El Filosofo
El Filosofo
Resumen
En este artículo el autor propone reflexionar sobre la posibilidad de un futuro para la filosofía.
Comienza el autor reconociendo una crisis de la filosofía y observa que dicha crisis se
presenta en dos frentes: uno interno y otro externo. En el frente interno, son los propios
filósofos los que no reconocen el valor de la filosofía. En el externo, es la sociedad del
espectáculo la que niega valor a la filosofía. La salida a la crisis el autor la propone primero
en una mirada genealógica de la filosofía para reconocer su particularidad y su valor; en
seguida, el autor se proponer reflexionar sobre la practicidad de la filosofía indagando acerca
de las funciones de la filosofía. El autor cree que esta es la salida de la crisis: reconocer el
auténtico valor de la filosofía complementando las diferentes exigencias que la filosofía hoy
debe responder.
¿Cuáles son las preguntas de la filosofía? Es un ejercicio muy aleccionador hacer esta clase
de preguntas a personas de diferentes especialidades. La respuesta es siempre
decepcionante: ¿quién soy?, ¿cuál es el origen de la vida?, ¿qué es el hombre?, etc. Por
supuesto, aparecerán muchas otras preguntas más que comparten el mismo carácter de
amplitud, vaguedad e inutilidad que las primeras. Las respuestas solo reflejan los
estereotipos con que la sociedad define a la filosofía y al trabajo de los filósofos. Estereotipos
que, sin embargo, no son gratuitos. Tales definiciones son corolario de una historia, o de la
manera en que nos hemos contado la historia, y del rol que los filósofos han cumplido y
cumplen en ella. Después de esta lección, no es extraña la situación que padecen los cursos
de filosofía en las universidades, en el Perú y en muchos lugares del mundo. Las autoridades
en diferentes facultades discuten sobre la pertinencia de los cursos de filosofía para la
formación de los profesionales a su cargo. En muchas facultades, el resultado de tal
discusión es la eliminación de un curso o la nueva definición de un carácter electivo para el
mismo. La situación es mundial: en España se ha planteado reducir a un 75% la enseñanza
de la filosofía en el Bachillerato; en Japón, el nuevo plan de Desarrollo de la Universidad
Nacional, que entrará en vigencia en abril del 2016, exige a las Universidades Públicas
optimizar recursos para afianzar las áreas de ciencia y tecnología, y se sugiere que dicha
optimización incluya el recorte para las carreras de humanidades, entre ellas la filosofía
(Kakuchi, 2015).
No puedo negar lo decepcionante que me resulta una situación como esta. Al contrario de
ello, cuando yo pienso en la filosofía, no solo pienso en un curso universitario; veo más bien
una institución de carácter cultural, cuyo fin rebasa las aulas de la universidad para
entrelazarse con los fines mismos de la sociedad. La filosofía es el espíritu creador del ser
humano que se concreta en escritos – libros y revistas – discursos, investigaciones; pero que
también lo integran las personas, los centros de investigación, los departamentos
académicos, y los recursos con los que estos cuentan; y que al igual que otras disciplinas,
lleva consigo un fin social. Sea en el aula de clases o fuera de ella, la filosofía es la expresión
de la esperanza en una sociedad mejor, más justa, más humana y más autoconsciente.
Cuando los administradores de la universidad piensan que el curso de filosofía es
prescindible, realmente no reconocen todo el potencial de la filosofía para el individuo y para
la sociedad. Cuando los alumnos o los mismos profesores de filosofía restringen la dinámica
del aula de clases a una mera repetición de anécdotas o dichos, entonces tampoco son
conscientes del desperdicio de horas y energías que están desarrollando, y que es uno de
los principales causantes del desprestigio del curso. Así pues, a la filosofía le constriñen dos
frentes: uno interno y otro externo. En el frente externo, por un lado, la agresividad del mundo
laboral, con su carácter práctico, ejecutivo e inmediatista; y, por otro lado, las
omniabarcantes exigencias de las ciencias exactas que degradan las formas alternativas de
investigación (Pieper, 1981). En el frente interno, la lucha es de la filosofía consigo misma.
Ante tal cúmulo de exigencias y cambios culturales, son los propios filósofos los que no
reconocen su rol y potencialidad deambulando muchas veces entre un remedo de las
ciencias o aludiendo más bien a un momento de quiebre en el que la filosofía, junto a todos
los meta-relatos han quedado superados. Como dice Hannah Arendt (2002), la filosofía
comenzó a morir cuando los propios filósofos comenzaron a hablar del fin de la metafísica.
Con este ensayo busco que dar luces a ese rol de la filosofía en las condiciones actuales. Mi
respuesta a los dos frentes planteados es, en breve, que el mundo laboral se equivoca al
restarle practicidad a la filosofía. La filosofía es útil a la sociedad tanto como una terapia es
útil al individuo que busca curar su vida. Mas por otro lado, todavía en el frente externo, la
filosofía no es ciencia y su orgullo está justamente en no serlo. La separación de la filosofía
respecto de la ciencia se produjo en el siglo XVII, y pretender unificarlas es no reconocer el
valor que cada una de ellas posee y el aporte que cada una puede proveer para la sociedad.
En el frente interno, la filosofía debe reconocer sus rasgos particulares que, por supuesto, no
serán los mismos a aquellos que definían la filosofía de Aristóteles o de San Agustín, porque
los tiempos son otros; pero tampoco se puede pensar tan alienadamente – con revoluciones
tan radicales – como para hacer desaparecer todo lo particular de la filosofía. Mi trabajo en
este ensayo busca que ampliar estas ideas que acabo de mostrar.
Este es, pues, un ensayo autocrítico y apologético. Es autocrítico porque creo que cada
cierto tiempo, a la filosofía le queda la tarea de pensar sobre sí misma, sobre su rol en la
sociedad y sobre su futuro. Es apologético porque quiero defender la pertinencia y valor de la
filosofía para lograr ese tipo de sociedad en el que soñamos. Honestamente, creo que todas
las disciplinas académicas deben alguna vez realizar ese ejercicio de auto-comprensión que
no es otra cosa que volver a mirar su lugar en una sociedad cambiante a la luz de los signos
de los tiempos. Pero, si toda disciplina académica lo debe hacer alguna vez, a la filosofía le
corresponde no cesar en dicha pretensión. La filosofía que es, como John Dewey solía decir,
la crítica de las críticas, se ve insoslayablemente obligada a enfrentarse a sí misma con su
ojo crítico. Así pues, hacerse la pregunta por el quid de la filosofía, su rol y futuro, no es
ocioso, sino, más bien, un ejercicio hoy urgente. Esos dos frentes que la filosofía debe
encarar, solo serán iluminados si la respuesta a la pregunta por el rol y futuro de la filosofía
se alcanza con algo de suficiencia, que bien puede significar claridad sin precisión.
En la primera parte de este ensayo busco trazar las particularidades de la filosofía que
incluye una consideración de su carácter práctico y de la manera en que se distingue de la
ciencia. Este último aspecto es sumamente importante, pues su confusión es un suicidio en
el que despistados filósofos sucumben hoy (I). En un segundo momento, habiendo ya
determinado lo que se entiende por filosofía, me interesa plantear la pregunta por las
funciones de la filosofía en la actualidad. Esto nos permitirá también determinar las
particularidades de la filosofía, pero además nos permitirá comenzar a reflexionar sobre la
importancia de una disciplina como esta con veinticinco siglos de antigüedad (II). En verdad,
mi respuesta a la pregunta sobre el futuro de la filosofía viene camuflada en las dos
secciones. Su futuro está en reconocer su particularidad y su valor práctico a partir de sus
funciones. Solo reconociendo y valorando esas funciones volveremos a confiar en su
quehacer y dejaremos atrás estos momentos de crisis.
1. La particularidad de la filosofía
Esta cita es elocuente en cuento al tipo de filosofía que Rorty discute. La filosofía que debía
desaparecer era aquella que pretendía un acceso privilegiado hacia la verdad, aquella que
pretendía poseer un método privilegiado que la ubicara en un lugar especial frente a las otras
disciplinas o aquella filosofía que pretendiera ser más seria que cualquier otra comprensión
del mundo. Si estamos atentos a la historia que el pensamiento de Rorty ha sufrido, a sus
conversiones y vaivenes, se nos hará patente que Rorty, al elaborar un argumento de este
tipo, se enfrentaba más bien al espíritu positivista, es decir, a esa pretensión de filosofía con
estándares científicos. E incluso, podríamos suponer que detrás de esta crítica a la Filosofía,
también se venía traslapada una crítica a la filosofía analítica que había heredado del
positivismo lógico esa pretensión de ser una filosofía científica o de ser la auténtica forma de
filosofía (Gross, 2010).
Lo más interesante del polémico argumento de Rorty es que algunos aspectos en torno a la
determinación de la filosofía comienzan a aclararse. En el modelo de Rorty, la filosofía pasa
a ser una crítica social, tan igual como la sociología, la antropología o los estudios culturales.
La labor de la filosofía estaría dirigida, entonces, hacia lograr una mayor autoconsciencia de
la sociedad y, en esa medida, en nada se diferenciaría del trabajo de otros críticos sociales
de diferentes disciplinas. Aunque ese es un aspecto que faltaría aclarar, a saber, la
particularidad de la filosofía, lo que sí queda claro es que la filosofía no es igual a la ciencia y
no puede identificarse con ella, pues ambas apuntan hacia objetivos distintos. A la ciencia le
compete la explicación causal de la naturaleza, mientras que la filosofía quedaría definida
como una crítica social. Cuando Rorty objeta a la filosofía analítica y al positivismo lógico lo
hace porque estas formas de hacer filosofía han pretendido una filosofía con estándares
científicos, es decir, han procurado una filosofía científica. La razón de esta pretensión ha
sido la necesidad de asociar la filosofía a la reputación de la ciencia, pero tal perspectiva
olvida la particularidad de la filosofía que no está buscando conocimientos, sino que trabaja
críticamente procurando la mayor autoconsciencia de la sociedad. Espero que a lo largo de
este ensayo se vaya aclarando más las diferencias y semejanzas entre la ciencia y la
filosofía que, aunque tienen un inicio común, se han distinguido y participan de distinta forma
en la consecución de una mejor sociedad.
Otro aspecto que el modelo rortyano aclara es el carácter práctico de la filosofía. De hecho,
es el aspecto que Rorty plantea con más empeño. La razón de ser de esta mayor incidencia
en el carácter práctico de la filosofía es la manera rortyana de entender el pragmatismo1 ,
corriente filosófica de la cual Rorty se siente heredero. Muy aparte de qué tanto puedo estar
de acuerdo yo con la interpretación que Rorty hace del pragmatismo, lo que me es innegable,
y hasta elogiable, es el valor práctico que Rorty reconoce a la filosofía; en eso estoy
totalmente de acuerdo. Si bien la filosofía tiene su génesis en el ocio de la cultura griega, en
un sentido, no puede esta ser definida como inútil u ociosa, o desprestigiarla por tal razón
frente a un mundo laborar que es agresivamente práctico. Hay un sentido en el que muchas
de las investigaciones filosóficas pueden ser catalogadas como inútiles o poco prácticas,
pero eso solo aparece si consideramos lo útil o práctico desde una visión inmediatista. Se
trata de la misma diferencia que hay entre un fármaco que pueda curar inmediatamente una
patología que sufre el paciente, y un hábito de vida o alimenticio que puede rehabilitar o
prevenir la misma patología. Nadie puede negar la practicidad o utilidad del hábito de vida o
alimenticio, pero no es la misma utilidad que tiene el fármaco. La diferencia es obviamente
entre una practicidad inmediata y otra que lo es a largo plazo. Pues así como en la salud los
especialistas argumentan de la mayor importancia que hay que otorgar a los hábitos de vida
y alimenticios como preventivos de los grandes males de la sociedad moderna (Huerta,
2010), así también deberíamos reconocer que la filosofía, con su carácter práctico a largo
plazo, puede estar siendo más importante de lo que se piensa si nuestra esperanza es una
cura de la sociedad. Para entender cómo se ha ido forjando ese carácter práctico y cómo
se ha ido diferenciando la filosofía respecto de la ciencia, voy a proponer una mirada
genealógica de la filosofía.
Si nos remontamos a los orígenes de la filosofía, nos encontramos con una preocupación
inicial que no es otra sino aquella que siempre ha existido en el espíritu humano: la
necesidad de comprender su mundo. Desde que el hombre pisó la tierra, siempre ha
buscado que darle sentido a su mundo. Lo que caracterizó, sin embargo, a la respuesta de la
filosofía y que la distinguió de otros tipos de respuesta precedente es lo que los historiadores
han denominado el paso del mito al logos. El inicio de la filosofía está marcado por la
consideración de una respuesta puramente racional o, lo que es lo mismo, la superación de
las respuestas mágico-religiosas que se exponían básicamente en mitos. Podríamos
agregar, además, dos características determinantes de la filosofía en tal situación originaria:
la filosofía era una actitud y no un conjunto de conocimientos, y también que dicha actitud
estaba guiada por una estimación estética (placentera) y no por una motivación práctica.
Sobre lo primero solo me queda recordar que la filosofía es, etimológicamente hablando, un
amor y por ello mismo una actitud hacia la sabiduría. La filosofía es una búsqueda
constante, empeñosa y sacrificada que se vuelve vital en aquél que se apasiona por esta
forma de vida. Sócrates comentaba, en su defensa frente a las acusaciones, que por
dedicarse a la filosofía no le había quedado tiempo para dedicarse a sus otros asuntos,
antes bien –dice- vivo en extrema pobreza (Platón, 2006). La filosofía pues compromete
la vida entera de aquél quien asume esta forma de ser. Para Sócrates la filosofía era una
misión que un dios se la había encomendado y por ello mismo la vivencia de la filosofía la
asumió como un requerimiento vital, tan necesario como el aire o el alimento del cuerpo. Yo
no quiero resaltar esta idea de la filosofía como misión divina, sino más bien la idea de que la
filosofía como forma de vida, como actitud frente a la sabiduría, es un tipo de pasión que
compromete la vida entera del individuo. Como decía un profesor mío, la diferencia entre el
dentista y el filósofo es que el primero deja de serlo cuando cierra el consultorio, mientras
que el último nunca lo deja de ser. Quiero resaltar además que esta caracterización de la
filosofía como una forma de vida que compromete a la persona en su integridad es todavía
pertinente para entender la situación de la filosofía en la actualidad. Se me puede objetar, sin
embargo, que al reconocer a la filosofía solo como una actitud o una forma de vida he
negado que existan contenidos propiamente filosóficos, ya que de alguna forma habría
defendido una determinación de la filosofía bajo una forma pura sin contenidos. Son varios
los autores – entre los que habría que contar al propio Rorty – quienes estarían de acuerdo
en esta forma de caracterizar a la filosofía y estarían de acuerdo también en la consecuencia
que la objeción presenta. Voy a aclarar aún más mi argumento para que no se confunda con
aquello que se objeta. Si bien pienso que la filosofía es una forma de vida y no un conjunto
de conocimientos, es decir, que no habría problemas o temas propiamente filosóficos – y por
consiguiente otros que no lo son - no obstante, eso no me llevaría a negar tajantemente que
algunos temas y algunos problemas sí son filosóficos – y algunos temas no lo son. Podría
parecer una contradicción lo que acabo de decir, mas agregando un calificativo a ambas
afirmaciones se arregla la contradicción. Si bien no creo que haya problemas y temas
esencialmente filosóficos, sí en cambio creo que hay problemas y temas que en la práctica
son filosóficos. ¿Qué significa esta diferencia entre lo esencialmente filosófico y lo que es
filosófico en la práctica? Básicamente significa que no existe un criterio exacto y definitivo
para marcar la diferencia entre lo que es filosófico y lo que no lo es, pero sí podemos afirmar
que lo propiamente filosófico es aquello que la tradición de la filosofía nos ha dejado como
legado: el conjunto de problemas y temas que los filósofos han discutido y hoy discuten. Por
supuesto, esto último no significa un criterio definitivo; los problemas tratados por los filósofos
han sido tan variados como ellos mismos, incluso no habría consenso sobre quiénes pueden
ser considerados los filósofos . ¿Tiene alguna validez metodológica emplear un criterio
que no es definitivo? Consideremos primero que la exactitud metodológica es un valor dentro
de una concepción de ciencia y de teoría, no es necesariamente la única forma de teorizar.
Por otro lado, es una falsedad afirmar que todos los criterios en el mundo del conocimiento
sean definitivos y categóricos; los ejemplos de la indeterminación abundan, y no solo en
ciencias – mal llamadas – blandas, sino también en las disciplinas más reputadas como las
matemáticas. Por ejemplo, los fundamentos que dan razón a los conjuntos numéricos son de
tipo pragmáticos y no son exactos y definitivos, es decir, si le preguntamos a un matemático
por qué pasamos de los número naturales al conjunto de los nú- mero racionales, o si hay
algún fundamento último y definitivo que nos pueda dar razón de por qué tuvimos necesidad
de utilizar otros número a parte de los naturales, la respuesta no será otra que una respuesta
pragmática. Así pues, afirmar que la filosofía queda en desventaja porque no tenemos
criterios absolutos para marcar sus problemas y contenidos es un razonamiento falaz porque
se le exige a la filosofía aquello que ninguna otra disciplina puede presentar. La filosofía
nació junto a la ciencia; y en toda su primera época fueron casi lo mismo. Significaban ambas
una forma de vida y no un conjunto de conocimientos, un amor y empeño hacia la sabiduría
que comprometía a la persona en su integridad. Si la filosofía es hoy distinta de la ciencia lo
es principalmente porque esta dejó de ser una pura actitud para pasar a ser el conjunto de
los conocimientos y la actividad misma de la producción de estos. La filosofía, en cambio, ha
mantenido ese carácter actitudinal y, aunque hoy se enseña al estudiante de filosofía una
serie de contenidos, no son ellos los valiosos en sí mismos, sino la competencia que se
forma con esos contenidos, esto es, el espíritu crítico.
¿Cómo la visión dualista del mundo que se formó en la modernidad, devino en una
separación entre la ciencia y la filosofía? Según John Dewey (1952), fue un acuerdo tácito el
que terminó por definir roles distintos para ambas; así, la ciencia sería la encargada de tratar
con el mundo material, el de los objetos que se rigen por leyes naturales incapaces de
romper libremente con aquellas regularidades. A la filosofía, en cambio, le tocaba tratar con
el mundo espiritual que no es otro sino el mundo de la libertad. En ese mundo se encontraba
lo que los modernos llamaron la moral. Mas, no solo la filosofía asumía tal cometido, junto a
ella también se encontraban la religión y el arte quienes también debían dar cuenta de ese
mundo del espíritu que comenzaba a mostrarse tan amplio e inabarcable como el mundo de
los objetos materiales. El mundo del espíritu era el mundo de la fantasía, de la memoria, de
la voluntad, de la razón y de las creencias. El mundo material era el mundo de lo
determinado, de lo concreto y práctico, de lo experimentable, predecible y controlable.
Galileo afirmaba que todo lo que de ese mundo es reducible a estructuras matemáticas Sin
embargo, como afirma el propio Dewey, tal acuerdo tácito no fue del todo favorable para la
filosofía. Al mismo tiempo que la ciencia crecía en su reputación, la filosofía veía menguarse
la suya. La razón era que los métodos de la ciencia lograban conocimiento y control de la
naturaleza, mas la filosofía se conformaba con aproximaciones o, como dijo Kant, con
meros tanteos . Iba creciendo así el desprestigio de la filosofía y esto derivó en el
surgimiento de muchas formas de materialismo que negaban validez a la afirmación de un
mundo espiritual. Por otro lado, la ciencia era identificada con logros que, aunque
directamente no eran logros de ella, se entendía que indirectamente sí provenían de las
investigaciones con el mundo material. Logros que transformaban la vida concreta de las
personas, como por ejemplo, el uso de la electricidad, los fármacos, la producción en serie, el
ideal de progreso, etcétera. Las transformaciones sociales eran innegables y así aumentaba
más la impresión de inutilidad tanto para la filosofía como para la religión.
No obstante, a pesar de la situación tan desventajosa en la que la filosofía estaba
ingresando, no podemos dejar de reconocer que, bajo tales circunstancias, la filosofía
asumía un carácter práctico de una forma más nítida respecto de lo que había sucedido en la
antigüedad. El desprestigio de la filosofía se debía principalmente a la comparación injusta
que se le hacía con los métodos y logros de la ciencia; y dicha comparación era injusta pues
esta se realizaba sobre la base de criterios científicos. Sin embargo, más allá de tal
comparación y de dicho desprestigio, la filosofía estaba ya definiendo su objeto de estudio y
el ámbito de comprensión que la sociedad le exigía. Ahora la filosofía debía de encargarse
de comprender el espíritu, esto es, de comprender la razón y sus posibilidades; y tal tarea ya
no era entendida como una labor puramente placentera, sino que emergía de motivaciones
práctico-sociales. Lamentablemente, este aspecto positivo de la situación no fue notado ni
señalado ni siquiera por los propios filósofos quienes más bien buscaron, como Kant,
encontrar la manera de volver a unir la filosofía a la ciencia. Los propios filósofos no se
percataron de lo valioso que era comenzar a plantear su propio campo de estudio y no se
dieron cuenta, además, de lo importante y útil que era para la sociedad la terea que a ellos
se les había encomendado.
Si bien con la modernidad se habían aclarado los campos de trabajo tanto para la ciencia
como para la filosofía, la situación nuevamente se complicó cuando comenzó a aparecer un
tercer campo que exigía su comprensión y que de alguna forma desafiaba la descripción
dualista a la que habíamos arribado.
Este tercer campo fue haciéndose cada vez más claro y fue exigiendo sus propias
particularidades a las disciplinas que osaran buscar su comprensión. Lo que caracterizaba a
dicho tercer campo era que tal ámbito no era propiamente hablando la naturaleza material
que la ciencia procuraba comprender, pero estrictamente hablando tampoco era parte del
espíritu humano y por tanto no conformaba parte de la tarea de la filosofía. Dicho tercer
campo es lo que denominamos cultura y que está conformado por todas las creaciones del
espí- ritu humano pero que ya son exteriorizaciones materiales de este. Como tales
exteriorizaciones son de naturaleza material podrían ser parte del estudio de la ciencia, pero
innegablemente tales objetos del mundo pueden ser identificados como expresiones
objetivas del espíritu y, por tanto, correspondería a la filosofía la tarea de buscar su
comprensión. Una universidad, una organización industrial, la ropa que llevamos puesta, el
mercado, los medios de transporte y las fábricas, etcétera; todo ello y mucho más
corresponde a lo que llamamos cultura. Como podemos ver, son entidades materiales que,
sin embargo, suponen la participación del espíritu humano. Lo cierto es que la cultura no solo
copa todo un gran ámbito intermedio entre la naturaleza y el espíritu, sino que deja muy poco
espacio a los otros dos ámbitos. Es tal la manera en la que la cultura aparece tan
omnipresente que algunos pensadores han postulado la idea de que no existe la naturaleza
propiamente hablando sino que todo es cultura. El argumento para sostener tal afirmación es
que la naturaleza en sí misma es desconocida, ya que la naturaleza solo es accesible a
nosotros a través de teorías que son también parte de la cultura pues el mismo lenguaje en
el que se expresan las teorías es cultura. Así, dicho culturalismo es una de las formas de
idealismo que comenzaron a emerger en el siglo XIX y que, como afirmé, terminaron por
complicar aún más la situación.
Conforme fuimos cada vez más conscientes de este nuevo ámbito por comprender, con sus
propias exigencias epistemológicas, también fueron apareciendo un nuevo grupo de
disciplinas que fueron, de alguna forma, desprendiéndose de la filosofía. Estas nuevas
disciplinas se esforzaron por asumir el carácter científico, pues entendieron que ellas debían
trabajar con los criterios de la ciencia si querían que sus resultados fueran reconocidos como
conocimientos. Eran épocas de cientificismo y de defensa del monismo metodológico.2 No
obstante, aunque estas ciencias del espíritu3 se esforzaron por arroparse con la reputación
de la ciencia, dicho intento no les fue fácil y no faltó las serias discusiones epistemológicas
en las que se desentrañaba la cientificidad – o la falta de ella – de alguna de estas
disciplinas. El desdén con que las ciencias naturales – también llamadas ciencias duras,
básicas, o simplemente ciencias – observaron a sus pares dedicados a la comprensión de la
cultura era muestra de la mala acogida que iban recibiendo estas últimas disciplinas. Aun así,
a pesar del desprecio, estas ciencias del espíritu siempre buscaron una mayor cercanía
hacia las ciencias naturales que hacia la filosofía; es decir, compartieron con mayor prontitud
el menosprecio de las ciencias positivas hacia la filosofía que resaltar las coincidencias con
esta. En el fondo, la razón era compartir la reputación de la ciencia antes que el menosprecio
de la filosofía.
Mirando en positivo, la emergencia de las ciencias del espíritu significaba una determinación
más puntual del ámbito de acción para la filosofía, así como algunas particularidades
metodológicas incluidas en esta mayor determinación. Lo que quedaba claro, por descarte,
era que la filosofía no es ciencia, pues no pretende trabajar con el método científico, y que su
ámbito de estudio era el espíritu humano. La filosofía, así, compartía con las ciencias del
espíritu su objeto de estudio y el uso de estructuras conceptuales para alcanzar su fin
explicativo – mientras que las ciencias naturales usan estructuras matemáticas – pero se
diferenciaban, la filosofía de las ciencias del espíritu, en que estas últimas requerían para su
labor, de manera insoslayable, los datos empíricos que para la filosofía podían parecer
prescindibles. La filosofía debía preocuparse por comprender el espíritu humano pero desde
la perspectiva de la razón pura; es decir, desde la perspectiva normativa del cómo debe
ser . En algunos casos, y para una mejor comprensión de su campo, a la filosofía le pueden
interesar los datos empíricos obtenidos por las diversas disciplinas científicas, mas no es eso
lo más importante. La respuesta filosófica no se caracteriza por mostrar datos fácticos, sino
que su particularidad descansa en traspasar ese carácter puramente descriptivo de las
ciencias y mostrar así aquellos límites que a la ciencia no le son posibles alcanzar. Esto,
empero, no es del todo claro; y no lo fue ni en el siglo XIX ni en el siglo XX, principalmente a
causa de que muchos filósofos todavía buscaban hacer que la filosofía se parezca lo más
posible a la ciencia o que la filosofía acceda también a la consecución de conocimientos
culturales. Así pues, la ambigüedad metodológica que se ha formado alrededor de la filosofía
y que le ha conducido hacia el desprestigio que sufre hoy en día, se debe principalmente a la
acción de los propios filósofos que no han sabido reconocer su importancia y su rol, y más
bien añoraron esos tiempos antiguos en que la filosofía se identificaba con la ciencia.
Viendo la situación como la hemos descrito: con un espacio reducido de trabajo para la
filosofía y en un crecimiento acelerado de las ciencias del espíritu que se apropian de
campos que antes eran problemas filosóficos, pretendo mostrar ahora que, sin embargo, el
problema mayor para la filosofía no está en esa reducción de su campo ni en la agresiva
valoración de la productividad que la sociedad contemporánea hace y que termina por
desubicar a la filosofía; en mi opinión, el problema mayor está en la manera en que los
propios filósofos valoran – o minusvaloran – a la filosofía y en el reconocimiento – o
desconocimiento – que estos hacen del rol que la filosofía cumple en la sociedad. Hilary
Putnam ha buscado que aclarar tal situación agrupando a los filósofos en dos grandes
categorías que, según él, son igualmente dañinas para la propia filosofía. Esos dos grandes
grupos de filósofos serían los cientificistas y los posmodernos (Putnam 1994). Yo usaré sus
dos categorías, pero añadiré una más para poder explicar mi argumento. Esta nueva
categoría será: los humanistas. En mi opinión, los filósofos se han distribuido en estos tres
colectivos, pues cada uno ha encontrado un aspecto importante del mundo contemporáneo
al cual responder. El problema, sin embargo, es que cada uno, al defender su respuesta, se
ha presentado excluyendo a los otros dos y no reconociendo más cabalmente las exigencias
de los tiempos actuales. Así, la filosofía termina desubicada y en crisis. Por esa razón es que
yo creo que el camino para salir de la crisis de la filosofía pasa por encontrar un nuevo
discurso filosófico que dé respuesta a las tres exigencias que por separado los filósofos han
pretendido responder.
Los cientificistas son ese grupo de filósofos que viven a expensas de las ciencias. Ellos
valoran a la ciencia y sus logros en el conocimiento. Normalmente esta clase de filósofos
leen libros científicos y discuten temas muy actuales en diálogo con las ciencias. Entienden
muy bien que ya no se puede hacer filosofía a espaldas de la ciencia, pues muchos de los
problemas filosóficos deben ser iluminados por las respuestas que la ciencia está
formulando. El problema, sin embargo, es que tales filósofos no reconocen que su
admiración hacia la ciencia muchas veces cae en una desvaloración de la filosofía. Me he
encontrado con tesis en epistemología en donde ya no se puede leer nada filosófico, sino
que más bien se discuten los conocimientos científicos. Bien podríamos referirnos a estos
filósofos como alienados, pues de tanto pensar en la ciencia ya no encuentran razón para la
filosofía y reniegan así de la historia de la filosofía.
Los humanistas son ese tercer grupo que deseo presentar y vienen a ser aquellos que
reclaman el lugar propio de la filosofía en la cultura. Entienden que hay un espacio propio,
una metodología particular, unos problemas esencialmente filosóficos y que el ámbito propio
de la investigación es la historia de la filosofía. Su objetivo es salvar a la filosofía tanto de su
disolución en la ciencia, como de la pérdida de su esencia por parte de la cultura
posmoderna. La fortaleza de estos es pues justamente salvar la particularidad de la filosofía,
aunque el costo también es alto, pues la filosofía queda así encerrada en un discurso ajeno e
inútil para la sociedad.
He presentado quizá muy someramente la distribución de los filósofos en la actualidad, pues
mi interés era ver la fortaleza de sus planteamientos y los peligros que cada opción conlleva.
El desafío para salir de la crisis no pasa por acrecentar aún más las diferencias entre estos
tres colectivos, sino más bien por integrar sus fortalezas de manera tal que sea posible
responder a las nuevas exigencias sin perder lo propio de la filosofía y sin desubicarla por
completo en la sociedad. Dicha integración significa poder lograr una filosofía que realmente
dialogue con la ciencia, que responda a las exigencias de la sociedad posmoderna y que sin
embargo no pierda lo propio que la filosofía es y ha sido. Buscaré que dar respuesta a tal
desafío plantándome al mismo tiempo las funciones de la filosofía.
Quizá deba comenzar primero por argumentar por qué pienso que existen funciones de la
filosofía y por qué pienso que son estas no otras. Sin embargo, no entro en esa discusión
pues asumo lo que fácilmente todos pueden aceptar como las funciones que la filosofía
carga desde sus orígenes. Definiré las dos funciones clásicas de la filosofía como la función
sistematizadora de la filosofía, a la primera, y la función terapéutica de la filosofía, a la
segunda. Los nombres no son míos, sino que se pueden encontrar en muchos manuales de
filosofía. Yo los tomo específicamente de un artículo de Pablo Quintanilla (2007) en el que
identifica a un grupo de filósofos preocupados por una filosofía sistemática – Hegel, Kant,
Habermas, etc. – y otro grupo de filósofos preocupados por una filosofía de tipo terapéutica –
Sócrates, Wittgenstein, Rorty, etc. – En mi opinión, cada uno de estos filósofos han
privilegiado una función de la filosofía, pero no afirmaría que cualquiera de ellos haya dejado
de lado la otra función que no priorizaba en su trabajo. Es solo una cuestión de prioridad,
pero la filosofía, en cualquiera de sus escuelas o estilos, siempre ha cumplido y cumple estas
dos funciones que he mencionado.
No obstante, afirmar que la tarea de la filosofía es colaborar con la comprensión del mundo
aportando conceptos que sistematizan y ordenan dicho mundo puede resultar siendo
bastante ingenuo. Hay muchas preguntas detrás de tal afirmación que requieren aclararse
para entender mejor esta función que estoy presentando. En primer lugar, cabría
preguntarnos por qué es necesaria una constante creación de nuevos conceptos, si la
historia de la filosofía ya ha aportado los conceptos suficientes como para una completa
sistematización del mundo. En segundo lugar, también podríamos preguntarnos por qué la
filosofía hace esto y no las otras disciplinas científicas. De hecho, también la ciencia ha
aportado conceptos en la comprensión del mundo y entonces esto no parece propio de la
filosofía. Finalmente, y quizá sea la pregunta más difí- cil de responder es tratar de identificar
cuál es el lugar propio de la filosofía desde el cual se plantea dicha sistematización del
mundo. Este último es un aspecto metodológico de suma importancia pues allí donde
aparece la particularidad de la filosofía. Responderé en seguida cada una de las tres
preguntas planteadas de manera que pueda así iluminar lo que concibo como la tarea de la
filosofía.
La primera pregunta planteada, que es más una objeción, es por la necesidad de seguir
proporcionando conceptos cuando las historias de la filosofía y la ciencia parecen ya haber
aportado lo suficiente y hasta en demasía. La respuesta me parece un poco obvia y no
requerirá de mucha argumentación: el mundo es cambiante y la comprensión de este debe
necesariamente hacerse histórica y culturalmente adecuada. Lo que significa que conceptos
que en algún momento fueron iluminadores pueden en otro momento llegar a ser
significativamente vacíos. Aristóteles pensó su mundo a partir del concepto de esencias.
Galileo, veinte siglos después, creyó en cambio que las esencias ya no eran importantes y
que más bien de lo que se trataba era de comprender lo que él llamó afecciones, es decir, la
manera en cómo los cuerpos se relacionan unos con otros. Lo cierto es que hoy en día ni
esencias ni afecciones son mayormente importantes para la comprensión de nuestro mundo,
por lo menos no en el sentido en que Aristóteles o Galileo las pensaron. Puede ser que
todavía haya filósofos que piensen la necesidad de conocer la esencia de algo, pero creo
que su concepto de esencia ya se ha transformado lo suficiente como para reconocer un
concepto diferente a las esencias aristotélicas. La conclusión es evidente: los conceptos no
son eternos y no podemos esperar que lo sean; y aunque nos pueda parecer más fácil
asumir los conceptos de otras épocas o culturalmente ajenos, la tarea de la filosofía es
siempre producir conceptos que sean pertinentes cultural e históricamente. Es por esa razón
que Hegel definía a la filosofía como su tiempo en pensamiento queriendo decir así que la
filosofía era una reflexión que pretendía recoger la experiencia histórico-culturalmente
definida. Coincido con Miguel Giusti en que, sin embargo, tal tarea de la filosofía es
desafiante, pues no se trata de ser tan provinciano como para perder las alas de la filosofía,
ni tan universal en el lenguaje como para negar las raíces propias (Giusti, 1998). El lenguaje
de la filosofía es así difícil y tensado. Lamentablemente, creo que la filosofía en el Perú no ha
podido aún responder a tal desafío. No hemos realmente aportado a la comprensión del
nosotros como nación pues quizá nos hemos perdido en esos dos ideales que Giusti
critica. Siendo cada vez más urgente e impostergable tal auto-consciencia, la filosofía en el
Perú no ha cumplido su tarea, y nuestra escasa autocomprensión lograda debe más hasta el
momento a la literatura, a la historia y a las ciencias sociales que a la propia filosofía.
A nuestra civilización del espectáculo (Vargas Llosa, 2012) puede parecerle una inutilidad o
una pérdida de tiempo el preguntarse por lo ya conocido, el interrogarse por aquello que
parece evidente o el cuestionarse por los fundamentos de nuestras creencias. En nuestra
civilización del espectáculo puede parecer más útil encontrar una metodología apropiada
para cada problema y no una reflexión especulativa sobre nuestra vida. No obstante, en mi
opinión esta puede ser la labor más necesaria para la sociedad. Sócrates denominaba salud
del alma a esta forma de vida, pues no hay nada más insano que la inconsciencia. Esta se
parece más bien a las telarañas mentales que crecen cuando la mente no se limpia o cuando
la mente es dejada a su rutinaria creencia sin preocupaciones por su trasfondo. A nuestra
civilización del espectáculo le parece patético perder el tiempo angustiándose por conseguir
un mayor grado de consciencia, a mí en cambio me parece patético asumir la postura
conformista de quien no busca interrogarse y más bien prefiere la comodidad de lo
superficial.
Así pues, la filosofía cumple para con la sociedad el mismo rol que el terapeuta lo cumple
para con el individuo. No se trata de proponer salidas a las formas de vida que la sociedad
asume, aunque estas puedan ser dañinas para la sociedad misma. El compromiso ético del
terapeuta indica que la respuesta la debe lograr el mismo individuo que acude a la terapia. Al
terapeuta solo le queda acompañar en ese proceso de reconciliación personal. Así también,
la filosofía solo acompaña a la sociedad en su camino hacia el autoconocimiento, guía su
reflexión tras un constante preguntar, pero jamás libera del compromiso de dar la respuesta.
Yo reconozco en esto un claro fin práctico en la filosofía, y quizá más bien uno de los fines
más importantes para la sociedad. Mi reflexión sobre el futuro de la filosofía está dirigida por
estas particularidades que he mostrado para la filosofía. Creo firmemente que una sociedad
sin filosofía corre serios peligros que a la larga pueden ser trágicos. Creo, además, que estos
automatismos hacia donde nos conduce la sociedad dominada por la tecnología pueden
estar mellando nuestra capacidad reflexiva y por ello la urgencia de la filosofía es aún mayor.
Mi esperanza es que la filosofía pueda realmente ocupar su función en nuestra sociedad y,
más temprano que tarde, comprendamos que el serio problema moral de nuestra sociedad
es el principal problema y que allí la filosofía es urgentemente requerida.