La Vida Cristiana y El Matrimonio

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La vida cristiana y el

matrimonio
El matrimonio cristiano es mucho más que casarse “en la Iglesia”, con un
rito que permite fotos y recuerdos bonitos, pero con una motivación
espiritual a menudo muy pobre, sino un casarse “en el Señor” (cf. 1 Cor
7,39), pues Dios quiere que estemos próximos a Él, pero tenemos que
dejarle ayudarnos con su gracia. Necesitamos rezar, pues la oración en
familia es expresión de fe y ayuda a la unión familiar, habiendo un refrán
que dice “familia que reza unida, permanece unida”. Hay que vivir una
vida espiritual intensa en fidelidad a la gracia, la cual, bien aprovechada,
puede conducir a la pareja a la santidad y a la realización personal,
llenando su vida de sentido y felicidad. El amor es un don de Dios, pero
un don que hay que cultivar, porque si no lo hacemos así, termina por
extinguirse. Por ello, si después de la ceremonia religiosa, abandonamos
la vida cristiana, si no se reza ni individualmente ni en pareja, si no se
reciben los sacramentos del perdón ni de la comunión, si no se intenta
vivir cristianamente en familia, nos alejamos de Dios y la gracia del
sacramento del matrimonio permanecerá estéril por nuestra culpa.

Es necesario por ello que el enfoque del amor cristiano sea realista y que
la fidelidad sea el principio inspirador de la vida conyugal, ya que los
esposos no han entrado ni mucho menos en el paraíso y todo
matrimonio corre el riesgo de verse lejos del ideal trazado por Cristo y su
Iglesia, envueltos como Adán y Eva en la discordia (Gén 3,1217). Hay una
tensión entre la carne y el espíritu (Rom 7,14-25), ya que la convivencia
tan íntima que exige la vida matrimonial nunca es fácil, por lo que hay
que saber perdonar y reconciliarse.
Este amor sabe de oración, de confianza, de diálogo, de sacrificio, de
dominio de sí, de respeto, de delicadeza, de espera, de fidelidad, de saber
compartir, de esfuerzo para hacerse cada día más digno del cariño del
otro. En este punto hay que recordar la genial orden de San Pablo:
“Estad siempre alegres” (1 Tes 5,16), y es que la alegría y el optimismo,
así como el sentido del humor y una buena mano izquierda para los
momentos difíciles, contribuyen a hacer llevadera la convivencia
matrimonial, mientras que, por el contrario, el pesimismo sólo crea
tristeza y amargura.

Junto a esto hay otros muchos gestos en la convivencia habitual (los


“detalles” entre los esposos), que suponen ternura, rompen la monotonía
diaria con pequeñas sorpresas agradables y llenan de gozo la vida. El
sentirse querido es una de nuestras necesidades fundamentales, hasta el
punto de que con frecuencia la relación sexual, por muy satisfactoria que
sea, no es suficiente para llenar la necesidad de amor, siendo el
matrimonio y la familia lugares muy adecuados para satisfacer nuestras
exigencias afectivas.

Pero, dado que cada uno percibe el amor de manera diversa, mantener
vivo el amor en el matrimonio no siempre es fácil. Es necesario, por
supuesto, ser persona educada y que busca lo que al otro le puede
agradar. Si no se llega a captar el modo en que el otro cónyuge quiere
recibir amor, no nos extrañe que el matrimonio atraviese dificultades sin
que lleguemos a saber el porqué. Los gestos afectuosos antes de la
relación sexual y en la vida cotidiana son el modo ordinario de expresar
el amor, su sello inconfundible. Muchas de estas manifestaciones de
ternura se caracterizan por la búsqueda del bien del otro, empezando por
intentar conocer lo que el otro desea de mí. Pero cuando a nuestra vez
buscamos algo del otro, sepamos pedírselo y no exigírselo, dándonos
cuenta que también hay que dejar al otro hacer las cosas a su manera, sin
intentar prescribirle cómo debe actuar.

Son importantes las frases amables, las palabras de ánimo y el dar las
gracias por lo que el otro hace, así como la buena disposición en el hacer
los servicios y trabajos que el otro desea que yo haga. Hay también que
saber ofrecer al cónyuge momentos especiales, en los que lo importante
no es estar o hacer algo juntos, sino estar a su plena disposición,
ofreciéndole tiempo y disponibilidad, a fin de llegar a una relación
interpersonal que intente comprender los mutuos pensamientos,
sentimientos y deseos, sabiendo escuchar y procurando no interrumpir.
Los pequeños actos de cariño y sus expresiones físicas, entre los que hay
que destacar besos y caricias, pues el contacto físico es una muy buena
manera de transmitir amor, así como los regalos y nuestra presencia
cercana en sus momentos difíciles, por lo que suponen de atención hacia
su persona, afectan muy positivamente a la relación mutua, dándole
elegancia y constituyendo los presupuestos psicológicos del gesto
específicamente matrimonial.

Sin embargo hay que tener presente que no siempre coinciden los
lenguajes de amor y lo que para uno puede ser muy importante, para el
otro no, por lo que hay que intentar saber lo que ambos realmente
valoran, a fin de evitar incomprensiones. Es indiscutible que ninguno es
perfecto y que fácilmente podemos no acertar e incluso herir, por lo que
es muy conveniente reconocer los propios errores, tratando de evitar el
malhumor, saber pedir perdón y procurar comportarse en el futuro de
otra manera.
Lo que a mí más me hiere, su contrario es fácilmente lo que más deseo,
así como lo que más espontáneamente expreso, es con frecuencia lo que
más anhelo. Pero por ello también hay que esforzarse en darse cuenta de
lo que el otro valora y ofrecérselo así, aunque a quien lo hace tal vez le
diga poco. No hay que olvidar tampoco que en el noviazgo se está
enamorado, experiencia magnífica pero pasajera, mientras en el
matrimonio se vuelve a ser quien se era antes, lo que no impide que,
sobre todo si se está atento, se pueda expresar de muchas maneras el
amor, y un amor duradero, con su correspondiente fruto de llenar de
sentido la vida.

Conviene también que los hijos perciban en sus padres el amor y los
gestos de cariño, pues muchas veces sólo se dan cuenta de las demasiado
públicas broncas, con su sensación de inseguridad.

Por qué el matrimonio


es importante para la
sociedad
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M. Ángeles Burguera

Hoy día es de buen tono mantener en público que el matrimonio es


solo una opción entre otras y que la mera cohabitación debería
tener los mismos derechos. Pero la realidad social prueba que el
matrimonio todavía marca la diferencia. En el libro The Case for
Marriage (1), publicado recientemente en Estados Unidos, las
sociólogas Linda Waite y Maggie Gallagher muestran con datos
los beneficios que a largo plazo supone el matrimonio para las
parejas y para la sociedad. Beneficios que justifican que el
matrimonio sea tratado como una opción social preferente.

En Estados Unidos el índice de fracasos matrimoniales es muy alto


y, aun así, casi el 90 por ciento de los que se divorcian o separan
continúa pensando que la boda abre un camino para toda la vida.
¿Por qué se da esta contradicción? Linda J. Waite y Maggie
Gallagher han investigado el asunto en un libro que combina datos
estadísticos, análisis sociológico y crítica cultural. Su conclusión es
que el matrimonio es lo más parecido a un seguro de vida de largo
alcance.

En conjunto, los casados gozan de mejor salud, tienen un estado


emocional y psíquico más satisfactorio y están más estimulados a
aumentar sus ingresos que los que viven solos o cohabitan. Estos
efectos positivos sólo ocurren si la sociedad da un reconocimiento
público al compromiso matrimonial. Y, ahí está el quid, porque
según estas dos sociólogas, en las últimas décadas asistimos a un
proceso de "privatización" de la relación matrimonial, que mina en
sus mismos fundamentos el contrato más importante de una vida.

Una cuestión de salud pública

Junto a la falta de apoyo público al matrimonio, ha crecido


la facilidad para divorciarse y han ganado aceptación social otras
fórmulas de convivencia, como la cohabitación o la maternidad en
solitario. Las autoras detectan que pocos consejeros dedican sus
energías a fortalecer un matrimonio en crisis y los que deberían
hacerlo -psicólogos, educadores, sacerdotes- parecen centrarse sólo
en el beneficio emocional del matrimonio, como si éste fuera la
única ventaja.

De ahí que cuando "la aparente felicidad" disminuye, no hay


argumento para frenar el "fracaso".
Frente a esa visión reduccionista, Waite y Gallagher ofrecen en su
obra un análisis pormenorizado de los principales efectos positivos
del matrimonio y argumentan que la defensa del contrato
matrimonial ha dejado de ser "una mera preocupación moral para
convertirse en una cuestión de salud pública".

Por ello es importante advertir los beneficios a largo plazo del


matrimonio, beneficios que arrancan del "poder transformante" de
este compromiso: algo tan concreto como la fidelidad
matrimonial.

Un seguro de vida que cubre todo


La seguridad de un matrimonio para toda la vida anima a los
esposos a tomar decisiones conjuntas y a especializarse en tareas
que facilitan la vida en común. Se trata de una complementariedad
que supera con creces las posibilidades de un soltero -obligado a
hacer frente a todas las necesidades con sus solos recursos- y
también las de una pareja de hecho, en la que la duda sobre el
futuro siempre actúa de freno y recorta las posibles economías de
escala, pues se pretende a un tiempo nadar y guardar la ropa.

En el ámbito financiero, el libro concluye que el ahorro de marido y


mujer por el mero compartir energía, muebles y electrodomésticos,
instalaciones, etc. puede suponer un aumento de hasta un tercio en
el nivel de vida de ambos cónyuges. Otra de las ventajas del
matrimonio duradero es la de actuar como un auténtico "seguro de
vida", no sólo ante eventualidades como el paro, la enfermedad o la
vejez.

Una póliza que garantiza una atención global cuando marido o


mujer enferman: el que quede sano "trabajará más para compensar
los ingresos perdidos, facilitará cuidados personalizados al
incapacitado o se encargará del trabajo de la casa que el otro ya no
pueda hacer".

Pero las mejores ganancias vienen de la exclusividad. La relación


afectiva garantizada por el pacto matrimonial supera cualquier otra,
no sólo en los aspectos más íntimos -la promesa de estabilidad
reduce la incertidumbre- sino también en el apoyo constante en los
momentos de dificultad o tensión.

"El matrimonio y la familia -afirman las autoras- proporcionan un


sentido de dependencia, el sentido de amar y ser amado, de ser
absolutamente esencial para la vida y la felicidad de los demás".
Esto da una perspectiva diferente para afrontar los problemas que
uno encuentra, "porque hay personas que dependen de ti, que
cuentan contigo o se preocupan de ti".

Al otro lado de este marco de ventajas, hay que situar el escaso


apoyo externo a la estabilidad matrimonial. De hecho, la mayoría de
las guías para el divorcio e incluso de los manuales terapéuticos
para los estudiantes aconsejan no considerar o minimizar el
posible efecto negativo sobre los hijos, a la hora de aconsejar sobre
la continuidad de un matrimonio.

Quizá uno de los aspectos más interesantes del libro sea la


refutación -con datos- de la idea de que, si el matrimonio va mal,
el divorcio es la mejor solución también para los hijos. Las
autoras citan un estudio en el que se analizan las características de
más de dos mil personas casadas, a lo largo de quince años.

En la mayoría de los casos se llega a la conclusión de que tanto un


matrimonio desgraciado como un divorcio reducen el bienestar de
los hijos, pero, a largo plazo, el divorcio lleva a relaciones más
problemáticas entre padres e hijos; aumenta la probabilidad de que
los hijos se divorcien a su vez, y reduce también las posibilidades de
éxito en la educación y en la carrera
profesional de los hijos.

Divorcios inexplicables para los hijos

Un estudio más profundo de los efectos del divorcio distingue entre


dos tipos de situaciones: los divorcios que ocurren en matrimonios
con alto nivel de conflictividad y los que tienen lugar en hogares en
los que las discusiones o la violencia no aparecen más que
raramente.

"En el primer caso, los hijos pueden experimentar el divorcio -al


menos psicológicamente- como un alivio; en el segundo, la
experiencia de la ruptura familiar les supone un desastre absoluto e
inexplicable", se concluye.

Y lo peor es que, entre los entrevistados, "sólo un treinta por ciento


afirmaron haber tenido más de dos discusiones serias el mes
anterior al divorcio". Los datos resultan claros: "La mayoría de los
divorcios en los que hay niños implicados no rompen matrimonios
desastrosos sino matrimonios que, desde el punto de vista de los
hijos, son, al menos, suficientemente buenos".

Waite y Gallagher señalan también el papel que han tenido los


abogados norteamericanos en la flexibilización de la legislación
divorcista, hasta conseguir el divorcio unilateral, y sin necesidad de
alegar ninguna causa.
Con la reforma introducida en Estados Unidos, resumen las autoras,
"se requieren dos personas para casarse, pero sólo una para
divorciarse a cualquier hora, por cualquier motivo y tan rápido como
los tribunales puedan dividir las propiedades o definir a quién
corresponde la custodia de los hijos".

Todas estas amenazas están bloqueando el descubrimiento de las


ventajas del matrimonio y hacen prevalecer una mentalidad
defensiva.

La falta de interés hacia el matrimonio se refleja en la disminución


de ayudas específicas para la familia basada en el compromiso
matrimonial. La presión de algunas minorías combativas hace
parecer discriminatorio el establecimiento de políticas favorables al
matrimonio -es un asunto privado, de dos adultos, en el que nadie
tiene derecho a intervenir-.

Paradójicamente, otras formas de relación, como pueden ser las


parejas de hecho, exigen como propias las ventajas sociales de los
casados y los tribunales cada vez se sienten más proclives a
considerar que puede ser incluso inconstitucional tratar de manera
diferente a las parejas, en función de si están o no casadas.

Una opción social preferente Gallagher y Waite culminan su análisis


con la sugerencia de unas líneas de actuación para reconocer al
matrimonio como una opción social preferente. Hay que dejar de
considerarlo como una opción privada más -aseguran- y verlo como
lo que es: un compromiso público, un ideal moral y una institución
social.

Por eso la primera propuesta se refiere a la necesidad de hablar


sobre el matrimonio. En un momento en que muchas personas han
dejado de usar la palabra "matrimonio", los investigadores sociales
y los expertos universitarios tienen una particular responsabilidad
en analizar los efectos sociales del matrimonio. Por ejemplo, el
cálculo del coste público de los fracasos matrimoniales
proporcionaría datos para evaluar la oportunidad de muchas
subvenciones o subsidios.

Otra de las sugerencias para fortalecer el matrimonio exigiría


adecuar la política fiscal, de manera que no penalice a las familias
con más de dos hijos, y reformar la legislación sobre el divorcio.
Algo empieza a hacerse. El último capítulo recoge la experiencia
reciente de dos Estados -Luisiana y Arizona- que en 1997 y 1998
establecieron leyes más restrictivas. En el primer caso, la reforma
incluye un acceso limitado al divorcio, la prolongación de los
períodos de espera y la obligatoriedad de asesoramiento familiar
previo.

También ofrece la posibilidad de elegir entre la legislación existente


-que permite el divorcio unilateral- y un nuevo tipo de contrato
matrimonial que limita el divorcio a ciertos casos.

Cambios legales

También se sugiere el restablecimiento de un estatuto legal


particular para el matrimonio, con un nuevo modelo de derechos y
responsabilidades. En el nuevo modelo de matrimonio, "se debería
reconocer -apuntan las autoras- que cuanto más tiempo se lleva
casado, más interdependientes se hacen las vidas y el daño de una
separación legal es también mayor.

También se debería tener en cuenta que los derechos y


responsabilidades del matrimonio cambian de manera fundamental
cuando se tienen hijos que todavía no han alcanzado la edad
adulta".

Otro modo de abordar el fortalecimiento del matrimonio sería


desaconsejar la maternidad en solitario, para lo cual los medios de
comunicación y los personajes populares deberían dejar de
presentarla como una opción más.

Las consecuencias de estas campañas sobre las adolescentes


pueden ser graves, sobre todo porque tener un hijo reduce las
probabilidades de casarse posteriormente y complica las
posibilidades de acabar los estudios.

Waite y Gallagher tienen también un mensaje para los hombres,


quienes deberían tomar conciencia de los amplios beneficios del
matrimonio. Estarían así más dispuestos a colaborar con sus
esposas, pues muchas mujeres no encuentran ninguna ventaja en
tener que trabajar para aportar ingresos y, a la vez, llevar la casa y
ocuparse de los hijos. Los maridos deberían descubrir un nuevo
beneficio: el de compartir la responsabilidad de ocuparse de la casa
y de la familia.

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