Cronica de Mi Familia - Vasco Pratolini

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Table of Contents

Crónica de mi familia
Primera parte
1
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3
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8
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Segunda parte
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19
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Tercera parte
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Autor
En plena madurez creadora —no ha cumplido aún los cincuenta años—, Vasco Pratolini es uno de esos hombres de
cuna humilde a quienes la necesidad impuso el desempeño de los más variados menesteres y que, sin embargo,
llevados de la mano por una vocación irresistible, cumplen su destino a despecho de todas las vicisitudes.
La crítica lo ha comparado con Gorki. Su novela Crónicas de pobres amantes ha sido traducida a varios idiomas. Y en
Crónica de mi familia se afirma con altos relieves el talento de este escritor que florece en el primer rango de la más
moderna literatura italiana.
Este libro —ya lo dice el autor en la dedicatoria— es una crónica de la realidad cotidiana, de la vida diaria en la Italia de
la Segunda Guerra Mundial. Se trata de la historia de dos hermanos o, mejor tal vez, de un hombre que tuvo un
hermano, privilegiado y dichoso en la infancia, desgraciado luego hasta sucumbir prematuramente a la enfermedad. Y
por encima del amor fraternal, o animándolo con su llama más pura e intensa, está la figura de la madre, a la que el hijo
doliente quiso y no pudo conocer jamás.
«Coloquio con el hermano muerto» llama Pratolini a esta novela. Coloquio del escritor con los seres y las cosas —cabría
agregar—, con el destino, con la vida misma, que es acontecer y circunstancia. Porque no otra cosa ocurre en estas
páginas, donde con la difícil sencillez que es prenda del verdadero arte, el autor confiere, por la magia del estilo y la
maestría de la observación, un valor singular, destacado, señero, a todas esas vivencias íntimas, a todos esos detalles
en apariencia minúsculos, que componen una existencia que se mueve entre millones de otras existencias.
Tenemos así, a través del relato de hechos a primera vista intrascendentes, el drama de una generación brutalmente
zarandeada por una guerra —en muchos casos por dos—, que replantea con palabras simples los problemas más
graves, todo ello encuadrado en una atmósfera que envuelve a personajes que, aparte de su significación universal,
son encarnación admirable de la idiosincrasia popular italiana.
Vasco Pratolini
Crónica de mi familia

ePub r1.0
Titivillus 16.07.16
Título original: Cronaca familiare
Vasco Pratolini, 1947
Traducción: Héctor Álvarez

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Il fior de’ tuoi gentili anni caduto.
FOSCOLO
Este libro no es una obra de fantasía. Es un coloquio del autor con su hermano muerto. El autor, al escribir, buscaba consolación,
no otra cosa. Le remuerde pensar que intuyó apenas la espiritualidad del hermano, y demasiado tarde. Estas páginas son
ofrecidas, por lo tanto, como una estéril expiación.
PRIMERA PARTE
1
Cuando mamá murió tenías veinticinco días; estabas ya lejos de ella, en la colina. Los campesinos que te cuidaban te
daban leche de una vaca manchada; incluso yo la probé una vez que fuimos a buscarte con la abuela. Era una leche
densa, tibia, un poco acre: me disgustó; el disgusto fue tal que la vomité, manchándome el vestido: la abuela me dio
una bofetada. A ti aquella leche te gustaba, te atragantabas con ella, te sentaba bien. Eras un hermoso niño gordo,
rubio, con dos grandes ojos celestes. «La imagen de la salud», según decía la abuela a las inquilinas, enjugándose los
ojos eternamente humedecidos por lágrimas.
Casi todos los días íbamos a verte a la colina. Subíamos la Cuesta Magnoli, la Cuesta Scarpuccia; estábamos en
verano, en julio; al terminar el ascenso, cada día, yo quería detenerme para mirar a San Jorge y el Dragón, esculpidos
sobre la puerta; la abuela me tiraba de la mano. Los olivos aparecían blancos bajo el sol; todas sus ramas emergían
sobre los bajos muros que limitan la calle San Leonardo. Más allá, los campos arados, perfectos, en ligero declive; el
canto de muchas cigarras, y mariposas extraviadas en la luz. Nunca encontrábamos a nadie; rara vez venía de los
campos una voz. Las puertas de las casas estaban siempre cerradas. Al caminar, yo golpeaba a propósito con los
tacones, para que el eco fuese más fuerte. Entre los muros y el empedrado había de pronto zonas cubiertas de hierba:
allí crecían las amapolas. Las casas de los campesinos tenían las altas puertas cerradas, pintadas de verde como los
grandes paraguas que se usan en la región: venía de ellas olor a leche y a establo.
En la casa en que vivías el olor se extendía a las habitaciones, era absorbido por las paredes. Tú bebías esa leche
en la mamadera, hacías burbujas con ella, reías. Yo tenía cinco años y no podía quererte; todos decían que mamá
había muerto por culpa tuya.
Un día no te encontramos en casa de tu nodriza. Te habían llevado a visitar a los señores de Villa Rossa que,
atraídos por tu belleza, se habían mostrado interesados en tu suerte. Esperamos inútilmente tu retorno. La campesina
dijo:
«¡Si se encariñaran con él, sería su fortuna, pobre criatura!».
2
Ir a verte después a Villa Rossa significaba prepararse para un rito. Antes de tocar la campanilla de la puerta de
servicio la abuela sacaba del seno un pañuelo, lo humedecía con saliva: siempre encontraba alguna marca de suciedad
en mi rostro. Me sacudía el polvo de los zapatos, hacía que me sonara la nariz. La puerta se abría ante nosotros como
por encanto. Había un pequeño tramo de escalera que llevaba a la cocina. Comenzaba el gran silencio de la villa, un
silencio más intenso que el de la calle: allí se extinguía el estridor de las cigarras, el eco de los pasos, el zumbido de los
moscones. Instintivamente caminaba en puntas de pie. Subíamos; la cocina estaba abierta, ordenada siempre en la
misma forma: brillaban en las paredes los moldes de cobre para los pasteles. Sólo cambiaba el olor: en la cocina había
un áspero olor a manteca, intenso, agradable. Lo único vivo era el tictac de un reloj de pared que en lugar de romper
el silencio lo subrayaba.
Nos sentábamos en sillas blancas en torno a la mesa cubierta de hule, levantándolas para no hacer ruido. Si
apoyaba las manos sobre la mesa, la abuela me llamaba a compostura con la mirada. En el fondo de la cocina una
puerta daba sobre un corredor: se veía un perchero con espejo del cual pendía siempre una chaqueta a rayas grises y
blancas; en el suelo, una alfombra roja en forma de camino. En lo alto, una ventana rectangular dejaba entrever, a
través de las rejas, los árboles del jardín. No traspasé ese umbral hasta que no aprendiste a caminar.
Permanecíamos sentados, inmóviles, a veces hasta un cuarto de hora, antes de que un rumor se anunciase en el
corredor; la abuela me ordenaba con los ojos que me levantara, también ella se levantaba. Algunos días ocurría que
en proximidad del umbral los pasos se detenían; oíamos un tintinear de cristales apenas perceptible y luego los pasos
se alejaban. Yo preguntaba a la abuela:
—¿Quién habrá sido?
La abuela se llevaba el índice a los labios, ponía severidad en su mirada; de sus labios cerrados salía apenas un
soplo:
—Shhh…
Bajo la ventana había colgada una litografía que reproducía legumbres y frutas; la miraba largamente para
distraerme. O bien fijaba la vista en el reloj para sorprender la aguja que marcaba los minutos, en el instante en que se
movía.
Ocurría también que un paso más silencioso se nos revelaba con el tiempo apenas para que pudiéramos saltar de
las sillas. En el umbral aparecía una mucama que sonreía al vernos, nos saludaba con la cabeza, iba hasta la heladera,
la abría y la cerraba (esto sucedía a mis espaldas); al salir saludaba como cuando había entrado. También ella, en voz
baja, nos decía:
—Viene en seguida. Pónganse cómodos.
Por fin llegabas en brazos de tu nueva nodriza, que llevaba una cofia en la cabeza, iba vestida de celeste y tenía un
largo delantal blanco. Era una mujer robusta, de rostro cordial; era la única persona de la cual me agradaban los
cumplimientos. Tú estabas siempre calmo y pacífico; los ojazos azules muy abiertos, los cabellos delgadísimos y
cortos. Eras gordo, tu labio superior se montaba sobre el inferior; apretabas el dedo que la abuela te presentaba. La
nodriza te bajaba hasta mi altura y tú me sonreías. Una vez que quise tocarte la mejilla te pusiste a llorar, te
arrebataste como si te hubiera pellizcado. Aquel día nuestra visita fue más breve que de costumbre. Normalmente nos
quedábamos un cuarto de hora; la nodriza miraba el reloj: te veíamos siempre entre dos de tus comidas.
En determinado momento llegaba tu protector. Hablaba en tono amargo, con inflexiones paternales, incluso
cuando se dirigía a la abuela. Las canas le conferían, a pesar de todo, algo de energía juvenil a su rostro enjuto, color
marfil. Imponía respeto. A veces se presentaba también su mujer, de rostro largo, enmarcado por dos bandas de
cabellos completamente blancos, suaves, abundantes. Su respiración era dificultosa; se sentaba apenas llegaba. Era
ella quien te había descubierto en la casa de los campesinos. Sonreía estirando los labios.
Yo había vuelto a mi silla; tú eras el centro de todo. La nodriza permanecía siempre de pie, teniéndote en brazos
mientras agitabas las manecitas y dabas a todos motivo para sonreír, para que se compadecieran por tu suerte; y a la
abuela para agradecer y bendecir a tus protectores. Luego concluía el cuarto de hora y la nodriza nos saludaba en tu
nombre:
—Despídete de la abuela, despídete de tu hermanito.
No podíamos besarte, a causa de la higiene.
Esto acaecía una vez por semana. Pero ocurría también que mientras la abuela y yo esperábamos en la cocina,
venía la mucama a decirnos que todavía dormías y que apenas te despertaras tenías que comer y hacer luego el paseo
por el jardín, donde no era posible que te viéramos porque el barón tenía visitas. Éramos postergados para la semana
siguiente. Al despedirnos nos ofrecía cortezas de pan con manteca y mermelada. Mermelada de naranja.
3
El barón era un rico señor inglés, un sir, que había envejecido recorriendo el mundo por deporte, hasta que había
encontrado en las colinas de Florencia su residencia ideal. Tu protector era su mayordomo; lo servía desde hacía
cuarenta años. No conocía otros horizontes que los percibidos a través de los ojos del patrón. Ya de edad madura, a
fines de siglo, se había casado con «la primera mucama», que le había dado dos hijos, ahora choferes de la casa.
Gozaba de una autoridad indiscutida; su poder se detenía sólo ante el umbral de la habitación del señor. Era él quien
vestía al viejo barón, le cepillaba la espalda en el baño, lo obligaba a ingerir los purgantes. Los sirvientes lo detestaban
y lo estimaban al mismo tiempo; él sabía demostrarle a cada uno la pertinencia de sus propios reproches: enseñaba al
cocinero la receta exacta, al jardinero la razón por la que había fracasado un injerto, a la planchadora un método
mejor para doblar los cuellos de noche. Y sabía, en el momento oportuno, hacer una chanza y golpear con la mano las
asentaderas de la mucama sin que disminuyera su propio prestigio.
En estas ocasiones, me imagino, estallaba su risa. Pero no es exacto decir risa. Era más bien un hipo, una hilaridad
completamente reprimida, que manifestaba con la agitación de su figura, con un guiño de los ojos, mostrando los
dientes, que eran pequeños, muy juntos, ligeramente opacos, parecidos a una dentadura postiza. Incluso en la alegría
era mesurado y se hubiera dicho que temía turbar el silencio. Pues tal era la sensación que provocaba su persona: un
hombre envuelto en silencio. El silencio en el cual estaba sumergida la casa. Normalmente hablaba en voz baja, en un
tono claramente perceptible, de hombre que hasta en el hablar había hallado la medida del silencio. En aquel tiempo
yo no sabía más de él: hombre-casa-silencio-risa era todo lo que lograba asociar.
Durante nuestras visitas siempre reía en aquella forma suya. Te hacía ademanes delante de los ojos y tú le
respondías inclinando la cabeza hacia un lado, con un gesto gracioso de recién nacido. Entonces él reía. También la
abuela y la nodriza reían. Yo tenía miedo de su cara, que reía de aquella forma. A veces él se acercaba a mí, me ponía
un dedo bajo el mentón para que me uniese a la alegría común. Su dedo era gélido, incluso en verano. Su presencia no
podía inducirme a quererte.
Una noche soñé que, riendo en aquella forma suya, él se inclinaba sobre tu cuna y te sofocaba, te mataba. Yo
estaba en un ángulo de la habitación, tras las cortinas, y no intervenía siquiera con un grito. Manoteaba en el vacío y
de pronto una mano se unía a la mía; me daba cuenta de que a mi lado estaba mamá que asistía, también ella en
silencio, al asesinato. Este sueño se me ha repetido a grandes intervalos hasta que tuve quince años. A veces mamá
me soltaba la mano y se aproximaba a tu cuna; él desaparecía inmediatamente.
4
Íbamos a visitarte todos los jueves. En la tarde del jueves la abuela estaba libre de su trabajo y yo no tenía que ir a la
escuela. A menudo, al volver, nos acompañaba durante una parte del trayecto, la mujer de tu protector, que se
ocupaba entonces del guardarropas en la villa y tenía el jueves como día de descanso. En uno de sus paseos del
jueves, meses antes, se había detenido en la casa de los campesinos que te cuidaban. Los campesinos proporcionaban
la leche a la villa y se apresuraron a presentarte a la señora y a narrarle tu historia para entretenerla. La señora se
había conmovido; había dicho que cuando no estuviera el barón te podían llevar a pasear al jardín de la villa, que a
ella le gustaría volver a verte. Tus cuidadores no perdieron la ocasión: por tu bien, dijeron. Un día en que la muchacha
de los campesinos te hacía respirar aire fresco entre los bosquecillos de boj y los macizos del jardín, se encontró con
el barón que volvía inesperadamente. Fue en vano que el mayordomo hiciera a la muchacha una señal para que
desapareciese: quizá la muchacha, «por tu bien» y por vanidad suya, «no quiso desaparecer» entre los caminitos
arbolados o detrás del muro. Marchó en cambio al encuentro del viejo señor. La muchacha, me imagino, se inclinó,
doblando apenas las rodillas; te mostró sobre sus brazos. Al barón no debió desagradarle aquel encuentro fuera de lo
común. Hizo las preguntas que acostumbran a hacer los reyes en tales ocasiones, poco importa si con sinceridad o con
mucha suficiencia. Demostró que se conmovía por la historia de aquel recién nacido, huérfano de madre y con el
padre en un hospital a causa de heridas de guerra. Volviéndose hacia el mayordomo le dijo con afabilidad que el
pequeño debía ser ayudado. Eras un niño rubio, con ojos celestes, reías mostrando las encías, agitando las manecitas.
Tu destino estaba ya decidido. Según la abuela, mamá velaba por ti desde el Paraíso. También papá estaba
convencido de esto. También los inquilinos, todos. Sólo al abuelo no le pareció bien. Pero el abuelo murió pronto; tú
no lo conociste.
5
Me acordaba con frecuencia de ti, con fastidio, con el mismo sentimiento con que un muchacho de seis años recuerda
una mala acción, con una sensación de culpa irreparable. Sentía casi deseos de llorar; hubiera querido borrarte de mi
memoria. Me resulta difícil reconstruir las analogías de aquel sentimiento. Era tal como te digo; mentiría si tratara de
explicarlo.
Extrañaba mucho la falta de mamá; la única asociación que hacía era ésta: mamá había muerto por tu culpa. Todos
repetían que mamá había muerto por tu culpa; nadie pensó nunca en el significado que aquellas palabras cobraban
dentro de mí.
Había descubierto la existencia de mamá después de su muerte. Cada hombre recuerda su vida a partir de un
cierto día en adelante. Para algunos el primer recuerdo es un juguete; para otros, el sabor de una comida, un
ambiente, una palabra, un rostro, varios rostros. La primera realidad de la cual yo tengo un conocimiento exacto es la
de mamá en su lecho de muerte.
Mamá había muerto la noche anterior. Hubo un momento en la tarde siguiente en que la abuela y yo nos
quedamos solos en casa, con ella muerta. La abuela me tomó por la mano y me condujo a su habitación. Había seis
cirios encendidos a la altura de los extremos y de la mitad del lecho. La habitación estaba saturada de olor a cera
quemada y a flores. Nuestras sombras se proyectaban, exageradamente grandes, sobre las paredes. Encima de la
cómoda, frente a la estatuilla del Niño Jesús, que se hallaba protegida por una campana de vidrio, había tres velas de
noche próximas a apagarse. El lecho estaba rodeado de coronas de flores, libre sólo en la parte de la cabecera, adonde
la abuela me condujo. Entonces vi a mamá, la vi por primera vez. Tenía puesto un traje sastre negro, la mitad de la
falda estaba cubierta de flores. Tenía una blusa blanca bordada, cerrada en el cuello con un prendedor celeste. Sus
manos, entrelazadas, sostenían un rosario. La atmósfera era pesada: estábamos en un mes de julio sofocante, el julio
de 1918, con la habitación cerrada, incluso las persianas, las flores, y los cirios encendidos. Los cirios habían sido
quizá colocados en forma tal que iluminaran su rostro, que se mantenía inmóvil, severo, ligeramente alterado por el
dolor, como el de quien duerme y tiene un sueño desagradable. Sus cabellos negros, atados por una cinta, dejaban ver
un poco las orejas. Estaba pálida, blanca, con una palidez ligeramente húmeda. Tenía la cabeza apoyada sobre un
almohadón verde, el almohadón del sofá del salón.
Al verla no sentí miedo. Dije:
—Mamá.
Y esperaba que me contestase. La abuela sollozaba a mis espaldas, apoyaba las manos sobre mis hombros; una
lágrima suya me cayó sobre el cuello, yo sacudí la cabeza y me pareció que también mamá se movía. Me aferré a la
cabecera de la cama. Repetí en voz alta:
—Mamá.
La abuela rompió a llorar; me pasaba las manos por el pelo, me tiraba de él sin darse cuenta. De pronto una mosca
se posó sobre la frente de mamá, agitó un poco las patas, se alzó nuevamente, voló en torno a su rostro, terminó por
posarse en el ángulo del ojo izquierdo, cerca de la juntura de los párpados. Desde la cabecera la abuela levantó la
mano para espantarla, inútilmente. Entonces me moví yo, pasando hacia el costado de la cama, me metí entre las
coronas, llegué hasta la almohada y agité la mano frente al rostro de mamá. Como la mosca no se movía, acerqué un
dedo. La mosca escapó. Había tocado a mamá. Instintivamente le alcé un párpado, vi su ojo, era gris, tenía reflejos
verdes. Lo miré sosteniendo el párpado con dos dedos. La abuela me llamó. El ojo de mamá había quedado muy
levemente abierto, vidrioso, ausente. La abuela lo volvió a cerrar.
Un día, en Villa Rossa, me alegró descubrir mientras te miraba que tus ojos eran celestes. Pedí que me dejaran ir al
gabinete que estaba al lado de la cocina. Me observé en el espejo. Cada uno de mis ojos tenía un color diferente. El
izquierdo era como el de mamá.
6
Me di cuenta, por lo tanto, de que en el mundo existe la madre el día que vi a mamá en su lecho de muerte, con la
cabeza hundida en el almohadón verde del salón. Pero ¿cómo era mamá viva? ¿Cómo era su voz? ¿Cómo era su
sonrisa? ¿Podía sonreír? ¿Podía asomarse al balcón, tender la ropa y cantar? ¿Podía echarse al brazo la bolsa de las
compras e ir al mercado, discutir con los comerciantes? ¿Podía sentarse en el sofá del salón y tejer los calcetines, los
calzoncillos de lana para el invierno y los guantes y leer después el periódico? ¿Podía salir de paseo el domingo y
tomar café con crema, ir al cinematógrafo y divertirse? ¿Podía también llorar, mamá? ¿Cómo eran sus lágrimas?
Me decían:
—Mamá era hermosa. —Y me llevaban frente a su fotografía. En la fotografía mamá estaba seria, casi con ceño, no
la reconocía.
En el piso de abajo vivía Arrigo, y yo iba allí a jugar; en la casa estaba su mamá, que cantaba, lavaba la ropa, hacía
de comer, se ponía perfume en la blusa para salir de paseo; estaba en todas las habitaciones, incluso cuando salía,
incluso cuando en su ausencia hacíamos más ruido o íbamos a la despensa.
—¡Si mamá se da cuenta…! —decía Arrigo.
Y su mamá se daba cuenta, gritaba, le pegaba una bofetada; pero era diferente de la bofetada de la abuela: me
producía rabia que Arrigo llorase diciendo que le dolía. También a mis otros amigos de la casa los sentía gritar desde
la calle o mientras subían las escaleras:
—¡Mamá!
Tenían una voz diferente de la mía, parecía que la respuesta de la madre, que venía del interior de las
habitaciones, los ayudaba a subir con más rapidez, como si volaran. Eran mujeres jóvenes, de cabellos rubios, o
negros, todas cantaban; desde las ventanas sus voces venían a extinguirse ante nuestra balaustrada. El silencio de
nuestra casa se parecía al de la villa, pero en nuestra casa estaban las voces de las madres, el zapatero del portón, la
máquina de coser del piso de arriba.
—¿Qué cantaba mamá? —preguntaba a la abuela.
—Mamá cantaba poco —me respondía. Yo pensaba que mamá era una mamá diferente de las otras.
Vino a vivir al último piso una chica, Luisa; su casa tenía terraza en el techo. Luisa nos invitaba a ir. Un día me
tomó aparte y me dijo:
—¿Cuándo me llevas a ver a tu hermano?
Arrigo, que nos había espiado, respondió por mí:
—No se puede. Lo tienen unos señores. Su mamá murió en el parto.
Me enfurecí y nos empezamos a dar golpes. Arrigo me hizo salir sangre de la nariz. Al día siguiente estuve con
fiebre. Tenía sarampión. Para que me sintiera más cómodo me pusieron en el lecho de mamá. Dicen que en el delirio
hablaba de ti y de ella.
7
La mujer de tu protector nos acompañaba hasta la Puerta San Leonardo, donde están esculpidos San Jorge y el
Dragón. Cuando se alza la mirada se ve el Fuerte, desde el cual disparan las salvas de cañón que marcan el mediodía.
Al volver teníamos encuentros diversos por el camino, de acuerdo con las estaciones. Sentado a horcajadas sobre el
pequeño muro que limitaba la propiedad, un campesino podaba los olivos, y se quitaba el sombrero para saludar a la
señora; el joven quintero, que había ido a repartir la leche a los clientes de la ciudad, regresaba con el carrito tirado
por el caballo: el sonido de los cascabeles y el tintinear de los tarros llenaban el lugar de ruido, las herraduras del
caballo resonaban aun más fuerte, el párroco cerraba el breviario, dejando adentro un dedo como índice, para
responder a nuestro saludo. Encontrábamos las parejas de enamorados, que se fastidiaban por nuestra presencia: en
verano casi todas las muchachas llevaban una flor en el pelo o un ramillete de margaritas en la mano. La calle está
empedrada, tiene pocos metros de ancho y los muros de las villas, así como sus puertas, son poco más altos que un
hombre. Sorprendíamos a los enamorados cortando las ramas de glicina, de mimosa, de adelfa, que salían de los
jardines. A veces los muchachos hacían grandes provisiones de esas flores, me imagino que para venderlas en la
ciudad. La señora los amenazaba con su bastoncito, llamaba a las puertas para advertir a los jardineros, pero los
muchachos habían escapado ya, llevándose las flores y lanzando insultos contra la entrometida. Una vez uno de los
muchachos le gritó:
—¡Mona!
Yo me reí; la abuela me lanzó una bofetada. Alcancé a evitarla; advertí que la abuela lo había hecho para
contenerse a su vez; su rostro estaba insólitamente alegre. La señora continuaba repitiendo:
—¡Groseros…!
Ésas eran mis victorias, mías y también de la abuela, según podía comprender. También a ella le resultaba
antipática la señora. Pronunciaba siempre los mismos discursos: repetía cómo había sido posible tu encuentro con el
barón.
—Todo se debe a mí… —decía, y agregaba—: ¡Si me lo hubiese imaginado…!
Decía que su marido se estaba acostumbrando a ti y que ello no era posible; no se trataba de que tú no lo
merecieses, sino de que al fin y al cabo no eras hijo de él, y no se veía qué esperaba tu padre, si se había curado de las
heridas y había encontrado trabajo, para llevarte nuevamente.
Reía al hablar, mostraba grandes dientes de caballo.
—No les conviene llevárselo, ¿verdad?
Su risa se prolongaba hasta tener un tono de cordialidad; decía:
—No se preocupen, no se preocupen. El niño, por ahora, está bien donde está.
Tenía los cabellos completamente blancos, marchaba lentamente, respiraba con dificultad, se apoyaba en el
bastoncito negro con un mango de plata que representaba un perro. La abuela respondía humildemente:
—Es su señor marido el que no nos lo quiere devolver. Tal vez si hiciera sufrir al niño, nosotros podríamos
quitárselo por la fuerza.
—Oh, no lo hace sufrir, no hay peligro, no lo hace sufrir… —respondía la señora riendo: reía hasta que se echaba a
toser.
Un día dijo:
—En realidad, para el niño ha sido una suerte que su madre haya muerto.
A la abuela se le encendió el rostro; respondió:
—No lo diga ni siquiera en broma. Así como hemos criado a éste —y levantó la mano que yo tenía en una de las
suyas—, sabremos educar también al segundo. —Apenas logró agregar—: Buenas noches. —Tenía un nudo en la
garganta.
Mientras bajamos la Cuesta Magnoli, lloró, apretando los labios. En el Puente Viejo yo le pregunté:
—¿Dónde lo podríamos poner para dormir?
Había pasado ya un año, usabas pollerita, tenías el pelo enrulado, y los ojos, si es posible, aun más celestes.
8
Tu nombre, Dante, te había sido puesto en homenaje al tío, tu padrino. (El día del bautismo el tío te había regalado
doce huevos arreglados en una caja y envueltos cada uno en un billete de diez liras). Tu nombre no le gustó a tu
protector. La abuela no lograba habituarse a tu nuevo nombre; al saludarte te llamaba Dantino. Tu protector la
reconvenía, severo:
—El niño se llama ahora Ferruccio. Dante es un nombre vulgar —le decía.
Nuestra abuela se sonrojaba, te ponía el dedo bajo el mentón, mientras movía la cabeza y reía para que tú también
rieses. Respondías a sus gesticulaciones. La niñera descubría inevitablemente que te parecías en forma extraordinaria
a la abuela.
Tenías entonces un año; a tu protector lo llamabas papá; a su mujer, mamá; y a la niñera, tía. Cuando nosotros
íbamos de visita, llegabas a menudo a la cocina caminando dentro del andador o sostenido mediante unas cintas por
una mucama a la cual demostrabas estar muy acostumbrado. Querías estar siempre en sus brazos y si ella tenía que
dejar la cocina para dedicarse a sus tareas, ibas detrás llorando, balbuceando:
—Dida, Dida…
Te ponían juguetes en la mano, trataban afanosamente de distraerte, y no te daban de comer porque no era la
hora. La niñera, la señora y tu mismo protector, ponían caras de desesperación. Como el barón tenía invitados —era
el momento del té—, no debía oírse tu voz, ninguna voz debía alzarse desde las habitaciones de servicio. La abuela era
la más desesperada de todos; una vez, en su afán por ser útil y poder calmarte, descolgó una cacerola y golpeó sobre
ella con la llave de casa. La señora le arrancó el utensilio de la mano y le dio un empujón; la abuela cayó sentada sobre
una silla; nunca olvidó aquel episodio.
Si tu llanto duraba varios minutos, la niñera te llevaba. Te calmabas sólo si volvía Dida. Entraba también ella
haciendo:
—Shhh…
Agitaba la mano a la altura del pecho, como si algún enfermo grave estuviera inmediatamente detrás de la pared.
Se le preguntaba si tu llanto se oía en la sala. Ante su respuesta afirmativa, tu protector nos dejaba. La abuela se
excusaba como de una culpa. Dida la tranquilizaba; tenía expresión amistosa, ojos pícaros, entonación de campesina y
una distinción natural en toda su persona. Resultaba simpática, como la niñera. Era ella la que me daba las cortezas de
pan con manteca y mermelada de naranja, y a menudo una taza de chocolate, frío, bueno. Se tenía la impresión de que
era ella la que mandaba; la señora permanecía sentada junto a la mesa, siempre con su aire de cansancio, como
aburrida.
9
Estábamos en 1920; día a día se construía en torno a ti esa prisión de afectos, de hábitos, de complejos, dentro de la
cual —al cambiar con los años las condiciones y los afectos— te encontraste después prisionero. Te evadiste de ella
con la muerte, si es que la muerte es la liberación, y no más bien la segregación definitiva.
Un día de aquel año 1920 —tenías diecinueve meses— se intentó substraerte a tu destino. Papá se había vuelto a
casar, había puesto casa nueva y estaba decidido a tenerte junto a sí. Tras una dramática conversación con tu
protector, logró sacarte de Villa Rossa y llevarte a su casa de obrero. Era una casa en la que el sol golpeaba hasta las
tres de la tarde; una de las ventanas daba sobre un jardín. Antes de que tú llegases habían comprado un sillón. Yo
vivía con los abuelos. Fui a visitarte; mi alma de niño estaba llena de rencor. Por tu culpa me vería obligado a sufrir la
presencia de la madrastra, a la que odiaba, como a todo aquello que estaba contra mamá. La madrastra era joven,
pequeña, gorda, de piel rosada, amable; hacía de todo para conquistarse mi buena voluntad.
Fui a verte. Estabas desde hacía dos días en la casa paterna; habías cobrado un color intenso, de manzanar cuando
entraba nuestra madrastra batías las manos como no te había visto hacerlo ni siquiera por Dida. Papá te había
enseñado algunas palabras; te enseñó a decir judías y a decir rulo. Tú decías: «Udías», decías: «Tulo». Te preguntaba:
—¿Quieres volver a Villa Rossa?
Tú decías:
—No. —Y movías la cabeza.
Te preguntaba:
—¿Cómo estás en casa de papá, mejor o peor?
Tú respondías que mejor. Decías: «Ejor».
Estaban las amigas de la madrastra, los inquilinos, los compañeros de papá; todos te hacían cumplimientos y tú
sonreías a todos, batías las manos sobre el sillón. Las mujeres decían: «Parece el Niño Jesús»; «Parece una muñeca
Lenci»; «Es la imagen de la salud». Aquel día lograste disipar incluso mi rencor; te tomé en brazos, nos divertimos
juntos.
Dije a Luisa que al día siguiente la iba a llevar a que te conociera. A la otra mañana Luisa me mostró el regalo que
te había comprado: un muñeco de goma roja que silbaba cuando se le apretaba la panza. Como no estaba segura de
poder ir aquella tarde me dio el juguete para que de todos modos te lo llevase. Pero antes que nosotros llegó Dida. La
puerta que daba sobre la escalera estaba siempre abierta, ella pidió permiso, nadie le respondió y entró. En el cuarto
estabas tú solo, en el sillón. La madrastra estaba en la cocina; papá, todavía en el trabajo. Dida entró, te vio en el sillón
con un montoncito de judías delante: las comías de a una a la vez, satisfecho. Tuvo un semidesvanecimiento, debió de
apoyarse en la cómoda, lanzó un grito: para ella era un delito darte a comer judías, enteras además, y sin cocinar. Le
dijo a la madrastra, que estaba ya en la habitación, que había ido para llevarte nuevamente a Villa Rossa. Cuando poco
después llegó papá las encontró a ambas llorando, sentada cada una en una silla.
Papá se mostró al principio inconmovible. Dijo que el niño era hijo suyo, que le estaba reconocido a tu protector,
pero que se habían terminado los mártires:
—¿El niño es mío o no es mío?
Dida repetía que al obrar así papá demostraba no querer a su hijo, pues le quitaba la suerte. Dijo que el
mayordomo estaba loco por el niño, que se lo diesen por un poco de tiempo más, a fin de que se fuese habituando
paulatinamente a la idea de que tenía que dejarlo. Fue una larga escena patética durante la cual, para que estuvieras
tranquilo, la madrastra te había devuelto tus judías. Frente a la inconmovilidad de papá, la desesperación de Dida se
acentuaba. Te besaba y te abrazaba, se escondía tras de la puerta tratando de que lloraras por su partida, como antes,
pero inútilmente. Tú comías las judías y le hacías un gesto de adiós con la mano.
—El niño se ha encariñado ya con nosotros —decía la madrastra.
Dida se decidió a marcharse. Con el rostro lleno de temor, bañado en lágrimas, al abandonar la casa dijo:
—No vuelvo a la villa sin el niño. Prefiero tirarme al Arno.
Papá cuenta que su voz era serena en aquel momento:
—Me causó la impresión de que hubiera puesto en práctica su propósito.
Papá fue a la ventana que daba sobre la calle para verla salir. Entretanto hablaba con su mujer; ambos se
preguntaban si tenían el derecho de decidir tu vida, de quitarte, al proceder así, las comodidades, la posibilidad de
estudios, la herencia que sin duda el barón te hubiera dejado. Cuando Dida apareció en la calle, papá la llamó. Tu
destino estaba definitivamente decidido.
Llegué con la abuela; en la mano llevaba el muñeco de Luisa, pero tú no estabas. Encontré el muñeco ocho años
después en el fondo de un baúl, cuando la abuela y yo tuvimos que cambiar de habitación. La abuela se lo regaló a un
niño de cabellos rojos que vivía en el piso de abajo en la nueva casa.
10
El tiempo ordena en la memoria los episodios importantes, borra las líneas numerosas de los días en los que los
gestos y las palabras se hacen para durar de una aurora a un crepúsculo. Tu infancia pasó.
Fue una infancia vivida en un acuario —sin lastimaduras en las rodillas, sin juguetes destrozados, sin la cara sucia
de barro, sin secretos ni descubrimientos, y sin amigos—, en el gran silencio de la villa. Te estaba prohibido quedarte
al sol, bajo la luz demasiado intensa, al viento; alzar la voz, echarte a correr, comer fruta a deshora.
El jardín era vasto, había numerosos paseos y caminos bordeados por zarzas, rosales, pequeños cipreses y hayas;
en la pendiente de la avenida arbolada había un nogal, plantas de magnolia, el estanque con los peces de colores y la
madreperla; la pequeña Venus encerrada en el nicho verde sostenía un ánfora sobre el hombro: el agua del surtidor
caía sobre la pequeña concha en la cual estaba apoyada la estatua. Tú preferías quedarte en el vivero, observar las
plantas que estaban en tiestos, los injertos, las grandes tijeras y los utensilios del jardinero. El jardinero, decían, era
amigo tuyo: lo seguías mientras trabajaba, le llevabas la cesta en la cual él recogía ramitas, retoños, bulbos.
Preguntabas el nombre de cada planta, flor o herramienta, lo repetías en alta voz para recordarlo. El jardinero tenía
bigotes grises, mirada paternal, voz pausada y un aire de paciencia y mesura en toda su persona. Andaban ambos por
el jardín, cuando el tiempo era bueno, tú preguntando y él respondiendo y contándote de vez en cuando las fábulas
que te gustaban. Cuando Dida iba a buscarte para merendar, te encontraba en el vivero; el jardinero trabajaba, tú
estabas frente a él y lo escuchabas, le alcanzabas las tijeras, la regla, las pinzas. Tenías cinco, seis años; cabello rubio,
lacio, ordenado sobre la frente. Tus rasgos eran agradables: los labios, rojos; el rostro, pálido; la mirada, atenta, con
una sola expresión de asombro y aflicción a la vez. Estabas vestido de hombre: pantalones cortos con raya al medio, la
chaqueta con los tres botones prendidos y corbata. Como todos los de la villa, también tú hablabas en voz baja, habías
conquistado la dimensión del silencio.
—Un señorito —decía la abuela a las inquilinas—. Parece un inglés. —Agregaba—: Se está poniendo alto. Sale a la
madre.
Ya no te visitábamos más en la cocina. Atravesábamos la puerta y el corredor y éramos introducidos en una
habitación de techo alto, siempre en penumbra. Había en el medio una mesa, sobre ella un florero que nunca tenía
flores: se reflejaba sobre la mesa, creando una zona de luz. A través de los vidrios de las alacenas se veían las vajillas
policromas, fileteadas, los juegos de cristal. Los entrepaños eran de color rojo oscuro, amaranto, con estampados de
oro; también el cielo raso estaba decorado. Colgadas de las paredes, enmarcadas, había grandes láminas en colores
que representaban la caza del zorro: jinetes con chaqueta roja y pantalones blancos, perros, zorros que huían sobre
prados color verde esmeralda, entre matorrales y árboles altísimos y frondosos. Las leyendas estaban en inglés. En la
penumbra las láminas cobraban relieve, parecía que los jinetes salían de la pared. En el espacio entre las dos ventanas
había una fotografía del barón. Tenía el rostro enmarcado por la barba, corta y del mismo largo en las mejillas y bajo
el mentón. Era un retrato de medio busto: el modelo de su chaqueta era igual al de la tuya. Nos sentábamos junto a la
ventana, formando una especie de semicírculo con las sillas.
Con el paso de los años nada había cambiado, fuera de que tú y yo habíamos crecido. Los otros seguían siendo los
mismos: la abuela en su humillada condición, tu protector con su tono paternal y severo, el velado sarcasmo de la
señora. Dida había engordado y sabía reír sin romper el silencio: preparaba una merienda igual para ti y para mí.
Incluso las cortezas de pan con manteca y mermelada de naranja eran las mismas. Después nosotros dos salíamos al
jardín.
11
Un día, papá, forzado por la necesidad, había acudido a tu protector porque necesitaba trescientas liras. Trescientas
liras eran entonces mucho. A papá le servían para comprar un traje usado a un ropavejero, pues había encontrado
trabajo en el Gambrinus, donde los mozos llevaban frac. Papá trabajaba de mozo en los cafés. Con las pocas decenas
de liras que quedaron, la familia hizo un paseo al campo. Fueron los treinta dineros. Desde aquel día papá no volvió a
pisar Villa Rossa. Tu protector estaba ahora seguro de haberte conquistado definitivamente; la ironía de su mujer
contó con un argumento más. La abuela se mordía los labios cada vez que le echaban en cara el episodio, se prometía
pagar la deuda de papá con sus ahorros: ganaba una lira por hora en sus medios días de trabajo. Yo jugaba por
céntimos con mis amigos de la calle: trescientas liras era una suma que me hacía reír cuando pensaba en ella, tan
enorme me parecía. La cena de la abuela y mía era café con leche; gastábamos entre los dos una lira.
Fue después del episodio del préstamo cuando tu protector prohibió que se hablase de mamá en presencia tuya.
Tú y yo íbamos al jardín. Marchabas junto a mí, siempre un poco separado, me tratabas con una condescendencia
ostentosa, de niño; fruncías siempre el ceño, como si me considerases un enemigo. Me hacías observar las plantas, las
flores, los peces del estanque, con la seriedad de un niño que hace que su compañero admire sus juguetes para dejarlo
estupefacto y provocarle envidia, pero que no le permitirá nunca tocarlos. Muchas veces me llevabas de buena gana
hasta el vivero para que viera las tortugas. El día que con el pie hice dar vuelta a una sobre el caparazón, te echaste a
llorar. Ni siquiera el jardinero logró calmarte; me insultabas entre los sollozos. La tortuga se llamaba Beatriz.
Volviste a la casa casi corriendo, tu protector me dio una bofetada, la abuela tomó mi defensa.
—¡Gente perdida! —exclamó la señora.
—Esta noche tendrá fiebre —dijo tu protector.
Tu protector me miraba con ojos amenazadores. Yo no le tenía ya miedo. Las visitas a Villa Rossa me parecían
ahora una comedia. Vivía una vida diferente, pasaba muchas horas del día en la calle; ir a Villa Rossa era para mí una
aventura, una segunda existencia que mantenía en secreto para mis amigos.
Tenía diez años y la abuela no podía retenerme ya con su mano. Cuando salíamos de la Villa, tomaba la calle San
Leonardo, entraba en los patios de los campesinos y lanzaba un aullido, hacía sonar las campanillas de las villas,
recogía las olivas caídas de los árboles. Cuando la señora nos acompañaba yo exageraba a propósito; ella me
amenazaba con el bastón. En el momento de despedirse, la abuela le pedía que no contase a su marido mis travesuras.
La señora era una extraña mujer: a veces por todo reproche me hacía una caricia.
12
El jardinero me había prometido una caña. Le dije que la abuela la necesitaba para tender la ropa lavada. Me serviría
en cambio a mí y a mis amigos para hacer con ella tubos con los cuales lanzar conos de papel: en el vértice de los
conos se ponía un alfiler con la punta hacia afuera, se soplaba dentro del tubo y se apuntaba a las asentaderas de las
muchachas.
Fue el día en que el jardinero me dio la caña.
Era una hermosa caña, sólida, amarilla, con nudos verdes, hueca por dentro, como yo la quería. Por la sonrisa con
que el jardinero me la dio, comprendí que él y yo nos habíamos entendido: si no sobre los alfileres, sin duda sobre la
cerbatana.
Tenías entonces seis años. Yo, por consiguiente, once. Era a principios de otoño, del otoño de 1924. El jardinero
nos dejó: tenía un sombrero de paja con la cinta gris sucia, el delantal azul oscuro atado atrás, en el cuello y la cintura;
salió del vivero con la goma que se aplicaba a la canilla para regar. Nosotros nos sentamos en el alféizar de una de las
ventanas del vivero. Tenías una corbata celeste con manchitas. Me quitaste la caña, me dijiste:
—Esta caña te la di yo.
Mi primer impulso fue quitarte la caña por la fuerza; me contuve para no comprometer mi conquista.
—Está bien —creo haberte contestado—. ¿Me la quieres quitar?
Incluso sentado eras más bajo que yo; estabas pálido y parecías más rubio que nunca, de un rubio color oro,
hermoso, eras una luz; por tal razón la mirada resentida que me dirigías resultaba de una maldad particular.
—Te la devuelvo con una condición —me dijiste. Y agregaste—: ¿Quién era mamá?
Hinchaste los carrillos y yo no sabía si realmente estabas por reír o si lo hacías con seriedad. Veía la caña en tus
manos, pero era como si me hubiese olvidado de ella. Frente a nosotros había un matorral que circundaba un
pequeño prado; entre nosotros y el matorral estaba el camino del vivero, luego un sector cubierto de grava. Del
matorral salió una lagartija, permaneció un segundo indecisa, luego cruzó sobre la grava. Yo aproveché el incidente
para cambiar de tema:
—Mira, mira esa lagartija —dije—. ¡Agarrémosla!
Hice un movimiento, pero tú permaneciste sentado. Hacías balancear la caña sobre tus muslos, repetiste:
—¿Me dices quién era mamá?
—Si te lo digo, lo repetirás y después llorarás —te respondí.
—Dime quién era —insististe.
Yo dije:
—Era la mamá de nosotros dos.
—¿Murió?
—Sí, murió.
—¿Se llamaba Nella?
—¿Cómo lo sabes?
Entonces te levantaste, riendo. Tenías los dos dientes de adelante mucho más largos que los otros, quizá los otros
se te habían caído; tenías todavía una boca para beber leche. Me alcanzaste la caña y te erguiste, te dirigiste hacia el
jardinero, que regaba el prado a poca distancia. Le dijiste:
—Tienes razón, se llamaba Nella.
Él movió la cabeza y sonrió. Tenías la mirada de siempre: de asombro y aflicción a la vez, y una actitud
circunspecta.
La segunda vez fue en el automóvil, durante el invierno que siguió.
A determinada hora de la tarde un hijo de tu protector, libre de sus tareas, venía a buscarte con el automóvil para
llevarte a dar un paseo. Si ello ocurría mientras nosotros estábamos de visita, tú nos dejabas. Aquel día tu protector
estaba en la ciudad con el barón, en otro automóvil conducido por el segundo hijo. Dida propuso que yo te
acompañara. El hecho de que fuera contigo te puso insólitamente contento. El chofer era un hombre de treinta años,
de mandíbula saliente y ojos negros; tenía distinción, la distinción característica del sirviente, del chofer del amo.
También él poseía la dimensión del silencio: reía sin que saliese de sus labios sonido alguno. Tenía una gorra con
visera y un capote con cuello de astracán. Por lo general, te sentabas junto a él en el automóvil; aquel día nos
acomodamos los dos atrás. Lo veíamos conducir tras el vidrio. Llevabas un sobretodo color tabaco, la garganta
envuelta en una bufanda de lana gris, en la cabeza un sombrero de hombre. Era la primera vez que yo iba en
automóvil.
Llegamos a las avenidas, había un sol pálido, los árboles estaban desnudos, junto a las veredas se alineaban
montones de hojas muertas. Yo miraba a través de los vidrios, y la desacostumbrada perspectiva hacía que resultaran
desconocidos lugares que me eran familiares: el Chalet Fontana, el Giramontino, las Puertas Santas. El automóvil iba a
una velocidad moderada; de vez en cuando el conductor se daba vuelta y nos sonreía; tenía los colmillos un poco
salientes. Nosotros callábamos, el uno junto al otro.
De pronto, antes de que llegásemos a la Plaza Michelangelo, dijiste, como para ti mismo, pero con la intención de
ser oído:
—Murió cuando yo era muy pequeño.
—Sí, no tenías ni un mes —te respondí.
—¿Es cierto que murió loca?
—¿Cómo loca?
—Murió loca, ¿no es cierto?
—Claro que no es cierto. Murió de gripe.
—Murió loca. Yo lo sé. Eres un mentiroso.
—¿Quién te lo dijo?
—Me lo dijo papá.
—Te ha dicho una mentira.
—Tú eres el mentiroso. Cállate… No quiero verte más.
Estabas furioso; golpeaste en el vidrio para que el automóvil se detuviese. La cara se te había puesto roja y me
mirabas con ojos de odio.
—¿Qué le has hecho? —me preguntó tu hermano chofer.
Detuvo el automóvil.
—Nada —respondí.
Tú dijiste:
—Quiero volver a casa.
Fuiste a sentarte junto a él.
13
Todo lo que acontecía durante nuestras visitas a Villa Rossa era extraño a mi vida, se desarrollaba en una dimensión
de las cosas y del mundo que no me pertenecía; era juego y comedia, como te he dicho. Cuando estaba allí, entraba
también yo en la representación, padecía mi papel intensamente. Pero una vez afuera, una vez que volvía a la realidad
que me pertenecía, todo se debilitaba hasta desaparecer. Tú eras ya un recuerdo, y bastaba una insignificancia para
borrar de mi mente a tu protector, a su mujer, a Dida. Un día en la calle San Leonardo vi a un joven campesino
perseguir a su rival en el amor, blandiendo una horca. Entre los que acudieron estaba el jardinero; fue él quien
desarmó al malintencionado. El jardinero, fuera de la atmósfera de la Villa, era un hombre diferente, un hombre como
los demás, que alzaba la voz y hacía gestos con agitación. Estaba fuera de la comedia: me pareció que lo veía por
primera vez.
Ni siquiera nuestras conversaciones sobre mamá dejaban en mi interior huellas profundas. Mi afecto por ella
había hallado su puesto en mi espíritu, se había convertido en un afecto egoísta, cerrado e insensible a cualquier
violencia exterior. Ya desde entonces comenzaba a inventarme a mamá. Soñaba con ella y le daba un rostro diverso
del que tenía en el lecho de muerte; me inventaba su sonrisa, me imaginaba que lloraba. Pero en el sueño se mantenía
invariable su vestimenta: el traje negro, la blusa bordada, el prendedor celeste. A veces, por las calles, encontraba
mujeres que podían ser ella; me les adelantaba para mirarlas, el corazón me latía angustiosamente, pero en cada una
de ellas había siempre un rasgo vulgar que hacía que me desilusionara. Ahora sé que aquel rasgo estaba en los ojos,
en la mirada. Éstas estaban vivas. Yo no sabía romper la asociación mamá-muerte.
Ni siquiera las palabras que pronunciaste en el automóvil y que en un primer momento, mientras volvíamos a la
villa, me habían perturbado, consiguieron penetrar en mi alma: quedaron también ellas en el limbo de la comedia, en
el juego de las partes en el que entraba el personaje de tu protector. «Mamá había muerto por culpa tuya»: esta idea
seguía siendo clara y constante en mí, pero no por ello te odiaba más. Estaba ya habituado a la idea de que mamá
había tenido que morir: que tú hubieses sido la causa me parecía algo fatal, formaba parte del misterio que
circundaba la figura de mamá que yo había visto por primera vez sobre el lecho de muerte. En este sentido, tú le
pertenecías, habías muerto con ella.
SEGUNDA PARTE
14
Pasaron ocho años, durante los cuales apenas nos vimos. Trabajaba como dependiente en una tienda; no tenía ya los
jueves a mi disposición. Luego tú abandonaste Villa Rossa. El barón había muerto, y como sus herederos, que habían
venido a vivir a la villa, pensaban limitar las atribuciones de tu protector en el gobierno de la casa, él los dejó. (Incluso
Dida debió comportarse con ingratitud, pues también ella desapareció de su vida y de la tuya). Inmediatamente
después te llevó a pasar unas largas vacaciones en la Riviera, San Remo, Montecarlo: duró más de dos años. Quizás él
esperaba hallar en su vejez, todavía vigorosa y apenas rozada por inocentes libertades atávicas, el sabor de la
juventud no gozada. O quizá buscaba sólo sanar de una dolorosa herida, antes de ponerse al servicio de un nuevo amo
en otra Villa Rossa.
Tú eras la única persona en condiciones para consolar su soledad, la única sobre la cual —muerto el barón—
podía él ejercer su dictadura, la única a quien podía servir y amar. Te rodeaba de un afecto exagerado, casi agresivo, te
lavaba, te vestía, te calzaba, te limpiaba las uñas, te peinaba, como si en lugar de un muchachito de diez años hubieses
sido un niño que empieza a andar. Te había enseñado a comer una cantidad determinada a ciertas horas establecidas,
a divertirte mesuradamente en determinados momento y lugar, a hacer una inclinación y a impartir una orden, a
gozar de todas las comodidades y a soportar al mismo tiempo una infinidad de prohibiciones. Las condiciones en que
habías atravesado la infancia se prolongaban al comienzo de la adolescencia: jamás descubrías nada con tus ojos.
Vivías así, constantemente solo, pero no solo contigo mismo, solo con él; tus pensamientos eran los que él te sugería.
Lo recompensabas con un afecto hecho de veneración y temor; era tu modelo, como él quería, y hacías tuyas sus
virtudes de orden y tuyos sus defectos de imperiosidad: estos últimos eran para él tus caprichos.
La abuela y yo fuimos a visitarte a la casa que tu protector —terminadas las vacaciones— había alquilado más allá
de la Puerta Romana. (En esa casa murió su mujer). Era un subsuelo y había un pequeño terreno cultivado que daba a
la calle, unos pocos metros cuadrados convertidos en jardín: parejas de canarios, un agotado rosal, dos viejas
tortugas. Habías tomado conciencia de nuestra diversa condición; en cada actitud tuya era evidente el desagrado que
mi presencia y la de la abuela te inspiraban. Se reflejaban en ti, incluso físicamente, en los gestos, en el tono de la voz,
la condescendencia, la suficiencia y esa particular cordialidad con que nos trataba siempre tu protector.
No hablamos nunca de mamá en todos aquellos años; jamás estuvimos los dos a solas. Crecías, pero eras siempre
el mismo. Cada vez me llevaba de ti esa impresión: crecías en estatura, demostrabas que llegarías a ser alto, tus rasgos
se desarrollaban en armonía, pero estabas siempre igual, te parecías siempre, eras una copia del Ferruccio del jardín
de Villa Rossa, como una fotografía de dimensiones cada vez más grandes. Incluso tus ropas parecían ser siempre las
mismas, de un corte impecable. Igual que tus ojos celestes y tus cabellos rubios. El día en que leí que a Jesucristo le
crecía el vestido a medida que él crecía, pensé en ti. Y crecías delgado, pálido, enfermizo, sufrías con frecuencia de las
amígdalas. Yo tenía ya dieciocho años, creía quizás en algo y me marché a vivir solo en una habitación alquilada. Me
puse a estudiar; no fui a verte más; dedicaba mis visitas a la abuela, que estaba en el Hospicio de los Pobres y me
guardaba su merienda.
Tú y yo vivíamos en la misma ciudad, pero era como si nos separase el mar. Ya no pensaba que mamá había
muerto por tu culpa. Te había olvidado.
15
Estábamos en 1935. Por lo tanto, tenías diecisiete años, todavía no cumplidos; yo, veintidós. El frío era intenso,
húmedo. Por lo general, cuando la Biblioteca cerraba, volvía a mi habitación; salía, avanzada la noche, para reunirme
con ciertos amigos vagabundos. Pero algunas noches no resistía el frío; me refugiaba en los sótanos de los billares,
donde había calefacción.
Había llovido y tenía los pies empapados en agua; el calor del ambiente hacía que, por reacción, me pusiera a
temblar violentamente. Las salas de billares estaban atestadas de gente, quizás era la noche de un sábado, no había
lugar ni siquiera para apoyarse contra las paredes. Venían gritos de la sala del ping-pong, frecuentada por jóvenes del
liceo y en la cual no entraba nunca. La llamaban «el jardín de infantes». Empujé la puerta para ver si había un lugar
para sentarse. La sala era pequeña y unos veinte jóvenes se apretujaban en torno de la mesa, dejando el espacio
necesario para el movimiento de los dos jugadores. Al lado de la puerta había una silla libre, justamente junto al
radiador de la calefacción. Cerré la puerta y me senté. Algunos de los jóvenes espectadores se volvieron, sorprendidos
por mi entrada. Para ellos era un extraño, uno de los billares, y por añadidura de mal aspecto, con el cabello y la barba
crecidos, un vagabundo flaco y bastante andrajoso, con mirada de poseído. Ellos eran alumnos del gimnasio y del
liceo, bullangueros, felices por las primeras libertades que se tomaban.
Para calmar mis escalofríos me metí las manos en los bolsillos del sobretodo y apoyé el mentón contra el pecho.
Los jugadores estaban batiéndose en un largo duelo de golpes de paleta que provocaba rumores en la platea. La
pelota hacía su tictac, que repercutía en mi cerebro más que los gritos. Un muchacho vestido con el uniforme de las
vanguardias, con la camisa negra y los cordoncitos blancos, vino a tomar el birrete que había dejado sobre el
radiador. Fue un gesto infantil de desafío; alcé la cabeza para observar al maleducado. Después, distraídamente eché
una mirada hacia la sala. Fue entonces cuando te vi. Eras uno de los dos jugadores y estabas justamente frente a mí.
Sobrepasabas a todos con tu altura. Sentado como estaba, te veía sólo la cara y la mitad del busto. Estabas sofocado,
un mechón de pelo rizado te acariciaba la frente, entre un golpe y otro lo volvías rápidamente a su puesto. No te veía
quizá desde hacía un par de años y me sorprendió la forma en que habías crecido. Creciste verdaderamente, o sea que
habías cambiado un poco. Parecías más robusto, la espalda y el tórax se te habían ensanchado, tus rasgos estaban
ahora más acentuados; tu figura sugería la idea de una juventud precoz. Hasta el cabello se te había oscurecido.
Tenías una expresión dura, casi cruel, tanta era la atención que ponías en el juego; tus ojos seguían la trayectoria
de la pelota con una intensidad que tenía algo de feroz; dabas el golpe moviendo el antebrazo, tu espalda se alteraba
sólo cuando sacabas la pelota de revés: se advertía que eras un jugador capaz y perfectamente adiestrado, y que tu
prestigio estaba empeñado en esa partida. Lo advertí mejor cuando descubrí que los espectadores te eran hostiles; a
cada pelota que perdías se alzaban grandes clamores de satisfacción y a la vez de aliento para tu adversario. Creo que
éste se llamaba Mario.
Si un punto resultaba discutible, todos estaban en tu contra. Intentabas hacer valer tu razón mirando en torno a ti
y diciendo:
—Ha golpeado adentro. El punto es mío.
Buscabas una solidaridad que nadie te concedía. Pero tu voz era insegura; tu mirada, turbada. Decías:
—Está bien.
Lo decías con una condescendencia que sabía a lágrimas. Invitabas al adversario a reiniciar el juego. Sólo cuando
la pelota se puso de nuevo en movimiento recuperaste tu calma feroz, tu dignidad. Ganaste la partida. Obtenido el
punto que te dio la victoria, lanzaste la paleta sobre la mesa con un gesto de triunfo que pareció una reacción de rabia.
No dijiste más que:
—A pagar.
Yo me había puesto de pie, estaba detrás de tu adversario. Éste te arrojó dos liras por arriba de la red. También
otros, que habían apostado, te pagaron. El vanguardista dijo:
—Te las daré mañana.
—Me las das ahora porque tienes —respondiste. Te dirigías hacia él, decidido en tus intenciones, cuando tus ojos
me encontraron. Te sonrojaste hasta los cabellos, me dirigiste una sonrisa, pero inmediatamente después te volviste
hacia el lado contrario. Entendí que mi presencia te contrariaba.
Por toda respuesta el vanguardista te hizo un desafío.
—Si me das ocho en veinte —te dijo—, jugamos por diez liras.
Para despreciarlo le negaste la ventaja, pero la platea se alzó contra ti en un solo grito. No supiste replicar,
tomaste otra vez la paleta, diste el primer golpe a la pelota. Mirabas siempre hacia donde me hallaba yo; estabas tan
emocionado y distraído que la pelota se te escapó tres veces y perdiste el primer punto.
Yo estaba ahora en primera fila y veía que todos sentían un poco de fastidio por mi presencia. No lograban
explicarse por qué estaba en medio de ellos, en el jardín de infantes. Un muchacho bajo, con anteojos, dijo:
—¡Tenemos visitas!
La frase provocó hilaridad y en ese momento tú erraste en una jugada fácil para un principiante. Perdiste la
primera partida. En mitad de la segunda dejaste la paleta y te declaraste vencido:
—Se me ha hecho tarde —dijiste.
Todos protestaron, inesperadamente, te invitaron a proseguir. Te ponías el sobretodo y te lo quitaban de atrás.
—No es posible que pierdas con un burro como éste —dijo alguien.
Incluso el vanguardista dijo:
—¡Todavía no le gané! —Estaba sorprendido de su propia suerte.
Entonces, en forma brusca, dijiste:
—Me está esperando mi hermano.
Un estallido de risa.
—¿Desde cuándo tienes un hermano? —te preguntaron.
—Lo que pasa es que eres un débil, no tienes carácter —dijo uno.
—Eres un engreído —dijeron otros.
Tú sólo atinabas a repetir:
—¡Me espera mi hermano!
—¡Corre a ver a tu novia! —dijo uno de ellos.
—¡La Franchi! —dijo otro.
Y todos se pusieron a gritar, marcando las sílabas:
—¡Fran-chi, Fer-ru-ccio!
Te habías puesto el sombrero, tenías el rostro descompuesto. Gritaste:
—¡Aquí está mi hermano: es éste! —Con el índice extendido hacia mí.
Se produjo un silencio repentino, cada uno se quedó inmóvil en su puesto, tú aprovechaste la oportunidad para
salir. Mario, el muchacho que había jugado en primer término contigo, me preguntó:
—¿Es cierto que usted es hermano de él?
—¿Yo? ¡Ni soñarlo! —respondí.
—Ferruccio es un bufón —dijo Mario.
—¡Bu-fón! —repitieron los otros.
Abandoné la sala, vi que subías la escalera lentamente: esperabas que te siguiese. Marché en cambio hacia la sala
opuesta y me escondí detrás de una columna de la mampara de vidrio que rodeaba el salón en que se jugaba a los
naipes. Habías vuelto y me buscabas entre la gente de los billares; después de una segunda inspección te marchaste.
Llevabas un sobretodo de color castaño, una bufanda gris, un sombrero de tipo tirolés.
16
La habitación que había subalquilado tenía nueve pasos de largo y cinco de ancho, como una celda. La ventana no era
una ventana, sino un agujero: cuando uno se asomaba, la espalda chocaba contra su borde superior. La había
alquilado con una pequeña cama, una mesa y una silla. En el alquiler no estaba incluida la limpieza, y en aquella época
yo me cuidaba poco. Tenía una sola sábana, pero lo suficientemente grande como para poder ponerla por arriba y por
abajo: cuando me decidía a darla a lavar me quedaba sin nada. Y tenía una sola manta. El sobretodo daba poco calor,
debido a lo cual dormía siempre vestido, envolviéndome los pies en una camiseta.
En la habitación se acumulaba mucho polvo, y yo quitaba solamente el que había sobre la mesa, y a veces ni
siquiera ése. Durante el verano la atmósfera se tornaba irrespirable; daba el sol todo el día, yo me desnudaba
completamente, se me pegaba la piel al asiento de la silla. Pero durante el invierno era peor, porque no conseguía
defenderme del frío. De vez en cuando, en las tardes en que estaba libre, la abuela venía a poner orden, pero yo no
quería, porque para ella era una pena y no hacía más que llorar y reprocharme. Últimamente le había dicho que había
vuelto a trabajar y que tenía alquilada una hermosa habitación amueblada, con calefacción y una camarera que la
limpiaba. Inventé una dirección cualquiera y le dije que no fuera a buscarme porque no estaba nunca en casa. Ella
pensó que me avergonzaba de su uniforme. Pero no resistió a la tentación. Un día, en el Hospicio, me contó que había
estado en la dirección que le había dado y que nadie me conocía.
—Has entendido mal el número —le dije.
Pero no se podía continuar. Por eso le dije que había encontrado empleo en Roma. Esa vez le di la dirección de un
amigo mío romano al cual le mandaba las cartas para que las pusiese en el correo: él me enviaba las de la abuela. No
la veía desde Navidad; aquel invierno, el segundo que pasaba en esa forma, me había afectado mucho. No quería
causarle otras preocupaciones mostrándome en malas condiciones.
Fue un atardecer de marzo, a eso de las siete. Hacía dos días que estábamos sin luz, porque la patrona no había
pagado la cuenta de la electricidad. Leía a la luz de una vela cuando sentí golpear a la puerta; de un soplo apagué la
candela y no respondí, porque creí que era la patrona que venía a reclamarme el pago del alquiler, en el que estaba
atrasado. Oí su voz, que me llamaba, la oí mover el picaporte. Después se alejó. Yo me acerqué a la puerta para
escuchar. Le oí decir:
—Si quiere dejar algo dicho…
Y tu voz:
—Dígale que ha estado su hermano.
Entonces quité la llave y abrí al mismo tiempo. La inquietud de antes se había transformado en alegría. Te llamé:
—¡Ferruccio!
La patrona, un alma buena, se detuvo en la puerta con una vela encendida en la mano. Te dijo:
—¿Usted es su hermano? Su abuela me habló de usted.
Me pareció que te habías sonrojado. Traté de sacarte del apuro. Le dije:
—Está bien, señora, gracias. Buenas noches.
Pero ella, aún en la puerta, dijo:
—¿Ve cómo vive su hermano? Convénzalo para que sea menos oso. ¿Qué me costaría arreglarle un poco la pieza?
Pero no quiere que entre nadie. ¡Cuando sale se lleva la llave!
Yo estaba como sobre brasas; tú, con la cabeza gacha, el sombrero en la mano, lleno de embarazo.
—Está bien, señora. Buenas noches —repetí.
Se marchó y suspiré. Estabas todavía en medio de la habitación, con el sombrero en la mano. Lo primero que
dijiste fue:
—Es una mujer amable. ¿Por qué la tratas de ese modo?
Habíamos quedado a oscuras. Yo dije:
—Tengo que volver a llamarla para encender la vela.
—Yo tengo fósforos —respondiste.
17
La vela estaba metida en el cuello de una vieja botella de Kummel; se iba a terminar, pero la mecha alumbraba
bastante. Te alcancé la única silla, yo me senté oblicuamente sobre el borde de la mesa.
—Bueno —dije, sonriendo y con afectuosa ironía—. ¿A qué debo el honor?
Dejaste sobre la cama, que estaba detrás de ti, la bolsa de cuero que tenías en la mano, conservaste el sombrero
sobre las rodillas. Te pregunté, con el mismo tono:
—¿En qué puedo servirte?
—Tendrás que alojarme durante cierto tiempo. Mañana traeré la cama, si no te molesta.
—¡De ningún modo! —respondí.
Estaba sorprendido y sobre todo me impresionaba tu aire desenvuelto, y aun más la familiaridad con que me
tratabas. Pensaba que me tratabas como a un amigo. En aquellos primeros cinco minutos recorrimos la distancia que
durante dieciséis años nos había separado cada vez más.
—Papá se ha encaprichado.
—¿Por qué? Si no me explicas, no te podré alojar. Tendré, en cambio, que acompañarte de vuelta a casa.
—No vivimos más donde crees. Ahora estamos en Borgognissanti, en una habitación subalquilada.
Estabas vestido como dos meses atrás; sólo te faltaba la bufanda. Desde entonces yo había evitado frecuentar
aquel local. El invierno no te había hecho daño; tenías todavía aire sólido y no habías enflaquecido, parecías seguro de
ti. La luz de la vela te daba en el rostro, veía la serenidad de tu mirada. Tenías una pelusa a ambos lados de la boca y
sobre el labio: era rubia, y aquella luz la ponía en relieve.
Yo no conseguía hacerme a la idea de que tú y él estaban ahora en una habitación subalquilada.
—Volvamos a la cuestión —dije.
—¿Cómo?
—Es una forma de decir. ¿Me entiendes mejor si te digo ab ovo?
—¿Sabes latín?
—Por desdicha, no. —Luego añadí—: ¿No crees que debes volverlo a pensar? ¿Quieres que te acompañe?
—Por lo menos esta noche no vuelvo.
—¿Y la causa?
—Ha sido por una muchacha.
Dije:
—¡Ah! —Y era todo lo que encontré para decir. Luego agregué—: Has cambiado mucho.
La vela daba sus últimos guiños, la hice durar recogiendo la cera que se había volcado sobre la botella. Tú dijiste:
—Es la hija de la patrona. No hay nada entre nosotros. Bromeamos. Esta mañana papá nos sorprendió en el
corredor. Me encerró en nuestra pieza y a ella la persiguió con la escoba. —Sonreíste—. Ha tenido una gran pelea con
los padres de ella. Mientras tanto yo conseguí liberarme.
Poco después la vela se apagó definitivamente. Encendiste un fósforo. Yo dije:
—Hay que ir a comprar otra vela. Salgamos. Además tenemos que comer.
—Si no te molesta, quisiera invitarte —dijiste.
18
Vivía en la calle Ricasoli, junto a la salida de seguridad del cinematógrafo Modernissimo. Era tarde, quizá las nueve ya.
Enfrente estaba encendido el farol de una lechería; desde un segundo piso iluminado venía música de baile. Hacía
todavía frío y se veían la luna y las estrellas. Hacia el fin de la calle, justamente frente a nosotros, se recortaban la
cúpula y el ábside de Santa María del Fiore. Pasamos ante el palacio de La Nazione y desembocamos en la plaza del
Duomo.
—¿Cómo has sabido mi dirección? —dije.
—La pedí en el Registro de Domicilios. —Sonreíste.
—¿Necesitas una verdadera cena?
—Estoy acostumbrado a comer algo liviano por la noche. Podemos comer cualquier cosa de pie en Becattelli.
Eras verdaderamente diferente de lo que yo continuaba considerándote; eras un amigo. Te tomé por el brazo.
El local estaba casi desierto. Giovanni Becattelli se hallaba sentado ante la caja con su aire indolente. Dos clientes
comían, los platos apoyados en mesas de mármol. En la única mesa del reservado estaban el vendedor de diarios de la
plaza Vittorio y su mujer, gordos ambos, quizá hidrópicos, y el viejo vendedor de corbatas, que sufría de las piernas.
—¿Vienes aquí a menudo? —te pregunté.
—El hijo del patrón ha sido compañero mío en la escuela.
Giovanni se alegró al vernos entrar; al principio no supuso que estuviéramos juntos.
—Hola —te dijo—. ¿Cómo andas fuera a esta hora?
Te sentiste un poco embarazado, pero habías recobrado tu actitud reservada.
—Estoy con mi hermano —dijiste.
Giovanni meneó la cabeza; como tus amigos, también él dijo:
—¿Desde cuándo es él tu hermano?
—Desde que nacimos —dije yo.
Tuvimos que mostrarle los documentos de identidad para que se convenciese. Comimos un poco de pasta y un
sándwich. Bebiste vino blanco, dulce.
No había tiendas abiertas y tuvimos que hacer una buena caminata para comprar velas. Habíamos terminado en la
calle Neri. Frente a nosotros se detuvo un tranvía número 13. Yo te dije:
—¿Por qué no tomas este tranvía y vuelves a casa? Tienes que descender en el Puente Carraia. Papá estará
preocupado.
—Le dejé una nota.
—Mi deber es llevarte allá. A esta hora todo estará arreglado.
El dueño de la tienda bajó estrepitosamente la persiana metálica; desde la calle de la Ninna venía un viento helado
que hacía temblar. Callabas, te pusiste pálido. Había pronunciado aquellas palabras con seriedad, y comprendí que te
había molestado. Súbitamente dijiste:
—Buenas noches.
Y me volviste la espalda. Te alejabas con rapidez, corrías. Al cruzar la calle Altafronte, me precedías ya en unos
cincuenta metros. Un tranvía te obligó a detenerte en la entrada del Puente Grazie. Conseguí alcanzarte.
Regresamos. En una bocacalle nos recibió un golpe de viento fortísimo. Tosiste.
—Estás sofocado y este frío te hará mal. ¿Sufres siempre de la garganta? —te pregunté.
Continuaste en silencio, me mirabas a hurtadillas, veía relámpagos de rencor en tu mirada. Te ofrecí un café en un
bar del Canto Rondini. Aceptaste, encerrado siempre en tu mutismo y en tu resentimiento. Te arreglaste la corbata
frente a un espejo que tenía estampado un cartel de propaganda. Luego hiciste correr el agua de la canilla sobre la
cucharita, antes de echar azúcar al café. El dueño del bar, un amigo mío, dijo:
—¡Higienista, queridísimo amigo!
Lo fulminaste con la mirada, te sonrojaste.
En la calle de la Pergola, frente al teatro, había una larga fila de coches; un grupo de muchachotes salía del
prostíbulo dando voces.
—Está bien, dormirás conmigo —dije—. ¿Estás satisfecho? Pero mañana temprano vamos a Borgognissanti.
Silencio.
—¿Has entendido?
Respondiste:
—¡Hum!, ¡hum!
19
Habíamos comprado dos velas, encendí las dos. Te habías sentado sobre el borde de la cama.
—Te meto en líos —dijiste.
Estabas de nuevo seguro de ti y parecías contento. La expresión de tu rostro se había dulcificado y era ahora casi
infantil; hablabas en el tono de un niño que la ha ganado.
—Sabes lo que piensa papá de mí —dije—. Dirá que yo te convencí para que no volvieras.
—Le dejé una nota en la que le decía que volveré sólo cuando haya encontrado una nueva habitación.
Nuestras sombras se proyectaban sobre las paredes; el cuarto era de techo más bien alto y por eso parecía más
oscuro y pelado. Debajo de la ventanita estaba la caja con las chucherías familiares que la abuela había querido dejar
en mi poder. Sobre la mesa, algunos libros, entre los cuales había un grueso volumen del siglo diecinueve donde
figuraban todas las obras de Alfred de Musset, en el idioma original.
Tomaste el volumen, y lo apoyaste sobre las rodillas para abrirlo:
—¿Sabes francés?
—Trato de aprender leyendo —repliqué.
—¿Sin gramática?
—Tengo un pequeño vocabulario.
Lo tomé de la parte opuesta de la mesa y te lo mostré.
—Yo uso la gramática de Fiorentino. Te la podría prestar.
—¿Por dónde vas tú?
—El año último me han reprobado justamente por el francés.
—¿Te han reprobado por una materia sola?
Hablabas siempre en tu tono infantil, y parecía que estabas descansando o que renunciabas a una actitud.
—También por matemáticas.
—¡Ah!
—Y en italiano me fue mal en los orales. En los escritos había sacado siete.
—¿Qué ha dicho papá? ¡Habrá dicho que son las consecuencias del ping-pong!
—Más o menos.
—¡Y de la muchacha! ¿Cómo se llama?
Enrojeciste y entendí que hubieras querido no responder. Lo hiciste por gratitud.
—Giuliana.
—¿Y cómo es?
Era igual que hablar con un amigo.
—¿Cuántos años tiene?
—Dieciocho.
—Entonces es mayor que tú. Una muchacha en serio.
Comprendí que me había excedido, que era difícil ganarse tu confianza. Pensaba por primera vez que eras mi
hermano. Te alcancé el retrato que estaba sobre la mesa, apoyado contra la botella, bajo la vela:
—Ésta es mamá —te dije.
Tomaste la fotografía, te inclinaste para que la luz no te impidiera ver. Yo observaba tu rostro, pero no descubrí en
él ningún signo: parecía que prestabas atención a la foto para complacerme. Dijiste:
—La que tiene la abuela es más clara.
Hubo una pausa; estábamos incómodos, pero por razones diversas. Te habías puesto de pie y habías colocado la
fotografía en su lugar.
—No hay sábanas —te dije—. ¿Quieres acostarte?
—Si no te molesta.
Te quitaste el sobretodo y lo colgaste de la manija de la ventana por el cinturón. Abriste la bolsa de cuero, tenías
dentro el pijama, las pantuflas envueltas en un periódico, la toalla, el dentífrico, el nécessaire completo.
—¿Tú dónde dormirás? —dijiste.
—Me arreglaré en la silla.
—¿Toda la noche? Podemos dormir juntos. De costado cabemos los dos, si no te molesta.
—Más tarde, quizá. Mientras duren las velas quisiera estudiar, si no te molesta. —Sentí tentación de reír—. Me
estás educando —te dije. No entendías—. ¿No te has dado cuenta de que, sin querer, yo también he dicho: «si no te
molesta»?
En la habitación había una sola silla.
—Tómala —te dije—. Yo me siento sobre la caja. Puesta de pie es suficientemente alta.
Colgaste la chaqueta sobre el respaldo de la silla, acomodando con la mano las hombreras; con un gesto hábil
hallaste la raya de los pantalones. Cuando estuviste en calzoncillos vi tus largas piernas, un poco flacas a la altura de
las rodillas, blanquísimas. Luego te acercaste a la mesa, en pijama, con la toalla al brazo.
—¿Dónde está el baño? —dijiste.
—Baño, en realidad, no hay. Nos lavamos en la cocina, habrá que atravesar la casa, los otros duermen. Sin
embargo…
—Está bien —dijiste, contrariado.
20
Apagué una de las dos velas para molestarte menos y también para tener luz durante el mayor tiempo posible. Poco
después, por tu forma de respirar, comprendí que te habías dormido. Encendí un cigarrillo y me puse a estudiar. Por
la calle pasaban de vez en cuando coches y automóviles, en las pausas de silencio llegaba amortiguada la música del
cine-teatro de variedades. Luego se oyó bajar una persiana metálica: cerraba el bar de la esquina de la calle Pucci;
luego, la entrada del cinematógrafo; luego, solitario, el paso del guardia nocturno. Era la hora en la cual habitualmente
me encontraba con mis amigos. Temía que aquella noche, al no verme, viniesen a llamarme desde la calle. Te hubieran
despertado. Pensé en salir, apenas el tiempo suficiente para dejar una nota en el café, que estaba a una distancia de
cinco minutos. Escribí las pocas líneas. Estaba levantándome, teniendo la caja con la mano por temor a que cayese, tú
dijiste:
—¿Por qué has puesto a la abuela en el Hospicio?
Tus palabras fueron tan inesperadas que me parecieron pronunciadas por otra persona. Me había sentado de
nuevo sobre la caja y jugueteaba con la nota que acababa de escribir.
Agregaste:
—Es deshonroso.
Tu voz era un poco ronca, de uno que acaba de despertarse, pero se sentía que seguías un pensamiento, que no
hablabas adormilado.
—¿Por qué crees que es deshonroso? —te pregunté.
—La gente habla mal de ti.
—¿Qué dice?
Decías «la gente» y era como si dijeras «papá».
Agregué:
—Mira, Ferruccio, la gente por lo general juzga sin ponerse en las situaciones.
—No entiendo.
—Escucha entonces: ¿quién crees que quiere más a la abuela, la gente o yo?
—Creo que tú.
—Entonces cree también que he procedido respecto a la abuela mejor de lo que lo hubiera hecho la gente. ¿No es
así?
—Tengo sueño y no te entiendo.
—Escucha. La abuela no tenía ya fuerzas para ir a trabajar. Sabrás que tiene más de setenta años. Yo ganaba
quince liras por día. Es un sueldo. Sin embargo, no nos arreglábamos. La abuela se fatigaba para que pudiéramos
comer algo. Una vez que se enfermó tuve que llevarla al hospital, y tenía sólo un poco de bronquitis. Yo estaba todo el
día en el trabajo, no podía cuidarla, ni permitirme una enfermera… En el Hospicio la cuidan y… ¿Me entiendes?
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Te escucho.
—¿No ha sido porque tenías pocas ganas de trabajar?
—En segundo término, sí. Quiero trabajar en otra forma.
—¿Es cierto que quieres ser escritor?
—Quiero ser periodista.
—¿Y lo conseguirás?
—Espero que sí.
Ahora, en cambio, hablabas adormilado.
—¡Pero si no has ido nunca a la escuela!
—¿Y con eso?
—¡Si no tienes siquiera la gramática de Fiorentino!
—¿Ya no quieres prestármela?
—Papá dice que eres un haragán, dice que tú y yo somos de la misma raza.
—En efecto, somos de la misma raza. ¿Qué piensas tú?
—Que papá tiene razón.
Encendí un cigarrillo. Había fumado ya tres y me parecía que la habitación estaba llena de humo.
—¿Te molesta el humo? Digo por tu garganta.
—No tengo nada en la garganta.
—Hace años estabas a menudo en cama con las amígdalas inflamadas.
—Después me hice operar…
Silencio. Y súbitamente, como pocos minutos antes, dijiste:
—Entonces ¿por qué la abuela no hace más que llorar cuando vamos a visitarla?
—¿Has ido a ver a la abuela?
—Sí. Incluso hoy, para pedirle tu dirección. Me dijo que estabas en Roma, pero yo te había visto anteayer en la
calle Strozzi. Entonces comprendí que la habías abandonado.
Te habías puesto de costado, hacia el exterior, y me mirabas alzando la cabeza.
—No quiero que me vea en una situación tan mala —te dije.
—¿Por qué no vuelves a trabajar? ¿Por qué no te pones de apuntador en los billares, por ejemplo?
—Es una idea… ¿Desde cuándo vas a visitar a la abuela?
—Desde hace un par de meses, desde el día que nos encontramos en el ping-pong. Me arrepentí de haberme
portado de aquel modo, y como comprendí que me huías, pensé que hacía bien si iba a visitar a la abuela…
Me levanté y fui a besarte en la boca.
21
La vela estaba casi por extinguirse, encendí la otra y tú dijiste:
—¿Por qué no vienes a la cama?
Me quité el sobretodo y los zapatos, apagué la vela.
—¿No te desvistes?
—Duermo vestido, si no te molesta.
—Has dicho, si no te molesta, ¿eh?
Nos pusimos los dos de costado, cara contra cara; nuestras piernas se encontraban; estabas obligado a mantenerte
con las rodillas dobladas porque la cama no era suficientemente larga para ti. También en ese momento, súbitamente,
como conclusión de un pensamiento, tras un silencio que yo había respetado por creer que estabas dormido, dijiste:
—Te pareces a nuestra madre, pero más a la fotografía que tiene la abuela, que a la que está sobre la mesa. Yo, en
cambio, no; si a alguien me parezco es a nuestro padre. (Desde entonces dijimos siempre: nuestra madre, nuestro
padre).
—¿Qué recuerdos tienes de nuestra madre? —te pregunté.
—Ninguno. La abuela me ha hablado de ella.
—También yo te he hablado de ella, en Villa Rossa, cuando éramos niños. ¿No recuerdas?
—Vagamente.
—El día en que el jardinero me regaló la caña.
—¿Nando?
—Sí, Nando… Y por segunda vez en el automóvil, y tú dijiste…
—¿Qué dije?
—Que no la querías.
—Conque me hablaste de ella… ¿Y cómo era?
—¡Era hermosa!
—¡Dices que era hermosa para decir que también tú eres hermoso!
—Tenía ojos que parecían verdes, y miraba siempre con seriedad. Como tú cuando juegas al ping-pong.
—¿Cómo estoy cuando juego?
—Miras de tal forma que pareces distante de todos, sumergido en una idea, como fuera del mundo y contra el
mundo.
—No te entiendo… ¿Tenía los ojos verdes o parecían verdes? ¿La recuerdas bien?
—Bien, en el sentido de haberla conocido bien, no. Pero recuerdo muy bien su cara.
—¿Qué hacía?
—¿Cómo qué hacía?
—Cada día.
—Vivía, y después murió.
—¡Ves que no la recuerdas! Tampoco la abuela sabe decirme nada preciso. ¿Cómo puedo tomarle afecto si no me
saben hablar de ella?
—¡Pero era nuestra madre!
—Sí. ¿Y qué más?
—Murió cuando tú tenías veinticinco días.
—Lo sé. Y Clorinda, la de la leche, me llevó a Villa Rossa…
—¡Eso es, se llamaba Clorinda!
—Vive aún, pero no está ya en San Leonardo. Han cambiado muchas cosas en aquellos lugares… De modo que
tenía ojos verdes. La abuela me ha dicho que era alta; en eso yo me le parezco, nuestro padre es un poco más bajo que
lo normal. ¿Ves que también yo me le parezco?
—Le gustaban las naranjas.
—¿Y también la mermelada de naranjas?
—Creo que sí.
—Pero ¿cómo lo sabes?
—Yo también he interrogado a la abuela. Pero no puede decir mucho más. Y no le gustaba el pan viejo. Dice la
abuela que durante la guerra sufrió mucho.
—¿Qué más?
—Le gustaba vestirse de oscuro.
—¿Qué más?
—Le agradaban las comedias de Stenterello.
—¿Qué más?
—No podía estar entre mucha gente. Por eso no asistió nunca al descubrimiento del altar, el sábado santo.
—¿Te lo dijo la abuela?
—Sí.
—¿Qué más?
—¿Sabías que era una modista excelente?
—¡Hum!, ¡hum!
—Trabajaba en la tienda, frente a la placita que está en mitad de la calle del Corso.
—¿Dónde está el hotel Sasso di Dante?
Hablábamos, manteniéndonos inmóviles para retener el calor que nuestros cuerpos habían conquistado. Era ya
plena noche, por el vidrio de la ventanita penetraba una luz de luna tan tenue que parecía la del comienzo del alba. A
veces tu aliento me llegaba a la cara, me agradaba y trataba de acercarme más a él. De vez en cuando, se oían durante
algunos minutos bocinas de automóviles.
—Son los camioncitos de La Nazione que corren para alcanzar los primeros trenes, con los periódicos aún con la
tinta fresca —dije.
Estaba feliz contigo junto a mí; feliz por haberte conocido tal como eras, y porque estabas junto a mí, y eras mi
amigo y hablábamos. Hablábamos de mamá y de muchas otras cosas.
Después te dormiste; respirabas con cierta dificultad. Desde la calle llegaron voces y yo advertí que eran mis
amigos. Cuando estuvieron frente a la casa comenzaron a llamarme. Insistían, despertaban a toda la calle, y por eso
decidí levantarme. Tomé de la mesa la nota que había querido llevar al café, abrí la ventanita, les hice seña de que
callaran y les arrojé la nota.
Uno de ellos la leyó en alta voz; una risotada colectiva, gritos y exclamaciones vulgares fueron lanzados hacia
donde yo estaba. Uno de ellos dijo:
—Bésala a tu hermano por mí, detrás de la oreja.
Tú seguías durmiendo, tranquilo como si estuvieras en tu cama. A mi regreso te volviste hacia el otro lado,
diciendo, en medio del sueño, algo que no entendí.
22
Nos despertamos al mismo tiempo a causa de un rumor que venía desde la ventanita. En el exterior, un hombre
colgado de una cuerda había apoyado el pie sobre la cornisa y había golpeado el vidrio. Estaba reparando el conducto
que lleva el agua llovida sobre los techos a las cloacas. Fue un despertar que nos puso alegres.
Te habías acostado con el reloj en la muñeca.
—De una cosa así —dijiste— papá haría una enfermedad. —Luego añadiste—: Levantémonos. Vamos a Canossa.
—Y te echaste a reír.
—Estás fuerte en Historia —dije.
La patrona y los otros inquilinos se habían marchado; te acompañé a la cocina para que pudieses lavarte. Después,
una vez que reordenaste tu ropa en la bolsa, salimos.
—¿No tomamos desayuno? —dijiste—. Debes permitir que te convide.
—Eres rico —dije yo.
—El ping-pong me rinde.
También al decir eso te sonrojaste; se veía que estabas evolucionando, que estabas en un período de transición y
cada vez que tu personalidad en formación se descubría en sus acciones y en sus actitudes temerosas, tu antigua
personalidad la llamaba al orden.
Fuimos a una lechería que estaba detrás de la Prefectura: café con leche y pan crujiente.
—¿Manteca? —preguntó la patrona, que servía las mesas.
—Sí.
Volvió con dos porciones de manteca y mermelada y otros panecillos.
—He traído también la mermelada para ahorrarme un segundo viaje —dijo.
Era una mujer joven, franca, con una mirada y un porte que excitaban. La conocía y me gustaba; ella lo sabía y
estaba siempre de broma. Le preguntaste:
—¿No hay mermelada de naranja?
—Sólo en tarritos. Pero si se muere de ganas, puedo abrirle uno.
—Muy bien, dele el gusto —dije yo—. ¿Sabe que es mi hermano?
Tú estabas muy atento, intimidado y satisfecho a la vez.
—Hubiera puesto la mano en el fuego —dijo ella.
—No nos parecemos en nada —exclamaste, tan repentinamente que parecías descortés.
—Lo dice usted —repuso ella—. Tienen los dos el mismo aire del que se las conoce todas.
Se marchó hacia la caja y vi que tus ojos la seguían: la mirabas como un adolescente que sabe lo que significa una
mujer, con el deseo de un adolescente. Hubiera querido hablar, pero las palabras murieron en mis labios. Ahora yo
estaba intimidado, y creo que me llegó el turno de sonrojarme. Ella vino con el tarrito de mermelada hasta nuestra
mesa; se volvió hacia ti y dijo:
—Su hermano es poeta, pero por la mañana se despierta con hambre de peón.
Alguien de las mesas vecinas golpeó un vaso con la cucharilla. Después de haber servido la mermelada en los
platos, la mujer nos dejó. Mientras se marchaba me echó su mirada y sonrió. Yo le dije:
—Siempre con calor ¿eh?
—Hirviendo —replicó ella, y sonrió más abiertamente.
Era nuestra forma particular de bromear.
Cuando la llamamos de nuevo, para pagar, te dijo:
—No nos haga caso. Yo y su hermano somos buenos amigos.
Después de dar unos pasos en silencio por la calle, me preguntaste:
—¿La conoces? ¿Me has traído aquí porque es tu amante?
Te habías sonrojado de nuevo, pero tus ojos celestes sonreían; me hacías la gentileza de una complicidad no
necesaria, pero que establecía entre nosotros una amistad definitiva. Me desagradó tener que desilusionarte; tú no
me creíste.
Estábamos en la calle Parioni, y antes de llegar a Borgognissanti te detuviste en forma brusca: fue como si la calle,
que se abría frente a nosotros con sus albergues de un lado y la fila de tiendas muy pegadas entre sí del otro, te
hubiese llamado súbitamente a la realidad, y durante algunos segundos pareció como si estuvieras adoptando una
cara distinta de la que tenías, una expresión diferente. Volvía tu antigua personalidad, y pensé que eras un hipócrita,
pero inmediatamente pensé que eras desdichado. Dijiste:
—Es mejor que vaya solo. Créeme.
—Me quedaré frente al portón un momento, por si llegaras a necesitarme.
Insinuaste una sonrisa.
—¿Volverás a visitarme? —te pregunté.
—Nos veremos el jueves en lo de la abuela.
Esperé un poco alejado, en la acera opuesta; no me había desagradado evitar el encuentro con tu protector, con
todas las cosas desagradables que seguramente me hubiera dicho, empezando por la deuda de trescientas liras
contraída por nuestro padre. Esperaba, y pensaba que durante todo el tiempo que habíamos estado juntos no
habíamos hablado de nuestro padre, o lo habíamos hecho sólo de pasada, como si para ti nuestro padre no existiese; y
tampoco respecto a la muchacha, a Giuliana, habías tenido una palabra que demostrara tu preocupación por lo que
pudiera haberle ocurrido, como si tampoco ella hubiese existido nunca para ti. Entonces pensé que ciertos pliegues de
tu alma me resultaban aún oscuros. Después de media hora de espera, me marché.
23
La sala de visitas del Hospicio era una habitación oscura de la planta baja, que daba a un patio en el que se veía a las
asiladas con su uniforme: un vestido de paño gris y un delantal negro ceñido a la cintura.
La celadora conocía a todos los visitantes; apenas entraban, se volvía hacia el patio y gritaba un nombre.
—¡Casati! —decía, y poco después aparecía la abuela.
La abuela gozaba todavía de buena salud, pero tenía las piernas un poco flojas; entre el patio y la sala de visitas
había unos escalones: la abuela tenía que apoyarse en el umbral para atravesarlos. Estaba siempre limpia y bien
arreglada; yo le decía que no la había visto nunca tan elegante.
—Nos pasan revista dos veces por día. Y hay baño una vez por semana. No están contentos hasta que no nos
pescamos una pulmonía —se quejaba—. Nos tratan como si fuéramos niñas.
La sala de visitas estaba llena de gente; se oía un parloteo apagado y constante. Por arriba de las cabezas de los
parientes, las asiladas se espiaban unas a otras, buscándose con la mirada. Una de ellas decía a la abuela:
—¡Ha visto que ha venido! ¡Y usted que se preocupaba tanto!
—¡Viene desde Roma sólo por mí!
—Ésta es mi nuera. Me ha traído una docena de huevos —decía otra— y un poco de manteca.
—La nuera hace la vida —me decía la abuela en voz baja—. Viene a visitarla cada muerte de obispo.
—Tiene suerte con su nietecito. ¿Es el mayor?
—Sí, viene especialmente de Roma para visitarme. ¿Éste es su hijo?
—Es el del medio. El otro tiene que trabajar.
(—Tiene tres hijos ya hombres y la dejan aquí —decía la abuela—. Si tu madre estuviese viva, no hubiera hecho
falta que yo me internara).
Y otra:
—Su nieto ha enflaquecido desde la última vez.
—¡Tiene que trabajar tanto! —decía la abuela—. Además está cansado del viaje.
Luego se volvía hacia mí:
—Es cierto que estás más pálido que de costumbre…
—Estoy bien, te juro —le decía—. ¿Y tú?
—¿Cómo quieres que esté? ¡Encarcelada!
La habitación era oscura, tenía el techo bajo; nos sentábamos uno frente a otro, sobre banquetas de paja, tomados
de las manos, y las suyas estaban siempre frías. Permanecíamos largo rato en silencio, acariciándonos las manos;
bajaba los ojos y sentía su mirada sobre mi cabeza, como un reproche y como una bendición. La gente susurraba sin
interrupción; sonaba una campanilla en el patio, una Hermana aparecía en el umbral y desaparecía.
—Es la Hermana Clementina, es nuestro carabinero. ¡Pero es tan buena! Me ha dado permiso para tener el vaso
durante la noche —decía la abuela.
—¿La comida es siempre poca?
—Es poca por la noche. Nos dan una taza de café con leche, pero es agua recalentada. A veces hay un plato de
puré.
—¿Es bueno?
—Se queda en el estómago. Yo no lo pruebo. Sabes que de noche yo no comía casi nunca en casa.
—¿Sales siempre una vez por semana?
—¿Querrías que me quedase aquí encerrada? Si no voy a hacer alguna visita, por lo menos tomo un poco de aire.
Me arreglaba la bufanda en torno al cuello, con un gesto trémulo de madre, de enamorada.
Aquel jueves tú llegaste, como me habías prometido, y la abuela no cabía en sí de la alegría por tenernos a los dos
a su lado. Nos tomaba las manos y las mantenía entre las suyas, aspiraba fuertemente por la nariz para no llorar. Tú
estabas un poco embarazado, mirabas en torno a ti para serenarte.
—¡Casati! ¡Hoy los tiene a los dos!
—¡Es mi hijita quien me los ha mandado! ¡El mayor ha venido especialmente de Roma para visitarme!
Tú dijiste:
—¡No conteste, abuela!
Era un reproche, y la abuela te pidió disculpas: te acarició el cabello. La tratabas de usted, como te había
acostumbrado a hacerlo papá desde niño.
—Estas mujeres dicen que los voy a consumir a fuerza de mirarlos… Cuando salgan de aquí, tengan cuidado con
los automóviles. Y tengan cuidado al cruzar la plaza Signoria; hay mucho viento. Doblen por la calle Condotta.
Entonces yo dije:
—¿Te gustaría, abuela, que pasáramos la Pascua los tres juntos? Pascua es dentro de quince días, iremos a comer
afuera.
—Pero ¿querrá el señor? —dijo ella, y le temblaba la voz. Agregó—: Es mejor que nos encontremos por la tarde.
Yo estoy invitada por Semira. Vayan a buscarme allí.
—Papá querrá, si a usted no le molesta —dijiste tú.
La abuela hizo un gesto de niña; se pasó el índice bajo la nariz para frenar la conmoción. Unió nuestras cabezas,
nos besó en la frente, primero a ti, después a mí. Me dejó un poco de saliva cerca del nacimiento del cabello.
Yo dije:
—Irás a casa de Semira para deshacer el compromiso. Vendremos a buscarte a mediodía.
Ella protestó aún, débilmente, luego dijo:
—¡Nunca me has obedecido!
24
Estaba avanzada la tarde de fines de marzo y en el aire se sentía la tibieza de la primavera. La hiedra de la fachada del
Hospicio parecía más verde. Al salir de la oscuridad de la sala de visitas, la luz crepuscular que caía sobre las casas
nos cegaba. Parecía que se salía de una prisión; y yo estaba triste, apretaba los puños dentro de los bolsillos del
sobretodo. Te tomé por el brazo. Tú mirabas hacia adelante, estabas ausente, y me pareció que mi mano te pesaba.
Entonces te pregunté:
—¿Qué ocurrió?
—Está todo arreglado.
Seguiste mirando al frente. En el horizonte el cielo estaba bajo, blanco y rosado; se adivinaba el disco rojo del sol
tras las casas, cuyos vidrios más altos brillaban a causa del reflejo.
Marchamos un largo rato en silencio, instintivamente doblamos por la calle Condotta, como la abuela nos había
aconsejado. Te invité a tomar una taza de chocolate en el Bar Fiorenza. Las tiendas de la calle Calzaiuoli habían
encendido las luces; el intenso movimiento de la noche agitaba el centro de la ciudad. Sorbías el chocolate y de
pronto, entre un sorbo y otro, dijiste:
—Papá quiere hablarte.
—¿Ahora mismo? —pregunté.
—Sí, es mejor. No ocurre nada nuevo, pero hay que darle esta satisfacción.
Nos esperaba en la habitación alquilada, en la que había vuelto a armar un trozo de Villa Rossa. El retrato del
barón y tres cuadros de la caza del zorro estaban colgados de las paredes; reconocí las camas de madera, talladas,
incluso las sillas, la mesa, los muebles que ustedes tenían en sus habitaciones privadas en la época de San Leonardo.
Era ésta una habitación más confortable, llena de tapices, en la cual cada cosa estaba en su sitio; pensé que era una
«habitación-santuario»; se respiraba esa atmósfera de las viejas casas en las que el que las habita ha puesto en cada
centímetro cuadrado un recuerdo; y de esos recuerdos se nutre, de ellos vive. Mejor dicho, no vive: se prepara,
lentamente, para morir. Y reinaba también la vieja dimensión del silencio, que había olvidado. Ya al entrar dije
«buenas noches» en voz baja, como se habla en la iglesia al que está junto a uno. Tu protector estaba en bata. Dijo:
—¡Apareció el buena pieza!
Y lanzó su risa habitual, que se había tornado ahora un poco más cordial. Me ofreció una silla. Nos sentamos en
torno a la mesa.
Para empezar me pidió noticias de mi vida, y ante mis palabras sonreía, mostraba los dientes opacos, el rostro
marfilino; una piel seca, consumida por el tiempo. Por último, dijo:
—De modo que tú deberías ser un ejemplo para tu hermano…
Anochecía; encendiste la luz que estaba sobre la cómoda, y en medio de aquella penumbra él tomó la palabra.
Hablaba en tono mesurado, con un velo constante de ironía, que al principio me ofendió; luego mi espíritu cedió a la
resignación. Lo escuchaba y pensaba ya en otra cosa, pensaba en lo que haría esa noche apenas saliera de allí. Él
rehízo la historia de tu adopción, lo que había hecho por ti: enumeró los sacrificios, «las trescientas liras», la
indiferencia que la familia había demostrado por tu futuro. Luego dijo:
—Con esto yo no quiero echar nada en cara a Ferruccio. Si pudiese volver atrás, haría nuevamente lo que he
hecho. Pero ahora no puedo hacer nada más. Estoy viejo, no tengo trabajo, y apenas me quedan los últimos ahorros.
Me quito el pan de la boca para mantenerlo en la escuela, y él se da el lujo de hacerse reprobar. He hecho de todo para
darle una educación, y él hace el gallito con la primera mujerzuela que encuentra. Te lo digo también a ti: o Ferruccio
sienta cabeza o lo mando de vuelta junto a su padre. ¡Ya verá lo que significa eso! Y si lo aplazan también este año, ¡lo
mando a trabajar!
Escuchabas con compunción, como se escucha una lección aburrida cuando los ojos del profesor están sobre uno:
tu rostro no tenía expresión. Él hablaba en su tono mesurado, alternando las risitas sarcásticas con gestos.
—¿Ves cómo hemos tenido que reducirnos? —me dijo, señalando hacia el centro de la habitación—. A él esto no le
dice nada. Como si no lo viese. Cree que yo soy eterno y que toda la vida tendrá el agua caliente y el desayuno cuando
se despierta. ¡Se acordará cuando lo mande a trabajar!
Pronunciaba esta última frase como el que amenaza con una tortura de la que se lo sabe capaz. Luego dijo:
—Es evidente que Ferruccio ha salido a su madre… ¡Pero tiene que conseguir vencerse!
Me desperté del letargo al que me había abandonado, sentí que enrojecía y dije:
—¿Qué quiere decir?
—Pasémoslo por alto, es un tema demasiado delicado —dijo tu protector.
Apenas pude contenerme para no saltar de la silla y tomarlo por la solapa de la bata; reprimí en mi interior un
acceso de llanto. Permanecí sentado y recordé las palabras que tú habías pronunciado en el automóvil. Sólo tuve
fuerzas para decir, en un tono educado y ridículo:
—¡Permítame decirle que en lo que se refiere a nuestra madre, está mal informado!
—Es justo que la defiendas —respondió—. Pero dejemos el asunto.
Entonces me puse de pie para despedirme.
25
Durante la noche que habíamos pasado juntos, cuando tú me preguntaste «cómo podía resistir», no te había dicho que
de vez en cuando ganaba algún dinero haciendo investigaciones en la Biblioteca por encargo de algunos amigos míos
que estudiaban en la Universidad. En aquellos días recibí dinero de esa fuente.
Fuiste puntual y marchamos juntos a buscar a la abuela a casa de Semira, una vieja amiga de nuestra familia que
vivía en la calle Petrarca, entre la Puerta San Frediano y la Puerta Romana. Te dije:
—¿Te ha dejado papá venir de buena gana?
Esperaba que agregases por iniciativa propia un comentario a mi visita. Pero dijiste:
—Sí. —Y nada más. Te dije:
—¿A dónde piensas que podemos llevar a la abuela? ¿Al Oreste? ¿Qué dices?
—¿No te parece demasiado elegante?
—¿Al Pennello?
—No sé.
—¿Piensas que es mejor un restaurante de segundo orden? Mira que yo tengo dinero.
—No es por eso.
—¿Qué te parece Ceviosa?
—Creo que será mejor un restaurante apartado.
Pensábamos los dos lo mismo y no teníamos el valor de decirlo. Yo te hostigaba.
—¿Por qué un restaurante apartado? No hay que hacer que se canse.
—Tomaremos el tranvía. Es por el vestido. Todos la reconocerían como una del Hospicio.
—¿Te da vergüenza eso? —te pregunté, y me lo preguntaba a mí mismo.
—Podríamos encontrar a cualquier conocido y…
—Sí, es mejor. Incluso la abuela estaría molesta. En los primeros dos meses no salió del Hospicio porque se
avergonzaba del uniforme.
Estaba profundamente triste, con esa tristeza que confina con el abandono, característica de un hombre que se
rinde y que no está ya humillado ni ofendido. Atravesamos el barrio popular. Era el día de Pascua y la plaza del
Carmine hervía de personas que marchaban a misa; los comercios de los vendedores de tocino tenían gran cantidad
de mercadería en las vidrieras, los puestos de los carniceros estaban semivacíos, como si hubiesen sido objeto de un
precipitado saqueo; en el interior de las rotiserías se veía asar numerosos pollos y otras aves; las casas de venta de
pastas estaban particularmente llenas; se comprendía que incluso los presupuestos familiares más limitados habían
sido forzados por una vez para festejar la ocasión. Y hasta la gente desaliñada y vociferadora sometía
inconscientemente sus gestos a una delicadeza inusitada, los umbrales de todas las casas habían sido lavados y eran
raras las ventanas en las que había ropa tendida. Algunos hombres jugaban a los naipes en una mesa en la vereda de
un bodegón, y cuando nosotros pasamos, uno de ellos gritó:
—Di que ganas, puerca… ¡Había prometido a mi mujer no maldecir antes de comer el huevo bendito!
Más adelante un muchacho nos pidió fuego para encender un cigarrillo, guiñó el ojo y dijo, refiriéndose a la buena
marca de éste:
—¡Regalo de Pascua!
En esa disposición de los ánimos no había temor ni beatería, sino la inconsciente tendencia a refugiarse entre los
afectos más cálidos, como para probar su consistencia, sentimiento que iba más allá de la ocasión, olvidada o poco
menos. En cada rostro era perfectamente visible la satisfacción por tener una familia y por sentirse protegido por
ésta.
Marchabas junto a mí, elegante y serio, mirando dónde ponías los pies en la calle un poco rota y cubierta aquí y
allá por restos, trozos de papel, estiércol, hasta que desembocamos en la avenida, recta y limpia, con sus árboles
llenos de hojas nuevas. No me estimulabas a confiarte mis pensamientos. Te dije:
—¿Estás contento de pasar la Pascua conmigo y con la abuela?
Y luego:
—¡Es la primera Pascua que pasas en familia!
Me miraste un poco asombrado, esbozaste una sonrisa, dijiste:
—¿Por qué no hemos ido a casa de nuestro padre? Se hubieran evitado todas las complicaciones.
—La verdad es que nuestro padre nos había invitado. Pero me pareció mejor no aceptar, pensé que ibas a estar
incómodo.
—¡Hum!, ¡hum!
26
Vino a abrirnos la hija de Semira, y toda la familia nos hizo una alegre acogida; nos ofrecieron una copita de rosoli. De
pronto, nos dijeron que nos quedáramos con ellos, pero yo me negué, tercamente, y casi por reacción, al ver que tú
estabas contento de aceptar «para evitar todas las complicaciones».
—¿No está todavía la abuela?
—Está allá, ahora viene —nos dijeron.
—¡Aquí está la abuela! —dijo Semira, abriéndole paso desde la cocina.
Y apareció, y era otra. Llevaba un vestido de una tela verde que parecía brocado, con la chaqueta ajustada en la
espalda y un cuello de terciopelo negro, la pollera amplia, larga hasta los tobillos, y un chal de seda negra que le caía
desde el cuello como una estola. Se había peinado con rodete sobre la nuca; una parte de las orejas le quedaba al
descubierto y mostraba unos aros negros, enmarcados en oro. Mantenía una mano dentro de la otra, marchaba con
cierta vacilación, como una niña que avanza hacia el altar para tomar la primera comunión; en el rostro se le veían la
misma alegría y la misma conmoción.
—La abuela se ha vestido de novia —dijo Semira—. Aquí están sus prometidos. Apenas puede contenerse para no
comérselos a besos.
Tú y yo fuimos a su encuentro al mismo tiempo, y ella nos acogió entre sus brazos. Luego, como respondiendo a
los demás, dijo:
—En toda mi vida no he salido nunca con los dos juntos.
Yo le acariciaba el brazo y reconocía su vestido: se lo había visto usar pocas veces, en las grandes ocasiones, y
después de la muerte de nuestra madre éstas habían sido raras, casi no habían existido. Tú soportabas sus caricias
sonriendo. Le decías:
—Está realmente bien, abuela. ¡Parece una señora!
—¿Ve? —dijo Semira—. Parece una señora. Lo dice él, que entiende de eso.
—Es un buen vestido —dijo la abuela—. Me lo cosió vuestra madre pocos meses antes de morir. En total me lo
habré puesto diez veces. Es lo único bueno que me queda. Acuérdense de que cuando muera deben vestirme así. Lo
tiene guardado Semira.
La abuela estaba segura de que íbamos a aceptar la invitación; no quería salir vestida de esa forma.
—Si me ve alguien del Hospicio y lo dice, me privan de salida durante tres meses y me ponen en la lista de las
vigiladas. La Hermana Clementina me quita el vaso de noche. Es un riesgo demasiado grande.
Pero yo insistía y también tú insististe entonces:
—Estaremos atentos; te esconderemos entre nosotros.
Y Semira dijo:
—Repetirles que se queden me parece ya ofenderlos. Por otro lado. Rosa, nadie la va a reconocer. ¡Es
completamente otra!
—Tomaremos un coche —dije.
Pero la abuela decía que no, porfiada como una niñita que por capricho quiere privarse de unas vacaciones que la
llenarían de alegría. Acerqué los labios a su oído y le dije:
—Los tres solos estaremos más en libertad. Y Ferruccio no está cómodo entre esta gente.
—Pero se ahorra —dijo ella.
Comprendí que estaba por ceder.
27
En la Puerta Romana no había coches y decidimos tomar un taxi. La abuela se negó.
—¿A dónde quieren ir? ¿Al Oreste? ¡Están locos! ¡Les van a quitar la ropa!
Tú sonreías, había en tu actitud una condescendencia hacia la abuela que aún no sabía si era afecto o irreverencia.
—¿A dónde querría ir, usted? —le preguntaste.
—A un lugar que no sea caro.
Cada gesto suyo, cada palabra, eran señal de una alegría a la que su espíritu se oponía como para poder lograr
mayor goce de ella.
—¿Por qué no vamos al campo? —dije yo.
La obligamos a subir al taxi. El automóvil tomó la calle Senese; en pocos minutos estábamos ya en la colina. La
abuela estaba sentada entre nosotros dos, aturdida por la felicidad:
—¡Es la primera vez que voy en un automóvil privado! ¡Oh! Estamos ya en las Dos Calles. ¡Hace tantos años que no
venía! ¿Hemos pasado ya la calle del Gelsomino?
Tú y yo íbamos sentados en el borde del asiento para que fuera con más comodidad.
—Me parece estar derrochando —dijo ella—. ¡Quién sabe cuánto costará!
Entonces tú dijiste:
—¿Por qué se preocupa siempre por el gasto? ¡Piense en divertirse!
—Muchacho mío, el dinero cuesta sudor. ¡Feliz de ti que no sabes lo que significa!
Te afligiste ante su respuesta; ella lo advirtió, te puso la mano sobre la rodilla.
—¿Te lo has tomado a mal? —preguntó.
Habíamos atravesado el límite aduanero, había un atascamiento de automóviles y carruajes, el taxi tuvo que
ponerse detrás de un tranvía y avanzar lentamente. Un muro situado a nuestra derecha, tras el cual asomaban sauces
y cipreses, llamó la atención de la abuela.
—Es el cementerio Allori —dijo, vuelta hacia ti—. Aquí está la tumba del barón, ¿verdad?
Volviste el rostro hacia la ventanilla e instintivamente te quitaste el sombrero. El automóvil había retomado su
velocidad normal y pronto estuvimos en las primeras casas de Galluzzo, que parecía un lugar abandonado.
—Están todos comiendo pavo —dije—; dentro de poco nos tocará también a nosotros.
—Pero la gente está reunida con su familia; nosotros en cambio estamos de paso, como forasteros —dijo ella, y
apoyó la cabeza contra el respaldo, cerrando los ojos.
El automóvil aminoró la velocidad para atravesar el puentecito del Ema, volvió a tomar el camino y a nuestra
izquierda apareció la rampa que conduce a la Certosa. Tú dijiste:
—Estamos ya en la Certosa, abuela. ¿Le gusta el licor que preparan los Hermanos?
Era un modo de distraerla, había en tus palabras un tono de afecto; nos miramos por sobre su cabeza, y la mirada
que cambiamos fue de entendimiento, trémula y estimulante, como en la cabecera de un enfermo arrancado a la
muerte. La abuela se irguió para responderte:
—Yo también conozco la receta. ¡Sería capaz de hacerlo tan bueno como ellos!
A la derecha, más allá de un pequeño muro, los campos descendían hacia el Ema que, haciendo curvas, se perdía
en lontananza, donde se elevaban los edificios de las fábricas y las esparcidas casas de los campesinos, entre olivos y
cipreses. El coche se detuvo frente a una casa de campo, aislada al borde del camino. En la parte superior de la
fachada, abarcándola toda, había un cartel que decía: «HOSTERÍA DE LOS TONELEROS - CON JARDÍN - VINOS Y ACEITES», y más
abajo, sobre el lado que daba hacia el campo, en letra cursiva: El arado traza el surco, pero es la espada quien lo
defiende.
La abuela dijo:
—No hagamos cuestiones. Despidan el taxi; a la vuelta tomamos el tranvía.
Entramos para acercarnos al jardín: un recinto descubierto, con paredes de plantas y limitado en el fondo por una
balaustrada de ladrillos bajo la cual corría el Ema. Había mesas dispuestas, la gente comía y reía: las palabras, las
risas, en la atmósfera límpida, bañada por el sol, tenían un sonido particular, como si permanecieran suspendidas en
el aire en espera de un eco que no existía. La mujer que nos había guiado desde la entrada dijo:
—¿Comen afuera o quieren una mesa en la sala?
—Es mejor en la sala —dije—. Afuera hace fresco todavía.
La sala estaba en el fondo del jardín, con dos grandes ventanas sobre el río. Nos sentamos en torno de una mesa,
bajo una de las ventanas, un poco distantes de las tres o cuatro mesas en las que comían y reían algunos extranjeros.
Y durante todo el tiempo fue como si estuviésemos solos, tú, yo y la abuela.
28
En los días anteriores había llovido y el Ema transportaba esas últimas lluvias del invierno, que llenaban
tumultuosamente su cauce; durante la noche las aguas se habían salido de madre, llenando de arena los campos
circundantes. Frente a nosotros, más allá del río, había un molino con las aspas inmóviles, junto a una casa, sobre
cuya fachada estaba escrito: Ésta es la guerra que nosotros preferimos. Los animales del corral iban a picotear casi
sobre las mismas márgenes del río, donde una cerda hozó largamente en el lodo. Después una muchacha se asomó a
la única ventana de la casa y se puso a cantar. A través de las ventanas de la sala, abiertas a medias, llegó hasta
nosotros el estribillo de una vieja canción:
Tabarin, tú eres mi reino de oro
Y por ti yo soy el rey de los corazones;
Pero de un corazón que verdaderamente amaba soy esclavo,
Ay de mí, y se me cree un rey…
—¡Oh boba! —dijo la abuela.
Y reímos. De nosotros tres, la abuela era la más joven. Tú tenías las mejillas sonrosadas, estabas desembarazado y
contento, como no te había visto nunca. Comimos «como señores», dijo la abuela, que se había resistido a todas
nuestras insistencias para que comiera un trozo más de pollo o una fruta. Rechazó incluso un poco más de vino.
—En estas ocasiones la Hermana Clementina nos da conversación a propósito a una por una con la excusa de
saber cómo hemos pasado la fiesta, pero en realidad es para sentirnos el aliento. Si descubre que hemos bebido, lo
pagamos.
Tú, que estabas un poco excitado, dijiste descuidadamente:
—Sería capaz de quitarle el vaso de noche, ¿no?
Enrojeciste y me lanzaste una mirada llena de temor. Agregaste:
—Perdóneme, abuela.
Pero la abuela respondió serenamente:
—¿Qué crees? Cuando sé que lo tengo bajo la cama, no me sirve. Pero si no lo tengo soy capaz de sentir necesidad
de levantarme hasta tres y cuatro veces. El baño está al fondo de la sala, y en el corredor hay constantemente una
corriente de aire.
A cada momento preguntaba la hora, y tú le respondías: «Son las dos»; «Las dos y media»; «Las tres menos
cuarto».
—No te olvides, a las cuatro hay que ponerse en marcha. El tranvía tomará su tiempo, después tengo que pasar
por la casa de Semira para cambiarme y a las seis debo estar dentro. Hay sólo diez minutos de tolerancia. Si una llega
tarde, se queda sin salir durante dos semanas la primera vez y dos semanas más cada vez que reincide. Después de
cinco o seis veces viene la expulsión. Estamos como soldados.
—En compensación, no irán nunca a la guerra —dije yo despreocupadamente.
—¿Crees que estar allí dentro no es como pelear en una guerra? —dijo ella y suspiró.
Después me oprimió el brazo con una mano, su rostro se ensombrecía y dijo:
—¿Es cierto que habrá guerra?
—Pero no, no —le respondimos tú y yo.
—Parece que inscriben en secreto a los que están dispuestos a ir a África como voluntarios. El hijo de una mujer
del Hospicio acaba de incorporarse. La novia ha venido a llorar ante la madre, para que ésta lo persuada de que se
borre.
—Son todos cuentos.
—¡También la Hermana Clementina dice que no es verdad!
Tú le sonreíste; dijiste:
—Lea lo que está escrito en aquella casa.
—¿Qué?
—¿No ve?
—La abuela no sabe leer —dije yo.
—Dice: «Ésta es la guerra que nosotros preferimos».
—¿Qué quiere decir?
—Que nosotros preferimos trabajar los campos —respondiste.
—¡Ojalá fuese cierto! —dijo ella. Luego te preguntó—: ¿Tú eres balilla?
—¿Cómo quieres que sea balilla siendo tan grande? —dije yo.
—Soy vanguardista —dijiste—. ¿No vio nunca a ésos que llevan cordoncitos blancos?
—¡Muy bien! —dijo ella. Y luego—: En realidad, el pobre abuelo hubiese tenido un ataque si te viera vestido de esa
forma. —Se inclinó sobre la mesa, y, susurrando, confió su secreto—: Él no estaba de acuerdo con éstos de ahora.
Aunque nunca mató a una mosca, era capaz de dar toda la vuelta a la ciudad para no quitarse el sombrero cuando
pasaba un cortejo. Yo no lo veía volver y me preocupaba.
Después te preguntó:
—¿Te acuerdas de él?
—No.
—Sin embargo, fue a verte a Villa Rossa un par de veces. Claro que tú eras demasiado pequeño para recordarlo.
Murió en 1925. El primero de mayo. Sabía que iba a morir e insistía en que le dieran inyecciones para resistir hasta el
día siguiente, que era el 1.º de mayo. Decía que si moría el 1.º de mayo y había Paraíso, estaba seguro de ir al Paraíso.
A la una de la mañana encontró fuerzas para sentarse en la cama e iniciar una canción, después entró en agonía.
—¿Por qué quería morir el 1.º de mayo? —preguntaste.
Y ella respondió:
—El 1.º de mayo era el día en que nos habíamos casado.
29
La abuela estaba sentada a la cabecera de la mesa, con los brazos sobre el mantel; nosotros dos, a los costados. La
muchacha estaba apoyada sobre el marco de su ventana y había dejado de cantar. En las otras mesas se comía
todavía, se hablaba y se reía, pero nosotros habíamos levantado un muro a nuestras espaldas, y era como si
estuviéramos solos frente al horizonte del molino, con un fondo de cielo color azul intenso y aquella muchacha en la
ventana.
—¿Qué hora es? —dijo la abuela.
—Las tres y cinco.
—Por favor, no dejes pasar las cuatro.
Luego dijo:
—La guerra es una cosa tremenda. Si no hubiese habido guerra, mamá estaría ahora aquí con nosotros.
Estaríamos todos en nuestra casa, y ella habría hecho buñuelos.
—Nunca me habías hablado de los buñuelos —dije yo.
—¡Cómo no te iba a hablar! Eran su pasión. Sólo entraba en la cocina para hacer buñuelos. Ella preparaba todo y
no quería que yo la ayudase. Echaba agua y harina de castañas en una sopera, y luego freía. Antes de llevar los
buñuelos a la mesa ya se había comido la mitad. ¡Que Dios me perdone las veces que le he hecho reproches por gastar
demasiado aceite!
—¿Qué decía ella cuando le hacías reproches?
—Nunca contestaba. Mientras vivió no me faltó nunca al respeto. Y si no había aceite, tomaba dos o tres moldes
para cocinar, los llenaba de harina, y los ponía bajo las cenizas que dejaba caer la hornalla encendida. Eso se hace en
el campo, y se lo había enseñado yo cuando era pequeña.
Tú y yo escuchábamos. Reconocía en tu mirada atenta la misma pasión que yo sentía.
—Habla, abuela, habla.
—Sí, maldita sea la guerra. Si no hubiese venido la guerra, tampoco habría habido gripe.
—¿Qué tiene que ver la gripe? —dijiste tú.
—Hubo una epidemia de gripe que duró hasta el fin de la guerra. ¿No sabías que nuestra madre murió de gripe?
Hiciste un gesto y esbozaste una sonrisa un poco amarga: parecía que pensaras que la abuela y yo nos estábamos
burlando de ti. Desde ese momento tu rostro asumió una expresión de desconfianza.
—Habla, abuela.
—¿Qué hora es? Hagan traer la cuenta entretanto. Ganaremos tiempo.
—Habla de mamá.
—¡Pienso qué feliz se hubiera sentido si los hubiera tenido a su lado ahora que son grandes!
—¿Había ido a la escuela, mamá? —preguntaste.
—Claro. A la escuela elemental.
—¿Sólo a la elemental?
—¿Qué más? Tenía que ser modista.
Entonces quise hacer una pregunta en la que no había pensado hasta entonces.
—¿Se ponía a leer cuando volvía del trabajo? ¿Tenía libros?
—Sí, a menudo traía a casa un libro; creo que se los prestaban entre los que trabajaban en la tienda. Pero después
de casarse dejó de leer. Cuando tu padre se marchó a la guerra empezó a leer otra vez.
—¿Qué libros eran? —dije, otra vez descuidadamente.
—No sé. Serían libros de amor. Pero no conseguía acostumbrarse. Volvía siempre a casa con dolor de cabeza…
¿Qué hora es?
—Ya nos vamos, quédate tranquila.
Golpeé las manos para pedir la cuenta. La muchacha había desaparecido de su ventana; en la orilla del río, frente a
nosotros, dos muchachitos con una latita vacía hurgaban la tierra, quizás en busca de lombrices.
30
Volvimos a casa de Semira, en la que la abuela se puso nuevamente su ropa de internada; tú nos dejaste porque
estabas citado con papá para las cinco. Acompañé a la abuela hasta la puerta del Hospicio.
Me sentí feliz por llevarla del brazo, ahora más feliz que antes, ahora que vestía las ropas del Hospicio y que yo
había conseguido vencer mi vergüenza. (Pasé un mal momento cuando me presentaron la cuenta: me había quedado
apenas para pagar el tranvía de regreso). A medida que nos aproximábamos al Hospicio mi felicidad se transformaba
en melancolía; era ya de noche y la gente se lanzaba a las calles, los cinematógrafos habían suspendido la entrada
continuada y en la plaza Vittorio los cafés estaban atestados, en las mesas de la calle no había ni una silla libre. La
abuela se puso en la cabeza un pañuelo negro, anudado bajo el mentón, el vestido gris en forma de hábito le llegaba
hasta los zapatos, se cubría la espalda con una bufanda negra prendida sobre el pecho mediante un alfiler de
seguridad. Vestida de tal modo, recuperaba toda su edad; la intensidad con que había vivido aquel paseo la había
fatigado excesivamente; sólo en la mirada le brillaba aún una luz.
—¿Qué dices de Ferruccio? —le pregunté.
—¡Ha crecido mucho! Tú, aunque sea desde lejos, cuídalo. Es tu hermano, y sólo te tiene a ti… ¿Cuándo te vuelves?
¿Mañana?
—Sí, pero volveré pronto. Habrá otros días como el de hoy.
—Yo estoy contenta así. Basta que tengan salud ustedes dos y que estén de acuerdo.
Habíamos llegado a la calle Anguillara, sumergida ya en la penumbra. La abuela se detuvo, revolvió en el bolsillo
de su túnica gris, sacó el puño cerrado, dijo:
—Ten, toma esto. Hoy has gastado mucho y si tienes que pagar el viaje…
Tuve que sostener una dulce lucha con sus brazos. Ella me suplicaba:
—No los necesito, seriamente. Por otro lado, son las mismas cincuenta liras que me diste para Navidad. No he
tenido ocasión de cambiarlas. Cuando llegues a Roma, si te sobran, me las mandas otra vez.
—Pero debes necesitarlas. Debes tomar caldo por la noche. ¿No me has dicho que vienen a venderles comida?
—Sí, pero entiende, hay siempre alguien que me ayuda: aquellas señoras para las que trabajé, Semira… No temas,
no me falta nada. Tómalos, yo no dormiría pensando que pudieran hacerte falta en el viaje. Hazme ver lo que tienes, si
tienes bastante no insisto. Pero no se puede ir sin dinero cuando uno se mete en un tren.
—Está bien —dije—. Llego y te mando un giro.
—Bueno —dijo ella—. Por lo menos una vez, me has obedecido.
Estábamos ya en la calle del Hospicio, y de todas partes aparecían hombres y mujeres vestidos con el uniforme.
Los hombres llevaban un capote negro y una gorra con visera. En la solapa del capote llevaban la insignia del Pío
Instituto. Sobre las dos aceras desfilaban las figuras negras y grises de los asilados, la lenta procesión de la vejez
abandonada. La abuela quiso que nos despidiésemos poco antes de la entrada. Lloraba, le caían las lágrimas.
—Siempre puede ser la última vez que nos veamos —dijo.
Me besó una vez más en las dos mejillas y para dominar su emoción se separó bruscamente de mí, aceleró el paso
todo lo que podía, entró por el portón sin volverse. Yo había permanecido mirándola; recordé que tenía en la mano
las cincuenta liras. Volví hacia el centro y entré en la sala de billares donde nos habíamos encontrado un mes antes.
De la sala de ping-pong venía ruido de voces y gritos. Empujé la puerta por curiosidad e inmediatamente te vi, con el
rostro rojo, en medio de tus amigos, que te rodeaban excitados. Conseguiste abrirte paso, viniste hacia mí:
—Si no te molesta —me dijiste balbuceando, temblando de ira reprimida—, si no te molesta, ¿puedes hacerme un
préstamo? ¡Estos miserables!
Te di las cincuenta liras de la abuela. Bastaron; en el jardín de infantes las apuestas no eran fuertes.
31
Llegó la primavera. El Arno retomó su andar lento y encrespado, el agua era tan límpida que uno podía mirarse en ella
si se inclinaba sobre los parapetos. Los plátanos de las colinas tenían hojas nuevas. La gente pobre de Santa Croce y
de San Frediano abría las ventanas de sus casas por la mañana, y era como si durante los meses de invierno hubiese
dejado de respirar para protegerse mejor contra el frío y la humedad. Yo me asomaba a la ventanita de mi habitación,
aspiraba el aire a pleno pulmón, me parecía que no me entraba nunca lo suficiente en el pecho. La dueña de la
lechería se había puesto un vestido floreado, con mangas cortas, parecía la primavera y me dio una cita. Durante toda
la mañana me afané por limpiar mi habitación y ponerla en orden. Cuando ella entró dijo:
—Tienes una habitación lujosa.
Era joven y hermosa; encuadrado por la ventanita, el cielo de primavera cambió mil veces de color durante
aquella tarde.
En cierto momento ella me dijo:
—¿Sabes que tu hermano me hace la corte? Viene a la lechería todos los días, se sienta en una mesa y ordena un
chocolate. No me dice nada de particular, me sigue continuamente con la mirada. Yo simulo no darme cuenta, pero
siento tentaciones de echarme a reír. Trato de entablar conversación, pero no me da confianza. Antes de irse me dice
infaltablemente: «Si no le molesta, preferiría que mi hermano no supiese que frecuento la lechería». Es un muchacho
muy diferente de ti. Y sin embargo, se parecen. No sabría decirte en qué, porque son de tipos muy diferentes, pero se
siente que los dos son hermanos.
—Él ha tenido otra educación.
—Me ha dicho que va a la Universidad.
Reí para mis adentros, le pregunté:
—¿Qué impresión te ha causado?
—¿Debo ser sincera? Me parece una naturaleza delicada, que no ha tenido nunca junto a sí una persona en la que
haya podido confiar. Creo que en su interior debe atormentarse por cualquier insignificancia. Es tímido y receloso en
forma impresionante. Debe ser infeliz. ¿Me equivoco?
—Creo que no —le dije.
Y ella:
—Tu madre debe haber muerto cuando él era muy pequeño.
32
Una noche de abril de 1935 me sorprendió afuera una fuerte lluvia. Apenas llegué a casa me dormí profundamente.
Me desperté con una fuerte opresión en el pecho, me faltaba la respiración, fui hasta la ventana, la abrí y el aire fresco
del amanecer me bajó por la garganta como un golpe de martillo. Sentí gusto a sangre en el paladar. Pocas horas
después estaba en la cama de un hospital. Pasaron dos días y el amigo que me acompañaba me dijo que los médicos
me daban por moribundo.
—Dicen que has tenido la enfermedad durante demasiado tiempo sin darte cuenta. ¿Qué hacemos? ¿Te levantas y
te vas o les damos la razón a ellos?
Yo le dije:
—Escucha. Los enterraré a todos, a ellos y a sus radiografías. Aquí se trata de poner al día el estómago.
Hablábamos ambos en este tono, pero a ambos, aunque en forma diversa, se nos estremecía el corazón. Él me
preguntó:
—¿Quieres que avise a alguien?
—No —dije—. Haz venir sólo a mi hermano. Lo encontrarás en el jardín de infantes.
Cuando te acercaste a la cabecera de mi cama tenías el rostro pálido, quizá más que el mío. Te dije:
—Si no te molesta, no me moriré.
Intentaste una sonrisa, pero no lograste completar una frase. Tus ojos celestes estaban clavados en un punto
opuesto al de mi mirada; te habías sentado en una silla a la altura de la mitad de la cama, tenías las manos sobre las
rodillas.
—¿Tienes prisa? —te pregunté.
Dijiste que no, con precipitación. Había en ese silencio tuyo más afecto que si te hubieras abrazado a mi cuello
sollozando. Yo te miraba y grababa tu imagen en mi interior, como para absorberte; y eras una cosa dulce, fresca, que
calmaba mi ardor. Tenía fiebre muy alta, y pensé que a mamá le hubiese alegrado poseer tu retrato. Hubiera podido al
fin abrirme el pecho como se abre una custodia (me hubiese liberado de la angustia que me oprimía) y hubiese visto
tu retrato, que llevaba grabado.
Vinieron dos años de sanatorio, entre las montañas y un lago. Nos escribimos con frecuencia. Tuviste que
interrumpir los estudios y te habías empleado. Tus cartas eran como tú: tímidas, esquivas, con temor a las
explicaciones y sin embargo ardientes de afecto y de generosidad. En ellas reconocía una de las cosas que me unían a
la vida. Una de las esenciales.
TERCERA PARTE
33
En Roma, una noche de fines de 1944, fui llamado al teléfono. Oí tu voz por el auricular:
—Acabo de llegar. Estoy en la plaza Risorgimento.
—¿Cómo estás?
—Más o menos. Pero puedo caminar; no te preocupes. Te espero en el bar.
No nos veíamos desde setiembre del año anterior; me había visto forzado a partir precipitadamente, sin saludarte
siquiera. Te había dejado mientras estabas gravemente enfermo, y durante varios meses había carecido de noticias
tuyas. Después de la liberación de Florencia, una carta tuya me dijo que habías pasado casi todo aquel año en el
hospital.
Monté en la bicicleta para ir a tu encuentro. Era ya de noche y las calles estaban oscuras y llenas de gente, pero el
aire era todavía tibio y el viento que me golpeaba sobre el rostro me alegraba. Es la última hora de contento que
recuerdo; no hallaré jamás la feliz disposición de espíritu que alegró aquella noche. Podemos habituarnos a las
persecuciones, a los fusilamientos, a los desastres; el hombre es como un árbol y en cada uno de sus inviernos va
engendrando la primavera que trae nuevas hojas y nuevo vigor. El corazón del hombre es un mecanismo de precisión,
compuesto por pocas piezas esenciales, que resisten al frío, al hambre, a la injusticia, a las crueldades, a la traición,
pero al que el destino puede herir, como hace el niño con las alas de la mariposa. El corazón sale de estos golpes
latiendo cansadamente; a partir de ese momento el hombre será quizá más bueno, quizá más fuerte, y quizá más
decidido y consciente en su trabajo, pero no volverá a hallar en su espíritu aquella plenitud de vida y de impulsos con
que puede llegar a rozar la felicidad. Aquel día era el 18 de diciembre de 1944.
El bar estaba desierto. Te hallabas sentado junto a la ventana; en un rincón, un soldado extranjero y una
muchacha se abrazaban. Al entrar yo te levantaste. Estabas alto, diáfano; la barba rubia, que hacía un par de días que
no te afeitabas, daba a tu rostro una vaga luminosidad. Tu mirada era dulce, incierta, casi velada.
—Déjame verte —dije.
Y observé tus ojos, que eran, como en todo inocente, tu espejo. Se veía en ellos la señal de una dura lucha, y en la
intensidad de su color de aguamarina una tenacidad más fuerte que el mal.
No había tranvías ni automóviles, debido a lo cual te acomodaste sobre la caña de mi bicicleta; la valija se
balanceaba colgada del manubrio; entramos lentamente en la ciudad. Todo puede ser considerado ahora como un
símbolo. Alto como eras, me ocultabas el horizonte; yo pedaleaba y tú me guiabas. Pedaleaba lentamente, apenas lo
suficiente para mantener el equilibrio, a fin de evitarte las sacudidas. Tomamos por la calle Tomacelli, donde el
tránsito se vuelve más intenso; te divertías haciendo sonar la campanilla, dando voces a los pasantes; me preguntabas
el nombre de las calles, me pedías noticias del año que acababa de pasar, decías:
—Es como si entrara en un mundo nuevo.
Y después:
—Espero que Roma me traiga suerte.
Nos acostamos en la misma cama, como muchos años antes. Hablamos hasta el amanecer. Tú dijiste:
—¿Te acuerdas? Hace diez años tú eras el enfermo y yo el sano.
—También tú te curarás —te respondí.
—¡Cuántas cosas han ocurrido en estos diez años!
Estábamos en la cama, la habitación daba al patio, se oían pasos en el piso de arriba, y de vez en cuando llegaba
desde lejos el eco de un disparo. Te volviste hacia mí, dijiste:
—Hemos cambiado mucho en estos años. Yo especialmente, pero también tú.
Te inclinaste sobre mi rostro y me besaste.

Recordamos los diez años durante los cuales habíamos aprendido a querernos.
34
A mi vuelta después de los dos años pasados en el sanatorio, tú estabas sin trabajo. Te habían despedido de una
oficina por «escaso rendimiento». Habías sufrido ya la experiencia de los cotidianos contactos con el mundo hostil y
de las cotidianas renuncias a las que está obligada la gente pobre. Era evidente que habías padecido una conmoción
de la cual sólo entonces te reponías. Te estabas descubriendo a ti mismo, advertías, dolorosamente, que hasta
entonces habías vivido una vida precaria y absurda, en todo opuesta a la realidad que debías afrontar ahora sin los
elementos necesarios. Al descubrir por fin el mundo con tus propios ojos, veías que no era el mundo al cual estabas
exteriormente familiarizado, sino otro, diverso y hostil, en el que tenías que penetrar por la fuerza, y en el que tus
hábitos, tus modales y tus mismos pensamientos resultaban ajenos e incluso negativos. La nueva realidad te
rechazaba. Tu protector había descendido otro escalón hacia la indigencia más absoluta, y la amargura de sus
reproches, pese a ser afectuosa, no te ayudaba a superar los obstáculos, sino que te inducía a afrontarlos
violentamente, a lanzarte a una serie de fracasos. Me dijiste:
—Me han despedido con razón. No sé hacer nada, no tengo ninguna experiencia. No sé escribir a máquina, no
conozco contabilidad, no sé redactar una carta comercial. Tengo que aprender. Pero no tengo tiempo para aprender,
porque debo ganar un sueldo… Es un círculo vicioso.
Tuviste la constancia de estar atento durante semanas y meses a los anuncios de los periódicos, en los que se
ofrecía trabajo: para un empleo de responsabilidad te pedían referencias que no podías proporcionar, y si te
presentabas como dependiente de una tienda, siempre se prefería a otro porque contaba con una bicicleta. En el
invierno de 1937 nevó, lo advertiste al comenzar el día y saliste para ganarte las pocas liras de un limpiacaminos,
pero una multitud de desocupados se te había adelantado. Hiciste de corredor de una oficina heráldica: golpeabas a
las puertas de las casas y tratabas de convencer a las criadas para que compraran el pergamino que asigna a cualquier
familia ilustres ascendientes. A cada puerta que te cerraban con una mirada despreciativa, un golpe en el corazón.
¡Ganaste treinta liras en un mes! Durante el censo de la población fuiste empleado para distribuir los formularios por
las casas. Con tu primer salario quisiste ofrecerme una cena en lo de Becattelli.
Abrías los ojos sobre esta realidad, y no había nada de tu vida anterior que te sirviera para afrontarla. Incluso esa
preocupación que conservabas por el cuidado de tu persona y que hacía que parecieras siempre distinto e impecable
e inspiraba respeto, te privaba de las ayudas mínimas pero desinteresadas que algunos hubieran deseado ofrecerte.
—Quisiera ayudarlo —me decían algunos amigos comunes—. Pero temo ofenderlo con tan poco.
No encontrabas nada en que apoyarte, te faltaba esa fe que inspira a un hombre —y tenías ya veinte años— una
sociedad que lo ha visto nacer y crecer, en medio de la cual ha vivido siempre y gracias a la cual se siente circundado
por una solidaridad colectiva, o aunque sea por una aversión que es en sí misma un incentivo para luchar por el pan.
Estabas excluido, estabas más allá del círculo. De los conocidos de la época de Villa Rossa, evitabas hasta el saludo,
siguiendo el ejemplo de tu protector, a fin de no sufrir la ofensa de su piedad. Huías también de tus excompañeros de
escuela. Ellos representaban ante tus ojos la imagen de tu vida fracasada. Experimentabas hacia ellos un confuso
sentimiento de nostalgia, de vergüenza infantil y de envidia, y sobre todo el sentido de «las distancias», un excesivo y
mal entendido respeto hacia las clases cultas o privilegiadas, que te ha acompañado durante toda la vida y que ha
sido, en sus diversas manifestaciones, tu complejo de inferioridad capital, comprensible, casi patético, pero no por
ello menos doloroso y dramático.
Vivías en una especie de prisión moral de la cual tratabas de evadirte rasguñando día a día el muro de
convenciones e inhibiciones que el pasado había levantado frente a ti. Tu espíritu había sufrido un trauma demasiado
violento, por lo cual cada uno de tus días era una sucesión de duros choques con seres humanos de los que
invariablemente salías herido. Tu sensibilidad te llevaba a considerar cada conflicto, incluso el más trivial y fortuito,
como una culpa cuyas tintas cargabas y por la cual sufrías humillaciones y desalientos. Ahora sé que eras un ser
inerme, lanzado a un sacrificio estéril, en un mundo en que hasta el cordero está obligado a defender ferozmente su
inocencia.
¡Fueron necesarias infinitas recomendaciones para que consiguieras un puesto de ordenanza en una oficina del
Estado! Hacías la limpieza, encendías las estufas, te encargabas de comisiones, asentabas la correspondencia en el
copiacartas. Por la noche, en las oficinas desiertas, aprendías a escribir a máquina, te iniciabas en los misterios de la
burocracia. Te habían prometido ascenderte cuanto antes a empleado. Te exceptuaron del servicio militar por un
defecto cardíaco: eso te dolió como una condena a la cárcel.
35
Te habías enamorado. Ella era una muchacha de dieciséis años, pequeña y gordita, locuaz, con rizos negros y ojos
sorprendentemente pícaros y alegres. De padres sicilianos, pero nacida en Florencia, hablaba nuestra lengua
vernácula con una voz tan ingenua y fresca que despertaba una simpatía inmediata. Era, como tú, una criatura inerme
y simple, pero animada por una voluntad que no se empequeñecía ante los obstáculos. Pasaste junto a ella tus días
más felices. Eran dos adolescentes que acababan de florecer y para los cuales no existía todavía el pecado, sino sólo
una comunión espiritual, parecida a la primavera sobre los prados cuando el viento acaricia la hierba y hay olor y
sabor a aire y luz. Se llamaba Enzina e ibas a casarte con ella.
Un día yo estaba en las colinas, en la casa de un amigo, me asomé a la ventana y los vi pasar a ustedes dos por el
camino. La llevabas del brazo, era como una niña a la que tú tratabas de acunar: con sus rizos en desorden, te llegaba
apenas a la altura del hombro. Tenía en la mano un racimo de lilas y tú querías quitárselo. Luchaban, tomados del
brazo, enamorados. Ella se separó y corrió hacia adelante. La perseguiste alrededor de un árbol. El camino estaba
desierto y las voces de ustedes llenaban el aire. Desde la ventana grité:
—¡Muy bien!
Te detuviste como un caballo asustado, completamente rojo, y dijiste, casi como si yo hubiera aparecido
suspendido en el aire:
—¡Oh!
Enzina alzó su rostro pícaro, dijo:
—¡Así hace quien puede!
—Es mi hermano —le dijiste.
—¡Oh Dios! —dijo ella y escapó, seguida por su propia risa.
La alcanzaste. Mi amigo, que se había asomado también a la ventana, al verlos nuevamente juntos a lo lejos, dijo,
divertido:
—Parecen Pulgarcito y el Gigante.
Desde lejos, ustedes me saludaban con la mano; ella agitaba el racimo de lilas.
36
En aquel invierno murió la abuela.
Era un domingo, con un cielo gris de hielo y en las calles un viento que cortaba la respiración. La encontramos con
los ojos cerrados, respirando con dificultad, ansiosamente. En el cuadro clínico decía: «Pulmonía». La abuela deliraba:
—¡Ha visto, Hermana, ha visto, quitarme el vaso! ¡Ahora me muero, ha visto! ¡Usted que es tan buena me ha
quitado el vaso, ha visto!
La enfermería, que estaba en la planta baja como la sala de visitas, daba al patio; desde la ventana se veían dos
árboles con las ramas desnudas que eran agitadas por el viento. De los otros lechos venían voces cansadas que de vez
en cuando se lamentaban. Junto a la mesa que se hallaba en el fondo de la sala se veía sentada a una Hermana. En la
cama que estaba frente a la de la abuela había una vieja envuelta en un chal, que se respaldaba contra las almohadas.
Nos hizo un gesto para que nos aproximásemos. Dijo:
—Ha sido así. Las otras mujeres se han resentido porque la Casati tenía el vaso y ellas no. Entonces la Hermana
tuvo que quitárselo. La Casati tuvo que levantarse por la noche y se enfermó. Ahora desvaría, ¡pero es esto lo que
quisiera contar!
La vieja nos tomó a cada uno por un brazo y, casi al oído, nos dijo todavía:
—¡Queridos míos! ¡Cuando se nos encierra entre estas paredes…! Yo tenía mi casa, un hijo mío está en América,
otro se me murió en la guerra…
Mirabas a la vieja que nos hablaba, abrías tus ojos celestes, atemorizado. Le dijiste:
—Gracias, señora.
Le diste la mano al alejarte de su cama.
La abuela estaba inmóvil, con la cabeza hundida en la almohada y los brazos sobre las mantas, abandonados. En su
delirio llamaba a mamá, decía:
—¿Qué hago? Ahora los niños se quedan solos.
Estaba siempre con los ojos cerrados, movía apenas los labios, atormentada por la sed. Su rostro, sin la mirada
que lo iluminaba, era magro y fláccido, con la piel estirada en las sienes y en la frente, por donde aparecía una palidez
mortal. Era una criatura vieja y fatigada que se confiaba a la muerte como a un deseado reposo; sólo sus palabras,
pronunciadas fatigosamente, nos decían que su espíritu estaba aún próximo a nosotros.
No desviabas ni por un segundo la mirada de su rostro; eras una estatua que contemplaba angustiosamente a la
abuela en su agonía. Ella tuvo algunos momentos de lucidez; nos reconoció, nos unió las manos entre las suyas. Las
lágrimas corrían por su rostro. Sus manos estaban secas, frías y tibias, como la nieve, que hiela y calienta. Al día
siguiente pusimos su cuerpo en un cajón de nogal. Semira la había vestido con su traje verde, le había puesto los aros
en las orejas y su chal de seda arreglado como una estola.
La capilla ardiente estaba en el subsuelo del Hospicio, en una habitación completamente vacía, quizás una cantina:
sólo se veía un crucifijo colgado en una pared. El féretro estaba en el suelo, en el medio de la habitación. La abuela
tenía una expresión casi sonriente. Tú y yo estábamos solos con ella y no había ningún misterio en torno, no se sentía
el peso de la muerte. Ella casi nos sonreía, se despedía larga y afectuosamente. El llanto surgía de una dulce
conmoción. En forma instintiva nos habíamos tomado de la mano.
Al entrar en la enfermería la abuela le había confiado a la Hermana todo su dinero. Eran veinticinco liras. Se las
regalamos a la cuidadora.
37
Mil cosas revelan a un hombre: el paso y la forma en que se detiene, su modo de masticar la comida, de anudarse los
zapatos, de empuñar la paleta del ping-pong y su posición habitual mientras duerme. Una debilidad, una
complacencia, un resentimiento, nos resultan contradictorios cuando es todavía imperfecto el conocimiento que
tenemos del individuo o el que el individuo tiene de sí mismo, pero en realidad son siempre lógicos y naturales, como
el grano que florece al ser sembrado sobre buena tierra. Todo sirve para revelarnos a un hombre: cómo reacciona
ante una desgracia, cómo aborda a una prostituta.
Un día te descubrí en la sala de un prostíbulo. Antes de que pudieses verme me escondí entre los que esperaban
de pie en el corredor. Cada vez que desde las escaleras superiores se oía el paso grave de una muchacha que
descendía, los hombres se espiaban unos a otros para adelantarse en la iniciativa cuando apareciera. Las muchachas
estaban semidesnudas y eran alegres y pacientes como potrancas domadas; entraban en la sala para dirigirse al
pequeño despacho en el que estaba sentada una mujer de edad con el cabello oxigenado y los dedos llenos de anillos.
Las muchachas pasaban y tú te quedabas inmóvil en la silla, con el sombrero sobre las rodillas. Por último te
levantaste para salir. Quise precederte, pero me quedé atascado en el corredor.
Mientras marchábamos por la calle me dijiste:
—¿Cómo se puede comprometer a una muchacha con un gesto de la cabeza, sin haber hablado nunca con ella? ¡Y
esa señora que cuenta el dinero como en un almacén!
—¿Por qué vienes entonces? —te dije.
—Es la primera vez y creo que será la última.
Movías los párpados como si te molestara la luz. Dijiste:
—¡Qué hermosas muchachas! ¡Nunca llegaré a comprender!
Eras sincero, y tenías veinte años. Compramos pan de castañas al vendedor de la plaza San Piero; mientras tenías
en la mano tu porción advertí que temblabas.
—¿Tienes frío? —te pregunté.
—No, pero me tiembla todo el cuerpo —dijiste—. Perdóname. Habría hecho mejor si no hubiese intentado esta
experiencia.
38
Después yo abandoné definitivamente Florencia. En su precipitado curso, tu vida acumuló los últimos dolores y los
más intensos; gozaste al mismo tiempo las primeras y las últimas alegrías, así como en el cielo en que se incuba la
tormenta aparece durante un instante un sol pálido y sofocado que las nubes asaltan y extinguen.
Enzina se separó de ti; te enamoraste de otra muchacha, te casaste con ella, te nació una hija. Siempre te
prometían y siempre postergaban tu ascenso a empleado. Padeciste, con tu mujer, duras privaciones. Ella no era
como tú la deseabas; no era, y no por su culpa, «la otra mitad de ti mismo».
El amor verdadero es el de los pobres. Un hombre y una mujer pobres que se casan tienen que poder unir sus dos
almas para resistir y darse coraje. Amarse es darse coraje, es defensa, sangre que se agrega a tu sangre. Un hombre
pobre, sumido siempre en la miseria de su trabajo, es más fuerte con una compañera al lado. Sólo entonces valora
plenamente el vigor de sus propios brazos, el significado de su presencia sobre la tierra, ve con claridad y perspectiva;
sus angustias desaparecen con una caricia. Pero el amor de los pobres es el más frágil: o las almas ensamblan
perfectamente o todo se destroza y se pierde, y el amor se convierte en embrutecimiento, se convierte en
desesperación, se convierte en odio e incluso en tragedia. Un hombre pobre puede cometer todos los errores que su
pobreza le sugiere; puede maldecir y embriagarse, puede incluso odiar el trabajo y también, en un instante de
extravío, robar. Siempre hallará energía para rehabilitarse. Pero no le está permitido equivocarse en la elección de
compañera. Ese error le hiela el corazón, le envenena la sangre: no tendrá más horizontes ante sí, porque su
horizonte era el amor. Tú cometiste este error.

Cuando nos dormimos hacía ya un rato que los gallos cantaban y que corrían por las calles los primeros tranvías.
39
Pasamos Navidad juntos. Habías estado en Roma una sola vez, durante tu viaje de bodas. Te agradaba andar a lo largo
del río, quisiste descender la escalinata de Ripetta. Era Navidad, la hora del almuerzo, y parecía que nosotros, junto al
río, éramos los únicos que habitábamos la ciudad. Había piedras y arrojaste una al agua, tenías el cuello alzado para
protegerte del viento.
—Cuando me cure me estableceré en Roma. Haré venir a mi mujer y a la niña. Mi mujer será buena. Verás. Y la
niña crecerá junto a mí. No la he tenido a mi lado desde que nació. Hace dos años que recorro hospitales.
Tu voz temblaba.
—Hoy es Navidad —decías—, todos tienen una casa, se reúnen, están abrigados. Yo nunca he tenido esa
tranquilidad. Te reirás, pero creo en estas cosas…
Te dije que también yo creía y te vi sonreír; sonreías y tus ojos celestes estaban en calma, velados por una
melancolía que los dulcificaba; en tu rostro había una sombra, inmaterial, pero visible, la de un hombre que empieza a
reposar tras una larga fatiga. Te pregunté qué pensabas.
—No te rías. Pensaba que dentro de algunos años, un día como éste, la niña me dejará una cartita bajo el plato.
Después de almorzar en un restaurante nos sentamos en un café, a la espera de que abrieran los cinematógrafos.
—Háblame de tu enfermedad —te dije.
—Los médicos no entienden nada. Es en el intestino. Saben hacer el diagnóstico, pero no logran descubrir el
bacilo. Si hubiesen descubierto el bacilo, la cura sería simple. Dicen que no es tuberculosis, que no es malaria, que no
son amebas… Vaya a saber qué diablos es…
Entraste en el hospital el día de San Esteban; eras un «caso» interesante y los médicos se te echaron encima como
moscas sobre el azúcar, como cerdos sobre la comida, como boxeadores en el último encuentro. Era para ti el último
encuentro.
Antes de entrar en el baño, te desvestiste en mi presencia. Alto como eras, parecías un atleta; tenías las piernas
delgadas, de muslos musculosos; sobre el tórax desnudo, tu cabeza resultaba más hermosa. Sólo tus brazos, pobres de
músculos, desilusionaban por su flojedad. Tenías el pecho recubierto por pelos largos, suaves y castaños. Al mirarte
experimenté una profunda impresión. Tuve que confesarme que hasta ese momento había amado una imagen
arbitraria de tu persona, una imagen infantil, llena de un sentimiento de protección y de indulgencia, no físico y no
real. En mi corazón tú hasta entonces no habías crecido. Fue un descubrimiento que al principio me sobresaltó, pero
que inmediatamente después me llenó de un dulce orgullo fraternal.
40
Frente a un caso como el tuyo, el médico se parece al narrador ante un personaje cuya historia entrevé a grandes
líneas. El escritor se dispone a dar consistencia a un fantasma sobre la página en blanco. Escribe: «Era rubio y tenía
los ojos…». Tacha la referencia a los ojos; queda sobre el papel una mancha negra. «Era rubio, alto, y de gestos
francos». Es también una frase genérica, y el escritor la tacha totalmente. La página parece ahora un cuerpo
apuñalado. Cuando el escritor ha llenado la página, las manchas negras se han multiplicado, el cuerpo está lleno de
llagas, las palabras rechazadas aparecen bajo las tachaduras como arroyuelos de sangre coagulada. Para el médico, el
personaje es un mal misterioso al que trata de dominar con las tintas de su oficio: específicos, operaciones,
transfusiones. Escribe su narración, una línea bajo la otra, pero en este caso es un cuerpo de hombre el que recibe las
puñaladas, y las heridas son heridas verdaderas y la sangre es sangre roja, caliente.
Cuando entraste en el hospital estabas más fuerte que yo. El día anterior, en la pequeña rampa de la calle Gorizia,
un hombre de edad arrastraba penosamente un carrito, la subida aumentaba su fatiga; uno de los cajones que llevaba,
mal colocado, se deslizó y cayó. El hombre se detuvo; a duras penas, con el rostro congestionado y el cuello
endurecido, lograba contrarrestar la tendencia a alzarse de las varas del carrito. Si hubiese disminuido su esfuerzo, el
carrito, al darse vuelta, le hubiese roto los brazos. Quise ayudarlo poniendo el cajón otra vez sobre el carro: el cajón
estaba lleno de latitas de conserva. Lo tomé, pero apenas logré levantarlo unos centímetros del suelo.
—Déjame a mí —dijiste.
Te pusiste de cuclillas, alzaste el cajón ayudándote con las rodillas, y con un golpe de cintura lo hiciste caer en el
lugar indicado. El hombre te dio las gracias, luego dijo:
—Ahora ayúdenme a seguir.
Fue la presión de tu espalda, apoyada contra el carrito, lo que le permitió desclavar sus pies del suelo.
(—¿No viste que se parecía a nuestro padre? —me dijiste poco después).
Ahora eras tú el que estaba clavado sobre el lecho. Como primera cosa, los médicos habían escrito sobre tu cuadro
clínico: «Sulfamidas en fuertes dosis».
Te encontré como si te hubiesen azotado con un látigo. Estabas en la cama tan incómodo como un soldado en una
trinchera improvisada. La cama resultaba corta para tus piernas, te obligaba a tenerlas encogidas. El colchón era de
crin, viejo, muy áspero, y parecía que estuviera lleno de piedras. Como los alemanes habían saqueado el depósito de
ropa, el hospital daba sólo una manta, delgada, agujereada en diversos lugares.
Dijiste:
—Las sulfamidas y yo somos viejos amigos. Resultan útiles durante cierto tiempo. Son una especie de cocaína.
Sería necesario aumentar siempre la dosis. Pero no se puede, porque entonces se produce una intoxicación.
—¿Por qué no dijiste que ya te habían dado sulfamidas?
—Lo dije, pero los médicos son gente terca. Son como Santo Tomás. Y estudian sobre nosotros los pobres. ¡Con tal
que consigan resolver mi problema!
Estabas pálido, te encontrabas ya físicamente abatido, pero mantenías la paciencia y la confianza; los ojos te
brillaban como sol y mar. Decías:
—Sé que estoy en buenas manos. El Jefe es un talento. Es el que ha curado a Testone de la úlcera y de amebas.
¡Imagínate a Testone sobre el caballo blanco, ante las puertas de Alejandría, con su diarrea!
Fue así. Las sulfamidas aparentemente te hicieron bien. Te levantaste otra vez, venías a mi encuentro por los
caminos del hospital, fumabas de nuevo. Eran días tibios los de enero de ese año 1945. Marchábamos por los caminos
del hospital, hablábamos de guerra, de comunismo, de Testone, que debía tener ataques frecuentes del viejo mal, y de
los guerrilleros que lo curarían en esta ocasión. De los amigos caídos en la Resistencia, y de los otros que aún
padecían bajo la ocupación y que por cierto combatían y eran valientes. Decías:
—Sé que soy egoísta, pero no puedo meditar largamente sobre estas cosas. Me interesa solamente curarme.
Quiero formar de nuevo mi familia.
Había algo que era tu consuelo y tu obsesión: tu preocupación por la niña, por cómo estaría la niña. Hablabas
también de tu mujer:
—Le he escrito. ¿Por qué no me responde? De noche no cierro los ojos pensando en eso. Hago compañía a los
enfermos graves para distraerme…
Un día, para aplacar un poco tu ansiedad, quisiste recapitular la historia de ustedes dos, la tuya y la de tu mujer.
Estábamos sentados en la escalinata de la Clínica Médica Universitaria; había un sol que al calentarnos nos provocaba
alegres estremecimientos. Puedo incluso recordar que era el 21 de enero, el primer aniversario del desembarco de
Anzio. Dijiste:
—¡Siempre que no te moleste!
Y luego:
—¿Por qué te ríes?
(Pensaba que esa frase: «si no te molesta», era lo único que quedaba del antiguo Ferruccio).
41
Dijiste:
—… Enzina me dejó porque me negaba a tomarla por el brazo cuando íbamos por las calles del centro. ¿Lo sabías?
Ella me llegaba un poco más arriba del codo y me parecía que la gente debía reírse a nuestras espaldas como ante dos
fenómenos de circo. Mientras andábamos por las afueras o por las calles de los suburbios, la llevaba del brazo con
placer, pero por las calles del centro, donde hay tanta gente y uno no sabe nunca con quién puede encontrarse, no.
Instintivamente me separaba de ella y le hablaba mirando al frente, como si no marchásemos juntos. Ella quería ir por
esas calles adrede, para ponerme a prueba, pero cada vez era peor. Llegué incluso a marchar algunos pasos delante de
ella. Enzina no tenía sentido del ridículo. Dijo que si me avergonzaba de que me vieran con ella, eso significaba que no
la quería. ¡Y sin embargo la quería tanto! Era una muchacha sana, de pocas ideas, pero claras. Y además era una niña:
tenía dieciséis años. Se encaprichó y no hubo forma de hacerla entender, nos peleamos. Un día me dijo: «Es posible
que tú y yo nos queramos, pero está claro que no nos entendemos. Por lo tanto, limitémonos a ser buenos amigos y no
hablemos más del asunto». ¿Qué me hubiera costado ir con ella del brazo por el centro? Cuando me habló así me sentí
capaz de exponerme con ella en un palco en medio de la Plaza del Duomo. Sin embargo, le contesté: «Haz como te
guste». En casa lloré toda la noche, y papá creyó que estaba soñando y me llamó para despertarme.
»No podía estar lejos de Enzina, y cada momento libre corría junto a ella. Se mostraba irónica entonces y me pedía
consejo sobre algún amigo común que le hacía la corte. Entendía que aún podía hacerla volver junto a mí, pero menos
a cada día que pasaba. Cuando advertí que sus sentimientos estaban por pasar verdaderamente del plano del amor al
de la amistad, en lugar de poner fin a la broma, decidí darle celos. ¿Conoces la plaza que está cerca de la oficina en la
que trabajaba como mensajero? La ventana de mi cuartucho daba sobre la plaza. Hay árboles, ¿verdad? Y una fuente
en el medio. Apoyada contra la fuente veía a menudo a una muchacha, que era también muy joven. Me asomaba a la
ventana y ella me sonreía. Llegaba siempre al caer la tarde. Una noche le dirigí la palabra y me acompañó al Correo a
expedir la correspondencia. Continuó viniendo a la plaza: vagabundeaba bajo los árboles, se apoyaba contra la fuente
y miraba hacia mi ventana. Nos hicimos novios y corrí en seguida a decírselo a Enzina. ¡Nunca me lo he podido
explicar! Enzina cambió del día a la noche en lo que a mí respecta. En lugar de darle celos, la perdí definitivamente.
Tu vecino de cama, el señor Pepe, te llamó desde el balcón para decirte que estaban distribuyendo la comida. En el
hospital es como en el cuartel, se cena a las cuatro de la tarde. Le respondiste:
—Haga que me la dejen sobre la mesa de luz. Hoy mi hermano no tiene prisa.
Cambiamos de lugar para seguir aprovechando el sol.
—La nueva muchacha era tierna y dulce, parecía una gatita, y, aunque no la quería, no me desagradaba estar con
ella. Era suficientemente alta, y, vistos juntos desde lejos, no debíamos hacer una mala pareja. ¿Por qué te ríes?
—¡Vistos desde lejos!
—Sí, porque de cerca ella no era elegante como Enzina, no se peinaba ni andaba con tanto cuidado como ella, y
aunque la estatura la beneficiaba, era otra cosa. Trabajaba como obrera en una fábrica, estaba habituada a sufrir y a
fatigarse desde niña, y a ser descuidada. Pero poco a poco entendió que tenía que prestar más atención a sí misma.
¿Recuerdas aquella vez que fuiste de paseo con tu mujer y anduvimos los cuatro en bote? ¡Estaba hermosa mi novia
aquel día! Yo lo recuerdo bien porque fue como si en ese momento la descubriera y comprendiese que era una mujer
de la cual podía enamorarme. Decidí casarme con ella. Fue una decisión tomada fríamente, y al mismo tiempo una
especie de locura. Entre los dos ganábamos dieciséis liras por día… Papá trató de disuadirme por todos los medios:
terminó por regalarme los últimos muebles que le quedaban, por alquilarme la casa. También tú trataste de
convencerme para que no hiciera las cosas apresuradamente. ¿Recuerdas lo que me dijiste?
—«Me parece que quieres casarte como para ganar una apuesta. Pero si ese apuro es amor, haces bien». Creo que
te dije más o menos eso.
—Y yo te respondí que era verdaderamente amor…
Me miraste sonriendo y a la vez, con expresión de humillación, me pediste un cigarrillo. El sol nos había
abandonado y yo quise que te pusieras mi sombrero para protegerte contra el cambio de temperatura. Dijiste:
—En ciertos momentos de reacción podría sentirme inclinado a admitir que me casé para molestar a Enzina. Pero
no sería verdad. La verdad es que tenía necesidad de un afecto. Lo busqué casándome. Poco a poco, y con la miseria
que padecíamos juntos, me enamoré verdaderamente de mi mujer. No era ya sólo una forma de tomarse por las
manos… No haber tenido nunca nadie con quien poder expandirse, nadie que te sepa entender y te ayude a ser
valiente…
Tu voz temblaba. No supe hacer otra cosa que palmearte.
—Papá ha sido para mí un buen amigo, pero era inútil que le dijera ciertas cosas. Hay demasiada diferencia de
edad entre él y yo. Por lo demás, no hay palabras para explicarse. En ciertos momentos es necesaria una caricia. Y esa
caricia no me la han hecho nunca… Mi mujer ha permanecido siempre cerrada, nunca he podido hablar con ella.
¿Entiendes qué quiero decir cuando digo hablar?
—Creo que sí —repuse.
Tus palabras hacían acelerar los latidos de mi corazón.
Habías cruzado las manos sobre las rodillas y mirabas hacia adelante. Había un pequeño jardín y en el medio un
árbol de tronco grueso y descortezado. Rápidamente avanzaban las primeras sombras de la noche; pero el aire estaba
aún tibio y no había viento. Un tibio anochecer de fines de enero. Ha pasado apenas un año y recuerdo aquellos
momentos como si los hubiera vivido en una juventud lejana, con mi hermano junto a mí, confiándome sus dolores.
Dijiste:
—¡Y ahora que la niña empieza a entender no puedo tenerla conmigo!
42
Pasó un mes, febrero. Vino marzo, al árbol de tronco descortezado le salieron hojas, y apareció la caótica primavera.
Después del ilusorio mejoramiento tuviste una recaída. Un tratamiento más intenso (otra marca sobre la página
blanca de tu cuerpo) te devolvió las fuerzas. Pero, como tú lo habías dicho, era el preludio de la intoxicación con
sulfamidas.
Habías hecho amistad con un enfermo del corazón. Éste te había contado que era antifascista, que los fascistas lo
habían golpeado, que luego lo habían encarcelado y confinado y que a causa de ello se enfermó. Al regreso del
confinamiento, se había encontrado con que su mujer estaba viviendo con otro hombre y sus dos hijos estaban en el
hospicio. Te había revelado su cariño por sus hijos y por su mujer, a la que a pesar de todo aún amaba. Estaba muy
enfermo y era tan pobre que no poseía ni siquiera un traje. Compartías con él los cigarrillos y las nostalgias. Me
hablabas de él y me decías:
—Su situación es similar a la mía. También yo, aunque de otro modo, he tenido que dejar por la fuerza a mi mujer
abandonada en manos del mundo… ¿Cómo podría hacerle reproches si…?
Tu amigo era un joven cordial y expansivo, un día manifestó el deseo de volver a ver a sus hijos, que se hallaban en
un colegio. Como no tenía traje para salir, te ofreciste para procurarle lo necesario entre los enfermos de la misma
sala.
—Quisiera estar presentable —te dijo. E inadvertidamente te sugirió lo que deseaba de cada uno. O sea las
mejores cosas de cada uno. El número 8 le dio el traje; el 22, la camisa y la corbata; tú, el sobretodo; y tu vecino de
cama, el señor Pepe, que aquel día tenía que operarse, le prestó sus zapatos. Así, elegante y conmovido, tu amigo salió
del hospital. Llevaba tu sobretodo, que era lo único decente que poseías y mediante el cual habías podido cubrir hasta
entonces tu traje miserable, desteñido y remendado.
Por la noche tu amigo no volvió y tampoco lo hizo al día siguiente ni al otro día. El número 8, un empleado, le
había prestado su único traje. Los enfermos son egoístas, las manchas negras les queman la carne, odian al mundo
como reclusos culpables y no arrepentidos; todo pretexto es bueno para sus lamentaciones. Al número 8, que te
recordó que habías salido como garantía, le hizo eco el número 22 acusándote de ser cómplice de un engaño.
También el 7 alzó la voz, y el 13, que había dado las medias, dijo que en su vida siempre había tenido que arrepentirse
de ser generoso. Sólo el señor Pepe, que «se había quedado en la operación», no manifestó sus sentimientos.
Al principio te ofendiste:
—No habrá resistido a la conmoción de ver otra vez a sus hijos, le habrá dado un ataque al corazón. Las
suposiciones de ustedes son injustas y vergonzosas… Es posible que haya muerto, y lo insultan así. A un desdichado, a
un perseguido político…
Transcurrió el cuarto día y la mujer del número 8, que había perseguido en vano el traje de su marido de una
dirección a otra, trajo la noticia: se trataba de un delincuente común, condenado muchas veces por hurto; y no
existían ni mujer ni hijos, sino una madre y una hermana a las que les había hecho más malas jugadas que «los
alemanes a los polacos».
La noticia te hizo sufrir como si te hubieran dado un golpe interior, la fiebre te subió. El número 8, que estaba en
observación por la sospecha de que pudiera tener úlcera, tenía que salir del hospital y no podía: su cama estaba frente
a la tuya y tú te pasabas el día con la cabeza cubierta con las mantas para no enfrentar su mirada. Por último la mujer
consiguió que un pariente le prestase un traje. Pero el número 8 era un hombre alto y toda la sala soltó la carcajada
cuando salió con unos pantalones que le llegaban a la mitad de la pierna. Antes de retirarse fue hasta tu lecho, te
tendió la mano sonriendo, te dijo:
—Vea, 16, no tengo nada contra usted. ¡La cosa es con ese miserable!
Después me dijiste:
—¡Tenía mirada leal y era un delincuente! Sobre todo me ha impresionado el hecho de que pudiera fingir
sentimientos que yo experimento verdaderamente. He comprendido que no hay límites entre la verdad y la mentira.
¡Es espantoso!
43
El Jefe que había curado a Testone tomaba tu cuerpo cada día más lleno de garabatos y lo llevaba al centro del
anfiteatro para que los médicos que eran alumnos suyos aprendiesen cómo se persigue a un mal desconocido. Daba la
lección con el libro abierto en la página que llevaba tu nombre. Luego, de vez en cuando, decía a sus ayudantes:
—Escriban, punto y aparte…
Hasta que, de tachadura en tachadura, tu página estuvo llena de manchas, plagada, inservible. Entonces, a los
parientes que preguntan con la muerte en el corazón se les dice:
—¡El organismo ya no reacciona!
El Jefe se desentiende en ese momento del asunto, y son los ayudantes los que comienzan a desarrollar un tema
libre. Tienen la mano pesada y dejan marcas más profundas. Dan una dosis de específico tan fuerte que provocan una
lesión en el riñón. Tratan de ayudar con una transfusión y la hacen a tanta velocidad que provocan una alteración más
grave… Con un golpe seco y preciso en determinado punto de la mandíbula, se puede hacer doblar las rodillas incluso
a Joe Louis, su organismo no reaccionará ya, comenzará su agonía de campeón que durará diez segundos. La agonía
mortal es más larga que la de un boxeador que pierde el cinturón de campeón, y es dolorosa, cruel, indecible… Para
aliviar tu sufrimiento te daban inyecciones. Un día, una enfermera, joven, graciosa, una inocente, clavó la aguja
distraídamente. A la noche siguiente te quejaste de un dolor, vino el médico de guardia, te palpó, dijo:
—¡No es nada! ¡Es una impresión!
La impresión se convirtió en un absceso, te lo abrieron, pero tu carne, cansada, llena de marcas, en lugar de
cerrarse, propagó el absceso por la nalga como la lepra… Tuvieron que fajarte el abdomen y el tórax, como si fueras
un recién nacido. ¡Era un buen motivo para suspender todo tratamiento mientras se esperaba la cicatrización!
(Los médicos, en este punto, hacen como Poncio Pilato: «El organismo ya no reacciona», dicen, y si se hace
hincapié en la responsabilidad que tienen, mandan al enfermero a llamar al policía de servicio).
44
Ahora estabas inmóvil en tu lecho y más allá de las ventanas la primavera se hallaba en su apogeo. Los olores de la
estación llegaban hasta tu cama; mirabas largamente el trozo de cielo y decías:
—¿Qué he hecho de malo?
Me apretabas el brazo lo más fuerte que podías con la mano, y me preguntabas:
—¿Te hago daño?
—No.
Y tus ojos se ensombrecían.
—¿Te hago daño?
—No, aprieta, aprieta.
Creía que te consolaba apretarme el brazo, que era un desahogo.
—¿Realmente no te hago nada de daño?
—No, aprieta, no te preocupes.
Tenías una expresión desesperada y los ojos se te llenaron de lágrimas.
—¿No ves que no tengo más fuerza? ¿Cómo puedo combatir el mal, si no tengo fuerza? Quiere decir que es el fin.
Yo no quiero morir. Estoy dispuesto a seguir otros diez años, otros veinte…
Sólo entonces comprendí.
—Pero claro que me hacías daño. Decía que no por amabilidad.
Me lanzaste una mirada de compasión, en la que había una sombra de desprecio.
—¿Por qué me mientes? —me dijiste.
Tuve que levantarme la manga para hacerte ver las señales de tus dedos sobre mi piel. Sonreíste como un niño,
convencido.
—Perdóname —me dijiste.
Y luego:
—Dame un beso.
Y luego:
—Sólo te tengo a ti a mi lado. No me abandones.
Estabas impresionado, te asustabas de tus propias palabras:
—Dame otro beso.
En aquellas horas de visita había gente en todos los lugares de la sala, parientes, amigos.
—Mira —me decías—, todos tienen varias personas que los quieren. Es posible que a veces vengan por
compromiso, pero siempre consuela… Yo vivo noche y día por esta hora que tú vienes. ¿No te da vergüenza que vean
que nos besamos? Tengo tanta necesidad de afecto… Me he sentido siempre solo. Pero nunca como ahora.
Un día te encontré bastante sereno, reposado, parecías haber caído en la languidez. Era hacia fines de abril y había
un gran sol afuera y el biombo que estaba ante el balcón recogía sus rayos. Tras un largo silencio, dijiste:
—He pensado en mamá toda la noche y he descubierto por qué me he sentido siempre solo en mi vida. Me ha
faltado ella. Si ella hubiese vivido, toda mi vida habría sido diferente… Tú la has conocido. ¿Cómo era? ¿Tienes
siempre la fotografía en que está peinada con raya y los bucles sobre la frente? ¿La recuerdas peinada así?
—No, la recuerdo con el cabello peinado hacia atrás y suelto.
—Tenía el pelo negro, ¿verdad? Nosotros, en cambio, éramos rubios de niños. Después se nos oscureció el pelo.
Y luego:
—¿Es verdad que se parecía a ti?
—Así dicen.
—Debía ser buena como tú.
—Era verdaderamente buena. La abuela decía que era un poco nerviosa.
—Quizás a causa de su enfermedad. La epilepsia, ¿no?
—¿Qué enfermedad?
Dijiste: epilepsia, y me miraste. Tu mirada era dulce y celeste y como atemorizada por una verdad revelada
involuntariamente.
—¡Es la primera vez que lo oigo!
Entonces, apoyado contra las almohadas, tu expresión cambió: parecías sorprendido, casi malhumorado. Dijiste:
—¿Por qué quieres ocultármelo? ¿Qué tiene de malo?
—No tiene nada de malo. Sólo que no es verdad.
—Me lo confirmó también la abuela.
—No es posible. Pero además… —dije.
Entendí que dabas a esas palabras mías el sentido de una confirmación. No quería fatigarte. Me pediste:
—Dime algo más.
—¿Qué?
—No sé.
Sonreíste y luego agregaste:
—Si eres un escritor, descríbemela. Dime algo que me permita imaginármela viva.
Me tomaste una mano entre las tuyas, me mirabas como atemorizado. Tus ojos celestes buscaban un apoyo en mi
mirada, eran los ojos de un niño que ha perdido a su madre. Dijiste:
—La necesito cuando estoy solo. Necesito encomendarme a ella. Ella tiene que entenderme cuando le pido que
ruegue por mi hija. Pero necesito imaginármela viva. Si pienso que estoy rogando a un fantasma, me falta valor.
Tu cama era la última de la fila, estaba junto al balcón. Dijiste:
—Pon el biombo, creerán que quiero estar apartado y nos quedaremos aislados, solos, para hablar de mamá.
Hubiera querido inventar algo para consolarte. Pero también yo había caído en tu angustia, vivía tu agitación:
—Cálmate —te dije, y me lo decía a mí mismo—. Si le ruegas, mamá te oirá igual, aunque le ruegues como a una
imagen abstracta. Mañana te traeré la fotografía.
—No —dijiste—. Quiero imaginármela viva. Como si la hubiese visto y la hubiese oído hablar. Si es verdad que se
parecía a ti, puedo imaginármela con tu rostro. Pero ¿cómo puede ser que mamá tuviese tu rostro?
—Por supuesto, era diferente.
—Entonces, ¿cómo era?
—No sé, Ferruccio.
—¿No la conociste? Si eres un escritor, descríbemela.
—Yo tampoco la recuerdo viva. La recuerdo sólo en el lecho de muerte.
—¿Cómo?
Te dije cómo, crudamente, y a medida que te hablaba era como si me liberase de un secreto callado durante
demasiado tiempo.
—Me has dado miedo —dijiste. Y luego, sonriendo, atemorizado, agregaste—: Y si yo muero, ¿me espantarás
también a mí las moscas?
Entonces, puerilmente, me eché a llorar. Apoyé mi rostro contra tu pecho para que no lo advirtieses. Dijiste:
—Levántate, animal, me pesas. ¡No me voy a morir tan fácilmente!
Luego dijiste:
—¿Nunca le has preguntado acerca de mamá a nuestro padre?
—Sí. Pero él tampoco me ha dicho nada concreto. Un día lo interrogué a propósito. Cuando volví a casa anoté lo
que me había dicho para recordarlo.
—¿Conservas todavía lo que anotaste?
—Creo que sí. Si lo encuentro, te lo traigo mañana.
Lo encontré, y al día siguiente te leí lo que nuestro padre recordaba de mamá.
45
12 de setiembre de 1938. He ido a buscar a papá al trabajo. Le he hecho otra vez preguntas acerca de mamá. En
síntesis, nuestro diálogo ha sido el siguiente:
YO: ¿Cómo conociste a mamá?
ÉL: Estaba empleado en un comercio de pinturas de la calle Calzaiuoli. Mamá trabajaba como modista en una casa
de la Avenida, cerca de allí.
YO: ¿Quién te la presentó? ¿Cómo hiciste para hablarla por primera vez?
ÉL: ¿Cómo quieres que recuerde? ¡Han pasado veintisiete años!
YO: ¿Te dijo en seguida que sí cuando le pediste que se comprometiera contigo?
ÉL: Creo que sí. Estuvimos comprometidos diez meses. Sus padres ponían dificultades, pero ella dijo que si le
prohibían casarse se mataría. Era capaz de hacerlo.
YO: ¿Por qué era capaz de hacerlo?
ÉL: ¡Porque sí! ¡Hay ciertas cosas que no se pueden explicar con palabras!
YO: ¿Te quería mucho?
ÉL: Sí, por cierto. Pero era una mujer extraña. Yo nunca la comprendí bien.
YO: ¿Hay algo que no me quieres decir?
ÉL: Nada, absolutamente. Era extraña…
YO: ¿Por ejemplo?
ÉL: ¿Qué puedo decirte? Por ejemplo: decidíamos salir; ella se vestía íntegramente; después cambiaba de idea y
quería quedarse en casa.
Comprendí que papá no tenía nada más que decirme, que para él el recuerdo de mamá es algo distante y genérico.
Me hablaba intimidado y me pareció que me compadecía como si estuviera ante la víctima de una manía.
46
Tu cuerpo se consumía día a día, pero como si a medida que se producía la lenta consunción de la carne tu alma fuese
afinando su sensibilidad. Una fuerza nerviosa te mantenía milagrosamente vivo y me infundía una esperanza ante la
cual incluso la razón se sometía. El absceso iba cicatrizando, y tu mal misterioso, pese a no estar curado, daba señales
inesperadas de mejoramiento. Pero tu cuerpo se derrumbaba, pese a tu voluntad. Cuando ayudaba a las enfermeras
que te lavaban y te cambiaban la ropa interior, la vista del desastre me hacía apretar los dientes. Sobre tu esqueleto
de hombre había extendido una especie de duro velo de pergamino; sólo la masa fláccida de tus músculos era sensible
al tacto. Las enfermeras te daban inyecciones entre los nervios de los muslos, después de una larga y paciente
exploración. Tu hermoso cuerpo de atleta había desaparecido; las hemorragias y la supuración de la herida de la
nalga lo habían agotado lentamente. Pero tu cara, iluminada en su palidez por la llama celeste de los ojos, expresaba
una vitalidad que infundía esperanzas y al mismo tiempo acentuaba la tragedia. De vuelta en la cama, mostrando sólo
el rostro y las bellas manos largas, tu espíritu volvía a engañarme. Decías:
—Estoy consumido, ¿eh? Pero me repondré. Basta con que no me abandones… He pensado en lo que me dijiste de
la epilepsia de mamá. Me parece que la abuela respondió a mi pregunta sin entender el significado.
—¿Le dijiste «epilepsia»?
—Sí.
—Entonces no te entendió. Si le hubieses dicho convulsiones, te hubiera contestado que no.
—¿Te enojarás si te hago una pregunta? ¿Es verdad o no que mamá estaba loca?
—No es verdad. Es una idea que tienes metida adentro desde que eras niño. Pero es absolutamente falsa.
—Sé que murió de meningitis y que fue a consecuencia de las complicaciones del parto, a las que vino a agregarse
una gripe. Pero ¿antes no había estado loca?
—No, no, no. ¡Han querido insinuarte eso!
—Nadie me lo ha dicho nunca. Me lo he imaginado siempre yo. Siempre he tenido esa idea. En estas noches que
paso con los ojos abiertos le estoy pidiendo perdón, pero me parece que nunca se lo pido lo suficiente. Entenderás
ahora por qué trato de imaginármela viva: porque la imagen que me había formado de ella era la de una loca.
Estabas lúcido, sereno; la enfermera te había dado una inyección de alcanfor y tu respiración, por lo general
afanosa, era ahora tranquila. Parecías salido de una convalecencia. Vino un ordenanza y gritó:
—¡Señores, es la hora!
Una enfermera se asomó sobre el biombo, tras el cual nos habíamos vuelto a esconder, y te preguntó:
—¿Me necesita?
Se marchó. Oíamos a los parientes despedirse de los enfermos. Después, desde la cama que estaba al lado, nos
llegó el diálogo que sostenía tu vecino con un pariente suyo.
—Vete —decía el enfermo—. Ya se han marchado todos. Si te quedas, me rezongarán.
—Aquél de allí se ha escondido detrás del biombo —decía de mí, el pariente—. Mientras se quede él me quedo
también yo.
Y el enfermo dijo:
—Pero él tiene permiso. Su hermano está grave, tiene ya un pie en la tumba.
Los pómulos se te enrojecieron levemente, con un movimiento repentino que te arrancó un aullido de dolor
volteaste el biombo, gritando:
—¡Imbécil! ¡Estoy mucho más vivo que usted!
El biombo había caído sobre la espalda del pariente, hubo una conmoción en toda la sala, acudieron las
enfermeras. Yacías ahora boca abajo, agotado, llorabas, torciendo la boca como un recién nacido:
—¡Todos piensan lo mismo y tú no lo quieres creer! —me decías entre sollozos—. No me quieres, si te burlas así.
Vienes a hacerme discursos y me estoy muriendo… Vete, vete, no quiero verte más. Me haces creer que voy a curarme
cuando sabes que no hay más esperanza… Vete, vete.
Lentamente te calmaste, buscaste mi mano, te la llevaste a los labios con un movimiento convulsivo, me la bañaste
con saliva y lágrimas:
—Soy malo —balbuceabas—. Pero no quiero morir…
47
Pasó mayo en medio de esta lucha desesperada, con crisis y recuperaciones milagrosas. Había días de postración
absoluta: tu rostro tomaba una palidez lunar; tus labios estaban llenos de llagas, como cráteres apagados.
—Mi lengua parece la de un buey —me decías.
Hablabas con dificultad, tenía que entenderte por el movimiento de los labios. Tu respiración era lenta y fatigosa,
y el color de aguamarina de tus ojos estaba como diluido, velado por una cortina de blanco. Tu piel estaba áspera,
escamosa como la de un pez, reblandecida.
—Cambio de piel como las serpientes —me dijiste—. Es porque estoy deshidratado. Tengo que beber mucho.
Ciertos días, en cambio, renacías increíblemente. Eran los ojos los que recuperaban su brillo y te iluminaban. Te
mirabas al espejo:
—Me he quedado reducido a ojos y nariz —dijiste.
Con frecuencia tenías la barba larga, y eso te daba aire de convaleciente. Cada palabra tuya era expresión de un
deseo de vida. Un día me dijiste:
—Durante las crisis hay una voz que trata de convencerme para que cierre los ojos y me deje ir. Es una sensación
dulce, que me libera de los dolores. Es como si estuviese por dormirme, pero hago todos los esfuerzos posibles para
no caer en el sueño. Temo no despertarme más. A veces el sueño me toma a traición; me despierto sobresaltado y es
como si volviese a la vida desde la muerte.
Después dijiste:
—Creo que uno muere cuando está preparado para morir. Por eso no he querido comulgar. El Hermano y la
Hermana están disgustados conmigo, pero yo creí entender que cuando decían que iban a rogar por mi curación,
pensaban en prepararme para la muerte.
Me preguntaste:
—¿Tú crees en Dios?
—Sí.
—¿Por qué me dices que sí, si no crees? ¿También tú quieres prepararme para morir?
—¡Vamos! Es únicamente porque me parece ridículo decir, escribir y demostrar que no se cree en Dios. Es
necesario que un hombre haya estado frente a la muerte. Sólo así en esos momentos, cuando no puede esperar ya
nada del mundo de los hombres, es capaz de prescindir de Dios, puede decir que no cree en él.
—Y si no confía ya en los hombres y no confía en Dios, ¿en qué confía?
—Confía en sí mismo. Se reconoce en todos los que ha dejado.
—¿Entonces confía todavía en los hombres?
—Sí, si no confía en Dios, confía todavía en los hombres.
—¿Es eso el comunismo?
—También eso —te dije.
—¿Te acuerdas cuando hablábamos del comunismo hace unos meses? Me parece que hubiera pasado un siglo.
¿Está siempre más allá de la reja la calle con los árboles?
—Por cierto que está.
—¿Me harás conocer Roma cuando me haya curado?
Luego dijiste:
—En el fondo, Dios es verdaderamente abstracto. Incluso cuando me comunicaba no lograba nunca verlo ni
imaginármelo, ni siquiera como una luz. En lugar de pensar en Dios, pensaba en Jesús.
—¿A Jesús lo veías?
—Sí, a Jesús sí. Me volvía siempre a la memoria una estatua de Jesús depuesto que durante Semana Santa
exponían en la Capilla de la Misericordia.
—Dios es Jesús.
—Sí, pero era también una estatua. Y cuando lo veía, veía siempre la capilla llena de gente, y yo estaba entre la
gente y junto a mí se hallaba Enzina. Recordaba justamente un viernes santo en que con Enzina hicimos la recorrida
de las Siete Iglesias… Ahora pienso de Dios en otra forma.
—¿Cómo?
—Pienso en mamá. Ella está seguramente en el Paraíso. Y entonces es inútil que piense en Dios en abstracto. Basta
con que piense en mamá… Es una pena que no hayas encontrado su fotografía… Como no quiero dormir, sueño con
los ojos abiertos. Hace unas noches me pareció verla llevando de la mano a mi niña. Venían hacia mí y mi hija me
sonreía. Mamá no, no sonreía. La veo siempre confusamente, como si estuviese rodeada de niebla. Por eso te pedía
que me ayudaras a imaginármela. A veces me pongo a pensar en ella a propósito. Entonces cierro los ojos y trato de
hacerla hablar. Pero nunca consigo oír su voz ni verla moverse. Ni siquiera descubro cómo puede estar vestida.
¿Recuerdas tú cómo se vestía?
—La recuerdo con su último vestido. Un traje sastre negro, con falda larga.
48
Ya no sabía más cómo alimentarte. Querías de todo y no saboreabas nada. Deseabas lo que era imposible conseguir,
me injuriabas por mi ineptitud a causa de que no conseguía procurarte lo que te hubiera alimentado con placer:
primicias, alimentos frescos y livianos, tibios, fragantes. Les envidiabas a los otros enfermos todas las comidas que
sus parientes les traían. De un día para otro tus deseos cambiaban siempre y yo no lograba nunca ponerme de
acuerdo con tu humano capricho: nunca a tiempo para hacerte feliz por un instante. Después me abrazabas y me
pedías perdón por tus palabras demasiado fuertes, llorabas.
Un día me pediste mermelada de naranja. Era una mañana de fines de mayo; recorrí toda la ciudad, de tienda en
tienda, de negativa en negativa. Los comerciantes movían la cabeza como si pidiera algo absurdo, un pedazo de Marte.
Sudaba mientras corría de calle en calle, de comercio en comercio, de sonrisa en ironía. Quizá nunca odié a los
alemanes y sentí el horror de la guerra como en esas horas. La desesperación y el egoísmo fraternal me privaron del
intelecto durante esas horas: era un hombre ciego y desenfrenado que buscaba un tarrito de mermelada de naranja
con el ímpetu de un asaltante de caminos, con la voz trémula de un pordiosero, inútilmente.
Te llevé un vasito de dulce de cerezas que probaste y rechazaste como si fuera hiel. ¡Con la ansiedad de la larga
búsqueda me había olvidado imperdonablemente de tu almuerzo! No quisiste hacerme salir otra vez.
—No quiero quedarme solo —decías.
Enmascaraste tu sarcasmo con la cólera. Comiste con voracidad la comida corriente del hospital: era un veneno
para tu organismo herido. Dijiste:
—La culpa no es tuya. Si yo un día quisiese hierba, la hierba no crecería más en los prados.
Durante días y días no hubo en toda Roma mermelada de naranja para ti. Cada vez que llegaba junto a tu cama
veía en tu mirada la esperanza.
—Esa mermelada me recuerda tantas cosas. ¡Se ve que verdaderamente son todas cosas muertas y sepultadas! —
dijiste uno de los últimos días.
49
En aquellos mismos días me dijiste:
—He reflexionado sobre la página de tu diario en la que escribiste tu diálogo con nuestro padre. En el fondo, él
tiene razón. Lo que para nosotros cuenta de mamá es para él algo sin importancia, y es lógico que no lo recuerde. Lo
mismo me pasa a mí con mi mujer. Yo tampoco veo en mi mujer nada de extraordinario, porque es igual a mí y es algo
que me completa. Si fuese posible hacer distinciones de grado en un caso de esa naturaleza, te diría que quiero
curarme más por ella que por la niña. Para la niña el bien es todavía una cosa diferente: ¡y en este sentido es similar a
mamá!
Pareció que hubieses visto una luz maravillosa; se te encendieron los ojos con un asombro lleno de alegría. Dijiste:
—¡Por eso veo a menudo a la niña de la mano de mamá!
Y súbitamente pasó una sombra por tu rostro:
—¿No querrá decir eso que la vida de la niña está en peligro? ¿Por qué no me escriben? Telegrafía, por favor… O
quizá sea como pensaba hasta ahora: ¡que mamá tiene a la niña de la mano para hacerme entender que está bajo su
protección!
Las oscilaciones de tu espíritu, depresiones y excitaciones, te debilitaban cada vez más. Estabas obligado a
permanecer inmóvil en el lecho, con todo el cuerpo dolorido por no poder hallar nunca una postura conveniente,
llagado como estabas, agotado. Los médicos ordenaban inyecciones y «gotas para el corazón», esperaban con toda su
ciencia ya impotente que tu organismo reaccionase. Y los otros enfermos, encerrados en su propio mal, que es
siempre menor que el del vecino, no se aproximaban más a tu cama.
—Pasan de largo como si tuviese peste —dijiste.
Alrededor de tu cama estaba el olor de la muerte, el olor fétido que el absceso propagaba. Y con los primeros
calores de junio, las moscas —¡las moscas!— comenzaron a volar en torno a tu cabeza, a posarse sobre tu rostro, en
los ángulos de tu boca, en el borde de los párpados, apenas te adormecías.
Cada vez te quedabas más tiempo adormecido, volvías a abrir los ojos como sí recuperaras la conciencia después
de un desvanecimiento. Un día me dijiste:
—Mientras dormía se me apareció mamá. Esta vez me habló. Me dijo que esté tranquilo, que ella pensará en mí,
que hará que me cure. La vi con mucha claridad. Estaba vestida como una muchacha de ahora, con mangas cortas y el
pelo suelto sobre la espalda.
Luego tuviste una reacción casi sorprendente: y era la frescura que precede a la agonía. Me dijiste:
—Quiero irme de aquí. No me curan. Quiero volver a Florencia mientras tengo aliento y hay esperanzas de
curación. ¡Y volveré a ver a mi niña y a mi mujer!
Los médicos consintieron con mucha tranquilidad, dijeron:
—Puede ocurrir que el cambio de aire le siente bien… Con tal que soporte el viaje…
¡Con tal que! Vino la ambulancia con dos enfermeras de la Cruz Roja llenas de premura. Yo tenía que ir a
encontrarte a Florencia por otro camino.
Era una mañana calurosa y con viento. Al salir en la camilla volviste a ver el árbol de tronco descortezado.
—¡Demonios, qué verde está! —dijiste.
Pero cuando la camilla se deslizó sobre sus ruedas y estuviste dentro de la ambulancia, tu animación cedió. Me
tomaste una mano, llorabas con los labios apretados entre los dientes, luego los abriste y por un segundo, bajo la
nariz y sobre el mentón, apareció una marca blanca, más blanca que el resto del rostro, tanto habías apretado los
dientes. Tus ojos celestes brillaban entre las lágrimas… Luego la ambulancia desapareció por la calle. Entonces me
confesé a mí mismo que no te había acompañado para no asistir a tu muerte. Quiero recordarte vivo.
50
Más allá de la verja del hospital empezaba un día de junio cruel, denso de vida. Cruzando la calle, en la Puerta Pia,
había un parque de diversiones, con pistas de automóviles, barcos voladores y puestos de tiro al blanco. Un
altoparlante difundía canciones. Al salir del hospital me detuve varias veces en medio de aquel clamor, incapaz de
formular un pensamiento o una determinación. Aquella mañana de nuestra despedida, me sorprendí con el rostro
apoyado contra una vidriera de la calle Salaria en la que se veía una pirámide de latitas de dulces. En la cima estaban
los vasitos de mermelada de naranja. Los miraba y la naranja pintada en la etiqueta me pareció una cara que me
guiñaba los ojos. Mis ideas y convicciones, el amor que sentía hacia mi mujer y hacia la niña que también a mí me
había nacido, la fe en mi trabajo, la verdad por la que mis amigos más queridos habían caído con la Resistencia, mi
humanidad y mis aspiraciones, todo, todo vacilaba frente a la injusticia que tu suerte significaba. Ahora me digo que
para los espíritus más inmaculados y para los más corrompidos la muerte es una continuación de la vida, es el
cumplimiento de un conocimiento. ¿Y para las almas ya no puras y todavía no pecadoras, que no conocieron ni el
sabor de la renuncia ni el gusto de la ofensa? «Pues de los pobres de espíritu será el Reino de los Cielos», dijo Cristo. Si
es así, tu alma resplandece en lo más alto de la Eternidad.
VASCO PRATOLINI (Florencia, 19 de octubre de 1913 - Roma, 12 de enero
de 1991) fue uno de los más relevantes escritores del siglo XX en Italia. Junto a
Alberto Moravia, Italo Calvino, Elio Vittorini y Cesare Pavese es uno de los
iniciadores del neorrealismo.
Nacido en el seno de una familia obrera, desde niño tuvo que
desempeñar los más humildes trabajos, estudiando por su cuenta y en
la medida de sus posibilidades. Empezó a escribir durante una larga estancia en un sanatorio, y en 1938 publicó en la
revista florentina Letteratura sus primeros cuentos y artículos, a la vez que empezaba a dirigir la famosa revista
quincenal Campo di Marte. Pronto despuntó su antifascismo militante y colaboró en la Resistencia. Al finalizar la
guerra, su prestigio de escritor alcanzó gran resonancia.
En su obra narrativa, partida de un sutil lirismo intimista, va luego delineándose una muy peculiar forma de realismo
cuyo primer paso importante es El barrio (1944), pero cuya consagración fueron las famosas «crónicas», aparecidas
en 1947: Crónica de mi familia (retorno, en apariencia, al lirismo intimista y el tono elegíaco), y Crónicas de pobres
amantes, una de las obras maestras de la literatura neorrealista de la época.

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