Rivera Eulalia CASAS
Rivera Eulalia CASAS
Rivera Eulalia CASAS
DE LA
COLONIA AL LIBERALISMO DECIMONÓNICO
Since the foundation of the colonial cities in the Spanish America, and in
particular in Mexico, the residential types of land use became well defined in
the urban structure and contributed to form a very successful model of city at
the scale of the long duration. A general analysis of this model along with the
study of the forms of housing during the old regime, reveal a number ruptures
and discontinuities in the 19th century, specifically in the distribution of
houses in the urban space, in the architectonic typologies, in the urban profile
as a whole, and in the life style inside the wealthy and the modest houses.
En los años sesenta del siglo XVI, cuando hacía apenas unas cuantas décadas
que se había iniciado la empresa conquistadora de España por tierras
americanas, la labor de fundación de ciudades había sido intensa como no lo
volvería a ser después. En ella, los ejecutores proyectaron una amalgama de
experiencias urbanas previas surgidas de la propia realidad de origen y del
trabajo castrense aprendido en las guerras de reconquista contra los moros,
sobrepuesta en algunos -pocos- casos a las estructuras existentes de ciudades
precolombinas.
Inclusive en aquellos pueblos y ciudades sin acta de fundación, sin traza, sin
ayuntamiento y sin reparto formal de solares, ciudades de crecimiento
espontáneo e irregular alrededor de una mina, de una capilla rural, de una
hacienda, o a lo largo de un camino real y sus postas, la estructura urbana se
fue adecuando poco a poco a las normas del patrón general. No solamente en
cuanto a formas, sino también en sus funcionamientos. Con el tiempo, las
plazas aparecieron en el escenario adquiriendo enseguida su papel
protagónico.
¿Cómo era esa casa con tal apelativo que la define como un prototipo?
Digamos, para lograr una explicación más acertada, que la casa mexicana son
muchas casas que varían de acuerdo sobre todo al nivel socio-económico y al
ámbito urbano en que se construyen, aunque pueden reconocerse algunos
elementos equivalentes en todas. El principal, desde luego, es el patio, que no
solamente articula todas las actividades domésticas desde las de habitación
hasta las productivas, sino que además funciona como un perfecto engranaje
entre lo público y lo privado, entre la precaria privacía de lo doméstico en
aquel tiempo y el intenso ajetreo callejero también característico del antiguo
régimen. Muchas de las construcciones, ricas o pobres, contaban con un
segundo patio, si no es que con varios más articulados por pasillos, y todos
definían conjuntamente las sociabilidades entre las múltiples funciones de la
casa.[12]
Ya hemos señalado que el valor de las casas estaba, amén de las condiciones
propias de la construcción y su mantenimiento, determinado en gran medida
por su ubicación sobre la retícula del mapa urbano, y sobre todo en función de
la cercanía a la plaza mayor y sus calles aledañas. Sin embargo en los centros
se vivía una considerable heterogeneidad social, dentro de los edificios
mismos como se ha apuntado, como también porque no muy lejos de las
mansiones aristocráticas, compartiendo espacios dentro de la traza formal de
la ciudad, desde el siglo XVII y sobre todo en el XVIII se habían construido
casas para el arrendamiento colectivo. Son las llamadas vecindades,
frecuentemente propiedad de la iglesia, quien ejerció como un rentista
tolerante. Las vecindades se ajustaron al modelo de casa centrado alrededor
del patio con su corredor porticado, y sobre el que se abren las puertas de
numerosas viviendas de uno o dos cuartos a lo sumo.
A finales del siglo XVIII y en el siglo XIX aquel estado de cosas no había
cambiado mayormente en lo general. Las casas habitación alternaban
indistintamente con los comercios, y eran las manzanas centrales de todas las
ciudades las que seguían ostentando la mayor categoría para un uso y otro.
Pero ya desde la mitad del setecientos, con la nueva administración ilustrada
de los déspotas borbónicos y su representación virreinal, se empezó a pensar
en el reordenamiento funcional del espacio urbano. Los puestos de ciertos
tianguis de las plazas se habían ido acomodando en céntricos mercados
establecidos, y los pequeños comercios habían invadido plantas bajas de
construcciones de dos pisos, desplazando su uso residencial.
Están todavía por estudiar los efectos urbanos precisos de cada una en
concreto, pero sin duda muchas de ellas iniciaron el rompimiento, al menos
parcial, del esquema de las ciudades preindustriales en las que no hay una
diferenciación funcional tajante en el uso del suelo, porque los artesanos, en
una proporción considerable, laboran en el lugar de residencia, o en su
defecto, los talleres comparten espacios con casas de habitación y pequeños
comercios.
Cierto es que las industrias arrancadas por el Banco entre 1830 y 1842
funcionaron con graves altibajos y algunas por poco tiempo. Pero aunque los
cambios urbanos que hayan podido potenciar fueran incipientes y limitados,
plantean a manera de prolegómeno el esquema que alcanzaría dimensiones
más profundas y extendidas durante el Porfiriato, cuando con la paz de la
dictadura la inversión de capitales privados nacionales y extranjeros dio
mayores alcances a los procesos de industrialización y transformación de las
ciudades en que se produjo.
Pero lo cierto es que hasta que mediaba el 1800 y México llevaba ya varias
décadas de vida como nación independiente, poco había cambiado. Inclusive
hasta iniciado el régimen porfiriano en la década de 1880, un buen número de
las grandes casas de la ciudad de México, y sin duda de las de otras ciudades
del resto del país, seguían hospedando a familias y gente de diversas clases
sociales en sus distintos patios o niveles, en las accesorias, los entresuelos y
los cuartos, tal cual había funcionado el perdurable modelo colonial.[22] Con
unas oligarquías empobrecidas y unas arcas públicas crónicamente
insuficientes, casi nada pudo hacerse sobre las estructuras físicas de las
ciudades hasta ese límite impreciso de la mitad del siglo. El mapa heredado de
los tiempos coloniales prácticamente no cambió. Las calles tiradas a "regla y
cordel" desde su origen siguieron siendo las mismas en la extensión que
habían alcanzado en el siglo XVIII, y las manzanas mantuvieron sus mismos
contornos. Sólo la pátina del tiempo con sus ruinosas huellas parece haber
hecho su aparición sobre los empedrados y las banquetas de las calles, sobre
los muros de las construcciones y sobre el aspecto general del ámbito
ciudadano.
Los esfuerzos de las autoridades a duras penas alcanzaban para ir paliando
desperfectos y resolviendo las necesidades más apremiantes. En términos
generales puede afirmarse que hasta mediados del siglo XIX, en las ciudades
mexicanas, incluida la capital nacional, solamente se puso cierta atención en
los servicios de agua, de alumbrado público, de pavimentación y limpieza,
pero que poco o casi nada se invirtió en innovaciones estructurales y
funcionales o en el acicalamiento de la imagen urbana.[23]
La modernidad
Por un lado, las tierras de las repúblicas de indios habían sido ya, cuando eran
limítrofes de trazas urbanas españolas, víctimas de los afanes expansionistas
de los ayuntamientos y de los intereses especulativos de inversionistas
privados. A partir de la ley de desamortización de 1856, los terrenos de
propiedad comunal de barrios y pueblos de indios podían ser denunciados y
adquiridos por los denunciantes en el caso de que sus usufructuarios no
aceptaran la parcelación y escrituración a título individual, cosa que en muy
pocas ocasiones sucedió.[26]
Estos procesos, de los que falta por hacer estudios detallados, no fueron desde
luego inmediatos ni continuos. Las guerras de Reforma y la ocupación
francesa los frenaron, y las circunstancias particulares de cada lugar les
asignaron sus momentos y sus ritmos.
Durante las tres últimas décadas del siglo, los cambios en la propiedad del
suelo en coyuntura con la reactivación económica del Porfiriato dieron cabida
a una cierta tugurización del entorno inmediato a las casas de mayor postín de
muchas ciudades mexicanas. Las nuevas industrias, el florecimiento
comercial, las obras de fomento y la construcción de los ferrocarriles la
principal, fueron los catalizadores de un aumento de la población, que se
tradujo en densificación y amontonamiento sobre sus viejos espacios. Las
vecindades con "cuartos redondos" en los que se hacinaba la gente se
acercaban tanto, que tocaban aquél corazón más selecto de las poblaciones; y
con la nacionalización de los bienes eclesiásticos, algunos conventos fueron
invadidos por familias enteras que se instalaron en todos sus rincones
convirtiéndolos también en maltrechas casas de vecinos.[27] No solamente los
conventos; también algunas de las magníficas mansiones construidas por los
nobles durante la Colonia junto con otras menos portentosas, y abandonadas
ahora por sus propietarios, se convirtieron en miserables vecindades que
albergaban a múltiples familias repartidas en los cuartos convertidos en
viviendas únicas.
María Dolores Morales y María Gayón señalan que, en general, entre 1848 y
1882 los procesos que destacan respecto a la vivienda en la ciudad de México,
son el de la subdivisión y densificación de las casas existentes y el de la
construcción de casas de viviendas múltiples, junto con el hecho de que fuera
de los alrededores inmediatos de la plaza mayor y de las periferias de jacales,
los cuartos son el tipo de vivienda más numerosa en la superficie de la
ciudad.[29]
Las casas en los cascos viejos de las ciudades siguieron mostrando sus
fachadas continuas y alineadas a las calles, si bien al interior, las nuevas
construcciones habían modificado irreversiblemente los conceptos de la vida
doméstica. El patio era ahora ajardinado. Dejó de ser el articulador de la vida
y las funciones de cada espacio de la casa, para convertirse en su ornato. Las
cocinas se separaron definitivamente de los comedores y los baños se
asumieron imprescindibles.[30]