Quique El Mall y Otras

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1

Quique Hache
El mall embrujado y
otras historias
Sergio Gómez
Ilustraciones de Gonzalo Martínez
i papá nos fue a dejar a la estación de trenes. El tren salía a
las nueve y media de la noche con destino a Temuco. Hacía
dos meses que habíamos planificado el viaje con Gertrudis
Astudillo, mi nana; por fin conocería su ciudad natal y a su
familia, aunque era como si ya los conociera por todo lo que
ella hablaba del lugar y de la parentela.
Me gusta viajar. Si existiera alguna profesión como la
de viajero, ésa sería la mía. Hace algunos siglos existía la
profesión de explorador, pero ahora las cosas son distintas y
nadie estudia algo así porque quedan muy pocos lugares por
explorar. Por eso, por ejemplo, conservo mi colección de
Tintín, no se la presto a nadie, ni siquiera a León, que es mi
amigo pero que tiene la mala costumbre de doblar las
esquinas de las páginas de los libros para marcar dónde
queda cuando deja de leer. Tintín y Milú viajan al Cong'o, al
Tíbet, al oeste americano, a China, incluso la Luna. ^ .
Y ahí iba yo, viajando a la ciudad de Temuco, 600
kilómetros al sur de Santiago, a un lugar que le gusta
autodenominarse como la región de la Frontera. Si yo fuera
extranjero, por ejemplo de Madagascar o de Alemania,
tendría un enorme interés en un lugar que se llamara a sí
mismo La Frontera. El nombre alterna con otro: Región de
la Araucanía. Todos esos nombres se debían a una razón:
hasta hacía poco más de 100 años el país llegaba hasta ahí;
es decir, allí estaba la frontera, del otro lado vivía el pueblo
de los mapuches, los que le daban la pelea a los
conquistadores desde hacía muchos años, desde que habían
llegado de España. Los mapuches eran un pueblo difícil de
vencer hasta esa fecha, reclamaban sus tierras y no se
conformaban. Un día decidieron, después de 400 años, que
no daban más la pelea. Entonces se sentaron a conversar y a
tratar de solucionar las cosas por las buenas. Eso significó
un tratado que se llamó Pacificación de la Araucanía. Pero
los mapuches lo que no sabían era que los españoles —en
ese momento convertidos en chilenos—, eran expertos en
conversar y convencer, en poco tiempo los tenían rodeados
de ciudades, carreteras, mails, hoteles, Internet y televisión
por cable, es decir estaban perdidos; ahora sí que los habían
vencido sin que se dieran cuenta.

Esa era la historia resumida de los mapuches, la leí en


un libro de historia antes de emprender el viaje. También leí
que a fines del siglo XIX surgió la ciudad de Temuco, en
plena Araucanía, creció y se llenó de gente y de
automóviles. Allí vivió Pablo Neruda cuando era niño. Y allí
nació Gertrudis Astudillo, mi nana, quien estudió en el Liceo
de Niñas, en el mismo que trabajara otra poeta, Gabriela
Mistral, pero muchos años antes. Después de cuarto medio,
Gertrudis decidió que lo suyo también era viajar y un día
llegó a Santiago, la capital, donde la recibió mi mamá.
Desde ese día estaba en mi casa, y yo recién cumplía un año
de vida.

Las primeras horas fueron agradables en el vagón y,


como en los aviones, en los trenes no se ve para adelante,
sólo para el lado, entonces parece que no se avanzara a
ninguna parte. Antes de apagar las-luces, nos recostamos en
los asientos. Nadie más ocupaba los cercanos, así que
teníamos suficiente espacio. Entonces vi a Gertru
masajeándose la cara con crema, lo que la hacía parecer un
fantasma o un mimo callejero.

—¿Tienes que echarte la crema justo ahora, frente a los


demás pasajero? —le pregunté un poco avergonzado.
Ella ni siquiera me miró para contestar, siguió sobándose el
cuello y respondió:

— Dulces sueños, Quique.


Por la ventana vimos pasar pequeños pueblos con muy
pocas luces y un señor muy viejo que esperaba a alguien en
el andén o simplemente paseaba por ahí mirando al tren. Me
imaginé viviendo en esos lugares: no era muy interesante
porque eran pueblos que parecían aburridos y lentos, donde
no existían salas de cine. Pero por otra parte la vida era
ordenada y tranquila; por ejemplo, si uno salía en bicicleta
no era necesario llevar candados para amarrarla a un poste
de la luz, porque nadie estaba pensando en robarla. Por las
tardes, después del almuerzo, se dormía una siesta de media
hora. Mi hermana decía que vivir en un pueblo chico era
como enterrarse, claro que el único pueblo chico que ella
conocía era Pucón, que no es el ejemplo de un típico pueblo.

Y así, poco a poco, con la cadencia del tren, me fui


quedando dormido hasta que no supe nada más, como
sucede cuando uno se duerme, simplemente todo se borra y
viene la oscuridad hasta el otro día.

Llegamos temprano y el frío de la ciudad me hizo


tiritar, mientras un inspector de ferrocarriles con uniforme
nos ayudaba con las maletas. Es decir, con mi única maleta y
que es también el bolso que ocupo para la clase de
educación física en el liceo. Las toneladas de equipaje eran
de, no podía viajar y menos a su ciudad sin lo necesario:
ropas, cremas y muchas carteras.
Qué raro que mi papá no viniera a buscarnos dijo Gertru —,
se suponía que tenía que venir a la estación.
Hicimos parar a un taxi. El viaje era corto, como todos
los que haría en la ciudad. Las distan- tías no eran las
enormes que hay que recorrer en Santiago; tampoco en
Temuco existía el metro, pe ro 110 se necesita, aunque sí
existía congestión por la cantidad de automóviles en las
calles.

Llegamos hasta la población Pueblo Nuevo. Las casas


eran pequeñitas, pero con grandes patios llenos de árboles,
como cerezos o durazneros, llegamos frente a la casa de
Gertrudis. En la vereda nos estaban esperando dos viejecitas
que sonreían como las hadas madrinas de La bella
durmiente. Eran, lo supe más tarde, Nenita y Gladis, las tías
de Gertru, dos solteronas que vivían felices. Nos abrazaron,
sobre todo a mí; según ellas, me conocían tanto porque
Gertru hablaba de mí, y por mis fotos que tenían desde que
era una guagua. Me dio un poco de vergüenza porque me
apretaban y me estiraban la cara como si la tuviera de hule,
pero así es la gente en el sur, cariñosa, entonces no hay nada
que hacer más que aguantar que a uno le jalonen la cara y se
la dejen adolorida.

Nenita fue la encargada de contarnos cuando Gertru


preguntó preocupada por su papá: —No pudimos avisarte,
Gertru, no nos dio tiempo y tampoco queríamos preocuparte
demasiado.

— ¿Qué pasó con mi papá? —preguntó ella, al borde


de las lágrimas.
—Está internado en el hospital de Temuco, sufrió un
preinfarto.
Entonces habló Gladis, que era un poco más seria que su
hermana, más alta y huesuda:

—Tuvo un problema en el trabajo. Desde hace dos


años está de cuidador del Malí Temuco, allí le vino el
infarto, mientras hacía una ronda nocturna.

Desde hacía algunos años existía un malí en Temuco


que llevaba ese nombre. Fue el primero de la ciudad. En los
pocos años de funcionamiento había tenido muchos
problemas y estaba a punto de cerrar. Sólo quedaban algunas
tiendas y un supermercado. Estaba ubicado en la entrada de
Temuco, muy cerca del barrio donde estábamos.

— Nosotros no queríamos —dijo la tía Nenita— que


trabajara de noche, se decían muchas cosas de ese lugar, tú
lo sabes muy bien.
Se miraron entre ellas.

—Tengo que ir a ver a mi papá —dijo Gertru.


Estuvimos todos de acuerdo que iríamos apenas
desayunáramos.

Cuando dijimos que teníamos hambre, tía Nenita y tía


Gladis pusieron cara de felicidad, como si esperaran ese
momento. Pasamos a la cocina, donde estaba preparada la
mesa repleta de comida. Eso era lo que me esperaba en los
próximos 10 días que permanecería allí: comida. Me habían
advertido que en el sur se comía bien; por eso, lo más
importante, lo que nadie puede hacer es rechazar la comida,
eso es una ofensa grave. Al menos para esas dos tías
rechazar un queque de miel, una empanada de pera, un
pedazo de brazo de reina, un sándwicn de palta con huevo,
equivalía a un insulto.

En medio del desayuno me acordé y para darle tregua a


mi estómago pregunté:

—¿Qué cosas se decían de ese lugar, del malí?

Me miraron con caras de televisión apagada. Gertru


movió la cabeza como esos perros de plástico en la parte de
atrás de los autos, y dijo:

—Habladurías de la gente.

¿Pero qué habladurías? —insistí.

— Cuando recién abrió el malí se corrió la voz de que


el lugar estaba embrujado, que era peligroso, sobre todo por
las noches.

-¿Embrujado? — Temuco me comenzó a parecer


interesante: su primer malí acusado de diabólico.

—Mira, Quique —dijo Gertru, moviendo los dedos


como si martillara una pared—. Sabía que esas cosas te iban
a interesar, pero nada de investigaciones de detective aquí en
Temuco, por favor. Tu papá me dejó a cargo tuyo y vamos a
hacer lo que yo diga, ¿entendido?

Era tarde, había dicho la palabra clave: embrujado.


Cuántos lugares así se conocen, pocos en la vida.
Nos dimos una ducha rápida y nos vestimos con parka y
bufanda porque en Temuco siempre parece que comenzará a
llover, y cuando lo hace, dicen, no para en semanas.
Cuando llegamos al hospital, antes de entrar a la pieza del
papá de Gertru, ésta me detuvo y me advirtió:

—Te recuerdo, nada de investigaciones, en esta ciudad no se


necesitan investigadores privados.

El papá de Gertru estaba en una cama; a su lado, en otra, un


hombre al que habían atropellado con un carro de
supermercado, quebrándole una pierna. Cada vez que
contaba lo ocurrido no podía dejar de reírse. Según él, estaba
comprando un yogurt de frutilla cuando otro que andaba por
ahí, al parecer muy apurado, lo pasó a llevar. Cuando se
recuperara completamente demandaría al conductor del carro
y al supermercado.

El papá de Gertru estaba viejo, pero tenía buena cara, algo


pálido y aburrido de permanecer allí, en un hospital público.
Cuando nos vio se alegró enseguida.

Lo que nos contó el papá de Gertru nos dejó helados.

Estaba en el hospital porque tuvo una fuerte impresión, eso le


causó el infarto. Hacía su ronda nocturna por el Malí Temuco,
un edificio de un solo y largo piso. El malí tenía dos guardias
permanentes durante la noche. A cada hora se hacía una ronda,
tanto por el papá como por su ayudante, un hombre joven.
Cerca de las tres de la madrugada, el papá de Gertru escuchó
ruidos justo en el centro del malí. Llevaba una linterna y un
bastón para defenderse. Los pasillos estaban iluminados con
poca luz, la poca que existía en ese momento comenzó a
apagarse. Por delante, desde debajo de una escalera, apareció
una figura transparente y fluorescente, podía ser un hombre o
una mujer, no estaba seguro. Sí estaba seguro que era igual a
un fantasma, al menos a los de las películas. No alcanzó a
reaccionar, se quedó allí petrificado. El fantasma dio una
vuelta y subió por una escalera a un patio de comida. El papá
de Gertru corrió entonces despavorido por el pasillo, pero
antes de llegar al puesto de los guardias le faltó el aire, no
pudo más y cayó al suelo. Un día después despertó en el
hospital lleno de tubos y alambres. Se sentía débil y enfermo.

—Un fantasma, uno de verdad —dije casi con un preinfarto


yo también.

— Y eso que no creo en ellos —dijo el papá—, pero de que vi


uno lo vi esa noche en mi ronda. Y te voy a decir algo más,
Quique, pero no lo comentes. Cuando lo vi sentí miedo, pero
miedo de verdad.

—No me asuste al niño —dijo Gertru.

—No me asustó —dije yo asustado.

El nombre del papá de Gertru es Armando. Según él, cuando


se enteraban de su nombre siempre le hacían la misma broma:
«¿Armando qué? Armando silla o armando mesa». El mal
chiste había tenido que escucharlo los últimos 30 años, así que
mejor no se me ocurriera a mí repetirlo. En realidad yo estaba
más interesado en el asunto del fantasma.
Lo peor era que corrían rumores de que el malí se cerraría
finalmente, el negocio no funcionaba, la gente no se trasladaba
hasta la entrada de la ciudad para comprar. Entonces don
Armando perdería su trabajo y, como era viejo, le costaría
encontrar un nuevo empleo.

Le pregunté todos los detalles de la aparición. Gertrudis movió


la cabeza y miró al cielo.

— Lo único que me faltaba —enseguida le dijo a su papá—: Y


usted, papá, no le meta esas tonteras en la cabeza a Quique,
que no sabe cómo es de ideas fijas.

Don Armando se sentó en la cama. Debajo de la bata de


hospital, su cuello era un pedazo de carne que se movía como
los de algunos pájaros. Entonces dijo con cara asustada:

—Eso no es todo. A mí no es al primero que se aparece. Hace


unos años, el fantasma del malí llevó al hospital a otro
guardia.

Gertrudis se echó aire en los pulmones y exclamó:


—Lo único que faltaba.

Almorzamos pantrucas, arrollado, lentejas con arroz y


longanizas; de postre comimos flan casero y sémola con
caramelo. Nunca había comido tanto en mi vida. Tía Nena y
tía Gladis estaban muy felices de verme satisfecho y con una
enorme panza. Después, Gertrudis se fue a buscar a su padre
al hospital, y yo, para bajar la comida, dije que iría a dar una
vuelta al barrio. Me subí a un micro pequeñito que llaman
liebre. En pocos minutos me bajé en el malí de la entrada de
la ciudad. Era un edificio alargado, como serpiente, con un
amplio estacionamiento. En el único lugar que se veía gente
era en el supermercado de la entrada. Por los pasillos del malí
muy pocos pascaban, muchas de las tiendas estaban cerradas y
las vitrinas cubiertas con papel de envolver o diarios. En el
centro del lugar existía un segundo piso con un pequeño patio
de comida. No era como los grandes centros comerciales de
Santiago, pero lejanamente se parecía. Me imaginé que en
aquel lugar, en el centro del pasillo, se había aparecido un
fantasma y un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Caminé hasta la playa de estacionamiento, donde encontré


papeles en el suelo que decían: «Prefiera el comercio
establecido del centro».

Cuando decidí regresar a la casa encontré en la entrada a cinco


niños en bicicleta que me rodearon. Uno de ellos me preguntó
de dónde era porque nunca antes me habían visto. Entonces
cometí mi primer error en la ciudad, les dije la verdad, es
decir, que venía de Santiago, y esto era el equivalente a
declararles la guerra. Bajaron de las bicicletas y no me dejaron
seguir. No les gustaban los santiaguinos. Yo vivía en Ñuñoa,
que era como Temuco, en la calle Juan Moya, que se parecía a
cualquier calle de Temuco. Comencé a preocuparme, así que
les inventé otra historia: había nacido en Temuco hacía 13
años, pero me habían raptado unos tipos de un circo que me
llevaron hasta el norte, hasta Antofagasta; de allí me
rescataron los carabineros. Como nadie sabía de mis padres,
uno de esos carabineros me adoptó, con él vivía en Ñuñoa, por
eso ahora buscaba a mis verdaderos padres en Temuco.
Agregué, como último argumento, que desde siempre me
gustó Club de Deportes Temuco, el equipo de fútbol de la
ciudad, aunque fuera un equipo muy malo y que siempre
jugaba en la segunda división, pero lo seguía y celebraba sus
escasos triunfos. Los niños de las bicicletas me miraron con
caras de mansión del horror. No sabían si creerme o apalearme
allí mismo. Pero entonces apareció otro niño, alto y delgado,
fumando un cigarrillo:

—A volar, a volar —les dijo, y los de las "bicicletas huyeron


espantados.

Le di las gracias.

— Soy Julio Painemal —estiró la mano—. Trabajo en el


supermercado, en empaques.

— Soy Quique Hache, de Santiago —dije enseguida para


dejar las cosas claras.

—Lo sé. Vivo en Pueblo Nuevo, cerca de la casa de don


Armando. Supe que venía su hija con un santiaguino, que
debes ser tú.

Me ofreció un cigarrillo, pero yo no fumo.


— Supe lo de don Armando aquí en el malí.

—Dice que vio un fantasma la otra noche. A Julio no le


extrañó demasiado.

—Desde que se construyó este lugar han existido problemas.


La gente dice que suceden cosas raras. ¿Ves esos panfletos en
el suelo? Los han mandado a tirar aquí para que la gente no
compre en el malí y vuelva al comercio del centro de la
ciudad.
—Pero eso del fantasma... —pregunté.
—Por la noche lo han visto allá adentro.

—¿Y qué crees tú?

— Debajo de este lugar, antiguamente, existía un cementerio


de mis antepasados, los mapuches, los primeros que vivieron
aquí.

—¿Los mapuches?
— Sí. Justo aquí abajo hay un cementerio, por eso se aparece
un espíritu, porque los antepasados no están conformes.
Tragué saliva y no pude evitar mirar el piso de asfalto del
estacionamiento.

Al día siguiente nos fuimos con Gertrudis a recorrer la ciudad.


Subimos el cerro Ñielol. De arriba vimos los techos de las
casas y los edificios del centro. Gertru suspiró con nostalgia,
la ciudad cambiaba aceleradamente, crecía y se extendía con
nuevos barrios.

Luego, llegamos al centro. Alrededor de la plaza existían las


mismas tiendas que en Santiago. Y en medio un monumento
de piedra y metal recordaba a los fundadores. Estaban juntos
un guerrero mapuche y un español con armadura. Gertru me
dijo que la plaza de Armas le recordaba muchas cosas, así que
nos fuimos al frente, a una cafetería, a tomar un helado. Ella
se veía radiante y feliz, decía que cada rincón de la ciudad le
recordaba momentos vividos. Yo no sé si alguna vez podré
decir lo mismo de Ñuñoa, pero supongo que ocurrirá, pero
después de que me embarque en un carguero y me vaya a
recorrer el mundo, pase por el canal de Panamá y llegue al
mar del Norte. Después de que me crezca la barba como a
todos los marinos y consiga fumar, pero no cigarrillos, sino
una pipa. Entonces, de pronto, me acordaré de Chile, de mis
papás, mi nana, de León, incluso de mi hermana Sofía; bueno,
de ella no me voy a acordar mucho porque a esa altura estará
casada y viviendo en una ciudad enorme como Nueva York.
Entonces decidiré regresar a mi patria, es decir a Ñuñoa. Mi
papá no me va a reconocer cuando vuelva. Tendrá que
escucharme una semana completa todas las aventuras que le
contaré. Sólo entonces tal vez sentiré nostalgia por mi barrio,
por el parque Juan XXIII, que era el lugar donde jugamos o
donde he pasado tardes de verano leyendo una novela de Jack
London sobre un perro lobo, o del Estadio Nacional cuando
mi papá me llevaba, antes de que las galerías se transformaran
en campos de batalla. Entonces, viejo y cansado, me acordaré
que Gertru sentía lo mismo por su ciudad.

Gertru me contó que estaba muy emocionada con el regreso,


pero de todas las emociones la mayor era volver a encontrarse
con el innombrable, es decir con Víctor, que desde ese
momento había dejado de llamarse el innombrable, por eso lo
había llamado por su nombre: Víctor. El era uno de sus
pololos, uno de cientos, pero uno que nunca olvidó, porque era
muy caballero con ella, porque le escribió lindas cartas y
porque no lo volvió a ver desde que se fue de la ciudad. Ahora
sería distinto, antes de llegar a Temuco se habían escrito y
esperaban encontrarse, por eso ella estaba emocionadísima.
Volvimos a la casa, donde nos esperaban las dos tías con
aspecto de científicos locos antes de un experimento
trascendental. Detrás de ellas apareció una mesa llena de
comida. Sentí que mi estómago me pedía clemencia, pero a las
tías no se les podía decir que no.
Antes de sentarme a la mesa seguí hasta el dormitorio para
saludar a don Armado. Luego, escuché una discusión en la
cocina. Gertru hablaba con tía Gladis.

—¿Qué pasa? —pregunté cuando llegué hasta allá. —El papá,


eso es lo que pasa —dijo enojada Gertru. En la mano llevaba
un ejemplar de El Diario Austral que le acababa de entregar
tía Gladis.

—Mi papá apareció en el diario. Le hicieron una entrevista en


el hospital y contó que había visto un fantasma, justo lo que
los periodistas querían que dijera.

La tía Gladis agregó:

—Ahora, la gerencia del malí lo va a despedir por mala


publicidad para la empresa.

—No tenía para qué ir a contar algo así — insistió Gertru.

En ese momento apareció tía Nenita, que dijo: —Quique, te


buscan allá afuera.

Era Julio Painemal. Pedí permiso para salir. Julio también


había leído lo del diario y creía que la entrevista perjudicaría a
Armando Astudillo. Me dijo que venía a buscarme para
presentarme a alguien. A un vecino de Pueblo Nuevo. Vivía a
unas cuadras, en la calle Ercilla. Así que nos fuimos
caminando, riéndonos de los santiaguinos, sin darme cuenta
que yo era uno de ellos. Tocamos una puerta. Salió una mujer
con mala cara.
— Qué quieren. Rápido que estoy viendo la comedia —la
comedia era la telenovela de la televisión.

—Buscamos al Cortado —dijo Julio.

—En el taller —dijo la mujer y cerró la puerta sin decir nada


más.

El taller estaba a unos metros de la casa, detrás de un portón


de madera. Antes de entrar le pregunté a Julio quién era el
Cortado.

—El Cortado fue el primero.

— ¿El primero de qué?


—El primero que vio al fantasma del mall.

l cortado tenía ese nombre porque trabajó muchos años en


ferrocarriles, donde sufrió un accidente en el que perdió el
dedo meñique de una mano. Desde ese día le llamaron El
Cortado. Estaba retirado y se ocupaba de arreglar bicicletas en
un pequeño taller en el patio de su casa. Llevaba un overol y
un cigarrillo pegado a la boca. Mientras lijaba el marco de una
bicicleta que esperaba pintar, nos contó que después de
ferrocarriles le ofrecieron ese trabajo de guardia en el malí
recién inaugurado. Él aceptó a pesar de tratarse de un trabajo
nocturno. Sólo dos meses después comenzaron los problemas,
sobre todo de noche, primero con ruidos extraños, risas y
carrerones por los pasillos cuando el malí estaba cerrado.
—Por las noches el lugar quedaba vacío, entonces hacía mis
rondas. A veces escuchaba ruidos, voces que me empezaron a
preocupar y a enfermar de los nervios, hasta que un día se me
apareció...

—¿Qué apareció? —le preguntamos intrigados con Julio.


—El fantasma.

—Te lo dije, uno de mis antepasados; ahí está la explicación


—dijo Julio.

—Era un figura, un hombre que brillaba, pero a la vez era


transparente, caminaba lentamente por los pasillos. Cuando lo
vi me dio tanto miedo que salí corriendo.
—Lo mismo que vio don Armando —dije.

El Cortado dejó de lijar, se despegó el cigarrillo de la boca,


alcanzamos a ver su mano de cuatro dedos antes de que dijera
muy serio:
— Mejor no jueguen con lo que ocurre allí, es algo delicado.

Tragamos saliva y salimos del patio-taller. Julio insistió que la


explicación para él era muy clara, y para probarlo lo mejor era
visitar a su abuelo. En el cielo, nubarrones negros anunciaban
que llovería muy pronto; el aire estaba fresco, muy distinto al
de Santiago.

Nos subimos a un micro muy colorido. La gente arriba


conversaba alegre y desde la radio emergían rancheras y
corridos mexicanos; luego, escuchamos a un locutor que
imitaba el acento mexicano. A mí eso me pareció muy
divertido. Julio me explicó:
—Es que esa radio la escucha mucha gente, sobre todo en el
campo, donde les encanta la música mexicana.

Me contó que sus padres estaban sin trabajo, por eso él había
dejado de estudiar, al menos por ese año; trabajaba
empaquetando en el supermercado, pero esperaba entrar a
estudiar a la Industrial una carrera técnica como mecánica, le
gustaban los autos y el olor a aceite y a bencina. Me dijo que
no conocía la capital, pero tampoco le llamaba la atención,
pues la gente de Santiago andaba muy apurada y siempre se
aprovechaban de los provincianos. A veces lo molestaban por
ser mapuche, pero, en general, sentía un orgullo especial por
serlo. En su pieza, colgada en la pared de su cama, tenía una
gran bandera mapuche con colores muy alegres. Su héroe
máximo era Lautaro, un joven guerrero mapuche que había
combatido a los españoles con mucha inteligencia, había
vivido como un empleado de ellos sólo para estudiar a sus
enemigos. Aprendió, por ejemplo, a montar a caballo y,
cuando pudo, huyó y se transformó en una pesadilla para los
españoles. Pero, como todos los héroes, finalmente fue
traicionado, capturado y asesinado.

Entonces le pregunté a Julio si él se consideraba chileno o


mapuche. Pensó un buen rato, mientras la micro pasaba un
largo puente. Abajo corría el río Cautín. Entonces respondió:
—Soy más mapuche que chileno —dijo.
Yo hice ahora una larga pausa antes de hablar:

—Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos porque yo


soy chileno; es decir, somos enemigos.
Nos quedamos mirando como debieron mirarse Lautaro y
Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos pusiéramos
de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue tanta la risa que
contagiamos a algunos pasajeros que también se reían, pero
sin saber por qué. Entonces comprendí que la gente que vive
en el sur es de risa fácil y que ese es el mejor comienzo para
resolver todos los conflictos, como los que existen entre
mapuches y chilenos.

Llegamos hasta una comuna apartada, al otro lado del río,


llamada Padre Las Casas. Tuvimos entonces que esperar que
la micro saliera del límite de la comuna para bajarnos. Más
allá se veía el campo y al fondo la carretera Panamericana.
Nos acercamos por un camino de tierra a la chacra del abuelo
de Julio.

El abuelo se alegró de vernos. Dijo que vivía allí en la falda de


un cerro, que sus tierras fueron muy extensas en una época,
pero se vio en la obligación de venderlas; ahora tenía sólo esa
pequeña chacra, donde cultivaba lechugas y porotos verdes.

—Quique Hache, de Santiago —me presenté.

—Moisés Painemal Huincamal, para servirle —dijo el abuelo.

Nos dio un paseo por su propiedad. Vimos unas gallinas


aburridas y un chancho algo flaco. También, en el jardín, unas
plantas de frutillas que crecían en verano y un gran manzano.
Cuando le pregunté qué tipo de manzanas crecían de ese árbol,
el abuelo dijo:

— «Cabeza de niño», así se le llama a esas manzanas por lo


grandes que son.
Luego, nos fuimos a sentar en la puerta de la casa. No hacía
frío, pero en el horizonte las nubes negras preparaban el
ataque final. El abuelo Moisés cebó el mate y se fue a sentar
con nosotros cargando una tetera. También trajo un enorme
pan amasado que cortamos en varias partes y que comimos
con tomate Julio le contó lo que ocurría en el Malí Temuco,
cómo había vuelto a aparecer el fantasma. El abuelo nos dijo:

— Si ustedes miran para allá —indicó, al otro lado del


río, a la ciudad, sus casas, los edificios lejanos. En ese
momento aterrizaba un avión en el aeropuerto, que
estaba a pocos kilómetros de allí—. Toda la ciudad está
construida sobre nuestros antepasados. Yo no estoy de
acuerdo con los conflictos, pero sí con el respeto. Si
todos nos tratáramos con respeto nada de esto pasaría.

—Pero ahora tenemos ese aparecido —dijo Julio—,


Dígame, abuelito, ¿qué hacemos?
—Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos
porque yo soy chileno; es decir, somos enemigos.

Nos quedamos mirando como debieron mirarse Lautaro


y Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos
pusiéramos de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue
tanta la risa que contagiamos a algunos pasajeros que
también se reían, pero sin saber por qué. Entonces
comprendí que la gente que vive en el sur es de risa
fácil y que ese es el mejor comienzo para resolver todos
los conflictos, como los que existen entre mapuches y
chilenos.
Llegamos hasta una comuna apartada, al otro lado del
río, llamada Padre Las Casas. Tuvimos entonces que
esperar que la micro saliera del límite de la comuna para
bajarnos. Más allá se veía el campo y al fondo la
carretera Panamericana. Nos acercamos por un camino
de tierra a la chacra del abuelo de Julio.

El abuelo se alegró de vernos. Dijo que vivía allí en la


falda de un cerro, que sus tierras fueron muy extensas
en una época, pero se vio en la obligación de venderlas;
ahora tenía sólo esa pequeña chacra, donde cultivaba
lechugas y porotos verdes.
— Quique Hache, de Santiago —me presenté.

—Moisés Painemal Huincamal, para servirle —dijo el


abuelo.

Nos dio un paseo por su propiedad. Vimos unas gallinas


aburridas y un chancho algo flaco. También, en el
jardín, unas plantas de frutillas que crecían en verano y
un gran manzano. Cuando le pregunté qué tipo de
manzanas crecían de ese árbol, el abuelo dijo:
— «Cabeza de niño», así se le llama a esas manzanas
por lo grandes que son.

Luego, nos fuimos a sentar en la puerta de la casa. No


hacía frío, pero en el horizonte las nubes negras
preparaban el ataque final. El abuelo Moisés cebó el
mate y se fue a sentar con nosotros cargando una tetera.
También trajo un enorme pan amasado que cortamos en varias
partes y que comimos con tomate.

Julio le contó lo que ocurría en el Malí Temuco, cómo había


vuelto a aparecer el fantasma. El abuelo nos dijo:

— Si ustedes miran para allá —indicó, al otro lado del río, a la


ciudad, sus casas, los edificios lejanos. En ese momento
aterrizaba un avión en el aeropuerto, que estaba a pocos
kilómetros de allí—. Toda la ciudad está construida sobre
nuestros antepasados. Yo no estoy de acuerdo con los
conflictos, pero sí con el respeto. Si todos nos tratáramos con
respeto nada de esto pasaría.

—Pero ahora tenemos ese aparecido —dijo Julio—. Dígame,


abuelito, ¿qué hacemos?

— Nada se puede hacer. Es decir, habría que hácer una


ceremonia para convencerlos a ellos, a los espíritus, de que
vuelvan a descansar; pero eso nunca se va a hacer, porque no
hay respeto, la gente no se respeta ni respeta las creencias
ajenas.

Nos quedamos pensando en lo que decía el abuelo Moisés. El


avión había aterrizado en el horizonte. Una gallina picoteó mi
zapatilla. Y las primeras gotas de lluvia cayeron tímidamente.
Entonces, el abuelo entró a su casa de madera, aunque volvió
enseguida con un collar de hilos y ramas.
— Al menos pueden calmar al aparecido con este collar; debe
estar muy enojado.
Nos despedimos con el regalo. Volvimos caminando hasta
encontrar una micro.

—No tenemos paraguas —dije. Julio se rio.

— Aquí nadie usa paraguas, estamos acostumbrado a que


llueva todo el año.

Esa noche comenzó a llover de verdad; es decir, no una lluvia


que dura unos minutos como en la capital y que lo anega todo
para que más tarde se convierta en una gran noticia en la
televisión, sino una lluvia torrencial, potente, que golpeaba los
techos y parecía que iba a arrancar la casa entera, una lluvia
con viento que parecía tocar batería. Nunca antes había visto y
escuchado algo así y me dormí feliz, doblado en una tonelada
de frazadas que olían a lana cruda.

Por la mañana seguía la lluvia, había durado sin detenerse la


noche entera. Cuando me levanté, don Armando me llamó a su
pieza. Estaba sentado en la cama mientras tomaba una taza de
leche caliente.

—¿Cómo se siente, don Armando?


—Bien, pero un poco aburrido.

— Se le ve con mejor cara.

—¿Cómo va la investigación? —me preguntó—. Hay que


averiguar sobre ese fantasma, Quique, si no voy a perder
definitivamente la pega.
—Es difícil probar algo así; quiero decir, que existan los
fantasmas.

—Yo no sé si existen o no, pero que vi algo esa noche nadie


me lo saca de la cabeza.

—Tal vez si se acuerda de algún detalle que me pudiera


servir...

Don Armando se rascó la cabeza para hacer memoria.


Me senté a escucharlo en una silla cerca de la cama.

—Esa noche estaba con Ramiro, mi ayudante. Cada cierto


tiempo hacía una ronda por los pasillos, que son largos y con
poca luz. Todo era normal al principio. Cuando me acerqué al
patio de comida empecé a escuchar unos ruidos como de
voces y carreras. Me acuerdo que en ese momento algo me
distrajo. En el piso encontré una llave. Pensé que era una de
las mías, que se me había caído. Vi cómo pestañeaban las
luces. Entonces, por delante, apareció, a menos de 10 metros,
justo adelante, esa figura de luz semitransparente. Corrí con
todas mis fuerzas. Pero antes de llegar a la guardia sentí un
dolor en el pecho y caí.

— Y esa llave que encontró, ¿todavía la tiene?

—Esa noche me la eché al bolsillo —el abuelo abrió el cajón


del velador y mostró una llave—. Tengo llaves de todo el malí,
pero las mías son de colores y no como ésta.
Debió caérsele a alguien, cuando hicieron el aseo no se dieron
cuenta y quedó en el piso.
—Me la voy a llevar... Dígame, don Armando, ¿a quién podría
perjudicar el asunto del malí embrujado? He visto que no
todos están contentos que exista.
mapuches, que alegan porque se construyó sobre un
cementerio indígena. También los comerciantes del centro,
que no les gusta que la gente acuda al malí y no a sus
negocios.

—¿Podría hablar con su ayudante?

—No hay problema, Ramiro es de mi absoluta confianza, se


quedó a cargo de todo en la guardia; dile que vas de parte mía.

unca he creído en fantasmas. Me gustan las películas de


fantasmas. Me gusta que me dé miedo con esas películas
porque sé que los fantasmas no existen. O al menos lo sabía
hasta que fui a Temuco. Mi papá, una vez, me contó una
historia verdadera de fantasmas, una que había vivido él.
Cuando era niño, en La Serena, lo invitaron a un paseo de
curso. Se irían a una playa del litoral. Ese día se levantó al
amanecer. Lo fueron a dejar a la plaza donde los esperaba un
bus. Pero antes su padre, mi abuelo, debió pasar a buscar algo
a otro lugar. Mi papá se quedó en el auto con mucho sueño,
tanto que comenzó a dormirse. Entonces, de pronto, todavía en
la se- mioscuridad del amanecer, sintió que la puerta de; auto
se abría, alguien lo tomaba de la mano y lo hacía caminar por
la vereda. No supo cómo llegó a una casa muy vieja, y allí, en
el portal de esa casa, se quedó dormido profundamente. Soñó
que jugaba con otro niño. Mientras tanto, el padre de mi padre
volvió al auto pero no encontró a su hijo. Lo buscó por todas
partes sin resultados. Por supuesto se preocupó y fue a llamar
a los carabineros. A media mañana, cuando el bus con los
demás compañeros de curso había partido al paseo, lo
encontraron durmiendo en el portal de esa casa antigua. No
supo explicar cómo llegó hasta allí y no se atrevió a contar lo
que ocurrió, y menos ese extraño sueño. La sorpresa vino más
tarde. De regreso del paseo a la playa, el bus que traía a sus
compañeros de curso tuvo un accidente. A muchos de esos
niños debieron llevarlos heridos al hospital. Ninguno se murió,
pero fue un tremendo accidente. Mi papá quedó impresionado,
pero no dijo nada y se guardó todo lo que había ocurrido.
Cuando creció, antes de irse definitivamente a Santiago,
decidió investigar. Llegó hasta el portal de aquella casona
vieja donde durmió esa mañana, pero después de más de 10
años no la encontró, es decir encontró un edificio nuevo de
departamentos. Demoró unas semanas en descubrir a un
antiguo vecino de la cuadra que le contó que aquella casa la
habían derribado hacía cinco años. A mitad de siglo la había
habitado una familia con un hijo, pero la familia se trasladó al
extranjero después de que ese único hijo muriera de tifoidea a
los 11 años. Mi padre quedó impresionado, era la misma edad
que él tenía ese año del accidente. Entonces concluyó que
aquel niño fantasma lo había salvado impidiendo que llegara a
encontrarse con sus compañeros en ese paseo que terminaría
mal. La historia la repetía mi papá todos los años. Y todos los
años le agregaba algún nuevo detalle. Para él era su historia
más importante, la más personal y de la que no se debía dudar,
aunque mi mamá, cada vez que comenzaba con «cuando yo
tenía i i años en La Serena me ocurrió algo increíble...», movía
la cabeza aburrida de escucharlo una y otra vez con lo mismo.
En el taller del Cortado me prestaron una bicicleta. Me fui
entonces al malí. Llovía menos, aunque las calles continuaban
mojadas. En la oficina interior encontré a Ramiro, un tipo
joven con pinta de hip-hopero pero que debía vestirse de
guardia para trabajar en el malí. Su ropa la debía guardar
porque a sus jefes no les gustaban sus gorros, sus poleras
extra large de basquetbolistas, los collares y las cadenas para
el celular. Trabajaba como guardia y los fines de semana ponía
música en una discoteque a la salida de la ciudad. Había
trabajado desde muy niño y nunca había tenido vacaciones.

Mientras hablábamos escribía en un libro, donde debía anotar


lo ocurrido la noche anterior.

. —¿Como está el viejito Armando? Mira que venirle toda esa


tontera —dijo mientras escribía.
—¿Qué crees que ocurrió esa noche? —pregunté.

— Antes déjame decirte algo: los periodistas son los que


revolvieron esto, por culpa de ellos tal vez don Armando
jubile anticipadamente y yo me tenga que ir con él.

— Voy a averiguar lo que pasó.

—Desde esa noche sólo hago guardia por aquí cerca de la


oficina, no me atrevo a ir más lejos en los pasillos.
—¿Entonces crees que existe ese fantasma?

— Algo raro existe, pero la administración del malí me vino a


advertir que no debía abrir la boca. Se escuchan ruidos, pero
yo no soy tan valiente como don Armando, así que no voy a
salir a ver.

Entonces se me ocurrió una idea:

—¿Qué te parece si esta noche vengo con un amigo, pasamos


la noche por acá y descubrimos ese fantasma?
—¿Estás seguro? Pero yo no respondo por lo que les pase.
—No tenemos para qué contarle a nadie

—dije.

— Si es para ayudar a don Armando Astudillo puedo hacer


cualquier cosa. Él me consiguió esta pega. Eso sí, no me pidan
que los acompañe a saludar a ese fantasma.

Cuando llegué a la casa comenzó otra vez a llover muy fuerte.


Las tías se habían ido a la iglesia, a la misa de las siete de la
tarde. Gertrudis estaba feliz y se peinaba ante un espejo.
Cuando le pregunté por qué la alegría me dijo que había
hablado esa tarde por teléfono con Víctor, el ex innombrable,
el que ahora sí se podía nombrar todos las veces que se
quisiera. Acordaron reunirse en la plaza, pero no en la de
Armas, sino en una llamada Aníbal Pinto, a unas cuadras de la
primera. A la cita, según Gertru, tenía que ir yo y servir de
testigo porque ella estaba nerviosa. No tenía escapatoria, así
que al día siguiente debía acompañarla a su cita con el pasado.

Aproveché de que las tías no estaban para escabullirme a mi


dormitorio, sentía mi estómago estirado y débil de tanto
comer. Me perdí unas sopaipillas con chancaca, un pedazo de
queque mármol y unos arrolladitos de masa con mermelada de
membrillo, la especialidad de tía Nenita. Le dije a Gertru que
estaba cansado y me fui a dormir antes de las nueve de la
noche. Ella no sospechó nada porque estaba ilusionada con su
propio panorama del día siguiente.

Mientras escuchaba esa lluvia tan contundente y alharaca me


quedé dormido temprano, así también descansaría pues me
esperaba una larga noche.

A las dos de la madrugada me despertó un ruido en la ventana.


Era Julio. La lluvia parecía más suave pero seguía persistente.
Me vestí con una gran parka y bajé por la ventana sin hacer
ruido.

En la calle, arriba de las bicicletas, con Julio revisamos lo que


llevábamos: linternas, una cámara fotográfica y los
Entonces, don Armando se limpió la boca con una servilleta
de género y dijo:
—Les aviso que esta noche regreso al trabajo.

—Pero, papá, usted está todavía en reposo.

—Tengo que probar que no mentía con lo que me ocurrió, y la


única forma es que me enfrente a esa cosa.

—Pero esa cosa como la llama usted no existe —dijo Gertru.


—Yo creo que es una buena idea —dije.

—No te metas, Quique —me detuvo Gertrudis.


Aproveché de ir más lejos y le dije al papá de Gertru:

—Quiero pedirle un favor, don Armando.


—Dime, Quique.

—Quiero acompañarlo esta noche en su ronda nocturna.

— De ninguna manera, sobre mi cadáver, primero muerta —


dijo Gertrudis.
collares especiales con poderes antifantasmas que nos
confeccionó el abuelo Moisés.

El recorrido bajo la lluvia hasta el malí nos dejó empapados. A


esa hora el recinto lucía aterrador, como una serpiente
moviéndose en la oscuridad. Sólo algunas luminarias de la
extensa playa de estacionamiento estaban encendidas. En la
entrada del malí estaba la oficina de los guardias. Nos
acercamos sin hacer ruido. Dejamos las bicicletas. Ramiro
miraba una película en un DVD, una de guerra, con muchos
disparos y explosiones. Cuando entramos, de la impresión se
cayó de la silla.

— Avisen, casi me matan del susto —dijo, sobándose


adolorido.

Nos pusimos ropa seca que traíamos en las mochilas.

—Ramiro, ¿a qué hora más o menos se aparece ese fantasma?


—pregunté.

—Como a las tres de la madrugada, o sea — miró su reloj—


en 40 minutos más. Pero les aviso que yo de aquí no me
muevo; de fantasma no quiero saber nada.
Nos preparamos. En la galería del pasillo central todo estaba
en una semioscuridad que aterraba de sólo mirarla. A esa
misma hora podría estar en la cama lleno de frazadas, feliz y
calientito, soñando que era el jefe de una expedición a
Birmania en busca de un elefante blanco, lo que me haría
famoso, CNN me entrevistaría para todo el mundo, y, en un
inglés que no dejaría contento a miss Elena mi profesora de
este idioma—, diría: «Sankiu y viva Chile», y levantaría las
manos y mostraría la única fotografía conocida del elefante
blanco de Birmania que acababa de descubrir. Pero, en
cambio. estaba en medio de un pasillo oscuro en busca
<- algo muy diferente, en busca de un fantasma.
Encendimos la linterna. En realidad, Julio <. ( prendió una de
las linternas directo en mis ojos, lo (|que me dio un tremendo
susto. Le dije que no volviera a hacerlo, desde ahora yo
manejaría la linterna. Julio se ofendió y dijo:
Los de mi raza no tenemos miedo. ¿Sí?
—pregunté sin creerle.
—Bueno, un poco.

— Los de mi raza —le dije— estamos muertos de miedo.

Faltaban pocos minutos para las tres de la madrugada, así que


nos detuvimos en el centro de la galería. Arriba estaba el patio
de comida. Decidimos esperar sentados en un banco. Ni
siquiera la lluvia del exterior se escuchaba en ese lugar. Todo
estaba oscuro.

Después de diez minutos que parecieron muy largos, de pronto


vimos a lo lejos parpadear las pocas luces de los pasillos, hasta
que definitivamente se apagaron completamente. Nos pusimos
de pie, casi abrazados Julio y yo. Entonces, cerca de la
escalera que conducía al segundo piso, apareció una pequeña
luz verde que enseguida se transformó en azul. En esa luz
vimos formarse una figura, un hombre, uno que medía dos
metros, transparente y luminoso, y que avanzaba como si
flotara. Retrocedimos. Levanté la cámara fotográfica, pero los
nervios hacían que mis dedos se resbalaran. La figura
luminosa se acercaba. Julio me apretaba uno de los brazos.
Finalmente se me ocurrió levantar el collar antifantasmas,
pero la figura no se detuvo ni un centímetro. Ese fue el
momento en que comprendimos que lo más sensato en esos
casos, y más o menos en todos los casos semejantes, era huir
vergonzosamente. Así que con dos gritos bastante femeninos,
Julio y yo salimos corriendo despavoridos hacia la entrada del
Malí Temuco.

Cuando llegamos el corazón me rebotaba como bombo en el


estadio. Julio tenía los pelos de la cabeza levantados y
nuestros ojos parecían loza china. Le gritamos a Ramiro,
quien apareció detrás de la puerta. Por supuesto se negó a dar
un paso hacia los pasillos. Entramos a la oficina y cerramos
con llave, candados y seguro, y nos quedamos allí tratando de
calmarnos.

Nos considerarían unos cobardes por todo esto; en realidad lo


éramos. Pero hay que estar frente a un fantasma de verdad
como para dar una opinión. Nosotros habíamos estado a tres
metros de uno y no se podría calificar como una experiencia
grata.

Una hora después decidimos regresar a la casa.


En el camino de vuelta las calles estaban vacías. Sólo vimos
pasar a los camiones que abastecían a los grandes
supermercados. Toda la ciudad dormía sin preocuparse de
apariciones.

Antes de despedirnos le pedí a Julio que no contara nada de lo


ocurrido, necesitaba averiguar algo más antes del siguiente
paso que daríamos. Julio dijo que estaba tan impresionado con
lo que había visto, que seguro mañana se quedaba mudo. Lo
que más sentía, en todo caso, era que los collares de su abuelo
no habían servido de nada.
A pesar de todo dormí hasta tarde. Desperté con muchas
preguntas en mi cabeza, pero no dije nada. Me duché y acepté
el desayuno: una paila de huevo, queso en marraqueta, un
plato de harina tostada con agua hirviendo, azúcar y miel.

Don Armando se levantó también, estaba cansado de la cama.


Se sentía mejor, algo débil, pero podía ponerse en pie y así
salir a conversar con sus vecinos. Quien se demoró en
aparecer fue Gertrudis. Estuvo probándose toda la mañana
vestidos para su encuentro con Víctor. Por fin llegó con unos
jeans muy ajustados y una polera que decía: «Pan de azúcar».
La miramos como si se hubiera equivocado y en vez de
despertarse en Temuco, capital de la Araucanía, en pleno
invierno, lo hubiera hecho en Miami Beach. Ella levantó los
hombros y dijo: -¿Y? "

La lluvia, mágicamente y sólo para ayudar a Gertru,


desapareció por el momento. Recorrimos en un taxi avenida
Caupolicán y doblamos hasta encontrarnos con la plaza Aníbal
Pinto. Nos sentamos en un banco, que según Gertru era el
mismo donde siempre se sentaba con Víctor después de tomar
helados en la Confitería Central de calle Bulnes. Esperamos
10 minutos en los que ella me preguntó 34 veces cómo se
veía. Por mi parte, quise saber cómo era el tal Víctor.

—Es muy flaco y buen mozo —dijo ella.

Cuando apareció un señor muy gordo, con una barriga que


parecía una mochila al revés, ninguno de los dos lo reconoció.
Del Víctor que recordaba Gertrudis poco quedaba. Pero lo
peor estaba por venir, es decir llegó con el gordo Víctor, pues
junto a ese Víctor irreconocible caminaban de la mano dos
niños de no más de seis años cada uno.
—Mis dos hijos —los presentó.

Gertrudis no podía salir del asombro. No sé si por ver gordo y


mofletudo al ex ñaco de Víctor o porque dijera «mis dos
hijos». Víctor le contó que hacía siete años se había casado
con Matilde, una ex compañera de Gertru. En realidad, y eso
lo supe más tarde, ambas se odiaban desde el liceo. El asunto
era que ahora Víctor y Matilde eran felices, ambos engordaban
sin remordimientos, ella era buena cocinera, trabajaba en el
Hotel La Frontera, el más importante de los de la ciudad. Para
coronar el pastel, Víctor le confidenció arrugando los ojos,
como si fuera un tierno secreto, que habían «encargado» otro
hermanito para los dos que teníamos allá delante.

Por supuesto y como siempre, Gertrudis Astudillo se comportó


a la altura de las circunstancias, como si todo eso fuera
normal, como si nada le sorprendiera y fuera natural
encontrarse a su ex novio, el idéntico a Brad Pitt, convertido
en el Profesor Barriga, además de inmensamente casado y
feliz. Yo sabía, en cambio, que por dentro Gertru sufría; la
culpa, otra vez, la tendríamos nosotros los hombres.

Una hora más tarde estábamos en una cafetería, sólo ella y yo,
llorando las penas frente a dos cafés con leche. Al final
concluyó con su frase habitual, una que, a la larga, siempre la
hacía entrañable para mí, una que me servía siempre de
ejemplo de cómo comportarme en la vida y cómo superar las
adversidades:

— Una decepción más en la vida, Quique, una más, que le


hace el agua al pescado.

Como no quería volver todavía a la casa, le dije a Gertrudis


que me quedaría un rato por el centro. Ella se fue por calle
Bulnes contorneándose muy digna, atrapando las miradas de
los oficinistas y taxistas, del carabinero de la esquina y del
quiosquero. Porque una cosa era tener mala suerte en el amor
y otra la certeza de una nueva oportunidad.

Me quedé recorriendo las calles. Cerca del mercado municipal


encontré una cerrajería. Entré y le mostré al empleado aquella
llave que don Armando había encontrado en el suelo
momentos antes de que apareciera el fantasma del malí.

—A ver —me dijo, examinando la llave—. Estas son llaves


modernas, no se venden en cualquier parte.

—¿Pero a qué puede corresponder?


—No sabría decirte, pero parece una llave eléctrica.

—¿Cómo eléctrica?
— Me refiero a que no se usa para abrir puertas, sino para
paneles eléctricos, por ejemplo.
—Muchas gracias —dije y salí de allí.

Regresé a la plaza de Armas y pregunté dónde estaban las


oficinas del diario de la ciudad. El Diario Austral estaba frente
a la plaza. Necesitaba ver archivos antiguos. Me pidieron mi
carné de identidad y pasé hasta los archivos, donde permanecí
casi dos horas.

Durante el almuerzo estábamos todos en la mesa. Sólo


Gertrudis tenía una cara larga que llegaba al suelo, pero los
demás nos reíamos de los chistes que tía Nenita contaba.

—Como siempre, la comida está deliciosa —dije.


—Qué bueno que te guste —dijo tía Gladis, satisfecha.

—Así engordas un poco antes de volver a Santiago


—dijo tía Nenita.

—¿Qué te pasa, Gertrudis? Estás en la luna —preguntó don


Armando.

—Perdón, estaba pensando en... otra cosa —dijo ella.


Yo sabía en lo que estaba pensando en ese momento.

Nos preparamos con don Armando para la noche. Mientras


nos vestíamos de la mejor manera aproveché de hacerle
algunas preguntas:
—Dígame, ¿cuál es el apellido de Ramiro, su ayudante?
— Loyola, ¿por qué lo preguntas?

—Por nada —dije.


Gertrudis no quiso hablar conmigo y se encerró en su
dormitorio a escribir su diario de vida. En realidad no llevaba
ningún diario de vida, sólo se le ocurría escribir cuando le
sucedían cosas tremendas como la que acababa de ocurrir con
Víctor, así se desahogaba.

A las nueves de la noche estábamos listos para iniciar el turno


de guardia en el Malí Temuco.

Cuando llegamos nos quedamos en la oficina jugando a las


cartas. Ramiro y don Armando eran muy buenos. Después,
Ramiro contó algunos chistes que nos hicieron reír. Los tres
estábamos un poco nerviosos por lo que vendría, pero
tratábamos de que no se notara.

En un sillón de la oficina me eché a dormir un rato. Desperté a


las dos de la madrugada. Todavía quedaba una hora para la
aparición. Entonces nos preparamos. A las tres en punto
haríamos una ronda completa por el malí, don Armando y yo.
Ramiro se quedaría en la oficina.

Cuando llegó la hora le pregunté al papá de Gertru si se sentía


bien.

— Súper —me respondió, y salimos al pasillo central.


Caminamos lentamente con dos linternas. Cuando llegamos
hasta el otro extremo del malí, nada extraño había ocurrido.
Pero entonces vimos por los ventanales siluetas que corrían
por el exterior> Don Armando dijo:

—¿Viste lo que yo vi?

Apenas alcancé a decirle que sí, pues la voz me salía como


desde los zapatos.

Seguimos avanzando de regreso hasta el centro del malí,


donde antes se había aparecido el fantasma. Nos detuvimos
allí y esperamos. Entonces la iluminación pestañeó y se
extinguió por completo en el pasillo. Enseguida apareció una
luz verde que se convirtió en azul frente a nosotros, la que
formó una figura que parecía un hombre con un sombrero.
Don Armando tragó saliva. Yo tragué saliva.

— Quique —dijo susurrando don Armando— no deberíamos


salir corriendo ahora.

—No —respondí, y enseguida con voz más alta dije —


Luz...

— Sí, sí, la vi, esa luz es el fantasma.

No me había entendido. La aparición brillante y transparente


pareció darse cuenta y comenzó a avanzar hacia donde nos
encontrábamos. Con el papá de Gertru comenzamos
instintivamente a retroceder. Entonces, otra vez grité con más
fuerza:

—Luz.
Don Armando debió creer que me había trastornado, que la
aparición me había hecho perder los sesos. En ese instante
aparecieron casi 10 sombras por la escalera del patio de
comida del segundo piso. Luego, escuchamos carrerones y el
sonido del interruptor que provocó que todas las luces del
malí, incluidas las de las vitrinas, se encendieran de pronto.
Así, como todo se iluminó la figura del fantasma se
desvaneció, como si la tragaran desde el techo. Por delante de
nosotros apareció Julio Painemal y otros 10 mapuches con
cintillos en la cabeza y bastones. Dos de ellos traían atrapado
de los brazos a Ramiro.
—Parece que encontramos al fantasma del malí —dije cuando
Ramiro llegó hasta donde estábamos
—No entiendo —dijo don Armando.

— Don Armando, este es mi amigo Julio y su gente


—dije, presentándolo.

— Pero Ramiro... —balbuceó don Armando.

— Cada vez que aparecía el fantasma había una disminución


del voltaje de la electricidad del malí —le expliqué—. Desde
el segundo piso, Ramiro conectaba un proyector de rayo con
el que imitaba una figura como la de un fantasma. Los mismos
rayos que usaban los fines de semana en la discoteque.

—Pero... —dijo don Armando.

Le enseñé la llave que me había pasado y que había


encontrado en el piso del malí.
—Tenía razón con esta llave. Con ella se accede a los paneles
de control de luces de todo el malí, ahí instalaba su equipo.

— ¿Pero Ramiro para qué querría hacer algo así?


— Todo tiene que ver con su apellido, Loyola, ¿no es verdad,
Ramiro?

Ramiro movió la cabeza mientras lo soldaban para que


hablara.

—Yo no quería causarle un daño a usted, y don Armando, se


lo prometo.

Me adelanté y dije:

—Estuve esta tarde en El Diario Austral visitando los


archivos. Encontré la noticia cuando recién se inauguró el
malí, el caso del guardia i|ii< vio el fantasma en esa época: el
Cortado, cuso nombre completo es Eduardo Loyola.

Ramiro: se adelantó ahora— Es cierto, el Cortado es mi papá.


La empresa lo echó y nadie le creyó, por eso aproveché que
tenía este equipo de luces de la discoteque para usarlo y hacer
creer en el fantasma otra vez. Mi papá sufrió mucho y quería
que se le reconociera. Pero le juro, don Armando, que no era
nada contra usted.

— Está bien. Ramiro. De todas maneras este trabajo no va a


durar mucho más. Si volví a trabajar era para descubrir la
verdad, pero veo que ya sabemos lo que ha pasado.
-Nosotros nos vamos —dijo Julio con sus amigos, y después
de un grito de guerra mapuche nos dejaron a los tres sentados
en el banco del centro del malí, pensando en todo ¡o que había
ocurrido.

os fueron a dejar a la estación de trenes de Temuco.


Afuera todavía llovía y, nos habían advertido, cuando en el
sur llueve puede hacerlo hasta quince días seguidos.
Estaban tía Nenita y tía Gladis, don Armando y Julio
Painemal. Poca gente viajaba esa noche, pero en realidad
poca gente lo hacía en estos días en tren. Todo había
cambiado muy rápido en la ciudad y seguiría haciéndolo.
Nosotros regresábamos a Santiago, donde la vida era aún
más rápida, mucho más que en una ciudad de provincia.

Julio se acercó a despedirse:

— Ojalá que puedas volver a Temuco, Quique, para


mostrarte más cosas de los mapuches.
—Voy a volver —le dije.

—El abuelo Moisés te mandó este amúlelo, dice que es


para sobrevivir en Santiago —me entregó un amuleto de
cuero con una placa de cerámica.
Están llamando a abordar —nos dijo don Armando.

—Cuídese, papá, no trabaje mucho —le dijo Gertrudis a


su papá después a ambos.

Por su parte, tía Gladis y tía Nenita me volvieron a apretar


mi cara como de anunciar:

—Gladis y yo te hicimos algunas cositas para que no pases


hambre , que olía rico.
Cuando nos despedimos de don Armando me dijo, sólo
para que yo escuchara, que nunca más hablaría de
fantasmas. Estuve de acuerdo.

Subimos al tren. Pero antes, en la escalera. Don Armando


se acordó de algo más.

— Se me olvidaba —dijo—, antes de salir a la estación


llegó esta carta para ti, Gertrudis.

Le entregó un sobre de color damasco a Gertru.

—¿Una carta? ¿Y de quién? —preguntó ella, aunque


adivinamos enseguida de quién sería la carta.

— Venía por mensajero —dijo don Armando—, de un tal


Víctor.
ientras el tren enfilaba hacia el norte comencé a probar
esos ricos empolvados que las dos tías solteronas me habían
preparado. Estaban deliciosos. Cerré los ojos y pensé en todo
lo que habíamos vivido en esos días en el sur. Cuando los
volví a abrir, Gertrudis parecía triste, sobre sus dedos movía la
hoja color damasco de la carta. Le pregunté despacito,
tratando de no molestar:

—¿Qué decía la carta?

—La carta... decía que todo tiempo pasado fue mejor, eso
decía...

No he vuelto a la ciudad de Gertrudis y ganas tengo este


verano o el próximo. Julio Painemal me escribió y me envió
una bandera mapuche que tengo ahora en la pared de mi pieza.
Poco tiempo después de nuestro viaje ese invierno cerraron el
Malí Temuco, los negocios quebraron y fracasaron y el lugar
quedó abandonado durante mucho tiempo. Dicen que la
propiedad entera la van a vender para levantar edificios de
departamentos. También en la carta, Julio me contó que su
abuelo no resistió la ciudad y se fue a vivir al campo, muy
lejos, cerca de un lago, donde tiene las mismas gallinas y un
chancho. En Temuco ahora hay un malí grande, idéntico a los
de Santiago, y esperan seguir construyendo más y más,
edificios, tiendas, ampliando las calles. Con esos adelantos la
gente en la ciudad está feliz, eso dicen, pero yo, la verdad, es
que no creo que tanto.
ra el primer 18 de septiembre que pasábamos solos. Mis
papás aprovecharon la temporada de rebajas y se fueron a
Buenos Aires en una promoción que les pagaba el hotel, un
city tour y un paseo por los malls de Buenos Aires, que en
realidad son idénticos a los malls de acá o a los de cualquier
parte del mundo, pero igual mis papás se morían por ir a
comprar al otro lado de la cordillera.

Estábamos en la cocina tomando la once con mi hermana


Sofía y Gertrudis Astudillo, mi nana. Mi hermana aprovechaba
que no estaban mis papás y planificaba sus siguientes noches
fuera de la casa con su pololo Nacho, al que to dos odiábamos
en silencio, no porque fuera un mal tipo, sino porque no
hablaba o lo hacía a murmullos que nadie, salvo Sofía,
entendía. Mi mamá le preguntó un día a mi hermana si Nacho
era un estudiante extranjero porque no se le entendía nada. Mi
hermana se sintió ofendida y lloró porque no la
comprendíamos. Ella sí captaba cómo hablaba Nacho y lo
justificaba diciendo que era así porque sus padres eran
diplomáticos y nunca estaban en su casa; su madre era budista
y pasaba todo el día meditando. Tal vez por eso Nacho no
hablaba, porque su mamá se lo prohibía mientras ella
meditaba.

Esa noche mi hermana saldría con su pololo al cine, a ver una


película de un director iraní en la cual apenas existían los
diálogos, y la que me imaginé le encantaría a Nacho.

Mientras esperaba que la mantequilla se derritiera lentamente


en mi marraqueta tostada, en las noticias de la televisión
aparecían las protestas de los estudiantes de enseñanza media
para que bajaran el valor del pasaje de la micro. Entonces
escuchamos el teléfono del living. Mi hermana se fue a
atenderlo creyendo que sería su pololo. Con Gertrudis nos
preparamos para esas extrañas conversaciones a susurros que
podían durar una eternidad.

Pero no era él al otro lado del teléfono. Sofía regresó a la


cocina decepcionada y dijo con cara de botella de agua
mineral que se le escapa el gas:

—Buscan a un tal detective Quique Hache.

Nos miramos nerviosos con Gertru; se suponía que ese era un


secreto entre ambos.

—¿Para mí? —pregunté con voz de inocente que no entiende


nada, aunque sabía perfectamente la respuesta.

—¿Qué es eso de detective privado? —dijo mi hermana.


—Nada. Una confusión —respondí.

Sofía untó con mermelada light su rebanada de pan diet y


revolvió su café con sacarina.

—¿En qué líos estás, Quique? —dijo.


Salí al living a contestar el teléfono.

Del otro lado escuché una voz gruesa, ronca, como la de un


locutor radial de medianoche. Me pidió la dirección de mi
oficina. Como estaba nervioso y sorprendido por la llamada,
sólo se me ocurrió entregarle la dirección de mi casa.
Trabajaba como detective ocasional después de un curso por
correspondencia, lo que era un secreto entre mi nana Gertrudis
y yo. Del otro lado me dijeron que en media hora estaría por
allá la señora Blanca del Río, quien requería mis servicios de
detective. Tragué saliva y respondí:
—La espero —mi voz sonó natural, o por lo menos tan natural
como flor de plástico en un macetero.

Unos minutos después estaba en mi dormitorio revisando


cajones y carpetas. Entró Gertru con cara de desesperación,
una que le conozco y que es parecida a la cara de alguien
bajando una montaña rusa con la boca abierta.
—Pensé que se había acabado el asunto de los
detectives. Ella no sabía que otra vez había pagado un aviso
en el diario ofreciendo mis servicios al mundo.
Cuando me vio desbaratando los cajones preguntó:

—¿Qué buscas?
Buscaba el diploma de detective, lo había conseguido en ese
curso por correspondencia hacía dos veranos. Lo encontré. El
diploma tenía impresa la marca circular de una taza de café
justo en el centro, pero con un poco de liquid paper no se
notaría.

— En unos minutos más viene una tal señora Blanca del Río,
dice que quiere contratar los servicios de un detective privado.

—¿A la casa?

—En realidad le dije que era mi oficina, así que hay que
transformarla en algo que se parezca a una oficina. Para eso
necesito mis diplomas. Y tú serás mi secretaria.
Gertru, que es solidaria y comprensiva, me respondió:

—Jamás de los jamases.

— Te necesito como mi secretaria para que no sospeche esa


señora.
—Jamás de los jamases —insistió Gertru, echando fuego por
los ojos. dejamos los muebles en un rincón del living.
Instalamos una mesa en el centro con tres sillas por delante y
una detrás, como si se tratara de un escritorio. En la pared
pegué con scotch el diploma de detective privado y otro de las
olimpiadas del colegio, el que sólo me habían otorgado por
participar en una carrera de ensacados.

Unos minutos después golpearon a la puerta. Por la ventana vi


un elegante automóvil color verde musgo con vidrios negros.
Varios vecinos en la vereda de calle Juan Moya miraban con
admiración el automóvil, acostumbrados a los miles de Opel
Corsa y Toyota de segunda mano de nuestra vereda.

Abrí la puerta y apareció un señor elegante, como los


mayordomos de las películas. Resultó que era, justamente, el
mayordomo de la señora, la que enseguida se bajó también del
automóvil vestida con ropa elegante, un abrigo de pelos largos
y collares; la ropa que nunca usaría mi mamá, no porque
amara a los animales, sino porque no tenía plata para pagar la
fortuna que la señora llevaba encima.

— Se ve muy jovencito para ser detective — dijo el


mayordomo con cara de mayordomo.

—En esta profesión no hay edad —respondí.

Sin esperarlo, de improviso, después de entrar a la casa-


oficina, Blanca del Río comenzó a llorar; eso sí, lloraba de
forma diferente, es decir, lloraba con elegancia.

Desde la cocina apareció Gertru, mi asistente. Llevaba una


libreta de notas esperando que le dictara o sólo para tomar
apuntes de la conversación. A Gertru le gustaba actuar, había
realizado cursos para actriz aficionada en el Centro Cultural
de Ñuñoa. Delfina Guzmán, la actriz de la televisión, la
felicitó por una obra en que Gertru tenía sólo una línea, pero
en la que actuaba estupendamente. Delfina Guzmán le había
dicho que su actuación era «regia», estirando la erre. El sueño
de Gertru era que la descubrieran y le dieran algún papel en
una telenovela. Se conformaba con el rol de nana en una
telenovela, una nana, por ejemplo, que ayudara a la
protagonista, se transformara en su confidente, y que luego el
guardia de la cuadra se enamorara de ella y resultara
finalmente ser el hijo de un millonario, ese tipo de
argumentos.

Gertru creía en los personajes que representaba, por eso ese


día parecía la secretaria más eficiente de una agencia de
detectives.

—La escucho, señora —le dije a Blanca del Río cuando


detuvo el llanto que parecía no acabar a pesar de su elegancia.

—Me han robado al señor Robinson —dijo, y no pudo evitar


volver a llorar.

El mayordomo, a quien nadie le había pedido su opinión,


levantó una mano vendada y dijo:

—La policía no quiere hacerse cargo del secuestro; por eso,


después de leer su aviso en el diario, acudimos a usted.

Extrajo una fotografía. Alrededor de la figura dibujada de


Winnie de Pooh aparecía la frase: «Un nuevo amiguito», y en
el centro la fotografía de un gato blanco y gordo, tal vez el
más gordo que había visto.

—Le presento al señor Robinson —dijo el mayordomo. A la


señora Del Río era la dueña de la botonería más grande de
Santiago, con sucursales repartidas en toda la ciudad, es decir
tenía mucho dinero. Hacía cinco años se había separado de su
marido, el que vivió mucho tiempo sin trabajar ni hacer nada
gracias al negocio de los botones. Un día la señora se dio
cuenta y deshizo el matrimonio. En reemplazo del marido
compró al señor Robinson, un enorme gato blanco que
engordaba en una vitrina y que nadie se atrevía a comprar por
su precio y peso. Para la señora Blanca del Río eso no fue un
problema y durante los siguientes cinco años fue el confidente
más cercano que tuvo. Pero el gato tenía algo en común con su
ex marido: no hacía nada más que dormir y comer, pero
también era intratable y no soportaba a nadie más que a la
señora.

El mayordomo me mostró su mano vendada, era la última


caricia del gato antes de que lo robaran. Hacía 10 días la
señora Del Río debió viajar fuera del país, y consideró
entonces que lo mejor era dejar a su mascota en un hotel de
animales en Vitacura, cerca de la Clínica Tabancura. Cuando
fueron a reclamar el gato, de regreso del viaje, le dijeron que
alguien se había adelantado y lo había retirado. La policía no
quiso saber nada del asunto; a pesar de los millones de la
señora Del IVÍO, tenían asuntos más importantes de que
ocuparse. Entonces, ella vio mi aviso en el diario, llegó a mi
casa, me extendió un cheque y me dio una orden: encontrar a
ese gato gordo y agresivo antes de que ella se muriera de pena.

Justo en el momento en que la señora Del Río y su


mayordomo se disponían a salir de mi casa oficina y Gertrudis
tomaba notas fingiendo que escribía, tocaron a la puerta.
Gertrudis me miró, sonrió como secretaria cuando escucha
que golpean a la puerta de la casa que no es una oficina.

Abrí la puerta. Al otro lado estaba mi hermana.


— Se me quedó el bolso de... —no alcanzó a decir nada más
antes de que le cerrara la puerta a centímetros de su cara.

El mayordomo me miró, la señora Del Río me miró y


Gertrudis miró hacia otro lado.

—La colecta... —dije—, en esta oficina no estamos de


acuerdo con ninguna colecta, en eso somos muy claros, nada
de colectas públicas. ¿Verdad, señorita Gertrudis? —Trae mala
suerte —respondió ella.

( va arriba de una de esas micros nuevas, de esas que parecen


dos pero que en realidad son una sola, largas como gusanos,
por avenida Apoquindo hacia el oriente. En las esquinas nos
detenían los malabaristas que lanzaban al aire desde cuchillos
hasta pollos desplumados. Los automovilistas miraban a los
malabaristas con caras aburridas.

Avanzamos por avenida Las Condes. Bajé del bus antes de


llegar a la Clínica Tabancura. En una casa con aspecto de
jardín infantil estaba el Hotel de mascotas Bed and Pet. Entré
y enseguida olí algo extraño que venía desde el interior, no era
un olor a flores, sino a animales. Una secretaria con espinillas
en la cara y chasquillas alzadas como se usaba antes, hace 15
años, me recibió sin despegar la vista de su computador.

—Buenos días, venía por...

No alcancé a nada más. La encargada revisó una lista en un


computador.
— ¿Nombre de la mascota? ¿Descripción? — dijo.

—No venía a eso, sino por el asunto de un gato que tuvieron


ustedes hace una semana, el señor Robinson.
La secretaria despegó los ojos del computador y por primera
vez me observó como una máquina fotocopiadora.

—No me diga que es periodista. No sé cómo dan el cartón a


gente tan joven.

—En realidad...

—Le voy a decir algo, pero no me cite con mi nombre, se lo


ruego. Aquí... —miró alrededor suyo como si alguien nos
pudiera escuchar, pero sólo escuchábamos a lo lejos los
ladridos de perros y a un papagayo afónico— en la empresa
están preocupados por el robo de ese gato. La dueña, la
millonaria, la señora Del Río, tiene influencias, y ana demanda
hoy no es un chiste. Pero esto se lo cuento a usted nomás, no
me vaya a citar en el reportaje.

Como no tenía alternativa le seguí el juego.

— Sólo quería que me confirmara un dato: ¿quién vino a


retirar al señor Robinson ese día?
—¿No lo sabe? ¿Quién cree? El señor Del Río.

—Pero el señor Del Río está separado de la señora Del Río, su


mujer. Además, parece que él vive en el extranjero.

—Mire, señor periodista, aquí en los registros tenemos


firmado a un señor Esteban del

Río, por eso se lo entregamos a él cuando vino; o sea, la culpa


no fue del hotel.

—Pero cualquiera podría haber venido y dar el nombre.


—Ah, no sé yo. Se identificó como el señor Del Río, ¿por qué
íbamos a dudar?
—¿Pero se acuerda de algo especial en él?

Se echó un lápiz marca Bic a la boca antes de responder.

—Me acuerdo de ese señor porque cojeaba de una pierna. No


sé si eso puede servirle, señor periodista.
proveché el viaje por el barrio alto de la ciudad y me
fui al Malí Alto Las Condes. Por supuesto, eso me hizo
recordar a mis papás sufriendo en los malls de Buenos Aires,
cansados de comprar, cansados de llevarse ofertas que ni
siquiera les interesaban pero que había que aprovechar porque
el cambio les favorecía.

Un guardia del malí me indicó el tercer piso cuando pregunté


por tiendas de animales. Subí por una escalera mecánica. Los
pasillos estaban llenos de brasileños que, como mi papá en
Argentina, venían a comprar al país porque era más barato.

Los animales de la tienda, sobre todo los cachorros de perros,


estaban adentro de cajones de vidrio, con caras suplicantes
para que alguien se apiadara de ellos y se los llevara. El olor
era parecido al del hotel de mascotas, aunque aquí un
empleado, disimuladamente, se paseaba por el lugar con un
desodorante ambiental con aroma a bosque silvestre que
confundía los demás olores.

Me atendió otro empleado con trenzas rastafari. Le entregué la


fotografía del señor Robinson y le pregunté:
—¿Qué tan caros son estos gatos?

El empleado lo observó detenidamente, respondió con una voz


suave y con olor a no precisamente un cigarrillo, pero algo
parecido.

—Nosotros tenemos unos gatos persas muy bonitos, no como


éstos.
—¿Pero qué tan caro puede llegar a costar este de la foto?

—Nosotros vendemos gatos de raza, y el de esta foto


que me muestra es uno común y corriente, fácil de encontrar
en la calle.

Abrí los ojos sorprendido.

—O sea, es un simple gato callejero.

— Exactamente —sostuvo otra vez la fotografía del señor


Robinson e indicó un detalle—: En todo caso, lo caro es el
collar que lleva, vale millones.

—¿El collar?

Examiné la fotografía. Se distinguía un collar luminoso y


brillante en el que antes no me había fijado.

—De ese tipo valen millones —contestó con una sonrisa que
mostraba todos los dientes, como si estuviera o quisiera estar
en una playa de Jamaica echado en la arena.

Llegué a mi casa en Ñuñoa justo cuando Gertrudis levantaba


el teléfono y del otro lado de la cordillera mi papá saludaba
con acento argentino después de apenas dos días en Buenos
Aires.

— Sí, sí, aquí está estudiando —le contestó Gertrudis,


mirándome nerviosa.

Estábamos en vacaciones del Dieciocho, tragando centenares


de cuecas y empanadas, chicha, Parada Militar y fondas. A
nadie se le ocurriría que yo estaría repasando materias para el
último tercio del año en el liceo. Entonces, mi papá sospechó
y pidió hablar conmigo:
— Nada de jueguitos, Quique, le obedeces a Gertrudis y a tu
hermana.

Le dije que todo estaba bien. Le pedí que me comprara unos


libros de Asterix, los que eran más baratos allá, y uno de
Tintín que me faltaba: Tintín en el país del oro negro.
Colgamos y me fui a la cocina a comer una empanada con
mucha cebolla y pasas enanas.

Gertrudis había decidido no seguir el difícil camino de la


actuación. No era la forma de obtener el éxito y el dinero con
el que esperaba traer a toda su familia de Temuco. La fórmula
era ahora otra: entrar a un reality show de la televisión. Lo
había estudiado muy cuidadosamente, esa sería su meta de
ahora en adelante. Gertrudis Astudillo era una morena alta y
buena moza, cuando iba por la calle le silbaban y los hombres
le observaban el trasero, que según la misma Gertru es lo
mejor que tiene.

Le conté entonces todo lo que había averiguado del señor Del


Río en el barrio alto. Antes le había preguntado por teléfono a
Alamiro, el mayordomo de la señora, detalles de su antiguo
patrón. Me confirmó que cojeaba levemente debido a un
accidente en moto cuando era joven. Todo coincidía, entonces.
Caso resuelto. A cobrar. El culpable era Esteban del Río, que
quiso vengarse de su mujer y por eso secuestró al gato. Sólo
faltaba un detalle: el gato.

Desde hacía cinco años, Alamiro no veía a su antiguo patrón.


La explicación de todo lo que estaba ocurriendo era simple: el
collar del gato valía millones y el señor Del Río necesitaba
dinero. Dos más dos, igual cuatro.
Desperté con unas bulliciosas cuecas que le gustaba
escuchar en esa fecha a Gertru: una del gordo Loyola, otra de
los lagos de Chile y la de adiós Santiago querido. Esa música
emocionaba a Gertrudis y enfurecía a mi hermana, que se
lamentaba de haber nacido en Santiago de Chile y no
en París.
A Gertru las cuecas le recuerdan a un pololo en Temuco, quien
la abandonó por una carabinera. El pololo era un experto
bailarín de cueca, ganaba todos los concursos regionales, hasta
que, en un mes de septiembre, se fue a Curicó a la final
nacional de cueca. Todo iba bien, según la Gertru, pero en ese
lugar conoció a la carabinera que cuidaba
el gimnasio donde se realizaba el evento. Fue amor a primera
vista, él le dedicó una cueca con zapateo y ella se puso
colorada. Al final, él no ganó el campeonato nacional, pero se
quedó con la carabinera. Dos meses después se casaron.
Mientras tanto, Gertru se quedó en Temuco muerta de amor y
celos.

Le pedí a don Artemio que me llevara. Él maneja un taxi, pero


lo hace casi por diversión porque es jubilado de la Armada de
Chile. Vive cerca de mi casa, en avenida Grecia con Juan
Moya. Como le encanta manejar me aseguró que le venía bien
un paseo por el barrio alto.

Nos fuimos entonces por Américo Vespucio, cruzamos un


puente grande y luego nos internamos por La Dehesa, por
calles que no conocía, bordeando los cerros. Allí se veían
casas grandes, todas con piscinas y varios automóviles en los
estacionamientos. A don Artemio no le molestaba llevarme
porque decía que él toda la vida navegó por los canales del sur
de Chile en una barcaza de la Armada, por eso le gustaba
manejar su taxi, se aburría si se quedaba en su casa mirando
en la televisión el fútbol español o la liga inglesa. Como
seguía siendo un marino, cada vez que indicaba algo utilizaba
su terminología de navegación.

—A babor se encuentra el río Mapocho. A estribor el cerro.

Por fin llegamos a la casa de la señora Del Río. Desde allí,


mirando hacia abajo, la vista de Santiago era espectacular pero
lejana, con sus calles parejas, con el sol del mediodía y los
automóviles pequeñitos. Me bajé del taxi y don Artemio dijo:

—Me quedo esperándolo, marino.

Me recibió en la puerta Alamiro, el mayordomo. Se sorprendió


de verme. Todavía llevaba su mano vendada. Cuando le
pregunté cómo estaba la herida me dijo que cada vez que se
observaba las vendas se acordaba del señor Robinson y de su
mal humor, así que era sincero cuando me decía que estaba
feliz porque alguien se lo había llevado de esa casa.

La mansión era enorme y antigua. A diferencia del exterior,


adentro de la casa parecía el Polo Sur. Pero no sólo por frío.
Todo parecía oscuro, los muebles antiguos, tristes, pasados de
moda. El mayordomo me advirtió que perdía el tiempo porque
la señora Del Río estaba con unos amigos en Colina, en un
almuerzo campestre.

—En realidad venía a conversar con usted —le dije—. Quiero


que me cuente del señor Del Río, necesito más detalles.

El mayordomo me hizo pasar a una cocina enorme, del


tamaño de mi casa entera. El piso parecía un tablero de
ajedrez, con cuadrados negros y blancos. Me dejó por delante
un vaso de leche cultivada con sabor a frutilla.
—La señora Blanca se separó de su marido porque él era un
inútil, pero además porque era un alcohólico.

—¿Y qué sabe de ese collar que llevaba el gato?

—Ese collar se lo regaló hace muchos años el mismo señor


Del Río a la señora, pero eso hace tiempo.

—¿Y qué le parece si le digo que al señor Robinson lo robó el


propio marido de la señora?

—Al señor Del Río no le gustaban, según me acuerdo, los


animales. Cuando se separó de la señora quedó sin nada.
Instaló una oficina de propiedades en el Caracol de Irarrázaval
con Pedro de Valdivia, pero quebró casi enseguida.
—¿Y no sabe dónde estará ahora?

—Dicen que se fue del país, otros lo han visto en algún bar
por Irarrázaval, pero yo prefiero no meterme en eso.

Salí de la casa. Don Artemio me esperaba en su taxi


durmiendo con la boca abierta, soñando con alta mar.

Cuando llegué a la casa nadie me esperaba. Era el pago a un


detective privado después de un día de trabajo. Me fui a ver la
televisión. Los estudiantes seguían en una huelga eterna. En
las noticias apareció entonces una «historia extraordinaria»,
así les llamaba mi papá a las historias curiosas. Esta era sobre
un perro y su amo. El amo vivía en Nueva York, pero por
trabajo debió viajar a establecerse a Los Ángeles; es decir,
debió cambiarse a una ciudad al otro extremo del país. El país,
por supuesto, era Estados Unidos, donde siempre pasan
historias extraordinarias. Las historias tristes, las malas
historias o las que terminan mal, ocurren sólo en los países
como el nuestro. El amo del perro se cambió a un trabajo en
Silicon Valley, un lugar donde van a parar los genios de la
computación, aunque al parecer este no era un genio pero sí un
buen vendedor de computadores. Entonces debió dejar a su
perro con un vecino y olvidarse para siempre de él. Ocho
meses después, cuando el amo trabajaba en una tienda de
computadores, en un pueblo de California con nombre en
castellano, salió a almorzar. A su regreso se encontró en la
vereda, echado en la puerta de su negocio, a su perro. Ni él ni
nadie supieron cómo llegó hasta allí. Al vendedor de
computadores lo entrevistaron en la televisión y lloró frente a
la cámara. El perro, en cambio, sólo se veía algo cansado. Esa
era una historia extraordinaria.

De pronto apareció Gertru vestida elegantemente, seguida de


Sofía, mi hermana, que la miraba como diciendo: «Todo esto
es mi obra». El vestido era nuevo. Gertru llevaba un
maquillaje en la cara que la hacía verse extraña.

—¿Qué tal? —preguntó, esperando lo que toda mujer espera


después de una pregunta como esa, la que tiene una sola
respuesta posible.

—Estupenda —dije—. ¿Adónde vas?

Mi hermana me hizo un resumen. Había aparecido otra vez el


profesor Araneda, del Colegio San Agustín de Ñuñoa, quien
antes la había invitado varias veces a salir. El profesor era
elegante y culto, pero, por largas temporadas, des-aparecía. Al
parecer, como los volantines, en septiembre había vuelto. Esta
vez la había invitado al cine de La Reina, a ver una película
donde actuaba el mismo actor de la película Titanic, aunque
ahora no se moría en la película.
Aproveché para advertirle en secreto a

Gertru que tenía que ayudarme al día siguiente con el caso del
gato perdido, pero ella en esos momentos estaba en las nubes.

Cuando el profesor Araneda llegó, dejó un aroma a colonia


Rodrigo Flaño por toda la casa. Se fueron al cine en La Reina;
yo, en cambio, sin nada más que hacer, me fui a acostar.

Al día siguiente era 18 de septiembre, Día de la Patria. Tal vez


por lo anterior me quedé dormido hasta las doce del día, hora
en que otra vez debí soportar las cuecas de Gertru. Mi nana
estaba feliz, todo había resultado perfecto la noche anterior
con el profesor. Y como ocurría siempre que se enamoraba
súbitamente, aseguró con las manos en el corazón que sí, que
esta vez era el hombre de su vida. No sería yo quien le
arruinara la felicidad diciéndole que le había escuchado decir
antes lo mismo casi una docena de veces.

Antes del almuerzo me fui hasta el centro de Ñuñoa, por


avenida Irarrázaval. Allí me informaron de los bares más
concurridos. Llegué hasta Los Cisnes, bajando hacia Macul.
El bar era oscuro; además de ofrecer lo habitual para beber,
vendían huevos duros. Me acerqué al empleado, que sonreía
como si se hubiera ganado la lotería.

—Busco al señor Del Río, me dijeron que a veces viene por


aquí.

Se le borró enseguida la sonrisa. Me había conseguido una


fotografía con el mayordomo de la señora Del Río. Al hombre
del mostrador se le cayó aún más la cara y le cambió
abruptamente por un rostro cuadrado, como un pedazo de
piedra recién expulsada de un volcán.

-A ese señor no lo queremos ver en este lugar.


—¿Por qué?

—Nos inventaba historias y nos pedía dinero prestado. Un día


nos dijo que tenía que operarse en Cuba porque le habían
encontrado un tumor. Todos nosotros aquí en el bar hicimos
una colecta para ayudarlo. Un mes después, de pronto,
sorpresivamente estaba sano y sin viajar a Cuba; así que no lo
queremos ver más.

—¿Y no sabe dónde lo puedo encontrar?


—En otro bar, eso es seguro.

Salí de allí. Don Artemio el taxista me hizo un recorrido por


los bares de la comuna, los más importantes.

Cuando iba en el bar número cinco, el Manhatthan de avenida


Irarrázaval, encontré a Esteban Del Río.

E1 señor Del Río estaba en la mesa del fondo de aquel


bar. En la radio se escuchaba una canción de Ricardo
Montaner, una que a mí me parece horrible pero que a
Gertrudis, en cambio, le recuerda a otro gran amor que tuvo en
Temuco y del que no se ha podido olvidar, a pesar de haber
tomado unas hierbas medicinales de un doctor de la Plaza de
Armas, unas que curaban los males de amor a distancia. El
doctor de la plaza que le vendió esas hierbas, más tarde
apareció en la televisión acusado de tener una fábrica de
DVD's piratas en Estación Central.

En persona no se veía muy bien Esteban del Río, más bien,


digámoslo, tenía aspecto acabado, como si un carro del metro
de Santiago hubiera pasado sobre él varias veces. Estaba solo
en una mesa, tomando una copa y no dejaba de mirarla
fijamente como si fuera de oro. No estaba borracho todavía,
según me dijo el empleado del bar, necesitaba dos copas para
emborracharse, y todavía estaba en la primera. Aproveché y
me presenté:

—¿El señor Esteban del Río? Vengo a hacerle unas preguntas.

Del Río me miró como si fuera un enviado de Ganímedes,


pero enseguida pareció no importarle, estaba acostumbrado a
todo lo que se le presentaba. Desde hacía cinco años su vida
iba en bajada, como si fuera sobre patines en línea, así que no
le sorprendía lo que le pasara, sabía que todavía podía seguir
bajando un poco más.

Me contó que trató de trabajar en una corredora de


propiedades. Todavía tenía la oficina, pero prefería que la
ocupara un socio más confiable que él. De eso vivía, mientras
tanto se alojaba en una casita arrendada detrás del Estadio
Nacional. Recordaba con cariño y nostalgia sus comodidades
anteriores y el amor de la señora Del Río, pero reconocía que
ella tenía razón, que su verdadera realidad era lo que vivía
ahora, sentado en un bar, tomando alcohol temprano en la
mañana.

—Quiero hacerle una pregunta —le dije.

—Dígame.
—Estará enterado de que luego de su separación su ex mujer
compró un gato.
— Sí, un gato gordo y feo —dijo con rabia.

—De eso venía a preguntarle. Alguien se robó el gato y de


pasada un collar que llevaba. La señora Del Río me mandó a
investigar el asunto.

El señor Del Río me quedó mirando sin entender.

—Cuando me separé nunca más vi a mi ex mujer. Supe de ese


gato, pero a mí no me gustan los animales, les tengo fobia,
cada vez que estoy cerca de uno comienzo a estornudar.
—¿Usted no tiene entonces al señor Robinson?

—¿Señor Robinson? No, no tengo a nadie con ese nombre, en


realidad a nadie con ningún nombre.

Nos quedamos mirando a los demás que bebían, todos


solitarios y tristes en un bar oscuro. Entró un niño y nos dejó
un santito con la imagen de San Tadeo, pero como no le dimos
nada a cambio salió de allí llevándose el santo de papel.
Esteban del Río se acercó a mí y me dijo:

—¿No tendrías unos pesos para pagar otra copa?

Al día siguiente era 19 de septiembre, Día del Ejército.


Cuando era chico me gustaba ver la Parada Militar. Pero hay
que reconocer que es de los actos más aburridos que existen,
sobre todo si se ve por televisión, pero a mi papá le gustaba; él
alguna vez fue cadete de la Armada, pero cuando era muy
joven. Por supuesto, mi mamá aclaraba que había alcanzado a
estar sólo tres semanas en la Escuela Naval. Volvió a la casa
porque echaba de menos a su familia. Pero para él era como si
hubiera vivido toda una vida en el mar, con barcos y
uniformes.

En realidad era triste pasar un Diecinueve sin mis papás, sin la


obligación de ver ese desfile en la televisión, que, como todos
los años, era siempre el mismo, y, como todos los años, el
comentarista de la televisión siempre lo definía como
«gallardo». Echaba de menos a mi papá, perdido en una selva
de malls en Buenos Aires.

Ese día almorzamos con Gertrudis, la que seguía muy alegre.


De la película de la otra noche poco se acordaba o poco le
importaba. Dijo que el profesor Araneda era un caballero, y
muy culto; sabía el nombre de la capital de Nigeria. Es decir,
ella le preguntaba cualquier país del mundo, sin saber si
existía siquiera, y él le respondía enseguida con el nombre de
la capital. Pero, además, según Gertru, el profesor era
«encantador».

Mientras mi hermana se fue a hablar por teléfono con su


pololo casi mudo, aproveché para explicarle a Gertru que una
cosa era su profesor y otra distinta era el trabajo de detective;
por lo tanto, tenía que ayudarme siguiendo una pista esa
misma tarde. Gertru miró al cielo y reclamó con su frase
preferida:

—Dios mío, dame tu fortaleza. Nos subimos al taxi de don


Artemio, a quien tampoco le gustaba mirar la Parada Militar,
según él porque le recordaba su pasado como marino,
uno de verdad, no como el de mi papá y sus tres semanas
cerca del mar.
Llegamos por las calles de tierra de La Dehesa. Nos quedamos
esperando a un costado del camino, a pocos metros de la casa
de la señora Del Río. Cuando Gertrudis quiso comenzar a
protestar, vimos el auto verde musgo, el de vidrios
polarizados, salir de la casa. Por supuesto, como en las
películas, le dije a don Artemio: —Siga a ese auto.

Nos acercamos a Santiago rodeando el cerro San Cristóbal.


Bajamos por Bellavista y subimos por Recoleta. El viaje fue
largo, pero don Artemio era un buen piloto y nos entretenía
contando historias de su época de marino.

En un supermercado de calle Independencia vimos como el


auto que seguíamos se detuvo en los estacionamientos.
Nosotros también lo hicimos a una distancia razonable. Vimos
bajar del auto a Alamiro, el mayordomo, pero con una ropa
diferente, con jeans y una chaqueta de motociclista. Entró al
supermercado. Lo seguimos con Gertrudis. Al principio
pareció que lo perdíamos, pero después lo encontramos en la
sección de carnicería comprando carne molida. Nos
escondimos en el pasillo siguiente. Pero justo cuando
doblábamos, vimos en el otro extremo, cerca de las piñas y las
naranjas, al profesor Araneda, el posible o casi pretendiente de
Gertrudis Astudillo. A ella se le iluminó la cara como en un
bautizo, pero enseguida se le apagó con la misma velocidad.
Junto al profesor vimos, aferrada a su mano, a una señora
gorda y a dos niños arriba de los carritos de compras. El
profesor no alcanzó a vernos. Gertru quedó paralizada. Si
existieran los rayos paralizantes, Gertru hubiera sido una
buena promotora de ellos en ese momento. No se movía, tenía
la boca abierta como si le hubieran dado un golpe en la cabeza
con un bate de béisbol.
Al final del pasillo vi al mayordomo avanzar hasta las cajas.
Arrastré a Gertru conmigo, ella me siguió como cordero.

Seguimos por la vereda llena de vendedores de calcetines y


pantys. Como Gertru parecía todavía choqueada, preferí entrar
con ella a una fuente de soda donde sonaba por los
altoparlantes un reggaeton. La dejé sentada con una botella de
Fanta por delante y con la mirada pérdida. Le dije que
volvería, que no se preocupara, que todo se arreglaría, aunque
sabía que lo del profesor Araneda significaría varias semanas
de consuelo por otra desilusión amorosa, la número 467
Por supuesto, tenía rabia contra el profesor Araneda y su
engaño, pero tampoco tenía tiempo para preguntarle. Dejé a
Gertru ahogando sus penas en la Fanta light y me escabullí.

El mayordomo me había sacado ventaja, pero alcancé a verlo


entrar a un edificio. Me acerqué: no tenía ventana, sólo una
puerta metálica por delante. La casa vecina parecía llegar a
una ventana lateral de la bodega. Entré al patio de la casa y me
recibió un perro de una raza difícil de imaginar, que me ladró
sin ganas y sin atreverse a atacar. Después me di cuenta que
estaba cojo y le faltaba la cola; es decir, durante su vida había
pasado por muchas cosas, así que se tomaba con calma su rol
de guardián. Seguí por el patio con el perro detrás. Junté unos
cajones y unos neumáticos viejos. Me acerqué a una ventana
que le faltaban los vidrios y salté hacia el otro lado.

Llegué hasta una habitación oscura que olía a aceite de


motores. Al fondo escuché un televisor encendido donde
reconocí las bandas militares con sus marchas, las mismas de
siempre en el parque O'Higgins. Decidí primero revisar el otro
sector de la bodega. Crucé por varias puertas: encontré
automóviles inservibles y carteles antiguos donde aparecía el
nombre de la botonería de la señora Del Río. Probablemente
ese lugar era una bodega de la fábrica. Entonces escuché un
maullido, de esos que vienen de un solo animal conocido: un
gato.

Allí estaba el señor Robinson, en una jaula de madera,


mirando con cara de indiferencia y seriedad, como lo hacen
todos los gatos que conozco, pero, además, con cierto
atrevimiento de saberse un gato importante y no cualquiera de
la calle, aunque naciera y se criara en la calle, peleando con
otros gatos, defendiéndose o atacando por un pedazo de
pescado frito.
Abrí la puerta de madera. Al principio el señor Robinson se
intranquilizó; no quería ser liberado por un extraño. Cedió y
volvió a ser un gatito de salón, permitió que lo tomara en
brazos y lo sacara de esa jaula. Pero también era un gato
astuto, un gato-zorro, si es que se puede decir así. Cuando
sintió que estaba libre, se revolvió en mis brazos, me lanzó
dos zarpazos que me dejaron adolorido y subió por unas cajas
de cartón hacia lo alto de la bodega. Podría haber intentado
convencerlo de que bajara de allí, pero el escándalo que hizo
fue suficiente para que lo escuchara el barrio completo.
—El detective privado — dijo Alamiro, el mayordomo, en la
puerta de la bodega. Llevaba una pedazo de madera que
parecía un travesaño de arco de fútbol.

Estaba acorralado. Mientras, arriba en las cajas de cartón, el


señor Robinson parecía reírse, contento por todo lo que había
causado, pero más contento aún porque no estaba prisionero
en la aula.

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —me dijo amenazante el


mayordomo.
— Lo seguí. Sospeché de usted el día que lo conocí por la
venda que traía.

Se observó la mano vendada.

—Ese gato me las va a pagar —dijo mirando hacia arriba en


las cajas.

—El primer día tenía la venda en la mano izquierda, pero la


ocasión que fui a verlo a la casa de la señora Del Río la
llevaba en la otra mano, en la derecha; por lo tanto, el gato lo
había atacado dos veces.

El mayordomo movió la cabeza antes d( responder.

—Ese gato tenía todos los privilegios en la casa, sólo quería


deshacerme de él, no tenía idea lo del collar —del bolsillo
extrajo el collar que antes debió llevar el señor Robinson—. A
mí la plata no me interesa como a los Del Río, sólo quería que
me trataran dignamente.

Volvió a levantar el travesaño amenazante y avanzó hacia a


mí.

—Te voy a encerrar en la jaula y voy a acabar de una vez con


ese gato —dijo, avanzando mientras yo retrocedía.

— Quiero decirle algo... —alcancé a exclamar antes de que


una botella de Fanta le cayera en la cabeza a Alamiro. Detrás
apareció Gertrudis Astudillo, con cara de querer vengarse de
todos los hombres, eso incluía al profesor Araneda y a
Alamiro. El mayordomo se vino al suelo como si le hubieran
puesto anestesia.
El ruido debió asustar al señor Robinson, dio dos saltos de
gato trapecista, se colgó de otras cajas y llegó hasta la misma
ventana por donde yo había entrado a la bodega. Lo último
que alcanzamos a verle fue su cola blanca.

Del bolsillo del mayordomo rescatamos el collar del gato.


Nos fuimos por las calles de la Vega Central. Gertrudis no
quería hablar ni una palabra. Me dijo que desde ese momento
no hablaría con nadie del sexo opuesto, incluido yo; todos los
hombres éramos unos traidores. No sé por qué pero sentí que
tenía toda la razón.
Revisamos el barrio pero no pudimos encontrar al señor
Robinson. Antes de irnos llegamos hasta una casa donde una
señora barría echando agua en la vereda para que el polvo no
se levantara. Por la puerta abierta pudimos ver que la casa, la
que parecía pequeña, era extensa hacia atrás, y desde allí
asomaban sus cabezas varios gatos. Le preguntamos por el
señor Robinson. La señora, con ondulines de colores en la
cabeza, nos dijo con una sonrisa:

—Conozco como a tres gatos con esa descripción.

Pasen a verlos ustedes mismos.

Entramos a la casa. El interior y el patio de la casa eran


enormes. Tenía muchos árboles y el pasto allí era de un metro
de alto. Al final del patio vi un gallinero. En el pasto, arriba de
una mesa, debajo de un parrón de uvas, por todas partes se
movían gatos de todos los colores y formas.
—Hace cuatro años recogí dos gatitos —dijo la señora de los
ondulines con cara de santa—, desde entonces llegan a esta
casa y no puedo sino recibirlos; ahora tengo 23 gatos y a todos
los quiero por igual. A todos los conozco por sus nombres. Por
ejemplo, ese se llama Barrabás, esa otra Iris, ese Melquíades,
ese Sombra...

Comprobamos que los tres gatos que se parecían al señor


Robinson sólo lo eran lejanamente. Entonces se me ocurrió
una idea.
Al día siguiente, en la casa de La Dehesa, la señora Del Río
acariciaba al señor Robinson con su collar en el cuello. Por
supuesto, no se enteró del cambio del gato. El nuevo era dócil
y tranquilo, no le gustaba moverse mucho y prefería no pelear
con nadie.

—Lo noto algo distinto... —alcanzó a decir ella.


—La experiencia vivida ha sido traumática para él —le
respondí como un psiquiatra de gatos.

La señora quedó conforme. Me dijo que su mayordomo,


extrañamente, se había ido de la casa de pronto, sin retirar sus
cosas.

Me entregó un cheque por mis servicios. Una parte de esa


plata era para pagar a don Artemio y a su taxi; otra para invitar
a Gertrudis a comer en el Restaurante Eladio, tal vez un bife
de carne con papas fritas, y así pasar las penas, olvidar a los
hombres malos, que, según ella, eran casi todos.

Antes de salir de la casa en La Dehesa le pedí un último favor


a la señora Del Río. La llevé hasta la ventana que daba a la
calle de tierra. Desde allí vimos, al lado del taxi, a Esteban del
Río, iba con un traje, camisa blanca, corbata y peinado con
gomina, que lo hacía verse como antiguo actor de cine. Tenía
la cara despejada y parecía nervioso. Le pedí a la señora Del
Río que lo recibiera un momento, que lo escuchara y que
luego decidiera.

Subí al taxi mientras Esteban del Río entraba a la casa.


Bajamos hacia Santiago. El feriado de Fiestas Patrias había
coincidido con los primeros días de un fin de semana, así que
todavía tenía un domingo entero para mí antes de que mis
papás llegaran, se bajaran de un taxi y finalmente nos
saludaran a mi hermana y a mí con un abrazo emocionado
hasta las lágrimas, después de cuatro días de ausencia.
El sábado pasado ocurrió algo increíble. Ese día conocí
Alvaro Paz, también conocido como Atún, El sobrenombre
venía de algo que pocos sabían, y si yo lo sabía era porque
Alvaro Paz, alias Atún, fue mi ídolo sin conocerlo.

Hace muchos años antes de que yo naciera, Alvaro se paseaba


cerca de la orilla de río Mapocho, más o menos a la altura del
puente Pío Nono. Se paseaba porque era joven, estaba en el
liceo y por las tardes no hacía nada más que estudiar y jugar
fútbol, que era lo que realmente le importaba en su vida. Era
un invierno tremendo, con lluvias e intensos fríos. Esos datos
eran importantes, pues el río, que en verano es un hilito de
agua entre las basuras y las piedras, en invierno baja
imparable desde la cordillera. Ese día en particular el río había
amanecido tempestuoso. De la otra orilla, desde la Escuela de
Derecho de la Universidad de Chile, alguien comenzó a gritar
que la corriente se llevaba a una persona, que probablemente
se ahogaría si nadie acudía a salvar. Por supuesto, en esa
época, es decir hace muchos años, nadie saltaba al Mapocho
en invierno y nadie tampoco saltaría hoy, pues era como
suicidarse. Alvaro, que presenció todo aquello, dejó sus
cuadernos, su bolso de entrenamiento en el suelo y como si
fuera lo más natural del mundo se zambulló con un lindo y
artístico clavado. Nadó rápidamente y en pocos minutos
atrapó al que se ahogaba, lo llevó hasta la orilla, donde lo
atendieron, le echaron dos frazadas encima y le dieron una
taza de café caliente. Lo extraño vino enseguida, cuando los
periodistas le preguntaron a Paz, de no más de 16 años en esa
época, él les confesó que era la primera vez que nadaba o que
intentaba nadar, que nunca lo había hecho porque su familia
era pobre y ni siquiera conocía el mar, es decir lo conocía sólo
por fotos y no había ido nunca a una piscina. Los periodistas
entonces escribieron que Paz era un «nadador por instinto».
Nadie entendió el término. Esa tarde, en el entrenamiento del
Juventud Unión, sus compañeros de equipo, que tampoco
tenían idea que era un «nadador por instinto», prefirieron
llamarlo el Atún. Nunca volvió a salvar a nadie de las aguas,
incluso nunca más volvió a nadar, o a intentar si-quiera
aprender a nadar pero le quedó el apodo. Lo anterior lo supe
leyendo una vieja revista de deportes que encontré en el Persa
Bío-Bío, donde tienen de todo, desde una escopeta hasta un
casco de la Segunda Guerra Mundial. En la revista
entrevistaban a Paz recién retirado del fútbol amateur. Más
bien, lo entrevistaban para saber por qué se había retirado
recién comenzada su carrera, con 23 años, después de apenas
cinco años en el fútbol y justo antes de que fichara por un club
profesional. Atún

Paz no dio ninguna respuesta al respecto, se quedó callado,


dijo que era algo personal que no podía compartir con nadie,
prefería simplemente dedicarse a otra cosa, tal vez estudiaría
Periodismo, tal vez se instalaría con un almacén en Recoleta,
donde vivía desde que era un niño. Esa era la historia
completa del Atún, hasta ahí sabía yo de su vida, pues después
no pude encontrar ningún tipo de información. Una vez le
pregunté a Filipo, uno de los novios de mi hermana que
estudiaba Periodismo en la Universidad Diego Portales, pero
me dijo que él de fútbol sabía desde los años ochenta en
adelante, de antes sólo conocía la vida de Carlos Caszely y
Sergio Livingstone. Cuando le mencioné a Alvaro Atún Paz
me miró con cara de astronauta sin casco en el espacio.

Lo que Filipo no sabía era la historia oculta del Atún, y esa


historia entre los vecinos, los fanáticos del fútbol amateur, sí
era conocida. En ese tiempo yo no había nacido y tampoco
León. León, mi mejor amigo, sabía de Alvaro, para él era su
ídolo también, aunque ninguno de los dos lo vio jugar y sólo
sabíamos de él porque era ídolo de todos los tiempos del
Juventud Unión, nuestro equipo de fútbol de la liga amateur
de Ñuñoa. El viernes, León llegó agitado y transpirando a mi
casa y me dijo que ni me imaginaba lo que tenía en las manos.
A simple vista no le vi nada, entonces me respondió que era
una forma de decir, que más bien lo que tenía era un papel en
el bolsillo, y en él, anotada una dirección de Recoleta, la
dirección de Alvaro Atún Paz, el delantero central del
Juventud en los años sesenta. La dirección de esa casa era la
misma donde seguía viviendo tal como lo prometió en esa su
última y tal vez única entrevista, luego de su último partido.
La dirección se la consiguió León, había casi pagado por ella
al amigo de un tío de otro amigo que trabajaba como
recolector de basura en Recoleta. La obtuvo con mucha suerte
porque en el barrio del Atún todos lo recordaban, pero
protegían su privacidad de ídolo. El Atún estaba viejo, según
le dijeron a León, había pasado por todo lo que debe pasar
alguien que está a punto de cumplir 70 años de edad.

Estábamos de vacaciones con León, con pocas ganas de


movernos por el calor de mitad de enero en Santiago. Mi papá
había pedido sus vacaciones para febrero y en la casa
esperábamos viajar en esa fecha hasta El Quisco, a la casa de
una madrina de mi papá que siempre nos prestaba una casa
durante una semana para que tomáramos sol, para que
viviéramos en tacos de automóviles camino a la playa y
asados casi todos los días. Pero todos, incluso mi hermana y
mi mamá, estábamos de acuerdo con esa semana en el mar y
nos preparábamos felices comprando toallas y litros de
bloqueador solar factor 60. En Navidad me habían regalado
paletas de playa con el hombre araña pintado entre los hoyitos
de la madera, pero que debían esperar un mes entero antes de
ser usadas. Nos iríamos una semana en febrero a disfrutar a
toda velocidad de las vacaciones en familia. Al final de la
semana llegaríamos a Santiago tan cansados de descansar que
tendríamos que tomarnos otra semana, pero echados en el
patio de la casa de calle Juan Moya, debajo de los castaños,
sin contestar el teléfono y pasando el calor con una manguera
de jardín.

Pero ahora estábamos en enero intentando acortarlo lo más


que se pudiera. Por eso cuan do León apareció con esa
dirección que se había conseguido en Recoleta, sentí un vacío
en el estómago, como si comiera helado y después un litro de
café hirviendo. Entonces le dije a León:

—Prepárate que mañana conoceremos al Atún.

A1 otro día partimos temprano. Era sábado. La noche


anterior lo planificamos con León. No era fácil emprender un
viaje entre comunas de Santiago, desde Ñuñoa hasta Recoleta.
Una hora en micro. Para nosotros sería una completa aventura.
Engrasamos dos bicicletas mountain bike, una era de mi
hermana, sin el fierro en el centro del marco. En ella iría León.
Por supuesto, él reclamó que era una bicicleta de mu-jer.
Tampoco ayudaba el color amarillo pato de la bici. No le conté
que mi hermana, además, le tenía un nombre a su bicicleta.
Puede sonar ridículo, pero aquellos que tienen hermanas
podrán confirmarlo: las mujeres a una edad se comportan en
forma extraña; escriben cartas que no envían a nadie, hablan
dos horas seguidas por teléfono, o se juntan con las amigas a
sacarse los pelos de las piernas. Entonces, que bautizara a su
bicicleta no parecía tan extraño. Clementina. Ese era el
nombre. A mí me parecía horrible, pero a mi hermana le
recordaba a una amiga secreta que tuvo de niña, pero que de
tan secreta luego nos enteramos que más bien era una amiga
imaginaria.

Gertru, que siempre ha sido solidaria con el deporte nacional y


que alguna vez fue novia de un defensa central que jugó en el
Club Palestino, a quien, obviamente, llamaban el Turco, nos
dejó partir en nuestra investigación periodística deportiva. Nos
preparó algunos sándwiches y nos despidió emocionada, pero
preocupada, debíamos estar de regreso antes de que
anocheciera, antes de que nos echaran de menos en la casa.

Pedaleamos por avenida Grecia. Doblamos en Jorge


Alessandri hasta avenida Irarrázaval. En la plaza Armenia,
León se declaró cansado y con hambre, así que tuvimos que
hacer una detención y comer todos los sándwiches que
llevábamos, los que, justamente, eran de atún con hojas de
lechuga y mayonesa. León, que es supersticioso, dijo que era
una señal que los sándwiches de atún los comiéramos el día
que conoceríamos al Atún Paz. Luego, intentó dormir una
siesta en el pasto, pero le advertí que no podíamos perder el
tiempo, así que seguimos pedaleando.

Llegamos, unas cuadras más allá, hasta El Botín de Oro, la


tienda de ropa deportiva del señor Maturana. León prefirió
cuidar las bicicletas y yo me fui adentro a conversar con el
dueño. Maturana había sido nuestro profesor de educación
física en el liceo, pero estaba viejo y retirado hacía años.
Como le gustaba el deporte trabajaba vendiendo ropa
deportiva, botines de fútbol con estoperoles, canilleras y buzos
deportivos que llevaban estampados en la espalda: «El Botín
de Oro. Casa Deportiva». El señor Maturana me esperaba
porque antes lo había llamado por teléfono para entrevistarme
con él. Después de 50 años como profesor se veía deteriorado.
Aunque ahora estaba jubilado desde hacía un año y parecía
descansar de sus alumnos. Su mayor orgullo, el que siempre
contaba a quien quisiera escucharlo, era la historia de Ricardo
Lagos, ex Presidente de la nación, quien hacía muchos años
había sido su alumno. «Ricardito era malo para el fútbol»,
decía, como si Ricardito tuviera 12 años y él lo tuviera allí
delante.

— Profesor, venía por lo que le dije por teléfono, por Atún


Paz, el delantero del Juventud Unión.

—Quique Hache. ¿Usted no se escondía en los baños para no


salir a trotar?

— Debió ser otro Quique Hache, profesor, coincidencia de


nombre.

-Ya.

—Sobre Atún...

— Lo escuché, Hache, todo el mundo quiere saber lo mismo,


el misterio de Alvaro Paz y por qué abandonó el fútbol justo
en el mejor momento de su carrera.

—Me leyó el pensamiento, profesor.


—Antes las pelotas de fútbol olían a cuero, ahora se hacen de
unos materiales raros, sin olor a nada.

—Perdón, profesor, ¿y eso qué tiene que ver con Atún?

— Tiene. El motivo que llevó a Atún a abandonar el fútbol


muy pocos lo saben. Bueno, yo soy uno de los pocos que sí lo
sabe. ¿Me quieres comprar un número de rifa? Es para el Yuri
Gagarin, el club que dirijo, porque ahora además soy
entrenador de fútbol infantil.

Para obtener información tuve que gastar 500 pesos en un


número de rifa. Me senté a escuchar qué tenía que decir el
profesor Maturana.

—Todo sucedió en el último partido, el más famoso, el que


decidía la final del amateur. El 12 de noviembre de 1960.
Pensándolo bien, en esa fecha tú ni siquiera habías nacido.
Dejé pasar esa observación brillante de mi ex profesor.
—Exacto, profesor, cuando Atún marcó e1 gol del triunfo ante
el Flamingo de San Bernardo.

— Muy bien, Quique Hache, todo un Car- curo te has puesto.


Bueno, el gol fue en el último minuto. Un córner. El arquero
salta pero el balón lo sobrepasa; entonces, como un fantasma,
de ninguna parte, aparece Paz y marca casi cayendo con un
cabezazo impecable.

— Esa historia todos la conocen.


—Espera. Lo que no saben es que los del

Flamingo alegaron que Atún golpeó la pelota con la mano; el


gol, según ellos, fue completamente ilegal. La mitad del
estadio vio esa mano. Pero el árbitro lo validó y enseguida
acabó el partido. La gente invadió la cancha y comenzó la
celebración. Hubo algunos pugilatos entre los disconformes,
pero en esa época no era como ahora que parece guerra civil.
—Pero todavía no entiendo qué tiene que ver...

— El remordimiento, eso fue lo que amargó al Atún, no pudo


salir de la depresión y no se atrevió a reconocer que su gol no
era válido. Y como era un tipo muy derecho, decidió que
pagaría ese acto deshonesto simplemente abandonando el
fútbol para siempre.

Tragué saliva. Le di las gracias al profesor Maturana y hasta le


compré otro número de rifa. También le prometí que iría a ver
jugar a su equipo, el Gagarin, a las canchas laterales del
Estadio Nacional, los domingos por la mañana. Salí de allí
pensando que no era posible lo que había escuchado, pero
sería lo primero que le preguntaría a Alvaro Paz, alias
el Atún.

Con León seguimos pedaleando hacia el norte. El tráfico de


automóviles y buses era un problema. Escuchábamos como
los automovilistas nos insultaban sólo por ir arriba de dos
bicicletas, una de ellas de color amarillo pato que al menos
justificaba tanto odio. Por fin, doblamos en Vicuña Mackenna
hacia el norte. Entonces, León se detuvo sosteniendo un pie en
la vereda y dijo:

—¿Y si mejor volvemos a la casa y arrendamos una película?

Fue en ese momento que vimos a Pedro Matamala, a tres


metros de nosotros. El también nos vio, y por sus ojos me di
cuenta enseguida que no sólo no esperaba encontrarnos allí,
sino que hubiera pagado por no toparse con nosotros dos.
Matamala estudiaba con nosotros en el liceo. Era de aquellos
alumnos que los profesores califican de conflictivos, de esos
que mi mamá explica que son el ejemplo perfecto para no
juntarse con ellos, a quienes ni siquiera hay que hablarles o
mirarles. Y ese día de nuestra expedición en busca del Atún
habíamos roto Ja primera regla: mirarlo fijamente a los ojos.
Tampoco Matamala pertenecía a nuestro curso, sino a uno
paralelo. No era un tipo popular o lo era pero negativamente;
todos le tenían miedo, incluido yo mismo. Pero ese día, al
verlo el miedo desapareció. Estaba detrás de unos cajones que
sostenían bandejas con duraznos y damascos y algunas otras
frutas. Su mirada era de vergüenza porque lo habíamos
descubierto trabajando, es decir vendiendo fruta en la calle
para ayudar a su padre. Tampoco era un secreto, todos lo
sabíamos, pero nadie, hasta ese día, lo había visto y, claro, los
ganadores del concurso «quién ve primero a Matamala como
vendedor de fruta» fuimos León y yo.

Al contrario de lo que se podía esperar, dejé la bicicleta en la


vereda y me acerqué.

— Hola, Matamala, ¿estás trabajando? —le pregunté. Me


miró como si yo fuera un inspector municipal y con

un hilo de voz me respondió:


—Aquí estoy.

Y comenzamos a conversar y a relajarnos, porque no tenía


nada de malo trabajar.
Finalmente, Matamala también se relajó y terminó
regalándonos varios duraznos muy jugosos que comimos con
León. De tan relajados que estábamos nos dio sueño, al punto
que decidimos los tres dormir una siesta detrás de las cajas de
la mercadería. t
Le conté a Matamala lo que hacíamos en ese lugar, rumbo a
encontrarnos con nuestro ídolo deportivo. Él dijo que conocía
el caso del Atún. Todos en el barrio conocían la historia del
Atún. Y tenía algo que podía servir, entonces sonrió como si
fuéramos compañeros de un asalto a un banco y dijo:

— Mi tío Osvaldo. Ése sabe sobre esa época y sobre el fútbol


de barrio.

—¿Y quién es tu tío Osvaldo?

— Mi tío Osvaldo Matamala conoce la historia del Atún


porque jugó fútbol con él y estuvo aquella tarde de su último
partido. Mi tío es paco, es decir carabinero retirado, no vive
muy lejos de aquí si quieren conocerlo y preguntarle en
persona.

Le agradecí a Matamala la dirección que nos anotó en un


papel. Guardamos media docena de duraznos en las mochilas
y seguimos. Mata- mala quería acompañarnos pero tenía que
trabajar, así que lo dejamos allí.

León dijo que comer le había dado energía, que no se quejaría


el resto que quedaba del camino. Cinco cuadras más arriba
debimos parar porque León vomitó los duraznos y damascos,
todo revuelto como un puré de fruta de aspecto horrible.
Aprovechamos entonces para desviarnos de la ruta. En Marín
doblamos por calles con tiendas de antigüedades. En uno de
aquellos locales, donde vendían muebles que olían a
viejo, preguntamos por Osvaldo Matamala. Lo encontramos
en la entrada, casi como parte del mobiliario. Estaba viejo,
según él se debía a una enfermedad que le quitaba la fuerza,
una enfermedad que le llevó a jubilarse antes de tiempo de
Carabineros de Chile, aunque su corazón estaba todavía en la
institución. Muchas veces caminaba hasta calle Antonio Varas,
hasta la Escuela de Suboficiales de Carabineros. Se quedaba
en la vereda toda la mañana simplemente escuchando la banda
de la institución, o viendo marchar a los carabineros jóvenes.
Al final dijo:

— Y ahora estoy postrado, ta madre, como silla de mimbre en


este lugar; no hay derecho. Esa era su frase preferida: «ta
madre». Le conté a qué veníamos y cómo sabíamos de él a
través de su sobrino. Osvaldo Mata- mala, cuando escuchó
hablar de aquella época, del fútbol de los barrios de tiempos
pasados, se alegro y dijo:

--En esos años yo era el mejor defensa central del torneo.


Acababa de egresar de Carabineros. Me permitían jugar por el
Juventud Unión y también por un club que tenía la institución.
Pero déjenme decirles algo a ustedes dos, ta madre, se
inventaron muchas cosas a raíz de ese partido del 60, el último
de Paz. Yo no tenía nada contra él. Todos lo apreciábamos
porque era muy habilidoso para la pelota, y tan calladito, ta
madre, que daba gusto jugar con él. Incluso tímido se podría
decir que era, muy tímido el Atún. Le gustaba el fútbol pero
podía haber hecho otras 10 cosas igual de bien, puro talento, ta
madre, ya no salen así. Ahora sólo quieren ganar plata y salir
con niñas de la tele los jugadores de fútbol.
Para no alargarnos intenté llegar al punto que me interesaba:

— Pero sobre el gol en el último minuto de aquella final. ¿Es


verdad que lo hizo con la mano y el remordimiento provocó
que abandonara el fútbol para siempre?

Osvaldo se quedó mirando la calle, mientras en los puestos de


antigüedades señoras bien vestidas husmeaban por los
muebles, espejos, cuadros y lámparas tan viejos como ellas
mismas.

— Déjenme decirles algo a ustedes dos. No crean todo lo que


les cuentan, no pues. Esa tarde del año 60 todo fue normal en
aquel partido. Se acababa el campeonato. Estábamos felices.
Pero el que no lo estaba era Paz.

—O sea, que ya había pensado antes en abandonarlo todo.

—la madre, no tan rápido. Esta generación todo lo quiere


instantáneo. Por eso yo no entiendo eso de la Internet. ¿Para
qué tener todo en el computador? Realmente no lo entiendo.

—Entonces...

—El Atún andaba triste porque estaba enamorado. Sí,


enamorado de Tadiana Fernández.
—¿De quién?

—Tadiana era la hija del entrenador, pero el entrenador del


Flamingo, el equipo contrario. Se iban a casar. Ella le hizo
prometer que ese día de la final no marcaría ningún gol porque
su padre estaba delicado de salud y quería terminar el año con
alguna satisfacción, como hacer campeón amateur al
Flamingo.

—¿Y entonces no cumplió?

—No pudo, el instinto goleador fue más fuerte, eso no se


puede evitar. Marcó el gol en el último momento, casi sin
quererlo. Una semana después, el entrenador y padre de
Tadiana se fue a la tumba debido a un ataque al corazón,
madre, y todo se fue a las pailas con aquella pareja. Ella no le
perdonó y rompió el compromiso. Él abandonó el fútbol,
donde podría haber llegado a ser profesional. Esa es la
verdadera historia de ese gol indigno.

Nos quedamos pensando. León, que es un romántico, suspiró.

Nos despedimos de Osvaldo, el ex carabinero y defensa del


Juventud Unión. Cuando estábamos arriba de las bicicletas
nos dijo:

— Si ven a Paz le dan mis saludos, no lo he visto en 30 años.


Ta madre, en realidad me da lo mismo, lo que me molesta es
mi espalda, que la tengo tan jodida, sin contar otros achaques
más.
Como pasaba el tiempo preferimos apurar el pedaleo.
Llegamos cerca de las tres de la tarde a Plaza Italia, el centro
de las celebraciones de todo Santiago. Aquí hemos venido con
mi papá a gritar por la selección chilena de fútbol, por tenistas
campeones mundiales. La gente se acerca a este lugar a
celebrar cualquier cosa que parezca un triunfo nacional, a
tocar las bocinas de los autos, a romper los jardines y a saltar
como locos.
Debimos bajar de nuestras bicicletas y atravesar las calles
caminando con precaución. En la esquina de la Alameda nos
encontramos a una mujer que decía que veía el futuro. Nos
mostró una caja de zapatos con un pequeño orificio. Si
queríamos ver nuestro futuro deberíamos mirar por allí; pero,
claro, antes debíamos pagarle 500 pesos.

Seguimos hacia el Parque Forestal. En la Fuente Alemana se


bañaban algunos niños y mujeres jóvenes; a nadie parecía
importarle esa pis- ciña pública. Incluso algunos llevaban
toallas y las dejaban en el pasto del parque, junto con radios
portátiles desde donde se escuchaba un reggaeton de Don
Omar que me gustaba: Lúcete, Modelo/ Coge vuelo, revolea tu
pelo/ Aunque a tu gato le den celos. No era una gran letra,
pero era alegre.

El Parque Forestal debe ser el lugar más alegre de Santiago.


Está lleno de estudiantes que mienten diciendo que van al
liceo o al colegio y se pasan todo el día echados en el pasto,
fumando, besándose como desesperados, dando vueltas como
costales de harina sobre el pasto. No es que lo repruebe; es
más, me encantaría hacerlo alguna vez, pero, primero, no
tengo con quién darme vueltas y vueltas como rollo de papel
y, segundo, el Parque Forestal es lo suficiente lejos de mi casa
en Ñuñoa.

El parque está también lleno de escritores o aspirantes a


escritores que se pasean con caras de escritores o caras de
aspirantes de escritores, tal vez esperando inspirarse. Se
sientan en los bancos a mirar a los estudiantes que dan vuelta
como rollos de papel por el pasto e inspirarse con ello, y
escribir un cuento titulado «Amores de estudiantes». O a leer
libros con cara de seriedad y dolor. También están los artistas
del parque, que son aquellos que alguna habilidad tienen, por
eso se juntan allí: equilibristas, mimos, expertos en ovnis,
seguidores de algún maestro chino, practican Tai Ching o
danza con espadas. También están los músicos de zampoñas,
los fanáticos de seriales de televisión y juegos de cartas. Es
decir, el Parque Forestal es un zoológico urbano variado.

León quería aprovechar y pasar al Museo del Bellas Artes, en


el centro del parque. Sabía los motivos que tenía León, así que
no pude negarme. Dejamos las bicicletas al cuidado de un
señor que lavaba autos a un lado del museo, nos cobró 200
pesos por bicicleta. Mejor dicho: 200 pesos a mi bicicleta y
150 a la de León. Cuando le pregunté por qué hacía diferencia
de precio, respondió muy serio:

—La bicicleta de mujer es más barata.

León se quedó tieso, no lo podía creer, lo había engañado,


recién ahora se daba cuenta: era una bicicleta de mujer. Según
él, había hecho el ridículo los kilómetros recorridos. Traté de
convencerlo de que era difícil que a alguien se le pasara por la
cabeza compararlo con mi hermana; si hay dos cosas más
diferentes, ésas eran el gordo León y la pesada de mi hermana
Sofía. No me atreví a confesarle que además la bicicleta tenía
nombre. Dejé las cosas como estaban, esperando que se
calmara.

Entramos hasta el sector de la muestra permanente de pintura


chilena. Sabía dónde llegaríamos. Recorrimos hasta que
encontramos el cuadro La pasajera, del pintor chileno Camilo
Morí. En la pintura una pasajera de un tren mira
melancólicamente. Lleva un librito en las manos, también
lleva un sombrero de la época. Sus ojos son muy tristes. Allí
nos quedamos varios minutos, contemplando aquel cuadro sin
decir nada. León observaba extasiado aquella pintura, sin decir
nada, ladeando la cabeza y apretando los ojos como si quisiera
atravesar el cuadro. A León La pasajera le recordaba a su
mamá, por eso siempre que podíamos veníamos a mirar el
cuadro. Nunca conoció a su mamá, pero alguien le dijo,
mirando un libro de arte, que la mujer del retrato pintado hace
más de 60 años se parecía a su mamá. Y él lo creyó; es decir,
sabía que no era su mamá, pero como no tenía ni una foto,
nada que le recordara a su madre, entonces tomó la decisión
de que ese sería el rostro de su mamá. No era la primera vez
que estábamos allí en el Museo de Bellas Arte y no sería la
última, de eso estaba seguro.

Cruzamos por uno de los puentes el río Mapocho. En ese


mismo río, pero hacía más de 50 años, Atún Paz había recibido
su sobrenombre por salvar de las aguas a una persona.

Ahora, en verano, el río era apenas un hilo de agua sucia. Por


todo lo ancho estaba casi seco, dejando al descubierto el lecho
feo lleno de desperdicios, botellas plásticas y restos de bidés.
Así el río mostraba su cara turística en el verano.

Nos internamos por Recoleta, un barrio lleno de tiendas,


donde la ropa es barata y fea, pero todas las mujeres del barrio
alto no se pierden sus ofertas. La dirección que buscaba estaba
en el borde con Independencia, cerca del cementerio.
Llegamos extenuados a la calle Rosario. Buscamos el número.
Recorrimos tres veces la calle y los números no coincidían o
el que buscábamos no existía en aquella única cuadra. Me
acerqué hasta un quiosco de diarios, donde en realidad
vendían además galletas y bebidas en lata recalentadas al sol.
—Perdóneme, señor, ¿sabe usted cuál es la casa de Alvaro
Paz?

-No.

— Nos dieron una dirección, el 067 de Rosario y no hay

067.

El hombre del quiosco me quedó mirando como si hubiera


visto aparecer a un marciano.

— ¿Es usted carabinero? —me preguntó. No respondí a la


pregunta porque era obvia la respuesta. No tenía por qué saber
que era detective privado gracias a un curso de hace algunos
veranos; entonces, supongo, carabinero y detective como
profesiones se parecen, pero también era fácil suponer que
carabineros de 13 años aún no existen.

—Busco al Atún Paz, el delantero, un antiguo futbolista, que


en realidad nunca llegó a ser profesional porque...

El hombre del quiosco abrió los ojos como lo hacen los


salmones en las pescaderías.

—¿Por qué no empezaron por ahí? Pero claro que conozco al


Atún, es nuestro vecino, vive aquí en el barrio desde que yo
era chico, desde que no pensaba en dedicarme a la
administración comercial, es decir a tener este quiosco de
comida y bebestibles.

—Mi amigo León y yo lo buscamos, queremos conocerlo y


preguntarle algunos detalles.
—No me diga más, quieren saber por qué dejó el fútbol.
¿Saben cuántos han venido a preguntar lo mismo? No les
respondo porque perdí la cuenta. Pero Atún es muy reservado
y un vecino ejemplar. El se encarga todos los años de la
Navidad de los niños del barrio. Y también de celebrar el
Dieciocho. El Atún ha vivido toda su vida aquí con nosotros,
aunque cuando joven jugaba por un equipo que no era de este
barrio.

—¿Podría decirme dónde está exactamente su casa?

El hombre del quiosco salió de la jaula de lata. Afuera exhibió


una cintura del tamaño de un neumático camionero, con unos
brazos gordos como piernas. Nos indicó una de las casas
viejas del principio de la cuadra, una con el portón ahumado.
Le agradecimos y llegamos al lugar. Golpearnos pero nadie
nos abrió. Estuvimos allí varios minutos intentándolo, pero no
hubo respuesta. Regresamos hasta donde el hombre del
quiosco, que se comía la mitad de una sandía quitándole las
pepas con un cuchillo.

— Hemos tocado la puerta pero no contesta nadie —le


dije.

—Es porque no hay nadie.


— Pero usted me dijo...

— Me preguntaron dónde estaba la casa del Atún, no si estaba


él allí. Ahora, si me lo pregunta se lo contesto sin problema:
no está.

Tomé aire con paciencia.


—¿Y dónde estará entonces?
— Alvaro hace una semana está internado en el Hospital El
Salvador. Dicen que no se fue muy bien de aquí cuando lo
vino a buscar la ambulancia, y que probablemente no vuelva.

Nos quedamos helados con León, a pesar de los 29 grados de


temperatura, tiesos de frío. Nuestro paseo investigativo
parecía acabado. No teníamos nada más que hacer. Entonces,
León me dijo:

— Si llegamos hasta aquí, de vuelta podemos pasar por el


hospital. No nos vamos a rendir así tan fácil.

—¿Pero qué sacamos? —dije desmotivado.

—En el hospital trabaja un amigo, con él seguro que podemos


entrar.
No me iba a rendir, menos ahora que León era el que ponía el
entusiasmo.

Cuando retrocedimos para salir de calle Rosario, el hombre


del quiosco se acercó a nosotros y nos dijo:

—¿Quieren saber por qué realmente Atún Paz dejó de jugar


después del último partido? Es un verdadero misterio, pero
como yo conozco al Atún sé la verdad.

—Cuente —dije.

—En esa época había dos empresarios del fútbol amateur, los
dos eran hermanos, pero llevaban años distanciados,
compitiendo en todo. Uno era dueño del Flamingo, el club de
San Bernardo, y el otro era del Juventud Unión. Entonces, el
dueño del Flamingo FC le pagó a Paz para que se dejaran
ganar o, al menos, no intentara marcar goles. Si empataban le
convenía al Flamingo, de ese modo saldría campeón ese año.
La noche anterior al partido, en un bar de avenida Matta,
Alvaro Paz aceptó la oferta, recibió mucho dinero. Llegó el
día del partido y el Atún, que en el fondo era un hombre
honesto, andaba como perdido en la cancha, arrepentido por lo
que había hecho, porque no era muy lindo venderse por plata.
Entonces llegaron los últimos minutos del encuentro y, de
pronto, como si despertara, Atún cambió de opinión.
Devolvería la plata, pensó. En el último minuto vino aquel
centro y casi raspando el cuero de la pelota la echó adentro del
arco del Flamingo, dejando las cosas algo complicadas para él.
Al final devolvió el dinero, pero en castigo a sí mismo, por su
propia deslealtad, decidió que no debía seguir en el fútbol. Esa
es toda la verdad. Desde ese día, Atún no volvió a chutear una
pelota.

¿Quién decía la verdad? Eso pensaba mientras pedaleaba de


regreso, bajando por el puente Pío Nono. El sol comenzaba a
descender y el calor no era el mismo. De todas maneras, veía
por delante la polera de León completamente empapada de
sudor. En las últimas horas se había reconciliado con
Clementina, la bicicleta de mi hermana, parecía contento
incluso mientras la llevaba, hasta se permitía algunas piruetas
subiendo veredas o soltando las manos mientras pedaleaba.
León se acostumbraba a todo, tenía ese estilo, fácil de llevar y
que terminaba por ajustarse a cualquier circunstancia, por eso
era imposible no ser amigo de él.
Volvimos a Plaza Italia y nos detuvimos en una fuente de
soda. Amarramos las bicicletas con los cinturones y entramos
a comer algo. Llevaba un billete de emergencia doblado en el
fondo del bolsillo. La emergencia de esa ocasión era muy
simple: teníamos hambre, así que desdoblé el billete y pagué
los dos completos con extra mayonesa, los que comimos
acompañados de dos vasos de Coca-Cola con hielo que se
derritió casi enseguida. Mi hermana siempre dice que hay que
evitar la comida chatarra. Y razón tiene. Comer grasa es lo
peor. Nosotros con León estábamos de acuerdo, aunque en
teoría, porque en la práctica igual pedimos dos porciones de
papas fritas que llegaron chorreando aceite. No nos sentimos
orgullosos por comer algo así, pero tampoco nos arrepentimos.
Pagamos y salimos de allí satisfechos. Pedaleamos con
dificultad por Providencia hacia arriba debido a las micros.
Hasta que encontramos El Salvador, la calle que corta la
avenida y que tiene el mismo nombre que el hospital.

Por supuesto, en la entrada no nos dejaron pasar. Entonces


rodeamos el edificio viejo y feo, que deprimía de sólo mirarlo.
Llegamos a un pequeño taller de reparaciones de ambulancias.
Allí encontramos al amigo de León. Cuando se vieron se
saludaron con un abrazo de oso. Ambos, al parecer, eran
seguidores de una banda metálica llamada The Gold Cráneos,
y que en el país tenía al menos dos seguidores: León y su
amigo. Compartieron algunos datos de la banda —que resultó
ser de nacionalidad danesa—, de los últimos recitales en
Sebastopol y de que su baterista había perdido un dedo de la
mano, y no en una pelea en un bar de Copenhague, sino
porque su hijo pequeño le había cerrado la puerta del auto en
el dedo anular. Aquel accidente había servido porque desde
entonces, con un dedo menos, el baterista tocaba aún mejor
que antes. Por supuesto, comencé a cansarme del tema que
parecía no acabar entre ellos, hasta que León le dijo lo que
queríamos. El fanático de The Gold Cráneos, mecánico de
ambulancias, se limpió las manos en un trapo lleno de aceite
de motores y nos hizo seguirlo.

Pasamos por debajo de la lavandería del hospital y por un


largo pasillo cubierto de tuberías. Al final del pasillo nos
indicó una puerta. Hasta ahí llegaba él, si preguntaban
nosotros deberíamos perder súbitamente la memoria, no
podríamos recordar cómo habíamos llegado hasta allí. Se
despidieron León y su amigo otra vez con uno de los saludos
más raros que he visto y que terminaba con la lengua estirada
hacia abajo y cabezazos de sus «gold cráneos», que sonaron
como si se golpearan dos sandías maduras.

Al abrir la puerta estábamos en un pasillo del hospital.


Recorrimos el lugar, que olía justamente a hospital. Por suerte
no estaba enfermo, porque los pasillos, las murallas, todo en
realidad provocaba depresión y enfermedad. Llegamos a un
centro de información, donde encontramos a una enfermera
que jugaba solitario en su computador.

—Buscamos a un paciente.
— Aquí hay muchos.

—El señor Alvaro Paz.


La enfermera, sin dejar la pantalla del computador,buscó unas
fichas. Debíamos lucir algo descompuestos, con las poleras
afuera, caras cansadas por el esfuerzo de pedalear todo el día
cruzando Santiago. Entonces me adelanté, era una estrategia
que había visto en la televisión, en una película titulada Qué
difícil es vivir, sobre dos huérfanos. Imité a uno de los
huérfanos de la película que anda en busca de un pariente:
—Necesitamos verlo por última vez. Somos parientes lejanos,
viajamos desde el sur. Tal vez sea esta nuestra última
oportunidad de verlo.

La enfermera estiró los labios y los revolvió como si quisiera


hacer gárgaras y dijo:

— Nadie viene a ver a ese paciente. Es decir, todos los días


pregunta alguien por él, pero nadie antes había venido a verlo.

—Por favor —dije, y mi voz y gestos le hicieron gracia a


León, que sin aguantar la risa salió corriendo a un baño
cercano. —¿Qué le pasa? —preguntó la enfermera.

— Se emociona muy rápidamente —improvisé.

— Sigan por ese pasillo, la habitación común. Es la cama 34,


pieza G — indicó.
—Muchas gracias —respondí.

Primero entré al baño a calmar a León. Nos lavamos la cara,


nos peinamos con los dedos y salimos de allí. Cuando
pasamos por informaciones, la enfermera seguía con el
solitario de su computador. Sin levantar la vista me dijo: —
También vi la otra noche Qué difícil es vivir, excelente
película, y de las actuaciones ni hablar.

No dije nada y seguimos por el pasillo de la habitación G, una


pieza común con varias camas. Algunas de las camas tenían
visitas que intentaban hablar bajo para no molestar a los
vecinos. Había por lo menos 10 camas.

Seguimos los números hasta que llegamos a la 34.


Allí estaba Alvaro Paz, conocido desde hacía más de 50 años
como Atún. No era un hombre viejo, sino mayor, huesudo y
con poco pelo en la cabeza. Llevaba un feo camisón del
hospital y estaba con los ojos cerrados como si ya estuviera
muerto. Nos quedamos mirando sin saber qué hacer. León se
acercó por un lado de la cama, llevó uno de sus dedos hasta la
frazada para despertarlo, pero antes de que lo tocara
escuchamos la voz del Atún: —¿Qué quieren? Alvaro Atún
Paz estaba postrado en la cama de un hospital público. En su
velador, un vaso de jugo Zuko de tres días y una manzana que
se negaba a pudrirse, arrugada y doblada hacia adentro.
Le explicamos algo nervioso quiénes éramos y qué hacíamos
allí. Le agregué todas las molestias que nos habíamos tomado
ese día sábado con casi 30 grados y sólo para hacerle una
pregunta, una sobre aquel 12 de noviembre de 1960, la tarde
en que gracias a su cabezazo el Juventud Unión había logrado
su único campeonato. Todo eso queríamos saber, 45 años
después de que ocurrieron los hechos.
El Atún abrió los ojos después de escucharnos atentamente,
nos examinó como un científico a una nueva especie de
culebra del Amazonas y dijo: —Tengo sed —indicando el
velador y ese jugo que parecía una pócima venenosa.

León corrió a comprar una bebida a la cafetería.

— Siempre me preguntan lo mismo: ¿por qué no seguí en el


fútbol?

Miró hacia donde debía estar una ventana, pero allí estaba
cerrado con una cortina muy gruesa que no dejaba ver nada.
—Me estoy muriendo en este hospital. Tengo una
descomposición severa en mi sangre —dijo—. ¿Cómo dijiste
que era tu nombre?
—Quique Hache, y mi amigo, León.

León regresó con un tarro de Sprite. Lavamos el vaso y


volvimos a comenzar.

—Lo primero que tengo que decir es que aquel fue un gol
legítimo —dijo el ex delantero, sentándose en la cama—.
Mucha gente ha dicho que fue un gol viciado el de aquel
domingo. No fue así. Ocurre que yo cabeceaba de esa forma,
con las manos encogidas, era mi estilo.
Entonces le conté las teorías que existían al respecto, desde
pagos fraudulentos hasta un supuesto pacto de amor. Cuando
le mencioné el nombre de Tadiana Fernández, el Atún por
primera vez bajó la cabeza, de alguna forma entendí que ahí
estaba la razón principal o parte de ella.

—Eso es cierto y tal vez sirva de explicación —dijo—.


Pensábamos casarnos con Tadiana, la conocía desde que
éramos muy niños, nos gustábamos, a ella le encantaba que yo
jugara a la pelota y fuera conocido en la liga amateur. Pero no
era la hija de un entrenador, sino del Coño

Fernández, un comerciante español de Recoleta, uno de los


más importantes. Tenía una fábrica de géneros y daba trabajo a
más de 300 personas. En la fábrica conseguí mi primer
trabajo. Todo iba bien, o eso creí, hasta que Cono Fernández
se enteró de que su hija andaba de novia con un obrero de su
fábrica. No lo resistió, me echó del trabajo esa misma semana
del último partido. Y antes de que nos casáramos la envió a
ella a Madrid, a casarse con un pariente. Para mí fue
tremendo, me partió el corazón en dos mitades. Un día
Tadiana desapareció y nunca más la vi.
Nos quedamos con León en silencio, impresionados por lo que
acabábamos de escuchar. No dijimos una palabra hasta que un
rato después Atún siguió su relato:
—Para jugar a la pelota se necesita motivación, entusiasmo y
algo de alegría, y después de lo de Tadiana era todo eso lo que
a mí me faltaba. Entonces, al siguiente domingo no me dieron
ganas de ir a la cancha, ni al domingo siguiente, y así nunca
más me dieron ganas. Pensé al principio buscar un empleo,
levantar un negocio y ganarme a Tadiana, pero hasta eso se
derrumbó cuando seis meses después recibí una carta de la
propia Tadiana. En realidad era una hoja que le había enviado
a una amiga que me buscó y que me la entregó. En ella me
contaba que se había casado con ese español y que mejor
tratábamos de olvidarnos.

Entonces, porque la amaba, eso hice...

Pareció quedarse dormido, cerró los ojos. Para que continuara


intenté una pregunta tímidamente:
—¿Y la olvidó?

— En los siguientes 50 años ni un solo día. Luego, supe que


tuvo varios hijos y que no pensaba volver a Chile. Entretanto,
el Cono Fernández quebró, a su fábrica de géneros se la ganó
la ropa que venía de Taiwán. El Cono, deprimido, debió
regresar a España, donde se murió al mes de llegar...

—¿Y el fútbol? —preguntó León.


—Nada me hizo volver, pero tampoco me arrepiento. Como
les decía, hasta para jugar a la pelota uno debe estar
entusiasmado y yo perdí el entusiasmo esa tarde de 1960. Ni
siquiera veo partidos por la televisión, sólo cuando hay uno
bueno de la selección aguanto un primer tiempo, nada más.
— Por una mujer —exclamó León. El Atún y yo lo
mirábamos. León tenía los ojos brillosos, a punto de ponerse a
llorar.

Paz se sentó más entusiasmado en la cama y terminó el tarro


de bebida.

— Pero no todo fue sufrir. Después yo también me casé,


aunque no tuve hijos. Mi mujer murió hace unos años. Ambos
fuimos felices, muy felices, diría. Teníamos un puesto en la
feria y luego un negocio de abarrotes en Recoleta.
Veraneábamos todos los años en Pichilemu, incluso nos
construimos una casa allá. Pero éramos los dos muy solitarios,
sin parientes. Por eso ahora estoy solo. Tengo mis vecinos que
preguntan por mí, pero nadie más—A mí me importaba que el
gol no fuera con la mano, nada más —dijo León.

Pasó una enfermera por la sala informando que se acababan


las visitas, que debíamos irnos en unos minutos más.

Nos despedimos algo triste y le prometimos que el fin de


semana siguiente lo visitaríamos. Él también se alegró y se
despidió dándonos la mano a cada uno. Y fue como darle la
mano al pasado. Y en ese apretón, a pesar de la debilidad de su
cuerpo, por un momento también lo sentí joven y fuerte.

Cuando íbamos de salida me detuve ante la recepcionista. Le


pregunté:

—Antes de entrar a la pieza me dijo que Alvaro Paz recibía al


menos una visita diaria.

— No dije eso. Las primeras visitas que recibió en todo este


mes que lleva aquí fueron ustedes dos, por eso los dejé pasar.
Lo que dije fue que casi todos los días alguien se acerca a mi
mostrador y pregunta por él.

—¿Y quién preguntaba?

—No lo sé. Una señora se acerca al mesón y me pegunta. Le


respondo y luego se va sin pasar a verlo. Hace unos minutos
estuvo acá, debe estar saliendo del hospital en estos
momentos; pregúntenle a ella.

—¿Pero cómo vamos a saber quién es? —Lleva una chaqueta


de color verde. Salí corriendo por los pasillos buscando la
salida. Mientras tanto, León fue a recuperar nuestras bicicletas
al taller de ambulancias. En la puerta del hospital me di cuenta
que comenzaba a oscurecer y que ya estábamos en serios
problemas en la casa. En la calle, por Salvador, vi dos
chaquetas verdes. Una era de una mujer joven, la descarté. La
otra caminaba llegando a Providencia. Corrí hasta alcanzar a
la mujer. Cuando la tomé del brazo me di cuenta que poco o
nada tenía preparado para decirle, así que fui directo y sincero:

—¿Usted recién preguntó por Alvaro Paz, por Atún? Acabo de


estar con él en su pieza. Se ve bien; es decir, no creo que se
muera, sólo es una descompresión de algo — más tarde me
acordé que la palabra era «descompensación», pero estaba
nervioso—. No quiero molestarla, ¿pero me podría decir por
qué pregunta por él sin pasar a verlo?

La señora tenía una cara agradable, como la de mi abuela en


las fotos, aunque mi abuela lleva muchos años muerta.
También ella pareció nerviosa y dijo:

— Soy una amiga del pasado. No quiero molestarlo, sólo me


interesaba su salud.
Cuando escuché un lejano acento extranjero no tuve dudas.
—Tadiana Fernández, ¿no es verdad?

Ella quedó petrificada. Es decir, si existieran armas que


inmovilizan instantáneamente a una persona, ella acababa de
ser golpeada por una. En el fondo de la calle vi acercarse con
cautela a León llevando las dos bicicletas.
— Hace cinco años volví. Mi apellido ahora es Vallejo. Mi
marido se quedó en España, nos separamos. Vivo en
Pichilemu, allí tengo una pastelería, El Ensueño Madrileño...

Espero que no le cuentes nada a Alvaro. Me muero de ver-


güenza que se entere de que estoy de regreso. Las cosas son
como son. Por favor, te pido que no le digas nada.

Le prometí que no abriría la boca. Ella me sonrió y como si


viera un fantasma se alejó buscando la estación del metro
Salvador, por donde desapareció para siempre otra vez.

Así regresamos a la casa. León se quedó a dormir en mi pieza


esa noche, después de compartir solidariamente el castigo por
llegar tarde. Mi hermana sufrió un ataque de nervios cuando
vio a Clementina sucia, rayada y oliendo al trasero de León.
Le aseguré que le quedaría como nueva, que la lavaría y
engrasaría y hasta la pintaría de un color distinto a ese
amarillo pato. Ella aceptó todo menos que le cambiara el
color.

Por la noche, antes de dormir, escuché a León decir, casi como


una despedida, un «buenas noches, la pasé bien hoy con la
aventura arriba de la bicicleta», pero todo eso resumido en una
sola frase:
— Y todo por amor, madre.

Recibi una carta de Alvaro Paz. Era una carta muy


interesante. La recibí tres meses después de la visita que le
hicimos al hospital. La carta estaba dirigida a mí y a

León. En ella me contaba que el médico por fin le dio de alta.


Se sentía muy bien, incluso ahora daba trotecitos por las
mañanas. La enfermedad le había hecho cambiar todos sus
hábitos. Pero lo más importante, y por eso nos escribía, era
para contarnos que dejaba el barrio, después de 50 años era
hora de cambiar. Todos los vecinos le hicieron una despedida
que duró dos días y donde se sintió muy agradecido del cariño.
También llegaron algunos jugadores del Juventud Unión que
no veía desde hacía décadas. Finalmente vendió su casa de
Recoleta, hizo sus maletas y se fue a la playa a vivir, a
Pichilemu, donde todavía conservaba la casa que había
construido con su mujer fallecida. Había comenzado a hacer
clases de fútbol para niños, decía que probablemente de allí
saldrían buenos futbolistas. Asimismo nos contó que había
subido de peso en las últimas semanas comiendo pasteles de
una pastelería donde los hacían deliciosos. Nada más decía,
pero era suficiente.

Me alegré por el Atún por fin, como un verdadero pez, estaría


cerca del mar.

Por supuesto que no cumplí mi promesa de no abrir la boca.


Sí, a veces no cumplo mis promesas, y, en este caso, no me
arrepiento.
Veníamos de ver una película con León en el Cine Hoyts de
La Reina. Caminamos las 20 cuadras de regreso del cine hasta
mi casa en calle Juan Moya, los dos felices porque el aire de
otoño no molestaba y las parkas que llevábamos eran
suficientes para los primeros tríos del año. En el camino
conversamos sobre la película: Duros de matar 4. Con León
somos fanáticos de la saga. Sí. claro, hay harta violencia,
acción, explosiones y escapadas espectaculares y milagrosas
que nadie puede creer que ocurran, pero de eso se trata el cine,
me imagino, de creer todo lo que aparece en la pantalla. Y
algo queda de la película. Desde el título, Duro de matar, es
decir el que no muere nunca, el duro, es un policía bueno, es
Bruce Willis como el teniente John McClane. quien a pesar de
que ha envejecido sigue defendiendo buenas causas y por eso
siempre queda al borde de la muerte, pero no muere porque si
no se justificaría el título de la película, no solo se acabaría la
saga, sino que el título no serviría para nada. Puede también
que no sea una película muy artística, puede que nadie la
recuerde en 30 años, pero León y yo la hemos seguido como
verdaderos fanáticos, la hemos coleccionado en DVD. Así que
veníamos contentos ese día de otoño después de la función.

Llegamos a la casa a la hora de tomar la once. Riéndonos


abrimos la puerta, pero nos encontramos adentro con un
funeral. En el living, mi mamá, mi papá y los vecinos de la
cuadra, los Mardones, sentados como lo hacen los adultos
cuando algo serio ha ocurrido, mirando al techo o ai suelo, el
polvo de los muebles, el taco de un zapato. Como un rayo
repasé rápidamente en mi cabeza de lo que podría ser culpado,
pero no me acordaba de nada reciente.
Los Mardones eran gente tranquila, ambos eran profesores de
un liceo en Macul, su hija Sally estudiaba en nuestro liceo,
con ella nunca hablaba porque era mayor que yo y porque
pertenecía al grupo de las alumnas extrañas o diferentes, un
grupo conformado, en todo caso, exclusivamente por ella
misma.

Mi mamá sonrió con una de esas sonrisas que se pueden


calificar de sonrisa de monumento :

— Hijo, son los vecinos de la otra cuadra, los Mardones.

Con esa sola frase me di cuenta que pasaba algo muy malo y
que el culpable, de alguna forma, era yo. Mi mamá no me
llama a menudo «hijo», y todos en esa habitación sabíamos
que los Mardones eran nuestros vecinos desde que llegamos al
barrio antes de que yo naciera.

León desencadenó la tragedia al preguntar:

—¿Ustedes son los papás de Sally? Hace días que no la vemos


en el colegio.

Era lo que esperaba la mamá de Sally, se llevó las manos a la


cara y comenzó a llorar. Nos quedamos tiesos con León, sin
saber qué hacer, si volver a caminar las 20 cuadras y vernos
otra vez Duro de matar 4 o pasar a la cocina a conversar con
Gertrudis, mi nana. Mi mamá nos vino a salvar:

—Niños, a la cocina, Gertrudis los está esperando con la once.


Nosotros tenemos que conversar asuntos de grandes.

Ahí estaba la frase mágica y a la vez cruel: «asuntos de


grandes», era como decir: no se metan en la conversación
aunque lo que tengamos que decir sea importante. «Asuntos
de grandes» era como una tarjeta roja en un partido de fútbol,
una expulsión directa sin posibilidad de reclamo para los niños
de la casa, es decir nosotros.

En la cocina nos encontramos con Gertrudis Astudillo con la


cara doblada por la curiosidad,
tomando un té verde que olía muy mal, pe- 10 que ella creía
que no sólo la hacía adelgazar, sino que también le subía el
ánimo, le ayudaba a la digestión, la protegía del resfriado, de
los dolores de espalda, de la pena, la alergia a los plátanos
orientales y el insomnio; todo eso en una bolsita que olía a
toalla de perro.

Desde que llegaron los Mardones no me he movido de aquí de


la cocina preparando la once, así que no puedo saber qué está
pasando.

Por supuesto, León y yo sabíamos que la puerta de la cocina


era delgada y ella tenía buen oído.

Gertrudis finalmente nos contó, mientras servía la leche y el


pan con manjar y palta. Hacía tres semanas, Sally Mardones se
había ido de la casa. Al parecer discutió con sus padres y
desapareció. Posteriormente los llamó varias veces por
teléfono diciéndoles que estaba bien, pero que aún no volvería.
Los Mardones ahora estaban desesperados tratando de
encontrarla. Ese era el resumen de la historia.

Sally Mardones era mayor que nosotros, en el colegio poco o


nada compartía con sus compañeros porque los consideraba
inmaduros. Ella, en cambio, era seria y siempre tenía una
opinión para todo. Alguna vez había discutido con un profesor
de religión. Cuando llamaban a paros y huelgas de estudiantes
en Santiago, ella siempre estaba en primera fila. Para su
desgracia, en el liceo esa primera fila era sólo ella, nadie la
acompañaba porque nadie quería meterse en problemas. En el
fondo, la admirábamos, pero tampoco hacíamos nada para
apoyarla. Un año organizó una protesta contra las bolsas de
plástico. En el patio central del liceo dibujó una enorme equis
con "bolsas negras de basura, en el suelo dejó una carta-
protesta que se enviaría y que debía firmarse por los que
apoyaran la idea. El inspector general mandó a quitar la equis
en el segundo recreo y suspendió a Sally por tres días. Ella
respondió preguntando de qué se la acusaba. El inspector le
escribió en el libro de clases: «Por incitar al desorden». Sally
entonces escribió con letras góticas, que asemejaban a sangre
chorreando: «Por incitar al desorden», firmaba «Sally, la
vigilante». Mandó a fotocopiar el letrero y repartió las copias.
Otra vez la suspendieron. Nosotros, los de cursos inferiores,
seguimos admirándola, aunque nadie se atrevía a apoyarla.
Cuando le conté todo lo ocurrido a mi mamá, ella dijo
cortante: «No te metas en esos asuntos, Quique», lo que era
como decir déjala sola, no es tu problema, podrá tener razón
pero no es tu problema, el tuyo es sólo estudiar, salir de
enseñanza media, rendir la prueba, entrar a la universidad,
tener una carrera, casarte y morir.
Un día vi que Sally se aprestaba a llamar a un paro preparado
por los estudiantes de otros colegios y liceos de Santiago. La
vi escribiendo en una cartulina una serie de demandas y
consignas que esperaba pegar en el diario mural. Pensé
acercarme a ella, decirle que la apoyaba, pero que mi mamá
había dicho: «No te metas, Quique». Pero supongo que decir
algo asiera bastante infantil de mi parte y haría el ridículo. Por
eso, en cambio, me acerqué mientras terminaba el comunicado
y le dije nervioso:

—Falta la tilde a la palabra «acción». Ella me miró como lo


que era, una pulga cobarde. Se acercó a su cartel, marcó la
tilde arriba de la letra «o» con un plumón y dijo:

—Gracias, Quique.

Al menos se acordaba de mi nombre. Entonces me atreví a


agregar:

— Sally, quiero decirte que..., bueno, que yo, es decir, no sé


cómo...

Me di varias vueltas tratando de hacerme entender. Lo que


quería decir era: «Sally, estoy muy de acuerdo contigo, pero
soy un cobarde y mi mamá me dijo: "No te metas en nada
porque tienes que terminar el colegio, dar la prueba y todo lo
demás hasta morirte"». Pero nada de eso me atreví a decir. Fue
entonces ella quien respondió de una forma misteriosa:

— No te preocupes, entiendo. Yo estoy aquí y tú estás


allá.

A mí me pareció la mejor frase que nunca nadie me había


dicho, primero porque no la entendí, pero que de todas
maneras parecía significar muchas cosas. Era de esas frases
que uno a veces se merece recibir y que no sabe si son buenas,
malas o más o menos, pero que hacen lo que muy pocas cosas
hacen: hacer pensar, quedan allí dando vueltas durante días:
«Yo estoy aquí y tú estás allá». Una vez, en medio de una
discusión que perdía con mi hermana, se la lancé a la cara:
«Yo estoy aquí y tú estás allá». Mi hermana se detuvo en seco
y me preguntó:

—¿Qué estás fumando, Quique?

Pero ahora Sally estaba perdida, desaparecida, y yo seguía en


mi casa, cómodo, con once de pan con manjar, con

mi mamá que le tiene miedo a los temblores o a cualquier cosa


y que por eso me pide que no me meta en nada.

Gertrudis, esa tarde en la cocina, mientras analizábamos la


situación, dijo que ella creía que Sally Mardones era grande,
una señorita, y si se quería ir de su casa porque no se sentía
bien era su opción. Ella misma se había ido de su casa de
Temuco, había llegado a Santiago a trabajar para ayudar a su
familia, para hacerse un futuro de nana y para olvidar un
antiguo novio que desde hace tiempo tiene un nombre: el
innombrable; es decir, no se puede decir su nombre porque
cada vez que se acuerda de él le baja una pena inmensa y
comienza a escuchar un disco de Miguel
Bosé, porque dice que el innombrable se parece a Bosé. Un
día me mostró una foto del innombrable y la verdad que si hay
algo diferente es Miguel Bosé y el innombrable, pero tampoco
estoy para desengañar a mi nana, a quien quiero casi como a
mi mamá.

León, por su parte, comió dos sándwiches de mantequilla con


palta, y atorado dio su opinión sobre Sally Mardones, la que
representaba la opinión de la mayoría:

— Sally es rara.

por qué tenemos que buscar a Sally Mar- dones?, me preguntó


León al día siguiente, un domingo de otoño lento como patinar
en el barro. La respuesta no era simple, sólo intuía que era lo
que correspondía hacer, había obtenido un curso de detective
privado por correspondencia, el que ejercía pocas veces desde
que mis padres se enteraron y casi me internan en un hogar de
menores o me derivan a un psicólogo infantil por trastorno de
la personalidad.

Era raro, pero a Sally Mardones sentía que le debía algo, le


debía no haberme inmiscuido y que nunca me había
comprometido con nada y con nadie. Si alguien me mostraba
horribles fotografías de focas destrozadas a palos o la caza de
ballenas con arpones por barcos japoneses, eso sucedía para mí
tan lejos que me daba sueño de sólo pensarlo; no me sentía
realmente comprometido con nada.
Antes de llegar a la casa de los Mardones para ofrecer mis
servicios de búsqueda pasamos por la de Flavia Saavedra,
nuestra compañera artista, la única del colegio, y que vive en
calle Hamburgo, en un condominio habitado sólo por artistas y
actores de televisión. Los domingos se reúnen en el centro del
patio a leer poesía y a tocar instrumentos medievales. Flavia
escribe una novela; es decir, ya lleva varías escritas, algunas
entregadas por capítulos en el blog que lleva su nombre. Todos
la leen en el colegio, incluidos los profesores, quienes
reclaman por sus excesos literarios, pero Flavia responde que
es todo ficción, que nada de eso le ha ocurrido, aunque
tampoco nadie le cree.

Nos hicimos amigos o conocidos porque le posteé en el blog


una vez, le conté que me gustaba lo que escribía y le envié
también un cuento que yo había escrito sobre el encuentro
improbable de los alacalufes con una civilización del espacio.
Ella me respondió con una frase de crítica literaria:
«Demasiado ripio». Durante semanas traté de entender a qué
se refería con eso: el ripio tiene que ver con los caminos, con
piedras y barro. Luego, nos vimos en el colegio y me regaló un
libro titulado Sidartha, que era entretenido y fácil de leer,
sobre un niño de la India; había mucha filosofía fácil de
entender. Cuando le leí una parte del libro a mi papá para que
se relajara de los problemas del trabajo, me quedó mirando
como diciendo: «En realidad, Quique, necesitas ir donde el
psicólogo, aunque sea una visita corta».

Con Flavia conversábamos temas complejos, eso me gustaba


de ella. Decía que iría a la universidad a estudiar Psicología y
yo le argumentaba que luego, cuando egresara, tendría que
atender a personas como yo, con trastorno de la personalidad
múltiple, y que mejor estudiaba para ser escritora, que allí
estaba su verdadero talento. Ella me respondió que eso no se
estudiaba, que eso era un «don». Entonces no pude aguantar la
risa, me reí durante un mes con la palabra «don», hasta que
Flavia me dijo que si seguía riendo como hiena vieja debía
comenzar a olvidar de que éramos amigos.

Flavia era la única amiga de Sally, aunque tenían diferencias


insalvables entre ellas. Flavia decía que no participaba en
ninguna causa porque creía que todas estaban perdidas. Le
pedí a León que me esperara en la plaza Bremen, mientras yo
golpeaba la puerta de la casa de Flavia, la que parecía una
comunidad hippie de hacía 40 años.

Estaba en medio del ensayo de un monólogo ante el espejo.


Había cambiado de decisión: no estudiaría Psicología, sino
Teatro en la escuela de Fernando González, pero debía rendir
una prueba especial, la que incluía un monólogo. Conversamos
en el recibidor de su casa llena de cojines de la India y olor a
incienso que descomponía el estómago.

— Tampoco sé nada de Sally —dijo ella—. Me enteré que está


perdida. Hace tres semanas llamó diciéndome que había
conseguido un trabajo, que necesitaba dinero para hacer cosas,
pero no sé qué cosas.

—Pero ustedes eran amigas y podía...

—Me acordé: Reina, eso era lo del trabajo, algo así le escuché.
—¿Cómo Reina? ¿En la comuna de La Reina o reina de algo?
—Es que no le presté atención en ese momento. Sólo me
acuerdo de esa palabra.

No era demasiado, pero tenía por donde empezar. Antes de


salir de la casa de Flavia, ella dejó en mis manos unas 40
páginas de una obra de teatro para que le diera mi opinión, la
había escrito de una sentada, según sus palabras. Su título: La
mujer encadenada; bajo el título, en letras mayúsculas,
aparecía: AUTORA: FLAVIA EXPLORADORA. La obra
requería de dos actrices y un tarro lleno de basura sobre el
escenario.

Sally Mardones vivía en la misma calle que yo, en un pasaje


del mismo nombre que la calle. La mamá nos recibió todavía
triste, con la voz muy baja y afligida. Nos dio un largo
discurso de entendimiento entre padres e hijos. Dijo que no se
llevaban mal con Sally; todo lo contrario, se llevaban
estupendo las dos, claro, ella tenía su propias ideas, pero se las
respetaban en la casa, así que era incomprensible lo que estaba
ocurriendo.

Le pregunté:

—¿Sabía que Sally había conseguido un trabajo los fines de


semana?

—¿Trabajo? Hace un mes nos dijo que '-e iba a los trabajos
voluntarios a una parroquia de Peñalolén los fines de semana,
pero trabajo remunerado no era.
Miré alrededor, un living típico: el comedor donde la familia
se reunía a almorzar y a cenar con un televisor por delante.
Nada fuera de lo común. Mi casa es igual.

— Dejó un mensaje en el contestador, ¿quieren escucharlo? —


dijo la mamá cuando se hizo un silencio que un detective
generalmente sabe llenar con preguntas investigativas, pero
que en mi caso, fuera de práctica, no se me ocurrían.

Nos trasladamos al pasillo, hasta la mesi- ta del teléfono,


debajo de un mantel tejido a crochet. Otra vez típico. Otra vez
igual a mi casa.

Rebobinó el contestador y escuchamos la voz de Sally en el


pasado, uno reciente, pero que sonaba como desde otro
mundo:

«Por favor, mamá, no me busque, estoy bien... tengo que


estarlo, estoy bien». Nada más. Luego, el cargante ruido del
pito del teléfono y nada más. La madre, después de escuchar
infinidad de veces ese mensaje, volvió a llorar apretándose la
cara y negando con la cabeza. Con León nos quedamos
mirando sin saber qué hacer o más bien esperando que pasara
el llanto que a ambos, sin saber por qué, nos incomodaba.

—Necesito el cásete de la grabación —dije después de un rato


que consideré el adecuado—... Y una última cosa.

— Dime, Quique —dijo, apretando las nariz la señora


Mardones.
—¿Podemos echar una mirada al dormitorio de Sally?

Subimos hasta el segundo piso. En una pared, al costado de la


escalera, había una fotografía enmarcada de la familia.
Aparecían los Mardones, ambos muy jóvenes, él sin panza,
ella de cintura delgada y un peinado años ochenta que nadie se
atrevería a volver a usar. La pareja sostiene a un recién nacido
muy abrigado, envuelto en mantas. Los Mardones están en
traje de baño, parece que el día es precioso, el lugar es el
litoral central. La guagua de la fotografía es Sally, dijo la

madre casi en un último suspiro. Las fotografías son siempre


alegres porque recuerdan tiempos en que todo era alegría.
Llegamos al dormitorio.

—Está como lo dejó ella —dijo la mamá.

Sentí enseguida que algo hacía diferente aquel dormitorio del


mío, no era el color, sino tal vez el gran estante de libros que
cubría la pared. Siempre creí que yo tenía muchos libros y
revistas, incluso me sentía orgulloso de mi colección completa
de Asterix, de Tintín, pero Sally me doblaba en número de
libros y revistas; algo parecido a la envidia y admiración sentí
s:n quererlo.

En las paredes laterales, más cerca de la cama, encontramos


algunas fotografías en marcos pequeñitos. En algunas aparecía
Sally rodeada de perros y gatos, otras junto a gallinas. Indiqué
las fotografías, pero la señora Mardones respondió antes de
que le dijera nada:
—Sally es defensora de los animales. Últimamente andaba con
un grupo de la universidad que protestaba en las puertas de los
circos.

—¿En el circo? —preguntó León sin entender.


—En el circo tienen animales y los maltratan...

—Entiendo —dijo León, aún sin entender.

— Estos son sus libros —siguió la mamá—, ella es muy buena


lectora, dice que quiere ser profesora como yo o como su papá,
pero nosotros insistimos que lo piense mejor porque de
profesor se gana muy poco.

Nos quedamos unos minutos allí. En una pared vimos colgado


un largo poema de Mario Benedetti y una fotografía del Dalai
Lama riéndose como si le hicieran cosquillas.

En el estante, entre los libros, destacaba uno porque en el lomo


no aparecía nada. Lo retiré. La mamá me dijo:
— Esos son cuadernos, los confecciona ella con sus manos,
tiene varios.

Abrí el cuaderno forrado con un género de color lila, pero en


su interior sólo había hojas en blanco. Busqué por la
habitación. Debajo de unos discos vi otro cuaderno con lomo
de tela. Allí tenía traducciones de canciones. El siguiente lo
encontré en el velador, también tenía las páginas en blanco,
pero en la última encontré un dibujo: era un ojo cerrado, más
bien un párpado cerrado, alrededor varias fechas y
probablemente anotaciones de horas, todas marcadas con una
equis. Arriba del párpado la palabra «Reina», solitaria, en
mayúscula y remarcada, pero nada más.

En aquella casa nadie sabía qué podía significar la palabra


«Reina». No se trataba de la comuna de La Reina, eso
resultaba obvio. Podía ser un apellido, un nombre, un lugar.

Nos despedimos de la mamá de Sally, quien nos agradeció lo


que estábamos haciendo por su hija. Esta vez no fui yo sino
León el que respondió:

—Es nuestro deber.

Aprovechamos y nos fuimos a un costado de la Plaza Ñuñoa,


donde venden unos helados exquisitos. A pesar de que el frío
comenzaba a llegar, para tomar helado no hay excusas.
Además, nos encontraríamos allí con Gertrudis, era su día
libre, estaba aburrida y se había citado en ese lugar con una
amiga con la que se irían a San Miguel, a ver a una «comadre»
de Temuco, que en realidad era una forma de decir que
visitarían a una bruja de su tierra, quien les leería las cartas
para saber cómo estaba su destino y, lo más importante, para
evitar caer en las «redes del amor», como le gustaba decir a
Gertru, aunque ella siempre caía como un cardumen de peces.
La vimos venir con su ropa de domingo, que a pesar del frío
era única: tacos muy alto, y unos jeans ajustados que le quedan
de maravilla. Todos los extranjeros que tomaban cerveza en la
plaza la piropeaban en inglés, en francés o en danés. Pero ella
era inmune a las lenguas extranjeras y caminaba feliz por los
halagos pero sin mirar a nadie.
Gertru aprovechó para invitarnos a los helados mientras
esperaba que apareciera su amiga. Le explicamos, sentados en
un banco de la plaza frente al Teatro de la Universidad
Católica, lo que habíamos descubierto de Sally; o sea, que sólo
teníamos una palabra: «Reina». Aprovechamos también de que
escuchara la grabación del contestador en el personal de León.

Gertrudis puso cara de cuadro de pintura y dijo muy segura:

—El llamado se hizo desde un restaurante, se escucha el ruido


de platos y copas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó León.

— Fácil. En Temuco trabajé en un restaurante durante tres


años, sé perfectamente cómo suena un restaurante a la hora del
almuerzo.

—Tal vez, Reina entonces sea el nombre de un restaurante —


dije.

— Consigan una guía de teléfonos y diviértanse —dijo Gertru,


estirándose los pantalones que le quedaban a presión en el
cuerpo.

En ese momento apareció su amiga, con un vestido muy


florido y los labios brillantes. Nos saludó y nos dejó con la
cara marcada con rouge e impregnados con un olor a perfume
que parecía el de un jardín botánico. Antes de acostarme esa
noche todavía sentía ese aroma por mi cuello
Llegamos a la casa. León me dejó allí. Acordamos que nos
encontraríamos al día siguiente para seguir la investigación.

Antes ue ir a acostarme acompañé a mi papá para ver los goles


de la fecha en la televisión. Mientras lo hacíamos aproveché
de revisar la guía de teléfonos. No encontré nada en una de las
guías. Luego, revisé las páginas amarillas. Busqué
restaurantes. En los de comida italiana encontré lo que
buscaba. En un destacado aparecía dibujado el mismo párpado
cerrado que había encontrado en uno de los cuadernos de
Sally. Abajo leí: «Reina, el mejor restaurante italiano del
centro». Mi papá discutía por un penal mal sancionado. Al
siguiente gol que mostraron del fútbol es-pañol, mi papá
sonrió y dijo:

— Esa fue una joya, grábatelo, Quique. Como Pelé en México


1970, cuando...

Y comenzó ese cuento de Pelé en ese mundial que me sabía de


memoria porque se lo había escuchado miles de veces, pero
como soy un buen hijo, y algún día quiero que me den una
medalla que en alguna parte diga «el hijo del año», dejé que
me lo contara otra vez, la mil uno. realmente por qué,
finalmente estábamos esperando a algo parecido a Godot.
Entonces, después de un rato, León dijo:

—No sé si tú sientes, Quique, lo mismo que yo, pero hay un


olor como a...

— Un olor muy malo, como a perro mojado.


—A perro, eso es.

Y ahí nos quedamos en la semioscuridad, sin saber qué hacer y


todo por tomar partido en una causa, la de Sally Mardones,
aunque no sabíamos qué causa era. Ahora yo estaba y ella no
estaba. Y de esa forma, tal vez por el aburrimiento o lo
absurdo de la situación, es que comencé a quedarme dormido.

Desperté cuando la puerta se abrió. Pensé que soñaba, todo


había sido un sueño y estaba en mi cama, en mi dormitorio de
calle Juan Moya, mirando el techo, soñando que era domingo
y que me despertaba a las once de la mañana. Una figura con
una linterna nos iluminó directo. Reconocí enseguida su voz:

—Quique, soy yo, Sally Mardones. No era tiempo para dar


explicaciones. Seguimos a Sally, que llevaba un llavero con el
que abría y cerraba las puertas. Me di cuenta enseguida que no
íbamos de salida, sino adentrándonos más en la bodega, hasta
una gran habitación. Al abrir la puerta nos golpeó un aire
caliente y un pésimo olor. Sally hizo correr la luz de la linterna
por la habitación. El piso estaba cubierto de cuerpos de perros
echados que parecían muertos, pero no lo estaban, más bien
estaban enfermos o drogados, respiraban pero ninguno se
movía. Sally me pidió que sostuviera la linterna e iluminara.
Preparó su celular como cámara fotográfica y comenzó a
disparar. León y yo, mientras tanto, sólo queríamos salir antes
de que los dos guardias se dieran cuenta. Cuando ella creyó
que había terminado, otra vez escogió una de sus llaves y
salimos por una puerta trasera de la bodega. Al otro lado hacía
frío. Caminamos por entre la maleza, que olía aún peor que la
habitación de los perros dormidos, hasta que encontramos el
cerco por donde llegamos a la calle.

—¿Por qué me buscan? —fue lo primero que nos dijo Sally


antes de subir a un taxi. No parecía contenta de vernos

— . Esto es peligroso y pudo haberles ocurrido algo malo con


Reina.

No alcanzamos a decir nada. Me sentía como cuando mi mamá


se molestaba porque no hacía la cama en una semana y
encontraba restos de queque, alguna revista, mi reloj, un
pedazo de manzana, entre las sábanas. Como en esas
ocasiones, no tenía una explicación con Sally. Ella era mayor
que nosotros y sí sabía lo que hacía. No podía explicarle que
de mi parte sentía que le debía algo a ella, que no estaba
seguro de qué se trataba, pero tenía que ver con
comprometerse alguna vez.

El taxi nos condujo por Ñuñoa de regreso, dio varias vueltas y


nos bajamos en una plaza escondida y pequeñita. Estaba
seguro que a esa hora mis papás estarían preocupados, pero
entonces me acordé del cumpleaños de mi tío Cacho; mi tío no
es mi tío, pero como es amigo de mi papá le decía tío Cacho
desde que era niño. Esta noche era su cumpleaños y lo
celebraba en su casa en calle Antonio Varas. Es decir, estaba
momentáneamente salvado. Llamé a Gertru por el celular de
Sally, le dije, sin darle tiempo a replicar, que estudiaba en la
casa de un compañero de curso, que todo estaba bajo control y
que por ningún motivo había roto la promesa de acercarme a
calle Las Codornices 286, Macul. Después colgué y esperé
junto con León que Sally Mardones dijera algo, que contara su
historia, en la que sin querer estábamos ahora metidos.

Todo había partido cuando comenzó a investigar las denuncias


de los robos de perros, no sólo perros vagabundos, sino de
barrios enteros. Se enteró por Internet que pagaban muy bien
esos perros para experimentos en universidades hospitales de
todo el país. No era nada de fácil el traslado, se hacía
drogándolos como los habíamos visto en la bodega. Los datos
finalmente los consiguió a través de un ex empleado de
Gustavo Reina, que no podía dormir por las noches después de
haber enviado al sacrificio a muchos de esos animales. El
empleado le confesó todo, pero le agregó un dato importante:
Reina guardaba los papeles que probaban el tráfico de
animales en su oficina, en la parte de atrás de su restaurante.
Sally comprendió entonces que no tenía opción. El empleado,
después de la confesión, se fue a esconder a un pequeño
pueblo en la VIII Región, llamado Monte Águila.

Sally necesitaba pruebas y debía conseguirlas por ella misma.


Por eso decidió no involucrar a sus padres, ni a nadie, arrendó
una pieza en el centro y logró el empleo de mesera en el
restaurante de Reina. Sentía que era su deber y que no tenía
otra forma de conseguir esas pruebas.

Después de 10 días de trabajar allí logró llegar a la oficina y


robó los papeles que necesitaba. Pero casi enseguida fue
descubierta, los hombres de Reina la siguieron, llegaron hasta
la pieza que arrendaba y le arrebataron las pruebas. Desde ese
día estaba escondida en casa de una amiga en un edificio cerca
de avenida Irarrázaval sin saber qué hacer. Sólo tenía un dato,
la dirección de esa bodega y un llavero que también había
sacado de la oficina de Reina. Mientras vigilaba la bodega nos
vio a nosotros en el lugar y luego cuando fuimos detenidos por
Gustavo Reina y sus empleados. La historia era esa, así de
simple. La conclusión seguía siendo la misma: allí estaban
esos perros preparados para ser llevados a la mesa de
operaciones de un laboratorio y así probar fórmulas químicas
de un nuevo champú y otros experimentos desagradables,
sobre todo para los perros. Es decir, estábamos como en el
comienzo. Y dije «estábamos» porque a esa altura le prometí a
ella que éramos parte de aquello, no la dejaríamos sola, al
menos hasta que terminara el cumpleaños del tío Cacho esa
madrugada. Sally me miró de una forma distinta y dijo:
— Sabía que podía contar contigo.

Sally Mardones no tenía pruebas para inculpar a Reina y a su


negocio de tráfico de animales. Sólo teníamos una esperanza,
una en la que únicamente ella creía y que representaba,
pensándolo bien, lo que hacía particular a Sally: creer en los
demás por sobre todas las cosas.

En clase de educación física, en una ocasión, hicimos un


«ejercicio de confianza»; la idea era de nuestro profesor, de
uno que estaba de paso por el colegio, hacía la práctica para
titularse, llevaba el pelo largo tomado en una cola de caballo,
lo que indignaba a los otros profesores; por el contrario, a
nosotros nos parecía que ese detalle decía mucho y nos daba
confianza. Era un buen tipo Clark. Su nombre no era Clark,
pero algunas de nuestras compañeras se enamoraron de él y le
dejaron ese sobrenombre: Clark Kent, porque era igual a
Superman. A Clark, cuyo nombre verdadero era Carlos, le
gustaba el sobrenombre y nos pedía que lo llamáramos de ese
modo. A Clark se le ocurrió entonces el ejercicio que consistía
en dejarse caer hacia atrás esperando que un compañero nos
atrapara antes de rebotar en el suelo. Por supuesto elegí a León
porque era mi mejor amigo. Clark dijo que de esa forma no
resultaba el juego, que teníamos que elegir a alguien
desconocido o no muy cercano. Me correspondió entonces
realizar el ejercicio con Venturelli, un tipo desagradable, con el
que nos llevábamos muy mal, él se había enterado de mi
asunto de detective y cada vez que me veía se reía como hiena
burlándose: «Ahí va Columbo», «Ya llegó Starky», «Miren al
Agente 86...». Digamos entonces que Venturelli no era alguien
a quien le podría tener confianza. Esperé lo peor ese día en el
gimnasio con el ejercicio de la confianza, desde quedar lisiado
hasta no poder sentarme en una semana. Ahí estaba, de
espalda, en medio del gimnasio, donde nos moríamos de frío
en invierno porque a las ventanas altas les faltaban varios
vidrios.

— Déjate caer con confianza —dijo Clark Kent, y yo pensé en


mis partes blandas allá atrás que sufrirían sin sentido por un
ejercicio que nadie más que el profesor entendía.

Me dejé caer. Caí despacio, como en cámara lenta, con el


cuerpo tieso. Estaba seguro que Venturelli se reía como animal
e inventaría algo para no recogerme a tiempo. Pero entonces
sentí los brazos de Veturelli que me atrapaban con fuerza justo
antes de tocar el piso de madera del gimnasio. Inmediatamente
también me sentí agradecido, muy agradecido. Venturelli ni
siquiera me miró y siguió más allá riendo por otra cosa.
En el siguiente recreo busqué y enfrenté a la hiena de Veturelli:

—Gracias por no dejarme caer —le dije.

—¿Creías que no lo haría? —me respondió.

Entonces ambos nos reímos como si en realidad nos


conociéramos desde hacía muchos años; justamente, hacía
muchos años nos conocíamos pero muy mal. Desde ese día o
el sábado siguiente hicimos planes para ir juntos al cine. Lo
pasamos bien. Después comimos una pizza en la Plaza Ega-ña
y seguimos riéndonos, hasta hoy que seguimos siendo buenos
amigos.

Sally pagaría el taxi. Así que hicimos parar uno. Era tarde,
pero todavía tenía tiempo porque calculaba que el cumpleaños
del tío Cacho estaba en lo mejor y eso me protegía de la
llegada a casa.

Nos bajamos en el centro de Santiago, que a esa hora lucía


oscuro y tenebroso. Unos municipales barrían con unas hojas
de palmera gigante la calle y una camioneta especial lo hacía
con escobillas bajo sus ruedas.

El Restaurante italiano Reina estaba cerrado, pero Sally se


dirigió a una puerta lateral. Otra vez de su llavero eligió una
llave con la que

abrió. Encontramos una escalera. Subimos hasta el segundo


piso. Debajo de una de las puertas vimos luces. Sally fue
directo a la puerta y golpeó. Se escuchaba un programa de
televisión donde el humorista Alvaro Salas contaba chistes y
todo el mundo se reía. Creímos que nadie abriría. Pero en-
tonces se abrió la puerta y apareció la mesera traidora del
Reina. Nos quedó mirando como si tres habitantes del planeta
Venus tocaran una noche la puerta de su departamento. Sally
se adelantó:

—Con permiso —y entró. Detrás lo hicimos nosotros. Estaba


claro, no era el lugar donde debíamos estar, la misma mesera,
horas antes, nos había traicionado.

— No deberían estar aquí —dijo ella—, ninguno de los tres; si


don Gustavo se entera puede ser peligroso para ustedes.

Sally le respondió y nosotros dos con León preferimos cerrar


la boca.

—Tu jefe te paga esta pieza, te dio el trabajo y te ha prometido


otras cosas, lo sé, pero llegó la hora de decidir lo que
corresponde.
—Me vine a trabajar acá a Santiago y don Gustavo me ha
ayudado.
— Pero sabes que no está bien lo que él hace.
— Sí, pero...

—Confiamos en ti, por eso hemos venido, necesitamos de tu


ayuda.

Dio vueltas por el dormitorio, que era estrecho pero estaba


ordenado y olía a desodorante ambiental.
—No puedo —repetía la mesera—. Mejor se van, Gustavo
puede llegar y encontrarlos aquí; cuando se enoja, tú sabes
cómo se pone.

Sally le dejó su celular entre las manos, con la fotografía de


los perros drogados en la bodega.

—Ahí están esas fotografías para que te decidas. Y también


tienes el celular con el que puedes llamar a Reina y contarle
que estamos aquí. Tú decides.

Nos sentamos en unas sillas. El televisor seguía encendido,


pero sin volumen, así que sólo veíamos como el público se reía
de la rutina del humorista. De pronto ella movió la cabeza, dio
un gran suspiro y dijo:

—¿Qué quieren que haga?

—Que me abras la oficina de Reina en el restaurante y así


sacar documentos para probar lo de los perros...

—No, no es buena idea. Hace una semana, después de que


desapareciste, Gustavo limpió su oficina, no hay nada de eso
allá abajo.

—¿Qué otra cosa tienes, entonces? —preguntó Sally,


resignada.

— Esta noche es importante, esta noche se hace la entrega.


Era pasada la medianoche. Como estábamos en otoño, las
noches no eran las más agradables del año; es decir, mucho
frío, algo de neblina y oscuridad. El taxi nos dejó en San
Bernardo, que para nosotros con León, a esa hora,
representaba un lugar muy lejano, casi como si fuera Puerto
Montt. Allí, en la carretera, en el cruce del camino se haría la
transacción, un camión recogería el cargamento. El taxista
aceptó esperar media hora, la que cobraría, pero nada más,
porque a él también le daba miedo un lugar como aquel, a
pesar de que le asegurábamos que esperábamos a una tía que
venía desde Rancagua. Sally salió varias veces a fumar afuera
del tax . algo que nos impresionó enseguida porque no
conocíamos a nadie del liceo que fumara. Pensé que hasta ahí
llegaba lo ecológico de Sally, porque fumar es contaminar el
aire de los demás y hacerse un mal favor a los pulmones. Pero
tampoco me atreví a sugerirle eso, en realidad preferí
permanecer en silencio, pues no sabía qué ocurriría a
continuación. En una oportunidad mi hermana me sorprendió
fumando. Era un solo cigarrillo, tal vez el primero que me
llevaba a la boca, pero justo mi hermana apareció en la plaza
Pedro de Valdivia después de la licenciatura del colegio del
mismo nombre de la esquina, al que había ido no sé por qué
motivo. Allí, en el puente que cruza la calle y la plaza, me
encontré con mi hermana, que enseguida me echó una
maldición gitana, me miró con cara de cámara de video y me
dijo que se lo diría a mi papá. En realidad nunca se lo dijo,
pero el miedo con el que quedé fue suficiente para que dejara
el cigarrillo para siempre justo cuando comenzaba a fumar.

Lo primero que vimos llegar fueron las tres camionetas, fue


fácil identificarlas pues en sus carrocerías laterales aparecía
escrito: «Restaurante Reina / Las mejores pastas de Santiago».
Se estacionaron en una calle lateral y apagaron sus luces. En
ese momento el taxista que nos esperaba sospechó que la tía de
Rancagua era lo que era, o sea, una mentira, así que nos pidió
lo que le debíamos y se fue, dejándonos entre unos árboles
secos que apenas nos ocultaban. Esperamos otros 20 minutos.
Con León habíamos preparado el plan B de la operación; es
decir, nos imaginamos por dónde correríamos huyendo de los
hombres de Reina.
Cuando un enorme camión se estacionó en una berma del
cruce, vimos a las camionetas moverse hasta quedar detrás.
Fue el momento en que me acerqué tímidamente a Sally
Mardones para preguntarle sobre el plan A; es decir, qué
haríamos a continuación.

— Ustedes dos, nada —dijo seca. Con León nos miramos sin
saber cómo interpretar aquello.

Al parecer, el plan A era un verdadero plan fracasado. Sally


simplemente saltó por la defensa metálica del trébol de la
carretera y se acercó al camión. Entonces sacó un arma. En
realidad no era un arma. De la mochila emergió una cámara
fotográfica y comenzó a fotografiar lo que ocurría. De las
camionetas, con una rapidez asombrosa, cargaban las jaulas
con perros. En pocos minutos llenaron el acoplado. A Sally
parecía no importarle ser descubierta. Y, como era de
esperarse, algunos de aquellos hombres se dieron cuenta que a
escasos metros de allí los fotografiaban y no precisamente para
tener un recuerdo, sino para conseguir pruebas con que
denunciarlos.
Fue fácil atraparla. Había llegado el momento en que León y
yo debíamos tomar una decisión importante. O huíamos
cobardemente o hacíamos algo. Era obvio: si corríamos hacia
abajo de la carretera, por donde se entra a San Bernardo desde
la Panamericana, probablemente esta noche y las siguientes de
varios años más no podríamos dormir tranquilos. Así que
hicimos lo mismo que Sally, saltamos la cerca, cruzamos la
carretera y allí estábamos jalando de una pierna a Sally,
mientras aquellos hombres lo hacían de los brazos. La escena
era ridícula y las probabilidades de que ganáramos eran
escasas. Pero, entonces, todo se calmó. De una de las
camionetas bajó la figura pequeña pero regordeta de Gustavo
Reina rascándose la cabeza.
—Otra vez ustedes. Realmente no me dejan hacer negocio —
dijo.
Se acercó a Sally y le quitó la cámara.

—¿Realmente piensas que con esto tendrás alguna prueba? —


dijo.

— Con eso no... —dijo Sally.

Reina intentó abrir la cámara fotográfica, pero enseguida dijo


con cara de espanto:
—¿Qué es esto?

La cámara era una linda cámara plástica que nunca había


tomado una fotografía.
Sally, entre los brazos de los guardias de Reina, logró hablar.
—Necesitaba que tú mismo aparecieras cerca del camión de la
carga, no para que yo te sacara la foto, sino ellos...
Indicó la oscuridad y todos nosotros creímos que Sally
Mardones tenía visiones. Pero en ese momento se encendió un
foco azul y de un rincón al lado del camino apareció una
camioneta con las latas sueltas, que podía ser la famosa
camioneta del Padre Hurtado, pero ésta estaba pintada con
flores y un letrero largo que decía algo así como «los animales
son tus hermanos». Bajaron varios jóvenes mayores que Sally,
parecían universitarios, con chalecos gruesos y barba. El que
llevaba una cámara de video era Pedro Canario, eso lo supe
más tarde. Tampoco Reina se intimidó demasiado con la
aparición. Al menos hasta 20 segundos después que dos
vehículos cerraron la carretera. A pesar de la oscuridad o
gracias a ella se notaban muy bien sobre esos automóviles las
balizas de los carabineros. Entonces, Reina pensó seriamente
que estaba perdido, que se había acabado el negocio de los
perros, y que probablemente se le acabaría también el negocio
de las pastas o de cualquier tipo debido al tiempo que pasaría
en la cárcel.
Convencimos al teniente que tomaba las declaraciones que nos
dejara ir por ahora. Prometimos que volveríamos al día
siguiente, teníamos que llegar antes que mis papas a la casa de
calle Juan Moya. El carabinero que dirigió la operación, sin
duda cuando pequeño debió pasar por lo mismo, pues nos
envió a los tres en un auto policial con baliza. el que corrió a
toda velocidad por la carretera hacia Santiago.

En el momento que entramos por la cocina nos encontramos


con Gertrudis Astudillo, mi nana, con los ojos rojos de tanto
llorar. Le explicamos rápidamente lo que ocurría. Por suerte, el
cumpleaños del tío Cacho se había prolongado, así que
estábamos salvados. Tampoco Gertru hizo mayor escándalo,
porque en sus preferencias el primer lugar lo tienen los
uniformes; el carabinero que nos fue a dejar le entregó sus
datos y se llevó los suyos.

Sally Mardones me dijo que mañana temprano regresaría a su


casa, había causado demasiada preocupación a sus padres,
pero también creía que era la única forma de conseguir lo que
finalmente había conseguido. Estaba arrepentida, aunque si se
le presentaba algo parecido lo haría de nuevo. Sally Mardones
era de las personas que sí estaba donde los demás no estaban,
pero estaba hasta el final, sin retrocesos, porque creía en lo que
pensaba y luchaba consecuentemente por sus ideas. Todo eso
me lo dijo mientras tratábamos de quedarnos dormidos, León y
yo en el suelo de mi dormitorio, y Sally en mi cama. Mientras
ella hablaba pensaba que mañana temprano trataría de
esconder ese oso de peluche que Gertru me regaló hace ¿n
siglo y que deja todas las noches sobre mis almohadas y a
quien llama «Fernando el oso». Juro que yo no lo hago, ni
siquiera me gusta mucho ese oso.

Al otro día todo se arregló. O en parte. Finalmente debimos


confesar a mis padres nuestra participación en la detención de
la banda de traficantes de animales. Me castigaron, me
quitaron el talonario de entradas al cine que me habían
regalado. Lo peor vino dos días después. Mi hermana me
apuntó con el dedo en medio del pasillo, me dijo que estaba en
su poder nuevamente, tendría que ser su esclavo un mes
seguido; es decir, debería hacerle la cama durante ese tiempo.
Había escuchado, dos noches atrás, una voz d mujer en mi
dormitorio y estaba dispuesta a contarle a mi papá.
Me quedé en un sillón de la casa. Gertru estaba en su curso de
teatro en la Corporación Cultural de Nuñoa. Mis papás habían
ido a despedirse del tío Cacho, que viajaba a Buenos Aires por
una semana, lo que era suficiente excusa para celebrar. Estaba
solo, pensando que poco había ganado en todo aquello.
Aunque si lo analizaba mejor, ahora tenía una nueva amiga,
una que admiraba, y de la admiración siempre nacen cosas
buenas. Sally Mardones había solucionado sus problemas con
sus papás. En la tarde me llamó por teléfono y me invitó a las
reuniones del grupo de amigos de los animales. Sabía que a
esas reuniones iba gente mayor que yo, así que la invitación
me pareció un regalo en agradecimiento por lo que había
ocurrido. Cuando le pregunté cómo sabía que yo era realmente
un «amigo» de los animales, ella me respondió:

—Es que Gertrudis me contó lo de «Fernando el oso», así que


me imaginé que eras de los nuestros.

Fin

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