MIRARÁN AL QUE TRASPASARON-jfcc

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 31

MIRARÁN AL QUE TRASPASARON

MIRARÁN AL QUE TRASPASARON

“En cuanto a aquél a quien traspasaron, harán


lamentación por él como lamentación por hijo único, y
le llorarán amargamente como se llora a un
primogénito.” (Zacarías, 12, 10)

“Mirarán al que traspasaron” (Juan, 19, 37)

Estimado lector: en cuanto al propósito de este singular libro, poco tengo que decir, pues
espero que hablen las imágenes y los textos que las acompañan. Siendo Jesús en su persona y
en su figura de “siervo doliente” la suma elocuencia, sólo me queda callar y dejar que hable Él
a los corazones de los que lo contemplen. Pues de contemplación de la humanidad doliente de
Cristo se trata en esta obra, un tema que debería conmovernos a todos los cristianos si nuestra
fe no estuviera dormida y nuestro corazón insensibilizado. Santa Teresa de Jesús no se cansaba
de recomendarnos esa contemplación que tanto bien puede hacer a las almas moviéndolas a
conversión. Y San Alfonso Mª de Ligorio en una obrita muy elogiable llamada “Práctica del
amor a Jesucristo” nos recordaba cómo los santos encontraban siempre su mayor motivo de
elevación y su motivación primordial para amar a Dios en la meditación de la pasión de Jesús,
pues en ella la locura del amor de Dios se hace más que patente y sería capaz de volver
sensitivas hasta las piedras si algunos no estuvieran tan endurecidos por el pecado y el
egoísmo. Porque para amar al que nos amó primero hace falta humildad. Compadezcámonos
de Aquél que murió por nosotros por todos los sufrimientos y humillaciones a que se sometió
para ganar nuestro amor, y movámonos interiormente a amarlo de corazón, sin reservas, y, en
consecuencia, a acompañarlo espiritualmente en los duros trances de la pasión, sacrificio cuyo
memorial se repite a diario en millones de iglesias de todo el mundo. Acompañémoslo también
en la soledad de los sagrarios, en los pobres, cuyo rostro es el rostro de Dios en nuestra tierra,
en los afligidos, en los enfermos, en los humillados y oprimidos. No digo más. Invito a todos a
que contemplen en esta humilde selección de hermosas imágenes de grandes artistas y textos
sumamente inspirados ese amor misericordioso que nos quiere para Él y sólo está esperando
que le digamos un sí.

Juan Francisco Cañones Castelló


Cristo crucificado, de Diego Velázquez (también llamado “Cristo de San Plácido)
I

“Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito (Juan, 3, 16). Viéndonos el
Eterno Padre muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué hizo? Por el inmenso amor
que nos tenía mandó a su amadísimo Hijo a satisfacer por nosotros y devolvernos así la vida
que el pecado nos había arrebatado. Y, dándonos al Hijo-no perdonando al Hijo para
perdonarnos a nosotros-, junto con el Hijo nos dio toda suerte de bienes, su gracia, su amor y
el paraíso, porque todos esos bienes son ciertamente de más ínfimo precio que su Hijo.

Movido, además, el Hijo por el amor que nos tenía, se nos entregó completamente. Y, para
redimirnos de la muerte cercana y devolvernos la gracia divina y el paraíso perdido, se hizo
hombre y se vistió de carne como nosotros. Y vimos a la majestad infinita como anonadada. El
Señor del universo se humilló hasta tomar forma de esclavo y se sujetó a todas las miserias que
el resto de los hombres padecen.

Pero lo que hace caer más en el pasmo es que, habiéndonos podido salvar sin padecer ni
morir, eligió vida trabajosa y humillada y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en cruz,
patíbulo infame reservado a los malhechores. Y ¿por qué, pudiéndonos redimir sin padecer,
quiso abrazarse con muerte de cruz? Para demostrarnos el amor que nos tenía. Nos amó, y
porque nos amó se entregó en manos de los dolores, ignominias y muerte la más amarga que
jamás hombre alguno padeció sobre la tierra. “

(fragmento de Práctica del amor a Jesucristo, de San Alfonso Mª de Ligorio)

PECHO como el mar blanco al sol, en oleadas


De brazo a brazo se abre sin engaño de amor, mientras vivió; y ahora duerme
tu pecho todo, del amor dehesa; calma de paz en reposo mortal.
de tu agonía en la tremenda embuelza
el infinito abarcas en las lindes BRAZOS
del camino del sol que no se pone Bajo las blancas alas de tus brazos,
ni sale nunca. Y es que con tus brazos, abiertos como están los de una madre
orto y ocaso, cuanto vive tomas, que guarda al niño en sus primeros pasos,
divino Atlante, y no sobre tus hombros, cual la gallina ampara a sus polluelos,
sino sobre tu pecho lo encaramas nos recoges. Cual la dulce muerte
hasta los cielos. Que es el peldaño inmoble alas que a vida llevan tus dos brazos,
de fortaleza, donde el mundo asiéntase ábrense; se abren cual las velas cándidas
sobre el umbral de Dios. Sobre tu pecho de tu divino corazón que boga
la Creación en el Amor se estriba, por sobre el mar sin fondo y sin orillas
de la gloria escabel. Se mantenía de allende esta visión. Son las dos alas
sin haber Tú nacido, en el vacío lumínicas de Dios tus blancos brazos,
nuestra madre la Tierra, vacilante, los remos del Espíritu que flota
colgando sobre nada; y hoy descansa sobre el haz de las aguas tenebrosas
sobre el seno del hijo de su seno, del dolor de vivir. A un lado y otro
que eres puntal del mundo. Recia fábrica tiendes tus brazos, Sembrador que siembras
dentro de este tu pecho, de costillas tu sangre en nuestros corazones; brotan
viriles como aquellas de que hiñera en ellos lirios de blancura. ¡Luego
tu Padre a la mujer, porque eres, Cristo, con esa mano misma con que siembras
de nuestros huesos, hueso. Y en tu pecho has de lanzar desde la blanca nube
como de campo a campo entró a sus anchas donde te asientas la segur a tierra
el aire que cernieron los olivos, para segar tus mieses ya en sazón!
y el que a la tierra como un manto envuelve
y azul el cielo a nuestros ojos pinta (fragmentos del poema “El Cristo de Velázquez”, de
como regalo. Cual el blanco océano Miguel de Unamuno)
palpitaba al respiro de la vida;
Crucifixión, de Andrea Mantegna

II

“Tanto era el amor que Jesucristo tenía a los hombres, que le hacía anhelar la hora de la
muerte para demostrarles su afecto, por lo que repetía: Con bautismo tengo que ser bautizado,
y ¡qué angustias las mías hasta que se cumpla! Tengo que ser bautizado con mi propia sangre,
y ¡cómo me aprieta el deseo de que suene pronto la hora de la pasión, para que comprenda el
hombre el amor que le profeso! De ahí que San Juan, hablando de la noche en que Jesucristo
comenzó su pasión, escribiera: Sabiendo Jesús que era llegada su hora de pasar de este mundo
al Padre, como hubiera amado a los suyos …, los amó hasta el extremo (Juan, 13, 1). El
Redentor llamaba a aquella hora la suya porque el tiempo de su muerte era su tiempo
deseado, pues entonces quería dar a los hombres la postrer prueba de su amor, muriendo por
ellos en una cruz, acabado de dolores.

Mas ¿quién fue tan poderoso que movió a Dios a morir ajusticiado en un patíbulo, en medio
de dos malhechores, con tanto desdoro de su divina majestad? ¿Quién hizo esto?, pregunta
San Bernardo, y se responde: Lo hizo el amor, que no entiende de puntos de honra. ¡Ah!, que
cuando el amor quiere darse a conocer, no hace cuenta con lo que hace a la dignidad del
amante, sino que busca el modo de darse a conocer a la persona amada.”

(fragmento de Práctica del amor a Jesucristo, de San Alfonso Mª de Ligorio)


Descendimiento, de Roger van der Weyden

III

“Mientras los soldados desclavaban a los dos Ladrones para arrojarlos a la fosa común de los
condenados, se pusieron a desclavar a Jesús. José de Arimatea, ayudado por Nicodemus y de
algún otro, arrancó con trabajo — tan bien clavados estaban — los clavos de los pies. La
escalera seguía allí. Uno de ellos, subiéndose en ella, quitó también los de las manos,
apoyando el cuerpo, ya sin sostén, sobre su hombro, para que no cayese. Luego los otros le
ayudaron a bajarlo y el cuerpo fue depositado sobre las rodillas de la Dolorosa, que lo había
dado a luz. Después se encaminaron todos a una huerta próxima, donde había una gruta
destinada para la sepultura de Jesús. El huerto era del rico José y la gruta la había hecho cavar
él para sí y los suyos. Apenas llegados al jardín los dos honorables enterradores, hicieron sacar
agua del pozo y lavaron el cuerpo. Las Tres Marías — la Virgen, la Contemplativa, la Liberada —
no se habían movido del lugar en que murió aquel a quien amaban. También ellas, más
expertas y delicadas que los hombres, andaban solícitas para que el sepelio, hecho así de
noche y a toda prisa, no fuese indigno de aquél a quien lloraban. Les correspondió a ellas
arrancar de la cabeza la injuriosa corona de los legionarios de Pilatos y las espinas que se le
habían clavado en la piel; a ellas, desenredar y rizar los cabellos emplastados con sangre, y
cerrar los ojos que tantas veces les habían mirado con casta ternura. Muchas lágrimas de las
piadosas mujeres cayeron sobre aquel rostro, que recobraba en la tranquila palidez de la
muerte la antigua dulzura de rasgos, llanto que lo lavó con agua más pura que la del pozo de
José. Todo el cuerpo estaba sucio de sudor, de sangre, de polvo: las heridas de las manos, de
los pies y del pecho todavía manaban una agüilla sanguinolenta. Terminado el lavatorio, el
cadáver fue envuelto en los perfumes de Nicodemus, que no se escatimaron, pues eran
abundantes, y se cubrieron incluso las bocas negras que los clavos dejaron. Desde la noche en
que la Pecadora, anticipándose a este día, había vertido sobre los pies y la cabeza del
Perdonador el vaso de nardo, el cuerpo de Jesús no había recibido más que salivazos y golpes.
Pero ahora el pálido ajusticiado era cubierto, como aquel día, de perfumes y de lágrimas, más
preciosas que los perfumes. Luego, cuando las cien libras de Nicodemus hubieron cubierto a
Jesús de una colcha olorosa, ataron la sábana alrededor del cuerpo con largas vendas de lino y
y la cabeza fue envuelta en un sudario, y sobre el rostro, después que todos le besaron en la
frente, tendieron otro paño.” (Fragmento de la Historia de Cristo de Giovanni Papini)

“¿Por qué hay tantos cristianos que miran con tanta indiferencia a Jesucristo clavado en la
cruz? Durante la Semana Santa asisten a los oficios que la Iglesia celebra para conmemorar la
pasión y muerte del Redentor, y no se advierte en ellos ni rastro de agradecimiento o de
ternura, como si se hiciese memoria de meras fábulas o de cosas que nada nos interesan. ¿Es
que ignoran o no creen lo que dice el Evangelio sobre la Pasión del Salvador? Lo saben, a buen
seguro, y también lo creen; pero no se detienen a meditarlo, porque el que cree y medita en
estos misterios, es imposible que no se mueva a amar a un Dios que padece tanto y muere por
su amor. La caridad de Cristo, dice San Pablo, nos hace violencia (2 Co, 5, 14). Al meditar en la
Pasión del Señor, no tanto debemos detenernos en los dolores y desprecios que padeció,
cuanto en el amor con que soportó los trabajos, puesto que Jesucristo, si quiso sufrir tanto, no
fue unicamente para salvarnos, ya que para esto le hubiera bastado una simple oración, sino
para declararnos el amor que nos tenía y ganar por aquí nuestros corazones. Por esto, un alma
que medita en este amor de Jesucristo no puede dejar de amarle; se sentirá como obligada y
arrastrada como por fuerza a consagrarle todos los afectos de su corazón.”

(fragmento de Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo, de San Alfonso Mª de Ligorio)


Imagen de una talla barroca de Jesús coronado de espinas
IV

Fragmentos del profeta Isaías (cántico del siervo doliente)

“Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi
barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos.” (Isaías, 50, 6)

“2. Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía
apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar.
3. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias,
como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta.

4. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los
que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado.

5. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó
el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados.

6. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y
Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros.

7. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello


era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él
abrió la boca.

8. Tras arresto y juicio fue arrebatado, y de sus contemporáneos, ¿quién se


preocupa? Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo
ha sido herido;

9. y se puso su sepultura entre los malvados y con los ricos su tumba, por más
que no hizo atropello ni hubo engaño en su boca.

10. Mas plugo a Yahveh quebrantarle con dolencias. Si se da a sí mismo en


expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahveh se
cumplirá por su mano.

11. Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará
mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará.

12. Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos,
ya que indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando él
llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes. (Isaías 53, 2-12)
Crucifixión del panel de Isenheim, de Matthias Grunewald

“Pues ¿cómo te pagaré yo, Amador mío, este amor? Esto sólo es digno de recompensación,
que la sangre se recompense con sangre... Véame yo con esa sangre teñido y con esa cruz
enclavado. ¡Oh cruz, hazme lugar y recibe mi cuerpo y deja el de mi Señor! Ensánchate corona,
para que yo pueda ahí poner mi cabeza: dejad clavos esas manos inocentes, y atravesad mi
corazón y llagadlo de compasión y amor. Para esto dice tu Apóstol Moriste, para enseñorearte
de vivos y muertos, no con amenazas y castigos, sino con obras de amor. Cuéntame entre los
que mandares, o por vivo, o por muerto, y véame yo cautivo debajo del Señorío de tu amor.

¡Oh robador apresurado y violento! ¿Qué espada será tan fuerte, qué arco tan recio y bien
flechado, que pueda penetrar a un fino diamante? La fuerza de tu amor ha despedazado
infinitos diamantes. Tú has quebrado la dureza de nuestros corazones. Tú has inflamado a todo
el mundo en tu amor.

No solamente la cruz, mas la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a amor; la
cabeza tienes reclinada para oírnos y darnos besos de paz, con la cual convidas a los culpados;
los brazos tienes tendidos para abrazarnos, las manos agujereadas para darnos tus bienes, el
costado abierto para recibirnos en tus entrañas, los pies clavados para esperarnos y para nunca
te poder apartar de nosotros.”

(fragmento del Tratado del amor de Dios, de San Juan de Ávila)


Caída en el camino del Calvario, de Giandomenico Tiepolo

VI

“¿Quién podrá negar que la pasión de Jesucristo es la devoción de las devociones, la más
querida de Dios, la que más consuela a los pecadores y la que mejor inflama las almas
amantes? Y ¿por dónde nos vienen más gracias que por la pasión de Jesucristo? ¿Dónde se
funda nuestra esperanza de perdón, la fortaleza contra las tentaciones y la confianza de
alcanzar la salvación? ¿Dónde tienen su fuente tantas sobrenaturales inspiraciones, tantas
llamadas amorosas, tantos impulsos a mudar de vida y tantos deseos de darnos a Dios, sino en
la pasión de Jesucristo? Sobrada razón tenía, por tanto, el Apóstol cuando lanzaba anatema
contra quien no amase a Jesucristo: Si alguno no ama al Señor, sea anatema (!ª Cor, 16, 22).

Dice San Buenaventura que no hay devoción más apta para santificar el alma que la
meditación de la pasión de Jesucristo, por lo que nos aconseja que meditemos a diario en ella
si deseamos adelantar en el divino amor. Y ya antes dijo San Agustín, según refiere Bernardino
de Bustis, que vale más una lágrima derramada en memoria de la pasión que ayunar una
semana a pan y agua. De ahí que los santos siempre estuviesen meditando los dolores de
Jesucristo.

Tiépolo escribe: “Quien no se enamora de Dios contemplando a Jesús crucificado, no se


enamorará jamás”. [fragmento de Práctica del amor a Jesucristo, de San Alfonso Mª de
Ligorio]
Piedad de Miguel Ángel

VII

“También somos hijos muy queridos de María porque le hemos costado excesivos dolores. Las
madres aman más a los hijos por los que más cuidados y sufrimientos ha tenido para
conservarles la vida. Nosotros somos esos hijos por los cuales María, para obtenernos la vida
de la gracia, ha tenido que sufrir el martirio de ofrecer la vida de su amado Jesús, aceptando,
por nuestro amor, el verlo morir a fuerza de tormentos. Por esta sublime inmolación de María,
nosotros hemos nacido a la vida de la gracia de Dios. Por eso somos los hijos muy queridos de
su corazón, porque le hemos costado excesivos dolores. Así como del amor del eterno Padre
hacia los hombres, al entregar a la muerte por nosotros a su mismo Hijo, está escrito: “Tanto
amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo” (Jn 3, 16), así ahora –dice san
Buenaventura- se puede decir de María. “Así nos amó María, que nos entregó a su propio Hijo”.
¿Cuándo nos lo dio? Nos lo dio, dice el P. Nierembergh, cuando le otorgó licencia para ir a la
muerte. Nos lo dio cuando, abandonado por todos, por odio o por temor, podía ella sola
defender muy bien ante los jueces la vida de su Hijo. Bien se puede pensar que las palabras de
una madre tan sabia y tan amante de su hijo hubieran podido impresionar grandemente, al
menos a Pilato, disuadiéndole de condenar a muerte a un hombre que conocía, y declaró que
era inocente.

Pero no; María no quiso decir una palabra a favor de su Hijo para no impedir la muerte, de la
que dependía nuestra salvación. Nos lo dio mil y mil veces al pie de la cruz durante aquellas
tres horas en que asistió a la muerte de su Hijo, ya que entonces, a cada instante, no hacía otra
cosa que ofrecer el sacrificio de la vida de su Hijo con sumo dolor y sumo amor hacia nosotros,
y con tanta constancia que, al decir de san Anselmo y san Antonino, que si hubieran faltado
verdugos ella misma hubiera obedecido a la voluntad del Padre (si se lo exigía) para ofrecerlo al
sacrificio exigido para nuestra salvación. Si Abrahán tuvo la fuerza de Dios para sacrificar a su
hijo (cuando Él se lo ordenó), podemos pensar que, con mayor entereza, ciertamente, lo
hubiera ofrecido al sacrificio María, siendo más santa y obediente que Abrahán.

Pero volviendo a nuestro tema, ¡qué agradecidos debemos vivir para con María por tanto
amor! ¡Cuán reconocidos por el sacrificio de la vida de su Hijo que ella ofreció con tanto dolor
suyo para conseguir a todos la salvación! ¡Qué espléndidamente recompensó el Señor a
Abrahán el sacrificio que estuvo dispuesto a hacer de su hijo Isaac! Y nosotros, ¿cómo
podemos agradecer a María por la vida que nos ha dado de su Jesús, hijo infinitamente más
noble y más amado que el hijo de Abrahán? Este amor de María –al decir de san
Buenaventura- nos obliga a quererla muchísimo, viendo que ella nos ha amado más que nadie
al darnos a su Hijo único al que amaba más que a sí misma.”

(fragmento de Las glorias de María, de San Alfonso Mª de Ligorio)


Fresco de la iglesia de San Domenico, de Spoleto (Perugia)

VIII

“Temiendo la Madre Dolorosa que le hicieran nuevos ultrajes al Hijo amado, le rogó a José de
Arimatea que consiguiera de Pilatos el cuerpo de Jesús para que, al menos muerto, pudiera
cuidarlo y librarlo de nuevos ultrajes. Fue José a Pilatos y le expuso el dolor y el deseo de esta
Madre afligida. Dice san Anselmo que la compasión de la Madre enterneció a Pilatos y le movió
a conceder el cuerpo del Salvador.
He aquí que ya bajan a Jesús de la cruz. Oh Virgen sacrosanta, después que tú, con tanto amor
has dado al mundo a tu Hijo por nuestra salvación, he aquí que el mundo ingrato ya te lo
devuelve. Pero, oh Señor, ¿cómo te lo devuelve?

María diría entonces al mundo: “Mi amado es fúlgido y rubio” (Ct, 5, 10), pero tú me lo
entregas lleno de cardenales y rojo, no por el color de su carne, sino por las llagas que le has
hecho. Él enamoraba con su aspecto y ahora da espanto a quien lo mira. ¡Cuántas espadas,
dice san Buenaventura, hirieron el alma de esta Madre al serle presentado el Hijo bajado de la
cruz! Basta considerar el sufrimiento de cualquier madre cuando le presentan a su hijo muerto.
Se le reveló a santa Brígida que para bajarlo de la cruz se utilizaron tres escalas. Primero, los
santos discípulos desclavaron las manos y a continuación los pies. Y los clavos fueron confiados
a María, como dice Metafraste. Luego, sosteniendo unos el cuerpo de Jesús por la parte
superior y otros por la parte inferior, lo bajaron de la cruz. Bernardino de Bustos medita cómo
la afligida Madre, extendiendo los brazos, va al encuentro de su amado Hijo, lo abraza y
después se sienta al pie de la cruz teniéndole en su regazo. Ve aquella boca entreabierta, los
ojos nublados, aquella carne lacerada, aquellos huesos descarnados; le quita la corona de
espinas y ve los estragos que le ha causado en su sagrada cabeza; mira aquellas manos y
aquellos pies traspasados, y dice: ¡Hijo mío, a qué te ha reducido el amor que tienes a los
hombres! ¿Qué mal les has hecho que así te han tratado? San Bernardino de Bustos le hace
decir: Tú eras para mí un padre, un hermano, un esposo, mis delicias y mi gloria; tú eras todo
para mí. Hijo, mira cómo estoy de afligida, mírame y consuélame. Pero tú ya no me puedes
mirar. Habla, dime una palabra de alivio; pero no hablas ya porque estás muerto. Oh espinas
crueles, decía contemplando aquellos instrumentos atroces, clavos, lanza despiadada, ¿cómo
habéis podido atormentar así a vuestro Creador? Pero ¿qué espinas?, ¿qué clavos? Oh
pecadores, exclamaba, vosotros sois los que habéis maltratado de este modo a mi Hijo.”

(fragmento de Las glorias de María, de San Alfonso Mª de Ligorio)


Pintura sobre madera del altar de la iglesia de San Francisco, en la ciudad de Orte (región de
Lacio, provincia de Viterbo)

IX

“Tenemos necesidad de ti, de ti solo y de nadie más. Solamente, Tú, que nos amas, puede
sentir hacia todos nosotros, los que padecemos, la compasión que cada uno de nosotros siente
de sí mismo. Tú solo puedes medir cuán grande, inconmensurablemente grande, es la
necesidad que hay de ti en este mundo, en esta hora del mundo. Ningún otro, ninguno de
tantos como viven, puede darnos, a los necesitados, a los que estamos sumidos en atroz
penuria, en la miseria más tremenda de todas, en la del alma, el bien que salva. Todos tienen
necesidad de ti, incluso los que no lo saben, y los que no lo saben, harto más que aquellos que
lo saben. El hambriento se imagina que busca pan, y es que tiene hambre de ti; el sediento
cree desear agua y tiene sed de ti; el enfermo se figura ansiar la salud y su mal está en no
poseerte a ti. El que busca la belleza en el mundo, sin percatarse te busca a ti, que eres la
belleza entera y perfecta; el que persigue con el pensamiento la verdad sin querer te desea a ti,
que eres la única verdad digna de ser sabida; y quien tras de la paz se afana, a ti te busca, única
paz en que pueden descansar los corazones, aún los más inquietos. Esos te llaman sin saber
que te llaman, y su grito es inefablemente más doloroso que el nuestro.

No clamamos a ti por la vanidad de poderte ver como te vieron Galileos y Judíos, ni por el
placer de contemplar una vez tus ojos, ni por el loco orgullo de vencerte con nuestra súplica.
No pedimos el gran descenso en la gloria de los cielos, ni el fulgor de la Transfiguración, ni los
clarines de los ángeles y toda la sublime liturgia del último advenimiento. ¡Hay tanta humildad,
tú lo sabes, en nuestra desbordada presunción! Te queremos a ti únicamente, tu persona, tu
pobre túnica de obrero pobre; queremos ver esos ojos que pasan la pared del pecho y la carne
del corazón, y curan cuando hieren con ira, y hacen sangre cuando miran con ternura. Y
queremos oír tu voz, tan suave, que espanta a los demonios, y tan fuerte, que encanta a los
niños.

Tú sabes cuán grande es, precisamente, en estos tiempos, la necesidad de tu mirada y de tu


palabra. Tú sabes bien, que una mirada tuya puede conmover y cambiar nuestras almas; que tu
voz puede sacarnos del estiércol de nuestra infinita miseria; tú sabes mejor que nosotros,
mucho más profundamente que nosotros, que tu presencia es urgente e inaplazable en esta
edad que no te conoce.

Viniste, la primera vez, para salvar: para salvar naciste; para salvar hablaste; para salvar quisiste
ser crucificado: tu arte, tu obra, tu misión, tu vida es de salvación. Y nosotros tenemos hoy, en
estos días grises y calamitosos, en estos años que son una condena, un acrecimiento
insoportable de horror y de dolor; tenemos necesidad, sin tardanza, de ser salvados.

Si tú fueses un Dios celoso y agrio, un Dios que guarda rencor, un Dios vengativo, un Dios tan
sólo justo, entonces no darías oídos a nuestra plegaria. Porque todo el mal que podían hacerte
los hombres, aun después de tu muerte, y más después de la muerte que en vida, los hombres
lo han hecho; todos nosotros, el mismo que está hablando con los demás, lo hemos hecho.
Millones de Judas te han besado después de haberte vendido, y no por treinta dineros
solamente ni una vez sola; legiones de Fariseos, enjambres de Caifases te han sentenciado
como a malhechor digno de ser clavado de nuevo; y millones de veces, con el pensamiento y la
voluntad, te han crucificado de nuevo, y una eterna canalla de villanos pervertidos te ha
llenado el rostro de salivazos y bofetadas; y los palafreneros, los lacayos, los porteros, la gente
de armas de los injustos detentadores de dinero y de potestad te ha azotado las espaldas y
ensangrentado la frente, y miles de Pilatos, vestidos de negro o rojo, recién salidos del baño,
perfumados de ungüentos, bien peinados y rasurados, te han entregado miles de veces a los
verdugos después de haber reconocido tu inocencia; e innumerables bocas flatulentas y
vinosas han pedido innumerables veces la libertad de los ladrones sediciosos, de los criminales
confesos, de los asesinos reconocidos, para que tú fueses innumerables veces arrastrado al
Calvario y clavado al árbol con clavos de hierro forjados por el miedo y remachados por el odio.

Pero tú estás siempre dispuesto a perdonar. Tú sabes, tú que has estado entre nosotros, cuál es
el fondo de nuestra naturaleza desventurada. No somos sino harapos y bastardía, hojas
inestables y pasajeras, verdugos de nosotros mismos, abortos malogrados que se revuelcan en
el mal a guisa de infantes envueltos en sus orines, del borracho tumbado sobre su vómito, del
acuchillado tendido sobre su sangre, del ulceroso yacente en su podredumbre. Te hemos
rechazado por demasiado puro para nosotros; te hemos condenado a muerte, porque eras la
condenación de nuestra vida. Tú mismo lo dijiste en aquellos días: "Estuve en el mundo y en
carne me revelé a ellos; y a todos los hallé ebrios y a ninguno en su sano juicio, y mi alma sufre
por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón." Todas las generaciones son
semejantes a la que te crucificó, y en cualquier forma que vengas te rechaza la mayoría.
"Semejantes — dijiste — a esos muchachos que andan por las plazas y gritan a sus
compañeros: Hemos tocado la flauta y no habéis bailado; hemos entonado cantos fúnebres y
no habéis llorado." Así hemos hecho nosotros durante casi sesenta generaciones.

Pero ha llegado el tiempo en que los hombres están más ebrios que entonces, y también más
sedientos. En ninguna edad como en ésta hemos sentido la sed abrasadora de una salvación
sobrenatural. En ningún tiempo de cuantos recordamos, la abyección ha sido tan abyecta ni el
ardor tan ardiente.” (fragmento de la Historia de Cristo, de Giovanni Papini)
Icono de Jesús reunido con los apóstoles tras el abandono de Judas en la última cena
XI

“Sabiendo Jesús que era llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiese
amado a los suyos, los amó hasta el extremo (Juan, 13, 1). Sabiendo nuestro amantísimo
Salvador que era llegada la hora de partir de esta tierra, antes de encaminarse a morir por
nosotros, quiso dejarnos la prenda mayor que podía darnos de su amor, cual fue precisamente
este don del Santísimo Sacramento.

Dice San Bernardino de Siena que las pruebas de amor que se dan en la muerte quedan más
grabadas en la memoria y son las más apreciadas. De ahí que los amigos, al morir, acostumbren
dejar a las personas queridas en vida un don cualquiera, un vestido, un anillo, en prenda de su
afecto. Pero vos, Jesús mío, al partir de este mundo, ¿qué nos dejasteis en prenda de vuestro
amor? No ya un vestido ni un anillo, sino que nos dejasteis vuestro cuerpo, vuestra sangre,
vuestra alma, vuestra divinidad y a vos mismo, sin reservaros nada.

Según el Concilio de Trento


Lamentación sobre Cristo muerto, de Andrea Mantegna
Entierro, de Quentin Massys
Descendimiento de Caravaggio
Ecce Homo de Quentin Massys
Crucifixión de Nikolai Nikolajewitsch Ge
Crucifixión de Alonso Cano

También podría gustarte