39. G. ANDERS: Nosotros, los hijos de Eichmann, trad. de Vicente Gómez, Barcelona, Paidós, 2001, pp.
51-56.
40. Ibid., p. 117.

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minando las antiguas fronteras entre el trabajo y el ocio, la vida individual y la


relación social, el espacio público y los ámbitos de intimidad.
Lo sólido de la máquina industrial se ha desvanecido en el aire de una so-
ciedad de redes que invisibiliza la explotación en la medida en que trasmuta
el imperativo «¡Ajústate al rendimiento de la máquina!» en el imperativo «¡In-
corpórate a la red y rinde al máximo de tus posibilidades!». Mientras que en la
sociedad industrial la maquinización del trabajo exigía al trabajador que se con-
virtiera en el órgano de otro –la máquina, el capitalista–, en la sociedad de red la
maquinización de la existencia exige al individuo que interiorice el imperativo de
rendimiento y actúe como emprendedor de sí mismo.41 No es que las relaciones
sociales de explotación se hayan diluido; más bien ocurre que los explotadores
se han invisibilizado tras redes de redes de redes. En la medida en que nos vemos
cada día más enredados en ellas, nos convertimos en seres cada vez más ciegos
y cosificados. Pero, ¿qué cosa siente vergüenza de serlo? Y si la experiencia de la
vergüenza prometeica ha acabado convirtiéndose en algo obsoleto, ¿hemos de
evaluar esto en términos de pérdida o de ganancia?

41. Sobre el tránsito que se ha ido operando en nuestro tiempo desde una sociedad disciplinaria a
una sociedad de rendimiento, véase Byung-Chul HAN: La sociedad del cansancio, trad. de Arantza-
zu Saratxaga, Barcelona, Herder, 2012, especialmente pp. 25-32.

Julián Marrades acaba de jubilarse como catedrático del Departamento de Filosofía de la


Universitat de València. Ha publicado numerosos artículos sobre tópicos epistemológicos de
la filosofía moderna y contemporánea. Sus líneas de investigación se han ido desarrollado en
áreas como el idealismo alemán, la teoría de la racionalidad, la filosofía de la música, la relación
entre filosofía y literatura y la conexión entre moralidad y verdad. Es autor del libro El trabajo
del espíritu. Hegel y la modernidad (Madrid, Antonio Machado Libros, 2001) y editor del colectivo
Wittgenstein. Arte y Filosofía (Madrid/México, Plaza y Valdés, 2013).

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