Cuidados en La Escuela

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En busca de otras formas de cuidado

Inés Dussel
Myriam Southwell

En la Argentina con altos índices de desnutrición y pobreza infantiles, y también en la Argentina donde la inacción y la falta
de responsabilidad adultas pone muchas veces en riesgo las condiciones de vida de niñas, niños y jóvenes, la cuestión del
cuidado de las nuevas generaciones tiene un rol central. ¿Qué tan bien estamos haciendo la tarea que nos toca a los adultos
de cuidar a los niños y adolescentes? Los medios sensacionalistas se apresuran a calificar nuestro accionar como pésimo,
pero antes de correr a darnos con latigazos en la espalda, sería bueno propiciar una reflexión más amplia sobre qué significa
en las condiciones actuales cuidar a los otros, cuidarse a sí mismo, cuidar a la humanidad y al medio ambiente, y qué lugar
tiene en ese cuidado la escuela.

Podemos partir de una primera observación. Mucha gente hoy se despide no solo con un "chau" sino también con un
"cuidate", como si estuviéramos todos permanentemente en peligro. Ese "cuidate" puede leerse como un cuidarse no solo de
la delincuencia o de la violencia exterior (del terrorismo, de los accidentes), sino también de otros fantasmas: la pobreza, el
hambre, el desempleo, la precariedad, la inestabilidad, la enfermedad, la depresión, las neurosis varias. Todos somos, o
mejor dicho, nos sentimos vulnerables, y esta vulnerabilidad viene por las inclemencias de una vida que se ha vuelto menos
previsible, más provisional, más sujeta a los accidentes y calamidades varias que nos acechan. Los sujetos de esta época
vivimos con más miedos: miedo a que nos roben, miedo a que nos maten, miedo a que nos enfermemos, miedo a que nos
defrauden, miedo a que no nos quieran. Y el miedo se convierte en un elemento muy poderoso que moviliza pasiones
comunes pero también organiza guetos, fractura, divide y enfrenta a los ciudadanos. Como dice la antropóloga mexicana
Rossana Reguillo, quien logre apropiarse de nuestros miedos, y quien logre usarlos políticamente, nos dominará en el siglo
XXI.1

El cuidado en la etapa posterior a las tragedias de Cromagnon y Patagones también está teñido de miedo, y ese miedo
busca conjurarse con la culpabilización del Estado y de los funcionarios que no hicieron bien sus deberes. En muchas
escuelas urbanas, la preocupación por los edificios escolares -totalmente legítima y justificable- es un nuevo escenario de
una pelea que articula el miedo a la catástrofe con la denuncia de una situación de abandono y precariedad que data de
décadas. Pero, ¿es ese todo el cuidado que debemos brindar a las nuevas generaciones? ¿Se agota en los edificios y la
asistencia material? ¿Por qué solo surge ante la tragedia? Y sobre todo, ¿no habría que buscar otras formas de conjurar el
miedo a las catástrofes, que estructuren lazos de mayor protección mutua, que pongan la vida como un valor fundamental, y
que promuevan actitudes más cuidadosas en todos y no solo de arriba hacia abajo? También tendríamos que preguntarnos
si las formas del cuidado que brotan del miedo no nos fracturan más todavía, y si una de las soluciones no debería pasar
más bien por juntar el cuidado con el amor al otro, y no con el miedo.

La educación y el cuidado del otro

¿Qué le toca a la escuela en el cuidado a las nuevas generaciones? Para quienes transitamos las escuelas, esa pregunta
suele vincularse -desde hace bastante tiempo- con otra: ¿cómo recuperar los sentidos de la experiencia escolar? En esa
pregunta, la apelación a los sentidos se refiere tanto a aquellos destinados a las niñas, niños y jóvenes, como a los que nos
involucran como adultos, que miramos nuestra tarea docente simultáneamente con recelo, con ilusión, con desencanto y con
1
obstinación. A menudo, en los últimos años, la respuesta surgía con un sesgo de retorno a las formas de acción del pasado;
probablemente, la dificultad estaba en el verbo empleado en la pregunta inicial, ya que "recuperar" remite a volver a tener
algo que en algún momento se tuvo. Pero, ¿es todo deseable en ese pasado? ¿Se trata de recuperar algo que se tuvo y se
perdió, o se trata de conjugar acciones nuevas, incorporando las novedades del presente y una dimensión de futuro?
Creemos que revisar esta herencia es importante para pensar otras relaciones entre cuidar y enseñar, que han sido
pensadas más bien en términos dicotómicos. Queremos aquí darle mayor amplitud y desarmar esa construcción dicotómica,
conectarla con otras ideas, otras miradas y otros problemas, entre otras cosas, porque ese modo de ver la cuestión no nos
ofrece muchas alternativas para avanzar hacia adelante, sino que más bien pone las cosas en términos en los que solo resta
eliminar uno de los elementos de la díada.

Conviene recordar que la educación tuvo que ver, desde sus orígenes, con el cuidado. La palabra "pedagogo", en su uso en
las sociedades griegas antiguas, señalaba al adulto que acompañaba al niño, que lo guiaba hasta la casa del didaskalos (el
que le enseñaba las letras), a veces con una antorcha que iluminaba su camino. Era claro que esos niños que se educaban
eran de las clases privilegiadas y tenían adultos a su servicio (y aquí debería reflexionarse sobre este lugar de sirviente, este
lugar subordinado del pedagogo, al niño rico -el hijo de los ciudadanos acomodados-); pero era también claro que los niños
necesitaban adultos que los acompañaran y los protegieran de los "peligros" de la calle o de la vida.

Para Immanuel Kant (1724-1804), uno de los filósofos más importantes de la modernidad y autor de unas lecciones de
Pedagogía que fueron muy influyentes en la organización de las escuelas normales y en las obras de los pedagogos
europeos y americanos, la educación incluye dos actividades centrales: los cuidados y la formación. Los cuidados son, para
Kant, la parte vinculada a domesticar la animalidad de los hombres, y tienen una función disciplinaria clara: la de someter las
pasiones y las debilidades emocionales a la razón civilizada. 2 En otras palabras, los cuidados son la disciplina, y tienen más
que ver con cuidarse de uno mismo (de los demonios que nos habitan) que con iluminar, proteger de peligros externos o
nutrir. Kant tenía una profunda sospecha de esta animalidad humana, una desconfianza marcada de las tendencias naturales
del ser humano, y creía que la educación debía enseñar a los hombres a gobernarse a sí mismos. La instrucción letrada era,
en este contexto, un plus, un extra bienvenido pero menos importante que esta primera tarea civilizatoria de la educación.
Podemos fundar en Kant esta disociación entre cuidado e instrucción, aunque habría que recordar que el cuidado es,
también, una poderosa forma de educación moral e intelectual.

En el siglo XX, aparecen otros sentidos para la palabra "cuidado", probablemente provenientes de la medicina, que para ese
entonces empieza a impregnar toda la reflexión pedagógica 3. El cuidado en este caso tiene que ver con la prevención y con
la reparación; se asocia a una protección más integral de la infancia y la adolescencia, y viene de la mano de la conversión
del niño en un rey que anuncia el futuro (el siglo XX iba a ser el "siglo del niño"). Pero este niño-rey también necesita
valimiento, ayuda, orientación para el desarrollo pleno de sus potencialidades. No es casual que cuidado y cura tengan la
misma raíz etimológica en latín, y que la cura médica denote a la vez la 'preocupación' y el 'celo ansioso' y 'cuidado'. 4 Ya no
es tanto el cuidarse de sí mismo lo que ocupa a la pedagogía, sino el cuidarse de los otros, y el cuidar que el ambiente no
enferme, contamine, desvíe o interrumpa lo que la naturaleza dicta. En esta acepción más moderna, el cuidado pedagógico
es menos pesimista, es una cura o una reparación, y es visto como una acción integral de asistencia al otro, aunque también
está el celo o la preocupación por los peligros que acechan, ya no dentro sino fuera de los individuos.

En la última década, sobre todo con la brutalidad de la crisis económica y social reciente, la cuestión del cuidado asumió

2
otros matices. Cuidar significó en este caso dar de comer, nutrir literalmente, proveer ropas, dar cuidado médico, dar
asistencia emocional a muchas familias ("escuchar los padecimientos"), y hasta alojar a familias desplazadas por
inundaciones o problemas económicos. Cuidar significó también retener en la escuela a niñas, niños y adolescentes "en
situación de riesgo" 5, darles abrigo y protegerlos de ambientes potencialmente peligrosos. El cuidado estuvo algunas veces
asociado a la contención social, a volver menos peligrosos a los peligros -valga la redundancia-, y otras veces tuvo más que
ver con la sensibilidad frente al sufrimiento ajeno, y tomó formas más parecidas a las del amor. 6

Ahora bien, cabe preguntarnos: en estas formas del cuidado, ¿no será que la asimetría entre quien cuida y quien es cuidado
borra los marcos de respeto y de equidad entre ambos sujetos? A veces el cuidado se instala como el lugar de una
desigualdad irremediable: cuidar a los pobres, a los desvalidos, a los enfermos, es una acción que puede condenar a los
otros a permanecer eternamente en esa situación que se juzga inferior. Habría que cuestionarse, en este caso, si la
compasión no conlleva, en el fondo, desprecio, como en esa actitud que parece decir "pobrecitos los pobres", y no les otorga
ninguna dignidad, ninguna condición equiparable a la del sujeto que hace la "deferencia" de cuidar. 7 ¿Puede haber cuidado
sin dignidad del que cuidamos? ¿Qué lugar le damos al otro en la acción de cuidado? Ya que somos una institución
educativa, ¿qué enseñamos con estas formas del cuidado? Son preguntas que no se responden con facilidad, y está bien
mantenerlas abiertas y presentes en nuestro accionar cotidiano, en el aula, en el comedor y en el recreo.

Cuidar, cuidar-se, cuidar a otros

¿Puede haber formas de cuidado más igualitarias, más democráticas y más productivas en términos del conocimiento?
Creemos que un punto importante para organizar otras formas de cuidado pasa, en primer lugar, por reconocernos como
necesitados de cuidado, y como dadores de cuidado. Quizás en la cadena de dependencias mutuas pueda articularse una
relación más igualitaria con los otros: te necesito y me necesitás, y en esa mutua protección es que puede funcionar una
sociedad humana.

Pero esta relación de dependencia mutua también debe reconocer la asimetría entre adultos y niños-adolescentes. No
estamos en igual situación frente a la vida, frente al saber y frente a la sociedad; todavía menos estamos en igual situación
en las escuelas, donde los adultos tenemos -aunque no siempre nos sintamos autorizados para ejercerlo- un poder más
tangible y concreto que el que tienen los alumnos. Tenemos poder para dictar normas, para poner límites, para organizar los
conocimientos, para estructurar la vida diaria. Y tenemos otros recursos, aunque estemos en situaciones económicas o
sociales más precarias que las que quisiéramos, porque llegamos a adultos, porque estudiamos, y porque conocemos más
sobre la vida que las niñas, los niños y los adolescentes. No estamos en igual situación de desamparo, y volver a poner
estos recursos en juego en nuestro vínculo con los alumnos y con las familias es una tarea necesaria para reconstruir a la
escuela como institución que enseña, y también como institución que cuida y ampara.

Sin lugar a dudas, parte del cuidado que la escuela ofrece -y que ha definido el sentido de su existencia- consiste en brindar
conocimientos a las nuevas generaciones, conocimientos que se imbrican con experiencias y posiciones éticas.
Parafraseando a Hannah Arendt, la escuela tiene en sus manos la posibilidad de mostrar "dónde están los tesoros" y por qué
ellos nos pertenecen. 8 El conocimiento, brindado en toda su potencialidad e incompletud es, indudablemente, un especial
modo de cuidado. Volver a pensar ambos términos juntos, el cuidado y la instrucción, contra lo que proponía Kant, es
necesario para pensar que la transmisión de conocimientos es una forma de cuidado y protección, y para valorar también las
formas de cuidado menos intelectuales que tienen lugar en la escuela.

3
Un segundo elemento en estas "otras formas de cuidado" es asociarse a otras instituciones de protección a la infancia y la
adolescencia. La escuela recibe, en muchísimos lugares de la Argentina, muchas más demandas de las que puede
satisfacer; buscar alianzas para que esas demandas se canalicen, organizar a madres y padres, y pensar en organizaciones
estatales y comunitarias que pueden sumarse a mejorar el bienestar de la población, es también una forma de cuidar y de
instruir, y de crear en la práctica otros lazos de dependencia mutua. Ese gesto también implica cuidarse de la sobrecarga de
tareas, repartir el trabajo y proteger un espacio de la escuela más delimitado, menos omnipotente pero también más
productivo. También esto forma parte de asumir la tarea con responsabilidad; nos referimos a que no se trata de tomar en las
propias manos la sobrecarga de una responsabilidad desmesurada. No estamos propugnando hacerse responsable absoluto
por el otro, asumiendo una completa responsabilidad educativa en una situación de respaldos frágiles, pero sí ser
responsable con él de un mundo en común y de habilitar un delimitado espacio de cuidado. Nuevamente, hay que recordar
que la idea misma de la educación y su forma institucional moderna, la escuela, involucraron desde sus orígenes una
vinculación profunda con la idea de cuidado; supusieron un modo de contener al otro, que encierra modos de atención y
resguardo que son, a la vez, individuales, colectivos, sociales, culturales. Por ello, el cuidado del otro integra decisiones que
se traducen en políticas, normativas y resoluciones destinadas a lo colectivo, y también nuestras acciones cotidianas que
construyen "microespacios" para los otros.

De este modo, estamos aludiendo a la vinculación entre el cuidado y la responsabilidad desde una perspectiva política-
pedagógica, dado que el sostenimiento de una posición de adultos, que construye un lugar de cuidado para los otros, nutre la
construcción de una posición pedagógica y responde a preguntas éticas y políticas. Nuestra referencia a la responsabilidad
adulta unida a nuestro lugar de docentes - insistimos, una vez más, no desmesurada- no deja de lado las responsabilidades
del Estado, de los funcionarios, de los gobiernos; y esto tiene que ver, como se prevé en las instituciones cuya obligación es
el bien común, con disminuir las intensas manifestaciones del desamparo. Pero tenemos que señalar que el rol docente es
también político, porque cuando nos hacemos responsables de la enseñanza somos garantes de la transmisión de la cultura
y en ese lugar construimos una posición en diálogo con los otros. Aquí, el lugar del otro no es un espacio topográficamente
establecido sino que es un espacio y un tiempo que se produce en el tejido que los unos hacen para buscar al otro. El lugar
del otro es un asunto que se construye entre palabras, gestos, miradas e historias puestas en común.

Un tercer elemento para pensar en otras formas de cuidado es buscar maneras de cuidar que no partan del miedo, a
nosotros mismos y a los otros. Es cierto que el miedo acompaña al ser humano desde tiempos inmemoriales, pero el lugar
que ha tomado hoy en la estructuración de las relaciones humanas es preocupante. Si el otro es ante todo un peligro o una
amenaza, ¿qué lugar se les deja a experiencias con los otros, que nos enriquezcan y nos alimenten? ¿Qué lugar se les deja
a la esperanza y a la confianza de que la incertidumbre también puede traer cosas buenas, cosas que no previmos pero que
pueden ser auspiciosas,mejores, más felices? Decíamos antes que sería bueno juntar el cuidado al amor, y al decir la
palabra "amor" una teme sumarse a visiones sentimentalizantes, ingenuas o voluntaristas de las relaciones humanas. Sin
embargo, nos parece necesario volver a enunciarla en el terreno pedagógico, no cargada de "tintas rosas" como sucede en
los libros de autoayuda, sino para traer a los vínculos pedagógicos esa fuerza motora de los seres humanos, esa señal de
nuestra fragilidad e incompletud pero también de nuestra fortaleza, de aquello que nos conmueve al punto de dejarnos sin
apetito o de querer devorarnos la Tierra. El cuidado del otro tiene que combinar, tanto como todo acto educativo, el amor y la
justicia. El amor tiene que ver con la dinámica del dar, del preocuparse por el bienestar del otro sin esperar nada a cambio, y
es un amor más impersonal, amor al mundo y amor a los niños, como decía la filósofa Hannah Arendt; la justicia, a su vez, se
vincula a una dinámica del distribuir, de pensar en el reparto, de la reparación y de la igualdad de los seres humanos. 9

Cuidar, entonces, sin tanto temor, y cuidar instalando una asimetría entre las generaciones que no someta a los otros a
humillaciones, desprecios o desestimación. Cuidar sin que lo que medie sea el temor al otro, sino poder pensar en la
seguridad como una búsqueda de amparo en común. Cuidar enseñando que la vida -propia y ajena- es valiosa, y que hay

4
que protegerla y celebrarla; cuidar valorando lo público, lo que, mejor o peor, hemos construido entre otros y debe ser
cuidado entre todos; cuidar, en fin, alimentando estómagos pero sobre todo nutriendo nuestras capacidades de conocer y de
aventurarnos en la vida, más seguros y confiados porque hay otros acompañando, sosteniendo, apoyando. Cuidar también
incorporando la hospitalidad como parte de pedagogías más democráticas. Quizás esa sea la mejor manera de conjurar los
miedos, y de ganar protagonismo para formas de vivir más interesantes y más esperanzadoras.

1 Véase la entrevista que le realizara en 2002 el portal "La Iniciativa de la Comunicación", disponible en:
http://www.comminit.com/la/entrevistas/laint/entrevistas-75.html

2 Véase Kant, I., Pedagogía, Akal, Madrid, 1983 (originalmente publicada en 1803).

3 Piénsese qué consenso suscita calificar a una educación como "saludable": ¿quién podría oponerse a
semejante ideal? Y sin embargo, lo que entendemos por "saludable" es muchas veces lo que ciertos cánones
sociales imponen como "sano", que va variando histórica y culturalmente. Una de las prácticas que hoy
consideramos más saludables, la de bañarse todos los días, antes era considerado como el vehículo más
seguro de transmisión de las enfermedades, ya que se creía que el agua era un medio contaminante
(probablemente con razón, debido a la ausencia de cloacas y de sistemas de potabilización y de limpieza;
además el agua era un medio muy escaso y caro, y lo sigue siendo en muchas comunidades).

4 Kristeva, J., El tiempo sensible. Proust y la experiencia literaria, Eudeba, Buenos Aires, 2005, p. 394.

5 De paso, nótese que el "riesgo" también se asocia a esta cultura del miedo extendido, a los discursos sobre
la inseguridad en la que vivimos.

6 Hay otras formas del cuidado, sobre las que no vamos a detenernos en este artículo, pero que son
importantes en las escuelas de hoy. Nos referimos al cuidado que viene "impuesto" por los nuevos marcos
legales que responsabilizan a directivos y docentes de los daños y perjuicios de lo que sucede en la escuela, y
lamentablemente quedó subsumido a la lógica de la "responsabilidad penal" que generó conductas muy
variadas en los actores, desde mayores medidas de protección a una parálisis absoluta por temor a ser
penalizados. También vale preguntarse si esta responsabilización legal es la única manera de inducir
conductas más responsables ética y políticamente en los adultos, y si no debería acompañarse de otras
medidas y discusiones.

7 Sobre este desplazamiento de la compasión al desprecio, véase el libro del sociólogo Richard Sennett, El
respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad, Anagrama, Barcelona, 2003.

8 Hannah Arendt, "La crisis de la educación", en: Entre el pasado y el futuro. Seis ensayos de filosofía
política, Paidós, Madrid, 1996.

9 Véase el texto de Paul Ricoeur, Amor y justicia, Caparrós Editores, Madrid, 2001.

La falsa antinomia entre enseñanza y asistencia

Estanislao Antelo*

Se ha vuelto un lugar común describir cierta indisposición escolar recurriendo a la antinomia entre enseñanza y asistencia.
Puede ocurrir que terminemos por agregar a la lista (la larga y educativa lista) una nueva, extorsiva y poco feliz oposición.

Extorsiva porque, en el idioma educativo de los argentinos, la antinomia suele ser una descalificación manifiesta de la idea
de asistencia, sumada a la obligación de optar por lo que podríamos llamar una enseñanza desafectada, profesionalizada.

El artificio que sostiene la extorsión es el siguiente: quien asiste no enseña. En este caso, sus usuarios (diligentes) bien
harían en sincerarse: enseñar es un verbo de mayor jerarquía (y no contradictorio) que asistir. No se trata entonces, de
antinomia alguna. El malestar no es más que pérdida de prestigio (prestigio que en rigor nunca fue tal) del educador escolar
cuando su función se equipara con la de un mucamo, ayo, señora que cuida (como el progresismo vernáculo, amigo de la

5
higiene y la moderación lingüística, denomina a las empleadas domésticas).

Poco feliz, en tanto ignora la fértil sociedad que la enseñanza ha tenido (y aún tiene) con las ideas de asistencia, cuidado y
amparo. En la notable Pedagogía de Kant, no bien iniciado el trayecto de su argumentación, se define la acción educativa
como cuidado. No se entiende casi nada de las consecuencias de la acción educativa sin el desamparo inicial de la cría
humana y el ulterior auxilio ajeno que llamamos asistencia, crianza o educación.

Dos usos conocidos de la antinomia sobresalen en el conjunto: El progresista y gremial que denuncia la superposición de
tareas (enseñar-asistir): si bien admite y se atribuye la dignidad de no renunciar a la urgencia que al parecer causa y empuja
a la asistencia, a la vez responsabiliza a los poderosos de siempre, es decir a nadie, sobre la superposición misma y los
trastornos subsiguientes. La opción por priorizar la asistencia (que se acompaña con expresiones del tipo "con chicos con
hambre no se puede enseñar") nos aleja de lo pedagógico. Dicen.

El liberal, un poco escandalizado, que acusa a los maestros (a menudo,


para un liberal los maestros y pedagogos son unas señoras que cuidan,
esclavos modernos de a pie, un poco reacios al trabajo, que transportan
niños) de abandonar la ilustrada tarea de sacar un poco de lustre -lustrar,
para usar un siempre actual ramosmejianismo- a los craneotas
contemporáneos, que escuchan cumbia y miran tevé.
En ambos casos, no se consigue sortear la dificultad que emerge cuando
se presentan proposiciones, ideas o prácticas como necesariamente
contradictorias o excluyentes. Ahora, ¿qué sucede si disolvemos la
antinomia? ¿Qué queda por ver? La conexión, la conexión siempre móvil
entre los términos. Optamos, en esta ocasión, por la vía que liga la
asistencia -entendida como cuidado- al conocimiento, entendido como
aquello que pretende ser objeto de una enseñanza.

Virtudes cotidianas

Tzvetán Todorov, en su libro sobre situaciones límite, localiza virtudes distintas de las heroicas. Las llama cotidianas,
despojadas de grandeza. Si es el cuidado la virtud cotidiana que nos interesa es porque requiere del otro, de un asirse a otro
ser vivo. El destinatario del cuidado, a diferencia del héroe, no es una abstracción sino un individuo concreto. El que cuida
cotidianamente no recibe aplausos, no tiene monumentos, no es un ciudadano ilustre o digno. El cuidado es una práctica sin
espectacularidad.

Todorov define la responsabilidad como una forma particular del cuidado. Las formas del cuidado que le interesan surgen de
su estudio sobre el funcionamiento de los campos de concentración, a los que llama (conviene prestar atención) laboratorios
de la transformación de la materia humana. En un estado de excepcionalidad, aparentemente permanente, se pierde de
vista el valor del cuidado silencioso, cotidiano, no pomposo. Es cierto que, en un extremo, cuidar puede ser morir con (y no
por) el otro o darle muerte. Procurar al que va a morir un último pero minúsculo deseo. Pero lo común es el cuidado discreto.
Compartir alimento, vestido, fatiga. Alterar una planilla, corresponder una mirada. Cuidar tampoco es sinónimo de caridad o
sacrificio.

La diferencia entre cuidado y sacrificio es importante para los educadores. El que se sacrifica, se priva de, y como en la
caridad, excluye la reciprocidad. Por el contrario, el que cuida se consagra al otro y goza de ello: uno se encuentra al final de
la acción más rico, no más pobre. En este sentido, cuidar es lo contrario de la actividad de apóstol (que se empobrece para
que los otros sean ricos). Norbert Elías, en una larga entrevista sobre las relaciones entre el poder y el conocimiento, define
a este último como una forma particular del cuidado. Conocer es poseer medios de orientación de los que se carece al
nacer; y enseñar es dotar a los recién llegados de guías e instrumentos orientadores, sin los cuales vivir entre semejantes se
vuelve una tarea ardua.

Dos ideas están en la base de la descalificación de la asistencia, el cuidado o auxilio ajeno.

Una es la común convicción de que el otro, su proximidad, es amenaza y/o estorbo; y su cuidado, una pérdida de tiempo o
un obstáculo para concentrar la fuerza en los propios logros. Y la otra, atada a la prescindencia del semejante, es que la
heteronomía, en tanto ley que regula el intercambio entre los seres humanos, se ha convertido en un disvalor. Depender de
alguien es señal de debilidad, un déficit. Por el contrario, el manual del buen vivir lanza a rodar su autómata celebración del
prefijo preferido: autoestima, autonomía, autosuficiencia. El diseño de sí contemporáneo, el self made man de los tiempos
que corren, que solo reconoce como autoridad y agente de sus acciones a un incauto sí mismo, es el héroe de una épica
neonarcisista, campeón mundial del goce y el aguante solitarios. No debería sorprendernos que en un mundo regulado por
lo que ha sido llamado la individualización de la acción, la idea de cuidado haya sido puesta en discusión. Pero permítanme
preguntar: ¿hacia dónde va un mundo de gente que (al parecer) se cuida sola? ¿Hacia dónde van los educadores

6
desconectados del valor del auxilio y la asistencia?

Daremos un buen paso adelante si conseguimos amplificar la evidencia de que la escuela (que también ha sido y es un
laboratorio de transformación de la materia humana, pero no concentracionario) es uno de los pocos y últimos lugares que
acoge muchedumbres, produce aglutinaciones, admite y promueve dependencias y libertades, instaura cuidados,
asistencias, comunidades y egoísmos, tierra de reciprocidades; sitio donde la gente está junta de alguna forma, haciendo
alguna otra cosa que no sea consumir o lincharse. Y los docentes, ni héroes ni santos, ni sacrificados ni profesionales,
últimos asistentes más o menos afligidos y obcecados artesanos repartidores de orientación, atletas de la reunión.
Enseñanza y asistencia no solo no se enfrentan, sino que se requieren mutuamente. Se olvida con facilidad que asistir es
responder, estar en algún lugar. El que asiste, está presente. No es aislando la enseñanza de la asistencia como podremos
abrir un camino. Nuestra fuerza podría utilizarse en mostrar el valor que termina por tener en la cultura el cuidado del otro, a
través de la enseñanza sistematizada de conocimientos. Claro que otra chance es pensar en la posibilidad de un mundo sin
cuidadores, atiborrado de descuidados, colmado de ausentes. Un mundo en el que no se termina de ver la utilidad de
escuelas y maestros.

* Pedagogo, integrante del Centro de Pedagogía Crítica de Rosario.

Un texto similar se publicó en el suplemento de Educación del Diario La Capital de Rosario, el sábado 11 de
junio de 2005. El autor agradece a Marcela Isaías la autorización para publicarlo nuevamente.
http://www.lacapital.com.ar/2005/06/11/educacion/noticia_202244.shtml

Modos de concebir al otro

Silvia Bleichmar*

Que la cría humana, por su fetalización originaria, pase por un largo proceso de dependencia del otro, genera la paradoja de
que el parasitismo biológico que ejerce no sea condición de su humanización, sino de que en él se geste, de manera
invertida, aquello que lo constituye como ser humano. En este caso, y para que se logre, es el parasitismo simbólico y
amoroso del adulto sobre el niño el que da las condiciones reales de humanización. La naturaleza no solo es insuficiente,
sino que debe ser alterada, para que el proceso se logre: arrancar a un bebé del mundo autoconservativo que lo condena
solo a la vida biológica es algo tan usual que perdemos dimensión de que en este proceso de pérdida de naturaleza está,
realmente, aquello que luego llamamos naturaleza humana.

Las leyes que rigen este proceso no son simples. Concebida la educación como el modo privilegiado con el cual cada
sociedad implementa la producción de subjetividad, es insoslayable que el lugar del otro humano no sea simplemente
accesorio para la transmisión de información, sino el caldero mismo donde se generan las premisas que definen los modos
de instituirla.

Las diversas épocas históricas otorgan no solo los contenidos sino también las vías de esta producción. Bajo qué formas se
realiza, qué lugar ocupan las instituciones extra-familiares, la preponderancia que se le dé a cada uno de los actores, no es
solo cuestión de eficiencia sino un modo mismo de realización. En la forma se instituyen contenidos, por eso quién y qué
transmite da cuenta de un entramado en el cual se insertan los sujetos en proceso de constitución y van articulando sus
representaciones.

7
Afortunadamente, las razones que llevan a los cuidados precoces no están definidos por premisas utilitarias sino morales.
No solo se alimenta a un niño para que no muera, sino porque el adulto se identifica con el sufrimiento que el hambre le
produce. Se lo abriga no solo porque se puede enfermar, sino porque se pretende que se sienta confortablemente instalado
en la vida; se lo acuna no solo para calmarlo, sino por el placer que se siente en los brazos y se supone en su cuerpo. Los
motivos morales y el placer son condiciones mismas de la humanización, y el niño no nace reducido a un cuerpo biológico,
sino provisto ya de un sistema de representaciones que el otro brinda; representaciones que si bien no están presentes en el
nacimiento, encuentran en esta anticipación las posibilidades de su instalación.

La atribución de pensamientos y representaciones a la cría humana es la condición misma de su posibilidad de ser. Es en


este sentido que el otro resulta fundamental: no porque cuide la vida biológica - que perfectamente podría hacerlo un
sistema aséptico que bien sabemos, en el límite, no ha generado más que autismo y déficit- sino porque en ese cuidado
transmite modos de subjetivación que generan ese ser extraño que es el hombre, desadaptado de la vida natural como
condición misma de su adaptación al medio humano.

El valor del otro no está guiado entonces por razones prácticas sino amorosas, que equivale a decir morales: la ética es el
surgimiento del otro quebrando el solipsismo del propio goce; la ética es presencia del otro, como pensaban los griegos. No
hay en esto utilidad sino identificación trasvasante: lo que le pasa al otro me conmociona y siento su dolor o su alegría; lo
cual crea las condiciones de que en ese "ser reconocido", el otro pueda sentirse un objeto significante del mundo para mí.

La educación, concebida entonces como proceso de producción de subjetividad y no solo como rectificación o impartición de
habilidades, implica a quien la ejerce mucho más de aquello que supone transmite. Debajo de la enseñanza, de la
impartición de conocimientos, se perfilan modos de concebir al otro no solo en su valor presente sino en el proyecto al cual
se lo destina. Por eso es perverso suponer que alguien desempeña la función de padre o educador por razones utilitarias, y
que el sentido de su trabajo sea únicamente su propia resolución autoconservativa. Ni el niño es un medio para el adulto, ni
el adulto un puro medio de la autoconservación del niño. Ni en la función materna o paterna, ni en la educativa en sentido
estricto, la pragmática da sentido a la acción.

Es precisamente todo lo que excede esta pragmática, aquello que la embebe de sentido, la causa eficiente generadora de
posibilidades de humanización en cada período histórico determinado.

Tanto padres como educadores transmiten entonces, de múltiples maneras, su forma de concebir el modelo en el cual ellos
mismos están incluidos, y en esa transmisión fermenta algo mucho más importante que la impartición de los útiles
necesarios para "hacer" en el proceso de inclusión al cual el niño está destinado. Los grandes proyectos educativos
nacionales acompañaron formas de establecimiento de condiciones de constitución del Estado, y fueron el modo privilegiado
de su vehiculización. Y la pregunta que cabe es en qué punto estamos actualmente, sabiendo que nuestras acciones se
desenvuelven en el marco de una sociedad que ha socavado el valor del semejante y ha propiciado que el otro sea solo un
medio para la acción; esa misma sociedad que se vuelca inevitablemente al cultivo de que aquello llamado "desempeño" de
habilidades y la adquisición de información pasen a predominar como valor sobre las condiciones morales o los aspectos
subjetivantes de los seres humanos que la constituyen. Una sociedad que atenta permanentemente contra nuestra propia
subjetivación, vaciando de sentido nuestras propias acciones cotidianas que, en sí mismas, no pueden proyectarse más que
en la esperanza de que otras generaciones logren superar los impasses a los cuales parecemos condenados.

* Psicoanalista.

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