La Mosca Azul
La Mosca Azul
La Mosca Azul
un lío de trapos cuando siento un ruido fuerte. Me despierto exaltado y con los
ojos muy abiertos, resulta que me habían lanzado una guayaba.
Los muchachos ya se estaban alejando cuando empecé a lanzar las piedras, ellos
estaban huyendo como siempre. Escupí al piso, sentía mucha sed, pero aun así
volví a recostarme soltando maldiciones a aquellos niños del diablo.
—Un día de estos voy a coger uno de esos vagabundos y le voy a aplastar la
cabeza con una piedra lo mismo que una guayaba. Para que aprendan a respetar.
Faltos de padre y palo. ¡Pila de vagabundos!
Tomé mi viejo sombrero y me lo puse sobre los ojos para que la luz no me
molestara. Ya este había perdido el color y la forma, era color tierra y de sombra,
pero aun así era el único que tenía y el mejor.
—¡Uhm! Pero no lo cambio por ninguno. Sombreros como éste y no los hacen
ahora.
—Yo se los he dicho. Pero esos muchachos no respetan. Creen que todo el
mundo es igual. Yo se los he dicho. Este es el sombrero del circo. José Gabino,
trapecista. El doble salto mortal. José Gabino, el rey del alambre. Lo hubieran
visto, para que respetaran. Míster Pérez se paraba en la pista, con su pumpá y su
látigo. Y empezaba esa música. Y aquel alambre lisito y largote.
Diviso un borrón azul que se posa sobre mi nariz, parpadeo varias veces hasta
entender la figura, y es una mosca, una mosca azul. Grande, metálica, brillante.
Parece de vidrio de collar. Se restriega las patas delanteras.
Lancé un manotazo. La mosca vuela con un zumbido grueso. Esas son las
moscas que se les paran a los animales muertos. Brillan en las inmensas barrigas
de los caballos muertos.
Siento miedo.
Vuelvo a mirarme la nariz. Sigue allí el borrón azul. Doy otro manotazo. No es la
mosca. No se va. Es una mancha. Me restriego y no se borra.
Un rato más tarde noté que estaba caminando más de lo normal, a pesar de que
me sentía muy cansado y cada árbol que veía era una parada para mí. Me sentía
fatigoso y febril.
Sentía la cosquilla del hambre en las encías. Aquella gallina blanca en un buen
caldo lleno de medallones de grasa. Aquel pavote asado. Podría írmelo comiendo
hasta dejar los huesos limpios.
En otros tiempos hubiera podido de un salto echarle mano a aquella gallina que
estaba allí junto a mi picoteando en la raíz del taparo. Pero ahora no podía. Estoy
muy pesado. La gallina hubiera revoloteado alborotando el patio.
Pero quién quita. Casi sin notarlo me fui agachando. Estiraba la mano suavemente
hacia la gallina, como cabeza de culebra. Un poco más y estaría en posición de
lanzar el manotazo y agarrarla por el cuello.
Era la voz de María Chucena que salía del rancho. Escondí la mano con rapidez y
fingiendo estar más dolorido dije:
—Está bueno. Pero no se me le acerque mucho a las gallinas, José Gabino. Entre
usted y los zorros no van a dejar pavo ni gallina por estos campos.
Empecé a sonreír mientras hablaba y veía de reojo a la india María Chucena que
sonreía también.
—Yo no hago sino decirles: “Pavitos, ¿nos vamos?”. Y ellos contestaban ahí
mismo ligerito: “Sí, sí, sí”.
—“¿Qué llevamos de avío?”. “Fiao, fiao, fiao”. “¿Y si nos van a coger?”. “Huir, huir,
huir...”.
—¡Ah José Gabino este! Siempre con sus cuentos y sus marramuncias.
Mientras ella iba por el guarapo, decidí ponerme a limpiar la sortija que siempre
llevaba conmigo.
—¿Por qué no la vendes, José Gabino, en vez de estar pasando tanta hambre y
tanto trabajo?
—Ese día se peleó muy duro. Yo mandaba una guerrilla. Hubiera visto a este
servidor entrándole al plomo. Yo no digo nada, pero el mismo general Portañuelo,
cuando me dio la sortija, le dijo a toda la gente: “Yo he visto hombres guapos, pero
lo que es a José Gabino hay que quitarle el sombrero”.
—Yo no sabía que también habías sido militar. Yo sabía que habías sido policía
en el pueblo. Y también te conocí cuando andabas con una petaca de mercancía
vendiendo por las casas.
—Ya como que es tiempo de que siga —dije levantándome—. Andando ligero
tengo tiempo de llegar al pueblo antes de que me coja la noche. Pero qué voy a
andar ligero con esta pesadez que me ha entrado. Me cogerá la noche donde Dios
quiera. Vámonos andando, José Gabino, que el que camina no estorba y barco
parado no gana flete.
No hubo despedida. Mientras caminaba sentía un frío doloroso en los huesos.
Me arrebujé en el saco y hundí las manos en los bolsillos. Eran hondos, deformes
y alcanzaban toda la extensión del forro. Mis manos tropezaban con cosas duras y
blandas de distintas formas. Llaves viejas, papeles, semillas, mendrugos,
corchos.
Aquél era el saco de la quincalla. Ya tampoco tenía color ni forma. El turco Simón
me lo había dado junto con el cajón de buhonerías. Se podía entrar en las casas,
hablar con las mujeres, echarle el ojo a las cosas buenas que podían estar
sueltas, conocer los cuentos de todos los vecindarios.
Empecé a oír una campana. Era la campana de un arreo que venía por el camino.
Seis burros y dos arrieros. Me alcanzaron.
—Buen día.
—Buen día.
—¿Como que van para el pueblo?
—Somos de La Cortada.
—Cómo no. Conozco mucho el punto. Allí estuvimos acampados cuando la
Miguelera.
—Pero eso era cuando estaba muchacho. Ahora ya estoy viejo carranclo y no
sirvo para nada.
—Esta mañana me picó una mosca azul y tengo ese cuerpo echado a perder. Si
me dejaran montar en uno de estos burros hasta el pueblo sería un favor que se
los pagaría Dios.
Los arrieros me ayudaron a montarme en el burro campanero. Me acomodé en la
enjalma con dificultad, sentado de lado. Mientras procuraba asegurarme mejor
tropecé mi mano con una botella pequeña que venía atada a un extremo de la
enjalma. No quité la mano de allí y al tacto fue recorriendo la atadura.
La tarde que estaba en su última hora se había hecho más clara, alta y
transparente. No podía dejar de quejarme por la picadura.
—Yo no sé cómo me pudo picar esa bicha. Y esa picada es gusanera segura. Si
me hubiera podido tomar un guarapo de raíz de mato.
—Sí, señor. Muy buena es la raíz de mato para las picadas. Pero también es muy
buena la oración de San Joaquín. Yo he visto curar mucha gusanera hedionda con
esa oración.
—Tenga mucho cuidado con la luna —dijo el otro arriero—. Tápese bien. Porque
si le da la luna se le pasma el mal. Ya está saliendo por la punta del gollete.
Nos acercábamos al pueblo. Se veían las oscuras arboledas y se oían los ladridos
de los perros de los primeros ranchos. Ya casi era de noche.
—Yo aquí me quedo. Muchas gracias por el favor y que Dios los lleve con bien.
No me sentía con ánimos de defenderme. Eran ganas de descansar las que tenía.
Ganas de echarse. En la brisa venía un turbio olor de maleza. Venía del trapiche
del paso del río. Allí estarían las bagaceras repletas de bagazo mullido.
Hacia allá me encaminé por una calleja honda y sola como una acequia seca.
Arrastraba los pies pesadamente y el malestar me envolvía como niebla.
A la luz de la luna ya veía la gruesa torre del trapiche y los oscuros techos
aplastados. Una lámpara lucía por entre una puerta lejana. Se oían ladridos de
perros. La bagacera blanqueaba a la sombra de un cobertizo.
Allí me tendí. Puse al lado el palo. Saqué el atadijo que llevaba en mi extremo y
estuve hurgando un rato. Aquello frío y redondo era una medalla del Carmen. Hice
el gesto de santiguarme. Aquello duro, liso y puntiagudo era un colmillo de caimán.
Muy bueno contra la guiña y la mala sombra. Allí estaban también los dados.
Habían sido de un francés cayenero que los sabía componer muy buenos. Y aquel
pequeño disco grueso era una piedra de zamuro. No había mejor talismán. Me lo
había curado la bruja de Cerro Quemado. Aquéllas eran unas hojas secas de
borraja. Aquél era tabaco en rama. Las barajas. Se me había perdido la sota de
bastos. La navajita. El espejito.
Estaba tendido largo a largo y ya no hurgaba más en el atadijo. El tibio aroma del
bagazo aumentaba el sopor.
—Eso es mentira, José Gabino. Eso es mentira. No sirves para nada. Tú no eres
sino un viejo borracho. Enemigo de lo ajeno. Ladrón. Ladrón de camino. Esa
sortija no es de oro. Esa sortija no te la dio ningún general en ninguna guerra. Es
de cobre y tú te la robaste creyendo que era de oro. Pero es de cobre. De cobre
hediondo. Huele para que veas. No sirves para nada. José Gabino. Para robar y
decir mentiras.
Entorné los ojos para mirarme la nariz. No se veía mancha. Estaba roja y lustrosa.
Respiré profundamente, conteniendo el aire en el pecho.
Alcancé con la mano un pedazo de caña cortada. Saqué del atadijo la navaja, le
quité la corteza, y empecé a mascar con avidez la pulpa blanca y jugosa. El líquido
dulce me corrió por las fauces resecas.
La mañana nueva se extendía por la inmensidad de cañas, por las arboledas, por
los cerros.
Pasaba una carreta de bueyes.
Volví a quedar en silencio otro rato. Por un lado fue asomando un rancho. La
cerca de un corral. Muchas gallinas. No se veía gente.