Retiro de Noviembre Final

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

Retiro espiritual
NOVIEMBRE

La simplicidad de la santidad
El problema
Primeros pasos hacia la luz
El proceso espiritual en el plan de Dios
Nuestra dificultad
Nuestra tarea en el proceso: el espíritu de infancia
Disponernos al proceso de santificación
¿Cómo se hace en concreto este acto?

El problema
A la mayoría de la gente no le importa la voluntad de Dios, ni
alcanzar la santidad; sin embargo hemos de tener muy claro que
el verdadero cristiano no puede renunciar a ser santo, porque
ambas realidades se identifican: sólo es verdadero cristiano el
santo. Por eso no podemos aceptar como normal la disociación
entre ser cristiano y ser santo; ni la teoría de que, salvo raras
excepciones, no podemos ser santos. Si no podemos ser santos,
no podemos ser cristianos.
Pero la verdadera dificultad no la tiene el que niega la posibilidad
de ser santo, sino el que busca la santidad. ¿Qué sucede cuando
alguien acepta la llamada del Señor a la santidad? Cuando alguien
pretende tomarse en serio su vida cristiana se encuentra con dos
tipos de dificultades que parecen hacerlo imposible:
-En primer lugar, el mundo y el ambiente nos dicen que no es
posible ir más allá de lo que hace la mayoría, que no hay que
pasarse del nivel de amor o perdón que se considera como

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normal; y, si a pesar del ambiente, alguien intenta ir más lejos, se


encuentra con una fuerte presión, con descalificaciones y
ataques, para impedirle salir de la mediocridad general. Y esto es
especialmente fuerte entre los mismos cristianos, que en su
mayoría atacan a la verdadera santidad como una deformación
injustificable del Evangelio. Y esta dificultad para la santidad que
crean los de dentro es la más dolorosa y, por tanto, la más
importante.
-Pero, en segundo lugar, quien desea abrazar el Evangelio en
su totalidad se encuentra con el problema que supone
encontrarse frente a un auténtico universo, formado por multitud
de conocimientos y prácticas en materia de espiritualidad, moral,
ascética, liturgia, apostolado, etc. Es un mundo tan amplio que
resulta muy difícil avanzar en él, y parece que hay que resignarse
a trabajar algunos aspectos cada vez, dejando otros en segundo
lugar; pero estos últimos se resienten de este descuido y flojean,
haciendo que el proceso de crecimiento espiritual vaya muy lento,
a trompicones, y resulte extremadamente complicado avanzar en
la vida cristiana de manera armónica.
Como consecuencia de esto aparece en los mejores cristianos
cierta desorientación y desánimo al comprobar que no se
corresponden sus esfuerzos con el resultado obtenido; más aún, a
veces, un mayor esfuerzo para salir del estancamiento comporta
una impresión de retroceso en la vida espiritual. Con esto llegamos
de nuevo al convencimiento de que es muy difícil la vida cristiana
y la santidad.
Esto no sería grave si la vida cristiana fuera algo parecido a una
carrera universitaria o a la capacitación para llevar a cabo un
trabajo especialmente complicado. Pero el Evangelio, la gracia y la
salvación son accesibles para todos; de modo que no se puede
exigir para ser santo ni una especial fuerza física o espiritual, ni un
determinado nivel de inteligencia, ni unas habilidades particulares.
Tiene que ser algo que pueda entender y vivir un niño, tal como
nos dice Jesús en el Evangelio: «Si no os convertís

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y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt


18,3). Si un niño no puede vivir ese grado de vida cristiana,
entonces es que esa vida no es auténticamente cristiana o
evangélica. Un adulto lo puede entender y vivir con más detalle;
pero la santidad en esencia tiene que poderse ser vivida por un
niño. Y la prueba de eso es que existen niños santos canonizados.
El problema, por tanto, es el contrario: El Evangelio es tan simple
que los niños lo pueden vivir fácilmente; por eso nosotros tenemos
que hacernos como niños para entrar en el reino de los cielos (cf.
Mt 18,2). Tenemos que partir del hecho de que no somos niños.
Los niños entienden fácilmente la lógica del Evangelio y nosotros
tenemos que hacer un gran esfuerzo para captarla.
Por lo tanto, todo lo que encontramos en la vida cristiana, en sus
diferentes ámbitos, interior o exterior, que haga complicado o difícil
el seguimiento de Cristo podemos afirmar que no es evangélico.
Esta simplicidad del Evangelio y de la gracia tiene mucho que ver
con el principio fundamental del discernimiento cristiano, que
afirma que las cosas de Dios se conocen porque van siempre
acompañadas de paz y alegría verdaderas. A lo cual habría que
añadir que son siempre simples y fáciles.
Que algo sea «fácil» no significa que no exija un determinado
esfuerzo por nuestra parte. También los niños tienen que
esforzarse en las cosas que hacen, aunque sean sencillas.
«Fácil» significa que no se requiere una gran inteligencia, sino un
esfuerzo que está a nuestro alcance. Un problema matemático es
algo «difícil», porque exige una capacidad intelectual que no todos
poseen; mientras que andar puede resultar cansado o duro,
especialmente para un niño pequeño o un anciano, pero no
requiere desentrañar ningún misterio.
Esto no quiere decir que no sea necesaria la formación, el
estudio de la teología, la oración o cualquiera de los elementos que
constituyen la vida cristiana. Todo eso es necesario, y algunos de
esos elementos imprescindibles. Pero el modo y la finalidad con
que empleamos esos medios no deben dificultar el

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crecimiento en la fe, sino que tienen que favorecerlo. Todos los


elementos de la vida cristiana deben estar ordenados a simplificar
la santidad, tal como vemos en los santos; por ejemplo: un gran
teólogo como santo Tomás, era un hombre muy sencillo.
Nos encontramos, pues, ante un gravísimo problema: En la
medida en que uno se toma más en serio la santidad descubre
problemas y dificultades que parece que la hacen más inaccesible.
Es como si tuviera que navegar en un barco en cuyo casco hay
muchas vías de agua que hay que taponar y se vuelven a abrir
constantemente. Esto lleva al agotamiento, y de ahí al desánimo y
a la pérdida de la fe; por lo menos de la pérdida de solidez de la
misma.
Conviene reconocer que esta situación o impresión de
imposibilidad que experimentan los que aspiran a la santidad es
providencial. Porque, si no experimentásemos que cuanto más en
serio queremos tomarnos la fe más difícil nos resulta, no
podríamos darnos cuenta de que existe un vicio de raíz en nuestra
vida cristiana. Para poder ser santos debemos tomar conciencia de
que hemos equivocado el camino hacia la santidad; de que, por
mucho que estemos convencidos de que tenemos que ser santos,
no estamos en el lugar adecuado para lograrlo. Hemos de
reconocer que estamos equivocados en algo esencial. Si no
tuviéramos esa impresión de fracaso que nos haga cambiar el
rumbo, estaríamos condenados a pasarnos toda la vida intentando
en vano un imposible que sólo lleva a la frustración y la
desesperanza.
La gravedad de la cuestión se debe, principalmente, a que
resulta muy difícil descubrir la clave del problema, la razón que
explica por qué cuanto más queremos ser santos, más difícil nos
parece y menos lo conseguimos. Y es difícil verlo porque lo que
está mal es nuestra mirada. Vivimos una realidad deformada,
porque vemos deformada esa realidad. No porque lo esté
realmente, sino porque la vemos mal. Y esa mirada nos es tan
querida que podemos poner todo en tela de juicio (las decisiones,
las tareas, el estilo de vida), pero no nos planteamos que

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estemos mirando mal. Porque es muy difícil analizar nuestra


mirada con nuestra propia mirada. Ése es el problema. Esa mirada
nos es tan querida porque la hemos creado nosotros, que no la
solemos revisar, ni estamos dispuestos a cambiarla.
Pero la vida cristiana es una construcción que se asienta sobre
el fundamento de una determinada visión; de modo que, si la
cambiamos, todo el edificio que construyamos se nos vendrá abajo
por carecer de los cimientos necesarios. Y de nada servirá que le
echemos la culpa a la situación del mundo o de la Iglesia, al pecado
de la mayoría, a la dificultad que tiene entender, vivir o testimoniar
el evangelio, incluso le podemos echar la culpa a Dios…
Evidentemente hay una base de verdad en esto: ser cristiano es
muy difícil realmente, incluso es imposible; pero no porque la
realidad lo dificulte, sino porque nuestra visión deformada nos hace
ver como real algo que no lo es y entonces no podemos con ello.
El que sea más generoso o tenga más voluntad lo intentará con
más fuerza, pero llegará al mismo punto. Eso demuestra que no se
puede ser santo con esa mirada. Y entonces surge la tentación de
creer que tienen razón los que dicen que la santidad es imposible.
Pero una cosa es decir que no podemos ser santos porque
queremos justificar nuestra mediocridad, y otra muy distinta no
poder ser santos porque no sabemos lo que sabe un niño, porque
carecemos de la lógica del Evangelio.
En cualquier caso, cuando aparece el problema la tentación es
buscar la causa del mismo fuera de nosotros, como si la situación
fuera difícil o incluso culpando a Dios, que parece empeñado en
ponernos las cosas difíciles; cuando en realidad no tiene ningún
interés en ocultarnos el camino si somos sencillos, tal como el
Señor dice: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se
las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
Afortunadamente la importancia de este grave problema es
inversamente proporcional a su solución, que es muy simple. Tan

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simple como ponerle unas gafas adecuadas a una persona para la


que resultaba imposible distinguir a las personas o leer cualquier
texto. Sólo hace falta reconocer que vemos mal y buscar las gafas
adecuadas.
La santidad es verdaderamente imposible cuando es algo que
hemos imaginado nosotros, con nuestros complicados
planteamientos, y pretendemos alcanzar con nuestras fuerzas.
Pero es muy simple y «fácil» cuando la reconocemos como el plan
de Dios, que él realiza en nosotros a través del Espíritu Santo con
la simple condición de que le dejemos hacer. Este
«dejar hacer» a Dios es muy simple, pero exige renunciar al
protagonismo, vencer nuestro amor propio, como nos dice Jesús:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo,
tome su cruz y me siga» (Mc 8,34), lo cual resulta ciertamente
trabajoso o «duro», pero no es «difícil». Pero ése es nuestro único
trabajo, para el que estamos perfectamente capacitados, siempre
lo puedo hacer.

Primeros pasos hacia la luz


Si queremos resolver el problema de la imposibilidad de la
santidad, el primer paso que hay que dar es, precisamente, tomar
conciencia de que la santidad está a nuestro alcance. Y eso
supone realizar un acto de fe, aceptar la imagen concreta de Dios,
sabiendo que no me pone las cosas difíciles. Y reconocer, por
tanto, que si la santidad resulta difícil, eso no es de Dios; no la
podemos alcanzar porque intentamos construirla desde una visión
equivocada. Recordemos en este sentido la importancia del
Espíritu Santo, que es quien nos da esa visión. Por eso tenemos
que ser dóciles al Espíritu Santo que habita en nosotros, para ser
capaces de mirar todo con los ojos de Dios.
El siguiente paso es buscar el momento en el que se deforma
nuestra mirada. Ese momento es siempre una situación marcada
por el sufrimiento. Cuando aparece el dolor y la cruz
experimentamos la necesidad de ajustar la mirada para explicar el
sufrimiento o resolver el problema que lo genera. No cabe duda

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de que estamos ante la realidad más «dura» de la condición


humana. Pero eso no es algo «difícil»; de hecho sufrir es algo
natural, forma parte de la vida humana, como respirar, andar, reír
o llorar…, aunque es algo que nos molesta; de hecho es lo que
más nos molesta de la vida. Y, precisamente por eso, nos hemos
convencido de que tenemos que eliminarlo, además de manera
fácil e inmediata. No nos hemos desprendido de la mentalidad
general que afirma que tenemos derecho a ser felices y no
tenemos por qué sufrir; y antes de carecer de lo que se llama
«calidad de vida», es preferible no vivir.
Esta mentalidad genera una serie de mecanismos que hacen
que vivamos para evitar el sufrimiento. Y como todos nuestros
esfuerzos por quitarnos de encima el sufrimiento son vanos,
tratamos de eludirlo creando culpabilizaciones, compensaciones,
teorías, etc. Cada uno tiene sus mecanismos para huir del
sufrimiento o paliarlo como sea.
Y como nada de esto elimina el sufrimiento, insistimos con más
fuerza en nuestro propósito, convencidos de que no podremos ser
santos si no acabamos con el obstáculo que nos hace sufrir y nos
impide ser felices. Creemos que si no eliminamos el sufrimiento no
podemos rezar, ni hacer apostolado, ni ser generosos, ni tener
paz…Pero, al final, nada de esto sale según nuestros cálculos, y
llegamos a la conclusión de que la santidad es algo muy «difícil»,
que requiere unas capacidades y unos medios extraordinarios, de
los que nosotros carecemos.
Lo más dramático del caso es que las capacidades y los medios
que necesitamos para ser santos son, precisamente, los que nos
proporciona el mismo sufrimiento. Queremos ser santos, pero
tenemos unas dificultades que creemos que nos impiden serlo
según nuestras ideas y con nuestras fuerzas. Pensamos que
debemos de liberarnos de todas esas dificultades para poder
dedicarme a ser santo. Pero lo paradójico es que el instrumento de
la santidad es precisamente aquello que nos hace sufrir.

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El proceso espiritual en el plan de


Dios
Llegados aquí, el siguiente paso consiste en aceptar que la cruz
forma parte de nuestra santificación, en lo que san Pablo denomina
el «escándalo de la Cruz» (cf. 1Co 1,22; Ga 5,11), por el que
abrazamos eso que es absurdo y hay que evitar. Y ésa es la
sabiduría de Dios y la fuerza de Dios. Hay que aceptar que
pretendemos ser cristianos desde la posición opuesta al Evangelio
y a la gracia, que consiste en considerar teórica o prácticamente el
sufrimiento como nuestro enemigo, y que, por tanto, nuestra meta
tiene que ser acabar con él.
Hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su
paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas;
solo aspiran a cosas terrenas (Flp 3,18-19).
Evidentemente no se trata de entender el sufrimiento como un
valor en sí mismo, ni mucho menos. El sufrimiento es un mal y es
consecuencia del pecado. Por otra parte, se trata de algo
inevitable, inherente a la condición humana; por lo que no podemos
tener como meta de nuestra existencia terminar con algo que forma
parte de la vida y es imposible de eliminar.
El objetivo de nuestra oración en este retiro consiste en
contemplar el sufrimiento, y las realidades que nos hacen sufrir, a
la luz de la vida y la palabra de Cristo, según el Espíritu Santo las
ilumina en nuestro interior. Es decir, contemplar nuestra propia
realidad, en lo que tiene de más duro y sangrante, a la luz del
Señor, especialmente de su pasión y cruz, para descubrir que, si
la cruz y el sufrimiento forman parte de la vida y de la misión de
Cristo, también nosotros tendremos que contar con esa realidad.
Se trata, pues, de descubrir el lugar que ocupa el sufrimiento en la
obra de la salvación y en nuestra santificación personal.
La encarnación del Verbo, el nacimiento del Hijo de Dios, sus
años de vida escondida en Nazaret, su ministerio público y,
finalmente, su pasión y su cruel muerte nos permiten descubrir

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que el sufrimiento tiene un puesto importante en la obra de la


redención. No sólo forma parte de la mera condición humana, sino
que también forma parte, precisamente porque es algo
esencialmente «humano», de la obra de la redención. Por eso la
encarnación supone que Cristo asume el sufrimiento. Habrá que
entender a la luz de la contemplación de Cristo que en el plan de
Dios del que forma parte el sufrimiento hay un propósito para él.
De modo que nuestra santificación personal sólo será posible si
somos capaces de «ver» el lugar que debe ocupar el sufrimiento
en nuestra vida según el plan de Dios, y no según nuestros
proyectos o intereses.
Dios no quiere que su Hijo redima el mundo de cualquier manera
sino según un proyecto muy concreto, y quiere que yo sea santo
de esa misma manera. Dios tiene un plan, un plan general de
salvación y un plan particular para cada uno de nosotros. Y ese
plan no es arbitrario, aleatorio o cambiante, sino que tiene que ver
con la fisonomía, el estilo de ser y de actuar de Dios. De modo que
podemos decir que el plan de Dios tiene un
«patrón». Dios salva a la humanidad, me salva a mí y me hace
santo siguiendo un patrón que se repite, es siempre el mismo. Si
yo reconozco ese patrón tengo el mapa del camino a la santidad.
Si somos capaces de reconocer en la historia en general y, sobre
todo, en nuestra propia vida, ese patrón de la acción de Dios, nos
resultará muy sencillo situarnos nosotros y situar todas las
realidades que conforman nuestra existencia, incluido el
sufrimiento, en ese plan. Y eso es lo único que nos puede permitir
avanzar de verdad en el camino de la santidad. No es complicado.
Hay un patrón.
Hemos de afirmar que, en definitiva, todo el edificio espiritual es
muy sencillo, porque los elementos son muy simples y, además,
se configuran respondiendo a un esquema único, que es el
«patrón» de la acción divina, que resume y armoniza, por una
parte, el amor de Dios y su acción en nosotros, y, por otra, nuestra
respuesta a esa acción. Cuando estas dos realidades encajan, se
inicia la transformación para la que hemos sido

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creados, y entramos de manera segura en la vía del cumplimiento


de la voluntad de Dios y de la salvación.
Este esquema no es otro que un proceso constante de
purificación y gracia que se repite. Si analizamos con mirada
sobrenatural nuestra vida en su profundidad más honda podemos
descubrir que la purificación que realiza en nosotros y la gracia que
recibimos van siempre unidas. Normalmente no nos enteramos de
esto porque estamos intentando realizar nuestro propio plan. Pero
a poco que nos paremos a pensar que Dios puede tener un plan,
y que dicho plan es mejor que el nuestro, podemos descubrir la
relación que existe entre purificación y gracia, comprobando que a
través de las pruebas de la vida, Dios nos va purificando para
darnos su gracia.
Es muy importante que descubramos que los empujones de la
gracia que recibimos tienen una preparación previa de sufrimiento.
En el momento sólo vemos el sufrimiento; y cuando descubrimos
después cuánto nos ayudó esa dificultad pensamos que es una
mera casualidad. Pero no es casualidad, sino el patrón de la acción
de Dios: Dios nos purifica para que se rompan nuestros esquemas
y podernos dar su gracia. Una vez que recibimos la gracia
avanzamos en la vida espiritual. Desgraciadamente, a medida que
avanzamos, intentamos recomponer las cosas según nuestro amor
propio y rehacemos nuestro plan. Necesitamos una nueva
purificación para recibir la gracia.
Toda la vida cristiana se basa en ese proceso indefinido que no
se detiene hasta que lleguemos a la unión plena con él, en la que
nuestra mirada, nuestra voluntad y nuestro amor se identifican
plenamente con los suyos, y ahí se para ese proceso porque ya no
se necesitan más purificaciones. Si no alcanzamos esa
identificación durante la vida, esa purificación la realiza la muerte,
que es la última purificación por la que Dios nos da la gracia que
necesitamos. Ése es el sentido cristiano de la muerte. Y por eso es
absurdo que en esos momentos sólo nos preocupemos por no
sufrir, y no de que se realice la purificación que necesitamos para

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que culmine la obra de la gracia. Si evitamos a toda costa el


sufrimiento -pensemos en la eutanasia- anulamos ese proceso en
un momento decisivo. En el fondo, se trata del proceso de poda del
que nos habla el Señor cuando nos dice que «al sarmiento que da
fruto (el Padre) lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1).
En resumen: cuando aceptamos el despojo adecuado para
realizar el vaciamiento interior de nosotros mismos tiene lugar la
purificación que da paso a la gracia y a la transformación que ésta
realiza en nosotros.
De modo que todos los sufrimientos y dificultades que nos ofrece
la vida Dios los convierte en ocasión providencial para realizar la
purificación que es imprescindible para que podamos recibir la
gracia que necesitamos para que se realice el proceso único de
santidad para el que Dios nos ha creado. Ésa es la mirada que
debemos tener. Con ella colocamos en su sitio el plan de Dios, el
sufrimiento, la gracia, la santidad y vemos que es muy simple,
aunque resulte muy duro. Pero es muy distinto afrontar una
realidad dura que una realidad difícil.
La Palabra de Dios nos ayuda a entender la utilidad del
sufrimiento y adquirir la mirada que nos ayuda a encajarlo en el
proceso de purificación:
Nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación
produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada,
esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado (Rm 5,3-5).
Por la grandeza de las revelaciones, y para que no me engría, se me
ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me
abofetea, para que no me engría. Por ello, tres veces le he pedido al
Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: «Te basta mi gracia:
la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de
mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo
contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las
persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy
débil, entonces soy fuerte (2Co 12,7-10).

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Considerad, hermanos míos, un gran gozo cuando os veáis rodeados


de toda clase de pruebas, sabiendo que la autenticidad de vuestra fe
produce paciencia. Pero que la paciencia lleve consigo una obra
perfecta, para que seáis perfectos e íntegros, sin ninguna deficiencia (St
1,2-4).
Y, además, existe una proporción entre ambas realidades, no
entre la dificultad y la gracia, sino entre la purificación y la gracia.
Dios da la gracia en la medida en que aceptamos las dificultades
como oportunidad de purificación. De modo que a mayor
purificación mayor gracia; y, del mismo modo, las gracias mayores
requieren purificaciones más profundas. Tenemos aquí dos
principios distintos. El primero nos dice que cuando aparece una
cruz grande puedo saber que hay una llamada a una gracia
importante. Pero también puedo disponerme a una gracia mayor
abrazando más generosamente la cruz. Esto se ve con claridad en
los santos: su avance espiritual manifiesta unas gracias especiales
que se preparan con fuertes experiencias de cruz.
En este sentido es muy importante descubrir y recordar que
podemos disponernos a recibir la gracia con nuestra actitud para
abrazar la cruz. Santa Teresa de Jesús abre la gracia de su
segunda conversión postrada ante un Cristo muy llagado y
dispuesta a no moverse de allí hasta que no le conceda la gracia
de no ofenderle más. Santa Teresa del Niño Jesús, en el momento
decisivo de su avance espiritual, recibe la «gracia de Navidad»,
cuando acepta decididamente no dejarse llevar por afectos inútiles.
Esas disposiciones abren el paso a un avance definitivo.
Ésta es la visión que hemos de mantener a toda costa. En un
momento determinado el Espíritu Santo nos regala esa mirada;
pero hay que rescatarla y mantenerla permanentemente, por
encima de las apariencias que nos llevan a perdemos en causas y
culpables de los sufrimientos y males que nos aquejan.
Ciertamente la experiencia de sufrimiento nos bloquea y nos lleva
a buscar obsesivamente culpabilidad y soluciones; sin embargo, lo
único que importa es descubrir las realidades negativas o

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dolorosas como «lugar» de la presencia de Dios. Se trata de hacer


un acto de fe en cada una de esas situaciones difíciles y afirmar
con fuerza: «aquí está Dios», «esto es de Dios», «lo importante es
Dios», en lugar de afirmar que lo importante es el sufrimiento y que
hay que resolverlo.
Esto es la consecuencia lógica del convencimiento de que Dios
es amor. No podemos separar el amor de Dios del sufrimiento o
las dificultades. Su ser no cambia, ni puede desdecirse a su mismo.
Por eso no podemos actuar como si Dios sólo estuviera presente
o nos amara cuando nosotros lo vemos o lo sentimos. No podemos
reaccionar al sufrimiento como si Dios cambiara con las
circunstancias; porque él no cambia, es el mismo sea cual sea
nuestra percepción de su presencia o de su amor. Este
convencimiento es lo que proporciona estabilidad a la vida
cristiana. Puede hundirse el mundo a mis pies y lo fundamental,
que es Dios, no cambiaría nada. Pero sin la base firme de que
«Dios es amor siempre» la vida cristiana se convierte en una
montaña rusa de altibajos en la fe y en la entrega que nos agota.
Éste es el convencimiento por el que san Pablo afirma que
«sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien»
(Rm 8,28). Estas palabras no significan que Dios elimine todas las
dificultades y problemas de la vida para que no suframos.
Significan que Dios no cambia, que su amor no cambia, y entonces
todo, incluido el sufrimiento, sirve para nuestro bien. Esa actitud es
la prueba de que nuestra fe es verdadera, de que realmente
creemos que Dios no deja de amarnos porque no lo sienta o piense
que deja de guiarnos porque estemos a oscuras.
Apoyado en esa convicción descubro que el sufrimiento es la
oportunidad en la que puedo hacer el verdadero acto de fe. Y, por
eso, si dudo en el momento del dolor, es que no creo en el amor
de Dios. En las circunstancias difíciles es cuando puedo demostrar,
a Dios y a mí mismo, que es verdad lo que le digo en la oración:
«Tú eres todo para mí». Si no soy capaz de decirlo cuando estoy
envuelto en el sufrimiento es que no es verdad; por

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mucho que lo haya repetido con fuerza envueltos en momentos


de luz y de consuelo.
El que aspira a la santidad necesita comprobar constantemente
la autenticidad de su fe, y sólo la verificamos si en esa
circunstancia que nos destroza decimos a Dios: «Sólo tú».
Necesitamos esa reacción en la prueba porque sólo así crece la
fe. Eso es lo que no supieron hacer los apóstoles en el momento
de la pasión. Y es lo que les quiere decir Jesús a los discípulos que
le piden que les aumente la fe, cuando les responde que no tienen
fe ni como un granito de mostaza (Lc 17,5-6): Precisamente
cuando creemos que tenemos fe es cuando podemos darnos
cuenta de que no tenemos fe y lo que nos descubre la necesidad
de manifestarla en su auténtica dimensión. Y el sufrimiento es la
ocasión para hacer verdad la fe, porque nos permite afirmar de
forma real que sólo Dios basta, porque demostramos en la práctica
que todo lo demás nos da igual.
Hay que dejar muy claro que el sufrimiento no tiene valor por sí
mismo, sino como ocasión para hacer ese acto de fe. Pero es la
ocasión necesaria que Dios aprovecha para santificarnos, en su
maravilloso amor providente; y la oportunidad que nosotros
tenemos que aprovechar para que él sea el absoluto de nuestra
vida.
La mayoría de las personas no saben nada de esto porque viven
al margen de Dios y de la gracia. Pero los que tratamos de vivir de
cara a Dios, conscientes de su amor, su presencia y su acción…
nos perdemos la mayor parte de las gracias, porque las vicisitudes
nos desorientan (y dejamos que nos desorienten) y nos hacen
creer que la vida espiritual es una compleja red de acciones y
reacciones divinas y humanas. ¿Y si eso fuera falso y todo siguiera
las pautas concretas de este esquema tan simple? La esencia del
camino a la santidad es muy sencilla y consiste en poder afirmar a
Dios en mi vida de forma real, con fe, amor y esperanza. Basta
conocer y aplicar este sencillo esquema para tener garantizada la
luz sobrenatural que ilumine siempre nuestro camino, sea el que
sea, para avanzar adecuadamente en el

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proceso espiritual. Pero es necesario que no sea una teoría


aprendida o un sentimiento fruto de la gracia, sino que nos
impliquemos de forma real con un acto en el que pongo todo mi
ser.
Hay una pauta en el modo que tiene Dios de transformarnos y,
si la conocemos, podemos establecer unas directrices de
comportamiento que permitan la acción de Dios en nosotros. Así
caminamos en la misma dirección que Dios, y cuando entramos en
esa dinámica podemos descubrir que las dificultades actuales,
sean las que sean, son los instrumentos de las purificaciones que
Dios quiere realizar, y nuestra parte es aceptar dichas realidades
con ese mismo sentido de purificación y convertirlas, por esa
aceptación, en un acto de ofrenda, confianza, amor, fe y adoración.
Nada más.

Nuestra dificultad
Al igual que Dios tiene su patrón de comportamiento, también
nosotros tenemos el nuestro, que nos lleva a buscar el modo de
eludir todo sufrimiento, porque hemos aceptado que no sufrir es
bueno. Por eso, a menudo entendemos la presencia de Dios y su
Providencia como un salvoconducto divino para ayudarnos
milagrosamente a liberarnos de las dificultades. Eso explica las
crisis de fe de muchos cristianos que se sienten abandonados por
Dios porque les sobreviene algún problema grave o porque no les
salen las cosas según sus deseos.
Sin embargo, hemos de volver a insistir en que la encarnación
del Verbo, su vida entera y, sobre todo, su pasión no respaldan
nuestro deseo de tener facilidades; más bien nos demuestran que
el interés de Dios no consiste en cambiar a nuestro gusto las leyes
de la naturaleza o las consecuencias de la libertad humana, que
son la fuente los problemas, sino en acompañarnos en todo
momento, sobre todo en las ocasiones más duras, compartiendo
nuestro dolor y haciéndonos compartir su gloria en ese mismo
dolor. Esto es lo que da sentido y plenitud a todos los

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acontecimientos humanos, incluso los más desconcertantes o


dolorosos.
Y éste es, por ejemplo, el sentido de la transfiguración de Jesús
en el monte Tabor (Lc 9,28-36). A las puertas de su pasión, Jesús
manifiesta su gloria mientras habla con Moisés y Elías de los
sufrimientos que se le avecinan. Esa unión pasión-gloria que los
apóstoles ven en la transfiguración es lo que debería darles la luz
y la fuerza para vivir la hora de la Cruz como acontecimiento pleno
de la presencia de Dios, de su amor y de la fuerza de la salvación.
Pero su mirada estaba mal.
Por eso, hemos de entender las palabras de san Pablo antes
citadas (Rm 8,28) como la gozosa seguridad de que Dios
interviene en todas las cosas, no para facilitar que logremos
nuestros intereses, no para evitarnos el sufrimiento, sino para que
alcancemos nuestro bien, y ese bien es fundamentalmente la unión
con él, que es nuestra plenitud, la santidad a la que hemos sido
llamados. La Palabra de Dios nos da la seguridad de que Dios se
sirve de todas las circunstancias para ayudarnos a alcanzar
nuestro bien Y esto no tiene nada que ver con que todo nos salga
bien; más bien suele suceder al contrario: cuando todo sale mal es
cuando Dios puede manifestar y realizar su obra.
Hemos de tener, por tanto, mucho cuidado en evitar la tentación
de huir de todo aquello que nos parece que no va a servir para
nuestro bien, y confiar plenamente en que Dios tiene la capacidad
de aprovecharlo todo para nuestra santificación, y por eso lo
podemos aceptar todo como instrumento de purificación que nos
permite alcanzar la unión con él.
Se trata de una pauta del comportamiento de Dios que debemos
aprovechar para el discernimiento. Con frecuencia nos parece que
es argumento suficiente para decidir algo el saber que eso «es
bueno» o «hace bien». Por supuesto que la elección evangélica se
hace entre cosas buenas (¡faltaría más!), no entre cosas buenas y
malas. Pero resulta significativo que cuando vemos las elecciones
que hacen los demás podemos descubrir

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

fácilmente cuando se escudan en que se trata de algo bueno


cuando eligen algo que les interesa en lugar de elegir lo que Dios
quiere, que también es bueno, pero les gusta menos.
El verdadero criterio de discernimiento no es que algo sea
bueno, sino que eso es lo que Dios quiere para mí porque es lo
que más me ayuda a que se realice su plan de salvación en mi
vida. Aquí hemos de aplicar el principio que nos ofrece san Pablo
(Rm 8,28) que nos dice que Dios trabaja por nuestro verdadero
bien, que es la plena unión de amor con él. Y, para eso, nos ayudan
más los sufrimientos y dificultades.
En resumen, nuestra dificultad consiste en que, en las
dificultades, hacemos un acto de fe o afirmación de unas verdades
opuestas al Evangelio: «No puedo ser santo... porque tengo
grandes problemas, porque no tengo la ayuda que necesito,
porque no tengo los medios adecuados, porque no tengo fuerzas
suficientes, porque es muy difícil y no tengo la necesaria
inteligencia, porque el ambiente está en contra, porque el mundo
está muy mal...». Creemos que todas esas circunstancias
adversas son más verdaderas que el amor de Dios.
Para superar esta dificultad es imprescindible que nos
coloquemos en una visión verdaderamente evangélica, que es la
que nos permite hacer el auténtico acto de fe, por el que
proclamamos que Dios es Dios en cualquier circunstancia, es más
real que cualquier dificultad y tiene más fuerza que cualquier
sufrimiento. Dicha visión se apoya en el acto de fe por el que
sabemos a ciencia cierta que Dios da a todos la gracia necesaria,
porque quiere que todos se salven y lleguen a la plenitud (cf. 1Tm
2,4). Y a partir de ahí puede afirmar que los aparentes obstáculos
para la santidad son los medios idóneos para lograrla.

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

Nuestra tarea en el proceso: el


espíritu de infancia
Si esto es así, y Dios da a todos su gracia para que lleguen a la
plenitud en el amor, eso significa que el proceso está en gran
medida en nuestras manos, porque depende de nuestra
receptividad concreta. Ciertamente Dios es el gran protagonista y
el principal artífice de este proceso, hasta el punto de que podemos
decir que él lo hace todo en nuestra transformación y nosotros no
podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Pero no hay duda alguna de que
Dios, por respeto a nuestra libertad, no puede hacer nada si no le
dejamos. Por esta razón se da la paradoja de que él lo hace todo,
pero, en la práctica, el proceso está en nuestras manos, no para
realizarlo, sino para permitirlo o impedirlo. Seré santo si hago esa
pequeña parte que me corresponde. Y entonces, en vez de
perderme en múltiples tareas y responsabilidades, me concentraré
en algo pequeño, sencillo, concreto y accesible que es «dejarme
hacer», abrazando la cruz concreta que me toca.
La iniciativa y el plan de este proceso de purificación son de Dios,
porque sólo él sabe lo que hay que purificar, cómo y cuándo
hacerlo, y conoce los elementos verdaderamente «positivos y
negativos», más allá de nuestra consideración, que permiten sacar
adelante su obra santificadora. Ésa es la razón por la que no valen
aquí los rezos y sacrificios a nuestro gusto; como tampoco sirve de
nada la purificación de lo que nosotros elegimos, el ritmo que nos
planteamos y los elementos que nos parecen adecuados, sino lo
que nos dispone al proceso concreto de auténtico crecimiento. Por
eso, la verdadera ascesis no es tanto la que elegimos nosotros,
sino la que nos prepara a aceptar la purificación de Dios[1], ya que
la ascesis que elegimos porque encaja con nuestros planes suele
ser contraproducente.
Los que son como niños ante Dios se dejan hacer y conducir,
son dóciles, tienen confianza en él porque son conscientes de su

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

debilidad. Los niños se dejan educar, incluso aceptan las


correcciones y el castigo como prueba de amor. Es más, se sienten
decepcionados cuando no recibe la corrección o el castigo
proporcionado al mal que han hecho. Así actúa Dios con sus hijos,
empleando la corrección que estimula:
Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: Hijo mío, no
rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión;
porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos.
Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como
a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos?...
Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele;
pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella.
Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes,
y caminad por una senda llana: así el pie cojo, no se retuerce, sino que
se cura (Hb 12,5-7.11-13).
Ser niños no es complicado, lo que nos cuesta es aceptar con
humildad que no sólo somos niños, sino niños débiles y
necesitados de ayuda y educación.
El problema es actuar como niños cuando no queremos ser
niños. El problema viene cuando el niño se empeña en actuar
como adulto, lo cual es imposible que le salga bien puesto que no
tiene las capacidades de un adulto. Si el niño deja de fiarse de su
padre y no se deja corregir porque cree que es mayor, no podrá
crecer y se hundirá en la frustración a la que le llevará el fracaso.
En ese caso, la vida, las dificultades, las limitaciones y los
sufrimientos ya no nos sirven para confiar y nos llevan a
endurecernos de diversas maneras: nos rebelamos, huimos,
culpabilizamos, nos quejamos, nos resistimos... Consideramos los
acontecimientos como aislados de Dios, separamos lo humano de
lo sobrenatural.
Nuestra actitud equivocada nos lleva a intentar resolver nosotros
lo que tiene que resolver Dios, a buscar caminos distintos a los que
Dios nos ofrece en nuestra misma realidad, a demostrarle a Dios
que podemos caminar solos. Entonces es cuando se complica
enormemente la vida cristiana y la santidad,

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

porque realmente sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5) y


hemos despreciado el único proceso que puede transformarnos.
De que adoptemos una actitud u otra depende que nuestra vida
cristiana se transforme en un proceso simple y eficaz o se atasque
en una complicada maraña infructuosa de esfuerzos y huidas. En
un caso, las circunstancias de la vida nos van purificando, puliendo
y educando…, nos mantienen en el espíritu de infancia y sirven
para bien. En el otro, nos hacen huir de la dependencia de Dios y
se convierten en obstáculos para el crecimiento.
Cuando se suman la gracia + las circunstancias + el espíritu
de infancia, el resultado es la aceptación + la purificación + el
crecimiento, y ,en consecuencia, aumenta el espíritu de infancia
y se profundiza el proceso.
Cuando se suman la gracia + las circunstancias + el orgullo,
el resultado es el rechazo + el endurecimiento + el atasco, y, en
consecuencia, aumenta el orgullo y se dificulta más el proceso.
Siempre se dan las circunstancias y la gracia, lo que cambia todo
es simplemente nuestra actitud.

Disponernos al proceso de
santificación
Si es verdad este proceso y hay una proporción entre
purificación y gracia, es vital el modo en el que entramos en dicho
proceso. Evidentemente no se puede iniciar desde nuestro ser de
niños, porque no lo somos. Tenemos, por tanto, que «hacernos»
niños, como nos dice Jesús: «Si no os convertís y os hacéis como
niños, no entraréis en el reino de los cielos», Mt 18,2); este trabajo
es el único que nos permite disponernos a la gracia que sólo se
concede a los niños («Quien no reciba el reino de Dios como un
niño, no entrará en él», Mc 10,15).

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

Y aquí es donde encontramos el verdadero y más importante


«trabajo» que nos corresponde en este proceso. No se trata de un
esfuerzo por hacer, por construir, sino, por el contrario, un serio
trabajo para «destruir» el edificio de nuestras seguridades y
permitir así que Dios construya su santidad en nosotros.
El elemento principal de este trabajo consiste en aceptar la cruz
de manera real y concreta, porque de ello depende nuestra
capacidad para recibir la gracia y la amplitud de la misma. Ésa es
nuestra parte en el proceso, eso es lo que está en nuestra mano,
lo demás lo hace Dios.
Un signo importante para comprobar que entramos en ese
proceso es el lugar que ocupa la cruz en nuestra oración y cómo
oramos cuando aparece la cruz en nuestra vida. No sirve para
nada darle vueltas a las dificultades en la oración para lamentarnos
y buscar culpables y plantear soluciones, porque ni eso es oración
ni es un planteamiento evangélico. Lo que hemos de hacer es ir a
la oración a comunicarnos con el Señor, colocando las dificultades
delante de él, pero fijándonos en él y no en las dificultades. Así,
ponemos nuestra fe en el Señor y dejamos el problema en su sitio.
La clave está en saber qué lugar tienen que ocupar nuestros
problemas en la oración.
Hemos de estar atentos a la aceptación de la cruz, pero no se
trata de esperar a que surja la cruz a ver si somos capaces de
aguantarla, sino prepararnos para recibir la cruz y abrazarla, de
manera que sea la ocasión de crecimiento en la gracia. No
podemos permitirnos que la cruz nos desconcierte.
Gracias a que podemos descubrir este proceso también
podemos disponernos a la gracia previamente, sea cual sea
nuestra situación: eso exige que creamos en Dios, en su amor,
en su providencia, en su ternura, en su acción…; que aceptemos
ser niños, contra nuestra razón y nuestros sentimientos de adultos
autosuficientes, y ponernos en sus manos…, que hagamos el acto
de fe y de confianza plena en Dios… Vemos por donde nos viene
la cruz, no nos dejamos desconcertar por ella; y,

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

a partir de ahí, podremos abrir incondicionalmente los brazos a


la cruz, acogiendo todo como niños, acallando resistencias…
y entregándonos incondicionalmente a Dios. Y esta entrega es
la que nos da la plena seguridad de poder conquistar el corazón
de Dios, que no dejará de volcar su misericordia en sus hijos más
pequeños e indefensos.
En concreto, se trata de un simple acto de fe-amor-confianza que
lo cambia todo: el acto que nos «arrasa» para que Dios pueda
construir. Es un acto sencillo pero que nos machaca, porque está
en juego nuestro amor propio. Por eso, al decirle a Dios: «¡qué
bueno eres!» en medio del sufrimiento, le decimos a nuestro amor
propio que no tiene importancia el motivo que nos hace sufrir. Y en
el preciso momento que el amor propio, herido por el sufrimiento,
nos empuja a la rebeldía, nosotros tenemos que doblegarlo por
medio de un acto de confianza en Dios, y eso no se hace sin sufrir.
Para reconocer y aceptar esta acción de Dios en nuestra vida
puede venirnos muy bien la contemplación de este proceso en
muchos de los modelos que nos propone la Biblia y en los santos,
desde Abraham y los profetas hasta san Pablo, pasando por María,
José y el buen Ladrón. En este último se ve con especial claridad
como el proceso se puede realizar en un instante, partiendo de la
realidad más negativa posible (pecado, sufrimiento, desesperanza,
muerte…), a condición de aceptar la pobreza y disponerse a ser
«arrollado» por la misericordia.
Este acto de aceptación y entrega pone en marcha eficazmente
el proceso de transformación que Dios realiza en nosotros. Porque
Dios tiene entrañas de misericordia y está deseando volcar su
misericordia en sus hijos indefensos. Como tiene que ser fiel a
«su» proceso «tiene» que responder al que se le entrega dándole
su gracia de transformación.
Para eso es vital mantener viva la mirada sobrenatural que nos
descubre que la cruz es la oportunidad de hacer el verdadero acto
de entrega que demuestra nuestro amor.

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

En el fondo, da igual que Dios «utilice» las dificultades de la vida


o que nosotros las «aprovechemos», lo que importa es realizar ese
acto que nos hace verdaderamente niños, pobres, pequeños y
vulnerables… Se trata de las dos posibilidades igualmente
importantes para crecer espiritualmente. En el caso de quienes no
han recibido o descubierto la gracia de esa purificación, es
necesario saber que pueden hacer el acto de aceptación-ofrenda
de manera voluntaria y libre, lo que les introduce en la misma
purificación, permitiéndoles recorrer el camino que no conocían o
que perdieron en su día a causa de su infidelidad o del
endurecimiento provocado por no saber mirar el sufrimiento.
Es aquí donde tiene valor nuestra ascesis como el modo en que
podemos favorecer las purificaciones y la aceptación de las
mismas. Para poder abrazar la cruz y la purificación que produce
nosotros nos imponemos renuncias voluntarias; nos dedicamos a
la oración como ejercicio de contemplación de Dios y de su acción
para mantenernos dóciles a la misma; intensificamos el amor, para
darle sentido de amor a la aceptación de las purificaciones y
avivamos la fe como la motivación que necesitamos para aceptar
la cruz y abandonarnos en las manos de Dios; afinamos el
discernimiento para percibir el plan de Dios más allá del nuestro…
Sí, el que baja sube, el que muere vive, el que pierde gana…

¿Cómo se hace en concreto este


acto?
Si todo el proceso, que tiene como artífice único a Dios, depende
de un acto por el que permitimos la acción de Dios, dicho acto
constituye la esencia de nuestro trabajo en la vida espiritual. Por
eso, antes de concluir, debemos sintetizar este trabajo para
entenderlo bien en su simplicidad e importancia y luego
ejercitarnos en él.

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

1. Lo primero es identificar la cruz en concreto, es decir, la


realidad que me da miedo, me humilla, me supera, me destruye,
me acompleja… Así evitamos que la cruz nos sorprenda.
2. Luego, reconocer que ahí está Dios. Somos obsesivamente
conscientes de lo que las realidades negativas tienen de injustas,
inoportunas, etc., pero esa perspectiva nos impide descubrirlas
como instrumentos de Dios. Hemos de aprender a ser
obsesivamente conscientes de que Dios está en esas
circunstancias.
3. Hacer el acto de fe por el que admito que Dios es lo más
importante, y todo lo demás secundario.
4. Aceptar y agradecer la realidad que me destruye porque
Dios está ahí.
5. Hacer el acto concreto (lo más generoso posible, incluso
heroico) que me permite esa realidad y por el cual renuncio a mí
mismo (necesidades, cálculos, proyectos, afectos, personas…) y
hacer el «oppósito per diametrum» [EE 325] a mi amor propio
(renuncia, entrega, confianza, humildad…).
En este acto concreto es muy importante el heroísmo, porque
las apuestas heroicas siempre dan fruto porque conllevan una
ineludible carga de purificación. Esto es algo con lo que no solemos
contar porque casi nadie propone el heroísmo como posibilidad de
elección; más aún, cualquier propuesta heroica suscita la oposición
y el ataque de los demás, que la tacharán de locura, e intentarán
frenarla para que no ponga en evidencia la propia mediocridad.
La clave está en encontrar el acto concreto que resume todo
esto, que dice sin palabras: «Te reconozco aquí, en esto, te adoro
como lo único, reconozco que aquí y en esto me estás amando con
infinita ternura. Lo acepto todo. Renuncio a todo... Me pongo
incondicionalmente en tus manos…». Pero es importante que esta
disposición sea verdadera, para que no podamos vivir sin ese acto
de aceptación como ahora no podemos vivir sin lamentaciones y
cálculos. Esa actitud que

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

tenemos que hacer verdad en actos concretos es lo que refleja muy


bien la oración de Carlos de Foucauld:
Padre me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras;
sea lo que sea te doy gracias.
Estoy dispuesto a todo,
con tal de que tu voluntad se cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma:
te la doy con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo y necesito amar,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque tú eres mi Padre.
Nuestro trabajo consiste en reconocer la cruz: todas las
realidades, circunstancias, defectos, acontecimientos… que me
machacan, a los que temo, que me preocupan, me desconciertan
(y me llevan a alejarme de Dios por la vida de la preocupación y la
necesidad de controlar, de la tristeza, del rechazo, de la
rebeldía…), todo eso lo que me permite entrar en la dinámica de la
infancia.
La tentación consiste en no contar con las dificultades, el
sufrimiento y la cruz, pensar que son el obstáculo para mi santidad
en vez del medio para la misma, y aspirar a una santidad utópica
e irreal.
Finalmente, no olvidemos que este acto concreto, que realizo en
contra de mi amor propio (de mí mismo), no lo hago como un
«trabajo» mío que pretende realizar por sí mismo esa
transformación; sino que es la expresión real de que abrazo mi cruz
con espíritu de infancia, convencido de la inutilidad del acto como
tal, pero sabiendo que es lo que abre el corazón de Dios para que
me inunde de su misericordia y ésta me transforme

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——— Hermanas de la Caridad de Santa Ana———

según el proyecto primigenio de Dios sobre mí. Sólo el Espíritu


Santo puede transformarnos; pero la gracia de esa transformación
no la podemos recibir si el mismo Espíritu no hace hueco en
nosotros para crear el espacio necesario que necesita la gracia. Y
para que pueda abrir ese hueco es necesaria nuestro
consentimiento activo a la purificación.

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