La Literatura Augústea

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LA LITERATURA AUGÚSTEA

PRIETAS LAS FILAS: AUGUSTO Y EL ‘MECENAZGO’

En la época postcedente a la muerte de César la literatura romana parece


alcanzar su ακμή tras la llegada al poder de Octaviano Augusto. Por ello una razonable
y extensa tradición ve en la batalla de Accio (31 aC) un punto de inflexión definitivo y
decisorio para el devenir de Roma y su literatura. El propio emperador va a estimular la
creación literaria en la que él ve un no desdeñable medio subsidiario de lograr esa vuelta
a la normalidad, esa restauración de la vida cívica por él mismo preconizada. En esta
Pax Augusti el recuerdo de las repetidas guerras civiles y la agitación interna parecen
actuar a modo de poderosa fuerza de inspiración para muchos escritores. Dentro del
largo periodo durante el cual Augusto a gusto se mantiene en el poder, podríamos
establecer al menos dos fases literarias: una inicial con escritores vinculados a las
trágicas consecuencias del asesinato de César y que inauguran dando su apoyo, al
principio con alguna reserva, la época de renovación de Augusto, autores como Virgilio
u Horacio; y otra segunda fase con autores ligados a la época terminal del reinado de
Augusto, autores como Ovidio donde ya se prenuncian algunas características de la
literatura imperial. Junto al emperador, gran aficionado a la poesía y a los estudios
literarios y también de algún modo escritor -por ejemplo de las Res Gesta Divi Augusti
o ‘Hazañas del divinal Augusto’, una suerte de testamento político que mandó
monumentalmente grabar en griego y latín y en diversos y significativos lugares del
imperio-, cabe mencionar a su estrecho colaborador Cilnio Mecenas.

Aunque el patrocinio de escritores no era cosa nueva -recuérdese por ejemplo la


ayuda dispensada a Terencio por los Escipiones-, por la cantidad y calidad de los
protegidos, en esta época es notable el apoyo a los creadores por parte de personajes
muy influyentes. Citaremos tres, representantes de tres momentos y tres modos de la
literatura romana, Polión, Mecenas y Mesala.

Gayo Asinio Polión (Gaius Asinius Polio, 76/75 aC-4/5 dC) fue un hábil
político y hombre de acción seguidor de César, Antonio y Augusto –nota bene:
naturalmente en este mismo orden- y escritor, junto a unas probables tragedias, de una
historia de Roma desde el año 60 hasta al menos el año 42, fecha de la batalla de Filipos
donde se produjo la victoria de la coalición de Antonio y el aun Octaviano sobre los
cesaricidas y republicanos Bruto y Casio, siendo sobre todo una victoria de Antonio
sobre Casio. A Polión, por uno u otro motivo, lo encontramos en relación con casi todos
los más grandes escritores del periodo: fue compañero de Catulo, le dedicó Cinna un
Propemticon o ‘despedida’ con ocasión de un viaje en barco, era también íntimo de
Cornelio Galo y lo menciona Horacio entre los considerados como amigos; por fin
parece asimismo ser Polión el destinatario de la enigmática X égloga virgiliana e
incluso haber sugerido al de Mantua la redacción de toda la obra a juzgar al menos por
los versos de Virgilio (8, 11, 12): accipe iusis/ carmina coepta tuis ‘recibe los poemas
que empecé por tu encargo’.

Como ya vimos, parece que Polión pudo además ser el primero en introducir los
recitales literarios (recitationes o lecturas públicas de textos en Roma). Fue también
Polión el primero en abrir en la Urbe una biblioteca pública; lo hizo en el denominado
‘Atrio de la libertad’ (Atrium libertatis), lugar donde se encontraban también los
despachos de los censores. Nombre, en fin, y ubicación que por su divorcio con la
libertad y su contigüidad con la censura en relación con la literatura romana le vendría
muy pronto con cruel sarcasmo. El hijo de Polión, Gayo Asinio Galo (Gaius Asinius
Galus), fue también escritor pero apenas nada hemos conservado de su obra; sabemos
que osó preferir a su padre antes que a Cicerón en los libros donde comparaba a ambos
y que se dejó morir de inanición en el año 33.

Del nombre de Gayo Cilnio Mecenas (Gaius Cilnius Maecenas, muerto en el 8


aC) procede el ya internacional término de mecenas, mecenazgo o afines. El mismo
Mecenas, quien se jactaba de su origen etrusco, fue durante algún tiempo hombre de
confianza de Octavio Augusto, cuyo programa de restauración literaria secundó como
poeta y como protector de poetas; su nómina de protegidos es la más ilustre de la
literatura romana: Virgilio, Horacio, Propercio, Vario y otros, a quienes recompensó
con extraordinaria generosidad. De él solo conservamos unos pocos versos que
acreditan sus gustos lujosísimos y alambicados –de lo que podría dar idea la expresión
“ricitos de Mecenas (De Oratoribus 26, 1)”- mas no exentos de cierto humor, lo que
hace más entendible su admiración por el laborioso Virgilio y su amistad con el
divertido Horacio, una amistad que fue realmente profunda. Ni te visceribus meis
Horati/ plus iam diligo, escribió Mecenas, quien dispuso para que ambos amigos
yacieran en contiguos sepulcros, lo que se vio muy pronto, pues entre ambas muertes
mediaron penas unas semanas. Vitalista snob que había como condensado su filosofía
personal en la proclama <<mientras hay vida, soy feliz>> (vita dum superest, bene est);
parece no obstante que no predicó con el ejemplo y que acuciado por una grave
enfermedad acabó dándose la muerte en una humanamente pero comprensible
contradicción.

EL DONCEL DE MANTUA

Publio Virgilio Marón (Publius Vergilius Maro, 70-19 aC) procedía de


Mantua, en la Galia cisalpina, como la mayoría de los Poetae Novi y debió de formarse
también en ese ambiente. De su aprendizaje juvenil podemos hacernos una idea por
ciertas composiciones de la Appendix Vergiliana, colección de diversas obras cuya
autoría -que si virgiliana, que si no- constituye una de nuestras más inveteradas
quaestiones filológicas. Característica preocupación de Virgilio es la trascendencia del
mundo físico y, más concretamente como hombre criado en el campo, de la naturaleza
en bruto, característica que es casi inevitable poner en relación con sus probables
orígenes célticos como cisalpino galo. Así uno de los poemas de esta Appendix, ‘El
mosquito’ (Culex) comienza con una serpiente y un mosquito y termina… en el más
allá. La historieta es ésta: un mosquito pica a un pastor con objeto de despertarle y
salvarle de la inminente mordedura de una bicha, pero el pastor, ignaro de lo
verdaderamente acontecido, lo mata. A continuación el espectro del mosquito se le
aparece al pastor y, tras reprocharle su ingratitud, le describe el mundo de los muertos.
La obrita termina (413 versos) con el epitafio al bichejo: Parve culex, peculum custos
tibi tale merenti/ funeris officium vitae pro munere reddit.

Pero es sobre todo Virgilio autor de tres obras de inmortal fama: ‘Bucólicas’
(Bucolica o Eglogae), ‘Geórgicas’ (Georgica) y ‘La Eneida’ (Aeneis) en sus
tradicionales títulos en español y con el célebre comienzo de la última. En ellas es
posible ver una evolución y un proceso más bien coherente de mayor ambición literaria,
de más decidido apoyo a la política de Augusto, de más firme compromiso con la
historia y la literatura nacionales, de una mayor profundización en el conocimiento de lo
humano. Las ‘Bucólicas’ nacen de una reivindicación casi política: el poeta había
perdido algunos de los terruños de su heredad como consecuencia de la política de
confiscación y redistribución de tierras habida tras la “incivil” guerra entre Antonio y
Octavio. Aquí aparece, pues, el tan virgiliano tema de contraste entre la naturaleza y la
guerra. Las ‘Geórgicas’, como su etimología sugiere (del griego γεοργικός ‘agrícola-
campestre’) tratan en cuatro libros de las principales faenas del campo. Formalmente,
pues, pertenece la obra al género de la poesía didáctica. Esta obra, que Virgilio Marón
dedicó a Mecenas y a la que siete años dedicó, está inspirada por los en la antigüedad
tan admirados ‘Trabajos y días’ del griego Hesíodo. Con las habituales digresiones, la
obra se ocupa de plantas, árboles y animales, pero la viva naturaleza es una puerta a la
naturaleza muerta, y otra vez una mordedura de serpiente -esta vez no virtual sino real-
acabará conduciéndonos al otro mundo. El cuarto libro, dedicado a la apicultura,
concluye con un excurso órfico, es decir, sobre Orfeo, uno de los poquísimos mortales
que en la tradición de los griegos había visitado vivo la morada de los muertos y había
vuelto. Hasta allá se llegó el músico-poeta Orfeo para rescatar a su amadísima Eurídice,
allí destinada tras fallecer a causa de una mordedura de serpiente.

La Eneida quiere ser y es una epopeya moderna. En ella están casi todos los
ideales y acaso los más puros rasgos de la cultura y civilización romanas. A falta de
unos últimos retoques, Virgilio decidió marchar a Grecia para obtener in situ -esto es,
allí donde sucedieron algunos de los aconteceres reseñados- la última inspiración, mas
eligió una mala fecha: en agosto. Fue un verano calurosísimo y, a causa de una
insolación en Mégara, hubo el poeta de precipitar su vuelta a Italia y, ya muy enfermo
durante el viaje, falleció apenas desembarcado en Brundisio entre los cálabros, no sin
haber antes dado expresas órdenes de que la inconclusa epopeya fuera quemada. El de
Mantua tenía, al decir de Suetonio (Vita Verg. 35), pensado consagrarse a la obraza
otros tres años más con el fin de darle las últimas enmiendas antes de dedicarse por
entero a la filosofía. No es difícil comprender la obsesión virgiliana por el retoque, por
el limae labor. Para aquel perfeccionista poeta que escribía muy pocos versos al día,
objetivamente más de un verso de la Eneida podía chirriar. De hecho, tempranamente
surgió una feroz crítica contravirgiliana y muy especialmente antieneidista. Desde la
antigüedad hasta hoy el debate ya ha persistido entre los defensores -una mayoría- de
que ésta sería cimera obra de la literatura romana y sus detractores, que somos minoría.
El problema no son, desde luego, esos pocos versos truncos, inexactos o mal
medidos. A menudo las obras artísticas están llenas de defectos, de esos lunares que, -
como habría afirmado Ovidio- en verdad embellecen el rostro. Sin embargo, la épica
virgiliana carece de eso, de épica. Eneas es un personaje gris, neutro y difuminado.
Virgilio parecía mucho más sincero en aquellas sus obras anteriores, donde mezclara su
natal conocimiento del mundo rural con sus intereses místicos y proféticos. Leyendo los
combates de la ‘Eneida’ o el abandono de la enamorada Didón, a uno le es difícil
olvidarse de aquel apodo de ‘doncellín’ (en parthenias) que le pusieron sus amigos o de
su ‘se negó en redondo’ (pertinacisime recusasset) al ofrecimiento de compartir hembra
con su amigo Vario. Hay sí buenas escenas y soluciones, como también en otros épicos
latinos, pero el competitivo sudor de los cuerpos ensangrentados en Homero le queda al
autor de esta obra como cosa muy lejana y ajena, como si le fuera incomprensible o le
proporcionara aversión. Si los primeros seis libros de la Aeneis se inspiraron en la
Odisea, los otros seis lo hacen en la Ilíada. La inversión podría ser significativa ya que
no es difícil percibir que Virgilio trata mucho más a gusto los novelescos viajes –
incluida desde luego la esperable catábasis o visita al mundo de ultratumba- y
frustrados romances de la primera mitad de su obra que los duelos y marciales
contiendas de la parte segunda, pasajes donde Virgilio además de a Homero tuvo que
echar mano del ‘estercolero de Ennio’ (de estercore Enni), como recordaría el
comentarista Donato en La vida de Virgilio.

Al respecto parece significativo el que en su sección ‘sobre los nombres de los


árboles’, San Isidoro (libro XVII) dé, entre otras referencias más escuetas, hasta siete
versos o partes de versos de Virgilio para ilustrar los términos arbóreos pero resultando
que en la mayoría de ellos el poeta de Mantua refleja en realidad mediante una
metonimia el manufacturado e inerte destino de aquel, en su instante, elemento vivo de
la natura. Así en Geórgicas (2, 68): et casus abies visura marinos ‘y el abeto destinado a
contemplar los azares del mar’, es decir, un abeto convertido en nave. Otra vez: la
naturaleza muerta.
No hay duda, por otro lado, del éxito en vida –y así hasta hoy- del mantuano por
antonomasia: «heu miserable puer» y lo que sigue cantara el vate en su Eneida, en
honor de Marco Claudio Marcelo, el sobrino del emperador Augusto y primer candidato
a su sucesión, pues Marcelo, cuyo breve actuar político despertara grandes expectativas,
había muerto en el año 23 aC sin haber siquiera cumplido los 20 años. Estos y los
adyacentes versos tendrían un eco vastísimo en la literatura y arte posteriores. En su
Vida de Virgilio, Donato nos refiere este ilustrativo incidente: Virgilio recitaba el pasaje
ante la propia Octavia y al llegar a la frase “tu, Marcelus, eris” la madre de joven
desvaneció de la emoción. Posteriormente el poeta, Virgilio, sería por ello obsequiado
con un dinero importante, tal como nos anota el antiguo comentarista Mario Servio
Onorato
Como quiera, la influencia de Virgilio, cuya obra se convertiría pronto en una
especie de segundo abecedario en las escuelas latinas y cuya función allí será
parangonable a la de Homero entre los griegos, es dificilísimamente ponderable aun si
sólo intentáramos limitarnos al modo en que pervive en la literatura estrictamente
romana. Según una tradición fidedigna, sobre su tumba en Nápoles -la antigua
Parténope de los helenos- se grabó este dístico: Mantua me genuit, Calabri rapuere,
tenet nunc/ Parthenope. Cecini pascua rura duces ‘Mantua me engendró, los cálabros
se me llevaron, guárdame ahora Parténome. Pastos, campos y caudillos canté’, donde se
aludía a los tres cardinales acontecimientos de su vida y de su obra. La tradición
atribuye también la autoría de este epitafio al propio Virgilio. San Jerónimo afirma
incluso que el poeta habría dictado los versos agonizando, pero ello es poco creíble,
entre otras cosas por la alusión con duces a la Eneida, obra que también agonizante
había insistido en destruir. El misticismo de la naturaleza.

HORACIO: EL VERSO BIEN TEMPERADO

Amigo de Virgilio y de Mecenas es Quinto Horacio Flaco (Quintus Horatius


Flaccus, 65-8 aC), aunque como escritor y como personalidad de temperamento bien
distinto al de Mantua. Horacio, nacido en Venusa (Apulia), era hijo de un liberto, quien
se esmeró por proporcionarle a su hijo la mejor educación primero en Roma y luego en
Atenas. Las beligerantes circunstancias de la época le llevaron a tomar más parte que
partido en la batalla de Filipos (42) en las filas del cesaricida Bruto, episodio del que,
como en general de todo lo bélico, el poeta no haría gran aprecio. Horacio fue, pues, un
republicano, un auténtico hijo de publicano (cobrador) sin demasiada convicción,
ganado para la causa de Augusto por el hábil Mecenas, a quien fuera presentado por
Vario y Virgilio y quien muy pronto le obsequiaría con su legendariamente material
prodigalidad, regalándole entre otras cosas una deliciosa hacienda en territorio sabino.
Por su parte, Horacio no dejó desde los primerísimos versos de sus odas, de ensalzar a
su protector. Hombre de linaje, pues, humilde y bien apegado a la tierra, Horacio fue
siempre renuente a honores y grandilocuencias, rechazando entre otras proposiciones la
bicoca de convertirse en secretario personal del ya emperador Augusto, tal como éste le
había solicitado.

La obra de Horacio se desarrolla sobre todo dentro de dos líneas que parecen
serle consubstanciales: la lírica, que supone una atención primaria a los aspectos
formales de la creación literaria, línea representada especialmente por sus ‘Odas’, a las
que el venusino llamó Carmina; y la vena reflexivo y satírica reconvención moral, línea
representada por sus ‘Sátiras’, a las que él llamó Sermones. Entre ambas son mayores
las diferencias de lengua y metro que las de tono y tenor. Horacio no deja de ser lírico,
perfeccionista, pulido y refinado en sus ‘Sátiras’, ni deja de ser agudo, escéptico,
mordaz y algo frivolón en sus composiciones líricas. Las ‘Odas’ fueron
cronológicamente seguidas, como su nombre indicará, por los ‘Epodos’, a los que
Horacio llamaba Iambi, sin duda en razón del pie métrico básicamente utilizado, obra
que en cierta manera aúna en forma de compromiso sus Carmina y Sermones. La
diferencia entre los Propemtica dedicados a Virgilio: <<Sic te divas potest Cyprisia
fratres Helenae lucida sidera vetorumque regat pater >> (Carm. II, 3, 1-2); y a Mevio:
<<Mala soluta navis exit aliter/ ferens olentem Maevium/ ut horridus utrumque verberes
latus/ Auster memento fluctibus >> (Ep. 10, 1-4), radica sobre todo en la simpatía -y
consecuente tonalidad- profesadas hacia el destinatario y no tanto en el alambicado
juego de resortes poético-retóricos empleados.

Horacio nos legó también un par de libros de Epistulae, pero siempre en verso,
entre las cuales cabe destacarse la denominada por Quintiliano ‘Técnica poética’ (Ars
poetica), suerte en efecto de compendio de la preceptística antigua sobre la composición
literaria; y el denominado ‘Poema del siglo’ (Carmen Saeculare), himno en honor de
Apolo y Diana y que le fue oficialmente encargado para conmemorar los juegos
seculares del año 17. Las Odas constituyen, desde luego, la cima de la ars siempre
poetica horaciana. Con ellas Horacio transfiere armónicamente los metros líricos
helénicos, los de Alceo, Safo, Anacreonte y demás a la literatura romana, siempre
dentro de una general temperancia de registros, temperancias de obra, que, al parecer,
no se extendió a la vida de este declarado epicúreo; en su ‘Vida horaciana’ (Vita Hor.
13) nos advierte Suetonio: ad res Venereas intemperantio traditur ‘para las cosas de
Venus se dice que fue menos moderado’, y nos refiere el chisme de que el chiquitillo y
regordete poeta forró su habitación de espejos para que cuando estuviera aplicándose ad
res Venereas pudiera contemplarse desde todas las posiciones… o posturas. Si a algún
autor de la literatura romana cuadra el término clasicismo en el sentido que hoy tenemos
de tal palabra, ése es Horacio. El perceptible trasfondo epicureista y la preocupación por
el resultado formal de sus obras parecen rasgos comunes en casi todas sus
composiciones. Temperancia, esplendente moderación.
LA ELEGÍA QUE NO CESA: GALO, TIBULO Y PROPERCIO

Las demás íntimas manifestaciones personales encuentran un innovador


vehículo expresivo en la denominada elegía romana, un género inteligentemente
reciclado por los latinos para propiciar originales obras maestras a partir de la
originalmente quérula elegía helénica. Representante primero del género habría que
considerar, según todos los indicios, a Gayo Cornelio Galo (Gaius Cornelius Gallus,
69 ca.-26), nacido probablemente en Forum Iulii, la actual Freijus, en el Mediterráneo
francés. Galo desempeñó importantes cargos políticos bajo Augusto hasta el momento
de su caída en desgracia, caída libre, caída en picado, pues el poeta se vio obligado a
suicidarse y, post mortem fue objeto de una especie de damnatio memoriae, pena
consistente en borrar todo recuerdo de su vida y obra, hecho que sin duda habrá influido
para que prácticamente no hayamos conservado nada de ésta. Muy probablemente la
aniquilación literaria de Galo deba ponerse en relación con su actividad política, y, en
concreto, con su actuación como prefecto en Egipto. Nos refiere Dión Casio que Galo se
ensoberbeció ya que llenó Egipto con sus propias estatuas y puso su nombre en antiguas
pirámides. A Galo fueron dedicados por Partenio unos ‘Sufrimientos de amor’
(Erothika pathemata), seis y treinta azarosas historias de -en pleonasmo u oxímoron
según se oiga o se lea- sufridos amores y destinados a suministrar temático cebo a la
poesía del, a la sazón, jovenzuelo Galo. Más elípticamente, Galo condensó al parecer en
el título de Amores los cuatro libros de versos que la tradición le asigna. Aquel tal
Partenio hubo sido traído a Roma como prisionero de guerra por un Cinna, bien por el
poeta Helvio o su padre, con ocasión de la guerra contra Mitrídates, y fuera también
muy probablemente maestro de griego de Virgilio, amigo y aún condiscípulo -se nos
dice- de Galo con Partenio o bien con otros maestros. Dado, entre otras razones, que es
el único autor de esta época para el que hay claros indicios de haber imitado al poeta
helénico Euforión de Calcis, es Galo -y Virgilio en segundo lugar- el principal
sospechoso de ser uno de esos eufóricos euforionistas que Cicerón (Tusc. 3, 45) criticara
por su ellos despreciar al egregio Ennio. Galo y Virgilio compartieron, pues, junto a su
amistad, también algún maestro y su formación neotérica. Podría decirse que el destino
se vengó de la damnatio memoriae de Galo restituyéndonos a finales de los años 70 del
pretérito siglo y desde las ardientes arenas de Sudán, antigua Nubia, en una fortificación
junto al Nilo, unos pequeños fragmentos de papiro conservando muy probablemente
versos del poeta, como entre otras muchas cosas sugiere la presencia de un vocativo:
Lycori, helénico nombre de guerra y paz utilizado por Galo para referirse, parece ser, a
una actriz de mimos con el mucho menos poético nombre de Volumnia y artísticamente
conocida como Citéride.

El uso de referirse mediante pseudónimos poéticos a las amadas y que vimos ya


bien instalado desde los neotéricos en la tradición literaria romana, debíase no sólo a un
ornatus poético cuanto a menudo a la práctica necesidad de ocultar la verdadera
identidad de la mujer deseada o poseída, casada muchas veces y con cónyuges
vengativos y poderosos. Para su Licóride pudo ser Galo el primero en emplear el
término domina, literalmente ‘ama’, para la amada. Uno de los topicazos de la elegía es,
de hecho, el tratamiento del servitium amoris o masoquista ‘esclavitud del amor’. Al
parecer fue un tema particularmente cercano al sufrido Galo, quizá eso explique tanto
torturarse y quiasmo desmembrado tanto.
A diferencia de lo ocurrido con el damnificado Galo, sí conocemos bien la obra
de Tibulo y Propercio, junto con Ovidio, los otros dos grandes representantes de la
denominada elegía romana, [sub]género reconocible en lo formal por el empleo del
dístico elegíaco para una concatenación de poemas de, por lo general, moderada
extensión, y en lo temático, por la exposición de todo el aparato de sentimientos -
alegrías, celos, pasión, tormento...- que usualmente escoltan el delirio amoroso.

Albio Tibulo (Albius Tibullus, 60-19 ca.) pudo nacer en Gabio, hoy Castiglione,
en el Lacio, esto es, en un lacial Castellón. Fue Tibulo, según lo que nos queda de una
Vita Tibulliana, mozo de física apostura y compañero de armas en Aquitania y otros
lugares de Mesala Corvino, quien de alguna manera ejerció también como su protector,
así como de otros escritores, conformando éstos, pues, una especie de círculo de Mesala
-así en muchos manuales de literatura romana-, en cierta manera rival del oficialista y
más conocido círculo de Mecenas. Y no sólo por motivos poéticos, ya que Mesala,
político y militar de renombre, pasa por resistir como uno de los valedores del bando
republicano en esta época decididamente encaminada al cesarato. De su experiencia
guerrera, Tibulo no parece haber guardado alta opinión: Quis fuit horrendos primus qui
protulit enses?/ Quam ferus et vere ferreus ille fuit! (1, 10, 1-2). La obra elegíaca de
Tibulo -conservada en dos libros, el segundo más breve, quizá publicado
póstumamente- presenta un par de notorias singularidades. La primera es la de que sus
poemas no van dedicados a una sola mujer, sino -sucesivamente imaginamos- a varias
féminas. Así Delia, quien fuera probablemente una plebeya de nombre Plania, Glícera o
Némesis e incluso a algún mozalbete (Marato). Más preclara es su parsimonia
mitográfica, hecho verdaderamente excepcional y no sólo para la elegía romana, sino
también para la romana literatura en general. Tibulo prefiere la naturaleza dura y pura,
la naturaleza sin mitificar. La muerte del bucólico Tibulo fue equiparada a la del
bucólico Virgilio por su carácter prematuro en estos versos atribuidos por la crítica
moderna a Domicio Marso (frag. 7, 1-4): Te quoque Vergilio comitem non aequa,
Tibulle, mors iuvenem campos missit ad Elyseos, ne foret aut elegis molles qui fleret
amores aut caneret forti regia bella pede.

Entre las elegías que nos han llegado bajo el nombre de Tibulo, un conjunto, el
llamado Corpus Tibullianum, parece deberse a otros autores de siempre ardua
identificación aunque pertenecientes al círculo de Mesala -como sugería sin más la
presencia allí de un ‘Panegírico de Messala’ (Panegiricus Mesalae)- o al menos al de
Tibulo. Uno de los autores de estos poemas, un tal Lígdamo, aunque por su rareza, es
sobre todo de destacar la existencia de unas pocas composiciones amorosas firmadas
por una mujer, una tal Sulpicia, en honor de un también tal Cerintio.

Sexto Propercio (Sextus Propertius, 50-15 ca.) era umbro, de Asís. Algo de su
objetivo discurrir biográfico nos ofrece el propio poeta en la primera de las elegías de su
libro cuarto; de sus íntimas emociones, afectos y turbulento itinerario sentimental nos
refieren casi todas las restantes de sus elegías, pues Propercio asumió la poesía elegíaca
en cuanto a subjetiva y catártica. Mal de amores, remedio de poemas. Por aquella elegía
sabemos que nuestro autor fuera desposeído de la heredad paterna como consecuencia
del otra vez reparto de tierras entre soldados veteranos tras la guerra de Perugia.
Llegado Sexto Propercio a Roma y ganada la protección de Mecenas, fue pronto
deslumbrado por la mundana vida de la ciudad y por la belleza de una fulana ilustrada
que era la Ostia de la vida real, pero a la que inmortalizaría bajo el afrodisíaco nombre
de Cynthia, desgranando sus túrbidos amores y desamores en sensibles poemas a lo
largo de cuatro volúmenes. El definitivo distanciamiento secreto entre los amantes dio
paso a poemas de exaltación nacional -las denominadas ‘elegías romanas’- en la
directriz pedida por Augusto. La comparación entre Tibulo y Propercio, quien no ocultó
su afán de ser el Calímaco romano, resultará significativa. Tibulo está adscrito a ese
grupo de poetas que solemos conocer por ‘círculo de Mesala’, en alusión a este afamado
político. Propercio depende más del grupo de Mecenas y parece, con mayor o menor
entusiasmo, comprometerse y apoyar las reformas de Augusto; la obra de Propercio,
poeta evidentemente urbano, está dedicada a una sola mujer, como proclama desde su
primer libro, primer poema, primer verso y palabra: Cynthia prima fuit, suis miserum
me cepit occelis/contactum nullis ante Cupidinibus, mientras que variados son los
destinatarios de las elegías tibulianas; el aparato mitológico, en fin, es recurso vital y
abundante en la poética del urbanícola Propercio, mientras que prácticamente no se da
en el campestre Tibulo. Propercio ha venido sintonizando con los gustos modernos de
una manera más eficaz a la de Tibulo y aún que Virgilio, siendo en este campo su éxito
comparable al de Catulo, a quien a su vez supera por su relato menos abrupto e
interrupto. Catártica sinceridad e historicismo de las emociones.

EL POETA ES UN FINGIDOR: OVIDIO

La elegía romana pierde drásticamente la razón última de su ser: la inicial


espontaneidad de la reflexión literaria, voluntariamente personal, del itinerario
sentimental del poeta en manos del sulmonense –en la Italia central– Publio Ovidio
Nasón (Publius Ovidius Naso, 43-18 dC), autor de unos Amores dedicados a una ficticia
–no sólo de nombre– Corinna que, al igual que las propias elegías, no parece sino el
producto de una hábil manipulación de todos los tópicos del género. En verdad, el
virtuoso manejo de los recursos poéticos es, quizá, la característica más notable de la
obra ovidiana. Versificador brillante y fácil (Trist. 4, 10, 26): Quod temptabam scribere
versus erat. Con él –como pasará con Livio respecto a la prosa– la lengua poética
parece haber llegado al término de una evolución de la que aún pueden verse sus
últimos titubeos solucionados por Horacio y sobre todo por Virgilio. Ovidio, en cambio,
mecaniza ya en forma de resultados esos logros, consciente por otra parte de sus
cualidades y sus excesos. El Séneca rétor (Contr. 2, 2, 12) nos refiere una anécdota
archipampanuda: los amigos de Nasón le pidieron que se les concediera el poder
eliminar tres versos, sólo tres de toda la obra del poeta. Éste aceptó bajo la condición de
que, a su vez, él señalaría independientemente otros tres versos que de ninguna manera
podrían ser eliminados. Por supuesto, los versos que por unos y otros resultaron
elegidos fueron idénticos. Conservamos noticia de dos de estos disputados versos en
Amores 2, 11, 10: ¡Egelidum Borean egelidumque Notum!, y Ars. 2, 24: Semibovemque
virum semivirumque bovem. Es claro y evidente que Ovidio gozábase y deleitábase con
el pleonasmo y la redundancia.

Por lo demás, es también Nasón, como dijimos, un autor representativo de


aquella segunda fase del reinado de Augusto, cuando, una vez alcanzados los fines
políticos y militares, el programa de renovación moral parece quedarse en pamplinas,
paparruchas, papel mojado. Ciertamente, los temas que más interesan a Ovidio son los
de carácter frívolo e incluso lascivo. El amor, sobre todo al que dedica una serie de
obras que le darán merecidos éxito y popularidad. Nos referimos a su Ars amatoria o
‘Arte de amar’, y Remedia Amoris o ‘Curas para el amor’. Este ‘juguetón’ de juveniles
amores (tenerorum lusor amorum), como se denomina a sí mismo, se muestra alentado
por más ambiciosas intenciones en sus siguientes obras. Las Metamorphoseis, cuyo
lema podría condensarse en el verso (Met. 15, 165): <<todo se transforma, nada se
destruye>> (omnia mutantur, nihil interit), es históricamente la obra más leída e
influyente de Ovidio, pese a no haber conocido su revisión final: «in nova fert animas
mutatas dicere formae/corpora, di coeptis –nam vos mutastis nam vos mutastis sed illas-
/adspirate meis primaque ab originu mundi» dicen sus releidísimos iniciales versos. A
ésta siguió una empresa de aliento igualmente ambicioso: ‘Festejos’ (Fasti), obra la
inconclusa al ser el poeta desterrado por Augusto en el 8 dC según nuestro autor, a
causa de unos enigmáticos carmen et error (Trist. 2, 207), un ‘poema y un desliz’. El
exilio propicia el cambio de tema y tono, pero no la interrupción de su fértil actividad
creadora con sus ‘Tristezas’ (Tristia), ‘Cartas desde el Ponto’ (Epistulae ex Ponto) y la
invectiva Ibis, de enigmático destinatario; obras con que en vano perseguirá, quizá cada
vez con más adulación y quizá menos convicción, la indulgencia del emperador. La
ingente cantidad de exageraciones o disparates con que Ovidio describe su estancia en
Tomis, la ciudad de su relegación, han hecho pensar a algunos que el poeta en realidad
jamás llegó a establecerse en aquel lugar o incluso a otros autores a proponer
abiertamente que todo el asunto del destierro no sería más que una completa ficción
literaria. Una menos radical explicación de los hechos –de la abundante obra temática
sobre el destierro y de la verosímil descripción que se nos hace de Tomis- está en la
veracidad de la situación descrita –relegación, causas de ésta, destino…- pero en la
mendacidad de la localidad en el sentido de que un enorme fingidor como Ovidio quizá
pudo ingeniárselas para hacer creer hasta al emperador que efectivamente cumplía en la
remota Tomis “entre bárbaros” el mandato del César cuando en realidad pudiera haber
encontrado refugio en un lugar menos remoto o más apetecible.

Ovidio es también el autor de una tragedia, Medea, muy celebrada por los antiguos,
pero perdida, así como de una obra originalísima, Heroides o, más bien, Heroidum
Epistulae, séanse heroínas o bien cartas de heroínas a sus respectivos varones, donde
otra vez aflora, siempre en dísticos elegíacos –el metro favorito del poeta- el
conocimiento e interés del autor por el alma femenina; y quizá de un ‘Tratado de pesca’
(Halieutica), que habría que poner en relación con otras obras técnicas de la época.
Técnicos también los ‘Cosméticos femeninos’ (Medicamine faciei feminae) de los que
solo nos ha llegado un centenar de versos, suficiente para comprobar la adecuación –
rentario de potingues- al título de la obra y confirmar el interés ovidiano por el alma y
también el cuerpo de las féminas.
Ovidio nos dejó una propuesta de epitafio (Trist. 3, 3, 75-76): Hic ego qui iaceo
tenerorum Iusor amorum/ ingenio perii Naso poeta meo/ at tibi qui trausis nescit grave
quisquis amasti/ dicere Nasonis molliter ossa cubent. Dominio y conocimiento de su
técnica, cierta consciente afección al pleonasmo y mucho, lector, mucho uso de la
apóstrofe constituyen el Ovidio básico.

POETAS ECLIPSADOS Y ALUMBRADOS POR OVIDIO

Aunque en la tradición se le hayan atribuido estas obras, no deben ser de Ovidio ni “El
nogal” (Nux) ni con seguridad la “Consuelo para Livia” (Consolatio ad Liviam). La
primera, de 182 versos, es una suerte de elegía en la que un nogal se queja de los golpes
que le dan los paseantes. En la Antigüedad romana, las nueves pasaban por objeto
modestísimo y elemental juguete infantil. La Consolatio, con su casi medio millar de
versos, va dirigida a la Livia esposísima de Augusto, con ocasión de la prematura
muerte –con 29 años- y por una caída de caballo de su hijo Druso, el favorito para la
sucesión del emperador en detrimento de su hermano mayor Tiberio.

El exitoso talento de los Virgilio, Horacio, Propercio y Ovidio eclipsó el nombre


y amortiguó los ecos de los versos de otros poetas muy celebrados en su época, tanto
que, de algunos, ni siquiera conservamos un mísero título de sus obras. Recordemos tan
sólo unos pocos.

Domicio Marso (Domitius Marsius, 54-4 ca.), con fechas muy inciertas, se
encontró también entre los poetas, esta vez menos afamados, protegidos por Mecenas.
Sabemos que escribió epigramas satíricos, el ‘Cicuta’ (Cicuta) siendo ésta una de las
posibles obras de referencia para Marcial quien la menciona más de una vez en lo que sí
está en sus escritos. Marso escribió también una ‘Amazoneida’ (Amazonis), obra épica
como sin más sugiere el sufijo del título, y aún según Quintiliano (6, 3, 102) un tratado
en prosa, De urbanitate, es decir, ‘Sobre el correcto hablar’ o ‘Sobre el correcto
comportarse’. Como fuera, no llegan a la veintena los versos seguros que de él hemos
conservado. Su exagerado carácter adulador, tan usual para el círculo de Mecenas, se
aprecia en estos versos dedicados, y no delicados, a la madre de Augusto: Ante omnes
alias felix tamen hoc ego dicor, sive hominem peperi femina sive deum.

La afición a la poesía didáctica sobre temas bien específicos que en esta época
sugiere una obra en principio tan sorprendente como las Halieutica de Ovidio (también
se le atribuye la Nux), quedaría confirmada por otras obras en verso, cuales la
‘Ornitogonía’ (Ornithogonia) –título que evoca, aunque no necesariamente de modo
paródico, la Teogonía de Hesíodo– y la ‘Teríaca’ (Theriaca) sobre el griego τεριακός
‘salvaje’, versantes aquella sobre las aves y ésta sobre los reptiles, obras ambas de
Emilio Macro o Macer (Aemilius Macer, muerto en Asia en el año 16 dC), veronés
amigo de Virgilio y del mismo Ovidio, quien recordó sus obras en estos versillos (Trist.
IV, 10, 43-44): Saepe suas volucres legit mihi grandior aevo/ quaque nocet serpens
quae iubat herba, Macer. Se entiende que Quintiliano (10, 1, 87) lo considerara
elegante pero humilis… al menos por lo de las rastreras y terrenas serpientes.

A la poesía didáctica cabe adscribir probablemente en esta misma época también


la ‘Cinegética’, de temática venatoria, obra hexamétrica del falisco Gratio (Gratius) y
de la que conservamos más de 300 versos, obra desde el verso inicial dedicada –como
apenas podía ser de otra manera- a la diosa de la caza Diana. La obra –de temática
vulcanológica y transmitida de modo bastante corrupto dentro de la Appendix
Vergiliana- titulada “Etna” en alusión al famoso volcán siciliano, difícilmente puede ser
adscrita a Virgilio y ello no sólo porque no conste el interés por estos temas por parte
del autor mantuano, sino también por indicios cronológicos. En efecto, el autor de este
tratado didáctico parece haber hecho uso de pasajes de las “Cuestiones naturales” de
Séneca, escritas en el 65, o de la misma fuente para dichos pasajes. El argumentum e
silentio de que no se mencione la catastrófica erupción vesubiana del Vesubio sugiere
pues, según algunos, la elaboración y publicación de la obra entre esas dos fechas. La
obra, de más de 600 versos, muestra en su estilo algunos débitos con su más señero
antecesor en el género de la poesía didáctica.

Cornelio Severo (Cornelius Severus), poeta del que sólo hemos conservado
fragmentos, contábase entre los amigotes de Ovidio, quien le dedicó una de sus pónticas
misivas. Según Quintiliano (10, 1, 89), Cornelio Severo fue mejor versificador que
poeta, sentencia que, en buena medida, cuadraría también para el propio Ovidio.
Escribió Severo una epopeya titulada toda ella, o al menos su primer libro, ‘La Guerra
de Sicilia’ (Bellum Siculum), además de unas ‘Romanas’ (Res Romanae), y a una de
esas dos obras debe referirse Ovidio (Pont. 4, 16, 9) cuando a Severo le atribuye un
‘Poema de reyes’ (Carmen regale). Lo poco conservado de Severo nos lo presenta más
bien como una suerte de epígono de los Neotéricos, con su aquerencia a la doble
disposición cruzada del adjetivo, incluso a hexámetros, con el insólito espondeo en el
penúltimo pie, como en su pignea frondosi, murmurat Apenini.
También un Julio Montano (Iulius Montanus) es evocado por Ovidio (Pont. IV,
16, 11): contó aquél –pero al parecer sólo efímeramente– con el favor de Tiberio, según
el Séneca más joven (Ep. 122, 11), que, a diferencia de su padre, que lo tenía por un
egregio poeta, lo consideró sólo un poeta soportable. Aquel Séneca (Ep. 122, 12) nos
transmite unos pocos versos suyos, como éste: Iam tristis hirundo argutis reditum civos
inmitere nimis íncipit. Poco más sabemos de Rabirio (Rabirius), otro de los poetas del
listado de Ovidio (4, 16, 5), apreciado por Quintiliano (10, 1, 90) y sobreapreciado por
Veleyo, para quien supera a Tibulo y Ovidio y se equipara con Virgilio. De Rabirio no
conservamos más que unos pocos versos como el que Séneca junior nos legó: Hoc
habeo quod quicumque dedit.

LA HISTORIA ONEROSA: LIVIO Y OTROS

La historiografía encuentra en esta época un representante soberbio en Tito


Livio (Titus Livius, 64/59-17 dC), de Padua, quien escribe hasta 142 Ab urbe condita
libri, esto es, una historia de Roma desde su fundación hasta la época de Augusto; la
obra representa, pues, una reacción a la tendencia monográfica de la época precedente.
La obra es de carácter ejemplarista como se nos advierte en su prólogo (Praef. 1, 9),
pues intención de Livio es dejar al descubierto <<quae vita, qui mores fuerint, per quos
viros, quibusque artibus domi militiaeque et partum et auctum imperium sit>> (‘cuál es
el género de vida, cuáles las costumbres, con qué hombres y con qué mañas en paz y en
la guerra nació y creció un imperio tal’). Un tópico, sí, pero que parece sincero por lo
titánico de su porfía. Un primer e inicial detalle augusteo está en el hacer arrancar todo
desde la denominada leyenda troyana acerca de los orígenes de Roma.
Diversas y variopintas sus fuentes, sobre todo para las frases más arcaicas, en las
que Livio tuvo que desbrozar el camino hacia el historicismo entre mitos, propagandas
y leyendas. Variopintos y diversos los estilos, desde ciceronianistas discursazos muy
elaborados a lo Tucídides hasta pasajes más cercanos al habla coloquial. A diferencia,
sobre todo, de la historiografía de época imperial, la de Livio constituye un relato de
amplios horizontes. Y sobre todo de amplias escenografías. Batallas y discursos aquí y
allí. Una superproducción casi íntegramente rodada en exteriores, frente al intimista
drama de odios e intrigas que apenas un siglo más tarde nos referirá el Tácito
historiador. Aunque el paduano acabó vinculado a la casa de Augusto y llegó a ser
preceptor personal del posteriormente emperador Claudio, la retrospección conduce a
Livio a mirar con simpatía al antiguo sistema republicano y aquellos míticos tiempos y
épicas épocas donde los mores maiorum eran sinceramente cultivados. La obra, que
pasó a ser algo así como el manual oficial de historia entre los romanos, no nos ha
llegado sino en parte; se comprende: su gran extensión hizo que por unos y por otros
muy pronto se escribieran resúmenes o periochae de su obra. Tarea favorecida por una
concepción de la división de la misma por décadas, es decir, por contenidos temáticos
que abarcaban diez libros. Se comprende que, dada su extensión, sólo 35 libros nos
hayan llegado (del 1 al 10 y los del 21 al 45). Gracias a las mencionadas epítomes, así
como a las obras de otros historiadores posteriores, que se inspiran abiertamente en él, y
gracias también a diversos fragmentos conservados aquí o allí podemos hacernos alguna
idea de los libros perdidos. Patavinitas –decían–, es decir, algunas particularidades
lingüísticas de su Padua (Patavium) natal y toda la elocuencia al servicio de la historia,
la ‘maestra’ de la vida, como la llamaron las antiguos. Cicerón de la historia, la
elocuencia historiográfica.

SÉNECA EL VIEJO Y FILÓLOGOS SIN CONTROVERSIAS

Marco –o Lucio en algunas fuentes, aunque quizá por confusión con su célebre
hijo– Anneo Séneca (Lucius Annaeus Seneca, 55 aC–40 dC), cordobés y con orígenes
probablemente hispano-célticos, como sugiere su cognomen y llamado a veces ‘el
Viejo’ para distinguirlo de su homónimo y célebre hijo. Escribió también un libro de
historia perdido y una especie de manual: Oratorum et retorum sententiae, divisiones,
colores (‘Tono, partes y frases de rétores y oradores’), sólo parcialmente conservado y
que contiene ejercicios o discursos ficticios, ya de carácter judicial (Controversiae), ya
de deliberativo carácter (Suasoriae). Sorprende el poco realismo de los temas
mayormente tratados, pues a veces parecen sacados de los más complejos enredos de las
comedias plautinas y, en otras ocasiones por su escasa praxis, aspecto éste
verdaderamente contrarromano y que ilustra el incipiente y clamoroso divorcio entre
retórica forense y vida social.
En esta época de espléndida floración de talentos originales, los eruditos y
filólogos quedan injusta, pero necesariamente, algo eclipsados. Mencionaremos, entre
otros, al bibliotecario de Augusto, Gayo Julio Higinio (Gaius Julius Higinius, ca. 64
aC-17 dC), procedente de Alejandría, pero probablemente de origen hispánico, autor de
un gran número de tratados sobre variados temas eruditos, es decir, típicamente
alejandrinos –sobre astronomía, sobre las familias troyanas de Roma, sobre las ciudades
de Italia...– desgraciadamente perdidos, aunque en algo recuperables por su empleo,
especialmente en temas mitográficos, en ajenas obras posteriores.
De Marco Verrio Flaco (Marcus Verrius Flaccus), maestro de los sobrinos de
Augusto, recordemos sus estudios –también alejandrinescos– o cuando menos
calimaqueos sobre el calendario romano y especialmente su magna compilación léxica:
el De verborum significatu o ‘Sobre el significado de las palabras’.
Otro polígrafo destacable fue el narbonense Pompeyo Trobo (Pompeius
Trobus), autor de tratados de ciencias naturales y otros temas, pero autor sobre todo de
unas Historiae Philippicae o ‘Historias de Filipo’ en 44 tochos, pero de las que sólo
conservamos una epítome. El título muestra su dependencia del modelo historiográfico
del griego Teopompo, autor también de una extensa obra de igual título y amigo de
Filipo II de Macedonia, cuya biografía había ornamentado a base de brutales
digresiones en su afán de escribir una historia universal centrada de alguna manera en la
figura del célebre padre de Alejandro Magno. La novedad, pues, es el papel marginal
otorgado a Roma. La obra debió, además, de contribuir al interés en Roma por lo
foráneo o lo exótico.
El concepto de la literatura que tenían los antiguos justifica la mención en estas
páginas de los 10 libros De Architectura o ‘Sobre la arquitectura’ de Vitruvio Polión
(Vitruvius Polio), dedicados, como no, a Augusto, en cuya época debió de vivir pues
sabemos que en su juventud fue arquitecto de Julio César. Época, como vemos, de
grandes monumentos literarios surgidos muchos al aliento augusteo, monumentos a
veces excesivos, por lo que sometidos muy pronto a compilación y resumen.

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