El Carácter Engañoso Del Pecado

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EL CARÁCTER ENGAÑOSO DEL PECADO.

por J.C. Ryle

Podemos ver este carácter engañoso del pecado en la sorprendente inclinación que
muestra el hombre a darle una importancia muy inferior a la que en realidad tiene
delante de Dios, y a la prontitud con que atenúa, excusa y minimiza la culpabilidad del
mismo. ‘Dios es misericordioso’, se nos dice, ‘se trata de un pequeño pecado’. ‘¡Dios
no es tan estricto como para culparnos de lo que hacemos por equivocación! Nuestras
intenciones, a pesar de todo, ¡son buenas! ¡No se puede ser tan escrupuloso! ¿Dónde
está el mal? ¡A fin de cuentas hacemos lo que hace la demás gente!’.

¿A quién no le es familiar esta manera de hablar? Con estas frases el hombre trata de
allanar y suavizar lo que Dios ha designado como perverso y ruinoso para el alma.
Con aquello de que una persona es ‘pronta’, ‘achispada’, ‘alocada’, ‘inconsciente’,
‘irreflexiva’, ‘sin ataduras’, etcétera, la gente se engaña a sí misma con la creencia de
que el pecado no es tan ‘pecante’ como Dios dice, y que no son tan malos como en
realidad son. Esto puede apreciarse incluso en la tendencia de padres creyentes a
permitir que sus hijos hagan ciertas cosas que son muy cuestionables. ¡Qué poco nos
damos cuenta de la astucia del pecado! Somos demasiado propensos a olvidar que la
tentación al pecado raramente se presentará a nosotros en sus colores verdaderos, y
diciéndonos: ‘Yo soy vuestro enemigo mortal y deseo vuestra ruina eterna en el
infierno’ ¡Oh, no! La tentación se acerca a nosotros como Judas, con un beso; y como
Joab, con mano amiga y palabras aduladoras. El fruto prohibido tenía una apariencia
buena y deseable a los ojos de Eva, pero fue la causa de que nuestros primeros padres
fueran arrojados del Edén. Aquel paseo ocioso por la terraza del palacio parecía muy
inocente a David, y sin embargo terminó en adulterio y homicidio. En sus principios,
el pecado raramente parece pecado. Velemos y oremos, no sea que caigamos en
tentación. Podemos dar nombres suaves a la maldad pero no podemos alterar con ello
su naturaleza y carácter perverso delante de dios. Acordémonos de las palabras del
apóstol Pablo: ‘Exhortaos los unos a los otros cada día, para que ninguno de vosotros
se endurezca con engaño de pecado’ (Hebreos 3:13).

Y antes de proseguir adelante en el estudio del tema, deseo brevemente mencionaros


dos pensamientos que con irresistible fuerza se abren paso en mi mente, El primero es
éste: Lo dicho sobre el pecado es motivo más que sobrado para una profunda
humillación por nuestra parte. Parémonos delante de la imagen que del pecado nos
presenta la Biblia, y démonos cuenta de cuán viles, depravados y culpables somos
delante de Dios. ¡Cuán necesario es que en nosotros tenga lugar aquel cambio total y
completo de corazón que se llama regeneración, nuevo nacimiento o conversión! ¡Qué
masa de imperfección y enfermedad se pega aún a los mejores de nosotros y en lo
mejor de nosotros! ¡Cuán solemne es el pensamiento de que ‘sin santidad nadie verá
al Señor’ (Hebreos 12:14). Al pensar en nuestros pecados de comisión y de omisión,
¡qué motivos tenemos para clamar cada noche con el publicano: ‘Señor, sé propicio a
mí, pecador’ (Lucas 18:13). Cuán apropiadas son aquellas palabras del Ritual de
nuestra Iglesia: ‘El recuerdo de nuestras ofensas nos es doloroso; nos resulta una
carga insoportable. Ten misericordia de nosotros, Padre de misericordia; por amor de
tu Hijo nuestro Señor Jesucristo, perdónanos todo lo pasado’. El hombre más santo,
en su propia estimación es un miserable pecador, y hasta el último momento de su
existencia será un deudor de la misericordia y de la gracia.

Con todo mi corazón me identifico con las palabras de Hooker, que cito a
continuación: ‘Examinemos aún las cosas mejores y más santas de nuestra vida
espiritual; por ejemplo: la oración. Es en la oración cuando nuestros sentimientos
hacia Dios más se conmueven; sin embargo, aun mientras oramos, ¡cuán a menudo
nuestros afectos se distraen! ¡Qué poca reverencia mostramos hacia la sublime
majestad del Dios con quien hablamos! ¡Qué poco remordimiento por nuestras
propias miserias! ¡Qué poco gustamos de la dulce influencia de sus tiernas
misericordias! ¿No es cierto que muchas veces no tenemos deseos de orar? Parece
como si Dios, al decirnos ‘Clama a mí’, nos hubiera impuesto una labor pesada. Lo
que digo quizá pueda parecer un poso extremado, pero permitid que vuestro corazón
haga recto examen de todo esto, y veréis que es así. Sabéis que Dios dijo a Abraham
que si encontraba cincuenta, cuarenta, veinte o aunque sólo fueran diez personas
justas, por amor a las tales no destruiría la ciudad de Sodoma. Imaginad que ahora
Dios viene a nosotros con una propuesta distinta: la de que escudriñemos a todas las
generaciones desde la caída de nuestro padre Adán hasta nuestro día en busca de
alguna persona que pueda haber realizado una obra que ante los ojos de Dios sea pura
y sin sombra alguna de pecado, y que por amor a esta obra inmaculada Dios estaría
dispuesto a librar a los hombres y a los ángeles caídos de la condenación. ¿Creéis que
esta obra, este rescate, podría hallarse entre todos los hijos de los hombres? ¡No! Aún
en lo más perfecto que pueda haber en nosotros hay mucho que necesita perdón’.

Estoy persuadido de que cuanta más luz se tiene, más se llega a ver la pecaminosidad
del corazón; de ahí que cuanto más cerca esté el creyente del cielo más debe revestirse
de humildad. Si estudiáramos las biografías de los santos más eminentes, como
Bradford, Rutherford y McCheyne, nos daríamos cuenta de que ellos han sido
también los hombres más humildes.

En segundo lugar deseo que mis lectores se den cuenta de cuán agradecidos
deberíamos estar por el glorioso Evangelio de la gracia de Dios. Existe un remedio
para las necesidades del hombre que es tan ancho y profundo, como para cubrir su
enfermedad. No debemos, pues, tener miedo de mirar al pecado y estudiar su
naturaleza, origen, poder, alcance y carácter engañoso si al mismo tiempo miramos a
la medicina todopoderosa que en la persona y obra de Cristo tenemos a nuestro
alcance. Aunque el pecado abundó, la gracia ha sobreabundado. En la obra que Él
hizo muriendo por nuestros pecados y resucitando para nuestra justificación, en los
oficios que Él desempeña como Sacerdote, Sustituto, Médico, Pastor y Abogado, en la
preciosa sangre que derramó y que nos puede limpiar de todo pecado, en la justicia
eterna que Él adquirió, en la intercesión continua que como representante nuestro
ejerce a la diestra de Dios, en su poder para salvar al peor de los pecadores y su buena
disposición para recibir y perdonar al más inicuo, en la gracia que el Espíritu Santo
implanta en los corazones de los creyentes, renovándolos y santificándolos y haciendo
que las cosas viejas pasen y que todas sean hechas nuevas, en todo ese, ¡y qué resumen
más breve hemos hecho!, en todo eso, digo, se descubre una medicina completa y
perfecta para la horrible enfermedad del pecado. Por terrible y espantosa que resulte
la visión correcta del pecado, no hay motivo para desmayar ni desesperar; ¡Miremos a
Cristo! No es de extrañar que el gran siervo de Dios, Flavel, termina cada capítulo de
su admirable obra ‘La Fuente de la Vida’ con aquellas conmovedoras palabras:
‘Bendito sea Dios por Jesucristo’.

En lo que llevamos dicho, no he hecho más que estudiar la superficie del tema, y es
que la amplitud del mismo escapa a los horizontes de este escrito. Quien desee
profundizar más sobre el mismo, tendrá que acudir a los estudios completos y
exhaustivos de los maestros de la teología experimental, tales como Owen, Burgess,
Manton, Charnock y otros gigantes de la escuela puritana. En temas como el que nos
ocupa ningún escritos puede compararse con los puritanos. Ahora sólo me resta
establecer unas conclusiones prácticas que de la doctrina del pecado podemos inferir.

a. El concepto bíblico de pecado es uno de los mejores antídotos contra la oscura, vaga
y nebulosa teología de nuestro tiempo. La base doctrinas del cristianismo mayoritario
de nuestro tiempo, si bien no podemos decir que no sea evangélica, tenemos motivos
suficientes para sospechar que no da el peso, no llega a los 1000 gramos el kilo. Es un
cristianismo en el que, sin duda alguna, ‘hay algo de Cristo, algo de gracia, algo sobre
la fe, algo sobre el arrepentimiento y algo sobre la santidad’, pero no es la cosa
verdadera tal como se encuentra en la Biblia. Todo se encuentra fuera de lugar y
fuera de proporción. En una mezcla doctrinal confusa, que ni puede influenciar la
conducta diaria, ni brindar consuelo en la vida, ni dar paz en la hora de la muerte; y
los que la profesan se dan cuenta de ello cuando es demasiado tarde. La mejor manera
de subsanar un cristianismo endeble, es predicar y llevar a primer plano la vieja
doctrina bíblica de la pecaminosidad del pecado. La gente no volverá sus rostros hacia
el cielo, hasta que no llegue a experimentar la realidad del pecado y el peligro del
infierno. Esforcémonos para predicar en todas partes esta olvidada doctrina del
pecado. No olvidemos que ‘la ley es buena, si alguno usa de ella legítimamente’ y que
‘por la ley viene el conocimiento del pecado’ (1ª Timoteo 1:8; Romanos 3:20; 7:17).
Confrontemos a la gente con la ley. Expongamos los Diez Mandamientos y golpeemos
las conciencias con la amplitud, profundidad y altura de sus requerimientos. Esto fue
lo que hizo el Señor Jesús en el Sermón del Monte; y lo mejor que nosotros podemos
hacer es imitarle. La gente nunca acudirá verdaderamente a Jesús, permanecerá con
Jesús y vivirá con Jesús, a menos que vea su necesidad y sepa por qué ha de acudir.
Las almas que verdaderamente acuden a Jesús, son aquellas a las que el Espíritu
Santo ha dado convicción de pecado. Sin una convicción genuina de pecado los
hombres podrán actual como si en verdad siguieran a Jesús, pero tarde o temprano
volverán al mundo.

El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra la teología
liberal y modernista tan en boga en nuestros días. La tendencia del pensamiento
moderno es la de rechazar credos, dogmas y cualquier encasillamiento doctrinal. Se
considera como principio sabio y sublime el no condenar ninguna opinión, y
considerar a los inteligentes y sinceros maestros de la época como dignos de ser oídos
y respetados, pese a la heterogeneidad de su pensamiento y a los efectos destructivos
de sus sistemas. En pocas palabras: según el sentir de hoy en día todo el mundo tiene
razón y nadie está equivocado. ¡Todo es verdad y nada es mentira! ¡Todo el mundo se
salvará, y nadie se perderá! La obra de la Redención y de la Sustitución, la
personalidad del diablo, el elemento sobrenatural y milagroso de la Escritura, la
realidad y eternidad del castigo futuro, todas estas grandes y enormes piedras
fundamentales son serenamente arrojadas por la borda, como si fueran maderas, para
aligerar el barco del cristianismo y poder así navegar a compás con el barco de la
ciencia. Y si alguien se atreve a alzar su voz en contra de estas innovaciones, enseguida
se le tildará de ignorante, atrasado, y de fósil teológico. Si citamos la Biblia se nos dirá
que ‘toda la verdad no se contiene en las páginas de este viejo libro judío, y que la
investigación actual ha encontrado y descubierto muchas cosas desde que el Libro se
terminó’. Para contrarrestar esta plaga moderna no hay mejor método que el de
predicar claramente la naturaleza, realidad, engaño, poder y culpa del pecado.
Debemos atacar las conciencias de estos hombres de ‘ideas tan amplias’, con nociones
claras sobre el pecado. Debemos pedirles que con la mano sobre el corazón, nos digan
si sus opiniones favoritas les son de consuelo en los días de enfermedad, en la hora de
la muerte, o junto al lecho de muerte de sus padres, o junto a la sepultura de la esposa
amada o el hijo querido. Debemos preguntarles si una vaga ‘buena fe’, sin contenido
doctrinal definido, puede darles paz en tales circunstancias. Debemos preguntarles si
de vez en cuando no sienten como un corroer interior, y si en verdad toda esta
investigación, filosofía y ciencia del mundo, les llega a satisfacer. Y hemos de
explicarles que este algo que corroe, es un sentimiento de pecado y culpabilidad que
ellos tratan de acallar e ignorar. Sobre todas las cosas debemos decirles que sólo una
sincera sumisión a las viejas doctrinas de la caída y ruina del hombre y de la rendición
a Cristo, pueden proporcionar verdadero descanso.

El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra un cristianismo
ritualista. Puedo comprender bien que para un alma que no ha sido iluminada por el
Espíritu, una liturgia florida y un ritualismo elaborado tengan un gran atractivo. Pero
me resisto a creer que una vez la conciencia ha sido despertada y vivificada, un culto
ritualista pueda satisfacerle plenamente. Mientras no tenga hambre, con fastuosos
juguetes y sonajeros podremos acallar al bebé, pero tan pronto como sienta los
imperiosos deseos que reclaman satisfacción, nada lo calmará a no ser la comida. Y
así sucede con el hombre en lo que concierne a su alma. La música, las flores, los
cirios, el incienso, etc. Podrán complacer el alma bajo ciertas condiciones, pero una
vez esta alma ‘se levanta de los muertos’ ya no se contentará con estas cosas; las
considerará como bagatelas y pérdida de tiempo. Cuando un pecador ve su pecado lo
único que desea ver es al Salvador. Experimenta sobre sí los efectos de una
enfermedad terrible, y sólo el gran Médico puede curar sus dolencias. Tiene hambre y
sed, y desea el agua de vida y el pan de vida. No tendríamos tanto romanismo en
nuestro país si en los últimos veinticinco años la doctrina de la pecaminosidad del
pecado hubiera sido predicada.

El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra las teorías
forzadas que sobre la perfección y santificación cristiana prevalecen en nuestro
tiempo. No me extenderé mucho sobre este punto, y confío que lo poco que diga no
ofenda a nadie. Estoy de acuerdo con aquellos que buscan la perfección en el uso
diligente y constante de los medios de gracia y en el progresivo desarrollo de las
gracias del carácter cristiano. Pero si se nos dice que en este mundo el creyente puede
conseguir un estado libre del pecado, y que puede vivir años y años en una
ininterrumpida comunión con Dios y por largos meses puede no tener no un solo
pensamiento malo, con toda honestidad debe decir que tal creencia me parece
totalmente desprovista de base bíblica. Y aún diré más: tal creencia es muy peligrosa
para el que la tiene, y redundará en perjuicio propio y de aquellos qe sinceramente
buscan su salvación.

No encuentro en la Biblia esta noción de que mientras estamos en la carne podamos


alcanzar tal perfección. Creo que las palabras del Artículo Quince de nuestra
confesión son estrictamente verdaderas: ‘Sólo Cristo fue sin pecado y todos nosotros,
aunque bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, ofendemos en muchas cosas; y si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no
está en nosotros’. Aún en nuestra mejores obras hay imperfección; no amamos a Dios
como deberíamos, es decir, con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con
todas nuestras fuerzas; no tememos a Dios como deberíamos; nuestras oraciones están
manchadas de imperfección. Damos, perdonamos, creemos, vivimos y esperamos,
pero de una manera imperfecta; luchamos contra el diablo, el mundo y la carne de
una manera imperfecta. No nos avergoncemos, pues, de confesar nuestro estado de
imperfección. Repito de nuevo lo que ya he dicho: el mejor antídoto en contra de esta
ilusión vana de perfeccionamiento que nubla algunas mentes, es el que se deriva de
una noción clara y profunda de la naturaleza, pecaminosidad y engaño del pecado.

En último lugar, el concepto bíblico del pecado viene a ser un antídoto admirable
contra el concepto tan pobre que hoy en día se tiene de la santidad personal. Ya sé que
este tema es muy delicado y doloroso, pero no por ello lo pasaré por alto. Ya desde
hace tiempo, mi triste convicción es de que la regla de vida diaria ha ido descendiendo
y va empobreciéndose cada vez más entre los que profesan ser creyentes. Mucho me
temo que aquella caridad a la semejanza de Cristo, aquella amabilidad y buen
temperamento, aquel desinterés y mansedumbre, aquel celo y deseo de hacer el bien,
aquella consagración y separación del mundo, que eran tan apreciadas por nuestros
antepasados, en nuestro tiempo, no tienen la estima que deberían tener.

No pretendo desarrollar exhaustivamente las causas que han ocasionado este estado
de cosas, sino que haré algunas conjeturas para la consideración del lector. Quizá se
deba a que cierta profesión de fe religiosa se ha puesto tan de moda y fácil, que las
corrientes que eran estrechas y profundas ahora se han ensanchado y perdido
profundidad; lo que se ha ganado en apariencia externa, se ha perdido en calidad.
Quizá se deba a la prosperidad material registrada en los últimos veinte años y que ha
introducido en el cristianismo una plaga mundana de indulgencia propia y ‘amor a la
buena vida’. Lo que antes eran lujos, ahora son necesidades; la abnegación y el
espíritu de sacrificio ahora casi se desconocen. Quizá la gran controversia religiosa de
nuestro tiempo haya secado la vida espiritual de muchos. A menudo nos hemos
contentado con mostrar celo por la pureza doctrinal del Evangelio y hemos
descuidado las sobrias realidades de una vida de piedad. Sean cuales sean las causas,
los resultados permanecen: el nivel de santidad personal del creyente ha bajado, y ¡el
Espíritu Santo está siendo contristado! Todo esto requiere, por nuestra parte, una
sincera y profunda humillación y un examen de corazón.

El remedio para todo este estado de cosas hay que buscarlo en una comprensión clara
y bíblica de la pecaminosidad del pecado. No es necesario ir a Egipto o adoptar
prácticas semi-romanas para reavivar nuestra vida espiritual. No hay necesidad de
que instauremos de nuevo el confesionario o volvamos al monasticismo y al ascetismo.
¡Nada de eso! Debemos, simplemente, arrepentirnos y hacer nuestras primeras obras;
debemos acudir de nuevo a las ‘sendas antiguas’. Debemos arrodillarnos
humildemente en la presencia de Dios, y mirar de frente a lo que el Señor Jesús llama
pecado y a lo que el Señor Jesús llama ‘hacer su voluntad’. Démonos entonces cuenta
de que es terriblemente posible vivir una vida despreocupada, fácil y medio mundana,
y mantener, al mismo tiempo, principios evangélicos y considerarnos evangélicos. Una
vez nos hayamos percatado de que el pecado es abominable, que mora en nosotros de
una manera muy intensa y que se adhiere a nosotros más de lo que llegamos a
suponer, seremos llevados a confiar, creer y permanecer más cerca de Cristo. Una vez
cerca de Cristo, beberemos más profundamente de Su plenitud, y aprenderemos de
una manera más real a ‘vivir la vida de fe’ tal como hizo San Pablo. Una vez hayamos
sido enseñados a vivir la vida de la fe en Cristo, morando en Él, llevaremos más fruto
y estaremos más fortalecidos para el desempeño de nuestras obligaciones, seremos
más pacientes en la tribulación, ejerceremos más vigilancia sobre nuestros pobres y
débiles corazones y nos transformaremos más a la semejanza de nuestro Maestro. En
la misma proporción en que apreciemos lo que Cristo ha hecho por nosotros, nos
esforzaremos en vivir y trabajar para Él. Siendo mucho lo que sintamos haber sido
perdonados, mucho le amaremos. En resumen y como dice el apóstol: ‘mirando a cara
descubierta como en u espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en
gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor’ (2ª Corintios 3:18).

A simple vista parece experimentarse en nuestro tiempo un creciente deseo de


santidad. Las conferencias para promover una vida de santidad son muy comunes y
frecuentes. El tema de la ‘vida espiritual’ es el de muchos congresos y el de muchas
reuniones y ha despertado interés general en nuestra nación. De ello deberíamos
alegrarnos. Todo movimiento que, basado en sanos principios, tenga como meta
profundizar las raíces de nuestra vida espiritual y aumentar la santidad personal,
vendrá a ser una verdadera bendición para nuestras iglesias, hará mucho para reunir
a los cristianos y salvar las tristes divisiones entre los creyentes. Puede traernos un
derramamiento fresco de la gracia del Espíritu y venir a ser vida para los muertos.
Pero tal como dije al principiar este escrito, si queremos edificar alto, primero
debemos cavar hondo; y estoy convencido de que el primer paso para conseguir una
santidad de vida más elevada consiste en darse cuenta de la terrible pecaminosidad
del pecado.

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