El Hombre Tiene Miedo de Ser Lo Que Es. Reflexión Sobre Rousseau y El Ser Moral

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CAPÍTULO I

EL HOMBRE TIENE MIEDO DE SER LO QUE ES

Todo esto es execrable, pero afortunadamente nada es


más falso (...). Nuestra naturaleza humana es muy diferente
de la horrible novela que este energúmeno ha hecho de ella.
Voltaire

El contractualismo antes de Rousseau

Es un rasgo característico del pensamiento político


moderno concebir la fundamentación del Estado asociada a
la idea de que la sociedad civil es la forma en que los hombres
se organizan para superar el estado de naturaleza. El estado de
naturaleza se refiere, a su vez, a una hipotética condición previa
a la formación de la sociedad donde se puede establecer lo
que de manera esencial y primigenia define a la Humanidad.
La premisa que orienta este modo de pensar la política es que
si respondemos a las preguntas de qué somos y cómo somos
por naturaleza, entonces podremos determinar cuáles son las
condiciones de legitimidad que han de establecerse para fundar
el gobierno y las instituciones que regularán la vida en sociedad.
Como se sabe, a esta forma de pensar la política y el Estado
–que es considerada un momento del iusnaturalismo– se
le llama “contractualismo”, pues plantea que la sociedad se
origina en un pacto mediante el cual los hombres acuerdan
salir del estado de naturaleza para convertirse en sujetos de
derechos civiles.
La salida del estado de naturaleza supone la renuncia a
determinados derechos naturales, cuyo ejercicio directo comporta
conflictos que ponen en riesgo la integridad de los individuos,
así como la supervivencia de la sociedad civil nacida con el
pacto. Y es en razón de esa renuncia que se instituye el Estado,
a cuyo gobierno le es delegado el poder de ejecutar aquellos
derechos. A partir de ese momento, como diría Bobbio, el
gobierno no es ya el gobierno de los hombres sino el gobierno de
las leyes.
Esto no implica que con la sociedad civil se extingan los
derechos naturales que la preceden. Por el contrario, lo que se
quiere es preservarlos y darles una forma de realización más
racional (o más razonable). Hobbes, por ejemplo, no reniega
de las que él mismo llama leyes naturales, lo que plantea es que
hace falta un Estado fuerte que realmente las haga valer, para
lo cual se le confiere un poder absoluto. Porque un hombre
considerará sensato cumplir tales leyes sólo en la medida en
que esté seguro de que todos las cumplirán por igual y, por
lo tanto, él no estará en riesgo de ser atropellado por otros.
[¿Dónde lo dice?]
Por su parte, Locke piensa que el individuo que delega
en el Estado el poder ejecutivo del derecho natural sigue
siendo sujeto de ese derecho, pues el poder concedido al
gobierno ha de estar claramente limitado a las acciones que
aseguren la libertad de los ciudadanos, de suyo irrenunciable.
Consecuentemente con esto, si los gobernantes faltasen a su
deber y los ciudadanos sintieran amenazadas la vida, la libertad
o la propiedad, entonces estarían en posición de rebelarse y
recuperar, por así decirlo, sus derechos naturales.
A propósito de tales planteamientos, Bobbio afirma
que en todos los antecesores y coetáneos de Rousseau
que abordan el tema priva la convicción de que “el Estado
tiene el objetivo de proteger al individuo”1. En efecto, al
contractualismo en general le sirve de base una antropología
pesimista, de acuerdo con la cual en el estado de naturaleza
prevalecerán a la larga los conflictos, y la situación de guerra
y autodestrucción terminará por ser inmanejable. Es cierto
que Locke trata de absolver al hombre natural de la acusación
hobbesiana de ser el lobo de su prójimo, pero está consciente
del tipo de desencuentros que se pueden generar en una
situación donde todos por igual son titulares del derecho de
hacer justicia. Aun cuando cree en la posibilidad de que los
hombres entiendan que no tienen el derecho natural de dañar
a nadie y que es su deber ayudarse mutuamente, para él está
claro que no es el estado de naturaleza el ámbito donde esto
pueda garantizarse. Sus palabras al respecto son elocuentes:

[si no se quiere] dar ocasión a pensar que todo gobierno en


el mundo es producto sólo de la fuerza y la violencia, y que los
hombres no conviven bajo otras reglas que las de los brutos,
[de donde se da] que el más fuerte es el que prevalece, con lo
que se sientan las bases del desorden y el atropello perpetuos,
del tumulto, la sedición y la rebelión (...); habrá que encontrar
necesariamente otra fuente de origen para el gobierno y para
el poder político, y otra manera de designar y de conocer a las
personas que lo detentan2.

Esa otra “fuente de origen” (another rise of government, another


original of power) a la que aspira Locke vale también para Hobbes
aunque sus respectivas hipótesis sobre el estado de naturaleza
conduzcan a concepciones del Estado opuestas entre sí. Para
ambos se trata del punto de partida de la sociedad civil, donde
finalmente se podrá proteger al hombre natural, asegurarle una
vida plena y libre a través del ejercicio de la ciudadanía bajo
leyes de derecho, garantizarle la paz necesaria para desarrollar
sus talentos y su industria, en pocas palabras: llevarlo a la
civilización mantenerlo dentro de ella. Ese es el ideal inspirador
del contrato ésa, la misión de la sociedad civil.
Se entiende entonces el tozudo esfuerzo de los hombres por
reiniciar y reconstruir lo que las guerras destruían, por recuperar
y reparar lo que los cataclismos derruían, reinventar lo perdido,
restituir la salud del enfermo, reorientar al descarriado, redimir
al perdido. Porque al tiempo que la obra política preservaba y
refinaba lo que por naturaleza nos fuera dado como derecho
primigenio, así también la naturaleza humana tenía una vena
irracional que movía al hombre al vicio y lo tentaba a hacer el
mal, especialmente en situaciones críticas de competencia o
de escasez. Era como si en el lado oscuro del hombre operase
una diabólica atracción por el abismo. Por eso, una y otra vez,
había que volver sobre el estado de naturaleza y examinarlo,
reexaminarlo, analizarlo y recomponerlo para dar con la clave
que finalmente permitiera vernos cara a cara con el hombre
natural, conocerlo realmente y así, de una vez por todas,
exorcizar el mundo civil de los males que lo amenazaban.
La crítica de Rousseau al contractualismo

La filosofía impotente y la idea del estado natural del hombre


La preocupación central de la filosofía hacia 1750 era la de
encontrar los principios para un orden de cosas que permi-
tiera proteger de sí mismo al hombre natural consolidando la
civilización. Y Rousseau vino a liberarla de semejante proble-
ma desalojando al hombre natural de donde largos años de
pesquisas teóricas lo habían ubicado. Su acto liberador fue, sin
embargo, fuente de problemas más complejos.
La primera tarea de Rousseau en este sentido fue la de des-
mentir la valoración positiva que se le había dado al progreso
científico y a la civilización que se sostenía en la industriali-
zación. Lo que se creía fuente de libertad y depuración de las
costumbres era, en realidad, causa de opresión y depravación;
éramos esclavos felices de las luces.
Mientras el gobierno y las leyes subvienen a la seguridad
y el bienestar de los hombres congregados, las ciencias y las
artes, menos despóticas y más poderosas quizá, extienden
guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro de que están
cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad original
para la que parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud
y así forman lo que se denomina pueblos civilizados. (DCA.
1550/1980. P. 149)
De manera que la filosofía debía empezar por dirigir su
atención a otra parte, liberarse de lo que no era más que un
fantasma nacido de sus errores y reificado por sus teorías. Pero
el reclamo iría todavía más lejos; la filosofía debía interrogarse
a sí misma, preguntarse si no sería el suyo un discurso nulo,
falso, impotente. Todos son cuestionados, desde Berkeley hasta
Hobbes, pasando por Spinoza. A todos ellos juzga como a
truhanes, charlatanes de plaza pública.
Me limitaré a preguntar: ¿qué es la filosofía? ¿Qué contienen
los escritos de los filósofos más conocidos? ¿cuáles son las
lecciones de esos amigos de la sabiduría? Al oírles, ¿no se les
tomaría por una pandilla de charlatanes gritando, cada cual por
su lado en una plaza pública: Venid a mí, que yo soy el único
que no engaña? El uno pretende que no hay cuerpo y que todo
es como representación. El otro que no hay más que substancia
que la materia ni más dios que el mundo (*). Este expone que no
hay ni virtudes ni vicios, y que el mal y el bien son quimeras.
Aquél que los hombres son lobos y pueden devorarse con la
conciencia tranquila. (DCA. 1550/1980. P. 172)
Como ya se dijo, esta vehemente condena era un llamado
a la filosofía a cuestionarse y a hacer una autocrítica que le
permitiera volver la mirada sobre la verdadera fuente de los
problemas que la ocupaban. Ello implicaba volver a pensar
su objeto repensándose a sí misma, lo cual tal vez apunte a
un problema mayor de la filosofía, como lo es el hecho de
que sus planteamientos pueden llegar a volverse meramente
autorreferenciales.
Pero si la filosofía era capaz o no de superar sus propios
escollos no le importaba tanto a Rousseau en aquel momento.
Lo que más le preocupaba era que la vacuidad de la filosofía
revelaba mucho acerca del mundo del cual se había divorciado
y del que, sin embargo, era una vívida expresión. En efecto,
cuando Rousseau declara que la filosofía da falsas versiones
de la realidad, quiere mostrar hasta qué punto el mundo de las
artes se erige sobre la exaltación de las miserias humanas encu-
biertas bajo la apariencia de virtud. Pero qué cosa sea realmente
la virtud es claro que nadie sabría responderlo, o lo que a los
ojos de Rousseau es peor: a nadie le interesaría saberlo.
Ignorar la virtud es a la vez escapar de ella y llevar una
vida falsa, un remedo de vida. Porque la vida entendida en su
sentido genuino es la que atiende a la moral, la cual entraña
para Rousseau la orientación hacia la libertad entendida como
expresión racional de la voluntad autónoma. Exactamente lo
contrario de lo que ocurre en el mundo que las luces han cons-
truido, en el cual los hombres se consideran más estimados y
más libres cuanto más cosas poseen. No hay nada racional en
ello, porque nada contraría más la autonomía de la voluntad
que ir tras de cosas que le son superfluas al ser esencial del
hombre; al actuar así, en realidad, sólo se va tras de aquello
que las pasiones le imponen.

El lujo y el extravío de la virtud

La crítica de Rousseau a la valoración social del lujo intro-


duce así los que serán elementos de peso en su concepción
de la virtud, como la autonomía y la racionalidad, y también
el desprendimiento y la fuerza. El desprendimiento se refiere
a la capacidad de prescindir de los bienes superfluos de los
que la ciencia va poblando el mundo. La fuerza, por su parte,
es entendida a la vez como fortaleza y salud físicas y como
vigor de alma; como virilidad, con lo que se evoca el sentido más
clásico de la virtud.
La fuerza de alma ha sucumbido a la molicie y en su lugar las
relaciones se reducen a un juego de simulaciones y cautelas, su-
misiones y traiciones ocultas “bajo ese velo pérfido y uniforme
de cortesanía, bajo esa urbanidad tan ponderada que debemos a
las luces de nuestro siglo” (DCA. 1550/1980. p. 151). Sobre la
base de planteamientos como éste, Rousseau construye buena
parte del Discurso sobre las Ciencias y las Artes, cuyo fin último va
a ser mostrar que “conciencia culta y conciencia moral (...) rara
vez se dan la mano”3. Y no pudo escoger mejor estampa para
ilustrar sus palabras que la comparación entre sus coetáneos
y los grandes hombres de Atenas y Roma.
Atenienses y romanos son la imagen del “hombre de bien
[que] es un atleta que se place en combatir desnudo: desprecia
todos esos ornamentos que estorbarían el uso de su fuerza”
(DCA. 1550/1980. p. 150). Por su parte, los hombres moder-
nos son timoratos empeñados en el arte de agradar, viles y
“arrojados a un mismo molde [que es] ese rebaño que llaman
sociedad” (DCA. 1550/1980. p. 151). Una sociedad donde,
además de ser esclavo complacido de sus cadenas, el hombre
vive asustado.
Pero si el hombre no tiene realmente conciencia de lo que
vive, ¿qué lo asusta? La respuesta tiene un viso dramático: lo
que asusta al hombre es encontrarse consigo mismo. Esto
equivale a negarse a la libertad y refuerza la tesis de que la
sociedad civil que critica Rousseau es una forma de tiranía (*).
La intuición de Rousseau en este sentido es poderosa, para él
el debilitamiento del sentido de autonomía afecta también la
afirmación del yo. Afirmarse en sí mismo resulta ser una ex-
periencia que se plantea como un conflicto de sentimientos e
instintos que se descubren contradictorios con la normalidad
del mundo exterior. El hombre vive así la cultura de su tiempo
como un malestar general que le lleva a ver su realización como
un cierto acomodo a la sociedad, donde cuenta más proteger
ciertos privilegios que ser uno mismo. Si la tesis del Discurso
sobre las ciencias y las artes es que el restablecimiento de éstas ha
corrompido las costumbres de los hombres, su corolario es que
“Ya nadie se atreve a parecer lo que es” (DCA. 1750/1980. p.
151) (**). Esa es la frase que mejor expresa lo que más le urgía
plantear a Rousseau en el discurso en cuestión.
“Ya nadie se atreve ya a parecer lo que es. Y en esta coacción
perpetua, los hombres que forman este rebaño llamado socie-
dad, puestos en las mismas circunstancias, harán todos las
mismas cosas si motivos más poderosos no los apartan de ello”
(DCA. 1750/1980. P. 151. Cursivas añadidas). A partir de esta
declaración, Rousseau insistirá en que al remedo de vida que
se realiza en pos de las apariencias le es inseparable la pérdida
de la individualidad, pues todos tratan de actuar conforme a
una misma y sola forma de ser que les es impuesta “bajo el
pérfido y uniforme velo de la cortesanía”.

El progreso social y la alineación del hombre

La crítica ha visto en este planteamiento el primer indicio de


lo que luego será para Rousseau la alienación propiamente dicha.
Como apunta Alicia Villar, en la medida en que las ciencias y
las artes “contribuyen a hacer olvidar la pérdida de la libertad
(...) Al aficionar en exceso, envician, hacen amar la esclavitud;
denuncia que encierra lo que más tarde se entenderá como el
proceso de alienación”4.
La alienación en Rousseau puede entenderse en su sentido
más simple, tal cual lo afirma él, como la escisión entre el ser
y el parecer, que como hemos visto se produce en la medida
en que los hombres se alejan del ejercicio de la virtud. Pero
antes de ser moral, la alienación es social; como él ya lo ha
demostrado, es el desarrollo de la sociedad lo que la propicia
y le da significado. Es la presión de la urbanidad cortesana la
que compele al hombre a hacerse de bienes con los que cree
sustituir los atributos que siente que no tiene. Este privilegio
de las apariencias sugiere la alienación como una forma de
desnaturalización del hombre que, creyendo perseverar en el
ser degenera en el no ser. Al mismo tiempo, a la vista de esa
desnaturalización, la propiedad es asociada a la desgracia hu-
mana: el hombre no es feliz (o más feliz) con las invenciones
y posesiones ociosas, pero sin ellas es infeliz.
El carácter social de la alienación plantea, a su vez, un se-
gundo movimiento en la crítica de Rousseau a la filosofía de
su tiempo. Habiéndole quitado al progreso de la ciencia el halo
de gloria que se le quería dar, procede a desmantelar la más
acabada y valiosa creación de los contractualistas: la hipótesis
del estado de naturaleza.

El estado de naturaleza como coartada


En el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad
entre los hombres la crítica a la concepción de la naturaleza
le da un matiz siniestro a la charlatanería de los filósofos.
Rousseau considera que las teorías que intentaban examinar
los fundamentos de la sociedad constituían coartadas para
legitimar un orden de cosas caracterizado por la desigualdad
más oprobiosa, la opresión, la depravación del hombre, la
exaltación del vicio..., todo ello exaltado bajo la engañosa forma
de sociedad civil libre.
La sociedad civil era propuesta como una serie de enmien-
das al estado de naturaleza que en la medida en que corregían
las faltas de los hombres, permitían asegurar formas de aso-
ciación permanentes bajo leyes de derecho positivo. En este
sentido, la orientación práctica de las teorías contractualistas
coincidía con lo que Rousseau consideraba necesario para
establecer un gobierno civil legítimo, pero sólo en su forma
enunciativa. Las diferencias de fondo eran grandes e insalva-
bles, y la fundamental era nada menos que el centro de todo:
el hombre.
Rousseau afirma que los filósofos han desarrollado una
concepción del hombre natural totalmente errática y falaz.
“Los filósofos que han examinado los fundamentos de la
sociedad han sentido todos la necesidad de remontarse hasta
el estado de naturaleza, pero ninguno ha llegado hasta él».
(DD. 1980. p. 20). Ello se debe sobre todo a un error capital,
que es el de imaginar el hombre natural como una suerte de
ser social primitivo que, abandonado a su suerte, padece una
serie de tribulaciones que le obligan a plantearse la creación
del Estado para librarse de la peor de tales calamidades, como
lo es el sometimiento a la voluntad del más fuerte. Como ya se
ha explicado al comienzo, Hobbes y Locke ven en este tipo de
situación la fuente de la inestabilidad y del conflicto perpetuos
que amenazan la seguridad de la especie humana en general.
Asimismo, atribuyen el origen de todo a la persistencia de las
tendencias del hombre natural a hacer el mal, a abusar de sus
ventajas psicológicas y físicas para engañar y atropellar a sus
prójimos, para explotarlos en su provecho. A esto Rousseau
replicará que ciertamente esas cosas ocurren entre los hom-
bres, pero sólo porque no son hombres naturales, si no hombres de
la cultura, es decir, hombres civiles.

La necesidad de abandonar el estado civil

Mientras Hobbes y Locke, fieles a la tradición contractualista,


abogan por la superación de los vicios morales propios
del estado de naturaleza mediante su abandono definitivo,
Rousseau afirma que la tarea de los hombres debe ser la salir
del estado civil. La razón principal para plantear la salida del
estado civil es la de que éste es un estadio al cual el hombre ha
llegado mediante la perversión de la desigualdad natural.
El tema de la desigualdad es la gran fuente de sentido de
la crítica rousseauniana a la sociedad civil, ya que mediante
el análisis de su origen y desarrollo logra recuperar teórica e
históricamente (*) la que sería la verdadera característica esencial
del hombre: la autonomía. La desigualdad era la fuente real del
orden de cosas que Hobbes y Locke confundían con el estado
de naturaleza y cuya principal consecuencias era la dilución de
la autonomía individual.
La desigualdad, sin embargo, había sido considerada como
uno más de los rasgos propios del estado de naturaleza que se
tornaban problemáticos para la sociedad. Para Rousseau, en
cambio, se trata del problema fundamental. Es la desigualdad
la que propicia en los ciudadanos el afán de poder y reputación
que los encamina por una senda de negación de sí mismos,
por la que llegan al régimen de oprobio que se crea a partir
del pacto inicuo de los ricos. Esto supone que la salida del
estado de naturaleza implique no ya compensar o enmendar
la desigualdad, sino erradicarla para siempre. Sólo que la
desigualdad como rasgo natural, que se limita a la manifiesta
diferenciación física entre los hombres, es imposible de anular
a no ser a costa de la Humanidad misma. La desigualdad que
debe ser erradicada es la que la propia sociedad civil engendra
y consolida: la desigualdad moral.

Rousseau partirá de una tranquila aceptación de la des-


igualdad natural como mera constatación de diferenciaciones
antropológicas de por sí amorales. Luego hará una valoración
positiva de esta condición primigenia en virtud de la cual es
posible la ejercitación de las facultades innatas del hombre, que
es el modo en que se realiza su tránsito hacia la moralidad.
El hombre es amoral e indiferenciado en su estado natu-
ral. Poco a poco ejercita sus facultades racionales y sensitivas
y va adquiriendo conciencia de sí y de los otros; aprende a
diferenciarse, a deliberar y a optar. Y en la medida en que sus
acciones son autónomas y se hace un sujeto moral conquista
la plenitud de su libertad. La moral es, entonces, una adqui-
sición posterior al estado de naturaleza. Pero aunque de este
modo, una vez instalado en la sociedad civil, el hombre se ha
hecho moral, permanece indiferenciado. Esto es para Rous-
seau una contradicción injustificable, porque en la medida
en que la moralidad permite a los hombres deliberar ante las
opciones que se le presentan para realizarse y escoger la que
más le favorezca, en esa misma medida debería ser capaz de
ser siempre sí mismo, sin que ello represente un riesgo para su
vida en sociedad.
Es justamente a partir del momento en que Rousseau
empieza a develar ese estado de contradicción, cuando se
activa el arduo juego de paradojas que es el Discurso sobre la
desigualdad. En una suerte de anticipación a Hegel, Rousseau
entreteje una serie de situaciones que nos muestran que las cosas
no son lo que son y son lo que no son. En cada afirmación donde
los filósofos daban algo por evidente, no habrían hecho, en
realidad, sino que expresar lo contrario de lo que creían estar
demostrando. Así lo advierte Friedrich Engels en Anti-Dühring
cuando analiza este aspecto del pensamiento de Rousseau:
“Cada nuevo progreso de la civilización es al mismo tiempo
un nuevo progreso de la desigualdad. Todas las instituciones
que se da la sociedad nacida con la civilización mutan en lo
contrario de su finalidad originaria”5. Habría que agregar que
de igual manera, en el discurso filosófico la sociedad en que
viven los pensadores muta en una hipótesis que se pretende
lo contrario de la realidad estudiada, pero que no hace sino
reflejarla fielmente.
El ejemplo más notable de ello es justamente el hombre
natural, cuya descripción era el más elocuente retrato del
hombre civil: «...todos [los filósofos], hablando sin cesar de
necesidad, de avidez, de opresión, de deseos y de orgullo, han
trasladado al estado de naturaleza ideas que habían tomado
de la sociedad. Hablaban del hombre slavaje y pintaban al hombre
civil». (DD. 1980. P. 20. Cursivas añadidas).
De manera que hombre y sociedad son explicados desde
una óptica que invierte y trastoca el verdadero sentido de
las cosas. Las consecuencias y las causas se intercambian sus
respectivos lugares, las proyecciones mentales de los filósofos
sustituyen los datos de la realidad, lo natural se desnaturaliza.
Pero además, y esto es lo que más alarma a Rousseau, las cosas,
en efecto, funcionan al revés y el mundo se erige en contra del
hombre: el progreso es retroceso. Una vez más el drama de
la escisión es el centro del problema: “Ser y parecer llegaron
a ser dos cosas totalmente diferentes” insiste el ginebrino
reintroduciendo la tesis del Discurso sobre las ciencias y las artes,
sólo que ahora las consecuencias políticas son expuestas de
manera más explícita:

Ser y parecer llegaron a ser dos cosas totalmente diferentes,


y de esta distinción salieron el fausto imponente, la astucia falaz
y todos los vicios que son su cortejo. Por otro lado, de libre
e independiente que era antes el hombre, helo ahí sometido
por una multitud de nuevas necesidades, por así decir, a toda
la naturaleza, y sobre todo a sus semejantes de los que se hace
esclavo en cierto sentido, incluso aunque se vuelva su amo; rico,
necesita sus servicios; pobre, necesita sus ayudas; y la medianía
no le pone en situación de prescindir de ellos. Es preciso por
tanto que trate constantemente de interesarlos en su suerte, y
de hacerles encontrar, en realidad o en apariencia, beneficio
propio trabajando por el suyo: lo cual le hace trapacero y arti-
ficioso con unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la
necesidad de abusar de todos aquellos que necesita cuando no
puede hacerse temer y cuando no redunda en interés propio
servirlos con utilidad. (DD p. 262)

Lo que se describe aquí es el tipo de hombre que lidera


la sociedad civil y el tipo de relaciones que se dan dentro de
ésta (Ils parlaient de l’homme sauvage, et ils peignaient l’hom­me civil).
Rousseau agregará que todo eso no es más que el primer efecto
de la propiedad y “el cortejo inseparable de la desigualdad
naciente”.
Queda claro el porqué de la vehemencia del ataque a la
filosofía de entonces. Porque su error apuntalaba el orden de
cosas que dañaba al hombre. Era inevitable que al trasladar al
estado de naturaleza semejante estado de cosas, las soluciones
políticas a “los males de la sociedad” no hicieran sino perpetuar
la desigualdad moral, pues se partía siempre de que la misma era
un rasgo humano innato. Por otra parte, en la medida en que
los contractualistas proponen proteger los derechos naturales
preexistentes a la sociedad civil instituyendo leyes que sean
fieles a la ley natural ¿qué clase de legitimidad puede esperarse
que tengan tales leyes?, ¿Qué clase de poder civil se puede
construir a partir de una concepción del hombre fundada en
una interpretación tan errática del estado de naturaleza? Estas
palabras de Rousseau ya prefiguran la respuesta:
Conociendo tan poco la naturaleza y entendiéndose tan
mal sobre el sentido de la palabra ley, sería muy difícil convenir
en una buena definición de la ley natural. Por eso todas las
que se encuentran en los libros, además del defecto de no
ser uniformes, tienen aún el de estar deducidas de muchos
conocimeintos que los hombres no poseen naturalmente, y
ventajas cuya idea sólo pueden concebir después de haber
salido del estado de naturaleza. 6 (DD, p. 197)

La ley natural, así considerada, padece del mismo defec-


to general de la sociedad: es un artificio presentado bajo la
apariencia de verdad, con lo que la lucha por las apariencias
vendría a ser también una lucha por construir apariencias de poder
que proyectan en el colectivo la voluntad de unos pocos como
deber ser. Esto es para Rousseau el estado civil que defienden
sus contemporáneos: un estado de opresión de las mayorías
por parte de quienes han fundado un poder despótico sobre
apariencias de legitimidad.

Implicaciones prácticas de la crítica de Rousseau

Todo –la sociedad, las instituciones, las aspiraciones indivi-


duales, los fines generales– estaba dispuesto de manera que no
hacía sino corromper al hombre en la medida en que el pro-
greso se consolidaba. Esa era una conclusión categórica para
Rousseau que lo distanciaba de los enciclopedistas y del resto
de sus colegas. Pero lo que lo hace descollar en el escenario
de la Ilustración es que en esa idea va implícito un ataque a
la sociedad civil misma que exige su revocación. Más cercano
a Pascal que a cualquiera de los contractualistas, su condena
a la sociedad lo lleva a pensar que el hombre no tiene cabida
ahí, que en su seno está extraviado y condenado. Por eso debe
rehacerse. Pero para hacerlo ha de negar todo lo que hasta
ahora le ha dado sentido a su existencia. Tiene que romper
con el mundo de las apariencias, que si le brinda seguridad es
porque le miente; le ofrece logros que no requieren esforzarse
más que en aprender ciertos códigos de urbanidad para agradar
a otros. Esto es romper los vínculos que tanto han querido
fortalecer quienes han pensado la política.
Exactamente eso quería Rousseau, suprimir los nexos que,
promovidos por motivaciones falaces, justificados en ideas
falsas acerca del hombre y convenidos a su vez por hombres
asociados en aras de sus intereses particulares, carecen de
legitimidad. Porque no responden a ningún vínculo moral
genuino, sino a la necesidad de preservar la desigualdad entre
los hombres. Ello explicaría el hecho de que la institución del
Estado fuese siempre tan problemática, ya que, como lo señala
Cassirer, al no poder ser reunidas internamente las voluntades
individuales, éstas terminan siendo forzadas a hacerlo exte-
riormente7.

Libertad y contracultura

El tipo de proyecto político consecuente con los plantea-


mientos de Rousseau es una auténtica propuesta contracultural.
En una época en la que la Razón ha logrado ubicar la fuente
del mal en el hombre individual, Rousseau declara que la
maldad como tal está en la sociedad organizada. La sociedad,
mil veces invocada como el lugar de donde el mal tendrá que
salir, es denunciada como el único ámbito donde éste puede
desarrollarse plenamente. Como comentaría Kant a este res-
pecto, en defensa de Rousseau: “La historia de la Naturaleza
(...) empieza con bien, pues es la obra de Dios; la historia de
la libertad con mal, pues es obra del hombre”8.
Rousseau convierte así a la sociedad humana en un “nuevo
sujeto de imputación”, afirma Cassirer9. En la cultura espiritual
que anima la Ilustración estaría latente el más grave peligro:
“El contenido de esa cultura, sus comienzos y su índole actual
son pruebas inequívocas de que adolece de falta de verdaderos
impulsos morales y que no se funda sino en instintos de poder
y posesión, de ambición y de vanidad”10.
Rousseau quiere revocar el estado civil porque quiere des-
montar la sociedad tal cual la conoce su época. Pero no pide
volver a vivir estado de naturaleza, pese a que lo revalorizado
como un estado ideal de inocencia. Como afirma Clement
Rosset, Rousseau no cree en el estado de naturaleza, sino que
su obra está orientada a poner en duda el artificio, a recha-
zarlo absolutamente11. La inocencia es para él “otra forma
de nombrar a la ignorancia”12 y de la ignorancia no se puede
esperar que surja una conciencia moral. Su empeño parece
entonces llevar a un callejón sin salida. Ha invalidado el estado
de naturaleza como fuente de sentido para el estado civil, ha
reubicado en la condición social del hombre sus peores vicios,
ha descargado sobre la sociedad civil la responsabilidad del
mal. Y cuando parece que de este modo se ha quedado sin
nada donde apoyarse, surge la revelación de que el hombre sí
tiene por naturaleza características a partir de cuales es posible
una asociación de derecho, estable y legítima. De esas carac-
terísticas, la fundamental es la autonomía, que le permite al
hombre escucharse y guiarse a sí mismo en la consecución
de sus fines. Consecuentemente, la sociedad ha de erigirse
sin que medie forma alguna de coacción; la ley natural, si se
acepta que la hay, ha de ser reconocida como propia desde un
comienzo y su observación tiene que cumplirse, de manera
que obedeciéndola, el individuo no se someta más que a su
propia voluntad. Así aparece la voluntad general.
La voluntad general leída desde el hombre

La voluntad general, como se sabe, es la base de toda


la doctrina ético-política de Rousseau. Comprender a cabalidad
lo que encierra y propone este concepto ha sido causa y objeto
de largas y complejas polémicas que a su vez se inscriben en
discusiones más generales, como la que concierne a la oposi-
ción entre democracia y libertad. Una discusión donde Bobbio
no duda en ubicar a Rousseau como referencia de primera
importancia13. Rousseau viene a ser, así lo cree Bobbio, una
conciencia lúcida y de un alto refinamiento que revoluciona
a una tradición que busca consolidar la democracia y la so-
cialización del poder como propuesta de valor para guiar el
desarrollo de la civilización.
Ese “alto refinamiento” se aprecia precisamente en la
voluntad general, concepto que casi se diría es un artefacto para
crear sociedad. En efecto, fue utilizado como tal y activado
tempranamente por los jacobinos, alentados por la potencia
del pueblo en masse que ferozmente empujaba a Francia por los
derroteros de la Revolución. Derroteros que pronto mostraron
una perspectiva estremecedora del ideal rousseauniano bajo la
orientación de Robespierre. Desde entonces, el temor a una
dictadura de las mayorías fundada en la voluntad general ha
estado presente. Porque se pudo constatar en la práctica que
la reivindicación de la soberanía requería, a su vez, de una
limitación que impidiera que su pretensión universal pusiera
en riesgo la libertad individual.
Setenta años después de la Revolución Francesa, John
Stuart Mill reflexionaba al respecto advirtiendo que mientras el
gobierno democrático no fuese más que una propuesta racional
para organizar la sociedad, la idea de que los pueblos no tenían
por qué limitar su propio poder bien podía tenerse como un
axioma. El problema estaba en que los hechos denunciaban lo
contrario, sin que ello disuadiera a quienes así pensaban. “Dicha
idea no se ha visto turbada necesariamente por aberraciones
temporales semejantes a la de la revolución francesa”14, afirma,
aunque deja claro que las piras de los días del terror “fueron
la obra de una minoría usurpadora (...) que no tuvieron nada
que ver con el modo de ser de las instituciones populares”15.
Pero quedó latente otra idea, según la cual “frases como ‘el
gobierno de sí mismo’ y ‘el poder de los pueblos sobre ellos
mismos’(...) no expresaban el verdadero estado de cosas”16. La
posición de Mill será que todo esfuerzo por limitar el poder
debe estar orientado a hacer más viable la democracia. “Mill fue
liberal y democrático: consideró la democracia, en particular
el gobierno representativo (...) como el desarrollo natural y
consecuente de los principios liberales”, afirma Bobbio17.
No es el momento de ahondar en este análisis, sólo he
querido ilustrar cómo entre el albor y el auge de la moderni-
dad política, según Bobbio nos enseña, ha sido perentoria la
discusión de cómo se afectan mutuamente la democracia y la
libertad y cómo pueden ser integradas legítimamente bajo la
forma de gobierno civil. Y en esa discusión uno de los polos es
la voluntad general. Tal parece que no hay manera de esquivar
a Rousseau si se quiere ir a las raíces de la visión que como
cuerpo político se han forjado de sí mismos los hombres de
los últimos 350 años

BLIOGRAFÍA CONSULTADA

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(Traducción, prólogo y notas de Manuel Armiño).
Madrid: Alianza Editorial
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Alianza Editorial
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Editorial
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(Traducción, prólogo y notas de Manuel Armiño).
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2) Ediciones en francés
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la Université du Québec à Chicoutimi. www.uqac.
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Obras de otros autores:

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en el aire. La experiencia de la modernidad. (Andrea Mo-
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1
Bobbio Norberto, y Michelangelo Bovero. 1986.
Ob. Cit. p.103
2
Locke, John. 1993. Political Writings of John Locke.
Second Treatise of Government, 1690. (Traducción
propia). New York, USA: Mentor Books. Penguin
Group. P. 262.

Mauro Armiño, traductor de la obra citada, opina


 (*)

que éste “puede ser Holbach o La Mettrie”. Podría ser


Spinoza, que no sólo es anterior a ambos, sino que lue-
go es nombrado de modo expreso, cuando Rousseau
afirma: “las peligrosas elucubraciones de los Hobbes
y los Spinozas permanecerán para siempre”.
3
Villar, Alicia. 1999. “Estudio preliminar” a Cartas
a Sofía, de Jean-Jacques Rousseau. Madrid, España:
Alianza Editorial. P. 14

Manuel Caballero ha dicho que si algo diferencia a


 (*)

la democracia de una dictadura es que en la dictadura


impera el miedo. Ver: Revolución y falsificación. 2002.
Caracas: Alfaldil.

* Hay una errata en la edición española citada,


 (* )

pues dice: “Nadie se atreve ya a parecer lo que no es”.


La frase original en francés dice: On n’ose plus paraître
ce qu’on est. En La transparencia y el obstáculo, de Jean
Staroninski (Tauris, 1983), p. 13, la frase es traducida
así: “Ya nadie se atreve a parecer lo que es”.
4
Villar, Alicia. 1999. Ob. Cit. p. 14.

Norberto Bobbio plantea que una de las innova-


 (*)

ciones de Rousseau, es la de reforzar el uso teórico del


estado de naturaleza como idea regulativa, dándole al
uso histórico un sentido más efectivo al ir a la verdad
de los hechos como fuente de conocimiento de lo social.
Ver: Bobbio, N y M. Bovero. 1986. Ob.Cit, pp. 71-5

Engels, Friedrich. Anti-Dühring [libro en línea],


5

disponible en http://www.marxists.org/espanol/m-
e/1840s/48-manif.htm
6
Connaissant si peu la nature et s’accordant si mal
sur le sens du mot loi, il serait bien difficile de convenir
d’une bonne définition de la loi naturelle. Aussi toutes
celles qu’on trouve dans les livres, outre le défaut de
n’être point uniformes, ont-elles encore celui d’être
tirées de plusieurs connaissances que les hommes
n’ont point naturelle­ment, et des avantages dont ils
ne peuvent concevoir l’idée qu’après être sortis de
l’état de nature.
7
Cassirer, Ernst. 1972. Filosofía de la Ilustración. (2ª
ed). (Eugenio Ímaz, traductor). México: Fondo de Cul-
tura Económica. (Trabajo original publicado en 1932,
bajo el título Philosophie der Aufklärung). P. 289
8
Kant, Emmanuel. 1979. Filosofía de la historia. p.79
9
Cassirer, Ernst. 1972. Ob.cit, p. 187.
10
Cassirer, Ernst. 1972. Ob.cit, p. 299.

Rosset, Clement 1974. La antinaturaleza. Elementos


11

para una filosofía trágica. Madrid, Taurus Ediciones.


(Francisco Calvo Serraller, traductor). (trabajo original
publicado en 1973, bajo el título L’anti-nature). p. 280.
12
Villar, Alicia. 1999. Ob. Cit. P. 21.
13
Ver: Bobbio N, y Michelangelo Bovero. 1986.
Ob. Cit. También: Bobbio, Norberto. 1989 Liberalismo
y democracia. México: Fondo de Cultura Económica.
(JF Fernández Santillán, traductor). (Trabajo original
publicado en 1985, bajo el título Liberalismo e democra-
zia).
14
Mill, John Stuart. 1980. Sobre la libertad.1859. Espa-
ña, Ediciones Orbis. (Josefa Ruiz Pulido, traductora).
(Trabajo original publicado en AÑO, bajo el título). P.
27
15
Mill,John Stuart. 1980. Ob. Cit. P. 27.
16
Mill,John Stuart. 1980. Ob. Cit. P. 27.
17
Bobbio Norberto. 1989. Ob. Cit. P. ¿?

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