La Mirada Del Bufon

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La mirada del bufón de corte:

Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos,


de Carlos Muñiz1

Raquel GARCÍA PASCUAL


Universidad Complutense de Madrid
[email protected]

RESUMEN
Carlos Muñiz es un dramaturgo canónico del teatro español de posguerra. De la mano de Tragicome-
dia del serenísimo príncipe don Carlos, la cuestión que nos ocupa en estas líneas es demostrar cómo
su autor ha venido practicando en sus últimas obras un código carnavalesco. Nos gustaría poner de
relieve el original uso idiomático que exhibe el bufón, el loco cortesano de esta historia tragicómica.

Palabras clave: Carnavalesco-Bufón-Carlos Muñiz-Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos.

ABSTRACT
Carlos Muñiz is a well known creator of the Post-Civil War Spanish Drama. The main subject that con-
cern us is to point out that Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos helps us to see how the
writer is used to employ a carnivalesque code. We’ll like to underline the original language that the
clown of this tragicomical history display.

Key Words: Carnivalesque-Clown-Carlos Muñiz-Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos.

1. INTRODUCCIÓN

En la segunda mitad de los cincuenta, una promoción de autores españoles rele-


gados al circuito alternativo por ensayar vías teatrales distanciadas del drama de
evasión al uso, se sintió identificado con la línea de teatro crítico abierta por Anto-
nio Buero Vallejo y Alfonso Sastre, los dos autores de mayor proyección de su
grupo. Sin embargo, no pasó el tiempo sin que Lauro Olmo, José María Rodríguez
Méndez, José Martín Recuerda, Alfredo Mañas, Domingo Miras o Carlos Muñiz
—colectivo representativo del movimiento— reclamaran les fuera atribuida, en el dis-
curso crítico, la enseña de un teatro igualmente válido. No sólo eran nombres habi-
tuales en los teatros de cámara y universitarios, sino que habían llegado a estrenar
en salas comerciales con gran éxito de público y crítica; estaban a la altura a la que
el rasero de los anales historiográficos acostumbra a someter la trayectoria de todo

1 Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación Teatro breve español (Siglo
XX). Repertorio bibliográfico y temático (MEC, BFF 2003-2007), del que es investigador principal el Prof.
Javier Huerta Calvo.

Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica ISSN: 0212-2952


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autor dramático. Su propuesta era original: no se miraba en el espejo comprometi-


do de Buero —por un tiempo conocido como el maestro generacional que nunca
fue-, sino que compartía con él su denuncia. Uno de los pioneros en reivindicar su
tránsito por un camino no trillado sería Carlos Muñiz, en su práctica de una drama-
turgia alejada del realismo canónico: su sello lo firmaban lo farsesco y lo expresio-
nista, dimensiones a las que, en tiempos de censura y dictadura, les supo sacar un
partido modélico para su crítica al sistema. El estadio de la Tragicomedia del sere-
nísimo príncipe don Carlos (1972) es el ecuador de su evolución. Analizamos este
título emblemático del periodo neorrealista desde el punto de vista del imaginario
grotesco. Nos distanciamos así de los panoramas que analizan la dramaturgia muñi-
ciana recurriendo al quizá no del todo apropiado marbete «generación realista».
Como El engañao —obra fechada en el mismo año, 1972— de su compañero de
promoción José Martín Recuerda, esta obra dibuja la degradación de una etapa de
nuestra Historia que pasa por gloriosa en las crónicas oficiales. Felipe II, como Car-
los I, había sido uno de los héroes nacionales intocables. Una atmósfera de miedo
y austeridad se cernía sobre su figura incuestionable. No obstante, se tenía constan-
cia de que su muerte supuso un desahogo que desató, entre otras festividades, el
Carnaval —durante largo tiempo prohibido-, que en ciudades como Madrid y Valla-
dolid tuvo una amplia resonancia; este hecho es, en sí mismo, un índice de su rei-
nado bajo el signo de la represión. Es precisamente en la categoría estética que se
deriva del Carnaval como motivo liberador —lo carnavalesco— en la que centra-
mos nuestro estudio de la obra: en su versión, Muñiz convierte a Estebanillo, el
bufón de corte, en la réplica paródica capaz de poner al descubierto las verdades que
la máscara del monarca esconde. Entre burlas y veras, este criado astuto da cuenta
de cómo Felipe II fue un ser de vileza inigualable capaz de torturar hasta la muerte
a su propio vástago. Lo conoceremos celebrando una ceremonia sangrienta y cau-
sando martirio a un chivo expiatorio: su hijo. En el título analizado su actitud es la
más inmisericorde que se pueda disponer para su retrato físico y moral: supersti-
cioso empedernido y semihombre sin clemencia, infantil y acomplejado, es un falso
pelele sin valía ni humanidad de rey. Con la finalidad de dejar constancia de que
este monarca histórico con traumas congénitos manipuló a una España que podía
haber continuado siendo el imperio que fue, el instrumento de la denuncia de Muñiz
es la mirada de un ser aparentemente inofensivo, el complejo universo crítico del
llamado Simple, la lucidez de un Gracioso, la mordacidad de un enano sabio, la ino-
cencia maléfica de un payaso condenado al elogio de la locura.

2. EN DEFENSA PROPIA: REVISIÓN PARÓDICA DE UNA VISIÓN HIS-


TÓRICA

Nos acercamos a un texto que, pese a haber sido prohibido, tuvo una gran pro-
yección clandestina durante la dictadura. Por mostrar que ya no estaba vigente la
mitomanía de nuestro Siglo de Oro —la misma que motivó la creación del Teatro
de la Falange (García Templado, 1981: 19)—, tuvo que esperar a ser estrenada en

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1988, a pesar de que desde 1966 se había eliminado la censura previa2. Muñiz
hablaba por esa causa, con mordacidad, de un tiempo de silencio. Con el mismo
tono bufonesco que traslada a buena parte de sus personajes, explicaba este hecho
como un entierro en vida: «Recibió cristiana sepultura temporal en el último cajón
de mi mesa de trabajo el día de los Santos Inocentes del mismo año 1972. En 1974
el muerto resucita, aunque sea bajo una forma imperfecta para la vida de un drama
como es su publicación en forma de libro» (1974: 6). Pero la espera fue proporcio-
nal al valor de la pieza: es su título más valioso junto a El tintero y una de las obras
más citadas en los panoramas del teatro escrito durante el periodo franquista. En
ella se practica un doble homenaje a la tradición: de un lado, Muñiz subtitula la obra
«tragicomedia» mirándose en el espejo de La Celestina; del otro, recoge el motivo
histórico de las relaciones paterno-filiales en la casa real de los Austrias. Para ello
parte de varias fuentes, entre ellas, el mitificador texto Felipe II. Las soledades del
Rey, de Pemán; el Don Carlos, de Madariaga y del Don Carlos, de Schiller3. Si el
apologético Pemán había escogido un gran mito histórico español para ensalzar las
glorias patrias, quince años después la Tragicomedia del Serenísimo tiene en cuen-
ta asimismo «unos intertextos ficticios que vuelve a recodificar. Cabe destacar Don
Carlos, de E. Otway (1652-1682), y Ni el rey ni Roque, de Patricio de Escosura
(1835)» (Padilla, 1997: 280). Son los textos-base que el dramaturgo acoge para
transgredir su mensaje y su estilo amanerado. Muñiz se adentra en la recámara de
este monarca: cuestiona desde allí sus relaciones de odio y dominación hacia el
príncipe Carlos4. Le añade matices deformados, como la prepotencia del rey padre,

2 La Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos fue presentada a censura en 1972 y se prohibió,
pasando en breve a un consiguiente silencio y olvido temporal en manos de la administración (Fernández
Insuela, 2005: 426-429). García Pintado explica que en 1971 la Dirección General de Cultura popular y
Espectáculos sacó a la luz un opúsculo con la normativa de la Junta de Censura Teatral. En ella se explica-
ba que carecía de franquicia «cuanto mine las raíces familiares o morales (…) la gratuita obscenidad, la
crueldad morbosa, el mal gusto, la falta de respeto a las ideologías y las religiones, cualquier interpretación
tendenciosa de nuestro pasado histórico, lo que ponga en duda la defensa del honor patrio, la manifestación
de odio entre los pueblos» (1978, p. 287).
3 La causa de Felipe II, defendida por Schiller habiéndose inspirado en El Príncipe Don Carlos (1673),
del abad de Saint-Réal, había sido una versión romántica que motivó que otros escritores como Alfieri o
Antoine de la Fosse abordaran el tema dentro de los cánones de su tragedia y de la tópica reivindicación de
figuras condenadas por la historia (A. García Templado, 1991, pp. 52-53 y 83). «Así, Bretón de los Herre-
ros nos da una nueva visión de Bellido Dolfos; Zorrilla y Patricio de la Escosura de Gabriel Espinosa, el Pas-
telero de Madrigal; Miguel Agustín Príncipe del Conde Don Julián; y tantos otros» (Torres Nebrera, 1999:
334). Otra de las investigaciones, en concreto la de Padilla Mangas, contrapone dos obras homodiegéticas:
el Felipe II (1957), de Pemán y La tragicomedia del Príncipe Don Carlos (1972), de Muñiz. No se olvida
de anotar que las dos «modifican la significación de su hipotexto, pues como comenta Genette (…) no exis-
te transformación inocente» (1997, p. 279). En el mismo orden, Torres Nebrera (1999: 307) documenta que
Warner T. MacCready ha estudiado más de cien versiones internacionales de este motivo argumental, olvi-
dándose de citar a Pemán, Muñiz y Madariaga.
4 De forma específica, Muñiz arguye con una anécdota personal las razones de su desmitificación históri-
ca, encaminadas a no caer en los mismos errores del pasado: «Cuando tenía cinco años, un día que iba al cole-
gio, ya cerca de la puerta, me volví para decir adiós a mi padre y me estampé contra una insolente farola. Desde
entonces siento una visceral repugnancia por quedarme embobado mirando hacia atrás. El futuro está lleno de
insolentes farolas que hay que sortear hábilmente si se quiere continuar la marcha» (Muñiz 1974: 8).

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que en Pemán era comprensivo, y hace del malogrado príncipe una caricatura gro-
tesca. La principal novedad que aporta es el añadido del bufón Estebanillo5 en el
papel de confidente interesado de don Carlos. Esta máscara hace acrobacias circen-
ses, critica, desafía, da pie a escenas escabrosas y protagoniza un falso entroniza-
miento. Es heredero del espíritu del entremés y de la commedia dell’arte, pero par-
ticipa también de las acrobacias idiomáticas venidas del melodrama paródico.
Como buen loco de corte, Estebanillo se aprovecha de la ambigüedad de su esta-
tus para manifestar las verdades sin pudor. Y no es el único demente. Muñiz plan-
tea lo que sucede cuando toda la corte lo está: la locura es, también, el atributo de
Felipe II, pues es un fanático; de don Carlos, quien padece una deformación con-
génita; de doña Juana, ya que se finge desequilibrada. Los locos de la Tragicome-
dia del serenísimo pueden estarlo de verdad o ser locos fingidos. Aunque siempre
encarnan una sabiduría oculta; son irracionales, van más allá de la razón, ven la cara
oculta de lo convencional. También transgreden la norma moral, pues conocen los
secretos de la corte viéndolos a través de sus cerraduras.
Del género de la obra puede decirse que es un híbrido de tragedia y farsa, la
segunda de ellas tendida por mediación del citado bufón cortesano y sus muecas de
complicidad. Entra por ello dentro de un «hiperrealismo ficcional y esperpéntico»,
tercera opción de la evolución de la dramaturgia muñiciana según la clasificación
de Torres Nebrera (1999: 317). De hecho, «la precisión genérica —tragicomedia—
viene a justificar la filiación valleinclanesca (...) porque el esperpento puede reco-
brar nuevas fuerzas semánticas si se considera como reactivación de la tragicome-
dia española» (Martínez Thomas, 1997: 155). En apoyo de este juicio, en su prefa-
cio Muñiz alude directamente al esperpento y al plausible paradigma instaurado por
Shakespeare para desmitificar la Historia6. No obstante, seamos prudentes, no es
esperpento todo lo grotesco de la obra: «No hay técnica esperpéntica al modelo
valleinclanesco en la obra de Muñiz» (López Sancho, 1980: 53)7. Partimos de la
base, asimismo, de que en su producción el grotesco no está más inserta en el movi-
miento expresionista que en la tradición quevediana del humor negro8. En la Tragi-

5 Buero lo retrata en su obra Las Meninas, Alberti en Noche de guerra en el Museo del Prado, y Car-
los Rojas —en Auto de fe— acusa a un enano de brujería (G. Torres Nebrera, 1999, p. 313). Madariaga da
relevancia a este bufón, pero sin explotar tanto su faceta grotesca como Muñiz.
6 Éstas son las razones que aducía Muñiz para mostrar, con el magisterio de William Shakespeare, la
vileza de quien ostenta corona y poder. Su admiración por el teatro isabelino era explícita, con el matiz de
que «en el reino británico no existía a la sazón ese instinto tan feroz y anacrónico cuyo nombre aún hoy nos
sobrecoge: El Santo Oficio» (C. Muñiz, 1984, p. 7).
7 López Sancho consideraba un error, en este punto, la puesta en escena de González Vergel: «Lo gro-
tesco brotaría de la realidad de los hechos, las palabras, los personajes. González Vergel ha preferido hacer
patente lo esperpéntico, y para ello ha fijado en muñecos los personajes que constituyen el fondo del drama,
o sea, la España filipesca. (...) Ha impuesto a la acción gestual y a la declamación tonos exacerbados de farsa
grotesca y todo ello resulta perturbador, lo desfigura» (1980, p. 53). Mantenía, sin embargo, en el mismo
artículo que «el logro está en la utilización de elementos musicales electrónicos en una envolvente esceno-
grafía sonora», obra de Gustavo Ros. Emilio Burgos se encargó de los figurines para su estreno en el Cen-
tro Cultural de la Villa.
8 En Cuatro dramaturgos «realistas» en la escena de hoy, Oliva había escrito: «Su primer realismo
naturalista, evolucionado con prisa hacia un realismo expresionista falto de rigor y quizá de credulidad, esta

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comedia del serenísimo pueden apreciarse los ecos del expresionismo a lo Ghelde-
rode y de la distanciación brechtiana (García Templado, 1970: 334), aunque éstos
no deben invalidar la esencia española. Otro de las enseñas de este historicismo gro-
tesco de Muñiz consiste en que, al incardinar sucesos inventados, roza lo irrisorio,
pero nunca lo falso9. Pocos son los materiales inventados que manipula el autor. El
tiempo histórico elegido es la gestación de nuestra leyenda negra. Presenta una tie-
rra de héroes, de santos y de conquistadores, pero también de herejía. Viene a
sumarse a la línea grotesca de las piezas de Buero Vallejo El concierto de San Ovi-
dio y El sueño de la razón. De hecho, entra dentro del teatro histórico desmitifica-
dor y revisionista en el que profesan su fe todos los dramaturgos del periodo, desde
Alfonso Sastre (La sangre y la ceniza), José Martín Recuerda (El engañao),
Domingo Miras (Las alumbradas de la Encarnación Benita) o Ana Diosdado (Los
comuneros).
A pesar del título, referido al «serenísimo príncipe don Carlos», la pieza se cen-
tra en la desmitificación del monarca. Hipócrita, desconfiado, falso beato, capaz de
colocar el cuerpo de un fraile muerto para sanar a su vástago y hasta de rendir culto
carnal a ojos, brazos y cabellos de santos, tortura hasta la muerte al príncipe copro-
tagonista. Ante la corrupción mental del hijo y la corrupción moral del padre, un
bufón burlesco estará ideado para hacerles los coros en clave grotesca. Chismoso
será cuando don Carlos desee casarse con doña Ana de Austria y su padre se lo pro-
híba por tener pactada otra alianza matrimonial. Como un correveidile actuará cuan-
do sea despreciado por Felipe II por presentar un evidente retraso. Pero también
conoceremos gracias a él que el impotente, jorobado, cojitranco, paranoico y vesá-
nico don Carlos fue rechazado por su padre no sólo por ese perfil sicótico, sino por
su propio miedo a saberse sin poder: su sucesor no debía heredar el imperio en un
momento tan convulso como era el de la amenaza luterana.
Con los datos precedentes puede afirmarse que Muñiz presenta una España
enmarcada en su propia degradación por medio de constantes oposiciones de situa-
ción. El marco elegido es un principio y un final ritual —respectivamente, una cere-
monia y un auto de fe— para enmarcar una actuación fanática con componentes de
sadismo y desviación morbosa. Un don Carlos macrocéfalo es presentado en las
crónicas oficiales como consecuencia grotesca de cruces consanguíneos, la prueba
de que la ascendencia genética motivó la degradación física de los Austrias. Por el
contrario, la máquina burocrática de Felipe II ha sido ensalzada por una Historia
escrita —según Muñiz— con cartas de privilegio. Frente a este «avestrucismo», el

mucho más entroncado con el realismo crítico de ribetes esperpénticos, coherente con unas fuertes esté-
ticas españolas, aun con acentos modernísimos. El actual es un planteamiento lúcido, rico en sugerencias,
donde el creador teatral encuentra grandes posibilidades de expresión. Y no olvidemos que, de seguir en
esa línea, Muñiz puede ser uno de los autores españoles mejor dotados para la estética del esperpento»
(1978, p. 431).
9 Valle-Inclán transgredía libremente la verdad histórica. En el panorama neorrealista, Alfonso Sas-
tre, en La sangre y la ceniza (1965), hace anacronía deliberada. Por el contrario, Muñiz respeta la secuen-
cia histórica, e incluso la cita como criterio de autenticidad. Bien documentado, trata toda la historia con
verosimilitud. Es más distanciarse que falsear lo que hace: al igual que su admirado Buero hace en Las
Meninas, Muñiz factura un realismo documental con ciertos elementos distanciadores (G. Torres Nebre-
ra, 1999, p. 311).

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autor se plantea abrillantar, desenturbiar esta conducta intolerable10. Escribe su


«historia blanca» frente a aquella «historia negra»:

Dediqué cinco años a buscar datos sobre el rey y su oligofrénico hijo don Carlos.
Uno de los aspectos que más me impresionó fue el deseo de nuestro rey prudente
(Felipe II) de ocultar, de hurtar a la posteridad, la mayor parte de los documentos que
podrían habernos aclarado algo más sobre sus relaciones con don Carlos. (…) Los
hombres públicos se deben a la Historia y hurtándoles los documentos (…) cometen
grave falta y adquieren una deuda impagable con la posteridad. Si a Felipe II se le ha
considerado como un gran monarca al que aún hoy se nos pretende presentar como
modelo de orden, de catolicismo, de perfección conservadora, no hay razón para que,
sin embargo, no se le pueda poner en solfa desde todos sus muchos aspectos solfea-
bles. Creo que ya va siendo hora de mostrar a los españoles no sólo las miserias de
los españoles malos (…) sino también de los españoles «buenísimos».

Muñiz toma precisamente estos referentes: el orden, que convierte en caos; el


catolicismo, en sus manos fanático; la era imperial, a sus ojos miserable en lo huma-
no. La perfección degradación del mito viene explicada por las dos citas que prece-
den a la obra. Son palabras de Machado y Mirabeau: «Castilla miserable, ayer
dominadora, / envuelta en tus andrajos, desprecia cuanto ignora»; «El despotismo
se ejerce siempre desde la cúspide de una pirámide asentada sobre un tablado de
marionetas»11. Se convierte así a Felipe II en un bululú como lo fue el del retablo
de Maese Pedro, con lo que hace del país un guiñol dominado por hilos encade-
nantes, en el mismo sentido que José María Rodríguez Méndez había calificado su
Reconquista de «guiñol histórico». De hecho, Tragicomedia del serenísimo es una
nueva versión de otra versión de un enjaulado: La vida es sueño. Don Carlos-Segis-
mundo, como el Don Juan de la también muñiciana Miserere para medio fraile, es
rebajado a la categoría de animal, de un muñeco, de un fantoche bajo una cobertu-
ra titiritesca. Como en las obras Le pie sur le gibet y Le cavalier bizarre de Ghel-
derode, podemos descubrir en Muñiz una posible escritura de la pieza para ser inter-
pretada —en algunas secuencias— por marionetas.
Por su relación con el mensaje paródico, conviene anotar que las acotaciones de
la obra no son extensas; son más funcionales que propiciadores de elementos narra-
tivos o poéticos. Con ocho cambios de decorado en la primera parte y diez en la
segunda, tenemos esbozado el encuadre escénico de la pieza, que recorta la acción
en «sucesión de escenarios», en una herencia directa de la estética de Valle-Inclán,

10 «Cuando decidí abordar el tema de las relaciones entre el versánico príncipe don Carlos y su prudente
padre Don Felipe II, lo hice por dos poderosas razones: por un lado, el deseo de responder a la verdad esper-
péntica a las muchas y estrafalarias patrañas que se han dramatizado. (...) La segunda razón fue mi deseo de
desmitificar un momento de la Historia harto sombrío, aunque todavía ciertos sectores se empeñan en pro-
poner como glorioso, nítido, impecable. (...) Se me figuran como avestruces empeñadas en meter la cabeza
debajo del ala ante la evidencia. ‘Avestrucismo’ incomprensible» (C. Muñiz, 1984, pp. 5-6).
11 Citamos de la edición: MUÑIZ, Carlos: Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos, Madrid,
Cuadernos para el Diálogo, 1974.

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de Ghelderode12, de Artaud y Jean Genet13. Su prólogo nos sumerge en un ambien-


te religioso. El mundo frenético del aquelarre, la obscenidad, la defecación, la mic-
ción o la fornicación animalística están presentes en su actitud rabelaisiana ante la
religión, que no debe interpretarse tanto como un desprecio a las cuestiones sagra-
das cuanto como «una demostración de su convicción de que el pecado ha invadi-
do el mundo» (Wellwarth, 1966: 139). En una parodia al grotesco romántico de
Schiller, en este Auto de fe, aparece una procesión de reos de muerte frente al cor-
tejo real. «Tras el silencio absoluto empieza a oírse un sordo ruido de pies arras-
trándose y una opaca melopea de latines dichos con voz angustiada, melopea
indescifrable y confusa que viene a hacer más tétrico el momento; melopea, al
parecer, encaminada a poner en trance el alma de los presentes y a hurgar en la
conciencia de los reos herejes» (p. 29). Tras las admoniciones del Obispo de Zamo-
ra, en las que les pide arrepentimiento y llama al verbo herético «boca de sierpes
venenosas» (p. 32), y tras un redoble sermoneador de tambores, el Notario lee sus
sentencias y la larga lista de condenados, incluido el hijo del rey. En primer térmi-
no tenemos un altar con una cruz verde rodeada de antorchas blancas encendidas.
Cuatro monjes están velando un cuerpo a golpe de un rezo obsesivo de latines. Sue-
nan campanas de fondo. En función alusiva, los gritos de los reos se solapan con los
del coro de dominicos —en su «melopea de latines»— y con los tambores invoca-
torios. Pero en la calle el jolgorio es general; viene motivado porque festejan que
Castilla tiene un rey católico: Felipe II. Volviendo a la escena de interiores, un bufón
corretea entre los alabarderos inmóviles, que han sido programados para el aguan-
te de pie durante horas. Son símbolo de la deshumanización de quien es controlado
por una mano dictatorial, pues la obra se lee también en clave política. Cuando el
Fraile 1° amenaza al bufón con despedazarle antes de la Santa Ceremonia, se faci-
lita ya la primera inversión: la agresividad en contexto litúrgico. De hecho, el enano
pide clemencia autodegradándose con la falsedad religiosa en él innata: «(Con fin-
gido acento lastimero.) ¡Piedad, santo fraile! ¡Piedad para este pobre pecador, ene-
migo de herejes y herejías! ¡Piedad para este saco de basura que reza todas las
noches cien padrenuestros y cien avemarías para pedir a los clementes cielos la eter-
na condenación del alma de Lutero!» (p. 24). Su zalamería es continua: «Soy fiel y
santo y pido que se abrasen eternamente los herejes. (Se santigua. Rompe a reír y
se revuelca por el suelo.)» (p. 36).

12 Tanto Ghelderode como Valle-Inclán escribieron farsas expresionistas y grotescas. Los títulos de sus
obras eran similares: «auto para siluetas» y «melodrama para marionetas» en Valle; «épopée militaire pour
marionnettes», «mystére por marionnettes», «drama clownesque», «vaudeville attristant», «tragédie pour le
música-hall», en Ghelderode. Tanto en Divinas palabras como en Fastes d’Enfer hay multitudes vociferan-
tes, predomina la plástica, su teatro busca la magia, y recurre a los títeres y marionetas. No obstante, defen-
diendo la tesis del nacimiento simultáneo de sus respectivas estéticas, Iglesias Santos negaba el posible pla-
gio: «Ni nos interesan influencias de uno en otro, ni además éstas se producen: la obra de Ghelderode no se
difundió en España hasta el año 54 (primera traducción por el eco —¡tardío!— de su éxito parisino en 1948);
Valle-Inclán tampoco fue traducido en Bélgica, ni Ghelderode leía en español» (1999: 167).
13 El «teatro de protesta y paradoja» de Jean Genet (Les Bonnes, 1947; Le Balcon, 1957) seguía a
Artaud en la convicción de que el teatro apela más a la emoción que la razón. Gustaba de barrocos atavíos
ceremoniales y gigantescas efigies rígidas para representar acciones con significado litúrgico.

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El príncipe don Carlos se presenta también burlescamente: «su hijo el medio


jorobado y cojitranco serenísimo príncipe don Carlos, que luce toisón de toro» (p.
25). Su ser contrahecho le hace inspirar tanto risa como llanto: se advierte más
notablemente la desproporción de su mano derecha, y todo el lado derecho, con res-
pecto al lado izquierdo (p. 68). Es un pusilánime que sabe de su debilidad («¡Temo
no poder...!»), ridiculez («¿O acaso también mi tío, don Juan de Austria, desea reír-
se del ridículo príncipe don Carlos?») e impotencia («También os han dicho que no
logro portarme como un varón con las hembras?»). En el sentido de su dudosa
sexualidad, se alude implícitamente a sus relaciones incestuosas con Isabel de
Valois («Jugamos a los naipes y reímos y me trata con tanto cariño...», p. 69) y con
su tía doña Juana («¡Estoy tan harto del regazo de mi tía doña Juana! (...) Sentía el
vello de su sexo cerca de mi barriga», p. 71). Sus gestos, para colmo de expectati-
vas grotescas, son de loco. Es nombrado cómicamente como serenísimo, pues en su
temperamento la serenidad brilla por su ausencia, ya que padece un trastorno bipo-
lar congénito. Éste le va a llevar a una actitud histriónica y violenta (Se golpea vio-
lentamente la cabeza con las manos. Ha quedado casi hecho un ovillo en el suelo.
Solloza. (...) Empieza a reír estrepitosamente), a verter agresivos imprecativos
(«¡Vete al infierno!») e insultos incendiarios («¡hideputa!», «¡miserable!», «traidor,
bellaco»).
El hablar de don Carlos no es menos carnavalesco que su aspecto. Combinando
animalización y cosificación, el joven llama a su padre «augusto puerco», a su abue-
lo «sarmiento seco», y se refiere a las mujeres en términos animales y misóginos
como «garza tierna». En cuanto a su padre, Felipe II, es monarca de una corte de
los milagros y es también el rey de las falsas apariencias: «¡Padre, si siento morir
es por no poder llegar a ver a mi hermanito, el nascituro de la reina...! (Sollozando
se tapa el rostro.)» (pp. 49-50). En lo tocante al Doctor Daza, es el petulante del
entremés, como establecen las acotaciones referidas a su «aire de persona impor-
tante» o «aire de suficiencia». Llegado el momento del primer encuentro con una
mujer, se arroga esta misma función el Barbero, quien cita, vatuo y pretencioso, a
Petronio y Ovidio, dando lugar a un criterio de autoridad tan cómico como el que
sigue: «Es costumbre recomendada por Ovidio y hasta por el gran Petronio, amigo
del vestir, que se desnuden los ejercitantes» (p. 89).
En lo relativo a la distribución de personajes, se da el caso de que los sitos en la
corte poseen nombre y apellidos (Juana de Austria, Pedro de Hoyos, Carlos de Seso
—a la sazón «noble hereje»—), lo que no sucede con Estebanillo, los de baja alcur-
nia, los frailes, los herejes y las mujeres. Pero la jerarquía se subvierte. Para com-
probarlo, volvamos al prólogo y a su despliegue de boato bufo. El inquisidor tiene
una voz campanuda, e hiperbólicamente clama que doscientas mil almas han llega-
do hasta Valladolid de todos los rincones de Castilla. Los sonidos de esta parte pro-
logal combinan latines ensordecedores, cantos eclesiásticos y el dindón de las cam-
panas, con las trompetas profanas de la corte y los gritos de los condenados. La
atmósfera está viciada. Hay una momia del fraile, cubierto con un sucio y agujerea-
do paño de lino (p. 53). Basado en la topica del discurso inquisitorial, estos prime-
ros momentos de la obra discurren por cauces solemnes hasta que cuatro dominicos
hacen un planto empleando términos como «alma podrida», «oveja descarriada» o

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«saco de pecados». Su susurro monocorde es roto por Estebanillo, quien, con un


lenguaje corrosivo, denuncia su hipocresía:

FRAILE 1°.— En tan gran día como el de hoy, así es, hijo mío.
BUFÓN.— ¿Hijo? ¿Yo hijo vuestro? Más bien diríais aborto vuestro. ¡Hijo de
perra! (p. 22).

Estamos ante una muestra más de cómo Muñiz va a servirse del gracioso Este-
banillo como digno heredero del gnomo maléfico del folclore, al que ha venido a
añadirse el espíritu festivo de la farsa. Mediante una técnica de contrapunto, la obra
defiende al loco como la otra cara de la razón. La enajenación, uno de los tópicos
de los siglos XVI y XVII, que será retomada por el Romanticismo y las vanguar-
dias, y que causa furor en toda Europa en los años sesenta —también en Muñiz—
viene ensalzada por una «Mascarada del bufón Estebanillo González» —la original
fue la integrada en La vida y hechos de Estebanillo González—: en efecto, este bufón
de corte va a ser blasfemo e irreverente hasta la saciedad. La dureza de la pieza se
hace liviana cuando escuchamos sus réplicas en clave carnavalesca. Porque, cuan-
do una estructura social se hace demasiado rígida —caso del franquismo—, se hace
necesaria una válvula de escape: Estebanillo es una suerte de Juan Rana, un loco
cortesano, un auténtico purgador de tragedias. La obra lo necesita para hablar sin
cortapisas y para desdramatizar —a la par que criticar— las situaciones más duras
del contexto de opresión que es el de Felipe II, pero también el de la dictadura fran-
quista. El Bobo es un ingrediente necesario para hacer «la mediación para desarti-
cular el carácter fantástico que la historia podría manifestar» (Hermenegildo, 1999:
72). En otras palabras, es el aval de realidad, la nota más asentada en lo corporal,
que es, al fin y al cabo, lo más material-carnal que hay14. Como en las Saturnales
romanas, tiene permitido decir al amo la verdad. En su persona se cumplen todos
los tópicos de lo carnavalesco (Bajtín, 2002) y su fealdad toma su modelo de cier-
tos patrones iconográficos del Barroco europeo. Lo sabemos por la pintura de la
época: los bufones atrajeron a los Austrias —sobre todo desde el libertino Felipe IV,
corte en la que se ambienta también La Saturna, del dramaturgo contemporáneo
Domingo Miras— y a artistas desde Velázquez a Carreño, desde Cervantes a Cal-
derón. La función de estos tontos y locos, genuinos emisarios-disculpa, era hacer
una contralectura risueña del mundo oficial.
En recuerdo de la celebración carnavalesca llamada «fiesta de los locos» —donde,
mitra en mano, los bufones cantaban canciones libertinas, comían morcilla y juga-
ban a los dados-, Muñiz crea a un siervo de la risa, un servuus fallas, el criado astuto
de las antiguas comedias (Sardón, 1996), el goliardo del Medievo, el que coincide

14 Un documento indispensable para la evolución del papel del gracioso es el artículo de Hermenegil-
do «El gracioso y la mutación del rol dramático: Un loco hace ciento de Antonio de Solís» (1989, pp. 189-
213). Otro de los trabajos del investigador recuerda cómo «el gracioso asume una función marginada, sub-
alterna y semidesligada de la articulación fundamental de la comedia» (1988, pp. 103-120). Muy
recomendables son también los trabajos de Jones (1965, pp. 41-54), Rozas (1980, pp. 89-106) y Ruano de
la Haza (1994, pp. 269-285).

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con el Arlequín de la commedia dell’arte. Porque esta máscara cortesana interpreta


los repertorios cómicos que Muñiz había bebido de las formas breves del Siglo de
Oro. Participa de la actitud burlesca parodiadora típica y tópica del teatro festivo
que ha llegado a palacio. Remeda el ambiente áulico del entremés barroco de auto-
res clásicos como Vélez de Guevara, Gil López de Armesto, Jerónimo de Cáncer,
Juan Manuel de León Marchante. Puesto que es la esperada coartada, sus entradas
son propias del mejor entremés de repente15 y tienen un carácter eminentemente
teatral. Sus apartes son constantes en este panorama de contacto directo con el
espectador. Los logra siendo indiscreto y metomentodo, ingeniándoselas para no
quedarse al margen. Porque, si el rey es un ser fuera-de-casta que escapa a la socie-
dad por arriba, en palabras de René Girard, va necesariamente acompañado de un
loco o bufón «que comparte con su amo una situación de exterioridad»16.
Sucede que el loco también encuentra la parte positiva del sentirse al margen. El
llamado txerrero, cachimorro, zarramaco, ziripote (Huerta, 1999) suele separarse
del resto de los personajes, se acerca al público, le insulta y da con una vejiga. Este
objeto, extraído del cerdo —animal en sí carnavalesco—, es un elemento cargado
semiológicamente con una connotación erótica y, además, está tan lleno de aire
como la cabeza del loco. Estebanillo no lleva dicha vejiga porcina, pero sí dice tener
las pezuñas de este animal.
Las acotaciones que le animalizan le siguen acompañando: «como un sapo oscuro
e hinchado», «zascandilea», «se aleja como un sapo oscuro e hinchado». Hacien-
do honor a su estirpe, Estebanillo sabe bien que el asno es uno de los legados de la
tradición carnavalesca —el travestismo de más solera en el realismo grotesco—:
venido de la estampa de Goya, representa al pueblo domado y utilizado por el pode-
roso: «Si quisierais servir de burro podría empinarme y ver mientras vuestra alteza
con la oreja pegada a la rendija oía lo que hablasen» (p. 45). Se insiste aquí en el
tema de los que gravitan sobre las espaldas de otros: los que soportan el peso han
perdido su humanidad y son borricos, como sucede en el grabado goyesco «Miren
que grabes». Además de espiar, este bufón de corte sabe fingir como nadie sus fal-
sas modestias: «¡Piedad ante este pobre pecador, enemigo de herejes y herejías»
(p. 24); «Soy fiel y santo y pido que se abrasen eternamente los herejes» (p. 36).

15 Véanse los estudios sobre las relaciones entre la comedia all’improviso y el entremés en Huerta
(1984, pp. 785-797). El gracioso que rinde culto desde que nace a la anatomía del cuerpo grotesco. Pode-
mos encontrar un ejemplo paradigmático en «El teatro de Juan Rana»: «La importancia de la corporalidad
grotesca en el Barroco, esto es, la fascinación por gigantes, enanos, corcovados, inocentes, tullidos, barbu-
das, niños monstruosos, sintieron los artistas de la época» (Huerta, 1999, p. 18).
16 Escribe Girard en La violencia y lo sagrado: «¿Y el rey?, cabe preguntar. ¿Acaso no es el centro de
la comunidad. Sin duda, pero en su caso es precisamente esta condición central y fundamental la que le aísla
de los restantes de los hombres, la convierte en un auténtico fuera-de-casta. Escapa de la sociedad ‘por arri-
ba’, de la misma que el phamakós escapa a ella por abajo. Tiene, además, un asistente, en la persona de su
loco o bufón, que comparte con su amo una situación de exterioridad, un aislamiento de hecho que con fre-
cuencia se revela más importante en sí mismo que por le valor positivo o negativo, fácilmente reversible,
que pueda atribuírsele. Bajo todos los aspectos el bufón es eminentemente sacrificable (...) pero también
sucede que el propio rey sea sacrificado, a veces de manera más ritual y regular, como en algunas monar-
quías africanas» (1972, p. 20).

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Con esta tópica tan marcada, el bufón de la Tragicomedia del Serenísimo es un


enano de estatura mínima, que alaba a su cuerpo («en mi condición y mi cuerpo
hago lo que me place y digo cuanto me viene en gana») y logra da un pie de dise-
mia en todas sus réplicas («el buen camino para él es el que lleva a bodegas y lupa-
nales»; llama a la ceremonia «sacrificio de los impíos», ve traseros y no asientos,
etc.). Como no podía ser menos: como Pantagruel en la obra de Rabelais, hace alar-
de y ostentación de ascendencia. No sólo se relaciona con lo bajo corporal (obsce-
nidades ambivalentes) y con la locura, sino que tiene también tintes satánicos («Allí
me holgaré compartiendo mi lecho con Satanás y con vos y vuestra barragana», p.
23). Sus apariciones son pertinentes en esta España teñida de fanatismo religioso.
Mientras Felipe II es dibujado en una frenética misa negra, un acto de fe en este jui-
cio final en la Plaza Mayor de Valladolid, Estebanillo todo lo tiñe de obscenidad17.
Para los frailes es «blasfemo», «pecador», «bribón». Tiene el don de la ubicuidad
para ser diana y dardo, objeto y contrapunto, de la sanción de una conducta oscura.
En otra de las escenas, cuando el contexto acústico es envolvente —el dindón de las
campanas se ha tornado frenético, ensordecedor (p. 25)— y en una escena acaban
de entrar, con el correspondiente cortejo, el rey, el príncipe don Carlos, Doña Juana
y Alejandro Farnesio, el bufón cumple con su función y les dedica grotescas reve-
rencias. Su intervención presenta una Castilla brujeril, tiránica y corrupta:

BUFÓN.— (Con grandes aspavientos, sin cesar de hacer ridículas genuflexio-


nes.) ¡Bien venido, señor don Felipe, al palenque de la Cristiandad! ¡Bien venido sea
el rey católico a la Plaza Mayor de Valladolid, corazón y entrañas de las Españas! Sed
bien venido, señor, a Castilla, en la que florece la pilla semilla de granujas y brujas,
de infantes gigantes, de tiranos enanos y frailones tragones. (p. 26).

Puesto que los Simples heredan la retórica del disparate, Estebanillo trae consi-
go chistes de ingenio entremesístico, como «Se te fue el Santo al infierno» (p. 10)
o nominaciones festivas del tipo «cucarachas» dedicadas a los vasallos del príncipe
Felipe II18. Es el rey de las dobles lecturas. Su lenguaje es ripioso («pilla sencilla»,
«infantes gigantes»), imprecativo («¡Maldita sea la suerte mía!») y deprecativo
(llama «gabacho» a Francois de Montaigne). De su invención parten etimologías
populares como «en olor de santidad». Es capaz de entender en clave de humor
negro la escena que la que saca una reliquia, «una mano sarmentosa y negra», y acto

17 Porque obsceno es lo que no puede ser mostrado. Un bufón fiel a la tradición española sirve como
contrapunto a una pieza biserial: heroísmo y desmitificación. Es su pretensión «mostrar a los españoles no
sólo las miserias de los españoles «malos» (...), sino también las de los españoles «buenísimos, impecables».
Tal vez así logremos de una vez para siempre acercar entre sí a las dos Españas de Machado y hacer de ellas
una» (Muñiz, 1974, p. 11). Como no podía ser de otro modo, el enano acepta que le llamen «maldito abor-
to» y no opone resistencia a referirse a sí mismo como «saco de basura», «banquete de los frailes», «el gran
tullido del reino junto a don Carlos» o compararse con un animal: «sólo las pezuñas de un enano pueden
caer sobre el príncipe».
18 Hay humorismo agrio en sus intervenciones porque Muñiz invita a extraer de estas chanzas una ense-
ñanza y no repetir su falla: «¿No sería muy útil que nosotros empezásemos a trabajar de tal manera (…) Lo
mejor de los feos es que sepan reírse con talento de su fealdad. Lo más vital de los tarados físicos es que
sepan mofarse de su tara» (Muñiz, 1974, pp. 12-13).

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seguido va presentando a todos los órganos con cómicas personificaciones. Su ges-


tualidad es, del mismo modo, reverencial a la par que irónica: «corretea persegui-
do por el fraile», «rueda por el suelo como una bola», «ríe y se revuelca por el
suelo», «grotesca reverencia al príncipe y gesto de burla al dominico», «rompe a
reír escandalosamente y sale haciendo piruetas», «entre cortés y servil, pero siem-
pre grotesco», «hace ademán de degüello, rebanándose con el canto de la mano el
pescuezo, acompañando a la acción un ruido onomatopéyico adecuado y sonoro»,
«se afana en la limpieza de uñas, dedos y manos». No le faltaban razones a Durand
cuando veía en el enano a un «guardián del umbral del inconsciente» (1969). En su
línea, la simbología de Cirlot había situado al gnomo de los cuentos a caballo entre
el duende mitológico y el ser demoníaco, pues consideraba que tenía un «inocente
carácter maléfico» (1985).
Por su parte, Muñiz, como apuntábamos líneas arriba, se sirve de los intermez-
zos goliardescos del fool cortesano para facilitar la entrada a la escatología y a la
libido. En su dramaturgia el héroe es desmitificado y el Simple es aprovechado.
También la tenida por chiflada, doña Juana, es una excéntrica sabia. Porque la ena-
jenación fingida es un tema constante en el repertorio carnavalesco, y no podía fal-
tar en esta obra.

3. LA OTRA CARA DEL IMPERIO: LA MIRADA DEL BUFÓN

La Castilla que Muñiz presenta por voz de los ripios de Estebanillo es efectiva-
mente grotesca: «Castilla, en la que florece la pilla semilla de granujas y brujas, de
infantes gigantes, de tiranos enanos y frailones tragones» (p. 26)19. Pero el loco fes-
tivo no es sólo risa y parodia. Sus críticas al sistema son más que patentes. Desde
su mirada Muñiz echa mano de la desmesura que conocemos en Ghelderode (Veláz-
quez, 1996: 172), quien había creado un mundo ficcional asentado en lo escatoló-
gico y rufianesco en completa correspondencia con el buril de Jacques Callot, con
los cuadros de El Bosco y Brueghel20 y el tenebrismo de Gutiérrez Solana. Con esta
referencia intertextual, tras el prólogo, cuando se abre la cortina del acto primero,
se dibuja, en lo social una era de curanderos, en lo familiar un tiempo de matrimo-
nios de conveniencia contra el que se rebela don Carlos, y en lo personal una vida
enajenada. Estando el Príncipe en su cámara, se ha tragado una perla de mucho
valor. El mayordomo y el secretario intentan infructuosamente que se retracte de
meter al elefante, y que evacue dicha perla. Don Carlos, que une —como dictara el
Gargantúa de Rabelais— la cara y el ano, clama: «No evacuaré aunque haya de

19 En esta cita encajamos las palabras de Gómez Ortiz: «El lenguaje que utiliza es más superficial que
profundo: queremos decir que resulta más descriptivo que incitador a la reflexión. No lo señalemos como
defecto, sino que para aclarar que, puesto a elegir, se ha inclinado por la exteriorizador ahondadora, aunque
sí lo suficiente para que los personajes tengan categoría humana» (1984, p. 7).
20 Logró combinar lo farsesco, lo grotesco y lo irrisorio, con su «teatro violento y audaz, cuyos prota-
gonistas se mueven en un extraño poblado de reyes degenerados, bufones borrachos, jóvenes entregados a
viejos lujuriosos, brujos (...) y, siempre, sirviendo de fondo a lo desmesurado de la acción, un oculto senti-
do poético que aclara y hace soportables las situaciones por oscuras y violentas que sean» (Hesse, 1959: 27).

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vomitar las heces por la boca» (p. 38) y «acabaré por perder el juicio de tanto espe-
rar que mi culo alumbre su valiosa perla», «¡Tres mil ducados bailan en mis tri-
pas!». Cuando se produce la escena excrementicia, el mayordomo se arma de valor
para buscar entre las heces del Serenísimo y encuentra la perla llegada por esta vía
residual. Mientras tanto, don Carlos repite frases infantiles: «¡No lo haré! ¡No lo
haré! ¡Mi elefante! ¡Quiero mi elefante!». Entre burlas y veras, el príncipe es capaz
de aludir a la homosexualidad de su padre: «¡Es mío y penetra donde a mí me place!
¿No penetran en la cámara del rey bestias de la más variada condición?» (p. 38). Se
trata de las «bestias» del duque de Alba y de Eboli. Es éste un ambiente no sólo de
purgantes, sino también de purgatorio. El olor hace que los servidores no puedan
acercarse a la cámara del príncipe, aunque el Mayordomo habrá de introducir su
mano en los reales excrementos, y a las heces se suma su sangre, ya que se cae al
saltar por una ventana. Hiperbólicamente la sangre «mana de su cabeza como un
manantial», otra de las convenciones del realismo grotesco, tan dado a la exagera-
ción. Es la primera rebelión contra el padre, de perfil de cuento folklórico. Querrá
después hacer entrar un elefante a la habitación, que es su segundo pronunciamien-
to. En tercer lugar descubriremos la clásica rivalidad amorosa entre familiares de
sucesión directa. Edípicamente, don Carlos se ha enamorado de Isabel de Valois, su
madrastra.
Tenemos, pues, a un príncipe infantilón y a un rey de dudosa inclinación sexual,
que en la escena no rechaza la herejía cuando es por su propio peculio: le ponen a
don Carlos sanguijuelas y se piensa en trepanarle el cerebro con los ungüentos de
un curandero morisco. Su aspecto se convierte en el de un cuadro de Brueghel. Asi-
mismo, vemos en la obra cómo las calles se llenan de procesiones de ruegos por su
alma, ambientación del Escorial de Ghelderode. Será un mundo de disciplinantes
solanesco y de intercesión del cuerpo muerto de un fraile momificado. Porque lo
siniestro sigue en auge cuando en la escena tercera unos truenos acompañan a la
entrada de un fraile en extraña compostura y procesión, ataúd y encapuchados
incluidos. Toda esta ceremonia se ha preparado para que el cuerpo incorrupto de
don Diego sea tocado por el príncipe. Es una momia cubierta con un sucio y aguje-
reado paño de lino (p. 53). El bufón desmiente que el rey quiera la curación de su
hijo porque hace promesas en vano. Da verdades a cambio de chantaje —«¿Me
daréis un condado? Prometedlo y os lo diré» (p. 60)—, cuando la joven y dulce
doña Isabel de Valois pide risueña a su marido que deje vivir a los herejes porque
«es más bonita la vida, aún de los seres más feos, que la muerte, aunque se trate del
más bello cuerpo...» (pp. 62-62).
Víctima de los cálculos burocráticos de su padre, don Carlos no es sino otro Ave-
lino, otro Mariano, otro Crock perdedor y desvalido ante el sistema como era los
protagonistas de las obras muñicianas El grillo y El tintero. Crock acaba con su vida
bajo la maquinaria del tren; San Juan lo hará apaleado quedando hecho un ovillo en
Miserere para medio fraile; Sam será el pelele victimado en el ritual macabro de Un
solo de saxofón; don Carlos morirá aplastado por la maquinaria burocrático-impe-
rial de su padre. En su soledad y su prisión todos intentaron defenderse, pero su
final estaba ya escrito. De nada sirve que en la escena quinta el príncipe converse
con su tío Juan de los abusos de que fue objeto a instancias de su tía Juana. Con

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estas alusiones se refiere a su padre como «fornicador», riendo con estrépito y gol-
peándose la cabeza:

D. CARLOS.— (Ríe estrepitosamente.) El gran fornicador es el hermano de la


gran zorra doña Juana, hijo de vuestro padre garañón, primero de España y quinto de
Alemania, nieto de Juana la Loca del colchó y padre del príncipe desgraciado. No,
no, no, no, no, estoy loco. ¡Son ellos los locos! Los que desean volverme el juicio.
Mi tía Juana tiene casi diez años más que yo... Otras mujeres meten en su lecho inclu-
so perros. Ella metía al niño, a su sobrino el príncipe, y si estaba con fiebre mejor...
¡Cuánto placer me habrá sacado la gran puta a mis repetidas tercianas! (pp. 71-72).

Siguen intercalándose los intermedios clownescos de Estebanillo en el marco de


la comedia seria. Tienen todos ellos breve duración y una sorna asegurada21. Damos
paso a dos escenas (séptima y octava) que presentan sexo y religión en paralelo a
la luz del grotesco. Por un lado, en la escena séptima el Boticario le da al Barbero
—intertextualidad con Romeo y Julieta— una pócima afrodisíaca que había encar-
gado: «Tiene la pócima abrazada con sus dos manos como si fiera un pajarito que
temiera perder» (p. 86). Con la entrada de don Carlos en busca de la bebida esti-
mulante y la queja de que no quiere una virgen para no hacer muchos esfuerzos, se
nos participa que es impotente. Por contraste a esta secuencia, en la escena octava
tenemos a Felipe II y a su séquito en un convento, conversando con el Cardenal
Espinosa y con Estebanillo zascandileando. La estética brechtiana se actualiza
cuando Felipe II limpia las reliquias de santos —nuevo topos del grotesco22— y
está sin embargo tratando de los asuntos de Estado con sus ayudantes, secretarios y
su bufón. También en Los tres mosqueteros el cardenal Richelieu trata de los nego-
cios estatales mientras se dedica a condimentar el almuerzo y preparar la mesa23.
Veamos cómo se produce el grotesco encuentro.
Habíamos dejado a la muchacha desnudándose mientras todo estaba preparado
para que se acostara con el Príncipe ante la atenta mirada de una corte de voyeurs.
El Barbero hace de maestro de ceremonias y de hipocresía: «Otras muchas quisie-
ran estar en el lugar de tu hija. Que es grande, muy grande honra la deshonra de una

21 Vienen a debatir, a chantajear o a dar carta de presentación a un desfile de estrambóticos personajes.


En la escena sexta Estebanillo husmea por la cerradura de la cámara regia. Grotesco, irónico, cínico, con-
trariado, e interrogativo en clave retórica, dedica este parlamento plagado de juegos de palabras a un caba-
llerizo: «¿Cómo ha encontrado hoy el real caballerizo las reales ancas de las reales bestias de sus reales
majestades?» (p. 74).
22 Los precedentes críticos en el estudio del papel de las reliquias en la evolución de las nociones del
cuerpo grotesco se deben, de nuevo, a Bajtín (2002, p. 325). Determinadas partes del cuerpo llegan a sacra-
lizarse, y objetos como el brazo del santo de San Eugenio en esta Tragicomedia, se convierten en objetos de
adoración. En las manifestaciones del realismo grotesco es frecuente que Cristo, la Virgen, los santos y los
mártires sean exhibidos en honor de multitudes. En este mismo contexto, el hecho de que Felipe II venere
con ceguera supersticiosa a las reliquias, conecta con el mismo culto a las imágenes del Capricho goyesco
«Lo que puede un sastre».
23 «Existe en ambas escenas una discontinuidad entre la acción y la palabra que no puede dejar de
enviarnos al análisis que W. Benjamin efectúa a partir de la estética brechtiana, del signo gestual, y de la
relación entre palabra y gesto en el teatro» (Muñiz, 1974, p. 35).

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virgen por el príncipe de España» (p. 87). La madre a la que se refieren estas pala-
bras no puede evitar olvidar el eufemismo festivo, a la que replica el ofendido prín-
cipe. Los juramentos a la religión participan de esta misma ambientación que todo
lo exagera24:
MUJER.— (Yéndose empujada por el barbero.) ¡Jesús, ni que el pajarito del
príncipe hubiera sido bendecido por toda la Corte Celestial!
(...)
DON CARLOS.— ¡Lo ha sido, vieja puta! Y por el Santo Padre y por el Conci-
lio de Trento y por el Sínodo (pp. 87-88).

Don Carlos, que de «serenísimo» nada tiene —casi babeando, forcejea por sol-
tarse; hecho un ovillo en el suelo, lanza un alarido; golpea las manos contra el
suelo mientras grita obsesivamente)—, ha podido demostrar a su padre que no es
impotente. El objeto aliado, y prueba de su victoria temporal, es una sábana ensan-
grentada. La primera escena se salda con el efecto de la pócima: desvirga a la don-
cella mientras el escribano y el notario toman buena cuenta de lo sucede dentro de
esa recámara. Lo grotesco es que le enseña la prueba de su virilidad a su padre en
el momento en que éste, pueril en extremo, vive el día más feliz de su vida con la
llegada del brazo momificado de San Eugenio. Cuando presencia la unión del cuer-
po mutilado y del brazo del santo, irrumpe su hijo con la sábana. Felipe II lo consi-
dera un sacrilegio. Pero el bufón le recuerda la regia prohibición del mercadeo de
reliquias como «comercio de menudillos de santos» (Aragonés, 1980: 120). Hay en
sus palabras no poca sorna y denuncia: «Bienvenido, señor Apolinar. Siéntese aquí,
si le place. (Coge la mano y la deposita en la vitrina, como si ayudase a alguien a
sentarse.) Le presento el corazón de san Juan Damasceno» (p. 102).
El ambiente lúdico se ha tornado siniestro. Felipe II es el prototipo del fanatis-
mo —ridiculizado a través de su afición a las reliquias— y del integrismo expan-
sionista y tiránico. Su hijo Carlos no se rebela contra el rey sino contra el padre tira-
no. En la pluma de Muñiz el sistema sanguinario de Felipe II es el mismo del
sistema franquista. Si Franco guardaba el brazo incorrupto de Santa Teresa, Felipe
II el de San Eugenio de Toledo. El monarca se escuda en la razón de Estado para
atentar contra el hombre, amparándose en la atroz blasfemia de que es fruto de la
voluntad de Dios. Juego, rito y ceremonia están abrazando sus fuerzas desde que el
prólogo asistiéramos a un Auto de fe. Con el trato del monarca a su frustrado here-
dero está siendo retratada la alianza Poder-Iglesia de un tiempo que ha sido recrea-
do con honores, pero no en sus sombras.
Para la hora del acto segundo hemos podido ver que el espacio escénico no se
sugiere ahora con la carpintería teatral, sino con otros signos, como los auditivos
(ruidos, plegarias, letanías). Las escenas no tienen resolución realista, ni en lo espa-
cial (No es recomendable que el artilugio sea real, y basta, por tanto, que esté suge-
rido y que sus efectos se hagan notar por las acciones de los intérpretes, pp. 118-
119), ni en lo ambiental (truenos en noche de tormenta infernal), ni en los personajes

24 Tomamos como referencia J. Huerta (1986), pp. 115-136.

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(en animalización llama don Carlos al rey y a doña Juana, a los que espía: «Sí,
seguid, seguid, comadrejas», p. 77). Este acto se respalda además con unas atomiza-
ciones y lisiados macabros nada realistas: «¡Alcánzame aquel ojo de Santa Rita de
Casia, Estebanillo» (p. 99). Estebanillo se ceba en su regusto por lo escatológico
(«piernas destrozadas por la artillería», «corazones deshilachados por los arcabuces,
hígado, ojos, pulmones y otras vísceras atravesados por espadas impías», p. 100), en
una clara crítica de Muñiz hacia la carnicería imperial gestada en Flandes. Con mati-
ces del bufón tosco y del estilizado payaso, lo farsesco se logra con un personaje len-
guaraz que, mientras se limpia las uñas, dedos y manos25, reflexiona sobre el mal de
la herejía nacida en territorio flamenco. Si Michel de Ghelderode encontró su topos
en el Flandes medieval, Muñiz nos retrata la política de alianzas de Felipe II para
anexionarse dicho territorio. En este momento Estebanillo se acerca al territorio
semántico del payaso26. El payaso, a diferencia del Simple, es un ser de pesadilla que
se hace pasar por quien no es; escudado en su ambigüedad, su maquillaje y su falsa
sonrisa es el emblema del desorden organizado. Salvando casos puntuales —léase el
payaso Borlas en las obras de Martín Recuerda Como las secas cañas del camino y
Caballos desbocaos—, este personaje suele ser un espíritu amoral, perverso, un «tra-
vestido de la bondad» que en realidad es pérfido. Mientras que el loco es inocente,
es ingenuo, es él mismo, el payaso finge un papel haciéndose con el control de su
propia personalidad. Si el loco nos enternece con su «locura sana», el payaso nos
amedrenta con su taimada crueldad. En boca del payaso, el lenguaje se convierte en
un arma cruel y seductora. El histrión circense logra embaucar con la ambivalencia
y la dramaturgia de lo demoníaco que seducían a Baudelaire27.
Frente a la autoridad moral del monarca histórico, Estebanillo se valora a sí mismo
como «rey». Se construye un cetro improvisado y protagoniza una entronización car-
navalesca: «(Bajando del sillón de un salto.) ¡Soy vuestro alter ego, majestad! (Se
encara con el rey.) ¿Así que estabais escuchando con una oreja en los Cielos y con

25 En este caso, la intertextualidad con el grabado de Goya es clara. El elegido es «Se repulen», donde
el hacerse la manicura y pedicura connota la rapacidad del que este acto comete.
26 Márquez Villanueva remite a los siguientes artículos de Swain (1935), Welsford (1935), Kelin (1963,
pp. 11-25), Lever (1983) y Redondo (1979, pp. 233-250), remarcando cómo la literatura bufonesca o del
loco ha sido estudiada con el impulso de los estudios de Foucault, Bajtín, Klein, Lefebvre, Kaiser o Könne-
ker. Sus atributos son fácilmente reconocibles (cascabeles, vestimenta, vejigas, cetro burlesco) y sus accio-
nes resultan circenses y antimorales. Su expresión es disparatada o fatrásica. Pero, sobre todo, el loco es una
figura muy interesante porque bajo su cobertura puede tener impunidad jurídica y moral. Todo le está per-
mitido. Es la figura carnavalesca por excelencia porque personifica la libertad. Tiene potestad para poner,
entender y juzgar el mundo al revés. Deshumanizado y con una visión lúdica de la realidad, puede hacerse
con el disparate sin que éste resulte reprobable. Contra el rigor y lo dogmático, el Simple o Bobo ve el
mundo con la cobertura de la risa y de la fiesta. Su oficio bufonesco, su «mester de la locura» (1985-1986,
p. 517) puede exhibir infamias, descaros, desplantes, secretos a voces, chismorreos, cotilleos; nada le está
vetado. Es un antídoto contra la gravedad del teatro serio.
27 La crueldad, el cinismo y la artificiosidad del payaso es puesta de relieve por Mason: «Either fool or
clown may be mad, but the fool’s madness has more to do with happy, innocent idiocy than with manic
terror. The fool is a collage of quite natural flaws, while the clown is artificial because he is too perfect a
machine» (…) The clown is the sharp instrument of cynicism, but the fool is the apotheosis of the senti-
mental dream» (1988, pp. 211 y 216). A vueltas con la herencia de Baudelaire, Jackson I. Cope considera
que la dramaturgia de lo demoníaco desciende directamente de la «reinvasión» de figura de Arlequín (1984).

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otra al bufón?» (p. 104). Marcando la visión jerárquica que él rompe, subraya
«¡Bendita jerarquía!», marcando lo piramidal de la vida oficial en la corte28. El
siguiente secreto a voces que convoca es un lance de ambigüedad homosexual. Se
da en una escena de mise en abîme: la camarera, Isabel de Valois y Juana represen-
tan un pasaje de una obra. Para participar en ese teatro, la reina Isabel ha adoptado
el papel de varón, participando del mundo al revés tópico del carnaval. Es la mujer
vestida de hombre. El bufón se lo reprocha. Don Carlos le pide cuentas del porqué
de ese odio, e invita a la reina a no dejarse devorar por España: «¡Cucarachas en el
trono, en las cortes y en el consejo! (...) Huid de aquí, si no, os devorarán...» (pp.
116-117). Al margen de esta escena reteatralizadora, don Carlos busca a Don Juan
de Austria, hermano bastardo de su padre, como aliado para huir del país. Pero el
joven, una vez más, ve caer sobre sí el peso del Prior. Cuando no le es permitido
tomar una oblea sin consagrar tienta al religioso con actitud farseca:

D. CARLOS.— ¿No os habéis avenido jamás a hacer ninguna farsa?


PRIOR.— ¡Callad, alteza! No sigáis jugando con tan venerables cosas... (p. 130).

Todo son irreverencias en la Tragicomedia del serenísimo. Saltándose el secreto


de confesión, el Prior —porque entre enmascarados anda el juego— le cuenta lo
sucedido al Cardenal Espinosa y al rey. Es la excusa necesaria para que el monarca
decida encerrar en una mazmorra a su hijo. Hipócrita, finge querer limpiar su alma
manchada: en la escena séptima Felipe II le pregunta a sus consejeros si ha de seguir
disimulando con éste. Puede equipararse al grabado de Goya «Al conde Palatino»,
en el que se acusa la charlatanería del dominante y la credulidad del dominado, tras-
poniéndola al nivel político:

ACUÑA.— Majestad... ¿partimos esta noche a la guerra de Flandes?


FELIPE II.— (Sombrío.) Partís con vuestro rey a una misión histórica. Me vais a
acompañar a ofrendar a Dios, cual si yo fuera un nuevo Abraham, el sacrificio de mi
carne y de mi sangre» (p. 134).

Tras la auto-consagración de Felipe II («Seréis testigo de mi amor a Dios, de mi


respeto al bien público y de mi absoluto desprecio por todas las cosas temporales»,
p. 134), en la escena séptima clavan la puerta de la habitación del príncipe. En una
intertextualidad con el Quijote, queman todos los documentos del príncipe don Car-
los. La amenaza está omnipresente en boca del rey, ante quien se humilla su hijo,
postrado a sus pies con visiones de cucarachas, en plena órbita con la alucinación
absurdista y el expresionismo de Kafka:

28 En el teatro de Ghelderode, rey y bufón intercambian sus papeles. En su obra Escorial estamos en la
España del siglo XVI: el monarca es el rey del disimulo y un bufón —llamado Folial— ha sido el amante
de la reina, que muere envenenada por su marido entre ladridos de perros. En Escuela de Bufones un con-
vento en ruinas alberga a una escuela de bufones cojos, jorobados y contrahechos instruidos por Folial.
Representan ante él una farsa que lo hace enloquecer. Al final les transmite la clave para que puedan seguir
sus vidas: «El secreto de nuestro arte, del arte, del arte con mayúsculas, de cualquier arte que quiera perdu-
rar... ¡Es la cru-el-dad!».

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D. CARLOS.— (...) Matadme, por piedad... no estoy loco, señor... Estoy harto de
verme y soportarme... No verlo verlas más... Me acosan pero no me devoran... A
veces sueño que vienen hacia mí para acabar conmigo, pero me miran, sucias, negras
y parece que ríen y se marchan dejándome agitado... ¡Libradme de las cucarachas!
(p. 138).

En definitiva, Carlos Muñiz llega incluso a la marionetización del hombre, ya no


como pura estilización lorquiana o como exageración valleinclanesca, sino en plena
línea kafkiana. Si en El tintero hay un empleado de oficina condenado a ser un chu-
patintas; si en Las viejas difíciles unas ancianas hacen imposible el amor a los jóve-
nes sólo porque ellas no lo tuvieron; ahora tenemos a un nuevo Segismundo, a un
Alonso Quijano incomprendido, a un martirizado Gregor Samsa rodeado de visio-
nes febriles. Con don Carlos evoca la figura del niño inocente que muere en Divi-
nas palabras, Luces de bohemia o Los cuernos de don Friolera. Muñiz hace que
reciba el Viático y la absolución, permitida tenido por loco, negada cuando cuerdo:
«¡Siempre aquí, tú, como el adelantado del infierno! Para decirme que es verano
cuando tiemblo de frío. Para decirme que puedo comulgar porque ha vuelto la luci-
dez a mi cabeza... Para ver cómo me extingo poco a poco... ¡Buen notario tiene en
ti el rey!» (p. 143).
Estamos en la escena final. Con la acotación clave, en la que el bufón —y ano-
temos que ha perdido su proverbial optimismo— «con tristeza, sonríe» (p. 139), la
respiración del Príncipe se entrecorta. Habla entre jadeo y jadeo, cada vez más aho-
gado: «la libertad... de poder... escapar... de esta cor... te de fieras... tan piadosas...
No quiero... seguir viendo tanta... mier... da». Desfila el cortejo fúnebre en un final
luctuoso: «¿Querrá Dios castigarme... dejándome en es... te... infierno... por los si...
glos de los... siglos... contemplan... do la mirada de... mi pa...dre? ¡Señor! ¡Aparta...
de mí... es... te... cáliz...! (...) ¡Ase...sinos! (...) Es la... hora... de liberarme de toda
esta... miseria». (pp. 145-146). Se actualiza la teoría de Genet sobre el sentimiento
de culpa y el teatro como terapia correctiva para la sociedad aquejada de esta dolen-
cia. Don Carlos es así sacrificado; resultaba peligroso que fuera un freno para la
política de alianzas de su padre. Llegado el momento del desfile fúnebre que remi-
te a La escuela de bufones de Ghelderode, la reacción de Felipe II cumple con la
impostación que le es propia. La escena que le acompaña está llena de siluetas y
sombras, al estilo del teatro breve de Valle-Inclán en Sacrilegio o Ligazón:

FELIPE II.— ¡Yo dispondré el orden que llevará el cortejo hasta el sepulcro...!
Primero las cofradías, luego las órdenes religiosas y después el cadáver. (Empiezan
a desfilar por la escena, casi en penumbra, las siluetas de las cofradías y las órde-
nes religiosas.) (...) (Cruzará el ataúd y detrás de un nutrido cortejo de sombras.
Mientras se aleja la comitiva los cantos se siguen escuchando.) (p. 146).

La bajeza e inmoralidad de las palabras de Felipe II llega a su cenit: «¡Señor!


¿Por qué me has privado de este hijo? ¡Del único heredero! ¡Señor, tú también fuis-
te Padre y perdiste a tu Hijo!» (p. 148). Veamos cómo el soberano se asegura, misó-
gino, la identidad de su sucesor:

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FELIPE II.— ¡Vos debéis dedicaros con todas vuestras fuerzas a cuidar de vues-
tra preñez! Será Felipe Tercero que engendrará a Felipe Cuarto, que engendrará a
Felipe Quinto. (...) ¡El príncipe ha muerto! ¡Viva el vientre hinchado de la reina!
(Besa apasionadamente el vientre de la reina.) En vuestro vientre está la certeza de
que jamás la herejía invadirá este reino! Hasta el juicio final...
ISABEL.— (Antes de irse.) ¿Y si es otra hembra?
FELIPE II.— ¡Fornicaré hasta llenarlo de machos! (pp. 148-149).

Tan preocupado con la santidad, Felipe II se muestra en realidad intolerante,


impío, cruel, sin escrúpulos. Cierran la obra unas pedorretas del enano al rey y al
público, que sale haciendo cabriolas como al principio de la obra. De principio a fin,
la acción y los personajes se han remachado con perfiles grotescos. Han llegado a
protagonizar una farsa violenta.

4. CONCLUSIONES

La Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos convoca al enano perver-


so del folcklore de todos los tiempos, al humor negro y festivo del renacimiento y
el barroco —Rabelais, la commedia dell’arte, Calderón, Shakesperare, la iconogra-
fía de los pintores El Bosco y Brueghel—, herencias románticas y del expresionis-
mo de Ghelderode, hábitos de la crueldad de Artaud, formas coincidentes con la
violencia de Genet, una constante lectura brechtiana de Valle-Inclán, disposiciones
remitentes al animalizado Gregor Samsa de Kafka. Desde la mirada panorámica de
Carlos Muñiz, tenebrismo, almas de purgatorio en vida, absurdo y risotadas grotes-
cas inundan las paredes que vieron nacer a la casa de los Austrias. A través del pris-
ma paródico de un bufón cortesano, un personaje coartada, el dramaturgo ha queri-
do llevar a las tablas la razón por la que Felipe II, a su juicio, enseñó al mundo su
propia farsa. Por su perfil historicista y su deuda con la estética grotesca, su teatro
marca una línea de diferencia con el teatro de uso y consumo general en el tiempo
de apogeo del drama realista. Documenta que en los setenta una serie de autores
neorrealistas renunciaron a la pauta mimética para abrir las puertas de sus piezas a
la nueva reteatralización de la neovanguardia, agrupación con la que a menudo se
suele comparar a los neorrealistas. Invitamos a revisar este forzado divorcio de dos
estéticas que, sin embargo, resultan ser muy afines. Se han venido subrayando las
líneas de división y no las fuerzas que las atraen, olvidando quizá que ambas ten-
dencias sucumben por igual al atractivo mundo del Carnaval, en su doble versión,
festiva y violenta. Alejados del naturalismo, consideran el registro carnavalesco el
mejor instrumento de sátira y denuncia social.

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