Libro Ruptura Cap. 1-3 Manuel Castells PDF

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1.

LA CRISIS DE LEGITIMIDAD
POLÍTICA: NO NOS REPRESENTAN

Érase una vez la democracia


Democracia, escribió hace tiempo Robert Escarpit, es cuando llaman a tu puerta a las
cinco de la mañana y supones que es el chero. Quienes vivimos el franquismo sabemos
el valor de esa visión minimalista de democracia que todavía no se ha alcanzado en la
mayor parte del planeta. Pero tras milenios de construcción de instituciones a quienes
podamos delegar el poder soberano que, teóricamente, detentamos los ciudadanos,
aspiramos a algo más. Y de hecho eso es lo que nos propone el modelo de democracia
liberal. A saber: respeto de los derechos básicos de las personas y de los derechos
políticos de los ciudadanos, incluidas las libertades de asociación, reunión y expresión,
mediante el imperio de la ley protegida por los tribunales; separación de poderes entre
ejecutivo, legislativo y judicial; elección libre, periódica y contrastada de quienes
ocupan los cargos decisorios en cada uno de los poderes; sumisión del Estado, y todos
sus aparatos, a quienes han recibido la delegación del poder de los ciudadanos;
posibilidad de revisar y actualizar la Constitución en la que se plasman los principios de
las instituciones democráticas. Y, desde luego, exclusión de los poderes económicos o
ideológicos en la conducción de los asuntos públicos mediante su influencia oculta en
el sistema político. Por sencillo que parezca el modelo, costó siglos de sangre, sudor y
lágrimas llegar a su realización en la práctica institucional y en la vida social, aun
teniendo en cuenta sus múltiples desviaciones de los principios de representación que
aparecen en la letra pequeña de las leyes y en la práctica sesgada de parlamentarios,
jueces y gobernantes. Por ejemplo, casi ninguna ley electoral aplica el principio de una
persona, un voto en la correspondencia entre el número de votos y el número de
escaños. Y la estructura del poder judicial depende indirectamente del sistema político,
incluyendo los tribunales que interpretan los principios constitucionales. En realidad, la
democracia se construye en torno a las relaciones de poder social que la fundaron y va
adaptándose a la evolución de esas relaciones de poder pero privilegiando el poder
que ya está cristalizado en las instituciones. Por eso no se puede decir que es
representativa a menos que los ciudadanos piensen que están representados. Porque
la fuerza y la estabilidad de las instituciones dependen de su vigencia en las mentes de
las personas Si se rompe el vínculo subjetivo entre lo que los ciudadanos piensan y
quieren y las acciones de aquellos a quienes elegimos y pagamos, se produce lo que
llamamos crisis de legitimidad política, a saber, el sentimiento mayoritario de que los
actores del sistema político no nos representan. En teoría, ese desajuste se autocorrige
en la democracia liberal mediante la pluralidad de opciones y las elecciones periódicas
para optar entre dichas opciones. En la práctica, la elección se limita a aquellas
opciones que ya están enraizadas en las instituciones y en los intereses creados en la
sociedad, con obstáculos de todo tipo para los que intentan acceder a un cotarro bien
delimitado. Es más, los actores políticos fundamentales, o sea los partidos, pueden
diferir en políticas, pero se acuerdan en mantener el monopolio del poder dentro de
un marco de posibilidades preestablecidas por ellos mismos. La política se
profesionaliza y los políticos se convierten en un grupo social que defiende sus
intereses comunes por encima de los intereses de quienes dicen representar: se forma
una clase política, que, con honrosas excepciones, transciende ideologías y cuida su
oligopolio. Además, los partidos como tales experimentan un proceso de
burocratización interna, predicho por Robert Michels desde la década de los veinte,
limitando su renovación a la competición entre sus líderes y apartándose del control y
decisión de sus militantes. Es más, una vez realizado el acto de la elección, dominado
por el marketing electoral y las estrategias de comunicación, con escaso debate y
participación de militantes y electores, el sistema funciona autónomamente con
respecto a los ciudadanos. Tan solo tomando el pulso de la opinión, nunca vinculante,
mediante encuestas cuyo diseño controlan quienes las encargan. Aun así, los
ciudadanos votan, eligen e incluso se movilizan y entusiasman por aquellos en quienes
depositan sus esperanzas, cambiando de vez en cuando cuando la esperanza supera el
miedo al cambio, que es la táctica emocional básica en el mantenimiento del poder
político. Pero la decepción recurrente de esas esperanzas va erosionando la
legitimidad, al tiempo que la resignación va dejando paso a la indignación cuando
surge lo insoportable. Como cuando en una crisis económica se salva a bancos
fraudulentos con el dinero de los contribuyentes mientras se recortan servicios básicos
para la vida de las personas. Con la promesa de que las cosas irán mejor si aguantan y
siguen tragando y cuando no es así, hay que romper con todo o aguantar todo. Y el
romper fuera de las instituciones tiene un alto coste social y personal, demonizado por
medios de comunicación que, en último término, están controlados por el dinero o por
el Estado, a pesar de la resistencia muchas veces heroica de los periodistas. En
situación de crisis económica, social, institucional, moral, lo que era aceptado porque
no había otra posibilidad, deja de serlo. Y lo que era un modelo de representación se
desploma en la subjetividad de las personas. Solo queda el poder descarnado de que
las cosas son así y quien no lo acepte que salga a la calle, donde los espera la policía.
Esa es la crisis de la legitimidad.
Y eso es lo que está pasando en España, en Europa y en gran parte del mundo. Más de
dos tercios de las personas en el planeta piensan que los políticos no los representan,
que los partidos (todos) priorizan sus intereses, que los parlamentos resultantes no
son representativos y que los gobiernos son corruptos, injustos, burocráticos y
opresivos. En la percepción casi unánime de los ciudadanos la profesión peor
consideradas es ser político. Y tanto más cuanto se reproducen eternamente y
raramente vuelven a la vida civil mientras puedan medrar entre los vericuetos de la
burocracia institucional. Este sentimiento ampliamente mayoritario de rechazo a la
política realmente existente varía según países y regiones, pero se da en todas partes.
Incluso en países, como Escandinavia, en donde la limpieza democrática ha sido una
referencia esperanzadora, la tendencia de la opinión pública va en el mismo sentido
desde hace un tiempo. Por eso me tomo la libertad de remitir al lector al compendio
estadístico de fuentes fiables que se expone en la web relacionada con este libro para
que pueda hacer sus propias constataciones en diversas áreas del mundo. Sin
embargo, como el libro se escribe y publica en España, ilustraré el argumento con
algunos datos de este país. Si en 2000 el 65% de los ciudadanos no confiaban en los
partidos políticos, la desconfianza subió al 88% en 2016. La desconfianza en el
parlamento aumentó del 39% en 2001 al 77% en 2016, y en el gobierno, del 39% al
77%. Y subrayo el hecho de que este hundimiento de la confianza se refiere tanto a
gobiernos socialistas como populares. De hecho, la mayor caída es un 80% de
desconfianza en 2011, precipitando la espantada del gobierno del PSOE con Zapatero.
Aun en menor medida, más de mitad de los españoles tampoco confían en el sistema
legal (el 54% en 2016, comparado con el 49% en 2001). Mientras las autoridades
regionales y locales no salen tampoco bien paradas, aunque en este caso ha habido un
descenso de la desconfianza desde su máximo del 79% en 2014 al 62% en 2017 tras la
elección de los municipios del cambio (liderados por Podemos y confluencias) en 2014.
En fin, la policía es la mejor considerada. Tan solo en 36% de los ciudadanos
desconfiaba en 2014 y la tendencia es a la baja: el 24% en 2017. La intervención
policial contra la corrupción y el instinto de buscar un orden más allá de los políticos
parecen favorecer la idea de que los servidores del Estado son más fiables que sus
jefes. No es de extrañar, puesto que casi tres cuartas partes de los españoles en 2016
pensaban que “los políticos no se preocupan de la gente como yo” y que “esté quien
esté en el poder siempre benefician a sus intereses personales”.
Ahora bien, si las cosas son así en el ámbito mundial, aun salvando las diferencias, tal
vez sea ese el sino de cualquier institución humana. También de la democracia liberal.
Seguimos refiriéndonos frecuentemente al célebre dictamen de Churchill en 1947,
según el cual “la democracia es la peor forma de gobierno excepto todas las otras que
se han intentado de vez en cuando”. Tal vez. Pero más allá de un debate metafísico
sobre la esencia de la democracia, lo que observo es que cada vez menos gente se cree
esta forma de democracia, la democracia liberal, al tiempo que la gran mayoría sigue
defendiendo el ideal democrático. Precisamente porque la gente quiere creer en la
democracia, el desencanto es aún más profundo en relación con la forma en que la
viven. Y de ese desencanto nacen comportamientos sociales y políticos que están
transformando las instituciones y las prácticas de gobernanza en todas partes. Eso es
lo que creo importante analizar. En cuanto a la inevitabilidad de la perversión del ideal
democrático, no creo muy útil filosofar sobre la malhadada naturaleza humana,
discurso paralizante justificador de la continuidad de este orden de cosas. Más
relevante es investigar algunas de las causas del porqué de la separación entre
representantes y representados se ha acentuado en las dos últimas décadas, hasta
llegar al punto de ebullición del rechazo popular a los de arriba, sin distinciones. Algo
que desde el establishment político y mediático se denomina peyorativamente como
populismo porque son comportamientos que no reconocen los sesgados canales
institucionales que se ofrecen para el cambio político. En realidad, las emociones
colectivas son cono el agua: cuando encuentran un bloqueo en su flujo natural abren
nuevas vías, frecuentemente torrenciales, hasta anegar los exclusivos espacios del
orden establecido.

Las raíces de la ira

La crisis de la democracia liberal resulta de la conjunción de varios procesos que se


refuerzan mutuamente. La globalización de la economía y de la comunicación ha
socavado y desestructurado las economías nacionales y limitado la capacidad del
Estado nación a responder en su ámbito a problemas que son globales en su origen,
tales como las crisis financieras, los derechos humanos, el cambio climático, la
economía criminal o el terrorismo. Lo paradójico es que fueron los estados-nación los
que estimularon el proceso de globalización, desmantelando regulaciones y fronteras
desde la década de los ochenta, en las administraciones de Reagan y Thatcher, los dos
países líderes de la economía internacional entonces. Y son esos mismos estados los
que están replegando velas en este momento, bajo el impacto político de los sectores
populares que en todos los países han sufrido las consecuencias negativas de la
globalización. Mientras que las capas profesionales de mayor educación y posibilidades
se conectan a través del planeta en una nueva formación de clases sociales, que separa
a las élites cosmopolitas creadoras de valor en el mercado mundial de los trabajadores
locales devaluados por la deslocalización industrial, desplazados por el cambio
tecnológico y desprotegidos por la regulación laboral. La desigualdad social resultante
entre valorizadores y devaluados es la más alta de la historia reciente. Es más, la lógica
irrestricta del mercado acentúa las diferencias entre capacidades según lo que es útil o
no a la redes globales de capital, de producción y de consumo, de modo que además
de desigualdad, hay polarización, es decir los ricos son cada vez más ricos, sobre todo
en la cúspide de la pirámide, y los pobres cada vez más pobres. Esta dinámica juega a
la vez en las economías nacionales y en la economía mundial. De todo que aunque la
incorporación de cientos de millones de personas del mundo de nueva
industrialización, dinamiza y amplia el mercado mundial, la fragmentación de cada
sociedad y entre cada país se acentúa. Pero los gobiernos nacionales, casi sin
excepción, hasta ahora, decidieron universo al carro de la globalización para no
quedarse fuera de la nueva economía y del nuevo reparto de poder. Y para aumentar
la capacidad competitiva de sus países, crearon una nueva forma de Estado: el Estado-
red, a partir de la articulación institucional de los estados-nación, que no desaparecen,
pero que se convierten en nodos de una red supranacional en la que transfieren
soberanía a cambio de su participación en la gestión de la globalización. Este es
claramente el caso de la Unión Europea, la construcción más audaz del último medio
siglo, como respuesta política a la globalización. Sin embargo, cuanto más se distancia
el Etsado-nación de la nación que representa, más se disocian el estado y la nación,
con la consiguiente crisis de legitimidad en las mentes de muchos ciudadanos a
quienes se mantiene al margen de decisiones esenciales para su vida que se toman
más allá de las instituciones de representación directa.
A esa crisis de la representación de intereses se une una crisis identitaria como
resultante de la globalización. Cuanto menos control tienen las personas sobre el
mercado y sobre su Estado más se repliegan en una identidad propia que no pueda ser
disuelta pro el vértigo de los flujos globales. Se refugian en su nación, en su territorio,
en su dios. Mientras que las élites triunfantes de la globalización se proclaman
ciudadanos del mundo amplios sectores sociales se atrincheran en los espacios
culturales en los que se reconocen y en donde su valor depende de su comunidad y no
de su cuenta bancaria. A la fractura social se une la fractura cultural. El desprecio de
las élites al miedo de la gente de salir de lo local sin garantías de protección se
transforma en humillación. Y ahí anidan los gérmenes de la xenofobia y la intolerancia.
Con la sospecha creciente de que los políticos se ocupan del mundo pero no de ellos.
La identidad política de la ciudadanía, construida desde el estado, va siendo
reemplazada por identidades culturales diversas, portadoras de sentido más allá de la
política.

Las contradicciones latentes en la economía y la sociedad transformadas por la


globalización, la resistencia identitaria y la disociación entre Estado y nación,
aparecieron a la luz de la práctica social en la crisis económica de 2008-2010. Porque
las crisis son momentos reveladores de las fallas de un sistema y, por tanto, ejercen la
mediación entre las tendencias de fondo de una sociedad, la conciencia de los
problemas y las practicas que emergen para modificar las tendencias que se perciben
como perjudiciales para las personas, aunque sean funcionales para el sistema. En la
raíz de la crisis de legitimidad política está la crisis financiera, transformada en crisis
económica y del empleo, que explota en Estados Unidos y Europa en el otoño de 2008.
Fue en realidad la crisis de un modelo de capitalismo, el capitalismo financiero global,
basado en la independencia de los mercados mundiales y en la utilización de
tecnologías digitales para el desarrollo de capital virtual especulativo que impuso su
dinámica de creación artificial de valor a la capacidad productiva de la economía de
bienes y servicios. De hecho, la capital especulativa hizo colapsar a una parte
substancial del sistema financiero y estuvo a punto de generar una catástrofe sin
precedentes. Al borde del precipicio, los gobiernos, con nuestro dinero, salvaron al
capitalismo. Botón de muestra: una de las instituciones literalmente quebrada fue AIG,
la aseguradora estadounidense que aseguraba a la mayor parte de los bancos en el
mundo. Si hubiese caído como Lehman Brothers, hubiera arrastrado al conjunto del
sistema. La salvó el gobierna de Estados Unidos (con el acuerdo de Obama, que era
presidente electo) comprando el 80% de sus acciones, una nacionalización de hechos.
Y así, país a país, fueron interviniendo los gobiernos, evidenciando la falacia de la
ideología neoliberal que argumenta la nocividad de la intervención del Estado en los
mercados. De hecho, las arriesgadas prácticas especulativas no asumen ningún riesgo
porque saben que las grandes empresas financieras serán rescatadas en caso de
necesidad. Y sus ejecutivos seguirán cobrando sus astronómicos bonos, incluido
compensaciones multimillonarias por cambias de empleo. Además, incluso en caso de
fraude, suelen irse de rositas. Tal y como pensaban en España los ejecutivos de Bankia
o de muchas cajas de ahorro hasta que les salpicó la ola de indignación de todo el país.
La crisis económica y las políticas que la gestionaron en Europa fueron un elemento
clave en la crisis de legitimidad política. Primero por la magnitud de la crisis de
legitimidad política, que de las finanzas se extendió a la industria por el cierre del grifo
del crédito, sobre todo para las pymes, las principales empleadoras. Se llegaron a tasas
de paro nunca vistas, que afectaron sobre todo a los jóvenes. En España, cientos de
miles tuvieron que emigrar y los que al final encontraron trabajo tuvieron que aceptar
condiciones de precariedad que prolongaron sus dificultades de vida por tiempo
indefinido. Pero aún más dañinas y más reveladoras fueron las políticas de austeridad
impuestas por Alemania y la Comisión Europea, con una camisa de fuerza de modelo
germánico sin prestar atención a las condiciones de cada país. Ahí se gestó la
desconfianza profunda hacia la Unión Europea, que apareció como instrumento de
disciplina más que de solidaridad.
El agravio comparativo fue aún mayor porque se taparon agujeros financieros
derivados de la especulación y el abuso de sus responsables en el caso de España, con
la permisividad del Banco de España, al mismo tiempo que se recortaban severamente
los gastos de salud, educación e investigación. De forma que el Estado protector
priorizó la protección de los especuladores y defraudadores sobre las necesidades de
los ciudadanos golpeados por la crisis y el paro. Y aunque el caso de España es
particularmente sangrante, porque Zapatero y Rajoy llegaron a cambiar la sacrosanta
Constitución al dictado de Merkel y la Comisión Europea a cambio de que reflotaran a
los bancos y a la deuda pública, el mismo tipo de prácticas de austeridad se impuso en
toda Europa. No así en Estados Unidos, en donde la Administración de Obama
aumentó el gasto público, sobre todo el infraestructura, educación e innovación
permitiendo a Estados Unidos salir de la crisis mucho antes que Europa. Mientras que
en nuestro entorno la crisis económica se extendió a la crisis del Estado de bienestar,
con la participación de la socialdemocracia en las políticas que condujeron a esa crisis.
Algo que le pasó factura decisiva en Francia, Alemania, Escandinavia, Reino Unido,
Holanda y también en España, en donde las bases socialistas se sintieron traicionadas
incrementando la desconfianza política en los partidos tradicionales.
Y precisamente en el momento en que más sacrificios se exigió a los ciudadanos en
todos los países para salir de la crisis, en algunos países y en particular en España,
empezaron a destaparse una retahíla de casos de corrupción política que acabó por
minar de raíz la confianza en los políticos y en los partidos. En buena parte los
escándalos se incrementaron en las administraciones del Partido Popular, que llegó al
gobierno en noviembre de 2011 y aprovechó su control político de la justicia para
intentar detener las investigaciones de corrupción en todos los niveles del Estado. Sin
embargo, la profesionalidad de fuerzas policiales, como la Guardia Civil, permitió sacar
a la luz al menos una parte importante de la corrupción sistémica que corroe a la
política, en las llamadas tramas Gürtel, Púnica, Lezo y muchas otras.
En todos los casos se combinaban la financiación ilegal del PP con el lucro personal de
dirigentes e intermediarios, en particular en la Comunidad de Madrid y en la
Comunidad Valenciana, que establecieron, según la Guardia Civil, una organización
criminal de apropiación de fondos públicos y de coimas de las empresas. Pero la
corrupción fue más allá del PP, llegando incluso a la Corona y motivando, en parte, la
abdicación del rey Juan Carlos, aunque él no estuvo implicado personalmente.
Simultáneamente se reveló la corrupción sistema del partido nacionalista catalán de
Jordi Pujol, en el poder durante veintitrés años, y que estableció una coima oculta del
3% al 5% sobre obra pública, para el beneficio del partido y de algunos de sus
dirigentes, empezando por la familia presidencial, regida por la autodenominada
“Madre Superiora”. Tampoco se salvó de la corrupción el PSOE, en particular en
Andalucía, donde su victoriosa maquinaria electoral se engrasó durante años mediante
subsidios fraudulentos de empleo y formación en beneficio del partido. El asqueo
ciudadano con la corrupción sistémica de la política fue un factor determinante en la
falta de confianza en representantes a quienes pagaban los ciudadanos y que, además,
se agenciaban un generoso sobresueldo aprovechándose del cargo y expoliando a las
empresas.

Aunque la política española es una de las más corruptas de Europa, la corrupción


política es un rasgo genérico de casi todos los sistemas políticos, incluidos los Estados
Unidos y la Unión Europea, y uno de los factores que más ha contribuido a la crisis de
la legitimidad. Porque si los que tienen que aplicas las reglas de convivencia no las
siguen ellos mismos, ¿cómo seguir delegando en ellos nuestras atribuciones y pagando
nuestros impuestos? Suele argumentarse que se trata solo de algunas manzanas
podridas y que eso es normal teniendo en cuenta la naturaleza humana. Pero, con
algunas excepciones, como Suiza o Escandinavia (pero no Islandia), la corrupción es un
rasgo sistémico de la política actual. Puede ser que lo fuera siempre, pero no supone
que la extensión de la democracia liberal debería haberla atenuado en lugar de
incrementarla en época reciente como parece ser el caso, según los informes de
Transparency Internacional. Po qué es así? En parte se debe al alto coste de la política
informacional y mediática, que analizaré unos párrafos más abajo. No hay
correspondencia entre la financiación legal de los partidos y el coste de la política
profesional. Pero es difícil aumentar las asignaciones del presupuesto público a los
partidos había cuenta de la época estima de los ciudadanos. Es el pez que se muerde la
cola: no hay que pagar más a los corruptos y, por tanto, los políticos se tienen que
hacer corruptos para pagar su actividad y, en algunos casos, hacerse con un peculio
por su intermediación. Pero hay algo más profundo. Es la ideología del consumo como
valor y del dinero como medida del éxito que acompaña al modelo neoliberal
triunfante, centrado en el individuo y su satisfacción inmediata monetizada. En la
medida en que las ideologías tradicionales, fuesen las igualitaristas de la izquierda, o
del servicio a valores de la derecha clásica, han perdido arraigo, la búsqueda del éxito
personal a través de la política tienen relación con la acumulación personal de capital
aprovechando el tiempo en que se detentan posiciones del poder. El cinismo de la
política como manipulación deriva al cabo del tiempo en un sistema de recompensas
que se alinea sobre el mundo de la ganancia empresarial en la medida en que se
concibe la política como una empresa. En fin, no hay corruptos sin corruptores, y en
todo el mundo la practica de las grandes empresas incluye comprar favores al
regulador o al contratador de obra pública. Y como muchos lo hacen, hay que entrar
en el juego para poder competir. Así es cómo la separación entre lo económico y lo
político se difumina y cómo las proclamadas grandezas de la política suelen servir para
disfrazar las miserias de la misma.

La autodestrucción de la legitimidad institucional por el proceso político


La lucha por el poder en las sociedades democráticas actuales pasa por la política
mediática, la política del escándalo y la autonomía comunicativa de los ciudadanos.
Por un lado, la digitalización de toda la información y la interconexión modal de los
mensajes han creado un universo mediático en el que estamos permanentemente
inmersos. Nuestra construcción de la realidad, y por consiguiente nuestro
comportamiento y nuestras decisiones, dependende de las señales que recibimos e
intercambiamos en ese universo. La política no es una excepción a esa regla básica de
la vida en la sociedad red en la que hemos entrado de lleno. En la práctica solo existe
la política que se manifiesta en el mundo mediático multimodal que se ha configurado
en las dos ultimas décadas. En ese mundo los mensajes mediáticos que forman opinión
deben ser extremamente sencillos. Su elaboración es posterior a su impacto. El
mensaje más impactante es una imagen. Y la imagen más sintética es un rostro
humano, en el que nos proyectamos a partir de una relación de identificación que
genera confianza. Porque, como sabemos, aprendiendo de la neurociencia más
avanzada, la política es fundamentalmente emocional que por más que les pese a los
racionalistas anclados en una ilustración que tiempo ha perdió su lustre. A partir de
ese primer reflejo emocional que marca nuestro universo visual emocional
procedemos al proceso cognitivo de la elaboración y decisión. La impresión se va
haciendo opinión. Y se corrobora o desdice en la elaboración del debate continuo que
tiene lugar en las redes sociales en interacción con los medios. La comunicación de
masas se modela mediante la auto-comunicación de masas a través de Internet yl as
plataformas inalámbricas omnipresentes en nuestra práctica. La dinámica de
construcción de un mensaje sencillo y fácilmente debatible en un universo multiforme
conduce a la personalización de la política. Porque es un torno al liderazgo posible de
una persona que se construye la confianza en la bondad de un proyecto. Siendo así, la
forma de lucha política más eficaz es la destrucción de esa confianza a través de la
destrucción moral y de imagen de persona que se postula como líder. Los mensajes
negativos son cinco veces más eficaces en su influencia que los positivos. Por tanto, se
trata de insertar negatividad de contenidos en la imagen de la persona que se quiere
destruir para eliminar el vinculo de confianza con los ciudadanos. De ahí la práctica de
operadores políticos profesionales de buscar materiales dañinos para líderes políticos
determinados, manipulándolos e incluso fabricándolos para aumentar su efecto
destructivo. Tal es el origen de la política del escándalo, descrita y teorizada por el
sociólogo de Cambridge John Thompson, que aparece en el primer plano de los
procesos políticos de nuestro tiempo en todos los países. Y como hay que estar
prevenido para ataques insidiosos, todo el mundo acumula munición y, por ofensa o
defensa, todos acaban entrando en el juego de la política escandalosa, tras cuya opaca
cortina desaparecen los debates de fondo. En realidad, los estudios demuestran que es
ya algo tan habitual que las victorias o derrotas de los políticos no siguen
necesariamente el curso de los escándalos. Frecuentemente, la gente acaba
prefiriendo a “su corrupto” antes que al corrupto de enfrente porque como todos lo
son, en la percepción general, eso ya está descontado, salvo los casos de políticos
vírgenes a quienes les puede durar la aureola un tiempo. Pero si los efectos de la
política del escándalo son indeterminados sobre los políticos específicos, tiene un
efecto de segundo orden que es devastador: inspira el sentimiento de desconfianza y
reprobación moral sobre el conjunto de los políticos y de la política, contribuyendo así
a la crisis de legitimidad. Y como en un mundo de redes digitales en las que todo el
mundo puede expresarse no hay otra regla que la de la autonomía y la libertad de
expresión, los controles y censuras tradicionales saltan por el aire, los mensajes de
todo tipo forman un oleaje bravío y multiforme, los bots multiplican y difunden
imágenes y frases lapidarias por miles y por el mundo de la posverdad, del que acaban
participando los medios tradicionales, transforma la incertidumbre en la única verdad
fiable: la mía, la de cada uno. La fragmentación del mensaje y la ambigüedad de la
comunicación remiten a emociones únicas y personales constantemente
realimentadas por estrategias de destrucción de la esperanza. Para que todo siga igual.
Aunque el principal efecto de esta cacofonía político-informativa es la puesta en
cuestión de todo aquello que no podemos verificar personalmente. El vínculo entre lo
personal y lo institucional se rompe. El círculo se cierra sobre sí mismo. Mientras,
buscamos a tientas una salida que nos devuelva esa democracia mítica que pudo
existir en algún lugar, en algún tiempo.

2. TERRORISMO GLOBAL: LA POLÍTICA DEL MIEDO


El miedo es la más potente de las emociones humanas. Y sobre esa emoción actúa el
terrorismo indiscriminado, aquel que mata, mutila, hiere, rapta o enajena en cualquier
tiempo y espacio para anidar el miedo en la mente de las personas. Sus efectos sobre
la política son profundos porque allí donde hay miedo surge la política del miedo. A
saber, la utilización deliberada del obvio deseo de protección de la gente para
establecer un estado de emergencia permanente que corroe y últimamente niega en la
práctica las libertades civiles y las instituciones democráticas. Aunque terrorismo,
miedo y política siempre han formado un siniestro ménage à trois, en las dos últimas
décadas han ido ocupando el frontispicio de la vida cotidiana, de forma que, en
muchos países, hemos encontrado en un mundo en el que los niños creen en el miedo.
Y en el que los ciudadanos aceptan que los vigilen y los controlen electrónicamente,
que los cacheen en sus viajes, que los detengan preventivamente, que militaricen su
espacio público. Porque estas precauciones son siempre para “los otros”, para aquellos
cuya etnia o religión los convierte en sospechosos de ser sospechosos.
Paulatinamente, lo que son excepciones por motivos de seguridad se va convirtiendo
en la regla que se rige nuestras vidas.
En terrorismo no tiene otra ideología que la exaltación de la muerte, una mentalidad
legionaria de múltiples encarnaciones. En España sufrimos el de ETA y los GAL, en
Colombia el de guerrilleros y paramilitares, en México el de los carteles criminales y el
narcoestado, en Chile el de los sicarios de Pinochet, en Oriente Próximo el de
palestinos e israelíes. Y tantos otros. Pero el que se ha instalado en el ámbito global y
transformado la vida política es el terrorismo de los estados que han convertido el
planeta en un campo de batalla en donde sobre todo mueren civiles y sobre todo
mueren musulmanes. En el origen de este terrorismo específico está la humillación de
muchos musulmanes, despreciados por la cultura occidental, como explicó
magistralmente Edward Said en su libro Orientalismo y oprimidos por dictaduras
militares al servicio de los poderes mundiales. Pero su articulación como fuerza
combatiente fue el resultado de los aprendices de brujo de la CIA, el Mossad, el ISI
pakistaní y la inteligencia saudí en los coletazos del fin de la guerra fría. Para derrotar a
la Unión Soviética en Afganistán, Estados Unidos, Pakistán y Arabia Saudí armaron y
organizaron los señores de la guerra afganos y reclutaron a miles de voluntarios
islámicos dispuestos a morir en la lucha contra el ateísmo comunista. Los concentraron
en Pakistán en campos de entrenamiento gestionados por una organización llamada Al
Qaeda (la Base), dirigida por un agente de la inteligencia saudí, profundamente
religioso y miembro de una familia eminente encargada de la conservación de los
lugares sagrados del Islam. Su nombre: Osama Bin Laden. La estrategia funcionó, los
soviéticos perdieron su primera guerra en Afganistán, como tantos otros que
intentaron conquistar ese país, y su influencia y moral sufrieron un rudo golpe. Pero
Estados Unidos subestimó la determinación y objetivos de Bin Laden y sus
muyahidines. Derrotada la Unión Soviética, tornaron sus armas contra el Gran Satán.
Derrotado Estados Unidos, la yahiliya (ignorancia de Dios) sería eliminada del mundo y
la umma (comunidad global de los creyentes en el dios verdadero) podría al fin
constituirse. Perl a tarea era ardua y a largo plazo, en una confrontación asimétrica en
donde el terrorismo era el arma esencial porque, como dijo Bin Laden, los mártires
islámicos no tienen miedo a la muerte, mientras que los occidentales nos aferramos a
la vida. El punto de inflexión fue el audaz y bárbaro ataque a Estados Unidos el 11-S de
2001. Un día que cambió el mundo para siempre. Bin Laden buscaba infundir a los
jóvenes musulmanes el valor de enfrentarse a Estados Unidos mediante la acción
ejemplar de atacar sus centros de poder. Y lo consiguió. Pero también intentaba
provocar a Estados Unidos para que sus soldados fueron a morir en las arenas del
desierto y en las montañas de Afganistán. Y también lo consiguió. Para ello contó con
la estúpida colaboración de los estrategas neoconservadores estadounidenses y de las
empresas petroleras, que vieron la oportunidad de acabar con Saddam Hussein e
imponer su control sobre el Oriente Próximo. No tanto por el petróleo, que tienen
asegurado en la Península Arábiga y hubieran podido obtener de Saddam Hussein, sino
para asentar definitivamente su poder sobre una región esencial para la economía
mundial y para los tratantes de petróleo. Aunque Afganistán fue de donde partió el
ataque del 11-S, la respuesta estadounidense se centró en ocupar Iraq, con el pretexto
de la escandalosa fabricación de la mentira sobre la existencia de armas de destrucción
masiva. Bush, Blair y Aznar pasarán a la historia como los cínicos irresponsables que
encendieron la mecha de la guerra en Iraq que se extendió a todo el Oriente Próximo.
La invasión desestabilizó a Iraq sin poder dominarlo y acentuó la secular confrontación
entre suníes y chiíes, con el paradójico efecto de establecer un gobierno chií aliado a
Irán y sostenido pro sus milicias, una vez las tropas estadounidenses tuvieron que
replegarse ante la oposición a la guerra que contribuyó a llevar a Obama a presidencia.
De las ruinas de Iraq surgió una nueva y temible organización terrorista-militar, el
Estado Islámico, que unió a cuadros militares suníes del régimen de Saddam,
humillados y encarcelados por Estados Unidos, con los restos de Al Qaeda en Iraq y las
tribus suníes sometidas al abuso del gobierno chií. El Estado Islámico se construyó
territorialmente, a diferencia de Al Qaeda, aprovechando el vacío de poder en Iraq y
más tarde en Siria. En Siria, el movimiento democrático surgido en 2011 contra la
dictadura de Assad fue manipulado y fraccionado por distintas potencias. Por un lado,
por Arabia Saudí, Jordania y Qatar en su estrategia contra el chiismo y contra Irán. Por
otro lado, por Estados Unidos, tratando de derrocar a Assad, aliado de Rusia y de Irán.
La violenta represión de Assad, apoyada militarmente por Rusia y la Guardia
Revolucionaria iraní, debilitó la resistencia democrática y dejó a los insurgentes a
merced de la influencia de diversas milicias islámicas apoyadas por distintos estados y
redes islamistas. En medio de esta descomposición, el Estado Islámico, dirigido por Al
Baghdadi, un teólogo iraquí torturado por los estadounidenses en la infame prisión de
Abu Ghraib, consiguió una serie de victorias militares y estableció en Califato de
vocación global, con su capital en la ciudad siria de Raqqa, resistiendo durante largo
tiempo el asalto combinado de los bombardeos estadounidenses y rusos, del ejército
de Assad, de las milicias sirias y de los peshmergas kurdos, con intervención puntual de
Turquía. El ejemplo del poder del Califato y su eficaz campaña de propaganda y
reclutamiento por Internet atrajo a miles de candidatos al martirio, jóvenes islámicos
de todo el mundo, pero sobre todo de Europa. Y aquí es donde se produjo una
conexión clave, que está en la base de la difusión del terrorismo de las sociedades
europeas, con efectos decisivos en la política de los países democráticos occidentales.
La descomposición de Iraq y Siria, con su secuela de cientos de miles de víctimas y
millones de refugiados, se combinó con la explosión de la rabia contenida de jóvenes
musulmanes europeos que vieron en la barbarie del Estado Islámico la catarsis
purificadora de una existencia marginada y oprimida en la doble negación de su
identidad como europeos y como musulmanes. Sus actos destruyeron la convivencia,
indujeron el estado de alerta permanente en toda Europa y conllevaron una ola de
xenofobia e islamofobia que transformó el escenario político europeo.

Los actos terroristas que se suceden desde 2014 en las principales ciudades europeas
(en España desde 2004) surgen de la confluencia de tres fuentes. Por un lado, la
situación de marginación y discriminación laboral, educativa, territorial, política y
cultural de los casi veinte millones de musulmanes de la Unión Europea, más de la
mitad de los cuales son nacidos en Europa. A pesar de lo cual no son reconocidos como
tales en la vida cotidiana, al tiempo que su religión es estigmatizada por sus
conciudadanos. Por eso la mayoría de los atentados se producen en los países donde
tienen mayor peso en la población, como Francia, Bélgica, Alemania o Reino Unido, sin
que los otros países sean inmunes a una intensa actividad yihadista: recordemos
Barcelona y Cambrils. En segundo lugar, la referencia a una yihad global, antes
simbolizada por Al Qaeda, luego por el Estado Islámico, o Boko Haram en África, cuyas
imágenes en Internet acompañan, informan, y a veces ponen en contacto a jóvenes
musulmanes en busca de sentido, en Europa y en todo el mundo. Pero, en tercer lugar,
es esa búsqueda de sentido lo que parece ser la motivación más profunda que
conduce a la radicalización, el proceso personal mediante el cual se pasa la rabia y la
rebelión al proyecto de martirio y a la práctica terrorista. Una práctica frecuentemente
ejecutada de forma individual o con familiares y amigos, pero en general inducida
colectivamente en lugares de culto, en el adoctrinamiento de imanes que manipulan a
sus discípulos, en chats de Internet, en las cárceles occidentales o en viajes a las tierras
prometidas del Islam en lucha. Pero ¿qué es ese sentido? Y ¿de dónde proviene esa
necesidad de búsqueda?
El sociólogo Farhad Khosrokhavar, el mejor analista del martirio islámico, ha
entrevistado a cientos de jóvenes radicalizados en las cárceles francesas. Y lo que
encontró fue una narrativa sistemática sobre el vacío de su vida en las podridas
sociedades consumistas de Occidente, en la pobreza de las relaciones humanes, en la
lucha cotidiana por sobrevivir en la nada y para nada. En el fondo, una angustia
existencial típica de todas las juventudes de sociedades en crisis, pero agravada por
una situación específica de no pertenecer a ningún país, a ninguna cultura, hasta
encontrarse en ese Islam mítico que abarca todas las promesas de subjetividad en un
acto totalizante y en el que el sacrificio de lo humano da sentido a su humanidad. Es
más, tal y como señala Michel Wieviorka, esa búsqueda no es exclusiva de los
musulmanes, sino que se extiende a muchos jóvenes europeos originalmente no
musulmanes que viven existencias igualmente desprovistas de sentido y que piensan
encontrarlo en esa mutación a un absoluto religioso purificador. De ahí los miles de
europeos de origen, hombres y mujeres que van a morir a Siria y que, si retornan a lo
que nunca fue su hogar, continúan en su proyecto islámico y en su radicalización
terrorista. Por eso el terrorismo islámico global, con sus manifestaciones aún más
violentas en Oriente Próximo, el Magreb, Asia, África, allá donde haya millones de
musulmanes, se ha convertido en un rasgo permanente de nuestras sociedades. Y la
represión policial, e incluso militar, puede castigarlo y atenuarlo, pero no detenerlo. Es
más, cuanto más se estigmatice al conjunto de la comunidad musulmana con medidas
de prevención, más se alimentará la radicalización de sus jóvenes. Con efectos
devastadores en la práctica de la democracia liberal. Porque un estado de emergencia
permanente justifica en el imaginario colectivo la restricción sistemática de las
libertades civiles y políticas, creando una amplia base social para la islamofobia, la
xenofobia y el autoritarismo político. Ta vez ese es el objetivo implícito de la rebelión
yihadista: exponer la descarnada realidad discriminatoria y la hipocresía política de la
democracia liberal. Para que pueda triunfar la comunidad religiosa planetaria en
donde se sublimen las pecaminosas pasiones de la cristiandad colonialista (los
cruzados), n un aquelarre de violencia y crueldad del que resurjamos purificados por
obra y gracia de los mártires que se sacrificaron para rescatar a la humanidad de su
vacío moral. Ese es el sin sentido de esa búsqueda de sentido. Y es así como la
democracia liberal, ya debilitada por su propia práctica, va siendo socavada por la
negación de sus principios, forzada por el asalto del terrorismo.

3. LA REBELIÓN DE LAS MASAS Y EL COLAPSO DE UN ORDEN


POLÍTICO
El temor a la globalización incita a buscar refugio en la Nación. El miedo al terrorismo
predispone a invocar la protección del Estado. La multiculturalidad y la inmigración,
dimensiones esenciales de la globalización, inducen el llamamiento a la comunidad
identitaria. En ese contexto, la desconfianza en los partidos y en las instituciones,
construidos en torno a los valores e intereses de otra época, deriva en una búsqueda
de nuevos actores políticos en quienes poder creer. Son, en todas las sociedades, los
sectores sociales más vulnerables quienes reaccionan, movidos por el miedo, la más
potente de las emociones, y se movilizan en torno a quienes dicen lo que el discurso de
las élites no les permite decir. A quienes, sin ambages, articulan un discurso xenófobo
y racista. A quienes apelan a la fuerza del Estado como forma de resolver las
amenazas. A quienes simplifican los problemas mediante la oposición entre el arriba y
el abajo. Y a quienes denuncian la corrupción imperante por doquier, aunque en
muchos casos ellos y ellas formen parte de esa misma corrupción.
Es así como la crisis de legitimidad democrática ha ido generando un discurso del
miedo y una práctica política que plantea volver a empezar. Volver al Estado como
centro de la decisión, por encima de las oligarquías económicas y de las redes globales.
Volver a la Nación como comunidad cultural de la que se excluye a quienes no
comparten valores definidos como originarios. Volver a la raza, como frontera
aparente del derecho ancestral de la etnia mayoritaria. Volver, también, a la familia
patriarcal, como institución primera de protección cotidiana frente a un mundo en
caos. Volver a Dios como fundamento. Y en ese proceso reconstruir las instituciones de
coexistencia en torno a estos pilares heredados de la historia y ahora amenazados por
la transformación multidimensional de una economía global, una sociedad de redes,
una cultura de mestizaje y una política de burocracias partidarias. La reconstrucción
parte de una afirmación encarnada en un líder o una causa que surge en contradicción
con las instituciones deslegitimadas. La nueva legitimidad funciona por oposición. Y se
construye en torno a un discurso que proyecta un rechazo general al estado de las
cosas, prometiendo la salvación mediante la ruptura con ese orden enquistado en las
instituciones y con esa cultura de las élites cosmopolitas, sospechosas de desmantelar
las ultimas defensas de la tribu frente a la invasión de lo desconocido.
Esa es la raíz común a las diversas manifestaciones que, en distintos países, están
transformando el orden político establecido. Es lo que encontramos en la improbable
ascensión de un personaje estrambótico, narcisista y grosero como Trump a la
presidencia imperial de Estados Unidos. En la impensable secesión del Reino Unido de
la Unión Europea. En las tensiones nacionalistas extremas que amenazan la
destrucción de esa misma Unión Europea. En la desintegración súbita del sistema
político francés, con la destrucción de partidos que habían dominado la escena política
francesa y europea durante medio siglo. Y, de forma diferente y con valores
contradictorios, también hay elementos de rechazo antisistémico en la transformación
del sistema político español heredado de la transición democrática. No confundo todos
estos actores en una amalgama malintencionada. La emergencia de nuevos actores
políticos con valores progresistas alternativos, como Podemos y sus confluencias en
España, a partir de los movimientos sociales contra la crisis y contra el monopolio del
Estado por el bipartidismo, se distingue radicalmente de las expresiones xenófobas y
ultranacionalistas de otros países. Pero forma parte de un movimiento más amplio y
más profundo de rebelión de las masas contra el orden establecido. De ahí la
necesidad de analizar esta rebelión en su diversidad, tomando en consideración la
especificidad de cada país, al tiempo que detectando los factores comunes que
subyacen a la ruptura del orden político liberal.

Trump: los frutos de la ira

¿Cómo pudo ser? ¿Cómo pudo ser elegido a la presidencia más poderosa del mundo
un billonario burdo y soez, especulador inmobiliario envuelto en negocios sucios,
ignorante de la política internacional, despreciativo de la conservación del planeta,
nacionalista radical, abiertamente sexista, homófobo y racista? Pues precisamente por
eso. Porque en su discurso y en su persona, trascendiendo a los partidos, se
reconocieron millones de personas cuyas voces habían sido apagadas por la
“corrección política” de las élites cosmopolitas que habían monopolizado la política, la
cultura y la economía del país. Aunque antes de concluir que los estadounidenses son
un hatajo de fascistas recordemos que en las dos anteriores elecciones habían elegido
un presidente negro y progresista. ¿Qué pasó entonces? ¿Qué cambió en la sociedad y
en la política de Estados Unidos? De ahí que el análisis del improbable ascenso de
Donald Trump a la cúspide del poder estadounidense, y por ende mundial, es clave
para entender la profundidad de la crisis de la democracia liberal y percibir sus
consecuencias.

Cómo sucedió: la campaña electoral


Cuando Trump, que había sido del Partido Demócrata, se postuló a las primarias
presidenciales del Partido Republicano, pocos lo consideraron un candidato con
posibilidades. Para empezar, el partido le era abiertamente hostil y la hostilidad era
mutua. Trump se situó desde el principio por encima del establishment político, tanto
republicano como demócrata, y se dirigió directamente al pueblo. No necesitaba
dinero, lo tenía de sobra. Y el rechazo de su propio partido le ayudó en su estrategia de
aparecer libre en ataduras previas. En febrero de 2016, justo antes de empezar la
campaña de primarias en Iowa, ni un solo gobernador o congresista le apoyaba. Je
Bush, Ted Cruz y Marco Rubio se repartían las simpatías de distintas corrientes
republicanas, incluyendo los populistas del Tea Party, que apoyaban a Cruz y a Rubio.
En total, 12 candidatos concurrieron a las primarias. Y a todos ellos fue derrotando
ampliamente Trump en las votaciones. Y en primer lugar al candidato de la élite
republicana, el siguiente de la dinastía Bush, que a pesar de un sustancial apoyo
político y financiero tuvo pronto que retirarse de la elección para dejar el terreno al
nacionalismo populista y xenófobo repartido entre Trump, Cruz y Rubio con el
moderado Kasich como invitado de piedra. Trump les ganó la mano a todos al entrar
en la campaña atacando directamente a la inmigración y denunciando a los mexicanos
como ladrones, violadores y narcos. Y simbolizó su xenofobia con la promesa de
construir un muro infranqueable a lo largo de la frontera con México. Poderosa imagen
que enardeció a los temerosos de la inmigración. Es decir: se atrevió a ir hasta el final
de la lógica xenófoba, diciendo en voz alta lo que muchos pensaban. Tampoco le
templó el pulso al insultar a Carly Fiorina, la única candidata mujer, y ridiculizar a sus
oponentes. Y cuando sus ofensivas opiniones sobre las mujeres se hicieron públicas, el
fervor de sus seguidores y seguidoras las minimizaron como bromas, al tiempo que, en
el machismo imperante en muchos sectores, sonaron a liberación masculina. En fin,
Trump identificó a la globalización como enemigo del pueblo, haciéndose eco de un
sentir general, sobre todo entre los trabajadores. Y aun tuvo el tupé (nunca mejor
dicho) de hacer responsables de la miseria de la gente a sus amigos financieros de Wall
Street. Añadiendo a ello un discurso contra la intervención militar en el mundo para no
gastar vidas estadounidenses en beneficio de pueblos que no merecen se aproximó
paradójicamente al discurso tradicional de la izquierda: antiglobalización y antiguerra.
Habiendo tocado todos los registros de insatisfacción popular con la mayor
desvergüenza, el 24 de mayo, sin apenas oposición, había obtenido suficientes
delegados para ganar la nominación en la Convención Republicana. Incluso entonces el
aparato republicano intentó encontrar formas de bloquearla porque temían una
catástrofe en la elección general y porque disentían del programa de aislacionismo
económico y político. Pero no se atrevieron a enfrentarse a las huestes militantes del
trumpismo que para entonces estaban enfervorizadas. Y así fue como llegó el
momento de la verdad entre él y Hillary Clinton. El error estratégico de los demócratas
fue imponer a otro Clinton, estrechamente ligada al establishment político y
financiero, como adversaria de un candidato anti-establishment. Algunos estudios
señalan que Bernie Sanders, el senador socialdemócrata de Vermont, que
representaba un movimiento anti-establishment por la izquierda, y a quien saboteó
abiertamente el aparato demócrata, hubiera obtenido un mejor resultado que Clinton,
aupado en la movilización de los jóvenes. Jóvenes que, sin su candidato, se abstuvieron
de votar por Hillary en una proporción suficiente para explicar parcialmente su
derrota. Incluso las mujeres jóvenes no se vieron representadas por una candidata
estrechamente asociada con Wall Street. Pero con todo, al inicio de la campaña de las
mujeres y en las minorías étnicas daba a Clinton una clara ventaja. Aun así, Trump no
se molestó en establecer oficinas de campaña en cada Estado ni en sumar políticos en
su causa. Clinton recaudó mil millones de dólares, el doble que Trump. Y también le
dobló en el número de oficinas de campaña. Pero Trump lideró un movimiento. Su
relación fue directa con el electorado, en mítines multitudinarios con discursos
incendiarios. Y su estrategia fundamental mediática. Entendió, desde las primarias,
cómo estar siempre en los medios sin necesidad de pagar. Mediante declaraciones
escandalosas y polémicas que las redes sociales amplificaban y que los medios se
apresuraban a reportar, generalmente para criticarlas. Trump entendió, por su propia
experiencia mediática, que lo esencial es estar en los medios, sobre todo en televisión,
aunque sea en negativo. Porque es esa presencia constante lo que monopolizó la
discusión en torno a él, su persona, lo que se decía de él y lo que él contestaba. Su
personalidad de narcisista patológico consiguió que ya no se hablara de contenidos o
incluso de Clinton, sino de él. Toda la campaña giró en torno a Trump, a su mensaje
simplificador y a la débil y previsible respuesta de Clinton. Ella ganó los debates en la
televisión (en parte por el apoyo de periodistas enfadados con Trump), pero perdió
protagonismo en la sociedad. Pero, además, Clinton hizo una pésima campaña, con
errores monumentales. Por ejemplo, al calificar a los seguidores de Trump de
“deplorables”, que es justo lo que piensa la élite de las clases poco educadas. Y nunca
pudo superar el error de haber enviado miles de correos electrónicos desde su cuenta
personal cuando era secretaria de Estado. La poco conocida razón es que Hillary solo
utilizaba una BlackBerry porque se perdía en redes más sofisticadas y encriptadas.
Pero ello es la consecuencia de una actitud de arrogancia que, por segunda vez en una
elección, la llevó a considerarse la triunfadora inevitable por su capacidad intelectual.
Capacidad que es cierta, pero que se convierte en algo negativo cuando transmite la
imagen de superioridad sobre la gente normal. Hasta el punto de que ni siquiera las
mujeres blancas la votaron en mayoría. Cierto es que Clinton resultó gravemente
perjudicada por el hackeo que el gobierno ruso, mediante intermediarios, realizó de
los ordenadores del Partido Demócrata, facilitando información fundamental al yerno
de Trump. Asimismo, la decisión del director del FBI, James Comey, de reabrir la
investigación contra Clinton poco antes de la elección, tuvo una influencia negativa. Y
no se fue una conspiración, sino la honestidad de Comey que no se casó con nadie. Por
eso Trump lo despidió a pesar de haberse beneficiado de su investigación a Clinton.
Técnicamente hablando, Clinton perdió la elección porque los negros y los jóvenes no
votaron por ella en las mismas proporciones que por Obama. Y ello se debió a la
actitud ambigua de Clinton en temas tan sensibles como los asesinatos de negros por
la policía, apoyando a los uniformados. Aun así, ganó el voto popular por más de dos
millones de votos. Pero el obsoleto histórico sistema del Colegio Electoral en Estados
Unidos dio un confortable margen de victoria a Trump por la concentración de su
apoyo en estados estratégicos del Medio Oeste y Florida, y por su superioridad total en
las áreas rurales y en las pequeñas ciudades. Los olvidados del sistema. Trump fue
elegido por estos olvidados, los “deplorables” de Hillary.

Quién votó a Trump: la América profunda


Al principio de la campaña electoral, Clinton y Trump eran los candidatos con
percepción más negativa en la historia de las elecciones presidenciales. Un tercio de
los ciudadanos tenía una percepción desfavorable de Clinton, y un 40%, de Trump. La
elección fue resolviéndose por la movilización diferencial en favor de uno y otro
candidato a lo largo de la campaña. Así, mientras el apoyo a Clinton era sobre todo una
reacción contra Trump, el republicano contó con el apoyo entusiasta de un núcleo del
electorado. En primer lugar y sobre todo, los blancos. Clinton perdió el voto blanco
frente a Trump por 21 puntos de porcentaje. Obama también perdió, pero por 12
puntos. La tendencia de los demócratas a depender del voto de las minorías se
acentuó una elección tras otra y culminó en una auténtica movilización de los blancos
de todas clases y edades en favor de Trump. Dicha movilización fue particularmente
intensa entre los sectores menos educados (asimilados genéricamente a “clase
obrera”), en donde el voto fue del 67% por Trump y del 28% por Clinton. Pero también
entre los votantes blancos con educación universitaria ganó trumpo por el 49% contra
Clinton, con el 45%. Incluso entre las mujeres blancas, aquellas con bajo nivel de
educación votaron por Trump en un 58%. Esta diferencia racial fue decisiva en los
estados del Medio Oeste, la clave de la elección, porque ahí reside el 40% del
electorado, en donde Trump ganó con una diferencia de 2 a 1. Clinton obtuvo 7 puntos
porcentuales menos de voto que Obama en la precedente elección en Pennsylvania, 8
en Wisconsin, 10 en Michigan, 11 en Ohio y 15 en Iowa. Es decir, en el corazón
industrial de Estados Unidos, tradicionalmente demócrata. De ahí la interpretación
generalizada de que la clase obrera blanca, golpeada por la globalización y resentida
con la inmigración, fue el actor de la victoia de Trump. Pero es solo parcialmente
cierto. Porque fue el conjunto del voto blanco, trascendiendo clase social, el que se
manifestó contra Clinton. Incluso el voto de las mujeres solo se inclinó por Hillary en
los sectores sociales más elevados y, sobre todo, entre las minorías. Las minorías
étnicas fueron los únicos grupos en los que perdió Trump claramente. Y aunque la
mayoría de los jóvenes votaron a Clinton, no lo hicieron en la misma proporción que
con Obama, por su rechazo al establishment representado por la demócrata. Hillary
ganó por 13 millones de votos en las cien áreas urbanas más pobladas, con mayor
concentración de minorías étnicas; mientras que Trump ganó por 12 millones de votos
en los 3000 restantes condados, o sea en la América rural y blanca, en donde obtuvo
proporciones de voto por encima del 75%. Por eso el voto demócrata en las grandes
ciudades del Medio Oeste no pudo compensar la ola de voto blanco rural,
representativo de la población blanca originaria que apoyó al candidato que les daba
esperanza de resistir a la invasión de su país por arriba (globalización) y por abajo
(inmigración). Fue un voto de los que, en expresión de Arlene Hochschild, se sentían
“extranjeros en su propia tierra”. La pertenencia racial fue el indicador clave de esta
reacción masiva de los blancos. Parece que la elección de Obama, en lugar de haber
apaciguado el racismo, lo incentivó, llevando a Trump el voto del resentimiento racial
de los blancos. Particularmente acentuado entre los blancos de menor educación, pero
igualmente mayoritario entre los hombres de clase media profesional. Y, sobre todo,
los viejos blancos. De hecho, las encuestas mostraron una correlación directa entre
actitudes racistas y el voto por Trump. Sin embargo, aunque los racistas votaron por
Trump, la mayoría de los que votaron por Trump no son racistas. Son gentes
atemorizadas por el rápido cambio económico, tecnológico, étnico y cultural del país.
Por eso los viejos blancos apoyaron a Trump para intentar preservar su mundo, un
mundo que veían desaparecer por momentos. Y la inmigración era el signo más visible
de que sus vecinos ya no eran lo que eran. Pero, además, la clase social definió el voto
entre los blancos. Cuanto más educados y de mayor nivel económico, más votaron
para Clinton. Mientras que Trump apabulló en el voto de los obreros blancos, de los
pobres del campo y de las regiones en crisis. O sea, de los que algunos analistas han
llamado de “la basura blanca”, rememorando el epíteto peyorativo frecuentemente
utilizado para los blancos pobres a lo largo de la historia. Fue un grito de supervivencia
en función de su único asidero: ser ciudadanos estadounidenses y blancos.
Confortados por su Biblia, su Nación y su fusil. Así esperaban detener la invasión de los
extranjeros y reivindicar sus empleos frente a la rapacidad de multinacionales y
banqueros.

En resumen, votaron mayoritariamente por Hillary las mayorías étnicas, los jóvenes,
las mujeres educadas y las grandes ciudades. Mientras que votaron masivamente por
Trump los sectores blancos de menor educación (hombres y mujeres, jóvenes y viejos),
los trabajadores industriales blancos, los hombres blancos educados, las áreas rurales
blancas, y todos los territorios de mayoría blanca. Fueron los blancos, en su conjunto,
los que eligieron a Trump, con un mensaje explícito de defensa de su identidad y de
rechazo de quienes la diluían en la diversidad étnica.

Trump: un movimiento identitario


Se ha relacionado el voto por Trump con la insatisfacción económica inducida por la
crisis y el paro, en una analogía con similares reacciones en Europa. Es cierto que los
salarios de los trabajadores se redujeron en términos reales, mientras que los de los
profesionales se incrementaban sustancialmente. De modo que no fue tanto la crisis
como la desigualdad social exacerbada por las políticas de gestión de la crisis. Y
también es cierto que la deslocalización industrial ligada a la globalización y la
transformación del empleo en función de la automación golpearon a algunos sectores
de trabajadores en la industria tradicional, en particular automóvil y siderurgia,
concentrada en las regiones del Medio Oeste, así como en la minería del carbón.
Desde el 2000 se perdieron 7 millones de empleos industriales mientras se añadían 25
millones en los servicios. Pero aun así, en el momento de la elección, gracias a la
política económica expansiva de Obama, la tasa de desempleo era tan solo del 5%, el
nivel más bajo desde 2005. Y aunque en las regiones industriales era más alta, se
situaba en torno a un 8-9% algo más entre los jóvenes. Aun así, no puede hablarse de
una crisis profunda de las condiciones de vida que pudiese haber motivado una
movilización reivindicativa tan amplia como la que llevó a Trump al poder. Eso ya había
ocurrido con la elección de Obama. En el caso de Trump la explicación parece apuntar
más bien a la crisis cultural de sectores populares en desarraigo, empezando por la
desintegración social de comunidades obreras tradicionales bajo el efecto de la
reestructuración industrial. J. D. Vance, en su emotiva Hilbilly Elegy: A Memoir of a
Family and Culture in Crisis (2016), revela su vivencia entre familias disfuncionales, al
límite de la supervivencia, en los pueblos de los Apalaches. Y la continuidad de su
marginación cuando emigraron a las ciudades industriales en Ohio. El estigma de
ignorancia y brutalidad les acompañó. A lo que responden con el orgullo de ser
quienes son, frente al desprecio de que son objeto por los grupos profesionales
educados que controlan todos los resortes de la sociedad estadounidense. Ese odio a
las élites se extiende a los inmigrantes que pueblan el país y que compiten en empleo y
asistencia pública. Más aún, frente a la globalización, dirigida por Wall Street y
considerada responsable de la pérdida de su trabajo, se afirma la Nación
estadounidense, y todos sus atributos, como baluarte indentitario en donde se
encuentra refugio y solaz.
Walter Russell Mead, en un extraordinario artículo en Foreign Affairs, de abril de 2017,
equipara el movimiento en torno a Trump con la revuelta populista jacksoniana de
principios del siglo XIX. Frente a los designios internacionalistas de algunos padres de
la nación, como Hamilton, los seguidores del presidente Andrew Jackson proclamaron
la prioridad de la defensa de los ciudadanos blancos estadounidenses y de la
preservación de los principios comunitarios, de libertad y de igualdad, característicos
de la nueva nación. Esa corriente, directamente opuesta al liberalismo y al
intervencionismo global, se mantuvo a lo largo de la historia de Estados Unidos y se
activó cada vez que las élites financieras y políticas construían un discurso cosmopolita
del que los “verdaderos estadounidenses” se sentían excluidos. Ese movimiento
latente se expresó en distintas formas, tanto en el ataque a los inmigrantes
indocumentados como en la defensa del derecho a llevar armas (para resistir a la
eventual tiranía del gobierno) y en el apoyo incondicional a la policía criticada por su
represión racista por el movimiento “Black Lives Matter”. Este neo-jacksonismo se
articuló con las protestas contra la globalización en una crítica feroz del
cosmopolitismo y de la tolerancia intelectual de los influyentes sectores académicos,
financieros y mediáticos de las grandes urbes, en particular de California y Nueva York.
Y se prolongó en la denuncia de la clase política en Washington, símbolo de gobierno
ilegitimo alejado de los ciudadanos corrientes.
Una parte de la explicación de la fuerza del movimiento nacionalista es la importancia
que ha cobrado en Estados Unidos, como en el resto del mundo, la política de la
identidad. Múltiples grupos étnicos y culturales (afroamericanos, latinos, chicanos,
nativos americanos, asiáticos de distintas naciones y etnias, mujeres, lesbianas, gays,
transexuales y otros múltiples grupos) han afirmado su identidad especifica y luchado
por sus derechos. De repente, los hombres blancos se encontraron con que nadie
hablaba de su identidad. Más aún: que las otras identidades se definían como
contradictorias con la identidad supuestamente dominante: la identidad patriarcal del
hombre blanco. Que por ser la identidad alfa quedó superada y negada como
identidad. De ese sentimiento de exclusión de las manifestaciones culturales
dominantes y de las categorías protegidas en términos de derechos especiales surgió la
necesidad de una afirmación de los olvidados de la política identitaria: el hombre
blanco.
En ese caldo de cultivo florecieron grupos racistas, neonazistas y antisemitas, que
habían quedado en la penumbra y vieron llegar su momento. Se organizaron como alt-
right (derecha alternativa) y empezaron a influir en la campaña de Trump a través de
su presidencia en medios de comunicación xenófobos con un creciente predicamento
entre los nativistas estadounidenses. Uno de estos medios fue Breitbart News. Su
director ejecutivo, Steve Bannon, contactó con Trump, y pasó a dirigir la última fase de
su campaña desde agosto de 2016. Antes de detenernos obligadamente en este
personaje, cabe resaltar que el movimiento nacionalista identitarios en torno a Trump
no es en modo alguno un movimiento racista o neonazi aunque integre en su seno a
racistas. Ku Klux Klan y otra gente de mal vivir. Tiene raíces profundas en la humillación
identitaria y en la marginación social resentida de amplios sectores populares. Una
marginación que se inició como desplazamiento laboral por la reestructuración de la
economía y que se prolongó, con terribles consecuencias, en una epidemia de
medicamentos opiáceos que está devastando el país. La investigadora Melina
Sherman, estudiosa del tema, ha mostrado las raíces de esa epidemia en la demanda
masiva de personas desesperadas y en la manipulación de los fabricantes
farmacéuticos del gigantesco mercado semilegal así creado. Las zonas de mayor
intensidad de la epidemia coinciden en buena parte con las áreas de voto por Trump.
No hay que concluir que son los drogadictos quienes eligieron a Trump, pero sí que la
alienación cultural y la marginación social de sectores populares condujo, a la vez, a
desconectar mediante la droga y a reconectar en torno a Trump como salvador
providencial.
Sin embargo, aunque la alt-right nunca fue dominante en el más amplio movimiento
popular constituido en torno a Trump, algunos de sus líderes jugaron un papel
relevante en la ideología y la política del trumpismo mediante una influencia directa
sobre Trump. Tal fue el caso en particular de Steve Bannon, exmarine, graduado de
Harvard, rico empresario mediático de Hollywood y ejecutivo de radio y televisión. Su
visión es crear un movimiento popular capaz de perpetuarse en el poder mediante una
política de infraestructuras para proporcionar empleo reservado a la clase obrera
blanca, una oposición sistemática a la inmigración y una inslamofobia institucional que
ponga la seguridad nacional en el centro de la política, en contraposición a las élites
globalizadoras. Llegó a ser consejero especial de Trump en la Casa Blanca, incluso con
un puesto relevante en el Consejo de Seguridad Nacional, hasta que sus
enfrentamientos con los distintos directores del gabinete presidencial y con la familia
Trump provocaron su despido en agosto de 2017. En realidad, el narcisismo de Trump
no soportó que se atribuyera a Bannon el calificativo de creador de la estrategia del
movimiento. Aun fuera de la Casa Blanca, Bannon y su gente continúan siendo muy
influyentes en el movimiento nacional-populista que constituye el núcleo básico del
apoyo a Trump.

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