Resumen de La Encíclica Laudato Si
Resumen de La Encíclica Laudato Si
Resumen de La Encíclica Laudato Si
La Encíclica toma su nombre de la invocación de san Francisco, «Laudato si’, mi’ Signore», que en
el Cántico de las creaturas recuerda que la tierra, nuestra casa común, «es también como una hermana
con la que compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos »
Nosotros mismos «somos tierra (cfr Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está formado por elementos del
planeta, su aire nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura»
Pero ahora esta tierra maltratada y saqueada clama y sus gemidos se unen a los de todos los
abandonados del mundo. El Papa Francisco nos invita a escucharlos, llamando a todos y cada uno –
individuos, familias, colectivos locales, nacionales y comunidad internacional– a una “conversión
ecológica”, según expresión de San Juan Pablo II, es decir, a «cambiar de ruta», asumiendo la
urgencia y la hermosura del desafío que se nos presenta ante el «cuidado de la casa común». Al mismo
tiempo, el papa Francisco reconoce que «se advierte una creciente sensibilidad con respecto al
ambiente y al cuidado de la naturaleza, y crece una sincera y dolorosa preocupación por lo que está
ocurriendo con nuestro planeta», permitiendo una mirada de esperanza que atraviesa toda la Encíclica
y envía a todos un mensaje claro y esperanzado: «La humanidad tiene aún la capacidad de
colaborar para construir nuestra casa común»; «el ser humano es todavía capaz de intervenir
positivamente»; «no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el
extremo, pueden también superarse, volver a elegir el bien y regenerarse ».
El Papa Francisco se dirige, claro está, a los fieles católicos, retomando las palabras de San Juan
Pablo II: «los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus
deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe» , pero se propone «especialmente entrar
en diálogo con todos sobre nuestra casa común»: el diálogo aparece en todo el texto, y en el capítulo
5 se vuelve instrumento para afrontar y resolver los problemas. Desde el principio el papa Francisco
recuerda que también «otras Iglesias y Comunidades cristianas –como también otras religiones– han
desarrollado una profunda preocupación y una valiosa reflexión» sobre el tema de la ecología. Más
aún, asume explícitamente su contribución a partir de la del «querido Patriarca Ecuménico
Bartolomé», ampliamente citado en los N°s 8-9. En varios momentos, además, el Pontífice agradece
a los protagonistas de este esfuerzo –tanto individuos como asociaciones o instituciones–,
reconociendo que «la reflexión de innumerables científicos, filósofos, teólogos y organizaciones
sociales [ha] enriquecido el pensamiento de la Iglesia sobre estas cuestiones» e invita a todos a
reconocer «la riqueza que las religiones pueden ofrecer para una ecología integral y para el desarrollo
pleno del género humano».
El texto está atravesado por algunos ejes temáticos, vistos desde variadas perspectivas, que le dan
una fuerte coherencia interna: «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la
convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de
poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el
progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates
sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte
y la propuesta de un nuevo estilo de vida.».
EI cambio climático: «El cambio climático es un problema global con graves dimensiones
ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos
actuales para la humanidad». Si «el clima es un bien común, de todos y para todos», el impacto
más grave de su alteración recae en los más pobres, pero muchos de los que «tienen más recursos y
poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar
los síntomas»: «La falta de reacciones ante estos dramas de nuestros hermanos y hermanas es un
signo de la pérdida de aquel sentido de responsabilidad por nuestros semejantes sobre el cual se funda
toda sociedad civil».
La cuestión del agua: El Papa afirma sin ambages que «el acceso al agua potable y segura es un
derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas,
y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos». Privar a los pobres del
acceso al agua significa «negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable».
La deuda ecológica: en el marco de una ética de las relaciones internacionales, la Encíclica indica
que existe «una auténtica deuda ecológica», sobre todo del Norte en relación con el Sur del mundo.
Frente al cambio climático hay «responsabilidades diversificadas», y son mayores las de los países
desarrollados.
Conociendo las profundas divergencias que existen respecto a estas problemáticas, el Papa Francisco
se muestra profundamente impresionado por la «debilidad de las reacciones» frente a los dramas de
tantas personas y poblaciones. Aunque no faltan ejemplos positivos, señala «un cierto
adormecimiento y una alegre irresponsabilidad». Faltan una cultura adecuada y la disposición a
cambiar de estilo de vida, producción y consumo, a la vez que urge «crear un sistema normativo que
[…] asegure la protección de los ecosistemas».
En la Biblia, «el Dios que libera y salva es el mismo que creó el universo», y «en Él se conjugan el
cariño y el vigor». El relato de la creación es central para reflexionar sobre la relación entre el ser
humano y las demás criaturas, y sobre cómo el pecado rompe el equilibrio de toda la creación en su
conjunto. «Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones
fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según
la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros.
Esta ruptura es el pecado».
Por ello, aunque «si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente
las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del
mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas». Al ser
humano le corresponde «“labrar y cuidar” el jardín del mundo (cf. Gn 2,15)», sabiendo que «el fin
último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través
de nosotros, hacia el término común, que es Dios».
Que el ser humano no sea patrón del universo «no significa igualar a todos los seres vivos y quitarle
al ser humano ese valor peculiar» que lo caracteriza ni «tampoco supone una divinización de la tierra
que nos privaría del llamado a colaborar con ella y a proteger su fragilidad». En esta perspectiva «todo
ensañamiento con cualquier criatura “es contrario a la dignidad humana”», pero «no puede ser real
un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón
no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos». Es necesaria la conciencia de una
comunión universal: «creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por
lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, […] que nos mueve a un respeto
sagrado, cariñoso y humilde».
Un primer fundamento del capítulo son las reflexiones sobre la tecnología: se le reconoce con gratitud
su contribución al mejoramiento de las condiciones de vida, aunque también da «a quienes tienen el
conocimiento, y sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre
el conjunto de la humanidad y del mundo entero». Son justamente las lógicas de dominio
tecnocrático las que llevan a destruir la naturaleza y a explotar a las personas y las poblaciones más
débiles. «El paradigma tecnocrático también tiende a ejercer su dominio sobre la economía y la
política», impidiendo reconocer que «el mercado por sí mismo no garantiza el desarrollo humano
integral y la inclusión social».
Desde esta perspectiva, la Encíclica afronta dos problemas cruciales para el mundo de hoy. En primer
lugar, el trabajo: «En cualquier planteo sobre una ecología integral, que no excluya al ser humano, es
indispensable incorporar el valor del trabajo», pues «Dejar de invertir en las personas para obtener
un mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad».
En segundo lugar, los límites del progreso científico, con clara referencia a los Objetivos Generales
del Milenio, que son «una cuestión ambiental de carácter complejo». Si bien «en algunas regiones su
utilización ha provocado un crecimiento económico que ayudó a resolver problemas, hay dificultades
importantes que no deben ser relativizadas», por ejemplo «una concentración de tierras productivas
en manos de pocos». El Papa Francisco piensa en particular en los pequeños productores y en los
trabajadores del campo, en la biodiversidad, en la red de ecosistemas. Es por ello necesario asegurar
«una discusión científica y social que sea responsable y amplia, capaz de considerar toda la
información disponible y de llamar a las cosas por su nombre», a partir de «líneas de investigación
libre e interdisciplinaria».
La perspectiva integral incorpora también una ecología de las instituciones. «Si todo está relacionado,
también la salud de las instituciones de una sociedad tiene consecuencias en el ambiente y en la
calidad de vida humana: “Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños
ambientales”».
Con muchos ejemplos concretos el Papa Francisco ilustra su pensamiento: hay un vínculo entre los
asuntos ambientales y cuestiones sociales humanas, y ese vínculo no puede romperse. Así pues, «el
análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares,
laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma», porque «no hay dos crisis
separadas, una ambiental y la otra social, sino una única y compleja crisis socio-ambiental».
Esta ecología ambiental «es inseparable de la noción de bien común», que debe comprenderse de
manera concreta: en el contexto de hoy en el que «donde hay tantas inequidades y cada vez son más
las personas descartables, privadas de derechos humanos básicos», esforzarse por el bien común
significa hacer opciones solidarias sobre la base de una «opción preferencial por los más pobres».
Este es el mejor modo de dejar un mundo sostenible a las próximas generaciones, no con las palabras,
sino por medio de un compromiso de atención hacia los pobres de hoy como había subrayado
Benedicto XVI: «además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la urgente
necesidad moral de una renovada solidaridad intrageneracional».
La ecología integral implica también la vida cotidiana, a la cual la Encíclica dedica una especial
atención, en particular en el ambiente urbano. El ser humano tiene una enorme capacidad de
adaptación y «es admirable la creatividad y la generosidad de personas y grupos que son capaces de
revertir los límites del ambiente, […] aprendiendo a orientar su vida en medio del desorden y la
precariedad». Sin embargo, un desarrollo auténtico presupone un mejoramiento integral en la calidad
de la vida humana: espacios públicos, vivienda, transportes, etc.
También «nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con los demás
seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y
aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común; mientras una lógica de dominio
sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio».
Sobre esta base el Papa Francisco no teme formular un juicio severo sobre las dinámicas
internacionales recientes: «las Cumbres mundiales sobre el ambiente de los últimos años no
respondieron a las expectativas porque, por falta de decisión política, no alcanzaron acuerdos
ambientales globales realmente significativos y eficaces». Y se pregunta «¿Para qué se quiere
preservar hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y
necesario hacerlo?. Son necesarios, como los Pontífices han repetido muchas veces a partir de la
Pacem in terris, formas e instrumentos eficaces de gobernanza global: «necesitamos un acuerdo
sobre los regímenes de gobernanza global para toda la gama de los llamados “bienes comunes
globales”», dado que «“la protección ambiental no puede asegurarse sólo en base al cálculo
financiero de costos y beneficios. El ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos del
mercado no son capaces de defender o de promover adecuadamente”».
Igualmente en este capítulo, el Papa Francisco insiste sobre el desarrollo de procesos de decisión
honestos y transparentes, para poder “discernir” las políticas e iniciativas empresariales que conducen
a un «auténtico desarrollo integral». En particular, el estudio del impacto ambiental de un nuevo
proyecto «requiere procesos políticos transparentes y sujetos al diálogo, mientras la corrupción,
que esconde el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de favores, suele llevar a
acuerdos espurios que evitan informar y debatir ampliamente».
La llamada a los que detentan encargos políticos es particularmente incisiva, para que eviten «la
lógica eficientista e inmediatista» que hoy predomina. Pero «si se atreve a hacerlo, volverá a
reconocer la dignidad que Dios le ha dado como humano y dejará tras su paso por esta historia
un testimonio de generosa responsabilidad».
El punto de partida es “apostar por otro estilo de vida”, que abra la posibilidad de «ejercer una sana
presión sobre quienes detentan el poder político, económico y social». Es lo que sucede cuando las
opciones de los consumidores logran «modificar el comportamiento de las empresas, forzándolas a
considerar el impacto ambiental y los patrones de producción».
No se puede minusvalorar la importancia de cursos de educación ambiental capaces de cambiar los
gestos y hábitos cotidianos, desde la reducción en el consumo de agua a la separación de residuos o
el «apagar las luces innecesarias». «Una ecología integral también está hecha de simples gestos
cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo» . Todo
ello será más sencillo si parte de una mirada contemplativa que viene de la fe. «Para el creyente, el
mundo no se contempla desde afuera sino desde adentro, reconociendo los lazos con los que el Padre
nos ha unido a todos los seres. Además, haciendo crecer las capacidades peculiares que Dios le ha
dado, la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo».
Vuelve la línea propuesta en la Evangelii Gaudium: «La sobriedad, que se vive con libertad y
conciencia, es liberadora», así como «la felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que
nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida». De este
modo se hace posible «sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por
los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos».
Los santos nos acompañan en este camino. San Francisco, mencionado muchas veces, es el «ejemplo
por excelencia del cuidado por lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría». Pero la
Encíclica recuerda también a san Benito, santa Teresa de Lisieux y al beato Charles de Foucauld.
Después de la Laudato si’, el examen de conciencia –instrumento que la Iglesia ha aconsejado para
orientar la propia vida a la luz de la relación con el Señor– deberá incluir una nueva dimensión,
considerando no sólo cómo se vive la comunión con Dios, con los otros y con uno mismo, sino
también con todas las creaturas y la naturaleza.