Rivera Eulalia CASAS

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CASAS, HABITACIÓN Y ESPACIO URBANO EN MEXICO.

DE LA
COLONIA AL LIBERALISMO DECIMONÓNICO

Eulalia Ribera Carbó


Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México

Casas, habitación y espacio urbano en México. De la colonia al


liberalismo decimonónico (Resumen)

Desde la fundación de las ciudades coloniales en la América española, y en


particular en México, los usos habitacionales del suelo quedaron bien
definidos en la estructura urbana y contribuyeron a conformar un modelo de
ciudad muy exitoso en la larga duración. El análisis general de ese modelo y
de las formas de vivienda del antiguo régimen permiten reconocer para el
siglo XIX rupturas y continuidades en la distribución de la vivienda sobre el
espacio de la ciudad, en las tipologías arquitectónicas, en el conjunto del perfil
urbano, y en la vida dentro de las casas lujosas y las viviendas populares.

Palabras clave: liberalismo decimonónico, ciudades coloniales, modelos de


vivienda.

Houses, housing and urban space in México. From colonialism to


nineteenth-century liberalism (Abstract)

Since the foundation of the colonial cities in the Spanish America, and in
particular in Mexico, the residential types of land use became well defined in
the urban structure and contributed to form a very successful model of city at
the scale of the long duration. A general analysis of this model along with the
study of the forms of housing during the old regime, reveal a number ruptures
and discontinuities in the 19th century, specifically in the distribution of
houses in the urban space, in the architectonic typologies, in the urban profile
as a whole, and in the life style inside the wealthy and the modest houses.

Key words: nineteenth-century liberalism, colonial cities, housing models.

Un exitoso modelo de ciudad y de vivienda


Este portal (de Mercaderes) es un México en miniatura. Aquí encontré un conjunto de todas las clases y
personas que había observado antes. El atuendo de los ricos comerciantes españoles, plantados a la puerta
de su almacén, es semejante en hechura al que se usa en Europa. (...) Aquí estaban también los
mercaderes al menudeo, embutidos en sus levitas descoloridas, sin sombrero y abrumados de
ocupaciones; asimismo se encontraba aquí el charro, con la fastuosidad de su traje campirano; los
arrieros, vestidos de cuero; los indios, con su carga a cuestas, trotando entre la multitud; y el lépero con su
frazada y su semioculto herrumbroso sable, y la dama refinada con su criado y el cigarrillo. Todos juntos
y mezclados promiscuamente con la total independencia y el obstinado codeamiento de la igualdad
republicana.[1]

No eran ni la total independencia ni el obstinado codeamiento de la igualdad


republicana lo que el comerciante inglés William T. Penny observó en el
portal de la plaza mayor de la ciudad de México en 1824. Hacía mucho que en
los portales de las plazas mayores mexicanas confluían todos los personajes
de la sociedad, revolviéndose en ellos el raso de seda y la manta burda, la bota
y el zapato con el huarache y el pie descalzo. Hacía tanto, como que al inicio
mismo de ser levantada una ciudad de españoles, los indios entraban en ella y
enseguida dejaban obsoletas las líneas aquellas de las Ordenanzas de
descubrimiento y población de 1573 que decían:
Entretanto que la nueva población se acaba los pobladores en cuanto fuere posible procuren de evitar la
comunicación y trato con los indios y de no ir a sus pueblos ni divertirse ni derramarse por la tierra ni que
los indios entren en el circuito de la población hasta la tener hecha y puesta en defensa...[2]

Cierto es que en un principio el territorio urbano quedó segregado social y


racialmente al estar la jerarquía socio-económica de los propietarios residentes
de las ciudades determinada por la cercanía a la plaza, y acomodados los
indios en sus repúblicas arrimadas a las márgenes vacías de la traza o en
barrios periféricos del propio municipio español.[3] Sin embargo, en cuanto a
lo racial se refiere, los tintes se corrieron y fue en realidad la categoría social
la que siguió marcando el espacio de las ciudades. En el XVIII indios,
mestizos y mulatos habitaban irrestrictamente el casco urbano, mientras que
en los barrios se avecindaba cualquiera con entera libertad.[4] Era más bien y
como acabamos de apuntar, una cuestión de nivel socio-económico la que
permitía acomodarse aquí o allá dentro de la cuadrícula del mapa. Y aunque
durante el antiguo régimen, así como en el siglo XIX, el entramado social
fuese complejo y de notables extremos de riqueza y pobreza, de la abigarrada
jerarquización de la población puede hacerse una traducción espacial
presumiblemente más sencilla.

En los años sesenta del siglo XVI, cuando hacía apenas unas cuantas décadas
que se había iniciado la empresa conquistadora de España por tierras
americanas, la labor de fundación de ciudades había sido intensa como no lo
volvería a ser después. En ella, los ejecutores proyectaron una amalgama de
experiencias urbanas previas surgidas de la propia realidad de origen y del
trabajo castrense aprendido en las guerras de reconquista contra los moros,
sobrepuesta en algunos -pocos- casos a las estructuras existentes de ciudades
precolombinas.

La convergencia de ese desempeño práctico con las teorías urbanas


renacentistas y los principios de la ciudad ideal cristiana, se convirtieron en
1573 en la normativa jurídica que enmarca a un modelo de ciudad tan exitoso,
que aún hoy podemos reconocer perseverantemente en muchos de los arreglos
de sus espacios.

Las Ordenanzas de descubrimiento y población tienen efectivamente una


filiación renacentista tanto en su inspiración vitrubiana como en su propósito
de definir racionalmente un diseño previo a la construcción de las ciudades,
aún y cuando los diseños americanos en poco se parezcan a los de las ciudades
de utopía de los pensadores europeos.[5] Son, según Leonardo Benévolo, la
primera ley urbanística del mundo moderno occidental, que atiende asuntos
relativos al sitio adecuado para el poblamiento, a la jerarquía y a las
autoridades del núcleo fundado, a las formas urbanas, a las tierras de
propiedad municipal, y a la localización conveniente de ciertos usos del
suelo.[6]

La traza, así nombrada y concebida como un sinónimo de la ciudad, tan


conveniente para la ocupación de los nuevos territorios conquistados y el
control efectivo de la población insumisa, tenía su origen en un núcleo central,
generador y articulador de todo el sistema urbano: la plaza mayor. La plaza
mayor era el elemento que dirigía el dibujo del mapa, pero además,
concentraba los edificios y las funciones más relevantes del poder y su
administración, lo que la convertía también en un centro simbólico y la
referencia obligada de toda población. La iglesia mayor, la casa de concejo y
cabildo y la casa real, unas frente a otras en el espacio de la plaza, se traducían
sin duda en un conjunto imponente y con grandes posibilidades de
"convencer" sobre el nuevo orden social.[7]

No sólo eso. En las ordenanzas, a la plaza se la señalaba como el lugar más


adecuado para las fiestas cívicas, se sugería explícitamente la edificación en
ella de las tiendas para los comerciantes más importantes, y se recomendaba
que en los edificios que la bordeaban y en las cuatro calles que de ella salieran
se construyeran portales para la comodidad de la concurrencia. Así que la
plaza debía ser el centro del poder civil y religioso, hito principal de la imagen
urbana, núcleo comercial y punto obligado de reunión y mercado. En el resto
de la malla, los solares de las manzanas se repartirían a los pobladores
empezando desde la plaza mayor, y el esquema se reproduciría a escala a
partir de las plazas menores como sede de las parroquias y monasterios, y
responsables de la unidad de los barrios.[8]

Inclusive en aquellos pueblos y ciudades sin acta de fundación, sin traza, sin
ayuntamiento y sin reparto formal de solares, ciudades de crecimiento
espontáneo e irregular alrededor de una mina, de una capilla rural, de una
hacienda, o a lo largo de un camino real y sus postas, la estructura urbana se
fue adecuando poco a poco a las normas del patrón general. No solamente en
cuanto a formas, sino también en sus funcionamientos. Con el tiempo, las
plazas aparecieron en el escenario adquiriendo enseguida su papel
protagónico.

Lo mismo sucedió con los pueblos y parcialidades de indios que se erigían


próximos o adosados a los márgenes vacíos de la traza española, y que
reproducían su normativa. La organización de los pueblos de indios se ajustó
jurídicamente a la del municipio castellano, y morfológicamente al modelo de
la plaza con los edificios principales de gobierno y evangelización y una
planimetría reticular que en algunos casos se sobrepuso a trazas preexistentes.
Y cuando no pertenecían a república o pueblo, los indios se asentaban en los
barrios, que se cohesionaban alrededor de una parroquia y que quedaban
distribuidos periféricamente en torno al núcleo central de españoles,
sometidos al gobierno de su ayuntamiento, y englobados genéricamente en el
patrón urbano.[9]

Desde la fundación de las primeras trazas en el siglo XVI la repartición de los


lotes urbanos se realizó a partir de la plaza como núcleo de origen. Por ello
también muy desde el principio las ciudades se estructuraron con un casco
central densamente construido, de edificaciones sólidas, que casi siempre sin
cortes repentinos se desvanecía hacia una periferia con casas más espaciadas y
de fábrica exigua. Las formas eran distintas y las funciones urbanas también,
pero los cambios se daban gradualmente en una articulación continua entre lo
ciudadano y lo rural.[10]

Ese cuerpo originario, edificado y preponderante en la composición del tejido


de las ciudades fijó su centralidad y su dimensión vertebradora no tanto en el
hecho de haberse erigido primero, sino justamente en los usos que desde ese
principio adquiría el suelo que se convertía en urbano. Era el asiento del poder
con sus expresiones arquitectónicas. Si se trataba de un pueblo pequeño: la
parroquia y la casa consistorial enmarcando la plaza. Pero si las jerarquías
políticas, religiosa o administrativa eran mayores, siempre cabían la catedral,
las casas reales, o un palacio de gobierno provincial. Por supuesto, el poder
económico compartía más o menos los mismos espacios y ahí estaban, en la
plaza o tocándose con ella, los portales de mercaderes y la aduana. Y
alrededor las casas y comercios principales.

Desde la fundación misma de las ciudades coloniales, en el reparto de los


solares empezando a partir de la plaza mayor, la cercanía respecto a ella fue
seña de la jerarquía del propietario hecha evidente en la categoría constructiva
de las residencias.

Las primeras edificaciones de casas-habitación se hicieron de piedra y cal con


una arquitectura de sólida apariencia fortificada, que en su exterior recordaban
las líneas de la casa de Castilla y en su interior disponían los espacios
alrededor de un patio central, enmarcado por corredores porticados igualmente
a la manera castellana y andaluza. En aquellas casas vivían familias nucleares
y extensivas, muchas veces junto con otros personajes unidos por el paisanaje
de origen en España. Empleados y sirvientes compartían la casa, y la
separación y privacidad entre todos sus habitantes no era ni de lejos
tajante.[11]

Las construcciones fueron perdiendo pronto su carácter de aspecto castrense,


y la vida doméstica retraída en ellas fue abriéndose al espacio público de la
calle con grandes ventanas y zaguanes. Cuando en el siglo XVII el barroco
impuso su impronta notable en la fisonomía urbana, la "casa mexicana" era ya
un hecho arquitectónico consolidado y con características que lo distinguían.

¿Cómo era esa casa con tal apelativo que la define como un prototipo?
Digamos, para lograr una explicación más acertada, que la casa mexicana son
muchas casas que varían de acuerdo sobre todo al nivel socio-económico y al
ámbito urbano en que se construyen, aunque pueden reconocerse algunos
elementos equivalentes en todas. El principal, desde luego, es el patio, que no
solamente articula todas las actividades domésticas desde las de habitación
hasta las productivas, sino que además funciona como un perfecto engranaje
entre lo público y lo privado, entre la precaria privacía de lo doméstico en
aquel tiempo y el intenso ajetreo callejero también característico del antiguo
régimen. Muchas de las construcciones, ricas o pobres, contaban con un
segundo patio, si no es que con varios más articulados por pasillos, y todos
definían conjuntamente las sociabilidades entre las múltiples funciones de la
casa.[12]

Las casas de abolengo y opulencia edificatoria en los centros de las ciudades


mexicanas solían tener dos niveles y varios patios alrededor de los cuales se
abrían múltiples cuartos que servían como alojamiento para los mozos, de
bodegas y para los variados servicios de la casa. Entre los bajos y los altos del
edificio había un entresuelo con viviendas destinadas en origen a los
sirvientes, pero ocupadas por otros habitantes arrimados a la familia, o
arrendadas a comerciantes y artesanos que vivían en ellas y que desplegaban
sus actividades en los bajos o en las accesorias de la casa que tenían su salida
directa a la calle. En la segunda planta era donde vivía la familia o las familias
ennoblecidas, ya fueran propietarias o inquilinas por alquiler.

Este modelo de residencia, con o sin altos, de una variada convivencia de


gente y funciones, se repetía en diversas proporciones de tamaño, de
materiales constructivos y de magnificencia arquitectónica por todas las trazas
de las ciudades de México.[13]

Ya hemos señalado que el valor de las casas estaba, amén de las condiciones
propias de la construcción y su mantenimiento, determinado en gran medida
por su ubicación sobre la retícula del mapa urbano, y sobre todo en función de
la cercanía a la plaza mayor y sus calles aledañas. Sin embargo en los centros
se vivía una considerable heterogeneidad social, dentro de los edificios
mismos como se ha apuntado, como también porque no muy lejos de las
mansiones aristocráticas, compartiendo espacios dentro de la traza formal de
la ciudad, desde el siglo XVII y sobre todo en el XVIII se habían construido
casas para el arrendamiento colectivo. Son las llamadas vecindades,
frecuentemente propiedad de la iglesia, quien ejerció como un rentista
tolerante. Las vecindades se ajustaron al modelo de casa centrado alrededor
del patio con su corredor porticado, y sobre el que se abren las puertas de
numerosas viviendas de uno o dos cuartos a lo sumo.

En las vecindades, como en los entresuelos, comúnmente vivieron artesanos


modestos, que no solo habitaban en el reducido lugar por el que pagaban al
propietario del inmueble; también usaban sus cuartos como tienda y taller, y
casi invariablemente invadían los espacios colectivos de patios y pasillos. Ahí
se amalgamaban actividades domésticas, productivas y comerciales, con los
escasos servicios de uso común con los que contaban las casas, a saber, pozos,
atarjeas, lavaderos y comunes. Y eso, si los tenían.[14]

Alrededor del casco urbano de construcciones formales de mampostería y


adobe, ricas y pobres, se esparcían, como un cinturón de miseria, jacales a
veces esparcidos en un "desordenado" patrón urbano, y otras ajustados al
dibujo de manzanas regulares y arrinconados en los solares baldíos. Eran
pequeñas casas erigidas con materiales endebles y perecederos, habitadas,
según los padrones coloniales, por indios y castas, pero también por españoles
pobres. Los jacales constituían un tipo de vivienda de transición entre la
ciudad y el campo dado que sus ocupantes muchas veces levantaban pequeñas
huertas contiguas a sus casas.[15]

La persistencia del modelo y los prolegómenos del cambio

A finales del siglo XVIII y en el siglo XIX aquel estado de cosas no había
cambiado mayormente en lo general. Las casas habitación alternaban
indistintamente con los comercios, y eran las manzanas centrales de todas las
ciudades las que seguían ostentando la mayor categoría para un uso y otro.
Pero ya desde la mitad del setecientos, con la nueva administración ilustrada
de los déspotas borbónicos y su representación virreinal, se empezó a pensar
en el reordenamiento funcional del espacio urbano. Los puestos de ciertos
tianguis de las plazas se habían ido acomodando en céntricos mercados
establecidos, y los pequeños comercios habían invadido plantas bajas de
construcciones de dos pisos, desplazando su uso residencial.

Un fenómeno importante en la reestructuración de los espacios urbanos fue la


aparición, en las ciudades en las que lo hizo, de la industria moderna en la
segunda mitad del siglo XVIII, pero sobre todo en el XIX. Moderna, cuando
implicaba el uso de nuevas tecnologías, pero también aunque solamente lo
fuera por la producción concentrada en el sitio de una gran fábrica. Las casi
ingentes fábricas de los estancos reales en las últimas décadas del setecientos,
como lo fueron las del tabaco y de la pólvora, promovieron la revitalización
del sector de la construcción y las ciudades en cuestión crecieron con nuevos
barrios marcadamente obreros en sus alrededores; los embates en contra de las
ordenanzas gremiales facilitaron los cambios en la distribución de los usos del
suelo, hasta entonces claramente reglamentada por aquéllas, y comenzaron
también la desarticulación del modelo fusionado de vivienda y taller
artesanal.[16]

Poco diremos sobre la distribución de la propiedad urbana, porque no tenemos


elementos suficientes para aventurar generalización alguna. Sabemos por
María Dolores Morales que en 1813, en la ciudad de México, un porcentaje
tan mínimo de la población como 1.68 por ciento tenía acceso a la propiedad
de alguna finca, y aún de este porcentaje, unos cuantos propietarios, entre
ellos la Iglesia, eran grandes acaparadores. Del resto, la mayoría poseía apenas
el predio que habitaba. Esto, por sí solo, no nos dice gran cosa acerca del
perfil de los que habitaban en cada lugar. Pero la lectura es más interesante
sabiendo que la Iglesia era dueña de la mitad de la ciudad, que lo suyo estaba
casi todo en la traza de manzanas bien dibujadas, y se trataba de propiedades
de valores medianos. En cambio, los particulares tenían o casas modestas de
las periferias, o fincas de las de mayor valor del centro.[17]

Esto sustenta que los personajes más acaudalados y de mayor estatus en la


escala social vivían en sus lujosas casas centrales; que la Iglesia compartía
más o menos esos espacios como rentista de vivienda para sectores medios, y
que en los barrios marginales estaba la gente de menor capacidad económica.
El esquema no difiere mucho de lo que puede interpretarse con el padrón de
Revillagigedo de 1791 en otras ciudades de la Nueva España. En el centro de
Orizaba, por ejemplo, vivían los miembros prominentes de las élites:
funcionarios virreinales, del cabildo y de la Iglesia, administradores de la
Renta del tabaco, comerciantes, trabajadores calificados y artesanos de bienes
suntuarios. Alrededor y hacia los barrios: empleados, trabajadores manuales
asalariados y artesanos. En el puerto de Veracruz los comerciantes más
importantes y los funcionarios españoles tenían sus grandes casas en el
corazón de la ciudad alrededor de la plaza de armas. Entre el centro y las
entradas de mar y tierra al norte, y los límites de la puerta nueva, casas y
vecindades que albergaban a comerciantes, profesionistas, posaderos,
empleados y artesanos. Y el sur, junto a la muralla, era de arrabales con
población de albañiles, pescadores, artesanos pobres y trabajadores de oficios
diversos poco calificados.[18]
En el México independiente, la política económica nacional impulsada por los
conservadores, que llevó a la fundación del Banco de Avío para el Fomento de
la Industria en 1837, permitió, con los préstamos que facilitó dicho banco, la
fundación de varias empresas agro-industriales, casi una decena de fábricas de
textiles de algodón, una fábrica de vidrio, una de ornamentos para edificios y
aserradero, varias fundiciones y talleres mecánicos, una fábrica de papel, otra
de blanqueo de cera y unas cuantas de textiles de lana.[19]

Las fábricas promovieron el crecimiento de oficios y servicios especializados;


primero, el aumento inmediato en el ramo constructivo; enseguida el
incremento de la arriería, la proliferación de sastres, zapateros, barberos,
fabricantes de peines y de jabón, de plateros, relojeros, molineros, panaderos,
que aparecían no sólo con el crecimiento demográfico, sino también por el
aumento en el consumo que produjo la generación de empleos en las
fábrica.[20]

Están todavía por estudiar los efectos urbanos precisos de cada una en
concreto, pero sin duda muchas de ellas iniciaron el rompimiento, al menos
parcial, del esquema de las ciudades preindustriales en las que no hay una
diferenciación funcional tajante en el uso del suelo, porque los artesanos, en
una proporción considerable, laboran en el lugar de residencia, o en su
defecto, los talleres comparten espacios con casas de habitación y pequeños
comercios.

Cierto es que las industrias arrancadas por el Banco entre 1830 y 1842
funcionaron con graves altibajos y algunas por poco tiempo. Pero aunque los
cambios urbanos que hayan podido potenciar fueran incipientes y limitados,
plantean a manera de prolegómeno el esquema que alcanzaría dimensiones
más profundas y extendidas durante el Porfiriato, cuando con la paz de la
dictadura la inversión de capitales privados nacionales y extranjeros dio
mayores alcances a los procesos de industrialización y transformación de las
ciudades en que se produjo.

Un poco más adelante, el incremento en la explotación minera, la extendida


construcción de líneas ferroviarias, y de la mano la incorporación de nuevas
tecnologías como la electricidad imprimieron los cambios consecuentes en los
usos del suelo.

En los bordes de las ciudades en cuestión se levantaron las fábricas y las


estaciones del ferrocarril que jalaron, como polos de atracción, el crecimiento
de la mancha urbana. Servicios y talleres complementarios se instalaron cerca.
Tranvías de "mulitas" y después eléctricos disectaron las calles a partir de
ellas, y se levantaron barrios nuevos de vivienda para la población proletaria.
Y así como la distribución de los ciudadanos sobre el mapa se mantuvo
parecida, tampoco el patrón de las casas y las formas de habitarlas cambió
sustancialmente hasta la mitad del ochocientos, aunque algunas
modificaciones anunciaban la llegada de nuevos conceptos en las formas de
convivencia social.

En el siglo XVIII hubo, desde luego, una importante renovación


arquitectónica sujeta al apogeo de los lineamientos barrocos; y en las últimas
décadas de esa centuria, la renovación, auspiciada por el auge económico
general que patrocinaron las reformas borbónicas en la Nueva España, se
ajustó a las ideas estéticas neoclásicas de corte académico. Muchas casas
mudaron su fisonomía haciéndola pletórica de arte, pero todas siguieron
estructurándose en torno al patio central que ceñía a la variedad de viviendas,
inquilinos y funciones que coexistían dentro de un mismo edificio. Solo
lentamente las ideas liberales de los déspotas ilustrados y su arremetida en
contra del poder y la estructura de los gremios de artesanos iniciaron, como
dijimos, cierta segregación de los espacios urbanos y domésticos. Fueron
algunos talleres de producción los que abandonaron las casas de habitación, al
tiempo que en algunas accesorias se dejó de habitar para dedicar su lugar
únicamente a fines comerciales.

En las mansiones nobiliarias nuevas ideas de intimidad y privacía creaban en


algunos casos espacios privados como oratorios, comedores, recámaras y
tocadores, y otros específicos para servicios como cocinas, placeres y
comunes, y se potenciaba la importancia de la higiene, la comodidad y la
decoración doméstica.[21]

Pero lo cierto es que hasta que mediaba el 1800 y México llevaba ya varias
décadas de vida como nación independiente, poco había cambiado. Inclusive
hasta iniciado el régimen porfiriano en la década de 1880, un buen número de
las grandes casas de la ciudad de México, y sin duda de las de otras ciudades
del resto del país, seguían hospedando a familias y gente de diversas clases
sociales en sus distintos patios o niveles, en las accesorias, los entresuelos y
los cuartos, tal cual había funcionado el perdurable modelo colonial.[22] Con
unas oligarquías empobrecidas y unas arcas públicas crónicamente
insuficientes, casi nada pudo hacerse sobre las estructuras físicas de las
ciudades hasta ese límite impreciso de la mitad del siglo. El mapa heredado de
los tiempos coloniales prácticamente no cambió. Las calles tiradas a "regla y
cordel" desde su origen siguieron siendo las mismas en la extensión que
habían alcanzado en el siglo XVIII, y las manzanas mantuvieron sus mismos
contornos. Sólo la pátina del tiempo con sus ruinosas huellas parece haber
hecho su aparición sobre los empedrados y las banquetas de las calles, sobre
los muros de las construcciones y sobre el aspecto general del ámbito
ciudadano.
Los esfuerzos de las autoridades a duras penas alcanzaban para ir paliando
desperfectos y resolviendo las necesidades más apremiantes. En términos
generales puede afirmarse que hasta mediados del siglo XIX, en las ciudades
mexicanas, incluida la capital nacional, solamente se puso cierta atención en
los servicios de agua, de alumbrado público, de pavimentación y limpieza,
pero que poco o casi nada se invirtió en innovaciones estructurales y
funcionales o en el acicalamiento de la imagen urbana.[23]

Unicamente en casos puntuales se extendió o se modificó el trazo del plano.


Podía ser una avenida que llevaba a una fábrica recién inaugurada en las
afueras de la población, e inclusive la configuración de alguna manzana que
quedaba limitada por las construcciones erigidas en función de la nueva
industria. Si no, la división de terrenos de un viejo arenal que había abastecido
de materiales de construcción a una ciudad, y que se integraba al tejido urbano
también con alguna manzana y algún tramo de calle. Se enderezaban
callejones de las periferias, o bien se hacía el diseño de un paseo y jardín que,
al contrario, engullía viejas manzanas y calles, pero que difícilmente se llevó a
buen término en ese primer período del siglo. Repitámoslo, los cambios son
pocos y de ninguna manera representan proyectos globales de
transformación.[24]

La modernidad

Rebasado el 1850 las cosas empezaron a cambiar. La reanimación del


comercio a nivel mundial dio solidez a la burguesía mexicana y a sus
proyectos económicos. Estaba por iniciarse el conflicto definitivo entre las
oligarquías tradicionales herederas de las prebendas del antiguo régimen y la
burguesía liberal en ascenso, expresado en las guerras de Reforma de 1857 a
1860 y la guerra anti-intervencionista de 1862 a 1867. Llegaba a su punto más
álgido el desastre en la organización político-administrativa, la quiebra de los
fondos públicos, la injerencia política de la Iglesia y el desmembramiento del
territorio nacional.

Con la restauración de la república quedó finalmente abierto el camino para la


consecución del ideario liberal. El desperezamiento económico favorecido por
la integración cada vez mayor al mercado mundial empezó a hacerse notar, y
en ese contexto es que se fue superando el letargo urbanístico de los años
anteriores.

Era en definitiva en las ciudades donde más elocuentemente se manifestaba el


crecimiento de una economía que iba insertándose en la nueva dinámica
exportadora, y que traía consigo mayor afluencia de capitales foráneos. En la
ciudad se gastaba la riqueza, y tanto el Estado, como las oligarquías a nivel
privado, se esmeraban por presumir una nueva imagen urbana, más suntuosa y
monumental.

Fueron la Reforma liberal y la aplicación de las leyes redactadas por el equipo


juarista, las que, a decir de Elisa García Barragán, constituyen, al menos para
la capital, el parteaguas que separa urbanísticamente a la ciudad de corte
colonial, de aquella con un nuevo perfil de modernidad republicana.[25] La
arremetida que los liberales emprendieron contra las corporaciones, sobre todo
contra la de la Iglesia y la de la comunidad campesina, para arrancarles el
fundamento de su poder económico que era la tierra, fue la pieza clave en el
engranaje que posibilitó los cambios del plano urbano de muchas ciudades
mexicanas.

Por un lado, las tierras de las repúblicas de indios habían sido ya, cuando eran
limítrofes de trazas urbanas españolas, víctimas de los afanes expansionistas
de los ayuntamientos y de los intereses especulativos de inversionistas
privados. A partir de la ley de desamortización de 1856, los terrenos de
propiedad comunal de barrios y pueblos de indios podían ser denunciados y
adquiridos por los denunciantes en el caso de que sus usufructuarios no
aceptaran la parcelación y escrituración a título individual, cosa que en muy
pocas ocasiones sucedió.[26]

Por el otro lado y en lugar principal, estaban las numerosas propiedades


urbanas que la Iglesia mantenía sustraídas a la circulación capitalista. Casas de
alquiler y vecindades distribuidas por toda la traza antigua, y por supuesto, los
conventos en las grandes superficies de suelo que abarcaban.

En términos del mapa, los cambios en el régimen de propiedad que se


produjeron con la ley de desamortización de 1856 y la ley de nacionalización
de los bienes eclesiásticos de 1859, permitieron la división de predios
conventuales en lotes de mucho menor tamaño, que se fueron edificando o
reedificando a continuación. Grandes manzanas ocupadas por claustros y
huertas se convirtieron en otras varias más pequeñas, delimitadas por nuevos
tramos de calles que se abrían regularizando la cuadrícula de los trazados
viarios.

Estos procesos, de los que falta por hacer estudios detallados, no fueron desde
luego inmediatos ni continuos. Las guerras de Reforma y la ocupación
francesa los frenaron, y las circunstancias particulares de cada lugar les
asignaron sus momentos y sus ritmos.

Durante las tres últimas décadas del siglo, los cambios en la propiedad del
suelo en coyuntura con la reactivación económica del Porfiriato dieron cabida
a una cierta tugurización del entorno inmediato a las casas de mayor postín de
muchas ciudades mexicanas. Las nuevas industrias, el florecimiento
comercial, las obras de fomento y la construcción de los ferrocarriles la
principal, fueron los catalizadores de un aumento de la población, que se
tradujo en densificación y amontonamiento sobre sus viejos espacios. Las
vecindades con "cuartos redondos" en los que se hacinaba la gente se
acercaban tanto, que tocaban aquél corazón más selecto de las poblaciones; y
con la nacionalización de los bienes eclesiásticos, algunos conventos fueron
invadidos por familias enteras que se instalaron en todos sus rincones
convirtiéndolos también en maltrechas casas de vecinos.[27] No solamente los
conventos; también algunas de las magníficas mansiones construidas por los
nobles durante la Colonia junto con otras menos portentosas, y abandonadas
ahora por sus propietarios, se convirtieron en miserables vecindades que
albergaban a múltiples familias repartidas en los cuartos convertidos en
viviendas únicas.

Y las vecindades nuevas que se edificaron sobre el mismo patrón histórico de


casas colectivas, vieron constreñidos los otrora sobrados patios a simples
pasillos de distribución que redujeron la vida doméstica comunitaria
extramuros.[28]

Cuando la vecindad estaba destinada a sectores medios de la población, con


viviendas un poco más amplias y mejores condiciones de iluminación y
ventilación, sus moradores se afanaron en descartar el término vecindad para
llamarlas más pretenciosamente privadas. También para gente con un cierto
poder adquisitivo se construyeron en la ciudad de México edificios de
departamentos con muchas de las comodidades que los tiempos exigían.

María Dolores Morales y María Gayón señalan que, en general, entre 1848 y
1882 los procesos que destacan respecto a la vivienda en la ciudad de México,
son el de la subdivisión y densificación de las casas existentes y el de la
construcción de casas de viviendas múltiples, junto con el hecho de que fuera
de los alrededores inmediatos de la plaza mayor y de las periferias de jacales,
los cuartos son el tipo de vivienda más numerosa en la superficie de la
ciudad.[29]

Las casas en los cascos viejos de las ciudades siguieron mostrando sus
fachadas continuas y alineadas a las calles, si bien al interior, las nuevas
construcciones habían modificado irreversiblemente los conceptos de la vida
doméstica. El patio era ahora ajardinado. Dejó de ser el articulador de la vida
y las funciones de cada espacio de la casa, para convertirse en su ornato. Las
cocinas se separaron definitivamente de los comedores y los baños se
asumieron imprescindibles.[30]

Al mismo tiempo otro fenómeno revolucionario empezaba a producirse sobre


las estructuras físicas de algunas ciudades: su ensanche más allá de los límites
espaciales que habían mantenido prácticamente intactos desde los finales de la
Colonia, si no es que desde antes. Este ensanchamiento es representativo de
las transformaciones que abrieron las puertas de par en par a la modernidad
urbana, y que marcan las últimas décadas del ochocientos y el principio del
siglo XX. Se trata de los años en que el liberalismo logra por fin consolidarse
como un poder central. La dictadura del general Porfirio Díaz, héroe de la
resistencia y la lucha anti-intervencionista contra Francia, impuso por medio
del yugo una paz que implicó el sometimiento de los poderes regionales, y
posibilitó la integración territorial y la inserción económica de lleno en el
mercado mundial. Las condiciones para la transformación estaban dadas y,
como bien se dice en la historia de la arquitectura y el urbanismo mexicanos
coordinada por Carlos Chanfón, las ciudades no quedaban excluidas del
enfrentamiento entre el antiguo y el nuevo régimen.[31] Eran, de hecho, un
buen campo de batalla en el que la lucha por acceder a lo moderno se
manifestaba en sus trazas, y en las formas y el carácter de sus espacios. En
este sentido la remodelación urbana tiene en muchos aspectos un
incuestionable tinte político. Las ciudades ligadas a los sectores más
dinámicos en términos de producción y comercio requerían de un orden
espacial distinto adecuado a las nuevas exigencias económicas, pero también,
a las ideológicas que imponían normas, modas y gustos estéticos.

Las obras de fomento caracterizan al porfiriato. Obras públicas de


infraestructura que contribuyeron a hacer factible el crecimiento de las
ciudades más allá de sus antiguas fronteras. La unidad casi orgánica de las
urbes del modelo representado por las ordenanzas de 1573 iba a transfigurarse
en su perfil cartográfico entre otros.

El ensanche del mapa de la ciudad de México resulta un caso notable entre


todos, y del fenómeno capitalino podemos inferir algunas condiciones
generales que seguramente orientarán los hechos de otros lugares, en los que
se produjeron casi siempre más tardíamente.[32]

Considérese que a lo largo de los años porfirianos la extensión de la capital


mexicana casi se quintuplicaba. Entre 1882 y 1910 fueron trazados más de 25
fraccionamientos que adoptaron el nombre de colonias, y que estaban
destinadas, algunas, a la habitación de clases medias de comerciantes y
profesionistas; las más a población obrera vinculada a las nuevas fábricas
orientadas al consumo interno o a las infraestructuras y servicios distintivos
del Estado liberal en consolidación, como eran los tendidos del ferrocarril, el
rastro, la penitenciaría, hospitales o almacenes. Las colonias Guerrero,
Morelos, la Bolsa, Rastro, Santa Julia, Candelaria, Hidalgo, Peralvillo, La
Viga, por citar algunas, expandieron la ciudad prácticamente en todas
direcciones.

Estaban también aquéllas diseñadas para la residencia exclusiva de las


oligarquías del régimen, que a partir sobre todo de 1900 se construyeron a
todo lujo hacia el suroeste, con los mejores y más modernos sistemas de
servicios, y articuladas, a diferencia de las demás, en retículas desfasadas
diagonalmente del eje norte-sur y por lo tanto del acomodo tradicional de la
traza del modelo colonial que seguía los cuatro puntos cardinales.

El hecho de que la superficie territorial de la ciudad de México se multiplicara


por más de cuatro, a base de fraccionamientos que invadían barrios de indios,
haciendas, ranchos y ejidos hasta municipios aledaños, mientras el número de
sus habitantes apenas aumentaba al doble hasta sumar alrededor de 471 000 en
1910,[33] habla claro de que el crecimiento urbano no se explica únicamente
por la demanda de vivienda de una población en aumento. Más bien, nos
enfrentamos a un conjunto de elementos definitorios del "liberalismo
triunfante" que, en coyuntura, hicieron posibles algunos de los fenómenos
característicos de las ciudades modernas como la especulación sobre la
propiedad del suelo y la construcción urbana convertida en un gran negocio.
La liberación de predios y edificios que entraron en circulación gracias a la
desamortización de bienes en "manos muertas", la modernización tecnológica
de medios de transporte, servicios e infraestructuras, y la consolidación de
sistemas bancarios que posibilitaron el crédito para la obra urbana, se
combinaron con las ideas y el sentido político en torno a la remodelación de
las ciudades.

La ciudad empezó a crecer a iniciativa de los inversionistas privados que


compraban tierras rurales baratas, para fraccionarlas y convertirlas en suelo
urbano de mucho mayor valor. Se trata de un crecimiento que no sigue normas
de planificación, sino que resulta, en palabras prestadas, del libre albedrío del
fraccionador. Y es que el Ayuntamiento cumplió un triste papel, imponiendo
normas a través de reglamentos que rara vez fueron respetados, y haciendo las
concesiones de fraccionamiento cuando la obra ya estaba hecha en muchos de
los casos.[34]

Las casas en las nuevas colonias de los "ricos" cambiaron definitivamente el


perfil constructivo relativamente "homogéneo" y "acompasado" de la capital
mexicana y de las ciudades en que después también fueron levantándose. Ello,
porque no solo había cambiado la forma de entender la vida de hogar, sino
porque también eran distintos los gustos de las élites para el diseño y el
lucimiento arquitectónicos. Lo público y comunitario se separaba
definitivamente de lo privado, y parecía conveniente también dejar clara la
división del territorio urbano entre los sectores que conformaban a la sociedad
citadina.

La exaltación de la individualidad y la predilección por las formas


disímbolamente europeas, pero sobre todo afrancesadas, produjo casas
unifamiliares en estilos eclécticos, aisladas de la calle y las colindancias por
jardines que las rodeaban por sus cuatro costados. El patio central fue
eliminado y, a decir de Ayala, los salones de recepción, pero sobre todo las
escaleras, se convirtieron en el corazón de las casas, tomando ostentosas
proporciones y revestimientos.[35]

El mapa colonial se resquebraja. Se rompen los límites que lo contenían en un


trazado ajustado a un proyecto global que, aunque no hubiera sido logrado a
cabalidad, se mantenía vigente en sus postulados generales. El plano se
expande, se desborda, las casas nuevas y la manera de habitarlas se alejan de
los patrones ancestrales; y a partir de ese momento las ciudades, la de México
y las demás cuando lo hacen, se enfilan en su trayectoria moderna, que sin
embargo, basculará siempre entre lo nuevo y las formas tradicionales
profundamente arraigadas por el éxito de su modelo

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