Resiliencia

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Resiliencia y acción social: la construcción cultural y colectiva del afrontamiento de la crisis

económica

Juan Carlos Revilla*, Paz Martín* y Carlos de Castro**

*Universidad Complutense de Madrid

**Universidad Autónoma de Madrid

Resumen

El concepto de resiliencia está cobrando una inusitada fuerza en la investigación social,


refiriéndose a la capacidad de los individuos para recuperarse tras sufrir algún tipo de
adversidad. La investigación en psicología está tendiendo a enfatizar el carácter individual,
prácticamente innato, de la resiliencia, incluso a mitificar la capacidad de resiliencia de muchos
individuos ante situaciones extremas. Sin embargo, esta orientación no tiene en cuenta
adecuadamente la importancia del contexto social y del entorno relacional y comunitario del
individuo que sale adelante ante la adversidad, debido al énfasis en el establecimiento de
diferencias individuales entre individuos resilientes y no resilientes. En ese sentido,
entendemos que la resiliencia debe ser considerada como un proceso social por el cual unos
determinados actores sociales utilizan estrategias, que son igualmente sociales, individuales,
pero también grupales o colectivas, en un contexto social y relacional, esto es, en un medio
que marca las posibilidades de acción disponibles y susceptibles de tener éxito; y en el que los
vínculos con otros son determinantes para poder desarrollar o no ciertas estrategias de
actuación. Por otro lado, en cualquier contexto social las estrategias desarrolladas tienen un
resultado incierto, incluso pueden ser exitosas a corto, pero no a largo plazo, o viceversa, por
lo que es necesario destacar el factor temporal e histórico de la resiliencia. Esta es la
perspectiva que estamos poniendo en marcha en el proyecto europeo RESCuE, en el que los
análisis desarrollados hasta el momento muestran la importancia de la disponibilidad de los
recursos disponibles, individuales y, sobre todo, grupales, a la hora de desarrollar estrategias
de resiliencia en situaciones de dificultad económica, al tiempo que la inserción en redes
comunitarias facilita igualmente la puesta en marcha de una mayor diversidad de estrategias
que pueden finalmente contribuir a la supervivencia o resiliencia del hogar.

EL DESARROLLO DE LA RESILIENCIA

El concepto de resiliencia está cobrando una inusitada fuerza en la investigación social,


refiriéndose a la capacidad de los individuos para recuperarse tras sufrir algún tipo de
adversidad. La popularidad reciente que ha alcanzado con este significado puede hacer difícil
creer que los primeros significados de esta raíz lingüística tuvieran un sentido hasta cierto
punto más negativo, el de retirarse o retraerse de la palabra dada en un contrato o un
acuerdo, y volver, pues, a la situación previa al mismo (ver OED, 2014). Este salto lingüístico
del siglo XVI al XX y XXI es un buen ejemplo de cómo las palabras, y los términos científicos,
palabras al fin y al cabo, están sujetos a transformación. En el caso de los conceptos científicos,
estas transformaciones tienen su origen, o deberían tenerlo, en el entendimiento de que un
significado distinto puede dar cuenta de mejor manera de algún aspecto de la realidad, o de la
vida social, en el caso de las ciencias sociales. Y justamente este es el ejercicio que queremos
hacer en este trabajo, reorientar el concepto de resiliencia para que dé cuenta de mejor
manera de una cuestión muy relevante para las ciencias sociales, a saber, la relación entre la
resiliencia y el contexto social en el que se desenvuelve el sujeto, así como el carácter, en
buena medida, colectivo o grupal de la misma. Traducido a términos sustantivos, sería una
nueva reedición de la vieja, y compleja, relación entre agencia y estructura, entre un sujeto
con capacidad de agencia y el contexto social en el que vive.

Tal como anunciábamos, tanto en inglés como en francés los primeros significados (siglo XVI)
relacionados con la resiliencia tenían ese significado de retirarse de un contrato o de una
declaración, en las formas verbales de résilier en francés o to resile en inglés (OED, 2014;
Trésor de la Langue Française, 2015). Este significado obtuvo forma nominal en el siglo XVII
(resilience y resiliency), cuando otros significados comenzaron a surgir, algunos relacionados
con la física (el rebote de las ondas sonoras que produce el eco), otros más humanos y más
cercanos a usos actuales. En concreto, Henry More en sus “Divine Dialogues” (1668), utiliza
resiliency como el hecho de rebotar de la miseria y el pecado gracias a la providencia divina,
que somete a los pecadores a una prueba, que se supera a través de lo que podríamos
denominar una vía de perfección ascética. Sin embargo, en el campo moral este significado de
recuperarse de una situación difícil conviviría hasta el siglo XIX con el de la inconstancia del
alma que puede pasar de un extremo a otro, del arrepentimiento al pecado (Alexander, 2013).

Pero es en este siglo XIX cuando la resiliencia se fue desarrollando en el campo de la física de
materiales, primero en cuanto la resistencia de los materiales a la fatiga, después en cuanto a
la elasticidad que les permite volver a su estado inicial tras sufrir algún tipo de presión. Y es en
este contexto cuando el concepto de resiliencia aparece en francés y en español ya en el siglo
XX. Esto podría hacer pensar que su uso moderno en Psicología y en las Ciencias Sociales tiene
en la física su origen. Sin embargo, también durante el siglo XIX el término fue evolucionando
en su aplicación a los seres humanos. Así, el sentido de recuperarse de la adversidad se afianza
en la lengua inglesa, perdiendo progresivamente las connotaciones religiosas señaladas (OED,
2014; Alexander, 2013), tanto en relación al sujeto, como al colectivo nacional: la resiliencia de
los escoceses en su resistencia frente a los ingleses, o la resiliencia de los japoneses para
recuperarse de un terremoto sucedido en 1857, lo que anticipa posteriores usos de la
resiliencia en la reacción comunitaria ante las catástrofes naturales o de otro tipo.

RESILIENCIA INDIVIDUAL Y COLECTIVA

De hecho, podríamos decir que, en su aplicación a los seres humanos, tanto la vertiente
individual como la colectiva del fenómeno se han ido desarrollando en lo fundamental de
forma independiente y también dentro de disciplinas científicas diferenciadas. En lo que
respecta a la resiliencia individual, Ionescu (2012) considera que el primer uso de la resiliencia
en una revista científica en relación con la psique humana llegó de la mano de Scoville (1942),
que enfatizó la sorprendente resiliencia de los niños ante situaciones peligrosas. En ese
sentido, anticipó una de las más importantes áreas de extensión del término, que no es sino el
desarrollo infantil en situaciones estresantes, como la guerra en su caso, y también el de otros
psicólogos como Burlingham o Anna Freud (ver Ionescu, 2012), que también se preocuparon
por las consecuencias de la guerra sobre los niños, al tiempo que observaron su resiliencia
ante experiencias traumáticas. Una preocupación similar llevó a Frankl (1946) a analizar cómo
se puede sobrevivir a un campo de concentración. Aunque no utilizó el término de resiliencia,
se le reconoce en la literatura como un antecedente de esta línea de investigación como
representante de la Psicología existencial (Vera, Carbelo & Vecina, 2006), especialmente en
relación con la relación entre resiliencia y la creencia en el sentido de la vida.

En sí, el origen de la investigación psicológica sobre la resiliencia se remonta a los análisis del
desarrollo infantil en condiciones duras (Werner & Smith, 1979; Rutter, 1971), tratando de
explicar por qué algunos niños llegan a ser adultos ajustados mediante la superación de una
infancia difícil, evitando pues los designios negativos que parecían cernerse sobre sus cabezas.
Desde entonces, la literatura sobre el tema se ha centrado en señalar los factores internos
(rasgos psicológicos) y externos (del entorno social) que estarían detrás de los sujetos
resilientes en comparación con los no resilientes. Esto muestra que incluso la investigación
psicológica ha sido consciente de las dificultades para dar cuenta de la resiliencia solo en
términos de características individuales. La resiliencia se entiende como un proceso, no como
una característica fija del sujeto, “las personas que se enfrentan con éxito a las dificultades en
un momento de su vida pueden reaccionar negativamente a otros estresores cuando su
situación es diferente. Si las circunstancias cambian, la resiliencia se altera” (Rutter, 1987, p.
317). Por tanto, la resiliencia depende de la interacción entre el individuo y su entorno, un
proceso que varía en función de la naturaleza del problema, el contexto social, la etapa vital,
incluso de aspectos culturales (Manciaux et al., 2001).

Sin embargo, como sucede a menudo en la investigación psicológica, el énfasis metodológico


en el sujeto y, especialmente, en las diferencias individuales entre sujetos pone de manifiesto
una orientación individualista que deja en segundo plano los factores sociales y abre la vía a la
personalización de la resiliencia y a la atribución del éxito o del fracaso al individuo y no al
contexto social. En este sentido, el concepto de resiliencia ha cobrado importancia en nuestra
forma de pensar los problemas sociales, pues tiene un aire de familia notable con otros
conceptos sociales y políticos que tienden igualmente a individualizar los procesos sociales,
como empleabilidad, activación, emprendimiento, etc. (ver Crespo, Revilla, Serrano, 2005;
Serrano, 2009; Tovar y Revilla, 2012).

En el caso de España, la literatura psicológica sobre resiliencia se ha centrado especialmente


en la reacción de los individuos a acontecimientos dramáticos, como la pérdida de un ser
querido o ser víctima de un ataque terrorista. Sin embargo, apenas si hay investigación
empírica sobre la cuestión. Los trabajos existentes se limitan a la compilación de variables que
afectan a la resiliencia y que han sido destacadas en estudios internacionales, como ciertas
características de personalidad individual o del entorno que favorecen respuestas resilientes.
Entre estas se incluye la confianza en sí mismo y en la propia capacidad para enfrentarse a la
adversidad, el apoyo social, tener metas vitales valoradas, percepción subjetiva de la propia
capacidad para influir sobre el entorno, creencia de que se puede aprender de experiencias
positivas y negativas, etc. (Vera et al, 2006).

La resiliencia colectiva ha tenido dos componentes en su desarrollo, el ecológico y el


comunitario, a veces interrelacionados, a veces más alejados el uno del otro. Desde el lado
ecológico (humano), la resiliencia se entiende como la capacidad de un sistema ecológico de
absorber cambios y mantener su existencia después de haber estado sometido a
circunstancias adversas (Holling, 1973), mientras que autores posteriores añaden que el
sistema ha de mantener al menos su estructura y función para ser considerado resiliente (ver
McAslan, 2010), pues los sistemas ecológicos son dinámicos por definición y están en continua
evolución. Desde esta perspectiva, la resiliencia se ha aplicado al estudio de cómo los grupos
humanos salen adelante de forma resiliente tras catástrofes naturales como inundaciones,
sequías, terremotos, etc. Por tanto, el foco se sitúa sobre la supervivencia del grupo, y no del
individuo, y es así la comunidad humana quien resulta o no resiliente, eso sí, dentro de un
medio con determinadas características naturales, más o menos favorables, y con
determinadas características de la organización social, igualmente más o menos ventajosas
desde el punto de vista de la resiliencia. De esta forma, del mismo modo que un grupo
humano puede verse afectado por estar en zonas sísmicas, cerca de la costa, expuesto a
contaminación industrial, etc., también puede soportar una desigualdad que comprometa el
acceso a recursos o información de buena parte de su población o un gobierno con poca
capacidad de intervención para la protección del grupo (McAslan, 2010).

Un elemento fundamental para la resiliencia comunitaria es la fortaleza de las relaciones


internas, la confianza y la reciprocidad, por tanto, eso que podríamos denominar el capital
social del grupo. De hecho, si hablamos en términos de las diversas formas de capital que
influyen sobre la resiliencia comunitaria, al capital social se ha de añadir el económico, el
humano, así como el natural y el físico, estos dos últimos más vinculados con el entorno
natural. En este sentido, Camarero y del Pino (2014) plantean dos orientaciones distintas
dentro de la perspectiva ecológica, la externa, que analiza la respuesta del sistema social
frente a su entorno, y la interna, que indaga sobre la respuesta a los cambios en el entorno
dentro del propio sistema social, de sus estructuras intermedias o institucionales, como
pueden ser los hogares, a lo que podríamos añadir otras instancias del tejido social, como
asociaciones o agrupaciones de distinto tipo.

Por otro lado, esta perspectiva ecológica permite una orientación distinta, incluso crítica, hacia
la resiliencia derivada de sus planteamientos sistémicos de base. Esto precisamente les
permite apreciar que la resiliencia del sistema en una determinada configuración puede no ser
necesariamente positivo para el mismo o para algunos de sus integrantes: una configuración
sistémica poco deseable (para todos o para algunos) puede tener gran capacidad adaptativa y
resiliente, manteniendo condiciones de desigualdad o injusticia social. De este modo, la labor
de aquellos más desfavorecidos por el statu quo habría de ser precisamente minar la
capacidad resiliente del sistema y tratar de imaginar un futuro distinto para la comunidad
(Walker et al., 2004). De hecho, algunos autores (Keck & Sakdapolrak, 2013; Béné et al., 2014)
están distinguiendo tres tipos distintos de capacidades que puede tener un sistema resiliente:
de absorción, de adaptación y de transformación. Un sistema puede ser capaz de absorber un
impacto negativo exterior sin sufrir consecuencias; puede también necesitar realizar ciertas
adaptaciones para poder mantenerse ante impactos normalmente de mayor potencia; o
puede finalmente transformarse, ante la imposibilidad de continuar su existencia en la
configuración existente. Con esta concepción es posible introducir en un esquema de
resiliencia las cuestiones relacionadas con las diferencias de poder y con la desigualdad que
existen en cualquier medio social, de forma que tanto la persistencia como la transformación
están sujetas a dinámicas conflictivas, en la medida en que pueden beneficiar o no a unos u
otros grupos (Pedreño et al., 2015).
Por último, una perspectiva ecológica social puede también transformar la manera de pensar
la resiliencia individual, pues entiende que resulta de una serie de factores ecológicos que
predicen el desarrollo humano positivo más que los rasgos individuales, dependiendo incluso
también de la naturaleza de los retos específicos a los que se enfrenta el individuo (Ungar,
2012). Igualmente, las estrategias adaptativas de los sujetos se han de ajustar a las
posibilidades que ofrece el contexto, pues son las familias, comunidades y gobiernos los que
deben hacer accesibles estos recursos de formas culturalmente significativas que faciliten la
agencia individual.

La perspectiva ecológica y comunitaria se ha desarrollado enormemente en los campos de la


gestión de desastres y de la cooperación al desarrollo. Muchas de las intervenciones sobre el
terreno en estos campos están utilizando el marco conceptual y analítico de la resiliencia
ecológica y así instituciones como Cruz Roja o Cáritas Internationalis desarrollan programas
para el fomento de la capacidad de las comunidades para salir adelante ante desastres o para
mejorar su situación de privación y pobreza (ver IFRC, 2012). Lo interesante o sorprendente es
que las mismas instituciones que fomentan esta perspectiva de la resiliencia en los países en
desarrollo apliquen una concepción claramente individual de la resiliencia en sus
intervenciones a nivel nacional, al menos en nuestro país.

En definitiva, como podemos ver, el concepto de resiliencia se está orientando de formas muy
diversas en función, sobre todo, del sujeto de análisis al que se refiere su uso. La resiliencia,
cuando se dirige al individuo, da lugar a planteamientos psicologizantes que idealizan la
capacidad de supervivencia del sujeto y acaban responsabilizando al sujeto de su capacidad de
supervivencia en entornos desfavorables. Por su parte, la resiliencia, cuando se dirige al grupo
o a la comunidad, está en mejores condiciones para tomar en cuenta todo lo que está más allá
del sujeto, como las distintas formaciones e instituciones sociales que contribuyen mejor o
peor a la supervivencia de la comunidad e, incluso, todos los elementos del contexto más
amplio que favorecen o perjudican la resiliencia comunitaria y la injusticia o no del statu quo
reinante.

RECONSTRUCCIÓN DE LA RESILIENCIA

El caso es que, en el contexto español, la resiliencia se está desarrollando sobre todo con una
orientación individual, más o menos psicologista, tanto en la propia Psicología (Vera et al,
2006), como también en el Trabajo Social (de la Paz, Rodríguez Martín y Mercado, 2014).
Aparte de su desarrollo en la academia, la resiliencia está apareciendo en actividades
formativas de ONGs importantes bajo la forma de cursos impartidos por psicólogos, algunos
con libros de autoayuda publicados, que proponen la resiliencia a las personas con problemas
y a los profesionales que trabajan con ellos como una manera de superar las situaciones
difíciles. Como ejemplo, podemos mencionar la conferencia en la Cruz Roja de la Coruña
“Herramientas personales para afrontar la crisis” (29/4/2014). Eso sí, no hemos encontrado
programas de intervención para hogares en dificultad que incluyan el concepto de resiliencia
en su propuesta. Sin embargo, no conocemos en el momento presente hasta qué punto la
perspectiva individual de la resiliencia está permeando las actividades de estas u otras ONGs
en la población en dificultad.
Desde nuestro punto de vista, la resiliencia como concepto tiene que ser enmarcado en la
acción social si queremos utilizarlo de una forma adecuada. En primer lugar, la resiliencia tiene
que ver con la acción individual, pero también grupal o colectiva, en un determinado contexto
social. Supondría un determinado tipo de acciones en unas circunstancias dadas. No es
suficiente, como hace la investigación psicológica, dar cuenta de que la situación ha mejorado
y a partir de ahí estudiar las características del sujeto que podrían explicar esa resiliencia. Solo
de esta manera pueden los instrumentos psicológicos medir las diferencias entre personas
resilientes y no resilientes. Sin embargo, esta perspectiva resulta muy limitada, en la medida
en que elimina buena parte de la complejidad de la vida social. No es posible suponer un punto
final a la vida social a partir del cual “certificar” la existencia de resiliencia, como tampoco lo es
estar seguro del éxito completo de las acciones individuales. Las acciones sociales pueden ser
efectivas a corto plazo, pero no a la larga; pueden parecer efectivas, pero tener efectos
negativos indeseados o consecuencias inesperadas. En este sentido, entendemos que sería
mejor acercarse a estas cuestiones desde el punto de vista del análisis de las acciones sociales
que se llevan a cabo en situaciones difíciles. Esto significa sin duda que la resiliencia tiene que
ver sobre todo con las consecuencias de la acción, lo que nos devuelve a la distinción entre
resiliencia de absorción, adaptativa y transformativa (Keck & Sakdapolrak, 2013; Béné et al.,
2014).

Además, entendemos que, dado que la resiliencia tiene que ver con individuos y grupos
superando situaciones difíciles en un contexto social, la teoría social en general y el
pensamiento sociológico en particular podría proporcionar herramientas conceptuales para
tratar el asunto. Muchas teorías sociológicas han tratado precisamente de responder a la
cuestión de cómo se puede explicar la acción individual en contextos sociales. En otras
palabras, cómo se puede conceder agencia a los individuos cuando sus acciones tienen lugar
en un mundo estructurado y con sus propias reglas y controles. Por supuesto, esta es una
cuestión muy debatida en el pensamiento sociológico, pues también distintas teorías sociales,
las de orientación estructural o materialista, han enfatizado las constricciones materiales o
estructurales a expensas de la agencia individual. En este sentido, la teorización de la
resiliencia podría ser una especie de “test de estrés” para estas teorías. ¿Cómo explicar que
personas en una posición estructural similar reaccionen de formas distintas a situaciones de
dificultad? Y entonces, ¿qué perspectivas (psico)sociológicas podrían explicar mejor la acción
individual en contexto sociales?

Sin duda, podría haber muchas respuestas a estas cuestiones, pero seguramente la mayoría
vendrían, en términos generales, de las tradiciones sociológicas de orientación weberiana. Una
primera respuesta podría venir de la teoría de la estructuración de Giddens, que precisamente
trató de dar cuenta de la agencia del sujeto en contextos estructurados. Giddens (1984)
entiende que los seres humanos son agentes propositivos, capaces de revisar reflexivamente
sus acciones. Esto significa que la acción implica algún tipo de capacidad humana de “marcar la
diferencia” en el flujo de la vida cotidiana. Pero, por supuesto, esto sucede en un entorno
estructurado en el que hay reglas que se han de seguir y una determinada cantidad de
recursos que condicionan las posibilidades de la acción. Giddens entiende las reglas como
esquemas tipificados que orientan las actividades cotidianas, las cuales se manifiestan con
claridad en los experimentos de ruptura de Garfinkel (1967), y que normalmente sirven a la
reproducción de las prácticas institucionalizadas. En este sentido, la estructura y el agente
constituyen una dualidad en la medida en que la estructura existe a través de las prácticas
sociales de las actividades cotidianas, y las prácticas sociales toman forma de las características
estructurales del contexto social. Es en esta configuración de la estructura a través de la acción
social que es posible apreciar las posibilidades de que aquella pueda ser modificada, incluso
inintencionadamente o inesperadamente, en el curso del tiempo.

En relación con la resiliencia, estas ideas podrían implicar que la investigación en el campo
debería centrarse sobre las prácticas sociales, en nuestro caso aquellas que desarrollan las
personas u hogares en dificultad, para después tratar de entender cómo se configuran y
responden a su posición estructural, y a las reglas y recursos disponibles para estos grupos. La
resiliencia sería entonces el efecto contingente e indeterminado de las acciones o la
combinación de acciones entre las posibilidades disponibles para los individuos o grupos en un
momento determinado y dentro de una cierta perspectiva dinámica y con unas determinadas
consecuencias o efectos sobre el sujeto y/o el grupo, más o menos funcionales para el sistema
social, o para el grupo o individuo concernido.

Naturalmente, Giddens no es el único preocupado por la cuestión de la agencia. De hecho, su


pensamiento coincide en muchos aspectos con la aproximación del Interaccionismo Simbólico,
incluidos, como se mencionó antes, Garfinkel, pero también Goffman. No es solo el interés de
Giddens en las reglas cotidianas lo que acerca ambas líneas de pensamiento. También el
énfasis que sitúa en la actividad consciente y reflexiva del sujeto en un contexto que es
eminentemente social por naturaleza. También Mead (1934) trató de resolver esta cuestión de
una forma diferente, mostrando cómo la conducta social está influida por el entorno social,
mientras que siempre existe espacio para la agencia individual bajo la forma de un “Yo” que
viene a representar la nunca totalmente determinada reacción del organismo.

Pero merece la pena mencionar cómo otro influyente sociólogo ha tratado de resolver la
misma tensión. Bourdieu (1977) comienza por entender las prácticas sociales como la
traslación de sistemas de disposiciones fuertemente estructurados que se incorporan en los
sujetos como habitus. Estos habitus son estructuras estructurantes de la acción social,
principios de percepción, acción y sentimiento, pero son un producto de la posición social del
sujeto o del grupo. Así, las posiciones sociales diferentes se asocian con habitus diferentes, en
la medida en que son la interiorización de las normas sociales y un universo cultural (Bourdieu,
1980). Sin embargo, la práctica social no es un mero mecanismo de actualización del habitus,
sino el efecto de una relación dialéctica entre habitus y la situación específica, mediante su
incorporación a un campo social. En este sentido, es una actualización estratégica, en la
medida en que los sujetos desarrollan estrategias en su lucha por el poder social o por mejorar
las posibilidades de reproducción social de su grupo. Por tanto, la vida social es para Bourdieu
un enfrentamiento constante entre grupos que buscan dominar al otro en diferentes campos
sociales.

Deberían haber quedado claras ya las diferencias entre Giddens y Bourdieu. Los agentes de
Bourdieu son quizá más propositivos que los de Giddens, en la medida en que son descritos
como sujetos con intereses que desarrollan estrategias para el logro de sus objetivos, los de su
grupo, si bien, por supuesto, bajo lógicas que son de naturaleza social y un producto de los
habitus grupales. En lo que respecta a la resiliencia, la solución de Bourdieu nos llevaría a
considerarla bajo una perspectiva comunitaria o colectiva, en cuanto se trata de lógicas de
acción de naturaleza colectiva o cultural. Estas lógicas son puestas a prueba en diferentes
campos sociales en diferentes situaciones, lo que abre la vía para la acción estratégica.

De estos planteamientos, podríamos rescatar, para nuestra conceptualización de la resiliencia,


desde Giddens, la necesidad de considerar las acciones en un entorno que limita las
posibilidades y que las acciones de los sujetos contribuyen a reproducir, pero también a
modificar; y desde Bourdieu, el carácter contextual, colectivo y estratégico de las lógicas de
acción incorporadas en los habitus.

Todas estas cuestiones han estado presentes en el desarrollo del proyecto RESCuE1, en el que
se han investigado las prácticas que han ido permitiendo a los hogares europeos afrontar la
dura y prolongada crisis económica de 2007. En esta dirección, el objetivo de este trabajo será
poner de manifiesto los aspectos sociales, contextuales, de la resiliencia, así como la necesidad
de considerarla superando la perspectiva individual en aras de sus aspectos grupales o
colectivos.

METODOLOGÍA

El proyecto RESCuE, que trata sobre “Patrones de resiliencia en hogares durante la crisis
económica en Europa”, se centró en las prácticas de resiliencia de familias en situación de
dificultad, a partir de la comparación de dos casos de investigación, uno urbano (UR; un barrio
de una ciudad de la periferia madrileña) y otro rural (RU; una localidad manchega), ambos
fuertemente influenciados por la interconexión específica que mantienen con la ciudad de
Madrid y profundamente afectados por la crisis económica de 2008. En cuanto a las fuentes
principales de información, se han utilizado las tres estrategias metodológicas fundamentales
en ambos casos de estudio: a) observación participante; b) entrevistas a expertos (4 en UR y 5
en RU) que están trabajando activamente en el municipio con familias en situación de
vulnerabilidad, como son el párroco, miembros de las asociaciones de vecinos, de Cáritas y de
los servicios sociales, etc.; c) 2 entrevistas en profundidad a 24 hogares en situación de
vulnerabilidad (12 en UR y 12 en RU), una primera orientada biográficamente, y una segunda
en la que se comentaban una serie de fotografías que los entrevistados habían seleccionado
y/o realizado exprofeso de su vida cotidiana para representar algunas cuestiones propuestas
por el equipo investigador. Esta mecánica de investigación, que ha sido descrita como
“elicitación visual” (Harper, 2010), entiende que las imágenes pueden ayudar, durante el
proceso de entrevista, a evocar ciertos recuerdos, pensamientos y situaciones sobre las que
posteriormente puede profundizarse durante una segunda entrevista. En la selección de los
entrevistados se buscó una similar composición por género, así como una diversidad de
edades, composición de los hogares y situaciones socioeconómicas, siempre bajo el criterio
general de afectación por la crisis económica, de manera que pudiera recoger buena parte (o
la mayor parte) del espectro de discursos sobre la crisis y las estrategias para afrontarla de los
hogares en dificultad.

1
“Patterns of Resilience during Socioeconomic Crises among Households in Europe”, 7º Programa
Marco UE. Son 9 los países participantes, en este texto solo recogemos los análisis relativos a los casos
de estudio españoles.
A partir de estos materiales, realizaremos a continuación el análisis de estas dos cuestiones
que entendemos fundamentales a la hora de dar cuenta de la resiliencia: a) la importancia del
entorno o el contexto social a la hora de ofrecer recursos (o no) de diverso tipo, que posibiliten
la capacidad de los sujetos de reaccionar adecuadamente ante unas circunstancias adversas; b)
el carácter grupal y colectivo de la resiliencia, que debe permitir superar las perspectivas
individualistas sobre la cuestión.

LA RESILIENCIA EN SU CONTEXTO

Los análisis que estamos realizando sobre nuestros casos de estudio están poniendo de
manifiesto la importancia que tiene para la resiliencia disponer o no de recursos de diverso
tipo. De hecho, sería posible sin mucha dificultad aplicar a estos análisis el concepto bourdiano
de capital (Bourdieu, 1977) en sus diferentes tipos. Eso sí, antes que realizar un análisis
exhaustivo de los tipos de capitales que podrían tener influencia sobre la resiliencia, tomamos
una aproximación empírica, esto es, trataremos de destacar aquellos recursos, aquellos
capitales, que nos parece más determinantes en esta dirección. Por ello, vamos a detenernos
en los recursos económicos, los (sub)culturales, los sociales y los institucionales, no en
términos generales, sino en aquellos aspectos vinculados con esos tipos de capitales que
aparecen como relevantes en los materiales que forman parte de nuestra aproximación
investigadora.

Respecto de los recursos económicos, es interesante destacar las posibilidades de sostenerse


ante la crisis que permitió la acumulación previa de capital para los trabajadores de la
construcción manchegos de nuestro caso de estudio rural que diariamente viajaban a las obras
de Madrid para ejercer como obreros más o menos cualificados. En efecto, durante los años
del boom económico muchas familias se beneficiaron de unos sueldos relativamente elevados
para los trabajos disponibles en la localidad, lo que ha permitido ahorrar. Las cantidades
acumuladas están siendo utilizadas para afrontar gastos que las condiciones actuales hacen
inabordables. Pero también esos ahorros han permitido ciertas iniciativas de inversión, más o
menos exitosas. En algunos casos, los ahorros, y/o la capitalización de la prestación por
desempleo, han servido para abrir algún tipo de negocio (por ejemplo en UR7), normalmente
comercio local, bares y restaurantes de forma destacada. Pero en otros, estos recursos
económicos han servido para la adquisición de terrenos agrícolas que habían estado
históricamente concentrados en manos de una clase terrateniente que fue perdiendo interés
en la tierra según se fue reduciendo su rentabilidad económica. De este modo, las tierras se
ponen en el mercado y pueden ser adquiridas por aquellas familias a quienes favoreció en
mayor medida la prosperidad vinculada a la construcción, ya sea como obreros especializados
o como empresarios del sector. De este modo, mientras que en los años de prosperidad, las
tierras eran cultivadas con la ayuda imprescindible de mano de obra inmigrante, sobre todo de
origen rumano, en los últimos años son los propios propietarios y sus familias quienes explotan
directamente las tierras, con la ayuda puntual de temporeros cada vez más locales (familiares
y amigos). Esta posibilidad no está presente, lógicamente, en nuestro caso de estudio urbano,
al contrario que la estrategia de abrir un negocio con la capitalización de la prestación de
desempleo, que sí se ha utilizado con cierta frecuencia, y también con éxito desigual. Eso sí, la
estrategia de adquisición de tierras de labor tiene unos límites muy claros, pues lo que no era
muy beneficioso para los terratenientes no puede serlo ahora para los nuevos propietarios. Los
recursos agrícolas están sirviendo para obtener unos recursos económicos que están lejos de
reemplazar los sueldos de la construcción, y que apenas van más allá de la mera subsistencia,
con la recepción de ayudas agrícolas de la UE, en aquellos casos que se están adaptando para
cumplir los requisitos de la política agrícola común.

Precisamente estos recursos económicos señalados, relacionados con actividades laborales en


agricultura y construcción, provienen de un capital cultural que toma la forma de una serie de
conocimientos y habilidades que son parte del bagaje de la población local. En efecto, nuestro
caso rural es un ejemplo de una cultura agrícola dependiente, presente en la mayor parte de la
población, sobre todo aquella caracterizada por niveles educativos bajos y escasos recursos
económicos y sociales, pero que podían sobrevivir con el trabajo manual siempre que hubiera
un terrateniente dispuesto a confiar en sus capacidades. Es una cultura de trabajo duro,
esforzado y sacrificado y justificado en la supervivencia familiar. Esta cultura agrícola, este
saber cómo hacer que la tierra dé sus frutos, no se ha perdido ni siquiera en la actualidad,
incluso se ha producido una revalorización y actualización de esas habilidades, con la llegada
de nuevas demandas para las explotaciones agrícolas. Pero además es posible relacionar esta
cultura agrícola, ligada en buena medida al autoconsumo y a la capacidad para el trabajo
manual, con una cultura obrera ligada al trabajo en la construcción. De hecho, Oliva (1995)
recoge cómo la figura del obrero campesino no ha sido extraña tampoco en otros países,
siendo ambas profesiones cercanas en cuanto a su carácter manual y capacidad para absorber
mano de obra inicialmente poco cualificada, así como por el trabajo esforzado y en cuadrilla.
Añadiríamos también que la capacidad de muchos de los trabajadores agrícolas de ser capaces
de construir su propia vivienda a partir de los ahorros de mucho tiempo está muy presente en
el imaginario colectivo de nuestro caso rural. Por tanto, el paso de una actividad de
subsistencia a la profesión no ha sido tan extraño.

Por otro lado, encontramos diferencias que podemos entender como subculturales entre
grupos con una cierta experiencia previa de vivir en escasez, entre algunos inmigrantes y parte
de la población autóctona actualmente en dificultad, y aquellos que no la han tenido u
olvidado, esto es, que han estado durante un tiempo prolongado en una situación cercana al
estatus de clase media. En puridad, los orígenes de los hogares de nuestros casos rurales y
urbanos son en todos los casos bastante humildes, pero algunos consiguieron ese estatus de
clase media durante las décadas de consolidación de la democracia y progresiva mejora de la
economía española. Aquellos con experiencia más cercana de vivir en escasez parecen
adaptarse a estas circunstancias adversas de formas más natural y menos traumática, lo cual
no significa necesariamente que tengan más posibilidades de salir adelante. Eso sí, son capaces
de desarrollar con más facilidad estrategias de reducción de gastos y mejor aprovechamiento
de los recursos a su disposición, incluidas las ayudas y subsidios públicos. En estos casos son
normalmente las mujeres quienes, dentro de esa subcultura, asumen el rol de gestoras de la
escasez, más dispuestas a movilizar sin reparo los recursos de cualquier tipo a los que puedan
tener acceso.

Un tercer tipo de recursos que incide sobre las posibilidades de resiliencia son los
institucionales-normativos, esto es, aquellos que vienen regulados por las políticas públicas y
el marco legal. En los casos que nos ocupan, disponer o no de ayudas públicas (locales,
provinciales, regionales o nacionales), por desempleo o por escasez de medios económicos, o
poder participar en programas sólidos de empleo o de subvenciones a ciertas actividades,
puede marcar una diferencia a la hora de plantearse distintas estrategias para salir adelante.
Ya hemos mencionado cómo las prestaciones por desempleo capitalizadas han servido para
tener la posibilidad de abrir negocios, aunque no siempre han supuesto una mejoría real para
los beneficiarios por la dificultad de que los emprendimientos tuvieran continuidad y
rentabilidad, por distintas razones que van más allá del marco normativo y pueden tener que
ver con capitales culturales o económicos disponibles, así como por cuestiones contextuales o
de oportunidad. Sin embargo, la debilidad de las políticas públicas de apoyo a los colectivos en
dificultad de las distintas administraciones se convierte en una muestra clara de cómo el
contexto, político en este caso, puede servir en negativo, más un freno que una palanca en la
que apoyarse para salir adelante. No son pocos los casos en los que nuestros entrevistados
relatan la necesidad de acudir a instituciones caritativas por la escasez o condicionalidad de las
ayudas públicas. Pero, por otro lado, hay dos claros casos de regulación legal de la gestión de
las deudas de las familias y las personas físicas o jurídicas que está teniendo una incidencia
bastante negativa en la posibilidad de recuperarse tras la crisis.

En primer lugar, es bien conocido, y se refleja en algunos de nuestros casos analizados, cómo
el marco legal que regula los impagos de hipotecas deja a las familias sin margen para rehacer
sus vidas, poniéndolas en riesgo más que evidente de exclusión social. No es aquí el lugar para
desarrollar el detalle del problema legal, pero sí es conveniente destacar que en países donde
la normativa es distinta, los afectados por los impagos pueden tener mejores posibilidades de
recuperarse, de resiliencia, simplemente por el hecho de que el marco normativo es más
favorable para el endeudado. En segundo lugar, no son tampoco desconocidos los problemas
derivados del endeudamiento de pequeños empresarios, que se han visto atrapados por el
desmoronamiento del sistema sin que este haya sido capaz de ofrecer una solución que
permita una segunda oportunidad, una posibilidad de reemprender en un nicho de actividad
que, en muchos casos, era viable. Tan es así, que las posibilidades que remontar la situación
pueden ser prácticamente imposibles, en la medida en que las deudas, incluso con las
administraciones, periclitan las iniciativas potencialmente resilientes.

Por último, los recursos sociales de que disponen los sujetos marcan también la diferencia a la
hora de poder salir adelante tras la adversidad. En los casos analizados, la defensa frente a las
situaciones problemática es mucho más eficiente cuando existe participación en actividades
colectivas y grupales. Esto se confirma tanto en la población autóctona como en la inmigrante,
en jóvenes y en mayores. Como ejemplos, podemos señalar la información sobre empleos
posibles que se recibe de las redes sociales cercanas, el apoyo de las plataformas anti-
desahucio (PAH) o de otras asociaciones en las que participan algunos de nuestros hogares
entrevistados, o las propuestas de proyectos cooperativos que superan el emprendimiento
individual y que se construyen grupalmente. Estas actividades colectivas son fuente de apoyo
emocional, así como refuerzan el sentimiento de pertenencia a la comunidad, pero sobre todo
muestran cómo la integración en redes sociales abre posibilidades que están fuera del alcance
de los hogares más aislados o de aquellos que ocupan una posición periférica en esas redes,
como puede suceder a algunos casos de inmigrantes o a autóctonos que sufren algún tipo de
discriminación o consideración negativa por parte de los grupos dominantes.

LA RESILIENCIA GRUPAL, COLECTIVA O COMUNITARIA


Pero no se trata solamente, como venimos señalando, de que la resiliencia venga condicionada
en gran medida por el contexto social en el que se mueve el sujeto, sino de que dirigir la
mirada al sujeto individual es cuando menos simplificador a la hora de analizar, cualquier
proceso social sin duda, pero también la resiliencia. En efecto, la mayoría de las claves que
tienen que ver con el afrontamiento de estas situaciones difíciles se comprenden mucho mejor
cuando se analiza el grupo o el colectivo, pues tanto los recursos como las estrategias se
configuran en esa dimensión y no en la meramente individual.

Para empezar, seguramente la unidad mínima para analizar la resiliencia habría de ser
necesariamente la familia, que es percibida como el grupo sin el que no se puede vivir, por
tanto el elemento más básico en cualquier esfuerzo por salir adelante como núcleo básico de
solidaridad interpersonal. La familia se configura como una fuente esencial de apoyo y
cuidados con los que superar los problemas, incluso un puerto seguro en tiempos turbulentos.
La familia es también el factor que contribuye enormemente a que las personas continúen
luchando sin descanso, especialmente cuando hay niños pequeños y dependientes. Incluso
podríamos afirmar que los esfuerzos de las generaciones anteriores han proporcionado
recursos de los que se benefician las siguientes, permitiéndoles mantenerse a flote en algunos
casos. Esto se aprecia por ejemplo en la inversión colectiva que realiza la familia para poner en
marcha un negocio o en la adquisición de una casa, estrategias que después pueden ser
cruciales en tiempos de crisis. Eso sí, la familia no deja de tener una consideración ambivalente
en muchos casos, incluso una fuente de problemas, pues tanto éxitos como fracasos y
frustraciones pasan por ella. En algunos casos, la familia es la única fuente de relaciones e
intercambios y todo se organiza alrededor de su bienestar: alimentación, desempeño escolar,
actividades sociales, etc. En estos casos en que la actividad social se centra en exceso en el
grupo familiar, tanto en el caso urbano como en el rural, las posibilidades de llevar a cabo
prácticas resilientes son más limitadas, al tiempo que se deteriora la inclusión en la comunidad
y aumenta el aislamiento. Sin embargo, cuando la familia se inserta en una red más compleja
de relaciones (vecindario, amistades, comunidades, grupos políticos o religiosos), la densidad
de relaciones promueve una diversificación de estrategias y fuentes de apoyo e información.

Esto desde luego nos pone sobre la pista de la dimensión colectiva bajo la que puede ser
analizada la resiliencia. En la medida en que las relaciones sociales tienen tal importancia para
la recuperación ante la adversidad, el grado de integración interna de un colectivo humano,
una comunidad, marcará igualmente diferencias en esta cuestión. En este sentido, los cambios
experimentados por el caso urbano que hemos analizado puede ser un buen ejemplo. En
efecto, en el pasado del barrio las relaciones entre los vecinos fueron muy importantes y los
que permanecen en él se resienten del alejamiento entre estos y los nuevos habitantes, mucho
de ellos de origen inmigrante, pues muchos antiguos moradores, aquellos a quienes las
circunstancias económicas han favorecido, han abandonado esas calles en busca de mejores
viviendas en los nuevos desarrollos urbanos, próximos o lejanos, en los que no se reproducen
las relaciones cercanas que caracterizaron al barrio antiguo en sus inicios en los años sesenta.
De este modo, la población aparece más aislada entre sí, por tanto con menores posibilidades
de generar dinámicas colectivas que contribuyan al bienestar de la comunidad. El sentimiento
de aislamiento se hace también evidente en los nuevos desarrollos del caso urbano, donde no
hay más que tímidos intentos de promover la sociabilidad y fortalecer el tejido social, o en
general en aquellas áreas con baja participación en grupos y asociaciones.
Este relativo aislamiento actual es más frecuente entre aquellos que ocupan un lugar periférico
en la red de relaciones vecinales. Así encontramos algunos inmigrantes con lazos débiles con la
población autóctona, pero incluso con sus paisanos, y que no tienen apenas a quien recurrir
cuando las circunstancias lo podrían exigir. Mientras, otros inmigrantes están más integrados,
bien con la población local, bien en sus comunidades étnicas, bien en complejas redes de
compatriotas que les conectan además con sus países de origen o con otros países europeos
receptores también de migrantes. Esta complejidad permite potencialmente disponer de un
mayor y más diversificado rango de recursos que puedan proveer de alternativas viables para
desarrollar prácticas resilientes. Por supuesto, la distancia y el tiempo pueden debilitar estas
redes si no se cuidan adecuadamente, del mismo modo que se debilitan los lazos étnicos en la
comunidad receptora cuando los compatriotas se vuelven a sus lugares de origen.

Pero este posicionamiento periférico en las redes sociales, con sus consecuencias negativas, lo
encontramos también en casos de población autóctona. Por ejemplo, las entrevistas realizadas
a una familia de nuestro caso rural revelan con claridad la ausencia de vínculos fuertes con la
comunidad: escasa o nula participación en las agrupaciones locales, actitud voyeur en las
fiestas patronales, etc. Los únicos vínculos que mantienen y que evitan el aislamiento total son
los de la familia extensa, alguno de cuyos miembros les ha puesto en contacto con la PAH
local, una vez que entraron en riesgo de desahucio. Sin embargo, la participación en esta
asociación no parece haber abierto posibilidades nuevas de vinculación con la comunidad y de
proveer de nuevos recursos, simbólicos y materiales, al hogar, quizá por la distancia cultural
existente entre el hogar y el colectivo. De este modo, igual que hemos visto en otros casos
cómo un tejido asociativo desarrollado puede contribuir decisivamente a vincular entre sí a los
miembros del grupo y a crear comunidad, al menos entre aquellos que participan
directamente o se benefician de su actividad, y con ello contribuir a mejorar las posibilidades
de recuperación, este ejemplo muestra las limitaciones de este tipo de iniciativas y las
dificultades que se encuentran para llegar a ciertos grupos de población.

CONCLUSIONES

Llegados a este punto, esperamos haber dejado claro el interés por una concepción de la
resiliencia que recoja adecuadamente su carácter social y colectivo como forma de entender
mejor las prácticas que realizan los actores sociales para recuperarse frente a la adversidad. En
efecto, estas prácticas se sitúan en un determinado contexto social que condiciona las
posibilidades de actuación y los recursos disponibles en función también de la posición social
que ocupan sujetos y grupos, en línea con el pensamiento sociológico que ha tratado de
vincular estructura y agencia. Como decíamos más arriba, esto no es algo que haya sido
desconsiderado por la investigación psicológica en el tema, pero esta ha carecido de un
enfoque adecuado que permita dar cuenta del carácter contextual y social de la resiliencia. En
este sentido, los análisis que estamos realizando manifiestan precisamente la forma compleja
en que los recursos disponibles, ya sean económicos, culturales, institucionales o sociales, para
los sujetos en el contexto en que viven hacen viables ciertas estrategias y no otras, al tiempo
que condicionan también las posibilidades de mayor o menos éxito de las mismas. Así, la
compra de terreno agrícola ha sido una estrategia posible en nuestro caso rural para quienes
disponían de capital económico acumulado en tiempos de crisis, pero presenta el problema
general de la limitada rentabilidad de la agricultura en la actualidad.
Por otro lado, resulta igualmente necesario superar el nivel de análisis individual en el estudio
de la resiliencia. La mayor parte de los recursos a los que tiene acceso el sujeto individual
tienen que ver con su pertenencia a grupos, ya sean familiares, comunitarios, étnicos,
religiosos o de cualquier otro tipo. En efecto, en nuestro país la familia como núcleo básico de
solidaridad se encuentra en la base de muchos de los recursos y estrategias que se ponen en
marcha para recuperarse de la adversidad. Al tiempo, la inserción de la familia en (segmentos
de) la comunidad, local o móvil, redunda igualmente en el acceso a recursos y estrategias que
no serían accesibles fuera de esas redes de sociabilidad.

Por tanto, nuestra apuesta no pasa por abandonar el concepto de resiliencia, sino por darle un
contenido innegablemente social y colectivo. De esta manera, entendemos necesario
abandonar la perspectiva heroica de la resiliencia del sujeto individual que se enfrenta a la
adversidad y sustituirla por una perspectiva social y crítica. Social en la medida en que el
contexto social y la posición social de los sujetos influye de forma determinante en las
posibilidades de resiliencia. Crítica porque esta posición permite también poner de manifiesto
cómo la desigualdad de las sociedades humanas debilita las posibilidades de salir adelante de
ciertos grupos humanos, lo que hace necesario el cuestionamiento de esas estructuras sociales
injustas y la potenciación de los esfuerzos colectivos por transformarlas, es decir, por minar la
resiliencia del sistema social tal como está configurado actualmente.

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