Duelosenlavejez
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Duelosenlavejez
Ricardo Iacub
Introducción:
El objetivo de este texto será revisar críticamente las diversas posturas acerca del duelo en el
proceso de envejecimiento. Para ello revisaremos las bases teóricas del mismo basándonos
particularmente en la teoría psicoanalítica y el paradigma constructivista narrativo. Revisaremos
las diversas pérdidas que pueden surgir en la vejez destacando sus particularidades,
analizaremos los criterios que organizan ciertos significados relativos a las pérdidas y
finalmente abordaremos los aspectos positivos de los duelos y los mecanismos que pueden
brindar soluciones en esta etapa vital.
Las pérdidas nos acompañan a lo largo de la vida, aunque con el envejecimiento, pueden
resultar más frecuentes. Estas pueden ser de seres queridos, roles, espacios, ideales,
capacidades, recursos que nos daban una cierta imagen, afecto, valor o apoyo, es decir aquellos
vínculos que conformaban la identidad. Por esto, el duelo implica que la persona deba rever una
serie de supuestos que ordenaban su mundo, la representación de sí mismo y los modos de
interacción con los otros.
Es un proceso multidimensional, que no solo afecta a los sujetos psicológicamente sino también
a nivel fisiológico, social y económico (Osterweis et al., 1984; Stroebe et al., 1993) y su
recuperación puede implicar un tiempo indeterminado con resultados diversos (Weiss, 1993).
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En algunas partes del texto citaremos autores que hacen referencia a una perspectiva constructivista
narrativa. Es importante destacar que aun cuando el narrativismo tiene una base constructivista, no todas
las perspectivas constructivistas en psicología consideran a la identidad desde una lectura narrativa.
Parkes (1988) sostiene que se altera el modelo, al que denomina “interno”, a partir del cual el
sujeto puede orientarse, reconocer lo que le está pasando y planificar su comportamiento. Por
ello cuanto más vinculada se encuentra la pérdida a la propia identidad, mayores van a ser los
efectos en el sujeto.
Rando (1984) considera que se produce una modificación del “mundo de supuestos”, tanto a
nivel global, ya que se modifican las creencias sobre el sí mismo, los otros y el mundo; como a
nivel específico, ya que cambian los aspectos concretos asociados a la relación. De todo ello se
desprenden las denominadas “pérdidas secundarias” entendidas como la suma de actividades,
roles, apoyos que se deben abandonar porque ya no existe dicho objeto.
Desde esta perspectiva el duelo es la reacción a la pérdida de un vínculo que brindaba sostén y
continuidad a la identidad, con todas las implicaciones emocionales, cognitivas e instrumentales
que contiene (Iacub, 2011).
Neimeyer, Keese y Fortner (1997) proponen 6 supuestos básicos para la elaboración del duelo
desde un modelo conceptual constructivista/ narrativo:
1- La muerte, como cualquier otra pérdida, puede validar o invalidar el mundo de supuestos, o
conformación identitaria, con la que nos manejábamos, incluso puede aparecer como una
experiencia nueva para la cual no tenemos teorías e interpretaciones que nos permitan
comprenderla. Las suposiciones tácitas brindan una sensación de orden en relación al
pasado, una familiaridad respecto al presente y cierta previsibilidad respecto al futuro.
Cuando una muerte es esperable, como la de un padre para un hijo adulto, puede resultar
más aceptable para nuestro orden de creencias, que la muerte de un hijo. Cuando la pérdida
sucede por fuera de dichos esperables fallan los mecanismos de validación en nuestro
mundo de presupuestos.
2- El duelo es un proceso personal, idiosincrásico, íntimo e inextricable de nuestra identidad.
Por ello sólo puede entenderse dentro del contexto cotidiano de la construcción,
mantenimiento y cambio de los aspectos fundamentales de la misma. Las teorías e
interpretaciones personales que generamos sobre las experiencias de la vida se ven
cuestionadas cuando se produce una pérdida, ya que afecta los modos de conocer y entender
al sí mismo y al mundo. De allí que la búsqueda de interpretaciones que den coherencia a la
situación de cambio, desde las teorías e identidades disponibles, es una de las formas de
respuesta. Si fracasamos, perdemos el control de una realidad que ya no resulta familiar,
produciendo temor, inseguridad y desasosiego.
3- El duelo es algo que nosotros hacemos, no algo que se nos hace a nosotros. Ante la
evidencia de la pérdida, el duelo implica cientos de elecciones concretas que definen
caminos alternativos. En algunas situaciones tomar una decisión puede implicar un
apresuramiento ante lo cual el sujeto puede no sentirse preparado, en tanto que, en otras
ocasiones se toman decisiones por el sujeto por considerarlo incapaz de hacerlo.
4- El duelo es el acto de reafirmar o construir un mundo personal de significado que ha sido
desafiado por la pérdida. Cuanto más valiosa es la pérdida puede invalidar la estructura de
suposiciones o creencias que orientan la vida, arrancando al duelante de las teorías e
identidades construidas. Este cambio puede dar lugar a narrativas traumáticas,
caracterizadas por su incoherencia, fragmentación, desorganización y disociación con
respecto al conjunto de los relatos que hacen a la biografía personal. Dicha narrativa da
cuenta de una pérdida de control y manejo sobre su propia vida, que se evidencian en frases
tales como: “no sé cómo llegué hasta acá”, “parece que fuera una pesadilla”, “no entiendo
qué me pasa”. Es allí donde el sujeto o “autor del relato” debe realizar cambios que tornen
comprensible lo sucedido y que vuelvan predecible el futuro. Las narrativas contienen
indicaciones concretas y útiles respecto a la visión que se puede asumir sobre el proceso de
duelo y los modos en que puede ser facilitado.
5- Los sentimientos tienen sus funciones y deben ser entendidos como señales de los esfuerzos
por dar significado. Kelly (2001) define las “emociones transicionales” como la función que
cumple cada sentimiento y el modo en que se integra a un proceso de reconstrucción de
significados. Por ejemplo, la negación puede ser concebida como un intento de posponer un
acontecimiento que resulta imposible de asimilar; el ánimo depresivo como un intento de
limitar la atención, volviendo el contexto más manejable; la hostilidad como el forzar a los
acontecimientos a adaptarse al modo de comprender las cosas; el estado ansioso como la
percepción de una pérdida aun cuando no se alcanza a comprender lo desestabilizadora que
resulta la situación.
6- Todos construyen y reconstruyen su identidad como sobrevivientes de la pérdida y en
relación a los otros. Se suele pensar el duelo en el sujeto, sin tener en cuenta el marco o
contexto en el que sucede dicha pérdida, la familia o la comunidad. La pérdida en la familia
implica que su expresión suele estar regulada por normas tácitas de interacción, roles,
jerarquías de poder y apoyo, etc. Incluso el recordar al fallecido se maneja según
convenciones particulares, familiares y extra familiares. Asimismo, en la comunidad la
pérdida es codificada según valores y expresiones peculiares que inciden en el propio sujeto.
Fase de mayor o menor grado de reorganización: Esta última fase promovería una nueva
forma de relación con el objeto perdido y fundamentalmente un cambio a nivel identitario que
posibilite una organización del sí mismo capaz de restablecer proyectos, con mayores grados de
serenidad y menos inhibiciones. Es una etapa de reorganización en la que comienzan a remitir
los aspectos más dolorosos del duelo. El individuo comienza a experimentar la sensación de
reincorporarse a la vida, de recordar a la persona fallecida con una sensación combinada de
alegría y tristeza e internalizar la imagen de la persona perdida.
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Parkes en su estudio de viudos en Londres, describe una particularidad en la búsqueda de objetos
afectivos, negando la pérdida y aceptando a su vez que esto sea irracional. Estos estudios mostraron que
algunas viudas tienen alucinaciones y delusiones de contacto con su esposo durante años, especialmente
en gente que tuvo una buena relación de pareja.
El duelo como “proceso dual”:
Stroebe, Shut y Stroebe (1988) vuelven a considerar el proceso de duelo en fases pero, a
diferencia de las anteriores, éstas son vistas en una oscilación entre dos formas diferenciadas de
funcionamiento. Por un lado está el “proceso orientado a la pérdida” donde se realiza el proceso
de duelo, experimentando, sondeando y enunciando sus sentimientos, en un intento por entender
el sentido que tienen en su vida. Por el otro, está el “proceso orientado a la restauración” que
describe aquellos procesos que el duelante utiliza para manejar los estresores secundarios que
acompañan los nuevos roles, identidades y desafíos relativos al nuevo estatus promovido por el
duelo (viudo, huérfano, etc.). Ésto a menudo incluye la necesidad de manejar nuevas tareas,
tomar decisiones importantes, encontrar nuevas posibilidades de roles, tomar una iniciativa de
auto cuidado, la cual puede ser particularmente difícil en ciertos momentos del duelo, ya sea por
no poder o no saber.
Si la restauración progresa efectivamente, la creencia en la propia eficacia emerge y ayuda a
lograr una mayor seguridad, independencia y autonomía para manejar lo cotidiano, o incluso
brinda una sensación de crecimiento personal.
Las dos fases están a menudo interrelacionadas. Primero, las viudas y viudos adultos mayores
pueden vivir muchos años tras la muerte del cónyuge y para mantener una mejor calidad de vida
deberían obtener mayor independencia. Muchas de las tareas de la vida cotidiana los confrontan
con las responsabilidades del fallecido. Si esas capacidades no se obtienen, la salud, la
autonomía y, en un sentido general, la calidad de vida, pueden resentirse. Además la falta de
capacidad para enfrentar estas tareas interfiere con la energía focalizada en la emoción que el
duelante necesita dirigir a la propia pérdida
Poder manejar los estresores secundarios asociados con los nuevos desafíos reduce el
padecimiento emocional del duelante y genera una sensación de crecimiento personal
((Bisconti, Bergeman y Boker, 2006; Bennett et al, 2010). Es importante tener en cuenta que la
tarea del duelo no sólo implica al sujeto, sino también a sus vínculos más cercanos y a la
comunidad en general.
Estos procesos nos indican que los contactos con la realidad siempre se encuentran mediados
por mecanismos de inmunización que confrontan con el padecimiento de maneras activas,
singulares y basadas en relatos ofrecidos por la cultura y su contexto específico.
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Para Manzoni, Villari, Pilari y Bocia (2007) el porcentaje es de 11% más de fallecimientos en
viudos que en casados.
considerada como el elemento más crucial en la predicción de declive y de falla en el
funcionamiento físico y mental de las personas (Carr, House, Kessler, Nesse, Sonnega, &
Wortman, 2000; Stroebe & Schut, 1999; Utz, 2006; Wells & Kendig, 1997).También habría que
agregarle otras consecuencias que ocurren con la muerte de una pareja por razones económicas,
sociales y familiares.
Estudios longitudinales recientes han demostrado que la capacidad de resiliencia de los adultos
mayores en el duelo por la pareja es muy bajo al principio y luego de dos años o más, el viuda/a
retorna a niveles similares de funcionamiento que las personas que no atravesaron el duelo, por
ejemplo a nivel de la salud auto percibida (Lund, Caserta, & Dimond, 1989; McCrae & Costa,
1988), e incluso con algunos reportes de mejorías en la salud (Ferraro, 1986; Van Zandt, Mou,
& Abbott, 1989).
Los niveles de depresión fueron muy altos en las esposas en duelo en los meses iniciales luego
de la pérdida, pero desde las 13 a los 42 meses las reacciones depresivas decrecieron y se
volvieron similares a las que no estuvieron de duelo (Faletti, Gibbs, Clark, Pruchno, & Berman,
1989; Lund et al., 1989; Thompson, Gallagher, Cover, Gilewski, & Peterson, 1989; Thompson,
Gallagher- Thompson, Futterman, Gilewski, & Peterson, 1991; Van Zandt et al., 1989). Este
patrón se presentó también en otras dimensiones como la satisfacción vital (Lund et al., 1989) y
los síntomas psicológicos (Faletti et al., 1989; Thompson et al., 1989,1991).
Los estudios sobre la viudez en personas mayores muestran que la aflicción continúa presente
30 meses, o más, después de la pérdida de la pareja (Thompson et al., 1991; Van Zandt et al,
1989).
La pérdida de un hijo:
Aun cuando sobre esta temática existan menos datos se observa que los padres mayores que han
perdido hijos adultos tienen experiencias muy intensas, con reacciones adversas y de larga
duración.
La pérdida de un hijo ha sido descripta como la violación de un supuesto elemental de justicia,
equidad y de quiebre de un orden natural. Por ello la muerte de un hijo rompe con el mundo de
supuestos y puede culminar con la pérdida de sentido, llevando a sobrepasar la barrera de la
depresión y ubicando la pérdida a nivel psicosomático 4.
Rando (1986) describía una oprimente sensación de haber fallado, en la capacidad y habilidad
de criar hijos, con la sucedánea sensación de culpa y autoreproche (De Vries et al, 1994).
Las investigaciones muestran algunos cambios que pueden suceder. La salud autopercibida
puede empeorar por plazos de tiempo que van de los 2 hasta los 20 años a posteriori de la
muerte (Florian, 1989-1990), muchos problemas de salud persisten o aumentan en el proceso de
duelo incluyendo los trastornos del sueño (Lesher & Bergey, 1988; Rubin, 1989-1990), tensión
nerviosa (Lesher & Bergey, 1988) y problemas de apetito (Rubin, 1989-1990).
Entre 2 y 10 años luego de la pérdida, los padres, pero en especial las madres, pueden continuar
experimentando no solo depresión (Lesher & Bergey, 1988; Shanfield & Swain, 1984), sino
también un intenso dolor, desesperación y rumiación (Fish, 1986; Rubin, 1991-1992; Shanfield
& Swain, 1984).
Altos niveles de ansiedad fueron reportados por esos padres hasta 13 años después de la
pérdida, con mayor grado de ansiedad en las madres que en los padres (Rubin, 1991-1992), y
persistentes sentimientos de culpa fueron característicos durante la etapa de la vejez (Rubin,
1989-1990; Shanfield & Swain, 1984).
Florian (1989-1990) muestra que los padres adultos mayores en proceso de duelo también
expresan falta de sentido y propósito en la vida, y que tales sentimientos se filtran en muchos
ámbitos de sus vidas, como su trabajo, su habilidad parta manejar sus problemas y relaciones
familiares.
De Vries et al. (1993) examinó las consecuencias físicas y psicológicas del duelo en los padres
viejos a lo largo del tiempo, hallando que, en comparación con los que no transitaban este
proceso, mostraban una salud más pobre y experimentaban mayores niveles de depresión.
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Esto explicaría las mayores probabilidades de morbilidad y mortalidad a posteriori de la muerte de un
hijo.
Sobre un testeo y re testeo cada 3 años, la salud continuó en declive y los niveles de depresión
no disminuyeron, aunque la satisfacción marital se incrementó, en contraste con las parejas más
jóvenes que perdieron un hijo (Videka-Sherman & Lieberman, 1985).
Las investigaciones sobre el duelo en padres han demostrado que el duelo suele persistir de 1 a
20 años después de la muerte de un hijo adulto (Fish, 1986; Lesher & Bergey, 1988; Shanfield
& Swain, 1984).
La pérdida de un amigo:
La amistad es la relación más elegida y puede tomar roles de gran importancia, lo que se dio en
llamar: “familiares por elección”. Esta relación se caracteriza por intereses y actividades
comunes y tiende a asimilar un conjunto de dimensiones que la especifican tales como género,
edad y clase social.
La muerte de un amigo puede servir para confrontar al individuo con su propia mortalidad,
evocando el miedo de “esto me podría haber pasado a mí”, y el alivio de que no fue así (Deck y
Folta, 1989).
La muerte de un amigo no es solamente la pérdida de una relación, sino también la de un rol en
esa relación y la de un importante punto de comparación, que permita describir la propia
identidad en relación a un par.
En experiencias con los viejos más viejos, relativas a la muerte de un amigo, encontramos que
quién realiza el duelo, ubica la pérdida en el contexto de su historia de pérdidas y en el contexto
de su curso de vida. Una extensión conductual de este sentimiento es la pérdida de actividades
disponibles o accesibles, como conversaciones o eventos sociales, lo cual los deja más solos.
La experiencia de pérdida de esas personas mayores tiene lugar en un contexto en el cual los
roles emocionales, sus derechos, privilegios, restricciones tienden a estar cada vez más
confinados a los miembros de la familia (Sklar, 1991).
- Las expectativas de luto: cada sociedad establece ritos y modalidades acerca de cómo se debe
elaborar el luto. Desde la demanda de visualizar la muerte a través de atuendos o estilos de vida
hasta las formas más actuales y urbanas de poco reconocimiento hacia aquel que realiza un
duelo.
Gorer (1965) señalaba que los ritos de duelo debían evaluarse de una manera pragmática, en la
medida que permitan al sujeto cumplir con este proceso, tanto a nivel de la aceptación como de
su ordenamiento temporal. Marris (1974) agrega que los rituales de duelo permiten mitigar la
separación, ya que por un lado le otorga la posibilidad al duelante de darle valor al deudo, y por
el otro le brinda la posibilidad de entender su pérdida. Sin dejar de reparar en el valor social que
suponen, haciendo de ese momento un espacio de contención y apoyo generalizado, tanto al que
imagina su propia muerte como al que realiza el duelo.
En la actualidad, y dentro de los centros urbanos, existe una tendencia que enfrenta la muerte de
una manera aséptica y casi como un error de la medicina que falló en curar a una persona. Esto
la lleva a considerarla como si fuese llamativa, extraordinaria o, como señala Ariès (1987), un
accidente.
La modernidad consiguió que las vidas se alarguen y tengan menos pérdidas tempranas. Sin
embargo, este estado de las cosas no es más que la audaz transformación que produjo la
inteligencia humana, aún cuando la vida siga siendo finita y el costo de algunas prolongaciones
pueda ir en detrimento de las búsquedas y derroteros personales.
En cierta medida, pareciera haber una correspondencia entre esta actitud de desafío, que
permitió tales logros frente a la enfermedad y la muerte, con la carencia de estrategias que nos
habiliten a darle un sentido a esa condición de la existencia.
Esta sociedad, por lo contrario, ha producido una sensación de vergüenza hacia la muerte que,
tal como lo señala Gorer, resulta comparable con lo que el siglo XIX había establecido con
respecto a la sexualidad; o un rechazo lindante con el horror, es decir, de aquello que se presenta
sin tamiz y que confunde lo macabro con el lógico término de la vida. Todo esto determina que
aquellos aspectos relacionados con el fin (desde los duelos, los ritos, los velorios, etc.), se hayan
limitado u ocultado al punto que resulta chocante hablarlo o mostrarlo y que sólo reaparece
insistentemente en la muerte espectacular, mencionada por Baudrillard (1978), en la pantalla de
la TV.
Esta particular sensibilidad hacia la temática reduce y a su manera quita recursos simbólicos
para aquellos que deben sobrellevar su propia expectativa ante la muerte y el proceso de duelo.
- La incidencia del género, educación y clase social: Las diferencias de género, educación y
clase social tienen importancia en la duración y los efectos del duelo en la vejez.
Arbuckle y de Vries (1995) hallaron que las mujeres en duelo manifiestan mayores niveles de
depresión, o para Thompson et al. (1991), más síntomas depresivos que en los varones como
consecuencia de un duelo.
Stroebe et al. (2001) encuentran que los varones sufren más la viudez en relación a la salud
física y mental y al apoyo social.
En nuestra cultura, resulta más aceptable para las mujeres hablar acerca de sus pensamientos y
sentimientos depresivos y mostrar su angustia que para los varones (Stroebe et al., 1988a). A
esto se le agrega que las mujeres expresan más fatalismo y más vulnerabilidad que los varones,
lo cual podría depender de una mayor creencia religiosa (McPherson, 1990) o de una expresión
de género relativa a la expresión de las emociones. Diferencias que se vuelven más visibles en
las generaciones de los actuales adultos mayores, de más edad.
Hagestad (1985) describía a las mujeres viejas como cuidadoras familiares, comunicando y
monitoreando las actividades de los miembros de la familia, mientras que los varones,
actualmente viejos, eran referidos como los embajadores, que desarrollaban relaciones con la
comunidad más allá de su familia. Posiciones que inciden en los modos de ajuste al proceso de
pérdida.
La educación emerge como un poderoso predictor en muchas variables del funcionamiento
personal. La investigación temprana ha sugerido una asociación positiva entre mayor educación
y padres viejos en duelo (Purisman & Maoz, 1977) y viudas mayores (Lopata, 1993). De hecho
Lopata (1993) concluye que el grado de educación puede ser una de las variables más
influyentes, proveyendo una mayor habilidad para aclarar problemas, para identificar recursos y
para tomar acción hacia posibles soluciones.
Estudios sobre mejores ingresos (Schuster & Butler, 1989) y empleo (Faletti et al., 1989)
estuvieron relacionados con un mejor proceso de duelo en mujeres viudas adultas mayores de
clases sociales más acomodadas. Diversos estudios sugieren que el ingreso puede ser una
variable primaria del bienestar psicológico y por ello incidiría en la calidad de los duelos.
- La integración psicosocial del sujeto: los vínculos y las relaciones sociales (Riley,
LaMontagne, Hepworth y Park, et al, 1996) pueden incidir positivamente en la resolución del
duelo, y el aislamiento afectaría negativamente (Avia y Vázquez, 1998). Así también el nivel de
actividad que un sujeto desarrolle incide en este proceso. Si pensamos desde una perspectiva
asociada a los roles que ocupamos y que pueden ser perdidos por los duelos, el poseer mayor
cantidad de roles permite apoyarse en otros que, a su manera, puedan suplirlos. Asimismo las
diversas formas de integración permiten que el sujeto pueda ir encontrando afectos, apoyos e
intercambios que habiliten nuevas formas de dar sentido al sí mismo.
- La capacidad psíquica previa: es el nivel de tolerancia que pueda tener un sujeto a lo largo de
su vida para afrontar determinados tipos de pérdidas. Dicha capacidad se relaciona con múltiples
factores entre los cuales se encuentran los eventos traumáticos, tales como pérdidas tempranas y
sus modalidades específicas de resolución a nivel familiar; la estructura psíquica o de
personalidad que posibilita mayores o menores recursos para resolver o elaborar estas
situaciones, como por ejemplo en personalidades altamente dependientes. La baja autoestima y
los desequilibrios emocionales previos podrían agravar el impacto psicológico del duelo, y
actúan como moduladores entre el hecho vivido y el daño psíquico (Avia y Vázquez, 1998).
- La significación del objeto perdido: es una continuidad del significado que tuvo el vínculo,
con variantes explícitas e implícitas. Por esta razón no resulta sencillo para el propio sujeto, ni
para los otros, entender lo que se ha perdido con un objeto en particular. La falta que puede
producir no suele ser totalmente explicable ni previsible, por lo cual los procesos de
comprensión pueden redimensionarse a posteriori.
La posición de relativa dependencia del sujeto frente a dicho vínculo implica que no resulte
banal su presencia o su ausencia. De esta manera, la consecuencia de un duelo puede acarrear
una transformación en el sí mismo, lo que desde la noción de identidad narrativa, se denominó
refiguración.
El sujeto conforma una cierta figuración de sí mismo que, ante la pérdida de un vínculo sufre
una profunda desestabilización. Dicho vínculo aseguraba, desde su interpretación 5, sostén y
afecto, una cierta validación del sí mismo del sujeto.
Desde una perspectiva narrativista la posición del individuo se encuentra en un permanente
interjuego entre ubicarse como autor y lector de su propia vida, o sujeto y objeto en la
relaciones con los Otros. Esto permite ampliar los marcos de comprensión de este fenómeno, ya
que implica que la pérdida no solo ponga en juego la falta que produce el otro, sino la que el
individuo producía en el otro. Dicha falta pone en duda todo aquello que el individuo
representaba en ese vínculo en términos de objeto de amor, deseo o valor.
Frente a una pérdida puede resultar habitual que el sujeto sienta que ya no tiene lugar o
importancia. Por esta razón la elaboración, o configuración, que va a tener que realizar el
duelante es para quién va a resultar, de ahora en más, objeto de amor, interés, preocupación,
cuidado, deseo, valor, etc. Aquello que desde el psicoanálisis supone considerar cómo el sujeto
puede ubicarse como “objeto causa de deseo” para el otro.
Las modalidades del vínculo tienen un inestimable valor para comprender las ligaduras
específicas que deberá desandar cada uno. El significado que se haya otorgado al otro y el
significado que el otro haya provisto al sujeto, de maneras más o menos conscientes o
explícitas, resultan determinantes en este momento de elaboración del duelo.
Dichos significados podrán implicar: niveles de dependencia o autonomía, modos de
complementación, intercambios a nivel afectivo, intelectual o de apoyos concretos, que
incidirán en que el sujeto evalúe lo que representaba para ese otro, con todas las posibilidades o
limitaciones que ese vínculo contenía.
Todos estos significados, que engloban lo que el otro fue para el sujeto, como lo que el sujeto
fue para ese otro, ponen en juego la capacidad subjetiva de resolución. Esto implica que los
tiempos y las formas de aceptación resulten peculiares a dicha situación.
- La forma en que se produjo el suceso: las pérdidas inesperadas, tales como los accidentes;
aquellos que tuvieron un largo proceso por enfermedades con desarrollo largo e infructuoso, que
pudieron haber producido sentimientos altamente contradictorios hacia el fallecido; o las
vivencias traumáticas, como los crímenes o desapariciones, pueden generar modalidades
particulares de resolución promoviendo más angustia, culpa, horror, incomprensión, etc.
Factores que podrán determinar que el duelo se complejice y se aletargue. Diversos estudios
señalan la incidencia negativa de las jubilaciones anticipadas y obligatorias (Oddone, 2009-
2010). Tal como se señaló previamente un duelo puede alterar el mundo de supuestos, lo que
arroje al sujeto a un mayor nivel de incomprensión o enojo con lo sucedido.
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El término interpretación supone que la lectura que realiza el otro, en el marco de un vínculo, deviene en
un posible significado del sí mismo.
Si el recorrido de un duelo se basa en la construcción de significados a posteriori de una
pérdida, no podemos pensar que esto tenga un término absoluto, aunque sí qué el padecimiento
pueda ir morigerándose en gran parte de los casos.
Por esta razón, no sería adecuado pensar en cierres definitivos y sí, como lo señala Silverman y
Klass (1996), el duelo podría ser pensado como la continuidad de un vínculo, ya que como
sostiene Anderson (1974) la muerte marca el final de una vida y no el de una relación 6.
Desde esta perspectiva, el duelo no es solamente la respuesta que alguna vez hubo a las
relaciones interindividuales, sino que se continúa en las múltiples resignificaciones que el
duelante realiza de la persona fallecida y donde el conflicto por encontrarle un lugar en la vida
cotidiana sigue latente.
Si por resolución comprendemos el efecto de una cierta atribución de significado al otro que ya
no está y al sí mismo sin ese otro, definir cuándo termina un duelo resultaría una aporía. Sí
podríamos pensar en resoluciones entendidas en término de cambios en el vínculo y en el sí
mismo.
Estas resoluciones podrían suponer tanto cambios permanentes, como otros que remitan con el
tiempo; cambios en relación a la perspectiva del otro y cambios en la identidad, así como
padecimientos que cesen y otros que continúen en grados y formas diversas.
Este planteo teórico nos llevaría a ampliar las posibilidades de recorridos como de los
resultados. El estudio de Weiss (1993), a partir del modelo del apego de Bowlby (1969, 1980),
provee un marco para examinar los múltiples aspectos que inciden en la adaptación a largo
plazo luego de un duelo. Cuando se quiebran relaciones de apego, como por ejemplo entre
padres e hijos o entre parejas de manera permanente, se producen transformaciones también
permanentes. Éstas darían más lugar a pensar en una reorganización personal o un cambio a
nivel de la identidad, que en una recuperación. Por esta razón una de las formas de comprender
el final del duelo, no es como un retorno a una identidad anterior, sino como la recuperación de
cierto grado de eficacia personal, a la que Weiss (1993) define de este modo:
1. poseer el deseo y la capacidad de tener estímulos en el presente y encontrar desafíos
cotidianos adecuados;
2. experimentar confort psicológico, especialmente aquellos asociados a manejar los
pensamientos relativos al dolor de la pérdida;
3. sentirse gratificado frente a situaciones habituales y futuros eventos vitales, y
4. tener esperanza frente al futuro, entendida como una perspectiva positiva que permita planear
y cuidar los proyectos.
6
Los informes de pérdidas hacen múltiples referencias a esta continuidad del vínculo. Desde el chequear
la presencia del fallecido ante situaciones que producen recuerdos vívidos (cómo puede ser que no esté),
los sueños, la creencia que los muertos acompañan y hasta la continua influencia de los padres de los
hijos adultos como ecos en sus actitudes cotidianas, el espejo vacío o la falta de referente frente a los
amigos perdidos.
altamente ambivalente (de amor y odio) y de gran intensidad hacia el objeto. Freud cita a Rank 7,
en tanto que este autor supone que la melancolización advendría en tanto que el modo de
relación con el objeto era dependiente y narcisista.
Esta posición llevaría a que el nivel de autonomía psíquica se empobrezca y que los reproches
que el sujeto se realiza sean transformaciones de críticas por el abandono que el duelante percibe
y por la falta que el otro le produce. El amor y el odio son efecto de la falta de discriminación
(entiéndase separación psíquica) con el objeto, donde no se lo puede ni dejar ni perder.
Morir de a dos
Como señalamos anteriormente al hablar del “efecto viudez”, en el duelo por la pareja hay más
posibilidad de enfermar o morir en las primeras etapas del duelo. Sin embargo existe una mayor
7
Freud en Duelo y Melancolía toma una observación de Otto Rank acerca de la relación narcisista del
melancólico con su objeto, la misma puede ser definida por una relación de similitud, con lo que fue, es o
será, produciendo con su falta una carencia en el propio sí mismo.
frecuencia en adultos mayores, aun cuando no sea tan significativa, de muertes seguidas del
fallecimiento de un Otro (cónyuges principalmente), sin una explicación biológica precisa.
La especulación que se ha realizado es que fueron parejas que armaron un sistema defensivo de
a dos, con fuertes identificaciones y proyecciones, que pueden dificultar la individualidad (Le
Gouès, 1991). Por su parte Lieberman (1989) sostenía que a mayor cantidad de tiempo
transcurrido en una relación, las vidas se entrelazan muy intensamente, lo que produce una gran
dificultad vivir sin la otra persona. La falta del otro es sentida como una alta vulnerabilidad
personal que incide en el deterioro físico.
El incremento en adultos mayores del “efecto viudez” se debe para Callaway (2010) a la
consecuencia del estrés que debilita el sistema autoinmune, afectando las defensas del sujeto
frente a las infecciones y enfermedades en un organismo más frágil.
- Las mujeres tienen una mayor capacidad de sobreponerse a estas situaciones que los varones
aunque las explicaciones que emergen de los resultados de investigación no son claras.
- A más edad hay más capacidad de Crecimiento Relativo al Estrés debido a la capacidad de
aprender de las experiencias y de la mejor regulación emocional que facilita el “efecto positivo”
(Carstensen, 2002).
- Los que perdieron un hijo encontraron como dificultad central el sentimiento de injusticia,
luego las emociones negativas como la desesperanza, frustración o tristeza y finalmente con la
percepción de que no hay futuro, el sinsentido y lo inmodificable de la muerte. Este grupo
consideró importante, como medio de recuperación primario, la creencia en otra vida con un
subsecuente reencuentro, seguido del contacto familiar, hablar de la muerte con alguien y
finalmente los amigos.
- Los que habían perdido una pareja, hallaron como dificultades centrales: el hacerse cargo de
muchas responsabilidades, familiares y económicas, la soledad y perder las actividades
conjuntas. Para este grupo la base de recuperación fue la relación con la familia en primer
lugar, los amigos en segundo término, y finalmente la religión y pensar en el encuentro en otra
vida.
Conclusión:
A través de este largo recorrido se buscó conocer las especificidades del duelo en la vejez. Para
ello se presentaron dos grandes teorías que explican este proceso, así como también se buscó
precisar criterios generales relativos a los tipos de pérdidas.
El objetivo fue poder ir más allá de miradas universalistas acerca del duelo, con tiempos fijos y
fases rígidas, dando cuenta de la variabilidad de circunstancias que sitúan este proceso y le
otorgan grandes variabilidades en su transcurso.
Sobre la base de cada una de estas características encontramos como la cultura incide en los
modos en que un duelo puede sobrevenir, entendiendo que sus significados y reacciones
emocionales, no pueden aislarse de otros fenómenos sociales y del momento del curso de la
vida en el que toman lugar (Averill & Nunley, 1993; Rosenblatt, 1993; Stroebe et al., 1993).
Este proceso incluye conocer sus efectos negativos y positivos, lo que permitirá incidir en la
recuperación y el apoyo de los duelantes adultos mayores.
Ejercicio:
A partir del siguiente texto desarrolle las ideas centrales que hagan referencia a los temas
desarrollados sobre el duelo.
“Soy Nora Morales de Cortiñas, cofundadora e integrante del movimiento de Madres de Plaza de Mayo-
Línea Fundadora. Tengo 69 años. Nací en Buenos Aires, Argentina. Parí dos hijos. Uno de ellos,
Gustavo, está desaparecido. No hace mucho tiempo atrás, murió mi esposo. Mi matrimonio duró 50 años.
Yo fui una mujer tradicional, una señora del hogar. Me casé muy joven. Mi marido era un hombre
patriarcal, él quería que me dedicase a la vida familiar. En ese entonces yo era profesora de alta costura y
trabajaba sin salir de mi casa, enseñándoles a muchas jóvenes a coser. Vivía todo muy naturalmente,
como me habían educado mis padres.
Sabía de la militancia política de Gustavo y de su trabajo solidario en barrios humildes. El no nos
ocultaba nunca nada. Se casó siendo un muchacho, cuando estudiaba Ciencias Económicas en la
Universidad de Buenos Aires. Tenía 24 años, una esposa y un hijo muy pequeño. Lo desaparecieron el l5
de abril de l977. Salió una mañana fría y no llegó más. Lo secuestraron en la estación de tren, mientras
iba camino a su trabajo. Esa noche un operativo militar y policial allanó mi casa, en donde estaba mi
nuera. Afortunadamente, a ella no le hicieron nada. Fue un milagro teniendo en cuenta que, en la mayoría
de los casos, al no encontrar a la persona buscada se llevaban a cualquier familiar en represalia.
A partir de ese momento comenzó una larga peregrinación por encontrar a Gustavo. Enviamos cartas al
Papa, presentamos recursos de habeas corpus en los juzgados; recorrimos iglesias, dependencias oficiales,
cuarteles, morgues, organismos de derechos humanos y visitamos a políticos, periodistas, intelectuales,
curas y militares. Sólo queríamos que nos dijesen la verdad. Aunque, lo que relaté es lo único que
pudimos saber de él en todo este tiempo. Hasta ahora no tengo otra información.
Perder un hijo es siempre una tragedia pero hay que elaborarlo para no quedar prendida en ese laberinto y
poder ayudar a quienes están en la misma situación. La soledad nunca es una buena receta si se quiere
saber la verdad. Siempre se consideró que el duelo debía hacerse de puertas para adentro. Antes, las
mujeres se encerraban en su dolor y quedaban prisioneras de la angustia. Vivían la pérdida con
resignación. Si no me equivoco, la escritora Nicole Loreaux es la que cuenta que siempre existió una
relación estrecha entre el duelo y las mujeres (51). Ella dice que en la antigüedad, el duelo tenía lamento
femenino pero la sociedad no la quería escuchar y el orden político no quería ser puesto a prueba por ese
grito de dolor. Por eso todo era intramuros.
Actualmente con los grupos, las mujeres se fortalecen, se sienten útiles y descubren que el horror es algo
que no sólo le pasa a ellas sino también a muchísimas otras. Todas tenemos puntos en común: fuimos
madres y hemos perdido a un hijo. Nadie suplanta al hijo que perdiste; pero cuando esa pérdida no fue por
un accidente, por una enfermedad y cualquier eventualidad, sino por haber sido secuestrado, torturado y
después desaparecido su cuerpo, el dolor adquiere otra dimensión. Pero también tenemos otras
diferencias: al no estar el cuerpo es imposible hacer el duelo. Nos queda la incógnita de ese cuerpo que
nos niegan. Sin él, no podemos elaborar la muerte y darle la sepultura que se merece. Es el ser y no ser.
La angustia se transforma en letanía. Las preguntas no cierran y la tragedia tampoco cierra. Una se
interroga permanentemente. Nuestros hijos no están muertos. Están desaparecidos.
Cuando una madre encuentra el cuerpo de su hijo, lo deposita donde corresponde y, de alguna manera se
conforma. Es un hecho privado. En cambio, lo nuestro es querer hacer un duelo sin cuerpo. No nos
conformamos y por eso es un hecho político.
No quisiera competir en quien sufrió más, pero lo vivido por las Madres fueron violaciones a los
principios más fundamentales de los derechos humanos cometidos por el Estado, en manos de un
gobierno militar terrorista.
Azucena Villaflor fue la que lanzó nuestra proclama inicial: "Todas por todas y todos son nuestros hijos"
¿Qué queremos decir con esto? Es una promesa implícita de las Madres: nuestra lucha no es individual, es
colectiva. A lo largo de estos años, si no fuera por esta filosofía hubiese sido muy difícil afrontar tantas
adversidades: varias madres murieron, otras debieron criar a sus nietos por la desaparición de los padres.
A algunas compañeras les desaparecieron todos sus hijos, a otras les quitaron la posibilidad de criar a sus
nietos, porque esos niños también fueron secuestrados junto con sus padres y mantenidos en cautiverio,
hasta que los asesinos de sus familiares se los apropiaron y después los registraron con una identidad
falsa. Sólo la fuerza que te da el conjunto permite seguir la búsqueda.
Nosotras ya no somos madres de un solo hijo, somos madres de todos los desaparecidos. Nuestro hijo
biológico se transformó en 30.000 hijos. Y por ellos parimos una vida totalmente política y en la calle.
Los seguimos acompañando, pero no de la misma manera como cuando estaban con nosotras:
revalorizamos la maternidad desde un lugar público. Somos Madres a las que se nos sumó un nuevo rol y
en muchos de los casos no estábamos preparadas para ello. Transmitimos algo más de lo que antes le
transmitíamos a nuestros hijos: el espíritu de la lucha y el compartir otras luchas. En fin, aprendimos a dar
y a tomar. Esa necesidad por entender la historia de nuestros hijos fue la que nos mantuvo enteras, la que
nos llevó a ocupar espacios hasta ese momento desconocidos por nosotras.
También nuestro entorno familiar se alteró. Por ejemplo, mi marido me celaba y discutíamos bastante
porque mi independencia se iba fortaleciendo a lo largo de nuestro accionar. A veces, por miedo, él se
ponía obcecado. Mi familia estaba muy temerosa por mi suerte. Era frecuente que después de la ronda,
terminásemos presas.
Yo tengo otro hijo quien después de la tragedia, creyó ser único. Sin embargo, con mi activismo pasó a
ser invadido por todos los otros hijos que buscamos. Yo viví durante muchos años la tensión de ser dos
madres a la vez: la biológica y la política. Al principio no me daba cuenta que tenía otro hijo, hasta que
sus planteos cotidianos fueron un llamado de atención. Ahora, él me ayuda, colabora conmigo, sin ser un
activista. Pero no fue el único en la familia que sintió abandono. Mi nieto, el hijo de Gustavo, me veía
como una abuela "rara". La situación se fue revirtiendo a partir de los comentarios elogiosos que hacían
sus amigos sobre nuestras luchas. Al crecer él comprendió que, si yo no me ocupaba de la manera que me
pedía, era porque buscaba a su padre.
El 30 de Abril de l977, nuestro primer día, éramos muy poquitas y todas estábamos atravesadas por el
miedo y la angustia. Mientras averiguábamos por el paradero de nuestros hijos nos íbamos encontrando
con mujeres y hombres en la misma situación. Entonces comenzamos a juntarnos para descubrir las
causas, para consolarnos. No nos unían opiniones políticas ni religiosas sino la tragedia, la búsqueda
incansable. Ahora bien, desde el inicio en vez de estar quietas decidimos rondar. No obstante, durante los
cuatro primeros meses de reuniones lo que hacíamos era estar paradas. Las vueltas comenzaron casi por
orden de la policía que nos hacía circular. La razón fue muy simple: como el estado de sitio no permitía
que las personas se juntasen en las calles se nos ocurrió caminar alrededor de la plaza. Fue Azucena
Villaflor la que propuso esa idea. Allí podíamos expresar nuestro dolor, nuestra angustia y la gente al
vernos se iba enterando de lo que estaba sucediendo.
Desde el principio siempre fuimos mujeres. Quizás, el horario elegido no permitió que los hombres nos
acompañasen por sus obligaciones laborales ¿Por qué elegimos jueves? Fue una decisión azarosa. Una
madre contó que en la tradición popular los días que se escriben con R traían mala suerte: entonces
quedaba sólo lunes y jueves. El primero era imposible ya que nosotras teníamos tareas pendientes del fin
de semana por ser amas de casa. Por ejemplo, lavar la ropa. Entonces decidimos por el jueves. Y en
cuanto a la hora, se eligió el momento de mayor concentración de gente justo a la salida de sus oficinas.
Así fue nuestro comienzo: rondar los jueves a las 15,30.
Recién en l980, empezamos a usar el pañuelo blanco en la cabeza con el nombre y apellido del familiar
desaparecido, bordado. Fue en la peregrinación hacia la Basílica de Luján, convocada anualmente por la
juventud católica. Era nuestra oportunidad: la Basílica estaba repleta y, en especial, de jóvenes.
Llevábamos folletos para repartir y frente a tanta multitud debíamos identificarnos. Surge en su momento,
como una forma de reconocernos entre nosotras. En realidad, cuando comenzamos a utilizarlo no era un
pañuelo sino un pañal de bebé; todas teníamos alguno en las casas por nuestros nietos. Así, sin quererlo,
fundamos el símbolo de las madres. La identificación del nombre del desaparecido posibilitó que se
acercaran aquellas personas que disponían de información sobre el paradero de nuestros hijos.
Tuvimos que acostumbrarnos a la vida pública, a las nuevas relaciones, a que nuestra intimidad ya no
fuese la misma, a viajar mucho, a tener otro lenguaje, a prepararnos para la discusión con gente del poder,
a hablar en los medios de comunicación y a ser reconocidas por la calle. Yo diría que nos hicimos
mujeres públicas. Mi caso lo ejemplifica: de ser un ama de casa, fui creciendo y capacitándome hasta
lograr el título de psicóloga social. Ahora soy titular de la "Cátedra Libre Poder Económico y Derechos
Humanos", de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires.
Al principio muchísima gente nos miraba con cierto recelo. En los primeros años estábamos muy solas.
Nadie rondaba con nosotras. Teníamos inconvenientes con los otros organismos de derechos humanos,
algunos de ellos estaban integrados por gente de partidos políticos y tenían otras formas organizativas y
otros compromisos. Incluso nos costó mucho compartir ese espacio de resistencia con las feministas.
Ellas comenzaron a venir a la Plaza de Mayo a principio de los ochenta. A las Madres, estas nuevas ideas
sobre el ser mujer nos producía confusión y temor y no siempre fueron bien interpretadas. A muchas nos
resultaba muy difícil descubrir el carácter patriarcal de la maternidad. Hay que comprender que nuestra
identidad como movimiento fue configurada a partir de ese rol tradicional.
De nosotras se desprendió un grupo de Madres que buscaban a sus nietos nacidos en cautiverio y así
surgió la Asociación de Abuelas de Plaza de Mayo, nucleadas bajo el lema "Identidad, Familia, Libertad”.
Nuestra causa ya no es sólo la búsqueda de nuestros familiares sino también la conquista por la liberación
de las mujeres, el respeto a la libre determinación del cuerpo, a las minorías de opción sexual, religiosas y
culturales. Es doloroso decir que el desprendimiento de la vida doméstica y privada y el salto a la vida
pública se llevó a cabo porque tu hijo/a está desaparecido/a. Pero ya no se vuelve atrás".
Este testimonio fue extraído del ensayo “El Movimiento de Madres de Plaza de Mayo” de Mabel
Bellucci en Fernanda Gil Lozano y otras (compiladoras) del ensayo Historia de las Mujeres en la
Argentina. Tomo II. Editorial Siglo XX, 2000.
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Referencias