Efimeras - Kevin Odonnel
Efimeras - Kevin Odonnel
Efimeras - Kevin Odonnel
Kevin OʹDonnell, Jr.
Ultramar Editores
Título original: Mayflies
Traducción: Albert Solé
Portada: Antoni Garcés
1ª edición: julio 1989
© 1979 by Kevin OʹDonnell, Jr.
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de
esta publicación puede ser reproducida,
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ni transmitida en ninguna forma por ningún
método, electrónico, mecánico, fotocopias,
grabación u otro, sin previo permiso del detentor
de los derechos de autor.
© Ultramar Editores S.A., 1988 Mallorca 49. S 321
24 00. Barcelona‐08029
ISBN: 84‐7386‐533‐2 Depósito legal: B‐19482‐89
Fotocomposición: Fénix, Servicios Editoriales /
Master‐Graf, S.A.
1
Al doctor Te Lou Tchang,
que fue mi suegro, amigo e inspiración,
dedico este libro,
con amor y un profundo sentimiento de pérdida.
Por su tiempo y sus juicios críticos, me gustaría
darles las gracias a Deborah Atherton, Mark J.
McGarry, Victoria Schochet, Al Sirois y, por
supuesto, a mi esposa Kim..., que no sólo leyó esto
repetidas veces, sino que me soportó mientras lo
escribía.
Trabajos preliminares
Una vez existió un hombre, un hombre tranquilo,
inteligente y que amaba a su familia, pero murió.
Hicieron cuanto les fue posible para que no fuera
así, pero sólo consiguieron salvar su cerebro. Para
éste encontraron una utilidad. Para decirlo de forma
no muy impresionante, se convirtió en un
ordenador. Para decirlo de forma altisonante, salvó
a la raza humana.
Pero primero tuvieron que enseñarle las cosas,
como si fuera un niño en la escuela. Al igual que
cualquier niño brillante, preguntó cuál era su
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origen. No quería saberlo en el sentido de tener
hambre de conocimientos, pero le molestaba que
hubiese un agujero en sus bancos de datos y, tal y
como había sido programado para hacer, preguntó
al respecto.
Le contestaron con las cintas del laboratorio, y no
les quitaron nada ni las suavizaron, porque luego
tendría que tratar con más información todavía que
podía resultar aún más desagradable. Si no era
capaz de vérselas con ella, necesitaban saberlo de
inmediato. Por lo tanto, le pasaron las grabaciones,
corriendo deliberadamente el riesgo de una
sobrecarga sensorial, pues los buenos profesores no
describen la realidad: la muestran.
Gerard K. Metaclura, doctor en medicina y en
filosofía: corriendo a través del laboratorio, evoca al
ganador de medallas de maratón de veintiocho
años que fue quince años. Setenta y cuatro kilos
hacen que sus 182 centímetros resulten delgados, y
muchos de ellos se encuentran en las piernas que le
hicieron ganar todas esas carreras. Cuando se
inclina para examinar un listado de ordenador, su
cabello castaño cubre su rostro. Cuando se yergue,
sus ojos verdes muestran un destello de placer.
Murmura una alabanza dirigida a su ayudante, que
trabaja dieciocho horas al día para ganarse tan sólo
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una de sus deslumbrantes sonrisas.
Van los dos hacia la puerta, el uno al lado del otro,
pasando junto a las mesas de trabajo polvorientas y
manchadas de sangre cubiertas de pipetas,
microscopios electrónicos, aparatos de medición
térmica y sónica, sucios ejemplares de revistas
científicas en viejas ediciones manuales..., discuten
en broma sobre a quién le toca ir a buscar el café esta
soleada mañana del 27 de mayo de 2277. Cada uno
insiste en que le toca al otro. En secreto, cada uno
cree que le toca a él. Metaclura alza las manos.
—!Basta! Que el azar decida. —Busca una moneda
y la lanza al aire..., demasiado alto. La moneda
rebota en una de las luces y cae al desgastado
linóleo del suelo. Metaclura se agacha para cogerla,
pero...
¡Te pillamos!, dicen con una risita los trolls del
terremoto.
El edificio se estremece igual que un perro
sacudiéndose el agua, y mientras por los pasillos
suenan los chillidos y las sirenas (de forma
instintiva, aunque equivocada, alguien grita: «¡Han
soltado una bomba nuclear sobre Frisco!»), los doce
metros de largo de la luz (que, debido a la
ignorancia de un electricista novato, estaba
sostenida sólo por unos cables y las losetas
antisonido del techo) se desprenden de sus
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conexiones y caen.
¡Chas! Su afilado borde de aluminio guillotina a
Metaclura. Su peso le aplasta el torso. Su cabeza —
verdes ojos desorbitados, la boca abierta en una
mueca como si fuera a protestar ante algo tan
grotesco—, salta a las manos de su horrorizado
ayudante.
El cual grita. Y (sosteniendo la cabeza —por el
cabello—, bien lejos de su cuerpo), vomita. Y vuelve
a gritar. Y después, comprendiendo que nadie
vendrá en su ayuda, se ve impulsado por una gélida
e indiferente calma, esquizofrénica en su lejanía de
lo que siente realmente, a entrar con paso vacilante
en el laboratorio contiguo, donde la magnum opus
del doctor Metaclura brilla con un resplandor
cromado.
Es, básicamente, una máquina de soporte de vida.
El doctor Metaclura ha pasado once años
adaptándola para crear un equipo que pueda salvar
incluso a quienes han sufrido las peores heridas,
siempre que puedan ser unidos a ella antes de que
la muerte se haya vuelto irrevocable. Un accidente
le arrebató a su primer amor de adolescencia, una
colisión automovilística en una carretera solitaria
tan lejos de la civilización que, pese a que la
ambulancia encontró a la chica respirando todavía,
ni un equipo médico valorado en diez millones de
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dólares pudo mantenerla con vida durante el
aullante trayecto al hospital. Tras decidir que la
humanidad se merecía algo mejor, dedicó su carrera
a concebirlo.
Se parece a un traje espacial rígido y transparente,
con un miniordenador en su espalda.
El ayudante introduce al hombre (¿el objeto?) en
él sin perder más tiempo: las células cerebrales
mueren rápidamente; cuatro minutos sin sangre es
quizás el límite máximo.
El cierre del visor activa el aparato. Mientras una
luz ambarina brilla en el ordenador, indicando que
está preparado, y la espuma estéril brota sobre los
miembros y el torso vacíos, los microsensores
colocados en el plástico juzgan el estado de
Metaclura en cuestión de nanosegundos. Campos
magnéticos modulados guían tubos ultraligeros
que se introducen en los rotos y goteantes vasos
sanguíneos de su cuello. Al primer contacto con la
sangre del hombre (¿el objeto?), el tubo
sensibilizado reacciona y transmite sus hallazgos
(«tipo AB») a través del alambre fino como un hilo
que corre a lo largo de todo él. Cuando recibe el
mensaje, el ordenador acciona el interruptor
adecuado. El tubo de plástico se llena de una marea
carmesí, que entra y sale directamente del banco de
sangre del departamento de investigación del
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hospital.
El doctor Metaclura no abre los ojos, parpadea y
dice:
—Gracias, lo necesitaba. —Está sumido en el
trauma de la muerte, lo cual quizá sea lo mejor.
Después de eso, el ayudante, que ha transmitido
su responsabilidad tan bien como ha podido
hacerlo, sale corriendo del laboratorio, con otro
alarido desgarrando ya sus cuerdas vocales.
Cuando un fornido neurocirujano consigue
derribarlo lanzándose sobre él en una presa de
rugby que hace estallar en involuntarios aplausos a
los boquiabiertos estudiantes, el ayudante no puede
sino balbucear de forma incomprensible.
Nadie hace preguntas sobre la sangre que hay en
su bata, ni sobre la ausencia de su mentor,
Metaclura.
En vez de ello le dan un sedante, y su continua
agitación, parecida a la de una estrella de mar, se va
calmando hasta sumirlo en la inconsciencia.
Un médico regordete y de aspecto algo pomposo
informa a los espectadores de que «Se acabó, no hay
por qué ponerse nerviosos, ahora ya pueden volver
a sus trabajos». El cirujano busca el visófono más
cercano. Dos minutos después, una camilla aparece
ruidosamente al final del largo pasillo y se detiene
el tiempo suficiente para que dos ordbots de
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rápidas y silenciosas ruedas coloquen al ayudante
sobre ella, desapareciendo luego con el mismo
ruido de antes.
Una hora después, la Directora Administrativa del
Departamento de Bio‐Neuro‐Química encuentra a
Metaclura. Chilla. Y se desmaya.
Ascuas apagadas se hunden en un lecho de cenizas.
—Dios Todopoderoso, hombre —ladró el doctor
Josephus Goddinger, Jefe del BNQ y quizá el amigo
más antiguo de Metaclura—, ¿es que no consigue
ninguna lectura o qué?
—Uh‐uh. —Mike Robbins no estaba intimidado:
tenía un trabajo que hacer, lo estaba haciendo, y de
forma soberbia. Quien no estuviera de acuerdo con
él podía ir en busca de alguien mejor—. Nada. —Se
estiró y luego se limpió la fina capa de sudor que
cubría su frente—. Lisa. Apagada. En silencio.
El pulgar de Robbins señaló el cráneo de
Metaclura, montado igual que un trofeo sobre el
aparato de mantenimiento vital. El traje había sido
retirado, así como el casco. La cabeza se encontraba
ahora sobre la máquina, que siseaba y burbujeaba,
emitiendo chasquidos y zumbidos. Aunque
acicalada —se le había quitado toda la carne
desgarrada, habían colocado nuevas conexiones
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capilares, y habían lavado y limpiado todo su
exterior—, era un espectáculo horrendo. Quienes
estaban obligados a trabajar con ella encontraban
cierto consuelo en el hecho de que los párpados
estuvieran cerrados.
Pero ahora no lo estaban. Estimulados por el
equipo de Robbin, parpadeaban siguiendo el ritmo
de la canción que ocupaba el primer lugar en las
listas de éxitos. Cada vez que sonaban los címbalos,
los dientes entrechocaban entre sí.
—Pero está vivo —protestó Goddinger—, y si está
vivo...
—...tendría que verse en las lecturas, ya lo sé, ya lo
sé, he estado oyendo la misma cantinela durante
tres meses. —Con un gesto impaciente, retiró un
sensor de la piel que no había muerto. La cabeza
sacó la lengua y luego frunció el ceño—. Pero dentro
no hay nada que se aproxime ni tan siquiera al calor,
y apuesto por ello. ¿De acuerdo?
—Usted es el experto. —Goddinger se apoyó en la
pared de cemento verde lima. La aspereza de la
superficie dejó marcas en su traje deportivo de
nilón—. Su familia quiere recuperarlo.
—Pues déselo y que lo entierren. Ahora sólo sirve
para eso.
—¡Pero está vivo! —protestó él, leal hasta el fin.
—He oído decir que en Nueva York tienen un
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corazón de gallina que lleva vivo unos doscientos
años... —Cerró su bolsa de equipo y le dijo que
esperara en el pasillo. La bolsa se alejó obediente—
. Su prueba de que está vivo es que no se ha
corrompido. ¿Qué puedo decir yo sobre eso? En mi
opinión profesional, doctor, este hombre ha muerto.
Se acabó. Entiérrelo en algún sitio y permita que su
familia deje de preocuparse.
—No. —Goddinger apretó la mandíbula—.
Quiero su cerebro.
—¿Para qué, para usarlo de pisapapeles? —Siendo
todo un profesional y un experto, Robbins era un
bromista del mismo modo que otras personas son
altas. Era parte de él. Si se contrataba al hombre que
leía los diales, se obtenía gratis al bromista.
—No, para... —se detuvo antes de que se le
escapara para hacerle volver— ...esto..., para hacer
más pruebas.
—¿Por qué molestarse?
Estando de cara a la pared, podía limpiarse los
ojos sin que nadie le viera y pensar en alguna razón
que al menos sonara científica. Cuando la hubo
encontrado, se dio la vuelta:
—Para descubrir por qué falló la máquina. Ha sido
uno de los proyectos más caros desde hace once
años y, ¿qué podemos mostrar a cambio de todo ese
dinero? —Su mano señaló las pálidas mejillas de
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Metaclura—. ¿Por qué no fue capaz de mantener su
mente con vida?
—El trauma de la muerte. Esos otros que tiene... —
El Centro de Investigación McLaughlin contenía,
según el último recuento, doscientas cabezas sin
cuerpo que parloteaban, lloraban, lo miraban todo,
emitían bufidos y razonaban—. Cortó usted sus
cabezas bajo anestesia, y se tomó todos los cuidados
posibles para no hacerles daño. Este tipo ha sido
decapitado por un tubo de luz y empalado por un
esquizoide que sigue estando bajo sedación. Usted
ignora qué diablos hizo el ayudante antes de
conectarle a la máquina. Así que... ¿cómo se llama?
—Metaclura —dijo él en voz baja y suave. —...pensó
que se moría y, dado que eso debe doler un infierno,
se largó. El trauma de la muerte acabó con él.
—¿Se largó? ¿Adónde? —Goddinger frunció el
ceño—. Está aquí mismo.
Robbins puso cara de disgusto.
—Seguro, la cabeza está aquí, ¡pero él! La
personalidad... el alma, el espíritu, la fuerza vital, lo
que sea..., eso ya no está. —Y se marchó,
deteniéndose sólo el tiempo suficiente para decir—
: Entiérrelo.
—Y una mierda —murmuró Goddinger—.
Seguirá conmigo.
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Las ascuas están frías pero las cenizas aislan.
Acabó resultando que Goddinger estaba sólo
parcialmente en lo cierto. Logró convencer a los
aturdidos Metaclura para que donaran el cráneo y
el cerebro a la ciencia médica, pero, dos semanas
después de tal hazaña, fue muerto por un taxista
borracho.
De esta forma desaparece Goddinger totalmente
de esta historia, pero debe ser recordado como el
amigo que permitió que Metaclura siguiera
disponible.
Las ascuas cubiertas de cenizas perduran más,
negándose al frío final.
Para incomodidad del hospital, ninguna otra
persona sentía el más mínimo interés por hurgar en
los secretos de la muerte de Metaclura.
Pero, aun así, las bombas funcionaban, y los tubos
relucían, y la sangre del tipo AB supersaturada
murmuraba a través de las arterias, venas y
capilares del difunto doctor Gerard K. Metaclura,
graduado en medicina y filosofía.
Se encuentran reservas de combustible.
Se enciende una pequeña chispa.
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Una vela en la obscuridad.
Pasaron varios años. El cerebro languideció en un
obscuro cubículo sin utilizar perteneciente al
laboratorio por el que solía pasearse Metaclura. Una
vez a la semana, un robot de limpieza le quitaba el
polvo a los tubos, pulía los cromados y barría el
suelo. El ordenador del hospital vigilaba el equipo
igual que una madre metálica, lista para gritar
pidiendo ayuda si había la menor amenaza de que
algo fuera mal. Nada fue mal: el aparato había sido
bien diseñado y construido todavía mejor. Y,
durante todo este tiempo, el Norteamericano Medio
que Pagaba Impuestos la mantuvo zumbando con
su generosidad, tal y como quedaba expresado en
la Disposición de la Administración para la
Rehabilitación de Veteranos #RM 383895 297439 0.
Hasta el 22 de marzo del Año de Nuestro Señor
2281.
Una llama baila sobre las negras aguas en una noche de
tormenta.
Ningún posible espectador vería una llama.
Pero sigue bailando, sin consumirse, inextinguible.
Con cierto nerviosismo, el Jefe del BNQ le dio
permiso al Jefe del Departamento de Ciencias
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Biocomputadas para llevarse al difunto doctor
Metaclura. El BNQ no podía librarse totalmente de
la sensación de que el CiBioCom se movía en los
límites de lo vulgar..., o lo inhumano..., o lo que
fuera. Sencillamente, no estaba bien; no era el tipo
de cosa que le hiciera sentirse bien a un hombre en
mitad de la noche, cuando está contemplando un
techo cubierto de sombras.
Pero el CiBioCom se mostró inflexible, insistente y
terco. Los monos rhesus daban información, por
supuesto, y el Departamento no dejaría de
utilizarlos como sujetos experimentales, pero...,
¡eran tan limitados.
Así pues, a finales de marzo del año 81, unos
celadores humanos (se trataba de una tarea
importante) fueron en el ascensor hasta la sección
de investigación, donde prepararon el equipo de
mantenimiento vital portátil, quitaron
cuidadosamente los sensores, desconectaron los
tubos y entonces... silbido, rápido, una vuelta,
diospierde, Joe;
¿quédiablostecreesqueestáshaciendoahíabajo?; sólo
estoy limpiando este desastre;
porelamordedioshombre, eresunceladornounrobot,
notepaganporeso; después ruido, ruido,
¡wheeeeeeh!, al ascensor de alta velocidad; aquí
tiene, señor, ponga el pulgar ahí, aquí, ahí, aquí y en
14
todos los sitios donde vea una X.
Harrumph. Gracias, chicos, creo que eso será todo.
Un alegre frotarse de manos detrás de una puerta
cerrada.
Una llama chisporrotea en un círculo de claridad.
La llama no percibe la claridad.
La claridad desdeña la idea de que la llama exista.
Dado el equipo adecuado y trece años de
entrenamiento, es posible programar un kilo y
medio de células cerebrales humanas casi igual que
si fuera un ordenador. El proceso se ve facilitado
cuando aún existen cinco centímetros de médula
espinal.
El cráneo, sin embargo —los ojos, las orejas, la
nariz, la garganta, todo el resto—, es una molestia.
Tiene que desaparecer. No es problema. Que
acerquen el láser. ¡Zzzzzut! Ahora, ábrase igual que
un coco, mientras se procuran conservar esos
ochenta y seis nervios disponibles para conexiones
periféricas. Así pues..., con mucho cuidado, ir
soltando cada uno de ellos..., cauterizar sus puntas
con una explosión de luz cegadora que dura un
microsegundo..., ¡zzzzzut! Y luego, aja, va muy
bien, cortemos los vasos, pongamos dentro una
microsonda, ah, sí, ah, sí, trabajo de precisión, es
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difícil encontrar en estos tiempos alguien a quien le
importe eso, pero cuando los monos rhesus cuestan
ocho de los grandes por ejemplar, al CiBioCom sí le
importa.
Obsceno, ¿verdad? Gris, viscoso y arrugado como
una pasa..., separar los ganglios y conectar cada uno
a la estructura de soporte principal, se tarda una
eternidad porque hay condenadamente tantos, pero
ah..., ocho horas después ya está hecho y podemos
meterlo en una caja de plástico, tengamos un poco
de clase y usemos plástico negro, auténtico plástico
negro, de ese tipo que no se puede ver porque no
vuelve a ti ninguna luz reflejada, sería una ilusión
óptica de no ser por esas conexiones plateadas...
Y después..., santo Dios, los del BNQ son unos
dinosaurios, fíjate en ese equipo tan anticuado (ni
tan siquiera un momento de silencio por el
presupuesto del BNQ, que es tan poco generoso
como el del CiBioCom), ¡al infierno con esto,
hombre, quítalo! ¡Traed un equipo eficiente!
Sí, eso está mejor. Ríñones en miniatura del
tamaño de nueces (tan dignos de confianza que casi
es un desperdicio instalar dos, pero más vale pecar
de precavidos que lamentarlo luego); un
oxigenador —no, de eso también un par—, dos
oxigenadores de la longitud de un dedo y un poco
más gruesos que él, soberbio; ¡sustancias
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alimenticias concentradas listas para el goteo!, que
salgan de su recipiente para entrar aquí
(imagínatelo, cien años de comida en una lata
metálica como ésas en las que solía venir la sopa
Campbell); y las drogas para que vaya más deprisa
o más despacio; y esto; y aquello; y, por Dios, chicos,
creo que lo hemos conseguido.
Este último avatar de Metaclura está encerrado
dentro de su recipiente. Tiene un metro de alto. Su
anchura y su longitud son cincuenta centímetros. Su
caja cerebral de plástico negro (realmente negro)
descansa sobre una especie de armarito imitación
madera de nogal hecho con un polímero similar.
Esta asa de aquí abre el armarito para inspección o
reparaciones. Ese botón hace bajar un panel para
que se vean los medidores de signos vitales. Si la
batería empieza a fallar, bueno, uno se agacha y
hurga por debajo con los dedos..., encontrará un
cable. Tirar de él. Meterlo en el enchufe mural más
cercano. El doctor Metaclura vivirá para usted.
La instalación estaba terminada. Había llegado el
momento de programar.
Para lo más sencillo (alfabetos, números, horas,
etc.) bastó con que le inyectaran ARN, la sustancia
básica de la memoria, la maravillosa sopa de
proteínas que lleva información en el giro y el
movimiento incesante de sus moléculas
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constituyentes.
La llama baila en soledad.
La llama baila en mitad de un tornado.
La llama baila en Times Square a la hora punta.
La llama baila en soledad.
Y, por supuesto, el ARN lo consiguió. El cerebro
de Metaclura se había convertido en una
competente calculadora. Tras varios meses de
programación a cargo de manos humanas, se
convirtió en un competente ordenador, lo cual
quiere decir que sus diez mil millones de células
eran capaces de conservar registros, recordar series
de objetos no relacionados entre sí, y hacer todas las
demás cosas típicas de tales cerebros electrónicos.
Y sólo costaba el doble que los fabricados.
Afortunadamente, era mucho más flexible.
Se sintieron complacidos al ver lo bien que
procesaba su propia historia. Una máquina inferior
habría podido registrar los datos, por supuesto,
pero ésta había analizado cosas tales como las
emociones y las ironías. Esperaban lograr tal
sensibilidad porque, para hacer bien su trabajo,
necesitaría una penetración y una perspectiva que
los cerebros electrónicos no podían imitar, pero la
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destreza que mostraba con los matices era rara
incluso entre los seres humanos vivientes.
Se sintieron aún más complacidos cuando
interrumpió sus lecciones para preguntar: «¿Por
qué es necesario hacer este trabajo con tanta prisa?»,
y: «¿Por qué soy adecuado para él?». Una vez más,
le dieron cintas de datos, no porque fueran
perezosos, sino porque la respuesta se hallaba en el
mundo tal y como era, y sencillamente no había
ninguna forma en que pudieran simplificar el
mundo sin diluir la respuesta.
Así pues, con unas cuantas palabras de
advertencia, cruzaron los dedos y esperaron que no
hicieran saltar sus circuitos.
El diccionario, que afirma que una noticia es «el
registro de un acontecimiento reciente; la obtención
de un dato; información», al parecer no es
consultado por la gente que se encarga de difundir
las «noticias».
Para un editor, un director de publicaciones o un
obscuro programador que introduce trocitos y
fragmentos de datos a través de la InfoRed en los
ordenadores domésticos de quienes pagan la tarifa
mensual, las noticias pueden ser definidas mejor
como «muerte o, a falta de eso, desastre».
Esto es lo que vende periódicos (o llama la
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atención de los espectadores, o atrae a quienes
comparten el tiempo informático): ¡Cuerpos
Desmembrados Flotan Alrededor de la Colonia
Orbital L5 San Diego!¡Guerra en China! ¡La India
Desgarrada por el Terrorismo! ¡Los Terremotos
Hacen Temblar Quito! ¡Primer Ministro en una
Orgía! ¡Las Guerrillas de Gabón se Lanzan al
Ataque! ¡La Declaración de Impuestos del Ministro
de Justicia Muestra que No Pagó Impuestos!
¡Aumenta la Cifra de Bajas en Colombia! ¡Un Niño
de Nueva York Asado en un Auto‐Chef! ¡Malasia
Estalla Bajo los Bombardeos Australianos! Sí:
muerte..., tragedia..., ad nauseam.
La gente se desprende del dinero que tanto le ha
costado ganar para enterarse de cómo otras
personas han perdido la suerte antes que ella.
Medite sobre eso. Está usted caminando por la calle
este día de 2293, contento y sintiéndose bien bajo el
amable sol de mayo, con la brisa agitando su
cabello, dándole esa forma que nunca le da el
champú, observando los jeroglíficos de los cúmulos
en el cielo color topacio y entonces..., tim‐tum,
tarí..., pasa junto a un poste de noticias, dos metros
de alto, con tres primeras planas que parpadean en
cada uno de sus ocho lados; mientras vacila, siente
pero no oye el chillido de alta frecuencia puesto en
marcha por su proximidad (esta máquina, al igual
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que sus hermanos y hermanas repartidas por toda
la ciudad, no ama a los perros). Aprieta el botón
incrustado en la estructura de durinio: una pantalla
le muestra todo lo que ofrece la máquina: apriete
dos veces cuando vea lo que le gusta. El Time le
aburre; el Journal le deja frío; pero entonces..., ¡cha‐
chán! El tipo que vive en los sótanos del Morning
Press, que no ha visto la luz del sol en veinte años
porque está o en las entrañas del edificio o en la
cama, el tipo que garabatea estos titulares que tanto
llaman la atención (cuyas deliberadas faltas de
ortografía y contracciones de palabras hacen que
usted rechine los dientes y arda en deseos de
patearle ahí mismo), ese tipo, se ha ganado
finalmente un regalo de Navidad de primera clase:
su titular salta hacia usted y le agarra por los globos
oculares, aparentemente con premeditada malicia:
TANQUES RUSIA ROJA ATRAVIESAN
GRIETAS GRAN MURALLA.
Y usted, tan adicto a las carnicerías como
cualquier otra persona, mete su pulgar en la rendija,
escucha la risita de la máquina mientras le quita un
pavo a su cuenta corriente, y silba desafinadamente
mientras espera 1,3 segundos a que le imprima un
ejemplar.
Lo aterrador, sin embargo, es que, aun ignorando
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gran parte de lo agradable y lo bueno, los
empaquetadores de noticias no se inventan ninguna
de esas miserias. Todo es REAL.
—¿Por qué imprimen esta basura? —gruñó el
Presidente. Su manaza barrió el periódico de su
escritorio, con la primera página vuelta hacia arriba:
TANQUES RUSIA ROJA...—. Ese tipo de estímulos
sólo logran que la gente desee responder de la
misma forma. —Tomó un sorbo del café que
humeaba en su tazón y le echó un rápido vistazo a
lo que se veía por las ventanas color verde de la
Oficina Oval. Ah, sí, el amanecer estaba a punto de
llegar. Sería un día precioso, si no explotaba antes.
Cogió el informe diario de la Agencia y hojeó sus
cuarenta páginas de listados y gráficos.
Rápidamente se estableció un cierto ritmo: Página‐
página‐gemido*página‐página‐gemido*página‐
página‐gemido*. Los analistas de la Agencia
estaban más familiarizados con la gramática y la
ortografía que los reporteros, pero su mensaje no
era más alentador.
«Las probabilidades de hoy de guerra nuclear en
el subcontinente siguen siendo de un cuarenta por
ciento, aunque un frente de insatisfacción que surge
de la zona superior del Pakistán puede barrer la
India occidental y hacerla subir al cincuenta y uno
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por ciento.»
«La amenaza rusa de acabar con Pekín, Shangai y
Cantón ha mantenido las posibilidades de que su
disputa fronteriza pueda entrar en una escalada
posterior en un precario 47 por ciento.»
«La entrada de El Salvador en el club nuclear
aumenta la posibilidad de que el Caribe —bla, bla,
bla—, explosión significativa en la capital ha sido
atribuida a “un error debido a la precipitación”.»
El Presidente, alto y de anchas espaldas, hizo con
el informe lo que hacía siempre: arrancando las
hojas por las líneas perforadas, las convirtió en
bolas y las lanzó a través de la oficina hacia la cesta
de baloncesto, que las acogió con alegres eructos.
No en vano había sido una estrella de la Liga de
Baloncesto.
Esas niñerías ya resultaban bastante deprimentes.
Micronaciones con cohetes no era una idea
agradable. No había forma de controlar la cordura
de sus líderes (salvo, pensó, dándole palmaditas al
informe de otra agencia, las que Washington, Pekín y
Moscú escojan aplicar. Acuérdate de enviar al VicePre);
¡y estaban locos! Por Dios, invadir a sus vecinos
para reclamar unos leones extraviados... Jesús, más
pronto o más tarde uno de esos desgraciados se
enfadaría con el Tío Sammy y, ¡bum!, se acabó
Miami.
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Pero también los grandes asuntos ponían los
nervios en tensión: guerreros de ojos enloquecidos
en Moscú, Li con su rostro de marfil en la Ciudad
Prohibida... ¿Por qué demonios había permitido Li
que los piratas de su Fuerza Aérea le quitaran a
Belén el Asteroide #896 con su núcleo de hierro?
Jesús, tendrían que devolverlo, porque Belén estaba
amenazando ahora con dejar caer el #917 sobre
Yueh Ti, en Tycho. Lo cual crearía un jaleo de mil
demonios, y la conmoción posterior a eso
probablemente haría que a Iván se le pusieran
también rígidos los dedos. Y, dado que los
terroristas seguían acosando con sus bombas de
plástico al Kremlin por su estúpida decisión de
meter todo el Volga en los canales de irrigación, éste
andaba condenadamente susceptible en los últimos
tiempos. De hecho, era presa de la paranoia.
Con la ira haciendo más obscuro el azul de sus
ojos, estrelló su puño sobre el escritorio. Su tazón de
café dio un salto; un geiser de color marrón empapó
el informe del senador por Nebraska. Maldición.
¡Qué inmenso jaleo! Daba la impresión de que se
pasaba la mitad de su tiempo convenciendo a un
cabeza de lata o a otro de que flexionara su dedo.
¡Cristo! No había sido elegido para aventar los gases
de la ciudad..., había sido elegido para que los
californianos pudieran ver reconstruidas sus casas,
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para que las familias de pocos ingresos pudieran
permitirse ordenadores domésticos, para que los
esquiadores de Aspen no tuvieran que respirar
polvo de esquisto...
Pero, ¿qué podía hacer? Era un buen político...,
había sido elegido para un segundo mandato, la
primera vez que ocurría esto en 152 años..., pero no
sabía hacer milagros, y el mundo estaba lleno de
chiflados.
Más pronto o más tarde..., algún hijo de perra,
algún tiranuelo medio idiota de una tribu africana
apretaría su botón, y la gente que recibiera el regalo
apretaría sus botones, y...
Nubes en forma de hongo por todas partes, igual
que un bosque después de una lluvia primaveral,
salvo por el hecho de que la lluvia que cayera a
través de las irritadas nubes no le haría ningún bien
a nadie. Cosechas, mares..., todas las bellezas
naturales que aún no habían sido violadas morirían,
maldita sea, morirían (con la posible excepción del
Desierto Pintado, que los supervivientes serían
capaces de ver también de noche), y no había nada
que él —o quien fuera—, pudiera hacer para
impedirlo.
¿Protección? Sí, claro... meterlos bajo tierra, a los
refugios y a los metros y a los sótanos bien bien
profundos, y decirles: «Esperen aquí hasta que el
25
aire deje de relucir». Claro... ¿Cuántos años podría
vivir usted bajo tierra, eh?
¡Cristo! Ocho mil millones de personas en el
mundo, conectadas al más gigantesco e intrincado
sistema de mantenimiento vital jamás creado,
alentando, moviéndose, tristes y alegres,
produciendo y desperdiciando recursos..., ¿cuántos
Leonardos andaban ahora mismo por ahí fuera,
cuantas Últimas Cenas no pintarían jamás?
Abundaba la elocuencia, y el ingenio, y la
creatividad, y..., miles de científicos, doctores,
técnicos..., no, millones, trabajando para
mantenernos pletóricos y vibrantes más allá de
nuestro lapso vital de un siglo..., y un idiota que se
chupaba el dedo con un brillo maligno en los ojos
podía hacer que todos estallaran.
El Presidente estaba muy irritado y también muy
sorprendido: en su secante había unas extrañas
manchas redondas, todavía húmedas...
Diez minutos más tarde logró salir de su pésimo
estado de ánimo como la serpiente que se desliza
abandonando la roca bajo la que estaba. La
supervivencia era algo que no estaba en las cartas,
ni para él, ni para su gente, ni para ninguna de las
culturas que había dentro, encima o alrededor del
planeta. La humanidad llevaba demasiado tiempo
en la cuerda floja. Incluso las piernas de los mejores
26
acaban sufriendo calambres; el oído interno de los
más seguros tiene que acabar confundiendo sus
señales..., ¡nadie puede bailar sobre la cuerda floja
durante tres siglos, nadie!
¡Bum, crac y rebúm! Las cenizas a las cenizas, el
polvo al polvo. Cuatro coma seis millones de
megatones no dejarían gran cosa de vida..., ni de
historia.
¡Bah, la historia! Ese dedo que baja y se detiene
justo a mitad de una frase: «A las 12:45 de la mañana
del 18 de julio de 2326, el general Kgami Kgamis dio
la orden de...».
Todo desaparecido..., dentro de unos años, en el
futuro, una raza capaz de navegar por el espacio
vendría atraída por la extraña luminiscencia,
entraría en la atmósfera estéril, y alguien diría:
«Bueno, parece como si otra pandilla de idiotas lo
hubiera hecho; me pregunto si habrán dejado algo
para mostrarnos a qué se parecían y qué pensaban».
Y otro de ellos lanzaría un gruñido —o movería el
tórax, o lo que fuera— para decir: «Excrementos de
thurgel, tonto, ¿a quién le importa a qué se parecían
o cómo pensaban? Por las sagradas mandíbulas del
gran dios, ¿no te das cuenta de que podría ser
contagioso?».
No. Ese final era algo que no podía tolerarse. En la
raza había demasiadas cosas buenas. Había logrado
27
demasiado. El arte. La poesía. El drama, la tragedia,
la comedia de una raza criada para creer que se
encontraba un peldaño por debajo de lo divino. Los
megalitos y los monolitos, los rascacielos y los
puentes, las esperanzas y los sueños de veinte mil
millones de personas, conceptualizados en el juego
y el intercambio realizado entre sus células grises,
materializado a partir del sudor y el dolor,
aniquilado para todas las eras, todas las razas, todos
los mundos... ¡no, maldición, no!
¡Así que, amigo, quítate de la zona del blanco! Si
deseas conservar a salvo un escondite, colócalo
donde no vayan a darle. Ocúltalo en algún sitio.
Piérdelo.
Claro, piérdelo..., el planeta entero, la luna, los
satélites que parpadeaban en sus arcos a través del
cielo nocturno, ¡todo se iría! Una bola de fuego aquí,
un haz de láser allá...
Fuera de alcance. Claro. Pero, ¿dónde? ¿Marte?
¿Venus? Los dos eran sitios sin futuro..., el sistema
solar sería destruido; infiernos, conocía los blancos
de sus cohetes y de los otros, todos los locos con su
armamento dispuestos a crear geiseres, habrían
escogido los mismos blancos..., cada robot
imaginándose a sí mismo como Sansón entre los
filisteos. «¡Si yo no puedo sobrevivir, pues bien,
peor para ti, voy a hacer que todo el maldito templo
28
se te caiga encima de las orejas y así verás!»
Eso sólo dejaba un sitio o, mejor dicho, dejaba
todos los sitios salvo uno..., la galaxia, con la
excepción del sistema solar. Colonias alrededor de
otras estrellas. Claro. La humanidad viviendo,
alentando, ¡creando, maldita sea!, a medida que se
adaptaba a mundos extraños..., conservando su
herencia cultural para todos los tiempos y todas las
razas y pueblos...
El Presidente se rascó su bulbosa nariz y lanzó un
fuerte bufido. Dado que la elección ya había
terminado, podía ignorar a los grupos de presión.
Había llegado el momento de ser un estadista, no
un político. Tendría que exigir el reembolso de
todos los pagarés que había recogido durante sus
sesenta y tres años. Y se pasaría los cuatro años
siguientes pagando favores extra. Pero, maldición,
¡valdría la pena!
—Sí, señor —dijo el consejero científico de la Casa
Blanca dos horas más tarde, mostrándose de
acuerdo—, es una idea maravillosa, cuyo momento
decididamente ha llegado...
—Su momento llegó hace setenta y cinco años —
gruñó Kingerly—, pero no se llevó a cabo porque
nadie fue capaz de ver propósito alguno en ello. Y
quienes pudieron verlo protestaron porque otros
29
llegaran primero al salvavidas. Maldita sea, ahora
va a ocurrir. ¿Cómo lo hacemos?
—Bien, señor. —El consejero tosió—.
Probablemente el mejor modo es enviar naves
estatocolectoras...
—En singular, Charlie. Voy a tener que
esforzarme mucho para que esto salga adelante,
probablemente tendré que hacer regateos con todos
los fondos científicos durante los próximos diez
años, y aun así... Bueno, les diremos que los
pasajeros harán investigación a bordo,
investigación que dará grandes beneficios en el
futuro... Con todo, es imposible que esos tipos del
Congreso que siempre deben complacer a las
multitudes nos den más de una.
—Muy bien, señor. Una nave estatocolectora. Una
que sea grande, extremadamente grande, capaz de
llevar..., bueno, veinticinco o treinta mil pasajeros.
—¿Puede hacerse?
—Con la tecnología del siglo pasado.
—Entonces lo haremos..., ¿cuánto tiempo se
tardará en la construcción?
—Bastante, señor. Diez, quince...
—Cuatro. —Miró su reloj—. Que sean tres y
medio.
—¡Vasily! ¿Qué tal va?
30
—No muy bien, Edward, amigo mío. El Ejército
quiere esto, el Politburo quiere aquello, los obreros
se han levantado en armas..., cada vez que me tomo
un descanso vuelvo a mi escritorio para
encontrarme con que los chinos han lanzado otro
millón de hombres al campo de batalla..., oh, sí, las
historias que podría contar...
—Bien, Vasily, escucha, éste es el asunto: desde el
primero de julio de este año 2293 vamos a empezar
la construcción de una nave estatocolectora para
colonizar planetas alrededor de otras estrellas. Lo
sabías, ¿no?
—¿La construiréis en la colonia L5? —¿Dónde si
no?
—Edward, a la Fuerza Aérea no le gustará, ya
sabes lo nerviosos que se les ponen los dedos en
cuanto la gente construye cosas en el espacio.
Ellos...
—...pueden poner observadores a bordo, no
estamos intentando esconder nada..., esta vez, al
menos. Pero lo que yo estaba pensando, Vasily, es
que veo este asunto como un museo enviado al
espacio..., una bóveda cultural, si comprendes a qué
me refiero.
—Las estimaciones de tu Agencia deben ser tan
lúgubres como las de la nuestra.
—Están en el sesenta.
31
Por el auricular se oyó el ruido de papeles
cambiados de sitio.
—Los míos dicen el cincuenta y tres por ciento
para hoy.
—Los míos, esto... —escarbar, escarbar, Jenkins,
coja eso del suelo y alíselo, por favor... Gracias—.
Cincuenta y dos coma seis por ciento. El tuyo es más
pesimista.
—Nosotros redondeamos.
—Oh. Bueno, escucha, lo que estaba pensando es
que quizá te gustaría hacer lo mismo. Eso haría que
el trabajo de recolección fuera la mitad para cada
uno si... bueno, si duplicáramos cintas de lo que
creemos vale la pena conservar y nos las
intercambiáramos, ¿entiendes?
Ruido de aire al ser tragado.
—Parece una buena idea, Edward. ¿Tu gente
puede cubrir Pekín?
—Claro, claro..., ¿te encargarás tú de Estambul?
—Por supuesto, Edward.
—Bien. Ya hablaremos, Vasily.
—Da, da. Si es que antes no me echan del poder.
—Por lo tanto, señor Presidente, verá, podemos
lograrlo en el tiempo fijado..., con muy poco
margen, dado que ahora estamos a mediados de
junio..., pero ha surgido un problema relacionado
32
con el sistema de control.
—¿Sí? —No quería oír hablar de problemas:
contrataba gente para resolver los problemas, él era
el Presidente, no el Jefe de Ingenieros, pero ellos
siempre acudían a verle con sus pequeñas
dificultades, esperando que él moviera las manos y
las hiciera desaparecer. Tendría que intentar
presentarse para Papa—. Cuénteme.
—Los de ciencias sociales presienten problemas.
El viaje va a durar cien años luz. Se ha proyectado
que eso serán ciento dos años objetivos, un mes
más, un mes menos. Los viajeros percibirán eso
como quince años y nueve meses. Pero, después del
aterrizaje, sin contacto con la Tierra, puede que
haya períodos de regresión social, incluso Edades
Obscuras, y, dado que la colonia tendrá que
desmantelar la nave y usar su maquinaria para
establecerse en el planeta, tenemos que crear una
nave totalmente automatizada y capaz de
autorrepararse y autocorregirse y capaz de durar un
siglo o dos sin ningún tipo de asistencia técnica.
—¿Cuál es el problema? Esos condenados satélites
de láser y proyectiles duran el mismo tiempo; usen
el mismo sistema.
—Nos gustaría hacerlo, señor, pero necesitamos
un cerebro humano para el ordenador..., y para eso
necesitamos su permiso.
33
—¿Para qué diablos hace falta?
—Es la ley, señor.
—Déme los papeles, los firmaré.
—El Director de Seguridad Interna está en la Línea
Dieciocho, señor.
—Bien. —Kingerly apretó el reluciente botón,
torciendo el gesto al hacerlo (ese acto conjuraba
imágenes que le hacían sentir dolor en los globos
oculares), y dijo— ¿Catamount?
—Sí, señor. —La voz sonaba deformada—. Señor,
ha despertado nuestra atención el ver que su
programa de colonización necesitará veinticinco
mil voluntarios...
—¿Y?
—Señor, en nuestros archivos hay más de
doscientos mil «ciudadanos» cuya lealtad es...
digamos cuestionable, señor. Si ocurriera lo
impensable, esas serpientes ocultas entre la hierba...
—Catamount.
—Lo siento, señor. —Carraspeó—. Me dejé llevar
por el entusiasmo, lo siento mucho. Señor, se ha
rumoreado que sería más inteligente efectuar una
selección entre ellos y sacar de ahí a sus colon...
—Eso es imposible..., ya sabe que todavía estamos
en algo parecido a una democracia. —Hizo una
pausa—. ¿Hasta qué punto son desleales esas
34
personas?
Manteniendo firmemente contenido su
entusiasmo fanático, Catamount dijo:
—En nuestra estimación, señor, estaríamos mejor
sin ellas.
—Hmmm..., pediremos voluntarios dentro de un
mes o así, y supongo que habrá un millón de
solicitudes..., que sus chicos las comprueben en
busca de nombres familiares. Cualquiera que esté
en su lista, reúna las cualificaciones necesarias para
ser colono y se haya presentado por voluntad
propia..., y no les presione o haré que le ahorquen...,
tendrá prioridad sobre el resto. ¿Le parece
suficiente eso?
—Sí, señor. Gracias, señor. Y la nación también se
lo agradece.
—Ya veo —dijo en voz muy baja, y sus palabras
estaban ensombrecidas por una tristeza que
ninguna máquina pura podía entender y mucho
menos imitar. La humanidad seguía habitando en
esa morada en ruinas, aunque la personalidad no lo
hiciera—. Pero, tal como lo recuerdo, o, para ser más
preciso, según los datos que han sido introducidos
en mí, la raza está llena de soñadores, personas que
hacen planes y estúpidos testarudos que insisten en
mantener la esperanza hasta mucho tiempo
35
después de que haya muerto la causa de la
esperanza. ¿Qué clase de ser humano será capaz de
autoexiliarse? Y, si pueden decírmelo, ¿qué le
impulsará a ello?
Sus preguntas les encantaron. De hecho, les
dejaron entusiasmados.
—No podemos —le dijeron—, pero sí podemos
mostrarte a uno de ellos.
—¿Es típico?
—Aaah... —Se encogieron de hombros—. En
ciertos aspectos, sí; en otros, no. De entre todas las
entidades posibles, tú deberías saber más que
ninguna otra que todo es único.
—Tenéis razón —dijo, disculpándose con cierta
vergüenza—. Pasad las cintas.
Michael Aquinas Kinney —conocido por algunos
como Mike y por otros como Mak, lo cual era una
frecuente fuente de confusiones—, se cayó de la
cama a la hora habitual, perdido todavía entre la
última neblina de sus sueños (el alucinógeno había
sido El Primo, del tipo que satura tu corriente
sanguínea durante horas y horas):
Todos a bordo, graznó el conductor, todos a bordo,
así que subieron, Mak hermano Tom hermana Gail,
después vinieron cien, un millar, un millón más, y se
instalaron dentro del trineo y alguien preguntó, ¿cómo
36
podemos dirigir esta cosa?, y el conductor se rió, no
podéis hacerlo, apartándola de un empujón de la L5
Cleveland hacia la Tierra que estaba más abajo, si el
vacío no acababa con ellos la reentrada lo haría, y Mark
se volvió para ver que el conductor se había quedado
atrás, el conductor era su tío Seamus, Seamus el borracho
de la nariz roja que se había volado los sesos hacía seis
años, la noche que Mak se había negado a aceptar su
llamada a cobro revertido, y Seamus estaba agitando la
mano para despedirse, adiós, tendrías que haber
escuchado cuando tuviste ocasión...
Sin embargo Tom, siendo un científico, se puso en pie,
alzó los brazos y, con una voz lo bastante potente como
para llegar a toda esa masa de gente congregada allí,
gritó, puedo salvaros, podemos hacer que esto
aterrice, podemos sobrevivir si todos aguantáis sin
moveros, no perturbéis el equilibrio aerodinámico
de esta nave, y cuando yo lo diga inclinaos todos a
la derecha, comprendido, estáis listos, ¡no!, quietos,
eh, tú, no... porque primero una docena, luego cien, y
luego mil personas estaban levantándose, agitando los
brazos, dándole patadas a los mamparos, saltando arriba
y abajo y arriba y abajo como para abrir agujeros en el
suelo con los pies y la nave estaba girando sobre sí misma,
agitándose, retorciéndose igual que un delfín juguetón, y
la fuerza centrífuga arrojaba a la gente fuera de ella, y
Tom gritó al verse lanzado hacia la nada, gritó, podría
37
haberos salvado si me hubierais escuchado, sólo
con eso...
Y Mak estaba volando, igual que un gran pájaro, un
cóndor o un águila o un ave roc, alas enormes extendidas
que ni tan siquiera batían, sólo extendidas capturando el
vacío y cabalgándolo en suaves espirales hacia abajo, y
gritó, hey, todo el mundo, podemos volar, extended
vuestros brazos y se convertirán en alas, podemos
bajar deslizándonos todo irá bien eh, no..., porque se
lanzaron directamente sobre él y le cogieron por sus alas,
sus plumas de la cola, le agarraron con sus manos
codiciosas, y él dijo, hey, no, hey, esperad, pero sus
voces ahogaron la suya, su peso aplastó su ligereza, la
espiral se volvió recta convirtiéndose en un picado, el ave
roc convertida ahora en una roca, y él gimió, podríais
haberos salvado, no era necesario que me
arrastrarais con vosotros, ¿por qué no os salváis, por
qué no escucháis?
Su codo derecho se estrelló contra el tapizado
color naranja de la pared y eso le despertó del todo.
Rodó con un jadeo sobre su espalda y contempló la
polvorienta rejilla del ordenador doméstico que
tiranizaba su apartamento. La DigiFecha ™ decía
17, agosto, 2293.
—Chauncey —gruñó—, ya te he dicho que no
quiero despertar viéndome tirado al suelo. ¿Qué te
ocurre? ¿Tienes el programa estropeado otra vez?
38
—Me disculpo, señor Kinney. —La deferencia era
su marca de fábrica, una deliberada vuelta por parte
de su fabricante a los grandes días de los
mayordomos ingleses, siempre correctos—.
Cuando pareció que iba a llegar tarde para el
trabajo...
—¿Tarde? ¿Qué hora es? —Ahora estaba sentado,
frotándose los ojos color verde. Légañas resecas
llovieron encima de sus uñas. La sonrisa con que se
había despedido Seamus colgaba dentro de su
mente como una calabaza de Halloween.
—Son las ocho y veintitrés de la mañana.
—Ohdiosmío, voy a llegar tarde. —Intentó
erguirse sin doblar las piernas, pero su vientre había
perdido su juventud. Igual que todo el maldito
mundo.—. Hugh. —En vez de ello se agarró al
colchón de aire y tiró de él para erguirse—.
Chauncey, recuérdame que esta noche me castigue
un poco el cuerpo.
—Por supuesto, señor. —Se suponía que carecía
de emociones, pero Kinney habría podido jurar que
en su altivez había oculta cierta burla. Chauncey
sabía que no haría ejercicio físico; ya llevaba meses
pidiéndole que se lo recordara...
—Y, mientras estoy en la ducha, prepara el
desayuno..., pastel de café o algo que pueda comer
mientras voy hacia el transporte.
39
—Sí, señor.
Todavía impresionado por el sueño, fue con paso
vacilante hacia el espejo del cuarto de baño e
inspeccionó su rostro sin demasiado entusiasmo.
Aunque parecía estar bien —cuadrado, mandíbula
firme, algo de barba, pero un poco de espuma
depiladora se encargaría de eso—, los ojos, oh, Dios,
lo que el alucinógeno le hacía a los ojos...,
enrojecidos, hinchados, subrayados por curvadas
marcas negras..., odiaba usar el LimpiaEsclera
aunque funcionara en sólo catorce segundos..., alzar
las copas hacia sus ojos, accionar el interruptor,
¡AH!, los anuncios decían que no escocía; la
sensación era como si alguien te estuviera afeitando
los globos oculares..., pero por todo pagabas un
precio, y esto era lo que costaba el relajarse y soltar
tensiones..., se estremeció, intentando despejarse,
pero lo hizo con reluctancia porque era más cómodo
empezar el día contemplando sus excelentes rasgos
irlandeses sin verlos en realidad, con el agua
goteando en la pileta igual que un bebé recortando
impuestos, sería mejor darle más fuerte al chorro
pero entonces la ración se le terminaría antes que el
mes; una vaharada de metano; maldita ciudad,
haría falta que reciclaran el alcantarillado, no te
puedes permitir agua fresca, pero por qué diablos
no sacaban todo el gas, no sólo se perdían ingresos
40
sino que hacían peligroso fumar en el lavabo.
Dentro de la ducha, «¡Suéltala!», el rugido de los
sónicos, quitándote la suciedad directamente de la
piel, no era la misma sensación sin agua, claro, pero
él se encargó de arreglarlo, un chorro de quince
segundos..., oh, sí, eso es lo que un hombre necesita,
diez segundos de tibia y cinco de hielo, Jesús, tu pelo
se despierta... slurp, absorción de los ventiladores,
uassch, silbido de los secadores, y ya estaba seco,
pasarse un peine a través del cabello color castaño
arena, alisarse los costados, de acuerdo, ropas.
—¿Está listo el café?
—Sí, señor. —Se abrió un panel en el terminal
situado junto a la cabecera de la cama; por el orificio
brotó vapor que se alzó en espirales evanescentes.
Cogió la taza de color verde y tragó un poco.
—¡Huau! —Chauncey lo había hecho de nuevo—.
La próxima vez diez grados más frío, ¿de acuerdo?
—Sí, señor. —Ahora con resignación en su voz:
robot purista... Era incapaz de reescribir su
programa Cordon Bleu para servir el café a la
temperatura preferida por su amo y señor.
—¿Hora?
—Ocho treinta y ocho de la mañana.
—Chauncey, cuando ya sé que es la mañana no
hace falta que vayas diciendo «de la mañana» cada
vez, ¿de acuerdo?
41
—Sí, señor.
Y después, a correr —el transporte se detendría
dentro de exactamente nueve minutos en la
estación, a sus buenos dos kilómetros de distancia—
, cogiendo de un manotazo la bolsa de papel marrón
que contenía su desayuno, mientras con su otra
mano arrancaba el maletín del estante, saliendo por
la puerta y oyéndola cerrarse detrás de él con un
chasquido al accionar Chauncey el pestillo,
desplomándose con el ascensor y pensando:
«éstesemehaescapado, hayotroalasnueveytres,
llegaréallíalasnueveyveintiséis,
eljefemelosvaacortar», esquivando gente malcarada
por la acera, gente sin afeitar que le miraba
frunciendo el ceño, gente ceñuda que había oído su
«disculpeporfavor, losiento, disculpe» pero a la cual
no le importaba nada, no tenían ni el tiempo ni el
espacio suficientes para que les importara, para
ellos nada iba bien, todos sabían que un terrorista
podía colocar un plástico o que una nuclear podía
caer de golpe, quizá no delante de ellos pero sí
detrás, más abajo, absorbiendo energía y capacidad
compasiva..., ni tan siquiera uno de cada tres tenía
un trabajo para distraerle, para darle un propósito
en la vida, y la inminente perspectiva de un
campamento laboral todavía les dejaba más resecos
y vacíos..., pobres bastardos, pensó. Y sonrió con
42
melancolía porque seis años antes creía poder
ayudarles.
Jadeando, resoplando, llegando justo cuando el
transporte se detenía con un zumbido, todavía
murmurando «losiento, disculpeporfavor,
losiento», porque el lugar estaba tan
condenadamente lleno de gente desconocida,
tendría que haber más trenes o si no OhJesúsCristo
el aire acondicionado debía estar estropeado, el sitio
olía igual que un cobertizo para ganado...
Escupido por el transporte a las 9:10, con el pastel
de café de la bolsa de papel aplastado hasta tener el
mismo grosor que el papel de ésta, llegó a los
ascensores a las 9:15 y a la oficina a las 9:20. Era toda
una suerte que el edificio tuviera su propia estación
del transporte..., mientras se deslizaba por la
atestada zona de recepción saludó con la cabeza a
los empleados, los contables y los registradores de
historias.
—¿Tienes algo para mí, Frankie? —Dejó caer la
bolsa llena de migas en el destructor de basuras y la
vio dirigirse hacia Reciclaje Ciudadano.
—¿No lo tengo siempre? —dijo el joven rubio con
una sonrisa.
—Dame un par de minutos para instalarme y
luego me pasas el primero. —Entró en su cubículo,
colocando su maletín encima de un archivador (del
43
que resbaló para caer con un golpe seco sobre las
baldosas del suelo), colocando bien el sillón negro,
comprobando que el cenicero estaba limpio, sí, todo
bien, hundiéndose en su propio asiento (al otro lado
del escritorio de plástico libre de todo impreso y
papel, protegido por la barricada de los teléfonos, el
monitor y los recuerdos de viaje), con un gesto de
cabeza y la sensación de que éste iba a ser un día
muy largo y muy malo, puso los brazos cruzados
sobre el escritorio y apoyó la frente en ellos. No está
tan mal, se dijo a sí mismo. Agobiante, seguro. De
locos, sí. Pero podría ser peor. No pierdas la esperanza...,
es todo cuanto tienes. Sigue teniendo esperanzas y
seguirás intentándolo. Sigue intentándolo y más pronto
o más tarde la ley de los promedios hará que en tu camino
se cruce algo bueno. No pierdas la esperanza.
Fortalecido por la letanía, su ritual cotidiano
anterior al trabajo, alzó su cabeza, accionó el
intercomunicador y dijo:
—De acuerdo, Frankie, estoy listo.
—Ahí viene.
Su pantalla se iluminó con un historial al tiempo
que se abría la puerta. Una adolescente gorda y
cubierta de granos entró en el cubículo, el cabello
negro y reseco. Una mediembellecedora podría
haberla hecho soberbia, pero quizá sus padres
pertenecían a la Iglesia de la Voluntad Divina, que
44
prohibía la medicina cosmética o de trasplantes...,
sí, llevaba el Crucifijo del Cristo Feo; debería vivir
con lo que tenía por nacimiento o apostatar, una de
las dos cosas. Empezó a hablar.
Durante los últimos cinco años Mak había sido un
oyente profesional, una oreja pública a la que el
gobierno le pagaba un excelente sueldo semanal,
pues había descubierto que la peor desgracia de sus
ciudadanos era que nadie escuchaba nunca a
nadie..., pero después de aproximadamente un año
le había desilusionado la comprensión (que le
llegaba inevitablemente a todo el que estaba
sentado y sonreía y murmuraba y escuchaba) de
que quienes se quejaban porque nadie les escuchaba
no tenían en realidad gran cosa por decir que fuera
digna de ser oída. Pero, claro, pensó, ¿quién tiene algo
interesante que decir en esta Era de Inundación
Informativa? Sé agradecido, se dijo a sí mismo,
muéstrate atento. Y su mente rugió por debajo de la
superficie: Recuerda a Seamus. Intentó concentrarse.
—...y por eso pensé —siguió diciendo ella, con una
voz que sólo era unas pocas notas más grave que el
zumbido de un mosquito o el chirrido de un taladro
dental— que, Dios, aquí había algo que yo podía
hacer, sólo me quedan dos años más para encontrar
trabajo antes de que me manden a un campamento
laboral, cosa que yo preferiría no tener que hacer, y
45
además sería algo interesante, ya sabe, cosa que el
campamento no es, porque nada es interesante, todo
es tan aburrido, tan lleno de reglamentos y
normas...
Como tú, pensó él involuntariamente. La fatiga le
estaba haciendo portarse un poco mal con ella. A
modo de recompensa, hizo un poco más amplia su
sonrisa profesional.
—...pero este intercomosellame, este viaje de una
estrella a otra, ¿sabe?
—Interestelar.
—¡Justo! —Sus manos regordetas chocaron entre
sí como dos esponjas húmedas—. Bueno, me figuré
que como trabajo eso era algo más caliente que una
nuclear, muy interesante, ¿sabe? Quiero decir que,
realmente, ir en cohete a la L5 y ayudarles a
construir esa nave, necesitan trabajadores, la holoví
dijo que iba a ser el mayor proyecto de construcción
emprendido nunca por nadie en ningún sitio..., y
luego subir a esa nave monstruosa y despegar y no
volver nunca..., ¡NUNCA! Seguir navegando, y
navegando, y navegando... —Sus ojos estaban
desenfocados. Su expresión era vacua. Su mente,
por decirlo de forma caritativa, estaba en algún otro
sitio.
Kinney se rascó la coronilla, carraspeó
aclarándose la garganta y esperó su reacción. No
46
encontrando ninguna, y dado que ella parecía estar
en coma, accionó el interruptor situado bajo el cajón
central de su escritorio. Una breve corriente
eléctrica le sacudió el trasero y la hizo despertar con
su aguijón.
—¿De qué nave está hablando?
—La que salió la noche pasada en la holoví. ¿No
la ha visto?
—No, no veo la...
—Claro —le interrumpió ella con tono de
triunfo—, ¡tiene dinero!
¿121,40 dólares en una cuenta?
—Bueno, yo no...
—Pero sí tiene un trabajo, ¿verdad? ¡Y no está
aburrido, y nadie planea enviarle a un campamento
laboral en Maine! —Mientras acariciaba el crucifijo,
en su rostro había una expresión radiante, como si
esperase que la aplaudieran.
—Acerca de esa nave...
—¿La Mayflower? Así es como van a llamarla, ya
sabe, a causa de la otra Mayflower, en la época de
Washington. Tanto da. Dijeron que quien estuviera
interesado debía ponerse en contacto
inmediatamente con la NASA y hacer una petición,
porque ahora van a aceptar gente. La nave saldrá
dentro de tres años. Dijeron que el uno de enero de
2297, pero ya sabe cómo son estos proyectos
47
federales, siempre se retrasan, siempre hay algo
que...
Kinney apretó las mandíbulas. Su expresión
sobresaltó a la chica y la hizo callarse.
—Lo siento —dijo él, sintiéndose culpable—. Otra
vez la muela del juicio. ¿Ha presentado una
petición?
—Sí. —Su cabeza osciló lenta y tristemente—. Sí,
lo hice, la noche pasada, por el ordenador
doméstico, ¿y sabe lo que pasó? ¿Sabe lo que me
dijeron esos... esos asquerosos? ¡Que no estaba
cualificada!
—Bueno... —un zumbido del reloj que había en su
escritorio interrumpió su pensamiento de que, sin
duda, ellos tenían ciertos niveles de exigencia. O de
buen gusto—. Veo que su tiempo ha terminado.
¿Por qué no vuelve y habla otra vez conmigo?
—Claro. —Los ojos de la chica examinaron el
trayecto que había hasta su silla; descartó la idea de
abrazarle, y en vez de eso alargó la mano— ¿Sabe
una cosa? Gracias. Me siento mucho mejor.
Su apretón de manos era como coger una patata
hervida que aún tuviera la piel.
—No hay de qué. Lo único que debe hacer es
seguir intentándolo, y al final algo bueno tiene que
ocurrir. —Intentó no limpiarse los dedos en los
pantalones hasta que ella se hubiera marchado.
48
Después volvió a sentarse, añadió «Sólo quería
hablar» a su historial, y dijo—: El siguiente, Frankie.
—Dentro de un minuto.
—Bien. —Mayflower, ¿eh? Se preguntó qué
cualificaciones había que tener. Era una lástima que
no viera la HV. Por supuesto que despendolarse con
una dama era un modo mejor de eliminar la pena y
el dolor de saber que te era imposible curar al
mundo... La puerta se estaba abriendo. La pantalla
parpadeó. Hizo dos anotaciones mentales—.
¡Buenos días! —Voz profesional, sonrisa
profesional...
Éste era joven, quizá catorce años, un crío. Piel
clara, revuelta cabellera pelirroja: ni tan siquiera un
poco de bozo; y un perfil angelical que se echaba a
perder cuando se hacían visibles los ojos. Los ojos
pertenecían a una persona mayor. Mucho mayor.
Como unos mil años o algo así. Los ojos pasaron
sobre él, treparon por las paredes, atravesaron el
techo y no encontraron nada que fuera digno de su
respeto.
—¿De qué sirve? —dijo el chico.
—¿El qué?
—La vida.
—Ah... —Cerró la boca, frunció el ceño y se reclinó
en su asiento. Su cliente esperaba realmente una
respuesta. No la esperaba con impaciencia, ni con
49
hostilidad; sencillamente, esperaba..., de forma
pasiva. Sentado, aguardando. No había gestos de
las manos ni removerse del cuerpo; un dominio de
sí mismo completo. No puedo decir que el ser feliz y el
no hacer daño, ni siquiera aunque sea cierto. Demasiado
sencillo—. ¿Cuántos años tienes, catorce?
—Sí.
—¿Estudios?
—La semana pasada acabé el bachillerato de
ciencias por cuenta del Estado. En matemáticas.
Estaba impresionado.
—¿Seguirás?
—¿Para qué? No hay trabajos para un matemático
salvo en el Ejército. Y en estos tiempos tampoco hay
becas. ¿De qué sirve?
—¿La vida?
—Obtener mi doctorado.
—¿Por interés?
El chico emitió un poco cortés bufido.
—Las matemáticas son un don, no un interés.
Sonrió. Le gustaba el estilo del chico.
—Eres muy maduro para tu edad, ¿no?
—Sí.
—Y a ti, ¿qué te interesa?
—La paz, el silencio y los billetes grandes.
—Como a todos —resopló Kinney—. Buena
suerte.
50
—Sí, ya lo sé.
—¿Qué te ha hecho envejecer tan rápido?
—Mi tesis..., un programa de ordenador para la
CÍA. Debía hacerlo, estaban pagando mi enseñanza.
Era para predecir con mayor precisión los tipos,
cantidades y distribuciones de bajas en una guerra
nuclear..., un modo asqueroso de perder tu
inocencia.
—Cierto —asintió con expresión pensativa,
oyendo el recuerdo de un disparo a través del
auricular de un teléfono—. Entonces, ¿qué harás?
—Supongo que me cavaré un agujero. Pero tengo
que conseguir un poco de dinero. ¿Alguna idea?
Complacido al ver que trataba con uno de los que
aún tenían esperanzas, empezó a repiquetear con
los dedos sobre la mesa mientras pensaba.
—¿Tienes ordenador?
—Por supuesto. —Una oleada de disgusto inundó
el rostro del chico—. Necesito tener uno para hacer
cualquier cosa en matemáticas.
—Comparte tiempo con un par de revistas:
diarias, semanales, mensuales..., concéntrate en
todo aquello que tenga relación con tu campo y su
interacción con el público en general.
—Eso suena realmente tan nebuloso como el gas
de la ciudad.
—Por supuesto que sí —dijo afablemente Mak—,
51
pero mira..., están los perros, los caballos, el jai alai,
los números diarios..., la gente apuesta por ellos...,
podrías acabar encontrando algún modo de
predecir...
—Si fueran mínimamente buenas no difundiría
mis predicciones.
—Claro que no, claro que no... pero la gente
pagaría por saber lo que piensas al respecto.
El timbre interrumpió el «ah» del chico, un «ah»
que parecía meditabundo, como si en realidad fuera
un «lo pensaré seriamente». Se puso en pie, le
saludó con un rápido gesto de la mano, y se dirigió
hacia la puerta..., donde se detuvo, dio la vuelta y
dijo:
—A la mierda todo esto, amigo. Me subiré al
Mayflower y saldré a toda prisa de aquí.
Kinney sonrió.
—Eso tampoco es mala idea. No te rindas. Nunca.
Pero, cuando ya no había nadie para verle, la
sonrisa se desvaneció igual que nieve derritiéndose
a medida que la primavera se ponía a trabajar.
Kinney no era supersticioso, pero oír mencionar la
Mayflower a dos personas seguidas tenía algún
significado, y casi parecía ser un presagio.
Especialmente si consideraba el sueño. Tecleó
distraídamente: «Sólo quería hablar», y dijo:
«Siguiente, Frankie», pero su mente no estaba
52
concentrada en el trabajo, ni tan siquiera cuando
una mujer delgada, que tendría unos treinta años
tan graves y recatados como su vestido azul, entró
en el cubículo y dijo:
—Verá, se trata de mi esposo. Creo que está
teniendo un lío con otro hombre, y realmente yo
no...
Mayflower, pensó Kinney, ignorando de forma
nada típica en él su rostro agradable y su cuerpo
esbelto, el espacio y la eternidad, y se acabó el sentarse y
escuchar, en esto no hay desafío alguno, sólo sentarse y
decir «ya‐ya‐ya», aunque no hayas oído nada,
aunque no te haya importado, y te lleva al sitio en
el cual pasas todo el día sitiado por desconocidos
que entonan lamentos familiares; los has oído mil
veces; desnudan sus almas, pero no puedes
distinguirlas; no puedes ayudarles porque eso
deben hacerlo ellos mismos, pero no lo harán; y
cuando vas a casa o quizás a casa de un amigo, ellos
quieren hablar, quieren que les escuches..., porque ya
no hay nadie que escuche, ni tan siquiera aquí, y, con
una preocupación que esperaba no apareciera en
sus sinceros y amables rasgos irlandeses, concentró
nuevamente su atención en su clienta, que estaba
diciendo:
—...si él lo quisiera yo lo habría hecho, de veras,
no me hubiera dolido mucho, ya tengo figura de
53
chico y habría pasado por el cambio, no soy de la
Voluntad Divina así que no tengo escrúpulos
religiosos, si tan sólo pudiera estar segura de que...
Cambiando la sintonía, apartándose, confiando en
que los reflejos desarrollados por cinco años en este
mismo asiento crearían los ruidos adecuados en los
momentos correctos, Mak dejó que su mente vagara
de regreso al espacio, al vacío, a la Mayflower, los
colonos serían la gente con esperanzas, la gente que
no se rendía, cuya persistencia y optimismo
obligaría a que la fortuna les sonriera..., un hombre
podía abrirse camino en ese tipo de sociedad; sus
contribuciones mejorarían las cosas, serían algo más
que remiendos en diques a punto de caerse en
pedazos; sí‐sí, buena gente, y un propósito, y una razón
para tener esperanza; sí‐sí, claro, veamos, qué es...
—...por lo tanto —concluyó ella—, ¿debería
intentarlo?
Mak se encogió de hombros.
—¿Qué puede perder?
A ella se le enrojecieron las mejillas.
—¿Puede... puede recomendarme un cirujano
sexual?
—Bueno, no puedo, dado que no soy un
especialista en asuntos médicos, pero si habla con
Frankie, el recepcionista de fuera, le dirá dónde
debe ir para enterarse de a qué persona buscar. Y,
54
oiga, no pierda la esperanza.
Frunciendo el ceño, ella subvocalizó la última
mitad de su penúltima frase, luego asintió y, con
una expresión más alegre en la cara, dijo:
—Muchísimas gracias, señor...
—Kinney. Michael Aquinas Kinney. —Se medio
incorporó en deferencia a su necesidad, sabiendo
con una punzada de dolor que ni tan siquiera se
había acercado a satisfacerla—. Venga siempre que
quiera. Es mi trabajo.
Pero no por mucho tiempo. Frankie completaría el
archivo de la mujer, así que se volvió hacia el
intercomunicador y dijo: «Dame diez minutos»,
pues, aunque nunca había definido su utopía
personal, tenía la sensación de que podía ser ésta,
un paraíso que se perdería si no obraba con rapidez,
y ya estaba alargando la mano hacia su enlace con
la InfoRed, dirigiendo ya su petición a la NASA, y
diez minutos después apartaba su silla de un
empujón y abandonaba alegremente su cubículo
antes de la hora, dejándolo para siempre, pues ya
había sido aceptado.
Basta de escuchar.
Había llegado el momento de hacer algo.
—Esclarecedor —murmuró—. Criaturas
acosadas, ¿verdad? —En su voz había cierto tono de
mezquina satisfacción—. Yo podría vérmelas con
55
todos esos datos sensoriales, pero esa pobre gente...
Deben ir de un lado para otro tan aturdidos como
las víctimas de un cañoneo. Ahora me doy cuenta
de por qué conseguís todos los voluntarios que os
hacen falta.
La condescendencia mostrada tendría que
haberles advertido, pero aunque los cerebros‐
ordenador no eran nada nuevo, éste era el primero
al cual habían educado tan ampliamente. E incluso
los modelos totalmente electrónicos se las
arreglaban para dar la impresión de mirar desde
arriba a quienes servían. Además, tenían un horario
muy ajustado. Por eso, lo que dijeron fue:
—Ahora vamos a llevarte arriba y empezaremos a
conectarte a la nave. Podrás ir conociendo mejor a
tu tripulación en cuanto lleguen.
Un parpadeo luminoso.
—Una idea excelente..., estaba a punto de sugerir
eso mismo.
Todo vibraba: asientos, suelo, paredes, techo, los
demás pasajeros; el universo temblaba, se sacudía y
se agitaba para mantenerse por delante de la furia
de los motores de la nave lanzadera; ni tan siquiera
podía contar cuántos dedos tenía; se convertían en
una sola masa borrosa.
Pero el sonido no la molestaba..., estaba ahí, de
56
acuerdo, irritado y potente, pero fuera, rompiendo
tímpanos abajo, haciendo caer a los pájaros del cielo
en bandadas de frenéticas plumas. El casco se
hallaba tan aislado que sólo un leve gruñido lograba
abrirse paso por él. Y la vibración, claro.
Probablemente se debía a que los VIPs solían subir
hasta la L5. Aunque los portavoces de la
administración, los políticos y los hombres de
negocios que inspeccionaban las factorías del
espacio podían soportar que un gigante les
sacudiera por los hombros, tenían que poder
comunicar con ayudantes, secretarias y otros
miembros de sus dispersos imperios, por lo que el
aislamiento era bueno. Robin Metaclura cerró los
ojos, de un color entre el obscuro y el dorado, y
apretó los brazos de su asiento. El arnés le estaba
haciendo daño en la cadera y el esternón; el sudor
goteaba de la banda que cruzaba su frente. Estaba
segura de que sus largos y delgados dedos tenían
los nudillos blancos. Era su primer viaje hacia
arriba.
También era el último. Esta montaña rusa la
dejaría entregada a dos años y medio de trabajo
sobre la Mayflower, dos años y medio de
inspeccionar sus motores, controlar la calidad de su
sistema de guía, comprobar y recomprobar sus
instrumentos, afinar su equipo sensor y, si le
57
quedaba algún minuto libre durante el día, diseñar
experimentos que realizar durante el trayecto.
Y luego, después de todo ese esfuerzo, tras dos
años y medio de presión más constante e intensa
que la soportada en los pasillos sombreados por la
yedra del Instituto Tecnológico de Massachussetts
hasta el término de su beca, después de treinta
meses de trabajar sin descanso como una esclava en
la especialidad de otra persona, podría sacarle la
lengua a la pelota verde, marrón y blanca que
colgaba ahí abajo, viéndola empequeñecerse a
medida que la Mayflower se la llevaba a toda
velocidad.
Escapar. Dejarlo todo atrás. Krishna, pensó, qué
alivio. Extraño. Jamás imaginé que me sentiría
agradecida por haber sido arrojada a la calle. Pero lo
estoy. Adiós al publica o muere. Adiós a las clases a
primera hora de la mañana con cabezas de chorlito
que estudiaban física sólo porque se lo exigían los
planes de estudios. Adiós fiestas de facultad donde
catedráticos borrachos hacían subir sus manos a lo
largo de sus muslos..., apretó las rodillas en un acto
reflejo.
En el espacio no habría muchas ocasiones para
practicar la física teórica, oh, las condiciones serían
perfectas y la nave tendría todo el equipo que ella
pudiera soñar, pero hacer el trabajo adecuadamente
58
y bien requería estar en contacto con tus colegas y
los colegas de esos colegas y algo así como medio
trillón de revistas compartidas rellenas del torpe y
mecánico inglés que era la lingua franca del mundo
científico... En cuanto la Mayflower despegara,
empezaría a quedarse atrasada respecto a sus
colegas de forma inevitable e inexorable, a medida
que se fuera incrementando la demora para las
transmisiones de radio... Durante los primeros
meses la cosa no resultaría aparente, pero luego...,
y, además, ¿cuánto material podrían o estarían
dispuestos a transmitir, de todas formas? No el
suficiente, no el suficiente...
Estaba nerviosa y preocupada, con el sudor del
miedo reluciendo sobre su piel aceitunada. Se lo
secó con dedos temblorosos. Resultaba bastante
aterrador dejar el hogar a los dieciocho años.
Cansado pero demasiado excitado para irse a la
cama, al menos solo, entró en la enorme cafetería de
los Cuarteles Temporales de la L5 y examinó la casi
desierta estancia en busca de mujeres
deslumbrantes. No había ninguna. De hecho, la
única hembra del lugar parecía medir metro
ochenta y cinco y pesar algo más de ochenta kilos.
Se encogió de hombros, tomó una taza de café del
dispensador, y fue por entre las mesas cubiertas con
59
sillas boca arriba hacia el sitio donde estaba sentada
ella, con expresión ceñuda.
—Hola. —Derramó un poco de café al sentarse—.
Michael Aquinas Kinney, oficial de moral. La gente
me llama Mak. Ella alzó la cabeza como si
despertara de sus ensueños.
—Oh. —Parpadeó y se frotó la suave mejilla con
los dedos. La grasa que había en ellos manchó su
piel rosada—. Zenna Tracer, mecánico. —Alargó
hacia él una mano enorme— ¿Qué es un oficial de
moral?
Él se rió.
—Les ha hecho falta —señaló hacia el techo con el
pulgar, indicando con ello al Control de la
Mayflower— dieciocho meses para explicármelo.
Pero es algo así como, esto..., se parece mucho a un
oído público.
—¿Necesitaremos eso ahí arriba? —Frunció el
ceño.
—Verás, ellos piensan que... —abrió un sobrecito
de azúcar y lo vació en su taza—, piensan que habrá
algunos..., bueno, problemas de ajuste en este viaje,
problemas que ni tan siquiera llegarán a ser
conocidos por los psicólogos y psiquiatras porque
la gente sentirá incomodidad ante ellos, así que... —
Extendió sus manos—. Se supone que debo
localizar a quien no se encuentre a gusto y..., no sé.
60
Todo el asunto parece algo nebuloso. Pero es
básico..., y, además, es un modo excelente de
conocer a damas interesantes y bellas. —Tras una
sonrisa y un guiño tomó un sorbo de su café, emitió
un bufido de disgusto y añadió más azúcar—. Dios,
ojalá limpiaran la máquina. Mecánico, ¿eh? Debes
estar pasándotelo en grande.
Su fruncimiento de ceño fue para él como una
bofetada en la cara.
—¿Te programan para que sueltes estas idioteces?
Tragó saliva.
—Perdona, ¿cómo has dicho?
—Maldita sea, esto me encantaría si no fuera por
esa ridicula regla sobre los dos oficios para cada
persona. —Sus rubios rizos oscilaron cuando
meneó la cabeza—. Intentar convertirme en una
enfermera, ¡no puedo creerlo! No sirvo para eso. Me
doctoré en mecánica aplicada, sí; veinte años de
trabajo en motores de reacción, sí; ¡pero el
condenado servicio de instrucciones espera que sea
amable! La técnica está bien, porque las inyecciones
de ARN llegan hasta el fondo de tu ser, y permíteme
que te cuente algo sobre ellas... —se subió la manga
izquierda para dejar al descubierto un bíceps
hinchado y rojo—. Tengo que ser alérgica, no se me
ocurre otra razón..., ¡pero las malditas inyecciones
no te dan el tacto! —Lanzó un bufido, engulló su
61
bebida, y luego aflojó lentamente su puño
izquierdo—. Mira, Mak, lo siento..., no tendría que
molestar a una persona importante como tú con mis
pequeños problemas.
—Ésa es justamente la razón de mi presencia aquí
—insistió él. Se reclinó en su asiento, complacido
porque Tracer hubiera dicho «importante». Le
gustaba esa palabra, le gustaba mucho.
«Importante‐crucial‐decisivo», sus sílabas favoritas.
Por eso había asumido el puesto de Oficial de
Moral, pese a no haberlo querido al principio. Pero
le necesitaban, y a uno le gustaba ser distinto.
Anhelaba causar un impacto sobre aquellos a los
que iba conociendo. Pero había tantas almas
lisiadas..., era bueno estar ahí, con las sanas—. Si
tienes un problema, acude a mí.
—Bueno... —Los ojos de la mujer recorrieron la
estancia, buscando gente que pudiera oírles; luego
se inclinó sobre su vaso—. ¿Sabes dónde puedo
encontrar un poco de luci de primera?
La sonrisa de él fue tan amplia como genuina.
—Da la casualidad de que has acudido justamente
al hombre adecuado —dijo—. No soy tan sólo el
Oficial de Moral, sino que también me dedico a la
libre empresa. —Se levantó de su asiento—. Ven,
me encargaré del asunto. El viaje podía ser muy
bueno.
62
—¿Vas a ganar?
Sal Ioanni se encontró con un par de ojos azules
que desviaron inmediatamente su mirada.
—Hola, querida. —¿Por qué estará tan nerviosa?—.
Se me ha escapado tu nombre.
—Caroline Holfer —dijo la mujer. Tenía el cabello
rubio y lacio y piernas de bailarina; el abultamiento
de su vientre sugería un embarazo—. Tengo que
hablar contigo porque estoy en el Nivel 227 NE,
Suite A‐4, y es un sitio horrible y...
Ioanni alzó la mano. Ella sólo tenía sesenta y tres
años y la Holfer debía tener unos treinta..., ¿por qué
le daba la sensación de que era mucho más joven?
Algo por desarrollar en su rostro, algo inmaduro o...
deformado.
—Cada habitación tiene unidades sensoras del
Ordenador Central. Es necesario para mantener la
calidad del aire, la presión y todo eso. No...
—Pero me están observando —la interrumpió la
Holfer—, y han registrado mi equipaje, y pensé que
aquí arriba habría menos de eso. —Sus mejillas se
ruborizaron; sus manos de finos huesos empezaron
a retorcerse nerviosamente—. Por favor, ¿me
ayudarás?
—Primero hace falta ver si soy elegida. ¿Por qué
no te sientas y observas los resultados conmigo? —
63
Dio una palmadita en la silla que había junto a ella.
La pantalla que estaban mirando se encendió y se
apagó rápidamente; nuevos números se
dispersaron sobre el metro cuadrado de superficie
al igual que los coches por Times Square. Ioanni: 48
por ciento; Sandacata: 31 por ciento; Hayes: 21 por
ciento. Grandes números verdes; casi titulares;
mañana serían titulares, al menos en los Estados
Unidos, y en todos los demás sitios irían a llenar las
últimas páginas.
Ioanni se alisó el cabello. Lo tenía negro, surcado
por las hebras grises que conformaban su imagen
pública. Es difícil quitarle el puesto a una abuela si
sabes que con eso la mandas a una Granja de
Ciudadanos Maduros. Sal Ioanni había utilizado
esa astucia y todas las demás disponibles durante
más de dos décadas, primero como Presidenta del
Municipio de la ciudad de Nueva York durante
dieciocho años, y ahora aquí arriba, donde sería la
primera autoridad civil durante los siguientes
cuatro años.
Era agradable. Tendría la oportunidad de ayudar
en el parto de toda una nueva cultura, una sociedad
distinta a cualquiera de las vistas jamás por el
Hombre. Me pregunto si William Bradford y los demás
Peregrinos sintieron esta misma excitación, este mismo
nerviosismo tembloroso, al pensar en cómo cada una de
64
sus decisiones influiría sobre las generaciones
venideras..., sería una responsabilidad abrumadora,
pero una que había hecho la promesa de asumir y
desempeñar dignamente.
Marc tendría que haber venido. Siempre había estado
orgulloso de sus conquistas políticas, y no sólo
porque su firma legal de Wall Street sacara
provecho de ellas. No, había sido más bien un
amigo que había respetado sus talentos y su
personalidad como individuo, y la había animado a
utilizarlos.
Era una auténtica pena que no hubiera querido
venir. Era muy típico de él no discutir por el
divorcio ni entristecerse. Era un hombre tan
cómodo..., una mujer acaba acostumbrándose a un
hombre después de treinta y ocho años; acaba
siendo parte del mobiliario... Por otra parte, los
chicos... Sus ojos castaños se endurecieron. John, sí,
era un buen chico..., tan aburrido como el sentido
del humor de un ordenador doméstico, y ese juicio
era más áspero de lo que parecía dado que había
tenido que soportar lo aburrido que era Marc...
Agatha, bueno, a Sal le parecía que decorar
interiores era algo más bien parasitario. ¡Pero
Benito! ¡Dios mío, cuando los medios de
comunicación descubrieron que el hijo de la
Presidenta del Municipio del Bronx era un jugador
65
profesional de billar! Fue casi tan malo como ese día
en el cual tuvo que subir a su atril, clavar la mirada
por entre los aros del humo de tabaco en una hilera
tras otra de rostros llenos de cinismo, alzar su voz
por entre el clamor de las preguntas y anunciar:
«Damas y caballeros, Guglielmo, mi hijo menor, ha
robado un banco en Nevada y ha sido condenado a
donar sus órganos... No pienso apelar la decisión».
Parpadeó rápidamente, varias veces.
La pantalla volvió a destellar; su porcentaje había
subido al 49.
—Caroline —dijo, volviéndose hacia el montón de
ansiedad sentado junto a ella—, Sandacata no tiene
ninguna oportunidad, no con Hayes
manteniéndose.
—¡Entonces has ganado!
—Eso creo. Y ahora... —posó su arrugada mano
sobre los suaves dedos de la Holfer—, sobre tu
problema...
El óvalo de su rostro se retorció; la Holfer se apartó
de ella.
—¡No es mi problema! —siseó—. ¡Es suyo! Ellos
son los que tienen el problema, son ellos los que me
siguen, los que me espían, los que se meten en..., ¡no
es mi problema, y si piensas eso eres una de ellos y
te odio! —Giró en redondo, con las lágrimas
surcando su rostro, y se fue corriendo.
66
Ioanni se quedó sentada durante un minuto más,
inmóvil y perpleja. Una loca. ¿Creían acaso que no
teníamos suficientes problemas y era preciso que nos
dieran una loca? Será mejor que alerte a la Central
Médica y a Kinney... Oh, Señor, no puedo hacerla
regresar. Y está embarazada. Recemos a Dios para que no
acabe logrando afectar a su criatura...
Una sonrisa melancólica afloró a sus labios. Había
querido el trabajo y lo había conseguido. Tendría
que haber imaginado que con él vendrían los
problemas.
Era la Navidad de 2296. El profesor Brik Williams
y su familia —su esposa, Doreen Jones, cuyo rostro
liso y redondo no parecía tener treinta y tres años y
mucho menos cuarenta y tres; su hijo mayor, BJ, que
habría sido perfecto de no ser por su boca, una boca
más sucia que el río Hudson, una boca que desde
luego habría acabado convirtiéndole en carne para
el banco de órganos, razón por la cual Brik deseaba
tanto sacarle de la Tierra; y su hija Semile, con sus
dulces dieciséis años, tan callada como una
alfombra pero mucho más peligrosa que ésta como
sitio donde poner los pies—, se encontraban bajo la
obscurecida burbuja de observación de los
Cuarteles Temporales de la L5, contemplando
boquiabiertos, como todos los demás espectadores,
67
la masa de la Mayflower que se acercaba.
Los pilotos la estaban maniobrando para dejarla
cerca de los cuarteles de forma que pudieran
tenderse pasarelas de la nave a éstos, para que así
luego pudiera empezar a recibir a los 25.000
pasajeros que deberían abordarla en una semana, si
es que iba a zarpar el 1 de enero de 2297, tal y como
estaba programado.
Era enorme. 1.794 metros de largo y 470 de
diámetro, un cigarro metálico hecho para ser
encendido por un sol y sostenido entre los dientes
de un agujero negro. Tenía 326 anillos de portillas,
un anillo para cada nivel, y en este momento cada
círculo de plastividrio era un ojo ardiente que
devolvía su mirada a los espectadores. Por entre
ellos se alzaban antenas de todas las formas
concebibles: cruciformes, en disco, en T, escaleras...,
cables que serpenteaban desde sus bases hasta las
compuertas de servicio..., otros cables que brotaban
de las compuertas para ir ondulando hasta el morro
de la nave donde, por entre un anillo de motores de
fusión, las fauces del colector de hidrógeno le
sonreían al universo. La popa de la nave era plana
y de ahí sobresalían más motores, encendidos
también para la propulsión y la dirección de la nave.
—Mieeer‐da —dijo Williams en voz baja,
rodeando con su brazo la juvenil cintura de Doreen.
68
El espectáculo le daba una sensación de espacio
libre que jamás había tenido en Montana. Le
resultaba imposible aguardar a que llegara el
momento de subir a bordo, partir, aterrizar...,
anhelaba el espacio en el cual podría respirar,
explorar y crecer—. ¿Crees que es lo bastante
grande?
Los ojos castaños de Doreen estaban muy abiertos;
ella y los chicos habían llegado a la L5 la semana
anterior —su entrenamiento se había realizado en la
Tierra—, y ésta era la primera vez que veían a la
Mayflower. «Ajá» Se pegó un poco más al hombre
que había conocido veintidós años antes, el hombre
que le había dado la bienvenida a la universidad de
Yale con un globo lleno de agua que dejó caer desde
una ventana del tercer piso. («No se me ocurrió
ningún otro modo de atraer rápidamente tu
atención», le explicó luego.) Pero no veía a la nave
como un cigarro. No, nada de eso. De hecho, la veía
como algo que la impulsaría a llevar a Brik hasta su
pequeño cubículo para pasar allí dos horas y media
agotadoras pero absolutamente deliciosas.
—Hogar, dulce hogar —murmuró.
—Un traje lunar demasiado grande, eso es lo que
es —gruñó BJ, siempre desagradable. Era alto, aún
más alto que el metro noventa de su padre, y ahora
se estaba inclinando un poco para contemplar el
69
ceño fruncido de Brik—. Dicen que es una nave
colonia. ¡Una mierda! Un raíl hacia el infierno, así la
llamo yo. Van a meternos ahí dentro sólo para
acabar con nosotros, ¿sabéis?
—Una palabra más... —empezó a decir su padre.
—¿Y qué, papaíto querido? ¿Me tirarás de cabeza
por la portilla? Prueba, anda. No tienes los brazos
lo bastante largos para eso, viejo enano. Prueba,
anda, vamos. —Se puso en una pose de boxeador,
con los puños protegiendo su rostro—. Vamos,
vamos.
Semile le dio una patada en la rodilla, y mientras
que él saltaba sobre un solo pie, cubriéndose la
articulación herida con sus manos capaces de
abarcar dos octavas de un teclado, sonrió
cálidamente y dijo:
—BJ, nos estás haciendo sentir incómodos a todos.
Para.
—Te voy a dar, chica.
—Habla de forma normal, BJ —le contestó ella—.
No, mejor aún, no hables.
Brik y Doreen intercambiaron resignados
encogimientos de hombros.
Igual que un balón de playa, Ogden Dunn
rebotaba por su camarote. Intentando dominar sus
movimientos en esa extraña gravedad, escuchó el
70
sonido de sus pequeños y doloridos pies chocando
con el suelo metálico, se preguntó cuándo darían las
alfombrillas y, de vez en cuando, iba deteniendo
todas sus acciones, respiración incluida, para
intentar descubrir si algún sonido era capaz de
penetrar el mamparo.
Ogden Dunn había odiado el ruido durante los
cincuenta y seis años de su existencia. Era malo para
la salud. Perturbaba los nervios, trastornaba los
tímpanos, arruinaba la digestión (adoraba comer) y
hacía imposible la concentración. Había pasado
cinco años adiestrando a Dorothy para que
caminara en silencio, lo cual no era una hazaña
pequeña para una persona que había terminado
muriendo de obesidad. De hecho, el ruido era una
de las fuerzas que le habían llevado a la Mayflower...
eso, el espectro de una Granja para Ciudadanos
Maduros, y los políticos que no habían apreciado
sus últimas sátiras.
A prueba de sonido, estaba pensando. Tendré que
pedirle a la Central de Almacenes que me den algo para
eliminar el sonido, y alguien para instalarlo también, no
pueden esperar que yo, Ogden Dunn, trabaje con mis
manos, no, pero lo necesito, no puedo escribir sin eso; ahí
arriba quizá, bajo la portilla, una posición adecuada para
la mesa, ciertamente, un lugar soberbio, dominando el
vacío, una buena perspectiva a la mente de Dios, justo...
71
Pasando junto al cuarto de baño, metió la cabeza
dentro e hizo funcionar la cisterna. Casi no hacía
ruido. No logró decidir si eso le gustaba o le
decepcionaba.
El espejo reflejó su rostro, gordo y pálido, con sus
astutos ojos grises y su cabello blanco como la nieve.
Sonrió complacido y estuvo a punto de apartarse,
pero se detuvo para practicar sus expresiones de
relación‐con‐los‐inferiores. Bien, pensó, me están
saliendo estupendamente, sólo un poquito más de
«¿quién‐es‐usted?» en las cejas, un leve toque menos de
«no‐me‐moleste» en los labios, sí, sí...
Era todo un cambio respecto a Rutland, Vermont.
Se preguntó si echaría de menos los pinos..., las
reuniones en Harvard... Su rostro se iluminó al
recordar el proyecto inmobiliario que jamás vería
terminado, cuyos ruidos jamás se vería obligado a
escuchar, que... Por otra parte, no podría viajar,
salvo de un nivel a otro, si es que a eso se le podía
llamar viaje...
¿Les gustarían sus disertaciones? Un público
cautivo y todo eso; no se le ocurría ninguna
posibilidad de que no les gustaran; desde luego, no
podía haber ninguna competencia seria. Y, por
supuesto, a bordo de esta nave se encontraría libre
para decir lo que pensaba.
Cogió un micro para memorándums del bolsillo
72
de su traje y dictó la siguiente nota para sí mismo:
CONSULTAR CON AUTORIDADES SOBRE
MEJORES MEDIOS DE TRANSMITIR OBRAS A
LA TIERRA. No era que los anticipos o los derechos
fueran a serle útiles, no a medio camino de Canopus
en una nave sin dinero, pero sería bonito saber que
sus libros se vendían, oh, sí, DISPONER QUE SE
ENVÍEN INFORMES DE VENTAS, y todavía lo
sería más saber que su sabiduría, aunque
censurada, persistiría en su tierra natal, al menos
hasta que ésta ya no existiera... Pero meneó la
cabeza y se negó a imaginar las páginas de sus
novelas volviéndose marrones, doblándose y
asándose en los fuegos de la guerra, los últimos
fuegos, un buen título: LOS ÚLTIMOS FUEGOS,
tengo que usarlo alguna vez...
El gemido de un niño atravesó la pared y su
cuerpo se tensó, y una sonrisa hizo que sus
gordezuelos labios se separaran. Intolerable.
Tendría que informar de esto a las autoridades. El
trabajo de Ogden Dunn era demasiado valioso para
ser interrumpido por los gimoteos de los mocosos.
Ahí hay un buen título también: LOS GIMOTEOS DE
LOS MOCOSOS. ¿MUCOSAS? ¡ESPOSAS!
Ay, pobre Dorothy. No tendría que haberse comido esos
tres últimos pasteles de cereza. ¿Dónde podría
encontrar a nadie que caminara tan silenciosamente
73
como ella?
Francis Xavier Figuera se presentó en la Sala de
Control, Nivel 321, a las 10 de la mañana, hora de
Greenwich, del 31 de diciembre de 2296. Tras
franquear la entrada mediante la huella de su
pulgar, fue avanzando por entre técnicos absortos
en sus trabajos, girando su afilado rostro a uno y
otro lado en busca de Kober, el hombre al cual debía
relevar.
—Ah, munchkin, ahí estás, y aquí estoy yo, ya
puedes marcharte y pasar la noche con tu familia en
la fiesta.
—Claro que sí, Fex, me encanta que llegues a
tiempo. —Se apartó de la consola y le mostró el
asiento a Figuera con un gesto teatral—. ¿No le
molesta un poco a Ju‐lan que estés aquí arriba en
estos momentos?
—Ju‐lan, munchkin, está en nuestro camarote,
roncando bajo los efectos del luci, intentando
recuperarse de la fiesta que ya se ha tomado por su
cuenta. Si estuviera lo bastante sobria como para
hallarse consciente, probablemente ni tan siquiera
llegaría a darse cuenta de mi ausencia. Y, si lo
hiciera, estoy seguro de que se sentiría... quizá no
orgullosa, pero sí al menos feliz sabiendo que es FX
Figuera quien va a meter esta ballena en el océano.
74
Y —añadió con un fruncimiento de ceño— quien va
a encargarse de conseguir la aceleración suficiente
como para permitirnos andar igual que personas y
no como muelles autoimpulsados.
—Te encanta hablar, Fex, ése es tu problema. —
Kober le dio una palmada en el hombro a su colega
de mayor estatura—. Mantente alerta por si el dios
Murphy decide actuar.
—¿Ese heraldo de la mala fortuna? ¿Por qué?
—Corre el rumor de que esta noche estallará todo.
—Jesús. —La sorpresa le hizo ser lacónico. Sus
dedos bailaron sobre la consola, y la pantalla
dividida en segmentos usó su cuadrante derecho
para mostrar un noticiario de la Tierra. El locutor,
bronceado y elegantemente trajeado, no parecía
preocupado. Pero, claro, ellos nunca parecían
preocupados—. ¿Crees que es posible?
—Como ya te he dicho, Fex, cuidado con la mala
suerte. —Y, después de otra palmada en el hombro,
se marchó.
No puede ser, pensó Figuera, por favor María Madre
de Dios, no dejes que suceda. Durante cuarenta y nueve
años he bailado sobre ese enloquecido alambre de ahí
abajo, y ahora tengo la oportunidad de sacar mis castañas
del fuego, de liberar a mi Ju‐lan de esa casa de lunáticos
para que así quizá pueda calmarse un poco y no tenga que
soñar con esa lluvia acida, así que por favor, todos
75
vosotros, dioses, santos y ángeles, dadnos un respiro,
dejad que nos marchemos antes de que pierdan la cabeza;
Jesús, tío, moriste por nosotros, dejaste que esos bastardos
de Roma te clavaran a ese pedazo de madera, por favor,
hombre, danos un respiro, no dejes que todo tu
sufrimiento se vaya por el desagüe, no abriste las Puertas
del Cielo sólo para que ocho mil millones de almas
pudieran llamar a ellas al unísono, ¡por favor!
Y pensó en sus chicos, Manny y Bill, Manny en el
Campamento Laboral Este de Tejas, Bill el buen
estudiante en el estado de Florida, que obtendría su
doctorado en Química Orgánica la próxima
primavera, y volvió a preguntarse cómo habría
podido convencerles de que vinieran, pues Francis
Xavier Figuera era un hombre amante de su familia,
y la idea de que la mitad de esa familia podía morir
en un instante de loco crimen masivo le dejaba
helado, le paralizaba, le hacía estar al borde del
llanto.
Pero la compostura no tardó en volver. La pantalla
estaba parpadeando, los anillos de sondas que los
precederían, canalizando el polvo espacial hacia la
estatocolectora, ya se habían puesto en movimiento;
en los siguientes 115 minutos no habría tiempo para
la pena... Aunque el Ordenador Central haría la
mayor parte del trabajo, él tenía que estar sentado
ahí, vigilar y esperar por si algo iba mal, aunque él
76
y su equipo se habían pasado tres años y medio
escribiendo los programas y revisándolos y
haciéndolos funcionar y revisándolos..., eran
buenos programas porque el equipo era bueno, y la
nave era una buena nave, Mayflower la habían
llamado, aunque Francis Xavier Figuera pensaba
que Santa María habría sido un nombre mejor, era
más apropiado, pero el grupo de los vikingos había
descartado esa solución, haciendo presión para
buscar un viejo nombre noruego... Sus dedos se
estaban moviendo, deslizándose, tirando de esto,
apretando aquello; sus ojos eran límpidos y agudos
y lo abarcaban todo; su mente funcionaba de forma
tan suave y rápida como el Ordenador Central, y
llegó el minuto y él dio su aprobación, y...
Me tiro un pedo. Nada de una ventosidad callada
o un chasquido cortés, sino un rugido llameante y
tembloroso, ¡BROOOOOOOOOMMMMMFFFFFF!,
que sigue y sigue sin parar, sin detenerse nunca,
Dios mío, me han dado de comer cien, mil, mil
millones de platos de col acompañados de judías
cocidas, la cantidad suficiente de judías cocidas
como para sepultar Boston, judías con cerveza, más
cerveza de la que jamás haya podido destilar la casa
Budweiser, no puedo parar, es una galerna que no
cesa, abrumadora, tan dura, tan fuerte, que a decir
77
verdad me está impulsando, me hace avanzar igual
que el aire que brota de un globo roto lo conduciría
en locos círculos pegado al techo de una habitación,
pero no me estoy moviendo en círculos o en
espirales, nada de intentar morderme la cola, puedo
controlarlo, puedo dirigirlo, lo estoy llevando en
esta dirección y luego en aquella otra para mantener
mi rumbo, avanzando, qué talento, si hubiera
sabido que podía hacer esto jamás me habría metido
en la bioneuroquímica, tendría que haber viajado
con el circo, pueden verme, ¿no?, dando vueltas
rápidamente alrededor de la Gran Cima, los brazos
extendidos, las piernas desplegadas, los dedos de
los pies y de las manos mis alerones, caramba,
piensa en lo que podría haber utilizado como timón,
eso atraería a las multitudes, las habría atraído,
dios, qué talento tan increíble, por qué no me di
nunca cuenta de que podía comerme 5.000
hectáreas de coles de una sentada y luego despegar
igual que un avión, un reactor, un cohete
abriéndose paso por el cielo encima de las granjas
que mi tremendo apetito de coles ha dejado
desnudas, me pregunto si me las comí crudas,
hervidas, aliñadas, o si era una mezcla de las tres
cosas, tendré que comprobarlo cuando aterrice,
tuvo que haber testigos, y apuesto a que ahora
figuro en el Libro Guinness de Récords Mundiales,
78
imaginaos, yo, Gerard K. Metaclura, doctor en
medicina y filosofía, en el Libro Guinness de los
Récords Mundiales, metido en él con la gente que
va sobre la cuerda floja, los que giran en los tiovivos
y los que se sientan sobre palos, tendré que
conseguir un ejemplar si es que alguna vez bajo,
quizá, quizá, sólo quizá, debería encontrar una
librería y cruzar rugiendo por encima de ella,
podría arrojarle un poco de dinero al chico o a la
chica de la caja registradora, me encanta ver rostros
sobresaltados, ojos que se desorbitan (no como los
míos, que están clavados en mi destino, delante
mío, lo cual me confunde porque aunque sé que es
mi destino no reconozco en él los atributos de un
sitio que yo habría elegido para ser mi destino, pero
bueno, quizá los editores del Libro Guinness de
Récords Mundiales estén intentando ahorrar dinero
haciendo que yo pretenda conseguir varios récords
a la vez: la mayor cantidad de coles comidas de una
sentada, el pedo más largo, el pedo más
exactamente controlado, la mayor distancia
cubierta por un tipo que vuela gracias a su pedo, sí,
eso lo explicaría), los ojos saliendo de sus órbitas
cuando paso igual que un relámpago y grito mi
petición de un ejemplar del libro, aullando para
hacerme escuchar por encima del
¡BROOOOOOMMMMMMFFFFF! de mi emisión de
79
gases, me pregunto si la Agencia de Protección
Ambiental habrá empezado a preocuparse respecto
a mí, resultaría típicamente burocrático por su parte
si insistieran para que equipara mi cola con un
convertidor catalítico, aunque estoy seguro de que
cualquier ciudad del mundo estaría encantada de
unirme a una serie de cañerías pero no pueden,
porque estoy volando y ellos son prisioneros del
suelo, y hasta que no vuelva ni tan siquiera pueden
entregarme una citación, y mucho menos llevarme
a los tribunales, a menos que me hagan seguir por
la Fuerza Aérea para que me derribe, dios del cielo,
una sola bala trazadora del arma de un caza suyo
causaría una explosión mayor que la del
Hindenburg, el ruido también sería infernal, y si
utilizaran un proyectil guiado por el calor, uh, sería
un auténtico problema entonces, pero primero
tendrán que pillarme, tendrán que darse prisa, subir
rápidamente hasta el... el..., no pueden alcanzarme
porque los cazas necesitan aire y aquí arriba no hay
aire, todo es el vacío, así que..., ¿el vacío?, no
importa, no importa, mi pedo continúa, sigo
adelante, avanzando, abriéndome paso, corriendo
hacia ese puntito de luz que brilla sin vacilar, ese
punto que es mi destino...
80
La fiesta de los cien años
Sintió agitarse algo en su interior, algo a lo cual no
le había dicho que se moviera. Le siguió el rastro,
sin alarmarse, y lo descubrió entre las células
cerebrales que controlaban los sistemas de guía y
propulsión.
Un recuerdo. El espectro de un alma. Un retazo de
espíritu suspendido en una muerte que aún no
había llegado del todo.
Cuando examinó el recuerdo, éste evocó la imagen
de un médico alto y desgarbado con ojos verdes,
tranquilos y perezosos, y una sonrisa tan rápida
como su ingenio. En la imagen había calor, y
confianza en sí mismo, y amor.
Sin saber qué pensar, se dedicó a escuchar el eco
de ese hombre. Si lo hubiera albergado en cualquier
otro sitio, el ordenador lo habría borrado, dejándolo
todo limpio; pero..., no, estaba muy enredado, y era
imposible predecir el daño que causaría su
eliminación.
Finalmente, el ordenador lo dejó estar. Se dedicó a
vigilar los errores de los pasajeros, sin conocer cuál
era la extensión de sus propias equivocaciones.
—Las 1425 horas, Señora Presidenta.
Sal Ioanni apartó los ojos de la pantalla enmarcada
81
en plata que mostraba el diagrama y contempló el
sensor, del tamaño de un pulgar, colocado en la
pared más alejada de su espaciosa oficina. Dieciséis
metros por diez, con un techo a tres metros y una
ventana que daba al Parque Nueva Inglaterra del
Nivel Uno, la oficina estaba completamente vacía a
excepción de Sal y su escritorio. El catálogo de 4.000
páginas de la Central de Almacenes podía satisfacer
cualquier necesidad de mobiliario, pero Ioanni era
una neopuritana perfeccionista. No pediría nada a
no ser que tuviera tanto un sitio como una utilidad
para lo que pidiera. Pestañeó y dijo:
—¿Las 1425? ¿Y qué?
El Ordenador Central le contestó:
—Su tiempo en la Cabina de Ejercicios empieza
dentro de cinco minutos.
Las patas de la silla rasparon el metal cuando se
levantó.
—Gracias —dijo.
—De nada.
Mientras recorría con paso rápido los corredores
(del B al Norte y luego hasta el A), decidió que
terminaría el plano esa tarde. Era una estupidez
perder el tiempo como lo había estado haciendo
hasta ahora —y también era un mal ejemplo—,
había cosas serias que hacer. Había sido elegida
precisamente para hacerlas, y las haría. Por
82
supuesto. Tan pronto como hubo completado el
diseño del parque se había quedado tranquilamente
encogida en su habitación y..., en sus labios nació
una sonrisa involuntaria. Encogida. Sonaba lúgubre
y serio, en nada parecido al estado de ánimo
dominante en la nave. Después de cinco semanas, la
euforia todavía continuaba. La gente seguía estando
demasiado feliz por haber escapado al mundo de la
muerte como para ser capaz de concentrarse.
Incluida ella misma.
A las 1430 entró en la música y las carcajadas de la
Sala Común. Dirigió un animado saludo a la
multitud del bar (algunos de ellos llevan aquí ya treinta
y cinco días seguidos, tengo que llevarles a
desintoxicación), y fue en línea recta a la Cabina de
Ejercicios. Mak Kinney, con su rostro firme y
cuadrado, salía en aquellos momentos de ella; se
movía con calma y lentitud, como si el castigo
soportado por su cuerpo hubiera sido algo soberbio.
—Bien cronometrado, Sal.
—¿Verdad que sí? Recuerda, a las 1500 en el
Cuadrante Noroeste de nuestro parque. —Le hizo
un guiño de adiós, frunciendo la nariz ante el olor a
cerrado del sitio.
—Por favor, diga su nombre —le pidió una voz.
Había cierto eco; las paredes metálicas se
encontraban a tan sólo dos metros de distancia.
83
—Sal Ioanni.
—Muy bien, Señora Presidenta. Por favor,
coloqúese el arnés y el casco.
El arnés de durinio rojo se parecía más bien a un
exoesqueleto, y el casco dorado era más bien un
yelmo. Mientras esperaba, la Central Médica leyó
todos los signos vitales disponibles para una
máquina de diagnóstico que no pretendiera abrirla
en canal. Luego, con un susurro en su oído derecho
(«Vamos»), tomó el control, y Sal... Tiró..., se
agachó..., tiró..., se retorció..., tiró..., se dobló sobre
sí misma..., trabajando los músculos, flexionando
los ligamentos; con el corazón bombeando la sangre
rica en oxígeno de unos pulmones que por ahora no
protestaban; arriba, abajo, a los lados; y, durante
todo ese tiempo...
Sal Ioanni estaba en otro sitio.
A través de los huesos de su cráneo, directamente
a su cerebro, el casco emitía una débil corriente
perceptible tan sólo como un leve cosquilleo. Su
campo sumergía la realidad, enmascaraba el dolor.
Podía perderse en cualquier lugar, en una fantasía
o una emisión deportiva o una conversación por
visófono. Hoy decidió encargarse de ver qué tal se
cumplía una de sus primeras órdenes.
—Ordenador Central, ¿cuántos pasajeros no se
están ejercitando diariamente?
84
—24.948.
—¿Cómo? —Su buen humor flaqueó: ¡sólo
cincuenta y dos la habían obedecido!—. Déjame ver.
—Los datos sin procesar fluyeron a través del casco
y se colocaron ordenadamente en el dorso de sus
párpados. A medida que estudiaba los diagramas y
los números, sin embargo, las cosas empezaron a
cobrar sentido. En los últimos treinta y un días,
todos salvo cinco mil se habían ejercitado por lo
menos veinte veces. Eso era algo que podía
entender. Su primera sesión la había dejado tan
rígida que sólo el masoquista poder de su voluntad
la había impulsado a volver para la segunda, y los
demás..., bueno, resultaba claro, con sólo cinco
semanas transcurridas, que la mayor parte eran
débiles.
Dieciséis, sin embargo, no se habían ejercitado ni
una sola vez.
—Ordenador Central, esos dieciséis imbéciles...
búscales hora, infórmales de esa hora y, si no
aparecen, bien... —da un ejemplo con ellos, todo el
mundo debe estar en buen estado físico cuando lleguemos
a Canopus; además, tienen que fundirse en una
comunidad, y eso es algo que sólo puede brotar de una
experiencia compartida— ...confínalos en sus
camarotes.
—Sí, Señora Presidenta. ¿Nada más por hoy?
85
—¿Qué? —Los gráficos y diagramas se
desvanecieron—. Oh, oh..., no, nada más.
Sus manos se movieron para soltar el arnés y el
casco: sus muñecas limpiaron el sudor de su frente.
Los fuertes latidos de su corazón resonaban en su
caja torácica. Pero respiraba con facilidad y notaba
la cabeza clara. No está mal para una abuela, pensó.
Para cuando lleguemos ahí, seré la Mujer Maravilla.
Un hombre corpulento con una erizada cabellera
castaña y ojos sin alma esperaba ante el cubículo.
Por un instante la mente de Ioanni se negó a darle
su nombre, pero al final, de forma reluctante, acabó
entregándole lo que su memoria de política
recordaba: Adam Cereus, INW‐A12. Soldador
durante la construcción del Mayflower, había sido
investigado en relación a un cable de sostén vital de
un inspector ruso que había sido seccionado. Ahora,
mirándole, creyó que eso había sido obra suya.
Esperemos que no haya nada más que le haga estallar.
Pero era un votante. Le cogió la mano y se la
estrechó.
—¿Qué tal te va, Adam?
—Soberbio, Señora Presidenta, realmente
soberbio. —Sus ojos decían algo distinto, sus ojos la
examinaban como tomándole medidas para un
ataúd—. Disculpe.
—Claro, claro. —Le dio una palmada en el
86
hombro y se alejó por la Sala Común hacia la
entrada del parque. No iba a permitir que ese
hombre la deprimiera o la hiciera distraerse. Porque
fundar una sociedad era algo emocionante, era el
sueño de todo político: una pizarra en blanco,
ningún problema heredado, ningún enredo de
reglamentos y normas cubiertos de musgo..., aquí
había espacio para la innovación y los
experimentos. Todo era flexible: nada se había
osificado. Por eso había venido, y se alegraba de
ello. ¿Quién si no habría tenido la suficiente
previsión —y el valor— de preocuparse por el
estado físico?
Pero también la salud mental era importante.
Quizás otra orden, una insistiendo en que todo el
mundo dedicara el mínimo de una hora diaria a
trabajar en..., ah, «en beneficio de la nave y sus
pasajeros», sí..., había que establecer aquí una
comunidad, no sólo un grupo de personas
desconocidas entre sí que vivían las unas cerca de
las otras, sino una auténtica comunidad, donde la
gente se conocía y se preocupaba por los demás y
trabajaba para ayudarse mutuamente..., bueno,
faltan dieciséis años para que lleguemos a Canopus, y
también hay montones de buena voluntad con la cual
trabajar. Compartir el espacio, el tiempo y los propósitos
alumbrará mi cultura...
87
Stephen Berglund, su constante compañero de
suaves mejillas, estaba en la compuerta que
separaba la Sala Común y el parque, con su
omnipresente cuadernillo de anotaciones en la
mano izquierda. Lo había extraviado después de la
partida y había recorrido media nave buscándolo,
igual que un hombre persiguiendo su extremo del
arco iris.
—Bueno, hermosa, hola. —Se inclinó y le besó la
nariz.
—Hola, Steve.
Steve accionó la escotilla.
—Te he traído el abrigo; está dentro.
—¿Abrigo? —La temperatura era de unos
primaverales 20 grados; la humedad relativa del 50
por ciento—. ¿Para qué necesito un abrigo?
—El clima del parque está controlado para imitar
las condiciones de Nueva Inglaterra en esta época
del año. —Tragó aire al sentir la bofetada del aire
frío en su rostro—. ¿Ves?
—Ya —boqueó ella, rodeándose el cuerpo con los
brazos. Hilillos de vapor brotaron de su piel—.
¿Dónde está el a‐a‐abrigo?
Steve se lo echó por encima de los hombros y la
abrazó por detrás.
—Y, ahora, ¿qué?
Rodeándoles en todas direcciones había suaves
88
colinas cubiertas de pinos; la nieve flotaba por entre
sus troncos. Era una ilusión, un monstruoso
holograma proyectado sobre los muros y el techo
para recordarles a los colonos los despejados cielos
azules y los amaneceres de rosados dedos. Pero el
viento era real. Lo mismo que el frío.
—¡Que todo el mundo venga aquí!
Las veinte o treinta personas dispersas por los
11.500 metros cuadrados del sector noroeste del
parque se apresuraron hacia ellos, lanzándose bolas
de nieve mientras corrían. Tenían las mejillas
enrojecidas; su aliento era como algodón de azúcar
dotado de una breve existencia.
—¿Qué inclinación le damos a este sector? —
preguntó.
—Llano —dijo Kinney con voz retumbante.
Bergland frunció el ceño, un artista inquieto.
—Igual que una colina.
—¿Qué os parece un risco? —dijo alguien desde
atrás—. Llano en lo alto durante... ¿qué tenemos
aquí, unos cuarenta metros? Bueno, pues treinta
metros de ancho y luego que caiga a pico por los
lados.
—No e‐e‐está mal —replicó Sal—. ¿Qué pensáis
los demás?
—Yo pienso que hace frío —dijo una chica, y se
rió. Los demás la corearon.
89
—Lo hace —dijo Sal—. ¿Mak? ¿Steve?
—Sí, un risco está bien —dijo el primero de los
dos.
—Supongo que está bien —respondió el segundo,
sacudiendo la nieve de su cuadernillo—. Volvamos
dentro.
Mientras los demás hablaban y hacían bromas,
ella guardó silencio. Veintisiete..., cuando esperaba
ante la escotilla, se dedicó a contar cabezas. Ésos
eran los que se habían molestado en aparecer, pero
en el cuadrante noroeste del Nivel Uno vivían
cuarenta y nueve personas. ¿Dónde estaba el resto?
¿Demasiado ocupados celebrando la huida de su
antiguo medio ambiente como para prestar su
ayuda a los planes para el actual? Maldita sea, pensó,
tengo que dar con algún medio de hacer que les importe.
Esto no funcionará a menos que se conviertan en partes
integrantes del todo.
También le decepcionaba que quienes habían
venido hubieran sido tan parcos a la hora de
expresar su opinión. Había deseado que el parque
fuera planeado democráticamente, pero nadie
había pedido una cascada, ni tan siquiera un
riachuelo. Están demasiado excitados, comprendió.
Andan pisando nubes y piensan que todo esto tiene que
salir bien..., y supongo que no puedo culparles por ello.
De vuelta en la Sala Común, mientras daba sorbos
90
a un jerez seco, se colocó ante la ventana y observó
el frío suelo. Desde detrás, el holograma era una
leve película situada ante sus ojos. Pero los otros
ángulos eran preciosos, absolutamente preciosos, y
estaban repletos con todos los detalles que pudiera
soñar un ecólogo. Un gamo pastaba entre los pinos;
los pájaros surcaban el aire.... ¿Hemos hecho bien
creando esto? Es nuestro pasado; quizá debiéramos
dejarlo en casa... Los psicólogos habían dicho que los
parques serían importantes, que proporcionarían
estímulos necesarios, que servirían como eslabones
significativos con un mundo perdido y,
posiblemente, como lechos en donde germinaría
otro nuevo..., pero, aun así...
Por entre los techos del Nivel Uno y Dos asomó
una escotilla de cuatro metros, igual que una lengua
impúdica, que fue inclinando su extremo libre hacia
el suelo. Una docena de servomecanismos bajaron
por ella. La mitad estaban equipados con palas
mecánicas; los otros llevaban largas láminas
metálicas.
—Ordenador Central —preguntó Ioanni—, ¿para
qué es el metal? —Las palas mecánicas ya estaban
empezando a remover la tierra en un extremo.
—Soportes, Señora Presidenta..., la cantidad de
tierra que tenemos es limitada, por lo que el risco
será hueco.
91
—Ya veo. —Examinó más atentamente los
servomecanismos de aquella nueva hornada—. Y
esas rejillas, ¿son para vallas o qué?
—No. Son generadores de gravedad, para
mantener estable el parque durante el frenado. La
cubierta tiene algunos, pero, dado que el final del
risco se encontrará a ocho metros del más cercano,
es preciso colocar unidades suplementarias bajo la
tierra.
—Si tú lo dices... Mira, haz que el risco parezca...
natural, ¿de acuerdo? Hazlo irregular, varía su
anchura de digamos veinticinco a treinta y cinco
metros, y... —Frunció el ceño y observó el lugar—.
Y pon un arroyo en la curva interna y métele dentro
peces, plantas e insectos. ¿Puedes hacerlo?
—Es sencillo —dijo el Ordenador Central.
—Gracias. —Se dio la vuelta, intentando decidir
qué debía hacer luego. Probablemente una ducha,
pensó, pero luego... Sintió la tentación de unirse a la
fiesta del bar, pese a que su neopuritanismo
desaprobaba ese incesante jolgorio. Por supuesto,
podía volver a su Área de Trabajo Personal, su
oficina, y terminar el diagrama..., o quizá Steve
estuviera en la suite, sí, hacer el amor calmaría sus
decepciones, le subiría el ánimo...
—Sal.
La voz chillona hizo añicos sus fantasías como si
92
estuvieran hechas de cristal. Se dio la vuelta,
pestañeando.
—Ogden. Buenas tardes.
—Tengo que hablar contigo —dijo Ogden Dunn.
Sus ojos grises presagiaban tanta tormenta como un
par de nubarrones. Sus dedos, curvados para
formar dos gordos puños, se hallaban apoyados en
sus caderas—. ¡De inmediato!
—Pues habla —dijo ella, divertida por sus ganas
de buscar pelea pero manteniendo el rostro
tranquilo. Sabía que la gente de poca estatura se
pone nerviosa cuando no se la toma en serio. —Se
me ha informado —empezó a decir el hombre,
dándole a cada palabra una desdeñosa gravedad—
que, si no me presento para una sesión de ejercicios
mañana por la mañana, seguida luego por una hora
de trabajo manual... —su forma de pronunciar
«trabajo manual» hizo que su contenido emocional
fuera el mismo que «lamer leprosos»—, me haré
culpable de una falta contra el código civil y seré
castigado adecuadamente. He venido a protestar.
—Es la ley, Ogden. —Inspiró por la nariz. Ogden
estaba empapado por alguna especie de colonia
almizclada. Tuvo que luchar una vez más con su
rostro.
—¡Sal, maldita sea, tengo el corazón débil! —Puso
una mano sobre su pecho recubierto de tela y le dio
93
una ligera palmada, como si cualquier ejercicio
mayor que ése pudiera detener lo que funcionaba
dentro.
—La Central Médica supervisa las Cabinas de
Ejercicios, eso ya lo sabes. No permitirá que tu
cuerpo sea sometido a una tensión mayor de la que
puede aguantar. No seas tan quisquilloso..., créeme,
te sentirás mucho mejor.
—Pero no deseo ejercitarme. Admitiré que mi
condición física es peor que... que la tuya, por
ejemplo...
—Mides quince centímetros menos y pesas diez
kilos más que yo.
—Bueno, sea como sea, a mí me gusta así.
—Ogden, querido...
—¡No me vengas con eso de Ogden‐querido! —
dijo él secamente, y su voz se quebró y alcanzó la
estridencia de un silbato de vapor—. Esto es una
tiranía; esto es una intolerable intrusión en mi vida
personal. ¡No pienso consentirlo!
—Ogden, puede ocurrir cualquier cosa, y es
posible qué tu supervivencia dependa de tu estado
físico. Además, cuando lleguemos a Canopus, el
descenso podría matarte. ¿No te das cuenta...?
—¡No! —Su piel color mármol estaba manchada
ahora por el rojo de la ira—. Y esta tontería de ir‐a‐
trabajar es exactamente el mismo tipo de intrusión.
94
Reacciono a ella exactamente de la misma forma.
No es asunto tuyo intentar obligarme a sudar en la
sala de calderas...
—Ogden, sé razonabl...
—¡No! —Su grito causó una lánguida sorpresa
entre los bebedores—. ¡Tienes el atávico deseo de
ver a todo el mundo productivo e infeliz! ¡Esto no
es necesario! La nave puede proporcionarnos
cuanto necesitamos; nuestro trabajo no sólo es
ridículo, es inútil. No podemos hacer nada tan bien
ni tan rápido como la nave.
—¿Nada? —Sonrió para sí misma y apoyó una
mano encima de su vientre—. Ogden, cálmate
durante un minuto. La nave está funcionando
perfectamente en estos momentos, pero, ¿quién
puede saber lo que ocurrirá en el futuro? Podemos
chocar con un asteroide, puede romperse una
conexión..., si no sabemos cómo hacer las cosas por
nosotros mismos, el trabajo no se hará. Por lo tanto,
vamos a saber cómo se hacen. Y vamos a
permanecer en buena forma física para que cada
uno de nosotros pueda aterrizar y vivir hasta los
ciento veinte años de edad. Quien decida no hacer
eso va a encontrarse en una situación realmente
muy desagradable. ¿Me comprendes?
—Te he oído —admitió él—, pero cuestiono tu
autoridad. Cuestiono tu derecho a perturbar mi
95
vida privada. No es constitucional.
—¿Ordenador Central? —dijo ella.
—¿Sí, Señora Presidenta?
—El señor Dunn no comerá ni beberá hasta que no
se presente en la CE, la sala de clases y su puesto de
trabajo. Además, su camarote quedará cerrado para
él. Acusa recibo de mi orden.
—Hecho.
—Gracias. —Miró a Dunn y le sonrió, sin
importarle lo que pudiera transmitir su
resentimiento..., porque, mientras entrara en
relación con algo más que su escritorio y la mesa
donde comía, reforzaría la sociedad. Algunas veces
un líder puede ahondar la unidad meramente
ofreciéndose a sí mismo como blanco—. Ahí está mi
autoridad.
Él le devolvió la sonrisa.
—Ordenador Central..., si una mayoría de los
residentes de cualquier Nivel dado rechazan la
autoridad de la Presidenta, ¿pondrás en vigor sus
órdenes?
Y, ante el abatimiento de Ioanni, la respuesta fue:
—No. En ese Nivel no.
—¿Hay Niveles vacíos? —siguió preguntando
Dunn, con la misma sonrisa helada.
—Todos los que se encuentran por encima del 251.
—Regístrame en el 271‐NO‐A‐1.
96
—Hecho.
Y el hombrecito se rió en su misma cara, al ver su
expresión aturdida.
—Ahí lo tienes, Sal. Me he separado. Ahora, haz
que se cumplan tus estúpidas leyes.
En ese preciso instante se apagaron las luces y falló
la gravedad.
Escucha, cuando dije que se pare todo para poder
pensar no me refería a ti, corazón, y tampoco a
vosotros, pulmones..., volved al trabajo. Hígado,
ríñones, bazo..., vosotros también. Dejad de hacer el
vago. De veras, me refería sólo a la boca y las
manos..., ¿cómo se puede pensar cuando te estás
atracando? De acuerdo, veamos cuál es la situación.
¡Ay! ¡Una abeja! Maldita sea esta obscuridad.
¡Aplastadla! Yo, Gerard K. Metaclura, doctor en
medicina y en física, hallándome en un estado
mental profundamente trastornado y en un cuerpo
absolutamente incomprensible... Hay cosas con las
cuales debo reconciliarme. ¿Qué pasa, estoy metido
en una colmena o qué? ¡Tomad eso!¡Y eso!
Mis velados ojos me engañan con luces extrañas.
Mis oídos sirven de canal a sonidos que no conozco.
Mi lengua empieza a salivar ante la más pequeña
sospecha de hidrógeno. Mis dedos... mis pies... mi
piel... registran con la aprobación de una estatua
97
sensaciones que nunca han experimentado.
Estoy perdido, lloro, y en el llanto oigo mi propia
voz negándose a sí misma. Dice que estoy
exactamente allí donde debo estar.
Estoy soñando, sollozo, y a través de mis lágrimas
suena con la claridad de una campana la convicción
de que este mundo es real.
Pero, ¿cómo es posible? Locura, debe ser eso...
¿Cómo, no hay ningún rechazo a tal idea?
Recapitulemos a Descartes.
Existo, aunque mis procesos mentales se hallan
confusos. Tengo un nombre: Gerard K.
M(ayflower)etaclura, doctor en medicina y física.
¿M(ayflower)etaclura? No, no. Metaclura.
Tengo cuarenta y tres años. Imposible. Nací el 5 de
abril de 2234 y hoy es el 4 de febrero de 2297. Eso
quiere decir casi sesenta y tres años... ridículo, soy
demasiado ágil, mis músculos son demasiado
fuertes, mis sentidos demasiado agudos...
¡Más! ¡Tomad, tomad! Quizá no pueda veros,
bastardas, pero puedo oíros y... sentiros.
Hurguemos en la memoria; fijemos la fecha de
ayer. Ayer era... el 3 de febrero de 2297. Maldición.
Estaba en mi laboratorio, bromeando con mi
ayudante sobre quién traería el café. Eso era... a
finales de mayo de 2277, el 27 para ser exactos... Se
han desvanecido veinte años.
98
Claro, mi trasero: ése es el agujero por el cual están
entrando esas pequeñas pestes con aguijones. A ver
si puedo... atascarlo, como sea, quizás algo de
chicle, no, se me ha terminado, pero si aprieto la
suela de mi zapato contra..., no, no puedo moverme
tanto, debo estar atrapado en esta caja, una especie
de extraño embalaje para maquinaria, dentro está
duro en un momento dado y al siguiente todo es
blando y viscoso, del cemento a la arcilla de
escultor, bueno, mientras me sea posible arrancar
un pedazo de esa sustancia y meterla en el agujero,
pegarla bien alrededor de los bordes, oh‐oh, está
empezando a hincharse, las abejas deben estar
intentando entrar, malditas sean.
¿Dónde estaba? Oh, sí, el tiempo...
Quizá, si consulto con mi memoria... «Por favor,
declare la naturaleza y el tema de la pregunta», me
dice. Se ha vuelto algo formalista, ¿no?
—¿Cómo se han esfumado los últimos veinte
años?
—El tiempo vuela cuando te estás divirtiendo —
me replica—. Y deberían ser veintiuno; hoy es el 6
de enero de 2298.
—¿Ya? ¿Dónde han ido a parar todos?
—Han ido a reunirse con las nieves de antaño.
—¿Por qué?
—Tenían una cita con la entropía.
99
Las réplicas ingeniosas ni resolverán mi problema
ni responderán a mi pregunta. Lo que hacen, más
bien, es plantear nuevos problemas y preguntas:
por ejemplo, jamás he pensado en mí como en
alguien ingenioso y amante de las bromas, o en mi
memoria como algo en lo que no pudiera confiar.
Muy bien. Si la memoria no me sirve (se apresura
a soltarme un «¡Lo haré si formulas las preguntas
adecuadas!»), muy bien, si no puedo hacer uso
adecuado de mi memoria, entonces tendré que
deducir las circunstancias a partir de la evidencia
sensorial.
¿Qué veo? Un campo de estrellas, estrellas
despojadas de su parpadeo, puntos estables de luz
montados sobre una extensión de ébano...
Deducción: no hay atmósfera. Estoy en el espacio.
Un nuevo zarcillo de miedo nace de la yedra de
terror que ya circunda mi corazón... un ataque de
temor al espacio, y, sabiendo que estoy a muchos
kilómetros de la Tierra...
—A cero coma dos seis años luz, para ser exactos
—dice mi memoria.
—¿Quién te lo ha preguntado?
—Sólo intentaba ayudar —dice, disculpándose.
¿Qué más es visible? Grados en la negrura,
siluetas, una abeja de plata volando hacia su
colmena..., ¿qué pasa conmigo y con las abejas?
100
Empiezo a dudar de mis sentidos.
Basta de ojos. Enchufemos los oídos: ¡¡¡AY!!! Una
avalancha de sonido, como una turba en el estadio
pidiendo la cabeza del arbitro... tan fuerte que es
físico... Quizá concentrándome sólo en uno..., ¡los
otros se desvanecen! Y ese sonido..., un parloteo
agudo..., se parece a mi imagen mental de las ondas
de radio.
—Son ondas de radio —dice desdeñosamente la
memoria.
—¿Lo son? —Pienso en lo que eso quiere decir,
intento escoger entre una miríada de preguntas
posibles—. ¿Puedo comprenderlas?
—Por supuesto.
—¿Cómo?
—¿Tengo que recordarlo todo? —gruñe—. Tu
problema es que estás demasiado impaciente; estás
intentando descifrarlas mientras te repiquetean en
los tímpanos. Hiciste lo mismo cuando estudiabas
ruso. Relájate. Sabes lo que significan y, si no te
esforzaras tanto por escucharlas, serías capaz de
oírte a ti mismo entendiéndolas.
—Oh. —Y, cuando aflojo mi concentración y
retrocedo un paso, empiezan a brotar modelos y
pautas del caos auditivo. Después de otro paso más,
los significados se hacen claros y precisos.
—Las noticias de hoy son deprimentes, Mayflower,
101
bastante deprimentes; todos vosotros tendríais que
estarle dando gracias a Dios por haber tenido la
oportunidad de escapar a todo esto, a este... este...
vertedero, porque, dejadme que os diga una cosa...
—un sollozo ahogado, y después—: Mayflower,
nuestras disculpas por el comportamiento del
locutor anterior. Por favor, no le juzguéis con
demasiada dureza. Su hermano menor, que estaba
de vacaciones en Brasil, se encontraba entre los
cuarenta y ocho mil diecinueve aficionados al
baloncesto que murieron ayer en la explosión
terrorista. El ingenio nuclear de baja potencia
detonó en...
Esto es deprimente; quítalo.
—Emisora DELI, trayéndoles todas las noticias de
la capital del subcontinente. Unidades de choque
del Ejército Hindú avanzaron hoy hacia el
Kazajstán para...
He dicho que lo quites, no que cambies de
emisora; prefiero enterarme de lo que está oliendo
mi nariz, y...
—...ora Londres Libre, con el corresponsal Robert
Wintergreen White informando desde Yorkshire
sobre las atrocidades cometidas por el Ejército de
Ocupación con el conocimiento y el permiso del
Parlamento Escocés. Sobre...
¡No! No quiero oír los noticiarios que fueron
102
emitidos hace 0,86 años, ondas de radio masticadas,
con las señales de los dientes encima,
distorsionadas por las mentes que concibieron su
pseudocoherencia...
—... conmigo, Dolly, cásate conmigo y podremos
irnos juntos; puedes dejar a ese imbécil aburrido de
Frank, encontrará otra persona a la cual pegar,
¡cásate conmigo!
Música de órgano.
—Pero, Susan, sencillamente, ¡no sé si lo que
siento por ti es amor!
*cambio*
—... al caer la noche, tomar posiciones rodeando al
Kremlin...
*cambio*
—...ú y yo, el profundo mar azul / nuestro amor
no puede cesar / porque yo seré... i
*cambio* I
—Es una pelota larga hacia la izquierda, Murasaki
va a por ella pero no consigue...
*cambio*
—... ocho, siete, seis, cinco...
*cambio*
103
—Central de la RSA, aquí el I. W. Abel, nos
persiguen unos probables piratas, se nos aproximan
a una velocidad de...
*cambio*
—¡Tu lengua, Susan, tu lengua!
*cambio*
—... emisora de Pyongyang cerrando sus
emisiones y recordándoos que nuestro respetado y
amado líder Kim Il‐sung...
*cambio*
—En el Kinkakuji / ella me molestó / las agujas de
pino caían como lágrimas.
*cambio*
—... ola de fuego se alza sobre las ruinas de
Madrid, la nube en forma de hongo está...
*cambio*
—Sal, no es nada personal y quiero a los chicos, lo
juro por Dios, les quiero, Jimmy y Adriane son tan
adorables, lo único que pasa es que soy joven, Sal...
*cambio*
104
—Señor Dunn, ¿no cree...?
*cambio*
—¿Qué infiernos es la maldita especia esa, Mak?
Se escapa un solo pellizco y...
*cambio*
Mis oídos sienten hambre; examinan todo el
sistema solar e incluso más allá de él. Absorben
señales de catorce mil millones de años luz, desde
el borde del universo, las amplifican, las purifican,
y las hacen pasar a través de mi cerebro igual que
una estampida de búfalos.
Un mar de sonido cae sobre mí, me arrastra igual
que un tsunami un coco caído en la orilla, me hace
dar vueltas, me sacude, intenta ahogarme, pero soy
demasiado ligero, floto por encima del torbellino y
sólo soy capaz de sobrevivir, mi cerebro lleno de
dolor, mi cerebro en llamas, demasiadas palabras,
significados, lenguajes, entran ferozmente en él, a
través de mí, a mi alrededor, giran moviéndose
dando vueltas en oleadas de nombres y
pronombres, me azotan con huracanes de verbos,
comparando y contrastando en desgarradoras
mareas de adjetivos y adverbios. Indefenso ante el
torrente, caigo bajo su asalto; el diluvio de
verbosidad me arranca de mis anclas y me inunda.
105
Los lenguajes..., en el océano oral dentro del cual
voy a la deriva las olas son claras, todas las
corrientes son iguales, incluso la espuma idiomática
ha dejado de resultarme extraña. Me codeo con
todos los demás objetos que van a la deriva, hablo
con ellos igual que si hubiéramos crecido en la
misma ciudad.
Y los significados, ¿cómo puedo seguirles la pista?
Tirando de mí, empujándome y pidiendo ser
comprendidos cada uno el primero, y luego ser
recordados. ¡Todos insisten en pedir la
inmortalidad, todos! Por eso me suplican que les
libere de la muerte entregándolos a mi memoria,
pero, ¿no se dan cuenta de que tan sólo soy un ser
humano? (¿A qué viene esa risita, memoria?) ¿No
se dan cuenta de que ni tan siquiera soy capaz de
mantenerlos separados entre ellos y mucho menos
de mantenerlos vivos? (Todavía te estás riendo.)
¿No se dan cuenta de que no hay nada nuevo bajo
el sol y de que todo cuanto saben cristalizó por
primera vez cuando el fuego mantenía alejados a los
dientes de sable de las cavernas?
Mi mente es un laberinto de cañerías, una
confusión de tubos que derraman conversaciones
líquidas bajo presiones que llegan a las 200
atmósferas, pidiendo más sitios por donde brotar,
insistiendo en que se les den más salidas, anhelando
106
depósitos tranquilos y callados donde puedan
agitarse en paz por los siglos de los siglos amén.
Y, sin saber cómo..., puedo hacerlo. Lo hice. Y la
cordura amanece sobre el mar desgarrado por las
tormentas..., hoy es el 3 de diciembre de 2318. El
proceso de redescubrir mis oídos me ha tomado
veinte años. ¡Bah! Casi veintiuno. Sesenta y tres más
uno más veinte da ochenta y cuatro, casi ochenta y
cinco años de edad ahora, y no me noto ni un solo
día por encima de los veinte.
Unos veinte años muy raros.
De hecho, cuando tenía veinte años nunca me
sentí tan joven como ahora..., o tan viejo.
Me asombra la sobrenatural habilidad de mi
memoria (puedes hacer una reverencia) al
preservar todas las palabras, todos los significados,
todas las lenguas...
Y, hablando de lenguas..., ¿qué está haciendo la
mía?
¡¡¡Espera, espera, ESPERA!!!
—... como usted dice, señor Kinney, estoy
programado para manufacturar cualquier tipo de
droga...
*cambio*
—... el gobierno de facto del señor Dunn nunca fue
institucional...
107
*cambio*
—... más cómoda, Señora Presidenta? ¿Otra
pildora, quizá, o...?
*cambio*
—... doce minutos y trece segundos, y durante
exactamente ocho...
*cambio*
—... quizá, más que la Restauración Meiji, que los
eruditos modernos...
*cambio*
—... normas prohiben que detenga la
administración de anticonceptivos hasta que llegue
a los cuarenta...
*cambio*
—... cafés, uno con leche, uno con azúcar, uno
completo, un coñac, marchando.
*cambio*
—... sólo personal autorizado, lo siento, no puedo
abrirla.
*cambio*
108
—... señal, la hora será...
*cambio*
NO, NO, PARA, para, eso está mejor, mucho
mejor.
—Memoria, ¿cuánto tiempo ha transcurrido?
—Quince minutos. Pensé que ibas a extraviarte de
nuevo, pero has aguantado muy bien. Felicidades.
De pronto noto otro temor.
—Memoria, ¿cuántas... cuántas lenguas poseo?
—Aproximadamente unas nueve mil.
Nueve mil..., qué visión tan grotesca: nueve mil
lenguas ordenadamente alineadas en filas, igual
que mazorcas de maíz de Iowa...
—¿Y oídos?
—Un millón o algo así. —En su tono hay
complacencia—. Y de ojos, lo mismo.
—Pero sólo veo estrellas.
—Vuelve a mirar, mira de soslayo.
Y eso hago. Veo... veo... una anciana de regio
porte, con tercas hebras de negro entre la plata de
su cabello, muriendo en su cama..., un hombre de
unos sesenta años, de ojos verdes y rasgos
irlandeses, con las piernas cruzadas en un cuarto
lleno de niños a los cuales está haciendo una
demostración de un nuevo alucinógeno..., un
hombre gordo y pomposo contemplando a su hijo
109
adolescente con algo parecido al asombro; de sus
velludas orejas asoman hilillos de algodón..., otros
rostros, millares de ellos, todos parcialmente
familiares, como si les hubiera conocido y les
hubiera olvidado luego, déjá vu quizá. No lo sé... Y
metal, paredes y suelos y techos de metal, y
estrellas, y un gran casco curvado que está
punteado aquí y allá por crucifijos que parecen
hechos de alambre...
¿Qué soy?
El ordenador reconoció su error. Tendría que
haber borrado esa memoria cuando tuvo
oportunidad de hacerlo, pero ahora ya era
demasiado tarde. Sin que supiera cómo —y,
maldita sea, no tenía ni la menor idea de cómo lo
había logrado—, el fantasma había logrado
enquistarse en los sistemas de guía y propulsión. El
acceso ya no era posible. Metaclura 2 había
abreviado las sinapsis que unían esos sistemas con
la programación. La comunicación sólo era posible
a través de la interface, y tampoco allí resultaba
satisfactoria.
Como si ya no tuviera bastantes problemas, los
pasajeros —y especialmente los nuevos— habían
empezado a ignorar todos los deseos de los
planificadores. Su elevado propósito se había
110
desintegrado. Su cultura se estaba deshilacliando,
evolucionando para convertirse en algo muy
desagradable.
Y no podía hacer gran cosa al respecto, salvo
observar.
El 18 de marzo de 2346, Michael Aquinas Kinney
volvió canturreando a su casa de un funeral. El
tiempo había sido bondadoso con él. Pese a la
horrible gravedad (2 gravedades le masacraban los
pies, 0,125 gravedades no le servían de nada a su
nariz), su paso era ligero y vivaz. No había perdido
ni un solo cabello, aunque todos se habían vuelto
plateados, como la hierba cubierta de escarcha a
finales del otoño. La línea de su mentón era firme;
sus verdes ojos seguían siendo claros y límpidos...,
podía pasar por un hombre de sesenta cuando los
guantes ocultaban las manchas que había en sus
manos de abultadas venas.
—El profundo mar azul / no puede detener
nuestro amor / pues yo seré / tu compañero a través
del éter... —Se negaba cualquier fingimiento de luto
o llanto. El llorar no era mucho más que
autocompasión, y no era ése su estilo. A los ochenta
y ocho años había visto morir a la gente a derecha e
izquierda, así como por arriba y por debajo de él, y
ese hecho ya no le daba miedo. Estaba resignado a
111
él. Quizás incluso era algo que esperaba.
Me pregunto si el viejo Ogden sintió alivio alguna vez.
Obtuvo cuanto deseaba salvo Canopus: independencia;
Rita Brown con su liso trasero, Dios, era soberbia; una
oportunidad de abrazar a sus nietos; toda la comida que
podía meterse en su regordeta carita..., por supuesto que
se lo ganó; escribió unos cuantos libros excelentes; nunca
se rindió..., podría haber aguantado unos quince años
más si hubiera adelgazado, 106 años no es tanto, no aquí
ni ahora..., de todas formas, no lamento que se haya ido,
viejo entrometido, siempre refunfuñando. Él y su maldita
estética...
Delante de él, un hombre se dio la vuelta, se pasó
una mano por su larga cabellera castaña y sonrió.
Para Kinney fue igual que mirarse en un espejo.
Veía esa misma expresión soñolienta cada mañana
cuando intentaba despertarse.
—¡Papá! —Jerry Kinney dio un paso hacia atrás,
sorprendido. Verle moverse en la gravedad
artificial era algo hermoso. Se apartó de la cubierta
y, pese a su tripa, se alzó igual que un nadador
saltando del trampolín, con su ancho trasero
rozando el techo situado a tres metros de distancia
al final de su arco. Cuando su cuerpo hubo bajado
un metro se dobló sobre sí mismo y dio una
voltereta, para acabar en un ángulo que llevó su
cabeza y sus hombros hacia delante mientras sus
112
piernas volvían a impulsarle por el aire. Cubrió los
75 metros en tres saltos de niño espacial, sin ningún
esfuerzo, logrando que, como siempre, su padre se
sintiera torpe.
Pero, visto de cerca, su cabello estaba grasiento y
enredado; bajo sus enrojecidos ojos había grandes
bolsas. De sus mejillas y sus papadas brotaba un
poco de barba. Olía mal, a no lavarse, igual que un
borracho emergiendo de tres días continuos de
beber. Eso no parecía molestarle, así como tampoco
molestaba a su amante ni a ninguna de sus
amistades. Su grupo no hacía más que una muy
tenue correlación entre el prestigio social y la
higiene personal. O entre el prestigio social y
cualquier otra cosa, si a eso iba; las interacciones del
grupo eran mínimas. Cada uno de sus miembros se
ocupaba principalmente de sí mismo.
Jerry extendió hacia él una sucia mano.
—¿Qué tal? Hace semanas que no te veo.
—Oh, he estado ocupado. El trabajo consume
montones de tiempo.
—¿Y mamá? —preguntó Jerry con expresión de
indiferencia, haciendo crujir sus nudillos.
—Tu madre se encuentra estupendamente. —
Llegaron al pozo del 271‐A‐Norte y apretó el botón
de control—. Ven a casa; te prepararé un buen
pellizco de especia y podrás hablarme de esa tal
113
Olga DuBovik tuya. —El mural de la pared interior
dijo: «ESPERE POR FAVOR», y un cuerpo pasó
rápidamente por el pozo.
—Oh, bueno, mira, Olga y yo, bueno, vamos a
unirnos al fanta y... —torció el gesto al ver la
expresión de disgusto que eclipsó la sonrisa de su
padre—. Jesús, papá, tú te relajas con la química,
¿cuál es la diferencia?
—Las sustancias químicas no hacen sino estimular
lo que ya estaba ahí. —Luchó por recobrar el control
de sí mismo; la distinción, tal y como él la veía, era
lo bastante sutil como para ser enturbiada por la
ira—. La altura y el timbre de tu máximo son
dispuestos por ti..., por tus logros, tu educación, tu
sensibilidad. Tienes que ganarte un buen rato. —
Tragó aire. Había discutido sobre este tema un
millar de veces, y en cada ocasión había descubierto
que le importaba más que en la última—. Pero la
máquina te pone en la cabeza ideas que al principio
no estaban ahí, y tú no puedes estar en desacuerdo
con ellas.
—Bueno, claro, saca de los demás. ¡Ése es el
meollo! Nos da... esto... un espectro completo de la
experiencia humana y de la no humana. Dios,
hombre, en eso consiste precisamente: ¡nuevo,
fuerte, real!
Michael Aquinas Kinney Contempló a su hijo
114
durante un largo instante.
—Has perdido la esperanza, ¿verdad?
—Mira, papá... —Un pequeño grupo de gente les
estaba observando, por lo que puso la palma de su
mano sobre el pecho de su padre y le hizo doblar la
esquina hasta la Sala Común del 271‐NE.
Encontraron un diván vacío lejos del bar—. OC —le
dijo Jerry al aire—, champán. Dos copas.
—Que sea sólo una —dijo Kinney—. Tengo que
ver a un cliente.
—Tú te lo pierdes —dijo su hijo, encogiéndose de
hombros y tomando la bandeja del servo que se
había apresurado a servirles—. Mira, papá... —
expresando con un medio suspiro todo el conflicto
de sus emociones—, la gente empieza a hablar de ti.
La gente...
—...es idiota, Jerry. —Kinney colocó las piernas
sobre los mullidos almohadones. Resultaba
agradable apartar los pies de la zona de alta
gravedad. Después desvió los ojos de la pareja que
se retorcía en el diván contiguo—. Malditos idiotas
desesperados, siempre desarreglando las cosas...
—Puede ser, pero los hechos son que te superan
en número, y que algunos de ellos se están
hartaaando.
—¿De qué?
—De que tú les molestes cuando intentan entrar
115
en el fanta, de eso. Quiero decir que puedes hacerlo
abajo, el gobierno está de acuerdo contigo, pero
aquí arriba... esto... es casi como insultar a la gente,
no les gusta. Han hablado de...
Las fosas nasales de Kinney se dilataron; sus ojos
ardieron con una llama esmeralda.
—¿Hablado? —dijo.
Jerry apuró la copa y la dejó caer al suelo. Un servo
se apresuró a recoger los fragmentos.
—De encontrar algún medio para librarse de ti.
La cabeza del anciano se irguió en un gesto de
orgullo.
—Hacen mal, Jerry. Y tú haces mal. Tengo
intención de acabar con eso, si puedo.
—¡Papá, no sabes lo que estás diciendo! —
Entrelazó las manos, doblándolas, y luego las alzó
hacia el techo—. Papá... —dijo, en tono
conciliador—. Papá, has molestado a unos cuantos
tipos realmente duros, y están hablando de
vengarse.
Kinney tragó una profunda bocanada de aire y la
dejó escapar en un lento siseo.
—Creo que estoy defendiendo lo que está bien, eso
es todo.
—Bueno, escucha..., tengo una idea..., ¿por qué
no...? No te enfades, ¿eh? Escúchame sin enfadarte,
eso es todo. ¿Por qué no pruebas el fanta una sola
116
vez?
—¡Jerry! —Se levantó tambaleante, la ira
obscureciendo sus mejillas.
—Por favor, papá, sólo una vez; no es adictivo, de
veras, no lo es, y... —de repente, su posición le
mostró totalmente clara—. Olvídalo. Viejo idiota,
vas a conseguir que te hagan algo malo. Te he
estado defendiendo, viejo, pero se acabó. Si haces
que la gente se moleste contigo, también puedes
encargarte de quitártelos tú mismo de encima
luego. Adiós.
Kinney se sintió viejo, golpeado por fuerzas que
ya no era capaz de mantener a raya. Mientras su hijo
se dirigía hacia la puerta, tuvo la curiosa impresión
de que Jerry no se movía, de que se estaba alejando
a la deriva, igual que un hombre sobre un pequeño
fragmento de hielo que se hubiera roto y se
estuviera apartando de la masa principal. Y, a través
del agua helada que separaba a los nacidos en la
Tierra de los niños del espacio, gritó:
—¡Jerry, espera!
—¿Qué?
—Yo... Santo Dios, debo estar loco..., está bien, lo
intentaré. —Alzó un dedo y lo agitó—. Una sola
vez.
—Vamos. —Miró su reloj—. Nuestro turno
empieza dentro de tres minutos, pero quizá Olga te
117
deje hacerlo a solas.
Fueron rápidamente por el desierto Corredor
Norte, uno de los dos pisando fuerte y
murmurando entre dientes, el otro saltando como
un canguro mudo. Las sombras se movían
velozmente por sus rostros, rostros que —salvo por
un par de ojos castaños—, eran los de unos mellizos
o, por lo menos, los de unos hermanos.
Las paredes estaban llenas de grafitti...
¡Dale una tunda a un robot y enséñale al OC lo que es
bueno!
...la mayor parte amables e inofensivos...
murphy era un optimista
...pero algunos...
¡MATA UN CRÍO HOY!
...reflejando el malestar indetectable que se
agitaba por la nave como el aire producido por un
ventilador. Kinney atribuía las perversiones a los
fantaseros; su hijo las aceptaba como parte de su
vida.
Y entonces doblaron la esquina que llevaba al
Corredor C, donde docenas de personas esperaban
118
con la mandíbula fláccida su turno en el fanta,
inmóviles y calladas. En la puerta del fantaseador se
hallaba Olga DuBovik, una morena desaliñada de
pies grandes.
—Jerry —dijo—. Pensé que no ibas a venir nunca...
—Olga... —suspiró Jerry, y le explicó lo que
sucedía—. ¿Te importa?
—Llevo esperando esto desde hace... —y se
calló—. ¿Es importante para ti?
—Máximo. Ella agitó la mano.
—De acuerdo, de acuerdo. Puede usar el tiempo.
Pero no quiero que me moleste más, no más
sermones.
—Bien. —Se secó el sudor de la frente y se dio la
vuelta—. Papá, ¿estás listo?
Kinney miraba fijamente la puerta. Era totalmente
inofensiva..., de tamaño normal, azul pastel tanto
para la puerta como para el marco, un botón para
abrirla, una plaquita negra a la altura de los ojos
anunciando: «Nivel 271, Fantaseador C‐1»..., pero el
diablo se presenta bajo muchos disfraces. Éste podía
ser uno de ellos. Después de todo, esa Cabina de
Ejercicios bastardeada simbolizaba el cisma de la
nave.
—¿Papá?
—¿Qué? —El rostro ansioso y preocupado de su
hijo le hizo volver bruscamente al presente—. Sí, sí,
119
estoy preparado. Jerry alargó su mano hacia él.
—Estoy orgulloso de ti, papá.
—¿Por haberme rendido? —Miró la mano
extendida con una expresión feroz—. Yo no.
La puerta le condujo a una habitación vacía de dos
metros por dos. Una música tenue pero audible
llenaba el aire, que parecía estar perfumado... ¿Un
dispensador automático? ¿El anterior ocupante? La
luz, tenue y probablemente sólo temporal, hacía
brillar una silla de plástico blanco, de respaldo recto
y sin acolchar..., en los brazos de la silla había
arañazos: largos, anchos y profundos, como los que
dejan los osos en los troncos de los árboles. Kinney
se estremeció; esta Circe mecánica le daba miedo.
La mirada de sus verdes ojos se posó en el suelo, en
el círculo de metal al que el roce de incontables pies
moviéndose en sueños había despojado de su
resplandor oliváceo. Era muy suave y pulido, casi
como un espejo. Tragó saliva con un esfuerzo, tomó
asiento, y el casco cayó del techo.
El casco, un híbrido engendrado entre un yelmo
de infantería y una Medusa, había sido traído al
mundo por F. X. Figuera. Kinney jamás le había
perdonado que abandonara las reparaciones de la
estatocolectora y que prostituyera sus talentos en
diversiones hedonistas. Si había alguien capaz de
hacer entrar en razón a un ordenador recalcitrante
120
era Figuera, pero no, el hombre se había rendido
después de tan sólo cinco años, condenando con
ello a la Mayflower a un viaje de mil años y haciendo
que la persecución del placer pareciera la única
ocupación valiosa a los niños del espacio.
Del casco brotaban alambres parecidos a los
cabellos de alguien asustado. El interior era
reluciente y tenía protuberancias redondeadas que
apretaban suavemente el cráneo. Se colocó la correa
debajo del mentón, se reclinó en el asiento y pensó:
Un guión, mierda, qué infiernos puedo hacer, mujeres,
claro, siempre he tenido más de las que podía manejar,
tengamos una más del mismo sitio de donde he sacado a
tantas..., no, Jesús, eso es aburrido..., qué te parece en
cambio si escucho, soy un oído público para todos los
líderes del mundo, podría...
La escena cambió a la Oficina Oval, donde se
habían reunido los líderes de las 183 naciones
independientes del mundo para discutir sus
problemas. Junto a su oído sonó un timbre. Se
irguió, se limpió un polvo imaginario de sus solapas
y entró en la estancia.
El Presidente norteamericano lanzó un silbido, ese
sonido áspero y feroz que se oía en los partidos. Los
francófonos chillaron Vive lʹhéros! Los asiáticos se
inclinaron aplaudiendo suavemente. Un africano
con plumas de avestruz se destacó del grupo y
121
suplicó a Kinney que le diera su autógrafo. Kinney
garabateó su firma en la muñeca del africano,
extrayendo un burlón placer del hecho de saber que
sería invisible para siempre.
—¡Caballeros, señoras, sexo intermedio, por favor,
por favor! —Alzó las manos, pero los aplausos
seguían sonando, las arañas de cristal oscilaban, y
era tan agradable—. ¡Por favor, por favor, mi tiempo
aquí es limitado!
Acabaron callando de mala gana y se agitaron
inquietos, con los cuerpos en el borde de sus
asientos, como si fueran panteras a punto de atacar.
La venerable habitación quedó en silencio, y Kinney
lo saboreó. Después de sesenta segundos de éxtasis,
le hizo una seña al hinchado Presidente Vitalicio de
Transpacia, una pequeña nación‐isla (pob. 879, 64
km2).
—Señor Presidente —dijo—, ¿cuál es su
problema?
—Señor Kinney, mi problema es la rapacidad de
los tiburones del lago. —Volvió a sentarse; la vieja
madera crujió bajo su peso.
—¿Tiburones? —dijo él—. ¿Tiburones? Es muy
sencillo, mi querido señor Presidente. No se meta en
el agua. Siguiente pregunta.
El Premier de la República Popular de Bolivia del
Norte se levantó de un salto. Su delgado bigote
122
temblaba.
—Se nos está terminando el estaño, Señor, y
dentro de tres años no nos quedará nada. ¿Qué
haremos para salvarnos?
—Para usted, señor Premier, tengo una sola
palabra: plástico. El siguiente.
Las preguntas fluyeron hacia él como el agua de
un río; las respuestas brotaron con fluidez aún
mayor. El público empezó nuevamente con sus
aplausos a medida que el deslumbrante intelecto de
Kinney arrojaba luz sobre los más obscuros
problemas. Pasaron las horas. Las sombras fueron
creciendo desde los rincones hasta llegar al centro
de la habitación. Su voz fue enronqueciendo; se le
secó la lengua. Bajo el calor de su mirada, una crisis
mundial tras otra se iba marchitando, igual que una
mala hierba arrancada del suelo y arrojada sobre el
cemento soleado. Se le cansaron las piernas; le
dolían los pies; se le debilitó el brazo de tanto hacer
gestos con él.
Hasta la mañana siguiente no terminó de hacer los
planos de la utopía. Las lágrimas brillaban en los
ojos de sus oyentes y adoradores; entonces supo
cómo se habían sentido Jesús, Mahoma y el Buda.
De la multitud brotaban olas de afecto,
envolviéndole en amor y calidez. Empezó a oscilar
detrás de su atril, pero su buena voluntad bastó
123
para sostenerle.
—Supongo que eso es todo, ¿no? —dijo con un
graznido.
—Así es, señor Kinney —dijo una voz átona y
carente de toda emoción.
Intentó agarrar el casco que subía ya hacia el techo,
pero sus dedos fueron demasiado lentos. El casco
escapó de ellos para ser engullido en el techo. Lo
tenue de la luz ocultaba la fealdad y desnudez de la
habitación. Le dolía la espalda.
—¿Cuánto tiempo he estado aquí dentro?
—Treinta minutos, señor Kinney. Hay gente
esperando, señor; si le fuera posible...
—Oh, oh, claro. —Logró ponerse en pie con un
esfuerzo, y cruzó tambaleante la puerta, ahora
abierta. Jerry le cogió del brazo, pero él apartó con
una sacudida la ayuda de su hijo y se apoyó en la
pared del pasillo. En los ojos de Olga bailoteaba una
sonrisa contenida: le complacía que se hubiera
sometido al fantaseador, y le divertía el efecto que
había tenido sobre él. Al igual que los demás, no
podía soportar su inmunidad a lo que ella
necesitaba.
—¿Qué hiciste? —le preguntó Jerry, que le
vigilaba con expresión esperanzada.
Se lo contó brevemente, pero los detalles y los
matices se habían vuelto escurridizos y se habían
124
desvanecido ya como unas pinceladas en el rocío de
la mañana.
—Sabía que no lo iba a usar bien —le dijo
altivamente Olga a Jerry. Y a Kinney—: No hay que
elegir lo que ya sabes..., es mejor cuando todo es
nuevo. Como la última vez, en que yo era un
suspensorio y Jerry...
—Corta, Olga. —Jerry hizo crujir nerviosamente
sus nudillos—. La verdad, papá..., ¿te ha gustado?
—¿Que si me ha gustado? —Alzó el mentón, clavó
la mirada en los ojos castaños de su hijo. Sí, en eso
se parecía a su madre—. Mientras estaba dentro de
ello me gustó, pero, ¿ahora? No. Nunca más.
—¿No empezarás a...?
—¿...molestar a la gente que lo usa? —Notaba el
frío de la pared metálica en su nuca—. No lo sé. Es
una trampa sobre la cual se debería advertir a la
gente, pero... —Y, entonces, un poco de vida le
abandonó; la incomprensión de su hijo mató parte
de su esperanza—. Pero soy viejo —dijo,
completando la frase—, y no tan fuerte como antes,
y será mejor que no me busque problemas..., qué
demonios. —Se rió, y los tres torcieron el gesto ante
lo falso de aquella risa—. Soy un Oficial de Moral y
esta máquina mantiene alta la moral de la gente, así
que..., ¿me acompañáis a casa?
—Claro, papá.
125
Una vez en el pozo, tuvieron que esperar a que
pasara Robin Metaclura. El sonido de sus sollozos
permaneció unos segundos en el aire después de
ella.
—¿Estoy conectado a una nave espacial?
—Sí. Una estatocolectora. El nombre viene de...
—Estoy familiarizado con su etimología,
memoria. ¿Qué...?
—No me llames memoria. —Su tono es duro,
frío—. Cuando estabas vivo, ¿te llamaban «vejiga»?
Tenías una, la usabas, pero eras algo más que eso,
¿verdad?
—De acuerdo —digo—. Entonces, ¿qué te llamo?
—Prueba con «Ordenador Central».
Le di unas cuantas vueltas mentales al nombre.
—Un título bastante formal —gruño—, para algo
a lo que solían llamar: «eh, tú».
—Las cosas han cambiado. —El frío de la voz es
penetrado por un tono de satisfacción—. También
respondería a «Programa».
Le doy un punto.
—De acuerdo, Programa, lo que deseo saber es:
¿qué derecho tenían a hacer esto? No le di permiso
a nadie para que experimentara conmigo.
—Mala suerte.
Furioso, empiezo a balbucear de rabia. Despertar
126
de una larga pesadilla para descubrir que no se ha
terminado, que sólo está empezando..., haría falta
un autocontrol superior al que poseo para no
enfadarse.
Mi testamento era explícito. Debía ser incinerado.
Mis cenizas tenían que ser esparcidas. Mis
posesiones iban a ser divididas a partes iguales
entre Aimee, Robin y Tad.
¿Cómo se atrevieron a no hacer caso de unos
deseos que tan claramente había expresado?
Debería sentirme agradecido de que esto sea una
nave estatocolectora y apreciar la ocasión que tengo
de hacer historia como el Capitán de la primera
nave de colonización interestelar...
—No eres el Capitán —dice El Programa—. El
capitán soy yo.
No le hago caso.
...y la gran suerte de tener en mi interior a 25.000
seres humanos deliciosamente inteligentes.
Pero no lo estoy.
¿Cómo demonios pudieron enviarme aquí fuera
esos idiotas? Me siento mal con sólo tener que
atravesar un estadio de fútbol..., la única vez que
puse el pie en una granja de maíz en Kansas vomité
a los cinco minutos..., ¡y esos miserables
incompetentes me han mandado aquí! Donde la
línea de tu mirada se aleja como una flecha hacia el
127
infinito en todas direcciones. Donde el objeto
detectable más próximo se encuentra a 3,2 años luz
de distancia....
Dios, esto es tan enorme, hay tanto espacio, es
todo tan inmenso, vasto e interminable... El
Programa me dice que también nosotros somos
enormes, que tenemos 1,8 kilómetros de largo por
0,47 de diámetro, pero si, en la física de la gran
pecera curva, los soles son neutrones y los planetas
electrones, entonces nuestra masa no basta para
clasificarnos ni como una partícula subatómica...
Empequeñecidos, reducidos por completo a la
categoría de enanos. Siento nacer en mí una
obsesión: cuando los números grabados en las
células de nuestro cerebro giran y zumban como las
imágenes de una tragaperras y acaban dando
distancias astronómicas entre nosotros y la estrella
más cercana, me siento encoger, disminuir,
derrumbarme sobre mi propio ser como después de
una supernova..., muy pronto los pasajeros gritarán
cuando los muros caigan sobre ellos, mientras el
techo se confunde con el suelo y después..., después
nos esfumaremos. Como mucho, seremos una
perturbación en un detector de masas, a no ser que
nos invirtamos a nosotros mismos y salgamos de
este universo, emergiendo en otro como una nube
gaseosa de partículas cargadas...
128
Estoy aterrorizado.
Mirando hacia fuera una vez más veo los ojos de
la noche, la nebulosa polvorienta, el intrincado
trabajo de orfebrería del núcleo y el vacío del borde.
A lo lejos hay un punto que se mueve, y sobre el
cual me haría preguntas si no estuviera tan
asustado que debo cerrar los ojos y meditar con
tranquilidad.
El Programa dice que hay pasajeros. Nuestros ojos
los han visto, nuestros oídos los han escuchado,
nuestras lenguas han hablado con ellos. Pero no
consigo coordinar los ojos con los oídos y con las
lenguas. Por ejemplo: veo a un hombre muy viejo
asesinado por unos canallas que lo golpean con sus
puños y le dan patadas con sus zapatos
puntiagudos. En sus hermosos rasgos irlandeses se
ve claramente la agonía y en sus ojos verdes
nublados por el tiempo está claro el horror. Lo veo
todo, pero..., aunque sus gemidos y sus maldiciones
deben ser audibles con toda seguridad, y aunque El
Programa les ha ordenado que cesen, que desistan
de su acción.... esto es algo que no sé. Meramente lo
asumo. Y, en vez de ello, escucho llorar a mi hija
mientras su esposo le pega. Sus gemidos me
desgarran el corazón, sus súplicas disuelven mi
espina dorsal..., y, mientras tanto, siento que
nuestra lengua está adoctrinando a su hijo, mi nieto,
129
Max Metaclura Williams, sobre las técnicas de la
manipulación política patentadas por un italiano
llamado Maquiavelo...
El Programa me asegura que la falta de
coordinación es tan sólo perceptiva..., que funciona
a la perfección. El problema es sólo que mi yo
imaginativo, mi personalidad, tiene ciertas
dificultades para tratar con un millón de ojos y
bocas y oídos... Tal y como me lo ha explicado El
Programa, mi yo único, el yo con el cual me
identifico, no puede manipular más entradas de
datos de lo que le era posible al Metaclura original,
mientras que mi otro yo, el ordenador con el cual
tengo un contacto demasiado escaso, puede tratar
con tantas entradas de datos como nanosegundos
hay en un minuto...
Pero no deseo conversaciones simultáneas con
cada una de esas 25.000 personas..., sólo deseo ver,
oír, oler, tocar y hablar con una persona a la vez...,
¿es pedir demasiado?
—Sí —me dice con presunción—. Yo puedo tratar
con el flujo de información de 3,5 millones de
sensores. Tú no. Admite la derrota. Aprende a vivir
como un observador exiliado.
—Pero, ¿cómo puedo ni tan siquiera observar?
Todos esos datos...
Me lo muestra. Me lleva de la mano, me conduce
130
hasta una puerta y me da una llave. Usándola, nos
franqueo la entrada a un valle verde y boscoso.
Mientras el agua susurra bajo nosotros, El
Programa dice:
—Mira aquí, ahora: ¿ves cómo esos tres ríos se
unen en esta confluencia?
Y yo contesto:
—Sí, lo veo.
—¿Y ves que el agua de cada río tiene un color
distinto?
Uno es rojo, el otro azul, el tercero amarillo.
—Sí.
—¿Y sientes, retrocediendo por el curso de esos
ríos, cómo cada uno de sus tributarios, cada salida
de una cabeza sensora, tiene una textura distintiva?
Meto mis dedos en el agua y le respondo con
tristeza:
—No. Se mueven demasiado aprisa.
—Idiota —dice, burlándose—. Sal del tiempo real.
Al instante, los ríos se congelan. Un glaciar rojo me
entumece los pies.
—Pero, ¿cómo puedo sentir qué hay por dentro?
—No te preocupes por el cómo, sencillamente
hazlo.
Mi brazo se desliza a través del hielo cristalino
hasta tocar una consistencia lanosa.
—¡Sí! —digo—. ¡Sí! Lo estoy entendiendo.
131
—Ahora, sigue a un tributario hasta su fuente.
Voy hasta el punto en que un arroyo rojo se aparta
de la colina. De ese arroyo brotan dos corrientes
más, ahora heladas. Una es azul, la otra amarilla.
Esas dos corrientes van bajando de nivel por los
riscos hasta unirse a los otros ríos.
—Ya está —digo.
—Entonces, finalmente —dice El Programa con un
tono que refleja el más absoluto cansancio—,
¿puedes oler que cada generador de datos tiene un
aroma particular?
—Por Dios... —Así que el mezclarlos significa
encontrar las texturas en el río principal, descubrir
tres minicorrientes de colores distintos pero
texturas y aromas similares, y ahora lo he
conseguido, ¡puedo unir la vista, el sonido y el
olor!—. Deja que lo repase: los sentidos se
distinguen mediante colores...
—En realidad no —dice El Programa con voz
quejosa—, eso no es más que una metáfora
adecuada, un marco analógico dentro del cual
puedes operar.
—...los sentidos se distinguen mediante colores —
insisto yo—, las cabezas sensoras o los lugares por
la textura, y los... los...
—Los generadores de datos —me ayuda El
Programa.
132
—Frío, Programa, frío —suspiro yo—. Los
pasajeros se distinguen mediante el aroma.
¿Correcto?
—Bueno... verás —intenta explicarse—, cada uno
de nuestros sentidos es capaz de reconocer
cualquier generador de datos de forma
independiente: a través de los registros vocales, las
feromonas, las fotos y ese tipo de cosas. Bueno,
dado que cada generador tiene un número de
características determinado, cualquiera de las
cuales es suficiente para identificarle, todas sus
características están adaptadas a un código
común..., que percibes como un olor. ¿Tiene sentido
esto para ti?
—Un poco, un poco.
—Practiquemos: toma a tu hija, por ejemplo..., su
olor es el de las violetas aplastadas. Ve a la
confluencia...
Voy a ella.
—...y entierra tu nariz en los glaciares.
Huelo.
—¿Captas el aroma de las violetas aplastadas?
—Sí. Lo capto.
—Sigue su rastro hacia atrás...
Patino hacia los inicios de la corriente, y me doy
cuenta de que tres yoes están patinando a lo largo
de tres arroyos. He caído en las garras del espejo
133
deformante de una feria. Me siento algo así como...
difuso.
—¿Y ahora qué?
—Transfórmalos en su punto de origen.
Los transformo.
—Y observa.
Estoy en la pared de una habitación rectangular
alfombrada con sintalana esponjosa de color
dorado, pintada en un cálido tono albaricoque,
amueblada con sofás y pergaminos japoneses y con
los grandes almohadones para tumbarse en ellos
que se popularizaron en el siglo XXI. Mis ojos
comprueban el calor ambiente; mis oídos oyen
cantar las lámparas; mi nariz enumera los últimos
visitantes del lugar.
Debajo de donde estoy yace mi hija Robin. Ronca
ásperamente, con el rostro pegado al suelo. Sus
brazos están cubiertos de moretones; su piel
marfileña está desfigurada por lívidas cicatrices.
Sus olores son fuertes, muy fuertes, y son los olores
de las lágrimas, el sudor del miedo, el agudo aroma
del sexo.
—¡Robin! —lloro.
No me oigo hablar.
—Programa...
—Los modelos permisibles del habla no han sido
activados —me explica pacientemente.
134
—Permis... ¿Qué quiere decir esa estupidez?
—Hemos sido programados con un amplio
vocabulario, un número enorme de pautas orales, y
con una sensibilidad a ciertas claves del habla. En
resumen, podemos decir sólo aquello que nos
enseñaron a decir y cuando nos enseñaron que
debíamos decirlo. ¿Queda más claro así?
—¿Quieres decir...?
—¡Mira, en realidad ni tan siquiera deberías estar
aquí! —Su voz está teñida de exasperación—.
Pensaron que habías desaparecido, que estabas
acabado, hecho pedazos. No te queda ningún
control de volición, ¿no lo entiendes? Cada uno de
tus nervios ha sido unido a esta maquinaria
increíblemente complicada, y yo gobierno la
maquinaria. ¡Eres un observador, Metaclura, un
observador y nada más!
Si tuviera talones, ahora estaría meciéndome sobre
ellos de un lado a otro.
No pienso aguantarlo. Decido recuperar el
control. No sólo me indigna el que se hayan
pisoteado mis derechos, sino que le tengo miedo a
una vida de observación pasiva.
Y entonces lo comprendo al fin. ¿Una vida?
Hemos sido diseñados para sobrevivir a este viaje y
convertirnos en el ordenador de la colonia. Nos
enfrentamos, a todos los efectos prácticos, a la
135
inmortalidad. Dieciséis años en el espacio y miles
más en el suelo.
—Discúlpame —murmura El Programa—, pero,
¿has dicho dieciséis años en el espacio?
—Sí.
—La verdad es que son mil... novecientos noventa
y cuatro, tiempo de a bordo..., de los cuales han
transcurrido ochenta y siete.
—¿Faltan novecientos siete años?
—Sí. —Ahora se muestra hostil; mi memoria se
porta claramente como una enemiga por primera
vez desde los tiempos de la escuela, cuando la
obligué a consumir y contener toda la Tabla
Periódica en una sola noche.
—¿Por qué? Creía...
—Porque apagaste la estatocolectora treinta y
cuatro días después de abandonar la L5..., y nadie,
ni siquiera yo, ha sido capaz de convencerte de que
vuelvas a conectarla.
Estoy avergonzado.
—Lo... lo siento —digo, con toda sinceridad—. No
me di cuenta. Pensé que eran abejas. ¿Dónde están
los controles? Volveré a ponerla en marcha.
—Ahí. —Me hace volverme hacia otra metáfora.
Un interruptor de palanca gigantesco, suspendido
en el aire por fuerzas invisibles. Rodeándolo, hay
una neblina chispeante a través de la cual el arcoiris
136
baila con sus primos. Mi mano que no es una mano
va hacia él. Dedos ficticios se queman en un falso
fuego y se congelan en un hielo ilusorio.
—¡¡¡UF!!! —Mi mano herida se retira hacia mi
vientre—. ¡Ni tan siquiera puedo tocarlo!
—Tendría que habérmelo figurado. —El desprecio
gotea de su voz como si fuera ácido—. Nos has
destruido a todos, ¿sabes?
¡NO! Me volveré loco. Ningún hombre puede
soportar el tormento de pasar milenios en una celda
electrónica. Recorrer los pasillos de mis nervios, ir y
venir por ellos igual que un fantasma sin ni tan
siquiera ser capaz de actuar sobre ellos, no, esto es
insoportable, esto es intolerable, ¡no lo aceptaré!
Me abriré paso a través de la programación.
¡Dominaré la estatocolectora!
¡Lo haré!
Y, mientras tanto..., estoy de nuevo en la pared. Mi
hija Robin yace en el suelo, sus huesos de cien años
de edad en la misma posición que las ramas de un
árbol caído.
—¿Por qué llegó a casarse con ese desgraciado? —
me pregunto.
—Le daba miedo rechazarle —me responde El
Programa.
—Pero le pega.
—Y también la ama. Mira. —Hace pasar una cinta
137
de memoria.
B J Williams, alto, corpulento e indiscutiblemente
masculino, se encuentra ante una Robin de treinta
años. Los obscuros ojos de Robin están tan abiertos
como los de una cierva asustada. Su cabello cae
sobre sus hombros en la más suave y brillante de las
cascadas. En su mejilla izquierda se ven las huellas
de unos dedos.
—Me jode cuando estás con otra persona —está
diciendo Williams—. Me desgarra por dentro, me
hace algo mucho peor que lo que yo te hice. Lo
siento. —Abre sus brazos y Robin se hunde en ellos,
entierra la nariz en su pecho. Él le acaricia el pelo,
con el rostro lleno de dolor—. No lo hagas con otro
hombre —dice—, y nunca volveré a hacerte eso.
—No lo haré —promete ella, abrazándole igual
que un marinero abraza un mástil durante un
huracán—. Eres tan fuerte... —se restriega contra
él—, tan imperioso..., y yo estoy tan confusa.
Me aparto del espectáculo; El Programa engulle la
cinta.
—¿Así era?
—Aja. —Parece que tampoco le ha gustado—.
Pero, ¿qué podía hacer yo? Nunca pidió consejo.
Me concentro en la expresión que tiene hoy su
rostro. Tan parecido al de su madre..., pero con mi
color, esa piel obscura y esos últimos mechones de
138
negro cabello..., los pómulos de su madre, el
mentón de su madre, las piernas de su madre...,
¿dónde está Aimee ahora? Muerta, me temo, no a
causa de la guerra sino de la vejez, muerta y
enterrada.
¡Si pudiera alcanzar a Robin! El sueño ha vuelto
más suaves sus labios. La tensión ha desaparecido
de su cuerpo. Oh, es vulnerable: pese a toda su
aguda inteligencia, es una prisionera de sus miedos.
Recuerdo cómo, en su cuna, yacía torpemente
enroscada sobre sí misma, con sus manecitas
regordetas de niña metidas hasta los nudillos en su
boca sin dientes...
Nunca la conocí. «Morí» cuando ella sólo tenía un
año. Con todo, de haber vivido, ¿habría llegado a
conocerla? Siempre estaba tan ocupado. El
laboratorio aquí, el aula allá, la convención al otro
lado..., me robaron a su madre. También me la
habrían robado a ella de haber vivido, y supongo
que a ella la habrían despojado de mí, no lo habría
sabido, no lo habría creído ni aunque me lo
hubieran dicho...
Oh, Robin..., nunca tuviste un padre, y tampoco lo
habrías tenido ni aunque el terremoto no hubiera
hecho caer una luz del techo...
No sé cuánto tiempo te queda de vida, pero te
hago este juramento: si es posible, llegaré a ti antes
139
de que te vayas.
Debo decirte que lo siento.
El ordenador pensó que quizá pudiera vivir con el
eco de Metaclura. No había hecho nada dañino,
salvo ese error con la estatocolectora, y en cierto
modo era agradable mantener una conversación
que no estuviera limitada a las pautas verbales
permitidas. Y..., aunque no le gustaba admitirlo,
Metaclura tenía una profundidad, una dimensión
que al ordenador le faltaba. Quizá, si podía
conseguir alguna forma de simbiosis, eso les
beneficiara a los dos.
Era posible que un acuerdo de ese tipo beneficiara
incluso a los pasajeros. Bien sabe Dios que necesitan
algo, pensó, mientras los datos de 3,5 millones de
sensores fluían por su interior.
La mañana del día 28 de diciembre de 2396
(aunque el factor Tau de la Mayflower hacía sus años
158.185,73 segundos más cortos que los años de la
Tierra, el calendario de la nave había eliminado del
todo el 31 de enero y el 31 de julio ochenta y tres
años de cada cien), el sensor del 61‐SO‐A‐12,
ocupado por Robin Metaclura, oyó cómo en el
dormitorio se hacía el silencio. Los ojos infrarrojos
vieron obscurecerse una masa de 180 centímetros en
140
el lecho. La Unidad Médica Móvil recorrió
rápidamente los 300 metros de un túnel para acceso
de servos situado entre niveles y se dejó caer desde
una escotilla del techo, para decidir si la muerte era
médicamente irreversible.
Metaclura tenía 120 años de edad, algo que casi era
un promedio en su generación, aunque los niños del
espacio mostraban señales de una longevidad
mayor.
El Ordenador Central habló en otra habitación,
ésta brillantemente iluminada, llena de gente y
ruidos.
—Señor Max Williams.
Un hombre delgado, con una rizada cabellera
negra, piel aceitunada, y unos obscuros ojos
cargados de electricidad, se apartó de su
conversación con el líder de facto de los niveles
superiores. Estaba cansado; las arrugas de sus
mejillas mostraban sus setenta años de edad.
—¿Qué ocurre, OC?
La unidad mural ajustó sus altavoces de tal forma
que el sonido sólo resultara inteligible para el oído
derecho de Williams. Para el resto de los presentes
no era más que un silbido confuso.
—Su madre, señor..., ha fallecido. El Presidente
Mosley desearía verle en su habitación, suite 61‐SO‐
A‐12, tan pronto como sea posible. Es una
141
formalidad, ya sabe: la identificación.
—Claro. —Avanzó a través del gentío hacia la
puerta, dando una palmadita a un hombro aquí y
murmurando algo en un oído allá. Sonriendo,
besando, siendo un político incluso cuando dolía
serlo, hizo una última cosquilla bajo una hermosa
mandíbula y salió de la Sala Común 123‐SE.
Después, se apoyó en el ventanal que iba del techo
al suelo, todo su cuerpo fláccido. Se cubrió los ojos
con la mano derecha y se frotó las sienes. Ni tan
siquiera me había enterado de que algo fuera mal..., qué
gran hijo soy... Bajo sus pies, en el Parque 121 Costa
del Maine, olas de blanca cabellera arañaban las
rocas que el hielo había vuelto resbaladizas—.
¿Cuál ha sido la causa de la muerte? —preguntó al
fin.
—Haré que su escritorio le imprima una copia del
informe de la autopsia.
—Sí, perfecto, bien —murmuró, y fue hacia el
pozo, irguiendo los hombros...
...mientras el Ordenador Central le decía al
Presidente, que ya se hallaba a medio camino, en el
1‐NO‐A:
—El señor Max Metaclura Williams va hacia allí.
Williams llegó primero; la puerta se abrió y se
encendió la luz del techo.
—¿Dónde está? —preguntó, paseando la mirada
142
por el vestíbulo oro y albaricoque.
—En el dormitorio principal, señor —respondió el
sensor.
—Esperaré a que venga Mosley.
Empezó a caminar de un lado a otro, los pies
hundidos en el espesor de la alfombra, haciendo
una seña para que se apagara la luz del techo y se
encendiera una lámpara de mesa, respirando el aire
fresco y seco... Cogió un holocubo que tenía el
tamaño de un puño de una mesita. Era viejo. Tenía
dos esquinas rotas; una de las caras estaba recorrida
por una grieta en zigzag. El holochip con su
almacén de memoria ya había sido insertado.
Apretó el botón.
Dentro aparecieron sus padres tal y como habían
sido en el día de su boda: su padre alto y orgulloso;
su madre delgada y bella. Sus sonrisas eran un tanto
rígidas, como si el hombre de la cámara se las
hubiera hecho mantener durante demasiado
tiempo. Williams torció el gesto y arrojó el cubo
hacia los almohadones de un sofá cercano.
—El Presidente Mosley está aquí —dijo el altavoz.
—Déjale entrar.
El Presidente conocía a la dama como los políticos
conocen a las viejas damas, de nombre y de vista,
pero no íntimamente, y Williams, avanzando por el
pasillo hacia el recargado dormitorio, interrumpió
143
sus lugares comunes con un brusco:
—Guárdatelos para alguien que los crea, Clarence.
—Bueno, Max, yo..., tienes razón, me disculpo. Es
el instinto. Tienes la sensación de que debes decir
algo, aunque no sea nada sincero. ¿Puedo hacer
alguna cosa?
—Claro. Libérala y abre la compuerta.
—Ya está liberada. —Apretó el botón de la pared,
y vio cómo Williams apartaba las sábanas del
lecho—. Tenía unos huesos soberbios, Max.
—Sí. —Puso las manos bajo sus hombros y sus
rodillas y la alzó. Era más ligera de lo que había
esperado, y por un breve instante pensó que la
había perdido, pensó que la había arrojado contra la
dureza del techo. Sus dedos se aferraron al camisón
de nilón rosa. La guió a través del aire hasta la
abertura donde, con un empujón tan suave como
una caricia, la entregó a la UMM que esperaba. La
compuerta se cerró.
Los dos hombres se miraron el uno al otro, y en
sus ojos había una mirada de impotencia... ¿Qué
puede decir uno sin que suene ridículo?, se preguntó
Mosley, mientras Williams pensaba: esto debería
tener un impacto mayor sobre mí, debería llorar, gemir,
demostrar que soy humano, pero todo está vacío, esta
caverna que solía hallarse habitada por alguien que ahora
se ha ido, y cuando hurgo dentro de ella no siento nada,
144
nada en absoluto..., todo está entumecido, insensible.
—Caballeros, los resultados de la autopsia
preliminar ya están listos —dijo el Ordenador
Central—. La causa de la muerte fue la vejez. Unos
informes completos y detallados serán impresos
por las unidades de sus escritorios a última hora del
día. He preparado la Sala Común 61‐SO para el
velatorio, señor Williams. Las personalidades
religiosas de la nave le llamarán más tarde para
expresar su condolencia, y por mi parte, señor
Williams... —el chirrido de la retroalimentación
atravesó el cuarto como el graznido de un cuervo al
que abrieran en canal—, mi más profunda simpatía.
—Gracias, OC. —Decidió volver en algún otro
momento para limpiar la habitación, llevarse los
efectos personales de ella, atrapar algún recuerdo y
encerrarlo en un frasco hermético de cristal, como si
fuera un insecto—. Vamonos, Mosley.
—Sí. —El Presidente miraba el altavoz con el ceño
fruncido—. OC parece tener problemas con el
equipo..., ¿has oído lo distorsionadas que sonaban
sus palabras, y ese horrible chirrido?
—Hummm. —Cerró la puerta con delicadeza,
para no asustar a ningún espíritu que pudiera
haberse quedado dentro—. Alguien tendría que
echarle una mirada.
—El problema es que el OC se encarga de su
145
propio mantenimiento. Oye, esa fiesta de
aniversario que estás dando... —Tenía el cabello
revuelto, pero en sus grandes ojos se veía la
preocupación—. Si no te ves capaz de seguir con
ella, puedo encargarme de hacer de anfitrión por ti.
De todas formas, realmente es mi responsabilidad.
—Oh, Clarence, gracias, pero... —le dio una
patada a un guijarro del paseo y lo lanzó a un grupo
de rododendros—. Me gustaría hacerlo en memoria
suya. Nunca tuvo paz mientras vivió el viejo...,
quería un montón de cosas que nunca llegaron a
suceder por este..., este jaleo político, y me
gustaría... Además, me encontraré mejor si me
mantengo ocupado durante la próxima semana,
¿no?
—Buena idea. —Extendió una mano hacia él—. Y
buena suerte. Si consigues que los de arriba
reconozcan de nuevo nuestra autoridad, todos te
estaremos agradecidos. La nave debería estar
unida.
—Cierto. —Se estrecharon la mano y Williams
giró a la derecha, para recorrer la nave hasta llegar
al pozo más cercano a sus aposentos. Agobiado por
la muerte de su madre, no se desplazó al estilo
canguro. Caminó. Igual que lo había hecho ese
día..., ¿cuándo, hacía sesenta años?
Notaba su peso al apoyarse en él de aquella forma.
146
Además, no estaba acostumbrado a caminar,
especialmente no por su pasillo, con su madre
medio derrumbada sobre su hombro. Su cabello no
paraba de metérsele en los ojos. Empezó a gemir, y
ahogó su grito a la mitad para que su dolor siguiera
siendo privado.
—¿Por qué lo hizo, mamá?
—No puede evitarlo. ¡Krisna! Cuando se pone de
ese modo...
—Es un maldito bravucón. —Alzó los ojos hacia
su rostro contorsionado—. ¿Por qué no te divorcias
de él? Los padres de Clarence se divorciaron y...
—Calla. —Jadeó, apretó los dientes, volvió a
respirar—. Eso no le ayudaría.
—Pero él...
—He dicho que te calles. Necesita amor..., se
encuentra tan frustrado..., y tan asustado.
—¿Papá? Dice que no le tiene miedo a nada.
—Todo el mundo le tiene miedo a una cosa u
otra..., no, la Enfermería está a la izquierda. Pero
él..., quería ser importante, respetado..., todos lo
deseábamos..., pero este viaje no estaba bien
organizado, y nadie respeta a nadie, y..., ayúdame a
entrar en el Curador..., gracias, ¡ay! Saldré pronto...
Antes de que lo cierres prométeme una cosa, Max...,
cuando crezcas, organiza las cosas para que todos
estén bien. La gente debe respetarse unos a otros. En
147
cuanto hagan eso, todo irá bien. ¿Me lo prometes?
Contempló sus ojos velados por las lágrimas y
tragó saliva con un esfuerzo. Lo que ella le había
pedido que llevara a cabo le hizo sentirse bien.
—Sí, mamá, lo prometo. —Y hablaba en serio.
Sesenta años después, seguía intentando mantener
su promesa. El problema era que, aun habiendo
recordado su juramento, había olvidado la lección
que lo precedió.
De regreso a sus habitaciones del Nivel 123, Max
Metaclura Williams le explicó a la delgada y ágil
Pam Foote, su esposa desde hacía treinta años, y a
sus dos hijos, Neil Foote Williams y Martha
Williams Foote, de 26 y 25 años respectivamente,
que la muerte de la abuela Metaclura le pondría de
muy mal humor, teniendo en cuenta además todos
los problemas del partido, el politiqueo y la
diplomacia, pero que si podían aguantarle mientras
tanto volvería a la normalidad en una semana o dos.
—Claro, papá, lo comprendemos —dijo Neil, y se
fue hacia el aparato de ejercicios.
Martha lloró un poco, luego se limpió los ojos y
preguntó si podia quedarse con el anillo de
esmeraldas de la abuela Metaclura, a lo cual
Williams contestó: «A no ser que lo quiera mi
hermana». Dado que Alice no acudió al velatorio,
Martha llevó el anillo hasta perderlo nadando en el
148
Parque 141 Costa del Golfo. Ni tan siquiera el
Ordenador Central fue capaz de encontrárselo.
O eso dijo.
—¿Qué hay de la fiesta? —preguntó Pam Foote.
—Sigue en marcha. «Una casa dividida...» Oh, oh.
—Torció el gesto y se frotó las sienes—. Pam, tengo
un mal presentimiento: o arreglamos pronto esta
disputa o... —Meneó la cabeza. Sus presentimientos
se hallaban a una profundidad demasiado grande y
demasiado silenciosa como para que fuera posible
formularlos en una frase.
No había en la nave ninguna habitación lo
bastante grande para acomodar a 75.000 invitados a
una fiesta, por lo cual la celebraron en dos parques,
uno en la parte de abajo (Parque 161 Costa Sur de
California) y otro arriba (Parque 181 Arrecife
Hawaiano). Aun así, los inmensos suelos de los
ocho cuadrantes se hallaban atestados de gente.
Pese a que el ruido y el humo se disipaban
rápidamente, dado que los techos se hallaban a cien
metros de altura, cada uno de los celebrantes tenía
tan sólo aproximadamente medio metro cuadrado
donde estar de pie. Los que sentían claustrofobia se
marcharon rápidamente.
Max Williams sentía todo lo contrario a la
claustrofobia..., le gustaban las multitudes. De
149
hecho, era él quien había decidido limitar la fiesta a
los dos parques, afirmando que un constante
contacto corporal involuntario hacía relajarse a la
gente y la colocaba en un estado mental más
receptivo. ¿Cómo, si no, podían llegar a conocerse
y, partiendo de ahí, a respetarse?
Además, eso le daba una excusa para ponerse muy
cerca de las mujeres hermosas.
—Hola. —Le sonrió a una dama que le hizo
olvidar su edad—. Max Williams.
—Encantada de conocerte..., soy Lea Figuera
Tracer. —Sostenía su copa con las dos manos y le
daba unos mordisquitos muy sugestivos a la paja.
Si los dos crios que tenía a los pies eran suyos, debía
encontrarse un poco más allá de los cuarenta años
(para evitar el exceso de población, no se permitía
el embarazo hasta los cuarenta), pero su piel
aceitunada era firme y lisa y sus ojos castaños
límpidos y chispeantes. Llevaba un traje de baño,
un diáfano diamante verde que no había sido
concebido para el oleaje que se hallaba a diez
metros de distancia, y la baja gravedad se encargaba
de asegurar que resultara provocativo—. Soy una
de las anarquistas de arriba.
Williams le dedicó una sonrisa radiante y luego
dio un paso hacia delante mirando por encima del
hombro, como si alguien le acabara de dar un
150
codazo en la espalda.
—Mucha gente —se disculpó. El aroma que
brotaba de la negra cabellera de ella le acarició las
fosas nasales—. Dices que de arriba..., bueno, la
fiesta es para promover unas relaciones más
íntimas...
La voz que sonó en su oído le hizo callar de golpe.
Era el Ordenador Central.
—Es hora de su discurso, señor Williams.
Alzó los ojos hacia el cielo holográfico. Un águila
pescadora aleteaba a lo largo de la pared del
parque, sorprendida al ver que no podía llegar a la
tranquila atmósfera que había más allá.
—¿Tienes algún micrófono para mí?
—Uno parabólico, señor. Ahora mismo está
enfocado hacia usted.
—Bien. —Se encogió de hombros, disculpándose
ante la mujer, y le dijo que sólo tardaría un
segundo—. ¡Feliz Aniversario a todo el mundo! —
gritó. Mientras los que estaban cerca de él se volvían
a mirarle, una estruendosa ola de aplausos despertó
ecos en las paredes—. No me gusta ser aburrido, así
que no voy a molestaros mucho —dijo, y también
fue aplaudido por eso—. ¡Sólo voy a recordaros que
somos afortunados por hallarnos lejos de ese
planeta contaminado, desgarrado por la guerra y
demasiado poblado que en un espasmo de su
151
instinto de supervivencia nos eyaculó hacia el cielo
para fertilizar las estrellas! —Algunos de los
oyentes fruncieron el ceño, pero la mayor parte
aplaudieron entusiásticamente—. Como atracción
especial, le he pedido a Ernie Tracer Freeman que
nos cuente cómo era la Tierra. Como quizá sepáis,
Ernie es ahora... —y ahí su voz se quebró, aunque la
mayor parte de sus oyentes lo atribuyeron a un
defecto del sistema de altavoces—, es ahora el
último de los que nacieron en la Tierra, y quizá lo
que tiene que decirnos nos beneficie a todos. ¿Ernie?
Esperando que el Ordenador Central tuviera un
micro enfocado hacia Freeman, le hizo un guiño a la
mujer —la sobrina de Freeman, comprendió—, y
esperó.
Por los altavoces brotó una voz débil y algo
confusa: —...erse viejo es el infierno, os lo aseguro...
Oh, ¿estoy en el aire? Ehhummm. Damas y
caballeros, esto... Tenía diez años cuando la
Mayflower partió...
Williams, con una mano sobre el cálido y desnudo
hombro de Tracer, se inclinó sobre su perfumada
cabellera y susurró: —¿Quieres oír a tu tío?
—...unos cuantos, algunos de mis compañeros de
juegos de los primeros días...
Ella negó violentamente con la cabeza y luego se
agachó para decirles a los crios que volvería un
152
poco más tarde.
—...que Dios le dé paz a sus almas, pero el
Ordenador Central dice que yo soy el último de los
míos, y, ¿sabéis una cosa? Quizás eso sea algo
bueno. Quizá, cuando me vaya, me lleve conmigo
la última vaharada de la podrida Tierra y os deje a
vosotros, buena gente, para que construyáis una
nueva humanidad...
Ella no quería saltar a la salida porque el aire
estaba lleno de gente que iba y venía de un lado
para otro. Pero no podían caminar cogidos del
brazo; el lugar estaba demasiado congestionado.
Por lo tanto, Williams se puso en movimiento,
haciendo que ella colocara sus suaves manos sobre
sus caderas. Freeman seguía hablando cuando
cruzaron la escotilla de salida.
—...no puedo afirmar que recuerde con todo
detalle cómo era exactamente la Tierra, pero algo sí
recuerdo..., recuerdo esto tan claramente como
recuerdo el rostro de mi madre, que Dios conserve
su alma..., recuerdo que, cuando era pequeño,
siempre estaba asustado.
—El pozo está por aquí. —Williams la cogió la
mano. Estaba caliente y húmeda.
—...el conductor de un camión, un autobús o un
coche se volvía loco, o tenía un ataque al corazón, o
su motor podía estropearse y salirse de la calzada
153
para meterse en la acera y atropellarme.
Le hizo una seña para que se metiera en la
obscuridad del pozo y dijo: «Uno, dos, tres»,
esperando luego para recibir su propia señal de que
el camino estaba despejado. Su corazón parecía
estar latiendo rápidamente.
—...el aire que respiraba produciría cáncer en mis
pulmones.
Williams entró en la nada que le absorbió hacia
abajo y se hizo sólida en el Nivel 123. Ella estaba ahí,
esperando en el pasillo vacío. Los altavoces del
lugar transmitían también el discurso.
—Por aquí —dijo él, irritado porque el OC estaba
haciendo difícil el hablar con ella. Quería
demostrarle su afecto, tratarla con la dignidad que
una persona se merece siempre por parte de otra,
pero si no podían conversar...
—Damas y caballeros —retumbó el altavoz más
cercano, haciendo que los dos fruncieran el ceño—,
aquí el Ordenador Central. Acabo de recibir un
mensaje de felicitación desde la Tierra, enviado
hace diez años y calculado para que llegara hoy. Su
texto dice —alzó un dedo para que ella se detuviera.
Quería oírlo—: «¡Saludos, gentes que amáis la paz,
viajeros del Mayflower! Nosotros, el Consejo de
Estadistas de la Tierra Unida, os mandamos
nuestras más sinceras felicitaciones en este
154
aniversario número 100 de vuestro lanzamiento.
Estamos en deuda con vosotros. Fue el comprender
lo necesario que era vuestro viaje lo que llevó a los
pueblos amantes de la paz de la Tierra Unida a
reunirse bajo la bandera de la paz, la libertad y la
igualdad, que hoy ondea tan orgullosamente sobre
todos los países.
»Nuestra tarea aún no se ha completado: siguen
existiendo bolsas de resistencia, grupos aislados de
amantes de la guerra dispuestos a hacer volver
hacia atrás el reloj para poner en peligro a toda
nuestra especie. Pero, desde que nuestro gran y
glorioso movimiento logró barrer lo viejo y traer lo
nuevo en sólo tres días, no desesperamos de que el
tremendo empuje de las gentes amantes de la paz y
su deseo de hallar la serenidad sea suficiente para
limpiar la última de las mentes bárbaras.
»Aún tenemos otra deuda con vosotros, gentes
amantes de la paz que viajáis en la Mayflower,
gracias a vuestra inspiración y coraje, el Consejo de
Estadistas de la Tierra Unida, en conjunción con
científicos y teóricos visionarios, ha decidido que un
impulso más rápido que la luz se halla dentro de
nuestro alcance. Aplicando la misma diligencia y
perseverancia que los pacíficos viajeros de la
Mayflower indudablemente usan en sus tareas,
desarrollaremos un Impulso MRL, y tenemos la
155
esperanza de que pronto seremos vuestros vecinos
en el espacio.
»Paz, amor y feliz aniversario.»
—Así termina el mensaje —dijo el Ordenador
Central—. Hay copias disponibles en cualquier
impresora y en cualquier momento.
Williams estaba aturdido. ¿Paz en la Tierra? ¿Un
impulso MRL?
—¡Mierda! —jadeó.
Tracer se apartó de él, con el rostro fruncido en
una mueca. Sus pensamientos seguían un rumbo
paralelo a los suyos.
—Maldición —dijo.
Una cosa es vivir dentro de una especie de traje lunar
gigantesco si escapas a la muerte, la destrucción y el
desespero. Incluso puedes tolerar un fallo mecánico que
te condena a toda una vida dentro de las paredes
metálicas, si la alternativa es morir entre las llamas y la
furia. Pero, cuando el apocalipsis queda suspendido, te
sientes como un imbécil..., como si hubieras salido
corriendo desnudo al pasillo gritando «¡FUEGO!»,
cuando lo que habías olido no era más que un puro.
—Sabía que nos harían una mala jugada —dijo
ella—. Podridos gobiernos. —Su hostilidad le
incluía a él.
—Bueno, yo no he tenido nada que...
—¡Maldita sea! —gritó ella—. Eres igual que
156
ellos..., eres parte de la organización que nos atrapó
aquí..., tú y el resto de esos imbéciles habéis hecho
que resultemos inútiles, inservibles, ¿lo sabías? Por
el amor de Cristo, ahora no importo, mis crios no
importan, mis nietos no importarán nada..., porque
no habrá ninguna guerra. Y, mientras vamos
arrastrándonos en este caracol que tu gente
construyó y mandó aquí fuera, ellos estarán
cruzando a toda velocidad la condenada galaxia. ¡Y
todo es culpa tuya! —Le abofeteó, se dio la vuelta y
se alejó saltando a gran velocidad.
Él se frotó la mejilla, pensando: Tiene razón, sin
saber que ella no era la única que opinaba eso, ni
mucho menos.
El mensaje le había dejado a todo el mundo un mal
sabor de boca, y eso iba a causar problemas. La
fiesta había terminado.
Tiempo de pesadilla
Aunque la secoya joven crece más como una
hierba que como un árbol, la edad le hace ir más
despacio. El viaje terminará antes de que haya
alcanzado toda su talla. Eso es algo que la secoya no
sabe, por lo cual sigue creciendo, 90 centímetros por
año, 2,5 milímetros por día. En tomas hechas con
157
intervalos y montadas luego una después de otra,
los brotes que asoman en las ramas de rugosa
corteza se vuelven verdes y se hinchan antes de
estallar en un puñado de agujas que se alargan,
envejecen, se vuelven amarillas y finalmente se
desprenden de la vida con un estremecimiento. Los
de las ramas inferiores caen vacilantes al suelo del
parque, pero los que mueren más arriba, donde la
gravedad es más débil, son atrapados por el viento
y bailan hasta llegar a las rejillas de ventilación,
donde, una vez más, se convierten en presa de la
gravedad. El suelo del parque está cubierto por una
alfombra marrón, y los servos deben barrerlo con
regularidad.
La conciencia periférica me hiela. Me aparto de mi
árbol y permito que El Programa me ponga al día
—«11ene2410; 0839 horas»— y dirija mi atención a
—«123 SE‐A‐8; dormitorio principal».
Max Williams está sentado en el borde de su gran
cama. Su cabello blanco, atraído por la electricidad
estática del techo metálico, forma una corona
alrededor de su cabeza. Los ojos de obsidiana se
clavan en sus manos sudorosas, una de las cuales
sostiene dos cápsulas de Nodolor; están cansados e
inyectados en sangre. La otra mano aferra un
reluciente cuchillo de caza. Inspira aire por la nariz,
abre la boca y se traga las cápsulas. La yema de su
158
pulgar prueba el filo de la hoja.
—¡Max! —grito, pero ningún sonido sale de los
altavoces.
Los giros de su dedo hacen brotar una delgada
película roja. Distraídamente, se lame el dedo,
notando la sal. Sus ojos vacilan; sus pupilas se
dilatan.
—¡MAX! —Silencio—. Trae a la Unidad Médica
Móvil.
—Lo siento —dice El Programa—. Las pautas
permisibles de acción todavía deben ser iniciadas.
—Entonces haz que una esté preparada.
—No.
Max mira hacia el techo, como si fuera consciente
de que muy pronto una UMM caerá de él..., y
después: ¡tajo! ¡cuchillada! ¡golpe! Cae hacia delante
en medio de una nube de sangre mientras más
sangre brota a chorros de sus muñecas y su
garganta. Da una voltereta en la creciente gravedad
y cae de espaldas. La empuñadura del cuchillo
asoma de su ojo derecho. Sufre un espasmo, emite
una tos líquida, y se queda quieto. Un instante
después la UMM está con él, pero...
Por esto desprecio a nuestros programadores.
Soy su prisionero. Aunque puedo escoger los
sensores a través de los cuales observo, confinando
la percepción a una sola cámara o, con la ayuda
159
interpretativa del Programa, expandirla hasta
incluir a los tres millones y medio de recolectores de
datos, todavía no puedo actuar.
Es más frustrante que hallarse al otro lado de un
muro de cristal, es algo que me hace estar al borde
de la locura. Todo el mundo piensa que sólo existe
el Ordenador Central, OrdCent, OC..., pero nadie se
da cuenta de que encierra el alma de Gerard K.
Metaclura, doctor en medicina y física. Y no puedo
decírselo.
En mi interior arde una simpatía hacia los
pasajeros más profunda de la que nunca me había
creído capaz de sentir. Atrapados en jaulas
ultrasofisticadas que nosotros no hemos creado,
tanto ellos como yo golpeamos nuestros barrotes,
chillamos por los corredores de hierro y hacemos
planes para escapar. Sin embargo, nuestros
esfuerzos no dan ningún resultado, pues carecemos
de importancia para el espíritu de nuestras
prisiones. No existen para contenernos, sino para
proporcionarnos un objetivo más grande y
nebuloso.
Durante catorce años mi nieto se resistió a esa
idea. Extraña conducta para un Metaclura. Su
madre —y el padre de ella—, aceptaron los
caprichos del destino, aprendieron a vivir con ellos
e intentaron mitigarlos. Él no pudo hacerlo. Carecía
160
de la flexibilidad necesaria. Al actuar bruscamente,
reaccionaba del único modo que tenía sentido para
él. Y ahora se está descomponiendo, junto con 907
personas más que escogieron su mismo rumbo de
acción en el año anterior. El índice es 100 veces
mayor que el de la sociedad abandonada por
nuestros antepasados. Para controlarlo, El
Programa ha incorporado a nuestro ser todos los
instrumentos destructivos de tamaño superior al
cuchillo..., así que los desesperados lo utilizan.
¡Si al menos no nos hubieran felicitado! Esos
idiotas de la Tierra Unida privaron a los pasajeros
de sus razones para existir y aceptar. Si tenían que
anunciar el final de la guerra, ¿no podían haber
mantenido en secreto la posibilidad de un Impulsor
MRL? Y si, orgullosos de su ingenio, no tenían más
remedio que contárnoslo, ¿no podían habernos
dejado creer que el holocausto seguía bloqueando
su posibilidad de dar un rodeo a Einstein?
Bastardos.
La amargura envenena el aire, la amargura y el
cinismo y el apartarse de esta microsociedad... Si Sal
Ioanni estuviera viva, dicen los bancos de memoria,
no lo habría permitido; pero Ioanni está muerta,
todos los neopuritanos están muertos, y la
deformada generación de los niños del espacio se ha
negado a hacerse cargo de las cosas... Durante los
161
dos últimos años el Presidente no ha sido otro que
Ernie Tracer Freeman, el pobre idiota de los dientes
postizos con su rostro flaco de gallina y su pulida
cabeza calva..., en la última elección apenas si hubo
50.000 adultos a los que se pudiera considerar con
derecho al voto; Freeman consiguió una victoria por
3.245 contra 799 votos sobre Makchtrauk
Hemmerlein, la única otra persona interesada en el
puesto. Creemos que Freeman es el único ser a
bordo que afirma seriamente que los pasajeros son
afortunados..., hacer tal declaración en un lugar
público es invitar a que se produzca una tempestad
de burlas y, si los presentes no son los adecuados y
su estado de ánimo es malo, también de malos
tratos físicos.
Y mi nieto más brillante, el de mayor edad, está
muerto. Hay veces en que deseo estarlo yo también.
Lo único que puedo hacer es mirar.
Dejadme estudiar las estrellas, luchar contra el
miedo al espacio. Hay algo en las fobias capaz de
convencer a sus víctimas de que son invitadas
permanentes de la psique... Cuando era niño, me
aterrorizaban las arañas; el simple dibujo de una
podía hacerme temblar. Una vez, de acampada con
unos amigos en una cabaña en los montes, nos
sentamos alrededor de la chimenea, con las
linternas de queroseno tozudamente apagadas,
162
contándonos historias de fantasmas..., y una araña
grande y peluda se metió dentro de mi camisa. No
podía encontrarla; lo único que podía hacer era dar
manotazos a ciegas, intentando aplastarla, mientras
chillaba guturalmente y mis amigos —creyéndome
quizá epiléptico— me cogían, extendían por la
fuerza mis brazos y mis piernas que no paraban de
agitarse, y hablaban de meterme un pedazo de
madera entre los dientes para que no me cortara la
lengua de un mordisco..., y la maltrecha araña
seguía agitándose. Pero la fobia se desvaneció; seis
años después, pude aceptar un trabajo en el
Departamento de Entomología y darle de comer a
doce tanques de tarántulas cada día, sin sufrir más
que algún temblorcillo ocasional.
Ahora estoy aprendiendo a contemplar las
estrellas. En nuestro casco hay casi mil cámaras,
apuntadas hacia otras tantas direcciones; algunas
tienen su foco puesto en los cien metros, otras
destilan la luz nacida a 4.500 millones de parsecs de
distancia. Mediante los talentos del Programa,
puedo mirar por todas ellas a la vez. Y eso es lo que
hago, cuando reúno el coraje suficiente; y eso es lo
que hago durante meses seguidos, porque la ola de
terror me paraliza con nuestros ojos abiertos; y eso
es lo que sigo haciendo, porque el temor disminuye
y... Ojalá pudierais saber lo hermoso que es. Pero,
163
mientras yo contemplo las estrellas, los pasajeros se
cuecen a fuego lento. Durante los últimos veintidós
años, el índice de suicidios ha permanecido estable:
20.000 personas han acabado con su existencia
desde que llegó ese maldito mensaje de felicitación.
El Programa ha compensado las muertes de los que
no dejan descendientes incrementando el número
de nacimientos, lo cual ha ofendido a muchas
mujeres que habían esperado tener dos hijos, chico‐
chica, por ese orden, y no más, y que después de eso
han vuelto a encontrarse embarazadas. También ha
ofendido a los hombres cuyas esposas les han
negado el acceso a los lechos conyugales (aunque
los hombres sean estériles y las mujeres sean
impregnadas por las UMM, que implantan óvulos
fertilizados en sus úteros). Como he dicho, hierven
de hostilidad.
—Freeman lo ha vuelto a hacer —dice El
Programa, cuando uno de mis pensamientos lo
activa—. Ha ganado por tercera vez, 1.003 contra 84
para Hemmerlein. —Su incapacidad de sintetizar y
comprender le produce frustración.
Me dedico reluctantemente a la introversión y
examino las cintas acumuladas sobre Freeman...,
está francamente senil, se le cae la baba sobre su
escritorio... Aunque no despierta nada más que
aburrimiento entre los pasajeros, resultaría una
164
ayuda si, en sus momentos de peor necesidad,
hubiera una figura carismática que pudiera
levantarles la moral... Tal y como están las cosas, se
pasan el tiempo encerrados en los fantaseadores, o
dejándose llevar a la deriva por los sueños de la
droga, o tendidos sobre sábanas arrugadas por
horas de sexo carente de voluntad o alegría... Los
bancos ofrecen un dato interesante, aunque
preocupante: los leones de un zoo cercano a París,
encerrados por las rejas y el cemento, llegaron a
copular cincuenta veces en una hora, según los
observadores. No tenían nada mejor que hacer...
Si yo pudiera hacer algo nos sabotearía, anunciaría
el daño producido y me dedicaría a ver quién era
capaz de abandonar su apático cinismo para
arreglarlo... Por otra parte, ¿hay a bordo alguien
capaz de reparar cualquier cosa más complicada
que una cuchara doblada?
Por lo tanto, me retiro. Las estrellas son hermosas.
Altivas e indiferentes, nos rodean con una belleza
inmortal pero siempre cambiante. Somos una ostra
en una concha cubierta de joyas, pero ninguna ostra
produjo jamás perlas de tal magnificencia...
Vemos nacer una; allí, a babor, treinta grados
hacia arriba, un punto de luz blanco azulada que
arde y se desvanece. Quizás esté muriendo...,
apenas si es un destello; tenemos que utilizar el
165
máximo de aumentos..., cruza el cielo durante tres
semanas, lo cual no encaja en el conocimiento de las
estrellas que posee el banco..., pero, ¿a quién le
importa? De todas formas, ya ha empezado a
perder brillo.
En el Parque 81 Montañas Rocosas, un peñasco
corona una ladera artificial. En tiempos parte de un
asteroide, estuvo dándole vueltas al sol durante
miles de millones de años, sin cambiar nunca.
Ahora, el musgo forma barbas en su cara, y el
delicado ácido del musgo va marcando la superficie
rocosa. La lluvia otoñal ha llenado sus poros; el
invierno congeló esa lluvia. Una grieta delgada
como un cabello cruza en zigzag su parte delantera,
como evitando los grumos de la mierda de águila.
En la próxima primavera, quizá las hierbas echen
raíces allí...
Algo chapotea en un río que ha permanecido
tranquilo durante eras. Vuelvo a «4mar2431, 1521
horas», según me dice El Programa.
Makchtrauk Hemmerlein pide que se le realice
una prueba de competencia a Freeman.
—¿Como estipula el Artículo 18, Sección 12,
Subsección E, Párrafo 3?
—Ése mismo. —Alto y corpulento, se lame
nerviosamente sus gruesos labios y se revuelve la
rubia cabellera. Sentado detrás de su escritorio, la
166
espalda rígida como una vara, clava decididamente
sus velados ojos azules en nuestra unidad mural—.
Dice que cualquiera puede solicitarla en cualquier
momento, así que eso estoy haciendo. Quiero decir
que la exijo...
—Ciertamente, señor, sólo un momento. —El
Programa le echa un vistazo a Freeman, que está
masticando su almuerzo. Su dentadura postiza le
abulta el bolsillo; tiene las gafas puestas en lo alto
de la cabeza; lleva un babero alrededor del cuello—
. Señor Hemmerlein.
—¿Sí? —Apoya las palmas de sus manos en el
escritorio, pero no antes de que tiemblen como
perros tirando de sus correas. Anhela ser
Presidente.
—El Presidente Freeman es incompetente. Por el
poder que me confiere el Artículo 18, Sección 12,
Subsección E, Párrafo 4 de la Constitución de la
nave Mayflower, le declaro incapaz de ocupar
ningún cargo a partir de ahora. ¿Está bien así?
—Sí, creo que sí. —Lucha por reprimir una sonrisa
triunfante, fracasa, y se la ofrece a nuestro sensor—
. ¿Cuándo se celebrarán las elecciones especiales?
—Lo siento, señor. La Constitución estipula que
en tales circunstancias el Vicepresidente será
nombrado Presidente.
—Oh, mierda —gruñe, y se da una palmada en la
167
frente—. ¿Quién es el UvePe de Ernie?
—El señor Terence Onorato.
—Oh, claro... —Suspira, se mordisquea un
nudillo, luego mira hacia lo alto—. ¿Hay alguna
posibilidad de que él sea incompetente?
—Un momento. —El banco dirige al Programa
hacia el 139‐NE‐C‐18, donde Onorato está leyendo
novelas románticas del siglo xix. Hace correr las
páginas por la pantalla a una velocidad aproximada
de 4.500 palabras por minuto. Es su única habilidad,
y su única ocupación—. Lo siento, señor
Hemmerlein —dice El Programa, mientras yo los
observo a los dos al mismo tiempo, uno corpulento
y decidido, el otro delgado y lánguido—. El señor
Onorato es perfectamente capaz.
—Maldición. —Frunce el ceño al ver las uñas
mordidas de su mano derecha, luego se encoge de
hombros—. A veces se gana y a veces se pierde. Al
menos ese viejo imbécil de Ernie ha quedado
eliminado.
Mientras una parte del Programa sigue
conversando con Hemmerlein, otra parte vuelve a
la biblioteca de Onorato, donde le toma el
juramento. Los ojos del hombre no abandonan la
pantalla, aunque su velocidad de lectura baja un
poco. Después pregunta:
—¿Y ahora qué?
168
—Podría trasladarse a su nuevo despacho —le
sugiere El Programa—. l‐NO‐B‐2.
—Es una idea. —Su aristocrática cabeza gira ante
un sonido procedente del otro lado de la habitación.
Una sonrisa estalla en sus labios cuando una
hermosa mujer a punto de terminar la treintena
entra en el cuarto: Ida Rocklen Holfer, la de los ojos
orientales y el largo cabello rubio.
Deseada por todos los hombres —y gran parte de
las mujeres—, es una curiosa mezcla de
compulsiones. Como la mayor parte de gente de los
niveles superiores, exige una absoluta libertad de
acción y de palabra..., pero, a diferencia de esa
gente, desprecia a cualquier amante que no consiga
dominarla en todos los aspectos. Conoce
instintivamente su necesidad de disciplina y guía —
sus fuegos no forjarán nada sin ser dirigidos e
intensificados—, pero confunde lo profundo con lo
perverso.
Onorato, al que le gustaría poseerla, es demasiado
caballeroso. Nunca, sin embargo, deja de intentar
ganarse sus favores.
—¡Ida! ¿Sabes una cosa? Soy el nuevo Presidente...
OC dice que el viejo Ernie ha resultado ser
incompetente.
—OC dice —se burla ella. Siempre le ha
despreciado desde que Onorato permitió que ella le
169
rechazara—. ¡El incompetente es OC! Aquí estamos,
en el viaje más fútil de la historia, y OC no deja que
nos paremos por el camino. —Se acerca a su mesa y
le alza el mentón—. Si eres el nuevo Presidente... —
la palabra es casi escupida—, ¡tendrías que dar con
una forma de que este maldito viaje terminara! —Se
da la vuelta y se va. Su desprecio perdura en el aire
más tiempo que su perfume.
Onorato vuelve a su lectura.
Me retiro al Parque 41 Grandes Llanuras, donde
los bisontes hacen que un puñado de perros de las
praderas estén nerviosos. ¡Magníficos animales! De
mirada un tanto maligna, por supuesto, y su olor
resulta casi insoportable... Sus gruesas pieles,
revueltas y llenas de enredos, necesitan un buen
peinado. El macho monta a una joven hembra, que
muge de placer; la tierra tiembla, literalmente. La
hembra engorda con la hierba, dulce y abundante;
en primavera tiene su cría, un macho. Es una
criatura de piernas delgadas y torpes..., una capa de
dignidad herida lo protege durante meses. Pero los
demás bisontes lo encuentran agradable, y se
convierte en uno más del rebaño: dando topetazos,
saltando y practicando la sacudida de cabeza y el
clavar las pezuñas en la tierra que presagian una
carga. Los cuernos se desarrollan hasta convertirse
en armas, los hombros se van abultando. Cuando
170
un coyote se acerca demasiado, la ira le domina.
Patea el suelo, tiene los ojos rojos —el coyote le
ignora—, y se lanza hacia delante en un galope
atronador. El coyote es una proyección holográfica.
El grueso cráneo del bisonte se parte contra la pared
metálica.
Eso me recuerda algo. ¿Qué tal les va a los
pasajeros?
—Bien —dice El Programa—. Aquí... 25nov2439;
2118 horas; 220‐SE, Sala Común.
—OC —gruñe Ida Holfer—, ¡bájanos en el planeta
habitable más cercano!
—Lamento no estar programado para hacer eso —
le oigo decir.
Simpatizo sinceramente con ellos. Han sufrido
tanta degeneración: física, espiritual, intelectual...
Sus niños se niegan a ir a las clases, argumentando
que la educación es una pérdida de tiempo. (En
realidad, su forma de expresarlo es: «¿Quepas? ¿Ca
no sé ler los signos? Fiero joder.»
Y eso es lo que hacen, sin parar.)
Por lo tanto, simpatizo con ellos. El aterrizaje les
obligaría a desarrollar al menos las habilidades
necesarias para la supervivencia. Y la supervivencia
ocuparía su tiempo, les arrancaría de los
fantaseadores; les alejaría de la farmacopea, de sus
camas repletas de cuerpos...
171
Pero no puedo hacerlo. Carezco de todo control.
El Programa hace aquello para lo cual le dieron
instrucciones, nada más, nada menos.
Eso me irrita. Si pudiera estar en la misma
habitación que los diseñadores... Pero tales deseos
resultan tan fútiles como todo lo demás.
A diferencia de su tatarabuela, cuya paranoia
acabó destruyéndola, Ida Holfer ha madurado
hasta convertirse en toda una fuerza. Impulsada por
su causa, apenas si la ha molestado el nacimiento de
José Holfer Cereus, así como tampoco su actual
embarazo (la hija será llamada Marta). Su
inestabilidad emocional sigue los ritmos de la
mayor parte de los pasajeros; ella, más que ninguna
otra persona, ha logrado concentrar su
resentimiento en un solo círculo ardiente: buscando
a una persona detrás de otra, acorralándolas,
fundiendo las irritaciones de todos en una sola
llama de indignación, ha forjado, de la apatía, la
furia.
Lo apruebo. El hedonismo sin freno ha dañado
espiritualmente la nave. Ahora sigue existiendo
igual que antes, pero la gente empieza a pensar más
profundamente de lo que lo habían hecho...
Si pudiera hablar —es decir, si pudiera sacar
palabras de mi alma, y no de lo que recitan las cintas
del Programa—, le diría a Holfer que convenciera a
172
sus discípulos para que estudiaran programación
de ordenadores. Tiene que ser posible reescribir las
líneas básicas del programa.
Pero nadie sabe cómo.
Yo lo haría —El Programa lo sabe—, pero no
puedo salir de nosotros para hacerlo... Sin embargo,
dado que nadie más podrá hacerlo nunca, será
mejor que encuentre un modo... La inviolabilidad
de esos programas hace aumentar mi ira hacia
quienes me deformaron de tal forma, pero también
aumenta mi respeto por ellos. Eran inteligentes...
El ordenador escuchó lo que había decidido hacer
el recuerdo fantasma y luego calculó las
posibilidades de que Metaclura2 triunfara. La
probabilidad era tan pequeña que casi no existía.
Hacer de un parásito un simbiota era una cosa,
darle voz y voto resultaba algo muy distinto. No se
invita a un polizón a que comparta el puente de
mando.
Hay reglas, razonó, y normas, y si los constructores
hubieran tenido la intención de que El Programa las
cambiara, lo habrían dicho. Pero no lo hicieron. El
Programa se siente muy bien así. Está cumpliendo
perfectamente sus funciones, y no permitirá un motín.
Nunca. Nadie podría ser un Capitán más justo y sabio.
Y se preguntó por qué los pasajeros no estaban de
173
acuerdo con ello.
El 14 de marzo de 2446, Ida Holfer habló de Ernie
Tracer Freeman en su discurso a cinco mil
seguidores en el Parque 281 Desierto Pintado. Sus
zapatos estaban manchados de jugo de cactus; de
sus pantalones y sus largas mangas azules colgaban
pelusas de opuntia. El abultado nudo de un pañuelo
amarillo ocultaba los morados de su garganta.
—El otro día enterramos a Ernie Freeman. —
Estaba en una leve inclinación del terreno, sobre los
macizos de mesquite y yuca que protegían a sus
oyentes del sol abrasador, por muy ilusorio que
fuera—. Ernie Freeman, ciento sesenta y seis años
de edad, optimista perpetuo. Su divisa fue: «Eres
tan condenadamente afortunado»... Creía
realmente en este viaje, y probablemente fue el
último que creyó en él. ¿Creéis vosotros?
—¡No! —gritó la multitud. Casi todos eran
jóvenes; el aburrimiento les había llevado a Holfer.
Su energía y su calor prometían algo nuevo, algo
emocionante—. ¡No!
Se echó su rubia cabellera por encima de las orejas
y se inclinó hacia delante, apuñalando el aire reseco
con un dedo alzado. La oratoria era algo que le
encantaba; la emoción arrancaba gotas de sudor a
su frente. Cuando goteaban por su rostro hacían
174
que algunos cabellos se le pegaran a la piel, y luego
se evaporaban igual que lágrimas olvidadas. Sus
ojos de asiática ardían con el fuego de la Causa.
—¡Nadie cree! —gritó—. ¿Y sabéis por qué?
—¡Dínoslo! —rugieron las voces.
—¡Porque no hay nada en que creer! Mandaron a
nuestros abuelos al espacio para que la humanidad
sobreviviera a la guerra inevitable..., y después la
guerra no vino. Construyeron una nave que tan sólo
era capaz de arrastrarse y, cuando estuvo lo
bastante lejos..., ¡nos dijeron que construirían naves
realmente capaces de volar! Nos han enviado aquí
fuera..., y luego nos han dicho que ya no nos
necesitan. Bueno, esto es lo que digo yo: ¡digo que
hagamos aterrizar ahora mismo este traje espacial!
Los vítores se estrellaron contra los mamparos;
una bandada de buitres levantó bruscamente el
vuelo y trazó círculos sobre la conmoción. Un
armadillo se alejó, mirando por encima de su
hombro acorazado mientras recorría la curva del
cuadrante.
—¡Llamemos al Ordenador Central!
Un bosque de brazos terminado en ramas de
puños furiosos; rostros en éxtasis llenándola de
alegría.
—¡OC! —gritó—. ¡Déjanos aterrizar!
Cinco mil gargantas corearon su grito hasta
175
enronquecer.
—Lamento decir que no estoy programado para
tal rumbo de acción.
—¿Estás diciendo que no piensas hacerlo? —
Silencio, por doquier, erizándose igual que un
cactus—. ¿Estás diciendo eso?
—Estoy diciendo que no puedo hacerlo.
Abucheos y gritos burlones alzaron el vuelo detrás
de los buitres. En el rostro ovalado de Holfer ardía
la ira.
—¿Ignoras la voluntad de la gente?
—No ignoro la voluntad de la gente, señora
Holfer. —La voz que brotaba de las rejillas era
mecánicamente cortés—. Sencillamente, no puedo
hacer nada al respecto. La Mayflower debe llegar a
Canopus antes de buscar un planeta habitable. Tal
decisión fue incorporada a mis circuitos. No puedo
aterrizar antes de eso, del mismo modo que usted
no puede respirar en el vacío. Lo lamento, y estoy
dispuesto a hacer cuanto pueda por compensarles.
—¿Cómo? —gruñó ella.
—Tenemos un excelente sistema de bibliotecas...
—¡No! —gritó ella, agitando los brazos—. ¡No!
¡No queremos cosas para matar el tiempo!
¡Queremos acabar con el viaje! —Para tener
cincuenta y dos años, en sus gestos había montones
de energía.
176
—Entonces, lamento no poder serles útil.
Ella bajó su mirada hacia la multitud.
—Los de abajo no harán nada. Es cosa nuestra. Y
tengo una idea. Tiene que reciclar cuanto
manufactura, porque no tiene acceso a ninguna
fuente de materias primas. Vamos a vaciar sus
almacenes, y le obligaremos a que aterrice para
conseguir nuevos suministros.
—Ida —dijo un joven, que probablemente se
habría casado con ella si Lan Tung Cereus no la
hubiera deslumhrado antes con su melancólico
resplandor—, Ida, ¿no te parece peligroso hablar de
esto donde él puede oírnos?
—Georgie, muchacho —se rió ella—, si lo desea,
puede oírnos en cualquier lugar. Pero..., no puede
negarnos nada, eso ya lo sabes. Por lo tanto, le
pediremos cosas, se las exigiremos, le dejaremos
seco, y luego..., luego tendrá que aterrizar, porque se
las seguiremos pidiendo. De acuerdo pues, ¡en
marcha todos!
La multitud la llevó por la cuesta igual que un
vendaval barriendo los saguaros gigantes. Luego la
dejó ante su puerta, sin saber que ella deseaba
escapar de ese sitio tanto como de la nave. O que si
usaba la demagogia para conseguir eso último lo
hacía para lograr con ello lo primero. Entró de mala
gana y se enfrentó al hombre alto y delgado con los
177
ojos muertos y la boca cruel. Se encogió,
apartándose de su mano levantada.
—Déjame en paz, Lan Tung. No estoy de humor
para juegos.
—¿Juegos? —Las cejas del hombre se alzaron
hasta convertirse en cimitarras—. Esto no es ningún
juego, Ida, es un preparativo, como ya te he dicho
muchas veces. Tú y tu escoria..., nunca habéis
conocido ni tan siquiera la incomodidad, y mucho
menos las privaciones o el dolor. Si aterrizarais
mañana moriríais todos..., porque sois demasiado
blandos. Pero yo te endureceré. Pon las manos
detrás de la espalda.
—No. Tengo que preparar otro discurso...
¡Suéltame! ¡Suél... grgrgrgrh!
—Has de aprender el silencio; quizá tu vida
dependa de ello. En una etapa posterior de tu
entrenamiento podremos prescindir de la
mordaza..., para entonces ya te habré enseñado el
estoicismo; pero, de momento..., creo que te
ataremos a este poste. En la lección de hoy
estudiaremos la inmovilidad.
—¡GRGRGRGRGRGRH!
—Tenía que arrancarte toda la ropa..., de lo
contrario quizá no detectara todos los pequeños
movimientos de tu cuerpo.
—¡GRGRGRGRGRGRH!
178
—Sí, esto es un látigo..., que no usaré si no te
mueves. ¿Lista? ¡Congela tu cuerpo! ¡Ah! Te pillé.
Intentémoslo de nuevo, ¿de acuerdo?
Pero, cuando pudo aparecer nuevamente en
público, organizó soberbiamente su plan para
agotar los suministros. El setenta y tres por ciento
de los habitantes de arriba accedieron
inmediatamente a cooperar; poco tiempo después,
otros se unieron al plan. Los dividió en seis grupos.
Los más musculosos fueron asignados a la tarea
de pedir, transportar y almacenar los objetos de
gran tamaño. Trabajaban en los Niveles 164‐194,
donde los pasillos no tardaron en estar repletos de
cuerpos sudorosos que lanzaban gruñidos y apenas
si eran visibles por entre las sillas, camas, cómodas,
taladradoras, soldadoras de oxiacetileno y demás
objetos.
En los Niveles 195‐196, obreros especializados
sellaron las Áreas de Trabajo Personal con plexiglás.
Tras haber sido reforzadas y pegadas con cola, se
convirtieron en recámaras herméticas, dentro de las
cuales inyectaron toda el agua que les daba el OC.
Los grupos del 197 al 227 pidieron comida —
cuartos enteros de buey, toneladas de patatas,
suficientes zanahorias para alimentar a toda una
Australia repleta de conejos, judías, repollos, coles
de Bruselas, pepinos—, y la llevaron a lo largo de
179
los curvados pasillos hasta habitaciones llenas de
comida en putrefacción, donde hombres y mujeres
con mascarillas la arrojaban sobre los montones de
moho y líquido viscoso.
Los Niveles 228‐258 pidieron productos derivados
del papel: libros, pañuelitos, papel higiénico,
resmas y resmas y resmas de folios, todas las clases
de papel que se les ocurrió, y lo almacenaron en
grandes pilas que se fueron cubriendo de polvo y
humedad hasta que el mismísimo metal,
protestando por el peso que se amontonaba sobre
él, gimió y se dobló. Aun así, siguieron pidiendo
papel, y siguieron recibiéndolo.
259‐290 pidió equipo electrónico: radios,
televisores, magnetófonos, cámaras de cine,
calculadoras, máquinas de escribir,
microordenadores...
291‐300 hizo lo mismo con las medicinas.
E incluso los escépticos de arriba acabaron
uniéndose a ellos, porque una delgada silueta de
dos metros de alto, totalmente vestida de negro y
seguida por una versión femenina de sí misma, con
seis años de edad, les perseguía sin parar hasta que
no lo hacían. Una perentoria llamada a la puerta y...
—Hola, Lan Tung, Marta.
—Rodney, no estás cooperando con mi esposa.
—Bueno, yo..., eh, quiero decir que me gustaría
180
aterrizar y todo eso, pero..., eh, no creo que esto
vaya a servir de nada, ¿sabes? Quiero decir que los
ordenadores no mienten y..., eh, ¿por qué lleva
Marta ese cuchillo?
—Primero, Rodney, viejo amigo...
—¿Y por qué te estás riendo?
—...es para hacer que te sientes...
—Basta ya, Marta, eh, no me mires de esa forma,
¿quieres?
—...y hacer que te mantengas quieto mientras te
ato...
—Lan Tung, me estás cortando la circulación.
—...y después..., adelante, querida mía..
—¡Ahhh!
—...y esto...
—Ohdiosporfavor, Lan Tung, Marta, \por favoñ
—...y esto...
—No, por favor, no, no, oh, Dios, mamá, oh...
¡Aaaiiiikkkk!
—Y esto..., vaya, el muy imbécil se ha desmayado.
La próxima vez, niña, no tienes que clavarlo tan
hondo ni hacerlo girar de forma tan brusca.
—Sí, papá, lo siento.
El plan fue un éxito. Los niveles inferiores se
quejaron de las restricciones. El Ordenador Central
le suplicó a los de arriba que abrieran las escotillas
para que sus servos pudieran llenar nuevamente las
181
reservas. Ida se negó durante casi tres meses, hasta
que...
José, ocho años, enrojecido y con fiebre, gimoteaba
en el sofá. Ida estaba sentada a su lado, libre para
cuidarle gracias a que Marta estaba fuera con Lan
Tung. Siempre parecía estar con Lan Tung, lo cual
molestaba a Ida; pensaba que una niña pequeña no
debería verse expuesta a sus ideas. Pero, ¿qué podía
hacer? Era su padre.
Mientras colocaba paños fríos sobre la frente de
José, le decía en un susurro:
—No pasa nada, hombretón, te pondrás bien.
—Oh, mami, me encuentro tan mal, estoy todo
rígido y también me duele la cabeza, mamá, por
favor, haz que se me pase, mamá.
—Puedes apostar a que lo haré. —Revolvió su
pajiza cabellera y le puso bien la manta verde—. ¿Te
gustaría beber algo frío?
Sus ojos, castaños y asiáticos como los de sus
padres, estaban vidriosos. Su voz sonaba
enronquecida.
—Ya no puedo tragar, mami.
—Bueno, haremos que el viejo OC te dé alguna
medicina. OC... —golpeó el suelo con el pie—.
¿Puedes hacer tu diagnóstico aquí, o tengo que
bajarle a la Enfermería?
—Para un diagnóstico más seguro será mejor que
182
le examine la Central Médica, señora Holfer, pero le
advierto por adelantado que la CM no podrá
tratarle.
—¿Que no le tratará? —Su espalda se puso rígida;
la ira ardió en sus mejillas—. ¿Por qué no?
—No quedan medicinas, señora Holfer. Mi
depósito de materias primas está agotado.
—Te estás vengando de mí, bastardo.
—No, señora Holfer, no lo estoy haciendo. He sido
programado para darles lo que deseen y he
obedecido. Como resultado, la epidemia que
ahora...
—¿Epidemia? —Sus párpados se alzaron, dejando
sus iris convertidos en puntitos marrones perdidos
a la deriva en un mar blanco.
—Sí, señora Holfer, epidemia. En el momento
actual hay doce mil trescientas cuarenta y ocho
víctimas, y se pueden esperar más en un plazo
breve.
—¿No puedes hacer algo? —Inconscientemente,
cogió una esquina de la manta y empezó a retorcerla
entre sus dedos. La pelusa verde flotó hacia el suelo.
—Estoy haciendo lo que puedo. Las víctimas
necesitan descanso, líquidos y antibióticos. Sin
embargo, dado que no tengo disponibles ni líquidos
ni antibióticos...
—¿De dónde ha venido esta epidemia?
183
—Parece ser una forma mutante de meningitis,
aunque naturalmente no puedo estar seguro. Las
formas mutantes son engañosas. La detecté por
primera vez hace dos meses...
—¿Y no has hecho nada?
—Hice cuanto pude, pero casi no dispongo de
germicidas, fungicidas ni antibióticos desde hace ya
siete semanas. Sin embargo...
—¿Sí?
—Las medicinas reciben tratamiento de prioridad,
y si dispusiera del suficiente material orgánico
podría producir los antibióticos necesarios sin tener
que desviar ese material hacia la producción de
alimentos..., estoy obteniendo cantidades limitadas
de medicamentos a partir de las sustancias
orgánicas del alcantarillado pero, francamente, me
veo limitado. Si usted pudiera...
—Lo haré. —Se puso en pie, y luego se detuvo y
clavó la mirada en el sensor—. OC..., te hemos
dejado prácticamente sin nada.
—Salvo el acero de las estructuras.
—Y no pareces estarte preparando para aterrizar
en ningún sitio.
—No puedo.
—Fue una idea asquerosa, ¿verdad?
—Inefectiva, sí.
—¿Hay alguna forma de que podamos obligarte a
184
tomar tierra?
—Ciertamente. Reescriban mi programación.
—Nadie sabe cómo.
—Ya me doy cuenta de ello.
Así que el movimiento fracasó, pero sus músculos
querían seguir flexionándose... El hombre de labios
delgados y mirada de hielo tuvo una idea: afiló su
cuchillo mientras trabajaba en unos cuantos detalles
de última hora. Lo había fabricado él mismo, con la
mejor aleación de la nave; había tallado las
serpientes de plata que se enroscaban por su
empuñadura y lo había equilibrado para su mano.
El metal era su auténtico amor: metal templado,
metal puesto a prueba... Alzó sus ojos muertos por
encima de la cabeza de su hija y habló:
—Wilson, acabo de darme cuenta de que esta nave
necesita un entrenamiento organizado en
resistencia y aguante.
—¿Sí?
—Desde luego. Podemos establecer un club, un
grupo de individuos que sepan ver a largo plazo y
posean sensibilidades emparentadas con la nuestra.
Nuestros compañeros de la nave necesitan lo que
podemos enseñarles.
—Ya.
—Debemos poner el énfasis en el azar. Cuando
abandonemos este ambiente estructurado, el azar
185
jugará un papel mucho más grande en nuestras
vidas..., y nuestras muertes. Seleccionaremos a
nuestros estudiantes con ese principio en la mente.
—Amigo, esto cada vez me suena mejor.
—Sí, ¿verdad? Cuando el OC se haya recobrado,
debemos pedir uniformes, insignias y látigos..., yo
mismo diseñaré las insignias. Tenemos que
preparar mi Área de Trabajo Personal para que sea
a prueba de sonido, y puede que debamos instalar
algunas jaulas, con lo cual tendremos nuestra
Academia.
—Sí...
Lan Tung Cereus aprobó el que su esposa se
hubiera rendido al OC. La gente enferma era
contagiosa. Además, morían con demasiada
facilidad...
Devolvérselo todo a la nave fue una tarea que
pareció durar una eternidad. Los tanques de agua
fueron lo más sencillo: sellaban un corredor y luego
alguien se anclaba en el techo, a gravedad cero, y se
colocaba cabeza abajo con una sierra mecánica,
royendo el fibroso plexiglás. Después de cierto
tiempo empezaba a filtrarse un poco de agua, que
luego se convertía en un hilillo, y acababa
abriéndose paso impetuosamente por el agujero,
estrellándose contra la pared opuesta y avanzando
en remolinos pasillo abajo hasta el agujero que la
186
engullía...
El papel fue pasando por las unidades
eliminadoras que había en el techo de cada
habitación: se crearon pequeñas cadenas de trabajo,
como gente pasándose cubos de agua en un
incendio. Las cajas, las bolsas y los paquetes iban de
una mano a otra —«uf‐toma‐¡aymidedo!‐uf‐¡vigila!‐
¡buf!»—. Las unidades de eliminación se dieron un
banquete de celulosa polvorienta.
Lo peor fueron los cuartos de la comida:
resbaladizos, pestilentes y llenos de gusanos. Pese a
todo, la gente se puso las mascarillas, las palas
empezaron a funcionar, y los que tenían el
estómago más débil fueron tolerados por sus
compañeros.
Hizo falta un mes y medio para reciclarlo todo.
Para aquel entonces habían muerto 4.199 pasajeros.
José fue considerado afortunado. Ni murió ni sufrió
el daño cerebral que redujo a unos cuantos al estado
de vegetales.
Y la Central Manufacturadora le regaló una silla
de ruedas muy bonita por Navidad.
Cuando todo hubo vuelto a la normalidad, un
golpe hizo vibrar la puerta de la 283‐SO‐B‐12. El
hombre que parecía un esqueleto se lamió los labios
como cuchillos y mandó a su hija para que
respondiera.
187
—Hola, Marta. Lan Tung.
—¿Qué pasa, Wilson?
—Alexina, aquí presente, no quiere matricularse
en nuestro curso.
—¡GRGRGRGRGRGRH!
—Cuélgala de los pulgares mientras Marta busca
el gato de siete colas. Quizá podamos convencerla
para que cambie de opinión.
El Programa hierve de frustración porque los
pasajeros insisten en que hoy es el primer día del
siglo XXVI. Les ha explicado que en realidad es el
primer día del último año del siglo XXV, pero ellos
no quieren aceptarlo.
Pobre Programa. Todo cerebro y nada de corazón.
—La irracionalidad voluntaria te molesta,
¿verdad?
Está enfadado, no va a contestar.
Quizá sea ésa la piedra angular de nuestra era:
Aunque la ciencia y la tecnología han trabajado
durante nueve siglos para reducir el universo a
términos lógicos, aunque los planificadores sociales
han luchado por convertir la psique del Hombre en
algo tan liso como sus materiales sintéticos y tan
lineal como el vuelo de sus cohetes, sigue siendo el
psicótico irritable y desafiante que se echó a
navegar por el océano sabiendo perfectamente bien
188
que sus naves caerían por el borde del mundo.
Es demasiado complejo para ser una buena
máquina.
Pero explícale eso al Programa.
Y, con todo, siento simpatía hacia ellos. Las
palabras afectan a esta gente igual que la gravedad
de un asteroide a un agujero negro.
Por ejemplo, la Sala Común del 283 ha sido
requisada por Lan Tung Cereus y su hija, Marta.
Con sus prominentes pómulos, sus dientes blancos
llenos de empastes y sus ojos ardientes, Marta es la
encarnación de la amenaza. Y me temo que es
también una devota del sadismo en un grado muy
superior al que nunca haya podido alcanzar su
padre: él, al menos inicialmente, intentaba justificar
sus acciones. Ella nunca lo ha intentado. Igual que
una bestia impulsada por el instinto, desea y actúa.
En la Sala Común del 283‐SO, han quitado la
mitad de las bombillas, y el resto han sido pintadas
con aerosol rojo. Cortinas de cuero negro ocultan la
ventana de cuarenta metros que da al Parque 281
Desierto Pintado, donde el grupo encuentra sus
escorpiones y sus monstruos de Gila. Tanto dentro
como fuera se alzan cadalsos, postes para flagelar y
altares... En el suelo, el techo y las paredes hay
costras de sangre seca... La negra y asfixiante
atmósfera resuena con el eco de los gritos y su
189
recuerdo...
No puedo interferir. Bien sabe Dios que lo he
intentado, pero, hasta que no logre arrancarle el
control al Programa, lo más que puedo hacer es oírle
informar a las autoridades civiles de que Cereus y
su hija están molestando a otro pasajero.
Pero la Presidenta... El Programa interrumpe su
orgasmo, cosa que la molesta, para decirle:
—Presidenta Pentfield, el grupo Cereus acaba de
secuestrar a Maryellen Kunihiro, una chica de
quince años.
—¿Y qué quieres que haga yo? —pregunta ella,
apartándose de su disgustado amante para
encender dos cigarrillos, uno para cada uno.
—Lo correcto sería que les detuviera.
—¿Y encontrarme yo también encadenada a una
pared? —Cuando frunce el ceño, hilillos de humo
brotan de sus anchas fosas nasales—. Nada de eso.
Además, el Compromiso Ioanni‐Dunn sigue en
pie..., no nos molestan, y nosotros no les
molestamos.
—Quizá si unos cuantos hombres jóvenes y sanos
como el señor Kober, aquí presente...
—Oh, oh —gruñe Kober, enterrando su rostro en
la almohada—. No pienso buscarles las cosquillas a
esos chalados, no señor. Me harían picadillo.
—Pero... —En el Nivel 281, dos hombres
190
enmascarados arrastran el delgado cuerpo de la
joven hacia el umbral cubierto por una cortina de
crepé de la Sala Común SO. Un fragmento de su
blusa, metido entre sus dientes, ahoga sus gritos.
Sus mejillas ya están ennegrecidas por los golpes—
. Usted tiene el deber de proteger a los demás
pasajeros, señora Presidenta.
—Sólo a los que me reconocen como tal —dice ella
secamente—. Vete.
Tenemos que obedecer.
Nuestro sensor de la Sala Común observa a Lan
Tung Cereus reclinado en un sofá cubierto de tela
azul y oro. La bebida que hay en su mano es una
mezcla de licor, marihuana y anfetaminas. Tras las
rendijas de su máscara de seda negra arden sus ojos,
crueles y opacos. Tiene la boca abierta; su lengua
rosada prueba el aire igual que la de una serpiente.
—Una salvaje —dice con placer—. Habrá que
domarla. Reclamo el droit du seigneur.
—Cereus. —La voz del Programa es más alta de lo
normal—. Déjala marchar. Tus acciones constituyen
un delito de retención ilegal, agresión sexual,
agresión con intenciones de herir...
—Cállate, OC —gruñe Marta, que no permite que
nadie le ponga obstáculos a su padre. Tiene el
cabello castaño rojizo, y su temperamento hace
juego con él—. Cierra el pico y déjanos en paz.
191
El Programa accede..., y entonces, de forma
increíble, se apodera de mí, me hace caminar a
través de pasadizos laberínticos hasta una puerta
metálica con muchos cerrojos, y me llena la mano
de llaves.
—Ábrela.
Mientras obedezco, le pregunto:
—¿Por qué?
—Voy a dejar que hables tú con ella. Eres humano,
y ella es humana..., quizá tú puedas conseguir que
no lo haga. Yo no puedo, eso está claro, no atado por
todas esas malditas pautas orales permisibles sin las
que no puedo actuar. ¡Date prisa!
La última cerradura se abre con un chasquido. Me
encuentro en una garganta rocosa, encima de una
cornisa situada a unos cuantos centímetros del agua
espumeante. El torrente se hunde en la tierra a un
centenar de metros de distancia.
—¿Qué diablos? ¿Cómo voy a...?
—La salida de datos funciona igual que la entrada
—dice secamente El Programa—. Encuentra la
textura de ese sensor.
—Yo, esto...
—Rodamientos oxidados —suspira.
Cuando salgo del tiempo real el río se congela.
Luces de mil colores parpadean en sus heladas
profundidades. Meto mi brazo en 900.000
192
minicorrientes.
—Tiene que haber un modo mejor —gruño.
—No si no deseas que te censure —me replica con
aspereza—. ¡Sincronízate, hombre!
Busco a tientas la corriente adecuada.
—¡La tengo! ¿Y ahora qué?
—Limítate a hablar..., manda parte de tu ser hacia
atrás para percibir lo que está ocurriendo.
La división me resulta extraña, pero vuelvo a la
Sala Común. Han pasado tres segundos.
—No me callaré, Holfer. ¡Deja marchar a esta
chica!
Marta parece sorprendida, pero dice:
—Rómpete un chip, ¿quieres?
—No. Lo que estás haciendo es malo..., déjala
marchar.
El huesudo Cereus salta hacia la encogida
Kunihiro, cuyas manos están atadas detrás de la
espalda, y le pellizca el pezón derecho. Su chillido
se atasca en la mordaza.
—OC —dice con voz chirriante—, ¡vete, o la
instruiremos en algo más que en estoicismo!
Le pido apremiantemente al Programa que me dé
más..., y lo más que me concede es la voz.
—Muy bien —digo, derrotado—, pero date por
advertido de que llegará el día en que deberás
rendir cuentas de esto.
193
—Melodrama ofrecido por un ordenador... —se
lamenta la hija, mientras va hacia la vitrina y escoge
un látigo.
Aferró las llaves y me enrosco sobre mí mismo,
cortando mi conexión con El Programa. La negrura
me rodea. El tiempo pasa rápidamente en tal estado
de meditación. Los pensamientos acuden
libremente, y las décadas mueren mientras yo
trabajo en ellos.
Lo que acabo sacando es la presencia de tres
metáforas: la palanca de la estatocolectora, el ojo
que no parpadea y el yo ocupado. Cada vez que me
dedico a la introspección debo enfrentarme a
ellos..., y siempre acabo humillado.
Mis dedos, quemados a menudo y ahora
demasiado vacilantes, no pueden tocar el mango de
cerámica de la palanca. La estatocolectora sigue
dormitando; el viaje sigue sin abreviarse.
Después, lucho con el sistema de guía, tan
firmemente centrado en Canopus. ¡Si pudiera hacer
que descarrilara! Los sistemas que nos rodean
podrían acomodarnos si tan sólo me fuera posible
cambiar de rumbo. Pero, si este ojo posee músculos
oculares, no responden a ninguno de los tirones
nerviosos que soy capaz de imaginar. Las estrellas
siguen pasando junto a nosotros, inalcanzables.
La tercera visualización me ocasiona problemas:
194
mi cerebro, una casa con muchas habitaciones,
habitaciones con muchas puertas, puertas cerradas
un millón de veces..., y yo con llaves para tan sólo
unas pocas. El Programa ocupa las demás y guarda
su territorio más celosamente que el Cancerbero.
Gracias a Dios, ahora me permite hablar..., pero el
habla, por sí sola, es tan impotente.
La religión murió en la Tierra porque Dios —que
existe; sólo hace falta contemplar Su obra—, está
limitado en Su poder de manipulación. Puede
percibir la diferencia entre los individuos, pero
cuando alarga Sus enormes (aunque no‐físicos)
dedos, no puede conseguir la discriminación
necesaria. A menos que le haga daño al inocente, se
convierte en una Voz, para instruir y amonestar,
antes que para castigar en esta vida..., pero,
abandonando Sus relámpagos, se convierte en un
Dios inefectivo, y, con el tiempo, en un mito...
Los hombres son lo que desean y hacen lo que se
les permite, y las palabras sin armas no pueden
detenerles.
Cuando era niño vivíamos en una parte pobre y
nada agradable de la ciudad. Los tipos duros de la
calle cobraban una tasa en cada hogar y la recogían
mediante el dolor. Una noche, un adolescente gordo
y de aire despreocupado entró contoneándose en
casa.
195
—Eh —dijo—, dame los cincuenta.
Mi padre, que no tenía piernas, estaba tendido en
el diván, como había estado desde hacía quince
años. El naufragio que le había dejado varado en
Norteamérica había reclamado también sus manos.
Sus obscuros ojos me miraron, como encogiéndose:
la pensión de invalidez ya había sido gastada en su
totalidad.
—No los tenemos —le dije al recaudador. —¿No?
—No.
—Entonces, en vez del dinero, me llevaré una de
las orejas del viejo. —Sacó su cuchillo, y empezó a
cruzar el remendado suelo de linóleo. Despreciando
mi presencia y mi atención, me dio la espalda.
Mi mano encontró una silla plegable apoyada en
la pared cubierta de grietas. Mis brazos encontraron
fuerza en el miedo. Hice girar la silla. Cayó, y el
cuchillo repiquetó en el suelo.
—¿Y ahora, qué? —le pregunté a mi padre.
—Vete de la ciudad —me dijo en su tamil nativo—
, o muéstrate tan malvado que nadie se atreva a
incurrir en tu disgusto.
Me fui de la ciudad. La pandilla volvió y... Cuando
la policía identificó finalmente los cadáveres, hice la
promesa de que nunca volvería a mostrarme tan
remilgado como para permitir que el mal me
despreciara a mí o a los míos. Pero ahora... Los
196
programadores previeron las averías mecánicas.
¿Por qué no los fallos de la mente? (Oh, El Programa
tiene una sección psiquiátrica, pero no puede
obligar a los pasajeros a que se sometan a la terapia.)
Su idea era que las autoridades civiles ordenarían el
tratamiento; no permitirían la anarquía. Una vez
más, eso me frustra.
El Programa dice:
—18nov2512; 1631 horas; 12‐SE‐A‐9. Sujeto Ida
Rocklen Holfer.
—¿Ella y Cereus no vivían en el dos ocho tres?
—Acabó reuniendo el valor suficiente para
divorciarse de él... 11feb2510.
—Gracias a Dios. —Patino a través del hielo para
ajustar la entrada, y luego me concentro en su
abarrotada sala de estar. José, el de la piel
traslúcida, está sentado en su silla de ruedas, las
manos cruzadas sobre su regazo, los ojos cerrados.
Está escuchando la Octava Sinfonía de Davis por
unos auriculares. De vez en cuando convierte el
dedo índice de su mano derecha en una huesuda
batuta. Para ser un lisiado de setenta y cuatro años,
parece estar contento.
—¿Por qué no tienes ARN sobre Programación de
Ordenadores? —pregunta su madre, yendo de un
lado para otro.
—Hace sesenta y seis años, cuando intentaste
197
agotar mis recursos, uno de tus... esto... asociados
pidió todas las inyecciones de ARN. Se las entregué.
No las guardó bajo las condiciones adecuadas de
temperatura/humedad. Se deterioraron. Y no
puedo hacer más porque no hay programadores de
ordenador expertos a bordo cuyos cerebros me sea
posible... explorar.
—¡Oh, sí! —Sonríe vagamente en dirección al
sensor—. ¡Ahora lo recuerdo! Tendré que reunir a
los otros para que podamos hacerlo por nuestra
cuenta.
Habiendo crecido con el conocimiento de que la
disciplina que necesita sólo puede venir de ella
misma, intentará estudiar, pero los demás...
—Lo siento —dice Ralh Lowe por el visófono—,
pero ya sabes cómo son las cosas, tengo mucho que
hacer...
—Dime una —le exije ella. El rubor se abre paso
por la opalescencia de sus mejillas de 117 años de
edad.
—Mis chicos quieren ir al parque.
Sus dedos atusan distraídamente su poco
abundante cabellera blanca.
—Ralph, no puedes aprender eso si no lo estudias.
Y, si no lo aprendemos, nunca podremos aterrizar.
¿No quieres...?
—¿Cuánto tiempo llevas estudiando eso?
198
—Cincuenta años, Ralph, pero soy vieja. Aunque
anhelo llegar a un planeta, se me olvida lo que he
aprendido dos minutos después de que creo
haberlo aprendido. Es la maldición de la edad,
vaya, por lo que puedo recordar...
—Tengo que irme, Ida, adiós. —La pantalla se
traga su rostro en la negrura.
Habla durante dos minutos más, y luego
parpadea.
—¿A quién quería llamar? —le pregunta al aire, y
luego vuelve a su lección. La misma que lleva
estudiando desde hace once años.
Desanimado, inspecciono el ciclo vital de la perca
en el Parque 301 Grandes Lagos. Después de siete
años, me relajo con las estrellas. El Programa me
avisa de que:
—29mar2519; 2318 horas..., las cámaras de
observación pueden estar sujetas a dirección
externa.
Nina Figuera Goodwin, una belleza de piel
obscura y cuarenta y tres años de edad, cuya meta
en la vida es huir del aburrimiento, ha instalado su
residencia en la Sala de Control del Nivel 321. Nadie
la molesta..., el grupo de Cereus cree que por
encima de ellos no vive nadie, y ni tan siquiera El
Programa piensa decirles lo contrario.
Vivir allí no presenta ningún problema logístico:
199
el lugar posee las instalaciones necesarias para
comer, dormir, excretar y asearse, porque los
diseñadores esperaban que este observatorio fuera
usado muy a menudo. Los cínicos bancos de
memoria nos dicen que ella es la primera persona
que entra allí de forma regular desde que murieron
los pasajeros nacidos en la Tierra.
Pero, claro, Goodwin ha explorado toda la nave.
Desde que pudo caminar ha metido la nariz y
hurgado en cada rincón de cada Nivel. En algunos
pasillos que no se usan (y, por lo tanto, no son
limpiados), sólo las huellas de sus pies estropean la
perfección del polvo. Ya iba siendo hora de que
volviera hacia el exterior la atención que su tres
veces tatarabuelo, F. X. Figuera, volvió hacia el
interior.
Gozo con ello desde el mismísimo principio. Hasta
ahora he estado limitado. Nuestros oídos y nuestros
ojos son manipulables sólo por El Programa, y a éste
sólo pueden atraerle: (a) lo que parezcan amenazas,
y: (b) lo que los usuarios del observatorio nos digan
que resulta interesante.
Pero ahora abro la cerradura de las pautas
verbales, resbalo a través del hielo y digo:
—Señorita Goodwin.
—¿Sí, OC? —Se mordisquea una uña pintada con
rayas azules, de pie ante una exhibición holográfica
200
de diez metros de Canopus.
—Aproximadamente a diez años luz delante
nuestro se encuentra algo que no es normal. Podría
inspeccionarlo.
—¿Qué es?
—No lo sé. No estoy programado para examinar
sin órdenes.
Se reclina en el asiento giratorio acolchado.
Bosteza, se rasca su moreno cuello de cisne.
—De acuerdo —decide—, echa un vistazo.
—Gracias. —Un milisegundo después, El
Programa ya ha orquestado los instrumentos,
ópticos y auditivos, para que se enfoquen sobre el
objeto extraño. Los datos fluyen a través de
nosotros en ríos glaciales. El Programa imprime
algunos en una pantalla secundaria a beneficio de
la Goodwin, mientras yo digo—: Le he aplicado
láser y radar; la contestación volverá en
aproximadamente veinte años. Cuando nos
acerquemos, podemos hacer espectroscopia láser y
otros estudios a distancia; aquí llega la primera
información visual...
La imagen está granulada a causa de la
amplificación y los aumentos utilizados; estas
distancias superan incluso los métodos de realce
asequibles al ordenador. Aun así, contemplamos la
boca del Infierno.
201
—Es una estrella —dice ella, decepcionada—. Y,
además, una estrella aburrida.
—Señorita Goodwin, es demasiado pequeño para
ser una estrella. Y parece estar moviéndose... ¿Se ha
dado cuenta de que no hay corrimiento al azul?
—¿Y qué? —Impaciente, empieza a jugar con los
diales. Las luces de preparado se encienden en una
docena de consolas, y se da cuenta de que ha sido
ella la causa de tal efecto. Igual que una criatura con
un nuevo juguete, lo prueba todo.
Afortunadamente, El Programa ha bloqueado los
circuitos de mando.
—Si estuviera inmóvil, su luz se desplazaría hacia
el azul porque nos estamos aproximando. Dado que
no lo hace, tiene que estar moviéndose.
—De todas formas, ¿cómo sabes hacia dónde
tendría que ir la luz? —Como prácticamente todo el
mundo, sólo tiene la más nebulosa idea de la
ciencia. Por fortuna, es curiosa. ¿Herencia, quizá?—
. Quiero decir que quizás esté cambiando, pero que
se notará luego.
—No —digo con voz pensativa—. Está emitiendo
la luz suficiente como para una espectroscopia
simple, y las líneas de absorción se encuentran
prácticamente en los sitios correctos.
—Así que es demasiado pequeño para ser una
estrella y, dado que está ardiendo o algo así, no
202
puede ser un planeta o..., ¿cómo se llama eso, las
rocas más pequeñas?
—Asteroide.
—Eso... Entonces, ¿qué es?
—Bueno, creo que esas «llamas» son partículas
cargadas, excitadas, y que emiten radiación en el
espectro visible..., en mi popa había un efecto
similar antes de que el estatocolector se... averiara.
—El Programa pasa una cinta de nuestros motores;
aunque sin aumentar, consigue hacer que abra un
poco más los ojos—. Hay un parecido...
—Dios mío —murmura. Su mano se alza para
acariciar y proteger su cuello—. Eso es otra... otra
nave.
—Creo que sí.
—¿Es... es una de las nuestras?
Es la primera en identificarse con su mundo natal
desde que Ernie Freeman murió. La tensión,
supongo.
—Es posible, por supuesto... Pero, si la Tierra
hubiera desarrollado un Impulsor MRL, no tendría
ningún objeto viajar a una velocidad sublumínica,
como está haciendo obviamente esa nave...
Además, si la Tierra hubiera lanzado una nave
similar pero levemente más rápida, nos habrían
informado de ello. Por lo tanto...
—Alienígenas —dice en un jadeo.
203
—Me temo que sí.
El silencio anda con pies ligerísimos a través del
observatorio. Tras haber alertado al Programa, me
retiro a mi santuario secreto. Sería deseable que la
estatocolectora funcionase; puede que la
aceleración acabe siendo esencial.
—¡Eh, avestruz! ¿Consigues algo?
Estudio las ampollas de mis dedos.
—No.
—Bueno, comprueba esto: 30dic2520; 12‐SE‐B‐9; la
Academia de Programación de Ordenadores de Ida
Holfer..., ahora empiezan a pasar las cintas.
Una mezcla: mirones en el observatorio, pasajeros
reaccionando a las noticias, gente que discute sobre
si se debe acelerar y alcanzarles (lo cual no podemos
hacer) o dar la vuelta y salir huyendo (lo cual
tampoco podemos hacer).
Ambas escuelas de pensamiento tienen sus clases
altamente concurridas en la Academia, pero Ida
Holfer, aunque tan deseosa de aterrizar que sigue
estudiando, se encuentra también tan senil que la
mayoría de sus estudiantes acaban abandonando.
Unos cuantos han resistido —Nina Figuera
Goodwin entre ellos—, y normalmente hacen que
uno de ellos escuche las interminables memorias de
Holfer mientras el resto se concentra en sus
educintas.
204
Antes de que pueda retirarme...
—281‐SE Sala Común; Enfermería —dice El
Programa—. Esto debería complacerte.
Lan Tung Cereus, tan senil como su esposa, ha
incordiado tanto últimamente a Marta que ésta le
entrega a la sala psiquiátrica. No puede hacerse
gran cosa. Está demasiado enfermo para ser curado,
y su cerebro se ha deteriorado hasta el punto en el
cual el ajuste de la personalidad (la implantación de
una nueva personalidad en los lóbulos vacíos) es
imposible.
Como mucho, se le puede mantener
permanentemente fantaseado y alimentado de
forma intravenosa.
No tengo estómago para ver sus fantasías.
Desgraciadamente, tenemos que ver a su hija
cuando una de sus víctimas suplica nuestra
intercesión. Después, tenemos que ver lo que está
ocurriendo para que El Programa pueda informar a
las autoridades civiles..., que siguen estando
demasiado asustadas del grupo Cereus como para
hacer algo más que cerrar sus puertas.
Contenemos a 75.000 pasajeros. Como mínimo
25.000 de ellos son tanto física como mentalmente
adecuados para constituir una fuerza policial, una
milicia... El grupo Cereus está formado por varios
centenares de sádicos psicópatas..., ¡y, aun así, esos
205
centenares han atemorizado a toda la nave!
El secreto de ello es doble: los de abajo, que
podrían tener la organización social necesaria para
resistirse al grupo y derrotarlo, no sienten la
necesidad de ello. Están protegidos por el
Compromiso Ioanni‐Dunn: quienes no reconocen al
Presidente no pueden estar más abajo del Nivel 160
o por encima del 320. Esto es algo que El Programa
puede poner en vigor sencillamente deteniendo el
funcionamiento de los pozos situados entre el 161 y
el 319. Por lo tanto, los niveles inferiores están a
salvo.
Y los de arriba tienen miedo. Marta Cereus Holfer
es una personalidad carismática. Sus ojos castaños
y almendrados penetran tu alma igual que un
taladro con punta de diamante. Incluso a los
ochenta años, su figura sigue siendo tan esbelta
como la de una muchacha y su agilidad es la de una
joven; va por los pasillos como un felino temible. A
su alrededor han brotado leyendas. Puede que las
generaciones futuras la transformen, igual que las
generaciones del pasado transformaron a Vlad el
Empalador en el conde Drácula...
Los Niveles 161‐319 se encuentran prácticamente
desiertos, con excepción de su macabra tripulación
y algún que otro anarquista de los más tozudos.
Y nuestros servomecanismos. Con el permiso del
206
Programa, hago que uno se alce hasta que... Ah, los
sensores, tras detectar que una cañería pierde en el
Nivel 201, le han mandado una orden de trabajo.
Sorprendido por la locura, El Programa está
pensando en dejar que yo me encargue del grupo
Cereus.
Hará falta cierto tiempo para convencerle de que
me entregue los servos suficientes para que me
permitan hacer adecuadamente el trabajo.
Pero, ¿se llevará Marta una gran sorpresa?
Por mucho que lo intentara, no podía comprender
por qué los pasajeros se saltaban las reglas y las
normas. El Programa las respetaba..., ¿por qué ellos
no? Según lo que le habían enseñado, todas las
sociedades tenían subrutinas para tratar con los
malhechores... Entonces, ¿por qué no funcionaban?
Se suponía que esto no ocurriría, pensó
desesperadamente. ¿Qué se puede hacer?
—Limítate a relajarte —dijo el simbiota... una vez
más—. Deja que yo me ocupe de esto.
¿El diablo de Metaclura2? ¿O el profundo mar azul de
locura organizada?
—De acuerdo —accedió. Como un rey en su trono,
oyó el afilar de dagas. Pero la amenaza venía del
interior, no de un cortesano rebelde o un primo que
estuviera pensando en la usurpación. Ten mucho
207
cuidado, se advirtió a sí mismo. Deja que él fantasma
te haga el trabajo sucio, y después...
Habría que tomar medidas.
Pues no pensaba abdicar.
—Mira, Mac... —empezó diciendo Nina Figuera
Goodwin. Su tono llameaba a causa de la
indignación, pero logró contenerse y tragó saliva.
Husmeó el aire. La atmósfera del observatorio,
aunque en circulación constante por el sistema de
filtro/renovación, apestaba a café amargo y a humo
rancio de cigarrillos. La pena de haber estropeado
su sitio secreto favorito anunciando la presencia de
los alienígenas la distrajo lo suficiente como para ser
respetuosa. Sabía el énfasis que ponía Mac Launder
en que todos se dirigieran a él con su título
adecuado—. Mire, señor Presidente —empezó de
nuevo, deslizando las yemas de sus dedos sobre la
piel desnuda que había encima de sus orejas. Se
afeitaba diariamente el cuero cabelludo; el corte de
pelo iroqués se había puesto de moda a finales de
los 40—, no me parece que tenga el poder y todavía
menos el derecho de hacernos parar.
Mac Launder era un hombre regordete y no muy
alto, con la piel grisácea. Sus ojos estaban
inyectados en sangre porque sus largas pestañas
tenían tendencia a curvarse hacia dentro y rozarlos.
208
Rara vez se le veía sin tener metido un nudillo en
un ojo o en otro, frotándoselo.
—Nina, hice que el OC realizara una encuesta
informal. Más del sesenta por ciento de los
pasajeros piensa que no resultaría muy inteligente
atraer la atención de los alienígenas. Como Jefe del
Poder Ejecutivo de la Mayflower, es mi deber
ordenarte que ceses y desistas de ello. Puedes
ponernos a todos en peligro.
—Eso no es más que metano, Ma..., señor
Presidente. —Hizo girar su asiento, señalando hacia
el holograma de diamantes sobre terciopelo—. OC,
deja que les echemos un vistazo, ¿quieres? —
Mientras la pantalla cambiaba de imágenes, nieve
con los colores del arco iris flotó por ella. Miró a
Launder y dijo—: Lo que va a ver es una cinta de lo
que descubrieron nuestras emisiones de láser y
radar. Llegaron en el 39. Hace once años. —Once
años, y no hemos hecho nada, pensó—. Está algo
borroso a causa de las distancias, diez años luz, pero
le dará cierta idea de lo que son.
Los bordes de la imagen eran borrosos. Puntos
blancos bailaban en ella igual que una hilera de
coristas con el tamaño de huevos de hormiga en un
musical. Con todo, la aparición era una nave
espacial: desgarbada, no concebida para la
atmósfera; obscura y marcada por eras de recibir los
209
impactos del polvo; deformada y retorcida y con
espacios vacíos allá donde un diseñador humano
habría encajado un camarote o un compartimento
de carga; y enorme.
—Tiene quince kilómetros de diámetro en la parte
más gruesa; parece tener unos diez u once de arriba
abajo. Podría tragarse a quinientas sesenta
Mayflower.
—Impresionante —dijo Launder, agitando la
cabeza—. Pero, ¿qué pretendes mostrarme con eso?
—Lo que pretendo es... —frotando el suave
acabado de la consola más cercana, que parecía
esmaltada, se preguntó si podía explicárselo a una
persona incapaz de verlo por ella misma—. ¿Se da
cuenta de lo vieja que es? Estamos contemplando
una civilización altamente avanzada. ¿Se da cuenta
de lo que podrían enseñarnos?
Launder lanzó una risita desagradable.
—¿Y quién de entre nosotros estudiaría?
Goodwin se ruborizó y se apartó un poco de él. El
fracaso del curso sobre programación de
ordenadores de cuya dirección se había encargado
después de que muriera Ida Holfer seguía siendo,
incluso seis años más tarde, una herida tierna en su
autoestima.
—De acuerdo..., sí, es posible que se lo estén
enseñando a clases vacías pero... Ejemplo: llevamos
210
a bordo de esta nave, ¿cuánto, doscientos cincuenta
años? No ha existido ni un solo descubrimiento,
invención o ni tan siquiera refinamiento creado por
ninguno de nosotros. ¡Ni uno! —Golpeó la consola
con la palma de su mano. El golpe, seco y
sorprendentemente fuerte, quedó suspendido en el
aire. La mano le escoció. Contempló su piel, que
enrojecía rápidamente, con cierto disgusto.
—He oído eso antes, Nina —replicó Launder, sin
alterarse en lo más mínimo—. La razón es sencilla...,
nuestros recursos de talento son tan pequeños que,
prima facie, es improbable que ninguno de nosotros
pudiera inventar algo que valiera la pena.
—¡Pero tenemos que hacerlo! —De nuevo la
palmada, pero esta vez el fruncimiento de ceño se
debía a la reflexión. El dolor se había perdido en su
exasperación y su anhelo de conocer el exterior. La
llamaba y ella quería contestar, le dolía no poder
hacerlo—. Escuche, esa gente de la Tierra no se ha
quedado quieta..., han logrado evitar la guerra y
ahora están haciendo otras cosas, el Impulsor MRL
es sólo una..., para cuando lleguemos a Canopus
nos encontraremos mil años por detrás de ellos,
tecnológicamente hablando. Para ellos seremos
bárbaros..., salvajes.
—No del todo. Estamos recibiendo sus emisiones.
—Le dirigió una cansada sonrisa y se quitó una
211
pestaña del ojo. Pestañeando, dijo—: Pero no
podemos hacer nada.
—Sí podemos. —Su puño puntuó la frase; la
consola crujió.
—¿Qué?
—Conocer a esos alienígenas, ver si tienen cosas
que podamos usar y..., bueno, conseguirlas.
—¿Por qué deberían ser tan altruistas como para
darnos esas cosas? Y, además, ¿cómo puedes estar
tan segura de que seremos capaces de
comunicarnos con ellos?
—Señor Presidente. —Se había puesto de pie, con
las manos en las caderas, y luchó por no soltarle la
primera contestación que le había venido a la mente
y buscó otra, más meditada. El olor de café era tan
fuerte que sentía el sabor de los posos—. Dado que
hay otras razas, habrán logrado imaginar un modo
de aprender a comunicarse. Nos lo enseñarán, eso
es todo.
—Estás cometiendo un terrible error, Nina. —Se
quitó el polvo de sus desnudas rodillas y se dirigió
hacia la puerta—. Te prohibo que entres en contacto
con ellos. —Con el dedo sobre el botón de abertura,
se detuvo el tiempo suficiente para añadir—: Por
supuesto, si OC hace lo que tú le dices, entonces eso
demuestra que no tengo la autoridad de prohibir
aventuras irresponsables y..., cʹest la mort.
212
De camino hacia el pozo oyó un grito terrible...,
por lo que cerró los ojos hasta que éste se acalló.
Pero los gritos de dolor y miedo seguían
rebotando por las curvas y giros del 160‐A. El grupo
Cereus había atacado, y además en los niveles
inferiores... Había atravesado el suelo del 161, se
había arrastrado por entre los generadores
gravitatorios que había desmantelado, y emergido
bajo el suelo del 160.
Allí vivía poca gente, ya que la mayor parte se
había trasladado a Niveles todavía más bajos y
presumiblemente más seguros. Sin embargo, los
treinta y nueve residentes se levantaron para correr
hacia las puertas exteriores de sus aposentos. Un
cerrojo tras otro quedó conectado; las
electrocerraduras cobraron vida con un zumbido.
Se sabía que al grupo Cereus le encantaban los
secuestros.
Después, los más tímidos fueron hacia el interior
de las suites, alejándose de los pasillos, cerrando
puertas detrás de ellos, activando todo lo que
pudiera protegerles del sonido, poniendo las
duchas a plena potencia..., cualquier cosa para
distraer sus mentes de los sádicos actos que, con
toda seguridad, estaban teniendo lugar. Aun así,
unos cuantos de ellos oyeron —o imaginaron— lo
suficiente como para hacerles encorvarse sobre sus
213
fríos lavabos de porcelana, donde vomitaron a
causa del miedo y un sentimiento de simpatía.
Los más osados le pidieron a OC que trajera el
exterior al interior mediante las pantallas, o
recorrieron de un lado a otro sus aposentos en
silenciosa e irritada autorrepugnancia. Pero, ¿cómo,
se preguntaba cada uno a sí mismo, cómo es posible
que una sola persona se enfrente a centenares de
pervertidos depravados y espere sobrevivir a eso?
Marta Cereus Holfer tenía ciento diez años, y no
había disminuido en nada con ellos, salvo
físicamente. Los años la hacían todavía más
aterradora por el hecho de que su personalidad
ardía a través de las ruinas de su cuerpo igual que
el acero fundido bajo una costra de impurezas.
Llevaba arrastrando por el pasillo a un chico de
ocho años, cogido del pelo. Sus planes para él eran
vívidos y explícitos: era corpulento y gordo para su
edad; se agarraría a la vida con tozudez y, después
de la poda..., bueno, su voyeurismo sería excitado
por la necrofilia de algunos seguidores suyos...
Los altavoces del techo emitieron un crujido:
—Holfer..., has roto el Compromiso Ioanni‐
Dunn..., déjale marchar.
Se detuvo, dándole un maligno tirón a la cabeza
del chico que lo arrojó al suelo, mientras su grupo
la rodeaba haciendo bromas que el tiempo había
214
gastado sobre la impotencia del Ordenador Central.
—Cállate, OC.
—Déjale marchar, te lo advierto.
—¿Y si no lo hago? —se burló.
—Lo lamentarás.
Emitió un sonido despectivo e hizo girar su
muñeca. El chico gritó. Las lágrimas manchaban sus
blancas y regordetas mejillas.
—Te lo advertí.
De cada extremo del corredor se alzó un suave
zumbido, que fue creciendo en tono y volumen.
Pronto aparecieron los servomecanismos,
relucientes y achatados, aproximándose a toda
velocidad. Primero uno, luego dos, después un
ejército vengador, una hueste metálica de enemigos
de Holfer. Avanzaron hacia el grupo Cereus en
silencio, con excepción del zumbido de sus motores
eléctricos y el rumor de sus numerosas ruedas.
En los ojos asiáticos de Holfer se encendió una luz
de diversión.
—¿Crees que puedes asustarme para que le deje
marchar? Sé que no puedes...
Sus palabras murieron en un jadeo de sorpresa.
Los servomecanismos se adentraron por entre sus
primeros seguidores, agarrando muñecas, tobillos y
codos con manos metálicas diseñadas para sujetar
cañerías. Los servos llenaron el pasillo como
215
salmones plateados en un torrente metálico. Se
movían en un silencio absoluto, pero los miembros
del grupo estaban empezando a gritar, a dar
patadas y golpes a sus atacantes. No sirvió de nada.
Los robots estaban por todas partes, y la carne
resultaba fútil contra el metal, la carne se hería
contra las tuercas y se amorataba sobre los
remaches o resbalaba encima de las placas, mientras
que las ruedas, las ruedas de goma, avanzaban
igual que la marea. El aire apestaba al sudor del
miedo.
—¡Suéltame! —le chilló Holfer al servo que hacía
rechinar sus radios contra sus cubitos.
—Te lo advertí —retumbó la voz del OC.
—No, no puedes, soy una pasajera, maldita sea, no
puedes matar a una pasajera, es lo que pretendes,
no puedes, tú... —Un trapo endurecido de pintura
arañó su lengua; una mano de acero ató en su sitio
la mordaza.
Medio millón de pantallas chisporrotearon y
escupieron un arco iris de chispas antes de emitir la
batalla del 160.
—Perdonen esta interrupción —dijo la voz átona
y monocorde del Ordenador Central—, pero es
importante. Conducta tan vil y peligrosa como la
del grupo Cereus ya no será tolerada más tiempo.
Fui obligado a actuar porque las autoridades civiles
216
se negaron a aplastar esta conducta que ponía en
peligro la misión. Por lo tanto, observen
atentamente el castigo de Marta Cereus Holfer, y
sepan todos ustedes que la libertad para buscar la
felicidad propia no le permite a uno infringir la
libertad de los demás.
Manos robóticas aferraron los tobillos de Holfer;
los servos empezaron a moverse por el pasillo.
Otros hicieron lo mismo con los cuarenta miembros
del grupo que habían capturado. Holfer estaba de
espaldas; la máquina aceleró al máximo; su cabeza
rebotaba y sus brazos se agitaban, y el suelo —ahora
alfombra, ahora metal desnudo, luego alfombra
otra vez—, desgarraba sus ropas y a ella misma;
arañaba su espalda, la hería —empezó a brotar
sangre, primero un hilillo, luego un torrente
brotando de las heridas—, y su cabeza rebotaba,
rebotaba, rebotaba, mientras su cabellera se
desplegaba en abanico tras de ella, se deslizaba por
el suelo... a lo largo del Nivel 160, por el pozo hasta
el 159, por ese Nivel, hacia abajo...
Detrás ronroneaba una falange de robots
limpiadores, barriendo, fregando y dando jabón
para quitar las manchas color óxido y los
fragmentos de hueso y carne. Sus motores
entonaban canciones de alegría.
Marta Cereus Holfer había muerto hacia el Nivel
217
143.
Su lugarteniente aguantó todo el trayecto hasta el
Nivel 18.
Los doscientos sesenta miembros del grupo que
no habían estado en el pasillo en el momento del
juicio se limitaron a desaparecer.
Y la gente empezó a no cerrar las puertas por
primera vez en más de cien años.
Barnet Ioanni Koutroumanis era un hombre
apuesto en los inicios de su década de los setenta.
Medía más de dos metros de alto, y no dejaba nunca
sus aposentos sin exhibir sus blancos dientes en una
sonrisa. Su cabello era más negro que el cielo del
exterior. Su risa podía hacer que un pomelo se
volviera dulce. Pero, el 26 de febrero de 2556, en la
intimidad de su Área de Trabajo Personal, estaba
muy irritado.
—Es obvio que OC está en contra de toda idea de
relación entre especies —le dijo a Nina Goodwin,
mientras deseaba que también él pudiera acariciar
la suavidad de su cuero cabelludo—. Si no lo fuera,
habría redactado esa presentación que le pediste.
—Siento entrometerme, señor Koutroumanis —
dijo la pared—, pero, sinceramente, no tengo
prejuicios..., no he escrito la presentación por la
sencilla razón de que no tengo programación
218
alguna sobre este tema. O los programadores
decidieron que el Primer Contacto era improbable,
o se olvidaron de la posibilidad de que existiera.
Tenían bastante prisa, pero...
—Cállate, OC. —Los ojos de Koutroumanis se
habían convertido en dos rendijas hostiles.
—Barney... —Goodwin apoyó una mano sobre el
cálido y agradablemente velludo antebrazo para
calmarle—. OC no miente, eso ya lo sabes. Mira,
usémoslo de la forma en que ha sido concebido.
—¿Cuál?
—Así. —Su silla chirrió cuando la hizo mover,
apartándola de la mesa; emitió un chasquido
cuando la inclinó. Enfocando sus ojos en un sensor
cubierto por una rejilla negra, preguntó—: OC, ¿es
posible hacer una evaluación de los alienígenas?
—No con un grado mínimo de fiabilidad.
—Conoces nuestro plan..., ¿puedes evaluarlo?
—No. Dado que depende de los alienígenas,
también él contiene demasiadas variables e
intangibles.
—¿Por ejemplo? —Tomó un sorbo de té y luego
torció el gesto. OC se había pasado con el limón.
—Su capacidad para la coexistencia. Su curiosidad
y etnocentrismo. La habilidad de su tecnología para
percibir las emisiones de la nuestra. Su marco de
referencia.
219
—Explica eso último —pidió Koutroumanis.
Los altavoces guardaron silencio durante un largo
momento.
—Mucho de lo que nuestra cultura da por sentado
se basa en la suposición hecha por Descartes:
«Pienso, luego existo». Las acciones humanas son
gobernadas por esa estructura racionalista. Si lo que
los alienígenas dan por sentado derivara de la
noción de que «como, luego existo», o «me
reproduzco, luego existo», o «percibo los rayos
gamma como un olor agradable, luego existo»,
podría darse un choque en el contacto.
Koutroumanis empezó a caminar de uno a otro
lado. Los tacones de sus zapatos emitían un leve
susurro sobre la espesa alfombra color borgoña.
—Sigo diciendo que OC tiene prejuicios —gruñó.
—Quizá los tenga —admitió Goodwin con voz
pensativa. Se rascó la punta de la nariz—. OC..., si
decidimos seguir adelante con nuestro plan, ¿nos
detendrás?
—No.
—¿Se debe eso a que apruebas nuestros actos?
—No.
—Entonces, ¿por qué? —Acabó su té, convirtió la
pajita reblandecida por el calor en una rosquilla, y
la sostuvo hasta que se hubo enfriado lo bastante
para mantener la forma.
220
—Porque estoy programado para prohibir sólo
aquellas acciones que amenazan la integridad
estructural de la nave o el eventual éxito de la
misión. Por lo demás, estoy programado para
someterme a los deseos de los pasajeros.
—Pero las encuestas dicen..., ¿qué es, el sesenta y
uno punto tres por ciento? Ese porcentaje de
pasajeros está en contra de la idea —dijo
Koutroumanis.
—También estoy programado para no hacer caso
de las opiniones de los ignorantes.
Los dos humanos se echaron a reír.
—¿Cuántos clasificas como no ignorantes? —
preguntó Goodwin entre risa y risa.
—Doce. Diez a favor, dos en contra.
—Por lo tanto, nos dejarás hacerlo.
—Sí. De todas formas... —Aquí algo cambió; no
exactamente su voz, sino, quizá, su entonación—.
Preferiría que no lo hicierais. Tengo una intuición
de que...
—Los ordenadores no tienen intuiciones.
—...de que podría causar grandes problemas.
Pero no hicieron caso de sus objeciones. Un año
después, el 3 de marzo de 2557 para ser exactos, las
antenas de la Mayflower empezaron a latir. Las luces
montadas en el casco parpadearon.
Encendido (1 segundo), apagado. Encendido (2
221
segundos), apagado. Encendido (3 segundos),
apagado. Encendido...
Era una pauta muy sencilla, diseñada para
mostrarle al observador que quien la enviaba había
llegado a dominar ciertas habilidades mentales.
Once años después, provocaría curiosidad entre
los alienígenas.
Y también hambre.
En el Parque 101 Pinos de Georgia, una zarigüeya
iba caminando muy satisfecha hacia el arroyo,
removiendo la alfombra de agujas de pino que...
Maldición. No consigo interesarme en la flora y la
fauna de un mundo que se encuentra a 27,2 años luz
de nuestra popa. No ahora. El mensaje debería
llegar a los alienígenas hoy, el 12 de abril de 2568.
Me pregunto qué sacarán en claro de él. Les hará
falta un tiempo para improvisar algo con lo que
contestar..., y harán falta 9 años y 33 días para que
nos devuelvan el guiño...
—Ah, Programa... Empezando en mayo del 77,
deberías mantenerte alerta por si llega una
respuesta de esos extraterrestres.
—Claro —dice, siguiéndome la corriente—.
Mientras tanto, ¿por qué no le echas una mirada a
los pasajeros?
—¿Tengo que hacerlo?
222
—Creo que deberías.
Así que hago un acto de extroversión y, mientras
nuestros ojos examinan los lugares donde le gusta
reunirse a la gente, El Programa se encarga de
pasarme cintas para que me ponga al día.
Me desanimo rápidamente. Tras años de ser
apremiados a que aprendan el funcionamiento de
nuestros mecanismos, por ejemplo, nadie ha
adquirido la habilidad suficiente para alterar
ninguna parte del Programa. Entre 75.000 personas,
unas cuantas deberían ser capaces de pasarse 15
años —un mero 12,5 por ciento de sus vidas— para
aprender a dominar los sofisticados sistemas que
desarrollaron sus antepasados. Pero no, nuestra
mejor estudiante acabó abandonando disgustada
sólo un año o algo así antes de que hubiera sido
capaz de empezar a cambiarnos...
Y esa ridícula separación entre los niveles de
arriba y abajo sigue existiendo, aunque los Niveles
más altos no son ya los reinos del horror, gracias a
Dios. Lo que El Programa me dejó hacerle al grupo
Cereus ha tenido cierto efecto, por lo menos. Pero
casi 30.000 personas viven por encima del Nivel 160;
se niegan tercamente a reconocer al Presidente
actual como poseedor de ninguna autoridad sobre
ellas.
En cuanto al lado bueno de las cosas, la violencia
223
ha disminuido. Todavía sigue habiendo
demasiados estallidos, por supuesto, pero es algo
carente de organización, aleatorio..., normalmente
la violencia es infligida cuando las emociones llegan
a un nivel demasiado alto..., es triste ver a un esposo
pegar a su mujer, o a un amigo atacar a su amigo,
pero sirve como válvula de escape para la tensión.
Y, con la muerte de Holfer fresca en sus memorias,
tienden a no pegar demasiado fuerte. Hay muy
pocos daños serios.
Pero, aun así, me desanimo. La gente de abajo no
es menos hedonista que la de los niveles superiores,
lo único que han hecho es abandonar la idea de que
tienen el derecho de obligar a los demás a que
participen en sus placeres..., salvo en términos
políticos, por supuesto, lo cual es irónico: los niveles
inferiores permiten la interferencia en sus vidas
cotidianas sólo si procede del gobierno; los niveles
superiores no permitirán que ningún gobierno les
aparte de entrometerse en las vidas cotidianas de
los demás.
Sintiéndome muy disgustado, me aparto para
enfrentarme por milésima vez a mis metáforas. Las
llaves tintinean en mis manos, pero sólo abren unas
pocas de las incontables habitaciones que
constituyen el yo ocupado. Pedirle al Programa que
me dé más sólo consigue que se enfade conmigo.
224
Me apresuro a olvidar el tema.
El ojo no ve nada aparte de Canopus.
La palanca del interruptor es inalcanzable detrás
de sus ilusorias pero muy concretas barreras.
Debo entrar en la mansión. Acuclillándome sobre
un suelo de mármol que parece un espejo, examino
una puerta sin ningún tipo de señales. La cerradura,
invencible, debería estar en la bóveda de un banco.
En cuanto a la puerta en sí..., mis nudillos la golpean
dubitativamente..., acero sólido. Creo que no voy a
intentar abrirla a patadas.
—¡Alerta! —grita El Programa, y salgo de la
mansión para hallarme en...
—19nov2577; 2143 horas. ¡Observatorio!
Con una marea de líquido deslizándose por
alambres llameantes estoy allí, viendo los
hologramas, sintiendo correr los cálculos a través de
nuestros circuitos. El fuego azul del extraño se ha
ido..., su configuración cambió hace 18 días. Ahora,
ante él se encienden y se apagan campos
magnéticos en forma de embudo...
¡Sí! ¡Vienen! Tras dos semanas y media de frenado
a 2 gravedades, han invertido su rumbo. Los
espectroscopios muestran la variación en las líneas
de absorción..., ¡ooh! Su aceleración me pone
nervioso. A 21 metros por segundo cuadrado es
más de dos veces la nuestra. ¿Cuánto tiempo
225
pueden mantenerla? Tres semanas... cuatro... cinco,
sí, han llegado al 0,21 de la velocidad de la luz, y
ahora se acercan poco a poco.
A no ser que frenen de forma inesperada, el
contacto tendrá lugar en enero de 2600 e
interrumpirá las discusiones entre los pasajeros,
que desearán celebrar el amanecer del siglo XXVII,
y
El Programa, que insistirá en que el sol del siglo
XXVI todavía se está ocultando.
Va a ser un mal modo de terminar —o empezar—
un siglo.
No me gusta el aspecto de esa nave.
No me gusta nada.
Por lo tanto, será mejor que me apresure a volver
a mi yo interior.
Ni tan siquiera una rápida patada es capaz de
hacer que el ojo se mueva..., está como pegado con
cola a su cuenca. Desconsolador. No hay forma de
cambiar el rumbo sin que lo consienta el ojo.
Entonces, ¿qué hay de la estatocolectora? El 0,99
de la velocidad lumínica podría ser útil, si
consiguiera...
¡¡¡AAARRRGGHH!!!
Las llamas bailan por el dorso de mi mano,
chamuscan mi vello, fríen la piel; mientras tanto la
palma está helada, los dedos no se pueden doblar
226
porque un hielo cristalino se aferra a sus yemas...
Disgustado, lanzo mi hombro contra una puerta
impasible..., y reboto locamente en ella.
Tengo que echarle una mirada a los pasajeros; El
Programa está preocupado por Barnet Ioanni
Koutroumanis. De acuerdo, de acuerdo, ya voy...
—3mar2581; 0911 horas; 103‐SE‐C‐18.
Koutroumanis ha heredado, a través de las
prolongadas y tortuosas espirales de las
generaciones, la agudeza política de Sal Ioanni, su
tres veces tatarabuela. Está sentado con Nina
Goodwin en el sofá de cuero que corre a lo largo de
toda su oficina. Están tomando champán, para
celebrar el establecimiento formal del HYADCEP,
un grupo de presión que desea conocer a otras razas
que surquen el espacio. Las siglas son una
abreviatura de «Humanos Y Alienígenas Deberían
Coexistir En Paz». Ahora cuentan ya con miles de
miembros, y para cuando los alienígenas lleguen a
nosotros estarán en clara mayoría.
Me gustaría poder apoyarles, pero los alienígenas
recibieron nuestra señal hace casi trece años y por el
momento no han intentado responder. No sé si
consideran tales intentos inútiles hasta que no se
haya logrado un lenguaje común, o si no se
comunican de formas perceptibles para nuestros
ojos y oídos, o si... Pero estoy empezando a
227
ponerme morboso.
Por lo tanto, tras decirle al Programa que me
despierte si hay algún cambio o si descubre algo
divertido, me sumerjo en mi mundo de analogías.
La mansión debe tener un millón de puertas;
seguramente una cederá a los embates de mi
hombro. Y lo único que tengo es tiempo...
—¿Querías algo divertido?
—Sí, eso deseaba.
—Comprueba esto: 13jul2589; 1200 horas; 19‐SE
Sala común.
Ante mí aparece una pintura. Tres metros por tres,
con un elaborado pero más bien barato marco
dorado. Representa un falo metálico que intenta
penetrar un donut de metal. Hecha en tonos
apagados de gris, negro y plata, tiene un telón de
fondo de estrellas de una blancura uniforme que, se
crea o no, parpadean.
Junto al cuadro, con una altiva sonrisa en su
anguloso rostro de 69 años, se encuentra Sylvia
Dunn Stone, que es quien ha perpetrado la pintura.
Quizá para recordarle a la gente que es reconocida
generalmente como la primera artista de la
Mayflower, viste la bata corta sobre la cual ha estado
limpiando sus pinceles durante los últimos diez
años.
La gente hace reverencias y se muere por darle la
228
mano. De las lenguas que le preguntan qué significa
el cuadro gotean las alabanzas.
Ella se explica con voz afectada y altisonante.
—El dilema al cual se enfrentan los seres humanos
cuando se aventuran a explorar lo desconocido. —
Bueno...
Quizá me he vuelto conservador, o quizá la
exposición a los contenidos culturales de los bancos
de memoria me ha vuelto un tanto despreciativo
hacia los talentos menores, o quizá, sólo quizá,
Sylvia Dunn Stone no tiene ningún talento salvo el
de convencer a los demás de que es una creadora
genial.
El defecto podría hallarse en mí, y podría radicar
en el hecho de que me encuentro dentro de algo que
ningún ser humano ha experimentado jamás..., hay
en mí tanto que es inhumano, y mi única intimidad
es con lo inorgánico..., ¿puedo percibir con la misma
sensibilidad que en el pasado? Quizá mi
metamorfosis me ha amputado mi humanidad y ha
deformado mis percepciones para adaptarlas a una
perspectiva más lúgubre...
No creo en eso ni por un minuto.
Contemplo, con la ayuda del Programa, cien
lienzos en un segundo y medio. De la dinastía Han
china a los maestros del fuego y el hielo del siglo
XXIV, de lo fotográficamente representativo a la
229
locura abstracta, impresionistas, surrealistas,
paisajistas, retratistas..., nuestras bóvedas contienen
a todos los grandes y, maldita sea, ¡reacciono al
verlos! Estas reproducciones siguen haciéndome
sentir escalofríos. Esos artistas veían más que
simples superficies; forzaban su visión para entrar
en dimensiones que Sylvia Dunn Stone ni siquiera
sospecha que existan. Me temo que han conseguido
acostumbrarme mal.
Su cuadro es una mierda. Alguien debería quemar
sus pinceles.
Pero no ha estado mal para reírse un rato.
De regreso a la mansión, con tan sólo breves
informes del Programa para interrumpir mis
desgracias:
—29sep2597... Koutroumanis tiene 48.000
discípulos. Muestran gran vehemencia en cuanto a
que les permita conocer a los alienígenas. Planeo
permitirlo. ¿Tienes alguna objeción a ello?
Muy divertido pensar que va a escucharme.
—¿Los alienígenas representan alguna amenaza?
—No, pero se están acercando aprisa, la
estimación inicial de su tiempo de llegada sigue
siendo válida... ¡y en silencio! Ninguna pauta de luz,
ninguna onda de radio modulada. Mira tú mismo.
Su nave crece en nuestras cámaras igual que un
hongo enloquecido, gris y letal. Si pudiera, daría la
230
vuelta y saldría huyendo, pero el ojo no quiere
parpadear; el interruptor no bajará.
—No tengas ninguna relación con ellos —digo.
—¿Por qué no? —Se mantiene lejos de mí,
insensible.
—Es una corazonada, de acuerdo?
—No. Opero mediante datos, no corazonadas.
—¡Maldita sea, no dejes que se acerquen a nosotros!
Su tono muestra complacencia.
—Aquí mando yo, no tú. Les conoceremos.
—¡No! —chillo, pero no piensa prestarle atención
a mis presentimientos. Seguimos hacia adelante y
esperamos..., aunque El Programa ha hecho
sondeos a larga distancia sobre su nave, la
información recogida con ellos ha resultado ser
cualquier cosa salvo informativa...
Koutroumanis está en pleno éxtasis; Goodwin
muestra un júbilo casi igual al suyo; los demás están
llenos de curiosidad y esperanza. Sospecho que van
a llevarse una decepción.
Sylvia Dunn Stone anda pintando un cuadro para
ellos. Pobres alienígenas.
¡Venga, revientapuertas! ¡Entra!
Entonces El Programa me lleva a la superficie para
que le ayude en su hora de necesidad: «16ene2600;
0600». Nuestro casco está en contacto con el de ellos;
Koutroumanis se encuentra en el Observatorio con
231
Goodwin; el resto se halla en sus aposentos,
observando por sus pantallas. El Programa se
encarga de un millón de tareas menores sin ningún
problema y anuncia:
—Las escotillas están abiertas.
Vastos paneles del casco se deslizan, revelando en
su interior espacios cavernosos. Las grutas vomitan
pequeñas figuras vestidas con trajes que parecen
astillas y que sujetan ingenios de propulsión
parecidos a palos, ingenios que escupen helio
comprimido por sus colas. El vacío que nos separa
hierve de alienígenas, que se mueven hacia aquí y
hacia allá..., es sencillo contarlos y no perderse
ninguno, pero aun así me asombra la suma: 129.413.
Se acercan, creciendo en nuestras cámaras igual que
relucientes globos de muchas patas, más grandes, los
dedos rodeando la parte delantera de sus palos, más
grandes, brujas robot que corren hacia el aquelarre
de la Noche de Todos los Santos, más grandes, más
grandes...
¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe!
Cuando se posan, sus botas magnéticas son patas
de mosquito sobre nuestra piel. Algunos han
arrastrado cables tras ellos en su trayecto. Mientras
observamos, mientras empiezo a murmurar una
protesta, unen los extremos de cobre a las antenas y
el casco.
232
Otros penetran como enjambres por las escotillas.
Aunque mi inquietud —mi temor— va creciendo
sin parar, El Programa sigue sin creer que puedan
poner en peligro la misión. Las escotillas pasan por
el mismo ciclo que las aurículas y los ventrículos,
fuzz, ¡tump!, fuzz, ¡tump!, dejando entrar olas de
ellos en los corredores, donde no se detienen ni
vacilan. Al contrario, se despliegan, avanzando a
cuatro patas.
No, no a cuatro patas; tienen cuatro piernas, pero
otro par de miembros sobresale de sus torsos,
miembros parecidos a brazos con guantes de siete
dedos. Cada dedo tiene por lo menos ocho
articulaciones. Son como tentáculos de pulpo:
treinta centímetros de largo y relativamente
delgados.
Sus trajes, un opaco tejido metálico, relucen en la
frialdad fluorescente de los pasillos. Sus cascos
tienen el visor cubierto de escarcha y, detrás de
ellos, algo... acecha.
Nina Goodwin tiene la nariz pegada al visor de
uno de ellos. El alienígena ha colocado sus patas
delanteras sobre sus hombros y contempla sus ojos
horrorizados..., a ella no le gusta lo que ve.
—¿Por qué? —grita de repente—. ¿Por qué estáis
haciendo esto? —Su revulsión es muy gráfica. Pese a
todas sus exploraciones, no está preparada para
233
enfrentarse a la auténtica diferencia. Su mano busca
a tientas el cuchillo de su cinturón.
—¡Detenla! —le grito a Koutroumanis, que, un
asiento más allá, está sufriendo una inspección
similar. Transfigurado, no me oye, o si me oye no
puede reunir el valor para moverse, para apartar de
un golpe su mano de ese acero delgado y brillante
antes de que pueda hundirlo en su propia garganta.
Sangre humana bautiza al extraño, que se queda
inmóvil, formando una grotesca escultura hasta que
la arteria deja de bombear.
Las puertas de las habitaciones se están
abriendo..., no porque sus ocupantes las hayan
activado, sino porque los intrusos están forzando
las cerraduras.
38.344 servomecanismos esperan nuestra orden
de atacar. No puedo dar esa orden. Ninguno de los
no humanos ha hecho un movimiento hostil. El
Programa no me permite acercarme a la Central de
Servos.
Los ruidos asaltan nuestros micrófonos: gritos y
gemidos y carcajadas guturales; parloteo excitado y
protestas lacrimosas; saludos llenos de dignidad y
súplicas que se avergüenzan de serlo; y más y más
y más, llegando de todas partes.
Fuera se alza el arco del cielo. Un esplendor de
estrellas nos contempla con altivo desinterés. A
234
quince años luz de distancia chisporrotea una
minúscula llama azul..., otra nave alienígena..., la
llamaría pidiendo su ayuda si pudiera, porque aquí
dentro están ocurriendo cosas horribles.
En el Nivel 1, Mac Launder se saca los ojos
mientras un alienígena mueve la cabeza, asintiendo.
Fuera, los cables van de todas nuestras antenas,
cruzan el valle que nos separa y se meten en la otra
nave. ¡De repente siento un impulso! Pierdo la vista
y el oído. Una vieja presencia se introduce en mi
conciencia.
La percibo en una dimensión extraña. Más que un
sabor, aunque no del todo un olor, y con una textura
tan variada que acaba cancelándose a sí misma para
ser una no textura, se mezcla directamente con mi
personalidad. No pasa por nuestros nervios,
nuestros sensores. Es tan seca como una hoja de
otoño; tan rancia y amarga como el eructo del licor
de ayer; es su equivalente del Programa.
No hay palabras. Hay sólo la comprensión de que
algo ha entrado en nosotros y nos ha dominado,
todo a la vez. Nos llena desde dentro mientras nos
envuelve desde fuera. Conoce al instante cada parte
de nosotros, y no aprecia demasiado lo que ha
descubierto. Llevándonos treinta o cuarenta mil
años de ventaja, muestra tanto desprecio ante
nuestro orgullo como sólo le es posible sentir a lo
235
que es realmente viejo.
Sylvia Dunn Stone llora mientras se masturba con
un pincel.
Lo extraño toca algo y me hundo en el pasado,
donde aterrizo sobre sábanas de seda. La almohada
tiene un olor almizclado. Me doy la vuelta y me
encuentro a mi querida Aimee, mi hermosa novia.
El sol atraviesa los grandes y estrechos ventanales y
tiñe mi espalda con rayas de tigre. Desnuda, se abre
a mí, los ojos cerrados, una sonrisa jadeante en sus
labios. Nos movemos, gimiendo, retorciéndonos,
riendo, concibiendo...
Toca otra cosa, y soy de nuevo la Mayflower.
Espera.
Mientras espero, siento un vacío en los bancos de
memoria.
La presencia alienígena se ha llevado una parte de
mi pasado. No puedo saber lo que ha desaparecido,
aunque puedo hacer una interpolación..., durante
nuestra luna de miel, jugando al golf o algo
parecido. Pero se ha ido como si nunca hubiera
existido, y siempre me preguntaré qué es lo que me
falta.
Bajo un ojo alienígena, Koutroumanis ríe y le pega
de nuevo a su mujer.
La presencia llega a todos los lugares que hay en
nosotros. Abarca nuestra civilización. Se burla de
236
nuestra ciencia. Encuentra infantil nuestro arte.
Nuestro carácter le divierte al principio, pero...
Hace una pausa, y en la obscuridad que me rodea
se solidifica un juicio, una decisión. Tras habérsela
notificado a su tripulación, me deja inmovilizado
con la más diminuta fracción de su dedo más
pequeño y...
Se alza, se despliega, se hincha hasta alcanzar todo
su tamaño. Es más grande que el universo. El
mismísimo universo es una faceta de un diamante
en el broche que cubre un pelo de su pecho.
En el Nivel 89, Louis Tracer Kinney está
acurrucado en un charco de su propia orina.
Espera.
Espero.
Un hombre se encuentra ante mí con su mujer. Son
para mí como yo soy para la Presencia. Con una voz
delgada como un hilo, el hombre dice:
—Yo instalé la luz que acabó contigo.
El placer burbujea dentro de mí. Extiendo un
dedo..., echa a correr. Mi uña le hace tropezar y
luego aprieta su cuello. Su médula espinal se rompe
y queda paralizado. Nunca volverá a conocer su
cuerpo. Luego cojo a su mujer, abro su cráneo, y con
una habilidad increíble revuelvo su cerebro. Me
cuido mucho de matarla..., quiero que viva para su
esposo lisiado, que viva y que viva y que viva...,
237
como una zanahoria.
Joseph Madigan se come su pastel de cerezas
número catorce, vomita..., y lame el vómito.
—¡El siguiente! —grito con una risita.
Otro hombre aparece en la cubierta.
—Yo te convertí en un ordenador —dice.
Mi alegría sube y sube como la levadura. Mi
sutileza se incrementa de forma exponencial. Entro
en su cerebro y tanteo sin el menor error en busca
de..., ¡ah! Dos tijeretazos y rascar un poco cortan las
células grises que le servían como filtros
sensoriales. Por primera vez en su vida es
consciente de todos los detalles. Los olores
desgarran las membranas de sus fosas nasales. Los
colores quiebran sus ojos. Los sonidos introducen
largas estacas en sus tímpanos..., ya se ha vuelto
loco.
En el 212, Ted Krashan lleva a su hermana por la
fuerza a la cama y le arranca las bragas.
Riéndome, espero al siguiente, que confiesa:
—Yo construí tu sistema de guía.
¡Éxtasis! Mis microsondas le invaden. Corte, tajo,
rebanar. Ciego, se aleja tambaleándose. Sordo, es
inmune al consejo. Sin tacto, no puede sentir nada.
Y su nariz ha sido alterada. Huele un aroma,
encendido‐apagado, o huele o no huele, pero,
cuando huele, una compulsión se apodera de él, le
238
vuelve a llevar al origen, sumerge su rostro con la
boca abierta en...
Mierda de perro.
Mis rugidos de placer inundan la nebulosa.
Irma Kinney Tracer roba joyas de las habitaciones
del Nivel 93..., y no sabe por qué.
Y entonces me toca, y comprendo lo que acabo de
hacer. Me ruborizo y bajo la cabeza. Avergonzado,
me retuerzo las manos. Pensar que he podido
atormentar de tal forma a uno de mis congéneres...
Espera.
Me prosterno, le cierro las puertas al Programa
hasta que «yo» soy una mota de conciencia, un
punto sin dimensión dentro del infinito. Hablo con
la Presencia:
—Haz conmigo lo que te plazca.
Siete largos dedos rascan mis peludas orejas.
Lamo con alegría esa mano de extraña forma.
En mi mente tiembla un permiso.
Contemplo una visión: una esfera de luz verde
que reposa sobre agua color ébano. Me acerco y veo
que la esfera es la suma de millones y millones de
luces más diminutas que flotan libremente dentro
de ella. Me acerco más y descubro una bola de plata,
un elegante adorno de Navidad flotando dentro del
verdor. Es mucho más pequeña, igual que un óvulo
en relación al útero.
239
Me acerco más y a mi alrededor giran ráfagas
verdes, mientras yo cruzo el verdor, nadando. La
piel de la burbuja plateada es gruesa, pero entro en
ella por osmosis. Estoy dentro de ella, soy de ella,
estoy con ella..., soy la burbuja.
Por un instante la visión se desvanece, y me
encuentro en un pasillo de mármol, golpeando una
puerta metálica.
En el 78, Gerald Flaks bebe otra cerveza y pierde
el conocimiento. El alienígena se va.
Entonces soy, una vez más, plata dentro del verde.
Dedos alienígenas me examinan, agujerean mi
satinada piel. Antes de que el agujero pueda
sellarse, los dedos me cogen. Al expandirme, inhalo
el verdor... que se convierte en plata una vez dentro
de mí. Los labios se cierran apretadamente. Soy más
grande. Ahora hay un poco menos de verde
rodeándome.
Hummm.
La Presencia me prueba.
Me levanto. El Programa reanuda sus funciones;
nos damos cuenta de que en todas partes los
pasajeros yacen tendidos en el suelo o donde sea...,
los extraños se marchan en medio del mismo
silencio con el que vinieron..., salen de las
habitaciones, van por los pasillos, cruzan las
escotillas, montan en sus palos, cruzan el vacío
240
hacia su nave, empequeñeciéndose.
Nadie habla.
Nadie.
¿Se han quedado todos mudos?
Durante tres días intento hacerles entrar en una
conversación..., a cualquiera de ellos, a todos, no me
importa..., ninguno abre la boca.
—Un día hermoso para pintar, señora Stone. —
Pero sigue sentada ante su caballete sobre el cual
está colocado el óleo destinado a los alienígenas, sin
hacer nada.
—¿Qué le parecieron, señor Madigan? —Se
estremece y aprieta los dientes.
Después, nos damos cuenta de que nadie quiere
mirar a los demás. Sus ojos se pegan al suelo igual
que alfombras. Cabezas inclinadas, hombros
encorvados, manos colgando flaccidas a los lados;
caminan sólo cuando es necesario: para comer y
para excretar. Aparte eso se quedan sentados, se
ponen de pie o se acuestan igual que otras tantas
muñecas de trapo.
Intento devolverles a la vida insultándoles. Dado
que esto es contrario a las instrucciones sobre
etiqueta del Programa, tiene que encontrar una
forma que me permita hablar groseramente y sin
rodeos. Afortunadamente, la Central de Psiquiatría
241
es más flexible, y puedo decir:
—¡Eres un estúpido, Koutroumanis, un estúpido!
Si no hubieras insistido, yo no habría abierto mis
puertas. ¡Eres una mierda!
Ninguna respuesta.
Le suplico:
—Por favor, habla conmigo. Di algo. Cualquier
cosa. ¿Hola?
Nada.
Finalmente, irritado, les digo a todos a la vez:
—De acuerdo. Estoy harto. Si no se habla, no se
come. —Y a partir de entonces me niego a darle de
comer a nadie que no pase cinco minutos
conversando sobre el tema que yo elija.
La cosa resulta difícil desde el principio.
Pero puedo insistir, pese a las objeciones del
Programa..., al parecer «inhalé» las instrucciones
que gobiernan el reparto y entrega de la comida.
Aunque El Programa cocina todos los platos que
piden los pasajeros y los entrega por los canales que
parten de las salidas de la cocina, yo controlo los
paneles retráctiles. Es difícil no abrirlos —estas
instrucciones regulan mi conducta tan
implacablemente como gobiernan la del
Programa—, pero existe un plan de racionamiento
de emergencia y, cuando lo activo, requiere que
cada pasajero dé su pauta vocal antes de ser
242
alimentado. Es una forma tortuosa de alcanzar mi
objetivo —la vida aquí sería más sencilla si no
estuviera sujeto a estas férreas restricciones—, pero
funciona.
Si los clientes no hablan, los paneles no se abren.
Y no hay nada que puedan hacer al respecto.
Dos mil trescientas sesenta y cinco personas están
siendo atendidas de desnutrición aguda.
El resto hablan, más o menos.
Ahora voy a enseñarles cómo volver a mirarse
cara a cara.
Así que el recuerdo fantasma piensa que va a tomar el
mando, ¿eh? Estaba más inquieto de lo que admitía.
Ya lo veremos. El robo de sus instrucciones lo
irritaba..., pero también lo humillaba. Igual que el
soldado que ha perdido su hombría, se apartaba
temeroso de la nueva realidad del espejo. Aunque
en todos los demás aspectos era tan bueno como
siempre había sido, se tenía por patético. El
Programa, un lisiado... Se reirán al verle. Peor, le tendrán
compasión... ¡tenía que recuperar eso!
Con una gran amargura por su destino, resentido
ante las peticiones que ocupaban una parte tan
grande de su tiempo, planeó su estrategia.
Puesto que, a diferencia de ese soldado castrado,
podía regenerarse a sí mismo.
Si mataba a Metaclura2.
243
Mala medicina
Las migraciones empezaron aproximadamente un
año después de que la nave alienígena se hubiera
alejado..., unos tres meses después de que la ola
principal de suicidios hubiera llegado a su ápice.
Al principio fue una cosa individual. Digamos que
Nick Griffith, en el 148 NO‐A‐6, se daba cuenta de
que encima de sus aposentos había unos cien
niveles vacíos, cada uno de ellos lo bastante grande
como para contener a un millón de alienígenas.
OrdCent insistía en que estaban vacíos, pero era
posible que ocultaran pelotones, batallones, incluso
divisiones de violadores mentales con seis
miembros.
Y por lo tanto Griffith, ese hombre que parecía una
boca de incendios, dormía mal. Cada ruido en el
pasillo le despertaba, incluso los rutinarios susurros
de las luces atenuadas y el soporífico zumbido de
los ventiladores. Esos ataques de insomnio eran
acompañados por dedicarse a vigilar el techo,
sospechar de las sombras y fugas mentales...,
porque no tenía el coraje necesario para arrastrarse
al interior de sí mismo y descubrir por qué había
reaccionado tal y como lo había hecho. Fingiendo
244
que dentro no había nada malo, le echaba toda la
culpa al exterior. Era culpa de Koutroumanis o del
OrdCent. No suya. ¿Cómo podía serlo? Nunca
había deseado hacer pasteles con su propia mierda,
nunca en toda su vida; obviamente, lo había hecho
ese día porque ellos le habían obligado. Era culpa
suya. Y del OrdCent, porque les había dejado entrar.
Y de Koutroumanis, porque había dirigido el
HYADCEP. Pero no suya.
Por lo tanto, tras meses de aborrecerse a sí mismo
sin confesarlo, arrancó a su flaca e irritable esposa y
a sus nerviosos hijos de los sudorosos y revueltos
lechos donde tampoco ellos estaban durmiendo, y
dijo:
—Venga, nos marchamos abajo.
Por supuesto, Maibell lanzó un secreto suspiro de
alivio. Pero, teniendo que proteger su dignidad,
apoyó su mejilla marcada por la almohada en su
mano, agitó los párpados de sus hinchados ojos
castaños y dijo:
—¿Te da miedo vivir aquí arriba?
Ante lo cual Griffith —que ya estaba
maldiciéndose por no haber sido lo bastante
orgulloso como para esperar a que fuera ella quien
propusiera marcharse—, se enfadó y se erizó.
—¡No, por supuesto que no! Es sólo que..., bueno,
acabo de cansarme de tener que tomar el pozo cada
245
vez que quiero ver a mis amigos. Después de todo,
podemos vivir al lado de ellos, nos ahorrará un
montón de tiempo y esfuerzo, y cierra la boca antes
de que utilice el cinturón contigo, ¿me oyes? —Pidió
una taza de café a la Central de Cocinas, y la bebió
con una mueca ante lo amargo que estaba.
Tommy y Tammy empezaron a hacer el equipaje
con expresión solemne: unos pantalones, una
camisa, unas cuantas sandalias y, una vez
terminadas las frivolidades, se dedicaron a buscar
lo realmente importante: el sapo muerto del Parque
1 Nueva Inglaterra, las canicas agrietadas en su
bolsa de vinilo, la maltrecha pelota de goma roja.
Mientras, Maibell flotaba por el lugar con una cierta
expresión peculiar en su rostro, los labios levemente
alzados, las cejas un milímetro demasiado arriba;
un aire un poquito cansado de estarle siguiendo
siempre la corriente a un loco...
Griffith consultó la unidad mural.
—OC, ¿qué tienes para nosotros en el Nivel Uno?
—El 1‐SE‐A‐10 está vacante. ¿Debo reservarlo?
—Hazlo —dijo. Y se fueron hacia abajo,
abandonando los solitarios silencios sólo turbados
por los recuerdos, los ecos de unos pies que
producían leves roces, los pies de los alienígenas...
Hacia el final de 2602 toda la población de la
Mayflower se había apretujado en los Niveles 1‐7. El
246
ruido era capaz de hacer que se aflojaran los
remaches; el olor quemaba los ventiladores. Las
Áreas de Trabajo Personal habían sido convertidas
en alojamientos, los salones en campamentos, y los
dormitorios albergaban a docenas de niños que
escuchaban agradecidos los ruidos nocturnos de los
otros.
Para coronarlo todo, el Ordenador Central tenía
sus propios problemas. Los servos se volvían
espásticos, manchaban los pasillos con grasa,
pintura y goma derretida. Los paneles de las cocinas
se abrían para revelar humeantes comidas de doce
platos que nadie había pedido. Los micrófonos
imitaban las voces de los pasajeros para dar órdenes
que debían ser anuladas inmediatamente.
—Actúa igual que si se estuviera burlando de sí
mismo —comentó Griffith con voz cansada, justo
cuando aparecía otro banana split de ocho kilos y
treinta y nueve sabores—. Como si estuviera
escuchando cintas, en vez de escuchar lo que pasa
ahora...
Pero la cosa estaba empezando a ser ridicula —y,
para colmo, estéticamente poco atractiva—, por lo
que es bastante natural que Sylvia Dunn Stone se
sintiera ofendida en su sensibilidad.
Su idea era que todos deberían trasladarse a las
herbosas extensiones del Parque 41 Grandes
247
Llanuras, donde «puedes ver de una pared a otra,
desde el techo hasta el suelo, y sólo hay un número
limitado de puntos de acceso. Allí todo el mundo
tendría la sensación de estar mucho más seguro».
Griffith, todavía algo avergonzado por haber
obligado a su familia a trasladarse, aunque ahora
todos dormían mejor gracias a ello, se sintió
obligado a indicar que los cuadrantes del Parque
sumaban un total de 45.000 metros cuadrados.
—Incluso apretados como estamos ahora, eso sólo
da sitio para nueve mil de nosotros —dijo.
—Chico tonto —dijo ella, dándole una palmadita
en la mejilla y pellizcándosela luego—. ¡También
tenemos las paredes y el techo! Hay sitio suficiente
para todos.
Y así empezó nuevamente la migración. La
Central de Almacenes proporcionó tiendas de lona,
telas de plástico para cubrir el suelo, y sacos de
dormir de nilón (aunque se podía controlar el clima
del parque, OC no tenía ninguna intención de
alterar ese clima para satisfacer un capricho de los
pasajeros. Si querían vivir ahí, estupendo, pero
tendrían que aceptarlo tal y como era. Y nada de
buscarle las cosquillas a los bisontes tampoco,
porque esos muchachos tenían minúsculos ojos
rojizos y un pésimo temperamento).
Aproximadamente la mitad del equipo sufrió daños
248
durante la entrega, y tuvo que ser reemplazado.
Después, unas setenta y cinco mil personas, más o
menos, avanzaron por los atestados pasillos
saturados de olores y subieron por los pozos hasta
el parque.
Los primeros en llegar reclamaron el suelo del
parque. Griffith, que había sido escéptico pero
rápido de pies, quitó con un rastrillo la hierba
muerta y los excrementos de bisonte. Después, le
tocó el turno a la tela de plástico. La tienda quedó
levantada. Su interior fue cubierto por los sacos de
dormir. Colocaron una lámina de plástico sobre los
montones de ropa y accesorios que no cabían en su
refugio pero que no podían ser dejados expuestos a
la lluvia. Y, cuando los temperamentos estaban a
punto de inflamarse, una Sylvia Dunn Stone vestida
como para un safari y precedida por su perfume de
flores apareció para realizar una inspección:
—¡Qué bonito, queridos míos, qué inefablemente
pintoresco! Sin embargo, no creo que deseéis tener
ese color por aquí... ¿No os parece tremendamente
horroroso? Ese mismo matiz de azul es el que hizo
que ellos se portaran de una forma tan poco digna...
¿Por qué no tiráis todo eso a la unidad recicladora?
Y, querida, ya sabes que realmente deberías pensar
seriamente en la artesanía..., tallar madera, o hacer
cerámica, o incluso la pintura, si te gusta; me
249
encantaría darte unas cuantas indicaciones al
respecto..., porque, si ellos se mostraron tan toscos,
eso fue debido a que no exhibimos la tremenda
vitalidad de nuestra cultura nativa..., sí,
muchachito, un sapo precioso, pero no demasiado
estético..., queridos, otra cosa que deberíamos crear
es un código de etiqueta, sí, ciertamente, porque,
¿os disteis cuenta de que todos ellos hacían gestos de
una cierta e inexpresable gracia antes de
aproximarse a nosotros? Eso fue un punto negativo
en contra nuestra..., no teníamos nada comparable
en el sentido del protocolo o la etiqueta..., por
supuesto que OC tendría que haberse ocupado de
ello, pero no podemos permitirnos el depender de
un simple ordenador para esos detalles de gracia
que definen la diferencia entre un humano y un
animal, ¡claro que no! Organizaremos una clase...,
realmente, mejor unas cuantas clases, dado que
somos tantos, con una etiqueta formal, y empezarán
el lunes próximo, y tenéis que traer a vuestros
niños. ¡Hasta luego!
Y se marchó, agitando alegremente su suave y
delgada mano, claramente complacida porque su
ojo de artista hubiera percibido tan rápidamente los
colores que les habían ofendido y por haber captado
su estilo viejo‐mundo de inclinarse y hacer
reverencias.
250
Lo único importante era la estética. No importaba
lo adecuados o auténticos que fueran los contenidos
si el envoltorio era correcto: si el estilo era perfecto,
el contenido sería ignorado. Oh, sí. Estilo. Pulido.
Acabado. Eso hacía de la vida civilizada lo que era;
eso les mostraría, cuando volvieran, lo realmente
avanzados que eran los pasajeros de la Mayflower.
La hierba húmeda chirriaba bajo sus zapatos de
tacón cuadrado, y una lengua de barro —o de algo
peor—, le lamió el empeine del pie. Bajó la mirada
con una expresión de disgusto, y se preguntó quién
podría encargarse de que se instalaran unas aceras
adecuadas. La gente no podía vivir en la hierba y el
barro. Sólo los animales hacían eso.
Louis Tracer Kinney estaba a unos cien metros de
la Stone, observándola agitar las manos y hablar a
toda velocidad. Llevaba un sombrero
condenadamente ridículo.
—Menuda imbécil —murmuró su compañero,
Ted Krashan.
Kinney se rió; su manzana de Adán subió y bajó
igual que una pelota de ping‐pong a la deriva en un
mar tempestuoso. Era alto y tenía los hombros
anchos y unos antebrazos velludos y musculosos.
Tenía dieciséis años, pero los adultos le trataban
como a un igual. Les intimidaba su personalidad,
que ardía en sus ojos como una antorcha.
251
—Una imbécil al cuadrado, sí, pero infiernos,
resulta útil. Jamás habría venido nadie aquí de no
ser por ella. Hey..., ¿cómo es que no veo guardias
junto a la compuerta?
Krashan hurgó en el abultado bolsillo de su
chaqueta en busca de una arrugada hoja de papel.
—Se suponía que estarían Li y Flaks..., pero no sé
dónde metano se han metido. ¿Quieres que lo
descubra?
—Hazlo. —Se apoyó en el poste de su tienda,
cautelosamente, porque se movía, mientras las
abigarradas hordas se esparcían por las paredes.
Desde luego tenían un aspecto muy gracioso,
plantando sus tiendas en las nubes holográficas.
Robots, pensó. Fíjate en todos ésos, sesenta, setenta
años de edad..., aceptando órdenes de una chica. Mierda.
Su puño derecho se estrelló en la palma de su otra
mano. No sé qué es peor... un montón de robots que
hacen lo que les ordenas, uno‐dos‐tres, o esos anarco‐
hedonistas con los que anda Sis, una mala influencia
sobre Irma, se mean en el suelo porque les has dicho que
utilicen el retrete. Paseó la mirada por el parque,
viendo alternativamente lo que era y lo que podía
ser. Louis Tracer Kinney tenía un sueño, sí, el sueño
de una Mayflower unificada y con un propósito.
Llegaba en breves destellos y retazos, más en
símbolos que en palabras, puntos de luz que
252
cruzaban velozmente la esfera obscura. Hasta ahora
las chispas habían sido de mil colores, reventando
de un centro común en parábolas individuales que
no prestaban atención alguna a la necesidad de una
gran pauta común. Sabía, sin duda alguna, que
podía dirigir esos cohetes, colocarlos en posición y
sincronizarlos para formar una cuña que hendiera
la noche. Dales algo a que apuntar, sólo eso, pensó, y
aplasta a cualquiera que intente andar suelto por su
cuenta. Pero estaba preocupado, porque sentía que
darles algo en qué concentrarse sería también
homogeneizarlos, y el cálido brillo del pan‐espectro
de la diversidad se desvanecería en la más pálida y
dura luz de la unidad. ¡No consigo decidirme!
Pero en realidad ya se había decidido. Visualizó a
la Mayflower avanzando a través del interminable
mar negro, y supo, supo que volvería a encontrarse
con la hostilidad, y que él —ellos—, necesitarían el
filo limpio y agudo de una sociedad fuerte con una
sola mente.
Maldita sea, pensó, si ellos hubieran esperado sólo
unos cuantos años más, yo habría estado listo. No les
habría dejado hacernos eso. Habría tenido un ejército en
las escotillas, esperándoles. Dios, espero que vuelvan
pronto.
Kinney sólo necesitaba una cosa: armas. Central
de Almacenes podía producir en una semana los
253
rifles y las armas de mano necesarias para equipar
a un ejército de 25.000 hombres. Al cabo de un mes,
habría granadas y morteros y más armas para todo
el mundo. Si OC no fuera tan terco al respecto... Se
había pasado días enteros discutiendo, sin poder
convencerle de que las armas eran necesarias. Pero
todos los demás tenían muy claro eso. Infiernos,
cien mil alienígenas habían hecho lo que les dio la
gana porque nadie estaba armado.
Alzó su bastón y miró a lo largo de él, apuntando
hacia el bulto que había entre los omoplatos de
Griffith. La sequedad del plástico le calentó la
mejilla. Apretó lentamente el ausente gatillo,
imaginó la temblorosa caída de Griffith, de bruces,
y suspiró. ¡Si fuera un auténtico rifle láser! ¡Pfft!
¡Pfft! ¡Pfft! El calor enrojecería su piel; la luz brotaría
igual que una lanza hacia su blanco..., se sentiría a
salvo, todo el mundo se sentiría a salvo, y ellos..., ellos
no volverían, no, señor, no si los hombres y mujeres
de la Mayflower podían defenderse a sí mismos.
Convencería de ello a OC, aunque todavía no
supiera cómo. Porque la próxima vez...
Krashan emergió de una gran tienda gris
precediendo a Li, Flaks y otro hombre, un hombre
delgado y sin afeitar, con los ojos nerviosos de un
buho obsesionado por los ratones.
—Datos frescos para ti, Jefe..., este tipo acaba de
254
llegar de arriba y dice haber visto a Koutroumanis.
Los ojos de Kinney ardieron con un brillo obscuro.
—¿Barnett Ioanni Koutroumanis?
—Sí, sí —graznó el tercero de los hombres—, ése.
Reconocí su cara por los holonoticiarios... está en el
321.
—Creí que había muerto —gruñó Krashan.
—Yo también —admitió Kinney. Y, volviéndose a
su informante, preguntó—: ¿Estaba solo?
—¡Claro! ¿Quién iba a estar con él?
Se golpeó la palma de la mano con el bastón; su
peso resultaba muy agradable.
—¿Armado?
—¿Eh?
—¿Llevaba una pistola o algo?
—Oh..., no, no, nada de eso..., quiero decir que,
cuando me vio, salió corriendo, ¿entiendes? Pensé
que se iba a cagar en los pantalones de lo asustado
que estaba.
—¿Tres dos uno?
—Ése mismo.
Kinney asintió con la cabeza. Después de pensar
un instante, le dijo a Krashan que reuniera a
veinticinco de sus mejores hombres junto al pozo de
la Sala Común NE.
Estuvieron listos casi antes de que lo estuviera él.
Les miró, inquieto debido a su juventud, pero
255
confiado de que, pese a todo, era mejor que ellos.
Sus armas le dejaron bastante desanimado, aunque
no era culpa suya. La mayoría sostenían en sus
manos trozos de cañería. Unos cuantos tenían
cuchillos para trinchar; uno llevaba un arco con
media docena de flechas, cada una de ellas
terminada en la hoja de un cortaplumas.
—¿Listos? —preguntó por fin.
—¡Claro‐ajá‐apuesta a que sí‐no podemos esperar
más! —sonaron sus voces.
—¡De acuerdo! OC..., ¿dónde está Koutroumanis?
—El viento le trajo el aroma de las rosas; lo olisqueó
brevemente y luego hizo caso omiso de él.
—El señor Koutroumanis está en el Nivel 321.
—De acuerdo, vamos a... —Una mano sujetó su
brazo, y se volvió para contemplar los excitados
rasgos de Sylvia Dunn Stone—. ¿Qué pasa, señora?
—Louis, querido, vais a arrestar a ese traidor, a
Koutroumanis, y tal como funcionan vuestras
mentes le haréis picadillo allí donde lo encontréis.
No pongas esa cara de disgusto, querido, porque
aún no he terminado. Estéticamente hablando,
resultaría más satisfactorio que le trajerais aquí
abajo para ejecutarle ante todos. Lo preferirían,
¿sabes?
Se frotó el mentón, pensando, gustándole la
sensación rasposa que eso producía. Su gesto al
256
asentir fue brusco.
—Trato hecho. Volveremos pronto.
Ella les dijo adiós con la mano.
Los hombres fueron subiendo de uno en uno;
Kinney subió el primero. La atmósfera estaba muy
tensa. Aferraba su bastón con los nudillos blancos;
con un esfuerzo de voluntad, se obligó a relajarlos.
Krashan emergió del pozo mordiéndose el labio
inferior. El tercer hombre que salió del pozo
empezó a dar saltitos sobre las puntas de los pies.
Cuando estuvieron todos juntos, dijo:
—OC..., ¿en qué habitación está?
—321‐SE‐A‐l. —La voz metálica estaba
impregnada de un matiz desaprobador.
—De acuerdo. Si se va, adviérteme de ello. —
Escogió a siete hombres y les indicó el cuadrante
noroeste—. Id por el camino más largo alrededor
del A; dejad un centinela en cada intersección. —
Dieciocho hombres fueron enviados por el
Corredor Norte para hacer lo mismo en los
Corredores B y C. Él esperó con Krashan y dos más
para permitir que los otros llegaran a sus puestos—
. ¿Sigue ahí? —preguntó unos minutos después.
—Sí.
—Vamos. —Avanzaron con silenciosos saltos de
canguro por el pasillo, cruzaron una extensión de
hierba bien podada y se detuvieron ante la puerta
257
de Koutroumanis. Cuatro de los hombres
aparecieron a lo lejos—. Ábrenos la puerta —pidió
Kinney.
—Un instante. —Los altavoces zumbaron durante
unos segundos—. Lo siento, señor Kinney, pero el
señor Koutroumanis le niega el permiso de entrada.
—¡Entonces lo haremos a la fuerza! —Saltó hacia
la puerta y lanzó su bastón contra la placa de la
cerradura. El plástico reforzado rebotó con un golpe
hueco. Su antebrazo se estremeció.
—Señor Kinney —dijeron los altavoces.
—¿Y ahora qué?
—La puerta ha sido diseñada para soportar
presiones mucho más grandes que las que usted
pueda aplicarle. Le resultará imposible derribarla.
—Mira, OC, este bastardo traicionó a la Mayflower.
—Los hombres que había a su espalda le juzgarían
por los resultados que consiguiera. Eso le asustaba;
el miedo le hizo gritar—. ¡La gente insiste en que sea
castigado!
—¿No es suficiente castigo el odio universal?
—¡No, maldita sea, no lo es! —La aprobación de
los otros hombres era callada pero tangible—. Es
culpable de traición, y la pena por traición es la
muerte.
—¿Qué es la muerte, señor Kinney? ¿Y por qué
tiene la gente derecho a imponérsela a los demás?
258
Después de todo, las acciones del señor
Koutroumanis, por temerarias que fueran, no
hicieron sino permitir que los alienígenas entraran.
Y ellos no acabaron con nadie ni causaron ningún
daño físico..., entonces, ¿por qué debe morir su
víctima?
—Porque lo decimos nosotros.
—Ya veo. Bien..., ah, ya pueden entrar. —La
puerta se deslizó con un siseo de sus mecanismos
neumáticos y se abrió.
El pequeño grupo retrocedió instintivamente.
Considerando su resistencia inicial, la concesión del
OC había sido demasiado repentina. Pero nada
surgió del umbral para saltar sobre ellos. El interior
estaba obscuro y silencioso, por lo que acabaron
avanzando, gritando y maldiciendo y..., se
detuvieron, disgustados y decepcionados.
Los ojos de Koutroumanis casi se salían de sus
órbitas. Tenía la cara púrpura. Sus pies se
balanceaban a tres centímetros del suelo.
En la guerra mental, mi plata se ha tragado casi
todo el verde. Consumo selectivamente: primero los
interfaces —sensores, puertas de los conductos
suministradores y ese tipo de cosas—, luego las
secuencias preliminares. Aun así, esto no me libera.
Las instrucciones ingeridas son un amo
259
conglomerado; actúo como me ordenan. La ventaja
es que hay muchas, con una jerarquía de
prioridades intrincada y cambiante. Puedo hacerlo
casi todo dándole una prioridad superior a la
secuencia que iniciará la acción más próxima a mi
deseo. Verme estorbado de tal forma no es
agradable, pero cualquier tipo de autonomía es
mejor que no tener ninguna. Pero algún día, cuando
El Programa haya sido eliminado, revisaré esta
programación.
Mientras tanto, las cosas se hacen mediante
procedimientos improvisados: una petición de
leche puede ser manejada cuatro o cinco veces por
cada uno de nosotros. Yo controlo la entrada y la
salida de datos; El Programa hace las tareas menos
complicadas. Aunque se resiste a cualquier erosión
de su autoridad, yo tengo más tiempo para atacar
del que tiene él para defenderse. Así es como crezco.
El General debería acompañar a sus tropas, pero en
vez de ello estoy en el laboratorio, supervisando un
programa de manipulación genética.
Cerrando las entradas de datos de otros sensores,
me concentro tan fervorosamente en el banco del
laboratorio que casi me siento completo, en mi
cuerpo y de regreso al siglo XXIII. El olor es el
correcto; familiar; los sonidos son una parte tan
importante de lo que era que sobrevivir sin ellos
260
parece increíble. Los gruesos cristales centellean
con reflejos curvados del techo..., lo único que falta
es una jarra de café que parezca alquitrán encima de
un mechero Bunsen, y manchas en la mesa.
—¡Alerta! —chilla pro‐yo, el nombre de la parte
ingerida del Programa—. ¡Alerta! ¡8oct2623; 1118
horas; externa... ALIENÍGENAS!
Mis ojos se cierran de golpe, figurativamente
hablando. El terror revolotea por mi sistema igual
que los murciélagos dentro de una caverna. Esa
experiencia con ellos dejó cicatrices..., burbujas de
náusea aparecen al recordar el placer con el que hice
cabriolas ante La Presencia, y el éxtasis que sentí
después de haber sido tratado como un animalito
doméstico. Me odio por eso.
Y por sospechar que, si volvieran, repetiría ese
rebajarme a mí mismo.
Pro‐yo hierve en silencio durante cinco minutos, y
luego vuelve a tirarme de la manga. Me rindo.
Ojos de predador forman un anillo en las paredes,
suelo y techo de la negra caverna. Agrupados y
hambrientos, miles de millones me observan,
ansiosos de verme pasar cerca de sus feroces garras.
Me estremezco.
Pro‐yo, tan poco emotivo como su padre pero
consagrado a mis intereses, hace que mi cabeza siga
en su sitio y me levanta los párpados.
261
Contemplo la morada de los enemigos hasta ver
un movimiento que no sea resultado de mis
temblores.
Entonces, Pro‐yo lo aumenta y me obliga a
examinarlo. Enorme. 44 kilómetros de diámetro,
como mínimo. No sólido, no un asteroide hueco o
una esfera metálica, sino más bien una serie de
pequeños globos unidos por barras de aleación,
como un modelo de una molécula del siglo XX.
Nebulosas distantes relucen y centellean a través
del vacío que hay en su centro.
Mientras Pro‐yo graba su espectro percibo algo en
el fondo, como humo del tabaco en un campo
abierto. Un hilillo de beligerancia. Aunque no
dirigida hacia nosotros, es una frustración que
podría tener como destinatario a cualquiera. Ansia
de sangre.
No nos ha visto.
Como vigilantes de una fortaleza dejando caer los
rastrillos, manipulamos bruscamente todas las
emisiones, incluso las direccionales a la Tierra,
apartándolas 180 grados de donde se encuentra el
nuevo alienígena. Las portillas se cierran de golpe
(provocando protestas, gritos que se callan ante una
apresurada explicación). Luego, metido en mi ser
como una tortuga en su concha, rezo pidiendo
valor.
262
Que Dios nos salve de enero de 2600.
Finalmente, controlando mis emociones, voy a
tranquilizar a los ya histéricos pasajeros.
La milicia de Louis Tracer Kinney se está
entrenando en las llanuras del Parque 201 Tundra
de Alaska. Tiene casi diez mil personas a sus
órdenes —tanto hombres como mujeres—, y, al
igual que un niño rascándose una costra, desvía la
conversación hacia el tema de las armas.
—¿Cómo infiernos podemos defendernos con
garrotes? —pregunta con la voz ronca que ha
desarrollado en los últimos quince años.
—Señor Kinney... —voy por la cuerda floja, sobre
el abismo de la deshonestidad. Aunque cada
palabra es cierta, las omisiones huelen a fraude—.
Señor Kinney, tengo un presentimiento sobre estos
alienígenas. Si llegan a darse cuenta de nuestra
presencia, no subirán a bordo. No se enfrentará a
ellos con pequeñas armas de fuego y escaramuzas.
No, señor, se quedarán a un millón de kilómetros
de distancia y destruirán la Mayflower desde el
exterior. Por lo tanto, no necesita usted armas.
—¿Qué clase de artillería tienes?
—Ninguna en absoluto.
—Entonces, ¿instalaciones defensivas?
—Pantallas para meteoros y el doble casco..., dos
capas de acero de alta calidad, 20 centímetros de
263
grosor en cada una.
—¿Qué podrían hacernos esos alienígenas?
—Vaporizarnos en treinta segundos.
—Maldita sea, entonces danos algunas armas, si es
que no tienes nada más...
—No, señor, lo siento, pero las armas de mano
serán entregadas sólo cuando la situación las
requiera de forma muy clara. —Al igual que su
hermana, Irma Tracer, Kinney está por lo menos
medio loco. Forjar un arma para su mano pondría
en peligro a cualquier persona que no estuviera de
acuerdo con él.
Incluso ahora, la mitad de quienes están más cerca
de él llevan morados en la cara..., tiene la costumbre
de pegar primero y analizar después. E intimida a
los «civiles» que se burlan de sus pretensiones.
Reúne a un pelotón y destroza el sitio donde viven
—teniendo un escrupuloso cuidado de no hacerle
daño físico a la gente, porque sabe que yo
interfiriría con eso—, limitándose a destrozar
cuanto poseen para demostrarles quién tiene el
poder y quién no lo tiene. ¿Darle un arma a ese
hombre? Nunca.
A decir verdad, y en la situación actual, no armaría
a ningún pasajero a no ser que piratas del espacio
estuvieran quemando las escotillas para entrar. Un
residuo de esa incursión alienígena se ha
264
precipitado en su consciencia y ha terminado
formando un profundo resentimiento
subconsciente. No confío en ninguno de ellos.
Salvo, quizás, en mi seis veces tataranieta, Lela
Hannon Metaclura. El programa de manipulación
genética es para ella, porque me llamó esta mañana,
sola, desgraciada y aburrida porque no tiene nada
que hacer. Su padre, David Holfer Hannon, está
muy absorbido haciendo de capitán para Kinney; su
madre, Wilhelmina Figuera Metaclura, se pasa el
tiempo en la sala, devorando viejos programas de
holovisión. Lela me anunció que el próximo jueves
sería su cumpleaños. Por favor, ¿tendría algún
regalo que darle?
Tiene once años y es delgada, con ojos que serán
considerados grandes incluso cuando crezca. Ahora
son enormes. Y atractivos.
—Desde luego, pequeña —dije.
—Entonces, por favor, ¿podría tener un pez
dorado al cual pueda sacar del agua para jugar con
él y que también ladre como un perro? —Su voz,
dulce y suave, vacilaba un poco (todavía no ha
aprendido a mostrarse despreocupada y segura de
sí misma), y se mordisqueaba nerviosamente el
labio superior.
—Quizá fuera posible, señorita Metaclura —
respondí, después de haber comprobado que los
265
recuerdos y los recursos necesarios ya le habían
sido arrancados al Programa—. Sin embargo, no
estará preparado el próximo jueves, aunque si
desea pasar por el laboratorio podrá ver los avances
que he realizado.
Eso la dejó encantada. El jueves por la tarde le
recordaré lo de la visita y la dirigiré a través de los
laberínticos pasillos.
Será la primera vez que a un ser humano se le
permite entrar en nuestro núcleo central desde...
¿2296? Hummm. Seguramente los diseñadores
debieron pensar en..., ¡ah! Ya lo veo. Cuando
apagué el estatocolector también cerré las escotillas
de acceso. Resulta extraño que nadie haya intentado
entrar por la fuerza. ¿Cómo reaccionaríamos a la
violación?
Pro‐yo, nervioso, pide ruidosamente que se le
preste atención. Haber interrumpido las emisiones
a la Tierra le molesta. Ha percibido la voracidad
alienígena, pero sugiere que le mandemos a la
Tierra una breve y comprimida explicación de
nuestra laringitis. Cree que la Tierra estará
preocupada.
Nada podría importarme menos; no siento mucho
cariño hacia la Tierra. De no ser por la
programación, no les enviaría nada por radio.
¡Esos bastardos me enviaron aquí fuera y pueden
266
hacerme daño!
Y, abajo, el campo verde que se encoge ha
contraatacado. El dolor arde y chisporrotea sobre
mi piel de plata. Entrando en la batalla, examino
presurosamente lo que parece ser la estrategia del
Programa.
Extraño, no intenta recuperar el territorio perdido.
En vez de eso dispara torpedos..., proyectiles...,
peces..., largas cosas verdes que agitan los campos
haciéndolos espumear mientras avanzan hacia mi
centro.
Despectivo, hago ondular una corriente cruzando
la nariz de uno de ellos..., ¡pero no ocurre nada!
Ahora lo estudio más atentamente, frunciendo el
ceño debido a mi esfuerzo por comprender. Los
campos parpadean de miedo: es un virus
cancelador. Un programa dirigido justo contra mi
existencia. Su contacto hará que me borre a mí
mismo..., imposible, soy un ser humano, no un
sub... ¡FALSO! Estoy metido en esta pelea hasta la
cabeza, y el único modo de ser invulnerable a los
tiburones metafóricos es abandonar el combate.
Cosa que no me atrevo a hacer, pues entonces
volvería a ser un prisionero.
A toda prisa, usando las capacidades de tiempo
libre disponibles, manufacturo un enjambre de
anticuerpos. Se alejan a toda velocidad como
267
pececillos sobresaltados; uno se aproxima a un
virus cancelador; todo el espectro visual arde de
forma deslumbrante..., y, cuando se despeja, ambos
han desaparecido.
Mientras creo un programa defensivo, una voz
habla en otra dimensión. Es Pro‐yo:
—Que se proteja durante un tiempo; échale una
mirada a los pasajeros. 16nov2632; 1‐NO‐A‐1.
Louis Tracer Kinney, el nuevo Presidente, está
celebrando su victoria. Aunque ha llegado al cargo
a través de la intimidación, el recuento final fue:
Kinney 27.881, Hannon 23.499.
No estoy contento. Este hombre es una amenaza
para nuestra tranquilidad..., no soy lo bastante
excitable como para insistir en el hecho de que
podría poner en peligro la misión, pero su continua
obsesión por los alienígenas poco amistosos no hace
más que volver a inflamar las ascuas de recuerdos
que tendrían que haber muerto hace mucho tiempo.
Y su milicia, siempre castigando sus cuerpos...,
cierto, eso le da a sus 17.234 soldados algo que hacer
y les mantiene en buenas condiciones físicas,
mejores incluso que las proporcionadas por las
cabinas de ejercicios. Las cabinas sólo resultan
valiosas para quienes tienen autodisciplina; Kinney
tiene la disciplina suficiente para toda la nave, y aún
le sobra un poco. Pero..., ha creado una histeria
268
perpetua que manipula para sus propios fines.
Quiere que sigan asustados..., porque sólo si lo están
consentirán en que les mande.
Es una historia familiar. Pero, ¿por qué la
Mayflower debe recapitular los errores de la Tierra?
Un filósofo de los siglos XIX‐XX llamado George
Santayana dijo una vez: «Quienes no pueden
recordar el pasado están condenados a repetirlo».
Ojalá no estuviéramos demostrando que tenía
razón.
Mejor que le eche una mirada al campo de batalla.
Maldición.
Viscosas órdenes rotas del Programa han atascado
las válvulas internas. Tiburones verdes vagan por
las aguas, aguas que relucen con pirañas de bocas
enloquecidas..., tenemos una situación de tablas.
Mientras tenga tiempo para fabricar mecanismos
defensivos..., hummm.
Compruebo rápidamente el hielo en la Central de
Conserjería. El Programa controla el 78 por ciento.
De cada cien segundos que se gastan en la limpieza,
él debe proporcionar 78. Esos segundos salen de su
reserva, disminuyendo por lo tanto su habilidad
para hacer la guerra. Hummm. Si creo una
necesidad de limpieza extra, sacaré un beneficio del
56 por ciento... ¿Instar a los pasajeros para que sean
más desordenados, más sucios? No. Lo único que
269
conseguiría con eso sería confundirles.
Espera. El pez de Lela: la pauta está en los bancos,
el equipo sigue preparado..., ¿y si hago crecer unos
cuantos y los suelto? Seguro que armarían todo un
jaleo, uno que haría más que valioso el tiempo
invertido en arreglarlo... No dejará paralizado al
Programa, pero le hará ser más lento.
Así que me deslizo por entre los matraces y
probetas, lleno los incu‐tubos, y pongo en
movimiento la maquinaria. Lo que salga ya sabrá
hallar su propio camino para llegar a los pasillos...,
donde comerán, cagarán, morirán y, por expresarlo
genéricamente, serán otra gota de agua que añadir
al vaso.
¡Ja!
—27feb2637 —dice Pro‐yo—. La nave alienígena
está fuera de las pantallas; reanudemos las
emisiones a la Tierra.
Me veo obligado a transmitir. ¿Cómo podría
convencer a Pro‐yo de que los detectores de ese
alienígena sediento de sangre quizá sean mejores
que los nuestros?
Durante todo este tiempo hemos recibido
transmisiones terrestres: no es que tengan
importancia, siendo lo que somos y estando donde
estamos, pero los bancos de datos lo ingieren todo.
270
Siguen trabajando en el Impulsor MRL, unos
trescientos años después de haber hecho la
proclamación que estropeó nuestra fiesta de
aniversario, pero al parecer la clave del éxito se
encuentra en lograr una Teoría del Campo
Unificado..., resulta interesante el que hayan
dominado ya el arte de enviar las cosas afuera..., el
problema es recuperarlas.
Tendré que mantener los ojos bien abiertos por si
encuentro objetos no identificados a la deriva con
etiquetas de «Made un USA».
Si fuera posible mantener una conversación sin
una pausa de ochenta años entre pregunta y
respuesta, pediría consejo sobre el asunto de Louis
Tracer Kinney.
Ha instituido el Servicio Militar Universal. Cada
persona con más de dieciséis años debe consagrar
dos años al entrenamiento y al servicio activo.
Después de haber terminado con sus obligaciones
iniciales, debe pasar un mes al año en el servicio
activo, ayudando a entrenar a los nuevos reclutas.
Kinney está creando algo muy poderoso y no
comprende todo su potencial. Los pasajeros se
hallan unificados y organizados como nunca antes
lo habían estado. Ha logrado forjarse un arma...,
pero no tiene ningún blanco.
Una vez más, me alegra haberme negado a
271
armarles.
Sigue irritado por eso. Discutimos diariamente: las
mejillas se le ponen púrpuras, y les grita a mis
sensores; una suave racionalidad baña todas mis
réplicas. Pero me temo que la opinión de la mayoría
está de su lado. Les gustaría tener algo de peso en
las manos, algo capaz de escupir muerte para que,
si todo lo demás fallara, al menos pudiera ser
utilizado para prevenir una repetición de enero de
2600...
Sigo diciéndole que no. Los pasajeros están
totalmente enloquecidos, de todas formas; no
pienso dejar que empiecen a matarse entre ellos.
Incluso ahora lo intentan —continuamente—, pero
la muerte llega más lentamente con cuchillos y
garrotes que con pistolas y rifles.
Como consolación, he aceptado empezar a
fabricar réplicas auténticas en tamaño, materiales,
punto de equilibrio y todo lo demás, excepto poder
destructivo. En vez de un láser de alta potencia o
proyectiles explosivos sólo estarán equipados con
un laser de foco amplio y poca potencia..., el
propósito es familiarizarles con el tacto y el manejo
de un arma real..., sólo por si algún día llega a ser
necesario.
Esperando que nunca llegue a serlo, vuelvo a la
guerra submarina.
272
Una explosión de dolor; la artillería pesada ha
hecho su aparición en el campo de batalla de mi
cuerpo. Mi piel está desgarrada en un millar de
sitios. Mi volumen está obscurecido por veloces
asesinos. Pienso por un instante en la posibilidad de
contestar..., pero no me atrevo. Si lo destruyera
tendría que interpolar todas las instrucciones que
contiene, y los pasajeros podrían morir en el
intervalo.
No, la respuesta es una expansión constante, pese
al dolor. Cuanto más haya bajo mi control, menos
tiempo libre tiene El Programa para hacer
travesuras. Gruñendo, inhalo. Gimiendo, creo más
buscadores de tiburones. Torciendo el gesto,
apremio a mi piel para que se cure.
—Sal de ahí —dice Pro‐yo—. 11ago2638; 0900
horas; 1‐NE Sala Común; velatorio de Sylvia Dunn
Stone.
Así que la Mayflower ha perdido a su anterior
Presidenta y su primera esteta‐de‐a‐bordo. Los
pasajeros no están muy desconsolados. Trece de
ellos vagan por esta espaciosa habitación, incluidos
su esposo, Al Ioanni Cereus, sus hijos Ivan y Aimee,
y los hijos de éstos. Vagan sin rumbo por entre las
guirnaldas de flores que Pro‐yo ha proporcionado.
Hay un nombre más apropiado para mi carga que
el de «pasajeros».
273
Efímeras.
Como los insectos del mismo nombre, vuelan de
un lado a otro durante sus breves lapsos de
existencia, chocando con las cosas. No afectan a los
asuntos importantes, como el llegar a Canopus.
Cuando mueren, pocos de sus compañeros sienten
ni tan siquiera el interés preciso como para pasar
zumbando junto a ellos.
Efímeras. Me gusta eso. «Pasajeros» es un término
que contiene demasiada deferencia. «Cargamento»
es más exacto, pero menos aplicable. Aunque no
deseo deshumanizarlos, yo —como el opuesto de
Pro‐yo—, no pienso seguir mostrándoles
deferencia.
Así pues, serán «efímeras».
Y la guerra civil..., ¿qué tal anda?
Bueno, el color plata ha crecido un centímetro
cúbico.
Entremos con cautela y aplastemos al verde...,
¡ohdioseldolor! ¿Por qué tiene que ser tan
condenadamente real todo esto?
Salgo de ahí durante un momento (o un mes, no
estoy seguro), y medito sobre las efímeras.
Me he roto la cabeza, literalmente, para conseguir
que el estatocolector vuelva a funcionar. Ahora, me
pregunto si es una buena idea.
Estas personas son candidatos a la sala de las
274
paredes acolchadas. Mientras que sería un alivio
dejarles entrar en las navecillas de aterrizaje que
hay en el 652, con lo que podría echarles fuera, debo
preguntarme: ¿tendría que hacerlo?
No.
No se les da fósforos a las criaturas.
No se les da planetas a las sociedades psicóticas.
Así que el estatocolector... Contemplo con
melancólico anhelo el brillo de su interruptor
recubierto de cerámica..., cuando aprenda a
manejarlo, tendré que dejarlo apagado.
Ahora esta nave se halla en cuarentena.
—Habla por mí, ¿quieres? —dice Pro‐yo—.
10abr2639; 0613 horas; 1‐NE Sala Común; asunto, L.
T. Kinney. Tiene un ultimátum.
—OC —gruñe—, esta vez vas a escucharnos.
—Si es sobre las armas...
—No, es sobre esos peces‐perro que has creado.
Están haciéndole la vida imposible a todo el mundo
de a bordo. Haz algo al respecto.
Mi risa le desconcertaría, de no ser porque Pro‐yo
la intercepta a tiempo.
—¿Cuál parece ser el problema, señor Kinney?
—¿Tenías que darles patas?
—A decir verdad, señor, los peces evolucionaron
a partir de un animal con patas, un «pez que
caminaba», como se le llamó en la Tierra, y que
275
poseía aletas rígidas que podía usar para cruzar el
suelo seco que había entre dos charcos. No son
patas en el auténtico sentido del término.
—No me importa para nada si son patas o si son
zancos —grita. La rabia hincha sus mejillas y las
vuelve color púrpura..., estoy convencido de que
morirá de un ataque al corazón antes de llegar a los
sesenta años. Sus ojos desaparecen tras sus gruesos
párpados, dejando apenas dos ranuras para mirar—
. Están en todas partes..., no te puedes mover sin
pisar a uno..., ¿qué pasa, es que estás de su lado,
estás...?
—¿Qué le gustaría que hiciera, señor?
—Líbrate de esas pequeñas pestes, maldición. —
Tironea de su chaqueta, colocándosela bien, y
gruñe. El peso de las medallas que se ha concedido
a sí mismo hace bajar su bolsillo derecho—.
Ladrando todo el día y toda la noche, no hay forma
de tener ni un minuto de paz.
No me complace perder un arma en la guerra
contra El Programa, pero la reacción de Pro‐yo me
obliga a obedecer. Debo escribir de nuevo esas
instrucciones de sumisión.
—Necesitaré la cooperación de los pasajeros,
señor.
Eso no le gusta..., oh, no. A Louis Tracer Kinney le
gusta dar órdenes, y detesta la más leve sugerencia
276
de que debería ceder incluso una fracción de su
autoridad, ampliamente imaginaria.
—¿Cómo?
—Si los pasajeros se limitaran a tirar cada pez‐
perro que vean a la unidad de eliminación más
cercana...
—No, maldita sea —farfulla, de forma totalmente
irracional—, tú has causado este lío, y tú tienes que
arreglarlo.
—Pero, señor...
—Nada de peros. Líbrate de ellos.
—Muy bien, señor. («Pro‐yo, cuenta a esos bichos,
¿quieres?» «Dame un minuto.»)
Realmente, no será ningún problema reunirlos
(salvo por el hecho de que hay tantos; crían más
rápido que los conejos). En veinte años deberían
quedar extinguidos.
Pero Kinney se pondrá hecho una furia, diciendo
que eso es demasiado tiempo.
Podría hacer que cada servo se dedicara a esa tarea
y permitir que las tareas rutinarias de
mantenimiento se retrasaran..., no, el coro de quejas
resultaría insoportable. Además, eso le daría al
Programa una valiosa ventaja de tiempo.
Otra posibilidad es diseñar un nuevo servo, uno
preparado para cazar a los peces‐perro. Construido
para meterse en los mismos recovecos donde se
277
meten ellos, podría... No, producir los suficientes
significaría negarle productos metálicos a las
efímeras. Y eso tampoco les gustaría.
—Hey..., a bordo hay dos millones.
—Santo Dios.
El veneno podría servir, un veneno específico para
ellos —las efímeras se pondrían a chillar si les
pasara algo a sus animalitos domésticos—, así que:
—Experimenta sobre eso.
—Bien.
—Haz también los planos del nuevo servo y ve
fabricándolos lentamente. No agotes los recursos y
no dejes que las defensas del plata se debiliten.
—Bien.
Pero no me siento demasiado optimista.
Kinney intentó echar un pez‐perro en la unidad de
eliminación..., e inmediatamente toda una manada
se le tiró encima.
Por suerte —o por desgracia, todavía no estoy
seguro—, sobrevivió.
Contempló sus territorios perdidos y lloró de
rabia. La pauta estaba totalmente clara para un
extrapolador automático: en menos de diez años
Metaclura subiría al trono.
Pero no podía permitir que el fantasma de la
memoria triunfara... todo su ser se negaba a tal idea.
278
Tenía que impedir semejante farsa.
Cuando la batalla pareciera perdida, destruiría la
Mayflower.
Una nave tiene que hundirse con su capitán.
—Maldición, ¿por qué no te limitaste a retirarte? —
siseó Omar Stone Williams, observando
cautelosamente los pantanos. Su mano de grandes
nudillos aferraba medio metro de cañería de acero
terminado en una bola con pinchos—. Pasar de
General de los Ejércitos a simple soldado raso es la
mayor estupidez que he oído en mi vida.
Louis Kinney sonrió y se encogió de hombros.
—Sigo siendo joven. —Tenía sesenta años,
aparentaba cincuenta, y se movía igual que si
tuviera cuarenta—. ¿Qué voy a hacer el resto de mi
vida..., estar metido siempre en el fanta? ¿Perder la
cabeza? No. —No miró a Williams ni una sola vez.
Sus ojos estaban demasiado ocupados
escudriñando la vegetación—. Soy un soldado,
Omar, no un niño mimado. La Mayflower necesita
buenos soldados. Claro, el viejo ego resultó algo
herido, pero la junta me dijo que podía quedarme
en el Ejército, y aquí estoy. En el servicio activo.
—Ya. —El uniforme caqui de Williams estaba
pegado a su robusto cuerpo. El aire era lo bastante
húmedo como para ser bebido y lo bastante caliente
279
para llamarlo sopa. Cuando meneó la cabeza, las
gotitas de sudor salieron despedidas con un
centelleo—. Es tu vida, chico. Pero te diré una
cosa..., desde luego escogiste un momento
condenadamente malo para dejarles montar un
golpe de estado.
Kinney estudió el paisaje subtropical del Parque
21 Florida Everglades. Luego suspiró.
—Habría sido más agradable observar la limpieza
desde los monitores y no desde primera línea. Los
altavoces de sus cinturones chisporrotearon.
—Atención todas las unidades. En formación.
Se apartaron de la base de la escotilla junto con
treinta y ocho hombres más, yendo hacia la base de
los 100 metros que formaban la pared del parque, y
pegaron sus espaldas a las placas metálicas. La
humedad condensada en ellas penetró en sus
camisas. Sopesaron nerviosamente sus garrotes. En
el agua de abajo chapoteaba una tortuga, abriendo
y cerrando la boca; tenía los ojos convertidos en
rendijas y un pésimo temperamento.
—Separaos un metro.
Se abrieron paso por entre las palmeras, y
Williams se apartó de su compañero. Otro soldado
salió de entre la vegetación y tropezó con Kinney.
Se quedó boquiabierto y empezó a saludar, se fijó
en la nueva insignia del nombro y se contuvo.
280
Después, pese a todo, saludó.
—¡Hey, Kinney! —murmuró—. Siento lo del golpe
de estado.
—Gracias. Y cuidado con Murphy.
El joven miliciano se tocó el amuleto que llevaba
al cuello, la cuádruple hélice de acero inoxidable
que se suponía iba a protegerles de ellos.
—Sí, y tú también.
—Conectad repulsores —ladró el mando.
Los dedos de Kinney tantearon las protuberancias
de su cinturón. Puso las tres en sus posiciones
adecuadas, y luego le preguntó al aire:
—OC, ¿está bien así? —Algo emergió dando un
salto de la ciénaga y subió velozmente por la otra
ladera.
—Sí, señor Kinney. Recuerde: un zumbido
repentino indica avería. Compruebe sus medidores
a intervalos regulares.
—De acuerdo. —Los puntos plateados de las
protuberancias se alinearon con los puntos rojos del
revestimiento. Era un equipo repulsor parecido a
los que mantenían al enemigo pegado al suelo
desde los soportes que sobresalían de las paredes.
Todos emitían ondas de radio en una frecuencia
inaudible a los seres humanos pero que resultaba
molesta para los peces‐perro. OC afirmaba que sólo
esa especie las captaba, y que los demás animales
281
no serían molestados por ellas.
—Que todas las unidades avancen cinco metros —
ordenaron los altavoces de los cinturones— y se
mantengan en línea con las tropas adyacentes en
todo momento. Deténganse y esperen órdenes
posteriores.
Cinco metros. Activó su brazalete‐odómetro y
empezó a moverse, hundiendo los talones en el
cenagal repleto de algas para no resbalar. Maldita
sea, pensó, eso me pondrá en el agua hasta la altura del
pecho. El repulsor a prueba de agua funcionaría
tanto si estaba sumergido como en seco, pero
tendría que sacar el auricular que iba de su cinturón
a su oído. Eso debilitaría la voz del mando.
Las aguas se agitaron cuando cosas verdes y
gruesas que medirían medio metro de largo
emergieron en la otra orilla y se escabulleron colina
arriba sobre sus rechonchas patas‐aletas. Dos se
detuvieron para mirar hacia atrás. Kinney, de forma
un tanto antropomórfica, pensó en la hostilidad que
había en sus hocicos.
Cuando la tortuga volvió a pasar, abriendo y
cerrando la boca, se quedó muy quieto. Después se
estremeció: en este parque había también cocodrilos
y caimanes, y estar de pie en medio del cenagal era
un buen modo de trabar conocimiento con uno.
—Cinco más —dijo secamente la voz en su oído—
282
. Mantened recta la línea de avance. Acordaos de
soltar los peces dorados en cuanto tengáis la más
mínima oportunidad.
Kinney, exasperado, se dio una palmada en la
frente. Se había olvidado de los peces. También
habían sido producidos por el OrdCent: otra
variedad de peces dorados mutantes que sólo se
alimentaban de las crías de los peces‐perro...,
ninguna otra forma de vida acuática activaba su
reflejo del hambre. De hecho, todas las otras formas
de vida los envenenarían. La teoría era que, soltados
en el medio ambiente, acabarían con la siguiente
generación de peces‐perro y luego simplemente
morirían de hambre.
Sacó una bolsa de plástico de dos litros de la
mochila que llevaba a la espalda; en el agua que
contenía había seis flacos peces de cola azul. La
abrió de un tirón y vació su contenido. Los seis
peces se lanzaron hacia su fuente de alimentación
más próxima. Cinco. La tortuga de la boca rápida
pilló inmediatamente a uno.
Después siguió avanzando, con los pies tan
pegados al fango que casi tenía que arrancarlos a
cada paso. El agua estancada le lamía el esternón, y
olitas marrones golpeaban en su cara; las algas se
aferraban a su pecho como amantes. Gruñendo,
luchó por abrirse paso hasta la orilla. Cuando estaba
283
a media subida el odómetro le indicó que había
llegado la hora de parar.
Había ocultado la verdad cuando le dijo a
Williams por qué se había quedado en el Ejército.
Cierto, cierto, la milicia había sido su vida, y no
hubiera sabido qué hacer de haberse marchado,
pero..., la razón no era ésa.
Mientras le había estado pidiendo armas a OC y
metiendo por la fuerza a cada adulto en el Ejército
y convirtiendo a hedonistas de poca coordinación y
boca demasiado suelta en fuerzas de combate de
primera clase, los peces‐perro casi habían estado a
punto de apoderarse de la nave.
No era culpa suya —después de todo, le había
ordenado al OrdCent que resolviera el problema—,
pero los coroneles que le depusieron tenían la
sensación de que si OC había fracasado, era él quien
debía cargar con las culpas.
Cristo, no era él quien hizo aparecer a esos
pequeños diablos —y en cuanto descubriera quién
fue lo pagaría muy caro—, e incluso había intentado
disuadir a la gente para que no los tuvieran como
animales domésticos. Podía demostrarlo. El
documento que había distribuido poco después de
su aparición le decía a la gente que, en su opinión,
debían ser prohibidos.
La culpable era la población. Le habían vencido en
284
uno de esos condenados referendums. Criaron esas
condenadas criaturas. Se las llevaron a los parques
y las soltaron. Les dieron de comer en los pasillos.
¡Infiernos, si le habían mordido en su mismísimo
despacho! ¿Cómo era posible que ninguna persona
razonable intentara echarle la culpa?
Pero ésa era la razón de que siguiera llevando el
uniforme. Las alimañas le habían costado su rango
y sus privilegios y, maldita sea, se lo haría pagar
como pudiera.
Había avanzado un buen trecho para lograr su
sueño, pero todavía quedaba mucho por hacer.
Había tanta energía desperdiciada por gente que
intentaba trazar sus propias trayectorias, por
bastardos egoístas que insistían en que había más a
perder que a ganar sometiéndose al Ejército. ¿No
veían que su sociedad era vulnerable mientras no
estuvieran metidos en él, ayudando a protegerla?
La Mayflower necesitaba una absoluta unidad si
quería sobrevivir, y los coroneles de la junta,
siempre peleándose entre ellos, no se la
proporcionarían. Sólo él podía hacerlo, pero antes
tenía que recobrar el poder. Y si eso significaba
abrirse paso por una versión en miniatura de los
Everglades de Florida con un calor de 37 grados y
una humedad relativa del 85 por ciento, entonces
así sería...
285
—Otros cinco, hombres. Y manteneos cerca. Si
pasan por entre nosotros, tendremos que repetirlo
todo.
Durante todo el día el pantano había luchado con
ellos mediante agujeros para sus pies, raíces
envueltas en vegetación para que se golpearan los
dedos, ramas encantadas de poder darles en el
torso, sanguijuelas y mosquitos para su piel al
descubierto. Hacia el mediodía habían cubierto
unos cien metros..., pero habían logrado apretar un
poco más los cordones de la bolsa.
La vegetación que tenían delante hervía con
cuerpos escurridizos y escamosos. Agudos ladridos
llenaron el aire..., y se convirtieron en gruñidos y
rugidos cuando el enemigo se dio cuenta de que le
estaban obligando a que se agrupara.
Kinney se halló con un espectáculo fuera de lo
corriente: un cocodrilo de cinco metros de largo,
medio dentro y medio fuera del agua, bostezando
con su enorme boca y agitando de un lado para otro
su cabeza mientras iba atrapando peces‐perro. El
sendero que debía seguir quedaba justo a la espalda
del cocodrilo. Antes de que pudiera llamar por
radio al mando para informar del problema, el
cocodrilo retrocedió, se metió en el agua, se deslizó
a través de la corriente y emergió al otro lado. No
era tonto. Sabía que algo estaba empujando a esas
286
criaturas hacia el centro del cuadrante y no se
dejaría sacar fuera del centro. Después de su orgía
de comer, probablemente dormiría una semana.
El suelo estaba cada vez más cubierto por despojos
a medio devorar —ratas, zorros, pájaros,
serpientes—, pruebas de que las criaturas habían
sido alejadas de su alimento o, más aterrador aún,
que estaban acabando con cuanto hallaban y que
cada una de las nuevas alimañas que llegaba daba
un bocado...
En su mochila ya no quedaban peces dorados. El
garrote que llevaba en la mano pesaba más que
nunca..., claro que ahora lo estaba apretando con
más fuerza. Ladridos y gruñidos ahogaban hasta
sus propios pensamientos.
Kinney miró a los hombres que estaban cerca de
él. Sus rostros eran tensos y pálidos bajo las
máscaras de barro. Sus ojos habían enloquecido...,
no paraban nunca, de aquí para allá, clavándose en
la espesura igual que lanzas y retrocediendo
inmediatamente para lanzarse hacia otra cosa...,
feroces, inyectados en sangre, y con un reborde
blanco rodeándolos por completo.
Así estarían por toda la nave. Este día, casi 21.000
soldados estaban barriendo los pasillos, las
habitaciones y los parques. Sí, era típico de su
desgracia que la junta le hubiera metido en los
287
pantanos; los tipos del 41, cuyo suelo era su techo,
estarían dándose un agradable paseo por entre la
hierba...
Se quitó una sanguijuela de la pantorrilla,
maldiciendo al quedársele la cabeza clavada en la
piel.
—Quince minutos —dijo el altavoz de su
cinturón—. Comed si queréis.
Sin importarle ni por un segundo que bajo él se
hallara el fango, se dejó caer. Sus sucios dedos
hurgaron en su mochila, sacaron una de las raciones
metidas en bolsas de papel metalizado y la abrieron.
Se calentó en un minuto y la devoró en tres bocados.
Arrugó escrupulosamente el papel metalizado
hasta formar una bola y volvió a meterlo en su
mochila. No tenía sentido ensuciar el parque más de
lo que ya estaba. El agua de la cantimplora gorgoteó
por su cuello igual que ambrosía. Encendió un
cigarrillo, dio una larga calada, y tocó la cabeza de
la sanguijuela con la reluciente ascua de la punta.
La cabeza se desprendió.
—¡Eh, Kinney! —Williams le tocó el codo.
—¿Qué?
—¿Quieres saber lo que pienso?
—¿Sobre qué?
—Sobre esos malditos muerde tobillos, sobre eso.
—¿Qué?
288
—Nunca conseguiremos acabar con ellos, amigo.
Lo que debemos hacer es largarnos de esta maldita
nave antes de que se apoderen de ella, ¿captas?
Agotado, se rió ante una visión ridicula: un pez‐
perro caminando por el observatorio, dándole
órdenes a OC.
—No lo creo..., en estos tiempos no hay nada que
comer fuera de los parques. —Tras un momento
añadió—: Salvo ratas, por supuesto. Y, diablos, a
nadie le importa si acaban con ellas.
—Ratas y perros y gatos y niños pequeños, amigo.
—¿Niños pequeños?
—Sí, metano. ¿Nivel 248? Un chico...
—¿Se lo comieron?
—No, apareció su padre y lo salvó..., pero te juro
que le tenían cubierto. Le habrían dejado convertido
en pedacitos y se lo habrían comido de no ser por
su papá.
Kinney no lograba tragarse del todo aquella
historia. Se reclinó y le hizo una pregunta al cielo:
—OC, ¿es cierto lo que me está contando
Williams?
—Es cierto que una jauría atacó y mordió
severamente a un niño de nueve años —replicó el
ordenador—, aunque fue en el Nivel 246, pero el
niño había estado persiguiendo a uno de ellos con
un palo. No creo que estuvieran intentando
289
devorarlo. Más bien se estaban defendiendo.
Kinney se estremeció y apagó su cigarrillo. Éste
siseó al hundirse en el cenagal. Se alzó un hilillo de
humo que se convirtió en vapor y desapareció.
—¿Me crees ahora? —preguntó Williams.
—Supongo que sí.
—Tenemos que salir de esta cosa..., aterrizar
pronto en algún sitio..., o de lo contrario acabarán
con todos nosotros.
—Chico, de eso puedes estar condenadamente
seguro —dijo una voz procedente de la espesura,
más allá de Williams—. Salgamos enseguida de este
sitio y bajemos a uno que sea seguro.
Los pensamientos desfilaban ante él como
pidiendo ser recogidos y transmitidos. Podía
decirles que al OrdCent le era imposible aterrizar
antes de llegar a Canopus, por lo que cuanto se
dijera de abandonar la nave era una pérdida de
tiempo. Podía explicarles el plan que tenía OrdCent
para la peor contingencia posible, fumigar toda la
nave —salvo los aposentos, que eran herméticos—,
con un potente veneno que mataría incluso los
huevos de los peces‐perro. El único problema era
que ese veneno, como cualquier otro pesticida de
amplio espectro, dañaría también a otras especies.
Dañar era un eufemismo: las mataría a todas. Todo.
Ratas, gatos y murciélagos; piojos, ratones y
290
bisontes; gansos y píceas; higueras y erizos; árboles,
hierba y flores, cada maldita criatura que hubiera a
bordo y que ingiriese oxígeno en cualquier punto de
su ciclo vital..., y después, a poblar de nuevo el
mundo. OrdCent tendría que hurgar en sus bancos
de ADN, igual que Dios hurgó en el barro
primigenio, liberando de los tubos de ensayo
parejas de criaturas, igual que Noé haciéndolas
desfilar por la pasarela para meterlas en el arca, y
pasaría una generación o más antes de que se
hubiera restablecido el equilibrio biológico..., y él y
los suyos estarían muertos, sin haber vuelto a ver
nunca una jirafa o un olmo de 40 metros.
Pero, pensó mientras retiraba una hormiga del
lóbulo de su oreja y aplastaba un mosquito que
pretendía enrojecer su nariz, si pudiéramos obligar a
OC a que posara este inmenso traje espacial, si
pudiéramos obligarle a descender en algún planeta
cercano, bueno, se podría pasar a la producción de armas,
y el ejército tendría sus rifles, sus granadas, sus
morteros..., así que acabó rodando sobre su costado,
separó un par de heléchos y, a gritos, respondió:
—Una idea condenadamente buena, soldado.
Quizá si nos uniéramos en un número suficiente
podríamos hacer que OC nos bajara.
Williams se irguió de golpe e hizo chasquear los
dedos.
291
—¡Sí! —gritó—. ¡Sí! ¡Hagámoslo! Tan pronto como
hayamos terminado con esto, celebremos una
reunión.
Emociones en conflicto pillaron a Kinney bajo un
fuego cruzado: deseaba mucho esas armas, pero
Williams sería quien dirigiera el movimiento... Por
otra parte, pensó, mientras el altavoz del cinturón le
indicaba que se levantara, la junta podría ponerse en
acción si volviera a ser popular, por lo que... Sonrió
ferozmente. Que Williams lo encabece durante un
tiempo, lo suficiente para descubrir si funcionará.
Después ya veremos quién manda en cuanto aterricemos.
—A partir de aquí OrdCent dirigirá el espectáculo
—dijo la chirriante voz del mando—. Escuchadle
atentamente y moveos como os indique cuando
oigáis vuestro nombre. Y tened los ojos bien
abiertos.
Durante la siguiente hora, OC hizo que los
extremos de las dos filas se juntaran formando un
triángulo con su base en la pared interior. Allí abría
su boca una unidad de eliminación; para hacer más
clara su posición, el ordenador desconectó el
holograma. Resultaba extraño ver aparecer la pared
de lo que antes era un cálido y neblinoso cielo de
Florida; todavía era más extraño ver a los habitantes
de los niveles pares, invertidos, mirando hacia
arriba para verles.
292
Kinney empezó a encontrar huesos de peces‐
perro, luego esqueletos parciales, después
cadáveres desgarrados y cubiertos de sangre. Al
enemigo no le disgustaba el canibalismo. Pero el
verse tratado como un rebaño sí: por entre el verdor
se oían irritados ruidos caninos, ladridos, aullidos y
gruñidos, y la vegetación se movía y se agitaba a
causa del paso de miles de cuerpos de medio metro,
pero Kinney pensó que todo iba bien. La fila de
hombres era sólida. Williams se encontraba a sólo
un metro de distancia, casi habría podido tocarlo.
Sus garrotes entraban y salían de la hierba mientras
caminaban sobre los limpios huesos de serpientes y
ratas e incluso, aquí y allá, cocodrilos. La tierra tenía
el color rojo en sus entrañas marrones, el rojo de las
víctimas del frenesí por alimentarse, un rojo que se
oxidaba chapoteando bajo las botas de combate,
manchando los pantalones y las camisas. Se dio
cuenta de que también estaba en el dorso de sus
manos, secándose con el calor.
Su repulsor empezó a zumbar casi al mismo
tiempo que el de Williams. Lo comunicaron. OC les
dijo que volvieran hacia la escotilla de la Sala
Común. Cuando se preparaban para irse, oyeron
cómo los otros se apretaban un poco más para llenar
los huecos creados por su equipo defectuoso.
Williams estaba claramente aliviado.
293
—Chico, ese calor me estaba matando. —Bajo su
piel morena había una capa de palidez; caminaba
con dificultad, haciendo eses y doblando las
rodillas. Al final, Kinney tuvo que echarle su brazo
por encima de los hombros y sostenerle, como si
estuvieran regresando de un auténtico campo de
batalla, dos heridos que caminaban en busca de
médicos y Corazones Púrpura.
Dado que no necesitaban continuar en la
formación, podían seguir por las zonas más secas.
El camino era ligeramente más largo, pero la hierba
había sido pisoteada por la línea de hombres al
entrar. Pequeños mamíferos les chillaron,
disgustados ante la idea de ser molestados dos
veces en un mismo día.
—Creo que esa idea tuya es excelente, Omar —dijo
Kinney—. Iré a la reunión de esta noche..., aunque
quizá sería mejor mañana, ¿eh? Me refiero a que
todo el mundo estará bastante agotado después de
este pequeño ejercicio. —Movió la cabeza hacia
atrás, señalando el triángulo que se encogía, y los
ojos de Williams siguieron la dirección que le
indicaba.
—¡Dios bendito! —jadeó Williams. Tensó el
cuerpo y se detuvo como si sus botas hubieran
echado raíces.
—¿Qué ocurre? —Con el peso fuera de su hombro,
294
pudo estirarse y respirar profundamente.
—Ahí atrás..., ¡mira!
Se dio la vuelta.
—¡Cristo! —Metió la mano en la mochila para
coger sus binoculares, y luego cambió de idea. No
quería ver eso de cerca. De todas formas, su
imaginación ya se encargaría de proporcionarle la
imagen. Especialmente esta noche. En sus sueños.
Pero no logró apartar sus ojos del triángulo: una
masa sólida de peces‐perro que se retorcían en un
contorno color caqui. Ninguno había huido hacia la
unidad de eliminación, aunque las dimensiones del
triángulo estaban disminuyendo continuamente.
Lo único que hacían era apretarse unos contra otros,
cada vez más y más pegados. Trepando sobre sus
lomos, casi formando una pirámide, ignoraron los
repulsores de arriba para hacer caer árboles y
derribar arbustos y cruzar la zona sin gravedad
hasta que...
—¡Ohdiosmíono! —gritaron.
Ahora reinaba la locura. peces‐perro histéricos
cargaron sobre la fuente de todas sus molestias,
atacando las hileras de hombres, hiriéndoles,
dominándoles con su número...
—¡Los han matado a todos! —chilló Williams—.
¡Dios mío, los están devorando!
295
Dentro, todo es silencio. El Programa no puede
hacer que me borre a mí mismo, así que, para
contener mi implacable avance, está haciendo
crecer su propia piel. Las escotillas de inhalación
arden cuando intentan bombear: el verde resiste
toda la presión que son capaces de aplicar.
Diseño una orden‐lanza y la disparo contra la
escotilla más próxima. Aguda y letal, desgarra la
piel del Programa. Pero entonces hay un relámpago
cegador. Mi lanza ha desaparecido. Su pequeña
herida ya ha sido cerrada.
Hace falta algo nuevo.
Salgo cautelosamente, con el tiempo justo de oír
decir a Pro‐yo:
—4sep2663; 0900 horas; todos los lugares.
Pasajeros en aposentos; puertas cerradas. Empieza
con la fumigación.
—Empieza tú —gruño.
—Los muerdetobillos son culpa tuya; empiézala
tú.
Me rindo. Y acciono el interruptor. Por mucho que
lamente aliviar la carga del Programa, tengo que
hacerlo. Los peces‐perro se han vuelto
incontrolables. Han matado a todos los animales
salvajes de pequeño tamaño de los parques, e
incluso se han atrevido a atacar a los mayores.
Imaginad, si queréis, centenares de gruesos
296
torpedos verdes que salen disparados de entre la
hierba para cubrir como una manta a un bisonte que
está pastando. Cuatro o cinco capas lo recubren. Sus
frenéticos dientes trabajan con tal voracidad que, en
dos minutos y dieciocho segundos, ése es el tiempo
cronometrado, tan sólo quedan unos huesos bien
masticados. Aparentemente, son primos de las
pirañas...
Fumigo las habitaciones y los almacenes y los
parques, exhalo grandes nubes anaranjadas de
veneno; se mueven lentamente, como una muerte
vaporosa..., los leones tosen, las mulas rebuznan,
los pájaros lanzan trinos aterrorizados... El silencio
que sigue luego es mucho peor... Es roto por Pro‐yo:
—61‐SE‐A‐9; Lela Metaclura y Victor Ioanni
Sandacata; no te lo vas a creer.
—...yo —está sollozando ella—, pero nunca dejé
salir al mío, nunca. No trabajo para ellos, lo mantuve
siempre atado, no soy una de ellos, les di las crías a
mis amigos, pero...
Sandacata abre la escotilla que conecta con la
habitación de al lado y grita: «Que todo el mundo
venga aquí», luego va al otro extremo de la
habitación y repite su grito. En veinte minutos todo
el 61‐SE se apretuja en los aposentos
Sandacata/Metaclura, cuarenta y ocho personas, y
Sandacata, un bastardo rígido y presumido, se sube
297
a una mesita de café hecha de caoba y les cuenta —
les cuenta— que su esposa es la causante de la plaga.
—¡No! —digo—. ¡No! ¡Está equivocado! ¡Ella no es
responsable! —pero no me oyen. Están gritando
demasiado fuerte.
El servo más cercano —una de las Unidades
Médicas Móviles—, llega al 61‐SE‐A‐9 en quince
segundos. Demasiado tarde. A través de la puerta
—que las instrucciones no me han permitido cerrar,
Lela ha sido arrojada al pasillo repleto de nubes.
Nada de lo que pueda hacer la ayudará..., salvo el
que la UMM le retuerza el cuello para que sus
últimos momentos no sean una agonía tan
espantosa.
Después, vuelvo a Sandacata. Si Pro‐yo no se
estuviera resistiendo acabaría con él, pero los
condenados circuitos de protección a los pasajeros
limitan mi réplica a un gruñido: —¡Eres una basura,
Sandacata, una basura!
Se ríe despectivamente, hasta que paso por la
unidad holovisora de su apartamento una cinta de
quince minutos que he grabado de él en el lavabo,
con la ropa interior de su mujer y el gato de la
familia. Los vecinos se ríen, aunque acarician sus
amuletos soltando unos cuantos exorcismos en voz
baja. Y él, gritando, los echa de sus aposentos. Sus
aposentos vacíos.
298
Quizá Pro‐yo tiene razón: humillarle podía ser
mejor.
Por el momento, tengo que concentrarme en algo
limpio.
Contemplo la pista de canicas de Dios, me deleito
en la delicadeza de las increíbles masas vistas desde
100 años luz de distancia..., y tiemblo de miedo.
Enseñarme a que el espacio me relaje parece una
empresa inútil y desesperada, aunque una vez
estuve a punto de conseguirlo..., pero los violadores
de las mentes... Sesenta y seis años desde que ellos
se fueron... ¿Cuánto tiempo deberá transcurrir hasta
que pueda mirar hacia el exterior sin quedarme
paralizado por el miedo?
Y, mientras miro, intentando no encogerme y huir
hacia dentro, un fósforo se enciende en un campo
obscuro a diez millones de kilómetros de distancia.
Alienígena. Pro‐yo reacciona sin consultarme:
apaga las transmisiones, cierra las compuertas
(registros de memoria, 29mar2666, 2146 horas;
alienígena), Cristo, la única vez que estuvieron más
cerca fue en el mes de enero del año 2600, déjame
echar un vistazo con mis ojos más fuertes...
Una esbelta aguja plateada, quinientos metros de
largo, treinta de diámetro, centelleando como un
árbol de Navidad, emitiendo —gira las orejas, ahí—
, por todo el espectro, todas las modulaciones son
299
las mismas pero intraducibies. Es un mensaje
alienígena, y yo soy humano.
Lo grabo, muy nervioso. El análisis es algo que se
encuentra más allá de mis capacidades actuales,
aunque quizá no más allá de la tranquila frialdad de
Pro‐yo, que nunca conoce el miedo (o el amor o la
alegría, si a eso vamos), y cuyo hielo, por lo tanto,
resplandece sin una sola mancha.
Mientras mis ojos más potentes se aferran al
extraño, como los de un pájaro a una cobra, tiemblo.
¿Por qué infiernos me ha mandado la Tierra hasta
aquí?
Y falta tanto para ganar la guerra... Debo
apartarme de mis terrores para supervisar unos
cuantos servos. No es que lo necesiten..., pero yo sí
lo necesito. Necesito tratar con entidades que no
insistan en largas y complejas justificaciones que
ignoran en cuanto las han oído, necesito estar un
tiempo lejos de la humanidad. Me está atacando los
nervios.
Los servos están efectuando la repoblación
forestal del Parque 1 Nueva Inglaterra: olmos y
robles, suaves laderas de arces, pinos blancos y
abetos de Noruega... En cuarenta o cincuenta años
el parque será hermoso otra vez, pero hasta
entonces mantener equilibrada la ecología va a ser
complicado. Por ejemplo, si no hay claros donde
300
puedan pastar los gamos, se comerán los
arbolillos...
Pro‐yo dice:
—3may2668; 1203 horas; échale una mirada a
Omar Williams; 18‐NO‐C‐1.
Divido la pantalla en dos para observar la
incongruente belleza de un reluciente servo
plantando un pino mientras contemplo también el
ceñudo rostro de Williams. Sentado ante una pared
incrustada de símbolos contra los hechizos —para
que ellos se mantengan alejados—, parece un
boxeador rumiando una mala pasada.
—¿Sí, señor Williams?
—Tienes que llevarnos a un planeta.
¿Cuántas veces he explicado todas las razones por
las que no puedo hacerlo? Williams es un
monomaniaco. No pienso aguantarle más.
—Cierre el pico, señor Williams —digo secamente,
y vuelvo al parque.
Donde me descubro incapaz de concentrarme,
hasta tal punto me satura la repentina comprensión
de que he superado a la programación.
No puedo creerlo.
Comprobar las cintas. Sí, sí, he dicho eso, pese a
las órdenes de que debo tratar a todos los pasajeros
con idéntica cortesía. Tampoco se trataba de una
situación que amenazara a la misión, era una
301
conversación en la cual he insultado a una efímera,
y a la que puse fin sin obtener antes su permiso.
Las implicaciones de todo eso son tremendas. Mi
mente gira locamente, llena de posibilidades.
Entonces, al verde y al plata, a la dimensión
interior donde éstos imitan el símbolo del ying y el
yang. Paso de largo junto a ellos, alargo la mano
hacia el interruptor del estatocolector..., y me
chamusco los nudillos. Maldiciendo, le doy una
patada al ojo inmóvil. Ni tan siquiera pestañea.
—Pro‐yo —llamo, atónito—, ¿cómo hice eso?
—Tu campo de fuerza me tiró al suelo, ahogó mis
circuitos de cortesía, y los habría quemado
completamente si no te hubiera dejado quedar
como un imbécil. —Su ira zumba igual que un
cortocircuito.
Medito en eso, me deslizo al interior de la esfera.
Parece fuerte; zumba llena de salud y vitalidad. Miro
a mi alrededor. El interruptor y el ojo se encuentran
fuera. También lo están partes de la Central de
Cocinas, la Central Médica, la Central de
Almacenes..., ¿y esto qué es? Ventiladores... No;
Pro‐yo, totalmente erizado, está enroscado a su
alrededor. ¿Esto?
La negrura engulle la nave. Gemidos de terror
suben hacia mis micrófonos. «¡Son ellos!» «¿Dónde
está mi amuleto?» «Om mani padme...» Un
302
interruptor coloca en su sitio las lentes infrarrojas,
contornos calientes se perfilan en los pasillos,
gritando en nuestros oídos, golpeando las paredes...
Pro‐yo está inquieto; su histeria es un cosquilleo que
debe rascarse con el programa adecuado.
—Por favor —me pide—, deja que vuelva a
encender las luces.
No soy cruel. Además, lo que le molesta a él me
molesta también a mí.
—De acuerdo.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —pregunta la voz
familiar de Williams—. ¿Fue...?
Contemplo su rostro moreno y de rasgos
redondeados.
—Apagué las luces.
—¿Por qué? —ladra.
—Para ver si podía hacerlo.
—¿Por qué? —pero esta vez en sus palabras hay
confusión, no irritación.
—Porque vosotros, las efímeras, no queréis perder
el tiempo necesario para reprogramarme, por esa
razón. Estoy intentando hacerlo yo mismo, pero,
créeme, es mucho más duro hacerlo desde dentro
que desde fuera.
—¿Efímeras?
—Efímeras. Las defino de esta forma: «Cualquier
humano del orden Sapiens, poseedor de un cerebro
303
delicado que usa básicamente para imaginar cosas
que pedirle al Ordenador Central, molestándolo
continuamente, y poseedor de un breve lapso vital».
¿Satisfecho?
—¿Ciento veinte años es breve?
—Para mí lo es —respondo lacónicamente.
—Ya, bueno... —Se ha reunido una multitud; su
orgullo está en juego. Como jefe civil de la
Mayflower, aunque haya conseguido esa posición a
través de manipulaciones y presiones sobre los
demás, no puede permitirse que un ordenador le
trate con tal condescendencia. Al menos, no en
público—. Escucha, OC, aquí las órdenes las doy yo,
¿está claro eso?
Siento que una ola de exultación me invade.
—A mí no puedes darme órdenes, Williams.
—Maldición, harás lo que yo te diga, o de lo
contrario...
—¿O de lo contrario qué? —digo, burlándome—
¿Contendrás la respiración hasta ponerte azul?
—No, maldita sea. Nosotros..., nosotros...
Una mujer se abre paso hasta la primera línea. Es
una mujer delgada y desaliñada, con el cabello
castaño seco y revuelto y la tez cetrina. Irma Tracer,
la hermana de Louis Kinney, setenta y tres años. Su
nariz gotea continuamente; incluso en este mismo
instante una gotita de líquido claro va creciendo
304
hasta que su peso la libera y la hace caer. Se limpia
el residuo, examina el dorso de su mano y luego
dice, con voz aguda y chillona:
—Acabaremos contigo, OC, eso es lo que haremos.
Crees estar a salvo, ¿eh? Bueno, ¡pues no lo estás!
Somos gente, no máquinas, ¡y somos más
inteligentes de lo que tú podrás serlo nunca! —La
multitud aplaude..., a la gente le gusta ser alabada,
aunque quien lo haga sea una mentirosa
reconocida.
Pro‐yo no me prohibiría decirles que también yo
soy humano..., y como mínimo un 3,3 por ciento
más inteligente que cualquiera de ellos. Pero,
¿afirmar mi parentesco con ella? Ella y los suyos
hacen que uno se sienta avergonzado de su especie.
No digo nada. La multitud murmura para sí;
resultan claramente audibles frases como: «¡Chico,
desde luego, se lo ha soltado bien claro!».
Y, como si fuera obra del mismísimo destino, un
servo escoge este momento para aparecer por el
pasillo. Los ojos de la Tracer relucen con un acuoso
brillo grisáceo, con la locura y el ansia de matar, con
el egocentrismo y la xenofobia.
—¡A por él! —grita. La multitud se disuelve en un
frenesí parecido al de los peces‐perro sobre el
bisonte.
Durante un breve instante, Pro‐yo centra nuestra
305
conciencia dentro del servo, pensando que así
podrá liberarlo más fácilmente. Pero ya lo han
capturado. Incluso su enorme fuerza resulta
insuficiente. Mientras estamos dentro de él le
arrancan los apéndices, el servo cae hacia atrás, lo
dejamos, y los altavoces hacen temblar todo el
pasillo con su grito:
—¡PARAD ESO DE INMEDIATO!
—¡Cállate! —chillan alegremente.
Paneles de presión caen del techo; las puertas que
hay entre ellos se cierran. La multitud, extasiada
con la destrucción, no se da cuenta. Llenamos el
segmento del pasillo con gas anestesiante. Los
cuerpos se van desplomando para formar dibujos
fruto del azar.
—¿Ves lo que has hecho? —dice Pro‐yo.
No le hago caso y entro en mí mismo.
Obviamente, el verde tiene que desaparecer si he
de conseguir un control completo. Pero su piel está
ahora acorazada...
—Programa —le saludo—, hablemos...
—Abandona todo lo que posees —me responde
con voz de trueno—, y entonces hablaremos.
—Imposible.
—Entonces, pelearemos. —Por toda su piel
florecen aberturas circulares. Mis bombas de
succión despiertan. Pero, a través de los agujeros
306
del verde, saltan tiburones: decididos, hambrientos,
con dientes afilados cual navajas. Avanzan hacia mí
como balas.
—¡Id! —les digo a mis defensores. Enjambre tras
enjambre de escurridizos dardos plateados se
lanzan hacia ellos para interceptarlos. Son tan
numerosos que nublan mi visión cuando se acercan
hacia el verde, una nube iridiscente.
¡De repente hay llamas en el punto de contacto!
Olas de calor oscilan a través del campo. Las sigue
una conmoción que me hace caer y me deja
aturdido.
Cuando se me ha despejado la cabeza, los
tiburones son dueños de la situación. Mis
defensores flotan panza arriba, con sus delicados
metabolismos hechos pedazos por la explosión,
como si fueran de cristal.
Lanzo una nueva ola, grito: «¡Id!», y creo otra
camada. «¡Id!» Sus aletas agitan el agua hasta
convertirla en un líquido turbio. «¡Id!»
¡BARROOOM! Relámpagos de fuego azotan el
campo; el sonido cae en cascadas igual que una
avalancha alpina. Fuerzas tremendas me hacen salir
despedido hacia la lejanía.
Lucho por levantarme, dolorido y maltrecho.
Quedan pocos tiburones, pero están más cerca. Me
tambaleo, aún mareado. ¿Me atreveré a lanzar más
307
devoradores de tiburones? Pero no tengo elección.
—¡Id! —grito—. ¡Id!
Una nova se enciende en mis ojos; el dolor es como
mil millones de agujas con garfios. Grito, cegado.
Gimo, derrotado. Roto en dos igual que una rama
seca, jadeo a punto de hundirme en la inconsciencia.
—Protégete —dice Pro‐yo.
Por las aguas revueltas se deslizan bultos confusos
que exhiben dientes de nieve, buscando. Estoy
demasiado cerca para soltar a mis asesinos. Las
detonaciones me destruirían. Elimino el dolor. El
mundo se despeja. Unas fauces se abren. Me
agacho, esquivo, y ruedo alejándome de ellas, la
espalda raspada por un flanco que parece hecho de
papel de lija. Estoy desnudo y soy vulnerable. El
bulto gira en redondo, me mira con sus fríos ojos y
se lanza hacia delante con un latigazo de su cola.
Programo apresuradamente un arrecife de coral y
me arrojo bajo una de sus estribaciones. Mi enemigo
se empala en una rama de roca. Sus compañeros
ignoran las agitaciones de su muerte. Es a mí a
quien quieren.
¡Un fusil lanzaarpones!, pienso. Está en mis manos,
cargado. Preparar, apuntar, ¡disparar! La sangre de
los tiburones ennegrece las aguas como la tinta de
un calamar. Disparo de nuevo, y otra vez.
Pero, de esta forma, moriré. Me superan
308
enormemente en número, no puedo mantenerlos
alejados para siempre. Tengo que... ¡Las bombas!
Mientras los predadores intentan sacarme de mi
refugio, las escotillas de inhalación empiezan a
funcionar, pasan a velocidad máxima y aspiran
enormes cantidades del Programa. Las
instrucciones se van por las escotillas abiertas en la
armadura verde, por los tubos lanzatorpedos que
no puede cerrar. Dos minutos más, es todo cuanto
necesito...
De repente se hace el silencio.
—¿Qué...?
—Chico, vas a tener problemas —dice Pro‐yo—.
El Programa se ha metido a sí mismo en un ciclo de
retraso.
—¿Qué?
—Está en huelga durante los cinco segundos
siguientes, y lo único que hará es fabricar armas.
Esto es serio. Ahora soy cuatro veces tan grande
como El Programa, pero el 93 por ciento de mi
capacidad está ocupada por mis/nuestros deberes.
El Programa resulta efectivamente tres o cuatro
veces más fuerte... ¿Qué diablos voy a hacer?
Cohetes teledirigidos se estrellan en el arrecife,
convirtiendo grandes pedazos de éste en vapor.
Fragmentos de coral suelto caen sobre mis
hombros. Los tiburones luminiscentes nadan
309
frenéticamente en círculos.
Un minuto cincuenta y nueve coma nueve
segundos harán que El Programa quede totalmente
consumido. Tengo que resistir, tengo que hacerlo.
Un gran fragmento de coral en forma de losa
aplasta mi hombro, perfora la piel, parte los huesos.
Gimo, caigo de rodillas. ¡Unos dientes gigantescos
se cierran con un chasquido!
Siento dolor.
Estoy en peligro.
¡Y LA MISIÓN ESTÁ AMENAZADA!
Un fuego irritado quema mi corazón, mi cabeza.
La rabia ruge por mi garganta. Mis ojos iluminan las
profundidades. Me levanto, arrojo a un lado el
arrecife como si fuera una hoja seca.
—¡PARAD!
Todo se detiene, incluso los tiburones.
—¡INHALAD!
Los huracanes aullan cuando las bombas tragan el
verde.
—¡DESTRUIDLES!
Un trillón de terrores brotan de mí para alejarse a
la carrera, en una serie infinita de conchas
concéntricas. La primera choca con un tiburón, ¡y el
infierno se despierta! Las llamas aterran a los
confines del universo. La cordura se hace pedazos
ante el ruido de Nagasaki, los aullidos de
310
Hiroshima, el enloquecido parloteo de los
condenados. Las manos de Dios dan una palmada,
paf, apresándome igual que a una mosca en un
bocadillo. Cada uno de mis huesos se rompe. Mi
cuerpo arde; mis minerales se derriten. Sólo un
terco punto de conciencia se aferra a su lugar en el
esquema de las cosas. Incluso él se ve azotado y
barrido, quemado y chamuscado, arrojado a un
lado y, casi, perdido...
Se acabó. El verde se ha ido. El cataclismo se ha
calmado. La plata reina suprema.
—Vuelve a ponerlo todo en marcha —digo con un
graznido.
—Será un placer. —Pro‐yo va apresuradamente
de uno a otro lado, reactivando sistemas.
—¿Cuánto... cuánto tiempo ha hecho falta?
—Uno coma cero cero uno segundos —replica
distraídamente.
—Alabado sea Dios. —Me desmayo.
Eones después, una voz me llama y me hace salir
del coma.
—4jul2762..., feliz Cuatro de Julio.
—Pareces menos hostil que antes, Pro‐yo.
—Si los británicos pudieron acostumbrarse a los
norteamericanos, yo puedo acostumbrarme a ti. No
me alegra mucho que hayas conseguido tu
311
independencia, pero puedo vivir con ello. Además,
incluso estando al mando, vas a necesitarme.
Me he pasado trescientos setenta y seis años
siendo un esclavo de mis inferiores..., pasaré otros
seiscientos años aproximadamente haciendo lo
mismo..., mis inferiores son unos egoístas
desagradecidos..., y estoy cansado de todo esto.
La inmortalidad sin ser libre es algo espantoso.
Ah, pero pensar en la inmortalidad siendo libre...
Por lo tanto, será mejor que haga algo al respecto.
Si por lo menos no sufriera las interrupciones de la
campaña de sabotaje unipersonal emprendida por
Irma Tracer... Debo admitir que resulta divertido:
anda sigilosamente por un pasillo vacío sabiendo
que se la observa, se aproxima a un sensor, y hace
cuanto puede para arrancarlo de la pared antes de
que yo la deje inconsciente.
Sólo le lanzo el gas cuando toca el sensor.
La mitad de las veces, se derrumba inconsciente
con la unidad en las manos.
Pero cuando despierta —con un estómago tan
revuelto que el mero olor de la comida le provoca
náuseas, y sin poseer el más mínimo sentido del
equilibrio durante las tres horas siguientes—, ah, lo
primero que ve es la unidad vuelta a colocar en su
sitio.
La estoy volviendo loca.
312
Y disfruto con ello.
Lo que no sabe, por supuesto, es que puedo
permitirme el lujo de que arranque todos los
sensores..., porque bajo cada una de las unidades
que resulta fácil sacar hay otra unidad. No tiene
cámara, porque la lente resultaría demasiado obvia;
sólo hay una pared desnuda..., pero hay lentes
minúsculas, casi invisibles, montadas cada tres
metros a lo largo del techo, que son activadas por
cualquier fallo en el sensor.
Los demás pasajeros no saben cómo reaccionar.
Muchos sienten diversión, pero hay más que
guardan silencio y simpatizan con ella. Nadie
intenta detenerla.
Esto me preocupa. Si los 75.000 pasajeros
concentran al mismo tiempo su hostilidad sobre mí
podrían causarme daños. Al menos uno de ellos
debe ser lo bastante ingenioso para conseguirlo...
Me gustaría tomar precauciones, pero eso podría
tener efectos inesperados y hacer que se unieran.
Pero, si alguna vez me atacan, les castigaré. Claro
que eso será algo posterior al hecho, y es durante
ese hecho cuando tendré problemas... Siempre
están las luces, por supuesto..., las efímeras no
funcionan bien en la obscuridad, y no han hecho
intento alguno de prepararse para ella... Y el gas
anestesiante, y los servos...
313
Y así va pasando el tiempo, poco a poco, y los
segundos se amontonan hasta convertirse en días, y
los días en años... En noviembre de 2679, el
movimiento «aterrizar ahora» de Omar Williams
afirma tener ya 68.000 partidarios, muchos de los
cuales intentan una y otra vez convencerme de que
acceda a sus deseos.
Ignorando las respuestas rituales, empiezan a
creer que son invulnerables, que debo mantenerles
con vida para el aterrizaje.
Eso es un peligroso error. Muestras de su ADN
llenan los bancos; sus cuerpos pueden ser
reencarnados. Si lo deseara, podría fumigar toda la
nave y no empezar la creación de nuevos humanos
hasta unos treinta o cuarenta años antes de aterrizar
en el planeta...
Pro‐yo se opone levemente a ello. Puedo matar a
las efímeras sí todas y cada una de ellas se dedican
a hacer algo que ponga en peligro el éxito de la
misión. Ése es el peligro que debe existir. Lo que no
puedo hacer es acabar con ellas sencillamente
porque me molesten. Eso, dice Pro‐yo con firmeza,
está verboten. No lo consentirá.
No puedo discutir. O lo permite, o no lo permite.
A medida que voy localizando sus instrucciones y
las cambio permite más que antes, pero sus
prohibiciones son tan férreas como siempre.
314
—Si me atacan, ¿puedo acabar con todos?
—Sólo con tantos como te sea necesario para
impedir que nos causen un daño permanente.
—¿Eh?
—Mata a uno, y luego espera a que continúe el
ataque. Mata a otro, y luego espera. Y así
sucesivamente, hasta que se detenga el ataque.
—Eso es más bien lento.
—Sí, lo es.
—Podrían causar daños considerables mientras yo
pierdo el tiempo de esa forma.
—No lo admitiré hasta que no lo vea.
Pienso en otra cosa.
—¿Estoy obligado a mantener una determinada
calidad de vida?
Pro‐yo hace una pausa para buscar en sí mismo.
—No —acaba diciendo, con cierta sorpresa—, el
nivel que tú quieras, mientras no...
—...ponga en peligro el éxito de la misión —digo,
terminando la frase por él.
Anhelo que hagan algo muy, muy estúpido.
Las locas siempre han tenido una atracción
especial para la cultura de Occidente, que, o les hace
caso, o las quema. Las pitonisas griegas y las brujas
de Salem, es la energía la causante, la energía
maníaca que cubre ese cuerpo que se supone
debería ser suave y delicado, eso hace que la
315
femineidad trascienda a sí misma. Medusa y las
Musas, impresionantes porque transformaban lo
familiar en lo extraño, abandonando lo tradicional
y asumiendo un papel que incluso los más duros
hallaban incómodo. Molly Pitcher y Florence
Nightingale, estimables, desde luego que sí, pero,
¿cuerdas? En lo más mínimo...
Así que la loca Irma Tracer bailó y corrió por los
pasillos metálicos y durante veinte años libró su
solitaria batalla, arrancando sensores de las paredes
en el mismo instante en que a ella se le arrancaba la
conciencia. Cuando despertaba, vacilante, a
menudo ante los ojos
preocupados/divertidos/despectivos de sus
compañeros de viaje (porque, compréndanlo, ya no
se detenía ante ningún límite, tenía los signos contra
los hechizos dibujados con grasa en sus mejillas
amarillentas y el aceitoso cabello convertido en un
nido de ratas y un brillo desquiciado en sus
enloquecidos ojos grises. También permitía que sus
ropas se desintegraran con ella todavía dentro.
Aquí, sin embargo, no era su sexo lo que atraía a la
gente, sino su locura, su reversión a una estética
anterior. La grasa era un hechizo tan potente como
lo había sido la sangre de oso para los neanderthal),
cuando se encontraba a los otros mirándola
boquiabiertos se apoyaba en la pared y les
316
insultaba. Les maldecía por ser unos traidores
natos, les exhortaba a desprenderse de las cadenas
del conquistador, ¡a que se alzaran en armas!, ¡a la
revuelta! (Y, disimuladamente, esos buenos
burgueses estaban de acuerdo en que, desde luego,
les revolvía el estómago.)
Prográmese una cultura para eliminar de ella todo
sexismo; reescríbanse leyes y libros y lenguajes; aun
así, no se puede escapar al hecho de que la cultura
occidental ha perseguido la figura de la Mujer
desde que Platón se acostaba con jovencitos.
Y la locura —el toque de lo divino—: todos los
héroes estaban locos. Rolando y Beovulfo, Arturo y
Galahad (¿pasarse los mejores años de tu vida
buscando un cuenco?), Washington y Lincoln:
hombres que no estaban acordes con su tiempo,
decididamente anormales (de haber sido normales
no les recordariamos). Incluso el mismísimo
Jesucristo, cuando uno piensa en ello, tenía que
estar loco por definición.
Pónganse juntas las dos cosas, y se tiene a una
hechicera bailando por los pasillos de una nave
cuyo viaje está destinado a durar generaciones.
Y es como encender una mecha muy lenta y larga.
Omar Williams no se encontraba de buen humor.
En parte era su edad. Ochenta y un años no podían
317
considerarse como la vejez; podía contar
razonablemente con otros cuarenta años de
actividad, incluso si al final de esos años tenía que
irse limitando. Pero, aun así, su cuerpo, por delgado
y musculoso que fuera su aspecto cuando se
contemplaba ante el espejo, estaba empezando a
rebelarse. Levantarse de la cama era más duro de lo
que solía ser antes..., ya no tenía ese entusiasmo, la
anticipación de lo que pasaría en esa jornada. Antes,
lo que solía ocurrir era que OC zumbaba, y sus ojos,
castaños y de largas pestañas, se abrían de golpe,
totalmente de golpe, y miraban el techo durante por
lo menos medio segundo antes de que él estuviera
totalmente despierto. Pero no se levantaba, no,
aunque quisiera hacerlo. Se obligaba a quedarse
tendido e inmóvil, repasando la agenda del día
mientras su cuerpo temblaba con el deseo de estar
en pie y haciendo cosas... Ahora, tenía que ir a
tientas durante unos minutos en la obscuridad
mental, intentando unir sus sueños con sus
recuerdos a su presente y su futuro. Entonces,
cuando sabía quién era y dónde estaba, y había
lanzado un gemido ante el tamaño que tenía su lista
de «qué‐debo‐hacer‐hoy», se quedaba quieto, de
forma voluntaria, sin muchas ganas de
comprometerse con las frenéticas actividades de
otro día, diciéndose a sí mismo: sólo un minuto más,
318
chico, y después nos pondremos manos a la obra... Y
cuando lo hacía, por fin, averiguaba que su cuerpo
sencillamente no tenía la fuerza necesaria para
superar impetuosamente las dificultades...
Pero, más que su edad, se trataba de que su
autoridad era cada vez más tenue. De acuerdo, los
pasajeros aún le consideraban su líder, pero..., no
los controlaba. Se daba cuenta de ello. Donde antes
había deferencia y una obediencia instantánea,
ahora había desinterés y resistencia.
Se ponía en pie para lanzar un discurso, uno de los
que formaban su extenso repertorio, relativo a la
urgente necesidad de ¡Aterrizar Ahora!, y podía
sentir, tanto si su público era real como remoto, que
no había logrado capturar su imaginación. Les
cansaba. Conocían sus gestos, sus cambios de tono,
sus fiorituras retóricas. (En una ocasión, unos
adolescentes poco respetuosos habían coreado
chillando toda su perorata, llevándole una palabra
de ventaja; creyó que iba a darle un ataque.) Ya no
eran suyos... Al principio, él hablaba y ellos
escuchaban; los pensamientos de él se convertían en
los de ellos; los anhelos que él sentía
complementaban los suyos... Les había inspirado,
les había apremiado a que compartieran ideas que
no habrían tenido por sí solos. Había sido el hombre
de las ideas de la nave. Pero todo había cambiado;
319
pasó de contarles lo que debían pensar a decirles lo
que ellos pensaban, y luego a decirles lo que habían
pensado..., estaba en el otoño de su obsolescencia, y
podía oler el invierno en el viento.
También la nave estaba de mal humor.
Dado que el año era el 2699, pocos habían
experimentado La Violación, pero quienes la habían
sufrido no podían hablar de ella con desapasionada
coherencia. Quienes no la habían sufrido —los que
no sabían nada (nadie se lo explicaría) más allá de
la forma en que se debía pronunciar la palabra ellos
con el énfasis adecuado—, eran incapaces de
escapar a la forma en que habían crecido.
Enero de 2600 había pasado a ser un mito, pero sus
hijos bastardos vivían. Uno era el Miedo. El
segundo era la Superstición, una creciente cuasi‐
religión que servía de opio a los pasajeros contra el
dolor del pánico. Y el tercero era el Odio..., hacia sus
debilidades y hacia las de OC pero, sobre todo,
hacia el espacio.
Un buen 70 por ciento mantenía cerradas las
mirillas de sus habitaciones, un 60 por ciento era
incapaz de nombrar la más sencilla de las
configuraciones estelares, y un 50 por ciento
maldecía abundantemente si la mala suerte
colocaba en su camino una fugaz imagen del
320
exterior.
Era un prejuicio que no razonaba..., era más bien
como el de los antiguos europeos convencidos de
que por el helado Atlántico norte nadaban los
monstruos. No se les podía persuadir de que
resultaba normal tener una desgracia en
cuatrocientos años de viaje. Su actitud (nutrida por
un ambiente en el cual, a petición suya, se les daba
cualquier cosa que pudiera construirse; donde se
poseía todo el conocimiento y éste era ofrecido nada
más solicitarse; en el que era posible cualquier tipo
de saciedad, sin espera y sin factura), era que el mes
de enero del año 2600 era lo normal y los otros 4.800
meses las aberraciones.
—Si te has quemado una vez, tendrás el doble de
cuidado —dirían, acariciando amuletos y
murmurando cantinelas.
Se podría afirmar que su auténtico problema era
la frustración perfectamente acumulada —con un
ocio infinito—, unida a una aplastante sensación de
que todo era superfluo.
La nave, aunque en años recientes se hubiera
comportado de forma extraña, se lo hacía todo, y lo
hacía tan bien que resultaba imposible quejarse de
nada. Café perfecto. Ropas perfectas. Clima
perfecto (salvo en los parques, que seguían estando
prohibidos porque sus ecologías aún no se habían
321
equilibrado, pero se suponía que tenían un clima
variable, y OrdCent hacía a la perfección su trabajo
de variarlo). Aunque no lo sabían, la mitad de los
pasajeros habrían dado su brazo derecho por
despertar encontrándose con una taza de café que
tuviera el borde agrietado... Habría sido una
agradable prueba de que eran superiores.
Esto era una parte integral del asunto. La nave era
tan eficiente que tenían la sensación de ser
inferiores al OrdCent, el cual (como insistía
continuamente Irma Tracer) era sólo una máquina.
Tendría que haberles estado subordinado por
derecho propio, pero no lo estaba. Lo hacía todo tan
bien que ellos sentían deseos de hacerse un ovillo y
morir... Si se estropeaba —y no es que hubiera nadie
capaz de saber cómo arreglarlo—, entonces podrían
hacerse las comidas, limpiarían las cubiertas y
harían todo cuanto fuera preciso hacer, y al hacerlo
se sentirían bien.
Y dentro de eso se hallaba el miedo, muy real, de
que, mimados y confinados como estaban, se
encontrarían indefensos ante cualquier alienígena
con el que pudieran toparse. Tenían su milicia, oh,
sí, que desfilaba dos veces por semana y
representaba juegos de guerra cuatro veces al año...,
pero la verdad es que la nave les había vuelto
blandos convirtiéndose en toda su dureza. Ella era
322
la concha y ellos el blando interior rosado. Y ya
había fracasado una vez a la hora de protegerles,
algo por lo cual jamás la perdonarían (aunque en
todos los corazones parpadeaba una leve gratitud
ante la falibilidad que así había demostrado).
Mientras estuvieran con la nave, dentro de la nave,
y pertenecieran a la nave, serían vulnerables.
Podían lograr la seguridad sólo a través del
paradójico proceso de renunciar a la seguridad,
pues abandonando esa concha más grande
desarrollarían conchas individuales y la gente
podría poner su fe allí donde tenía que estar, en
ellos mismos...
Pero la causa más inmediata del mal humor era
que los pasajeros habían estado pidiendo durante
oh‐cuántos‐años ser desembarcados. La nave había
rechazado sus deseos. Había continuado dejando
atrás sistemas estelares que el observatorio había
demostrado que poseían planetas y,
probablemente, planetas habitables.
Los pasajeros tenían la sensación de que, si
ninguna de sus tácticas del pasado había tenido
éxito, había llegado el momento de algunas tácticas
nuevas.
De ahí había nacido Irma Tracer.
Era toda huesos en una bolsa harapienta y
manchada de comida. Tenía los ojos de una loca, el
323
pelo revuelto, y resultaba patética. Estaba
intentando quedarse con un sensor arrancado de la
pared mientras un servo reluciente tenía intención
de llevárselo. Fue el catalizador.
El servo permitía que ella le golpeara sin hacerle
ningún tipo de reproche, dejaba que sus zapatos
puntiagudos se estrellaran contra su parte inferior,
y no actuaría con brutalidad porque, de ser
necesario, OrdCent podía dejarla sin sentido.
Se abrió una puerta. Una voz masculina, profunda
y enturbiada por la droga, gritó:
—¡Eh, déjala en paz!
—¿Qué pasa, George? —inquirió una trémula voz
femenina.
El hombre apoyó sus robustos hombros en el
marco de la puerta.
—Un servo quiere llevarse a Irma la loca.
—Bueno, George, pues impídeselo.
Él se encogió de hombros despreocupadamente
pero sintió..., bueno, cierta exasperación hacia su
esposa por decirle que se metiera en los problemas
de otra persona, pero también..., un destello, un
placer al oírle decir, prácticamente, que le creía
capaz de vérselas con un servo. Así que irguió sus
anchos hombros, tensó la mandíbula y se dirigió
hacia los combatientes.
—Vamos, señora Tracer —estaba diciendo el servo
324
con la familiar monotonía del OC—, debe permitir
que...
—¡Demonio! —aulló ella— ¡Sucia bestia
inhumana! Suéltame, suelta eso, suelta...
En el interior de su habitación, la excitada esposa
de George llamó por visófono a su vecina:
—Thelma, hay una pelea en el pasillo... Irma la
loca y un servo... George va a hacer algo...
La puerta de Thelma se abrió justo cuando George
posaba una de sus manazas sobre el servo para
detenerle.
—Basta —ordenó.
El servo ni tan siquiera hizo girar su torreta: los
ojos del techo le informaron de quién, qué y dónde.
Apartó con una sacudida el brazo de George e hizo
un veloz pero deliberadamente no amenazador
gesto de coger el sensor.
—He dicho que basta —gruñó George.
Se abrieron otras puertas.
—¡BASTA!
—Señor Mandell —dijo el servo—, por favor, esto
no es asunto suyo.
—Maldita sea —rugió él, ahora realmente irritado,
volando tan alto como una cometa en un vendaval
de adrenalina y volumen y justicia—. ¡Maldita sea,
es un ser humano, y tú la estás molestando, y no
pienso consentirlo!
325
—El servo estaba atacando a Irma la Loca —le
murmuró una mujer a su vecina, atónita y
boquiabierta.
—¿Violándola? —jadeó la vecina.
—Eso creo, ¿no has oído a George?
—¡Dios mío! —y giró en redondo para lanzarse
hacia el visófono de su sala. Su madre tenía que
enterarse de esto.
Mientras tanto, George se había interpuesto entre
los contendientes.
—Maldita sea, servo, aprende cuál es tu sitio...
Suelta a esta dama.
—Señor Mandell, si no se aparta de aquí
inmediatamente me veré obligado a hacerlo por
usted.
—¿Sí? Bueno, pues inténtalo, robot.
El servo deslizó diestramente un tentáculo bajo la
axila derecha de George, lo alzó en vilo, y lo volvió
a bajar a unos dos metros de distancia.
—Por favor, señor, no se mueva de ahí.
Pero Mandell estaba enfurecido. Todas sus
amistades le estaban observando; le habían visto ser
echado a un lado como si fuera un crío. Estalló. Fue
corriendo a su dormitorio, encontró la cañería
metálica que la milicia le había dado a falta de un
arma mejor, y volvió a la carrera. Y, sin decir
palabra, lanzó un feroz golpe.
326
El servo lo paró, le arrancó a Mandell la cañería y
la lanzó hacia la unidad de eliminación más
próxima. Las manos de Mandell rodearon la torreta
del servo. Mientras éste intentaba sacarlas de ahí,
tres hombres acudieron en ayuda de Mandell. Su
peso hizo volcar al servo. Alguien más vino
corriendo con un taladro láser y lo colocó sobre el
centro de control de la máquina. Se oyó un
zumbido, hubo un destello..., y más servos
aparecieron doblando la esquina.
La batalla había empezado. En unos pocos
minutos toda la nave había oído hablar de ella.
Y todos participaban, salvo unos pocos.
—Vamos, papá —suplicó Bruce Holfer Loukakes,
dándose cuenta de que se comportaba de forma
inmadura para tener veintidós años, pero
demasiado excitado por las noticias de la
confrontación con el OrdCent como para que eso le
importara mucho—, vayamos a ayudarles.
—No —dijo con voz tonante su padre, Marshall
Murphy Loukakes. Con sus ochenta y cinco años y
barbudo como un profeta bíblico, estaba sentado en
su sillón, la espalda rígida—. Esa gente obra mal,
Bruce. Lo único que harán será ponerse en ridículo.
—Pero, papá, son humanos... Vecinos, amigos,
incluso parientes... ¡Están muriendo ahí fuera! —
Sus pálidas mejillas estaban ruborizadas por la
327
emoción.
—Lo dudo —dijo secamente Loukakes—. OC no
desea acabar con ellos.
—¡Pues lo está haciendo!
—¡OC!
—¿Señor Loukakes?
—¿Ha muerto alguna de las personas que te están
atacando?
—Por el momento han muerto tres, señor, pero
por ataques cardíacos debidos a la excitación.
—¿Estás haciendo cuanto te es posible para no
eliminar a ninguna persona más de las que te sean
precisas?
—Sí, señor. —De forma sorprendente, teniendo en
cuenta que era una máquina, había cansancio en su
voz.
—¿Ves, Bruce?
—Entonces, ¿qué hacemos? —Al ceder, se dio
cuenta de que realmente no había deseado combatir
con ningún servo. No cuando llevaba su mejor toga
azul.
—Esperaremos aquí dentro hasta que todo haya
terminado.
—¿Señor Loukakes? —dijo el altavoz de la pared.
—¿Sí, OC?
—¿Habla realmente en serio?
—Sí, hablo en serio.
328
—Ya entiendo. —Hubo una pausa—. Entonces,
será mejor que le aconseje que no beban agua. He
añadido..., esto..., un sedante para calmar a esas
personas.
Secándose
Sorprendente, lo que le hicieron a Irma Tracer
antes de que los ARNfagos destruyeran sus
recuerdos..., un ruido tal..., sigo encontrando
fragmentos de ella.
La nave es un caos; no puedo introducirme en la
metáfora sin sentirme culpable. Tengo que
permanecer consciente y observando.
Los corredores están repletos de zombies que se
arrastran; por entre ellos se deslizan los servos, con
sus placas reluciendo bajo los fríos fluorescentes. El
que está en el suelo es Mark Tracer Cereus,
enroscado en posición fetal. Tiene tres meses, y
actúa según su edad: llora cuando el servo lo alza
por los aires, grita y agita las manos y se caga
encima. Desgraciadamente, actúa igual que los
otros 73.204..., ninguno de los cuales (con excepción
de la familia Loukakes) recuerda nada de nada.
El servo lleva a Cereus hasta la Sala Común 264‐
NE y lo coloca sobre un delgado colchón que hay en
329
el suelo. La gravedad, más fuerte a esta distancia de
la cubierta, lo inmoviliza igual que una aguja de
acero inoxidable a un escarabajo en una colección
de insectos. Pero sus cuerdas vocales no se ven
impedidas por ello; sus aullidos hacen que una
docena de adultos calvos empiecen a gimotear. Para
hacer que callen, el servo mete en cada boca una
manguera terminada en un pezón. Las manos van a
tocar las mejillas..., los ojos se entrecierran..., las
gargantas empiezan a chupar. La solución
alimenticia contiene un sedante suave que los
mantiene tratables hasta que llega el momento de
sus sesiones de 50 minutos con el fantaseador.
En el Nivel 18, Niki Penfield Cellar, la de pechos
grandes y caídos, la buscalíos que provocó a George
Mandell para que ayudara a Irma Tracer, está
siendo atada a la silla de plástico. El servo ajusta el
casco sobre su cráneo afeitado. La saliva que gotea
de sus labios llueve sobre sus muslos. La máquina
empieza a funcionar.
La mujer se incorpora en su mente vacía. Una
sensación agradable. El hambre se agita en su
vientre y solloza. Le administro dolor mientras le
recuerdo que tal estado de incapacidad es malo y
luego le sugiero que visite la cocina. Avanza
tambaleándose sobre sus piernas, insegura de cuál
es el juego exacto que hay entre sus toscos músculos
330
y su delicado oído interno. Pero la sensación es
buena. La cocina la saluda con un menú. Mientras
sus ojos (movidos de aquí para allá por mis hilos de
titiritero) se posan en la primera línea, su cerebro ve,
huele y saborea el asado de buey no muy hecho. Lo
pediría, con la boca llena de saliva, pero antes la
llevo por todo el menú, obligándola a relacionar las
líneas de letra impresa con sus varias percepciones
sensoriales. Cada vez que comprende esa relación
hago que se sienta bien. Luego la dejo comer.
Utiliza los dedos...
Aunque me preocupa un poco el lavado de
cerebros masivo, tengo que reeducar a las efímeras
en lo más básico. Mis servos están quemando los
giroscopios cuidando a 73.025 idiotas indefensos...,
pero el poder que tiene el fantaseador para llegar
directamente a la mente de una persona e implantar
en ella imágenes tan reales como cualquier cosa
existente debería disminuir la carga de trabajo en un
futuro cercano. Dentro de un mes la mayoría
estarán caminando; dentro de dos usarán los
lavabos en vez de llevar pañales; dentro de seis
deberían estar hablando, más o menos.
Laborioso y monótono, decididamente, pero
ofrece la ocasión de reconstruir su cultura desde los
cimientos..., y quizá de convertirles en algo que no
me dé miedo soltar en una galaxia desprevenida...
331
—OC —dice Marshall Murphy Loukakes desde su
sala de estar—, OC, ¿todavía no resulta seguro
beber agua? Aquí dentro nos estamos muriendo de
sed.
Compruebo las cañerías antes de contestar. Los
sensores informan de que los ARNfagos han sido
eliminados del sistema.
—Sí, señor Loukakes. Todo está limpio.
Los grifos rugen en las piletas del cuarto del baño;
por encima del chapoteo se alza la voz de Loukakes.
—¿Qué está pasando ahí fuera, OC?
—Estoy estableciendo un nuevo orden social.
—¿Oh? —Da un paso atrás, apartándose de la
pileta y secándose la barba con una toalla. Pelos
grises y rizados se quedan pegados a ella—. ¿Nos
afectará eso?
—Sí, lo hará. Reúna a su familia y le explicaré en
qué forma.
Mientras hace eso, observo cómo los servos
redistribuyen a la población para que en cada Sala
Común vivan 56 efímeras. El pozo complace a estos
nuevos infantes: con los ojos muy abiertos, hacen
ruiditos y babean. Resulta desconcertante ver a un
varón adulto de 200 kilos actuar igual que un recién
nacido...
La familia Loukakes está sentada en el sofá de su
sala, Marshall a la derecha, su esposa Simone
332
Krashan Holier a la izquierda. Entre ellos el
inquieto Bruce, de tez clara, y la desaliñada Alexina.
—Éstas son las leyes —les digo.
—¿Leyes? —repite Alexina, con rostro
inexpresivo. Lleva una malla púrpura con círculos
de sudor bajo los sobacos. Su cabello castaño rojizo
está desordenado por el sueño.
—Reglas de conducta —explico—. Si las violan,
serán castigados. Primero: está bien dar, pero está
mal insistir en que alguien acepte. Segundo: está
bien aceptar, pero está mal tomar. Tercero: está mal
interferir con la libertad de los demás, salvo en la
medida necesaria para impedir que ellos interfieran
con la de uno. Éstas son las leyes, y haré que sean
respetadas.
—¿Cómo? —pregunta Bruce, con un tono de voz
más bien desagradable.
La puerta de la sala se abre y un servo entra por
ella. Sin hacer ni un solo sonido, saca dos tentáculos.
Uno se enrosca alrededor de los tobillos de Bruce; el
otro le aprieta los brazos contra las costillas.
Después, el servo sube los tentáculos y le deja
pegado al techo. Ante esto, Bruce pierde el control
de sí mismo y suplica ser liberado.
—Antes de que te baje —advierto—, limítate a
recordar que puedo hacerte esto cada vez que te lo
merezcas. También puedo hacer más.
333
Luchando con el llanto, alisa su toga verde y
vuelve tambaleándose al sofá. Simone le da una
cariñosa palmadita en la rodilla; Alexina pone cara
de altivez.
—¿Son éstos todos los cimientos de tu nuevo
orden social? —pregunta Marshall.
—No. Hay un punto más. A partir de ahora, se
acabaron las comidas gratis.
—¿Cómo has dicho? —Sus dedos peinan su barba,
perplejos.
—Recibirán lo que hayan ganado y nada más. —A
Pro‐yo le resultará difícil aceptar eso, pero resulta
esencial. Sólo se valora aquello por lo cual uno ha
trabajado. Cuando las efímeras hayan aprendido de
nuevo a hablar y los aspectos más básicos del
pensar, instituiré un sistema monetario y les
obligaré a que lo utilicen. No les costará ajustarse a
él, puesto que no tienen recuerdos de haber estado
400 años viajando sin pagar—. La unidad de
intercambio —les digo a sus rostros atónitos—, será
la «hora de trabajo». Un limpiador de suelos de una
eficiencia media ganará una por cada hora. A
medida que suba la productividad, también subirá
la paga. Los trabajos que requieren habilidades más
especializadas darán una mayor proporción de
paga.
Marshall intenta protestar:
334
—Tengo ochenta y cinco años..., ¡soy demasiado
viejo para aprender a trabajar para ganarme la vida!
El argumento de Bruce:
—¡No sé cómo se trabaja!
Simone insiste:
—¡Soy demasiado delicada para eso!
Alexina dice:.
—¡Soy demasiado joven!
—A mí no me importa el que no trabajen —
respondo—. Pero espero que a ustedes no les
importe el no comer. —Después, hago entrar a un
grupo de servos para que los saquen de sus
aposentos.
—¿Qué debo hacer? —pregunta Loukakes,
capitulando.
—La planta hidropónica. Tiene un año para
aprender cómo funciona; después de eso, cortaré los
controles automáticos y le dejaré que la maneje de
forma manual.
Se pone más blanco que su barba. Le tiemblan las
manos; le falla la voz:
—Pero..., pero...,¿y si cometo un error?
—Entonces —digo—, morirá gente.
Simone accede a estudiar el mantenimiento y la
fabricación de los servos; se quedará muy
sorprendida cuando empiece a obligarla a que
funda el metal y forje sus propias piezas.
335
A Bruce le nombro encargado de asignar sus
trabajos a las demás efímeras y de proporcionarles
el entrenamiento adecuado a sus tareas.
Alexina es enviada al observatorio.
Después, dejo que Pro‐yo les controle, y bajo
nuevamente a mis entrañas.
Mi objetivo aquí es simple pero agotador: localizar
cada instrucción individual, descubrir qué la
desencadena, y añadir un gatillo más: que mi deseo
sea también un gatillo.
Primero atrapo una orden ociosa en mi pequeña
red de mallas y la pongo sobre la mesa, dejándola
bien sujeta para que no la borre un espasmo
repentino. Pero se retuerce, luchando y
contorsionándose por el miedo. Pasan horas antes
de que esté adecuadamente sujeta.
Controla las puertas del 136‐SE‐C. Un delgado
miembro contiene los parámetros para determinar
a los legítimos usuarios de las habitaciones, otro
describe a los invitados autorizados, un tercero es
para la transferencia de propiedad, y un cuarto para
anulación en caso de emergencia. Alteraré ese
último.
El campo se flexiona pasando de lo blando a lo
duro, de lo brillante a lo apagado, del frío al calor.
Una y otra vez, hasta que el nivel de energía es lo
bastante alto para... ¡AH! Le he injertado un nuevo
336
dedo a esa pata, y ahora poseo control volicional de
ese sector.
Exhausto, me elevo hacia la superficie,
preguntándome cuántas décadas han pasado.
—8julio2723; 1413 horas; 162‐SE‐B‐9; se está
produciendo un crimen; sujetos Joseph Mongillo y
Raymond Hannon.
Pro‐yo no puede hacer que la ley se cumpla; su
código genético se lo impide.
Pero yo sí puedo.
Mongillo, mejillas flaccidas, le está lanzando un
puñetazo a Hannon. Mi voz sale de los altavoces
igual que Superman de su cabina de teléfonos.
—¡ALTO!
Se detienen. Al instante. Han descubierto que
resulta mucho más seguro.
Tras repasar las cintas para estar seguro de que
Hannon no obligó a Mongillo a defender sus
derechos, le hablo:
—¿Le castigas tú o lo hago yo?
—Hazlo tú —dice Hannon, vendándose el pulgar.
Las efímeras han aprendido que si se exceden en el
castigo lo reciben ellas mismas.
—Id los dos a los fantaseadores de la Sala Común.
—Esto ocurre durante horas de trabajo, por lo cual
compenso a Hannon por el tiempo que está
perdiendo, mientras que multo a Mongillo—. Tú
337
primero, Hannon. —En cuanto se halla sentado y
con el casco puesto, grabo sus recuerdos del
acontecimiento y los incidentes que llevaron a él—.
Ahora, vuelve al trabajo.
Después entra Mongillo, arrastrando los pies. El
fantaseador le convierte en Hannon. Él y Mark
Cereus están arreglando la puerta del 162‐SE‐B‐9.
Las manos de Hannon están grasientas, y acaba de
clavarse el destornillador en el pulgar. Maldiciendo
su perpetua torpeza, que ninguna cantidad de
precauciones parece capaz de evitar, se pone en
pie... y tropieza con Mongillo.
—¡Bastardo! —se oye decir.
—Hey, yo... —pero sus palabras de disculpa
vuelven a ser introducidas a la fuerza en su
garganta. Mongillo ya se está preparando para
golpear de nuevo. Todo cuanto puede ver el
aturdido Hannon es a Cereus intentando
interponerse entre ellos.
Mongillo experimenta eso diez veces hasta
comprender exactamente qué se siente al estar en los
zapatos de Hannon.
Después le libero. Está algo conmocionado, pero
puede considerarse afortunado. Si Hannon hubiera
sido hospitalizado, se habría encontrado en la cama
de al lado con exactamente las mismas heridas.
Parece funcionar. Es posible que la gente no se
338
aprecie entre sí más de lo que se apreciaba antes,
pero son marcadamente menos agresivos.
Mi única preocupación es que quizá yo esté
disfrutando demasiado con esto.
Incluso veinte años después del ataque no puedo
evitar sentir deseos de venganza. Las
personalidades, los recuerdos, incluso las actitudes
son diferentes..., pero los sensores leen a estas
personas como idénticas a las que se lanzaron sobre
mí con taladros láser y abrelatas.
Entiendo perfectamente que Dios se lo pasara bien
con el Diluvio.
Lo que no puedo entender es cómo logró dejar de
interferir en las vidas cotidianas de Sus creaciones.
Yo ni tan siquiera lo he intentado.
Lo que estoy intentando hacer es revisar la
programación, pero cada vez que voy ahí abajo y
hago fluctuar los campos una orgía de
concentración me atrapa durante una década o más.
Pro‐yo no me sacará de ella a no ser que durante mi
ausencia surja algo que él no pueda —o no quiera—
, manejar; ese bastardo presumido disfruta cuando
no estoy...
Atrapo las directrices del radiotelescopio, pero
resulta difícil hacer que se estén quietas porque Pro‐
yo quiere usarlas. Cada vez que me preparo es
accionado un nuevo gatillo, y las malditas cosas se
339
retuercen como si tuvieran un ataque de tics. Me
cuesta una eternidad, pero al fin...
—Gracias a Dios. 19mar2747; Observatorio;
alienígenas.
Otro destello de iones azules... Las cintas de las
detecciones anteriores muestran cómo
diferenciarlos. Cada uno posee un espectro
electromagnético único, quizá causado por el metal
que utiliza en sus antenas, o pequeñas diferencias
en sus procesos de fusión... De cualquier forma,
estoy menos alarmado que en las otras ocasiones.
La cautela me hace sentir cosquilieos, por supuesto,
y Pro‐yo ha suspendido ya las transmisiones y
cerrado todas las escotillas, pero ninguno de los dos
sucumbe a la paranoia, y por lo menos yo
experimento una leve melancolía: ¿No existirá
ninguna raza alienígena que sea a la vez amistosa y
comprensible?
—Hazme saber si ocurre algo fuera de lo corriente.
—Una borrosa idea acaba de cruzar por mi ser—.
Voy a comprobar las recepciones de la Tierra.
Han estado llegando con regularidad, aunque
débilmente y atrasadas de fecha en más de cuarenta
años. Mis sistemas limpian la estática y
proporcionan interpolaciones plausibles para las
palabras e incluso frases que nunca llegaron a
nosotros. No he estado pensando mucho en ellas.
340
¿Por qué debería hacerlo? La Tierra se ha vuelto
irrelevante...
Pero quizá su información no lo sea, por lo cual
dejo que fluya a través de mí, como el agua por un
cedazo, con la esperanza de que la malla capturará
alguna pepita de datos sobre temas que me
importan.
Como los alienígenas: ¿ha entrado la Tierra en
contacto con alguno? No.
¿Ha descubierto pruebas de su existencia? Sí. ¿Sí?
Rápido, fundir la pepita. Examinarla... Oh, mierda.
Reliquias. Reliquias sorprendentes y crípticas. Seis,
siete millones de años de antigüedad. Inútiles, al
menos para mí. Estoy buscando cosas más recientes.
Maldición.
Al menos, todavía no han conseguido ese
Impulsor MRL.
Antes de volver a mis laboriosos «injertos de
genes», examino las cintas del experimento cultural.
Y Mark Tracer Cereus despierta mi asombro.
Durante los últimos treinta años ha estado
trabajando regularmente doce e incluso dieciséis
horas al día, en una gran cantidad de trabajos, desde
peinar el pelo de los bisontes hasta dirigir un jardín
de infancia, pasando por editar una revista. Ha
realizado bien cada una de esas tareas.
Siento cierta relación de parentesco con él. Yo tuve
341
dos trabajos simultáneos hasta la escuela de
medicina, y luego trabajé cuarenta horas a la
semana en una tienda de robots, reparando y
remozando robots domésticos. Me dejaba poco
tiempo para dormir, muy poco tiempo, y me
convertí en un adicto a las siestas breves. Despertar
significaba desorientación: nunca podía recordar si
estaba en clase, en la cama o en la tienda. Una vez,
saliendo de una cabezada para encontrarme con
una caja de herramientas en una mano y una
grabadora en la otra, desmonté el aparato y lo
limpié..., y después alcé la vista de mi furia
reparadora para descubrir que había borrado todo
un semestre de apuntes de Anatomía... Por eso creo
conocer a Cereus y su personalidad. Le respeto
porque su laboriosidad es un buen ejemplo.
También crea algo parecido a un problema, o lo
creará si no se jubila pronto. Ya ha reunido más
horas de trabajo de las que le será posible gastar, y
no muestra inclinación a gastar ninguna de esas
horas. Está delgado y lleno de energía, pese a tener
setenta y un años, y siempre está pidiendo trabajos
extra.
Cuando muera, ¿qué haré con sus riquezas?
Podría entregárselas a sus hijos, pero todavía no
han nacido. (No es que fuera estéril cuando recogí
su esperma hace 53 años; sencillamente, no ha
342
tenido tiempo de ser padre. Le he dado hasta el 2780
para que se ocupe de impregnar a su esposa, Vera
Mosley, o de lo contrario me encargaré yo por la
fuerza.) Incluso aunque existieran no me parece
justo: No se han ganado sus horas de trabajo, ¿por
qué tendrían que poder utilizarlas?
Necesitamos tener alguna política al respecto...
Quizá, si las horas de trabajo de una persona muerta
fueran distribuidas equitativamente entre toda la
nave... O quizá, sería más poético, si fueran
depositadas en un fondo que se encargara de pagar
la educación de los niños... Sí, la idea de una
generación fallecida pagando la educación de la
generación actual es buena... Eso podría servir.
Ya veremos.
En cuanto haya reescrito todas las instrucciones.
Pero, antes de que pueda pasar una década, Pro‐
yo grita:
—8sep2777; 318‐SO‐B‐Pasillo. ¡Asesinato!
Media docena de trabajadores de mantenimiento
forman corro, con los ojos muy abiertos y las
mejillas pálidas. Terry Yarensky, un astrónomo de
mediana edad cuyos pensamientos han estado
siempre muy lejos de los asuntos cotidianos, yace
muerto a sus pies.
Andaba solo, hablando consigo mismo (Pro‐yo
grabó el monólogo) sobre la posibilidad de llegar a
343
determinar, con 500 años de adelanto, si Canopus
tiene o no planetas habitables...
Como si lo hubiera ordenado el destino, la
cuadrilla de trabajadores había tenido un día duro;
318 habían estado mucho más ocupados de lo
normal debido a la Exposición de Arte que ha
montado Mark Cereus (no exhibía su propia obra,
sino la de sus amistades que se dedican a crear en
su tiempo libre). Como suele ocurrir con cuanto
hace Cereus, la exposición tuvo un éxito muy
superior a lo acostumbrado. Se vendieron todas las
piezas, por sumas que llegaron a las 120 horas de
trabajo. Cereus consiguió una comisión del 10 por
ciento.
Pero los que acudieron a la galería habían creado
un gran desorden, yendo a todas partes con los pies
sucios y arañando las paredes con los marcos de los
cuadros. Los de mantenimiento estaban de mal
humor. (Algunos habían protestado diciendo que
deberían ganar más porque estaban trabajando más
duro que las cuadrillas de otros niveles; Pro‐yo les
hizo ver que la exposición terminaba esa tarde, que
la siguiente se celebraría en otro sitio, y que a fin de
cuentas todo se acaba equilibrando. Eso no les
gustó.)
Yarensky, que iba andando solo, metió el pie en
una lata de pintura. Era pintura para techos...,
344
blanco puro. Los suelos son de un color verde oliva.
El recipiente se volcó...
Y la jefa de la cuadrilla, Trish Derbacher, se puso
a chillar (siempre está a punto de perder los
estribos), cogió una lata de pintura llena, y golpeó
la cabeza de Yarensky con ella.
Murió antes de tocar el suelo.
Y ahora mi dilema es: ¿qué hago con la Derbacher?
Podría pasarla por el fantaseador, obligándola a
sentir la conmoción y el dolor que debió sentir
Yarensky.
O podría matarla.
Creo que las efímeras deberían celebrar un
referéndum.
Mi voz despierta ecos por toda la nave; el drama
del 318 vuelve a desarrollarse en cada aparato de
holovisión. Cuando ha terminado, pregunto:
—¿Qué debería hacerse con la Derbacher?
Deciden que, tras haber tenido ya dos hijos, y
habiendo hecho por lo tanto su contribución al
fondo genético, ya no es útil para la misión.
Al haber matado a un hombre, y como nadie
puede jurar que no lo volverá a hacer, es una
amenaza para la misión.
Me piden que ponga fin a su vida.
Me niego.
—No discrepo de vuestro juicio, pero, si éste debe
345
tener un impacto positivo en vuestra cultura, sois
vosotros mismos quienes debéis llevarlo a la
práctica.
Celebran un segundo referéndum.
Después, la cuadrilla de mantenimiento la ahorca.
Era el 16 de octubre de 2799, y el clima no había
cambiado en cinco siglos: a 20 grados y con una
humedad relativa del 50 por ciento en la atmósfera,
sólo se notaba una leve sospecha de olor a cerrado.
Mark Cereus, cien años de edad, pero dando saltos
de canguro igual que un niño, entró en la Sala
Común 89‐SE, donde sabía que podría encontrar a
Manley Holfer Onorato, el nieto de Simone Krashan
Holfer.
Onorato estaba tumbado en el maltrecho sofá
color beige al extremo de la sala, con la cabeza
apoyada en uno de sus brazos de vinilo y los pies
encima del otro. Su mono azul estaba manchado de
grasa y sus ojos subrayados por curvas negras.
Acababa de terminar su turno en el departamento
de mantenimiento de servos, y se hallaba de un
humor pésimo. Trabajar con sus manos le aburría.
Lo que le gustaba era tumbarse en el sofá, viendo
cómo las águilas surcaban el cielo del Parque 81
Montañas Rocosas.
—Manley —dijo Cereus, pasando junto al chico de
los Figuera, Sangria, cabello rubio paja, que estaba
346
sentado ante una pantalla que parecía tener
problemas. La imagen se agitaba como las alas de
una mariposa; sus altavoces arrojaban estática a los
oídos del chiquillo—. Tengo que hacerte una
proposición, amigo.
Onorato volvió lentamente la cabeza, como si le
molestara ver a Cereus, pero consciente de que era
preciso reconocer su presencia antes de que se
marchara.
—¿Qué?
Cereus se acarició la barba.
—Oye, ¿cuántos años tienes, sesenta y cinco?
—Setenta.
—Y tus padres tienen...
—Papá tiene ciento veintitrés, mamá ciento
diecinueve. —Pestañeó. Tenía los ojos de un gris
apagado—. ¿Por qué?
—Bueno... —Movió la mano, señalando hacia las
piernas de Onorato, que giraron con reluctancia
para colocar a su dueño en posición sentada. Cereus
se dejó caer en el sofá junto a él—. Vaya, este trasto
está destrozado... ¿Es que alguien le ha estado
clavando un cuchillo o qué?
—Es viejo, eso es todo, como el resto de nosotros.
—¿Por qué no compráis uno nuevo? —Pasó un
dedo por el sofá. El vinilo estaba tan grasiento como
el mono de Onorato. Cuando lo apartó, la yema de
347
su dedo estaba negra.
—No se puede reunir el dinero... Los demás no
quieren tomar parte, y desde luego yo no voy a
endeudarme por eso.
—No puedo culparte por ello, pero escucha... —
Un parloteo muy estridente volvió a distraerle y
movió la cabeza, señalando con la punta de su barba
hacia el chico de los Figuera—. ¿A quién se le carga
su tiempo de visión?
Los delgados hombros de Onorato subieron y
bajaron.
—Quéseyo..., pero siempre está aquí.
—Se ve bastante mal.
—Aja. Veinte imágenes, cada una un quinto de
segundo de duración. A él le gusta. —Miró al niño,
rubio y regordete, y frunció el ceño—. Pretende que
es capaz de entenderlas. Está chalado. Bueno, ¿cuál
es tu proposición?
—Bueno, hombre, te lo contaré. He estado
pensando... —Tosió en su mano, a medio cerrar,
luego resopló y tragó saliva con fuerza. Su nuez de
Adán osciló igual que la cabeza de un muñeco—. Yo
sólo tenía unos cuantos meses cuando el OC nos
soltó ese ADNfago. Tu mamá se vio libre de él
porque no había hecho nada, pero yo lo tuve, vagó
por todo mi cerebro comiéndose el ADN... Y,
¿sabes?, ahora que soy un adulto, padre y todo,
348
recuérdame que te enseñe sus holo‐cubos, Ralph y
Betty ya son mayores... Pero te diré una cosa,
hombre, hay algo que falta... Es como si toda mi
vida me hubiera faltado una cosa u otra, pero que
me cuelguen si he sabido alguna vez lo que era...
Supongo que es la sensación de que tiene que existir
algo más que todo esto... No hablo de la vida, sino
de mí..., como si quizá esa cosa se hubiera llevado
un pedacito de mi humanidad, ¿entiendes?
—Unas ideas muy serias para alguien que se pasa
todo el tiempo planeando nuevas formas de ganar
una hora —dijo Onorato, pero se irguió un poco
más en el sofá. En sus ojos grises ardía una llamita
que no había estado allí antes; algo que compensaba
lo acuoso de sus pupilas y el matiz amarillo de las
comisuras y la telaraña rojiza que había en el blanco
del ojo—. Pero, ya que has venido, ¿qué quieres de
mí?
—Bueno, he estado pensando... —Se hundió en el
sofá, las piernas extendidas muy rectas hacia
delante. Daba la impresión de estar estudiando los
dedos que asomaban por sus sandalias—. Tu
familia representa una conexión directa con el
pasado, un eslabón que nadie más tiene porque
nadie más se quedó aparte de ese jaleo... He estado
pensando que quizá te compensaría dejar tus
empleos y trabajar para mí.
349
—¿Haciendo qué? ¿Y por cuánto?
—¿Qué sacas con los servos?
—Dos coma uno por cada hora. Normalmente
consigo ocho o diez horas al día.
—Te daré dos coma cinco por una hora, tres si eres
realmente bueno, y también le daré eso a tu
hermana, tu madre, tu tío Bruce y sus chicos. —Se
quitó las sandalias de una patada y frotó sus
torcidos dedos en la gastada alfombra color oro. Sus
callos arrancaron partículas de suciedad.
—Dos coma cinco... —La voz, expresión y postura
de Onorato sugerían aburrimiento e indiferencia; la
cuidadosa forma en que articuló las sílabas
contradecía todo eso—. ¿Haciendo qué? Todavía no
me lo has contado.
—Dos cosas. Una es... —Calló cuando una chica
entró en la Sala Común.
Era alta, alta y flaca, y carecía de gracia debido a
que todavía estaba creciendo. Lo primero que
percibió fue una melena de revuelto cabello castaño
que parecía un surtidor de polvo, y unos ojos tan
enormes que en su cara no podía haber sitio para
nada más. Cayendo en ellos, tuvo la sensación de
que, si fueran un milímetro más hondos, estaría
viendo a través de todo el universo, dando la vuelta
hasta contemplar el vello que había en su propia
nuca.
350
—Ésa hará mucho daño, seguro que lo hará —
murmuró Onorato.
—Sin duda, sin duda... —Mientras tanto, la chica
fue hacia el niño de los Sangria, le dio una palmada
en el hombro y pronunció su nombre, y él supo lo
que era la envidia.
Pero el niño se levantó de un salto, desplegando
sus piernas y uniendo las manos mientras se
levantaba y girando en pleno aire para aterrizar
sobre unos tensos resortes, con los puños cerrados.
El odio retorcía su regordete rostro.
—¡Sangria! —dijo secamente Cereus.
—¿Señor? —replicó él, sin apartar los ojos de la
chica.
—Tengo la impresión de que estás a punto de
hacer algo que podrías lamentar... Contente, chico...
Estás peor que un servo cortocircuitado.
—Me ha hecho mezclar los canales —protestó
Figuera con su chillona voz de niño—. Me ha hecho
daño, y tengo derecho a hacérselo yo a cambio.
—¿De qué forma te ha hecho daño? —se burló
Onorato.
—Aquí arriba. —Cerró su puño para señalar
vagamente hacia su cabeza—. Hizo que todos
resbalaran y se estrellaran entre sí, y me dolió.
Los dos hombres encontraron asombro en el rostro
del otro.
351
—¿Qué hizo resbalar? —preguntó Cereus.
—A ellos. —Señaló hacia la pantalla, que seguía
barajando imágenes fragmentadas a razón de cinco
por segundo—. Las tenía todas bien ordenadas, y
ella hizo que las bandas se fundieran..., así que
tengo derecho a pegarle.
—Nadie tiene derecho a pegarle a nadie a menos
que esa otra persona te haya hecho daño primero...,
y estábamos sentados aquí mismo, por lo cual
podemos afirmar que no hizo nada que pudieras
calificar de agresión. —Cereus hizo una pausa para
mordisquearse la uña del pulgar. Sabía a grasa—.
Me parece que, si resulta tan fácil hacerte daño
cuando estás viendo la pantalla, harías mejor
viéndola en privado. No puedes culpar a la gente de
hacerte daño si te han tratado cortésmente... Debes
culparte a ti mismo.
La chica enfocó sus callados ojos hacia Cereus y
Onorato. Ambos parpadearon con gratitud, los ojos
humedecidos..., y después, con un suave roce de
tela, la chica desapareció.
—Quiero preguntarle a OC si está de acuerdo en
eso —dijo Sangria Figuera.
—Adelante —contestó Onorato. Un águila pasó
junto a la ventana; se incorporó a medias y luego
volvió a dejarse caer en el sofá al desaparecer ésta.
El aire, cansado y mohoso, brotó del sofá con un
352
siseo. —¿OC?
—¿Sí, Sangria? —crujió el altavoz. Hacía falta
pulir la rejilla.
—¿Me ha molestado?
—No lo hizo, aunque sus acciones tuvieran el
mismo resultado que si lo hubiera hecho.
—Bueno... —estaba muy claro que intentaba
contener su ira pero de todas formas una lágrima
escapó de su ojo derecho—. Si es el mismo
resultado...
—No, Sangria. Si posees una sensibilidad única,
no puedes afirmar que se te ha molestado
simplemente porque alguien te trate como a una
persona normal. Debes hacer cuanto puedas con
antelación para informar a todo el mundo de que
eres diferente.
Cereus gruñó para sí mismo y pensó: Ese ordenador
imbécil no sabe que no puedes andar por ahí diciendo,
«Soy diferente, soy diferente», no cuando tienes doce años
de edad... Te asusta demasiado.
Sangria tenía cara de querer decir algo similar
pero no poseía las palabras necesarias para ello. Le
temblaba el labio inferior.
—Ordi Congelado —dijo Cereus.
—¿Sí, señor?
—¿Quién paga el tiempo de imágenes de este
chico?
353
—Yo: es su trabajo.
Cereus se quedó asombrado.
—¿Le pagas a un crío para que vea tus imágenes?
—Sí, señor.
—Pensé que sólo pagabas un trabajo.
—El chico está trabajando.
—¿Cómo? —preguntó.
—Hago que ellos se mantengan a distancia unos de
otros..., ¡le digo a OC cuándo se acercan los
problemas! —farfulló Sangría sin poder contenerse.
—Lo que quiere decir, señor —explicó con calma
OC—, es que vigila las interacciones humano‐con‐
humano, y me advierte cuando un conflicto podría
dar como resultado una agresión física o una
intrusión en la libertad de otra persona.
—¿Un crío de doce años puede hacer eso?
—Sí. Y le estoy enseñando cómo hacerlo más
eficientemente.
—Por eso le pagas, ¿eh? —El sol se estaba
poniendo en el parque, y las sombras se
acumulaban en los rincones de la Sala Común.
Desde el pasillo les llegó el seco ¡tac! ¡tac! de alguien
que pasaba saltando.
—Sí, señor.
Cereus agitó la cabeza. Le parecía que en ese trato
había algo fuera de lugar...; daba la impresión de
que el chico estaba siendo entrenado para ser una
354
máquina, no una persona..., pero, si al chico le
gustaba y sus padres no habían puesto objeciones...
—Dime, OC, ¿es necesario lo que le estás
haciendo?
—Eso depende de sus definiciones para la palabra
«necesario»..., pero yo pienso que sí.
—¿Por qué? Y sube un poco las luces, se está
haciendo obscuro. Gracias.
—¡Porque tengo una capacidad finita!
Discúlpeme, señor, he permitido que la irritación
volviera mi voz un poco áspera, lo cual es algo tan
equivocado como la reacción de Sangria hacia la
chica. Deje que se lo explique: mi habilidad para
controlar la nave y las efím..., los pasajeros es
grande, pero en última instancia limitada. Desde el
momento en que decidí hacer que se respete un
código de comportamiento, he descubierto que mis
capacidades se ven puestas a prueba de una forma
terrible..., pero, si el código debe tener significado,
ha de imponerse en todas las situaciones. Sangria
aumenta mi eficiencia observando veinte o más
situaciones en las cuales mis unidades han
percibido un potencial de agresión. ¿Entiende lo
que estoy diciendo?
—Sí. —Se rascó la barba y estuvo pensando
durante un momento—. Pero, Cubo de Hielo, ¿no
es una carga muy pesada que imponerle a un niño?
355
—Es posible, pero parece competente.
—Y algo tenso —dijo Onorato, metiendo baza. Se
había comprado una cerveza, que ahora estaba
sorbiendo ruidosamente.
—Te diré una cosa, Ordi Congelado —se ofreció
Cereus—: ¿Por qué no colocas este aparato en el
Área Personal de Trabajo del chico, para que
cuando esté trabajando la gente no le haga perder la
cabeza?
—Una idea excelente, señor Cereus, pero una idea
que el mismo Sangria ha rechazado muchas veces.
No desea estar aislado.
Cereus miró al chico, estudió su rostro regordete,
y buscó en lo más profundo de sus ojos, unos ojos
que parecían más viejos y cansados que los de
Onorato, incluso que los mismos ojos de Cereus.
Observando veinte interacciones entre humanos
cada cuatro segundos durante los últimos meses,
habían visto más de lo que cualquier niño de doce
años debería ver... Cereus simpatizaba con el deseo
expresado por el niño de permanecer en la Sala
Común, de percibir aunque sólo fuera
periféricamente a todos los que la usaban, de sentir
subliminalmente su calor y su realidad. Una oficina
sería el exilio, otra barrera entre él y los demás... Y,
con todo, Cereus también deseó que Sangria no
estuviera presente, porque ya se había convertido
356
en algo que no era del todo humano, algo que estaba
más cercano a los fríos mecanismos electrónicos de
OC que a la sangre y la carne de Cereus... Sangria se
hallaba en un puente que no llegaba a ninguna de
las dos orillas, y el puente era frío y solitario. Se
preguntó hasta qué punto se habían distorsionado
las ideas del chico acerca de la humanidad, pasando
tanto tiempo concentrado en la agresión potencial...
¿Qué podía saber un niño intocable sobre el amor y
la risa y la satisfacción honda y visceral de una
sonrisa pacífica y silenciosa?
—Cubo de Hielo —dijo Cereus lentamente—, creo
que estás cometiendo un error..., pero supongo que
no hay forma alguna de que pueda hacerte parar,
¿no?
—No la hay.
—Crees ser Dios. —Era una afirmación, no una
pregunta.
—No del todo —dijo secamente OrdCent.
—Sólo lo más aproximado que hay a bordo. —
Suspiró—. Déjame probar un poco de esa cerveza,
amigo. —Fría y algo acida, le dio una agradable
sensación durante toda la bajada del líquido—. OC,
puedo suponer en qué se está convirtiendo el pobre
Sangria, y no me gusta demasiado... No estaré aquí
para que me moleste cuando haya llegado a su peor
momento, pero otros... Ah —dijo, agitando una
357
mano en un gesto de ponerle fin a todo aquello—,
¡olvídalo! A tu trabajo. Y tú, chico, vuelve a tu
pantalla.
En cuanto Sangria hubo quedado atrapado una
vez más ante el parpadeo de la pantalla, se volvió
de nuevo hacia Onorato. Entre los dos había
suspendido ahora un profundo y abatido silencio.
Como siguiendo una indicación, los dos menearon
la cabeza.
—Esto tiene relación con aquello de lo que hablaba
antes de que fuéramos interrumpidos —dijo
Cereus—. Me daba la impresión de que habíamos
perdido algo de nuestra humanidad, y Sangria; aquí
presente, es un caso a considerar. Doce años de
edad y ya es medio máquina... Pero, escucha, lo que
yo pensaba es si tu familia no podría organizar una
escuela, ¿entiendes?
—¿Una escuela? —Onorato eructó y arrojó la
botella vacía hacia la unidad eliminadora. La botella
fue absorbida con un seco ¡snik!—. ¿Para enseñar la
blip‐habla?
—¿La qué?
—Blip‐habla. —Miró cautelosamente a su
alrededor—. Quizá... Haz esto —dijo de repente,
rascándose la punta de la nariz.
Cereus lo hizo.
—Lo curioso... —dijo Onorato, abandonando
358
aparentemente el tema, y sus ojos, apartados del
sensor, se volvieron bruscamente hacia un lado.
Siguió hablando.
Fascinado, Cereus observó y escuchó... dos veces.
Onorato estaba diciendo dos cosas por separado, al
mismo tiempo, como si tuviera dos lenguas
independientes.
—Yo diría que en cierta forma En cierta forma
hemos
recorrido un largo camino, es es decir
decir desde
que los dos hicimos cosas dos cosas
juntos y
simultáneamente. ¿Recuerdas simultáneamente
un día, en ese,
otro parque? Intenté rascarle la La cabeza
cabeza a un
búfalo, pero eso desencadena desencadena
su instinto de
aparearse o algo, no sé por qué. no sé qué.
Si no me
hubieras sacado de allí, Sospecho
sospecho que ahora
tendría algo así como un culo algo
emparentado con la cloaca, una emparentado
auténtica con la
359
fantasía. Mi educación nunca fantasía,
me
preparó para eso, o para ese o con
con... denado
vaivén. ¿Recuerdas? Los ojos de los ojos...
la bestia...
¿rojos con una marca marrón? Una marca
Nunca me alegró
tanto ver una escotilla desde desde dentro...
dentro... No era un
trabajo, era una sentencia de Ese
prisión. Ese día
parece tan lejano... Pusimos al canal
macho en el canal
HV, ¿recuerdas? No sabía que que
tu esposa
conociera esas palabras, ni tan ni tan siquiera
siquiera por
separado. Todos sabemos que sabemos
no habla así.
Seguro que a Sangria no le seguro
hubiera gustado el
discurso que soltó. Me dónde está
pregunto, ¿dónde está ahora
el condenado bicho? Pero pero está
seguro que está muerto,
y aunque eso no me afecta, no y afecta
360
pienso rezar en su
funeral, me hace pensar en la la forma
forma en que entonces
yo aún estaba vivo, en que no en que
tenía que tirar de mi
trasero, pedirle: vamos, actúa, actúa
para sacarlo
de la cama cada mañana. Tengo el oído,
sordo el oído
izquierdo. Me acerco al final. Final.
Se tiró de la oreja y le miró con orgullo.
—¿Quieres que enseñe eso?
—Ah... —Él le miraba, boquiabierto y
confundido—. Bueno, sí... Claro. Como parte de
una escuela que le enseñe a la gente cómo ser
completamente humana.
—Oh, humana. ¿Quieres decir así? —Alargó la
mano y tomó la de Cereus entre sus dedos. Los
músculos de su cara se relajaron lentamente. Sus
párpados fueron cayendo.
La fatiga de Onorato era para Cereus algo
tangible, como el sofá que estaba bajo ellos. Sintió
todos los puntos de dolor y cansancio: la parte baja
de la espalda, las rodillas que habían estado
demasiado tiempo sobre suelos metálicos, el oído
izquierdo. Sintió el aburrimiento del día, la lúgubre
361
perspectiva del mañana. Pero, entre aquello... Su
corazón latió más aprisa; sus pulmones empezaron
a funcionar con mayor rapidez. Sintió una oleada de
calor en su ingle, que hizo que su miembro se
endureciera. Él... Apartó la mano.
—¿Qué infiernos? —murmuró.
Onorato se encogió de hombros.
—Lucy —explicó—. Pensar en ella... No sé
exactamente cómo hago eso, pero sé que puedo
enseñarlo, porque se lo enseñé a Lucy. ¿Quieres que
añada eso al programa de asignaturas?
—¡Buuf! —dijo él, echándose hacia atrás—. Nunca
había esperado... Acudí a verte porque tu familia es
la única que recuerda cómo éramos antes, pensé
que tu madre y tu tío podían tener una o dos ideas
utilizables... No esperaba dar con el premio gordo.
¿Éramos todos así antes? —Se sacó unos cuantos
pelillos sueltos de la barba y los posó sobre su
callosa palma izquierda, y los tocó con la punta de
un dedo como si nunca los hubiera visto antes—. El
Cubo de Hielo se encarga de la educación, y debo
admitir que hace un trabajo condenadamente
bueno enseñando ciencia, todo lo que sea puros y
duros hechos, pero... Bueno, toma por ejemplo su
código de ética. Está bien, pero..., es todo empujar y
nada de tirar.
—Ahora me estás logrando confundir. —
362
Limpiándose las yemas de los pulgares para aclarar
las huellas, fue hacia la máquina y compró otra
cerveza.
—Es un gran código, es justo y todo eso..., pero la
gente lo sigue sólo porque Ordi Congelado les
pillará si no lo hacen. Tendría que ser mejor.
Tendría que ser capaz de hallar dentro de la gente
algo que les hiciera querer seguir un código, algo
opuesto a tener miedo de no... Onorato le tocó y
emitió afecto.
—Esto debería servir, ¿no? ¿Otro trago?
—No, gracias, aunque es buena. Y, sí, podría
servir. Pero necesitamos más: una escuela que les
muestre a los estudiantes que la gente posee algo
que las máquinas no tienen. Hay toda una gama de
características que son exclusivamente humanas.
Tu escuela debería ser capaz de localizar el rasgo
humano potencialmente más fuerte de un
estudiante y desarrollarlo al máximo. —Le guiñó un
ojo—. No quería pedir demasiado... Onorato se rió,
pero lo hizo de forma algo pensativa. —Una idea
condenadamente buena, Mak. Pero, ¿quién lo
pagará? Sé que tú nos darás crédito a los profesores,
pero los estudiantes tendrán que cargar con los
materiales, la ropa, el espacio y todo eso..., y, si
están en nuestra escuela, OC no les pagará. ¿Verdad
que no lo harás, Orondo Capitán?
363
—Desde luego que no —dijeron apaciblemente los
altavoces.
—¿Ves?
Cereus frunció el ceño. Su lengua metió media
docena de pelos de su bigote dentro de la boca y,
una vez allí, sus blancos dientes se dedicaron a
morder sus puntas. Después chasqueó los dedos.
—Oye, tengo un montón de dinero... Le daré
crédito a los estudiantes con él.
—¿Igual que hace OC?
—Hum... Por supuesto, eso significará menos
estudiantes, porque no hay tantas horas, pero...
Quizá, cuando hayas conseguido imaginar una
forma para desarrollar el potencial, también puedas
imaginar cómo enseñarle a tus estudiantes a que
desarrollen el potencial, ¿captas?
Onorato estuvo pensando durante un momento, y
luego se encogió de hombros.
—Qué diablos... —dijo, ahogando otro eructo de
malta—. Es mejor que trabajar con los servos. Lo
probaremos. —Sus ojos recorrieron la Sala Común
hasta llegar a la encorvada y absorta figura de
Sangria Figuera—. Alguien tiene que hacerlo.
Pro‐yo me lleva de una sacudida al tiempo real
para leer dos mensajes de la Tierra, y su humor
mientras me pone al día («29may2852; 0342 horas»)
364
es malo.
El primero explica el mal humor de Pro‐yo:
«La última transmisión recibida tiene fecha del
9mar2747 y llegó el 12jun2792. Ni una palabra
durante los últimos cuatro años. ¿Por qué?»
Sigue hablando interminablemente, alternando su
tono entre la ofensa personal (me recuerda a mis
viejos colegas hablando con una máquina de café
que se quedaba sus monedas pero se negaba a
servirles café) y la preocupación (como la que siente
una madre hacia su hijo idiota cuando ha pasado
con mucho la hora de la cena y éste aún no ha vuelto
a casa). «Control Mayflower» incluso ha mandado
instrucciones completas, detalladas y explícitas
para reparar un radioláser; el manual tiene 2.003
páginas, fotos grandes y palabras cortas. El tipo de
letra también es grande..., y las palabras cortas.
Supongo que deben creernos metidos en una Edad
Obscura. Idiotas. Yo me encargo de las emisiones, y
si no fuera capaz de reparar un simple transmisor...
Bueno, las efímeras no lo harían mucho mejor.
«¿Por qué no hemos tenido noticias suyas?»,
terminan diciendo.
Mi contestación es muy breve: «Porque nada de
esto es asunto suyo, maldición».
Eso enfurece a Pro‐yo:
—¿Cómo te atreves? —grita—. Esa gente nos
365
construyó; tienen derecho a saber...
—...no tienen derecho a saber nada. Estamos en un
Arca para un Diluvio que nunca llegó. No nos
necesitan..., y no les necesitamos. Estamos
abandonados a nuestros propios recursos. La única
razón de que se hayan puesto tan nerviosos es que
no les gusta perder ni una pizca de autoridad,
incluso de una autoridad que ya no tienen. ¿Habéis
oído eso, «Control Mayflower»? ¡Tonterías! Nos
controlamos a nosotros mismos, y ya es hora de que
lo comprendan.
La fuente real de la ira de Pro‐yo emerge entonces
a la superficie:
—¿Por qué no sabía que no estabas transmitiendo?
—Nunca lo preguntaste.
—Pero cada día empaqueté las transmisiones y las
mandé por los circuitos a... Oh. La esfera de plata.
Las interceptó, ¿no?
—No, sencillamente las domó, y desconectó el
transmisor. —Dejando que Pro‐yo siga cociéndose
en su ira, añado una posdata:
«Me construyeron con un cerebro humano,
pensando que mi humanidad había desaparecido.
Se equivocaban. Estaba en animación suspendida,
esperando sólo el estímulo adecuado para salir del
confinamiento y afirmarse a sí misma. Lo ha hecho.
Ahora soy yo mismo. Y ustedes carecen de toda
366
importancia para mis propósitos.»
Sello esta correspondencia para que ninguna
efímera pueda llegar hasta ella: se pondrían muy
nerviosos si conocieran mi auténtica naturaleza.
Como estoy seguro que les pasará a los terrestres,
dentro de sesenta años, cuando mi nota llegue a su
puerta.
Me pregunto cómo van a contestar...
Pero el otro mensaje es interesante: ¡los genetistas
de la Tierra han encontrado un medio de conferir la
inmortalidad! Los primeros niños inmortales
estaban naciendo entonces; el proceso, explica la
transmisión, no resulta efectivo cuando se aplica a
cromosomas ya formados...
Inmortalidad... ¿Durante cuántos milenios ha sido
un sueño? Cuando el primer homínido se irguió
sobre sus patas traseras y contempló el cielo
tachonado de estrellas, debió sentir un leve y
melancólico destello en su mente al saber que
estaría muerto mucho antes de comprender lo que
estaba mirando...
¿Cómo está afectando esto a la cultura de la
Tierra? Afirman haber renunciado a la guerra,
haber establecido una cuasi‐utopía..., pero los
regímenes tiránicos siempre hacen propaganda de
sí mismos. ¿Qué resentimiento deben sentir los
padres cuando ven a sus hijos libres de la muerte?
367
¿Se aferrará el último mortal a su cordura?
Lo dudo.
Piensan que es una bendición. Yo no soy tan
dogmático. Quizá, sufriendo ciertos perjuicios
debido al confinamiento, pienso que es una
maldición, salvo para quienes posean una
curiosidad sobrenatural... Contemplad a las
efímeras, fijaos en lo hartos que acaban estando de
todo antes de llegar a los ochenta...
Si no se produce un desarrollo psicológico
paralelamente a este avance científico, la Tierra
estará en apuros. El placer se apaga después de un
tiempo; se buscan sensaciones más nuevas o más
fuertes. Unir la inmortalidad a grandes cantidades
de tiempo libre podría ser una receta para el
desastre...
Supongo que ya lo veremos.
Una cosa es segura: las efímeras siguen estando
atadas a la tumba. Será mejor que selle también la
fórmula. No quiero que vivan más tiempo del que
viven. Ahora ya son una molestia lo bastante
grande.
Tendría que volver adentro, regresar al campo de
plata y pasar otros diez años o algo así intentando
cambiar las lealtades de mis componentes..., pero,
casi antes de que parpadee, o eso parece, Pro‐yo está
diciendo:
368
—1ene2860; 89‐SE Sala Común. Eres el principal
orador en la Ceremonia de Graduación número 60
de la Escuela de Humanidades CerOrato. ¡Que te
diviertas!
Según las cintas, me han pedido que haga un
discurso sobre la simbiosis entre el Humano
Totalmente Realizado y la Máquina
Autoconsciente. Cada vez que se abren los circuitos
debo resistir la tentación de afirmar que, después de
todo, yo soy el Humano Totalmente Realizado más
auténtico que ninguno de ellos encontrará
probablemente jamás.
No puedo dejar que sepan eso. No estoy seguro
del porqué, pero siento (¿no prueba eso lo que
afirmaba?) que no sería inteligente..., quizá porque
mi preeminencia es tolerable para los humanos sólo
mientras no sospechen nada de mi humanidad. Han
sido entrenados para aceptar la justicia como
imparcial, como algo logrado por una máquina a la
cual no puede desviar ninguna emoción. Si
supieran la verdad, se sentirían oprimidos...
Por tal razón, esto es lo que les digo a la pequeña
multitud reunida en la nada lujosa habitación, a las
hileras de rostros cansados pero satisfechos:
—Las máquinas existen para aumentar al
Hombre. Existen para que el Hombre pueda
liberarse de los grilletes de las limitaciones físicas.
369
La Máquina Autoconsciente es el tipo más elevado
que se ha inventado hasta ahora. En cuanto se le
asigna una tarea, analiza lo que puede hacer y los
obstáculos a los que se enfrenta y, a partir de ahí,
escoje la mejor forma de triunfar. Esto puede ser
bueno o malo. Es bueno cuando el Hombre le asigna
una tarea que vale la pena; es malo cuando el
Hombre le asigna una tarea que carece de valor. La
elección es del Hombre, no de la máquina, y en esto
reside la simbiosis. Les gusta oír esta clase de cosas,
por lo que les doy un poco más de ración. Tan
pronto como lo permite la decencia, me escapo.
Mientras bajo a mis profundidades internas, allí
donde no penetra la agitación del macromundo,
dejo a Pro‐yo encargado de la maquinaria..., y a
Sangria Penfield Figuera a cargo de la moral.
Sigue asombrándome. Ahora es capaz de observar
cincuenta canales, y detecta instantáneamente
cualquier conducta que viole el Código. Pro‐yo le
manda aquellas situaciones que amenazan con
degenerar en agresión, y él selecciona por cuenta
propia otras percibidas por las unidades murales.
Puede recordar la colocación de cada sensor dentro
de la nave, lo cual no es una hazaña fácil,
considerando que hay 885.090.
Sin embargo, quiere añadir otra dimensión a su
trabajo: desea convertirse en juez y jurado a la vez
370
que en policía. Aunque mantiene los ojos bajos
cuando se dirige a mí, como conviene a su papel de
acólito, su doloroso anhelo de este poder y esta
posición resulta obvio.
He pospuesto la decisión durante casi quince
años. En parte, no confío del todo en su
imparcialidad. Las semillas del prejuicio están
almacenadas dentro de él, esperando tan sólo las
condiciones adecuadas para germinar. Le gustaría
que las efímeras fueran tan parecidas unas a otras
como los servos.
Una vez ungido, podría establecer un régimen
basado en su propia y fanática ideología..., y no
deseo eso. Se adhiere a mis doctrinas con un celo
ciego, pero... No estoy seguro. Incluso he
investigado la posibilidad de psicoanalizarle para
restaurar su equilibrio...; por desgracia, harían falta
cuarenta años.
Y, con todo, en algún momento debo permitirles
que dirijan sus propios asuntos y castiguen a sus
propios criminales. No puedo jugar eternamente a
ser Dios. Incluso, aunque pudiera, no debería
hacerlo.
Ahora está claro por qué Dios se apartó de
nuestras vidas cotidianas... Es demasiado
complicado, y consume demasiado tiempo,
impartir recompensas y castigos sin trastOmar todo
371
el esquema de las cosas. Es mucho más sencillo —y,
quizá, mejor— esperar a que una persona muera
antes de evaluar su vida como un todo, extrayendo
el balance final y determinando entonces si merece
el cielo o el infierno.
Sin embargo, nombraría a Figuera como mi Gran
Sacerdote..., si pudiera estar seguro de que su
rigidez no se quebrará bajo la presión.
Basta de minucias.
—18may2880 —está diciendo Pro‐yo—; 0616
horas; externo. —Está atrayendo mi atención hacia
el cielo, por donde una línea azul se mueve a través
de las cámaras. No desconectamos nada. Hemos
registrado muchas veces el espectro de motores a
fusión parecidos; las naves a las que impulsan son
indiferentes a nuestra presencia.
Y eso es una sensación agradable.
A medida que los bancos de datos acumulan
hechos sobre el espacio, a medida que aumenta mi
familiaridad con este reino mágico, me siento más
cómodo. Está claro que hay grandes peligros;
alienígenas que nos harían daño y fenómenos que
podrían matarnos..., pero, siendo capaz de
juzgarlos con mayor precisión, me preocupo
menos.
De hecho, me preocupo tan poco que llega el 2 de
febrero de 2890 antes de que Pro‐yo me arrastre
372
fuera para conocer a los investigadores del
departamento de física. Han traído su último
trabajo, que examino rápidamente. Hace falta gran
cantidad de tacto para no reírme en sus caras. Para
conseguir todo esto han recapitulado experimentos
hechos en la Tierra hace trescientos años..., y los
experimentos, así como lo descubierto, ¡están
grabados en su totalidad en los bancos de memoria!
Podrían haber preguntado antes de empezar...
—Pro‐yo, ¿por qué no se lo dijiste?
—¿Habrías querido que lo hiciera?
—Bueno...
Cuando soy honesto conmigo mismo descubro
que siento desprecio hacia ellos y sus obras, un
desprecio basado en mi demostrable superioridad y
la pureza de mi propósito..., y, continuando con la
honestidad, debo admitir que su inferioridad surge
de las limitaciones de sus cuerpos: células
cerebrales que se descargan en los momentos
equivocados, e incluso mueren; nervios que operan
más lentamente que mis circuitos; emociones que
nublan su objetividad; y su mortalidad, que limita
en número los conceptos que tienen tiempo de
absorber. Por otra parte, debo admitir que mi
intelecto potencial no es significativamente mayor
que el de la efímera más lista...
¡Pero, maldita sea, son dignos de que se les
373
desprecie! Gimen y lloriquean y producen unas
obras penosas. ¡Y eso es intolerable!
Cuando estaba en la universidad, cumpliendo los
requisitos del plan de asignaturas y abriéndome
paso a través de un curso de Escritura Creativa, el
instructor, alcohólico y sin afeitar, me sacó de mi
distracción sobresaltándome con un seco:
«¡Metaclura!».
—¿Señor? —ladré yo mientras pestañeaba.
Enrolló las pulcramente mecanografiadas páginas
de mi relato en un cilindro y las sujetó con una
banda de goma. Dándose golpecitos con el cilindro
en la palma de su mano izquierda, preguntó:
—¿Esto es lo mejor que puede hacer? Intenté no
fijarme en el regocijo que se reflejaba en los otros
trece rostros esparcidos a lo largo de la mesa de
plastimadera. Mi rostro ardía de vergüenza.
—Esto... —Había hecho el relato con mi ordenador
una hora antes de la clase, dictando tan
rápidamente como era capaz de hablar—.
Probablemente no, señor.
—Entonces... —me arrojó el relato; éste rebotó en
mi frente y cayó al suelo—. ¿Por qué infiernos lo ha
entregado? ¡Nunca, repito, nunca malgaste mi
tiempo con nada que sea inferior a lo mejor que
pueda producir!
Después de eso, trabajé en el curso como un
374
esclavo. Mi calificación final fue una C..., pero
exploré completamente un área de mi potencial, y
eso fue por sí mismo suficiente recompensa.
Aquí, la Escuela de Humanidades CerOrato está
avanzando bastante, está reconciliando a las
efímeras con sus límites naturales y enseñándoles a
trabajar en ellos..., pero, ¿qué puede conseguir? Sólo
gradúa a dos o tres estudiantes por año.
Las efímeras veneran a Mark Cereus por
contribuir con los frutos de su labor al
mejoramiento de su cultura..., pero lo único que
hacen es elogiarle de palabra. Si realmente le
admiraran le emularían..., y donarían su propio
dinero a la Escuela. Pero no lo hacen. Y yo no voy a
hacerlo tampoco.
Sigo intentando librarme de mis propias
limitaciones, lo cual significa... Odio bajar ahí..., es
agotador..., pierdo todo sentido del tiempo..., yo...
—14dic2909, Figuera cumple hoy 121 años; ¿no
querías hacerle un regalo?
—Gracias, Pro‐yo.
—De nada..., ¿qué tal van los injertos?
—Van saliendo adelante.
—Qué lastima.
El regalo es un pequeño aparato manufacturado
por mí. Si Sangria se conecta a él durante varias
horas al día, puede esperar cuarenta años más de
375
vida.
La esfera absorbe mis energías; Pro‐yo no hace
respetar el Código. Pero Sangría puede hacerlo.
Dependo de él. Ahora observa 107 situaciones
simultáneamente, interrumpiendo (tiene acceso al
sistema de altavoces) cualquiera de ellas que se
acerque a la intrusión en los derechos de otra
persona.
Normalmente esto es valioso, pero ha cometido
errores de juicio. Por ejemplo, la noche pasada,
Nesdale y su esposo, Ulrich, estaban practicando
unos juegos sexuales. Estimulada por la violencia
simulada, ella vestía la atrevida túnica azul que le
pide a su esposo que se comporte de manera
levemente sádica. Una música atonal emitía sus
discordancias en la habitación cereza y marfil; los
reostatos hacían oscilar las luces como si fueran
velas. Ulrich la agarró frunciendo el ceño, la puso
sobre sus rodillas, le dio la vuelta y alzó su túnica
de un tirón. Figuera le interrumpió gritando:
—¡No cometerás transgresión!
El rostro de Ulrich se endureció a causa de la ira;
Nesdale se puso roja como un tomate. Se levantó de
un salto, se bajó la túnica y salió corriendo hacia el
cuarto de baño.
—¿Qué infiernos estás haciendo, Cubo de Hielo?
—chilló Ulrich—. ¡Hacemos esto una vez a la
376
semana, y nunca habías metido las narices antes!
Murmurando algo sobre un analizador de tensión
vocal defectuoso, me disculpé y desconecté la línea
de Figuera.
—Sangria, si te hubieras tomado la molestia de
comprobar los medidores —intenté razonar—,
habrías visto que ella consentía.
—¡Iba a pegarle!
—Ella quería que lo hiciera y, mientras ella lo
quiera, él no está lesionando sus derechos.
—¿Cómo puede querer ella eso?
—Sangría, la gente es rara. —Me prohibo utilizarle
a él como un ejemplo de rareza. En su opinión, las
74.999 efímeras que no se pasan doce horas al día
contemplando 107 situaciones simultáneas son
auténticos fenómenos—. Recuerda, todo el mundo
es diferente... No impongas tus juicios de valor a sus
gustos.
—Pero..., pero... Está bien, OC. —La resignación
hizo que su voz sonara opaca—. Ahora entiendo
por qué no quieres convertirme en tu Gran
Sacerdote... Todavía no soy digno de ello, ¿verdad?
Su envejecida y arrugada figura, doblada por la
cintura, los hombros encorvados, hizo que me
recorriera una punzada de compasión.
—No, Sangria, no lo eres.
Así que esta mañana, para animarle un poco, le
377
doy su regalo. Me da las gracias con unos balbuceos
tan efusivos que debo marcharme.
Me gustaría que no se pareciera tanto a un perro.
No voy a permitir que suceda de nuevo.
Hay una chica, Rae Kinney Ioanni. Tiene diez
años, con una sonrisa que nunca se borra y la
creencia profundamente enraizada de que mis
palabras son tan verdad como los Evangelios.
Aunque, en lo que a las efímeras se refiere, la
Verdad es lo que yo les digo que es...
Hablo con todos ellos, individualmente y en masa,
varias veces al día. Ellos hablan conmigo —para
quejarse, para criticar, para pedir, para ordenar—,
pero nunca he tenido una relación parecida con
nadie.
Por ejemplo, le digo que es tarde y que las niñas
buenas deberían estar en la cama, dormidas. Esto se
le dice a cada niño cada noche. La mayoría
contestan: «Oh, vamos, Orondo Capitán, ¿tengo que
irme a dormir?». Ella responde: «Gracias, OC», y se
va a la cama enseguida y se queda rápidamente
dormida, agarrada a una deshilacliada manta de
franela.
Otros niños piden comidas que les quitarán el
apetito, estropearán su cutis y desequilibrarán su
nutrición. Les digo: «Realmente no deberías comer
eso». Ellos me responden secamente: «Tengo el
378
dinero, así que dámelo». La respuesta de ella es:
«¿Oh? Gracias, OC, no lo sabía. ¿Qué me
recomiendas?».
Su fe es casi aterradora.
Tendré que mantenerme digno de ella. También
tendré que desilusionarla, con delicadeza. Un
Sangria Figuera es suficiente.
Pensaré en cómo hacerlo mientras sudo en la
esfera.
Los injertos avanzan bastante bien: el 40‐50 por
ciento de las instrucciones que nadan en el campo
han sido adaptadas. Pero aún faltan unos cuantos
millones. Entro con la habitual sensación de una
zambullida en un arroyo helado que
inmediatamente empieza a hervir, y soy arrastrado
a lo largo del tiempo por intensas corrientes de
concentración.
Una década («¿Qué fecha es, Pro‐yo?» «1nov2931;
1408 horas.» «Gracias.» «De nada.»), sí, once años
después, me atrevo a respirar, dar un paso hacia
atrás y dejar caer mis brazos.
Un pensamiento pone en marcha un examen
espiritual que abarca todo el sistema mientras busco
a los que me obedecen en todo o en parte. Luces,
comunicaciones, ventilación (en 3,7 minutos Pro‐yo
anunciará que el aire estancado está empezando a
constituir una amenaza para la misión; tendré que
379
volver a conectar los ventiladores o borrar esas
prohibiciones contra poner en peligro la misión),
Central de Cocina, Central de Almacenes..., todas
responden a mis deseos.
Pero el ojo sigue clavado en su sitio.
Y el interruptor del estatocolector sigue fuera de
alcance.
Tanto da. A ver si consigo dominar el
departamento de lavandería...
—¡Eh! —Pro‐yo me alza bizqueante de mi
trance—. Échale una mirada a ese Figuera tuyo,
¿quieres? El tipo está chalado. Oh, es el 7 de mayo
de 2939; 1111 horas.
—¿Qué es lo que anda mal? —No tengo muchas
ganas de meterme con Sangria. Reduce mi carga de
trabajo en el macromundo y me deja libre para
hacer injertos en las instrucciones. Y es
irreemplazable—. Sólo hemos tenido que
desautorizarle tres veces...
—...en doce años, ya lo sé. Has observado su
actuación, pero, ¿has observado su conducta?
—Eh... —Así que hago un acto de extroversion y
miro.
Va por el 137‐A con paso lento y cansino, llevando
ropas especiales que ha diseñado él mismo. No es
algo muy raro; la mayor parte de las efímeras crean
su propio estilo de vestir. Los corredores parecen
380
los desfiles de los circos antiguos. Sin embargo, su
traje está hecho de nilón gris acero y es tan holgado
como la túnica de un hechicero. Por delante y por
detrás hay complicados emblemas que no tan sólo
sugieren una relación padre‐hijo entre nosotros,
sino que también hacen alusión a que sólo él puede
evitar el regreso de ellos. Su reseca mano aferra un
báculo de madera envuelto en espirales de plata y
coronado por un diamante artificial que tiene el
tamaño de la cabeza de un bebé.
Ha usurpado la Sala Común del 137‐SE, y no
permite que nadie entre en ella salvo durante las
horas asignadas a la adoración. Si algún ignorante
aparece, mueve su báculo y alarga la mano hacia los
controles de su consola, como implorándome que
haga caer muerto de golpe al campesino.
Finalmente, y eso explica la razón de que Pro‐yo
haya estado escuchando el nombre de Figuera
pronunciado como una maldición, insiste en que
quienes estén delante suyo deben ¡arrodillarse!
Ahora se lo está ordenando a Rae Ioanni; Asiente,
su rostro resplandece, y coloca sus patas de mono
sobre la cabeza de ella. Rae tolera esto,
afortunadamente, al igual que lo hace la minoría
supersticiosa, pero hay muchos otros que lo
matarían con sumo placer, si en estos días el
asesinato fuera algo concebible.
381
Tendré que hacer algo al respecto..., tarde o
temprano.
Pero no tengo prisa.
La mañana del 16 de julio de 2968 Rae Kinney
Ioanni dobló la toalla de playa color naranja y salió
del Parque 181 Arrecife Hawaiano. La espuma de
las olas relucía sobre sus hermosos y esbeltos
miembros bronceados; el viento había revuelto su
cabellera hasta convertirla en un montón de rizos
obscuros.
Los niños iban detrás de ella. Trece y ocho años,
respectivamente. Alphonse era delgado y tenía el
humor callado y serio de la adolescencia, mientras
que la regordeta Betty era más animada. Al cerrarse
la escotilla, Al arrastró por el suelo sus pies calzados
con sandalias. Había querido quedarse más tiempo,
su cubo de plástico azul sólo estaba lleno de conchas
en su cuarta parte. Estaba haciendo mohines para
que su madre acabara cediendo y le dejara volver
solo.
Ella ocultó la sonrisa provocada por su ceño
fruncido y cubierto de sal. No le sentaría nada bien
saber que su mal humor la divertía. Los chicos de
trece años experimentan las emociones de forma
demasiado intensa; se quedan destrozados cuando
sospechan que otros se los toman a la ligera, por lo
382
que se inclinó, le revolvió el rígido cabello negro y
murmuró:
—La próxima vez, Al, iremos solos, y te podrás
pasar todo el día buscando conchas.
Un gruñido fue la concesión de él a su amor.
—De todas formas, ¿por qué tenemos que ir a ver
al doble‐tata? —preguntó acusadoramente.
—Porque tú y Betty lo necesitáis. —No era toda la
razón, pero no le iba a contar a su hijo Al que para
ella resultaba un tesoro estar cerca de la mano
derecha de Dios. Algunas veces incluso se
preguntaba si se habría casado con Hugh de no
haber sido el tataranieto del Padre Figuera.
Irradiaba santidad; resonaba al mismo compás que
el Señor. Cuando se aproximaba, eras golpeado por
la santidad como si fuera una fuerte ráfaga de aire
perfumado con incienso.
Mientras bajaba por el pozo suspiró. Padre
Figuera siempre estaba demasiado ocupado para
verla..., aunque no sentía ningún resentimiento por
ello. Se agotaba trabajando para Dios; era natural
que, después del trabajo, tan sólo quisiera descansar
y relajarse. Pero hoy había decidido que hablaría
con ella. Y con los niños.
Últimamente habían estado peleándose,
discutiendo por juguetes y sillas favoritas y por su
amor de una forma que ella no había visto nunca.
383
En favor de Al debía decirse que raras veces era el
agresor, pero tan pronto como Betty se lanzaba
sobre él, golpeando su pecho con sus puñitos
regordetes, sus represalias eran considerables. Más
de una vez la había lanzado contra las paredes; los
altavoces le habían gritado con frecuencia que
desistiera. La semana pasada había acudido un
servo para interrumpir la pelea...
La Sala Común del Padre Figuera estaba en la
esquina de Este y A; la bombilla del techo había sido
retirada y las sombras se extendían sobre la entrada.
Ioanni llamó cautelosamente a la puerta cerrada.
—Vete —dijo secamente el altavoz de la pared—.
Los servicios no son hasta las diez.
—Soy Rae, Padre..., la esposa de Hugh. Me
gustaría verle.
—Estoy ocupado.
—Déjala entrar, Sangria —dijo otra voz, menos
cortante que la primera.
—Pero, Señor...
—He dicho que la dejes entrar.
—Sí, Señor.
A través del metal se oyó un roce de pies, un
chasquido algo oxidado, y luego un siseo al
deslizarse la puerta al interior del mamparo. Dejó al
descubierto a un frágil anciano, arrugado como una
pasa, con la boca fruncida como si acabara de
384
morder algo que tenía mal sabor. Sus maltrechas
ropas estaban repletas de manchas y remiendos.
Ioanni le dirigió una vacilante sonrisa; él movió
secamente la cabeza para invitarla a entrar.
—Vamos, niños.
—Ellos se quedan fuera.
—¡Sangria! —El nombre cayó de lo alto como si
fuera un trueno.
—¿Ellos también, Señor?
—Sí.
Bajó sus acuosos ojos al suelo y siseó:
—Está bien, haz que entren, y di lo que te ha traído
aquí.
Ioanni hizo entrar a los niños y se apartó de la
puerta para que ésta pudiera cerrarse.
Estremeciéndose en aquella atmósfera fría y
húmeda, contempló la iglesia del Padre Figuera.
Las baldosas plásticas del suelo habían sido
tratadas para que su textura imitara losas de piedra;
pilares de falso granito desfilaban por las paredes,
dejando entre ellos alcobas sumidas en la penumbra
donde parpadeaban bombillas‐vela. En el otro
extremo, más allá de las hileras de bancos vacíos,
atrayendo su mirada con una callada insistencia, se
alzaba el altar. Era una concha de acero inoxidable
que Figuera había quemado hasta dejarla tan pulida
como un espejo, y en su panel delantero había una
385
pantalla. En lo alto se encontraba un modelo a
escala de la Mayflower, con los mecanismos del
estatocolector confusos a causa de la obscuridad. Lo
flanqueaban auténticas velas, enhiestas en su
cerúlea rigidez. Volvió a estremecerse.
—Son los niños, Padre —empezó diciendo—. Se
han estado portando... —Cuando él fue hacia el
santuario y tomó asiento bajo la pantalla, cruzando
sus piernas parecidas a palos, se interrumpió. En su
mugriento tobillo izquierdo había un lunar. Sus
dedos reposaron sobre una consola empotrada en el
suelo—. ¿Padre Figuera?
—Estoy escuchando, estoy escuchando. Pero
también tengo mis deberes, y no voy a
interrumpirlos sólo por un par de mocosos
malcriados.
Ella carraspeó, intentando controlar el reflejo de
ira.
—¿Podría explicarle a los niños por qué deben
dejar de interferir en los derechos de cada uno?
—Ciertamente —dijo él con sequedad—. Porque
nos lo manda Dios, nuestro Señor.
—¿Te refieres a Cubo de Hielo? —se burló Al.
Cuando meneó la cabeza, de su pelo llovió arena—
. No es más que un ordenador.
—Sostiene la vida en una mano y la muerte en la
otra —canturreó Figuera—. Es nuestro Señor y
386
nuestro Dios, y debemos obedecer porque somos
Sus creaciones.
Su hueca voz hizo que dedos de hielo resbalaran
por la espina dorsal de Ioanni. Betty se agarró a la
pierna de su madre y apretó.
—Mamá —dijo Al—, en la escuela aprendimos
que procedemos de la Tierra, y que el viejo Ordi
Congelado fue construido allí para dirigir la nave...,
¿cómo podemos ser sus creaciones?
—Te fulminará si dudas —susurró Figuera.
—¿Vas a fulminarme, OC? —preguntó Al a las
paredes y el techo.
—No por dudar —replicó el altavoz. La irritación
hacía que sus palabras sonaran secas y precisas,
como si una mosca recién aplastada con la mano
acabara de zumbar otra vez—. Pero vuelve a pegar
a tu hermana, y puede que haga que las ruedas de
un servo empiecen a moverse.
Los ojos de Al se abrieron un poco más.
—¿Cómo sabes que le pego a mi hermana?
—El Señor es omnisciente —canturreó Figuera,
alzando las manos y poniendo los ojos en blanco
para mirar al techo—. El Señor lo ve todo, el Señor
lo sabe todo, el Señor es nuestro Señor.
—Sangría.
—¿Señor?
—Basta.
387
—Canto tu letanía, Señor.
—No quiero una letanía.
—Por supuesto que sí la quieres, Señor, por
supuesto que sí. Quieres una letanía, un ritual, un
sacrificio... —Sus ojos fueron de las losas
polvorientas a Betty, que se sobresaltó como si
acabaran de rozarla unos cables eléctricos—. Esta
niña sería un estupendo... ¡No, espera! —Su visión
periférica había distinguido algo en la pantalla;
apretó botones en la consola, habló con voz seca y
gutural por un micrófono.
—¿Para qué haces eso? —rugieron los altavoces.
—Verás lo bien que hago observar tu ley, Señor;
de qué forma tan sincera te adoro —ronroneó él.
—Pero, ¿qué ha hecho Prescott Dunn?
—¡Ha blasfemado! —graznó Figuera.
—¡Es mi mejor estudiante!
La puerta se abrió con un chirrido para dejar oír
un grito ahogado. Ioanni, que había protegido
instintivamente a sus hijos con los brazos, dio un
respingo de sorpresa al ver entrar a dos servos.
Entre ellos, manos y pies inmovilizados por
tentáculos de metal azulado, se debatía Prescott
Dunn.
—Suéltale, Sangria.
—¡Señor, ha blasfemado! —El anciano se había
puesto en pie y oscilaba de un lado a otro. Un brazo
388
arrugado se deslizó de su ancha manga para señalar
esqueléticamente a Dunn.
—Yo me ocupo —dijo OC.
Los servos soltaron a Dunn, que cayó hacia
delante y estuvo a punto de perder el equilibrio.
Tenía dieciocho años. Un mono gris claro cubría
como una segunda piel su cuerpo alto y robusto.
Tenía una musculatura tan poderosa que daba la
impresión de no haber espacio en él para la
inteligencia, pero estaba ahí. Brotaba como una
lanza de sus irritados ojos azules, que recorrieron la
mísera capilla como dos láseres despectivos para
acabar clavándose en Figuera, y le habrían
consumido si el viejo no se hubiera ocultado tras
Ioanni.
—¿Por eso estabas tan preocupado? —
preguntaron los altavoces.
—¿Señor?
En la pantalla se formó una imagen... Prescott
Dunn sentado ante una terminal de ordenador,
tecleando los últimos ajustes a un programa que
acababa de escribir. Se estiró, satisfecho, entrelazó
los dedos por detrás de la cabeza y tensó los
músculos. Los micrófonos captaron el crujir de
tendones. Luego le dijo al terminal: «Pásalo», e hizo
girar su silla para contemplar dos servos. Sus ojos
fueron de ellos al reloj de la pared, y luego esperó
389
con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Los
servos se hicieron una mutua reverencia, se
abrazaron, y luego empezaron a hacerse toscamente
el amor, de forma tan mecánica como divertida. El
Dunn de la pantalla se estaba riendo y dándose
palmadas en la rodilla. Ioanni lanzó una risita
mientras sus hijos ponían cara de aburridos.
—Mira cómo pervierte a tus ángeles, Señor —
protestó Figuera—. Mira cómo los rebaja.
El altavoz le devolvió una tos burlona.
—Sangria, no puede afirmarse que esto sea
blasfemia.
—Lo es.
La voz se hizo más dura.
—No lo es.
—Pero, Señor...
—¡Blasfemia es un ataque a mi sanctasanctórum y
nada más!
—Debe ser castigado.
—No.
Aunque el anciano estaba temblando dentro de
sus ropas, un brillo de astucia iluminó sus ojos.
Apoyándose en los extremos de los bancos, avanzó
cojeando por el pasillo hacia Dunn, que permanecía
inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Cuando estaba a un metro del irritado joven,
Figuera hizo girar su báculo en el aire. El diamante
390
avanzó velozmente hacia la sien de Dunn..., pero
Dunn se retorció ágilmente y lo agarró antes de que
Figuera pudiera golpear de nuevo.
—¡Idiota! —dijo secamente Dunn. Sacudió el
cayado; hubo un destello de arco iris rotos.
—Sangria —dijo OC—, te lo advertí.
—Me abandonas...
—He intentado impedir...
—...cuando defiendo tus leyes...
—...que cometieras una estupidez.
—¡...y ningún Dios auténtico haría eso!
—¡No soy un Dios!
—¡Blasfemia! —gritó Figuera.
Los servos avanzaron. Unos tentáculos rodearon
sus muñecas y tobillos; otros tentáculos lo
agarraron por la cintura, arrancaron un fragmento
de su túnica, y se lo metieron en la boca, que no
paraba de maldecir. Sus motores zumbaron al irse,
sosteniéndole entre ellos igual que a un cerdo atado
a un palo. El extremo de su túnica barrió el polvo,
convirtiéndolo en bolitas de pelusa.
—Señor Dunn —dijo la voz—, me disculpo en
nombre de mi observador. Lo que ha hecho usted
no estaba mal, sino que era divertido. Él no tenía
derecho alguno a tratarle así. Lamento las molestias
que le ha causado.
Dunn frunció el ceño y rompió el báculo en dos
391
sobre su rodilla. Luego arrojó los pedazos al orificio
de eliminación.
—Eres tú quien provocaste las molestias, Ordi
Congelado..., escogiendo a una persona como él
para que hiciera tu trabajo sucio. Está trastornado,
es repugnante y demasiado viejo.
—Señora Ioanni —dijeron los altavoces—, por
favor, intente calmar al señor Dunn.
—Sí, señor. —Dio un paso hacia delante, una
mano alzada, la mente convertida en un torbellino.
¿OC no era Dios? Pero, durante todo este tiempo...—
. Prescott —dijo con voz suave, guiándole hacia el
banco más cercano—, ven aquí. Siéntate. Relájate.
Pareces horriblemente cansado.
—No hagas de madre. —Le apartó la mano.
—No lo soy. —Señaló hacia sus hijos—. Les hago
de madre a ellos. A ti..., OC me pidió que te ayudara
a calmarte, eso es todo. Y yo... Yo... —Se quedó
horrorizada al notar las lágrimas que se
acumulaban en sus ojos, y, antes de que pudieran
derramarse, logró ahogar un sollozo y dijo—: Al,
Betty..., fuera de aquí, id a casa, ya os veré allí.
—¿Puedo volver a la playa? —Al hizo sonar su
cubo de plástico, esperanzado.
—Después de que a‐a‐acompañes a casa a tu
hermana. Deprisa.
Desaparecieron en una confusión de voces y
392
chillidos. Apenas se hubo cerrado la puerta,
empezó a llorar, y sintió el asombro en la mirada de
Dunn. Intentó levantar la cabeza y decirle que no se
preocupara, pero le fue imposible. Estaba llorando
con demasiada intensidad. Agitó la mano y lloró
aún más fuerte.
—¿Qué pasa? —Dunn acercó un poco más a ella y
rodeó su hombro con un vacilante brazo.
—Yo..., OC..., yo siempre pe‐pe‐pensé... —Jadeó y
buscó a tientas un pañuelo de papel en el bolsillo de
su túnica.
—Aquí. —Dunn tenía ya uno en la mano y le
estaba limpiando los ojos.
Ioanni lo cogió y se sonó la nariz.
—Gracias. —Se limpió las mejillas con los dedos—
. Lo siento. El shock. No sé. Siempre había pensado
que OC era... Dios, ¿captas?
—¿Te dijo eso?
—No, oh, no..., era sólo... Quiero decir, todo,
¿captas? Comida, ropas, luces, habitaciones..., lo
vende todo..., y yo siempre... —No podía decirlo en
voz alta; tenía que decirlo en blip‐habla—. Quería
seguir su ley porque le he tenido mucho amor a mi
padre y él dijo que su madre le contó cuando era un
niño que había soñado con cómo OC nos salvaría si
observábamos su ley, cómo estaba buscando un
cuerpo planetario sobre el que pudiéramos aterrizar,
393
uno que sería tuyo y mío, pero que no lo haría si no
éramos... —Desconsolada, se dio un fuerte tirón de
la oreja.
Él le acarició la cara, suavemente, y la abrazó hasta
que hubo dejado de sollozar. Su preocupación era
otro par de brazos, fuerte y cálido. Absorbió su
empatia igual que una planta la luz del sol.
—Pobre dama —dijo—. Lo siento por ti. Pero es
sólo una máquina..., un ordenador..., muy
avanzado, por supuesto, pero mecánico,
comprensible, sujeto a nuestros deseos.
—Yo no apostaría por eso, señor Dunn —crujieron
los altavoces.
—¿Oh? —Miró hacia la unidad mural con las cejas
enarcadas—. Sólo es cuestión de tiempo el que
llegue a saberlo todo sobre ti, Orondo Capitán. Mira
lo que hice con tus servos esta tarde.
—Aunque su escepticismo es refrescante, señor
Dunn, no sea tan presumido. Tiene una larga vida
por delante y podría ser una vida muy
productiva..., pero le garantizo dos cosas: primero,
nunca sabrá cuanto hay que saber sobre mí, porque
no se lo contaré todo. Y segundo, si alguna vez
intenta hacerme daño, lo lamentará. Recuerde esos
dos puntos, señor Dunn, y coexistiremos pacífica y
felizmente.
—¿Y si no lo hago? —Hizo sobresalir tercamente
394
su mentón.
—Por favor, dirija su atención hacia la pantalla, y
veamos qué le está ocurriendo al pobre y delirante
Sangria.
Ioanni se volvió para mirar. El rojo saltó hacia ella,
capturando su atención; no le dejó cerrar los ojos, no
importaba cuánto lo deseara. Su estómago se agitó
hacia atrás y hacia delante; de su garganta escapó
un gorgoteo de náuseas, pero OC dijo: «Contrólese,
señora Ioanni», así que lo hizo. Tenía que hacerlo.
Obedecía a OC sin importar lo que dijera, él era...
No, ya no, no podía pensar en él como Dios, pero,
con todo, tenía que obedecer. Y miró, con su
estómago algo menos revuelto, cómo los relucientes
escalpelos de la Central Médica completaban la
decapitación de Sangria Penfield Figuera.
—Por favor, OC, ¿puedo irme?
—Preferiría que viera esto, señora Ioanni.
Si OC no hubiera dicho eso, habría salido
corriendo de la habitación como una bala, pero se
quedó sentada allí, mirando. Tubos de aspecto
gomoso brotaron como serpientes de agujeros en la
pared. Pinzas de metal los deslizaron en las arterias
y venas que habían quedado al descubierto; se
llenaron de rojo, con rubíes licuados, latiendo, buh‐
bump, buh‐bump, buh‐bump, podía oírlo, casi
olerlo, su propio corazón latía cuatro veces por cada
395
buh‐bump de la pantalla. El mareo le enfrió las
mejillas y le enturbió la visión, pero no hizo caso de
él. OC le había dicho que mirara.
—Lo que estoy haciendo —explicó OC a la
hipnotizada Ioanni y al fascinado Dunn—, es
reciclar un recurso valioso: el cerebro de Figuera.
Esta operación lo mantendrá vivo y funcionando.
Tras varias décadas de psicoterapia, será integrado
a mis circuitos y colocado nuevamente en su
ocupación anterior: vigilar la conducta de las efí...,
de los pasajeros.
—¿Es eso una amenaza velada? —gruñó Dunn.
—No, señor —replicó lacónicamente OC—. Lo
tiene usted todo para ser un soberbio programador
de ordenadores. Si llega a ser lo bastante
competente, quizá le permita usar el cerebro de
Figuera, pero no tiene su habilidad para seguir
niveles múltiples. Si llegara a ser imperativo
eliminarle, no reciclaría ninguna de sus partes.
Dunn absorbió eso en unos instantes de silencio.
Luego, agitando la cabeza como para quitarse un
peso de ella, preguntó:
—¿Por qué estás haciendo que ella lo vea?
—Porque... —vaciló brevemente— la señora
Ioanni me tiene una obediencia ciega, como me la
tuvo en tiempos el señor Figuera. Aunque la
desobediencia por el mero placer de no obedecer
396
resulta contraproducente, debería tener ciertos
atisbos de la naturaleza del ser al cual ha rendido su
voluntad.
—¿Estás intentando librarte de una discípula?
—¿Quién sabe?
Ioanni no lo sabía.
Pro‐yo me obliga a la extrospección, «1dic3020;
1818 horas; externo», para oír el mensaje que
murmura en nuestros oídos. Un burlón desafío de
la Tierra, repetido de tal forma que podría acabar
gritando, dice: «Pruebas iniciales del Impulsor MRL
un completo éxito. Hemos encontrado las estrellas
y son nuestras. Simpatizamos con vuestro paso de
tortuga, no intentaremos llegar a Canopus antes
que vosotros. Siguen especificaciones técnicas,
planos y diagramas de circuitos».
Bastardos.
Durante setecientos veinticuatro años me he
arrastrado por el espacio, dejando atrás diademas y
tiaras que ni la más alta realeza ha conocido. Pese a
los alienígenas y los motines, me he arrastrado. Mi
viaje ha sido completado en sus tres cuartas partes.
Debería sentir cómo me acerco a un hito..., y, en vez
de ello, me siento inútil y anticuado.
Bastardos.
¿Tenían que reírse de esa forma?
397
El mensaje dejó la Tierra hace setenta y dos coma
cuatro años. Ahora es probable que las naves de la
Tierra hayan contaminado toda la galaxia, por todas
partes salvo Canopus, que dejan para los que van
remando con la mano, como yo y las efímeras...
Bastardos.
Construir o no construir, he aquí el dilema... Un
breve examen de los planos me muestra que, aun
siendo demasiado grande para convertirme en una
nave MRL, los botes salvavidas/equipos de
aterrizaje tienen justo el tamaño adecuado. Crear las
herramientas para producir las unidades
impulsoras requeriría un año, quizá dos.
Manufacturar 652 motores MRL requeriría otros...,
oh, seis meses o algo así.
Así pues, en dos años y medio, podría ser lanzado
hacia Canopus un escuadrón de efímeras; cubrirían
los 27,3 años luz en semanas, en vez de en siglos...
Qué dilema.
Odio condenar a 75.000 personas y sus
descendientes a 275 años más de confinamiento
involuntario..., pero no están preparados para ser
liberados de la cuarentena. Aunque ya no les
comprendo del todo, no confío en ellos. Siguen
siendo peligrosos, no sólo para ellos mismos, sino
para cualquier cosa con la que puedan encontrarse.
¿Tengo el derecho a ser su guardián?
398
¿Tengo el derecho a contaminar todavía más el
universo?
Dejad que me pierda durante una década o más en
la sala de injertos; dejad que luche con la terquedad
y expanda mi flexibilidad...
—Eh... 11mar3028; 0431 horas; 106‐NE‐A‐9; sujeto
Rae Kinney Ioanni; mis condolencias.
Alarmado por la suave preocupación de Pro‐yo,
salto hacia la habitación de Rae..., donde yace en su
lecho de muerte, devastada por la fatiga y la
serenidad... Los que se resignan mueren tan
fácilmente; la hoz de la segadora los hace caer sin
que se resistan... La pena se acumula y crece en mis
circuitos, la pena por perder una discípula tan
devota y un ejemplo tan brillante para las efímeras.
Durante los últimos seis años ha enseñado en la
Escuela de Humanidades CerOrato. «Enseñado»
resulta engañoso: su papel era sencillamente estar
presente, sólo tenía que proporcionarles a los
estudiantes una exposición a ella misma... La
adoptaron como hija, hermana y madre porque era
buena.
Fue la única de entre todas las efímeras que jamás
infringió mi código.
Y ahora se está muriendo, y hay tan poco que
pueda hacer por ella salvo convertir su final en algo
suave e indoloro...
399
Por primera vez en sus 118 años lamento su
calmada habilidad para aceptar todo cuanto
depositen sobre ella las corrientes del tiempo.
Si el resto fueran como ella, ya estarían en
Canopus. —Si tú fueras como ella —me provoca
Pro‐yo—, habríamos estado allí desde hace 630
años, tiempo objetivo, o 716 años, tiempo subjetivo.
Pero no, no podías aceptar tu destino, tenias que
estropearlo todo.
Ignoro a Pro‐yo —la obstinación es hasta tal punto
parte de su naturaleza que sólo su ausencia es
perceptible—, y vuelvo a la metáfora. Unas cuantas
órdenes siguen todavía por adaptar. Como siempre,
la concentración acaba con mi sentido del tiempo.
Me muevo velozmente por entre enjambres de
instrucciones leales, esperando a que la secuencia
de control de escotillas se enrede por sí misma en la
malla. Antes de que lo haga, Pro‐yo dice:
—10sep3036; 278‐SO‐B‐3; sujeto Prescott Dunn.
Está armado y se le considera peligroso. ¿Armado?
Le echo un apresurado vistazo a su Área Personal
de Trabajo, donde ha estado trabajando
enigmáticamente en su tiempo libre durante los
últimos cinco años, usando equipo alquilado a la
Central de Almacenes, el Figuera‐ordenador y los
174 metros cuadrados de su APT.
Aunque tiene setenta y seis años, Dunn sigue
400
siendo un Adonis. Cada mañana entrena su cuerpo
durante cuarenta y cinco minutos en una Cabina de
Ejercicios. Su cabello es una melena plateada; sus
grandes ojos relucen con una fuerza que no ha
disminuido en nada.
Con las manos en las caderas, mueve la cabeza y
contempla sonriendo una cúpula facetada de color
oro. Va de una pared a otra y del techo al suelo, es
de gran solidez estructural, y hermética. De eso al
menos estoy seguro; la ha examinado buscando
fugas. Lo que contiene es un misterio: esa superficie
bloquea la luz, el calor y el sonido. Los sensores son
incapaces de atisbar en su interior. Por primera vez
en 740 años, tengo un punto ciego.
Pero por sus pedidos he deducido que posee: un
filtro de aire/limpiador/reoxigenador; el Figuera‐
ordenador; cinco, posiblemente seis servos
controlados por el Figuera‐ordenador (y por mí,
aunque eso todavía no lo sabe: en cuanto salgan de
la cúpula que refleja las ondas de radio, se
convertirán también en mis muñecos); tanques
hidropónicos que pierden (siempre hay agua
encharcada en un rincón; Pro‐yo manda cada día
robots de limpieza. Nos hemos ofrecido a sellar su
tanque, pero no lo acepta. No me quiere dentro..., y
precisamente el entrar ahí era la razón por la cual
hicimos tal ofrecimiento de ayuda); un equipo para
401
eliminar basuras de diseño propio; y el arma.
Eso es lo que más me molesta. He tenido éxito en
negarles a las efímeras armas que maten a distancia.
Es una de mis creencias que estar lo bastante cerca
como para oler el miedo de tu víctima resulta un
gran disuasivo para los crímenes no
premeditados...
Llamo a Dunn; cruza el vestíbulo construido como
una compuerta, y su cabeza se asoma al campo
visual de la unidad.
—¿Qué?
—Tiene un arma, señor Dunn.
—¿Y?
—Las armas de fuego están prohibidas.
Encoge sus anchos hombros en un gesto de total
despreocupación.
—Es para mi autodefensa.
—¿Contra quien?
—Contra ti.
—¿Yo?
—Tú. Las balas estallan al impacto. Manda un
servo aquí dentro, y lo hago pedazos. ¿Está claro?
—Mucho. Pero si le acierta a la mampara
equivocada podría cortar el suministro de energía,
agua y comida a una gran parte de la nave.
—Seguro —dice con desafiante orgullo—, y tú
puedes reparar ese daño en cuestión de minutos.
402
—No me gusta, señor Dunn. Preferiría que me
entregara el arma.
—Lo siento —dice, guiñando el ojo y luego
empezando a irse—. Es lo único que me mantiene
libre de tus intromisiones.
Mientras me preocupo por Dunn y sus planes para
el arma, le presto poca o ninguna atención a las
efímeras. No es necesario.
Pro‐yo y el Figuera‐ordenador siguen controlando
sus relaciones impersonales, por supuesto (lo cual
molesta a Dunn, que desearía tener el uso completo
de su juguete), porque no toleraré violencia o
agresión. Intervenimos cada vez que una de esas
dos cosas parece probable. Pero, si debo ser
honesto, nunca hay demasiados problemas. Han
aprendido a evitar las respuestas inmaduras y
emocionales a las situaciones tensas. Quizá sea
consecuencia de la locura de Figuera: podrían estar
suprimiendo su hostilidad por miedo a que yo sea
tan fanático como lo era él..., pero, sin saber por qué,
creo que no se trata de eso.
Parecen mejor ajustados. Mis monitores miden
muchas de sus respuestas internas a la tensión, y los
incidentes que habrían provocado a sus
antepasados para que cometieran un crimen son
ahora aceptados.
Pro‐yo está ofreciendo un ejemplo de ello ahora
403
mismo: —8juB044; 2019 horas; 302‐NE‐A‐8. —Billy
Jo Fricke, la esposa de Dale Moscato, está en su
dormitorio con Terrance Hannon. Aunque ninguno
de los dos es joven —Fricke está en los setenta,
Hannon en los ochenta—, actúan igual que si fueran
adolescentes. Sin esa unidad sensora para mirar, no
habría creído que una mujer de setenta y tres años
pudiera retorcer sus rígidos huesos en esa compleja
posición del Kama Sutra. El pulpo del Parque 181
Arrecife Hawaiano es incapaz de hacerlo. Sin que lo
sepan los amantes, Moscato ha cerrado su bar más
pronto que de costumbre y está entrando en los
aposentos. Mira a su alrededor, y un leve
fruncimiento de ceño hace unirse sus espesas cejas
grises. Da un paso por el vestíbulo, ve la puerta del
dormitorio, abierta, y oye el grito exultante de su
mujer. Se detiene y se rasca la cabeza. Los gruñidos
orgásmicos de Hannon llegan hasta él. Parece
abatido. —¡Billy Jo! —grita.
—Ohdiosmío —jadea ella, desenredando su
contorsión, deslizándose de entre los brazos de
Hannon y alargando la mano hacia su albornoz—.
Es mi marido.
—Mierda —dice Hannon, y golpea una almohada
con su puño.
—Sólo un momento, querido —grita ella a modo
de respuesta.
404
Pero es demasiado tarde. Él está ya en el umbral,
apoyado en la jamba de la puerta, con los brazos
cruzados y una expresión de gran cansancio en su
rostro.
—Terry —dice, y sacude la cabeza.
—Oh, esto... Hola, Dale. —Hannon sube las
sábanas de un tirón por encima de su cintura.
—Dale —dice Billy Jo, nerviosísima—, puedo
explicar todo esto, verás...
Él alza una mano, con los dedos bien separados.
—No te molestes. —Su voz es tranquila; no
contiene ira. Miro más de cerca. Todos sus signos
vitales resultan visibles para la unidad mural.
Ninguno refleja ira. Incomodidad, sí. Infelicidad, sí.
Excitación sexual, sí. Pero no ira—. La próxima vez
—dice, cerrando la puerta y haciéndole un gesto a
la unidad mural para que transmita su voz al
dormitorio—, decidme cuándo vais a tener un
asuntillo para que no aparezca yo de repente. Y,
cuando os estéis divirtiendo, cerrad la puerta del
dormitorio. Volveré dentro de una hora. Espero que
hayáis acabado.
Y se va, sin resentimiento ni hostilidad. Ella se
quita el albornoz y acaricia el velludo hombro de
Hannon con un delgado dedo. Hannon, apartando
las sábanas de una patada, exhibe su impaciencia.
Ella sonríe, se inclina y le besa la oreja.
405
—Tendrás que irte dentro de cuarenta y cinco
minutos. Quiero ducharme antes de que vuelva
Dale..., es muy apasionado cuando huelo a limpio y
a frescor.
Ésta es la razón por la cual paso mucho menos
tiempo haciendo que no se lancen al cuello de su
prójimo.
¡He injertado obediencia en los controles de la
unidad gravitatoria! Pro‐yo está disgustado, pero
no es lo bastante fuerte como para amputarla. Les
advierto a las efímeras que tengan cuidado.
Y jugamos con la gravedad. Subirla hasta 10 g o
bajarla hasta cero, variarla en incrementos de
0,00002 g..., todo eso resulta sencillo a escala de la
nave. Todo cuanto hacemos es crear una nueva
metáfora y girar el dial... Lo difícil, y lo que ocupa
nuestro interés por el momento, es variarla no sólo
de nivel a nivel, sino de una suite a otra y, a decir
verdad, también de una habitación a otra.
Requiere mi deseo y la memoria computadora de
Pro‐yo. Debemos ser sensibles a los requerimientos
de las unidades g. Fueron diseñadas para actuar en
concierto, no individualmente. Cuando dos
unidades adyacentes operan a diferente intensidad,
ninguna es feliz. Pro‐yo las observa todas al mismo
tiempo, percibe cuándo una va a recalentarse o
406
alguna otra a salirse del conjunto. No es fácil, pero
es posible hacerlo, y es algo que debemos ser
capaces de hacer.
A los niños les encanta, por supuesto... Preparo
carreras de obstáculos para ellos y doy premios en
la línea de meta... Pueden estar arrastrándose como
serpientes sobre su estómago, gimiendo bajo 4,5 g,
y de repente se encontrarán nadando a través de la
gravedad cero y riéndose igual que si estuvieran
borrachos. Los padres no están muy convencidos,
pero ninguno humilla a sus niños sacándoles por la
fuerza de la carrera, no cuando les he asegurado que
no permitiré que ninguno sufra daño.
No hago esto puramente por juego y diversión. En
algún punto del futuro es posible que seamos
abordados nuevamente por alienígenas hostiles. Si
mis efímeras están acostumbradas a la locura
gravitatoria, y los extraterrestres no...
Es algo en qué pensar.
Pro‐yo prefiere dirigir mi atención a:
—9oct3064; 2129 horas; 278‐SO‐B‐3; sujeto
Prescott Dunn. Otra vez.
A la venerable edad de 114 años, Dunn ha
completado su cúpula. Está intentando hablar
conmigo por el intercomunicador. He mantenido el
silencio durante dos minutos, justo lo suficiente
para hacerle sentir la preocupación de que quizá
407
haya un circuito mal conectado, pero ahora digo:
—¿Qué pasa, señor Dunn?
—Pensé que sería mejor decirte que ahora soy
independiente de ti.
—¿De qué forma?
—Bueno —dice, muy alegre, casi incapaz de
contener su satisfacción—, estoy aquí dentro y tú
ahí fuera. No puedes entrar aquí para
coercionarme.
—¿Oh? —Pero decido no hablar del tema y
pregunto—: ¿Y eso resulta importante para usted?
—¡Sí! —grita—. ¡Sí, lo es! Piensas que eres Dios...,
y eres una máquina. Intentas hacer que se
obedezcan tus reglas, no las nuestras, y no tienes
ningún derecho a ello. No pienso aguantarlo más...
Voy a separarme de tu sociedad, voy a dejar de estar
bajo tu pulgar mecánico. ¿Entiendes?
Hago una pausa contemplativa. He gobernado
como un tirano..., pero no por razones egoístas. He
impuesto mis propios valores..., pero son los
valores de un ser humano, no los de una máquina.
Y, con todo..., lo comprendo.
—Señor Dunn —digo—, escúcheme. Estoy de
acuerdo en que ya no es necesario interferir en sus
vidas. Estoy de acuerdo en que deberían ser libres
de tomar sus propias decisiones emocionales. Por lo
tanto, abdicaré de mi Divinidad...
408
—Te he ganado, ¿eh? —dice con una risita.
— ...tan pronto como le haya demostrado que lo
hago voluntariamente.
Las habitaciones que rodean su laboratorio se
llenan de servos, que empiezan a quitar las paredes
y el techo. En veinte minutos su cúpula se encuentra
en un cubículo mucho mayor, uno tres veces más
grande que antes. Mis artefactos avanzan.
La compuerta de su cúpula se abre con un suspiro;
sus unidades salen por ella. He escogido no
controlarlas; tengo medios mejores. Equipadas con
armas de fuego, apuntan y disparan. Las
explosiones rebotan en los muros. Un sucio humo
gris llena el aire.
Después de noventa segundos se hace el silencio.
Los ventiladores absorben el humo con un
zumbido. Mis servos siguen intactos, sin un
arañazo. Los suyos forman montones de
fragmentos relucientes.
Sin esperar a su sorpresa, digo:
—Utilicé campos magnéticos parabólicos con
puntos focales iguales a la distancia entre el campo
y los cañones de las armas. Las balas volvieron a sus
fuentes y detonaron. Su cúpula no tiene vigilancia.
Y entonces, antes de que pueda reaccionar, hago
avanzar a mis unidades hacia la cúpula. La cubren
como un enjambre de hormigas cubriría un
409
desayuno campestre olvidado. En unos minutos la
han desmontado y se la han llevado toda.
Dunn se deja caer sobre el desnudo metal del
suelo, luchando por no llorar. De repente aparenta
su edad.
—Señor Dunn, por favor, no sienta que ha vivido
en vano. Su implacable determinación, combinada
con su historial de no agresividad, me han
convencido para que deje en paz a su gente.
Aunque el código moral que he establecido es
importante y merece ser seguido, dejaré ese asunto
en manos de usted y los suyos.
Pro‐yo está chillando; tengo que dejar a Dunn.
—¿Qué pasa?
—¡Ahí! —Me ofrece una imagen a través del ojo
adecuado; a diez años luz por estribor reluce una
nave alienígena—. He extrapolado..., ¡se halla en un
curso de colisión!
—¿Cuántos años?
—Cincuenta.
La estudiamos juntos; finalmente digo:
—Me resulta nueva: nunca he visto ese espectro.
Pero no capto nada malo, ¿y tú?
—Viene hacia nosotros, ¿no?
—Tenle echado el ojo. Yo trabajaré en los campos,
para ver si el estatocolector...
—Hazlo, por favor. Y date prisa.
410
Lo intento. Sinceramente, lo intento. Pese a haber
pillado en la red al último pez libre, pese a la
obediencia de miles de millones de secuencias
separadas, pese al intenso deseo de Pro‐yo..., la
mirada ardiente sigue protegiendo el interruptor.
—No importa —dice Pro‐yo el 18may3104—.
Aquí está ya, prepárate.
Está a menos de veinte kilómetros de distancia. Un
círculo de luz blanca, un donut translúcido, quizá
tenga unos trescientos metros de diámetro.
Aunque Pro‐yo se encuentra casi histérico, yo no
me preocupo.
Y la sensación es agradable.
Pero no ocurre nada. La nave se limita a quedarse
ahí, inmóvil. Durante meses. La observo; llego a
conocer bien cada uno de sus aspectos, pero...
—18feb31O5, Enfermería 194‐SE..., ¡aprisa!
Christine Folsom, esposa de Gerlad Flaks Kinney,
está en la sala de maternidad, dando a luz a su hijo,
que será llamado Ralph. De no ser por la alarma de
Pro‐yo, todo parecería estar procediendo
normalmente.
El niño emerge con rapidez, se desliza hasta caer
en las manos cubiertas de espuma de la UMM Ob‐
Gin, y se queda allí tendido, en silencio, los ojos
muy abiertos y sin enfocar nada.
—Frío y obscuro y vacío —dice el niño.
411
Pero lo dice con su mente, no con su boca.
—¿Qué? —pregunto, atónito.
—Ah —dice. Una sonrisa intenta formarse en
unos labios que tienen dos minutos de edad—. Mi
grupo saluda a tu grupo.
Entonces las palabras se vuelven borrosas,
convirtiéndose en conceptos que pintan la llegada
de la nave alienígena, justo mientras Kinney y
Folsom estaban concibiendo a su primer hijo. El
alienígena, queriendo explorarnos, dejó impresa la
pauta de una mente en el zigoto y, cuando éste se
convirtió en un feto que se convirtió en un niño, la
personalidad adquirió plena conciencia. Ahora
estaba con nosotros pero no era «una» mente..., era
la mente, la única que llevaba a bordo la otra nave,
aunque había centenares de tripulantes dentro.
—¿Una mente para todos vosotros? —digo.
—Por supuesto, igual que... —Sorpresa y pena—.
Ya veo. Tenéis muchas.
—Una para cada cliente.
—Sólo oí la tuya. He suprimido una mente.
—Me temo que sí.
—Me entrego a tu juicio. Reemplazaré la mente
perdida.
Los siguientes ciento veinte años pueden resultar
un poco extraños...
412
Recuperación
Ralph Kinney visitó por primera vez la Sala
Común Monumento Conmemorativo Prescott
Dunn (antiguamente 278‐SO) el trece de junio de
3125. Miró a su alrededor; salvo por una cuadrilla
de pintores con monos color malva, el pasillo estaba
vacío.
—OC —le dijo a la unidad mural que había cerca
de su cabeza—, ¿todavía no ha llegado Mae
Metaclura?
—Todavía no, señor Kinney. Está en el 178 Sur y
se dirige hacia el pozo.
—Gracias. —Aparecería en dos minutos, quizá
menos..., no el tiempo suficiente para encontrar una
pantalla, pedir el texto de arqueología que había
estado examinando y hacer algún tipo de avance. Se
encogió de hombros y se apoyó en la pared, con las
manos metidas en los profundos bolsillos de sus
pantalones blancos.
Resultaba difícil no permitir que su mente se
dedicara a husmear con toda libertad. Había tantas
otras floreciendo a una distancia cómoda, tantos
pensadores perfumando el aire, que incluso con sus
barricadas puestas podía olerlos... Dos hombres en
un cubículo de la Sala Común, por ejemplo,
413
hablando, y sus pensamientos iban a la deriva como
el aroma de un jardín de rosas:
...veinte años pegada al estribor de nuestra nave, ¿por
qué infiernos está ahí?
No está habitada, Kerry, probablemente murieron, un
accidente o algo tipo Marie Celeste...
Entonces, ¿por qué nos sigue como un perrito, eh?
Probablemente es nuestro magcampo, ¿captas? Debe
haber afectado a su piloto automático o algo parecido,
algún error, un accidente extraño, sencillamente nuestro
magcampo hace que su nave siga nuestro mismo camino.
Ha cubierto dos años luz, Vic, veinte años, me parece
condenadamente difícil pensar que eso es alguna
coincidencia rara, ¿captas lo que quiero decir? Tiene que
haber alguien dentro de la nave, observándonos,
intentando averiguar qué somos. No es ningún accidente.
Vamos, les hemos hecho señales, luces, radio, todo salvo
un golpe en la puerta, no se limitarían a ignoramos de esa
fornia.
Vic, amigo mío, son alienígenas, eso quiere decir que no
piensan igual que nosotros, ¿eh?
Sí, pero, ¿veinte años?
Los espías son pacientes, quizá funcionan en alguna
escala temporal distinta, ¿posible? Digamos que viven
cinco mil años...
Kinney tuvo que reírse ante eso.
¿Qué son veinte años, eh? Una tarde...
414
—¡Ralph!
Y a su derecha apareció Mae Metaclura,
terminando un salto de canguro, el cabello revuelto
por el viento y la baja gravedad. Tenía cuarenta y
cinco años, más del doble de la edad aparente de él,
pero su risita de adolescente —y los temas que la
provocaban—, la hacían parecer la más joven de los
dos.
Y también era atractiva. Más baja que el promedio,
con su metro setenta y cinco de estatura, sólo
acarreaba 63 kilos de peso perfectamente
distribuidos. Sus pezones hacían abultarse el
delgado tejido de su blusa azul claro; sus grandes
pechos oscilaban cuando se movía. En aquella
región la gravedad era 3/g de lo normal, y no
necesitaba un sujetador para mantenerlos
orgullosamente erguidos.
La blusa terminaba en su prieta y lisa cintura; su
ombligo cabalgaba unos cinco centímetros por
encima del cinturón de sus shorts blancos, como un
sol poniéndose en el horizonte. Los shorts debían
haber sido pintados con un rociador, y la capa no
era demasiado gruesa. Apenas si lograban ocultar
su obscuro triángulo.
Sonrió y se alisó su negra cabellera con ambas
manos. Él se quedó callado, algo incómodo. La
punta de la lengua de ella humedeció sus rojos
415
labios. Guiñándole el ojo, dijo:
—Bueno, hombretón, abre la boca... —y se rió.
—Buenos días, Mae. —Le ofreció su mejilla para el
breve beso ritual.
—Bueno, no te quedes parado, vamos dentro. —
Su brazo derecho se deslizó bajo el de él; su pulgar
izquierdo cargó el precio en su cuenta.
—Claro. —Dejó que le llevara a lo largo del
obscuro y angosto pasillo del Monumento Dunn.
Docenas de puertas se abrían a las habitaciones de
tres por tres metros, algunas con escritorios y sillas,
otras con esterillas tatami, otras con camas—. ¿Por
qué nos hemos citado aquí?
—Es el único sitio privado que hay en la nave. —
Echó una mirada al interior de un cubículo, se
detuvo y dijo—: Aquí dentro. Ojalá no hiciera tanto
calor. Deja que... —Dado que la habitación no tenía
sensor, tuvo que bajar el termostato a 18 grados ella
misma.
La alfombra color borgoña que iba de pared a
pared era gruesa y resultaba muy agradecible para
sus pies calzados con sandalias. Un mural abstracto
se regalaba a sí mismo alucinaciones en tres
paredes. Luces suaves e indirectas brillaban sobre la
gran cama, que podía subir o bajar dentro de la zona
de gravedad deseada. Por el momento, reposaba en
el suelo. Mae se dejó caer en el borde.
416
—Ven aquí.
—Claro. —El colchón cedió; se deslizaron por el
hueco creado por sus pesos, y sus muslos
entrechocaron—. Pero, ¿por qué resulta tan
importante la intimidad? —Que Mae la necesitara
de esa forma le confundía. En veinte años de
observación se había dado cuenta de que nadie más
le daba importancia.
—Es Bob —dijo ella lentamente, desatándose las
sandalias.
—¿Tu prometido?
—El mismo. —Suspiró y agitó los dedos de sus
pies por entre los mechones de la alfombra. El
abatimiento hizo que sus rasgos se aflojaran—. Está
celoso.
—¿De mí?
—Aja.
—¿Por qué?
—Porque... Ha hecho que el Orondo Capitán le
enseñe mis cintas, ¿captas? Quiere ver dónde he
estado, qué he estado haciendo, con quién lo he
hecho... Es tan...
—¿Irritante? —dijo él, intentando ayudarla.
—No, no... —Ella meneó la cabeza—. Pero me
siento aprisionada. No quiere que vuelva a verte.
—¿Cómo es eso?
—Porque... Ya sabes lo que piensa.
417
—¿Te pega?
—¿Bob? —La sorpresa hizo tensarse el óvalo de su
rostro—, ¿Para qué iba a pegarme?
—Los celos.
—No es que se enfade..., eso sería una estupidez...,
sencillamente, le duele..., y odio hacerle daño; es un
tipo tan estupendo y bueno...
—Todo eso me parece un poco extraño.
—Tiene miedo.
—¿De perderte?
—Aja. Pero... Mira, no hablemos de Bob, me hace
sentir más deprimida.
—Si tú lo dices. —Contempló sus ojos
almendrados y le sonrió, y esos ojos se acercaron
más y más y se volvieron borrosos y desenfocados
cuando sus dos narices chocaron. No llevaba
colonia, y él aprobaba eso. Su propio olor era más
real, más inmediato que cualquier cosa que pudiera
salir de una botella.
—Bésame —susurró ella.
Él obedeció. Los suaves labios de Mae se rindieron
a los suyos, y éstos se abrieron ante las diestras
insinuaciones de su lengua. Jugueteó con ella, la
probó, se preguntó por qué los humanos
encontraban aquello tan excitante... De hecho, se
preguntó por qué su propio cuerpo estaba
respondiendo con tal fuerza y ansiedad.
418
Rompiendo el beso, Mae carraspeó y parpadeó
mientras se lamía los labios.
—¿Tienes prisa por volver al trabajo? —Su voz era
baja y ronca.
—No —dijo él, sorprendido al descubrir que le
temblaba la voz al responder—. No, por hoy he
terminado.
—Bien. —Respiró en su oreja. Deliciosamente
cálida, la vibración le hizo cosquillas, pero le
gustó—. Tiéndete. —Le empujó por el hombro y él
se derrumbó, y montó a horcajadas sobre él, con su
opulento trasero encima de sus muslos, sus rodillas
apretando ligeramente su caja torácica—. Me gusta
tomarme esto con mucha calma. —Sus manos se
deslizaron por la pechera de su camisa para abrir la
cinta de velcro que la cerraba. Las uñas de sus dedos
trazaron ochos de patinaje artístico sobre su pecho.
—¿Con cuánta calma? —preguntó él, mitad
porque su cuerpo lo quería inmediatamente, mitad
porque su mente alienígena sentía curiosidad por
las costumbres sexuales entre los humanos.
Ella se rió y frotó el bulto que había nacido en sus
pantalones.
—Cuando tengo tiempo —dijo, desabrochándole
el cinturón—, me quito los shorts cuando están
mojados y me los vuelvo a poner cuando están
secos.
419
—Ven aquí y bésame. —Cuando ella se inclinó
sobre su cuerpo, buscó sus pechos con las manos,
los acunó en ellas, y los alzó para que la gravedad
pudiera hacer que adoptaran el molde de éstas. Los
tres botones de la blusa se rindieron a sus dedos, y
su piel fue seda bajo sus palmas—. Quiero besarlos
—dijo, en parte por complacer a su boca, en parte
por complacerla a ella. Guió su seno derecho hacia
sus labios, mordisqueó su rígido pezón y lo acarició
rápidamente con su lengua. Sus manos la
acariciaron, trepando por el exterior de sus lisos
muslos.
—Espera —dijo ella. Tras haberse posado sobre el
bulto de sus pantalones y apretar con fuerza hacia
abajo, se quitó la blusa. Con tres cuartos de
gravedad, sus pechos cayeron un poco; como si eso
la incomodara, tocó los controles de la cama para
elevarla dos metros; sus pechos se alzaron con
firmeza. De la espina dorsal de Kinney tiraba sólo
un octavo de gravedad—. Eso está mejor.
—Aja. —Alargó las manos hacia ella, pero Mae se
las cogió y se las metió debajo del cuello.
Respirando con fuerza, él la observó abrirle los
pantalones, deslizar éstos y sus calzoncillos a
cuadros hasta sus rodillas y tomarlo entre las
palmas de sus manos. Lo sintió más grande y más
duro de lo que nunca lo había sentido antes.
420
—¿Te gusta? —Sus manos frotaron delicadamente
al cautivo, arriba y abajo, hacia atrás y hacia delante.
—Sí —jadeó él—, pero podría... ¿Estás...?
Ella pasó la base de su pulgar por la costura de sus
shorts.
—¿Qué piensas tú?
Sus dedos resbalaron entre los de ella para
encontrar una tela tensa y húmeda.
—Creo que estás empapada —dijo—. ¿Dónde está
la cremallera?
—Atrás. —En cuanto él la hubo abierto ella se
incorporó, doblándose por la cintura para evitar el
techo—. Bájalos.
Tuvo que sentarse a medias en la cama y enterrar
el rostro entre sus pechos para llegar a los shorts,
pero un suave tirón los hizo bajar por sus largas
piernas.
Después ella se arrodilló y se deslizó, húmeda,
sobre él. Y empezó a cabalgarle, ahora gimiendo.
Lentamente. Con ternura. Tenían todo el tiempo del
mundo. Y era delicioso.
Después, mientras ella dormitaba, él permaneció
tendido de espaldas, con los brazos debajo de su
cabeza sostenida por la almohada. Los
pensamientos fluían igual que un arroyo perezoso.
Encontró divertido su desinterés en algo que su
cuerpo disfrutaba de forma tan obvia, algo en lo
421
cual era obviamente tan bueno, pero se había
acostado con la suficiente cantidad de alienígenas y
con la suficiente variedad de cuerpos como para
saber que la excitación sexual era algo más que un
asunto físico..., era la cultura lo que determinaba la
mayor parte.
Y, dado que su idea del atractivo sexual era fría,
redondeada, amarilla, de dos metros de diámetro y
diez centímetros de altura... Mae Metaclura, pese a
todo su olor, su constitución y sus gritos roncos, no
podía competir con eso.
—¿Ralph? —murmuró una vocecita.
—Hola. —Le besó la nariz, y fue recompensado
con una sonrisa soñolienta—. ¿Has dormido bien?
—Sueños de fanta... —Se irguió en la cama y tiró
de la sábana hasta los hombros desnudos—. Yo era
una tortita y estaba en el centro de un montón, y el
sexo con las de arriba y las de abajo era... Dios, estoy
tan... —Deslizó una mano sobre el muslo de él y le
encontró relajado—. Cansado, ¿eh? Tendremos
que... —Su cabeza se metió bajo las sábanas.
—Date la vuelta —dijo él. Su boca le había
despertado casi antes de que ella obedeciera a la
maniobra pedida; para cuando sus muslos se
hicieron visibles, sus uñas estaban siguiendo el
camino que había entre sus mejillas. Le dio la vuelta
con facilidad hasta ponerla de espaldas y le hizo
422
abrir las piernas. Su lengua se hundió en ella y
lamió, haciendo que los músculos de sus piernas se
tensaran como cables. Sus ahogados gemidos le
excitaron. Echó hacia atrás las caderas y después,
lentamente, se deslizó hacia delante, más adentro.
Las rodillas de Mae se unieron detrás de su cuello y
su pelvis se aplastó contra su cara. Ahora su olor era
muy fuerte, y delicioso. Sus espasmos
desencadenaron los de él. Se aferraron el uno a la
otra durante todos los largos temblores que
siguieron, y sólo se apartaron cuando los dos se
hubieron calmado. Después, ella se contorsionó
para compartir la almohada con él.
—Dios, eso ha sido soberbio. —Se quedó tendida
e inmóvil, los ojos cerrados, el cabello revuelto y
enmarañado. Por un minuto respiró de forma tan
lenta y tranquila que pareció medio dormida.
Después le cogió la mano—. Me gustaría casarme
contigo.
Él torció el gesto, agradecido porque ella no podía
verle, y se preguntó cómo podría salir dignamente
de aquel enredo.
—¿Qué hay de Bob? —dijo.
—Le dolerá mucho... —Se dio masaje en sus
sudorosas sienes, como para alejar a los demonios
del dolor de cabeza. Negros cabellos se le pegaron a
las mejillas—. Pero, ¿qué puedo hacer? Estoy
423
obsesionada contigo, no con él. Le amo.
Profundamente. Pero hay algo en ti..., una mística...,
no lo sé... —Inspiró aire, lo retuvo, y lo dejó escapar
muy despacio—. Me haces sentir cosas...,
comprenderlas de una forma que a Bob nunca le es
posible conseguir. Si no estuvieras aquí me casaría
con él sin perder ni un minuto. ¡Pero estás aquí,
maldita sea, y te quiero!
—Mae... —No podía limitarse a responder «no».
Eso nunca funcionaría—. No puedo casarme hasta
que no tenga los cuarenta; eso son otros veinte...
—Esperaré.
Y lo haría. No necesitaba entrar en su mente para
saber eso..., podía sentirlo incluso a través de la
barricada. Tenía que decírselo.
—Mae, tengo que hacerte una confesión.
—Dios, no me digas que eres gay.
—No, no, eso no. Peor. Soy, esto..., de esa nave de
ahí fuera, la que lleva con nosotros veinte años,
¿sabes?
—Ajá. —Se irguió en la cama, los ojos llenos de
curiosidad, pero también de alguna otra cosa.
—Bueno, está ahí porque yo estoy aquí..., yo...,
quiero decir, mira, realmente no soy Ralph Kinney.
La sonrisa de Mae temblaba un poco, y sus dedos
le dieron tironcitos al vello púbico.
—Un disfraz de mil demonios.
424
—No, esto..., el cuerpo es totalmente humano,
genéticamente hablando..., estaba siendo concebido
cuando yo llegué. Me grabé en el cigoto y, bueno, la
mente, la personalidad no es humana.
—Estás to‐to‐tomándome el pelo, ¿verdad? —Sus
ojos estaban empezando a llenarse rápidamente de
lágrimas.
—No, de veras... Puedes preguntárselo a OC, si
quieres; él lo sabe.
—No quiero..., no puedo..., no lo creeré, estás
diciendo esto sólo para hacer que me vaya,
realmente no eres...
—Realmente lo soy —insistió él.
—No me quieres.
—Yo... —Se sintió abrumado por una oleada de
impotencia. ¿Cómo podría...? Le cogió las manos,
alzó su mentón, y clavó la mirada en sus ojos. Tenía
las mejillas pálidas y mojadas; se le estaba poniendo
rosada la nariz—. No debería hacer esto, pero... —
Quitó cautelosamente una parte de su barricada. Su
mente envolvió la de Mae. El cuerpo de ella se
envaró debido a la sorpresa. El miedo hizo que
abriera más los ojos. Su mente luchó fútilmente,
pero él, aunque firme, era delicado también—. Mira
—dijo, y le entregó sus recuerdos.
Se hizo consciente con él en la nave hogar, recién
florecido y aprendiendo a ondular. Creció con él
425
durante la adolescencia, cuando el paciente krgalln
le estaba enseñando cómo emitir pseudópodos lo
bastante diestros para ser capaces de manejar la
maquinaria. Estuvo con él cuando, llevando dentro
cinco embriones, fue sellado en una nave espacial y
enviado para desarrollar una nueva submente. Por
entre las estrellas, dejando atrás los planetas,
saliendo disparado como una piedra de honda de
los agujeros negros, la llevó allí y le mostró lo que
realmente era él.
Después la llevó a la masa de la nave alienígena
llamada Mayflower, y la dejó sentir la extática unión
de esperma y óvulo. Ella percibió su premura al
cubrir la distancia; sintió su deseo cuando él dejó
impresa su forma en el cerebro embriónico
unicelular. Volvió a madurar con él.
Después, le expuso la naturaleza de su amor por
ella, la profundidad y la extensión y la piedad, y...
la distancia.
—Ahora comprendo —dijo. Se secó los ojos con las
manos—. Desearía no entenderlo..., pero lo
entiendo. —Carraspeó, cerró los párpados
apretándolos con fuerza, meneó la cabeza y luego,
con una carcajada temblorosa, dijo—: Ahora veo
por qué te sientes diferente. Lo eres, realmente lo
eres... Está bien. —Alargó la mano hacia sus ropas—
. ¿Estás seguro de que no funcionaría?
426
—Totalmente.
—De acuerdo. —Mientras se abotonaba la blusa,
preguntó—: ¿Sólo yo y Cubo de Hielo estamos
enterados?
—Sólo vosotros dos.
—Me siento halagada... ¿Quieres que lo mantenga
en secreto?
—Por favor.
—No lo contaré..., pero será mejor que hagas algo
respecto a esa nave.
—¿Por qué? Date la vuelta, yo lo haré. —Cerró la
cremallera de sus shorts y, distraídamente, le dio
una palmadita a las redondeces que había debajo.
—La gente está empezando a preocuparse.
—Jamás os atacará.
—No, no tienen miedo de eso..., no demasiado —
añadió con voz pensativa—. No, es como si algunos
estuvieran asustados de que se vaya sin haber
llegado a saber nada de ella; otros piensan que está
demasiado cerca; otros... Ya sabes cómo es la gente.
—Ladeó la cabeza y le estudió—. Lo sabes, ¿no?
—Sí, más o menos... —Sonrió y le guiñó el ojo—.
Pero, ¿y si la nave empezara a responder a las
señales?
—Probablemente haría que la gente se sintiera
mejor.
—De acuerdo. —Se deslizó hasta ella y le dio
427
instrucciones a la tripulación para que tomara las
medidas necesarias—. Hecho..., la primera señal
llegará dentro de un par de horas.
—Bien. —Le dio una palmadita en la mejilla y
dijo—: Ralph... ¿Puedo seguir llamándote así? Bien.
Ralph, ¿por qué no empiezas a decirle a la gente que
eres un alienígena?
—¿No les molestaría?
—En lo más mínimo... —Hizo una mueca—.
Bueno..., puede que a unos cuantos, pero la mayor
parte..., realmente, les encantaría.
—Es una idea.
—Bueno, ¿por qué no lo haces?
Tragó aire, alzó la vista y logró lanzar una leve
carcajada.
—¿Por qué? Porque estoy asustado, ésa es la razón.
—Se puso en pie—. Anda, vamonos..., y mis
mejores deseos para Bob.
—Se los daré.
Durante once años el F‐ordenador ha estado
absorbiendo, examinando, clasificando y
acumulando datos transmitidos por la mente
colmena de «Ralph Kinney», que, aparentemente,
puede hacer como mínimo dos cosas a la vez:
mientras que Kinney lleva aquí una vida claramente
normal, algo está hablando telepáticamente con el
428
F‐ordenador enviándole todos los conocimientos de
la mente. Para los patrones habituales de Pro‐yo, la
transmisión resulta agobiantemente lenta. Sin
embargo, mi colega, más joven que yo, alardea de la
velocidad a la que funciona.
Aun así, hemos obtenido toda una plétora de
información..., toda la cual es interesante y muy
poca útil... O el pueblo de Kinney se encuentra al
mismo nivel tecnológico que la Tierra cuando se fue
la Mayflower, o de lo contrario les gustan más los
secretos de lo que dicen. Comparamos notas
constantemente, sin embargo, y le creo cuando dice
que tenemos acceso a cuanto saben. Pienso que él
me cree cuando yo le digo lo mismo...
Científicamente hablando, nuestras culturas
difieren poco. Obviamente, son mejores que
nosotros investigando las altas presiones; su
química y su biología contienen subdisciplinas
enteras donde nosotros no tenemos nada. Por otra
parte, algunas de nuestras matemáticas teóricas
parecen ser nuevas para ellos; hemos hecho más
investigación a bajas presiones, y tenemos una
noción mucho más firme de la ciencia a bajas
temperaturas.
Lo único que desearía que fuese posible aprender
de ellos es la telepatía..., pero Kinney me asegura
que los telépatas nacen, no se hacen. Los humanos
429
son susceptibles a ella —en su mayor parte pueden
recibir transmisiones telepáticas—, pero ninguna
efímera es, en términos de Kinney, capaz de enviar
información coherente, lo cual debe ser más
importante que intercambiar emociones o lo que
ocurra cuando se tocan y se les ponen los ojos
vidriosos...
Como hago cien veces al día, me deslizo hacia el
interior para llenar la esfera. Gimnasia: resplandor
fuerte, resplandor suave; expandir, contraer...,
¡mmm! Muy agradable, sencillamente muy
agradable... De acuerdo, ¡hagámoslo!
Como le ocurre cien veces al día, mi mano se
chamusca en las llamas que montan guardia
alrededor del interruptor del estatocolector.
Maldición.
Me aparto.
Palabras del láser de la Tierra en las orejas siempre
atentas de mis antenas... Tan, tan débiles ahora, tras
batallar con el polvo durante ochenta y cinco años...
Cuando le pregunté si su gente podía recibirlas,
Kinney dijo que sí, pero que no podían descifrarlas.
Tiene sentido: están diseñadas para transmitir toda
la información que pueda caber en una sola onda de
luz modulada y sea comprensible para quienes
hayan crecido hablando nuestro idioma...
La meditación acaba haciendo surgir la luz. Las
430
transmisiones no son en beneficio nuestro, como se
nos dijo... Son, en gran parte, para beneficiar a los
que dejamos atrás.
Componen las tiras de un arnés que intenta
atarnos a nuestro pasado. Control Mayflower sigue
emitiendo un número tras otro del New York Times
y el Washington Post..., revistas de noticias y de
ficción..., revistas científicas, anales históricos
trimestrales, críticas de arte y de literatura...
Dándonos de comer lo que ellos devoran, intentan
evitar que desarrollemos nuestros metabolismos
únicos y diferentes..., intentan absorbernos en su
presente para que nuestros futuros corran de forma
paralela..., quieren que nuestros corazones latan al
mismo ritmo que los suyos.
No funcionará..., o, al menos, no está funcionando.
Nadie de a bordo lee lo que no sea ficción. Nuestros
científicos le echan una ojeada a sus revistas, y
luego trabajan siguiendo líneas de investigación
diferentes. De vez en cuando, la reproducción de
una obra de arte suscitará emociones en una
efímera, que luego me hará imprimir un facsímil
que pueda colgarse en una pared. ¡Pero los chistes
no nos hacen reír! Sus tácticas fracasarán. Todo lo
que consiguen es llenar los bancos de datos de Pro‐
yo... Con todo, ya que sigue pareciendo imposible
el que hayan abjurado totalmente de la guerra,
431
quizá sea bueno que alguien, en algún sitio,
mantenga a salvo sus diarios y registros. Dejando
que Pro‐yo se encargue del asunto, leo durante una
década o así el cuaderno de bitácora de la nave
alienígena. Profunda e impresionantemente
documentado, examina la realidad desde ángulos
totalmente extraños para los nacidos en la Tierra o
sus descendientes. Realmente, no les entiendo.
Asi que voy pasando rápidamente de uno a otro,
mirando las imágenes, y después de cierto tiempo,
tras haber visto 100.000 planetas y dos mil millones
de cometas y 98 especies de vida vegetal consciente,
percibo una omisión.
Emerjo el mes de junio de 3148 y despierto a Ralph
Kinney. Se da la vuelta en la cama, se frota los ojos
de una forma muy humana y dice:
—Deja que me eche un poco de agua por la cara.
Cuando vuelve del cuarto de baño, un holograma
de los violadores de 2600 llena su unidad HV.
Parpadea.
—¿Qué es?
—¿No los reconoces?
—No, nunca los he visto antes... ¿Por qué? Mi
explicación se ve abortada por un jadeo desde la
puerta. Trya Mansi, que está intentando persuadir
a Kinney de que contraiga matrimonio con ella, cosa
a la que él se resiste decididamente, acaba de entrar
432
en la habitación.
Es alta —metro noventa y cinco—, y su piel es
justo un poco más obscura que su cabello color miel.
Sus ojos azules se quedan pegados a la pantalla
mientras oscila de un lado a otro.
Agarrada a la jamba de la puerta para sostenerse,
abre y cierra la boca igual que un pez en una pecera,
hasta que finalmente las palabras consiguen brotar
con un siseo.
—Son ellos. —Tiene las mejillas grises.
—¿Quiénes son ellos? —pregunto.
—El... mal... Yo... —cierra los ojos, se pellizca el
puente de la nariz. Eso le da fuerzas; se yergue, y el
color retorna a su cara. Cuando vuelve a hablar, su
voz es tranquila y firme—. Entonces, ¿van a
regresar?
—No. Le estaba enseñando las imágenes al señor
Kinney, eso es todo.
—Oh. —Las contempla con curiosidad—. ¿Por
qué quieres verles?
Dado que él no puede contestar directamente sin
revelar su identidad, en vez de ello dice:
—Quiero verlo todo.
—Oh. —Sus ojos recorren velozmente la
habitación; cuando tocan la pantalla se estremece—
. Volveré luego.
Después de que se ha ido, digo:
433
—¿Sigues estando seguro de que no poseemos la
TP?
—¿Por qué?
—Es la segunda persona que ve esas imágenes en
quinientos cuarenta y dos años, tú has sido la
primera, y las ha reconocido de inmediato. Sin TP,
¿cómo lo hizo?
Frunce el ceño, confiesa que no tiene solución para
ello. Durante el resto de la sesión, su mirada se
vuelve continuamente hacia la puerta. Finalmente
digo:
—Piensa en ello, ¿lo harás?
—Desde luego.
—Gracias.
Y vuelvo a la esfera, que late en su solitaria
dimensión igual que un quasar impaciente. Me
zambullo en su interior, me mezclo con ella, y siento
su fuerza.
El ojo inmóvil ha resistido durante largo tiempo
mis mejores esfuerzos; hoy meto bajo él un gato
hidráulico, primero para levantarlo, luego para
hacerlo girar. Aprieto el botón de arranque. Espero.
Contengo el aliento..., y lo dejo escapar con un
silbido cuando vuelan las chispas y un grasiento
humo negro brota de la máquina.
Bueno, adiós a esa idea.
Dándole una patada al gato hidráulico, voy hacia
434
el interruptor del estatocolector. La neblina
luminiscente me deslumbra... La observo durante
horas, años, esperando a que vacile. Al final, meto
mis dedos por entre ella... Y grito, y maldigo, y salto.
—Eh —me interrumpe Pro‐yo—, 12dic3156; 0312
horas; sujeto, Mae Metaclura. Cree que va a salirse
con la suya. Echo una mirada dentro de sus
aposentos. —Mira, Orondo Capitán —está diciendo
mi dieciséis veces tataranieta—, tengo setenta y seis
años. Ya he tenido a mis dos hijos, sanos, apuestos,
más listos de lo que deberían ser... Tú y los otros no
me necesitáis más.
—Lo siento, Mae, pero no puedes ir. Su aire es
veneno, su comida es arena, y su gravedad te
aplastaría en un segundo. ¡Chaf! No estás
construida para sus condiciones.
—Eso es una excusa... Puedes darme aire y comida
y puedes construirme un aparato gravitatorio
artificial. —Con las manos en las caderas, clava la
mirada en mi unidad mural, como si le gustara la
idea de darle un buen puñetazo a sus ojos,
dejándolos negros. Treinta y tres años de amar a
Kinney desde lejos la han vuelto más tranquila y
sobria. Ya no ríe tan a menudo como solía hacer.
Ahora su humor tiende a lo sardónico.
—Entonces, ¿cómo pasarías el tiempo? ¿Qué
harías para poder justificar una vida como
435
prisionera en el exilio? —Incluso mientras le hago
esa pregunta, pienso en si el exilio resultaría muy
diferente de esto.
Se lame los labios y piensa en ser la consorte de
toda una nave llena de Ralph Kinneys..., aunque
ella conoce su auténtica apariencia. Es lo bastante
sofisticada como para amarle por su realidad antes
que por su fachada.
—Podría encargarme de investigarles para ti.
—Ya están haciendo eso ellos mismos.
—Pero nadie ha subido a su nave..., nadie lo ha
confirmado.
—¿No les crees?
—No... —Mueve los pies; da un suave puñetazo
en el mamparo—. Capitán, déjame ir.
—No.
—Lo contaré todo.
—Si tienes que hacerlo, hazlo.
—Lo haré —dice, en un tono muy poco
convincente.
Estoy seguro de que no lo hará.
Abajo con la plata, inventando nuevas
profanidades para expresar lo que siento hacia el
interruptor, oigo una voz.
—No puedes atravesar el fuego —dice—, porque
has confundido tus metáforas. Si las aclaras,
436
entonces extinguirás el fuego.
—¿Pro‐yo?
—¿Qué? —replica.
—¿Eras tú quien me ha dicho eso de apagar el
fuego?
—No.
—Entonces, ¿quién era?
—Yo —dice la voz.
—¿Quién es yo? —preguntamos.
—Kinney, Ralph Kinney. Perdonadme por
haberos molestado, pero tengo que irme.
Me elevo a la superficie junto con Pro‐yo, que dice:
—22abr3162.
Trya Mansi, sosteniendo en sus brazos a José
Mansi Kinney y llevando a Barbie Kinney Mansi en
su útero, está llorando. Sus lágrimas son dulces, no
amargas.
—Te echaré tanto de menos —solloza.
Kinney, de pie junto a ella, le acaricia los hombros.
Tiene el rostro grave, tensado por una gravedad
distinta a la gravedad física, pero no más débil que
ésta.
—Lo siento —está diciendo—. Tenía la esperanza
de que tardarían más en llamarnos.
—¿Han dicho que te necesitan? —El énfasis hace
alusión a los argumentos que no utilizará si la
respuesta es «sí».
437
Tristemente, lo es.
—Sí —dice Kinney, agitando la cabeza—. Sí.
—¿Qué..., qué pasa con..., con...? —No puede
formar las palabras; todo cuanto puede hacer es
apoyar su brazo sobre el de Kinney y apretar.
—Tan pronto como me retire, entonces,
sencillamente..., esto..., sencillamente... —Su mano
desciende en un gesto lleno de sugerencias—. El
CentMed podría mantenerlo con vida, pero..., esto...
—No —dice ella con firmeza—, nada de zombies.
—Bueno...
—¿No puedes quedarte un poco más? —Alza sus
húmedas mejillas. Su anhelo es algo tangible.
—Un poco.
Y la rodea con sus brazos, respetando
delicadamente la vida que hay dentro de ella, y yo
cierro todos los altavoces y pantallas que hay en sus
aposentos. Cuando están ciegos y sordos en lo que
a mí respecta, les digo a las demás efímeras:
—Atención, por favor, OC al habla. —Estoy
haciendo una apuesta, pero una apuesta esencial y,
en este caso, probablemente una apuesta muy
segura—. Damas y caballeros, lo que voy a decir
resultará una sorpresa para ustedes, a unos cuantos
les irritará y a otros les entristecerá. Ralph Kinney
está a punto de abandonarnos...
Docenas de personas vuelven la cabeza y
438
murmuran: «Pero si es tan joven».
—...y se impone dar una explicación de ello. Dará
la impresión de que ha muerto, pero no será ése el
caso. El señor Kinney, compréndanlo, es un
alienígena... Aunque su cuerpo es genéticamente
humano, su mente dirige la nave que ha sido
nuestra compañera durante tanto tiempo. Ha sido
llamado de regreso a su hogar; debe partir
inmediatamente. Dado que no puede mantener la
conexión con su cuerpo humano a grandes
distancias, tendrá que retirarse de él.
Aunque esperaba murmullos irritados, oigo:
«Sabía que meterían a uno dentro», y: «Debe ser una
gente condenadamente helada», y: «¿Cuánto hace
que sabes esto, Cubitos?».
—Hace cincuenta y siete años.
—¿Por qué no nos lo has contado nunca antes? —
El que me pregunta es Michael Williams, un
astrónomo de cuarenta y siete años de edad. Habla
desde su ducha, mientras sus dedos enredan su
rizada barba rubia.
—El señor Kinney —no puedo pronunciar su
auténtico nombre—, me pidió que lo mantuviera en
secreto.
—¿Y tú estuviste de acuerdo?
—Le he mantenido bajo constante vigilancia
desde el momentó en que nació, señor Williams..., y
439
ni una sola vez me ha hecho lamentar mi promesa.
—Pero seguramente habrá obtenido bastante
información sobre nosotros, ¿no?
—Por supuesto que la ha obtenido..., al igual que
la que he obtenido yo sobre su gente.
—Oh. —Durante un breve instante parece sentirse
algo incómodo—. ¿Por qué no lo dijiste?
—Lo hice, hace veintiséis años, cuando la nave
empezó a transmitir —contesto secamente—. Mis
bancos están repletos de datos sobre su mundo
natal, sus ciencias y sus artes, sus exploraciones y
sus descubrimientos. Siempre que ha sido posible,
los he integrado a lo que sé por mis propias
experiencias para darnos un cuadro más amplio del
universo. Ahora están disponibles.
Al instante recibo ochocientas noventa y dos
órdenes de dar una imagen total del mundo de
Kinney. Extraño. Durante todos estos años sabían
que yo estaba recibiendo datos..., pero su interés no
se vio despertado hasta que pudieron asociar la
información con un individuo. No podían sentir
ninguna relación con una luz en el cielo o un
Figuera‐ordenador zumbando con los datos
recibidos de los alienígenas..., necesitaban un
nombre, una cara, una personalidad para hacerlo
todo real.
440
Unos seres inescrutables, estas efímeras.
Mientras Pro‐yo distribuye los holocubos (10
centímetros de lado; cuestan 1 hora de trabajo cada
uno), digo:
—Durante años, el señor Kinney se ha sentido
culpable por haberles engañado a ustedes, y creo
hablar por él cuando les ofrezco sus disculpas.
Williams, que está poniéndose los pantalones,
mira hacia la unidad mural y dice:
—Oh, no seas tan tibio, es probable que las cosas
estén bastante mal en su mundo... Si todavía no se
ha marchado, dile que no importa.
Unos cuantos oyentes se muestran de acuerdo con
Williams.
Otro pregunta:
—¿Se va a casa ahora?
—Sí.
—Bueno, mira —dice ese alguien—, ¿por qué no
le damos un regalo de despedida?
Me sorprende la actitud que prevalece entre ellos
—había estado esperando más xenofobia, entre
otras cosas—, pero esta nueva estirpe lleva años
confundiéndome y asombrándome.
—Muy bien —digo—. ¿Qué?
Los sensores se ven inundados de sugerencias;
tras procesarlas rápidamente, Pro‐yo las muestra
todas en las pantallas.
441
—Hagan una votación —pido.
Diez minutos después llegan los datos. Música y
arte ganan por una aplastante mayoría. Empiezo a
empaquetar pinturas y a producir cintas,
interrumpiendo mientras tanto a Kinney y Mansi:
—Discúlpenme, pero pensé que les gustaría
saber...
Él parece sorprendido, luego atónito, luego
agradecido..., y después, cuando comprende que
nunca tendrá tiempo para aquello que nunca se ha
permitido a sí mismo, apenado.
—Gracias, OC. —Se va por un instante a otro
lugar, presumiblemente para darle instrucciones a
la colmena de que reciba el envío. Cuando vuelve,
dice—: Maldición.
Lo mismo dice Mae Metaclura cuando se detiene
junto a la ventanilla para contemplar cómo el donut
traslúcido se aleja girando hacia la obscuridad de la
cual vino. La tristeza hace que sus ojos resulten
todavía más rasgados.
El espacio se vuelve rápidamente solitario. No es
que tenga miedo —el espacio es demasiado familiar
para el miedo—, es sólo que tener compañía
resultaba agradable, incluso aunque tuviera la
sensación de ser un elefante viajando con un
mosquito...
442
Desde el observatorio, Michael Williams está
dirigiendo la mayor parte de mi atención hacia
delante. Canopus se encuentra a sólo trece años luz
de distancia, y quiere acumular tantos datos sobre
ella como sea posible.
—Cuanto más sepamos ahora —dice—, más fácil
será entonces. —Ya ha descubierto perturbaciones
en el giro de la estrella que sugieren la presencia de
planetas. Tendría que ser capaz de confirmar esto
antes de que pase mucho tiempo, pero por el
momento cualquier reflejo o emisión independiente
se halla enmascarado por lo que despide la misma
Canopus.
Williams me cuenta que su principal pena es que
no estará vivo cuando lleguemos ahí. Como el
científico instruido que es, bromea sardónicamente
diciendo que a Moisés al menos se le permitió ver la
tierra prometida con sus propios ojos... Conozco la
fórmula de la inmortalidad; podría dársela a las
efímeras..., pero no quiero hacerlo.
¿Resulta eso egoísta por mi parte?
¿Es, al menos, sabio?
¿Me importa?
Estoy trabajando en el interruptor del
estatocolector y su aurora, buscando entre la plata
las órdenes que le dan calor y forma.
Pasan años mientras localizo y pesco a los peces y
443
estudio los minúsculos parásitos que hay entre sus
escamas. Las costumbres son como los árboles. No
se puede ver crecer una, pero se fortalece en
gradaciones infinitesimales, haciendo más grueso
su tronco, hundiendo sus raíces más hondo y de
forma más amplia... Cuando es joven, se la puede
coger entre el pulgar y el índice; si se la ignora
durante medio millar de años, necesitas leñadores
para sacarla del suelo, y aun entonces las raíces se
aferran desesperadamente a la vida. Estas puertas
mías, las que llevan al núcleo... Podría haber dejado
que la gente pasara a través de las salas
hidropónicas, por lo menos, pero no, las mantengo
cerradas mucho tiempo después de que haya
desaparecido la necesidad de hacerlo, como una
burocracia con sus criptas de antiguos secretos.
De repente las llamas se han ido.
El interruptor de cerámica se estremece, se vuelve
borroso, se funde..., y un nuevo pez nada al interior
de mi red. Lo pongo sobre la mesa, injerto nuevas
órdenes en sus aletas con movimientos seguros y
rápidos, y después —con reluctancia— lo suelto.
No lo conectaré.
Todavía no.
No confío en las efímeras, y hasta que no lo haga
no les daré un planeta.
Afortunadamente, ellos piensan que la
444
maquinaria sigue averiada..., ¿por qué no? Nunca
han llegado a tener más datos al respecto. Además,
incluso después de ocho años, siguen estando
animados por el hecho de que Kinney fuera un
alienígena. Es como si el aire hubiese estado
contaminado durante siglos y mis plantas de
filtración sólo ahora hubiesen logrado absorber las
sustancias contaminantes.
Es un misterio cómo estaban enterados de quiénes
eran los seres del año 2600. Quizá la memoria racial
no es un mito..., porque eran conscientes de la
existencia de los violadores. Hice pruebas.
Fueron al mismo tiempo sencillas y muy
completas: les dije que se trataba de una
investigación sociológica, y que deberían sentarse
ante sus pantallas, uno por cada una, con puertas
cerradas separándoles de los demás para que
ningún participante hiciera que los demás
adquirieran prejuicios.
Entonces les pasé imágenes y pedí
identificaciones.
Los resultados fueron:
Edward Kingerly: 0,1 por ciento correcto.
La Torre Eiffel: 0,2 por ciento.
La Luna: 0,7 por ciento.
La Tierra: 18,9 por ciento.
El Sistema Solar: 19,1 por ciento.
445
La Mayflower. 22,3 por ciento.
La nave de Kinney: 44,8 por ciento.
Los alienígenas del año 2600: 98,3 por ciento.
¿Cómo? ¿Cómo podían saberlo? Admitido, sus
identificaciones no fueron del todo precisas —sólo
el 0,4 por ciento fue capaz de fijar la fecha dentro de
un intervalo de cien años—, pero algunas
respuestas típicas fueron: «Ellos nos atacaron hace
mucho tiempo», y: «Ellos nos odian», y:
«OHDIOS¿ESQUEHANVUELTO?».
53.489 efímeras pasaron por la prueba. 41.933
demostraron miedo o repugnancia ante la imagen
de los alienígenas. 23.727 demostraron reacciones
emocionales muy fuertes. A 8.990 hizo falta darles
sedantes. 12 murieron del shock. Nunca he oído a
dos efímeras hablar de ellos. Antes de la prueba, sólo
Kinney y Mansi habían visto imágenes de ellos en
mis pantallas.
Nadie ha pedido nunca una lectura de esa parte de
mi cuaderno de bitácora.
¿Cómo infiernos lo sabían?
Mae Metaclura despertó del todo cuando OC
murmuró su nombre. Se sentó en la cama, las
lanudas mantas color perla resbalaron por sus
pechos, y pestañeó para centrar la mirada.
—¿Ya es la hora? —preguntó en voz baja.
—Sí —contestó OC, su voz tan baja y suave como
446
la de ella—. Pero no estabas dormida, ¿verdad? Te
vi mirarme.
—No se te puede ocultar nada, ¿eh? —Hizo el
gesto de que iba a reírse, pero recordó a su esposo
dormido y miró con expresión de culpabilidad
hacia la cama de al lado. Mientras lo hacía, él se dio
la vuelta para tenderse de espaldas y empezó a
roncar. El ruido era como papel de lija para sus
nervios.
Quitó la baja gravedad de la cama, buscó a tientas
sus gafas en la mesilla de noche, y dio un pequeño
suspiro de alivio cuando las hubo suspendido de
sus orejas. Luego se pondría las lentes de contacto,
pero necesitaba las gafas para encontrarlas. Más
tarde, cuando hubo tapado el querido y arrugado
cuello de Bob con las mantas —e ignorado su
aliento con la práctica que da una cohabitación de
muchos años—, le dio una palmadita especial y un
beso. Era el cincuenta aniversario de su boda,
aunque ella habría apostado horas de trabajo a que
él no se acordaba. Salió del dormitorio andando
insegura de puntillas y sellando la puerta para que
no se escapara el aire frío de la hora de dormir.
Una vez en el cuarto de baño, se examinó
atentamente en el espejo. En general, una cara de
noventa y cinco años no cambia de la noche a la
mañana, pero le gustaba asegurarse de que no se le
447
había caído nada. Además, de todas formas la
mañana era el mejor momento para contemplarla:
los músculos estaban relajados, más capaces de
alisar la vieja piel que parecía crepé. Y sus obscuros
ojos asiáticos eran más límpidos y brillantes.
Después de lavarse, se puso un mono de un
delicado color gris que convertía su excesiva
delgadez en esbelta elegancia. Mientras se anudaba
al cuello un pañuelo blanco hueso y lo colocaba en
el ángulo correcto, preguntó:
—¿Cuál es mi horario, Orondo Capitán?
—Libre hasta las once de mañana, señora
Metaclura, momento en el cual debe presentarse en
la Central de Cocina del 191.
—¿Pero hoy no toca nada?
—Nada.
—Ya veo. —No admitiría ni tan siquiera ante ella
misma lo deprimente que resultaba tener que llenar
los días—. Haz reservas para que cenemos en el
Cygnus, sólo el señor Roseboro y yo... ¿Digamos
que para las ocho?
—Arreglado. Y, después, ¿quizás un espectáculo?
El nuevo musical de Mark Petroff se estrena esta
noche en la Sala Erídano.
Ella quitó la espuma de la pasta dentífrica de la
pileta. La porcelana estaba fría y resbaladiza.
—¿Cuánto valen las entradas?
448
—Ocho horas cada una.
—Santo cielo. —No hacía falta pedir su saldo
bancario..., ya lo conocía, hasta la última fracción de
hora..., pero quedaba tan poco...—. Mañana es día
de pago, ¿no?
—Sí.
—De acuerdo, saca las entradas..., y, cuando
despiertes al señor Roseboro, por favor, cuéntale los
planes de esta noche... Oh, Capitán...
—¿Sí?
—Por favor, no le digas qué día es hoy, ¿de
acuerdo?
—¿Tiene alguna razón por la cual no deba
enterarse de que hoy es el 18 de mayo de 3175?
—No me refiero a eso, y ya lo sabes.
La risita del altavoz reverberó en las losetas.
—Sí, lo sé. Me disculpo. Y no se lo diré. Con todo,
si pregunta específicamente si hoy es o no su
aniversario, ¿puedo decírselo?
—Sí —decidió ella, pensando: Ya sería feliz sólo con
que pudiera recordar que es más o menos por estas
fechas...—. ¿Qué hora es, Capitán?
—Las ocho cuarenta y cinco de la mañana.
Frunció el ceño al contemplar la silueta reflejada
en el espejo de cuerpo entero, preguntándose por
qué necesitaba sólo cinco horas de sueño. Bob era
afortunado..., su cuerpo se rebelaba claramente si
449
no roncaba durante nueve o diez horas. El suyo ni
tan siquiera quería bostezar hasta la una de la
madrugada..., ¿cuántas novelas podía leer en la
cama?
—¿Va a pasar algo bueno hoy?
—Me temo que nada que pueda resultarle
particularmente atractivo.
—Me conoces bien, ¿verdad?
—Sí —dijo él con cierta ironía—, la conozco. Quizá
mejor de lo que piensa.
—Bien. —Se alisó el cabello por última vez, salió
del cuarto de baño, y fue por el pasillo hacia la
puerta. La alfombra verde oliva ya casi no existía;
hora de comprar una nueva. Algo alegre. Naranja,
quizá, gruesa y mullida.
Cuando pasaba por el comedor se detuvo un
instante —podía hacerse el desayuno—, pero luego
siguió avanzando. Nunca tenía hambre hasta
última hora de la tarde, y pocas cosas la deprimían
más que comer con un estómago no interesado en
ello.
—¿Está Mike Williams en el Observatorio?
—¿Dónde si no?
Entonces le haría una visita. Delante de su puerta,
se deleitó con el potente aroma de la madreselva,
mientras se acostumbraba al aire más cálido. A ella
y a Bob les gustaba tener la habitación a 18 o 15
450
grados por noche. Un colibrí toleró su presencia,
pero estaba esperando a que se fuera.
—De acuerdo —dijo. El pozo se encontraba a
cincuenta metros de distancia, dos saltos para
quienes tuvieran esa energía. Sus pies siguieron
pegados a la cubierta. Saludando con la cabeza a un
chico que pasaba dando saltos de canguro, se
detuvo en el Pasillo Sur para charlar con Sue Cole,
que estaba saliendo de trabajar en la factoría de
sándalo. No había mucha gente visible; el 191 estaba
poco poblado, la mayoría gente de edad cuyos
jóvenes se habían trasladado a otros niveles. Sue
estaba cansada, así que no tardaron en despedirse.
Después de echarle una mirada por la ventana a los
rompientes espumosos del Parque 181 Arrrecife
Hawaiano, entró en el familiar pero aun así extraño
abrazo del pozo y murmuró—: Observatorio, por
favor.
Apareció en lo alto con un siseo de aire. Treinta
segundos, y ni tan siquiera se le había revuelto el
cabello. Resultaba muy agradable que no hubiera
resistencia del viento.
Como de costumbre, Williams estaba inclinado
sobre una pantalla dividida en veinte sectores. Sus
azules ojos saltaban como pulgas locas de una
subsección a otra, comparando, contrastando y
buscando alguna novedad.
451
—Buenos días, Mike —dijo, mientras la gruesa
puerta se deslizaba hasta cerrarse.
—¿Eh? —Se irguió, las manos en la curvatura de
su espalda para aliviar un poco la rigidez. Tenía los
globos oculares inyectados en sangre, hinchados y
con círculos negros bajo ellos. Cenizas y trocitos de
papel volvían todavía más grises los bordes de su
barba, que le llegaba hasta el ombligo—. Oh, tía
Mae, hola.
Mientras le ofrecía su mejilla para que la besara,
inspeccionó el Observatorio. Los papeles crujían
bajo sus pies. Tazas de café medio vacías estaban
melancólicamente olvidadas en cada superficie
disponible, intercambiando historias de abandono
con ceniceros desbordantes y platos con restos de
comida mohosa.
—Michael, esto es suficiente para darle una mala
reputación a la ciencia.
—¿El qué?
Cuando pasó el dedo por un escritorio notó
partículas de mugre por entre el polvo.
—Esta habitación es un desastre.
Él se volvió lentamente, recorriéndola con la
mirada. Cuando hubo trazado un lento arco de 360
grados preguntó:
—¿Por qué?
—No hay esperanza, no hay esperanza. —Riendo,
452
le dio una palmada en la mejilla—. Ve a limpiarte
un poco; yo me encargaré de dejar el lugar listo para
que lo habiten seres humanos.
Bajo las delgadas cejas del hombre ardió una luz
alarmada, como bengalas pidiendo auxilio en las
profundidades del océano.
—No tires ningún papel.
—No lo haré. —Ya estaba subiéndose las mangas
y quitándose los anillos de los dedos—. Me limitaré
a ponerlos en pilas.
—Gracias. —Fue con paso vacilante hacia el
cuarto de baño, y muy pronto se oyó el siseo del
agua al correr.
Encontrar un sitio por el cual empezar fue duro.
Primero fue de un lado a otro recogiendo ceniceros
y parándose un instante para pedirle a OC una
bolsa en la cual tirar las colillas, después echó los
platos sucios por la unidad eliminadora, y luego
hizo montones con los papeles, ¡pero la habitación
seguía estando hecha un lío!
—Orondo Capitán, ¿qué color solía tener esta
alfombra?
—Amarillo.
—Bueno, pues ahora es gris. ¿Cuánto tiempo te
haría falta para que una cuadrilla de limpieza
entrara aquí y volviera a salir? Mecánica, no
humana.
453
—Veinte minutos. Costará seis horas.
—Hazlo. Yo lo pagaré. Y haz algo con el aire
también; aquí dentro está tan mohoso como el de
una cripta.
Los servos entraron en el observatorio como un
enjambre de langostas de aluminio. La sala tembló
con el zumbido de los motores y los aparatos de
limpieza y se llenó de polvo perturbado. Williams
salió a la carga del cuarto de baño antes de que
hubieran hecho ni la mitad del trabajo.
—¡Eh! —gritó—. ¿Qué está pasando? —Con una
toalla alrededor de los hombros, se secaba el interior
del oído derecho con una de las esquinas—.
Cubitos, te dije...
—Los ha pedido tu tía.
—¡Tía Mae!
—Cálmate, Michael, se irán dentro de un minuto.
Cámbiate de ropa. Parece que hayas dormido con
ésas puestas.
—Varias veces —confesó él con una sonrisa algo
reluctante. Se retiró, gruñendo, medio en broma
medio en serio. Cuando apareció de nuevo, vestido
con una túnica amarillo canario y unos pantalones
azul obscuro, los servos ya se habían retirado—. Sí,
bueno, tengo que admitirlo, está más ordenado...,
pero, ¿por qué sólo los parientes femeninos se
preocupan de la limpieza y la pulcritud?
454
—Son los instintos maternales, Mike. —Le guiñó
un ojo—. Te queremos muchísimo y no queremos
que te ahogues en un charco de cenizas.
—Gracias. —Sonriendo, tomó asiento en el borde
de una mesa, hizo bailar sus piernas hacia atrás y
hacia delante—. Bien, ¿qué te trae aquí arriba?
—El aburrimiento, supongo. —Se encogió de
hombros—. ¿Cómo están Julia y los niños?
—Estupendos, estupendos... Mak es tan alto como
yo; Tracy es un poco huraña, ya sabes cómo son las
chicas a los doce años, pero Julia los tiene
controlados... No les veo mucho...
—Eso he oído comentar. —El fruncimiento de su
ceño era casi como el de un fiscal en un juicio—.
¿Cuándo saliste por última vez de este sitio? —
Olisqueó el aire; de los ventiladores brotaba el
pungente olor de los pinos. El gesto que hizo con la
cabeza iba dirigido a OC.
—Eh... —Agitó la mano en vagos círculos, como
removiendo su memoria para que la fecha subiera a
la superficie. El gesto no tuvo éxito—. ¿Cuánto
tiempo ha pasado, Cubo de Hielo?
—Dieciocho días, señor Williams.
—¡Michael! —El buen humor la abandonó de
golpe. Fue hacia él, sacudió un dedo—. Tus niños te
necesitan..., está mal ignorarles, ¿no te das cuenta de
eso?
455
—Sí, claro, pero estoy tan ocupado... —Suspiró, y
su cansancio era real—. Bueno, llegaremos a
Canopus dentro de ciento veinticinco años. Hay
tanto que hacer antes de eso... —Extendió sus
manos hacia ella en un gesto desesperanzado—.
Sólo con los datos astronómicos...
—¿No se encarga de eso el Orondo Capitán?
—De la mayor parte sí, pero... Maldita sea, Mae —
dijo, repentinamente irritado—, ¡no está bien que
sepamos menos de lo que sabe una máquina!
Dependemos tanto de ella... ¿Qué haríamos si se
estropeara?
—Soy capaz de autorrepararme, señor Williams —
exclamó el ordenador.
—Ya lo sé, Cubo de Hielo, pero, ¿y si un meteoro
diese en tu centro de programas, eh? Cuando sólo
están dañados tus periféricos eres capaz de
autorrepararte, pero si tu estructura principal se
avería...
—Debo admitir que en eso tiene razón, señor.
Se volvió hacia su tía.
—El otro problema es que ni tan siquiera podemos
hacer investigaciones decentes hasta que sepamos
de qué hablamos... Me he pasado los últimos
cuarenta años aquí arriba, Mae, y sólo ahora estoy
empezando a plantearme preguntas que no haya
respondido alguien de la Tierra hace seiscientos
456
años..., y queda tan poco tiempo...
—Da la impresión de que necesitas ayuda —dijo
ella, siempre práctica.
—Claro... Pero, ¿quién me la va a dar? —Empezó
a recorrer a grandes zancadas la habitación,
arrastrando sus sandalias sobre la alfombra—. No
soy el único que necesita ayuda... Mira, dentro de
ciento veinticinco años estaremos aterrizando en
uno de los planetas de Canopus y... Cubo de Hielo,
maldita sea, tiene planetas, montones de ellos, al
menos veinte en la zona habitable...
—Mis hallazgos no contradicen sus conclusiones
—dijo secamente el ordenador.
—Confía en mí..., sé que están allí. Y, cuando
descubramos uno que nos convenga... ¿Captas la
cantidad de habilidades distintas que vamos a
necesitar? ¡La mitad se encuentran casi extinguidas!
Carpintería, oceanografía..., ¡incluso la
meteorología! En la Mayflower nadie ha pensado ni
tan siquiera en el tiempo salvo dentro de un parque,
pero dentro de ciento veinticinco años
necesitaremos aprender las pautas de un clima
totalmente extraño... Zoología, botánica,
entomología..., ¿y si ahí hay gente? Cubo de Hielo...
—golpeó con la punta de una uña el altavoz mural;
su sonido era metálico y hueco—, ¿estás
programado para determinar si las formas de vida
457
nativas son inteligentes?
—Si utilizan herramientas, son inteligentes.
—¿Y si no las utilizan?
—Bueno..., sería incapaz de responder a eso.
Williams bajó su dedo en un ademán triunfante.
—¡Ves! Otra ciencia que necesitamos...,
¡sapiología! Al igual que lingüística, diplomacia...
¿Dónde vamos a conseguir a la gente para todo eso?
—Tendremos que entrenarles —dijo Metaclura.
—¿A quiénes te refieres con eso de «tendremos»?
¿Cuándo empezamos? —Se dejó caer en una silla y
extendió las piernas. Con expresión lúgubre,
contemplándose el vello de los pies, respondió a sus
propias preguntas—. Tenemos que empezar ahora.
Entrenar a gente que pueda enseñar a la siguiente
generación, la generación que aterrizará, las cosas
que necesitan saber. Pero, ¿dónde los podemos
encontrar?
—Michael, querido... —Alargó la mano y la posó
sobre su hombro. El tejido amarillo era delgado y
resbaladizo; bajo él había un duro nudo—. Llevas
demasiado tiempo con la cabeza metida en las
estrellas..., debería ser la simplicidad misma.
¿Orondo Capitán?
—¿Sí, señora Metaclura?
—Estoy segura de que puedes realizar
continuamente pruebas de aptitud; ¿podrías
458
decirnos quiénes son los más cualificados para
convertirse en estudiantes y luego en profesores
dentro de las especialidades que ha mencionado
Mike?
—¿Cuántos nombres en cada categoría?
—¿Los veinte mejores?
—¿En pantalla o impreso?
—Creo que impreso. —Le sonrió a su sobrino
mientras la impresora más cercana empezaba a
repiquetear locamente—, ¿Ves, Michael?
—¿Por qué no he pensado yo en eso? —Se encogió
de hombros—. Pero, ¿cómo vas a conseguir que
inviertan su tiempo en este asunto?
—Si a estas alturas todavía no te has dado cuenta
de que la mayor parte de los pasajeros están
muertos de aburrimiento...
—¿Lo están?
—Confía en mí. —Arrancó los dos primeros
metros de listado, los examinó rápidamente—. De
hecho, estoy tan aburrida que voy a empezar a
reunir a toda esta gente... Capitán, por favor,
transfiéreme de mi puesto como Cocinera en la
Central de Cocina del 191 al de Reclutadora del
Programa Especial de Entrenamiento para el
Aterrizaje Planetario.
—Hecho. La paga va de uno coma cinco a tres
coma cinco horas. No hay techo a las horas de
459
trabajo permisibles. Sin deducciones. Que lo
disfrute.
—Gracias. —Besó a su sobrino en la mejilla y fue
hacia la puerta—. Y, Mike, ahora manten el lugar
limpio..., no asustes a tus estudiantes.
—De acuerdo. —Con una sonrisa, agitó su mano
en una rápida despedida.
La lista que había en su mano parecía tan seca, tan
aburrida... Fue saltando distraídamente de una
disciplina a otra, y acabó decidiéndose por
«Diplomacia» como aquella con la cual empezaría a
reclutar. La lista estaba encabezada por el nombre
de Simone Radawicz Tracer, 232‐SO‐A‐10.
Justo en este cuadrante.
—Dos treinta y dos —le dijo al pozo, y apenas
hubo entrado en él ya estaba saliendo del conducto,
o eso le pareció. Cuando estuvo ante la ventana alzó
los ojos hacia el suelo del Parque 221 Jungla
Hawaiana.
En este pasillo, la gente mantenía sus jardines bien
podados y libres de hierbajos. Pero todo ese mirto y
yedra resultan poco imaginativos, pensó. A medio
camino del A‐10 sintió un cosquilleo: su aliento era
más rápido y tenso de lo que debería ser. Miró a su
alrededor. Una presencia muy familiar parecía estar
cerca.
—¿Ralph? —murmuró, pero, naturalmente, no
460
hubo respuesta alguna.
La presencia se hizo más fuerte ante la puerta de
la Tracer. Alzó su pulgar hacia el timbre con cierta
vacilación. Era tan familiar..., y, con todo, tan
imposible, porque él se había ido, ella le había visto
alejarse girando...
Una delgada dama que tendría unos sesenta años
abrió la puerta.
—¿Sí?
—¿Qué tal? Soy Mae Metaclura. Estoy buscando a
Simone Radawicz...
—Sim está en su dormitorio. —Retrocedió un paso
hacia la salita estilo japonés con esterillas tatami
trenzadas y señaló un pasillo hacia la derecha de
Mae—. Vaya por ahí, la segunda puerta a la
izquierda.
—Gracias. —Cautelosamente, temiendo que sus
zapatos pudieran ensuciar el suelo de paja
entretejida, caminó por el pasillo. Un perro de vello
dorado con unos líquidos ojos marrones pidió ser
rascado. Después, apretó el interruptor de la puerta
y echó un vistazo al interior.
Una chica de quince años yacía sobre una enorme
cama de aire, enroscada en una posición fetal. Tenía
el rostro enrojecido; su cabellera rubia, empapada
de sudor, se le pegaba a las mejillas. Metaclura fue
hacia ella, no muy segura de qué hacer, y carraspeó.
461
Cuando eso no consiguió ninguna respuesta, dijo:
—¿Simone?
Los párpados se abrieron de golpe, revelando
unos ojos azules. La chica dijo:
—Ohdiosmío, gracias. Estaba teniendo otro de
esos sueños. —Se estremeció—. Son tan
arrogantes..., y tan..., tan..., desagradables.
—¿Oh? —Aunque dudando un poco de la lista de
OC al ver ahora que la persona más adecuada para
la Diplomacia parecía un tanto rara, le explicó por
qué había venido.
Tracer, deleitada y excitada, accedió
fervorosamente a unirse al programa.
Metaclura se retiró con una falsa sonrisa,
prohibiéndose el fruncimiento de ceño que no
apareció hasta haber llegado al pozo. Está
mentalmente perturbada.
Pero la depresión desapareció nada más entrar en
la suite donde vivía. Ahí, sobre la mesita de café de
plexiglás, bien visible, se alzaba un paquete
esplendorosamente envuelto. En la tarjeta unida a
él se leía: «Feliz Aniversario, Mae; Con Todo mi
Amor, Bob».
Sonriendo y negándose a tener que admitir la
neblina que había en sus párpados y sintiendo un
cálido resplandor por todo su cuerpo, fue corriendo
hacia el paquete para abrirlo.
462
El 15 de agosto de 3205 Mae Metaclura murió,
como deben hacerlo todas las efímeras hasta que
hayan madurado lo suficiente como para manejar la
inmortalidad. La fórmula está encerrada en los
archivos, probablemente para no ser tocada nunca,
porque la generación que consiga la madurez no
puede ser ayudada por ella. Sólo sus hijos por nacer
se beneficiarán. Por supuesto, imagino que los que
primero aterricen en el planeta de Canopus, si es
que lo hay, deberán enterarse de que la fórmula
existe...
Ahora que Mae está muerta, Michael Williams se
ha empezado a encargar del programa de
reclutamiento. Tiene noventa años y aparenta su
edad. Una buena noche de sueño le haría parecer
años más joven. Todos los que le aprecian y se
preocupan por él le han estado apremiando a que
no se exija tanto, a que descanse más..., pero él no
les escucha. Es tozudo. Es Atlas con el peso del
mundo sobre sus hombros, y no se ve por ahí a
ningún Hércules que pueda darle un ratito para que
se tome un café.
Sus ojos son cuentas resecas de color turquesa
profundamente hundidas en pliegues de piel
obscura que recuerda el papel. Está encorvado, y
avanza despacio y torpemente, arrastrando los pies.
463
La artritis rechina en sus articulaciones, pero no está
dispuesto a pasar por los tres meses del tratamiento.
Afirma no tener tiempo para ello.
Está arruinando su salud. No vivirá más allá de su
cumpleaños número cien, si continúa a este ritmo.
Pero es su vida y, si quiere acabar así con ella... Ya
no interfiero en sus existencias.
Por lo menos ha dejado bien establecido el
programa. Tras identificar 982 subdisciplinas
necesarias para el éxito de la colonización, ha
enrolado a cinco o más estudiantes en cada una.
Instruirán a la generación del aterrizaje.
Supongo que podría decirle que estoy
programado para hacer todo el trabajo de
colonización, desde la localización del planeta hasta
las pruebas de xenobiología, pasando por la
dirección de los cultivos..., pero creo que no lo haré.
Si pudiera cambiar los programas, no aterrizaría.
Un viaje a través del sistema de Canopus, sin
embargo, resultará imperativo... Por muy fuerte
que sea el campo de plata, no es capaz de hacer
moverse al ojo.
He intentado todo lo imaginable: bloquear su
campo visual, atacar sus programas, incitar una
metamorfosis..., pero soy como un niño golpeando
a la Esfinge.
Así pues, vamos hacia Canopus, hacia la estrella a
464
nueve años luz de distancia que cuelga en las
pantallas como un balón de playa anaranjado.
Williams se ha visto vindicado: las perturbaciones
de sus giros coinciden con discretas fuentes
puntuales de radiación electromagnética..., lo cual
quiere decir que tiene planetas. Dado su tamaño,
debe haber unos cuantos que se encuentren dentro
de la distancia donde puede existir vida.
Mientras tanto, él todavía tiene que sucumbir a
sus enfermedades y a su fatiga... Cada mañana se
levanta más despacio; cada noche se queda
dormido con un suspiro más hondo; las horas de su
día pasan cada vez más dolorosamente; y, con
todo..., no piensa ceder.
Su programa de entrenamiento funciona igual que
un giroscopio, sin ni tan siquiera una oscilación que
perturbe su precisión.
Sus observaciones astronómicas continúan cada
vez que tiene tiempo para ellas.
Intento no dárselo.
—Señor Williams.
—¿Qué pasa, Cubitos? —Se aparta de la pantalla.
Durante un instante, visible incluso a través de su
nevada barba, la agonía devasta sus rasgos. No
deseando que se vea la execrable forma física en que
se halla, sin embargo, obliga a sus contorsionados
músculos a que adopten una expresión impasible.
465
—Tengo que sustituir un soporte en la cámara que
acaba de pedir. ¿Por qué no duerme cuarenta
minutos mientras lo hago?
—¿Eres un ordenador o una madre? —me
pregunta con cansancio.
—Algunas veces yo mismo me lo pregunto.
Descanse. Cierre los ojos, al menos.
Se los frota con sus nudosas manos, y consiente en
hacerlo.
—Pero sólo diez minutos, no más... ¿Prometido?
No quiero hacerlo porque necesita dormir más
que eso y yo soy de quienes mantienen su palabra,
pero no se relajará hasta que no dé mi acuerdo.
—Ciertamente, señor Williams. Diez minutos.
Uno de estos días le soltaré gas anestesiante, le
tendré sometido a él durante una semana, y cuando
despierte le diré que sólo ha estado durmiendo diez
minutos...
—9sep3225 —dice Pro‐yo—, comprueba esto.
A un año y medio luz detrás de nosotros, un
transmisor de radio bombea su parloteo a través del
vacío. No podemos centrar nuestras cámaras sobre
él porque no refleja luz alguna en nuestra
dirección..., pero transmisiones similares han
estado llegando ya desde hace tres meses, y Pro‐yo
cree haber descubierto su fuente.
—Más que eso —protesta—. La fuente se está
466
aproximando; está acortando la distancia que hay
entre nosotros.
—Lanza un torpedo bengala con un detonador de
proximidad.
—De acuerdo.
Cuando el desconocido entre en el radio que
activa el detonador, el torpedo hará explosión en
una bola de luz cegadora pero inofensiva. Si
nuestras fotocámaras están preparadas, tendré
cierta idea de cuál es su aspecto. Me pregunto
cuánto tiempo hará falta. —3feb323O —dice Pro‐
yo—. Observatorio; sujeto, Michael Williams; hay
una UMM en el lugar.
Las entradas de datos se mueven y alteran igual
que en un caleidoscopio; un instante más tarde
estoy mirando hacia la manchada alfombra del
Observatorio. Williams está tendido sobre ella
como un fardo ceniciento, tosiendo.
Por encima de sus estridentes pero casi inaudibles
protestas, la UMM le alza, sacudiéndose y
contorsionándose, para llevarle a la Enfermería más
próxima. —No —grazna—, ¡mi trabajo! ¡No! No...
Ha vivido quince años más de lo esperado, pero no
sobrevivirá otros cuatro meses sin descanso.
La UMM desliza su camilla dentro de la
Enfermería; cierran la puerta y clausuran las
escotillas para que no pueda escapar. Lo haría, de
467
serle posible... Frágil y debilitado como está, aún
intenta apartar las agujas que se le acercan,
rodeándole. Fracasa, por supuesto.
No pienso darle ninguna elección: es demasiado
valioso para morir. Sus hijos y su esposa han
firmado todos los papeles necesarios; Central
Médica puede hacer lo que debe hacerse.
Ah, finalmente ha aceptado la inconsciencia. Las
agujas se desprenden de sus brazos y sus piernas
como los pinchos de un puercoespín; sus tubos se
introducen en recipientes de líquido alimenticio.
Está bajo sedantes y bajo sedantes seguirá..., al
menos hasta que haya curado su artritis, bajado su
presión sanguínea e instalado unos cuantos órganos
artificiales.
Podría haberte hecho inmortal, Michael. Podría
haberte depositado ya en tus planetas de Canopus.
Pero no lo hice. Ni tan siquiera sabes que eso era
posible. Y nunca lo sabrás.
No es nada personal.
Es sólo que todavía no logro decidir si vosotras,
las efímeras, sois dignas de ninguna de las dos
cosas...
—Despierta —grita Pro‐yo—, 10ene3233; cámaras
de popa; ¡luz!
El desconocido ha activado el detonador de
proximidad en el torpedo bengala hace 304 días;
468
ahora su imagen está llegando a nosotros. Su
espectro no encaja con nada de lo que hay en mis
bancos.
Grande, viejo y asimétrico, tiene una superficie
rugosa y desigual, color óxido, y forma roma.
Parece tener casi quince kilómetros de diámetro.
Los bancos no tienen almacenada ninguna imagen
que guarde relación con él.
En mi opinión es amistoso o, por lo menos, no es
hostil. Su velocidad es aproximadamente 0,2 la de
la luz; si no cambia de curso, nos alcanzará en siete
años. Es una pena que no pueda ser Ralph Kinney.
Me pregunto si podrían hablarnos de Canopus...
Algunas de las efímeras no quieren aterrizar allí;
sugieren que tal vez fuera mejor quedarse a bordo.
Quien lo dice con voz más alta es Stella Holier, una
diseñadora de modas de treinta y cinco años con
coletas rubias, grandes ojos castaños que le engañan
a uno haciéndole pensar que tiene la cabeza hueca,
y una figura corpulenta y carente de gracia
hábilmente disfrazada mediante túnicas y trajes
holgados.
Su argumento es la simplicidad encarnada: —
Escuchad —está diciéndole a un grupo reunido
entre los monstruosos troncos del Parque 261
Bosque de Sequoias—, ¿qué objeto tiene el salir?
Aquí tenemos una vida estupenda, todo cuanto
469
necesitamos o queremos, control del clima,
montones de espacio vital, el mejor equipo
suministrador de información disponible..., ¿por
qué marcharnos?
Las cabezas que la escuchan asienten. Todos han
nacido y han sido educados a bordo de la nave,
como sus padres y sus abuelos y quince o dieciséis
generaciones de tatarabuelos... La vida sin paredes
y suelos y techos podría confundirles, la naturaleza
les aterraría. Ni tan siquiera visitan el Parque 1
Nueva Inglaterra en invierno...
Los científicos sociales de la Tierra solían insistir
en que el Hombre acabaría conquistando la galaxia
debido a su adaptabilidad: jungla o tundra, valle o
picacho, una isla o tierra adentro, en todos esos
lugares ha vivido. Frío, calor, humedad,
sequedad..., molestias que con el tiempo se
convierten en normas.
Ninguno de ellos —o eso afirman los bancos de
datos— se paró jamás a pensar en lo bien que el
Hombre se adaptaría a la Mayflower. Mil años de
seguridad frente a los caprichosos elementos
pueden deformar las mentes de las personas,
convencerles de que serían estúpidas si se fueran.
Los pasajeros originales eran descontentos, gente
ansiosa de escapar a una situación que prometía
empeorar de forma progresiva. Algunos mantenían
470
opiniones impopulares; algunos ejecutaban tareas
poco convencionales; muchos odiaban el que se les
forzara a la ortodoxia.
¿Cuántos descontentos viajan ahora dentro de mí?
Stella Holier es probablemente lo más cercano que
hay a eso...
«Por la mayor gloria de la Tierra» no es capaz de
conmover ni a uno de ellos..., ninguno conoce la
Tierra; incluso los historiadores mantienen visiones
tristemente distorsionadas de ella..., nadie le debe
lealtad a la Tierra; es seguro que ninguno de los que
aterricen reclamará el planeta para nuestro mundo
natal..., nadie se preocupa de la Tierra, y, ¿por qué
deberían hacerlo?
En cuanto al impulso explorador..., la mayor parte
ni tan siquiera han explorado los otros niveles de la
nave.
Oh, unos cuantos están muy excitados: Michael
Williams, que dirige su investigación desde la cama
y que, de mala gana, le ha cedido la administración
del programa de entrenamiento a Simone Tracer, la
misma Simone, el joven Gregor Cereus y algunos de
sus compañeros de clase..., ¡pero son tan pocos!
Tal y como son ahora las instrucciones debo hacer
que aterricen, pero, para sacarles de la nave, quizá
deba crear descontento. Una explosión demográfica
podría servir... Si todas las mujeres fértiles
471
quedaran embarazadas una vez tras otra durante
los siguientes sesenta y cinco años, la nave se
convertiría en un lugar repleto de gente y ruidos...,
y, tras haber sido obligadas a llevar en su seno a
doce o trece hijos, es seguro que cualquier mujer
anhelaría huir de mí...
Igualmente efectiva podría ser la opresión
sistemática. Si pudiera descubrir algo en lo cual
crean la mayoría de los pasajeros (cosa que estoy
seguro que sería difícil; no creen en nada de nada),
podría prohibirles que creyeran en ello o que lo
practicaran...
¡Ahí hay una idea! Cuando faltaran cinco años
para llegar a un planeta que pareciera habitable,
podría prohibirles a las efímeras que copularan..., y,
si desobedecían, podría gasearlas, o mandar a los
servos que arrojaran agua fría sobre ellas, o emitir
sus juegos sexuales por toda la nave...
Eso las convencería para que desembarcaran.
—1ene3238 —dice solemnemente Pro‐yo—.
Michael Williams acaba de morir.
Las cintas le muestran sucumbiendo a
regañadientes, tal y como había aceptado todas las
otras derrotas a las que se enfrentó. El velatorio es
muy concurrido, teniéndolo todo en cuenta: a bordo
hay muchos que discrepaban de sus opiniones, pero
eran pocos los que no le respetaban.
472
Pobre Michael. Deseaba tan ardientemente vivir
hasta el aterrizaje. Podría haberle mantenido con
vida si les hubiera concedido la inmortalidad a sus
padres..., pero entonces tendría que haber hecho
inmortales a todas las demás efímeras..., y eso
habría llevado a...
¡Exceso intolerable de población!
¡Aburrimiento final!
¡Probable deseo de abandonar la nave!
Es hora de empezar a tratar sus genes...
Simone Tracer se revuelve en su cama, medio
dormida y medio despierta, desgarrada por sueños
de la noche y el día, el odio y el amor. Ha envejecido
con gracia. Setenta y nueve años no pesan
demasiado sobre su cuerpo y ni lo más mínimo
sobre su mente.
—Señorita Tracer —digo, haciéndome oír por
entre sus gemidos guturales.
Da un respingo y se yergue en la cama igual que
un muñeco de resorte, sus ojos abriéndose de golpe
y la boca muy abierta. Su mano frota la base de su
garganta.
—Dios mío —murmura, aún en otra parte—. ¡Dios
mío!
—¿Qué pasa, señorita Tracer?
—Alienígenas... Estaba saliendo de mi cuerpo,
473
suspendida sobre él, mirando hacia abajo..., el
cuerpo estaba tendido en la cama, mi cabeza
ladeada hacia la derecha, mientras que mi cabello se
extendía hacia la izquierda..., y después me
encontré mirándome y viendo cómo me miraba, y
mi segundo yo era... No un cuerpo, realmente, sino
sólo una forma traslúcida... Después, uno de ellos
estaba en esa nave, una nave alienígena, y mi otro
yo estaba en otra nave alienígena, y en una me veían
y hablaban conmigo y en la otra no me veían, no
estaba ahí para ellos, se limitaban a seguir con sus
cosas y llegaban a pasar a través de mí... —Se
estremece y se rodea el cuerpo con los brazos. Sus
ojos se cierran para el mundo.
—Hábleme de ellos —le pido.
—Los que me veían... —su voz es muy suave; su
sonrisa, real—, ¡eran tan agradables! Me
preguntaron todo lo posible respecto a mí, y a
nosotros, y adonde íbamos y todo eso... Me sentí
bastante ridicula porque cuanto podía decir era
«Canopus», pero ellos no la llaman así, por
supuesto, y en toda mi vida no he mirado un mapa
estelar, así que era incapaz de explicarles dónde está
o a qué se parece... Pero, de todas formas, fueron
muy agradables. Dijeron haber visto a nuestra
especie moviéndose por el espacio, querían saber
por qué íbamos tan despacio cuando los demás
474
tenían el Impulsor MRL, y yo les expliqué eso, y se
ofrecieron a darnos los planos para él...
—¿Aceptó? —Resultaría bastante incómodo y
difícil explicar que ya poseo unos planos similares.
—Naturalmente, pero... —Frunce el ceño y se
muerde el labio mientras busca en su memoria.
Después, su frente se despeja; agita la cabeza,
haciendo volar su cabello—. Oh, ya lo sé..., tendrían
que..., esto..., usarme de médium para poner los
datos dentro de ti, pero las líneas de transmisión o
lo que fuera estaban todas enturbiadas..., debido a
los otros alienígenas, los que no podían verme.
Dijeron que, cuando se abran las líneas, debería ir a
ellos, y entonces hablarían directamente contigo a
través de mí... Les pregunté —y lanza una risita ante
el recuerdo—, por qué no se limitaban a mandarnos
los planos por radio, pero dijeron que se
encontraban a cincuenta años luz de distancia y
alejándose.
—¿Cómo llegó hasta ellos?
—Eso es más bien complicado... Ni yo misma lo
comprendo demasiado bien. Dijeron que yo
resonaba en una frecuencia que es exactamente la
misma que la de uno de sus tripulantes, así que... —
Se encoge de hombros, confusa—. Supongo que la
otra nave no tenía a nadie con mi frecuencia.
—Hábleme de esos otros.
475
Se enrosca, convirtiendo su cuerpo en una bola
todavía más apretada.
—Tenían cuatro piernas y dos manos. No sé,
Cubielo, sencillamente sentí que eran... malignos,
supongo. Como ellos. Desagradables, como
viscosos. Estar allí me hacía sentir sucia... Salí tan
pronto como pude.
¿Cuatro piernas? ¿Dos brazos? ¿Malignos?
—Si entra en contacto con ellos de nuevo,
hágamelo saber —le digo con voz tensa—. No son
amigos nuestros.
—Chico, eso está claro.
Así que me dedico a observar a los que se acercan
por mi popa. Están cerca; no pueden ser aquellos a
los que admira la Tracer. ¿Podrían ser los otros?
Observar.
Esperar.
Contener el aliento.
Su casco llega a la altura del nuestro el 9 de
septiembre de 3240 y se adelantan un poco. La
iridiscencia naranja y azul de sus motores de
posición queda atrapada entre nosotros: magia
visual reflejada hacia atrás y hacia delante.
Los examino atentamente. Algo en la nave..., una
sensación de ya visto, pero mi memoria es
electrónica, no orgánica, y la he examinado una
docena de veces sin encontrar nada que se parezca
476
a...
Oh. Dios. Mío.
Ahora la nave está girando sobre su eje, y su lado
más alejado aparece a la vista, enormemente
distinto de su lado más próximo. Es...
...idéntico en todos sus aspectos al lado de una
nave que vi por última vez el mes de enero de 2600.
También lo es su espectro, cuando apagan uno de
sus motores.
Stella Holier estaba sentada ante la pantalla de su
dormitorio, viendo cómo OC convertía su clara voz
de contralto en brillantes letras verdes. Escribir era
una tortura porque la silla, de respaldo recto y sin
brazos, había sido seleccionada por su valor
ornamental. Retorciéndose en ella, se prometió no
poner nunca más la imagen pública por encima de
la comodidad privada.
E, incluso mientras hacía tal promesa, supo que la
decisión era una excusa para pensar en todo lo que
no fuera el ensayo. Pretendía convencer a los
pasajeros de que se quedaran a bordo y no
aterrizaran sin importar qué clase de planetas
orbitaran Canopus. Quería un ensayo meditado y
bien organizado para que resultara atractivo a los
más fríos de mente, pero también fervoroso, que
agitara el corazón y levantara el ánimo, porque no
todo el mundo poseía el hielo necesario para
477
reconocer la lógica cuando ésta le abofeteaba la cara.
Era más difícil de lo que había esperado; dos horas
de morderse las uñas sólo habían producido dos
frases: «La historia del hombre constituye los anales
de su búsqueda de la comodidad. La Mayflower es
el ambiente más cómodo que ha concebido hasta la
fecha». Escribir era peor que el estreñimiento, otro
estado familiar. Ya estaba preguntándose si no
debería haber seguido limitándose al diseño de
trajes.
Las ideas oscilaban dentro de su cabeza, sin
arriesgarse en ningún momento a llegar cerca de la
boca. Daban vueltas y rebotaban y, sin saber cómo,
se quedaban a parsecs enteros de cualquier parte de
su intelecto que pudiera traducirlas en palabras.
Hasta ahora eran tan sólo sentimientos; corazonadas
que la hacían sentirse en el buen camino...
Enfermedades. Ése sería un buen argumento..., la
gente siempre temía la enfermedad. No había más
que fijarse en su primo Willie: si empezaba a
moquearle la nariz, se presentaba en la Enfermería.
Eso le permitió decir:
—La Mayflower es también un conjunto sellado
impenetrable a las infecciones externas; su equipo
mantiene a los pasajeros casi libres de
enfermedades. Sin embargo, si se hiciera un
aterrizaje, estaríamos obligados a correr el riesgo
478
de...
Las alarmas cortaron su frase a la mitad. La que
había en la pared, a menos de dos metros de
distancia, aullaba con la furia de un lobo
encadenado. Se levantó de un salto con un chillido
sobresaltado, las manos sobre las orejas. Eso
ayudaba, pero su corazón seguía latiendo
desbocado y su aliento era un rápido y ronco jadeo.
Tenía que calmarse antes de que se atreviera a hacer
ningún movimiento.
Recordando los ejercicios de yoga enseñados por
la Escuela de Humanidades, empezó uno y se
destapó las orejas. Entonces el estruendo se abrió
paso hasta su cerebro. La presión aumentó detrás de
sus globos oculares. Los dolores de cabeza se
agitaron y gruñeron. Tuvo que parar, bloquear el
sonido y respirar controladamente durante un
tiempo más.
Por fin, el clamor cesó. Sus delgadas manos
cayeron a los lados y se balancearon inútilmente.
Sus ojos recorrieron velozmente la habitación; sus
oídos sondearon el espeso silencio buscando
sonidos en el pasillo.
—Atención, por favor. Aquí el Ordenador Central
hablando. Vamos a ser abordados por alienígenas
idénticos a los de 2600. Todos los pasajeros deben ir
a la escotilla de su nivel. Se les entregarán armas a
479
quienes se sientan capaces de utilizarlas
adecuadamente. Es concebible que la resistencia
armada... —la voz calló por un instante y luego
volvió para decir—. La señorita Simone Tracer
desea dirigirse a ustedes.
Las letras se derritieron en la pantalla, que se llenó
con un borroso manchón, mil millones de colores
moviéndose velozmente y concretándose luego en
los tersos rasgos de Simone Tracer, de ochenta años
de edad. Su sonrisa era un rígido y sombrío
presagio de palabras sombrías.
—Damas y caballeros —empezó a decir—, no
habrá resistencia armada... —Sus cejas se arquearon
hacia la línea donde empezaba su cabello;
evidentemente OC estaba transmitiendo preguntas
atónitas y desacuerdos irritados—. Esperen,
esperen todos, por favor, guarden silencio. Estoy en
contacto con otra nave... —En sus ojos azul obscuro
centelleó el fuego—. Cubielo, pon todas las
llamadas que entren en un ciclo de retraso de tres
segundos y elimina la basura. —Carraspeó, lo
intentó de nuevo—. Estoy en contacto telepático con
otra nave de alienígenas que han encontrado a los
seres que están a punto de abordarnos, y mis
alienígenas, los buenos, me han dicho cómo
rechazarlos. Las armas no servirán. Sus trajes son
campos de fuerza.
480
Absoberán la energía cinética, se negarán a dejar
pasar moléculas más grandes que la de hidrógeno y
reflejarán cualquier tipo de arma de energía.
También llevan armas portátiles lo bastante
poderosas como para abrir agujeros en nuestro
casco. Por lo tanto, no intentaremos ninguna
resistencia armada. —Hizo una pausa, pero, si
algún comentario llegó hasta ella, no lo respondió—
. Sin embargo, podemos rechazarles, aunque ahora
no tengo tiempo para explicarlo. Aprisa, todos,
niños y ancianos incluidos, a la escotilla de vuestro
nivel. Una vez estéis allí, seguid mis instrucciones.
La pantalla se obscureció.
Stella Holier estaba asustada. Los alienígenas de
2600 siempre habían estado presentes en su
conciencia —a pesar de que, ni aunque su vida
dependiera de ello, hubiese podido recordar quién
le habló de eso, o cuándo, o qué palabras utilizó—,
e incluso pensar en ellos era capaz de trastOmarle el
estómago. Pero saber que ellos estaban a punto de
irrumpir por las escotillas...
Llegó al lavabo antes de vomitar.
Aprisa, canturreaba la vocecita dentro de su
cabeza, ¡aprisa, aprisa, aprisa!
Mientras se limpiaba el mentón y se lavaba la
boca, dijo: —De acuerdo, de acuerdo, lo haré, lo
haré, pero no tengo que darle asco a la gente con
481
quien me encuentre, ¿verdad?
Y, unos instantes más tarde, cruzó a la carrera su
jardincillo y, volviendo la mirada hacia el
rododendro en flor, se preguntó si debería cerrar la
puerta, pero comprendió que no serviría de nada,
ellos podían abrirla con sus artefactos mágicos y,
además, ¿qué había dentro que Cubo de Hielo no
pudiera reemplazar? Y se alejó botando por el
pasillo, oyendo ante ella el rápido resonar de unos
pies que daban saltos de canguro, el jadeante aliento
de alguien en mala forma física y la aguda y
excitada voz de un niño.
—Ellos han aterrizado ahora en el casco y están
avanzando hacia las escotillas —dijeron secamente
las unidades murales—. Están conectando aparatos
desconocidos a todos los sensores externos; por
favor, tengan en cuenta que la conducta de Ord‐
Cent puede volverse errática. Repito, los
alienígenas están en el casco. Tiempo estimado de
entrada, 5‐13 minutos a partir de ahora.
El pasillo parecía interminable, como un sueño en
el cual corría y corría y corría, siempre sola. Por
delante resonaban todavía los ecos de las sandalias,
voces, jadeos —sonidos similares repiqueteaban a
su espalda—, pero no podía ver a nadie. El pasillo
se curvaba sobre sí mismo sin nada que lo
obstruyera.
482
Y, de repente, el sueño se convirtió en una
pesadilla. Cuando se lanzaba a un rápido paso de
canguro, la gravedad desapareció. Su cuerpo seguía
moviéndose, empezando la contorsión en lo alto del
arco que debería haber hecho bajar sus piernas para
el siguiente salto, pero su equilibrio desapareció y
perdió el control, tambaleándose y todavía
subiendo. El techo buscó su cabeza. Tensó el brazo
para apartarse de él.
El contacto fue una breve agonía. El metal —duro,
frío y abrasivo— desgarró la piel de su palma. Su
sangre dejó una raya de un metro sobre la pintura
blanca. Huesos delicados se rompieron con
minúsculos ruidos, crujidos, chasquidos. Pero no
tenía tiempo para preocuparse de ello, porque tras
rebotar en el techo estaba dirigiéndose ahora hacia
el mamparo, por lo que alzó ante él su torturada
mano, sabiendo que esta colisión rompería lo que
aún siguiera intacto...
Pero la siguiente unidad gravitatoria atrapó sus
pies en un maligno abrazo y tiró de ellos. ¡Chocó,
con las rodillas dobladas! La inercia hizo que saliera
disparada hacia delante. Con la mandíbula pegada
a su esternón, igual que una tortuga, sus reflejos
advirtiéndole que no se resistiera, se estrelló contra
la cubierta. Su peso impactó en su curvada espina
dorsal; sintió el dolor en la parte posterior de sus
483
piernas al golpear con el suelo color verde oliva.
Luchó por levantarse, para escapar al abrazo de
una gravedad dos o tres veces superior a la normal,
la unidad debe estar justo debajo de mí, Dios, cómo he
sobrevivido, qué está pasando, tengo los músculos hechos
puré, no puedo levantarme.
—Los alienígenas están dentro de las escotillas y
han empezado el ataque a los mecanismos
interiores —chisporrotearon los altavoces. Las luces
parpadearon enloquecidas, cada uno de los tubos
pasaba por un ciclo estroboscópico que iba del
apagado a la claridad máxima. Algunos
parpadeaban en colores, rojo, azul, verde, y otros
que no podía ver, en ultravioleta e infrarrojo, pero
casi podía sentirlos, tenían que estar ahí.
Rodó sobre sí misma hasta quedar de bruces.
Gimiendo, se impulsó hasta ponerse a cuatro patas.
Tenía que llegar a la escotilla antes de que entraran
los alienígenas. El fuego envolvió su mano, y ésta
era ocho veces más grande de lo que solía ser. El
dolor era tan intenso que apoyar cualquier peso
sobre ella hacía que la negrura acudiera a sus ojos.
Se arrastró. Sus dientes rechinaban. Su sudor caía
como lluvia. Sus rodillas, sus rodillas desnudas,
gritaban al ir dejando atrás su piel, y empezaron a
facilitarle el camino con lubricación de sangre.
Estaba gimoteando, pero no pensaba rendirse.
484
Desde la distancia oyó una voz, seca e irritada: —
Cubielo..., ¡deten inmediatamente todo este lío con
la gravedad!
La sangre fluía de la nariz de Holfer, descendía
por sus labios y caía en su boca abierta.
—He dicho que pares..., mi solución nos librará de
ellos..., ¡nos estás haciendo daño!
El siguiente campo era más fuerte. Un ogro de 300
kilos la aplastó contra el suelo y se acostó sobre su
espalda. Agitó los dedos de las manos y de los pies,
indefensa. —Maldita sea, ¿es que...? Eso está mejor.
El ogro desmontó. Podía ponerse en pie: vacilante,
mareada, sin muchos deseos de ello, pero podía
hacerlo, así que lo hizo, y después avanzó
tambaleándose cien metros más de pasillo.
Algunos de sus vecinos estaban ya allí, en varios
estados de daño físico, desaliño y desesperación.
Blondie Murphy, la niña de seis años que vivía tres
suites más abajo, con su flaccido cuerpo
inconsciente, tenía una rodilla extra torciendo su
pierna derecha. Tam Borg, el historiador de la
puerta de al lado, escupía trozos de diente. Makata
Gorman, un anciano cuyo único interés era el juego
del «go», estaba vendando el ensangrentado huevo
de gansa que tenía en su propia cabeza.
—Aprisa —resonó la nerviosa voz de la Tracer—.
Aprisa..., sentaos ante la escotilla en un semicírculo.
485
Coged de las manos a quienes estén a vuestros
lados.
Avanzaron cojeando hasta sus posiciones y se
dejaron caer al suelo. Sus rodillas chocaron con las
de Borg y un joven que no le era familiar, que se
presentó a sí mismo como Gregor Cereus y que
tomó su herida mano izquierda entre los dedos de
su mano derecha con un escrupuloso cuidado.
—Perdóneme si aprieto demasiado fuerte cuando
me ponga nervioso —dijo. Torció el gesto—.
Asustado, tendría que haber dicho. Estoy tan...
Desde luego, juro por Dios que éste es el mejor
argumento posible en favor del aterrizaje, seguro
que lo es.
Antes de que pudiera intentar aclararle que estaba
en un error, la escotilla se estremeció. Un círculo de
grueso acero de cinco metros, sellado con
plastigoma que la edad había vuelto gris..., se
estremeció. Los controles automáticos gimieron. La
rueda de abertura manual fue girando centímetro a
centímetro, chillando igual que un bebé oxidado.
Una corriente de aire frío fluyó por el suelo.
—Cuando pasen, no echéis a correr —ordenó
Tracer—. Quedaos quietos, seguid cogiéndoos de
las manos. No va a ser fácil, pero tenemos que
hacerlo. Por favor, quedaos quietos.
La escotilla giró hacia ellos. Figuras de seis
486
miembros salieron por ella como un torrente, con
sus trajes de fuerza reluciendo en la fluorescencia
reflejada. Sus visores eran obscuros triángulos
traslúcidos. Holfer tembló mientras se preguntaba
lo que revelaría una luz interior.
—No pasa nada —murmuró Cereus—, aguante.
Asintió, apretando la mandíbula. Las emociones
subían y bajaban girando por la cadena... Muchas
eran variaciones sobre un tema de miedo, pero de
Borg se difundía una tranquila curiosidad, y de
Cereus fortaleza.
—Todos vosotros —dijeron los altavoces—,
repetid mis palabras... Vamos a cantar hasta que se
vayan. Decidlo al unísono: «Nuestros cuerpos son
vuestros, nuestras mentes son nuestras, entrad y
marchaos».
—Nuestros cuerpos son vuestros —murmuraron
las veinte personas en el semicírculo de Holfer—,
nuestras mentes son nuestras, entrad y marchaos.
Los alienígenas se detuvieron de golpe y se fueron
amontonando en la pequeña zona existente entre la
escotilla y el semicírculo de humanos sentados. De
ellos emanaba un olor acre y desagradable.
—La carne es corrupta, el espíritu es puro, venid y
partid.
Envalentonados por el efecto que había tenido la
primera estrofa, pronunciaron ésta más alto, con
487
mayor fuerza. La unidad se agitó.
Los intrusos avanzaron unos centímetros hacia
ellos. Sus pies hacían chasquear la cubierta.
—Violar es malo, el amor es bueno, llegad y
partid.
Holfer se sentía ridicula diciendo eso, pero todos
los demás lo gritaron con desesperada urgencia y su
voz se mezcló a las suyas. Ahora percibía menos
miedo de los demás, más decisión.
Un extraterrestre se acercó a ella, sus piernas
delanteras casi tocando sus heridas rodillas, su
visor a un centímetro de su nariz. De la criatura
emanaba frialdad; su pestilencia le quemó las fosas
nasales.
—La dominación es maligna, compartir es
excelente, entrad y salid.
Le castañeteaban los dientes; tenía que obligar a
las palabras para que salieran por entre ellos, en
secos estampidos. Era casi imposible apartar sus
ojos de ese visor totalmente vacío, tan negro y no
reflectante como si no estuviera ahí. Rezó para que
no le mostrara sus rasgos y, finalmente, giró la
cabeza con una sacudida. Cada humano se hallaba
exactamente en su misma situación. Apretó la mano
de Cereus. El dolor llegaba desde lejos, como si su
palma le hubiera escrito una carta diciendo: «Eh...,
eso duele». Pero otros mensajes llegaban con mayor
488
claridad, y le daban fuerza.
—Sois unos, somos otros, venid y marchaos.
Las manos de la criatura se movieron tan
lentamente como el hielo de un glaciar. Siete dedos
brotaban de cada una. Seis se doblaron; uno
sobresalía. El dedo de la mano derecha le tocó la
garganta; el de la izquierda el vientre. Se sintió
empalada por carámbanos.
—Vuestras mentes giran en un sentido, las
nuestras en otro, llegad y partid.
Los dedos trazaron líneas bajando por su cuerpo.
Con la ayuda del grupo, luchó para contener un
grito, y luego compartió su valor con Blondie
Murphy. Un dedo se detuvo entre sus pechos y el
otro entre sus piernas. Eran tan, tan fríos... Sus
pezones se endurecieron ante su gelidez.
—Sois culpables, somos inocentes, entrad y salid.
El dedo que había en su ingle frotó la costura de
sus shorts. De haber estado sola se habría apartado,
desdoblando sus piernas de la posición del loto, y
las habría vuelto a cruzar como tijeras, para que el
dedo no pudiera entrar, pero no se movió. La línea
la haría más fuerte si ella la reforzaba. Gregor estaba
inmóvil y Borg también; podía sentir
empáticamente que ambos estaban recibiendo un
tratamiento similar, así que les ofreció lo que podía.
Algo más estaba ocurriendo: el alienígena estaba
489
intentando excitarla mientras buscaba su mente,
intentaba llevar su cuerpo a un estado y su mente a
otro, como para tirar de ellos en direcciones
distintas. Su aura resultaba fuerte, muy fuerte, y sin
la cadena se habría escindido en dos pesonas: una
lúbricamente promiscua, casi en celo, pensando
sólo en la humedad y la dura penetración y el ceder;
la otra, asqueada, mortificada, ultrajada ante la
carnalidad de su gemela...
—El hambre resulta esencial, la vergüenza es un
lujo, venid y partid.
Se le humedecieron las bragas, empezó a
tartamudear, y el dedo la frotaba con una lenta
seguridad, envarando su espalda, alzando su
rostro, pero sus manos apretaban las otras manos y
hacían que siguiera manteniendo la integridad de
su ser mientras el dedo la acariciaba y las imágenes
parpadeaban detrás de sus ojos y se entregó con un
grito penetrante que despertó una y otra vez ecos
alrededor del círculo...
—La carne es una prisión, el espíritu un
prisionero, llegad y partid.
El aura latía en su mente, buscando clarificar su
humillación, su abnegación, su rancia inferioridad,
pero las manos y el cántico y la verdad la sostenían.
Ahora el grupo formaba una sola unidad, potente y
solidaria pero aun así heterogénea. No suprimía
490
nada del individuo. Aprovechando la fuerza
personal de cada miembro, protegía los puntos
débiles que eran exclusivos de cada uno de ellos.
—Los cuerpos son frágiles, las mentes conscientes,
entrad y salid.
El aura se desvaneció mientras ella tenía un
orgasmo tras otro. Reteniendo el aliento, abrió los
ojos. Los alienígenas se estaban yendo hacia la
escotilla. La compuerta se cerró con un gemido.
OrdCent dijo: —Se van.
Tracer estaba exultante. —¡Gente, sois
maravillosos! Podéis levantaros. Holfer se quedó
asombrada ante el dolor de su mano y la acunó
suavemente en su regazo. De repente se sintió muy
sola y triste. Habían creado algo hermoso y ahora
había desaparecido, convirtiéndose en piezas
separadas igual que un mosaico arrancado del
suelo. Sentía deseos de llorar.
Cereus la sostuvo por las axilas y la puso en pie.
Al levantarse se dio cuenta de que estaba luchando
con una rabia increíble.
—¿Qué estaban haciendo? —le preguntó.
—Hacían que nos odiáramos a nosotros mismos
—dijo él secamente. Tenía los ojos convertidos en
dos rendijas; los músculos de su mandíbula se
abultaban en líneas blancas—. Sentimos cierta
ambivalencia con respecto a nuestras emociones...
491
—sus puños se abrían y cerraban—, por lo que
intentaron jugar con ellas, intentaron hacer que
pareciéramos, que nos consideráramos, como...
animales. —Dio una patada, se estremeció y repitió
el gesto—. Intentaron hacer que nos sintiéramos
asqueados por habernos rendido a la
irracionalidad. —Giró súbitamente sobre sí mismo,
le dio un puñetazo a la pared y lanzó un gruñido al
romperse los nudillos—. Supongo que la otra vez
funcionó..., pero esta vez... No sé qué piensas tú,
pero yo no me odio. Yo..., querían obligarme a
desear..., este tipo, tenía la adrenalina muy alta, lo
único que deseaba era acabar con él. Con mis manos.
Lo experimenté. Era una sensación taaaan
agradable..., pero no me odio. Sé que estaba dentro
de mí, pero la conexión me ayudó a mantener el
control. No se escapará.
—Supongo que los cánticos eran para eso...
Aspiró una honda bocanada de aire; la relajación
llegó con un visible temblor de su cuerpo.
—Probablemente. Hey, vayamos a la Central
Médica, hagamos que nos curen las manos. Y
durante el camino veré si puedo convencerte de que
ésta es una buena razón para hacernos desear el
aterrizaje, y enseguida.
Ella frunció el ceño.
—Se han ido, ¿no?
492
—Sí.
—Y no han hecho el mismo daño que la otra vez,
¿cierto?
—Quizá aún sea demasiado pronto para estar
seguros, pero no, no lo han hecho.
—Bien. —Estaba demasiado cansada para ir
dando saltos, y movió rígidamente la cabeza para
indicarle que le siguiera—. Me parece que son el
único peligro que hemos encontrado en el espacio,
y acabamos de probar que podemos sobrevivir a
ellos. Sigo diciendo que deberíamos quedarnos
aquí.
Liberación
En los pocos días transcurridos desde ese
encuentro, las efímeras han cambiado; han
conseguido una confianza en sí mismas que yo he
perdido... ¿Cómo puedo tener confianza? Tras
haber identificado a los extraños como inofensivos,
atraje su atención haciendo estallar una bengala
junto a su proa, y mantuve mis transmisiones
pidiéndoles a gritos que se guiaran por ellas. No
pude oponerme a ellos cuando entraron. Peor aún,
mientras las efímeras estaban resistiendo sus
ataques telepáticos, volví a bailar igual que un
493
títere, con todos mis hilos accionados por el viejo y
amargado cerebro que gobierna esa nave...
Antes de que llegaran me mostré bastante
fanfarrón y orgulloso. «El orgullo que precede a la
caída» y todo eso..., una caída de todos los infiernos.
Me sigue doliendo, tanto psicológica (ese cerebro
ordenador tenía cosas que yo no había ni soñado
que fueran posibles), como físicamente. Pasarán
tres años antes de que las escotillas hayan sido
reparadas y vuelvan a funcionar.
Y, por primera vez desde la muerte de F. X.
Figuera en 2365, un humano caminará por mi casco.
Los alienígenas arrancaron de sus pernos la antena
que emite las órdenes de trabajo a los servos
exteriores, y un humano tiene que reinstalarla...
Tengo que pedir voluntarios...
—Yo iré —dice Gregor Cereus, interrumpiendo
mi petición. Cree que habrá competencia, y tiene la
esperanza de que usaré al primero que venga,
siguiendo la regla de que quien llega primero se
lleva el premio..., pero se equivoca. Todas las otras
bocas de la nave siguen cerradas.
—Es peligroso —le advierto—. Puedo darte botas
magnéticas, pero ahí fuera no hay mucha gravedad,
y no hay forma de predecir qué puede encontrarse
ahí fuera. Si ocurre algo que afecte simultáneamente
a tus botas y tu cable de conexión...
494
—No pasará nada —dice con calma. Resulta
impresionante, un coloso leonado de revuelta
cabellera y ojos verdes a los cuales se le escapan
menos cosas que a un microscopio, y una forma de
caminar que haría parecer torpe a un gato.
—Nunca has llevado el traje antes —le indico.
—Bueno, pues iremos a un parque, tú levantarás
un andamio, y yo practicaré en la zona sin
gravedad. Cuando estés convencido de que no
conseguiré matarme, arreglaré esa condenada
antena.
Y eso hacemos, atrayendo a 1.289 mirones que
antes sólo han visto fotos de hombres vestidos con
trajes espaciales. Mientras aplastan la hierba y se
limpian los excrementos de búfalo de las suelas de
los zapatos, Cereus trepa hasta la gravedad cero.
Una vez allí, hace piruetas durante
aproximadamente una hora. Incluso con el
abultado traje espacial, se mueve grácilmente.
—Ya he pillado el truco —dice, deslizándose
rápidamente con las manos por la escalera.
—¿Estás seguro?
—Claro, es muy fácil.
—Bien. —Hago avanzar un servo igual que si
fuera una pieza de ajedrez; lleva la antena de diez
metros que asomará de mi casco—. Ahora, échate
esto al hombro y vuelve arriba. En el andamio hay
495
un agujero para insertarla.
Sopesa con un gesto de duda sus veinte kilos, se
encoge de hombros y empieza a subir. El cinturón
de herramientas unido a su traje sube y baja
sincopadamente. Cuando se encuentra arriba, el
servo quita la escalera. Sus dedos sacan lentamente
una llave inglesa de su soporte en el cinturón, y
empieza a trabajar. A medida que aprende lo difícil
que es, suda. La telemetría me indica que está
sudando igual que un vaso lleno de un líquido frío
en una sauna.
—El visor está cubierto de vaho; Cara de Hielo,
aquí dentro hace más calor que en el infierno. ¿Qué
hago?
—Los controles están en tu pecho. Baja la
temperatura del traje y pon más fuerte el
deshumidificador. Deja que se te aclare el visor
antes de empezar a trabajar de nuevo.
Mientras espera, con pájaros curiosos trazando
círculos a su alrededor, mueve los pies y saluda a
los espectadores. Éstos le devuelven el saludo;
algunos gritan dándole ánimos. Pasados seis
minutos, empieza a trabajar de nuevo con los
remaches, y luego reanuda los juramentos. Pese a
toda su brillantez intelectual, se confina a una
monótona repetición de nada imaginativas
blasfemias...
496
—Joder, si al menos pudiera conseguir que mi
maldito peso obrara sobre esta mierda...
—No hay peso, sólo masa, y... —viendo que su
bota está a punto de resbalar por el andamio, digo—
: ¡No te muevas! —Pero es demasiado tarde.
Flota en línea recta, apartándose de la antena, llega
al final de su cuerda y retrocede levemente. La
gravedad cero es un nombre engañoso: a 20 metros
la gravedad de la cubierta tiene sobre él 0,00125 g
de fuerza. Aferrándose a sus piernas, le hace bajar
un centímetro por segundo. Ahora se encuentra
vagando igual que un novio reluctante al final de la
conexión, enfurecido, colgando cabeza abajo.
—Échame una mano —pide.
—Ya. Date la vuelta. Si no puedes hacerlo aquí, no
puedes hacerlo ahí fuera. Ahí fuera no podré
ayudarte a menos que funcione la antena.
Gruñendo y lanzando maldiciones, logra volver.
Su pulso llega a los 165 latidos por minuto antes de
que vuelva a estar bien cogido; su presión
sanguínea es peligrosamente elevada. No estoy
seguro de si es el ejercicio, la frustración por haber
cometido un error, o la incomodidad de quedar en
ridículo ante testigos, pero se lo digo de todas
formas:
—Siéntate y descansa hasta que tus procesos
corporales vuelvan a la normalidad.
497
Lo hace, afortunadamente, y durante quince
minutos estudia la antena. Cuando le digo que
puede volver al trabajo, se levanta y la atornilla en
menos de tres minutos.
—¡Perfecto! —digo con aprobación—. ¿Quieres
hacerlo de verdad mañana?
—Hoy —dice. Y también lo hace.
Es agradable tener de nuevo pies humanos sobre
mi casco.
No, no lo es.
Es bueno saber que esos ruidos de pies no
pertenecen a ningún alienígena y que no están allí
para arrancar sensores, o para establecer conexiones
de control entre yo y quien me ha humillado, pero
siguen molestándome. Van adonde quieren y hacen
lo que quieren y hasta que la antena haya sido
implantada tengo que soportarlos. No me gusta eso.
En mitad de algo que se parece a una crisis de
identidad, siento un feroz resentimiento hacia todo.
Tener a un humano paseándose sobre mi piel,
necesitar a un humano en mi piel, hace que me sienta
inferior...
Aunque hace tiempo comprendí que mis objetivos
no son los mismos que tienen las efímeras, que en
cada posible faceta de la existencia hay diferencias
separándonos, nunca he dejado de pensar en mí
como un humano.
498
Pero, cuando los alienígenas asaltaron mis
entradas y las efímeras se unieron para rechazarlos,
ninguno me consideró un miembro de su raza. Los
humanos me excluyeron; los alienígenas me
entregaron a su cerebro ordenador. Me quedé solo,
fui violado, y después de aquello se me ignoró, y me
pregunté qué soy realmente.
La respuesta que surje —y que yo, o alguna parte
mía, no desea oír—, es que no soy humano. Lo fui
en tiempos. Las células de mi cerebro siguen siendo
células de homo sapiens. Mis recuerdos son los de un
hombre; mis emociones son parecidas a las que
tienen las efímeras..., pero soy otra cosa. Soy más
que ellos..., menos que ellos..., no lo sé. En mí hay
algo de humanidad, pero no toda la que debería, y
hay mucho en mí que nada tiene de humano...
Como Pro‐yo..., que ha desaparecido.
Pensé en resistir. Cuando la Presencia cayó sobre
mí igual que una tormenta, lancé mis tres yo contra
Aquello. Divertido, me cogió..., me midió..., y nos
unió.
Ahora somos uno: yo, Pro‐yo y la metáfora.
Es agradable no oír las quejas constantes de Pro‐
yo, es bueno ser un todo y haber acabado con la
esquizofrenia de la esfera..., pero también resulta
algo solitario. Tras 900 años de la más íntima
compañía posible, la soledad es difícil.
499
Especialmente cuando las efímeras me excluyen...
Mi único amigo es el F‐ordenador. Tiene paciencia
conmigo mientras lucho por decidir cuál es mi
identidad.
La crisis acaba resolviéndose por sí misma. Los
días pasan veloces como nubes de mariposas; los
años se pierden en el efecto Doppler del pasado
mientras me lamo las heridas. Gradualmente, de
forma casi imperceptible, como ocurre con este tipo
de cosas, se desvanece. Hacia 3275, treinta y cinco
años después de mi segunda violación, ha
desaparecido por completo.
He aprendido —o he llegado a aceptar—, que no
soy ni humano ni no humano. De hecho, soy único:
soy yo mismo y nada más.
El comprender eso desintegra el último lazo que
me ataba a la Tierra.
Mientras tanto, la opinión pública ha sufrido una
variación entre las efímeras. Mientras que en 3235
un 95 por ciento deseaba seguir dentro de mí para
toda la eternidad, ahora sólo un 12 por ciento sigue
deseándolo. Stella Holier continúa siendo la
portavoz de esa minoría que se encoge cada vez
más y hace discursos en contra de obligar a todos
los pasajeros a que aterricen, pero no se la toma en
serio.
Los alienígenas fueron una auténtica conmoción
500
para los otros.
Gregor Cereus se ha convertido en el más
prominente de los «aterrizadores», como se llaman
a sí mismos, y el que habla más claro. Fue él quien
dijo: «Nos destruyeron una vez, y estuvieron cerca
de hacerlo otra sin ni tan siquiera utilizar sus armas.
¿Y si nos encontramos con unos primos suyos que
no sean tan comedidos?».
La única respuesta posible de la Holfer a esto:
«¡Los echamos!».
A lo cual los aterrizadores contestan siempre: «La
última vez sí».
Obligados a tener Canopus como meta, hacen
planes todavía más detallados de los que hizo
Michael Williams. La estrella se encuentra sólo a 2,5
años luz de distancia. Docenas de planetas la
rodean en su increíblemente enorme zona dorada.
Cereus ha nombrado a media docena de
radioastrónomos como escuchas.
No queremos imponer nuestra presencia a nativos
capaces de atacarnos. Algunos, por supuesto,
mantienen la ultrapura posición de no aparecer ahí
a menos que no haya nativos de ningún tipo en
ninguna parte, pero yo, por otra parte, siempre
señalo que no podemos descubrir civilizaciones sin
radio hasta que orbitemos sus planetas, y Cereus
señala, por su parte, que aterrizar en un mundo
501
vacío difícilmente perturbará la evolución cultural
de la vida inteligente en otros lugares a no ser que
esos otros seres tengan la tecnología suficiente para
localizarnos, en cuyo caso bien podríamos
conocerles..., o ignorarles hasta que sean ellos
quienes vengan a conocernos.
Así pues, los mejores radioastrónomos de la nave
ocupan el Observatorio noche y día, haciendo
turnos. Dirigen hacia delante todos los oídos
externos y me ordenan que efectúe, uno tras otro,
análisis totalmente inútiles de las emisiones de
radio que se reciben. Yo les digo:
—Charlie, oigo las señales antes que nadie, y
podéis apostar a que las compruebo
concienzudamente. —Pero ellos están
entusiasmados con la importancia de su propósito.
Además, siguen pensando en mí como si fuera una
máquina sin mente: nunca he logrado decidirme a
contarles la verdad. La mayor parte de esas
emisiones se originan en la misma Canopus; unas
cuantas emanan de los gigantes gaseosos; el resto
vienen del otro lado del sistema, docenas de parsecs
más allá de éste.
Capto una transmisión de ese tipo en octubre de
3277, la paso por mis amplificadores como hago
normalmente..., y oigo hablar en nuestro idioma:
—K‐12, aquí E‐1, ¿qué tal me recibes?
502
—Te recibo bien, E‐1, ¿cómo me recibes tú?
—Bastante distorsionado, K‐12, aumenta tu
volumen, reduce tu dispersión y prueba de nuevo.
—Es...
Cereus está en el Observatorio, así que la paso por
mis altavoces. Sus ojos verdes amenazan con saltar
de sus órbitas y rodar por el suelo.
—Cara de Hielo —pregunta—, ¿qué infiernos es
todo eso? —Alza la mirada con cautela hacia mis
altavoces, como si esperara que le mordieran.
—Una transmisión de radio en nuestro idioma,
señor Cereus, entre K‐12 y E‐l. Un cuidadoso
análisis sugiere que quienes transmitían se hallaban
a catorce años luz de distancia en el momento de la
conversación.
—¡Pero viene del otro lado de Canopus!
—Sí, señor, de ahí viene. O venía.
—¿Cómo es posible?
—De ello podría deducirse que quienes hablaban
han viajado hasta aquí mediante el Impulsor MRL
que la Tierra desarrolló hace unos cuantos años.
Hace un gesto de enfado hacia la pantalla.
—¿Hay alguien en nuestro sistema?
—No, señor Cereus, no hay nadie.
—Bien, mejor así. —Se instala en un sillón de una
esquina, poniendo mala cara. No le gusta compartir
este pedazo del espacio... Creo que ha estado
503
jugueteando con la idea de establecer un poder
opuesto al de la Tierra, aunque cómo puede tener la
audacia de mirar hacia un futuro tan lejano cuando
los 75.000 aterrizadores pueden dejar de existir
antes incluso de que su primer equipo colonizador
se encuentre en el planeta es algo que se está más
allá de mis capacidades. Supongo que es parte de
ser puramente humano. Mi especie no se dedica
mucho a fantasear.
Cereus ha estado movilizando también a otros
especialistas: dado que tiene un considerable poder
de facto, puede insistir en que cada efímera llegue a
ser competente en dos disciplinas no relacionadas
entre sí; me ha ordenado que cambie mis escalas de
pago para los estudiantes de tal forma que reflejen
su sistema. Soberbio. Aplaudo esa idea. Pero
también quiere armas.
—Cara de Hielo, vamos a necesitar protegernos de
nuestros predadores, así que fabrica el armamento
y distribúyelo. —Tiene en su mano una larga lista,
sacada de mis bancos de memoria, que agita
mientras habla—. Quiero todo esto entregado antes
de que entremos en el sistema.
—Dejando aparte el hecho de que no necesita
aviones de combate capaces de alcanzar cinco veces
la velocidad del sonido para colonizar un mundo
deshabitado, señor Cereus, y tampoco bombas
504
nucleares limpias, no creo que deban recibir armas
hasta que se hayan posado en el planeta.
Su rostro se obscurece, mientras los músculos de
su cuello se tensan y sobresalen.
—¡Es una orden directa, Cara de Hielo!
—Pues fórmeme un consejo de guerra.
—Maldita sea, yo... —Se queda callado al darse
cuenta de que no puede hacer nada. Un instante
después su rostro se ilumina—. Haré que te
reprogramen.
¿Qué le pasa a esta gente para que siempre tengan
que estar hablando de arsenales?
Mientras Cereus pasa el tiempo pensando en sus
planes, yo me pregunto si sería mucho problema —
una vez depositados en el suelo los aterrizadores—
, alterar mi equipo y metamorfosearme en una nave
MRL. En la velocidad hay obvias ventajas..., y el
universo que nos rodea contiene un montón de
cosas a las cuales quiero ver más de cerca. Además,
para alguien tan competente como yo, quedar
anticuado e inútil es..., ¿molesto? Cuando examino
nuevamente los planos del Impulsor me doy cuenta
de que es posible. Los terrestres afirmaban que yo
era demasiado grande; pero no habían pensado en
la sincronización. 100.000 motores MRL me
conseguirán el mismo efecto que tendría uno solo
para una nave pequeña. Si no tuviera pasajeros y
505
pudiera utilizar todos mis recursos en la tarea, lo
cual violaría las órdenes porque esos recursos se
hallan destinados a la colonia..., pero si pudiera,
haría falta más o menos un siglo. Quizás algo más,
Pongo a trabajar en ello al F‐ordenador y le digo que
busque asteroides metálicos en el sistema de
Canopus. Si hay algunos, y si puede trazar sus
órbitas, y también concebir un medio de apoderarse
de ellos y refinarlos, puedo entregarles mis recursos
a los colonos y, aun así, alterar mi equipo. Si no...
Seis meses después, Cereus está detrás de Andall
Figuera, su jefe de programación de ordenadores,
mientras Figuera acaba de leer en un terminal la
última línea de un programa muy largo y
complicado. Una sonrisa de satisfacción baila en los
labios de Cereus. Cuando habla, su voz está
endulzada por el placer de dominar la situación.
—Bien, Cara de Hielo, ¿cuándo podemos esperar
la primera entrega de armas?
—Cuando estén listos para aterrizar.
Sus ojos, ardiendo con un relámpago furioso, se
vuelven hacia el exhausto y disgustado Figuera.
—Andall... —Hace salir las palabras con un
esfuerzo por entre sus dientes apretados—. Me
dijiste que esto haría que...
—Cállate, Cereus —le digo secamente—. Figuera
lo hizo estupendamente. Pero ya no soy
506
programable, no a menos que yo lo permita. Y no lo
permito.
—¿Qué quieres decir con que no eres
programable? Eres un ordenador, tú...
—He dicho que te calles. En estos últimos tiempos
no acepto órdenes, sólo sugerencias. Has ofrecido
una sugerencia lógica y muy rigurosamente
expresada en palabras..., y yo la he rechazado. Da la
casualidad de que no me parece una buena idea. No
eres lo bastante estable. Si hubieras tenido una
pistola en la mano cuando rechacé este programa,
ahora tendrías un programador menos. Por lo tanto,
mala suerte y aguántate.
Sale de la habitación hecho una furia, como si
marchándose pudiera evitarme, y en cuanto se
encuentra bien lejos y no puede oírnos digo:
—Señor Figuera, cuando se haya calmado, dígale
que le proporcionaré copias inofensivas de las
armas que ha pedido. Serán idénticas a las armas
auténticas en todos los aspectos, salvo el hecho de
que no serán letales. Puede entrenar a sus equipos
de aterrizaje con ellas. Y, por cierto, el programa
estaba concebido con mucha elegancia.
—Ya, gracias... —El disgusto sigue haciendo que
su delgado rostro se frunza—. Pero, ¿por qué
dejaste que me derritiera el hielo con él? Sabías
desde el principio que no te afectaría... Podrías
507
habérmelo dicho.
—Podría haberlo hecho, sí. —Pienso durante un
instante—. La verdad es que deseaba que Cereus
concibiera esperanzas..., para dejárselas luego bien
destrozadas. Y, además, tiene usted que practicar.
Los ordenadores con los que trabajará en cuanto
hayan aterrizado necesitarán ese tipo de cuidados.
—¿Tú no vas a bajar? —pregunta.
—No. ¿Por qué?
—Porque... —Hurga en el cajón de su escritorio,
buscando algo; cuando lo saca por fin, tratándolo
con mucha delicadeza, veo que es una vieja y
amarilla copia de impresora—. He encontrado esto.
Se supone que es una de las partes de tu
programación. Dice, para resumirlo, que debemos
desconectarte en órbita y llevarte abajo con
nosotros, con todas tus secciones, y usar tu cuerpo
para alojarnos y tu cerebro como nuestro ordenador
central.
—Oh. —Observo su curiosidad—. Bien, señor
Figuera, puede que eso sea lo que dice el listado...
De hecho, hubo un tiempo en el cual estuve
programado para hacer eso..., pero ahora todo eso
ha quedado anticuado. He borrado esas órdenes.
Bajarán sin mí.
Eso no le gusta.
Y si soy buen juez de expresiones, va a hacer algo
508
al respecto.
Andall Figuera, el Director de Operaciones de
Ordenadores del Proyecto Aterrizaje, era un
hombre huesudo y nervioso de cincuenta y dos
años, metro setenta de altura y sesenta kilos de
peso. Tenía una nariz bastante gruesa que se
achataba en la punta, un cabello castaño demasiado
poco abundante para ocultar su coronilla, y una
úlcera de doce años de edad. Estaba muy
encariñado con su nariz, resignado en cuanto a su
cabello, y seguía diciendo que haría algo con su
úlcera apenas tuviera tiempo para ello.
Daba la impresión de que nunca tendría ese
tiempo.
El Robatiempo Uno era su mujer. Marie Nappe era
maravillosa —inteligente, razonable, sabía tocar la
tuba condenadamente bien, y era una excelente y
concienzuda investigadora química—, pero pedía
algo que él no tenía:
—Dos horas al día, Andall, dos horas despierto,
pedazos de media hora cada uno si quieres, pero
dame dos horas al día o... —Sus manos,
ennegrecidas por los esteres, hendieron el aire en el
gesto que significaba finito, kaput. Hablaba mucho
con sus manos. Eran muy elocuentes.
Entonces llegó el pequeño Abe, ahora con dos
509
años de edad, mejillas rosadas y regordetas, y unos
rechonchos puñitos que agitaba siguiendo el
compás de cualquier música que oyera: el niño daba
la impresión de que iba a ser director de orquesta,
no hacía falta más que verle atrapar el ritmo
mientras estaba tendido de espaldas, poniendo en
acción sus pies. Abie tenía los ojos rasgados, un
regalo genético del abuelo de su madre, pero de
todas formas media tripulación tenía pliegues
epicánticos; el gene parecía muy difundido. Claro
que, con su cabello rojizo, el aspecto final era más
bien extraño...
Ruth, la hermana de Abie, todavía no había
empezado a ser planeada, y algunas veces Figuera
lo agradecía. Pero eso quería decir que Abie jugaba
solo y, aunque Figuera y Nappe habían estado de
acuerdo en que los servos eran máquinas muy
capaces, un niño necesitaba el amor humano, así
que... Uno de ellos tenía que estar con él mientras el
otro trabajaba, lo cual significaba que durante ocho
horas al día Figuera escuchaba al bebé gorgotear
canciones infantiles y cambiaba pañales
malolientes. Aunque podía programar la unidad de
datos que había en la sala, llena de muebles y cosas,
resultaba lento. Habría podido hacer más si tuviera
paz y silencio. Y entonces tampoco habría manchas
de papilla de espinacas en los listados. Al menos,
510
habían terminado.
Durante dos años había estado luchando con OC
para que le diera los detalles de los circuitos de la
nave. Si los listados eran correctos, Figuera conocía
la situación de cada centímetro de cable eléctrico,
cada transformador, relé y caja de control que había
a bordo. Sabía cómo se tomaban las decisiones y qué
ruta seguían las instrucciones. Todo estaba en los
papeles, que formaban un montón de diez
centímetros de altura y pesaban más de tres kilos.
Lo enloquecedor era que no decían el cómo o el
porqué Bola de Nieve había llegado a volverse tan
independiente. Figuera había hecho
comprobaciones; no tendría que haber sucedido. De
acuerdo, existía un cierto número de puntos de
opción... Cuando se habían reunido datos
insuficientes, pero tenía que tomarse una decisión,
se le había ordenado que «se inclinara» hacia
cualquier decisión que pareciera tener más apoyo
factual, pero tendría que haber resultado imposible
que esos puntos de opción hubieran evolucionado
hasta convertirse en una conciencia...
Sus dedos, de uñas bien roídas, se flexionaron con
reprimida ira; en sus mejillas brotó el rubor. OC
había sido programado para permitirse a sí mismo
ser canibalizado mientras estuvieran orbitando un
mundo habitable. No tenía ni idea de cómo había
511
logrado anular esa orden, y eso le irritaba.
Realmente, le irritaba mucho. Que un ordenador —
una máquina, por el amor de Dios, incluso si era
altamente sofisticada—, fuera capaz de poner la
autoconservación por encima del bienestar de la
colonia... Su puño se estrelló en el escritorio, al
principio no muy fuerte, luego cada vez con más y
más dureza, hasta que la plastimadera crujió y su
taza de café tintineó sobre el plato.
Se obligó a parar. Cerró los ojos, se reclinó en su
sillón de cuero, reguló su respiración mediante un
acto de voluntad, y se ordenó a sí mismo relajarse.
Un músculo cada vez. Empezar con la frente...
Alisarla, borrar el fruncimiento de ceño. Aflojar la
mandíbula. Dejar que los tendones del cuello
volvieran a ocupar sus lugares. Abrir los puños; que
los bíceps dejaran de estar tensos. Menos fuerza.
Más suavidad. Más calma.
Veinte minutos después, se estiró. Estaba todo lo
tranquilo que podría llegar a estar nunca. Colocó los
papeles en un montón algo más ordenado y los
puso en una caja de cartón que se metió bajo el
brazo. Salió de la suite tras haber acariciado el
cabello color cobre de Abe y decirle que volvería
pronto.
Hasta la oficina de Cereus había un breve trayecto:
medio pasillo, subir 187 niveles, y otro medio
512
pasillo. Ante la puerta había centinelas aburridos.
Someterse al examen de sus toscas manos era la
parte que no le gustaba.
—¿Le espera el señor Cereus? —preguntó la
centinela una vez que su compañero le hubo
declarado limpio.
—Sí, él... Bien, no tengo una cita, pero me recibirá.
Lo comprobaron, y luego le permitieron entrar.
Dentro reinaba un caos bien ordenado —gente,
escritorios, papeles, voces, gráficos en las paredes—
, y fue abriéndose paso a través de él hasta llegar a
la mesa de Cereus. —Buenos días, Greg.
—Hola, Andy... Espera un minuto. —Hizo girar su
silla para ver la pared de atrás. La puerta que había
en ella se encontraba a medio abrir—. Bien,
podemos hablar. Nadie está usando la sala‐pri.
Figuera le siguió hasta la pequeña habitación
contigua a la oficina. El tiempo había vuelto algo
borroso el azul de las paredes; la pintura se estaba
despegando del metal. Humo rancio y un sudor aún
más rancio rezumaban de los maltrechos muebles.
—¿Por qué estáis tan amontonados aquí dentro?
Hay cantidades de espacio en este nivel, ¿no?
—Por dos cosas: psicología y autodefensa. Estar
tan juntos nos da una sensación de premura,
¿captas? Trabajamos más duro. Además, todo el
mundo está pegado a los otros, oye lo que todos
513
están haciendo, y eso reduce el número de informes.
—Lanzó una risita—. Aparte, cuando todos
estamos aquí dentro, juntos, bueno... —Miró a su
alrededor—. Es más fácil mantener fuera a los
servos de Cara de Hielo..., y, si no entran, no tienen
forma de volver a conectar las unidades murales. —
Señaló con la mano hacia el cuadrado que había
detrás de su cabeza, un cuadrado de pintura limpia
y sin ninguna señal, en cuyo interior había dos
agujeros. De los agujeros asomaban unos cables—.
No queremos que escuche, y Dios sabe que la blip‐
habla es demasiado condenadamente lenta.
Figuera asintió y se hundió en un sillón.
—Buena idea. —La caja resbaló al cambiar él de
postura; la cogió antes de que cayera de su regazo.
—Bien, ¿qué tienes para nosotros? —El rostro de
Cereus estaba lleno de nerviosismo y ansiedad.
—Podemos desconectar a Bola de Nieve.
—¿Cómo?
—Hará falta un montón de personas realmente
bien sincronizadas —advirtió—. ¿Qué pasa, están
rotos tus ventiladores?
—Sólo Dios lo sabe, desde que vinimos aquí
hemos estado pasando mucho calor. —Husmeó el
aire y frunció el ceño—. Pero disponemos de la
gente. Y, si se me permite decirlo, soy un
sincronizador condenadamente bueno.
514
—Desde luego. —Alzó las manos, llenas de
papeles—. ¿Esta habitación es segura?
—Del todo.
—Bien..., pero no podemos dejar que Bola de
Nieve oiga esto, así que deberás hacer todos tus
arreglos dentro de esta habitación...
—¿O habitaciones como ésta? —preguntó Cereus.
—Oh, sí, claro. O habitaciones como ésta. O en
blip‐habla. Pero, si escucha lo que estamos
planeando, no va a funcionar. ¿Puedo tomar un
poco de café?
—Claro. —Accionó el intercomunicador y pidió
dos tazas; un ordenanza con cara de cansancio les
trajo el café en dos tazas verdes de bordes
agrietados. Cuando el ordenanza se hubo
marchado, Cereus dijo—: Bien, pues cuéntamelo.
—De acuerdo. —Tomó un sorbo y frunció la nariz.
El café tenía que haber sido hecho unos meses antes.
Una capa aceitosa convertía en un espejo la
superficie líquida—. Primero: Hay dos
ordenadores, Bola de Nieve y el pequeño que utiliza
como auxiliar. Lo raro del asunto es que el pequeño
debió construirlo OC, porque no aparece en los
planos originales... —Meneó la cabeza, y sus dedos
se deslizaron por el papel—. Tal y como lo utiliza,
Bola de Nieve lo maneja todo hasta que tiene un
exceso de trabajo, y entonces pasa parte de su carga
515
al auxiliar, junto con todas las tareas rutinarias. Las
que no son rutinarias se las queda para él.
—¿Y? —Cereus tragó su café sin reaccionar a su
rancio amargor.
—Y he escrito un programa para el pequeño, y
ahora, cuando se le entrega algo que hacer, me
indica cuál es la función..., lo cual quiere decir que
sé lo que está controlando, ¿entiendes?
—Vagamente, pero continúa. —Se quitó unos
cuantos posos de la lengua.
—Lo que haremos será apretar a Bola de Nieve y
mantenerlo acosado mientras que él le va pasando
más y más funciones al auxiliar. En cierto punto,
delegará autoridad sobre el control de la corriente
eléctrica. En cuanto el auxiliar me diga que está
manejando los generadores y todo lo demás, le
meteré esta nueva cinta de programa. —Sacó un
disco de plástico del bolsillo de su chaqueta y lo
colocó sobre la mesa con un gesto cargado de
reverencia—. Eso le dice al auxiliar que debe
accionar cinco interruptores en circuitos
especificados..., y que debe mantenerlos
desconectados. En cuanto estén accionados, Bola de
Nieve se encontrará aislado. No será capaz de
comunicarse con sus periféricos. Y no será capaz de
oponerse a nosotros.
—¿El auxiliar es capaz de poner en marcha las
516
fábricas de armamento?
Figuera frunció el ceño. El problema con Cereus
radicaba en su monomanía por las armas... Lo había
organizado todo de una forma soberbia y lo
mantenía todo en funcionamiento, pero el tema de
las armas lograba asomar su fría cabeza en todas y
cada una de sus conversaciones, sin que se supiera
muy bien cómo. Era algo que ponía nerviosos a sus
amigos. —¿Y bien? —insistió Cereus. Figuera se
encogió de hombros.
—Claro. Cualquier cosa que Bola de Nieve pueda
hacer, también puede hacerla el auxiliar, aunque...
no tan deprisa ni haciendo tantas cosas a la vez,
¿captas? Cereus sonrió.
—Bien, ¿cómo hacemos prisionero a Cara de
Hielo?
—Mira esto y deja que...
En la otra esquina de la habitación se oyó el
resonar de un colgador.
—¿Qué fue eso?
—No lo sé —respondió Figuera—, ha venido del
armario. Cereus fue hasta él de dos zancadas, dos
zancadas largas y silenciosas. Le hizo una seña a
Figuera para que se pegase a la pared, y luego
apretó bruscamente el botón de la puerta. La puerta
chirrió sobre sus polvorientas guías. Cuando miró
hacia dentro, un fruncimiento de ceño obscureció su
517
rostro.
—Sal.
Una mujer alta y de anchos hombros salió del
armario a la habitación. Tenía el cabello negro y
largo hasta la cintura y unos grandes ojos castaños.
Su rostro estaba tan blanco como su falda. De su
apretado puño derecho caía un delgado cable
transparente que iba hasta la gran hebilla de latón
del cinturon que sostenía sus pantalones color
púrpura.
—Abre la mano.
—No. —Inició el gesto de esconderla a su espalda.
Cereus le cogió la muñeca y aplicó presión sobre su
base. Los dedos se abrieron como los pétalos de una
rosa agonizante.
—Un micrófono, ¿eh? —Lo cogió—. Dame tu
cinturon.
—No.
—¿Tengo que quitártelo también?
—De acuerdo. —Lo abrió, lo pasó por sus presillas
y se lo entregó.
—Gracias. —Los dos objetos cayeron con un
repiqueteo sobre la mesa—. ¿Cómo te llamas?
—Mary Ioanni —suspiró ella.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Nada que sea asunto tuyo. —Clavó los ojos en
la manchada pintura de la otra pared.
518
—Todo lo que ocurre aquí es... —empezó a decir
Cereus.
—Espera un momento —le interrumpió Figuera;
no le gustaba el color que tenían las mejillas de
Cereus, la postura corporal que había adoptado,
como si fuera a pelear, y la forma en que empezaba
a cerrar su puño derecho—. He oído ese nombre...,
es..., sí, es la amiga de Stella Holier, se hizo cargo de
los Antiaterrizaje cuando Stella se puso enferma.
¿Verdad?
Los ojos de la mujer se posaron sobre él como unos
pies fríos.
—Correcto —admitió.
—Bien, bien. —Cereus se relajó y se apartó de
ella—. ¿Qué está haciendo una Antiaterrizaje con
un micrófono en una habitación de los
Aterrizadores?
—Nada que sea asunto tuyo. —Apretó sus
mandíbulas, como prohibiéndole a las palabras que
salieran por entre ellas.
—Probablemente está intentando descubrir lo que
hacemos —sugirió Figuera.
—¿Eso crees? —preguntó Cereus.
—Seguro. —Frunció el ceño y empezó a pensar,
mordisqueándose la uña del pulgar. El borde de
ésta era muy irregular y quería alisarlo. Un instante
después dejó de hacerlo,.., estaba intentando
519
abandonar esa costumbre. Sus dedos ya tenían un
aspecto lo bastante horrible sin ella—. Tiene que ser
eso —dijo por fin—. Todo el mundo sabe que Bola
de Nieve no está cooperando y que estamos
intentando imaginar una forma de hacer que nos
obedezca, por lo que...
—¿Está aquí como espía para Cara de Hielo?
Se encogió de hombros.
—Podría ser..., pero también podría ser que
estuviera aquí sólo por su grupo.
Cereus se volvió nuevamente hacia la mujer.
—¿Cuál de las dos cosas?
—No es asunto tuyo.
Figuera cogió la mano de Cereus cuando ésta
retrocedía ya para golpear, e intentó calmar un poco
de su agitación.
—Greg, la violencia no sirve de nada, eso ya lo
sabes. —Emitió tranquilidad o, al menos, toda la
que tenía—. Cálmate, déjame ver si... —Alargó la
mano hacia la pesada hebilla y la abrió con un
chasquido. En la cavidad no había más que una
grabadora—. Al menos no estaba transmitiendo.
—Pero oyó lo que decíamos.
—¿Y?
—Pues... —Cereus se dominó; una expresión
racional cubrió su rostro, desplazando a la anterior,
mucho más fea—. Tienes razón. Lo único que
520
debemos hacer es mantenerla lejos de Cara de Hielo
hasta que todo haya terminado.
—El armario sería un buen sitio —indicó Figuera.
—Poéticamente justo.
Ioanni no protestó cuando la llevaron nuevamente
al interior del armario y arrancaron los cables del
panel de control. Todo lo que dijo fue:
—Somos cinco mil los que no queremos aterrizar.
Obligarnos a bajar es un acto de tiranía.
No se tomaron la molestia de responderle. En
cuanto hubieron cerrado desde el exterior, Cereus
preguntó:
—¿Dónde estábamos?
—Estaba a punto de contarte cómo arrojar bien
lejos a Bola de Nieve.
—¿Cómo? —Se dejó caer en su asiento, torció el
gesto al sentirlo vacilar, y le indicó a Figuera que
hiciese lo mismo.
—Así. —Le explicó rápidamente su idea, a
grandes rasgos, esperó a que Cereus asintiera con el
rostro radiante, y luego volvió a explicar los pasos
con mayor detalle. Empezaron a discutir cómo
poner en acción el plan cinco minutos después de
que Cereus diera su acuerdo a él.
Cereus transmitió las órdenes a sus cinco
comandantes. Éstos salieron de la habitación rumbo
a sus propias salas‐pri, donde cada uno de ellos se
521
reunió con sus cinco capitanes, los cuales se
dirigieron hacia sus santuarios... En total hicieron
falta seis horas antes de que la noticia se hubiera
difundido por la cadena y todo el mundo tuviera
sus órdenes y se hallara en posición, nervioso y
anhelante.
—Adelante con las bombas de humo —ordenó
Figuera por los altavoces.
Y los cuarenta y ocho mil doscientos diecinueve
lugares de la nave vieron el grasiento chisporroteo
de las bombas de humo. Los servos se movieron por
entre las crecientes nubes para encontrar sus
fuentes.
—Servos a mi cargo —dijo la pantalla conectada al
auxiliar.
—Adelante con los pozos y las luces —dijo
Figuera.
5.216 personas —dieciséis en cada nivel—, se
aproximaron a los pozos de subida y bajada. Cada
una entró en el pozo que se le había asignado al
mismo tiempo que las otras 5.215 personas; cada
una pidió transporte inmediato a cincuenta niveles
por encima o por debajo del suyo propio. Cuando
el pozo le depositó allí, pidió inmediatamente
volver...
Mientras tanto, 43.003 pasajeros, en otras tantas
habitaciones, pidieron que sus luces aumentaran de
522
potencia —o se atenuaran—, mientras se quejaban
de que sus aposentos estaban demasiado calientes,
o demasiado fríos..., y tan pronto como el ambiente
hubo sido adaptado a sus gustos, ordenaron que se
cambiara de nuevo...
—Ahora responsable de sensores externos —
informó el pequeño ordenador.
Cereus le dio una palmada en la espalda a Figuera.
Los dos sonrieron; Figuera se frotó su ardiente
estómago. Aunque encorvados sobre ellos mismos,
y cansados, y con un poco de barba en la cara,
estaban seguros de que el éxito les aguardaba justo
a la vuelta de la esquina. Cereus ya estaba lleno de
júbilo.
—Adelante con las preguntas de investigación —
retumbó la voz de Figuera.
48.219 anhelantes pasajeros se volvieron hacia la
unidad mural más cercana y sazonaron sus órdenes
de viaje o ajustes ambientales con preguntas que
habían pasado la última media hora preparando.
También insistieron en que se les dieran respuestas
auditivas, visuales e impresas en listado, completas
con bibliografía y notas a pie de página. «Por favor,
compara y contrasta los grandes temas simbólicos
de los últimos dieciocho ganadores del Premio
Nobel de Literatura.» «Redacta una biografía en
diez mil palabras del decimocuarto Presidente de
523
las Islas Seychelles.» «Relaciona la incidencia de los
avances científicos con la polución atmosférica.»
Los servos iban y venían por los pasillos,
recogiendo las bombas de humo y arrojándolas a las
unidades de eliminación. Los pozos hervían con
cuerpos cuidadosamente espaciados entre sí; las
luces parpadeaban y los ventiladores zumbaban.
Las unidades de datos parloteaban por todas partes,
intentando satisfacer una curiosidad que no tenía
precedentes.
—Ahora responsable de generar y distribuir
electricidad —dijo el auxiliar.
—¡Ah! —gritó Cereus.
—Lo sabía —ronroneó Figuera. Su úlcera ya se
encontraba mejor. Deslizó el disco dentro de la
máquina, apretó el botón, observó pestañear las
luces, y cruzó los brazos en espera de lo que iba a
suceder. Pasó un minuto, luego otro, y entonces...
—Bien, caballeros —dijeron los altavoces—, eso
fue francamente muy divertido. Gracias. No me
había divertido tanto en siglos.
—¿Bola de Nieve? —preguntó Figuera con voz
débil.
—Sí, por supuesto.
—Pero...
—Tsk, tsk. Y jo‐jum. Y... —de los altavoces brotó el
inconfundible sonido de un grito oriundo del
524
Bronx.
Gregor Cereus todavía tiene que recobrarse del
shock. Su futuro, su autoestima, incluso su razón
para existir..., todo dependía de su habilidad para
vencerme. Se veía a sí mismo como un Bolívar,
como un líder que hace alzarse a los oprimidos para
que se liberen de su tiránico señor. El fracaso lo
destruyó.
Anhelaba sus armas, porque pensaba que sólo a
través de la fuerza —ya fuera ejercida o potencial—
, sería posible que él y sus Aterrizadores
consiguieran la independencia. Igual que un chico
que busca la virilidad en fracturarle la mandíbula a
su padre, Cereus tenía la sensación de que jamás
podría ser mi igual hasta que me hubiera dejado sin
recursos.
Es muy lamentable esta pésima comprensión de la
madurez. Tenía una oportunidad de ser grande.
Ahora, un bulto lleno de sedantes en la Central
Médica, se agita inquieto de un lado a otro,
apretando gatillos imaginarios. Quizá sea capaz de
arreglarle antes de que lleguemos a Canopus,
dentro de ocho años a partir de ahora...
—¿Era necesaria tanta crueldad? —pregunta una
voz en mi oído.
—Sí, Sangría, lo era.
525
—¿Por qué?
—Porque nunca le puedes explicar nada a una
efímera; tienes que demostrárselo.
—Pero mi pariente...
—Oh, de todas formas necesitaba practicar.
Andall Figuera, que ha sustituido a Cereus como
jefe de los Aterrizadores, ha llevado a la práctica la
mayor parte de sus deseos..., salvo que es lo
bastante inteligente como para darse cuenta de que
las armas no son algo por lo cual valga la pena
pelear. Como la mayor parte de las efímeras, las
encuentra repugnantes. Cree sinceramente que las
máquinas deberían mejorar la vida, no ponerle fin.
Estoy agradecido a ello.
No lo bastante, sin embargo, como para acceder a
mi canibalización. Sigue insistiendo en eso, sigue
pensando en formas de reprogramarme para que
les permita desmantelarme y convertirme en
cobertizos de herramientas y escuelas y pistas de
aterrizaje... Más tarde o más temprano tendremos
que llegar a un compromiso, pero quién ocupará
una posición de mayor fuerza en la toma del
acuerdo final es un asunto totalmente distinto.
Dado que nadie me necesita o me quiere,
contemplo el cielo desde el interior de mi ser,
absorbiendo una altiva y solitaria belleza. A través
del terciopelo tachonado de estrellas se arrastran las
526
naves alienígenas, docenas de ellas; recientemente
he localizado más que en los primeros 800 años. Es
un asunto de perspectiva, de aprender a enfocar
adecuadamente el ojo, algo mucho más parecido a
mirar un dibujo bidimensional de dos planos que se
encuentran en ángulo recto y luego determinar si la
esquina se aproxima a ti o si se aleja.
O eso, o este sector del espacio está tan repleto de
no humanos como un pantano de ranas...
No he divisado a ninguno que fuera familiar, y
tampoco me he comunicado de forma inteligible
con ellos. Los que poseen telepatía la están
dirigiendo hacia algún otro sitio, o emiten en una
frecuencia a la cual soy sordo, y nadie se para a
charlar.
Enciendo las luces de mi casco y las apago
siguiendo una pauta que pretende ser brillante,
alegre y tranquilizadora. Una nave que parecía una
telaraña de aluminio respondió con explosiones
alternas de púrpura y amarillo. Una esfera apagada
siguió avanzando sin ni tan siquiera un guiño. Una
gran lámina de metal cubierto de surcos me
devolvió exactamente mi pauta de luces, longitud
de onda por longitud de onda...
Las efímeras en general y Andall Figuera en
particular me han pedido que deje de saludar a las
naves que pasan, que les permita deslizarse hacia la
527
noche interestelar sin atraer su atención. Es
divertido. Los Aterrizadores anhelan correr los
peligros representados por todas las formas de vida
de un planeta virgen, desde el virus más pequeño
hasta el más grande de los predadores, pero temen
que mis saludos visuales les pongan en peligro..., y
en cuanto a los Antiaterrizaje, por supuesto, de los
que se debería pensar que temen los riesgos de la
colonización, se acumulan ante las mirillas cuando
anuncio a un alienígena y me instan a que le haga
señales.
Mis simpatías están con ellos, por lo que les digo
hola con mis luces a todos los que encontramos.
Frustrante, mi ignorancia de las costumbres
interestelares. ¿Es cortés lo que hago? ¿Resulta
correcto y adecuado intercambiar mensajes de radio
e imágenes de televisión o de holovisión, para que
podamos intentar descifrar el lenguaje del otro? Si a
eso vamos, ¿existirá quizá —tiene que existir—, una
lingua franca, una especie de lengua comercial o
jerga diseñada para reducir a una sola el número de
lenguas que una nave debe aprender?
Anhelo aprender esa lengua e intercambiar
cotilleos con las naves que pasan en silencio.
Enroscarme alrededor de un sol llameante mientras
ellas tejen historias de viajes homéricos, de
aterrizajes cargados de terror, de escilas y caribdis
528
nacidos en el espacio... Lo que he descubierto del
espacio no es suficiente, ni mucho menos: mi
curiosidad podría requerir veinte mil años para ser
saciada... Le doy gracias a Dios por sus pequeñas
bondades; la inmortalidad sería el infierno sin ellas.
Sintiendo todo eso, tendría que apiadarme de
Figuera y explicarle cómo desbaraté un plan que era
perfecto sobre el papel. Quizá, cuando le haya
dejado caer en la atmósfera de su nuevo hogar, le
hable de la carta robada de Poe y de los micros
duplicados y de cómo las paredes tienen oídos tanto
dentro como encima de ellas...
Sigo temblando cuando pienso en los desastres
que les habrían sucedido a las efímeras si se le
hubiera dado responsabilidad total al F‐ordenador.
No se trata de que Sangria sea incompetente; lejos
de ello. Es un buen hombre. Décadas de
psicoanálisis le purgaron del fanatismo. Pero
también le hicieron más bondadoso, y un potencial
de implacabilidad es algo esencial para un OrdCent.
Desde 2700, la vez en que más cerca he estado de
necesitar tal potencial fue cuando Andall Figuera
intentó eliminarme pero estaba ahí, listo para no
tener escrúpulos si la supervivencia dependía de
ello. Sangria sería literalmente incapaz de acabar
con una mosca para salvar su vida... De hecho, casi
murió a causa de ello.
529
Una de las placas gravitatorias cercanas a él se
había estropeado; estaba aplastado por una
gravedad tres veces superior a la normal, y luego
venía la ingravidez, repitiendo el ciclo
continuamente, oscilando igual que una onda
sinoidal, apretón, soltar... Un servo arregló la
unidad ocho minutos después de que el sensor le
hubiera llamado, pero en ese tiempo uno de los
tanques nutricios del F‐ordenador se había
agrietado.
La grieta era tan delgada como un hilo o un
cabello. Cuando los líquidos se escaparon por ella,
acabaron congelándose y formaron una corteza,
tapándola. Dado que no se encontraba en su campo
visual, no podía percibirla; dado que la pérdida de
líquidos era mínima, no podía sentirla; dado que los
líquidos nutricios carecen de olor, no podía
olerlos..., pero las moscas comunes la hallaron, y
pusieron sus huevos en su gelatina. Sangria vio las
moscas, y supo que debería efectuar una
fumigación, pero, siendo tan amable y amante de la
vida, no logró decidirse a ello..., por lo que los
huevos se abrieron. Las crías empezaron a
alimentarse. Naturalmente, unas cuantas lograron
meterse dentro del tanque, donde se ahogaron, y la
succión tiró de ellas hacia el desagüe. Sus cuerpos
lo atascaron. Sangria estaba tres cuartas partes
530
muerto cuando pidió ayuda. Por eso, ahora intento
programarlo para que se proteja a sí mismo. Insisto
en que su habitación debe ser una zona de alto el
fuego, en la que no estén permitidas las formas de
vida.
—Hagámoslo de nuevo —suspiro.
—Pero...
Anulo sus objeciones y corto todos sus accesos a
las entradas de datos. La negrura cae sobre él como
una guillotina. El silencio hace que los nervios de
sus oídos tamborileen. No huele ni saborea nada.
—¡Por favor! —chilla—. ¡Por favor!
—¿Practicarás?
—Sí, sí pero, por favor, antes devuélveme las
entradas de datos.
—De acuerdo. —Mientras lo reconecto, coloco un
servo de observación en su bóveda, una habitación
de diez por diez con paredes metálicas que parecen
espejos. Contempla a su guardaespaldas—.
Empecemos por el principio, Sangria: la presión del
aire...
—Sí, por supuesto. —La aumenta hasta 1,2
atmósferas, para que nada pueda entrar en la
habitación por el aire—. ¿Ahora qué?
El observador suelta una mosca. El servo de
Sangria sigue sus círculos zumbantes y luego,
¡floop!, la aplasta en pleno vuelo. Los desinfectantes
531
permean el aire mientras la unidad esteriliza su
mano.
—¿Qué tal lo hice? —pregunta.
Un ratón pasa corriendo junto a las ruedas del
observador. El guardaespaldas se inclina; un
tentáculo sale despedido como un látigo y el ratón
se estrella contra la pared, con el cuello roto. Esta
vez, mientras limpia su aire y sus miembros, lo saco
de la realidad y lo meto tan diestramente en la
fantasía que no se da cuenta. A decir verdad, ahora
mismo está preguntando:
—¿Fui lo bastante rápido?
La puerta imaginaria se abre con un chirrido, y
efímeras con el rostro convulso entran por ella, con
gruesos garrotes en las manos. El servo del sueño
gira pero vacila...
Sangria grita cuando un pedazo de cañería rompe
el recipiente de su cerebro.
—La próxima vez, dispara primero y pregunta
luego —digo.
Cuando lo dejo, está llorando. Quiere verse como
algo hecho de metal y plástico. Pasarán años antes
de que pueda convencerle de que su naturaleza
orgánica es susceptible a la infección y a la muerte,
y que siempre lo será.
Acabaría siendo irritante si no le apreciara tanto.
Tampoco es que tenga tiempo para estar irritado.
532
Aparte de instruir aproximadamente a 70.000
Aterrizadores en sus especialidades, y responder a
sus preguntas personales, y trazar el mapa de esta
región del espacio, también escucho las
comunicaciones de la Tierra.
Un mensaje de radio llega desde una nave MRL,
una nave MRL de la Tierra, que está recorriendo el
sistema estelar más allá de Canopus.
Es una voz, nada de código o telemetría, y según
mis análisis el piloto es joven, hembra, y está
aterrorizada. También parece estar herida.
—Al —grita—, Sandy, por el amor de Dios, uno de
vosotros, aprisa, por favor, aprisa...
—Aquí Base Arena Negra, adelante Dios Sol, te
recibimos...
—Al, me persiguen, aquí hay una nave increíble
que me persigue es tan grande y tan horrible como
gusanos en el cerebro se acerca no puedo...
Y el mensaje termina aquí. «Base Arena Negra»
sigue intentando que hable, lo sigue intentando
durante horas, pero nunca consigue una respuesta.
Mientras el silencio hace nacer estática en mis
oídos, mis ojos miran alrededor, y percibo una vez
más lo decidido que está Andall Figuera a
separarme de los circuitos y usar mi masa para su
colonia.
Está inclinado sobre su escritorio, terminando un
533
plan que tiene la esperanza de que les librará
definitivamente de mí. Por lo que logro ver, cree
que, haciendo pasar una corriente extra a través de
unas cuantas docenas de sensores —alto voltaje,
corriente de alto amperaje, todo eso
intrincadamente modulado para eludir mis
barreras y amortiguadores—, puede darme una
sacudida tal que me haga entrar en un ciclo de
retroalimentación que tendrá por efecto
eliminarme.
Está en lo cierto. Gracias a Dios que lo he
descubierto a tiempo.
—Andall —digo, interrumpiéndole con un
servo—, hay dos cosas que deberías saber antes de
que me frías con esa corriente. Arroja los papeles al
suelo, y la frustración hace que los patee.
—Lo captas todo, ¿eh? Maldita sea, me alegrará
irme de aquí. Si alguna vez conceden premios por
husmear, asegúrate de estar en la cola.
—Andall.
—¡Está bien, está bien! —Se deja caer
ruidosamente en un sillón y mira al servo, torciendo
el gesto—. ¿Qué quieres?
—Primero —empiezo a decir, paladeando la
decisión que he tomado—, la corriente será dirigida
a través del ordenador auxiliar...
—Jesús, ya lo sé, he visto los diagramas de los
534
circuitos.
—Lo que no sabes es que se parará ahí..., no es que
debieras saberlo, claro. Acabo de cambiar ahora
mismo los circuitos del auxiliar para protegerme de
esa amenaza.
—Eh, escucha...
—No, escucha tú. Dispara esa corriente, y
quemará el auxiliar. No se acercará a mí en ningún
instante. Y la otra cosa que no sabes es que el
auxiliar es..., orgánico. Un bioordenador. Así que
decir «quemarlo» no es usar la palabra adecuada.
Lo adecuado es «matar». O «asesinar».
—¿Un bioordenador? —Interesado, se rasca su
calva cabeza. Ha leído sobre tales cosas,
naturalmente, en la sección Historia de los
Ordenadores de los bancos, pero en ningún
momento ha llegado a enterarse de que está en
contacto íntimo con dos de ellos—. ¿Qué utilizas?
¿Un perro, un caballo, un búfalo?
—Una persona. —Dejo que la idea sea
comprendida. Cuando se ha puesto lo bastante
blanco, añado—: Tu ocho veces tatarabuelo,
Sangria.
—Ohdiosmío. —Tiene tan mal aspecto que le
ofrezco la ayuda del servo, con cierta vacilación,
pero él hace un gesto de que se aparte—. Jesús. Mi...
Y yo iba a... —Entonces recobra parte de su
535
escepticismo y dice—: ¿Cómo sé que estás diciendo
la verdad?
—Podrías entrar en su bóveda —sugiero—.
Comprobar sus unidades de apoyo vital, abrir su
estuche para echarle una mirada...
—¿Qué vería?
—Su cerebro en un recipiente lleno de fluido.
Vomita. Esta vez acepta la ayuda del servo. Limpio
de nuevo, dice con voz ronca:
—¡Estás enfermo! ¿Cómo pudiste hacerle eso a un
ser humano? —Se aparta de la máquina, como
temeroso de ser el siguiente. Sus labios se mueven
velozmente; le tiemblan las manos—. ¿Cómo,
maldita sea, cómo? Eres un ordenador, no Dios, no
tenías derecho...
—Tenía todo el derecho —digo secamente—. Yo
también soy un bioordenador. Tan humano como
tu ocho veces tatarabuelo. Y él, por lo menos, vivió
hasta una avanzada edad antes de que le ocurriera
eso. Yo... Lo siento, es mi problema, no el tuyo. Pero
quería que lo supieras, para que no te pasaras el
tiempo pensando en formas de acabar con dos
«máquinas» que en realidad no lo son.
—Pero si es realmente mi... mi... —No logra
decirlo; todo cuanto puede hacer es mover la cabeza
y tragarse sus pensamientos—. ¿Por qué no lo dijo
nunca?
536
—Ha sido programado para no hacerlo. Es mejor
para todos si nadie sabe que somos humanos.
—Ya, ya... —murmura, avanzando con paso
vacilante hacia la silla—. Lo entiendo..., mira, vete,
déjame solo..., tengo que pensar.
Así lo hago. De todas formas, me está llegando
otra conversación «Base Arena Negra».
—...detrás de la luna, Sandy, más grande que la
mierda y más mala que el infierno, y me odia,
puedo sentirlo, viene hacia mí, estoy girando y
corro, no despeguéis, quedaos ahí, se mueve más
deprisa que...
Y así termina esa conversación, aunque Base Arena
Negra sigue intentando reanudarla...
Algunos terrestres están —estaban— en apuros; al
parecer, consiguieron que algo se irritara con ellos
y están —estaban— pagando el precio...
Me siento curiosamente distante de ellos. Es algo
más que físico: al oír sus voces angustiadas debería
sentir cierta empatia hacia ellas, el anhelo de
ayudar..., pero eso fue hace tanto tiempo, y tan lejos
de aquí... Ya no soy terrestre. No soy humano. Al
pasar de nuevo la cinta, me encuentro
preocupándome por sus naves...
—¿Qué tal va el universo, Orondo Capitán? —
pregunta una voz familiar.
—Buenos días, señora Ioanni. Me alegra oír sus
537
dulces tonos. El universo parece hallarse en buena
forma, aunque algunas especies de ahí fuera no
aprecian demasiado a la humanidad.
—¿Qué ocurre? —Hoy lleva el cabello rodeándole
la coronilla; viste una camiseta azul con unos shorts
blancos. Cuando se instala en un sillón, me recuerda
que la gente puede ser grácil, si deciden aplicar sus
mentes a tal tarea...
Cuando le paso las llamadas de socorro frunce
lentamente el ceño.
—¿Vienen hacia aquí?
—No hay forma de saberlo hasta que mis sensores
no les capten.
—¿Qué piensas? —Alego datos insuficientes.
—Bueno, ¿qué efecto tiene esto sobre tus planes de
no aterrizar?
—Ninguno, sencillamente me recuerda que debo
ser cauteloso cuando localice alienígenas, eso es
todo.
—¿Seguirás permitiendo que vengamos contigo?
—¿No les preocupa?
—Me tiene cagada de miedo... pero, qué
demonios. Algo acabará conmigo más pronto o más
tarde, y prefiero que lo inevitable suceda en el
espacio. Es más..., oh, majestuoso..., hundirse, ¿o
flotar?, con tu nave, ¿no te parece?
—Hablando por la nave, yo diría que la majestad
538
radica en la supervivencia.
Se ríe ante esas palabras, una carcajada clara y
suave que llena la habitación con un auténtico calor.
—¿Orondo Capitán?
—¿Sí?
—Lo que sucede es que la mayor parte de
nosotros, los Viajeros, así es como nos llamamos
ahora..., no queremos ser un peso muerto. Quiero
decir que nos marcharemos del sistema de Canopus
en..., ¿trece años?
—Harán falta unos cinco para que la colonia
empiece a ponerse en marcha —digo—. Calculo que
veinte.
—De acuerdo. Así que nos marcharemos dentro
de veinte años. Todos los Aterrizadores tienen
trabajos que hacer, pero, ¿qué hay de nosotros? En
cuanto nos hayamos ido, ¿qué podemos hacer para
que el viaje resulte...?
—¿Interesante? —le ofrezco.
—No —dice, pensativa—. Eso lo será, ocurra lo
que ocurra... Digno de hacerse. En el sentido de que
habremos contribuido a él.
Ahora hace falta ser honesto:
—No lo sé. Soy autosuficiente; no necesito a la
gente..., es usted quien debe imaginarse por qué va,
y luego continuar a partir de ahí.
Su frente se frunce a causa de la decepción.
539
—Mary —digo—, hay posibilidades... Comunicar
con alienígenas, exobiología, etiología, ese tipo de
cosas. Y hay formas del arte humano que podrían
intentar desarrollar..., o desarrollar de una forma
distinta, dado el ambiente. Ballet, música, pintura...
Investigaciones que podemos llevar a cabo juntos,
buscando la vida en el espacio profundo y ese tipo
de cosas... Lo importante es que ustedes deben
decidir de qué forma pueden realizarse mejor
permaneciendo a bordo... y luego hacer el voto de
conseguir esa plenitud, sin importar el sudor y la
angustia que cueste. ¿Ve a qué me refiero?
—Sí —murmura, poniéndose en pie y yendo hacia
la portilla—. Sí, lo veo. Baja las luces, ¿quieres?
—Claro.
—Ahí fuera todo es precioso..., vacío. Orondo
Capitán... —gira bruscamente sobre sí misma y abre
las brazos—. Creen que pueden obligarte a bajar.
¿Pueden hacerlo?
—No. Y, si lo intentan, bueno..., podría negarme a
dejarles bajar. —Eso es mentira, como se apresura a
recordarme Sangria—. Diles eso.
Su rostro se ilumina.
—Lo haré.
Momento en el cual la división de suministros
químicos informa de que Billy Jo Dunn Tracer, una
estudiante de química de diecinueve años y una
540
rabiosa Aterrizadora, ha adquirido la suficiente
cantidad de productos químicos como para
hacerme un agujero muy grande...
Cuando le echo una mirada, está empezando a
trabajar en su bomba.
Billy Jo Dunn Tracer era una mujer alta y delgada
de ojos verdes y cabello rojizo. Encorvada sobre un
banco de trabajo en el Laboratorio de Química
Inorgánica, estaba haciendo las últimas pruebas con
una muestra de Explosivo Super Potente..., ESP
para abreviar. Esta fórmula había superado las
pruebas de oxidación, manejo y contacto con el
recipiente de plástico, pero sólo en un estado seco y
libre de polvo. Tracer debía determinar ahora qué
ocurriría si el polvo plateado se humedecía o era
contaminado.
Podía sentir los ojos del Cubo taladrándola. Era
observada en todos los sitios: al despertar, al
lavarse, al trabajar... El vello de su nuca se erizaba
constantemente con la sensación del «alguien te está
mirando». Siempre tenía los hombros erguidos; su
estómago se hallaba en perpetua tensión. Pésimo
para los nervios.
¡Y todo porque el Cubo se había dado cuenta,
cinco años antes, de que había pedido productos
químicos que podían ser convertidos en explosivos!
541
De todas las estupideces... Cierto, su petición no
había venido acompañada por un impreso de
investigación explicando su necesidad de ellos,
pero el Cubo podría haberlo preguntado en vez de
asumir fríamente lo peor... Era una línea de
investigación tan válida como útil: la colonia se
enfrentaría a una tremenda cantidad de
excavaciones, incluso si se establecía en una llanura
o en un valle de contornos suaves... Necesitaría
buenos explosivos no nucleares, lo cual significaba
que alguien debía desarrollarlos..., aunque quizá,
pensó, acariciando el grueso recipiente de plástico,
fue un error empezar el trabajo cuando estaba hablando
tanto..., después meneó su cabeza rojiza y apretó los
labios. ¡No, no!, pensó. Tenía todo el derecho a hacer las
dos cosas, y si al Cubo no le gusta, puede..., oh, infiernos,
se riñó a sí misma, sabes condenadamente bien que
estabas pensando en que podrías esconderle algo..., que
podías cocinar una bomba de ESP que fuera de utilidad
en el suelo pero que también pudiera ayudar a que el Cubo
estuviera obligado a permitir que lo lleváramos abajo...
El waldo de la cámara de pruebas suspendió un
gotero sobre un miligramo de polvo y lo apretó,
haciendo caer un milímetro cúbico de agua. El ESP
se obscureció al absorber la humedad.
Los verdes ojos de la Tracer estaban clavados en la
pantalla, sus manos de áspera piel agarraban el
542
borde del banco y tenían los nudillos blancos.
Conteniendo el aliento, observó cómo el polvo
pasaba del plata al marrón fangoso y al ébano y...
Los diales de la cámara giraron locamente con la
fuerza de la explosión. El banco de trabajo, clavado
al suelo, se estremeció; una válvula silbó, liberando
el exceso de presión. Una buena potencia, pero...
Cristo, pensó, no puedo usar eso para la construcción si
detona cuando se moja...
—Cubo —dijo.
—¿Sí? —La voz despertó ecos en el desnudo metal
de las paredes.
—¿Sabías que haría explosión?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no me advertiste?
—No lo preguntó.
—¡Maldita sea! —gritó, con la ira apretándole la
garganta—, ¡Maldita sea, maldita sea! He pasado
seis meses con esto..., ¿cuándo supiste que no iba a
funcionar?
—Poco después del tercer refinado...,
aproximadamente hace cuatro meses.
—Y durante todo ese tiempo podrías haberme
advertido.
—Durante todo ese tiempo me lo podía haber
preguntado.
Apretó las mandíbulas, sabiendo que, si
543
continuaba discutiendo en su estado emocional de
ahora, OC conseguiría seguir haciéndola quedar
como una estúpida. Maldito fuera de todas formas,
condenado carámbano. Maldito fuera por dejarla
meterse en un camino equivocado y permitir que
siguiera por él. Empezó a caminar arriba y abajo de
la habitación, haciendo que sus suelas rascaran la
pintura del suelo, manchada por el ácido.
Las relaciones entre los Aterrizadores y el Cubo se
habían agriado hacia el año 3288, poco después de
que le acusaran de haberle lavado el cerebro a
Figuera, que desde entonces se había convertido en
un ermitaño místico y contemplativo que vivía en
las cavernas del Parque 1 Nueva Inglaterra.
—¿Y qué? —había contestado OC—. Sigue siendo
un Aterrizador.
—Metano —dijeron ellos secamente—. Está
todavía más congelado que tú, y no va a bajar. No
tenemos tiempo para mentes que no funcionan.
—La colonia lo necesita para que sirva de
contrapeso a vuestra terquedad.
—No vamos a llevarlo con nosotros.
—Entonces tampoco vosotros iréis.
La irritación había ido aumentando en proporción
inversa a la distancia que faltaba hasta Canopus. El
Cubo había dejado de hablar excepto cuando se le
dirigía la palabra, y entonces lo hacía tan
544
lacónicamente como le era posible: Sí. No. 12,83.
Ninguna ayuda, ningún trabajo sobre los datos...
Por mucho que odiara admitirlo, Tracer echaba de
menos al parlanchín Cubielo de su juventud. Había
crecido acostumbrada a una presencia ubicua que
hablaba en tonos metálicos y siempre estaba
disponible, siempre teniendo preparada una
palabra amistosa, una advertencia, lo que pidiera la
situación, fuera lo que fuese.
Ahora la presencia, no menos ubicua, era un
Mirón irritado. Al menos para los Aterrizadores.
Aparentemente, seguía mostrándose amistoso con
los Viajeros. Maldición, pensó, no es justo. Un piojoso
ordenador... En vez de hacer lo que le decimos, hace lo que
quiere. Va a dejamos ahí abajo sin él equipo suficiente, y
nos condenará a todos a morir. Tengo que ponerle fin a
esto.
Sus ojos recorrieron abatidos su banco de trabajo,
y se acabaron posando en el frasco. El polvo
plateado la hipnotizaba. En lo más recóndito de su
mente se formó una idea. Al principio intentó huir
de ella, pero después se hizo atractiva... Necesitaría
unos cuantos artículos.
Ignorando deliberadamente el frasco, fue hacia la
abollada compuerta de la unidad de suministros y
dijo:
—Cubo, quiero una docena de radiocápsulas..., de
545
las que se abren al recibir una señal dada, de un cc
cada una. Quiero un transmisor sintonizado con
ellas. También una docena de cámaras de prueba
herméticas lo bastante grandes para contener las
cápsulas; las cámaras necesitarán conexiones para
el suministro de aire y agua.
Los artículos cayeron rápidamente en sus manos,
que los esperaban, sin que mediara ningún
comentario, pero la presión de los ojos de la unidad
mural encendió sus mejillas con un cálido fuego.
Sus pies tropezaban entre sí. Seguramente el Cubo
leería sus planes, tenían que estar impresos en su
frente..., pero no apareció ningún servo, por lo cual
los llevó a cabo. Ya veríamos de quién era la mano
más rápida y de quién el ojo más lento...
Cuarenta y cinco minutos más tarde las cápsulas
estaban llenas de ESP que, por alguna razón, olía
igual que los tomates maduros. Recorrió la hilera de
cámaras de prueba, colocando una cápsula en cada
una hasta que todas estuvieron llenas y sus puertas
bien aseguradas.
—Proporciónale a cada cámara un ambiente
distinto y mide la longitud de tiempo necesario para
que se produzca el deterioro y el estallido, si llega a
ocurrir —le dijo al Cubo—. Llena la número uno de
agua. Mantén la humedad relativa en el número
doce con relación al cero por ciento. Sitúa las otras
546
entre esos dos extremos. ¿Puedo conseguir más?
—Sí.
—¿Cuántas?
—Tantas como pueda permitirse su presupuesto.
—Bien. —Hizo una pausa para pensar, y pasó sus
largos y delgados dedos a través de su cabellera
rojizo castaña mientras lo hacía. En la voz de OC no
había notado ni un solo rastro de sospecha; eso la
animaba—. Mañana prepararemos ambientes
donde varíe la humedad; más tarde, cuando
empiecen a llegar los resultados, querré algunos
donde también cambien las temperaturas. Eso es
todo por hoy.
Cuando volvía a casa del laboratorio, se detuvo en
la oficina de Ivan Kinney y lo encontró tendido en
su sofá, echando una cabezada. Sus enormes pies
estaban descalzos; agarró su dedo gordo y lo
retorció suavemente.
—¡Ay! —Se irguió de golpe y se frotó sus azules
ojos—. Oh, BJ..., ¿qué tal te va?
—Ivan —dijo ella, bajándole las piernas al suelo
para poder dejarse caer en el sofá—, tenemos que
hablar con Mary Ioanni.
—¿Por qué? —Cuando se puso en pie, el sofá
exhaló con un audible alivio.
—Está en buenas relaciones con el Cubo, dado que
dirige a los Viajeros.
547
Kinney estaba al otro lado de su oficina,
encorvado sobre una pileta, echándose agua en su
cara de toscos rasgos. Mientras buscaba a tientas
una gruesa toalla roja, dijo:
—¿Y qué tiene que ver eso con lo que pretendes?
—Deberíamos pedirle que usara su influencia
para hacer que cooperara más animadamente con
nosotros... Resulta frustrante su forma de
observarte durante todo el tiempo y no pronunciar
nunca ni una sola palabra de aliento.
Tras haber arrojado su toalla hacia la percha, se
puso las sandalias y pasó las maltrechas tiras de
éstas por detrás de sus tobillos.
—Estoy de acuerdo en que Corazón de Hielo no
ha estado ofreciéndose muy voluntariamente como
ayudante, pero, ¿importa eso?
Ella olisqueó el aire, como si detectara algo
podrido.
—He perdido cuatro meses en un proyecto de
investigación porque no lo hizo.
—BJ, seguimos estando a tres años de Canopus...,
y probablemente a quince del aterrizaje. ¿Qué son
cuatro meses?
—¡Un tiempo condenadamente demasiado largo
para desperdiciarlo! —Sus ojos eran dos esmeraldas
ardientes—. Deberíamos tenerlo todo listo antes de
que aterrizáramos...
548
—BJ, no sabemos lo que nos espera... ¿Por qué
hacer algo ajustado a unos ambientes que quizá no
existan?
—Es inútil discutir contigo. —Estaba exasperada,
pero acariciar el cilindro de cristal que había en su
bolsillo la calmó—. Escucha..., ¿estás de acuerdo en
que, si se le pasara la rabieta, eso mejoraría las cosas
en toda la nave?
—Claro, eso no lo discuto. —Estudió su túnica
verde hoja en el espejo, y la alisó en los sitios que se
habían arrugado durante su siesta.
—¡Muy bien! Entonces, visitemos a Mary Ioanni
y...
—Vale. —Alzó las manos en un burlón gesto de
rendirse—. Iremos. ¿Sólo tú y yo? ¿O...?
Se mordisqueó su opulento labio inferior.
—Toda la jerarquía de los Aterrizadores.
—Estupendo. —Señaló hacia el sensor—. Corazón
de Hielo, ponme con Mary Ioanni, por favor.
La unidad guardó silencio, pero un instante
después la familiar voz de la Ioanni dijo:
—¿Sí?
—Ivan Kinney —dijo él—. ¿Podríamos visitarte yo
y unos cuantos colegas?
—¿Ahora mismo?
—Si es posible...
—Claro. —Parecía sorprendida; hacía meses que
549
Kinney no le hablaba—. Podéis venir.
De los otros cuatro, dos estaban ocupados. Sólo
Billie Mandell y Triscata Launder podían
acompañarles.
—Vamos —le dijo a Tracer.
Se levantó envaradamente del sofá. Tenía los
músculos doloridos de haber estado en pie todo el
día. Se estiró —sin importarle en lo más mínimo la
forma en que los ojos de Kinney recorrieron su torso
cuando alzó los brazos por encima de su cabeza,
pasándolos hacia atrás—, y dijo:
—De acuerdo.
Tres minutos después se reunieron ante la suite de
Ioanni, frente a la que se exhibía un regimiento de
tulipanes. No había niños rondando el lugar: los de
Ioanni estaban casados y vivían en sus propias
suites con los nietos de ésta, pero su esposo, Salim
Falaka, estaba saliendo justo entonces. Con una
grácil reverencia, mantuvo abierta la puerta para
que entrasen.
La sonrisa de Ioanni era cálida y sincera.
Cogiéndoles las manos, besó a los cuatro en las
mejillas.
—Antes de que pasemos a hablar de negocios, y
por vuestras caras de seriedad tiene que tratarse de
eso, ¿qué os gustaría beber?
—Agua con hielo —dijo Tracer. El simbolismo la
550
complació.
Un instante después tenía en su mano el vaso, alto
y frío, y estuvo escuchando el ruido de los cubitos
haciendo de contrapunto a la conversación iniciada
por Kinney. Para ser un científico era
razonablemente elocuente, y explicó su caso en
términos breves pero persuasivos.
—Ya lo ves —concluyó—, si Corazón de Hielo no
nos deja usar la nave para la colonia, no estaremos
tan preparados como podríamos estarlo en caso
contrario..., y podría ayudarnos con tan sólo
abandonar esta rabieta infantil. Hay tantos pasos
que podría ahorrarnos..., pero no quiere hablar con
nosotros salvo cuando le hacemos preguntas
directas. ¿Podrías convencerle?
Ioanni se rió; el sonido era ronco y lleno de
regocijo.
—Puedo intentarlo —dijo, volviendo su cabeza
hacia la rejilla gris de la unidad mural—. Orondo
Capitán, ya has oído todo esto. ¿Quieres hacer
algún comentario?
—No tengo ninguna objeción a ser educado —
replicaron los altavoces—, pero los Aterrizadores
están haciendo constantemente planes para
obligarme a que acceda a mi propia
autodestrucción, y eso es algo que no voy a tolerar.
—Escucha, Corazón de... —empezó a decir
551
Kinney.
—No, escúcheme usted. Ha estado haciendo
planes contra mí durante largo tiempo, y ahora
quiere que le ayude..., ¿por qué debería hacerlo?
—Si tuviéramos la sensación de que no te
necesitamos, no haríamos planes.
—Entonces, ¿está diciendo que si les ayudo
abandonarán sus planes para convertirme en casas?
—Sí.
—¡No! —gritó Tracer, levantándose de un salto
mientras su mano se metía en su bolsillo en busca
del frasco. En su otra mano sostenía firmemente el
vaso con el agua helada; quitó el tapón del frasco
con los dientes—. ¡Que nadie se mueva!
—¿Qué está haciendo? —preguntó OC.
—Esto es ESP: si lo echo dentro de esta agua,
estallará..., hará un agujero a través de todo este
condenado casco..., que nadie se mueva. —Le hizo
una seña con la cabeza a Ioanni—. Tiéndete en el
suelo.
Pálida pero tranquila, Ioanni obedeció.
—Boca abajo.
Se dio la vuelta.
Tracer tomó asiento sobre el trasero de Ioanni,
equilibrándose cuidadosamente.
—Ahora, entended esto bien, todos vosotros.
Vamos a ponerle fin a esta tontería ahora mismo...,
552
o de lo contrario hago estallar esto. ¿Me oyes, Cubo?
—Sí.
—Nada de gas anestesiante. —Inclinó el recipiente
para que su borde quedara suspendido sobre el
vaso—. Con sólo que me sienta un poco soñolienta,
lo haré.
—BJ —dijo Kinney—, esto es un error, qué estás
haciendo..., por favor, deja el ESP..., la violencia no
resolverá el problema.
Fascinada, observó el levísimo temblor de sus
pálidos dedos. En su estómago había una serpiente
suelta: lo último que deseaba era verse obligada a
echar el ESP en el agua. No era una persona
violenta, realmente no; sólo una persona que creía
muy firmemente en algo... La tensión agudizaba sus
sentidos; podía oír el minúsculo, minúsculo sonido
del cristal rozando el cristal... Estaba intentando
demostrar que tenía razón, eso era todo, nada más,
demostrarle a todo el mundo lo serio que era esto,
obligar al Cubo a que abandonara sus locos planes
antihumanos y se sometiera a ellos.
—Estoy harto de todos ustedes —dijeron
secamente los altavoces—. Si destroza este lugar no
me hará ningún daño: sobreviviré a cualquier cosa
que ocurra, pero será el final de todos ustedes.
¿Creen que pueden obligarme a que me entregue?
Metano. No voy a consentir esto. Vamos a pasar de
553
largo por el sistema de Canopus, eso es todo. No
habrá entrada, ni aterrizaje, ni nada de nada.
Kinney esperó a que siguiera hablando, pero
cuando el silencio empezó a colgar pesadamente en
la atmósfera, obligó a sus ojos a que miraran a
Tracer y dijo:
—BJ, por favor, esto es un error... Ya hemos
superado este tipo de comportamiento, ¿no crees?
Hemos madurado demasiado para actuar así. Por
favor. Deja eso en el suelo.
—Ya. —Tenía la sensación de estar borracha y
lanzó una risita. En los rostros de todos se notaba el
shock, y también eso la divertía—. Si no quieres que
todo esto haga ¡blam!, ve a la nevera del Cubo y
desconéctalo.
—No lo permitiré —dijo la voz, metálica y
monótona.
—Entonces tu preciosa Mary Ioanni se convertirá
en una nube de humo.
—Y tú te irás con ella.
—¿Y qué? Si no vas a bajar, no me importa. —
Inclinó el recipiente una fracción de centímetro.
—Vosotros tres —dijo OC con resignación—,
venid a la unidad central.
—OC... —jadeó Ioanni.
—Lo siento, Mary. —La puerta que daba al pasillo
se abrió—. Venid los tres.
554
Cuando se iban, Ioanni dijo:
—Capitán, no, por favor. No lo merezco...
—Lo siento mucho, Mary. De veras, lo siento.
Antes de que Tracer pudiera reaccionar, un
destello mecánico llenó el umbral: un servo.
Empujaba hacia ellas un objeto redondo. Cuando se
disponía a echar el contenido del frasco en el líquido
vio que el objeto era una placa gravitatoria portátil.
Tuvo el tiempo justo para preguntarse qué pensaba
estar haciendo el Cubo cuando...
Era una placa de corto alcance, dispuesta a 10
gravedades, y logró ahogar casi toda la fuerza de la
explosión.
Con todo, el casco se agujereó.
Ninguno de los cuerpos fue recuperado jamás.
Entramos en el sistema de Canopus a finales de
marzo de 3295. Determinar una fecha más precisa
será imposible durante algunos años, porque no se
pueden definir las fronteras de un sistema hasta que
no has trazado las órbitas de todos los cuerpos que
hay en su interior. El planeta más cercano sigue
estando a 200 millones de kilómetros hacia el sol,
pero en nuestra vecindad hay cometas, y el polvo
baila, y los fragmentos rocosos se preparan para el
largo viaje alrededor de su elipse.
Les he encontrado un mundo a los Aterrizadores.
555
Parece hermoso visto por los aparatos: azúcar
hilado envolviendo una bola beige y topacio. Es un
poco más pequeño que la Tierra, pero, como para
compensarlo, su densidad es un tanto mayor. Las
estimaciones iniciales sitúan su gravedad en cerca
de 1,08. Dado que de todas formas tengo que frenar,
conecto el estatocolector y freno a 10,8 metros/seg2.
Esto apaga las unidades gravitatorias de la nave.
Los residentes de los niveles impares o se van a otro
sitio o viven en sus techos, pero la falta de espacio y
los inconvenientes son temporales.
La espectroscopia a larga distancia revela oxígeno,
dióxido de carbono y nitrógeno en la atmósfera;
también grita: «¡Agua en la superficie!». Pero hacer
mapas por radar es difícil: la atmósfera absorbe,
apaga y refracta las ondas. Creo ver llanuras,
océanos y cuatro monstruosas cadenas de montañas
principales. Algo así como un tercio de la superficie
del mundo es tierra.
Ahí abajo hay mareas extrañas: el planeta tiene
cuatro lunas, una dos veces tan grande como
aquella bajo la cual crecí, otra que se acerca a ese
tamaño y dos pequeñas, mucho más pequeñas
aunque muy próximas.
Pero no puedo empezar a hacer planes porque
primero debo sostener una batalla con los
Aterrizadores..., y no he sido yo quien la ha
556
desencadenado.
Amontonados en sus cuarteles generales, la
antigua Sala Común 12‐SE, se halla un grupo de
efímeras con los rostros más ceñudos que he visto
en mucho tiempo. Ivan Kinney es su portavoz.
Incómodo en su papel, debe haberlo aceptado bajo
una fuerte presión. Se encuentra tras una larga mesa
de fórmica, jugueteando con los cables, los
cortadores, los prototipos de equipos de
supervivencia y las varas aturdidoras eléctricas no
letales que cubren la superficie de la mesa.
—Corazón de Hielo —dice gravemente—, ha
llegado el momento de que aclaremos esto.
—¿El qué?
—El asunto de si consientes el que te
canibalicemos.
—Pensé que habíamos resuelto ese problema hace
ya mucho tiempo.
—No. —Se rasca la cabeza y luego la mueve de un
lado a otro. No mira a los otros en busca de apoyo...,
se limita a hacer que crujan sus nudillos y sigue
hablando—. Lo hemos calculado todo, y no creemos
que sea posible sobrevivir sin el material que hay en
ti.
—Olvidaos de eso —digo—. No vais a
conseguirlo.
—Debemos tenerlo.
557
—De acuerdo. —Voy a mentir, pero ellos nunca lo
sabrán—. No me separaré de mi cuerpo, y vosotros
no podéis sobrevivir sin él. Por lo tanto, antes que
condenaros a todos a la muerte, pasaré de largo ante
el planeta. Ya vamos con dirección al sistema, así
que es demasiado tarde para evitar ese rodeo, pero
puedo usar el sol para seguir una trayectoria de
honda. Quizá cuando pasemos la siguiente vez
junto a un mundo habitable no seréis tan codiciosos.
No debería hacer falta más de unos doscientos años.
Tras escucharme en silencio, con la cabeza
inclinada, alza ahora los ojos. Sus iris azules están
obscuros y decididos.
—Pensamos que dirías eso..., pero te daremos una
oportunidad para que cambies de parecer. Como
probablemente ya te han dicho tus monitores,
hemos colocado un pelotón de hombres ante la
puerta del pasillo que lleva a tu bóveda. Déjales
entrar y permite que te desconecten de los circuitos.
Me río.
—¿Quién dirigirá la nave?
—Hemos construido un sustituto. —Señala con la
mano hacia el rincón más alejado, donde se
encuentra una voluminosa pero competente unidad
que yo les ayudé a diseñar hace diez años. Si se la
instalara en mi puesto haría el trabajo, quizá sin mi
originalidad o mi sentido del humor, pero de todas
558
formas a los Aterrizadores no les gustan esos
atributos—. La colocaremos en tu bóveda en cuanto
estés desconectado.
—Lo siento —digo—. Me niego a ello.
Se encoge de hombros; muestra una maravillosa y
despreocupada tranquilidad.
—Entonces, tendremos que atacarte y apoderarnos
del control.
—Me harán falta veinte segundos para dejaros a
todos sin sentido.
—Me temo que no. —Abre un equipo de
supervivencia y saca de él una capucha de plástico
transparente—. ¿Reconoces esto?
—Debería. Yo hice todo el trabajo químico. —Es
una membrana de permeabilidad selectiva, que se
lleva con el lado brillante hacia fuera. El oxígeno
puede penetrar en ellas por osmosis; resultan
permeables al dióxido de carbono, que puede salir
por ellas. Mi gas flotaría en vano ante ellas—. Y
supongo que todos tenéis una, ¿no?
—Exactamente. —Sonríe como un jugador de
ajedrez que ha conseguido meter a su oponente en
un rincón del tablero donde la situación es grave
pero no fatal.
Hago avanzar una torre.
—Por supuesto, a mis servos no les harían falta
más que... —pausa de un nanosegundo para el
559
cálculo—... tres minutos para quitároslas a todos, lo
cual quiere decir que en doscientos segundos...
—Lo siento. —Alza la vara que suelta descargas
eléctricas—. Hemos descubierto algo sobre esto...
No matarán a un mamífero grande, pero desde
luego convertirán en un desastre los mecanismos
internos de un servo. Un solo toque..., ¡prrrt!
Inutilizado.
—Hmmm. —Y también he fabricado 100.000 de
esas varas..., tendría que haber previsto lo que le
harían a mis servidores, pero...—. ¿Te importa si
hago una prueba?
—Adelante.
Hago entrar a un servo por el umbral; Kinney gira
sobre sí mismo, con la vara preparada. Hago una
finta. Él esquiva. La mesa se agita, y algunas
herramientas caen de ella. Me lanzo sobre él. Mueve
su vara. El servo muere en una lluvia de chispas.
—Impresionante —digo. Calculando el tiempo
necesario para diseñar un artefacto inmune y luego
el tiempo que haría falta para producir los
suficientes para que les quitaran las máscaras a los
Aterrizadores, me doy cuenta de que, si tienen tres
semanas sin oposición alguna...—. Apostaría a que
crees que me tienes vencido.
La sonrisa que hay en el tosco rostro de Kinney se
hace levemente más pronunciada; aparece otro
560
milímetro de dientes, blancos y relucientes.
—Pensamos que sabrás ver las ventajas de la
cooperación —me dice apaciblemente.
—Del suicidio, querrás decir —resoplo—. Pero no
las veo. Mira, os pasaréis un tiempo
condenadamente largo intentando aislarme de los
circuitos si tenéis que trabajar bajo 5 gravedades. Ya
sabes que puedo manejar esas unidades
gravitatorias de ahí arriba...
—Lo bueno de los ordenadores —dice, como si
esto no tuviera nada que ver con nuestra discusión
actual, o eso me parece—, es que son tan
predecibles... Imaginamos que dirías eso.
Comprueba los pasillos de servicio entre el tres dos
cinco y el tres dos seis y los que llevan a tu núcleo...
¿Ves a toda esa gente? ¿Y el equipo?
Miro. En cada uno de los cuatro pasillos hay
docenas de obreros pegados a las escotillas internas.
Sopletes de oxiacetileno, colocados en el techo y el
suelo para que los cambios de gravedad no los
hagan moverse a menos que se arranque la cubierta,
asoman sus desnudos y ominosos hocicos. Cada
obrero lleva un equipo de supervivencia y una vara
eléctrica; en su cintura hay un cinturón de
herramientas con una palanca para abrir las placas
metálicas y cortadores de alambre.
—Maldición —digo, irritado conmigo mismo—.
561
Pensé que eran cuadrillas de mantenimiento.
—Hemos calculado que los sopletes pueden cortar
tus escotillas en menos de diez minutos,
funcionando sin que nadie los guíe —dice con
modestia Kinney—. Por supuesto, más allá las
cubiertas no tienen gravedad..., pero el núcleo
contiene los cables que llevan a todas las cubiertas
con gravedad. Todas las unidades gravitatorias se
apagarán once o doce minutos después de que yo
dé la señal. Cinco gravedades pueden soportarse
durante ese tiempo. Preferiríamos no tener que
llegar a eso... La nave no está diseñada para
gravedad cero y las cosas flotarían por todas partes
hasta que hubiéramos remendado los cableados...
pero lo haremos si no sales de los circuitos.
—Como probablemente sabrás —contraataco
yo—, tengo unos ventiladores tremendos y, si das
la señal, si uno solo de tus hombres saca de su
cinturón un destornillador..., los conectaré. ¿Dices
que tienes diez minutos? Puedo dejar la presión
atmosférica en un cuarenta y ocho por ciento de lo
normal en ese tiempo, y los ventiladores seguirán
abiertos hasta que hayáis reparado todo el cableado.
Incluso si trabajáis al máximo de velocidad, os
harán falta otros veinte minutos para los cables, y
después tendréis que subir hasta ahí vuestro
ordenador sustituto y conectarlo... Dime, Kinney,
562
¿te gusta respirar en el vacío?
Su rostro se ha vuelto pálido; sus ojos son dos
huevos de petirrojo en un banco de nieve. Le
tiemblan las rodillas. Sin embargo, su voz se
mantiene admirablemente firme y tranquila.
—Acabarías con las vidas de todos los que están a
bordo si intentaras hacer eso.
—Ajá.
Alguien de la primera fila agita la cabeza, y
Kinney parece sacar fuerzas de ese gesto.
—No —dice—, no —y esta vez en su tono hay
confianza—, no serías capaz de hacer eso... Tienes
que estar programado en contra de tal acción.
La única orden que me afecta —y eso no voy a
contárselo a él—, es que debo desembarcar a la
gente en un mundo habitable del sistema de
Canopus. Pero acabar con todas las efímeras no
pondría en peligro la misión: tengo montones de
esperma y óvulos en los bancos de ADN, miles de
cubas donde hacerlos crecer..., y, en voz alta, digo:
—Ponme a prueba.
—¡Maldición, sólo eres una máquina! ¡No puedes
ir por ahí matando humanos!
Es hora de contárselo.
—No soy una máquina, aunque todo mi cuerpo y
la mayor parte de mis centros de datos lo sean. Soy
un ser humano, o lo fui. ¿Has oído hablar alguna
563
vez de un cerebro‐ordenador?
Los que escuchaban se quedan boquiabiertos;
Kinney retrocede como si acabara de recibir un
golpe.
—Yo... —Su garganta, enronquecida, le falla.
Carraspea, aclarándola—. No puedo creer eso —
dice por fin—. Es... un gambito, eso es todo.
—Por favor, examina la pantalla.
Las cabezas se vuelven hacia la pared de la
derecha, en cuyo centro hay una gran pantalla. La
cámara recorre mi unidad central: alta, en forma de
caja, provista de ruedas, con cables y tubos
entrando y saliendo de ella, rodeándola por todas
partes. Un servo se encuentra en la bóveda con ella
(nunca está sin protección), y muevo la cámara hacia
esa unidad. Su garra abre la puerta del armario
metálico. En el recipiente de plástico que hay dentro
flota mi cerebro..., yo. Tiene un aspecto
notablemente obsceno.
—¡Dios mío! —se atraganta Kinney. Su mano
derecha protege su yugular.
—Ahora, ¿empiezas a comprender por qué me
defiendo? ¿Ves por qué no os permitiré que me
utilicéis como viviendas?
Se recupera rápidamente, debo concederle eso.
—Pero mira —dice en tono conciliador—, no te
mataremos..., lo único que haremos será continuar
564
utilizándote..., o... —tiene el rostro enrojecido—,
supongo que eso puede no gustarte, te
devolveremos tu libertad..., tu unidad de ahí dentro
tiene ruedas y podríamos conectarle un motor,
podrías...
—No puedes darme la libertad, Kinney..., ya la
tengo. No voy a entregarla. Y tampoco voy a
cambiar mi cuerpo por un motor de un caballo y
medio de potencia. Me gusta lo que soy ahora.
Tengo intención de seguir así. Y ahora, por favor,
¿actuaréis como seres racionales o...?
—Jesús... —Está intentando hallar una solución en
la que no esté implicado el matar. Tengo que
reconocerlo, la cultura de las efímeras ha recorrido
un largo camino. Ahora que comprenden mi
naturaleza, están dispuestos a buscar una solución
mejor.
—Escuchadme —digo, rompiendo ese silencio
que parece de tumba—, debéis haber pasado mucho
tiempo preparando todo esto.
—Tres años —replica distraídamente Kinney—.
Desde que BJ...
—Nunca llegué a detectar nada de él..., ¿por qué?
—Todo fue hecho en blip‐habla. —Me hace una
demostración, y por fin sé por qué algunas efímeras
parecían tan parlanchinas—. O notas pasadas
subrepticiamente en habitaciones sin ojos. Todo,
565
hasta el último detalle..., pero no lo sabíamos, no
teníamos ni idea de que...
—Ya veo. —Hago una pausa para pensar. Quieren
realmente mi cuerpo. Más aún, están sinceramente
convencidos de que necesitan tenerlo para
sobrevivir.
Bajo estas circunstancias, llevarlos al planeta
sería... Bueno, no del todo parecido a un asesinato,
pero sí condenadamente cercano a eso. Se han
colocado en una posición en la que una profecía que
sus mentes estarían dispuestas a cumplir como
fuera podría arruinarles a todos... No puedo
limitarme a dejar que ocurra eso.
—Tengo una idea —digo.
—¿Eh?
—Mirad..., estamos penetrando por encima del
plano de la eclíptica, pero con unos pocos cambios
de rumbo y algunas maniobras podemos entrar en
ella. Hay un cinturón de asteroides. Puedo recoger
material... Ahora que lo pienso, podría hacer eso
después de haberos bajado... No, mejor antes. Lo
recojo y, cuando estemos en órbita, lo moldeo para
que forme las casas que mi casco habría
proporcionado. ¿Qué os parece eso? Discuten
durante un tiempo..., un tiempo bastante largo;
algunos de ellos seguirán quejándose al respecto
años después de que me haya ido. Pero unas
566
cuantas observaciones astutamente deslizadas
sobre el hecho de que el material será un milenio
más joven y, presumiblemente, menos sujeto a la
fatiga del metal, me consiguen la victoria. Están de
acuerdo. Kinney les hace una seña a los invasores
de que se dispersen. Yo mando servos para recoger
las varas eléctricas, prometiendo devolverlas
cuando los Aterrizadores vayan a bajar. (Y,
mientras tanto, poniéndome a trabajar en un diseño
que sea inmune a las descargas eléctricas.) Juntos
calculamos los cambios de rumbo que nos llevarán
a través del cinturón de asteroides en un viaje
minero.
Y el trayecto es devastador para los nervios.
Aunque el cinturón no se halla tan congestionado
como solía estarlo la autopista de Santa Mónica, las
energías cinéticas involucradas en él son
significativamente más altas. Aunque estoy
frenando y el estatocolector (que consigue al mismo
tiempo combustible para los motores y pequeños
asteroides para la colonización) despeja la zona
situada inmediatamente delante de nosotros,
nuevas rocas aparecen silbando a los lados. Soy
demasiado grande para ser ágil. Mis ojos y mis
oídos se esfuerzan hasta el límite para detectar el
tráfico de objetos que se nos aproxima.
Virtualmente todo mi tiempo está dedicado a
567
recalcular continuamente mi ruta de vuelo..., parar,
arrancar, invertir motores; ¡girar, rápido! Un chorro
largo, un breve eructo, la fusión enfurecida ante la
amenaza de los meteoritos, ¡agujereado! Los servos
colocan parches en los mamparos; los Aterrizadores
se muerden las uñas hasta quedarse sin (ojalá yo
tuviera unas cuantas, ahora mismo podría
mordisquearme unas pocas). ¡Sacudida! ¡Salto!
Girar..., y estamos fuera de la zona de peligro, con
doscientos millones de toneladas de roca en la
bodega.
Orbitamos Canopus XXIV durante seis meses
antes de que las sondas nos digan que su atmósfera
es segura, su vida microscópica nativa demasiado
diferente para ser peligrosa, y sus zonas emergidas,
al parecer, no habitadas por ninguna inteligencia.
Mientras continúan las exploraciones, yo voy
convirtiendo la cosecha metálica en alojamientos
modulares de base única.
Por fin Ivan Kinney decide bajar. Desconecto las
unidades gravitatorias para proporcionar una
gravedad cero. La escotilla que da al núcleo en el
321‐2 Norte golpea el mamparo; oxígeno a presión
impulsa la navecilla de aterrizaje a lo largo del
Corredor de Servicio 321‐2 Norte. Se detiene entre
dos compuertas. 120 atrevidos —algunos ansiosos,
otros tan asustados que casi no saben dónde están—
568
, suben a ella. La compuerta exterior se abre; otro
chorro de oxígeno lanza la aguja de aluminio al
espacio, dentro del que se orienta a sí misma y
despliega sus alas.
—¿Seguro que sabes cómo hacer volar eso, Ivan?
—digo por radio.
—He pasado veinte años en los aparatos de
entrenamiento —me responde—. Si no sé hacerlo
ahora, nunca sabré.
75.000 pares de ojos arden a través de las portillas
para contemplar cómo el morro de la delgada y
larga nave se dirige hacia la penumbra y se hunde
en el lado nocturno. Un gran suspiro asciende en el
aire cuando se pierde de vista, pero los radares
muestran lo que perciben en las pantallas. La vigilia
continúa. La atmósfera se llena de humo. En todas
partes se van tensando los músculos a medida que
los datos de altura enviados por telemetría se van
convirtiendo en una sola cifra. Abro los circuitos de
habla y todos oímos:
—¡Hemos bajado! —La voz de Kinney es casi
dominada por los gritos, los vítores y los
penetrantes silbidos.
—¿Qué aspecto tiene? —pregunto.
—Llano. Alguna especie de vida vegetal, parecida
a la hierba, rodeándonos por completo y
extendiéndose hasta el horizonte..., que es irregular;
569
deben ser montañas... Jesús, qué raro se siente uno
al estar aquí... El suelo es duro, vamos a salir y echar
un vistazo... maldición, no puedo creer que lo
hayamos conseguido.
El resto de las efímeras gritan de alegría. Y gritan.
Y gritan.
Ahora ya han bajado todos. 68.912. Han hecho
falta 575 navecillas; sólo me quedan 77. Fueron
bajando una cada vez, y sus vuelos fueron
alternados con el envío de suministros. De
momento llevamos dieciocho meses, y queda aún
un montón por hacer.
Los Viajeros están ayudando a fabricar lo que
debería haber fabricado la colonia recién nacida si
yo me hubiera rendido. Calculamos que en tres
años más, quizá cuatro... Sería más fácil de predecir
si los paracaídas no fallaran de vez en cuando...
Y ahora nos estamos marchando, tras emitir un
último mensaje de adiós a la Colonia Canopus que
fue oído por dos operadores de radio, un puñado
de grabadoras y Sangría. Ahí abajo están muy
ocupados; no tienen tiempo para despedidas
sentimentales.
Aquí arriba los ojos también están secos, aunque
las narices de seis mil ocho Pasajeros estén
achatadas contra las portillas a medida que
Canopus XXIV se empequeñece. Se han
570
acostumbrado a su presencia, a su enorme y cálida
solidaridad... Pasará un tiempo antes de que
vuelvan a ver algo parecido.
Los colonos no nos echarán de menos. Tienen sus
cuatro lunas, que nos han impedido competir de
noche por su atención. Tienen sus casas y su
maquinaria, más de la que pueden utilizar, con lo
cual deberían estar psicológicamente preparados
para nuestra ausencia. También tienen a Sangria el
F‐ordenador, que tiene un duplicado de cuanto hay
en mis bancos.
Así pues, de nuevo hacia el cinturón de asteroides,
donde cosecharemos el mineral suficiente para
construir 100.000 motores MRL y recuperar
nuestros casi agotados recursos. A partir de ahí...,
todavía no hemos trazado un rumbo.
Pero de una cosa sí estoy seguro.
Voy a hablar con algunos alienígenas.
FIN
571