La Mosca Azul

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 9

Me encontraba dormido tranquilamente en el potrero, recostado sobre un tronco y

un lío de trapos cuando siento un ruido fuerte. Me despierto exaltado y con los
ojos muy abiertos, resulta que me habían lanzado una guayaba.

—¡José Gabino, ladrón de camino!


—¡José Gabino, ladrón de camino!

Chillaban los muchachos desde lejos. Me levanto rápidamente y empiezo a buscar


una piedra sintiendo bastante furia.

—La madre de ustedes. Esa es la que es.

Debido a la gran cantidad de rabia empecé a soltar maldiciones a diestra y


siniestra y sentía mi cara arder.

Los muchachos ya se estaban alejando cuando empecé a lanzar las piedras, ellos
estaban huyendo como siempre. Escupí al piso, sentía mucha sed, pero aun así
volví a recostarme soltando maldiciones a aquellos niños del diablo.

—Un día de estos voy a coger uno de esos vagabundos y le voy a aplastar la
cabeza con una piedra lo mismo que una guayaba. Para que aprendan a respetar.
Faltos de padre y palo. ¡Pila de vagabundos!

Tomé mi viejo sombrero y me lo puse sobre los ojos para que la luz no me
molestara. Ya este había perdido el color y la forma, era color tierra y de sombra,
pero aun así era el único que tenía y el mejor.

—¡Uhm! Pero no lo cambio por ninguno. Sombreros como éste y no los hacen
ahora.

La pringosa suciedad y la intemperie lo habían puesto áspero como la superficie


de una piedra.

—Yo se los he dicho. Pero esos muchachos no respetan. Creen que todo el
mundo es igual. Yo se los he dicho. Este es el sombrero del circo. José Gabino,
trapecista. El doble salto mortal. José Gabino, el rey del alambre. Lo hubieran
visto, para que respetaran. Míster Pérez se paraba en la pista, con su pumpá y su
látigo. Y empezaba esa música. Y aquel alambre lisito y largote.

—Mentira, José Gabino. Mentira. No digas tanta mentira, José Gabino. Tú no


fuiste sino payaso. Y dos noches. Cuando se enfermó el payaso al llegar al pueblo
con un dolor de barriga. Si hubieras sido equilibrista…

Y volví a caer dormido.


Cuando despierto, el sol ya se ha puesto de un color amarillo y empieza el
atardecer. Al abrir los ojos, veo un poco borroso.

Diviso un borrón azul que se posa sobre mi nariz, parpadeo varias veces hasta
entender la figura, y es una mosca, una mosca azul. Grande, metálica, brillante.
Parece de vidrio de collar. Se restriega las patas delanteras.

Lancé un manotazo. La mosca vuela con un zumbido grueso. Esas son las
moscas que se les paran a los animales muertos. Brillan en las inmensas barrigas
de los caballos muertos.

Siento miedo.

Vuelvo a mirarme la nariz. Sigue allí el borrón azul. Doy otro manotazo. No es la
mosca. No se va. Es una mancha. Me restriego y no se borra.

—Animal maldito. Me hizo el daño.

Siento malestar y pesadez. ¿Cuánto tiempo estaría aquella mosca azul


metiéndome el daño por las venas de la nariz?

Me levanto pesadamente. Siento el mal que me anda por dentro. Ensarto en el


palo el atadijo de trapos donde llevo mis cosas y me lo tercia al hombro. Me echo
el sombrero hacia el cogote. Salgo de la sombra del árbol hacia el sol y
arrastrando un poco los pies decido coger la vereda.

Un rato más tarde noté que estaba caminando más de lo normal, a pesar de que
me sentía muy cansado y cada árbol que veía era una parada para mí. Me sentía
fatigoso y febril.

Tenía en los oídos un zumbido parecido al vuelo de la mosca azul.

De lejos divisé el rancho de María Chucena y el blanquear de las gallinas en el


patio.

—María Chucena me puede dar alguna toma. Si tuviera un guarapo de raíz de


mato me podría bueno en un ratico. Eso es como en la mano.

Había llegado al patio y debajo de un taparo espeso me detuve de nuevo.

Las gallinas escarbaban y pisoteaban en el suelo. Un pavo se hinchaba y


deshinchaba ruidosamente. Escupí la espuma seca que tenía en la boca.

Sentía la cosquilla del hambre en las encías. Aquella gallina blanca en un buen
caldo lleno de medallones de grasa. Aquel pavote asado. Podría írmelo comiendo
hasta dejar los huesos limpios.
En otros tiempos hubiera podido de un salto echarle mano a aquella gallina que
estaba allí junto a mi picoteando en la raíz del taparo. Pero ahora no podía. Estoy
muy pesado. La gallina hubiera revoloteado alborotando el patio.

Pero quién quita. Casi sin notarlo me fui agachando. Estiraba la mano suavemente
hacia la gallina, como cabeza de culebra. Un poco más y estaría en posición de
lanzar el manotazo y agarrarla por el cuello.

—Guá, José Gabino, ¿qué hace ahí tan callado?

Era la voz de María Chucena que salía del rancho. Escondí la mano con rapidez y
fingiendo estar más dolorido dije:

—Aquí he venido arrastrándome, para pedirle un guarapito

—Está bueno. Pero no se me le acerque mucho a las gallinas, José Gabino. Entre
usted y los zorros no van a dejar pavo ni gallina por estos campos.

Sonreí disimulando mi travesura mientras ella se acercaba hacia donde estaba.

—Si eso no es verdad, María Chucena. Maldades de la gente. Yo no me robo los


pavos ni las gallinas. Lo que pasa es que se vienen conmigo por gusto.

—¿Por su gusto, José Gabino?

Ibamos caminando hacia el rancho.

—Sí. Yo les converso y nos entendemos.

Empecé a sonreír mientras hablaba y veía de reojo a la india María Chucena que
sonreía también.

—Yo no hago sino decirles: “Pavitos, ¿nos vamos?”. Y ellos contestaban ahí
mismo ligerito: “Sí, sí, sí”.

María Chucena se sacudía de risa.

—“¿Qué llevamos de avío?”. “Fiao, fiao, fiao”. “¿Y si nos van a coger?”. “Huir, huir,
huir...”.

María Chucena riendo entró al rancho a buscarme el guarapo. Me senté en el


travesaño del quicio.

—¡Ah José Gabino este! Siempre con sus cuentos y sus marramuncias.
Mientras ella iba por el guarapo, decidí ponerme a limpiar la sortija que siempre
llevaba conmigo.

—¿Y esa sortija es de oro?

—¿Y de qué va a ser, pues? —respondí en forma evasiva.

—¿Por qué no la vendes, José Gabino, en vez de estar pasando tanta hambre y
tanto trabajo?

—¿Vender yo esta sortija?, María Chucena. Eso no es posible. Primero me muero


de hambre diez veces. Esa me la regaló nada menos que el general Portañuelo.
Sí, señor. Después de la pelea del zanjón.

Entorné los ojos como reconcentrado en el recuerdo.

—Ese día se peleó muy duro. Yo mandaba una guerrilla. Hubiera visto a este
servidor entrándole al plomo. Yo no digo nada, pero el mismo general Portañuelo,
cuando me dio la sortija, le dijo a toda la gente: “Yo he visto hombres guapos, pero
lo que es a José Gabino hay que quitarle el sombrero”.

—Yo no sabía que también habías sido militar. Yo sabía que habías sido policía
en el pueblo. Y también te conocí cuando andabas con una petaca de mercancía
vendiendo por las casas.

—Es que yo soy toero, María Chucena. De todo he hecho un poquito.

Me estaba volviendo el malestar y el zumbido. Terminé de tomarme el guarapo.

—Estoy mal. Al mediodía me picó una mosca azul en el potrero. Ya se me formó


la mancha en la nariz. Tengo el cuerpo todo cortado, como si estuviera prendido
en calentura.

Pero ya María Chucena ni me contestaba, ni me hablaba. Había recogido el


pocillo vacío y estaba como aguardando a que me largara. Sabía que estaba
corriéndome.

—Ya como que es tiempo de que siga —dije levantándome—. Andando ligero
tengo tiempo de llegar al pueblo antes de que me coja la noche. Pero qué voy a
andar ligero con esta pesadez que me ha entrado. Me cogerá la noche donde Dios
quiera. Vámonos andando, José Gabino, que el que camina no estorba y barco
parado no gana flete.
No hubo despedida. Mientras caminaba sentía un frío doloroso en los huesos.
Me arrebujé en el saco y hundí las manos en los bolsillos. Eran hondos, deformes
y alcanzaban toda la extensión del forro. Mis manos tropezaban con cosas duras y
blandas de distintas formas. Llaves viejas, papeles, semillas, mendrugos,
corchos.

Aquél era el saco de la quincalla. Ya tampoco tenía color ni forma. El turco Simón
me lo había dado junto con el cajón de buhonerías. Se podía entrar en las casas,
hablar con las mujeres, echarle el ojo a las cosas buenas que podían estar
sueltas, conocer los cuentos de todos los vecindarios.

A veces me sonaban aquellos bolsillos llenos de monedas. Me asomaba al patio,


ponía el cajón en el suelo, le hacía cariño al perro, hasta que se oían las
chancletas de la mujer que venía de la cocina.

Empezaba entonces aquella larga discusión y aquel regateo y aquellas cuentas


difíciles que había que sacar con lápiz en un ladrillo.

Empecé a oír una campana. Era la campana de un arreo que venía por el camino.
Seis burros y dos arrieros. Me alcanzaron.

—Buen día.

—Buen día.
—¿Como que van para el pueblo?

—Vamos para el pueblo a coger carga para regresar con la fresca de la


madrugada.
—Ajá. ¿Y de dónde vienen?

—Somos de La Cortada.
—Cómo no. Conozco mucho el punto. Allí estuvimos acampados cuando la
Miguelera.

Otra vez empezaba a hablar demás, pero no podía detenerme, el malestar me


estaba ganando otra vez.

—Pero eso era cuando estaba muchacho. Ahora ya estoy viejo carranclo y no
sirvo para nada.

Poco hablaban los arrieros.

—Esta mañana me picó una mosca azul y tengo ese cuerpo echado a perder. Si
me dejaran montar en uno de estos burros hasta el pueblo sería un favor que se
los pagaría Dios.
Los arrieros me ayudaron a montarme en el burro campanero. Me acomodé en la
enjalma con dificultad, sentado de lado. Mientras procuraba asegurarme mejor
tropecé mi mano con una botella pequeña que venía atada a un extremo de la
enjalma. No quité la mano de allí y al tacto fue recorriendo la atadura.

La tarde que estaba en su última hora se había hecho más clara, alta y
transparente. No podía dejar de quejarme por la picadura.

—Yo no sé cómo me pudo picar esa bicha. Y esa picada es gusanera segura. Si
me hubiera podido tomar un guarapo de raíz de mato.

Uno de los arrieros respondió:

—Sí, señor. Muy buena es la raíz de mato para las picadas. Pero también es muy
buena la oración de San Joaquín. Yo he visto curar mucha gusanera hedionda con
esa oración.

Me mecía pesadamente sobre el burro. La mano seguía recorriendo la atadura y


la botella. El dedo grueso oprimió las hojas frescas que tapaban el gollete.

—Tenga mucho cuidado con la luna —dijo el otro arriero—. Tápese bien. Porque
si le da la luna se le pasma el mal. Ya está saliendo por la punta del gollete.

Llevé mi mano a mi nariz. Olía a aguardiente. Era aguardiente lo que tenía la


botella. Esto iba a ser mío.

Nos acercábamos al pueblo. Se veían las oscuras arboledas y se oían los ladridos
de los perros de los primeros ranchos. Ya casi era de noche.

Mi mano estaba tratando de desatar la botella rápido.

—Yo conocí mucho a un hacendado de La Cortada. Ese era el hombre al que le


he visto las mejores mulas. Y mire que yo sé de bestias. Tenía una mula rosada
que era una señorita por el paso. ¡Qué animal tan fino!

Ya había desatado la botella y con disimulado movimiento la eché en el profundo


bolsillo de mi saco.

Estábamos en las primeras casas.

—Yo aquí me quedo. Muchas gracias por el favor y que Dios los lleve con bien.

Los arrieros me ayudaron a bajarme y siguieron con su recua.


Ya estaba más oscuro. Pero la luna que subía iluminaba el pueblo. Saqué la
botella y me empinó tres grandes tragos. No había más. Esgarré con estruendo,
escupió y lancé lejos la botella.

Se veían las luces de la plaza. Y se divisaba gente a la puerta de la pulpería. Por


allí cerca andarían los muchachos correteando.

Al verme empezaría la grita:

—¡José Gabino, ladrón de camino!

No me sentía con ánimos de defenderme. Eran ganas de descansar las que tenía.
Ganas de echarse. En la brisa venía un turbio olor de maleza. Venía del trapiche
del paso del río. Allí estarían las bagaceras repletas de bagazo mullido.

Hacia allá me encaminé por una calleja honda y sola como una acequia seca.
Arrastraba los pies pesadamente y el malestar me envolvía como niebla.

—¡Ah, malhaya! Ya no puedo ni con mi carapacho.

A la luz de la luna ya veía la gruesa torre del trapiche y los oscuros techos
aplastados. Una lámpara lucía por entre una puerta lejana. Se oían ladridos de
perros. La bagacera blanqueaba a la sombra de un cobertizo.

Allí me tendí. Puse al lado el palo. Saqué el atadijo que llevaba en mi extremo y
estuve hurgando un rato. Aquello frío y redondo era una medalla del Carmen. Hice
el gesto de santiguarme. Aquello duro, liso y puntiagudo era un colmillo de caimán.
Muy bueno contra la guiña y la mala sombra. Allí estaban también los dados.
Habían sido de un francés cayenero que los sabía componer muy buenos. Y aquel
pequeño disco grueso era una piedra de zamuro. No había mejor talismán. Me lo
había curado la bruja de Cerro Quemado. Aquéllas eran unas hojas secas de
borraja. Aquél era tabaco en rama. Las barajas. Se me había perdido la sota de
bastos. La navajita. El espejito.

Pero no tenía raíz de mato.

—Cuando al mato lo pica la culebra sale derechito a buscar la raíz, la muerde y


no le pasa nada.

Estaba tendido largo a largo y ya no hurgaba más en el atadijo. El tibio aroma del
bagazo aumentaba el sopor.

—José Gabino se va a morir de mengua. Clavó el cacho José Gabino. Lo picó la


mosca azul. José Gabino, ladrón de camino. Faltos de respeto. Un hombre como
yo. Faculto y completo. Ahí, botado en la bagacera. Y tanto vagabundo
acomodado. ¡Ah, mundo! Un hombre dispuesto para todo. Lo mismo para un
barrido que para un fregado.

—Eso es mentira, José Gabino. Eso es mentira. No sirves para nada. Tú no eres
sino un viejo borracho. Enemigo de lo ajeno. Ladrón. Ladrón de camino. Esa
sortija no es de oro. Esa sortija no te la dio ningún general en ninguna guerra. Es
de cobre y tú te la robaste creyendo que era de oro. Pero es de cobre. De cobre
hediondo. Huele para que veas. No sirves para nada. José Gabino. Para robar y
decir mentiras.

—Se va a morir de mengua, José Gabino. Se va a morir de mengua. Lo van a


encontrar tieso como un perro en la bagacera. Así no se muere un hombre. Con
tanto frío. Con tanta tembladera. Virgen del Carmen, no me desampares.

El traqueteo de un carro de bueyes me despertó. La mañana estaba clara.


Cantaban gallos. Me senté entre los bagazos. Todavía sentía un poco de pesadez.
Recordaba vagamente la noche y el día anterior. Me sentía liviano y como con
pocas fuerzas.

Todo parecía reciente y fresco.

—Bien malo estuve anoche.

Allí cerca negreaba el sombrero.

—El sombrero del circo, José Gabino.

Recordé a la mosca azul.

—Fue aquella mosca azul.

Entorné los ojos para mirarme la nariz. No se veía mancha. Estaba roja y lustrosa.
Respiré profundamente, conteniendo el aire en el pecho.

Alcancé con la mano un pedazo de caña cortada. Saqué del atadijo la navaja, le
quité la corteza, y empecé a mascar con avidez la pulpa blanca y jugosa. El líquido
dulce me corrió por las fauces resecas.

Estuve mascando un largo rato. Después me levanté, me acomodé el traje, me


puse el sombrero, me puse a la espalda el palo con el atadijo, y fui hacia el
camino.

La mañana nueva se extendía por la inmensidad de cañas, por las arboledas, por
los cerros.
Pasaba una carreta de bueyes.

—¿Me deja montarme, jefe?

El gañán me ayudó a montarme.

Se senté de espaldas en el extremo trasero, con las piernas colgando. Veía el


camino salir lentamente por debajo de la carreta, por debajo de sus pies. Mi
sombra se proyectaba sobre el borde cuadrado de la carreta, y arrastraba por el
camino. Iba sosegado y en paz.

Al rato alcé la voz, entre el traquetear de las ruedas.

—¿Este no es el camino de La Quebrada?

En el villorrio de La Quebrada debían estar en las fiestas patronales. Campanas.


Fritangas. Gentío.

—No. Este es el camino de La Concepción.

Volví a quedar en silencio otro rato. Por un lado fue asomando un rancho. La
cerca de un corral. Muchas gallinas. No se veía gente.

Los ojos se le iluminaron. Con un movimiento ágil me deslicé del borde de la


carreta y vine a quedar de pie en el medio del camino.

También podría gustarte