Que Hay Despues Del Fin Del Mundo Plop y PDF

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FERNANDO REATI

GEORGIA STATE UNIVERSITY

¿QUÉ HAY DESPUÉS DEL FIN DEL MUNDO?


PLOP Y LO POST POST-APOCALÍPTICO EN ARGENTINA*

En un país como Argentina con una larga tradición de ciencia ficción y li-
teratura fantástica y especulativa, y con una historia de varias décadas carac-
terizada por movimientos pendulares entre el aparente éxito de los proyectos
nacionales y las subsiguientes crisis y fracasos, no es de sorprender que
abunden las obras que imaginan el porvenir desde una visión distópica parti-
cularmente oscura y pesimista. Si observamos los últimos cuarenta años, vere-
mos que a la terrible dictadura militar de los 70 le siguieron sucesivas crisis
económicas en los 80 y los 90, acompañadas de vaivenes entre los diferentes
modelos políticos dentro del marco del neoliberalismo como modo de expre-
sión de un capitalismo periférico dependiente. A esto se le sumó, como esto-
cada final, el colapso traumático de las instituciones políticas y financieras en
diciembre de 2001 que generó el fenómeno conocido como el “corralito”,
cuando se devaluó el peso, los bancos retuvieron los depósitos de los inver-
sores y la gente salió a la calle en protestas masivas.
Es por ello que, como era de esperar, los elementos clásicos de la literatu-
ra de anticipación y de ciencia ficción se combinaron en la novelística argen-
tina con claves alegóricas nacionales fácilmente reconocibles para el lector de
ese país. Por una parte, algunos novelistas ya desde mediados de los 80 ima-
ginaron un futuro donde el Estado ha desaparecido, la lengua nacional se ha
corrompido, la política se ha transformado en show y espectáculo, y el terri-
torio de la nación se ha fragmentado o está bajo el mandato de autoridades
internacionales, vale decir un futuro donde la globalización es más pesadilla
que sueño: Manuel de Historia de Marco Denevi (1985), La Reina del Plata
de Abel Posse (1988) o Cruz Diablo de Eduardo Blaustein (1997), por men-

* Una versión reducida de este artículo se publicó en húngaro bajo el título “Mi van a vilá-
gvégén tul? As argentin postzapokalipszis Rafael Pinedo Plop cím m vében”, en Filológiai (Bole-
tín Filológico de la Academia Húngara de Ciencias) LVIII (1/2012): 11-21.

27
cionar sólo algunos. 1 Pocos años más tarde y ya en el nuevo siglo, la trilogía
conformada por Los invertebrables (2003), Borneo (2004) y Promesas natura-
les (2006) del original novelista Oliverio Coelho, imaginó un futuro poblado
de seres mutantes y deformes bajo el control de una casta privilegiada en el
que se reconocen rasgos tanto de la dictadura militar como del sistema eco-
nómico neoliberal que le siguió. 2 Otros novelistas entremezclaron elementos
de la fantaciencia con alegorías referentes a la dictadura de los 70, visiones
donde lo espectral reprimido —los desaparecidos arrojados vivos al Río de la
Plata— retorna bajo la figura de lo monstruoso oculto bajo el agua: El lago de
Paola Kauffman (2005), donde una misteriosa criatura antediluviana vive
oculta en las profundidades de un remoto lago patagónico a la manera del
monstruo de Loch Ness; y Los niños transparentes de Jorge Huertas (2005),
donde una gigantesca alga asesina se alimenta de los cadáveres de los náufra-
gos y amenaza con invadir Buenos Aires desde las profundidades del Río de
la Plata hasta que unos niños con poderes sobrenaturales la derrotan. 3 Las
novelas sobre el porvenir distópico que entremezclan, superpuestas como
capas arqueológicas, la violencia de los 70 y las reformas neoliberales de los
80 y 90, se suceden a lo largo de las décadas: La ciudad ausente de Ricardo
Piglia (1992), Sexilia de Roberto Panko (1998), y El oficinista de Guillermo
Saccommano (2010), entre otras. Otras veces las novelas imaginan el porvenir
como un regreso simple y llano al pasado, en una versión de la historia nacio-
nal donde se produce la repetición cíclica de lo mismo, como por ejemplo
Las repúblicas de Angélica Gorodischer (1991).
Esta última tendencia se acentuó y podría decirse culminó en El año del
desierto de Pedro Mairal (2005), un relato donde el tiempo parece marchar
hacia atrás y Argentina retorna progresivamente a los años de la organización
nacional primero, luego a las guerras civiles y la independencia, y por fin al
momento del descubrimiento del territorio americano por parte de los euro-
peos. Esta novela de Mairal ilustra la desazón colectiva de un país que, después
de la catástrofe del 2001, llegó a imaginarse la historia nacional como un reloj
que marcha hacia atrás en una especie de regreso fatídico a la semilla. 4 Pero

1
He estudiado una docena de estas novelas en Postales del porvenir: la literatura de
anticipación en la Argentina neoliberal (1985-1999).
2
Véase al respecto mi artículo “La trilogía futurista de Oliverio Coelho: una mirada al sesgo
de las crisis argentinas”.
3
Trato estas novelas en “Cuídame de las aguas mansas…: Terrorismo de Estado y lo
fantástico en El lago y Los niños transparentes”.
4
En ese impreciso tiempo futuro que imagina El año del desierto, un fenómeno natural lla-
mado sin mayores explicaciones “la intemperie” destruye progresivamente Buenos Aires, comen-
zando por los barrios y avanzando hacia el centro. Esto genera un caos social que conduce a la
anarquía, guerras civiles y eventualmente el colapso de la civilización, con lo que el país regresa
a sus orígenes y se produce la sensación de que la historia argentina se mueve en círculos. En

28
poco antes, en el 2004, un autor prácticamente desconocido había ya publica-
do Plop, una primera y breve novela que también imagina el futuro como un
retorno al pasado y un regreso a los orígenes, sólo que desde una perspectiva
y con unas conclusiones mucho más sombrías aún. Se trata de Rafael Pinedo,
un experto en informática y a ratos actor teatral que venía de ganar con Plop el
premio Casa de las Américas 2002. Pinedo tuvo poco tiempo para recibir los
elogios de la crítica: falleció tempranamente de cáncer en 2006, con sólo 52
años de edad y apenas dos después de la publicación de su opera prima, de-
jando otras dos novelas inéditas, Frío y Subte, que se publicaron póstumamen-
te en 2011 y 2012 respectivamente (editorial Salto de Página, Madrid). 5
Bastó sin embargo esta primera incursión de Pinedo en la literatura de
anticipación para que se generara una verdadera explosión de comentarios
asombrados en la blogósfera y en los sitios electrónicos de aficionados al

este sentido, El año del desierto pertenece a una serie de novelas que imaginan la ciudad invadi-
da por la naturaleza como una alegoría del deterioro nacional. El avance de la naturaleza sobre
lo urbano se convierte en un tópico recurrente en la literatura argentina desde los 90. En Los
misterios de Rosario de César Aira (1994), una tormenta polar sepulta la ciudad de Rosario y la
somete a insólitos cambios climáticos que anticipan el fin del mundo. En El aire de Sergio Chejfec
(1992), la invasión progresiva de la naturaleza sobre los bordes de la ciudad incluye la aparición
de terrenos baldíos donde antes había barrios, un tópico al que Chejfec regresa en Boca de lobo
(2000), donde la urbe se disuelve progresivamente. En Las repúblicas de Angélica Gorodischer,
un desastre ecológico que incluye la desertificación del territorio acompaña la desintegración del
país en republiquetas. Claro está que buena parte del cine norteamericano de ciencia ficción re-
ciente, por ejemplo, también gira alrededor de catástrofes ambientales y la destrucción de la civi-
lización: en The Happening (2008, dirigida por M. Night Shyamalan) una brisa enloquece a las
personas y las empuja a suicidarse en masa; en The Day After Tomorrow (2004, dirigida por Ro-
land Emmerich) Nueva York está tapada de hielo; en I Am Legend (2007, dirigida por Francis
Lawrence) Nueva York está cubierta de vegetación y habitada por mutantes. Pero si en estas pelí-
culas la venganza de la naturaleza contra la humanidad posiblemente refleja la preocupación
ecologista de ciertos sectores del Primer Mundo ante el cambio climático y la disminución de los
recursos naturales, en los relatos argentinos la destrucción de la ciudad alude más bien a la per-
cepción de un país que ha visto fracasar el proyecto de Sarmiento de una nación donde la civili-
zación triunfa sobre la barbarie y la ciudad sobre el campo. Son alegorías del ingreso de Argenti-
na al nuevo orden neoliberal, reminiscentes de aquella célebre frase de Marx sobre otra época de
dramáticos cambios económicos y sociales en que “todo lo que es sólido se desvanece en el aire”;
más que la naturaleza, es el país “salvaje” el que termina por triunfar sobre la ciudad atestiguando
así el fracaso nacional.
5
Frío es una historia de supervivencia en una Argentina que, como el título indica, está
transformada por una ola gélida de origen desconocido que avanza desde el sur y cubre de hielo
el territorio. Y Subte también trata de la supervivencia después de la catástrofe, con una protago-
nista que huye por los túneles de lo que fuera el sistema de trenes subterráneos de Buenos Aires,
donde se encuentra con una tribu de seres ciegos que se han adaptado a vivir en la oscuridad
(con resonancias tanto del “Informe sobre ciegos” de Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas,
como de los Morlocks subterráneos de La Máquina del Tiempo de H.G. Wells). Las tres novelas
de Pinedo constituyen un tríptico que se ha calificado de “trilogía del desgaste, de la involución”
de la humanidad, en medio de “un paraje sombrío que nos devuelve al origen de las cosas” (de
Barnola, en línea).

29
género. De Plop se dijo que es “una novela de terror […] produce miedo”
(Berruezo, en línea); que “no es un libro que le recomendaría a mi abuelita:
una narración descarnada, con un argumento brutal y personajes para los
cuales la vida no tiene ningún valor” (Taltavull, en línea); que es un libro
“brutal, incómodo, que hace que uno pase sus páginas horrorizado e hipno-
tizado” (Pérez Vega, en línea); que presenta “una alternativa cruda, sucia y
salvaje que, estoy seguro, [el lector] tardará mucho en olvidar” (Rubio Milla-
res, en línea); que trata del “ser humano al borde de la animalidad” (Riaño,
en línea); que es “un roman déprimant, dur, mais un excellent roman” (No-
mic, en línea). Entre los posibles referentes o antecedentes en la ciencia fic-
ción universal, se lo comparó con La carretera de Cormac McCarthy porque
pinta un mundo desolado donde la naturaleza ha sufrido un daño irreversible
tras la catástrofe (aunque en realidad la novela de McCarthy, de 2006, es
posterior a Plop); con La Tierra permanece de George R. Stewart porque,
igual que en ella, hay “hombres caracterizados por su brutalidad y su primiti-
vismo, auténticos salvajes, pero innegablemente aptos para sobrevivir en la
realidad postsocial” (Mora, en línea); con El señor de las moscas porque en la
novela de William Golding los niños “se van embruteciendo hasta que ya no
los reconocemos” (de Leo, en línea). Incluso se comparó a Plop con la pica-
resca por la manera en que el protagonista se las ingenia para sobrevivir en
medio de una realidad atroz; o con el Roberto Arlt que afirmaba el mal como
naturaleza última del ser humano.
¿De qué trata entonces esta novela de un autor desconocido que generó
tantos y tan entusiastas comentarios? En un futuro indefinido, bárbaro y pri-
mitivo, Pinedo imagina un porvenir post-apocalíptico semejante a lo que pu-
do haber sido el punto de partida de toda civilización humana. En frases bre-
ves, despojadas y contundentes, describe una tribu prehistórica —o más bien
“post histórica”, dado que se trata del futuro— que sobrevive a duras penas
en lo que parece haber sido el territorio de la provincia de Buenos Aires.
Unos pocos objetos inservibles desparramados por la llanura en que se mue-
ven los personajes —pedazos de plástico, aparatos incomprensibles y sin uso,
trozos de metal, basurales infinitos— restan como testimonio de una civiliza-
ción anterior y nos permiten deducir que se trata del futuro y no del comienzo
de la humanidad. En efecto, este mundo en apariencia prehistórico se recono-
ce como post-apocalíptico por ciertas señales que aluden a la existencia de
una civilización anterior destruida por una catástrofe nuclear o ecológica no
explicitada: “Se camina sobre el barro, entre grandes pilas de hierros, escom-
bro, plástico, trapos podridos y latas oxidadas” (20). Los aparatos que quedan
son irreconocibles y “nadie sabe para qué son, o fueron” (21); los “objetos
cuya utilidad no podía imaginar” tienen “palabras escritas como ‘on’ u ‘off’,
palancas, botones que no producían ningún efecto si se los accionaba” (89).

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Se trata de la típica imaginería de la literatura post-catástrofe, con la Tierra
convertida en un sitio apenas habitable donde llueve constantemente y la ve-
getación está reducida a “arbustos, nunca más altos que un hombre, con espi-
nas, con una hojas minúsculas y negras” (20). Casi no quedan árboles y uno
de los pocos ejemplares sobrevivientes es reverenciado por las tribus como
un objeto sagrado: “Los exploradores y los viejos siempre cuentan. Hay un
árbol […] Es raquítico, tiene cuatro o cinco ramas, la altura de dos hombres
[…] Plop siempre tuvo ganas de verlo. Se lo describieron, incluso se lo dibu-
jaron en el suelo. Pero no se lo puede imaginar” (68). El agua potable es es-
casa y proviene de la lluvia porque ríos y mares están contaminados: un río
parece una “cinta que corría muy despacio, arrastrando una consistencia vis-
cosa” (82); los “charcos grandes que se llamaban ‘lagos’” (83) están llenos de
un líquido que abre llagas en la piel y produce la muerte inmediata. De aquí
que los comentaristas hablen de una “ficción de las ruinas” (Friera, en línea),
de un “Bildungsroman en un basural atómico” (Leotta en línea), o de un
“paisaje post apocalíptico [en] una infinita llanura tapizada de herrumbre y
deshechos” (Mazzeo, en línea). 6
La novela relata el ascenso y caída del protagonista, un débil niño llama-
do Plop quien, en base a astucia, crueldad y fuerza bruta, llega a convertirse
en jefe de su clan. Su nombre proviene del ruido que hace al nacer cuando
se desprende del vientre de su madre y cae al barro durante la migración de
la tribu: “su madre, la Cantora, lo parió caminando, atada al borde de un ca-
rro, medio colgada, medio arrastrada” (15). Gracias a su ingenio y una buena
dosis de suerte, Plop logra imponerse a pesar de su origen, recurriendo a
niveles de violencia que van más allá de lo habitual incluso en un mundo
como el suyo, donde no hay lugar para los sentimentalismos y toda atrocidad
se justifica para sobrevivir. Predestinado a ser esclavo o alimento para cerdos,
se convierte sin embargo en jefe de la tribu hasta que sus propios subordina-
dos lo ejecutan por romper el tabú central de la tribu. Su vida forma un cír-
culo completo: nace en el barro y muere sepultado en un pozo donde lo
cubren de tierra en castigo a su infracción. Hay aquí sin dudas una referencia
al mito bíblico (“polvo eres y en polvo te has de convertir”), pero además
una alegoría de la naturaleza cíclica de toda civilización, algo que se hace
evidente en la última página: “Desde que había nacido todo era barro […]

6
En un interesante análisis de Plop como exponente de la ciencia ficción argentina
post-2001, Alejo Steimberg habla de un “mundo de restos: restos de construcciones, de objetos,
de costumbres”, y lo sintetiza como un universo de reutilización o reciclado de cosas ya que se es
incapaz de crear nada nuevo y se vive de la recolección y la caza: “Una cultura del reciclado ab-
soluto, del que no escapan (del que sobre todo no escapan) los cuerpos humanos. El reciclado es
el destino del inútil, del viejo, del débil, del enfermo; del que es, por su sola existencia, un obstá-
culo para la supervivencia del grupo” (132).

31
Las mujeres parían en cuclillas sobre el barro […] Vivían en el barro, morían
en el barro […] Su nombre pasaría a significar El que nace en el barro, El que
vive en el barro, El que muere en el barro […] Nunca existió otra cosa que
barro. Sólo figuras cubiertas de barro, como él” (énfasis en el original; 136-
137). La forma circular misma de la narración, que comienza y termina en el
pozo donde Plop aguarda la muerte mientras caen sobre su cabeza la lluvia
y los escupitajos, refuerza esa alegoría de la condición humana como un vi-
vir sepultado en el barro atemporal: el transcurrir histórico es apenas un
destello entre el origen y el final.
Unas pocas referencias geográficas hacen pensar que el relato transcurre
en lo que fuera Buenos Aires. En el territorio que recorre la tribu, conocido
como “la Llanura” (22), de noche se ve un resplandor en dirección a donde
sale el sol y allí, según los viejos, hay una vasta superficie de agua a la que
es peligroso acercarse porque está contaminada. Un gran pozo al que se lle-
ga por una escalera que flanquean “dos columnas de hierro con un cartel
que no decía nada” (25), nos hace pensar en la entrada de una antigua esta-
ción de tren subterráneo. Cierta referencialidad en el lenguaje de la tribu re-
mite a “escombros del habla rioplatense” (Molle, 25): a las tiendas cónicas de
los cazadores se las llama “toldos” (38), usando el término que designa en
Argentina las viviendas de cuero de los indígenas; la anciana Goro, mentora
y protectora de Plop, lo insulta llamándolo “pendejo” (44), “maricón” (57) y
“tarado” (58), calificativos típicamente argentinos. 7 Pero fuera de esto, poco y
nada hace pensar en Argentina y el relato bien podría transcurrir en cual-
quier lugar del planeta. Más que de un país específico, se trata más bien del
origen de los tabúes, las reglas, los mitos y la sociedad misma como creación
humana. Así, si bien en este “contexto post apocalíptico […] el ser humano
ha perdido todo lo que tenía excepto el instinto más salvaje” (Salas Díaz, en
línea), y a pesar de que el propio autor declara que la novela es parte de una
trilogía sobre “la destrucción de la cultura” (Moreno, en línea), llama la aten-
ción el énfasis en las reglas, rituales y tabúes que varían de tribu en tribu,
que demuestran que el salvajismo posterior al apocalipsis va acompañado de
la construcción de un nuevo marco cultural, y que tal vez salvajismo y cultu-
ra sean ineludiblemente inseparables. Así, la destrucción de la cultura nos
lleva al salvajismo pero en éste se asienta a su vez la raíz de aquélla, en un

7
Alejo Steimberg ofrece otros ejemplos de residuos lingüísticos argentinos: el título de Co-
misario General asignado al líder del grupo; el término carcelario “púas” para designar los cuchi-
llos; los nombres de las dos celebraciones de la tribu, el Karibom y la Fiesta, con resonancias del
Carnaval y las Fiestas de Navidad y Año Nuevo; y el uso del voseo (133, 134).

32
círculo perfecto donde la novela “viaja al origen de la ley y la prohibición, es
decir, al origen de la cultura” (Molle, 25). 8
Pinedo deja rienda suelta a su imaginación para describir los nuevos ri-
tuales y prohibiciones. En el Karibom, por ejemplo, durante la celebración
anual con tambores se produce la unión temporaria de las parejas: “Si el
abrazado estaba de acuerdo con la relación, tenía que darse vuelta y abrazar
al aspirante. En ese caso se retiraban un rato a usarse y luego volvían a la
ronda…” (27). En el rito de iniciación a la adultez, los jóvenes deben cami-
nar desnudos cargando piedras, se los cuelga de los brazos y cualquiera
tiene derecho a usarlos sexualmente, A los niños albinos se los quema vivos
apenas nacen. Pero la regla más importante de la tribu es el tabú que prohí-
be mostrar la saliva y el interior de la boca: “todos hablan mirando para
abajo. Se ríen con la boca cerrada, gritan entre dientes. Nunca abren la bo-
ca” (22). Ser sorprendido mostrando la lengua, masticando con la boca
abierta o practicando el sexo oral puede ser motivo de terribles castigos.
Este tabú impera incluso durante la orgía anual del solsticio de verano,
cuando se practica la ceremonia del Todo Vale y “cada uno hacía lo que
quería, cómo y con quién quería” (43). Durante esta orgía, “Se tomaba alco-
hol y se hacía una comida colectiva […] Era la única vez que se podía ver al
otro comer. Aunque siempre con la boca cerrada […] Lo único prohibido,
como siempre, era lamer, chupar, usar la boca en otro” (43). De allí la abun-
dancia de mandatos que se transmiten de generación en generación como
una síntesis de la cultura grupal: “La comida se mastica, nadie la mira”; “Si
se grita no se ve la boca”; “En boca cerrada no entran moscas”; “Comer no
es divertirse, es sobrevivir” (30, 50). La novela insinúa que todo tabú es a la
vez arbitrario y culturalmente necesario: si en el mundo de Plop el coito se
practica en público y no existe una edad límite para el sexo con niños, el
sexo oral e incluso un beso pueden en cambio conducir a la muerte. La in-
versión de las normas y tabúes culturales acostumbrados, en una especie de
“mundo del revés” respecto a la realidad que nos es familiar, es por supues-
to uno de los recursos favoritos de la literatura fantástica, de anticipación y
de viajes a mundos extraños. En la literatura argentina viene a la mente la
tribu de los Mlch o Yahoos que viven en la región de los hombres monos,
que describe Jorge Luis Borges en “El informe de Brodie” (1970). Según

8
Por eso Edmundo Paz Soldán menciona en su blog que cuando se produce el fin, a los
sobrevivientes no les queda otra cosa que hacer que volver a comenzar: “unos cuantos se organi-
zan en tribus, y aparecen los tabúes, los rituales extraños, las nuevas costumbres” (Paz Soldán, en
línea). Y a lo mismo apunta Daniel de Leo cuando escribe: “A pesar del hambre, la brutalidad y
las luchas, el mundo que se vislumbra en esta novela tiene sus ritos, sus leyes, sus costumbres”
(de Leo, en línea). Vale decir, si bien éste es un mundo salvaje, no es caótico ni animal sino sim-
plemente “humano” de otra forma a la que estamos acostumbrados.

33
Borges, en esa cultura bestial está prohibido comer a la vista de otros pero
en cambio se defeca en público: “Se ocultan para comer o cierran los ojos;
lo demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos” (1074). Y
en una reciente novela de ciencia ficción argentina, Orificio de Nicolás Ca-
sullo (escrita en la década del 90 pero publicada póstumamente en 2012),
se practica la masturbación en público en la Buenos Aires del año 2117. 9
En este sentido, en su pregunta sobre el porvenir —¿qué viene después de
lo post-apocalíptico?— Plop plantea una visión novedosa en las letras argenti-
nas porque trasciende la alegoría política nacional y cala en la naturaleza
universal de lo humano. En un mundo futuro donde no hay familias ni lazos
de parentesco, lo único que aglutina a los pequeños grupos nómadas es la
necesidad de sobrevivir, y de allí la fórmula habitual con que se saludan las
personas al encontrarse —“acá se sobrevive”— que resume la precariedad de
la vida primitiva. La tribu de Plop, que en el relato se designa simplemente
como “el Grupo”, sobrevive en ese universo hostil con sus propias reglas y
jerarquías: “Cada uno armaba la estructura que podía. Para sobrevivir” (15).
Por eso en el clan de Plop, de apenas unos cien individuos, hay roles y divi-
siones estrictas: las Brigadas de Servicio, las Brigadas de Recreación, los Vo-
luntarios, el Comisario General, los Secretarios de Brigada. A los pertenecien-
tes a los grupos inferiores se los usa como esclavos o carnada para cazar ani-
males, y cuando se enferman o están demasiado débiles se los “recicla”, vale
decir se los mata clavándoles una aguja en las cervicales y despellejándolos
para darles de comer a los chanchos. La palabra que designa el acto sexual es
“usar” y todos tienen derecho a acostarse con cualquier miembro de los gru-
pos inferiores, incluyendo a niños y niñas. La economía de subsistencia se
basa en la recolección, el trueque y la caza de gatos salvajes, por lo que nada
se desaprovecha: cuando muere la madre de Plop y se reparten sus restos
mortales, el niño se fabrica una flauta con el fémur que le toca en suerte.
Del mundo previo a la catástrofe se conservan unos pocos libros que algu-
nos ancianos todavía pueden leer sin que nadie comprenda su significado
original. El libro como repositorio de los restos de la civilización es, por su-
puesto, un lugar común en la literatura de ciencia ficción y post-apocalíptica:
piénsese en los rebeldes que memorizan libros para preservarlos de la des-
trucción en Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953). 10 Es significativo que el

9
Viene a cuento la famosa escena de El fantasma de la libertad, el film surrealista de Luis
Buñuel (1974) donde los asistentes a una elegante cena de alta sociedad se sientan a defecar en
inodoros que rodean la mesa mientras que para comer se retiran a un cuartito privado. La misma
inversión de efecto cómico y a la vez revelador de la arbitrariedad de nuestras costumbres, se
produce en El rodaballo de Gunter Grass (1977), donde se imagina una sociedad primitiva en la
que se consume la comida en privado mientras que se defeca en público.
10
Un ejemplo más reciente es el film The Book of Eli (2010, dirigido por Albert y Allen

34
único texto escrito cuyo contenido se reproduce en la novela sean unas pocas
páginas que la vieja Goro guarda en su seno, y que ella lee en voz alta ante la
tribu que la escucha en trance. Se trata de un texto científico que explica la
teoría del Big Bang y la creación del universo, cuya terminología y alto grado
de abstracción —“Hace diez o quince mil millones de años […] había sólo
partículas de materia y antimateria” (45)— hace que para los escuchas absor-
tos parezca más un relato fantástico o una fábula religiosa que un tratado
científico. La conclusión del texto —“Esta es la historia del principio de nues-
tro Universo, y se llama el Big Bang. Fue una explosión que abarcó todo el
Universo que podemos ver […] y continuará por los millones de años que
vienen, y quizás para siempre” (47)— refuerza lo irónico de que se relate el
inicio del universo precisamente en el momento en que la civilización huma-
na parece haber llegado a su fin, o al menos a la conclusión de un ciclo. Cu-
riosamente, Plop también aprende a leer y hereda los papeles de la anciana, e
incluso se cuelga del cuello la mandíbula de Goro cuando ésta muere, en una
especie de símbolo de la continuidad entre la voz de ella y la de él; pero
cuando Plop intenta leer en público nadie le presta atención y termina arro-
jando los papeles al barro. También están los relatos míticos de un profeta
itinerante que la mayoría considera un loco, quien describe visiones de una
tierra prometida (la “Tierra Sana”, 101) a la que se llegará en un futuro incier-
to. Esas visiones no son otra cosa que la memoria vaga de un mundo anterior
a la destrucción: “Que allí no se pasaba hambre. No llovía siempre, no había
barro, no hacía frío. Que de la tierra salían cosas, llamadas plantas, y que da-
ban comida, frutos […] Que el agua no era negra, barrosa. No brillaba en la
noche. Corría limpia y se podía tomar” (101). Pero Plop le corta la mano y lo
expulsa de la tribu, con lo que también se pone fin a esta posibilidad de in-
terpretar científica o míticamente el devenir histórico. Todos estos textos ora-
les y escritos, señales de un pasado ya inexistente que ahora se sueña como
futuro utópico, refuerzan la sensación de circularidad y fin de ciclo que pro-
mueve la novela temática y estructuralmente.
Hacia el final de la novela Plop, lleno de soberbia y poder ilimitado tras
llegar al cargo máximo de Comisario General, concluye que el tabú contra el
uso de la boca es “una cosa estúpida” (106) y comienza a practicar el prohibi-
do sexo oral con su esclava favorita. Esto siembra las semillas de su propia
destrucción porque, en un gesto de arrogancia, la obliga a un acto de fellatio
sentado en su trono y frente a la tribu, algo impensable que lleva a sus súbdi-
tos a rebelarse y condenarlo a muerte. Si toda cultura se erige sobre la base
de sus tabúes, el mundo de Plop, aparentemente distante y extraño, no es

Hughes), donde un viajero en un mundo post-nuclear debe llevar una vieja Biblia escrita en
Braille a un lugar seguro en la costa oeste de Estados Unidos.

35
muy diferente al nuestro en su reglamentación estricta de las conductas hu-
manas. ¿El tabú es lo único que nos distingue de los animales, sin lo cual no
es posible la civilización, aún la más primitiva y salvaje? ¿Los mitos, rituales y
prohibiciones de un mundo post-apocalíptico nos sirven para reflexionar so-
bre los peligros de un presente deshumanizado? Estas son preguntas más
pertinentes a la antropología que a la literatura y, no casualmente, un comen-
tarista se refiere a Plop como un “festival antropológico de la degradación”
(Gaut vel Harman, en línea). El mismo Pinedo reconoce en una entrevista
(Alonso, en línea) que leyó muchos libros de antropología para inspirarse en
el armado de su sociedad imaginaria. Y en otra entrevista insiste en la influen-
cia que dichas lecturas tuvieron en su narración: “mi consigna fue que lo
único que quedara fuera la supervivencia, y después agregué los ritos, las es-
tructuras jerárquicas y los tabúes. Desde la antropología traté de llegar a lo
más elemental posible […] Me di cuenta de que no había otra cosa que no
fueran ritos, o lo que es peor que no había nada detrás de la cultura humana”
(Friera, en línea).
Lo original y llamativo de Plop en este sentido es que, a diferencia de otras
novelas argentinas post-apocalípticas o de anticipación, nos presenta menos
una alegoría política del deterioro nacional que una antropología especulativa
que arroja luz sobre la naturaleza humana en general. Tomo aquí prestado el
término “antropología especulativa” de Juan José Saer, cuando en su artículo
“El concepto de ficción” (1991) escribía: “podemos definir de un modo global
la ficción como una antropología especulativa” (citado en Riera, 368). Saer se
refiere con esto a la doble función de cierta literatura que, como la semántica
bivalente del término indica, “especula” (en el sentido de interrogarse) sobre
el Otro a la vez que nos sirve de espejo (“especular” = reflejar) para vernos a
nosotros mismos. Desde esta perspectiva resulta productivo encuadrar a Plop
no tanto en la serie literaria conformada por las novelas argentinas de antici-
pación y ciencia ficción, cuanto en la de aquellos textos encuadrados dentro
de lo que Michel de Certeau llama la “‘tradición heterológica’ de Occidente
—o el legado de sus discursos sobre el Otro” (Plotnik, 345). Dicha serie in-
cluiría aquellos relatos de viajeros que regresan de una tierra extraña y descri-
ben sus encuentros para, a través de un descubrimiento del Otro, emprender
un auto reconocimiento (y a veces un cuestionamiento) del yo: Los viajes de
Gulliver de Johnathan Swift, Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, o El
corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, por citar algunos.
Más cerca de Argentina y en busca de una lectura comparatista con nove-
las que bajo la forma de la pesquisa antropológica describen sociedades pri-
mitivas para reflexionar sobre la condición humana, piénsese en El entenado
de Juan José Saer (1983) y Runa de Rodolfo Fogwill (2003). El entenado se
presenta como las memorias ficticias de un grumete español que en el siglo

36
XVI, como integrante de la expedición de Juan Díaz de Solís en el Río de la
Plata, sobrevive un ataque de los indios y se ve obligado a convivir con ellos
por diez años. Ya de regreso en Europa, el ex cautivo pasa el resto de su vida
reflexionando sobre las extrañas costumbres de los indios y, en particular, su
peculiar cosmogonía basada en una concepción idealista de la existencia.
Lleno de observaciones de tipo antropológico —la comida de los indios, sus
ropajes, sus viviendas, los juegos de los niños— el relato contiene un inciden-
te que revela las verdaderas intenciones del autor: la descripción de un acto
de canibalismo ritual una vez al año, al que le sigue una orgía sexual seme-
jante a la ceremonia del Todo Vale en Plop. 11 Esta práctica, más que salvajis-
mo, expresa la angustia filosófica de la tribu ante lo insustancial e inestable
de la realidad: “Parecían presentir la falta de algo sin llegar a nombrarlo; como
si buscaran sin saber qué buscaban ni qué se les había perdido” (75). Vemos
aquí no sólo la complejidad metafísica de una cultura que a primera vista pa-
reciera primitiva sino además la pregunta última de Saer: ¿cómo comprender
el universo del Otro? ¿Qué nos puede enseñar el Otro sobre nuestro propio
universo? Un español del siglo XVI obligado a convivir con una tribu de in-
dios americanos es una perfecta metáfora del asombro ante la variedad de
mundos posibles, algo ya anticipado en la contemplación de las estrellas que
pueblan el cielo nocturno: “Yo le había oído decir a un oficial que cada una
de ellas era un mundo habitado, como el nuestro” (17). 12 Así pues, El entena-
do nos habla de “la necesidad de una relación especular con los otros para la
plena maduración del yo” (Romano Thuesen, 50), porque todo encuentro con
lo ajeno es en realidad un reencuentro con lo propio. La novela invierte en-
tonces las nociones tradicionales de bárbaro y salvaje, y el narrador, “como en
la Historia de Heródoto, describe un país de lengua y cultura extrañas, y se
descubre a sí mismo” (Díaz-Quiñones, 11).
Runa, por su parte, se presenta como el supuesto reportaje etnográfico de
un investigador que entrevista a un integrante de una comunidad todavía an-
clada en la edad de piedra. El relato en primera persona transcribe íntegra-

11
Leemos en El entenado: “No tenían en cuenta ni edad ni sexo ni parentesco. Un padre
podía penetrar a su propia hija de seis o siete años, un nieto sodomizar a su abuelo, un hijo verse
seducido, como por una araña húmeda, por su propia madre, una hermana lamer, con placer evi-
dente, las tetas de su hermana” (59). Y en Plop: “Tuvo sexo con una compañera de Brigada; por la
mitad se incorporó otro y se usaron los tres. Al rato empezó a aburrirse y los dejó […] Señaló a
una niña, la más gordita. Uno de los suyos le llevó un pote de grasa; otro acercó a la chica. Plop la
tiró boca abajo sobre su trono, le puso grasa entre las piernas y la usó por detrás” (43-120).
12
Refiriéndose precisamente a la incapacidad de los europeos para diferenciar unas tribus
de otras, el protagonista comenta: “Ellos ignoraban que en pocas leguas a la redonda, muchas
tribus diferentes habitaban, yuxtapuestas, y que cada una de ellas era no un simple grupo huma-
no o la prolongación numérica de un grupo vecino, sino un mundo autónomo con leyes propias,
internas, y que cada una de las tribus, con su propio lenguaje, con sus costumbres, con sus
creencias, vivía en una dimensión impenetrable para los extranjeros” (El entenado 117).

37
mente las palabras del hombre neolítico cuando le describe al antropólogo
sus mitos y rituales. Escuchamos su opinión sobre otras tribus (los hombres
rata, los de atrás de la montaña de nieve, los que viven en árboles, los del
país de arena, los del agua grande azul) y aprendemos de sus grupos sociales
y jerarquías (los sabios, los buúlg o poetas cantores, los guerreros, los buzos).
Como en Plop, cierta inmediatez en el lenguaje del hombre entrevistado (“un
lenguaje carente de abstracciones que evoca un pensamiento ‘primitivo’”;
Fernández, s/n) sugiere una aparente falta de complejidad. Sin embargo, se
trata de una percepción engañosa toda vez que los seres neolíticos exhiben
una inesperada profundidad conceptual y filosófica. Para ellos, los números
del hombre occidental “pretenden contar y no cuentan nada”, mientras que
cualquier canción de la tribu “puede contar las cosas y al mismo tiempo cuen-
ta una historia” (27). Consideran que hay actividades de órdenes diferentes
como caminar y creer, porque “caminar se hacía encima de algo, el suelo, la
piedra, la arena”, mientras que se puede creer “en algo creído, pero también
se puede creer en lo que no existe” (43). Interpretan que dentro de cada
persona hay dos y que por eso cuando alguien tiembla de miedo, significa
que la persona de adentro “se sacude tratando de salir del que lo envuelve y
lo pone en peligro” (49).
A través de los comentarios del hombre primitivo percibimos su cosmovi-
sión pero también vemos los objetos y costumbres de nuestra propia cultura
a través de sus ojos. Para él, escribir es “pintar el ruido de las palabras” (133),
los aviones son “pájaros de piedra brillante” (89), los bolígrafos “palitos para
pintar palabras” (91), los jabones “piedras de espuma para lavarse en el arro-
yo” (95). Descritos de esta manera parecen objetos maravillosos y, sin embar-
go, para el hombre primitivo demuestran nuestra inferioridad porque los seres
modernos “tienen más cosas, pero no saben hacer ninguna cosa” (95). En el
típico juego especular de la heterología, el estudio del salvaje nos permite
vernos a través de su mirada ya que para él nosotros somos lo extraño. Refle-
jadas en el espejo que nos pone adelante, son nuestras prácticas culturales las
que se ven absurdas e incomprensibles: el control de la natalidad, porque es
“como si quisieran que la gente se termine” (116); o el uso de los remedios
modernos, porque no tienen en cuenta la verdadera naturaleza de la enfer-
medad (“Los médicos de ustedes no pueden curar porque quieren matar la
enfermedad y ni llegan a hablar con ella y conocerla”, 127). 13

13
La conciencia de que todo sistema de reglas y prohibiciones aplicadas a cualquier organi-
zación humana es en última instancia arbitrario y aleatorio, parece venirle a Pinedo de su trabajo
profesional: “Tengo la permanente sensación de que este mundo es absolutamente ridículo, que
las estructuras son absurdas, y además, como he trabajado en grandes corporaciones, más absur-
do veo todo” (entrevista de Friera, en línea). Tal vez no sea coincidencia que también la vida de
Fogwill haya estado marcada por su trabajo en el mundo del marketing como publicista de cono-

38
Fogwill se parece a un entomólogo que emprende “una disección científi-
ca sobre el comportamiento de esos insectos a los que se decidió llamar seres
humanos” (Schettini, en línea). Por eso, Runa es “una broma antropológica
que logra alcanzar la potencia del mito” (Serra Bradford, en línea), y lo que la
novela narra es “el mito constitutivo de [una] cultura” (Guerriero, en línea).
Estos comentarios sugieren que la pregunta central en Runa tiene que ver
con el sustrato último de lo humano y que la respuesta, más allá de cualquier
especificidad temporal o geográfica, radica en la universalidad de la cultura.
Algo parecido podría decirse de Plop a pesar de sus referentes rioplatenses
más precisos. ¿Es Plop una alegoría de la Argentina reciente, de la misma ma-
nera que lo son otras novelas de anticipación y ciencia ficción de los últimos
años? No cabe duda que ningún escritor es inmune a su realidad. Escrita hacia
el año 2002, sus escenarios post-apocalípticos no pueden menos que recor-
darnos el colapso económico de diciembre del 2001 con su secuela de carto-
neros, cacerolazos, clubes de trueque por la falta de dinero y ataques a los
supermercados por ciudadanos desesperados ante la falta de comida. Santia-
go Moreno especula: “Es difícil saber de dónde parte el pesimismo de Pinedo.
Tal vez de aquel oscuro diciembre argentino de revueltas y brutalidad en las
calles. Tal vez de algún drama propio. Seguramente, de alguna oscura región
interior” (en línea). Apuntando en la misma dirección, un comentarista habla
de la novela como “una verdadera ecología de la indigencia” (Leotta, en lí-
nea); otro dice que anticipa “lo que nos espera: un mundo atroz no muy dife-
rente del nuestro, pero un poco distinto” (Piro, en línea); y un tercero la asocia
con “el oscuro mundo de los cartoneros, con los carros cargados y hediondos,
con los saqueos, las matanzas” (de Leo, en línea).
Sin embargo, en 2006 Silvina Friera entrevista a Pinedo y le pregunta: “Es
ineludible encontrar en Plop una atmósfera que pivotea sobre las ruinas de la
Argentina. ¿Lo pensó de esa manera?” Y el autor, riéndose, contesta: “no me
propuse nada, no tengo nada que decir ni que enseñar” (Friera, en línea). Es
en esa misma entrevista donde Pinedo aclara que la novela “tiene que ver con
la destrucción de la cultura”, y es significativo que hable de fin de “la cultura”
y no de la cultura argentina. ¿Significa esto que en Plop se ha agotado el im-
pulso de la literatura argentina de anticipación de servir de alegoría nacional?
¿O al menos qué dicha función alegórica ya no basta por sí sola para interpre-
tarla, desmintiendo aquella afirmación de Fredric Jameson de que todo texto
tercermundista es en última instancia alegórico de una situación nacional? 14
O, tal vez, esto simplemente refleje cierto agotamiento del género en un mun-

cidas marcas, algo cuyo impacto alcanza a notarse en novelas suyas como La experiencia sensible
(2001) y En otro orden de cosas (2002).
14
Me refiero al conocido ensayo de 1986, “Third World Literature in the Era of Multinational
Capitalism”, donde Jameson afirmaba que la historia de todo destino individual en la literatura

39
do donde ya nada asombra. Como afirma hoy Pablo Capanna, el filósofo y
ensayista que estuvo a la cabeza de los estudios sobre fantaciencia latinoame-
ricana a partir de El sentido de la ciencia ficción (1967), “Cada día hay un
descubrimiento. Y aquel continente extraño llamado ‘futuro’ dejó de ser pen-
sado como algo lejano. Ahora, el futuro es hoy, ya” (entrevista de Kukso, 7-8).
En plena crisis de las teleologías ya ni los marxistas confían en que la historia
avance hacia un fin predeterminado o que el fin esté al alcance de nuestra
comprensión. Como bien señala Marc Angenot, “en los últimos 30 años asisti-
mos al colapso de dos esquemas centrales de la Modernidad: los proyectos
utópicos, por un lado, y la idea de progreso y de las leyes de la historia” (en-
trevista de Ballester, 31).
Sin embargo —o tal vez precisamente por eso— hoy pareciera haber más
interés que nunca por especular sobre el futuro. Ante la pregunta de qué hay
más allá del fin del mundo y qué viene después de la catástrofe, Plop respon-
de con la imagen de una serpiente que se muerde la cola: el ocaso de la cul-
tura se parece asombrosamente a su nacimiento. Final y comienzo son igua-
les, pasado y futuro intercambiables. La definición de un comentarista sobre
Runa bien podría aplicarse a Plop: es un relato bíblico pero también una
profecía, una “narración antropológica de una civilización perdida o futura
(vaya uno a saber)” (mi énfasis; Schettini, en línea). El trayecto al porvenir en
Plop termina devolviéndonos al pasado: lo que nos espera no es agradable
porque tiene que ver con nuestros orígenes, que preferiríamos olvidar. 15 Civi-
lización y salvajismo, lejos de ser opuestos, están ligados inextricablemente
en el origen y el final. Al contrario de la respuesta que da un comentarista
cuando se pregunta cómo seremos los seres humanos tras el fin del mundo
—“más salvajes, más despiadados, más crueles, más insensibles, en definitiva,
menos humanos” (mi énfasis; González Torres, en línea)— Pinedo parece re-
cordarnos que un rasgo intrínseco a la humanidad es precisamente su inhu-
manidad, vale decir que tras la catástrofe no seremos menos sino tan, o inclu-
so más, “humanos” que nunca. Al leer Plop somos como aquel astronauta
protagonizado por Charlton Heston en el clásico film El planeta de los simios
(1968), quien aterriza en un planeta salvaje y descubre horrorizado los restos
de la Estatua de la Libertad semienterrada en la playa. El astronauta compren-
de en ese momento que el mundo distante al que ha llegado, dominado por
simios brutales e incivilizados, no es otra cosa que la Tierra a la que ha vuelto
en el futuro: confrontados con el salvajismo de Plop, asistimos a lo que ya
fuimos (y continuaremos siendo) cuando nada quede de nuestra civilización.

tercermundista debe leerse siempre como una alegoría de la situación de la cultura y la sociedad
en que se presenta.
15
La novela, dura en su tratamiento de la realidad, nos “enseña lo difícil que es llamar a las
cosas por su nombre, y soportarlo” (Vázquez, en línea).

40
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