La Literatura Augústea
La Literatura Augústea
La Literatura Augústea
Gayo Asinio Polión (Gaius Asinius Polio, 76/75 aC-4/5 dC) fue un hábil
político y hombre de acción seguidor de César, Antonio y Augusto –nota bene:
naturalmente en este mismo orden- y escritor, junto a unas probables tragedias, de una
historia de Roma desde el año 60 hasta al menos el año 42, fecha de la batalla de Filipos
donde se produjo la victoria de la coalición de Antonio y el aun Octaviano sobre los
cesaricidas y republicanos Bruto y Casio, siendo sobre todo una victoria de Antonio
sobre Casio. A Polión, por uno u otro motivo, lo encontramos en relación con casi todos
los más grandes escritores del periodo: fue compañero de Catulo, le dedicó Cinna un
Propemticon o ‘despedida’ con ocasión de un viaje en barco, era también íntimo de
Cornelio Galo y lo menciona Horacio entre los considerados como amigos; por fin
parece asimismo ser Polión el destinatario de la enigmática X égloga virgiliana e
incluso haber sugerido al de Mantua la redacción de toda la obra a juzgar al menos por
los versos de Virgilio (8, 11, 12): accipe iusis/ carmina coepta tuis ‘recibe los poemas
que empecé por tu encargo’.
Como ya vimos, parece que Polión pudo además ser el primero en introducir los
recitales literarios (recitationes o lecturas públicas de textos en Roma). Fue también
Polión el primero en abrir en la Urbe una biblioteca pública; lo hizo en el denominado
‘Atrio de la libertad’ (Atrium libertatis), lugar donde se encontraban también los
despachos de los censores. Nombre, en fin, y ubicación que por su divorcio con la
libertad y su contigüidad con la censura en relación con la literatura romana le vendría
muy pronto con cruel sarcasmo. El hijo de Polión, Gayo Asinio Galo (Gaius Asinius
Galus), fue también escritor pero apenas nada hemos conservado de su obra; sabemos
que osó preferir a su padre antes que a Cicerón en los libros donde comparaba a ambos
y que se dejó morir de inanición en el año 33.
EL DONCEL DE MANTUA
Pero es sobre todo Virgilio autor de tres obras de inmortal fama: ‘Bucólicas’
(Bucolica o Eglogae), ‘Geórgicas’ (Georgica) y ‘La Eneida’ (Aeneis) en sus
tradicionales títulos en español y con el célebre comienzo de la última. En ellas es
posible ver una evolución y un proceso más bien coherente de mayor ambición literaria,
de más decidido apoyo a la política de Augusto, de más firme compromiso con la
historia y la literatura nacionales, de una mayor profundización en el conocimiento de lo
humano. Las ‘Bucólicas’ nacen de una reivindicación casi política: el poeta había
perdido algunos de los terruños de su heredad como consecuencia de la política de
confiscación y redistribución de tierras habida tras la “incivil” guerra entre Antonio y
Octavio. Aquí aparece, pues, el tan virgiliano tema de contraste entre la naturaleza y la
guerra. Las ‘Geórgicas’, como su etimología sugiere (del griego γεοργικός ‘agrícola-
campestre’) tratan en cuatro libros de las principales faenas del campo. Formalmente,
pues, pertenece la obra al género de la poesía didáctica. Esta obra, que Virgilio Marón
dedicó a Mecenas y a la que siete años dedicó, está inspirada por los en la antigüedad
tan admirados ‘Trabajos y días’ del griego Hesíodo. Con las habituales digresiones, la
obra se ocupa de plantas, árboles y animales, pero la viva naturaleza es una puerta a la
naturaleza muerta, y otra vez una mordedura de serpiente -esta vez no virtual sino real-
acabará conduciéndonos al otro mundo. El cuarto libro, dedicado a la apicultura,
concluye con un excurso órfico, es decir, sobre Orfeo, uno de los poquísimos mortales
que en la tradición de los griegos había visitado vivo la morada de los muertos y había
vuelto. Hasta allá se llegó el músico-poeta Orfeo para rescatar a su amadísima Eurídice,
allí destinada tras fallecer a causa de una mordedura de serpiente.
La Eneida quiere ser y es una epopeya moderna. En ella están casi todos los
ideales y acaso los más puros rasgos de la cultura y civilización romanas. A falta de
unos últimos retoques, Virgilio decidió marchar a Grecia para obtener in situ -esto es,
allí donde sucedieron algunos de los aconteceres reseñados- la última inspiración, mas
eligió una mala fecha: en agosto. Fue un verano calurosísimo y, a causa de una
insolación en Mégara, hubo el poeta de precipitar su vuelta a Italia y, ya muy enfermo
durante el viaje, falleció apenas desembarcado en Brundisio entre los cálabros, no sin
haber antes dado expresas órdenes de que la inconclusa epopeya fuera quemada. El de
Mantua tenía, al decir de Suetonio (Vita Verg. 35), pensado consagrarse a la obraza
otros tres años más con el fin de darle las últimas enmiendas antes de dedicarse por
entero a la filosofía. No es difícil comprender la obsesión virgiliana por el retoque, por
el limae labor. Para aquel perfeccionista poeta que escribía muy pocos versos al día,
objetivamente más de un verso de la Eneida podía chirriar. De hecho, tempranamente
surgió una feroz crítica contravirgiliana y muy especialmente antieneidista. Desde la
antigüedad hasta hoy el debate ya ha persistido entre los defensores -una mayoría- de
que ésta sería cimera obra de la literatura romana y sus detractores, que somos minoría.
El problema no son, desde luego, esos pocos versos truncos, inexactos o mal
medidos. A menudo las obras artísticas están llenas de defectos, de esos lunares que, -
como habría afirmado Ovidio- en verdad embellecen el rostro. Sin embargo, la épica
virgiliana carece de eso, de épica. Eneas es un personaje gris, neutro y difuminado.
Virgilio parecía mucho más sincero en aquellas sus obras anteriores, donde mezclara su
natal conocimiento del mundo rural con sus intereses místicos y proféticos. Leyendo los
combates de la ‘Eneida’ o el abandono de la enamorada Didón, a uno le es difícil
olvidarse de aquel apodo de ‘doncellín’ (en parthenias) que le pusieron sus amigos o de
su ‘se negó en redondo’ (pertinacisime recusasset) al ofrecimiento de compartir hembra
con su amigo Vario. Hay sí buenas escenas y soluciones, como también en otros épicos
latinos, pero el competitivo sudor de los cuerpos ensangrentados en Homero le queda al
autor de esta obra como cosa muy lejana y ajena, como si le fuera incomprensible o le
proporcionara aversión. Si los primeros seis libros de la Aeneis se inspiraron en la
Odisea, los otros seis lo hacen en la Ilíada. La inversión podría ser significativa ya que
no es difícil percibir que Virgilio trata mucho más a gusto los novelescos viajes –
incluida desde luego la esperable catábasis o visita al mundo de ultratumba- y
frustrados romances de la primera mitad de su obra que los duelos y marciales
contiendas de la parte segunda, pasajes donde Virgilio además de a Homero tuvo que
echar mano del ‘estercolero de Ennio’ (de estercore Enni), como recordaría el
comentarista Donato en La vida de Virgilio.
La obra de Horacio se desarrolla sobre todo dentro de dos líneas que parecen
serle consubstanciales: la lírica, que supone una atención primaria a los aspectos
formales de la creación literaria, línea representada especialmente por sus ‘Odas’, a las
que el venusino llamó Carmina; y la vena reflexivo y satírica reconvención moral, línea
representada por sus ‘Sátiras’, a las que él llamó Sermones. Entre ambas son mayores
las diferencias de lengua y metro que las de tono y tenor. Horacio no deja de ser lírico,
perfeccionista, pulido y refinado en sus ‘Sátiras’, ni deja de ser agudo, escéptico,
mordaz y algo frivolón en sus composiciones líricas. Las ‘Odas’ fueron
cronológicamente seguidas, como su nombre indicará, por los ‘Epodos’, a los que
Horacio llamaba Iambi, sin duda en razón del pie métrico básicamente utilizado, obra
que en cierta manera aúna en forma de compromiso sus Carmina y Sermones. La
diferencia entre los Propemtica dedicados a Virgilio: <<Sic te divas potest Cyprisia
fratres Helenae lucida sidera vetorumque regat pater >> (Carm. II, 3, 1-2); y a Mevio:
<<Mala soluta navis exit aliter/ ferens olentem Maevium/ ut horridus utrumque verberes
latus/ Auster memento fluctibus >> (Ep. 10, 1-4), radica sobre todo en la simpatía -y
consecuente tonalidad- profesadas hacia el destinatario y no tanto en el alambicado
juego de resortes poético-retóricos empleados.
Horacio nos legó también un par de libros de Epistulae, pero siempre en verso,
entre las cuales cabe destacarse la denominada por Quintiliano ‘Técnica poética’ (Ars
poetica), suerte en efecto de compendio de la preceptística antigua sobre la composición
literaria; y el denominado ‘Poema del siglo’ (Carmen Saeculare), himno en honor de
Apolo y Diana y que le fue oficialmente encargado para conmemorar los juegos
seculares del año 17. Las Odas constituyen, desde luego, la cima de la ars siempre
poetica horaciana. Con ellas Horacio transfiere armónicamente los metros líricos
helénicos, los de Alceo, Safo, Anacreonte y demás a la literatura romana, siempre
dentro de una general temperancia de registros, temperancias de obra, que, al parecer,
no se extendió a la vida de este declarado epicúreo; en su ‘Vida horaciana’ (Vita Hor.
13) nos advierte Suetonio: ad res Venereas intemperantio traditur ‘para las cosas de
Venus se dice que fue menos moderado’, y nos refiere el chisme de que el chiquitillo y
regordete poeta forró su habitación de espejos para que cuando estuviera aplicándose ad
res Venereas pudiera contemplarse desde todas las posiciones… o posturas. Si a algún
autor de la literatura romana cuadra el término clasicismo en el sentido que hoy tenemos
de tal palabra, ése es Horacio. El perceptible trasfondo epicureista y la preocupación por
el resultado formal de sus obras parecen rasgos comunes en casi todas sus
composiciones. Temperancia, esplendente moderación.
LA ELEGÍA QUE NO CESA: GALO, TIBULO Y PROPERCIO
Albio Tibulo (Albius Tibullus, 60-19 ca.) pudo nacer en Gabio, hoy Castiglione,
en el Lacio, esto es, en un lacial Castellón. Fue Tibulo, según lo que nos queda de una
Vita Tibulliana, mozo de física apostura y compañero de armas en Aquitania y otros
lugares de Mesala Corvino, quien de alguna manera ejerció también como su protector,
así como de otros escritores, conformando éstos, pues, una especie de círculo de Mesala
-así en muchos manuales de literatura romana-, en cierta manera rival del oficialista y
más conocido círculo de Mecenas. Y no sólo por motivos poéticos, ya que Mesala,
político y militar de renombre, pasa por resistir como uno de los valedores del bando
republicano en esta época decididamente encaminada al cesarato. De su experiencia
guerrera, Tibulo no parece haber guardado alta opinión: Quis fuit horrendos primus qui
protulit enses?/ Quam ferus et vere ferreus ille fuit! (1, 10, 1-2). La obra elegíaca de
Tibulo -conservada en dos libros, el segundo más breve, quizá publicado
póstumamente- presenta un par de notorias singularidades. La primera es la de que sus
poemas no van dedicados a una sola mujer, sino -sucesivamente imaginamos- a varias
féminas. Así Delia, quien fuera probablemente una plebeya de nombre Plania, Glícera o
Némesis e incluso a algún mozalbete (Marato). Más preclara es su parsimonia
mitográfica, hecho verdaderamente excepcional y no sólo para la elegía romana, sino
también para la romana literatura en general. Tibulo prefiere la naturaleza dura y pura,
la naturaleza sin mitificar. La muerte del bucólico Tibulo fue equiparada a la del
bucólico Virgilio por su carácter prematuro en estos versos atribuidos por la crítica
moderna a Domicio Marso (frag. 7, 1-4): Te quoque Vergilio comitem non aequa,
Tibulle, mors iuvenem campos missit ad Elyseos, ne foret aut elegis molles qui fleret
amores aut caneret forti regia bella pede.
Entre las elegías que nos han llegado bajo el nombre de Tibulo, un conjunto, el
llamado Corpus Tibullianum, parece deberse a otros autores de siempre ardua
identificación aunque pertenecientes al círculo de Mesala -como sugería sin más la
presencia allí de un ‘Panegírico de Messala’ (Panegiricus Mesalae)- o al menos al de
Tibulo. Uno de los autores de estos poemas, un tal Lígdamo, aunque por su rareza, es
sobre todo de destacar la existencia de unas pocas composiciones amorosas firmadas
por una mujer, una tal Sulpicia, en honor de un también tal Cerintio.
Sexto Propercio (Sextus Propertius, 50-15 ca.) era umbro, de Asís. Algo de su
objetivo discurrir biográfico nos ofrece el propio poeta en la primera de las elegías de su
libro cuarto; de sus íntimas emociones, afectos y turbulento itinerario sentimental nos
refieren casi todas las restantes de sus elegías, pues Propercio asumió la poesía elegíaca
en cuanto a subjetiva y catártica. Mal de amores, remedio de poemas. Por aquella elegía
sabemos que nuestro autor fuera desposeído de la heredad paterna como consecuencia
del otra vez reparto de tierras entre soldados veteranos tras la guerra de Perugia.
Llegado Sexto Propercio a Roma y ganada la protección de Mecenas, fue pronto
deslumbrado por la mundana vida de la ciudad y por la belleza de una fulana ilustrada
que era la Ostia de la vida real, pero a la que inmortalizaría bajo el afrodisíaco nombre
de Cynthia, desgranando sus túrbidos amores y desamores en sensibles poemas a lo
largo de cuatro volúmenes. El definitivo distanciamiento secreto entre los amantes dio
paso a poemas de exaltación nacional -las denominadas ‘elegías romanas’- en la
directriz pedida por Augusto. La comparación entre Tibulo y Propercio, quien no ocultó
su afán de ser el Calímaco romano, resultará significativa. Tibulo está adscrito a ese
grupo de poetas que solemos conocer por ‘círculo de Mesala’, en alusión a este afamado
político. Propercio depende más del grupo de Mecenas y parece, con mayor o menor
entusiasmo, comprometerse y apoyar las reformas de Augusto; la obra de Propercio,
poeta evidentemente urbano, está dedicada a una sola mujer, como proclama desde su
primer libro, primer poema, primer verso y palabra: Cynthia prima fuit, suis miserum
me cepit occelis/contactum nullis ante Cupidinibus, mientras que variados son los
destinatarios de las elegías tibulianas; el aparato mitológico, en fin, es recurso vital y
abundante en la poética del urbanícola Propercio, mientras que prácticamente no se da
en el campestre Tibulo. Propercio ha venido sintonizando con los gustos modernos de
una manera más eficaz a la de Tibulo y aún que Virgilio, siendo en este campo su éxito
comparable al de Catulo, a quien a su vez supera por su relato menos abrupto e
interrupto. Catártica sinceridad e historicismo de las emociones.
Ovidio es también el autor de una tragedia, Medea, muy celebrada por los antiguos,
pero perdida, así como de una obra originalísima, Heroides o, más bien, Heroidum
Epistulae, séanse heroínas o bien cartas de heroínas a sus respectivos varones, donde
otra vez aflora, siempre en dísticos elegíacos –el metro favorito del poeta- el
conocimiento e interés del autor por el alma femenina; y quizá de un ‘Tratado de pesca’
(Halieutica), que habría que poner en relación con otras obras técnicas de la época.
Técnicos también los ‘Cosméticos femeninos’ (Medicamine faciei feminae) de los que
solo nos ha llegado un centenar de versos, suficiente para comprobar la adecuación –
rentario de potingues- al título de la obra y confirmar el interés ovidiano por el alma y
también el cuerpo de las féminas.
Ovidio nos dejó una propuesta de epitafio (Trist. 3, 3, 75-76): Hic ego qui iaceo
tenerorum Iusor amorum/ ingenio perii Naso poeta meo/ at tibi qui trausis nescit grave
quisquis amasti/ dicere Nasonis molliter ossa cubent. Dominio y conocimiento de su
técnica, cierta consciente afección al pleonasmo y mucho, lector, mucho uso de la
apóstrofe constituyen el Ovidio básico.
Aunque en la tradición se le hayan atribuido estas obras, no deben ser de Ovidio ni “El
nogal” (Nux) ni con seguridad la “Consuelo para Livia” (Consolatio ad Liviam). La
primera, de 182 versos, es una suerte de elegía en la que un nogal se queja de los golpes
que le dan los paseantes. En la Antigüedad romana, las nueves pasaban por objeto
modestísimo y elemental juguete infantil. La Consolatio, con su casi medio millar de
versos, va dirigida a la Livia esposísima de Augusto, con ocasión de la prematura
muerte –con 29 años- y por una caída de caballo de su hijo Druso, el favorito para la
sucesión del emperador en detrimento de su hermano mayor Tiberio.
Domicio Marso (Domitius Marsius, 54-4 ca.), con fechas muy inciertas, se
encontró también entre los poetas, esta vez menos afamados, protegidos por Mecenas.
Sabemos que escribió epigramas satíricos, el ‘Cicuta’ (Cicuta) siendo ésta una de las
posibles obras de referencia para Marcial quien la menciona más de una vez en lo que sí
está en sus escritos. Marso escribió también una ‘Amazoneida’ (Amazonis), obra épica
como sin más sugiere el sufijo del título, y aún según Quintiliano (6, 3, 102) un tratado
en prosa, De urbanitate, es decir, ‘Sobre el correcto hablar’ o ‘Sobre el correcto
comportarse’. Como fuera, no llegan a la veintena los versos seguros que de él hemos
conservado. Su exagerado carácter adulador, tan usual para el círculo de Mecenas, se
aprecia en estos versos dedicados, y no delicados, a la madre de Augusto: Ante omnes
alias felix tamen hoc ego dicor, sive hominem peperi femina sive deum.
La afición a la poesía didáctica sobre temas bien específicos que en esta época
sugiere una obra en principio tan sorprendente como las Halieutica de Ovidio (también
se le atribuye la Nux), quedaría confirmada por otras obras en verso, cuales la
‘Ornitogonía’ (Ornithogonia) –título que evoca, aunque no necesariamente de modo
paródico, la Teogonía de Hesíodo– y la ‘Teríaca’ (Theriaca) sobre el griego τεριακός
‘salvaje’, versantes aquella sobre las aves y ésta sobre los reptiles, obras ambas de
Emilio Macro o Macer (Aemilius Macer, muerto en Asia en el año 16 dC), veronés
amigo de Virgilio y del mismo Ovidio, quien recordó sus obras en estos versillos (Trist.
IV, 10, 43-44): Saepe suas volucres legit mihi grandior aevo/ quaque nocet serpens
quae iubat herba, Macer. Se entiende que Quintiliano (10, 1, 87) lo considerara
elegante pero humilis… al menos por lo de las rastreras y terrenas serpientes.
Cornelio Severo (Cornelius Severus), poeta del que sólo hemos conservado
fragmentos, contábase entre los amigotes de Ovidio, quien le dedicó una de sus pónticas
misivas. Según Quintiliano (10, 1, 89), Cornelio Severo fue mejor versificador que
poeta, sentencia que, en buena medida, cuadraría también para el propio Ovidio.
Escribió Severo una epopeya titulada toda ella, o al menos su primer libro, ‘La Guerra
de Sicilia’ (Bellum Siculum), además de unas ‘Romanas’ (Res Romanae), y a una de
esas dos obras debe referirse Ovidio (Pont. 4, 16, 9) cuando a Severo le atribuye un
‘Poema de reyes’ (Carmen regale). Lo poco conservado de Severo nos lo presenta más
bien como una suerte de epígono de los Neotéricos, con su aquerencia a la doble
disposición cruzada del adjetivo, incluso a hexámetros, con el insólito espondeo en el
penúltimo pie, como en su pignea frondosi, murmurat Apenini.
También un Julio Montano (Iulius Montanus) es evocado por Ovidio (Pont. IV,
16, 11): contó aquél –pero al parecer sólo efímeramente– con el favor de Tiberio, según
el Séneca más joven (Ep. 122, 11), que, a diferencia de su padre, que lo tenía por un
egregio poeta, lo consideró sólo un poeta soportable. Aquel Séneca (Ep. 122, 12) nos
transmite unos pocos versos suyos, como éste: Iam tristis hirundo argutis reditum civos
inmitere nimis íncipit. Poco más sabemos de Rabirio (Rabirius), otro de los poetas del
listado de Ovidio (4, 16, 5), apreciado por Quintiliano (10, 1, 90) y sobreapreciado por
Veleyo, para quien supera a Tibulo y Ovidio y se equipara con Virgilio. De Rabirio no
conservamos más que unos pocos versos como el que Séneca junior nos legó: Hoc
habeo quod quicumque dedit.
Marco –o Lucio en algunas fuentes, aunque quizá por confusión con su célebre
hijo– Anneo Séneca (Lucius Annaeus Seneca, 55 aC–40 dC), cordobés y con orígenes
probablemente hispano-célticos, como sugiere su cognomen y llamado a veces ‘el
Viejo’ para distinguirlo de su homónimo y célebre hijo. Escribió también un libro de
historia perdido y una especie de manual: Oratorum et retorum sententiae, divisiones,
colores (‘Tono, partes y frases de rétores y oradores’), sólo parcialmente conservado y
que contiene ejercicios o discursos ficticios, ya de carácter judicial (Controversiae), ya
de deliberativo carácter (Suasoriae). Sorprende el poco realismo de los temas
mayormente tratados, pues a veces parecen sacados de los más complejos enredos de las
comedias plautinas y, en otras ocasiones por su escasa praxis, aspecto éste
verdaderamente contrarromano y que ilustra el incipiente y clamoroso divorcio entre
retórica forense y vida social.
En esta época de espléndida floración de talentos originales, los eruditos y
filólogos quedan injusta, pero necesariamente, algo eclipsados. Mencionaremos, entre
otros, al bibliotecario de Augusto, Gayo Julio Higinio (Gaius Julius Higinius, ca. 64
aC-17 dC), procedente de Alejandría, pero probablemente de origen hispánico, autor de
un gran número de tratados sobre variados temas eruditos, es decir, típicamente
alejandrinos –sobre astronomía, sobre las familias troyanas de Roma, sobre las ciudades
de Italia...– desgraciadamente perdidos, aunque en algo recuperables por su empleo,
especialmente en temas mitográficos, en ajenas obras posteriores.
De Marco Verrio Flaco (Marcus Verrius Flaccus), maestro de los sobrinos de
Augusto, recordemos sus estudios –también alejandrinescos– o cuando menos
calimaqueos sobre el calendario romano y especialmente su magna compilación léxica:
el De verborum significatu o ‘Sobre el significado de las palabras’.
Otro polígrafo destacable fue el narbonense Pompeyo Trobo (Pompeius
Trobus), autor de tratados de ciencias naturales y otros temas, pero autor sobre todo de
unas Historiae Philippicae o ‘Historias de Filipo’ en 44 tochos, pero de las que sólo
conservamos una epítome. El título muestra su dependencia del modelo historiográfico
del griego Teopompo, autor también de una extensa obra de igual título y amigo de
Filipo II de Macedonia, cuya biografía había ornamentado a base de brutales
digresiones en su afán de escribir una historia universal centrada de alguna manera en la
figura del célebre padre de Alejandro Magno. La novedad, pues, es el papel marginal
otorgado a Roma. La obra debió, además, de contribuir al interés en Roma por lo
foráneo o lo exótico.
El concepto de la literatura que tenían los antiguos justifica la mención en estas
páginas de los 10 libros De Architectura o ‘Sobre la arquitectura’ de Vitruvio Polión
(Vitruvius Polio), dedicados, como no, a Augusto, en cuya época debió de vivir pues
sabemos que en su juventud fue arquitecto de Julio César. Época, como vemos, de
grandes monumentos literarios surgidos muchos al aliento augusteo, monumentos a
veces excesivos, por lo que sometidos muy pronto a compilación y resumen.