El Arte de La Homilía
El Arte de La Homilía
El Arte de La Homilía
ÍNDICE DE CONTENIDO
A. LA HOMILIA, HOY.
2. LA HOMILIA, DE ACTUALIDAD.
B. UN SERVICIO A LA PALABRA.
4. SERVIDORES DE LA PALABRA.
5. EXÉGESIS Y HOMILIA.
6. FIDELIDAD A LA PALABRA.
7. EL LECCIONARIO ACTUAL.
C. UN SERVICIO A LA ASAMBLEA.
A. LA HOMILIA, HOY.
1. LA HOMILIA, ¿LO MÁS IMPORTANTE?
PERE TENA
Quien visite la catedral de san Pedro, en Ginebra, no podrá pasar por alto el cambio que
supuso, en la disposición interna de la iglesia, su adaptación a las necesidades litúrgicas
de la Reforma. Allí se conserva el altar mayor, en el ábside; pero el altar dejó de ser el
polo de atracción de la asamblea reunida. Absolutamente todo está centrado en el
púlpito, incluso los asientos corales del presbiterio; delante del púlpito, una pequeña
mesa recuerda la posibilidad de la eucaristía. En la estructura fundamental de la catedral
de san Pedro no hay otra variante más que ésta, pero queda muy claro hacia dónde se
dirige la atención de los reunidos.
Esta noticia no tiene el sentido de una indicación turística, sino el de una invitación a
entrar en el tema que nos hemos planteado en este dossier: ¿dónde estamos en lo que
se refiere a la homilía, y a su lugar dentro de la celebración?; la homilía, ¿no se nos
estará comiendo la celebración entera?
Como todo el mundo puede suponer, no es el propósito de este dossier invitar a una
desvalorización de la homilía, o criticar las personas que dedican sus esfuerzos a
prepararla. Nuestra pretensión es bastante más simple y fraternal que todo esto, y ha
quedado suficientemente expresada en las preguntas iniciales.
Querríamos ofrecer unos elementos que sirvieran para resituar la homilía en el interior
de nuestras celebraciones. Partimos —hemos partido, muchos de nosotros— de una
etapa en que se podía celebrar la eucaristía, un bautismo, una unción de enfermos, etc.,
sin hacer más que seguir fielmente las páginas del misal o del ritual correspondiente.
Bien es verdad que en la mayoría de los casos éramos conscientes de que era necesario
un acercamiento personal a los reunidos, una palabra de exhortación y actualización,
etc. Pero —en el caso de los sacramentos, excepto la eucaristía— esto no tenía un
soporte de lectura bíblica que le diera consistencia. Ahora, en cambio, la proclamación
de la Palabra de Dios está formando parte de cualquier celebración, incluso de estas
mini—celebraciones que son la distribución de la comunión a los enfermos, o fuera de
la misa... Y por esto no se trata, ahora, de continuar diciendo unas palabras de
exhortación, con la única diferencia que éstas puedan seguir cronológicamente la lectura
bíblica; se trata de hacer "homilía", ni más ni menos.
Nuestra situación actual no discurre por los mismos caminos, desde luego. Cristianos
hay que asisten regularmente a tal o a cual misa en vistas a la homilía, y poca cosa más,
de una manera semejante a como, años atrás, las multitudes acudían a los novenarios
y a los sermones de los predicadores de fama. Creo, desde luego, que estas personas
están en su derecho. Pero creo asimismo que los responsables de la homilía podemos
sentir con facilidad la tentación del protagonismo en las celebraciones. Y esto no es
deseable.
Servir la Palabra de Dios es una tarea honrosa, que hay que hacer con toda la confianza
y la audacia —parresía— que nos han enseñado, desde el principio, los apóstoles de
Cristo; pero a la vez hay que tener muy en cuenta —como Pablo— que no tenemos que
predicarnos a nosotros mismos, es decir, a nuestras particulares aficiones, ideologías,
o conveniencias de cara al público.
El tema es amplio, y está ahí, en todas sus dimensiones. Sin pretensión de "agotarlo",
sino más simplemente, como una invitación: ¿caminamos bien?
2. LA HOMILIA, DE ACTUALIDAD.
JOSÉ ALDAZÁBAL
La homilía es un "servicio" que el ministro hace a los demás creyentes para que
comprendan la Palabra anunciada como "Palabra—para—nosotros—hoy.
Hay mucha distancia desde la "oratoria sagrada" que se estudiaba en otros tiempos,
desde los panegíricos de santos o los sermones temáticos más o menos basados en las
lecturas, hasta la "técnica" de la homilía actual.
Lo de "plática familiar" se refiere, no tanto a que tenga que ser necesariamente una
"conversación" compartida, sino a que el que dirige la palabra a los demás no lo hace
desde fuera, no habla a alumnos o oyentes curiosos, haciéndoles propaganda. Les
dirige la palabra como hermano a hermanos. Como a miembros de la familia. No a
paganos ni a catecúmenos. Sino a miembros de la misma comunidad cristiana que él,
con una exhortación familiar en torno a la Palabra de Dios.
unas son extrínsecas, como la crisis religiosa general, y la visión cada vez más
secular del mundo; la inflación de "palabra" que sufrimos (antes, casi el único que
hablaba era el predicador); la desigual competencia con los medios de
comunicación, por lo general más evolucionados y adaptados al hombre
moderno;
otras residen en las personas interesadas: en los ministros homiletas, que tienen
tal vez poca preparación remota y próxima, tanto en el terreno bíblico como en el
arte de la comunicación, o disponen de pocos subsidios y escaso tiempo para
ejercer este ministerio con vivacidad y eficacia; en los fieles oyentes: unos porque
a duras penas están evangelizados, y el anuncio más abundante de la Escritura
les encuentra poco preparados; otros precisamente por lo contrario, porque ya
están más promocionados en la nueva espiritualidad bíblica y litúrgica y no
encuentran a los sacerdotes a la altura…
c) Pero por otra parte son claros también los signos de revalorización de la homilía en
la pastoral y en la espiritualidad:
la teología nueva nos está haciendo comprender el misterio cristiano mucho más
en categorías de "buena noticia" e Historia de la Salvación, y así nos permite un
lenguaje más positivo a la hora de transmitir los valores del mensaje bíblico;
por fin, un fenómeno interesante, que puede considerarse como sintomático del
nuevo enfoque vivencial de la Palabra: la tendencia de muchas comunidades,
sobre todo las más promocionadas, a participar en el servicio de la homilía.
d) Tal vez lo más urgente para muchos de los que realizan este ministerio en la
comunidad eclesial sea un repaso de sus ideas, una re—situación de la homilía: qué es,
cuál es su puesto en el conjunto de la celebración...
su mirada a la Vida, para aplicar la Palabra a la historia que estamos viviendo hoy
y aquí, a las personas que nos escuchan,
EL PROBLEMA DE LA HOMILÍA
Uno de los problemas más notables en la Iglesia después de la reforma litúrgica del
Vaticano II es el de la homilía Millones de personas oyen, todos los domingos, las
homilías de las misas. Por ello es significativa esta carta del obispo de Urgell, Mons.
Martí Alanis, dirigida a sus diocesanos sobre la importancia y las dificultades de la
homilía.
En estas últimas semanas, probablemente por coincidencia, han sido muchas las
personas que me han hablado de las homilías en las misas dominicales. Hubo un tiempo
—la gente mayor lo recuerda— en que la misa se decía sin ningún tipo de homilía, o con
una predicación superpuesta, sin referencia a los textos bíblicos y realizada a menudo
por otro sacerdote a lo largo de la celebración. Hoy es distinto. La homilía ocupa un lugar
importante.
Por otra parte, una homilía bien hecha es una verdadera obra de arte. El pastor debe
hablar como cabeza de una comunidad con una intención religiosa de provocar la
conversión antes que de hacer florituras, debe relacionar el mensaje de los textos
bíblicos del día con los problemas vivos de los que escuchan, y todo ello debe
relacionarlo con la celebración eucarística. Y eso en seis, en ocho, en diez o en doce
minutos. Porque un número considerable de asistentes tiene prisa y mira el reloj. Hoy
todos andamos cronometrados. Y estamos cansados de escuchar palabras. Palabras y
más palabras en la radio y en la TV. Palabras que cansan. Además, estos medios de
comunicación han aprendido a solicitar al espectador aburrido con fórmulas
estimulantes, aunque impliquen un cierto engaño.
¿Cómo lo haremos para decir una palabra de fe a unos hombres que no quieren
escuchar, que prefieren no pensar en determinados temas, y que encuentran aburridas
y monótonas las palabras del sacerdote? "Diga a los sacerdotes que hagan mejor sus
homilías. Lo que dicen es aburrido y no interesa", me decía hace poco una señora.
Un esfuerzo necesario
Ahora bien: a pesar de eso, también hay que pedirles a los sacerdotes que pongan todo
su esfuerzo en el aprovechamiento de estos minutos tan importantes. Todo el mundo,
cuando habla, proyecta su propia personalidad con la propia riqueza cultural o de
sentimientos. Por eso el sacerdote prepara la homilía cuando se esfuerza por vivir en sí
mismo la riqueza del evangelio, cuando se cultiva intelectualmente con el estudio de la
Biblia y de la teología, cuando está como buen pastor cerca de los hombres, de sus
problemas, de sus penas. Cuando lee el periódico y cuando ora.
Los hombres de hoy a veces piden utopías, pura ciencia humana, distracción propia del
que tiene curiosidad y poco más. Pero también es verdad que tienen el corazón abierto
a la buena semilla.
Lenguaje y sensibilidad
Captar el lenguaje, el estilo de vida, tener sensibilidad ante los problemas, darse cuenta
de que muchas personas viven una angustia existencia¡, tienen una sensación de vacío,
buscan respuestas serias y profundas, libertad, seguridad, paz y felicidad, es un deber
del sacerdote. Un mensaje de fe y de amor, una palabra que sea verdaderamente de
Dios, salida del corazón, preparada con interés, en dos o tres horas si es necesario, con
el estudio de los textos bíblicos y la reflexión de las necesidades espirituales de los
fieles, se convierte en un mensaje aceptado, en una palabra que se escucha.
Tener sacerdotes con vida de fe profunda, con preparación intelectual, en contacto con
los hombres, con sensibilidad espiritual, es la riqueza de la Iglesia. Estos sacerdotes
dirán palabras que verdaderamente penetrarán.
¿Una nueva razón para pensar que, en nuestra vida, cuenta más lo que somos que lo
que hacemos? Sí, cuenta más. Porque nadie da lo que no tiene. Aunque también es
verdad que, por buena que sea la comida, si no hay ganas de comer...
JOSEP CAMPS
La lectura bíblica en la liturgia es algo más que una lectura. Leer, para nosotros, es
enterarse personalmente del contenido de una obra. Inconscientemente aplicamos este
concepto a la liturgia.
Toda comunicación entre hombres acarrea consigo al mismo comunicante, que a través
de las palabras se da a conocer y se hace presente como existente, como persona,
como relacionada y próxima al oyente. En la palabra que Dios dice, su comunicación
personal adquiere un grado de realidad supremo, porque él es Verbo, en Cristo, para
nosotros. El encuentro entre Dios y su pueblo es un suceso extraordinario: modifica no
sólo las relaciones mutuas sino a los mismos interlocutores. Este suceso, realizado en
la revelación periódica y progresiva de Dios a la humanidad, adquiere en la celebración
litúrgica un carácter típico y simbólico, destinado precisamente a ser objeto de
celebración. Celebramos exactamente el hecho de que Dios se ha revelado y hecho
presente al mundo, localizando esta realidad en la lectura bíblica de este momento
preciso, que para nosotros se convierte en punto de condensación de un estilo divino de
obrar (revelarse por la palabra) desarrollado a lo largo de la historia.
Celebrar este hecho es exactamente hacerlo presente para festejarlo, apreciarlo,
encuadrarlo en una fiesta que tipifique la reacción adecuada del pueblo a las
dimensiones del acontecimiento.
c) La celebración supone, por tanto, una sintonía previa: los Participantes a la fiesta
saben qué es lo que va a pasar, y precisamente para esto se reúnen. Más aún, organizan
la fiesta para que el hecho se produzca. Y la fiesta exige que lo que va a suceder sea lo
conocido, y lo esperado. La palabra no es ya anuncio sino repetición deliberada. Cuanto
más conocida más se gusta de ella, más habla al oyente.
Lo original de la Palabra de Dios es que existe por sí misma, ha sido ya dicha, flota y
subsiste, nos envuelve, es anterior a nosotros y a nuestra capacidad y deseo de oírla.
Sólo le falta ser dicha aquí, ahora y a mí. Puedo ser un especialista en exégesis o
conocer de memoria los textos; eso no impide que como hombre de fe necesite que esta
palabra, conocida, estudiada y gustada de siempre, hoy me sea dicha.
También es importante aceptar que la lectura litúrgica de la Biblia forma parte del
lenguaje estereotipado, destinado, más que a transmitir un conocimiento, a producir una
realidad (el clásico "declárase inaugurada la sesión"). Es como un poema amado que
gustamos de volver a oír, como la ejecución de una obra musical que queremos que
"suceda" de nuevo. El poema o la obra musical "existen" por sí mismos, pero no se están
produciendo en este momento. La ejecución los devolverá a la existencia real, y será la
misma pero distinta. La novedad consiste no en su contenido, sino en el hecho de que
éste reviva y esté aquí. La obra, igual a sí misma, es nueva en cada ejecución, no sólo
porque hay matices que la modifican (la dirección, los ejecutantes, el ritmo, los mismos
oyentes que han cambiado y viven situaciones nuevas a las que la obra aporta la
novedad de su viejo mensaje) sino sobre todo porque se da de nuevo ahora. La lectura
bíblica, dicha de una vez para siempre en tiempos antiguos, conocida quizás y estudiada
previamente, reaparece en el culto rebosando novedad, porque el que escucha no es
ya el que fue, y el día de hoy es original y distinto, y la misma palabra al revivir en
situaciones nuevas genera de su propio interior virtualidades inéditas.
No hay que ahorrar esfuerzo para conseguir que la palabra realmente llegue a la
asamblea y le hable. La lectura sólo llega a ser palabra cuando ha sido recibida
y opera en el oyente. Por esta razón en muchas celebraciones hubo lecturas pero
no llegó a haber Palabra de Dios.
Hay que captar la atención del auditorio. Pero esta atención no vendrá como
resultado de un despliegue de recursos pedagógicos, pues la atención que se
busca no es la psicológica sino la atención de la fe. Ésta sólo puede ser suscitada
por la misma Palabra de Dios en su función evangelizadora, es decir, cuando
previamente a la celebración ha conseguido llevar al cristiano a una penetración
profunda de las cosas, a una existencia sintonizada con la vida real y a una
asunción de su propio destino dentro de ella. Únicamente celebran la Palabra
quienes estiman que le deben la vida. Esta vida nueva, que vive sometida a la
tensión y al desgaste, está sedienta de volver a la Palabra, de revivir en ella, de
restaurarse en su fuente.
La persona del lector es de suma importancia. Él, más que leer, dice. Su función
de lector lo compromete como persona y como creyente. Debe creer lo que dice,
y, además, parecerlo. Según quién sea y qué testimonio dé en su vida, la
proclamación restringirá o enriquecerá la Palabra.
Una misma afirmación, por ejemplo, "La caridad todo lo soporta" (1 Cor 13,7), puede ser
leída por un Camilo Torres o por una buena señora que contribuye a obras benéficas:
la palabra será la misma, pero el mensaje que realmente llega a la asamblea es
completamente distinto. El compromiso cristiano del lector matiza la Palabra y ayuda a
comprenderla en profundidad.
4. SERVIDORES DE LA PALABRA.
JOSÉ ALDAZÁBAL
b) Y aquí empiezan las dificultades. Porque no siempre es fácil saber qué dice el pasaje
leído o cuál es su mensaje central. La tarea de "traducir" las categorías bíblicas a la
clave de valores entendidos y apreciados por la asamblea, es a veces muy ardua.
Las dificultades vienen de muchas partes:
por la lejanía del lenguaje bíblico: ¿dice algo la Biblia al hombre secular?, le
cuenta cosas pasadas, de otra civilización; le habla desde una cosmovisión que
hoy no se aguanta; los intereses y los problemas del cristiano de hoy parecen ir
por otros caminos...
pero es que, además, la evolución de la exégesis actual hace que sobre el sentido
concreto de muchos pasajes haya cierta confusión e incertidumbre;
crece la convicción de que los libros bíblicos, también los evangelios, están
escritos desde la fe y para la fe: o sea, con una intención teológica, catequética,
más que histórica o biográfica; y eso condiciona notablemente su exégesis: el
predicador debería indagar en cada momento la intención del autor y distinguir
su mensaje de las formas de que se ha revestido; es, en cierto modo, un continuo
trabajo de "desmitización" y traducción.
c) Para que su "servicio a la Palabra" sea eficaz, el predicador necesita conocer siempre
mejor la Biblia y estar al día en su interpretación. No basta con lo que estudió en el
Seminario. Una exégesis cuidadosa, guiada por los mejores autores, le ayudará a
descifrar los géneros literarios del pasaje bíblico y a concretar cuál es el mensaje que
Dios comunica a través de esa determinada lectura.
Las controversias y dudas de los estudiosos no tienen por qué pasar necesariamente a
la homilía. No porque el oyente no esté preparado o para no escandalizarle o porque
haya que mantenerlo ignorante de la evolución de la ciencia bíblica. Sino porque la
homilía tiene su finalidad y su razón de ser. Lo otro puede quedar para los cursillos
bíblicos, las clases y conferencias, los círculos de estudio.
A veces el estudio más detenido de la exégesis bíblica debe servir para que el predicador
sepa qué no ha de decir, en qué aspectos no debe insistir, porque no son seguros, o
porque no tienen ninguna importancia en la mente del escritor sagrado. El mensaje
básico del libro de Jonás no depende tanto de si fue un episodio histórico: hay que saber
descubrir —hay estudios muy a mano— cuál es la intención del autor, y a lo mejor esta
intención aparece más eficaz si se trata de una "parábola" que si ha pretendido un relato
histórico.
Es el primer paso serio que debe existir en cada homilía. Transmitir lo que Dios dice: no
lo que el predicador sabe decir, lo que le gusta a él, o lo que a los fieles les agrada oír.
5. EXÉGESIS Y HOMILIA
JOAN LLOPIS
Interpretación mágico-literal.
Interpretación moralista.
6. FIDELIDAD A LA PALABRA.
MANUEL RAMOS
"Así pues, debemos ser considerados como siervos de Cristo y administradores de los
misterios de Dios. Ahora bien, lo que se pide a un administrador es que sea fiel" (1 Cor.
4, 1-2).
¿Cómo conseguir ser fieles a la Palabra? No hay duda de que la primera condición,
indispensable, es que comencemos por captarla con exactitud, por comprenderla, por
hacernos cargo de ella. El servicio que Dios espera del predicador no es el de un
funcionario de correos que lleva un mensaje en sobre cerrado y lo entrega así al
destinatario. Se trata más bien de auténticos mensajeros, de "hombres—mensaje",
como aquellos intrépidos, algunos de los cuales hemos conocido, que en circunstancias
críticas han tenido que llevar un mensaje importante atravesando fronteras policialmente
custodiadas, en las que cualquier escrito corría evidente peligro de ser interceptado.
Han de ser ellos mismos los que han de repetir personalmente el mensaje cuando logren
llegar, por fin, a su destinatario. De ahí que antes de partir a semejante misión todo
esfuerzo les parezca poco para captar bien el mensaje que han de transmitir, para
comprender con la máxima exactitud posible cuál es su sustancia y cuáles los
pormenores más o menos complementarios, dónde pone el énfasis el que los envía, los
matices todos de lo que han de comunicar.
Pero se da, además, una circunstancia que complica y pone a prueba la fidelidad del
mensajero, al mismo tiempo que lo hace mucho más imprescindible. No bastará con que
sea un mensajero personal, ha de ser también intérprete. El mensaje que lleva deberá
ser traducido a la lengua del destinatario. Y le corresponde a él mismo, al mensajero,
realizar la traducción. Naturalmente, no nos referimos sólo a una traducción de orden
lingüístico; es algo mucho más complejo: es todo un entorno cultural, un medio ambiente
cada vez más alejado de aquel en que la Palabra de Dios vivió, por así decirlo, sus
primeras encarnaciones, a donde el ministro de la Palabra ha de llevarla. Todos
sabemos algo de lo extraordinariamente difícil de realizar una traducción al mismo
tiempo viva y fiel. De ahí la extraordinaria responsabilidad del ministro de la Palabra,
que ha de ser, en una pieza, "hombre—mensaje" e "intérprete". A la hora de pronunciar
su mensaje ante el destinatario deberá cuidar con esmero de que no se pierda ninguno
de los "imponderables" de la Palabra, de suerte que pueda ser reconocida como Palabra
de Dios. Cualquier palabra, en efecto, es un fenómeno complejo; no es sólo un
contenido, sino un contenido encarnado en unos determinados signos y pronunciado en
un determinado tono. Ser fiel a la palabra no es sólo ser fiel a su contenido
desencarnado, sino ser fiel al fenómeno en su integral complejidad, a los signos que
encarnan el contenido, al tono, a la forma de hablar del que envía, a su expresión única
e irrepetible. En el caso del ministerio de la Palabra el mensajero lo es de un mensaje
muy "sui generis": es un mensaje de invitación suprema de amor, que ha de estar
siempre presente, al menos como trasfondo, incluso en el caso de tener que restallar el
látigo de una denuncia profética implacable. La fidelidad a la Palabra exigirá, pues,
incluso en esos momentos, dejar constancia de ese tono cálido propio del amor, que
nunca podrá esconderse del todo si se actúa como verdadero profeta del que lo envió.
7. EL LECCIONARIO ACTUAL.
JOSÉ M. BERNAL
Nos ofrece una lectura casi completa de la Biblia, sobre todo de los libros
o pasajes más relevantes. Ningún texto importante ha quedado olvidado o
marginado.
Pero no son pocas las voces que se manifiestan en contra de este sistema. ¿Por qué
someterse a la lectura disciplinada de un autor sagrado? ¿Por qué no elegir en cada
ocasión lo que más convenga? ¿Por qué no seleccionar los diversos textos de lectura
en función de un tema previamente determinado? No debemos olvidar, a este respecto,
el interés que viene despertando desde hace unos años, sobre todo a nivel de grupos,
las llamadas misas "de tema": tendencia a construir el montaje de la celebración
eucarística a partir de ciertos motivos temáticos previamente establecidos. Eucaristía
"temática" y lectura "temática" obedecen, sin duda, a un mismo tipo de sensibilidad y de
inquietud.
En esta reflexión deseo subrayar el interés positivo que ofrece la lectura "continuada" o
"semi—continuada" de los libros sagrados. Para ser breve indicaré tres motivos:
Finalmente, tratándose de las Cartas, hay que leer los escritos de Pablo, de
Pedro, de Juan, o de los otros escritores teniendo en cuenta el contexto global de
las cartas, suscitadas casi siempre por motivaciones bien concretas: por
situaciones críticas de determinada comunidad o por problemas de doctrina
suscitados en su seno. Sólo una lectura continuada y paciente de la carta podrá
permitimos una apreciación conveniente de la misma.
e) EL LECCIONARIO DOMINICAL
La elaboración del nuevo leccionario bíblico ha sido llevada a cabo con escrupulosa
seriedad. Los criterios seguidos en la elaboración podrían reducirse a dos: por una parte,
se ha mantenido un criterio de fidelidad a la tradición litúrgica, respetando el uso de
ciertos libros sagrados y de ciertas perícopas que, desde los más antiguos leccionarios,
venían utilizándose en determinados tiempos y fiestas del año litúrgico. Por otra parte,
se ha tenido muy en cuenta la exhortación del Concilio a establecer en las celebraciones
litúrgicas "lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes, más variadas y más
apropiadas" [Sacrosanctum Concilium, 35,11.
El leccionario dominical asegura para toda la comunidad cristiana una lectura de los
pasajes más importantes, de tal manera que los fieles puedan escuchar, dentro de un
determinado espacio de tiempo, las partes más importantes del mensaje salvador.
Para ello se han tomado diversas medidas. La primera ha consistido en aumentar a tres
el número de lecturas: la primera, del Antiguo Testamento o del Nuevo, si se trata del
tiempo pascual; la segunda, de los Escritos Apostólicos; la tercera, de los Evangelios.
La introducción de una primera lectura del Antiguo Testamento ha de favorecer una
comprensión más clara del progreso y de la unidad de la Historia de la Salvación.
d) EL LECCIONARIO FERIAL
En los días ordinarios, entre semana, sólo se leen dos lecturas. La primera se toma del
Antiguo Testamento o de los Escritos Apostólicos; la segunda de los Evangelios.
Hay que distinguir, sin embargo, la sistematización de lecturas en los tiempos fuertes
(Adviento, Cuaresma y Pascua) y en el tiempo llamado "per annum".
Durante los tiempos fuertes el cielo es único; pero las lecturas se eligen teniendo en
cuenta las exigencias peculiares de cada uno de esos tiempos.
Durante el resto del año o tiempo "per annum" la primera lectura ha quedado
sistematizada según un doble ciclo, uno para los años impares (I) y otro para los pares
(II). Las perícopas evangélicas, en cambio, tomadas de los Sinópticos, se ajustan a un
ciclo único. Tanto la primera como la segunda lectura se presentan de forma continuada,
permitiendo un recorrido casi completo de los libros sagrados y ofreciendo a la asamblea
la lectura de los pasajes más significativos.
e) EL LECCIONARIO DEL SANTORAL Y DE LAS MISAS VOTIVAS
El leccionario para las fiestas de los santos es doble: uno propio, y otro común.
Respecto a las lecturas previstas para el común de los santos y para las misas votivas,
rituales o "ad diversa" sólo he de decir que ofrecen una estupenda selección de textos
distribuidos en atención a los distintos carismas que caracterizan la diversa personalidad
de los santos, o en atención a las diversas circunstancias o momentos sacramentales
de la vida cristiana. El uso de tales lecturas deberá regularse teniendo muy en cuenta
las necesidades pastorales de las diversas comunidades, y respetando siempre el
carácter preferencial de los ciclos de lectura en los tiempos fuertes. Me parece
importante volver a insistir en la necesidad de respetar el ritmo regular de la lectura
continuada o semi-continuada del cielo ferial "per annum" si se quiere conseguir un
acercamiento profundo a la palabra de Dios tal como ha sido plasmada en los libros
sagrados.
PERE TENA
Sin embargo, hay que reconocer que la experimentación está todavía en sus comienzos,
y que las posibilidades del nuevo Leccionario están lejos de poder ser consideradas
como plenamente desarrolladas. Una serie de prejuicios, en efecto, limita con facilidad
las perspectivas de los responsables de la homilía. He ahí algunos:
b) La preocupación por enlazar todas las perícopas de un domingo bajo un tema común,
cuando, en realidad, muchas veces este tema no existe; la consecuencia es,
normalmente, que la homilía se convierte en la exposición de un punto sistemático, con
citas de las lecturas.
d) El principio de tomar perícopas enteras, sin tener en cuenta el valor que pueda tener
la explicación de una simple frase; p.ej. de la respuesta del salmo, de una afirmación del
Apóstol, de una sentencia de Jesús, de un proverbio, etc... Así, también, el no advertir
suficientemente las características de una perícopa en comparación con la siguiente y
precipitar el comentario en lugar de ceñirlo, con lo cual se tiene después la impresión de
que "ya está todo dicho"; p.ej., las parábolas de Lucas sobre la oración, los textos de
Pablo a los Romanos sobre la justificación por la fe, etc.
JOSÉ ALDAZÁBAL
Este es el aspecto "profético" de la homilía: descubrir para bien de todos lo que nos dice
HOY la Palabra: cómo se aplica a nuestra vida su mensaje. La Historia de la Salvación
continúa: la Palabra salvadora de Dios, que siempre es y será Cristo, sigue interpelando
con fuerza a cada generación. Pero no es siempre evidente la dirección de este impacto:
la homilía debe ayudar a descubrirla. Ayudar a que el gozo, la esperanza y la denuncia
de la Palabra llegue a iluminar las circunstancias concretas que vivimos; que la
comunidad se mire al espejo de la Palabra y acepte el compromiso de su acogida.
"La predicación sacerdotal, que en las circunstancias actuales del mundo resulta no
raras veces dificilísima, para que mejor mueva a las almas de los oyentes, no debe
exponer la Palabra de Dios sólo de modo general y abstracto, sino aplicar a las
circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio" [Presbyt. Ord., 4].
d) Los hechos de vida que la homilía debe tener presentes, a la hora de exhortar y
edificar a la comunidad, son variadísimos: los problemas de la humanidad entera, los
intereses y las aspiraciones de nuestra generación, los acontecimientos de la Iglesia
universal y de la comunidad local, los temas candentes del propio país, la vida personal,
familiar y profesional ... ¿Puede una homilía olvidar la palpitación de la historia? Todo
ello no como tema de una conferencia o para resolver dichos problemas: sino como
realidades vivenciales que son iluminadas por la Palabra salvadora que Dios dirige a
sus creyentes.
e) Naturalmente que también la política, como realidad humana que es. Los cristianos
viven esta realidad guiados por la Palabra de Dios. No son invitados a refugiarse en una
escatología lejana, sino a comprometerse como responsables en la sociedad. La homilía
cumple el magnífico y difícil servicio de iluminar "proféticamente" sus actitudes y
actuaciones según la orientación de la Palabra. No puede renunciar a estos aspectos
más difíciles de su ministerio.
MANUEL RAMOS
Una vez logrado este contacto, deberá caer en la cuenta de las dificultades que tiene
ese destinatario concreto del mensaje, el hombre de nuestros días, inmerso en nuestra
sociedad, primero para entender el mensaje pero, además, para aceptarlo como
mensaje de Salvación. En el modo concreto de proponer la Palabra el ministro deberá
ser consciente de una serie de dificultades para la inteligencia misma del mensaje,
provenientes de mil factores, de la falta, quizá, de suficiente formación religiosa del
destinatario, de los prejuicios acumulados, de la propaganda adversa... y deberá caer
en la cuenta, igualmente, de otra serie de dificultades para la aceptación de la Palabra,
provenientes algunas de sus propias debilidades y pasiones, pero otras de nuestras
debilidades e inconsecuencias, de nuestra incorrecta presentación, tal vez fría e
inmisericorde, del mensaje transformador que portamos. Habrá que devolver al hombre
que nos escucha, en no pocas ocasiones, la confianza en nuestro respeto a su dignidad
personal y a su libertad.
De esta forma, sin prisas y sin pausas, con infinita paciencia, con delicadeza, "como una
madre cuida de sus hijos" (1 Tes 2,7), el ministro de la Palabra cumplirá con el deber
supremo de fidelidad para con aquellos a quienes ha sido enviado.
ROBERTO COLL-VINENT
Mi opinión como seglar sobre la predicación sagrada, debo confesarlo, es poco positiva.
Las homilías de hoy son tributarias, todavía, de un modo de decir mas o menos
anacrónico que ha dejado fuertes residuos incluso en personas jóvenes o que creen
serlo. Y cuando en un intento meritorio de aproximación a la realidad y a las necesidades
de hoy se quiere huir de una oratoria desfasada de nuestro tiempo, no se consigue, en
general, la comunicación humana, deseada con más buena fe que acierto.
Es fácil que en estas afirmaciones iniciales se produzca un acuerdo si se examina el
hecho con honestidad y con desapasionamiento. Es menos fácil, en cambio, coincidir
en las causas y en las soluciones. Las consideraciones que siguen quieren ser un intento
de analizar con alguna profundidad esa situación incómoda para todos y de cuya
incomodidad creo que existe una conciencia bastante clara.
a) Lo más elemental que puede decirse, en primer lugar, es que ningún tipo de
comunicación colectiva —y la homilética menos que ninguna— debiera servir nunca
para desahogos personales aun los más legítimos y que no tienen nada que ver con las
necesidades y las aspiraciones de los que van a escuchar. Y con más razón debe
decirse que resulta incomunicativo y frustrante el propósito de lucimiento que aún puede
detectarse en algunas homilías solemnes y retóricas, un lucimiento cada día más difícil,
dicho sea de paso, cuando el público es cada vez más exigente y más crítico. Y mucho
menos sensible, por tanto, a unos adornos que no son necesarios, en absoluto, para
hacerse escuchar. En un proceso de comunicación colectiva que quiera ser eficaz es
rechazable cualquier protagonismo personal que desplace a un segundo plano la
preferencia que en cualquier caso merecen los destinatarios del mensaje, los únicos que
pueden legitimarlo del todo en virtud de una atención voluntariamente prestada.
Con propósitos puramente indicativos y para concretar un poco más, yo señalaría dentro
de un abanico sin duda más extenso los siguientes grupos de oyentes cuya existencia
sería útil tener en cuenta:
El grupo de gentes que pueden no tener fe o tenerla muy débil y van a la Iglesia
o a las asambleas que la Iglesia convoca en busca de esa fe que desean
recuperar o reforzar. La homilía que demanda un grupo así ha de ser densa en
contenido, ha de poder satisfacer el interés expectante de los que están prestos
a oírla y ha de instruirles, con información y con argumentos claros y sencillos,
respecto a aquello que motiva su presencia física en el templo.
El grupo de los escépticos o poco convencidos que acuden a la Iglesia con una
actitud crítica o acaso polémica y que fácilmente pueden sentirse molestos frente
a quien muestre una seguridad que ellos no tienen o no entienden. Hay que
contar con una buena dosis de agresividad en tales casos, por más que sea una
agresividad encubierta y fácilmente disimulable. Y la respuesta ha de estar
impregnada de modestia y de sencillez, también de dulzura en el tono y en la
actitud.
En todo lo que llevo dicho va implicada una cuestión de actitud más que una cuestión
de técnica y de estilo, aunque el estilo y la técnica ocupen también un puesto importante
a la hora de conseguir una comunicación eficaz y aunque estas tres exigencias -actitud,
técnica y estilo- converjan hacia una misma dirección a la hora de buscar soluciones al
problema de la homilética hoy.
Soportar, sin angustia, la interpelación del signo que sea, saber escuchar con
tranquilidad y con sosiego, admitir de buen grado y con plena paz de espíritu las más
diversas opiniones aun las que se oponen diametralmente a aquella con la que uno se
siente encariñado sería no sólo muestra de madurez afectiva, indispensable para la
buena comunicación, sino una garantía para la misma comunicación. El sacerdote ha
ocupado durante mucho tiempo entre nosotros un puesto relevante que ahora y en el
futuro ya no va a serle reservado si no tiene méritos propios, ajenos a su condición de
tal sacerdote. No va a ser escuchado si no se gana a pulso la atención, y su palabra
será una palabra cualificada sólo cuando aparezca como tal a los ojos críticos de
aquellos que le obsequien con el regalo de su atención.
Las cuestiones puramente técnicas, muy importantes todas ellas e imposibles de ser
siquiera enumeradas en un tan breve trabajo, palidecen en importancia al lado de
aquellas otras que afectan al tono, a la actitud interna y a la disponibilidad del que habla
a un público heterogéneo y plural cada día menos dispuesto a ceder gratuitamente el
don libérrimo de la atención. Cualquier tipo de público aun el más profano y el menos
culto percibe, por vía cuasi magnética, esa disponibilidad y esa actitud interior del que
les habla y que excluyen frontalmente un intelectualismo pedante o el gesto de
superioridad ofensivo y por esta misma razón, incomunicativo.
Cada día más el hablar a otros aunque sean muchos y aunque se trate de asambleas
numerosas como lo son algunas celebraciones eucarísticas se debe parecer al lenguaje
convencional; y el tono del que habla en público no tiene por qué diferir del tono como
se hace en privado, mano a mano, como no sea en la relativa necesidad de levantar un
poco más la voz. El orador debe ser capaz, sin necesidad de un esfuerzo especial, de
percibir la respuesta que obtiene su mensaje y de sentir esa especie de "feedback" en
su propio mundo afectivo; y corregir a puntería sobre la marcha cuando experimenta
dentro de sí, que sus palabras no encuentran en sus destinatarios el eco que él
esperaba. Si se es insensible a este fenómeno, es que se habla para uno mismo y se
está como aislado del público indiferente, que soporta con paciencia, cada vez más
limitada, una tal situación. Y si esto ocurre de un modo habitual, uno debe concluir, por
más ingrato que ello resulte, que él no sirve para ningún género de comunicación.
JOAQUIM GOMIS
Apreciado señor: usted se fue clamando que no venía a misa para oír hablar de política.
Se fue y no sé quién es: la carta no se la podré enviar. Pero me hubiera gustado hablar
un poco sobre todo eso.
No sobre el caso concreto que provocó su enfado. Creo que lo que se pretendía decir
era simplemente que la Navidad debe vivirse en la realidad de nuestra vida sin esconder
nuestra pobreza en paz, en amor, en justicia... Precisamente para celebrar la auténtica
Navidad, que es don de Dios. El problema es que entre los hechos de falta de paz, de
amor, de justicia... había hechos económicos, sociales, políticos. Como había también
personales, familiares, etc. ¿Podemos los cristianos prescindir de estos hechos? Una
señora que, como usted, también se ha marchado, decía que "esto ya lo sé por el
periódico". Creo que era un ilustre teólogo -Karl Barth- quien decía que la homilía debía
prepararse con la Biblia y los periódicos.
Estos son los dos peligros extremos: traicionar la Palabra de Dios aprovechándola para
propagar nuestras personales opiniones o traicionarla dejándola en la vaguedad de lo
que no dice nada a la vida concreta. Entre ambos extremos, el camino justo es difícil.
Usted piensa que muchos curas pecamos por "hacer política, ' en los sermones. Otros
piensan que pecamos por hablar demasiado aéreamente, sin comprometerse en la
realidad concreta de nuestro mundo.
la finalidad de este hablar concreto (con una concreción que tiene dos vertientes:
concretar lo que dice la Palabra de Dios, concretar su repercusión en nuestra
vida) debería ser siempre la de iluminar el camino cristiano. Es decir, la homilía
es un servicio a la fe, esperanza y amor de los cristianos. Si no hay este servicio,
la homilía queda convertida en otra cosa. Quizá muy respetable, pero fuera de
lugar en la eucaristía;
la realidad en la que vive el cristiano —como hombre que es— es una realidad
política, económica, social. Tampoco vale olvidarlo o reducir la importancia de
este factor. Realidad humana que implica unas influencias en el comportamiento
cristiano y pide unas actitudes. La frontera entre fe—esperanza—amor y
humanidad no es clara. Aunque sean niveles distintos, no son independientes.
Como sucede en el Antiguo Testamento, como sucede en el Nuevo, también
ahora la Palabra de Dios tiene una inevitable incidencia concreta'. El principio "en
la homilía no debe hablarse de política" es falso, como lo sería decir que no debe
hablarse del trabajo, de la familia, etc.;
pero la homilía no puede pretender una eficacia política. De ninguna política. Es
preciso constatar que en una situación en la que los canales de expresión política
eran precarios, la tentación de utilizar la homilía era fácil. Pero creo que es una
tentación fatal: para la Iglesia y para la política. Cada nivel de vida humana debe
buscar sus caminos de eficacia. Y utilizar los que no son los propios, conduce a
no buscar los realmente eficaces y a estropear los que tienen otra finalidad;
EPISCOPADO ESPAÑOL
Pero tengan todos presente que el silencio por falsa prudencia, por comodidad o por
miedo a posibles reacciones adversas, nos convertiría en cómplices de los pecados
ajenos, seríamos pastores infieles a la misión que Cristo nos encomendó con perjuicio
para los más débiles y oprimidos y en definitiva cedería en desprestigio de nuestras
comunidades cristianas al mostrarlas incapaces de oír la palabra salvadora que a todos
nos invita a la penitencia y a la conversión. Cuando los pastores nos vemos obligados a
señalar abusos o deficiencias graves de la comunidad en materia social o política, lejos
de minar la estabilidad de la ciudad terrena, contribuiremos a su perfeccionamiento y
consolidación. La denuncia de los pecados sociales, hecha con espíritu evangélico, con
sana independencia y con verdad, contribuye a liberar a la sociedad de todas aquellas
lacras que la envilecen y corroen en sus más sólidos fundamentos.
JOSÉ ALDAZÁBAL
Además de servir de lazo de unión entre la Palabra y la vida, la homilía cumple otra
función dentro de la celebración litúrgica: la "mistagógica", o sea, la de conducir a la
comunidad, desde la Palabra escuchada y acogida, al Sacramento como signo de la fe,
como cumplimiento hoy y aquí, entre nosotros, de esa Palabra eterna y eficaz. Es el
paso de la Palabra al Rito.
Debe ser precisamente la homilía la que ayude a que toda la celebración tenga una
dinámica unitaria y progresiva, a partir de la Palabra, pero englobando a la asamblea y
su vida, en el tiempo o fiesta que se celebra, y en la celebración sacramental concreta
que tiene lugar.
15. LA HOMILIA, ELEMENTO INTEGRADOR.
JOAN LLOPIS
La homilía es el elemento integrante de una serie de elementos que, sin ella, correrían
el riesgo de la dispersión e incluso de la desintegración.
En primer lugar, la homilía es como el quicio de las dos partes integrantes de toda
celebración litúrgica: la Palabra y el Rito. Pero no sólo como un elemento unificador de
tipo objetivo, sino profundamente vinculado con los miembros de la asamblea, que son
en definitiva los que escuchan la Palabra y los que celebran el Rito.
En segundo lugar, la homilía reúne las principales características de los demás géneros
de predicación existentes en la Iglesia. Aunque en su más íntima esencia sea una
exhortación a actualizar la Palabra a través de la celebración y de la vida, la homilía
debe conservar el poder interpelante del anuncio misionero y la riqueza doctrinal de la
exposición catequética. No sólo exhorta, sino que anuncia y enseña y,
finalmente, conduce al corazón del misterio.
b) Creo que el problema más acuciante es el de lograr que la homilía cumpla de veras
ese papel integrador en todos los niveles señalados.
En el segundo nivel, es muy difícil guardar el equilibrio exacto entre las diversas
potencialidades de la homilía. Si sólo exhortamos, nuestra palabra parece perder fuerza
y vigor. Si nos dedicamos a enseñar, fácilmente caemos en el intelectualismo. Si
únicamente gritamos el anuncio de la Buena Nueva, nos volvemos monótonos y
reiterativos. Se nos exige un esfuerzo de imaginación para que nuestras homilías, sin
perder su esencial condición de predicación litúrgica, no pierdan absolutamente nada de
su fuerza evangelizadora y catequética.
El último nivel es el que, a mi entender, presenta un panorama más Pobre. En general,
no hemos hallado el modo de hacer participar a los fieles
en el comentario homilético, y nos es muy difícil encontrar el puesto exacto que nos
corresponde como responsables de la distribución del pan de la Palabra sin ser por ello
sus acaparadores.
a) En el púlpito.
b) En la mesa de estudio.
El sacerdote debe estudiar esa Palabra que predica. Se trata de conocer a fondo la
Verdad. Es el libro en el que la Iglesia ha aprendido la Verdad desde hace veinte siglos.
Es el libro que ha consolado y conducido a Dios a millones de hombres. El sacerdote
estudia la Biblia como representante de la comunidad. Para que sepa predicarla siempre
mejor. Para que sepa orar con ella siempre mejor.
Debe conocerla a fondo. Y así predicarla a los demás. No está la cosa en contar cosas
sensacionales. Ni lo que se le ocurre a él. La palabra decisiva es siempre la de Dios.
El ministro debe orar más que los otros miembros de la comunidad. Debe fundamentar
su propia fe en Dios y en su palabra. Esto es lo único que le ayudará a tener tierra firme
bajo sus pies.
El sacerdote debe meditar cada día la Escritura. Para que nada ni nadie le arrebaten su
fe del corazón. Antes de encontrarse con los hombres, debe encontrarse con Cristo.
Antes de tomar sus propias decisiones, debe ponerse a la luz de las decisiones de Dios.
Esa preparación sigue en el estudio del texto: ¿qué dice este pasaje? ¿qué me dice
Dios? ¿qué nos dice en nuestras circunstancias actuales? Sólo así puede disponerse el
sacerdote a ser el servidor y testigo de esa Palabra para con los demás. Servidor f ¡el y
obediente.
D. EL ARTE PASTORAL DE LA HOMILÍA.
LUIS MALDONADO
Barth decía que preparaba sus homilías leyendo la Biblia y el periódico. Venzamos
nuestros escrúpulos y hablemos con naturalidad de lo que habla la prensa, la TV, de lo
que habla la gente cuando se refieren no a lo trivial sino a lo grave, lo rico y fértil de la
existencia.
4. La homilía no trata sólo de Dios sino del hombre. Trata de Dios pero en relación con
el hombre, el mundo y el tiempo. Pero el hombre es inseparable de su contexto
mundano—temporal (el que de hecho es, no el que quisiéramos que fuese). Es en medio
de las realidades humanas, visibles, sociales, en los hechos, que se juega el destino del
Reino. Olvidarnos estas realidades en la sacristía es desencarnar la Palabra, que es
Palabra para nosotros precisamente gracias a su encarnación.
6. Por tanto, la homilía no está para dar respuestas a nuestros problemas, como a
menudo se dice. Sería caer de nuevo en el moralismo, en el recetario. La Palabra de
Dios está más para plantearnos preguntas que para resolver nuestros peculiares
problemas. Lo que hace es cuestionar nuestra vida. El que predica debe contar lo que
ha visto y oído, lo que le anuncia la Palabra de la Escritura y de la vida acogida con fe.
¿Soluciona esto algún problema? Sí, en cuanto ilumina toda la existencia con un
horizonte de alegría y esperanza. No, en cuanto que no da soluciones concretas para el
actuar en cada acción.
Pero el vehículo de este nivel profundo es el símbolo. Sólo las imágenes simbólicas
llegan a las zonas más profundas del hombre. Si nuestro lenguaje es abstracto,
funcional... nos quedaremos muy en la superficie. Sólo el lenguaje que se apoye en
imágenes sugerentes creará la atmósfera que permita el diálogo profundo que es la
homilía.
9. En la línea de este diálogo profundo, hay que afirmar que la homilía no puede decirlo
todo, antes bien debe sugerir para que el oyente, al menos en su interior, pueda hacer,
decir algo... Es éste uno de los más sutiles engaños del que predica: ignorar que quien
debe hablar ante todo es el que escucha la homilía (hablar con Dios). La tarea del
predicador es suscitar el diálogo, decir la primera palabra. Si el que predica lo dice todo,
lo responde todo, lo siente todo... el oyente es anulado. Esto se concreta de tres
maneras: siendo breve (unos siete minutos me parece la medida ideal); empleando con
frecuencia la interrogación; respetando los silencios dentro de la homilía y al final.
11. La homilía no es una pieza autónoma. Es una fase de toda una acción. La acción
sacramental. Muchas veces damos la impresión de aprovechar la misa para colocar
nuestro sermón. Es preciso mostrar que el acto sacramental no es sino la realización
plena y definitiva de lo que se anuncia en la homilía. Es "el paso al rito" que debe incluir
toda homilía, pero no sólo como un paso final, sino más como una inserción de toda la
homilía en la unidad de la celebración.
JOAQUIM GOMIS
El problema, como se ve, es grave. Un servidor cumplía con una misión que creía que
su trabajo habitual en un Centro de pastoral litúrgica le impulsaba a realizar: ponerse en
el lugar del usuario. Pero, ¿y los usuarios de toda la vida? La situación es grave para
muchos cristianos que deben hallarse —me imagino— en esta situación habitual de
carencia de Palabra de Dios.
Estos últimos años se ha hablado con frecuencia del "exceso de palabra" —e incluso
"de Palabra"— en la reforma litúrgica.
¿Causas? Después de estos tres meses de oír predicaciones pienso que dos son las
fundamentales.
d) ¿SIN AMOR?
Terminemos. Pero antes quisiera aún decir algo que resume todo lo dicho y
probablemente va más allá. Quisiera decirlo basándome en mi experiencia de estos tres
meses de ir a misa pero sabiendo que uno —Como predicador— está incluido en ello.
Más de una vez me he sentido impulsado a levantarme e irme. Una vez lo hice. No por
disconformidad con lo que se decía sino por disconformidad con el modo de decirlo:
porque se decía —objetivamente, subjetivamente nadie puede juzgar— sin amor. Se
pretendía convencernos de esto o aquello, no de darnos la mano para ayudarnos a vivir
el Evangelio. Muy posiblemente el mismo sacerdote, en un pequeño grupo o mano a
mano, habría hablado muy de otro modo. De algunos que oí creo, porque les conozco,
que no les falta en absoluto amor cristiano por sus fieles. Pero a la hora de predicar la
homilía en la misa de doce o de una, no sé por qué extraña razón, parecían olvidar
aquellas palabras con que antes —y aún ahora en ocasiones— se empezaban las
predicaciones; "Queridos hermanos". Y, ciertamente, ir a una celebración eucarística y
no sentirse querido —sino solamente reñido— por quien la preside, es bastante triste.
JOSEP URDEIX
Esta forma de homilía no está prevista en la "Ordenación general del misal romano". Al
ocuparse de esta parte de la celebración, da buena nota de quién debe pronunciar la
homilía: el presidente de la celebración —sea obispo o presbítero— en los casos
habituales, alguno de los concelebrantes, en caso de concelebración, o también el
diácono cuando las circunstancias puedan requerirlo (cfr. nn. 11, 42, 61 y 165). Queda
patente, pues, según esta orientación, que la homilía forma parte de la acción y
ministerio presidenciales. Pero en el Directorio para las Misas con niños (1973) ya se
dice (en el n.48) que la homilía puede realizarse en diálogo. Y, además, es una realidad
presente en la Iglesia la proliferación de este género homilético. Por eso no podemos
negarle aquí nuestra, atención.
Supongamos que hayan sido estas motivaciones (un mayor deseo de expresión
fraternal, el cuestionamiento sobre a quién corresponde el ministerio homilético, un
mayor deseo de participación) las que hayan hecho aparecer este tipo de diálogos
"homiléticos". Si las motivaciones no son éstas en su totalidad, creo que para un
comentario sobre este hecho son suficientemente esclarecedoras para situar la
cuestión. Cuestión que, por otro lado, pienso que debe situarse teniendo muy presente
el entorno en el que el hecho se ha producido. De otro modo podría distorsionarse su
juicio o bien plantearse a través de un punto de partida que, por más que pareciera
metódico, podría resultar irreal.
b) El punto de partida irreal para formarse una opinión justa de la "homilía dialogada"
sería el de establecer una comparación totalmente unívoca con la homilía cuya
naturaleza y concreción nos viene dada, al mismo tiempo que su valoración y
potenciación, por la actual documentación litúrgica. Esto podría llevar a una equívoca
situación de conflicto, por lo que apuntábamos anteriormente, dado el carácter de
entronque con el ministerio presidencial que conlleva la homilía en su expresión plena.
Por ello, y con mayor adecuación a la misma realidad, debemos tomar otros módulos
como fuente de valoración.
En primer lugar, la misma documentación litúrgica nos da una pauta para la precisa
situación de la homilía. Si se subraya que su presencia no debería faltar en ninguna
celebración dominical o en momentos en que se encuentra reunido la mayoría del
pueblo fiel y se aconseja, simplemente, para las celebraciones feriales de determinados
tiempos litúrgicos, nos damos cuenta que la misma documentación prevé un cierto
campo de libertad en cuanto a la homilía se refiere (cfr. Constitución de Liturgia, nn. 52
y 78; Ordenación general del misal romano, nn. 42 y 338). Podríamos decir que su
presencia se reclama como necesaria en aquellas celebraciones que ofrecen un
carácter paradigmático del ritmo de celebraciones cristianas y de su singular expresión
eclesial. En ellas, la homilía asume su pleno carácter "ritual", con las connotaciones
tipificadas de incidencia eclesial, que definen tanto su naturaleza como su situación y
realización en el marco de una acción litúrgica. Fuera de estos casos su presencia ya
no viene exigida por el mismo desarrollo de los elementos que "estrictamente"
configuran una celebración, y ésta misma tiende más, entonces, a adecuarse a las
exigencias que provienen de cada grupo de fieles que se encuentre congregado en
asamblea.
En segundo lugar, por tanto y como consecuencia de esto mismo, si recordamos que
la "homilía dialogada" ha nacido en el seno de los "pequeños grupos" celebrantes,
encontraremos la clave del sentido que este tipo de homilía puede haber ido tomando.
En estos grupos es muy fuerte la necesidad de comunicación que debe establecerse
entre todos sus miembros y la puesta en común de sus vivencias de fe. Son, de hecho,
características que configuran estos grupos. Por ello no es de extrañar que en los
mismos se buscara la manera, a veces más conscientemente que otras, de integrar esta
situación en el interior mismo de la celebración de la eucaristía que se conjuga con su
ritmo de encuentros y de vida. De esta manera puede haber nacido la expresión de un
diálogo fraternal, entre vivencial, exhortativo y de actualización de la Palabra de Dios,
situado, porque todas las circunstancias se prestaban a ello, en el mismo lugar de la
celebración en el que debe situarse la homilía en aquellos casos en que ella no puede
dejar de tener lugar.
c) Vistas así las cosas, y sin pretender zafarse de la cuestión a través de un camino
sutilmente irenista, puede concluirse que la "homilia- y la "homilía dialogada" vienen a
cubrir dos funciones distintas dentro de dos momentos de celebración auténticamente
diferenciados. Así puede entenderse que en modo alguno se entra, pues, en una
situación de conflicto entre ellas o de enfrentamiento contestatario, antes bien, puede
conseguirse, gracias a esta visión, el desvanecimiento del posible malentendido que
puede haberse dado.
Dejando aparte, pues, estos últimos casos y ciñéndonos a los antes señalados, nos
darnos cuenta de cómo no es necesario entrar en el debate acerca de las características
que debe entrañar la "homilía dialogada" para que sea verdaderamente una homilía,
puesto que en realidad no lo es. El margen de su libertad de expresión no debemos
buscarlo, pues, por este camino, sino por el de la simple convivencialidad cristiana.
JOSÉ ALDAZÁBAL
Mientras que otros valores se captan más o menos fácilmente y pertenecen al mundo
de valores de nuestra espiritualidad actual: el amor a la vida, la solidaridad humana, el
ansia de paz y justicia, la exaltación de la libertad, la confianza en los valores del hombre,
el Dios personal y cercano, el servicio a los demás como lema de vida…
Cuando Pablo predicó en el Areópago, partió de los valores que entendían los
atenienses. Cuando Cristo comunicó su mensaje salvador, usó las categorías de su
pueblo, sin empobrecer por eso lo más mínimo la riqueza y la fuerza de la Palabra.
b) No hace falta decir que determinados estilos y modos de hablar debilitan el mensaje,
lo oscurecen, lo hacen más lejano, en vez de acercarlo a la comunidad. El estilo
excesivamente teológico; el tono moralizante o encomiástico; los adjetivos que,
acumulados, quitan fuerza en vez de añadirla; expresiones que, de puro repetidas, ya
han perdido fuerza comunicativa ("Dios Nuestro Señor", "la santa Madre Iglesia", "la
sagrada liturgia", "la comunión de los santos", "la gracia santificante"…). A Cristo se le
puede presentar como Señor, Rey, Dominador, Pantocrátor, el Todo Santo… o bien
como el Hermano, el Siervo que se entrega por los demás, el Hombre solidario de todo
lo humano, el Hijo que nos ha revelado cómo es el Padre… Es muy diferente la figura
de la Virgen de Nazaret si se habla de ella como Reina de los ángeles y arcángeles,
Reina de cielos y tierra, Rosa mística, o si se la presenta (como hace Pablo VI en su
"Marialis Cultus") como la primera cristiana, hermana nuestra, Virgen creyente, Virgen
oyente, Mujer que ha experimentado el dolor humano, Madre de la comunidad eclesial…
c) Por otra parte, un lenguaje accesible no significa un lenguaje trivial y vulgar. En todo
momento, aunque sea un lenguaje vivo y concreto, como servicio a la Palabra y a la
comunidad, debe ser digno. Familiar, pero equilibrado. Evitando por una parte la altura
exagerada y por otra la excesiva familiaridad. No un lenguaje alejado de la vida. Pero
tampoco excesivamente anecdótico.
El esfuerzo por adaptar el lenguaje no debe significar "rebajarlo". Aunque la gente sea
sencilla, no quiere necesariamente que se le hable sencillamente, si eso va a significar
hablarle infantilmente. Ellos tal vez no saben "hablar teológicamente", pero sí saben "oír
teológicamente". Y se dan cuenta muchas veces de si lo que les damos es auténtico, si
responde a las motivaciones y a los valores del cristianismo, o bien es puro argot o
capricho nuestro.
Nunca empieces por el principio, sino tres millas atrás. Algo así: Señoras y señores,
antes de entrar en materia, permítanme que brevemente…
Así habrás conseguido ya todo lo que se puede pedir de un buen comienzo: un saludo,
un inicio desde lejos, el anuncio de lo que piensas tratar y la palabrita "brevemente". En
un santiamén te has ganado los corazones y los oídos de los presentes. Porque lo que
están esperando es precisamente eso: que les expliques, a ser posible con mucho
detalle, lo que vas a decir, lo que estás diciendo y lo que has dicho ya.
Empieza siempre desde los antiguos romanos y a ser posible antes de Cristo. No te
olvides de dar el transfondo histórico de todo lo que dices. Eso no sólo es típico alemán.
Eso lo hacen todos los hombres instruídos que llevan gafas. Tienes razón tú: las cosas
no se entienden si no se explican todos sus antecedentes. La gente no ha venido a tu
discurso a oír cosas vivas, palpitantes, sino lo que se encuentra en los libros sabios.
Muy bien. Dales siempre historia, que eso es bueno.
No te preocupes de si las ondas que de ti parten hacia el público vuelven a ti o no. Eso
son tonterías. Tú habla sin preocuparte del efecto que produces, o del público, o del
ambiente de la sala. Tú, habla, habla. Dios te lo premiará.
Dilo todo con oraciones subordinadas. Nunca digas: los impuestos son muy elevados.
Eso es demasiado sencillo. Di: quisiera todavía añadir a lo dicho, brevemente, que a mí
los impuestos me parecen… Así se hace ahora.
Un discurso es, como no, un monólogo. No hagas caso de los que dicen que un discurso
tiene mucho de diálogo o que se parece a una pieza sinfónica. No hagas caso. Sigue
hablando, leyendo, amenazando, contando.
Anuncia con mucha anticipación el final del discurso, de modo que los oyentes no
tengan luego un ataque al corazón por la alegría. Uno empezó su discurso con estas
palabras: "para concluir, quisiera decirles esto". Tú anuncia el final y luego empieza de
nuevo desde el principio y habla todavía media hora. Esto lo puedes repetir varias veces.
No hables nunca menos de hora y media. De lo contrario no vale la pena empezar.
Cuando uno habla, los demás deben escuchar. Esa es tu gran ocasión. No la
desperdicies.
21. ACUPUNTURA HOMILETICA.
LA HOMILÍA
—El que habla en público está expuesto a la contradicción. A veces los que
contradicen son los oyentes. A veces, el Espíritu Santo.
—Algunos dicen que la predicación es el opio del pueblo, como la religión. Pero
es un opio que no crea adictos.
—Ya las antiguas teorías sobre la predicación decían que de un sermón se puede
salir caliente, frío o tibio.
—Es mucho más fácil criticar un sermón que hacer un buen sermón.
LA PREPARACIÓN DE LA HOMILÍA
—Si el predicador no toma en serio la homilía, los oyentes suelen hacer lo mismo.
—Los sermones preparados con subsidios de ayer tienen fácil arreglo. Se pone
la palabra "hoy" y ya está.
—El que posee dos carreras y dos títulos, no necesariamente está por eso
doblemente formado.
—Pero el que por seguridad siempre dice lo mismo, corre el peligro de alimentar
a sus oyentes con conservas.
—El que quiere siempre todo o nada, suele conseguir poco. Hay que contentarse
con algo, y a menudo, con poco.
—Algunos evitan los sermones porque no dicen nada. Otros, porque dicen
demasiado.
—El que quiere permanecer como es, quiere que también la teología y la homilía
permanezcan como son. Así puede estar más seguro.
LA HOMILÍA Y EL TEXTO BÍBLICO
—La elección del texto suele depender del tema que el predicador quiere explicar.
Y el texto no suele influir gran cosa en la homilía.
—El que tiene interés en hablar de un tema, medita tanto que al final el texto se
adapta al tema.
—Sobre el mismo texto se oyen sermones tan distintos, que parecen sobre textos
distintos.
—A veces se empieza soñando con las fuentes del Jordán y al final se va a parar
al Mar Muerto.
—El que predica contra un texto suele tener en la cabeza otro texto. Sería mejor
que comentara éste otro.
—El que no toma en serio el texto evangélico, tampoco toma en serio a sus
oyentes.
—A veces la Biblia habla mucho más claro que los predicadores que quieren
explicarla.
—Lo que el texto quiere decir y lo que el predicador quiere decir no siempre
coinciden.
—La exégesis vale para todo. Se puede meter en el texto lo que luego se quiere
sacar de él.
—Dijo el predicador: "lo que yo os digo no vale nada; lo que os dice el evangelio
lo es todo"; pero si eso lo afirman sus oyentes, no le hace ninguna gracia.
EL MODO DE PREDICAR
—La crítica contra la homilética ha producido muchas teorías, pero no una mejor
predicación.
—Ya Lucas habló de las dos al hablar de las dos hermanas de Betania: el que
predica, a pesar de todo, es como María; el que se afana por teorías y críticas,
es como Marta; y María escogió la mejor parte.
—No por llamar "perícopa" al pasaje en cuestión, se hace uno entender mejor.
—La ironía es mala compañera de la homilía. Só1o vale cuando se hace con
amor y cuando la ironía es irénica.
—Si se tarda mucho en los prolegómenos del sermón, se cansan los oyentes
antes de llegar a la sustancia.
0 EPISCOPADO U.S.A.
Dadas las quejas sobre la pobre calidad de las homilías, y que en varios Seminarios se
ha suprimido la enseñanza de la homilética, la Comisión publica este documento, con la
esperanza de que esta asignatura reciba prioridad de ahora en adelante
Reconociendo:
El "curriculum" debe asegurar también que cada uno de los futuros sacerdotes
adquiera una competencia profesional en aquellas áreas de comunicación que
forman parte de la expresión pública de la palabra hablada. Hay que cuidar el
desarrollo del instrumento total que es la persona misma del comunicador: el
cuerpo, la voz, el corazón y la mente; ya que la comunicación requiere siempre
que se empeñe activamente toda la persona en el momento mismo de la
comunicación.
Deberían incluirse en el "curriculum", donde sean necesarios para asegurar esta competencia,
cursos sobre el arte físico y vocal de leer y hablar en público.
Dado que "en la liturgia se manifiesta la santificación del hombre por signos
sensibles" es particularmente importante que haya un curso que se concentre
en los medios de comunicar las ideas por la palabra y los símbolos, de modo que
se apele, a través de la imaginación, al corazón del creyente.
Todo lo dicho aquí puede aplicarse, con las debidas diferencias, a la formación de los
diáconos permanentes y de los lectores.
JOSE ALDAZABAL
Hace tiempo leí un artículo de un laico que se titulaba más o menos: "¿Desde dónde
nos hablas?". Era una interpelación al sacerdote predicador. Y no se refería
precisamente a si les dirigía la palabra desde el púlpito o desde la sede, sino a la actitud
personal que adoptaba al hablarles: ¿nos hablas desde la Palabra de Dios o desde la
tuya? ¿a quién pretendes ser fiel, a Dios o a ti mismo? ¿qué buscas, agradar, decir lo
que nos gusta, o al revés, contradecir y acusar?
Creo que es importante el talante espiritual del predicador. Es una postura hecha de
simpatía o antipatía, de intercomunicación misteriosa, o de matices muy sutiles que
capta la asamblea oyente con más claridad que el mismo sacerdote que predica.
La homilía se tiene que distinguir por su tono familiar. No es una conferencia, ni una
clase magisterial. No es tampoco un discurso de propaganda ni una predicación a
paganos que no creen. Es una exhortación de hermano a hermanos, sobre la Palabra
que todos han escuchado.
El sacerdote es el primero que se hace discípulo de Dios y escucha con atención lo que
la Palabra ha dicho. Como decía S. Agustín, "in schola Christi omnes condiscipuli
sumus". Aunque es un ministro ordenado en la comunidad, no por eso lo sabe todo, ni
ha terminado de aprender, ni tiene revelaciones privadas.
Su actitud, antes de predicar, no debe ser ¿qué les digo hoy?, sino más bien: ¿qué nos
dice la Palabra hoy?
Debe aparecer claramente, en el tono de la predicación, que el que realiza la homilía no
es dueño de la Palabra. ni dueño de la asamblea. Aunque en este momento tenga el
micrófono en la mano. Sino servidor tanto de la Palabra como de la asamblea. Que él
es el primero que escucha a la Palabra y escucha también a la comunidad.
Su tono no debe ser dominador ("yo, ministro del Dios altísimo..."), sino el de uno que,
como los apóstoles, ha entendido que su misión en la Iglesia es la de "servidor de la
Palabra" (Ac 6).
Pero el sacerdote debe superar la tentación del desánimo o del miedo. Y predicar con
simpatía, con alegría interior, con la convicción de que es un servicio que vale la pena.
Él está encargado de ayudar a que todos entiendan y gusten la Buena Noticia para que
suceda ese encuentro salvador entre la Palabra de Dios, viva y comunicadora, y la fe de
cada uno de los presentes.
Todos los profetas han tenido miedo ante su misión, ya desde Moisés o Jeremías. Pero,
como Pablo, el sacerdote debe ser fiel a su ministerio: "ay de mí, si no evangelizare". Y
a la vez, hacerlo con ilusión: "qué hermosos son, sobre los montes, los pies del heraldo
que anuncia la paz y trae la buena noticia" (Isaías 52).
Predicar con alegría significa: no reñir, no tomar la palabra siempre para acusar o exigir.
Cuando la Palabra juzga o condena, el sacerdote debe transmitir esta condena,
incluyéndose siempre entre los afectados por ella. Pero a lo largo del año es mucho más
abundante la carga de consuelo y de noticia salvadora la que la Palabra nos comunica.
Y el sacerdote se goza de ser el instrumento de la misma. Y se le debe notar que él es
el primer convencido de la Buena Noticia.
Es algo serio lo que está en juego: el que la comunidad cristiana escuche, entienda y
haga suya la Palabra salvadora de Dios hoy y aquí. La homilía es un medio a veces
decisivo para que suceda ese encuentro, personal e íntimo entre los cristianos y el Dios
que habla.
No se trata de que quede bien él ("hay que ver qué bien habla... cuánto sabe..."), sino
de que la Palabra llegue en las mejores condiciones a todos.
Ante todo con la oración. Si durante la semana lee él por su cuenta, en actitud de
creyente, las lecturas, meditándolas y haciéndolas suyas, seguramente estará luego en
mejores condiciones para ayudar a los demás.
Al profeta Ezequiel se le encomendó esto: "escucha lo que te voy a decir... abre la boca
y come lo que te voy a dar... come ese rollo" (Ez 2).
En el fondo está el Misterio de un Dios que habla y de una comunidad que es invitada
a la fe.
Y en medio, el sacerdote, que —sin falsa humildad ni orgullo— toma en serio su papel
de instrumento al servicio de la Palabra y de la comunidad.