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El Vuelo Del Alcatraz

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En

«El vuelo del alcatraz» observamos al Bolívar meditabundo de los años 1827 y
1828, cuando hizo todo por salvar la unión de Venezuela, Colombia y Ecuador, y al
unísono podemos seguirle los pasos desde 1817.

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Francisco Herrera Luque

El vuelo del alcatraz


ePub r1.0
Titivillus 25.11.2019

Página 3
Francisco Herrera Luque, 2001

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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EL VUELO DEL ALCATRAZ
Francisco Herrera Luque

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PRÓLOGO

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I

Cuando Francisco Herrera Luque (1927-1991) falleció en Caracas dejó inéditos


cuatro libros: Los cuatro reyes de la baraja. (Caracas: Grijalbo, 1991. 260 p.), 1998.
(Caracas: Grijalbo, 1992. 181 p.), Bolívar en vivo. (Caracas: Grijalbo, 1997. 163 p.) y
El vuelo del alcatraz. Ahora se publica El vuelo… y por ello debemos iniciarlo
llamando la atención sobre las características de su original y situándolo en el lugar
que le corresponde dentro de la obra de ficción histórica de su autor.
El vuelo…, como se lee en la portada del original, mecanografiado y corregido
por su autor, fue terminado en Caracas el 15 de octubre de 1986. En este sentido fue
redactado después de La luna de Fausto. (Caracas: Pomaire, 1983. 343 p.).
Terminado éste se entregó su autor a la creación de su novela Manuel Piar, caudillo
de dos colores (Caracas: Pomaire, 1987. 268 p.).
La edición que el lector tiene en sus manos es una transcripción directa de las
hojas del original dejado por Herrera Luque. Ésta era una obra en plena gestación,
sobre la cual pensaba volver su autor, cosa que no pudo hacer. Por ello encontramos
en sus manuscritos dos posibles inicios: ambos se han conservado en esta edición,
debidamente anotados por el prologuista quien, además de corregir sus pruebas, ante
esta obra ha hecho también lo que los anglosajones denominan “editing”: preparar el
original para su publicación, poniendo las notas históricas del autor, que son dos, en
sus lugares correspondientes, llamando la atención a los lectores sobre aquellos
lugares del original que son ilegibles en los borradores.
El original de El vuelo… fue escrito en una máquina de escribir mecánica y luego
fue cuidadosamente corregido por su autor. Prácticamente no hay página donde no
haya una, o varias, correcciones, la mayor parte de ellas de estilo, las cuales mejoran
la escritura. Esto es evidente para el lector de la obra cada vez que es posible leer
también lo testado primero y lo añadido, o cambiado, al hacer la corrección. No hay
que olvidar que Herrera Luque tenía por costumbre escribir sus libros siete veces.

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II

En El vuelo… nos encontraremos otra vez, en la obra de Herrera Luque, con la figura
de Simón Bolívar (1783-1830). Su presencia tutelar siempre está presente en sus
obras. Si leemos con atención a Herrera Luque nos daremos cuenta que el Libertador
aparece ya en su primera novela Boves, el Urogallo. (Caracas: Editorial Fuentes,
1972. 330 p.); con que con su bautizo se cierra Los amos del valle. (Barcelona:
Pomaire, 1979. 2 vols.), que muchos episodios de su vida le dan pie a diversas de las
crónicas de La historia fabulada. (Barcelona: Pomaire, 1981-83. 3 vols), que su libro
Bolívar de carne y hueso y otros ensayos. (Caracas: Editorial Ateneo de Caracas,
1983. 141 p.) contiene una meditación ensayística sobre la personalidad del
caraqueño; que en su Manuel Piar, caudillo de dos colores presenta su
enfrentamiento con este militar, uno de los episodios más difíciles de la biografía de
Bolívar; que en Los cuatro reyes de la baraja se le menciona diversas veces al trazar
los avatares del poder en Venezuela; que su Bolívar en vivo es otra forma de entrar en
sus grandes encrucijadas, utilizando entonces la técnica de la entrevista imaginaria.
Así El vuelo…, podemos certificarlo ahora, no sólo formó parte del proceso de su
acercamiento al Libertador sino que fue como un eslabón más hacia la escritura de un
libro que la vida no le permitió escribir entero: una novela sobre Simón Bolívar, que
todos sus escritos bolivarianos proponían.
El vuelo… es también el último original inédito que quedó entre sus papeles. Así
prácticamente toda la obra de Herrera Luque está ahora impresa. Para que su órbita
sea íntegra sólo nos falta compilar la suma de sus ensayos, en los cuales se reunirían
sus páginas científicas y humanísticas, sus clases de psiquiatría, sus discursos, sus
polémicas, todo aquello que redondearía, desde la prosa, la figura pública de este
escritor siempre controvertido, quien vivió entre polémicas, pero a quien la gente
siguió, agotando una y otra vez las ediciones de sus libros. Fue por ello el escritor
más leído de nuestra historia literaria. Sólo uno de sus libros, en castellano y en sus
traducciones, pasó del millón de ejemplares impresos.

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III

Gustó a Herrera Luque plantear los momentos más difíciles de la vida de Simón
Bolívar, como sus pasos por Puerto Cabello, sitio de desdichas sin par, sus relaciones
con las figuras claves de entorno como José Antonio Páez o Francisco de Paula
Santander, como José de San Martín o Manuel Piar y lo hizo siempre para volver a
contar la historia, para no mentir a través de ella, para humanizar a sus protagonistas,
para hacer comprensible nuestro pasado a los venezolanos de hoy.
Y es eso mismo lo que ahora hallamos al leer El vuelo… No sólo los grandes
“nudos” de su vida, sus difíciles relaciones, sino sus propias crisis personales. De allí
que Herrera Luque, a través del buen José Palacios, lo compare con el alcatraz. Tal
los delicados momentos que vivió el héroe desde que volvió del Perú en 1826,
cuando estuvo en Venezuela en 1827, cuando por poco lo asesinan a Bogotá en 1828,
instante en que lo salvó Manuelita Sáenz. Por ello no es casual que en esta novela
encontremos a Bolívar meditando frente a la rada de Puerto Cabello, que más tarde
subiendo los Andes, en 1819, en el medio de esta novela, recuerde otra vez, todo lo
acaecido en su vida desde el año doce, Caída de Puerto Cabello, hasta aquel día en el
cual meditaba, vísperas de su más rotunda victoria: Boyacá.
Por ello en El vuelo… Puerto Cabello es lugar de ida y vuelta en sus
pensamientos, su punto de ida y vuelta, como lo observamos al leer el capítulo X de
la segunda parte. Por ello ante Puerto Cabello lo encontramos al inicio de esta
ficción. Y frente a Puerto Cabello al final de esta recreación. Siempre pensó Herrera
Luque en este inicio y en este final. Pero preparándose para escribir este libro
también redactó un inicio en Caracas, en la Quinta Anauco, días después del último
paso de Bolívar por Puerto Cabello. Este segundo comienzo es una de las más bellas
páginas inspiradas por el espíritu caraqueño que Herrera Luque siempre cultivó.
Otros rotundos renglones los encontramos en 1821 cuando el Libertador se dirige de
Carabobo a Caracas y se detiene en San Mateo. Allí una noche, sentado en las
escaleras de la mansión de sus mayores, viendo sus floridos campos, rememora días
de triunfo y de dolor, lo que es y lo que puede ser. Su hazaña sureña, su paso del
Caribe al Pacífico, apenas comienza en aquellos días. Será verdad un año después.
Y puestos a señalar los más bellos pasajes de El vuelo… no podemos omitir el
viaje que hacen Bolívar y Pepita Machado, su querida novia caraqueña, hacia Bogotá.
Aquella bella morena fue su compañera desde 1813. Y fue la mujer que mayor
posibilidad tuvo, como dice Augusto Mijares, de ser la segunda esposa del Libertador
(El Libertador. Caracas: Monte Ávila Editores, 1998, p. 519). Pero Pepita enfermó. Y
su viaje con el Libertador, pura y bella fabulación literaria de Herrera Luque,
concluye en Achaguas, lugar en donde se le acabó la salud a Pepita. Allá está
enterrada. Pero allá llegó ella sola, siguiéndole los pasos hacia Bogotá. ¿Le contagió

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la tuberculosis a su amante? Ésta es pregunta que el lector no puede dejar de hacerse.
Siempre se cita en las biografías a las mujeres contagiadas por los hombres,
Katherine Mansfield o Isak Dinesen, y no lo contrario.

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IV

En Puerto Cabello, y también en Caracas, recordemos el segundo posible inicio de El


vuelo…, hallamos al Libertador sumido en la “gran crisis” que se produjo el año
veinte y seis. Su alejamiento primero y más tarde, al año siguiente, su ruptura con
Santander. Y en Venezuela el significado de la “Cosiata” y de su jefe: José Antonio
Páez. Es en esos días, para Herrera Luque, que el alcatraz se queda ciego, perdió la
mirada del gavilán de sus grandes años. Éstos son días de hondas controversias.
Herrera Luque a través de la novela histórica las ilumina, las trata de ver como
debieron haber sucedido, su escritura heterodoxa, irreverente, buscadora de la verdad,
se hace presente otra vez al imaginar con las armas de ficción una de las horas más
graves y oscuras en los días del Libertador.
Lo que está en juego aquel año veinte y seis es la unión. Bogotanos y caraqueños
quieren andar por sí mismos. El Libertador quiere la integración que nos hará más
fuertes. Fracasa.
Y es esto a lo que mira Herrera Luque a través de los personajes de su novela.
Observa los cambios, las marchas y contramarchas, de Bolívar desde 1817,
fusilamiento de Piar, hasta su victoria en Carabobo, cuatro años más tarde.
1817, en verdad desde el último día de 1816, cuando llegó a Barcelona, le dio al
Libertador la plenitud del mando político de la revolución. Tenía las armas y la
dirección de todo: reinosos, llaneros y orientales tendrían que dejar de lado sus
querencias regionales para dar la independencia a la amplia nación en la cual pensaba
el Libertador. Por ello en El vuelo… lo encontramos, en el año nuevo de 1818,
preparando la guerra. A poco se encontró con Páez. Y días después inició la fatídica
campaña del centro. No tuvo suerte aquel año. Hasta sufrió un atentado contra su vida
en “El rincón de los toros” (abril 17,1818). Por ello planteó la necesidad de poner las
bases para un estado que aún era una utopía, porque aún era sólo el jefe de la
“hermosa y desesperada causa” que dijo Arturo Uslar Pietri (La otra América.
Madrid: Alianza Editorial, 1974, p. 71). Tal la instalación del Congreso de Angostura
(febrero 15, 1819). Y después puso en práctica la quimera: el “paso de los Andes”
(mayo 27-julio 5). Y éste lo llevó al triunfo. Y gracias a una serie de batallas,
“Gámeza” (Julio 11), “El pantano de Vargas” (julio 25) y “Boyacá” (agosto 7), se
hizo posible la estrategia que culminó en Carabobo (junio 24, 1821) dos años más
tarde. Apenas llegado a Caracas (junio 29), al fin su ciudad conquistada por los
suyos, pudo pensar en la estrategia tantos años acariciada: darle la libertad a los
países del sur: Ecuador y Perú, desde donde se desgajará otro: Bolivia.
El logro de esta victoria en su vivir y las dificultades que siempre tuvieron
Santander y Páez para entenderse, la crisis de 1826 y sus meditaciones en Puerto
Cabello al año siguiente, forman el núcleo de esta novela que los lectores de Herrera

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Luque, y los nuevos que ahora surjan, leerán con encanto, encontrando cómo nuestra
historia puede ser materia honda para las fantasías del novelista que quiere verla otra
vez a través de sus ojos fabuladores.

R. J. LOVERA DE-SOLA

Noviembre 11,2000

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PRIMERA PARTE

Era el primer día de 1827 cuando desembarcó en la fortaleza de Puerto Cabello, el


único lugar en Venezuela donde podía hacerlo ya que había sido tomada por su
sobrino Briceño Méndez. El país entero estaba en su contra. José Antonio Páez, el
llanero simplón y festivo, había resultado tan bueno para la intriga como ya lo era
como estratega y conductor de tropas. So pretexto de que Venezuela no quería ser un
estado más de su quimérica Gran Colombia, hizo que el país cerrase filas en derredor
suyo. No es posible, había dicho, lo puso en su boca la gente, que un imperio hecho
con sangre venezolana tuviese villa y corte a Santa Fe de Bogotá. Si problemas hubo
y los continuaba habiendo por la decisión de Carlos III, medio siglo antes, de juntar
provincias robustas y autónomas para crear la nueva Capitanía General de Venezuela,
bajo la égida de Caracas, la transferencia del problema a un país distinto puso un alto
en las rencillas provinciales de Venezuela para rechazar de plano su anexión, como lo
sentían, al antiguo Virreinato de la Nueva Granada. Páez y los venezolanos no eran,
sin embargo, el único problema: los neogranadinos, encabezados por el general
Santander, tampoco querían fusionarse con Venezuela por más que la sede del poder
estuviese entre ellos. El Estado mayor y el poder militar estaba en manos de sus
compatriotas. El ejército que le servía era un ejército de ocupación, como se quejaban
los graves doctores bogotanos. Flaco servicio resultaba hacer de Bogotá la capital si
el poder decisorio en última y primera instancia estaba en manos venezolanas.
Santander y Páez, su mano derecha y su mano izquierda, se odiaban a muerte por
razones más personales que políticas. A él Páez no le gustó para nada desde que lo
conoció en Cañafístola hacía ya diez años. Se le palpaba por encima de la ropa su
ambición desmedida y su naturaleza pronta a la insubordinación. Páez, sin embargo,
era dueño y señor de los llaneros. Luego que tomó a Puerto Cabello se acrecentó el
fervor popular que lo envolvía. Era imposible salir de él, sin exponerse a gravísimas
consecuencias. Páez no era Piar, el formidable caudillo militar al que fue envolviendo
hasta llevarlo al paredón de fusilamiento. Piar era ingenuo; Páez, zamarro e hipócrita.
¿No le recomendaba por carta que se coronase rey, al mismo tiempo que encendía el
odio de las turbas diciéndoles que Bolívar sólo quería coronarse y darle títulos
nobiliarios a los mantuanos, los opresores de siempre y de los que se pensaba se
habían liberado? ¿Se puede imaginar mayor doblez y torpeza en un hombre a quien el
mismo ha elegido como Intendente de Venezuela? Santander era cosa aparte. Aunque
chocaran entre sí el año trece; luego que se lo volvió a encontrar cuatro años más
tarde, fue su más leal y abnegado colaborador. Santander era de tan noble familia
como la suya; había entre ellos una ancha franja de coincidencias. El neogranadino, a
diferencia de Páez, era culto, inteligente y estudioso en quién Bolívar delegaba la
vida de escritorio, que tanto le aburría. Hasta el año veinte y tres en que se marchó al

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Perú, dejándolo de Vicepresidente de la Gran Colombia, las relaciones entre ambos
eran cordiales y fluidas. Los años de ausencia y las circunstancias que lo
envanecieron las fueron haciendo tirantes. Santander, sin embargo, tenía todavía
remedio, le decía aquella tarde José Palacios, su mayordomo.
—“Es aún muy joven, además de inteligente y calculador”.
Así se lo dije cuando me despedí de él en Bogotá: los que están conmigo les va
bien; los que se oponen a mí fracasan.
Yo te voy a decir una vaina Simón, dice Palacios: “Si a lo largo de tu vida fuiste
gavilán para caer certeramente sobre tus enemigos, ahora te estás pareciendo
demasiado al alcatraz viejo que si joven es tan rápido como el otro pájaro, al perder la
vista se estrella contra las rocas. Tenga confianza, mi amigo, en lo que le dice este
negro, que por haber nacido en su casa y llevarle unos cuantos años lo considera su
hijo o su hermano menor. Así como fuiste gavilán primito con Piar, Morillo, San
Martín y los peruanos, te estás volviendo cegato. Después de volar tan alto no
diferencias una sardina gorda de un peñasco. ¿Quieres que te diga otra vaina? ni
Páez, ni Santander y menos Santander que Páez: los dos, te la tienen jurada y lo que
es peor es que los dos tienen mucho pueblo. Mira que te lo digo yo que te vengo
siguiendo el vuelo desde que cogiste monte para dar la pelea”.

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EN LA QUINTA ANAUCO
Primera parte. Segunda Versión[1]

Al tercer canto del gallo, abrió los ojos en la penumbra. Eran las cuatro de la
madrugada, su hora de despertar. De un salto se puso en pie y caminó hacia la jofaina.
Crujieron las tablas del piso.
—Buenos días, Libertador, dijo José Bolívar, antiguo esclavo de su casa. Traía en
las manos una palmatoria que iluminó a duras penas la estancia.
—Pero qué frío está haciendo, agregó el fornido guarda espaldas, mientras
derramaba, muy lentamente, sobre la cabeza del amo el agua serenada de una jarra de
plata. Sin esperar respuestas prosiguió el centinela.
—Caracas está igualita que Bogotá. Desde aquí no se ve la garita que le mandó a
hacer el señor Marqués del Toro, apenas supo que su Excelencia había desembarcado
en Puerto Cabello.
—Febrero es el mes más frío del año, —le repuso bufeando mientras secaba la
cara con uno de los ricos paños que le obsequiara el marqués de Torre Tagle, hoy
difunto por pretender arrebatarle su autoridad. Con el torso desnudo caminó hacia la
amplia terraza que atalayaba a Caracas la ciudad que antes fuera capital distaba a más
de media legua.
—Pero, no se le ocurra salir así, exclamó el guarda, con leve tono de
impertinencia.
Bolívar apoyado en la barranca mira hacia el oeste. Caracas se hace presente en
aquel triángulo de luces parpadeantes. Al fondo de la casa se escucha un ir y venir de
gente. La servidumbre ha despertado: muelen maíz para las arepas, encienden el
carbón de leña del amplio fogón; a su derecha suben hasta él antiguos cantares de
ordeño. Una voz de negra vieja increpa a un hombre. Es la voz de Hipólita, de su
madre Hipólita. Algo le responde el hombre. Ahora todos ríen y con más ganas que
nadie su dominante cargadora. Ésa es Caracas. Ésa es mi patria. Ésa es Venezuela.

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SEGUNDA PARTE

Luego del ajusticiamiento de Manuel Piar, un manto de aletargada y silenciosa


tristeza cayó sobre Angostura, designada capital de Venezuela, a falta de algo mejor.
Era una ciudad en ruinas, de la que huyeron la casi totalidad de sus pobladores,
monárquicos empecinados, que prefirieron la muerte antes que a la República. En
número de cinco mil, se embarcaron en desvencijados barquichuelos y en balsas ralas
de maderas verdes, a las que engulló el Orinoco, o echaron a pique las baterías
patriotas instaladas en sus riberas, en un largo callejón de muerte. Eran pocas las
casas que se mantenían indemnes después del continuo bombardeo, luego de un
asedio de muchos días.
No bastaron los mil quinientos hombres que a paso de salteadores entraron a la
ciudad, ni la multitud de indios cristianizados que llegaron de todos los confines de
Guayana, para quitarle a Angostura su lóbrego aspecto de pueblo agonizante.
Era inútil que El Libertador organizara retretas en la plaza, o que los pregones a
tambor batiente informaran de los éxitos y progresos de las armas de la República: las
calles se veían solitarias en las horas de mayor actividad. Luego del almuerzo,
Angostura se entregaba a una larga siesta hasta el siguiente día, bien adentrada la
mañana.
El Libertador, que parecía no darse cuenta del aire luctuoso que lo envolvía
trabajaba desde las cuatro de la mañana hasta las diez de la noche, dictándole
simultáneamente a tres y más secretarios, cartas y ordenanzas del más variado
sentido. Hablaba, cada vez más con progresiva frecuencia, de sus planes de invadir a
la Nueva Granada, a la que tanto debía por la Independencia de Venezuela, para
fundir ambos países en una nueva y gran nación. Para pasmo y sorpresa de quienes lo
conocían bien, argüía sobre la necesidad de crear un Parlamento ante el que declinaría
los poderes omnímodos que le otorgaron en 1816 los caudillos militares, dada la
situación emergente por la que pasaba la República. Ese congreso decidiría el sistema
político por el cual regirse, eligiendo a su vez, a quien habría de sucederle como jefe
supremo.
—El Libertador está todos los días más loco —le decía Bermúdez a su edecán
Ramón Machado, sin atenuar la voz, ni disimular su disgusto—. ¿De dónde acá estas
ocurrencias de hacer un Congreso, que no va más que a contrariarlo en cada una de
sus decisiones? Eso quedará muy bonito en los Estados Unidos o en Inglaterra, pero
en este país, donde el que menos puja, puja una lombriz, todo eso de elecciones y de
un Congreso que va a entrepitear todo cuanto hagamos los militares, es un disparate
tamaño. Y más si se toma en cuenta que el resto del país está en poder de los
españoles; y que el llamado nuestro “territorio” no es más que una franjita de arena
que casi parece playa, que de vaina nos dejan el río y la selva…

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—Es que parece —comentó vacilante el edecán— que es importante, para que se
reconozca a Venezuela como nación independiente, llenar estos requisitos. Así se lo
oí decir al propio Libertador.
—Yo también estoy cansado de oírselo; pero tú me quieres explicar, ¿cuáles van a
ser los países que van a reconocer nuestra Independencia? ¿Los que conforman la
Santa Alianza, que andan de pipí cogido con España? El comisionado oficioso de los
Estados Unidos, el tal Mr. Irving, habló bien claro, cuando le dijo al Libertador que
su país no podía apoyar abiertamente nuestra causa, porque no les convenía ponerse
de malas con la mentada Santa Alianza, que no tiene más propósito que ayudarse
mutuamente para mantener a sus colonias en total obediencia.
—Tiene usted razón, mi jefe.
—¡Claro que la tengo! ¿O es que acaso la luna es pandehorno, como lo está
creyendo Bolívar? En vez de estarse poniendo trabas para sus acciones; que aquí
entre tú y yo, jamás he pensado que sea sincero, debería andar con los ojos muy
abiertos. Estamos en una situación demasiado peligrosa. Nuestros soldados son una
cuerda de novatos, que no distinguen un tiro de un cohete.
Días antes de Navidad llegó la noticia: el General Pedro Zaraza había sido
derrotado por el Mariscal La Torre, segundo del Generalísimo Pablo Morillo. La
explicación fue la de siempre: “a la infantería española no hay quien le entre cuando
se bate en un cuadro, culo con culo”. Si a esto se añade —comentaba Soublette— que
son veteranos de las guerras napoleónicas, certeros y movedizos como una macagua,
es difícil suponer que nuestra caballería logre imponérseles.
—¿Qué habremos de hacer, Excelencia? —preguntó ansioso el Dr. Francisco
Antonio Zea, Vicepresidente del Consejo de Gobierno—. El joven coronel cumanés
Antonio José de Sucre se atrevió a responder:
—Es la técnica y la academia contra el instinto y la improvisación.
Aunque Zea celebró con una mueca lo dicho por Sucre, El Libertador con un
relampaguear de sus ojos ratificó la antipatía que le inspiraba Sucre, a pesar del buen
prestigio que se había ganado desde que llegó a Angostura, junto con Brión y
Urdaneta, luego de abandonar a Santiago Mariño, empeñado en escindir la unidad
republicana. Por más que hubiera abjurado del Libertador de Oriente, como se
intitulaba a Mariño, para acogerse al mandato de Bolívar como Jefe Supremo, Sucre
tenía el defecto de no ser caraqueño y, como si fuera poco, arranques y aposturas de
noble oriental, tan opuestos a los centrales como los propios españoles.
—Pues yo haré que mi ejército —repuso a Sucre malhumorado— tenga más
pericia que las tropas del Rey.
Como quiera que el silencio y la fascie del escepticismo se dibujase tanto en el
Almirante Brión, como en el resto de los presentes se apresuró a agregar:
—Con una carta y los tesoros de Guayana haré el milagro. Ya escribí a López
Méndez en Londres para que me reclutase soldados cesantes por la derrota de
Napoleón. Con esa gente de nuestra parte nos igualaremos con la infantería española.

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Ya sus colaboradores cruzaban el umbral que da al corredor, cuando dijo con un
acento desprovisto de importancia:
—¡Ah!, Dr. Zea, quería informarle que muy pronto lo voy a encargar de la
Jefatura del Poder Supremo, pues pienso hacer una salida de Angostura. El sabio
neogranadino, sin ocultar su satisfacción, luego de frotarse las manos como un
tendero, dijo en voz alta dirigiéndose a Sucre:
—¿Se da cuenta, coronel, que la oportunidad la pintan calva y que no hay que
desesperarse ante ninguna situación? Tan pronto quede encargado del Poder
Supremo, mi primer acto será ascenderlo a General de Brigada, que tanto usted, como
algunos otros, merecen desde hace ya tiempo.
Brión frunció el ceño ante el comentario. Pareciera —se dijo— que la proximidad
al poder hubiese despertado en el apacible botánico, ignorados y silenciados deseos
de mando. El ascenso de Sucre y de otros oficiales tiene resonancias conspirativas. El
hacer generales es una forma sutil de apuntalar ambiciones. Bolívar, a fuerza de
decisiones y de su carácter impositivo, ha logrado alienarse la buena voluntad de sus
oficiales, que si hasta ahora lo obedecen, más lo hacen por miedo que por convicción.
Ya el mismo Francisco de Paula Santander, tan reinoso como Zea, había dicho a sus
compatriotas, como lo supo por sus espías, que no se avenía a la forma arbitraria con
que El Libertador trataba las cuestiones de Estado y, en particular, desde que pensaba
fusionar a Venezuela y la Nueva Granada bajo el nombre de la Gran Colombia. Si
hasta entonces Zea y él habían servido lealmente a Venezuela sin sentirse con
mayores derechos a participar en la decisión de su destino, el que la guerra se
trasladase a su patria y que ella fuese parte de una unidad geopolítica, los liberaba de
la pasividad de la que hasta entonces habían hecho gala como refugiados de un país
que no era el suyo. Unidas, Venezuela y Colombia, en una sola y gran nación, ellos:
los Zea, los Ucroz, los Santander, tenían tanto o igual derecho que los venezolanos a
intervenir en la cosa pública y también a gobernar. Si Bolívar había dado pruebas de
genio militar, la historia también demuestra que no siempre los triunfadores son los
mejores gobernantes. Luego de alcanzarse la paz, ¿quién habría de regir como
Supremo Mandatario los destinos de la futura Gran Colombia? ¿Necesariamente El
Libertador? No por cierto. Los privilegios no son derechos inalienables de los héroes.
Tan adecuado para gobernar, o más que El Libertador, lo es el sabio Francisco
Antonio Zea; como yo bien pudiera ser jefe supremo del ejército.
“Nosotros los neogranadinos —afirmaba Zea— tenemos mejor formación
jurídica que los venezolanos. Nos regimos por leyes, en tanto que ellos fundamentan
su derecho a mandar en el poder de fuego. Una Colombia regida por Bolívar o
cualquiera de sus conmilitones, desembocaría inevitablemente en una dictadura. Por
eso no está mal que yo, Francisco Antonio Zea, Vicepresidente por los momentos y
Presidente Constitucional de la República en día no lejano, tenga mis propios
oficiales y generales”.

Página 18
Santander, por su parte, no se las llevaba bien con los compatriotas de Bolívar.
Según él, estaban desprovistos de juricidad y él era un jurista. Los venezolanos creían
que la guerra, más que una función trascendente, era una forma de trepar en la
sociedad y de adquirir riquezas. No es que él fuese indiferente al botín y a la gloria;
pero la forma descarada en que lo dejaban ver los otros, le revolvían sus convicciones
a nivel del asco. Los neogranadinos, a diferencia de los venezolanos, eran hombres
cultos, tallados por las academias y la vida citadina. A este civismo, urbanidad y
cultura debía que El Libertador le hubiese brindado ampliamente su presencia y
amistad. Bolívar, además del militar, era un hombre culto, amante de la literatura y de
la historia; que por muchos años absorbió lo mejor de Europa y con quien se podía
discurrir con deleite sobre los más variados temas, sin tener que recalar
indefectiblemente en la guerra como era el caso de los venezolanos. Él, al igual que
Bolívar, era un aristócrata, no un hombre de montonera. Para sus necesidades era más
importante la forma que el contenido. Sabía represar sus emociones, tanto de júbilo,
como innecesariamente lo hace el viejo Zea, como de contrariedad, como solía
sucederle en el trato con los venezolanos, con sus rudas opiniones, sus chistes
procaces y sus desmandadas maneras.
La noche de año nuevo de 1818, Bolívar, que hasta entonces no había decaído en
su ánimo, se veía a todas luces abatido, como si hubiese visto de pronto la triste
realidad de la Guayana conquistada. Esa noche brindó por el advenimiento del nuevo
año y su discurso al pueblo desde su balcón estaba desposeído de aquel optimismo
sacudiente y contagioso, tan característico en su ser cuando se dirigía a las
multitudes. La residencia del Jefe Supremo estaba de bote en bote. La casi totalidad
de sus oficiales estaban presentes. Algunos guayaneses que sobrevivieron a la
emigración de Oriente por el Orinoco, habían regresado en la seguridad que su
fidelidad al Rey les sería perdonada, hartos como estaban los triunfadores de tanta
soledad y silencio. Esa noche —como lo proclamó Bermúdez con su voz de fanfarria
— era la primera en muchos meses que la ciudad orinoqueña parecía dispuesta a
rasgar el luto perpetuo que quiso imponerse. No obstante la alegría que con timidez
irrumpió en la casa de gobierno y se fue por las calles llenándolas de luz y de cohetes,
El Libertador estaba sombrío y esquinado en uno de los rincones del gran salón de su
residencia, con la mirada ausente dirigida al piso y que a ratos elevaba en un mirar
fulgurante. Tras un momento de prolongada abstracción posó sus ojos en Santander y
una linda angostureña que llevaba del brazo.
—¡Santander! —llamó con voz aguda y dominante.
—¡Señor! —repuso dispuesto el militar dándose vueltas con la chica.
—Venga acá —agregó suavemente.
Tras un instante de vacilación Santander avanzó hacia Bolívar sin soltar el brazo
de la muchacha.
—No, venga usted solo —dijo bronco y autoritario—. La señorita sabrá
disculparnos por un momento.

Página 19
—Tengo un grave problema, amigo Santander —le dijo afectuoso tan pronto lo
tuvo enfrente— y necesito su parecer.
Luego de hacerle un breve pero apretado recuento de los peligros que envolvían a
la Venezuela liberada, añadió:
—Como podrá imaginarse, la alianza con Páez se hace indispensable, si queremos
salvar a la República.
Santander no pudo ocultar su desagrado. Detestaba profundamente al caudillo
llanero, por la trastada que le hizo, tanto a él, como a honorables compatriotas suyos
que pretendieron formar con Páez una República en las solitarias llanuras de
Casanare.
—Cosa peligrosa ésa, Excelencia —repuso mirando de soslayo—. Si Manuel Piar
le resultó tan conflictivo por su manía de ser el primero, con Páez el problema es más
difícil: no sólo quiere ser el primero, sino que es hijo de esta tierra, con nexos y
vínculos de parentesco y amistad con la casi totalidad de los hombres del alto llano.
Páez es tan salvaje como los hombres de su horda, ya que no merecen otro nombre.
Es hipócrita y ladino como un sacristán y a la hora de asesinar no lo piensa ni por un
momento, tal como lo hizo con mi jefe, el Coronel Servier, quien le hacía sombra por
su mayor talento y experiencia y por guardar en un cofre doblones de oro para
proseguir la guerra[2].
—No hay más camino, sin embargo —repuso firme El Libertador— que correr
ese albur. De continuar aislados, la destrucción será total.
—No le voy a negar, Excelencia, que desgraciadamente tiene usted razón y no
queda más camino que celebrar una alianza con este Atila tropical.
—Me alegra escuchar lo que acaba de decir. Mañana a primera hora, como es
sabido, partiremos hacia el Apure para entrevistarnos con Páez. Usted vendrá con
nosotros.
—Como lo ordene Libertador —repuso arrebolando su rostro hidalgo, al tiempo
que hacía más… en Sus ojos la única presencia chibcha que conservaba. Como
solicitase gracia para retirarse, Bolívar le repuso sonriente:
—De ningún modo, Santander. ¿Cómo se imagina usted que lo voy a dejar en un
papel tan airado, obligándolo a abandonar a su dama? Lo acompañaré hasta ella.
—Perdone, señorita —dijo a la chica al aproximársele— por haberla privado por
un momento de la compañía del General Santander, uno de mis colaboradores más
importantes. Pero ya se imaginará las urgencias que suelen surgir en política.
La muchacha, paralizada de sorpresa, asomó una sonrisa crispada.
—Ahora, si me lo permite, me placería sobremanera bailar esta mazurka con
usted. —Y sin decir más, dio vueltas y giró por el salón, para alegre sorpresa de los
presentes y confuso orgullo de Francisco de Paula Santander.
Al día siguiente, con las primeras luces de la mañana, Simón Bolívar se embarcó
en una chalana grande, Orinoco arriba, a entrevistarse con José Antonio Páez, dueño
y señor de las llanuras occidentales. De supeditarse a Bolívar, como se lo ha hecho

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saber, la República ya no sería el banco de arena del que hablaba Bermúdez, sino un
amplio territorio lleno de recursos de ganado vacuno y caballar, desde el Atlántico
hasta la Cordillera Andina, donde gobierna y manda al otro lado la soberbia Santa Fe
de Bogotá.

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II

Se asaban las terneras en San Juan de Payara, cuartel general de José Antonio Páez.
El caudillo llanero parecía menos joven y menos alto de lo que en realidad era, por el
grosor extraordinario de su tórax y de sus brazos y por aquella aureola de jefazo que
lo envolvía, a pesar del trato que prodigaba a sus hombres, con una familiaridad
destemplada, a la que Santander tildaba de relajo insoportable.
“Es difícil entender —le explicaba el neogranadino a Bolívar— que un negrazo,
como lo es Pedro Camejo, un gigante de cabeza pelada y sin más uniforme que un
guayuco, le arrancase a Páez, y sin el menor respeto, el pedazo de carne que llevaba a
la boca, sin más recriminaciones por parte de Páez, que una agargantada mentada de
madre, que hacía reír al negro, a los llaneros y hasta al mismo Páez, al final”.
—Yo no sé qué carajo —gritaba Páez aquel día en que Pedro Camejo lo hizo
víctima de otra jugarreta— voy a hacer con este negro de mierda. De repente, lo que
me provoca es volarle la cabeza de un machetazo, para que aprenda a ser más
respetuoso y considerado.
—¿Y quién te va a recoger del suelo —le repuso Camejo entre risas y alardes de
intimidad— cuándo te dé el ataque epiléptico en medio de una pelea?
Saltaron festivas las risas de los llaneros y Páez, sin más comentarios, prosiguió
comiéndose a dentelladas, y con las manos, el pedazo de carne sangrante y sin sal que
mordisqueaba.
—Bueno, —le dijo a los hombres que lo rodeaban— parece que el General
Bolívar quiere una entrevista conmigo, dizque para que sumemos esfuerzos y echar a
los españoles.
—A mí no me gusta el tal Bolívar —repuso a su lado José Antonio Mina, quien
fuera edecán de Manuel Piar, el fusilado de Angostura—. Yo se lo dije a mi general
desde que le eché el ojo. Es un tercio de mucho palabreo y con más mañas que un
gato, para tirarse en salsa de ñame al que se le ponga por delante.
—Si le está pidiendo juntarse en compañía —agregó otro— es porque necesita de
usted y si así es, será para ponerlo de lado y quedarse con su gente, como lo hizo con
mi general Piar, que en paz descanse.
Páez echó hacia atrás el sombrero de cogollo que le ocultaba la faz y sin decir
palabra esbozó una sonrisa enigmática. Era blanco, de nariz perfilada y fosas anchas,
con el pelo rubio, ligeramente rizado, por lo que lo llamaban El Catire, como apodan
en Venezuela a todo aquél a quien le amarillee el pelo. Tenía veintiocho años; luego
de Bolívar, o más que él, según lo decían hasta los mismos españoles, era el caudillo
republicano más poderoso, dueño de los llanos occidentales, desde el pie del cerro
andino hasta las riberas del Orinoco, del Apure y del Meta.

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No hay en todo el país, y posiblemente en todo el imperio español, una caballería
más formidable que la mía —comentaba a un viejo llanero—. Son muchas las cartas,
mensajeros, armas, que me ha mandado El Libertador para ganarse mi favor. Pero lo
que Bolívar propone es cosa seria. Aceptar su autoridad de Jefe Supremo, como se lo
habían explicado sus enviados, tenía sus ventajas: de una parte, el reconocimiento
internacional de ser ellos una nación en guerra de cerro a mar, en lucha contra otra.
Por otra parte: eso de supeditársele, no me quita fuerza ni mando, por más que
Bolívar me jugase sucio, como tiene fama. ¿Cuál de mis hombres, llaneros de pelo en
pecho, que me quieren como a un padre, se me va a voltear para ponerse del lado del
Libertador? Soy catire, tan blanco o más blanco que los mismos mantuanos, y la
gente que anda conmigo y me sigue, es mi propia gente. Además ¿cuándo se ha visto
que llanero no le pise adelante al que quiera meterle una zancadilla? Si Bolívar se me
resbala y quiere hacerme una mala pasada, se quedará sin chivo y sin mecate; en
cambio yo, por más que acepte ser segundo, continuaré siendo jefe absoluto de
verdad, verdad, tanto de mi gente como de muchos de los que andan con él. ¿No le
parece, compadre Eustaquio? —terminó por preguntarle al llanero que lo
acompañaba—.
—Yo no sé qué decirte, José Antonio. Así mismo pensaba mano Manué y terminó
agujereao. Bolívar es un hombre de muchos recursos.
—No se lo voy a negar, compadre. Pero tiene un defecto: no conoce ni sabe
mandar a los llaneros. Y somos nosotros los únicos que le podemos sacar las patas del
barrial y echar pa’lante la guerra.
Por la ribera sur del Orinoco marchan la caballería y la infantería ligera; a bordo
de los barcos y chalanas de Brión, va El Libertador, el ejército regular y las armas de
grueso calibre. “Si se va a entrevistar con Páez y sus mil quinientos llaneros —se ha
dicho Bolívar— hay que deslumbrarle con un despliegue de fuerza; de lo contrario,
es exponerse al desdén, que ya le hicieran Mariño y Pedro Zaraza cuando le negaron
su apoyo, so pretexto de que tenían primero que limpiar de españoles sus propias
regiones”. Por eso, impuso la Ley Marcial: “Todo hombre, desde los doce hasta los
sesenta años, estaba en el deber de alistarse en el ejército libertador so pena de
muerte”. La medida dio sus frutos: más de dos mil hombres, por patriotismo, o
miedo, acudieron al llamado. Ahora podía darse el lujo de conocer a Páez con el
doble de sus efectivos.
La flota y el ejército que van por tierra avanzan muy lentamente. La impetuosidad
de la corriente a la que remontan es un serio obstáculo. Entre un día y otro no
recorren más de dos leguas por jornada. Bolívar desde la nave capitana, observa a
ratos el avasallante y luminoso paisaje. Trabaja con Soublette, su primo y secretario,
en su proyecto de reunir un congreso en Angostura. A ratos se desliza, como hace esa
tarde, en los recuerdos que le dejó Pepita Machado, la hermosa caraqueña que hizo
suya a los pocos días de entrar triunfante en Caracas en 1813 y otorgársele el título de
Libertador. A menos de un año de haberla conocido y amado en todo momento, tuvo

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que separarse de ella, embarcándola hacia San Thomas, ante la inminencia del fiero
jefe español José Tomás Boves. Otro largo año estuvo sin verla, hasta que en 1816, en
vísperas de la invasión de Venezuela desde Haití, la envió a buscar a la isla danesa,
con multitudinaria indignación de la oficialidad, al retardar por casi un mes la
expedición. Por quedarse con ella, en las playas de Ocumare, su ejército fue
derrotado cerca de Maracay, teniendo que huir precipitadamente con Pepita en el
primer barquichuelo que pasó a su lado. Ante el recuerdo de aquel barco tan
desmantelado y de inocente aspecto, donde se puso a salvo con la chica y alguno de
sus hombres, no pudo menos de reír ante el recuerdo que se le vino encima. En medio
del mar apareció, inesperadamente, un barco mercante español. Envalentonado su
capitán por el mísero aspecto del navío, le ordenó detenerse para requisarlo. Bolívar,
con barba de cuatro días y con el traje roto, era la negación de toda marcialidad.
—¿Quién sois y a dónde os dirigís? —preguntó el capitán al Libertador
desbordando soberbia, tan pronto abordó la nave.
—Mi nombre es éste —repuso el caraqueño, mostrando un viejo pasaporte.
Desaparecieron de la faz del marino por un instante los colores sonrosados de su
tez y su fustigante aire de mando.
—No me matéis, noble señor —exclamó el hombre, cayendo de rodillas— tengo
mujer y cuatro hijos. No os quise ofender bajo ningún respecto. Creí cumplir con mi
deber. De haber sabido que erais vos, no me hubiese atrevido a tamaña osadía. Yo no
tengo nada que ver con la guerra. No obstante ser español, simpatizo con vuestra
causa…
Sonrió benévolo El Libertador.
—Os doy una oportunidad para salvar vuestra vida y la de vuestra tripulación.
—Decidme, noble señor, lo que debo hacer para desagraviaros y os complaceré
de inmediato.
—Tan sólo os pido que llevéis a esta señorita —dijo señalando a Pepita— a la isla
danesa de San Thomas y la pongáis al cuidado de sus familiares.
Retornó la esperanza al rostro del marino.
—Juro solemnemente —dijo alzando la mano— que acataré fielmente vuestra
decisión. Soy un hombre de palabra, soy un hombre de honor…
El hecho sucedió en la última semana de julio de 1816. El marino cumplió su
promesa y llevó a Pepita a San Thomas. La despedida de los amantes fue lagrimosa y
desgarrante. La bella caraqueña se negaba a abandonarlo, conminándolo a que le
dejase compartir su destino. Bolívar tuvo que echar mano de todo su coraje para
obligarla a abordar la nave. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando vio a la barca
desaparecer en el horizonte. En su segunda estada en Haití recibió noticias de Pepita;
estaba en San Thomas y la acompañaban centenares de exiliados venezolanos. Año y
medio llevaba sin verla, ni recibir noticias suyas, dada la vida errante a la que quedó
condenado; hasta que conquistó a Guayana, donde, al escribirle, pudo decirle donde
se encontraba. Tres semanas antes de partir en busca de Páez, recibió una amorosa

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misiva de la bella caraqueña, donde le decía estar próxima a partir hacia Angostura.
Con gran esfuerzo hubo de responderle que hasta tanto no terminase la campaña que
se había propuesto, lo que podía ser asunto de muchos meses, le era imposible tenerla
a su lado, como era su más fervoroso propósito. Muchas mujeres hubo en su vida
desde sus tiempos de púber acalorado. Aunque no era guapo y pequeño de estatura, el
fervor de su mirada y sus ansias impostergables de posesión —como le enseñara
Simón Rodríguez— le permitió hacer suyas a buena parte de las mujeres que deseó
con ansias. “El secreto con las mujeres —le decía su revolucionario maestro— es
desearlas con tantas ganas que ellas se convenzan de que no tienen ninguna otra
opción. Lo que más excita y tienta a una mujer, es el deseo del hombre. Aplícate el
cuento, Simón, y te darás más gustos de los que hasta ahora ha tenido el Padre
Ancheta”. Pero con Pepita, la relación, aunque incendiada siempre de profundas
ganas, era diferente. Ante su presencia se desvanecía la inmensa soledad que lo
agobiaba desde sus tiempos de niño. Su presencia lo reconfortaba y le daba tal
plenitud en su visión de las posibilidades, que era capaz, como lo demostró dos veces
en la Expedición de los Cayos, de hacer toda clase de locuras, sin importarle lo que
pudiera suceder por anteponer el embeleso por verla a su responsabilidad. Por eso,
aunque grandes hubiesen sido sus ganas de enviar en su búsqueda uno de los navíos
de la República, de sólo pensar en los malos efectos que para sus planes tendría la
bella criolla, hizo su máximo esfuerzo, ordenándole imperativo, permanecer en San
Thomas hasta tanto no hubiese logrado su propósito de liberar a Venezuela.

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III

Páez no era tan sólo un hombre de avería, sino también de suerte. “Con bravura, nada
más, no se llega a ninguna parte, como le sucedió a Piar; ni con buena suerte se tiene
el triunfo, si no se tiene guapeza, como fue aquel español a quien le di la pela macha,
a pesar de tener cuatro veces más gente que yo. Le maté ciento cincuenta, en tanto
que yo perdí nada más que al pobre González, que en paz descanse”.
—¡Tío, tío! —clamó uno de sus llaneros entrando a galope y a pecho descubierto
en el campamento— ¡Bolívar está llegando! Ya alcanzó el cruce de los dos ríos —
prosiguió el hombre— y viene con un gentío. Trae barcos de guerra, caballos,
lanceros y unos soldados de a pie con trabucos y uniformes. El Libertador te manda
esta carta.
Páez vio con desdén la misiva sellada y lacrada. No sabía leer ni escribir, lo que
disimulaba a medias y que a Santander, al igual que los neogranadinos, lo llenaba de
irritación “ya que no era posible que estuviesen juntos tanto poder y tamaña
ignorancia”.
—Vaya viendo qué dice ahí, mi cura dijo al Padre Méndez, capellán de su
ejército, simulando indiferencia ante el mensaje que adivinaba. De inmediato le
espetó al correo con falsa cólera:
—¿Y tú tuviste las bolas de hacerte ver por Bolívar y su gente, desnudo como un
mismo indio?
—Y qué iba yo a saber que me lo iba a encontrar de repente —respondió el
hombre con sentida indignación.
Se encendió de veras la cólera del caudillo, echando mano a un rebenque.
El mensajero corrió de un lado a otro, mientras Páez desfogaba su iracundia en
palabras que hicieron santiguarse al Padre Méndez.
—El General Bolívar —intervino el cura con voz reposada— le envía muchos
saludos. Le manda a decir que está ansioso de conocerlo y de abrazarlo como a un
hermano…
—¿Están oyendo, cabezas de ñaures? —gritó Páez destemplado a sus hombres—
El Libertador viene en camino y trae muchas cosas buenas para su tío y para todos
ustedes. ¡Corneta! —ordenó— toca de inmediato formación.
En menos de dos minutos aquella “zalagarda de menesterosos crueles”, como los
apodaba Santander, abandonaron la hamaca donde dormían, el río donde se bañaban
o la hembra que acariciaban, para formar diez escuadrones silenciosos y ordenados.
—¡Oiganme bien, mis hijos! —les gritó Páez con voz distinta—. Muy pronto
hemos de encontrarnos con el ejército del Libertador y no quiero vainas. De modo
que se acabó la guachafita y la mamadera de gallo. Se comportan como hombres

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serios. No den lugar a críticas, porque aquel que se me resbale, yo mismo le bajaré la
cabeza con mi cola e’gallo. ¿Estamos de acuerdo?
Un largo silencio sucedió a la pregunta.
—Me alegra mucho oírles decir que están dispuestos a portarse como es debido.
Ahora les tengo una noticia: como es necesario un jefe por encima de todos los jefes,
y El Libertador es más sabido y conocido que yo, he decidido reconocerlo como Jefe
Supremo y ponerme bajo sus órdenes con todos ustedes. ¿Entendieron?
Esta vez no sucedió el silencio a la propuesta. Un abejorreo de murmullos y
palabras zumbó entre la caballería. Un negro alto, seguido de dos lanceros de aspecto
aindiado, rompieron filas, acercándose a Páez.
—Tío —dijo el primero— cuando te elegimos nuestro jefe en Achaguas, no te
dimos permiso para que le pasaras el mando a otro.
Páez, sin inmutarse, le respondió a la ligera:
—Tienen ustedes toda la razón. Eso es verdad. Si no me quieren de jefe, ahora
mismo los dejo. Pero como soy un hombre de palabra, tengo que salir al encuentro
del General Bolívar para presentarle mis respetos. A la vuelta veremos. Ahora tengo
que irme. Mis últimas órdenes son que den la mejor impresión al Libertador, que es
un hombre fino y educado. Muchos de sus acompañantes son caraqueños de buena
cuna.
El Libertador, a la cabeza de su Estado Mayor, cabalga hacia Cañafístola.
Una nube de polvo en la lejanía anuncia la proximidad de Páez. Bolívar detiene
su cabalgadura y echa pie en tierra. Un trepidar de cascos señala la presencia
inminente del caudillo llanero. Bolívar otea el nubarrón con su catalejo. Un tropel de
lanceros con camisas de varios colores galopan tras un solitario jinete.
—¿Qué vaina es ésa? —clama El Libertador al observar al adelantado—. Parece
una hembra. Viene sentado a la mujeriega. Los anchos pantalones parecen falda y
para colmo lleva un sombrero de cogollo adornado con plumas.
—Ése es el General Páez —dice a su lado Francisco de Paula Santander—.
Váyase preparando para las sorpresas que lo esperan.
Bolívar de un salto monta en su bestia y, sin esperar a su escolta, sale al encuentro
del amo de Los Llanos. A pocos pasos el uno del otro, echan pie en tierra y a
distancia de sus respectivos ejércitos, se abrazan calurosamente.
—¡Libertador! —grita Páez con emoción—. Al fin lo conozco y lo veo.
—¡General Páez! —responde Bolívar con su mejor alegría y la más fecunda de
sus sonrisas.

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IV

—¡Adiós caraj! —exclamó Páez entre chisposo y sorprendido al distinguir a


Santander entre los oficiales de El Libertador—. ¡Mírenme quién está aquí! Nada
menos que el Sr. Santander.
—¿Cómo está General Páez? —repuso el reinoso sin traslucir su resentimiento.
Bolívar, al tanto del odio que ambos se profesaban, los miró penetrante.
Santander era un maestro del disimulo. A pesar del formalismo de su casta y de su
gente, se mostró cordial cuando Páez lo saludó con dos golpecitos en el hombro,
aunque luego añadiera con picardía:
—Está usted maiciado, Santander. ¿El Libertador como que le bajó el pesebre
cuando lo nombró General?
Bolívar sonrió. Páez protestaba a su antiguo subalterno el regateo que le hacía del
saludo militar. Santander repuso recalcando las sílabas:
—No es que en su campamento escaseara la comida, señor General. Comía poco,
por no ser de mi agrado la carne cruda y sin sal. Ésa es comida de tártaros.
Páez, sin darse por aludido, saludó a los otros oficiales que le fue presentando El
Libertador, mostrándose particularmente cordial con Carlos Soublette y con Fernando
Galindo, fiscal acusador y abogado defensor, respectivamente, del rebelde Piar. Les
dijo conocer sus proezas. El Libertador frunció el ceño: el llanero hacía otra alusión
maliciosa, la del fusilado de Angostura; ni Soublette ni Galindo tenían en su haber
hazañas superiores a las de los otros militares que lo acompañaban. Páez con su
estrafalaria indumentaria, descalzo y con espuelas de oro, centraba la atención con su
ruda y cordial campechanería, hablando todo el tiempo de hechos y sucesos jocosos,
que hacían reír a El Libertador y a su séquito con espontáneo regocijo. Soublette
susurró a Galindo en un estruendo de carcajadas:
—Esto es algo más que el bárbaro que nos habían pintado Santander y el Padre
Blanco.
—Umjú —gruño afirmativo el caraqueño—. El hombre tiene duende, ángel y
gracia.
A iguales conclusiones llegaba El Libertador pasos más allá, cuando Páez solicitó
su autorización para presentarle a cuatro de sus oficiales. A su reclamo se acercaron
un blanco, un zambo y dos negros de bizarra estatura. Haciendo caso omiso de la
jerarquía, comenzó por el joven oficial de apariencia europea, no mayor de veinte
años.
—Éste es el Teniente José María Córdoba, valiente como nadie, a pesar de ser
reinoso.
Santander y Córdoba agriaron el rostro ante el comentario. Páez prosiguió:

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—Debo confesar que estuve a punto de cometer un desperdicio; ya que lo tenía en
capilla ardiente para fusilarlo, cuando este otro, que aquí les presento y al que
mientan Pedro Camejo, me imploró por su vida.
Todos los ojos se posaron en el ordenanza de Páez con galones de Teniente. Pedro
Camejo, al igual que Córdoba, se mantenía rígido, saludando marcialmente. Camejo
sudaba profundamente con ojos de temor.
—Dígame una cosa Teniente Camejo —preguntó Bolívar después de ordenarle
descanso—. ¿Por qué abogó por la vida del Teniente Córdoba?
—Porque es un hombre bragao y amigo mío.
—¿Qué había hecho el Teniente Córdoba para merecer la muerte?
El negro se volvió hacia Páez:
—¿Puedo responder, Tío?
—¿Se puede saber, negro del carrizo, repuso Páez, cuándo me han pedido
permiso ustedes para decir lo que les dé la gana? Y menos tú, que tienes una lengua
peor que tu lanza. Respóndele al Libertador lo que te está preguntando.
—El Teniente Córdoba —dijo el llanero— dejó al Tío, junto con otros varios,
para ponerse bajo el mando de usted. Pero como Córdoba no tenía pasaporte, el Tío
quiso hacerle pagar el pato.
—¿Es cierto lo que dice Camejo? —preguntó El Libertador al acusado.
—Así es, Excelencia —repuso Córdoba con marcado acento antioqueño. El
Libertador sin abandonar el tono cordial que se había impuesto, prosiguió inquisitivo:
—¿Se puede saber por qué quería usted abandonar el servicio del General Páez?
—Disidencias ideológicas, Excelencia; que, afortunadamente, han sido superadas.
—¡Eso no es verdad! —exclamó abruptamente Pedro Camejo— Córdoba no se
atreve a decirle la verdad. Yo, en cambio, sí se la puedo decir: el Tío, ahí donde usted
lo ve, tiene sus manías y, aunque no le discuto que el fondo tenga razón, no soy tan
empecinado como él.
—¿Y qué manía es ésa?
—Pues, la tirria que le tiene a los reinosos. La tenía cogida con él, al igual que
con otra persona que estoy viendo pero no digo. El teniente, harto de tantos malos
tratos, decidió dejar plantado al Tío. Eso es todo.
—¡Ah!, —dejó escapar Páez—. ¿Ya le diste a la sin güeso? Prepárate ahora para
la que te voy a echar. Pregúntele, Libertador, a este negro faramallero y deslenguado,
con quién andaba antes de juntarse conmigo.
Bolívar, conocedor de la amistad que se profesaban jefe y subalterno, decidió
proseguir con aquel juego donde al acusarse ante su presencia, borraban diferencias
jerárquicas entre ellos para aceptar su autoridad.
—¿Me puede decir, Camejo, con quién andaba usted antes de conocer al General
Páez?
—El rostro del negro se iluminó de terror. Con gran esfuerzo repuso, casi
inaudible:

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—Con Boves…
—¿Con Boves? —exclamó El Libertador realmente sorprendido.
—Así como lo oye —repuso Camejo, emergiendo del miedo en una ventisca
insolente.
Páez y sus hombres reían con ganas del aprieto en que se hallaba el negro; ya que
su gran preocupación, ante el arribo inminente de El Libertador, era de que se
enterase de haber servido bajo las banderas del feroz asturiano que casi hace
sucumbir a la República. Había amenazado de muerte al que se atreviera a irle con el
chisme al Jefe Supremo.
—¿Pero, cómo es posible, Camejo —acotó El Libertador— que un hombre como
usted, haya servido bajo las banderas de semejante monstruo?
Envalentonado por la ira de haber sido expuesto al ridículo, respondió altanero:
—No tiene por qué extrañarse, Libertador. Tres de cada cuatro soldados del Tío
fuimos soldados de Boves.
Aunque El Libertador estaba parcialmente enterado del hecho, quiso saber las
causas por boca del ordenanza.
—¿Y por qué no siguieron bajo el mando español?
—Porque el Generalísimo Morillo no quería nada con nosotros los negros y
tampoco con los marrones. Como el Tío no andaba con tantas mingonerías y
sabíamos que andaba alzado, nos vinimos a trabajar con él. Y aunque a mí, a pesar de
todo cuanto hago, no me sube de teniente, aquí no hay eso de que los blancos sean los
oficiales y los que no, carne de cañón. Fíjese en el caso de Leonardo Infante —dijo
mostrando a uno de los cuatro oficiales que Páez hizo llamar—, es tan negro como yo
y mire el rango y autoridad que se gasta. Es nada menos que teniente coronel.
El aludido sonrió, dio un paso al frente y saludó marcial a Bolívar. Sus ojos
expresaban admiración y simpatía.
Páez ha sabido resolver el problema de las razas —se dijo El Libertador antes de
que el jefe llanero tomase de nuevo la palabra—. Esto explica, además de sus otras
virtudes, buena parte de su éxito.
—¿Sabe usted, Libertador —intervino Páez con expresión fatigada— por qué no
asciendo a Pedro Camejo? Por ser más fastidioso que loro en el suelo. Si de Teniente,
me obedece de chiripa, imagínese lo que haría si lo igualo con Infante, que sí es un
hombre sencillo y buen soldado. ¿Usted sabe cuál es el sobrenombre que le han
puesto sus compañeros por tratar de ser siempre el primero?
—No, General —contestó Bolívar.
—Pues, lo llaman Negro I.

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V

El Libertador acompañado de Páez, hizo su entrada triunfal en San Juan de Payara


bajo un túnel de lanzas que le hicieron los llaneros en sentido homenaje. Payara era la
capital provisional de Páez, ya que la cabeza del imperio llanero que quería para él,
como entre líneas lo descubrió El Libertador, era San Fernando de Apure. No le fue
difícil, tampoco, darse cuenta que si la motivación principal de los soldados de Páez,
como los de Zaraza o los de Boves, era la aventura, el botín y el pillaje, como
claramente se lo expresara Negro I, los caudillos regionales no tenían el menor
interés por otras regiones que no fueran las suyas. Arismendi se negó a que sus
margariteños abandonasen la isla para incorporarse al ejército libertador. A Zaraza tan
sólo le importaba liberar la provincia de Barcelona, al igual que a Mariño la provincia
de Cumaná. No había en ellos la menor noción de patria grande ni tampoco de patria
chica. Lo mismo les daba que su provincia estuviese gobernada por un caudillo
español o criollo, siempre y cuando estuviesen en el bando del triunfador y se
beneficiasen saqueando las provincias vecinas.
¿Cómo haré —se preguntaba El Libertador en su primera noche en Payara— para
que estos hombres entiendan lo que es la patria y cómo se puede morir por la gloria y
no por el botín? ¿Cómo hacer para que los hombres de Venezuela y Nueva Granada,
tan regionalistas como nosotros, comprendan la necesidad de fundir nuestros pueblos
en una sola nación?
Durante el día tuvo ocasión de observar detenidamente el campamento de Páez.
Estos hombres que lo siguen —se decía— lo ven como una deidad. Son capaces de
hacerse matar por él, de tan sólo pedírselo. Si Páez decide mañana pasarse al bando
realista, serán más monárquicos que los españoles que trajo Morillo. A los de
Caracas, no me fue difícil insuflarles mis ideales; como también, parcialmente, lo han
entendido los orientales y la clase dirigente de Nueva Granada. Son hombres de
cultura similar; que saben leer y escribir, que tienen conciencia histórica, que
entienden que no podemos seguir sujetos a la voluntad de España. Pero todos ellos
juntos, con los hombres que los siguen y con los que yo tengo, no somos nada ante el
inmenso poder de José Antonio Páez. ¿Qué ha hecho este hombre para hacerse
obedecer y amar al mismo tiempo? En primer lugar, es temible. No vacila en ejecutar
al que le falle en el campo de batalla; luego, está poseído por los dioses de la guerra.
Las proezas que ha realizado son dignas de Homero. Si al miedo se le añade el botín
y la gloria y luego sumamos la abolición real y efectiva del sistema de castas, es de
comprender el por qué ha logrado, siendo analfabeta, una sociedad armada, dichosa y
confiada en su futuro. A diferencia de mis oficiales, tan puntillosos en sus jerarquías,
aquí todos son iguales; nadie es superior a otro. ¿No he visto acaso a Doña Dominga,
la esposa de Páez, cocinar el rancho de la tropa, al igual que los cientos de troperas

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que los acompañan? Me dicen y cuentan que como cualquiera de ellas, sigue a Páez
al sitio del combate, curando también a los heridos. Ni yo, ni nadie, será capaz de
arrebatarle a este hombre su jefatura y cacicazgo en la inmensa provincia de Barinas.
Tiene cuarenta mil caballos encorralados y medio millón en libertad, al igual que
millón y medio de reses. ¿Quién puede ofrecerles más de lo que ellos buscan? ¿Quién
es capaz de institucionalizar el papel del jefe? Tan sólo hay un camino para mover
este poderoso mundo a nuestro favor: persuadir a Páez de que tome la ruta de los
grandes designios.
Durante cuatro días Bolívar y su ejército hicieron vida en común en San Juan de
Payara. Bolívar captó en los ojos de Páez la emoción que lo embargaba ante su
moderno armamento, la ahorrativa disciplina militar de que hacía gala su infantería y
los barcos artillados de Brión.
—Con esto resultará un paseo —dijo el llanero— tomar a San Fernando de
Apure.
—¡Por supuesto, General! —respondió El Libertador—. Yo lo ayudaré a usted en
sus deseos y luego usted me ayudará en los míos, que son también los suyos: como es
tomar a Caracas…
—¿Caracas, Caracas? —respondió el otro confuso y desorientado.
—¡Claro que Caracas! —le repuso con entusiasmo Bolívar—. ¡Quién tome la
capital de un país, es dueño de él!
Páez lo miraba con extrañeza. Él poco o nada sabía de Caracas. Él era barinés de
cuerpo entero. Barinas, la populosa y rica ciudad llanera, era su capital. ¿Qué
necesidad tenía de salirse de madre a luchar por otras tierras, cuando tierra y ganado
es lo que le sobra?
—Yo comprendo, General Páez, su entusiasmo —adivinó Bolívar— por liberar a
su hermosa Barinas, pero, entienda usted que los españoles no hacen estas
distinciones. Para ellos es tan propiedad de España, Barinas, como Coro, Guayana o
Cumaná. Tan pronto hayan conquistado una, como es el caso de mi Caracas, cargarán
sobre la siguiente: en este caso, su amada Barinas. Por eso es que tenemos que juntar
esfuerzos y ayudarnos mutuamente. Luego que los echemos definitivamente, cada
quien cogerá por su lado.
Un brillo extraño se aposentó en los ojos de Páez.
—Por fin entiendo lo que usted me quiere decir, Libertador. Pongámonos mañana
mismo en camino para liberar a San Fernando y a Caracas.

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VI

A cuatro mil hombres asciende el ejército patriota que desde San Juan de Payara
avanza hacia San Fernando, distante a cinco leguas. Otros quinientos, con la mayor
parte de la artillería, se desplazan por el Apure hacia el mismo destino.
El Libertador observa con preocupación que no llevan consigo ni una cabeza de
ganado para alimentar la tropa.
—Es que no quedó ni una ternera —responde Páez— después de la hartazón que
sus hombres y los míos se echaron en Payara por cuatro días.
—Pero ¿qué comerá el ejército? A paso de tropa nos faltan dos días, por lo muy
menos, para llegar a San Fernando.
—Dios proveerá Libertador. Lo que nos haga falta irá apareciendo por el camino.
No se le olvide que en Apure hay mil reses por cada ser viviente.
—Pero yo no veo ninguna por estos contornos y no creo que encontremos nada si
este pasto sigue tan reseco. El verano viene fuerte.
—Confíe en Dios y en La Virgen del Carmen, Libertador —contestó Páez
apacible. Y como para restarle importancia a los temores de Bolívar, entonó con voz
sorprendentemente fuerte y bien timbrada un corrido llanero al que corearon sus
llaneros apresurando el paso.
—¡Caray, General Páez, yo no le conocía esas dotes! Es un palo de cantante.
El llanero se esponjó de orgullo.
El flanco débil de este hombre es la vanidad —se dijo El Libertador—. Nunca me
lo imaginé tan susceptible a la lisonja, aunque ya algo había advertido en estos días.
Para sorpresa de Páez y de sus hombres, El Libertador, a su vez, entonó una
melodía guerrera de incomprensible letra y hermosa melodía, por su parecido a la
canción de cuna “Duérmase mi niño, que tengo que hacer”. Y así como los hombres
de Páez le hicieron coro, el ejército de Bolívar hizo otro tanto con inexplicable
emoción.
—¡Bravo, bravo! —celebró Páez batiendo palmas. Yo no le conocía tampoco esas
facultades. No lo hace mal. La canción es muy bonita. ¿Cómo se llama?
—Ésa la vienen cantando desde 1810. Unos la llaman “La Canción de Caracas” y
otros, “El Bravo Pueblo”.
Los temores de Bolívar sobre el hambre que caería sobre el ejército se cumplieron
a cabalidad. Salvo dos venados, cazados por Páez y él a la usanza llanera, el
campamento patriota en su primera noche se vio acosado por el hambre.
—Acerquémonos al Apure —propuso Páez en la mañana—. Allí sí
encontraremos ganado; los pastizales siempre están verdes.
Pero no lograron ver una res en las dos leguas que los separaban de San
Fernando. El ejército y, en particular, la infantería, desfallecían de hambre.

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—¡Caraj! —se excusaba Páez— primera vez que me pasa una cosa semejante.
Pareciera que nos hubiesen echado una maldición.
Bolívar, que ya estaba al tanto del rumor que habían hecho correr sus enemigos
sobre su mala estrella, contradijo sobre la marcha el pensamiento que se asomaba en
el llanero.
—Ahora soy yo quien lo consuela. Déjese de temores, porque soy un hombre de
suerte y con suerte.
—Pues, la verdad —repuso Páez— que como que tiene razón. Mire allá…
A unas tres millas de dónde se encontraban, más de cien reses pastaban al otro
lado del río. Siete cañoneras españolas, sin embargo, vigilaban el terreno de la ribera
opuesta.
—Deben estar durmiendo la siesta —comentó Negro I— desde el momento en
que no nos han caído a cañonazos.
—Y mis barcos no llegan —comentó Bolívar molesto—. Si los tuviéramos aquí,
cruzaríamos el Apure y además del ganado nos apoderaríamos de esas flecheras.
—¿Las quiere usted Libertador? —preguntó Páez con extraña sonrisa—. Pues
ahora mismo se las voy a conseguir. ¡Epa! —gritó a su caballería— los que quieran
acompañarme en una misión peligrosa, que me sigan.
Fue tal el número de voluntarios, que el caudillo se vio obligado a elegir entre los
cincuenta que llegaron primero. Ante la sorpresa de Bolívar, Páez y sus llaneros,
luego de meter sus caballos en el río, prosiguieron nadando hacia las cañoneras, con
las lanzas en la boca y rodeados de caimanes. Parecía imposible que aquellos
hombres y sus cabalgaduras fuesen capaces de cruzar el ancho y poderoso Apure. Los
españoles se dieron cuenta de lo sucedido cuando el casco de los caballos sobre las
barcas los despertaron en una pesadilla.
—De no haberlo visto con mis propios ojos —exclamó El Libertador— no lo
hubiese creído jamás. Es la primera batalla anfibia entre barcos y caballos que se
produce en la historia.
—Aquí tiene sus barcos, Libertador —le repuso Páez con amplia sonrisa—.
Ahora mande a sus hombres a que nos traigan el almuerzo.
—Gracias, General Páez —dijo Bolívar— es usted un héroe comparable a
Aquiles.
¿Podré yo dominar a este hombre? —se dijo de inmediato—. Jamás me había
encontrado a ningún otro de tanta audacia y poderío.

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VII

El Generalísimo Pablo Morillo, Jefe Supremo de Venezuela y Nueva Granada de los


ejércitos del Rey, cabalga, como todas las mañanas, en derredor de la plaza de
Calabozo, capital de los llanos centrales y, hasta hace cuatro años, sede y corte de
José Tomás Boves, el asturiano que, a nombre de Su Majestad en un comienzo y
luego por él mismo, desencadenó la espantosa guerra de razas que ha costado al país
la cuarta parte de sus habitantes. Nunca el mundo moderno había contemplado hasta
entonces el feroz genocidio sucedido en Venezuela. Luego de la batalla de Urica,
donde encontró la muerte y días después en Maturín, por obra de Morales, su
lugarteniente, cesó toda resistencia por parte de los insurgentes, a los que Morillo
llamaba despectivamente “chucutos”. Todo el territorio venezolano tres meses antes
de su llegada con aquel poderoso ejército de diez mil hombres que combatieron
contra Napoleón, estaba pacificado y en poder de los realistas. No obstante la
veteranía y coraje de sus tropas, cuando éstas supieron frente a las costas de
Venezuela que era éste su destino y no la Argentina, hubo protestas y conatos de
motín. Tal era el horror de las noticias procedentes de la patria de Bolívar.
Morillo, hijo de pastores, había alcanzado las glorias del generalato por su
brillante hoja de servicios, primero como guerrillero y luego como ayudante de
Wellington, quien se expresó de él en los mejores términos, hasta el punto de
considerarlo el más importante de los generales españoles. Era un hombre de unos
cuarenta años, nacido y hecho para vivir en los avatares de la guerra. Rígido por
disciplina y no por naturaleza, se propuso desde el principio, no sólo pacificar al país,
de donde le vino el nombre de “El Pacificador”, sino sacar de raíz el mal de la
insurrección popular que dejara Boves en todo su apogeo. Comenzó por licenciar,
desoyendo los consejos de Morales, a los ocho mil llaneros que bajo su mando
acabaron con los últimos republicanos.
—Con negro no se va a ninguna parte —comentó a Morales, luego de su primera
inspección a la célebre caballería del asturiano—. No sólo carecen de disciplina,
como lo estoy viendo, sino que son incapaces de aprenderla. Sé de buena fuente que
sus objetivos de guerra son el botín y el pillaje y que, sea cual sea el bando donde
sirven, su odio al blanco es permanente. ¿Cuántos oficiales criollos o europeos,
servidores de Su Majestad, fueron muertos por la espalda por sus propios hombres?
No quiero su auxilio. No los necesito para nada. Son tan animales como sus propias
bestias.
—No son lo que parecen, Excelencia —se atrevió Morales a argüir—. De no
haber sido por ellos, la República de Bolívar hubiese continuado en pie.
—Decidme, Morales —preguntó El Pacificador con aire condescendiente—
¿contra qué tipo de soldados lucharon los llaneros de Boves?

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Morales, dándose cuenta hacia dónde iba Morillo, se apresuró a rectificar:
—Claro está que es muy cierto lo que observa Su Excelencia: los hombres de
Páez y Bolívar son tan venezolanos y tan salvajes como los de Boves. Hasta ahora,
todo esto no ha sido más que una guerra civil…
—¿Os preocupa, entonces, que me quite de encima a estos mendigos armados
cuando tengo bajo mi mando la mejor infantería del mundo? Juntos hemos combatido
y vencido las huestes de Napoleón.
—Tenéis toda la razón, Excelencia —accedió Morales al observar el marcial
aspecto de los veteranos españoles.
A pesar de que el triunfo sonrió a Morillo desde que pisó tierra venezolana y que
la reconquista de Nueva Granada fue un paseo militar de muchas víctimas para los
patriotas, los combates librados contra Páez en los últimos años lo llevaron a escribir
una carta a Fernando VII, donde al enaltecer las virtudes guerreras de los
venezolanos, concluía: “Dadme cien mil llaneros y conquistaré a Europa para mayor
gloria de España y de Vuestra Majestad”.
Un caballo al galope en la lejanía llamó la atención de El Pacificador y su séquito.
Era un correo y venía de San Fernando de Apure. Por él quedó enterado que hacía
más de cinco semanas que Bolívar había salido de Angostura con cuatro mil
hombres, con el objeto de reunirse con Páez, y que hacía más de cuatro días ambos
ejércitos asediaban a San Fernando.
Morillo no pareció preocuparse por las nuevas, aunque todos sus efectivos no
excedieran más de mil soldados, entre infantería y caballería. Aunque su primer
pensamiento fue caer de inmediato sobre la desguarnecida Angostura, donde Bolívar
dejó por toda fuerza un contingente de mil hombres, donde la gran mayoría eran
inválidos, ancianos y niños, hubo de frenar sus ímpetus al saber que en auxilio de los
venezolanos había llegado una legión de setecientos europeos, tan veteranos como
sus hombres en la guerra contra Napoleón.
Ya esto es diferente; pero de andar con cuidado derrotaremos definitivamente a
Bolívar y a Páez con su ejército de chucutos. Por varias semanas y quizás hasta
meses, la guarnición de San Fernando distraerá a los insurgentes, lo que nos dará
tiempo de que acudan en nuestro auxilio los ejércitos que tengo en Valencia y en
Caracas.
—¿Refuerzo la vigilancia? —preguntó a Morillo su jefe de Estado Mayor.
—Claro que es conveniente; pero no es como para alarmarse. De haber
abandonado el asedio de San Fernando, como pudiera suceder por miedo a la
deserción, Bolívar y Páez tardarán su buena semana en llegar hasta nosotros, lo que
permitirá a los nuestros auxiliarnos con toda prontitud. Enviad de inmediato los
correos pertinentes.
A poco de caer la noche y con luna llena, cuatro jinetes realistas salieron de
Calabozo en dirección a Caracas. Competían alegremente los cuatro hombres en su
galopar, cuando a una milla de la ciudad una nube de flechas cayó sobre las bestias.

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Dos se pararon en patas derribando a sus jinetes; otro prosiguió su carrera por un
cuarto de milla, seguido muy de cerca por seis llaneros de lanzas asesinas. A escasos
minutos, se detuvo babeante de muerte y se derrengó por el camino. El cuarto, como
prosiguiera su alocada carrera insensible al dolor, fue derribado a tiros junto con el
soldado.
—Muy bien, muchachos —dijo el Coronel Aramendi—. Ahora los españoles no
sabrán que su jefe Pablo Morillo se encuentra en grave aprieto.
Morillo, como todas las mañanas, hacía su recorrido por los alrededores de la
ciudad, seguido de un centenar de hombres. Su sorpresa no tuvo límites al bordear un
bosquecillo y recibir una descarga cerrada que mató a varios soldados. Al grito de
¡Emboscada!, dio órdenes de retirarse a toda prisa hacia la ciudad. Apenas habían
vuelto grupas, cuando un tropel de llaneros lanza en ristre se lanzaron contra ellos.
De no haber apostado a la entrada de la ciudad un grupo de fusileros, que dispararon
casi a quemarropa contra los perseguidores, es probable que Morillo hubiese muerto
ensartado por una lanza llanera que atajó con su cuerpo un oscuro soldado. Le costó
trabajo al Pacificador darse cuenta a mitad de la mañana, que los insurgentes
cercaban a Calabozo sin la menor oportunidad de escapatoria.
—Es el ejército de Páez, el que nos asedia —dijo a Morillo un oficial.
—Pero ¿cómo es posible —preguntó Morillo con estupor— que esta gente haya
llegado a Calabozo? Hace apenas tres días estaban frente a San Fernando. A paso
rápido han debido tardar más de una semana.
—Páez, Excelencia —se atrevió a decirle otro de sus ayudantes— es capaz de
recorrer veinte leguas en un día.
No es exageración ni leyenda —se dijo el Generalísimo— lo que hace y puede
hacer Páez en un día.
Dos caballos al paso con dos cuerpos cada uno al través, se les vio venir hacia
Calabozo. Eran los correos, muertos todos a balazos.
—Nos hemos quedado aislados —comentó Morillo sin aprehensión.
Luego de tres días llegó Bolívar y su ejército, quien convenció una vez más a
Páez de adoptar ciertas reglas bélicas.
—No tenemos por qué tener a toda nuestra gente mirando como bobos hacia
Calabozo. Mejor montamos campamento en El Rastro, que está a una milla de la
ciudad. De venir los españoles en auxilio de Morillo les saldremos al paso. Con dejar
unos cuantos vigías alrededor de Morillo será suficiente.
—¿Cree usted, Libertador —preguntó Páez con reticencia y poca cordialidad—
que esto sea lo más conveniente?
—¡Por supuesto, General! —repuso Bolívar provocando una larga carcajada en
los llaneros que los rodeaban.
Ignorando que por el uso excesivo que hacía de esa expresión los llaneros lo
apodaban Tío Por supuesto, insistió una vez más que el asedio era la técnica adecuada

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cuando una ciudad intermedia opone resistencia cuando se marcha hacia la capital de
la nación.
—Los venceremos por hambre —insistió El Libertador, percatándose de que Páez
estaba insatisfecho por haber dejado atrás a San Fernando, la ciudad que tenía
destinada para ser su capital en los llanos.
—Yo no sé qué decirle, Libertador —le repuso Páez con desgano—. Morillo no
es ningún zoquete y sus recursos son muchos, como nos lo ha demostrado.
—Pues yo sé cómo amansarlo, General Páez. Vamos a acabar de una vez por
todas con esta guerra a muerte de no llevar preso amarrado. Le voy a escribir ahora
mismo a Morillo proponiéndole esta medida, así como el canje de prisioneros.
Los parlamentarios que en nombre de Bolívar le llevaron la propuesta a Morillo,
luego de más de dos horas de espera a la vista de la ciudad, bajo un sol calcinante,
recibieron por toda respuesta que disponían de pocos minutos para ponerse a salvo de
una descarga de fusilería.
Aunque Bolívar y Páez se cuidaban bien de proferir insolencias frente al otro, El
Libertador exclamó:
—El piazo’e carajo ése, ni siquiera tiene la cortesía de contestar. La próxima vez
que lo tenga a tiro va a ver lo que es bueno.
El cerco de Calabozo se hizo a partes iguales: el norte y el este serían cuidados
por los llaneros de Páez; los otros dos costados por el ejército de El Libertador.
Bastarían veinticinco hombres por cada lado para mantener a Morillo a raya.
Cayó la primera noche y el ejército republicano durmió a pierna suelta, mientras
los centinelas intentaban cumplir su cometido. Ya la luna estaba en cuarto menguante
y negros nubarrones que a ratos la apagaban, anunciaban una tempestad. A la tercera
vez que se ensombreció la luna un hombre salió sigiloso de la ciudad sitiada,
echándose al suelo cuando el satélite volvía a relumbrar. En el lado norte seis de los
llaneros de Páez juagaban dado corrido. En el otro extremo, los restantes dormían a
pierna suelta. Un caballo iba de un lado a otro con su jinete dormido. Sonrió por lo
bajo el Generalísimo Morillo. Ya me lo decía yo, —se dijo con satisfacción— esta
gente no tiene disciplina y no tienen la menor idea de lo que es un asedio. Cuando
entró de nuevo a Calabozo un oficial se le cuadró respetuoso:
—Perdone, Excelencia, que lo irrespete al llamarle la atención por su audacia.
¿Qué sería de nosotros, de pasarle algo?
—Y usted, dele gracias a Dios de no ordenar su encarcelación por irrespetuoso,
tales son de buenas las noticias que traigo.
Al segundo día del cerco, Páez no ocultaba a Bolívar la impaciencia y
aburrimiento que lo poseía. Los roces y fricciones entre los oficiales y soldados de
ambos jefes iban en aumento. Los llaneros decían no ser soldados de Bolívar, para
que sus oficiales pretendiesen darles órdenes. Bolívar sufría lo indecible por
mantener su autoridad y al mismo tiempo mantenerse en armonía con el jefe de los
llaneros. Lo de conquistar Caracas como golpe efectista, no parecía entusiasmar con

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exceso a Páez, así como tampoco el asedio de Calabozo. Bolívar comprendió que la
autonomía de las Provincias que puso bajo el mando el Rey de España, proseguía en
el ánimo de los llaneros. Los llanos del Guárico son tierra extraña para ellos. Son los
llanos de Caracas y nada más. De ahí la apatía e indiferencia que se observaba en
todos por dominar a Calabozo, aunque dentro de ella estuviese encerrado el jefe
máximo de los realistas.
Desde la mañana siguiente al primer asedio, supo por sus observadores lo que
Morillo la noche antes constató con sus propios ojos: los hombres de Páez no tenían
la menor idea, o el menor interés, por montar guardia y vigilar al enemigo. Para
mantener la disciplina ordenó al Coronel Guillermo Iribarren mantener los ojos muy
abiertos para la próxima noche.
Al clarear la mañana, Páez y Bolívar desayunaban con queso, carne y café,
cuando irrumpió en el campamento vivamente agitado el Coronel Iribarren:
—Morillo y todo su ejército huyeron en medio de la noche —dijo a gritos.
—¿Cómo es eso? —preguntó Bolívar incorporándose violento—. ¿Y qué hacían
los centinelas?
—Yo respondo por los míos —repuso vacilante Iribarren— no así de los otros,
por donde se produjo la fuga.
—Esto lo van a pagar con sangre —gritó Bolívar fuera de sí—. Haga arrestar a
los soldados que estaban anoche de guardia fusílelos de inmediato.
—Un momento, General Bolívar —dijo Páez luego de permanecer largo rato
inmóvil y en silencio—. Debo recordarle que esos hombres son gente de mi ejército y
no del suyo. Si hay que castigarlos, seré yo quien decida lo que se debe hacer.
Los llaneros que los rodeaban echaron un paso atrás, listos a lanzarse contra
Bolívar y los suyos. Éste comprendió de inmediato que aunque Páez se había
subordinado a él, su ejército no compartía la decisión de su jefe, aunque hasta
entonces le obedecía. Páez no era Santiago Mariño, el jefe oriental al que le fusiló
uno de cada cinco hombres que pretendieron desertar de su jefatura en Valencia. De
perseverar en sus ideas de castigo contra aquellos hombres, hubiese estallado la
guerra civil.
—Tiene usted razón, General Páez —asintió resignado.
El castigo de los centinelas no se llevó a cabo. Bolívar hizo lo indecible por
apaciguar a Páez y a sus llaneros; pero la brecha entre los dos hombres había quedado
abierta. Bolívar incitaba continuamente a Páez a proseguir hacia Caracas. Le
prometía incorporar más de cuatro mil caraqueños a su ejército, que asegurarían la
victoria. Páez a ratos se mostraba silencioso e irritable, aunque por lo general
charlaba afable y alegremente con El Libertador. En la medida que se adentraban
hacia el norte, el verde suelo de los llanos se fue haciendo empinado, rojizo y
pedregoso. Los llaneros no ocultaban su contrariedad. Páez proseguía cordial:
—Usted me pregunta el por qué le tengo tanta ojeriza a Santander y a todos los
neogranadinos. Aquí tiene la respuesta —agregó, haciéndole entrega de una carta que

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Santander dirigía a un compatriota denostando de los venezolanos. Bolívar frunció el
ceño al leerla, pero no le dio mayor importancia.
Santander, a pesar de su apariencia apacible, estallaba de pronto como él,
diciendo toda clase de barbaridades. No era un antagonismo nacional, como afirmaba
Páez, sino el odio antiguo que ambos se profesaban. No había en todo el ejército un
hombre de mayor inteligencia y capacidad organizativa que Santander. Si Páez
ofrecía ventajas bélicas, Santander lo igualaba en otras dimensiones. Tenía que hacer
de intermediario entre uno y otro para utilizar sus potencialidades al servicio de la
República.
La consistencia pétrea del terreno en la medida que avanzaban hacia el norte, era
un serio impedimento para los caballos llaneros, acostumbrados a las tierras blandas y
húmedas del Apure. El malestar entre sus jinetes era creciente y descompasador.
Comenzaron las deserciones. En la proximidad de El Sombrero, Páez, haciéndose eco
del sentir de sus hombres, comunicó al Libertador su deseo de retirarse de la empresa.
—Le somos más útiles tomando de una vez por todas a San Fernando, que seguir
camino arriba para que se nos malogren las bestias. Caballería en cerro no sirve,
Libertador.
Bolívar, simulando aceptar las razones de Páez, accedió a sus deseos, que hubiese
realizado, con su aprobación o sin ella.
Al verlo partir hacia el sur, comprendió que la guerra sin Páez sería muy
diferente.

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VIII

La deserción de Páez más los efectivos que dejó acantonados sitiando San Fernando
de Apure, redujeron el ejército de Bolívar a la mitad. Ya no contaba con los cuatro
mil hombres con los que salió de San Juan de Payara para derrotar definitivamente a
los españoles. De todas formas duplicaba a los veteranos de Morillo retirándose
progresivamente hacia Caracas.
—Convénzase Comandante Infante —le decía al negro a quien Páez elevó a tan
alto rango— que en lo que conquistemos a Caracas se vendrá abajo el poderío
español en Venezuela.
Leonardo Infante, seducido por Bolívar desde el primer encuentro, lo observaba
con una sonrisa y ojos maravillados. “Si no te conociera bien compadre Leonardo —
le había recriminado en Calabozo Negro I— diría que eras marico. Hay que ver la
pepera que has cogido por el Señor este, luego de lo que el Tío ha hecho por ti”.
Infante, valiente y feroz guerrero en el combate cuerpo a cuerpo, dejaba salir su risa
chocarrera ante las maledicencias de Pedro Camejo. El Libertador en efecto lo había
persuadido con su verbo y el fulgor de sus ojos que era el Profeta que, sin saber para
qué, les había enviado el Gran Poder Divino. El Libertador, quien nunca se sintió a
gusto ni con Páez ni con sus llaneros, sentía a su vez gran simpatía y confianza por
aquel bravo lancero nacido en Maturín. Bolívar proseguía desarrollando una vez más
su vieja tesis sobre la importancia estratégica de apoderarse de la capital de un país
para dominarlo definitivamente. Carlos Soublette, que cabalgaba emparejado con el
teniente neogranadino José María Córdoba, quien también abandonó a Páez, se llevó
las manos a la cabeza en señal de aburrimiento al escucharle por décima vez en dos
días el mismo cuento a su jefe y pariente. José María Córdoba, quien era tan mal
encarado y rabioso como José Antonio Anzoátegui, a quien se le asignó como
ayudante, no sonrió como pensaba Soublette ante su aspaviento.
Este carajito —se dijo Soublette— es más antipático que Simón cuando amanece
con el Bolívar atravesado. Yo no sé qué se habrá creído. No se le puede negar que es
todo un caballero y encima sabe mandar y pelear.
En aquel momento, luego que el viento rodó las nubes, se dibujaron al norte unas
montañuelas cortadas a pico como si fueran dados.
—¡Vea, Leonardo! —expresó El Libertador con voz quebrada por la emoción—.
Ésos son los Morros de San Juan. Detrás de ellos está Caracas, mi Caracas —recalcó
con el embeleso del hombre que evoca a su hembra.
Lo de Simón por Caracas —piensa Soublette— no es un objetivo militar, como
pretende hacérnoslo creer. Más que táctica o estrategia, es una obsesión y más que
eso, un delirio, porque tal como están las cosas, Caracas es inexpugnable.

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Volveremos a fracasar, como ya por tres veces nos ha sucedido. Pero ¿quién le lleva
la contraria cuando se le mete una idea entre ceja y ceja?
—Pero ¿Caracas está tan cerquita Libertador? —preguntó Infante—. Yo me la
hacía más lejos.
Saltó alegre la risa de Bolívar:
No estoy hablando de Caracas la ciudad, sino de Caracas provincia. Todavía nos
falta un trecho largo.
Bolívar explicó a Infante y a Córdoba la topografía del centro, el sistema
defensivo de sus montañas que, en círculos concéntricos, iba de su ciudad natal hasta
los valles de Aragua.
—Claro está —subrayó— que nuestra provincia abarca también a Valencia y las
llanuras de Carabobo, pero mi Caracas, mi patria, mi nación —dijo vivamente— es el
valle que cobija el Ávila, los valles de Barlovento, los del Tuy y los de Aragua, a
donde vamos a entrar dentro de un rato cuando crucemos el único abra que se abre
hacia los llanos y que se llama precisamente La Puerta.
Y había tanto énfasis en sus palabras que Anzoátegui se atrevió a comentarle:
—¡Caray, Libertador! Quién lo oyera ahora y lo hubiese escuchado antes, cuando
hablaba de que hasta que los jefes provinciales no terminasen de comprender que
antes que su patria chica estaba la grande, la independencia no se llevaría a cabo.
Usted se quejaba de que Zaraza no quería unírsele por estar muy ocupado en sus
tierras de Barcelona; que Mariño hacía lo mismo en Cumaná y que Páez no tenía más
interés que su provincia de Barinas…
—¿Y qué hay con eso? —preguntó molesto Bolívar adivinando lo siguiente.
—Que usted está igualito a todos los demás; y que si los otros son provincianos,
usted no se les queda muy atrás, porque es un caraqueño rajado que no tiene más
pensamiento que llegar a su casa.
—Eso no es verdad, José Antonio. ¿De dónde sacas juicios tan temerarios? Yo
soy un venezolano integral. —Y por décima primera vez repitió al grupo lo de la
estrategia y la capital de un país.
El ejército libertador cruzó La Puerta y entró en la Provincia de Caracas. El largo
y estrecho camino encajonado entre montañas verticales de negros peñascos sacó, a
los que combatieron en ese sitio a Boves, conjuros, guiñas y juramentos. Cuatro años
atrás Bolívar y los orientales fueron destrozados en aquel zanjón por el feroz
asturiano y degollados, luego de la batalla, mil sobrevivientes.
—¡Zape! —dijo un soldado de infantería— salgamos rápido de aquí, que esto es
más pavoso que fumar desnudo.
El terreno se hacía más quebrado y montañoso en la medida que avanzaban.
Santander susurró a Córdoba, su compatriota:
—Tengo miedo de que Morillo nos esté llevando a una celada. Él se retira con su
infantería y El Libertador le da demasiada importancia a los caballos, cuando es más

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que sabido, como lo vimos tú y yo, que caballería en montaña es absolutamente
inútil.
—Tiene razón, Su Merced —repuso el antioqueño sin variar su enfurruñamiento.
—¿Tú oíste lo que el General Anzoátegui le echó en cara al Libertador? —
preguntó Santander con aire cómplice.
—Si El Libertador —prosiguió Santander— está tan obcecado por Caracas, como
lo están el resto de los jefes venezolanos con sus provincias, cree usted que Venezuela
podrá funcionar alguna vez como una sola y única nación.
Sin esperar la respuesta, prosiguió Santander:
—Por eso es que se me hace cada vez más cuesta arriba eso de unir a nuestra
patria con Venezuela para hacer un nuevo país. Eso mi querido amigo no es más que
una entelequia, un sueño demagógico del Libertador que nunca se llevará a cabo y
que, por los momentos, sirve a Bolívar para que nosotros lo acompañemos en su
empresa de liberar a Venezuela o a Caracas. Esta gente no nos quiere, ni nosotros a
ellos. ¿O es que acaso se le olvidó lo que sufrimos bajo el mando de Páez?
Córdoba no dio lugar a ninguna respuesta. Cuando Santander hizo una pausa,
solicitó su permiso para retirarse y cabalgó hasta donde se hallaba su jefe José
Antonio Anzoátegui, que, si era capaz de hacer observaciones impertinentes a El
Libertador, no le permitía a nadie la menor de las críticas hacia su persona.
La cabalgata triunfal que Bolívar había prometido tan pronto cruzas en La Puerta,
no se produjo. A diferencia de los miles de voluntarios que suponía se enrolarían a su
paso, encontró vacíos y desolados los pueblos que encontró en el camino.
—Es que como amenazaste pasar por las armas —le dijo Soublette— a todo
venezolano que se encontrase no incorporado a una unidad del ejército, los
campesinos y pueblerinos, por el hecho mismo de no estarlo, cogieron el monte.
Tienes que aceptar que la gente siempre se muda hacia donde están los españoles.
Bolívar no respondió y espoleó a su caballo hasta alejarse peligrosamente de la
vanguardia. Al llegar a San Mateo, el feudo de los Bolívar, la situación fue diferente.
De todos los cerros bajaron campesinos y esclavos a darle la bienvenida. Preso por la
emoción, hizo efectiva en ese mismo instante la abolición de la esclavitud y la
incorporación de sus negros al ejército. Y como eran varios los meses que no
disfrutaba de los placeres de una rica hembra, por dos días fornicó con negras y
blancas como si quisiera repoblar la heredad que despobló con la guerra.
Ya entraba en éxtasis al comulgar con su tierra y con su gente, cuando le llegaron
noticias alarmantes: dos ejércitos realistas, uno procedente de Valencia y otro de
Caracas, avanzaban apresuradamente contra él para cogerlo entre dos fuegos. Hubo
de emprender la retirada por el mismo camino que días antes recorrieron jubilosos.
En el sitio llamado El Semen, a escasas millas de la funesta Puerta, fueron alcanzados
por la caballería de Morillo. Leonardo Infante y José María Córdoba se batieron con
bravura, al igual que el resto del ejército libertador. Pero los soldados de Morillo, que
no se les quedaban a la zaga y los excedían en número y disciplina, causaron gran

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mortandad entre los insurgentes. La gente huía con desesperación hacia los anchos
caminos del llano. El lanzazo de un llanero que atravesó el abdomen de Morillo de
parte a parte, impidió que continuase la persecución de los vencidos por parte del
ejército español. Bolívar derrotado hizo campamento en El Sombrero. El Mariscal La
Torre, segundo de Morillo, se presentó ante la ciudad imponiendo una nueva derrota
y algunas otras que se fueron sucediendo hasta una mata llamada El Rincón de los
Toros, a una milla del campamento español del Comandante Rafael López, hombre
de color, de extraordinaria valentía, nacido en Venezuela.
…[3] con un puñado de hombres llega al campamento de[4]
Todavía el jefe llanero asedia San Fernando de Apure. El Libertador le refiere lo
que sucediera en El Rincón de los Toros.
—Imagínese General, que en una noche oscura como boca de lobo, me levanté de
la hamaca y me fui un poco más allá para hacer una necesidad. No había terminado
de subirme los pantalones cuando oigo una descarga cerrada de ocho tiros y gritos de
guerra por todas partes. Aquello fue el pandemónium: el Comandante López, que era
venezolano realista y que estaba de acuerdo con el bandido de Renovales, quien entró
al campamento para asesinarme, en lo que oyó la tiramentazón, entró a saco con su
tropa echando plomo por todas partes. En medio de la algarabía se espantaron los
caballos y me encontré de pronto en medio de la sabana sin saber para dónde coger
porque estaba muy oscuro. Mis hombres de a caballo pasaban a mi lado y no me
hacían caso, por más que yo les dijera quién era; porque ¿cómo lo iban a saber en
medio de tanta oscuridad? En eso pasó el negro Infante. Soltó la risa y me ofreció un
caballo que era nada menos que el de Renovales. Así pude salvar la vida.
—Pero ¿cómo le pudo pasar eso, Libertador? ¿Es que acaso no había centinelas?
—¡Claro que los había! Pero es que agarraron preso al sirviente del cura y a
fuerza de meterle miedo le sacaron el santo y seña. Por eso Santander se los pidió y le
respondieron adecuadamente, dejándolos pasar y señalándoles el sitio donde yo
dormía cuando preguntaron por mí; de inmediato dispararon sus pistolas contra la
hamaca vacía.
—Santander, Santander —repitió Páez con tono recriminativo cuando calló El
Libertador—. ¿Entonces fue Santander quien dejó pasar a los españoles y les dijo
dónde estaba usted?
—En efecto, General Páez. Pero ¿por qué me lo pregunta?
—No, por nada, Libertador —repuso Páez—. Sacaba cuentas, nada más…

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IX

Páez despide a Bolívar que se embarca de retorno hacia Angostura. Al darse vueltas
para despedirse del llanero y del negro Infante, que ha decidido quedarse con su jefe,
se percata de un vistazo que el ejército que asedia a San Fernando, se ha raleado
considerablemente.
—Caramba, General Páez —comenta Bolívar con preocupación— no me
imaginaba que hubiese tenido tantas pérdidas. Le han matado la mitad de la gente…
—¡Ojalá hubiera sido así! —repuso desconcertante el llanero—. Las bajas que
usted ve no es por muerte sino por deserción. Llanero no sirve para montarle guardia
muy larga ni siquiera a una mujer. Ellos dicen que si se quedan demasiado tiempo en
un sitio se les enmohecen las patas, que lo bueno es ir de un lado para otro y entre
tanto guerrear, saquear y matar.
—Pero, me supongo que usted hará con los desertores un escarmiento terrible —
comentó El Libertador con acento grave—. Lo menos que merece un desertor es ser
pasado por las armas…
—¿Para qué, Libertador? —repuso Páez con llana resignación—. En lo que yo
vuelva a los campos y ande de un lado para otro vendrán en mi busca, porque eso es
lo de ellos. ¿Qué necesidad tengo yo de quitarme amigos por costumbres que nos son
extrañas?
Un esbozo de sonrisa con ojos de malignidad se dibujó por primera vez en el
rostro de José María Córdoba. Bolívar, sorprendido por la respuesta, tras breve
vacilación optó por darle a Páez un abrazo de despedida y abordar la barcaza que por
la vía del Apure y del Orinoco debería llevarlo hasta Angostura.
Cuando soltaron las amarras ante un agudo silbido de Páez, cien de sus indolentes
soldados que ni se molestaron en presentarle armas al Jefe Supremo de la República
Hídrica, montaron en sus caballos, unos desnudos, otros con sus camisolas de
muchos colores y formaron apretada fila ante el río. Era la guardia de honor del jefe
llanero.
—¡Adiós, Libertador! —gritó Negro I que los encabezaba.
—¡Adiós, Libertador! —respondieron los otros a coro, enarbolando sus lanzas de
cintas negras como las que llevaban los llaneros de Boves. Sonrió con melancolía El
Libertador agitando su mano en señal de despedida.
—De verdad que son extraños los hombres de Boves —dijo a sus espaldas
Francisco de Paula Santander.
El Mariscal La Torre, segundo en mando del ejército realista avanza hasta San
Fernando de Apure. Vence a Páez y lo desaloja de sus posiciones, obligándole a huir
hacia el alto llano. Morillo recibe la noticia con satisfacción. Uno de sus oficiales
comenta:

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—Bolívar está perdido. Con la derrota de Páez se ha quedado sin llaneros, luego
de sacrificar su ejército.
—No lo crea, Coronel —responde con parsimonia El Pacificador. Bolívar en la
adversidad es más temible que en la victoria. Se lo digo yo que ya llevo tres años,
creyendo mes tras mes, que lo he derrotado.
Bolívar a una jornada de Angostura dicta a sus secretarios el proyecto de ley que
habrá de presentarle a la Asamblea Constituyente que habrá de reunirse en la capital
de Guayana en febrero del año próximo. Nada en él recuerda a un jefe vencido. Son
las cuatro y media de la madrugada. Fiel a su costumbre de eterno madrugador,
trabaja a la media hora de haber despertado. Los escribanos se dan prisa en copiar a la
luz de un fanal lo que les va diciendo simultáneamente sin necesidad de hacerse
repetir las últimas palabras al cambiar de secretario.
—¡Barco a la vista! grita en la proa el timonel.
¿Quién vendrá por el río a tan tempranas horas? —se pregunta Bolívar— saltando
de la hamaca y corriendo hacia la proa. A la luz indecisa del amanecer distingue el
bulto de una nave que avanza en dirección contraria. Aunque es improbable que la
nave sea realista, cañoneros y soldados se aprestan para el combate.
—Es de los nuestros —afirma José María Córdoba— lleva la bandera tricolor.
—Caray, Córdoba —opina El Libertador con alegre talante— usted como que es
familia de gato para ver en la oscuridad.
La barcaza y la nave de Bolívar se aproximan. Ya se distingue el casco. Es una
cañonera republicana.
—¡Óiganme los de la cañonera! —alerta Bolívar a los que vienen hacia él—.
¿Quién es el jefe de ustedes?
Una voz juvenil responde:
—Es la cañonera del General Antonio José de Sucre.
Refulgen los ojos del Jefe Supremo, respondiendo a gritos:
—¡No hay tal General Sucre!
Se encoleriza el militar.
—¿Quién es el insolente que niega mis títulos?
—Yo, Simón Bolívar, El Libertador.
Se hace silencio en las barcas que van hacia un encuentro. La voz de Sucre vuelve
a saltar, esta vez triste y aplanada:
—Como usted mande, Libertador.
Bolívar sonríe con malevolencia. Le ha dado una lección al orgulloso cumanés y
al intrigante de Zea, al que Brión denunció en sus tendenciosas maniobras de hacer
generales. El muchacho ha hecho el ridículo. De pronto piensa en sí mismo. De
haberle hecho Francisco de Miranda, su primer jefe, una escena así, se hubiese
suicidado de vergüenza. Por injurias mucho menores se insurreccionó contra el
francés Labatut y le arrebató el mando. Sucre, a pesar de ser oriental, era un mozo de
gran inteligencia, habilidad diplomática y valor a toda prueba. ¿No fue acaso él quien

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persuadió a Santiago Mariño, su único y más peligroso contendor, que reconociese su
jefatura suprema? Bermúdez, hasta hacía poco que le tomó tirria, lo tenía en gran
consideración. ¿Qué necesidad tenía de invalidar a un joven y promisor oficial a
causa de las intrigas de un viejo necio?
—El tal Sucre —ordena Bolívar— que se acerque y aborde mi nave.
Tan pronto subió a cubierta, Bolívar luego de saludarlo con un abrazo le dijo en
voz alta: —Mire que usted puede ser descuidado, General Sucre. ¿Cómo se le ocurre
gritar a voz en cuello su alto rango en medio de estas soledades, donde puede haber
españoles espiándonos? Perdóneme por haberle negado su investidura, pero no
quedaba más remedio.
—Él en cambio —susurró alguien a Córdoba— sí puede gritar a los cuatro
vientos que es El Libertador. Mire que este Bolívar sí que tiene vainas. ¿No te parece,
Córdoba?
—No —repuso el antioqueño con su laconismo e impasibilidad característica.
—Venga acá, General Sucre y hagamos un aparte —propuso Bolívar— para que
me cuente todo cuanto ha pasado en Angostura durante mi ausencia.
—¡Pero qué bueno! —le escucharon todos exclamar, al saber que habían llegado
otros setecientos legionarios europeos a los que contrataba en Londres su enviado
López Méndez. Luego de comunicarles a su gente el acontecimiento dijo a Sucre,
mostrando la más apacible de sus expresiones:
—Óigame bien, Sucre, lo que le voy a decir. El doctor Zea, Vicepresidente del
Consejo de Estado y Presidente Interino mientras ande yo fuera de la ciudad, no está
autorizado para ascender a nadie y menos al rango de General. Ésas son decisiones de
mi propia y única incumbencia que no estoy dispuesto a delegar so riesgo de que esto
se nos vuelva una merienda de negros. ¿Me entendió?
—Sí, Libertador.
—Dígale entonces a Zea, que sea la última vez que sea Zea, pues de lo contrario
le va a pesar. Ahora váyase.
Luego de cuadrarse militarmente, Sucre con el rostro encarnado y sin mirar hacia
los lados subió a la cañonera. En el instante antes de partir Bolívar le gritó:
—¡Adiós, Sucre! Cuando llegue a Angostura me ocuparé de sus papeles. ¡Qué
Dios lo lleve con bien!
Su arribo a la capital provisional del país fue recibido con gran júbilo por la gente
y por la escasa guarnición que a cada instante temía un ataque de los españoles. Unos
mil doscientos legionarios: unos con variados y diversos uniformes muy lujosos y de
gran gala, se alineaban a continuación de otros trajeados de rojo y muy marciales a
los que llamaban “los húsares rojos”. Zea presentó a la oficialidad. Un alto y fornido
irlandés de grandes mostachos, afable y rubicundo, lo saluda con respeto y efusión:
—O’Rooke, Excelencia, para serviros. Me siento orgulloso de combatir a vuestro
lado.
—Fergusson —dice sin mayor emoción un joven de aspecto melancólico.

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—Hormant —se presenta el que sigue. Tiene la mirada afiebrada de los rebeldes
de cuna.
Un jovencito con la apariencia de no tener más de diecisiete años y de belleza casi
femenina hace visibles esfuerzos para ocultar su infancia tras una expresión adusta.
Bolívar lo ve con especial simpatía. Resulta emocionante y alentador que los
adolescentes de Europa se identifiquen con su causa. Sin esperar su presentación le
pregunta en su mal inglés:
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Daniel Florencio O’Leary, Excelencia. Vengo dispuesto a serviros.
El diminuto general Rafael Urdaneta, escolta a El Libertador en su primer
contacto con los legionarios británicos. Cuando rompen filas y los rojos y las
guacamayas, como apodaban con sorna los venezolanos a los legionarios de trajes
multicolores y grandes plumajes, rompen filas dispersándose por las calles de
Angostura, Bolívar pregunta a Urdaneta:
—Dígame, General, su opinión sobre la legión británica.
Urdaneta hace un morrillo despectivo, respondiéndole con vehemencia:
—Prefiero diez batallas campales contra los españoles que un paseo militar con
ellos.
Salta la risa chocarrera de El Libertador:
—¿Y esa tirria por qué, Urdaneta?
—No son más que unos aventureros que antes de ayudarnos a libertarnos de los
españoles han venido a saquearnos. Desde que llegaron no han hecho más que
protestar por la comida y por los sueldos atrasados, desprecian a los criollos y le
entran a nuestras mujeres como si fueran putas y por si fuera poco, son una cuerda de
borrachos que no sirven para nada.
—¿Tan grave es la situación, Urdaneta? —preguntó Bolívar con un tinte de
incredulidad.
Esa misma noche se dio una gran recepción en honor de El Libertador en el
Palacio de Gobierno. Además de la alta oficialidad venezolana y neogranadina,
asistieron los de la legión extranjera a la que se terminó llamando británica, por ser en
su mayoría de esa nacionalidad.
Al poco rato de llegar el Jefe Supremo unas risas destempladas procedentes de un
grupo perturbaron su faz y se enarcaron sus cejas. No resistía las palabras estridentes.
Aunque se hizo un temeroso silencio cuando sus ojos airados recorrieron el salón en
busca de los culpables, las mismas risas y en tono más elevado prosiguieron entre
gruesas interjecciones del idioma inglés. Siete legionarios británicos en estado de
ebriedad se abrazaban y daban traspiés en una esquina del patio. Bolívar verde de
indignación y con la mirada homicida avanzó lentamente hacia el grupo de
alborotadores. Su paso amenazante al ser advertido por los ebrios, antes de mejorar su
compostura exacerbó su hilaridad.

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—¡Helio Señor Bolívar! —saludó con voz estropajosa un gigante con cabeza y
rostro de naranja.
—¿One drink, Bolívar? —propuso otro avanzando entre tumbos con una botella.
Urdaneta, Sucre, Santander y los oficiales criollos se acercaron a los borrachos
con rostros despiadados y mano en la espada.
—Buenas noches, señores —repuso tan sólo Bolívar con tono reticente y dando
media vuelta salió a la calle para estupor de la concurrencia. Acompañado de Rafael
Urdaneta que esa noche habría de ser el Jefe de su Casa Presidencial se dirigió a su
residencia en medio del más absoluto silencio.
—¿No se la había dicho yo? —le dijo Urdaneta tan pronto llegaron a la casa de
Cornieles, donde habría de pernoctar aquella noche— que no son más que una cuerda
de zarandajos, que nos pueden salir más caros que los mismos españoles.
El Libertador meditabundo con el pie colgando del brazo de una mecedora,
mantenía la negra mirada en el piso. El general marabino sabía cómo todos sus
allegados que en aquel momento Bolívar estaba pasando por una de sus crisis de
furor. De pronto creyó ser víctima de una alucinación. Escuchó a lo lejos el coro de
los legionarios británicos; pero su ansiedad subió al límite de estallido al darse cuenta
que avanzaban hacia la casa del Jefe Supremo. Bolívar que también había escuchado
se incorporó violento.
—General Urdaneta, recoja inmediatamente la tropa en medio de este patio.
Cierre la puerta y dígale a los ingleses y a los venezolanos que yo no estoy. Véngase
luego conmigo.
—Es un momento difícil amigo mío, —dijo a Urdaneta tan pronto traspusieron la
puerta de una alcoba interior— es cierto que estos borrachos merecen ser recibidos a
tiros por nosotros. Pero ¿qué pasará luego? Los británicos bajo ese pretexto nos
declararán la guerra y se apoderarán de la ciudad.
—Tiene razón, Libertador —repuso Urdaneta luego de cavilar.
Los ebrios, y en mayor número, cantaban frente a la residencia de El Libertador.
Para exasperación de Bolívar y de Urdaneta comenzaron a reclamar a Bolívar en tono
de camaradas.
—¡Eh, Mr. Bolívar venga acá para echarse un traguito!
—¡Come here, Libertador!
—Salga usted con la tropa —ordenó Bolívar— y luego de reducirlos al silencio
agrégueles que le den gracias a Dios de no haber dormido esta noche en la casa
porque si así hubiera sido los habría fusilado.
—Entiendo —contestó Urdaneta— ¿y qué hago si no me hacen caso?
—Haga, entonces, lo único que nos queda hacer, disparen contra ellos hasta que
no quede ni uno solo para contar el cuento.
Para estupor de los legionarios veinte soldados de uniforme y morrión de largos
fusiles, calada la bayoneta, salieron por el portón de la gran casa de Cornieles con la
mirada asesina y el gatillo alegre. No fue necesario que Urdaneta les repitiera la

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estratagema de El Libertador. Dejaron de reír y cantar. Se cuadraron erectos y muy
derechitos y en silencio, como se los ordenó Urdaneta marcharon hacia los cuarteles.
A la mañana siguiente, luego de Bolívar hablar con O’Rooke y los otros dos
oficiales que constituían el alto mando, los ebrios de la noche anterior fueron
reducidos a prisión y expulsados del territorio nacional. En lo sucesivo británicos o
alemanes se cuidaron bien de no excitar jamás la cólera de Bolívar, aunque
continuasen emborrachándose y yéndose a las manos entre ellos y con los
venezolanos.

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X

Con el agua hasta la cintura avanza el ejército libertador, horas tras horas, días tras
días por las tierras bajas de Apure y de Casanare. Las armas y la pólvora flotan en
balsas de cuero para preservarlas de la humedad. Se propone realizar la idea que tuvo
desde que cruzó el Orinoco por primera vez en 1817: invadir la Nueva Granada,
liberarla de los españoles y hacer de ella junto con Venezuela un solo país que ha
decidido denominar La Gran Colombia. Su decisión lleva el respaldo del Congreso
Constituyente, reunido en febrero de ese año de 1819 en Angostura, aunque delegó en
el Congreso su cargo de Jefe Supremo, conque lo invistieran los jefes venezolanos
tres años atrás. La Asamblea, a pesar de su oposición, a la que sus detractores llaman
bufa y teatral, fue elegido Presidente Constitucional de la República, no en forma
vitalicia como lo quería y planteaba en su proyecto, sino apenas por cuatro años.
El Generalísimo Pablo Morillo y el grueso del ejército español se halla
acantonado en Cúcuta. Todos los soldados piensan que se desplazan en esa dirección;
no sospechan jamás que un proyecto heroico o temerario bulle en la mente de El
Libertador: cruzará Los Andes, tal como lo hizo San Martín, por el paso más
peligroso, el páramo de Pisba a más de tres mil quinientos metros. Los españoles al
otro lado de la cordillera se sienten más que seguros por aquella sierra eternamente
nevada en medio del ecuador. Los abras montañosos donde humanamente se puede
transitar son pocos y con suficiente dotación militar como para detener a Bolívar
hasta tanto lleguen los refuerzos. El Coronel Barreiro, quien los manda, ha cometido
el error de dispersar sus hombres en un largo trecho. Lo que Barreiro jamás podrá
imaginarse es que Bolívar pretende caer sobre él a través de un pasaje inverosímil.
Páez se ha negado a trepar la cordillera para liberar a los reinosos, como llama a los
habitantes del Nuevo Reino de Granada. No siente la menor simpatía por su gente y
no está dispuesto a sacrificar a su ejército por una causa que no es la suya. Él seguirá
hasta Cúcuta a través de los españoles, crédulos de que Bolívar avanza hasta la
ciudad neogranadina para enfrentar al Generalísimo Morillo. En auxilio de El
Libertador cede un batallón de lanceros, entre los que se hallan Rondón y Leonardo
Infante.
Al llegar a Casanare los dos ejércitos se dividen. Páez sigue hacia el norte y
Bolívar se va tras la montaña. Al pie de monte lo espera Francisco de Paula
Santander con doscientos compatriotas suyos. Si los llaneros venezolanos son
insuperables en la guerra a caballo, los de Casanare se les equiparan con su infantería.
Comienza el ascenso. Santander va a la vanguardia abriéndose paso entre los nevados
riscos. Tres mil hombres acompañan a El Libertador, a través del brumoso y helado
páramo. “Así como el General Invierno derrotó a Napoleón —comenta Bolívar a sus
oficiales— la nieve paramera mete sus dentelladas en los cuerpos semidesnudos de

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los hombres de las tierras bajas”. El soroche, o mal de páramo, que hace mullidos y
mortales colchones de la tierra helada. A muchos hay que azotarlos hasta la
flagelación para que abandonen aquel sueño de muerte. Muchos se niegan y se
quedan para siempre yertos en aquellas tierras heladas. Otros se despeñan con sus
caballos por los precipicios. El frío de la montaña cobra más víctimas que las fiebres
de los pantanos y las balas del enemigo. Bolívar no desmaya ante la adversidad. En
tono conmiserativo, heroico o imperativo apuntala con palabras y amenazas la
marcha hacia el otro lado. Al llegar a la cumbre el sufrimiento y la muerte alcanzan
su paroxismo. Al fin aparecen las verdes praderas de Cundinamarca. Ya sabe que le
ha ganado la gran batalla a la deserción. Al mirar hacia la llanura de donde vienen
reconocen cada risco, cada paso sombrío, que la altura y la distancia minimizan, en su
justa dimensión. Pero todos recuerdan. Antes la muerte y lo que sea, que volver sobre
sus pasos. Ahora tan sólo queda vencer o morir. Antes de iniciar el descenso Bolívar
saca cuentas: de los tres mil hombres con los que inició el ascenso, han muerto mil
ochocientos. Con los mil doscientos que quedan y los patriotas neogradaninos, que
habrán de sumárseles tan pronto lleguen abajo; tiene gente más que suficiente como
para echar de la Nueva Granada al Virrey Sámano y a todo el ejército español. Mucha
agua ha corrido desde que perdió a Puerto Cabello siete años atrás. “¿Quién me
hubiese dicho que luego de ser víctima de aquella traición y de semejante pérdida,
donde estuve a punto de quitarme la vida con mi propia mano, me encontrase en la
cumbre de Los Andes, tal como lo hizo San Martín y Napoleón, cuando en un acto de
audacia cruzo Los Alpes?”. Al calor de una hoguera se deja arrastrar por el recuerdo.
Puerto Cabello, además de presidio, era el arsenal de la República. Era apacible,
sin duda; pero por eso mismo, inmensamente aburrido. Nunca sucedía nada, ni habría
de suceder. La disposición de la fortaleza la hacía inexpugnable. Bolívar se aburría
entre aquellas marismas putrefactas y llenas de fiebres que rodeaban al castillo. Su
única diversión era ir de vez en cuando a la ciudad y darse gustos con las alegres
mulatas de la cercanía. Entre los presos había un viejo sargento gaditano, de nombre
Domingo Guzmán, al que conoció de muchacho cuando iba a su casa solicitando
limosnas para un Niño Jesús que llevaba de un sitio a otro en una urnilla de cristal.
Era un viejo charlatán y con gracia andaluza, que terminó casándose con María La
Tinosa, una catirruana robusta que hacía arepitas en el mercado. A Bolívar le
gustaban sus dimes, chistes y diretes, cuando a su paso por los calabozos de arriba, a
los que hizo trasladar a Guzmán como recuerdo al mundo amable en que se
conocieron, lo detenía por un buen rato para referirle sus cuitas.
—¡Eh, Coronel Bolívar! —le decía en aquella ocasión— ¿qué hace Su
Excelencia, siendo un avezado y valiente militar, cuidando presos en vez de estar
peleando y al mando del ejército republicano, que con ese jefe que mientan Miranda,
no le veo el buen destino?
Guzmán le tenía particular saña al Generalísimo y aunque a Bolívar le
complacían en el fondo las críticas contra su jefe, a quien detestaba por haberlo

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relegado a una fortaleza, hacía aspavientos de protesta cada vez que el viejo Guzmán
lo hacía víctima de sus invectivas. Como además de santero, Guzmán era ducho en
yerbatería y ensalmos, Bolívar lo hacía llamar frecuentemente, más para aliviarle el
cautiverio a Guzmán y disfrutar de su charla chisposa, que por necesidad de sus
habilidades médicas.
—Hay un favor muy grande que quiero pedirle, mi coronel —le dijo Guzmán una
tarde—. El que esté muy pendiente de mi hijo Antonio Leocadio, quien ya anda por
los doce años.
—Es mucha la pena que me da el caso de este viejo Guzmán —dijo a su lado
Francisco Vinoni, segundo de Bolívar e italiano de nación. Al igual que muchos
extranjeros y hasta españoles había abrazado, desde el primer momento, la causa de
la República.
—¿Y eso por qué? —le preguntó Bolívar, más por decir algo que por saber la
causa de su compasión.
—Este pobre hombre, al igual que muchos canarios y españoles que están presos
en los calabozos de abajo no tienen idea de lo que es la República y el Rey. Así como
a algunos los tomó la guerra por sorpresa en territorio republicano haciéndose
insurgentes para evitar mayores males, otro tanto les ha sucedido a los que estaban en
Coro o en Maracaibo, realistas desde el primer instante.
—Tienes razón Vinoni —repuso Bolívar— tan pronto hayamos terminado con
este aventurero con suerte de Monteverde, todos serán perdonados.
Vinoni le produjo desde el primer momento una buena impresión y una
progresiva amistad en la medida que pasaban los días. En la soledad y el silencio de
la noche era su mejor compañero, a pesar de que Bolívar, fiel a su costumbre, se
metía en cama a las diez de la noche. Vinoni refería una historia de orfandad, de
guerras napoleónicas, de amores contrariados. “Algo habré de hacer por el pobre
Vinoni, cuando recupere mi cuota de poder”, se dijo más de una vez, luego de
escuchar las quejas de su amigo y confidente.
Aquel día era el matrimonio de Aymerich, Comandante de la Plaza de Puerto
Cabello.
—Voy a ir un momento al matrimonio —dijo a Vinoni—. Te quedas encargado
del castillo mientras voy y vuelvo.
—Vete tranquilo —repuso el italiano— que yo me encargaré de todo.
Rumbosa estaba la fiesta cuando tronaron los cañones de la fortaleza. Bolívar fue
el primero en salir a la calle. No pudo creer lo que veía: la bandera tricolor había sido
arriada. La sustituía la del Rey.
Vinoni en connivencia con Domingo Guzmán, su protegido, aprovechándose de
su ausencia liberaron a los mil prisioneros españoles, a los que armaron con el arsenal
de la República. Por su causa los armamentos no llegaron al Generalísimo y por ello
feneció la Independencia. Varias veces a lo largo de estos años le acudía el recuerdo
de Vinoni y el corazón se le constreñía del más profundo rencor. También supo que el

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viejo Guzmán, siempre con su chistorrería a punto, hizo de los prisioneros patriotas
que sustituyeron a los realistas, víctimas de una cruel lotería. Todas las noches se
rifaban los nombres de los patriotas que serían fusilados al amanecer. Lo más lóbrego
era que Guzmán ponía a su propio hijo Antonio Leocadio, de doce años de edad, a
que sacase de la urna lúdica la tarjeta con el nombre del prisionero que habría de ser
ejecutado. “De agarrarlo yo alguna vez —solía decirse— ya verá lo que es bueno”.
“Pero lo pasado, pasado está” —también se respondía— cuando en medio de los
sufrimientos o satisfacciones del presente, le volvía el mal recuerdo de Vinoni y
Guzmán, de Guzmán y Vinoni.
Hubo fuego y escaramuzas en el descenso al altiplano. En una de ellas pereció
O’Rooke el simpático irlandés que dio su vida por Venezuela. Los neogranadinos de
Santander se batieron con bravura, como lo hizo la legión británica y los llaneros de
Páez, y en particular Rendón y Leonardo Infante. Anzoátegui y su segundo en
mando, José María Córdoba, lucharon denodadamente con inteligencia y coraje.
Barreiro, el jefe español, les presentó batalla en el puente de Boyacá, en las
inmediaciones de Bogotá. Luego de dos horas de intenso tiroteo y de una veintena de
muertos se rindieron los españoles y el Virrey Sámano huyó de Bogotá disfrazado de
indio.
Bolívar con hidalguía hace su reconocimiento a Barreiro, el joven oficial español,
que ha luchado con bizarría. Luego de presentarle sus respetos, recorre el cuadro de
sus oficiales. De pronto empalidece y se detiene. Tres cuerpos más allá la presencia
de un rostro lo enciende y detiene. Es Francisco Vinoni, el traidor de Puerto Cabello.
Sin fórmula de juicio lo hizo colgar de un árbol que caía sobre el camino que iba
hacia la capital.

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XI

El 10 de agosto de 1819, Bolívar entra triunfante en Santa Fe de Bogotá, capital del


Virreynato de la Nueva Granada. Ha cumplido las tres máximas de Napoleón:
destruir al ejército enemigo, ocupar su capital y apoderarse del país. La Nueva
Granada a diferencia de Venezuela, que ha visto mermar en una cuarta parte a su
población y destruir su riqueza, es poco lo que ha sufrido con la reconquista española.
Pablo Morillo cebó su retaliación en quinientos notables que intelectualmente
conducían la revolución. Destruidos los cabecillas, el resto de los neogranadinos no
opuso resistencia. En Venezuela, cada cien millas había un caudillo que se oponía con
fiereza al español, sin parar mientes en lo que le sucedía a sus colegas. Si en el llano
estaba Páez, en oriente pugnaban Piar, Mariño y Bermúdez, además de Zaraza y
Cedeño.
“El gran mérito de Bolívar —como le decía Urdaneta al coronel caraqueño
Ambrosio Plaza— era habernos unificado bajo un comando único. De no haber sido
así, ya estaríamos pelados. Casi un cuarto de millón de venezolanos fue el precio de
nuestra desunión”. “No podemos negar que los venezolanos somos una vaina muy
seria” prosiguió Urdaneta, haciendo mofa de la escasa combatividad de los
neogranadinos. Ambrosio Plaza, joven mantuano caraqueño, preguntó con reticencia
al marabino:
—¿Rafael, tú como que estás llamando cobardes a los reinosos?
—No tanto como eso —repuso Urdaneta— pero la verdad es, y eso no lo digo yo
sino el propio Libertador, que los jefes de por aquí no pueden compararse ni por un
instante con los del lado de allá.
—Es que ellos son chibchas —contestó Plaza— y nosotros caribes. Ellos al igual
que mayas, aztecas e incas dependían de la voluntad de su rey o de unos pocos reyes;
depuestos éstos, el pueblo se sometía al conquistador. En Venezuela, al igual que
ahora, nadie le hacía caso a nadie. Como si fuera poco en nuestro país, lo que no
sucedió en Castilla, se desarrolló el feudalismo y además como siempre fuimos una
sociedad costeña y por consiguiente constantemente amenazada por piratas, ingleses
y holandeses, por trescientos años no hicimos más que pelear y aprender a
defendernos, lo que no le pasaba a esta gente, aquí en su altiplano y a mil leguas del
mar.
—Yo no creo en esas vainas —ripostó Urdaneta malhumorado—. De que tienen
la sangre agua pa’ la pelea, la tienen; así como hablan bonito, como no hay nadie.
—Santander, sin embargo, se portó muy bien con la infantería; al igual que ese
muchacho José María Córdoba.
—De Córdoba no tengo nada que objetarte. Ese muchacho es valiente al igual que
cualquiera de nosotros. De Santander, sólo puedo decirte que es la primera vez, y eso

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porque estaba entrando a su casa, que se fajó como los buenos. A mí no me gusta ese
carajo.
—Ten cuidado, Urdaneta, porque Bolívar lo tiene en un pedestal. Es un hombre
faculto y organizado…
A mí lo que me parece es uno de esos jinetes de escritorio, que como el viejo Zea
creen que se hace patria con pluma y tintero. Y no hablemos de lo adulante que es el
gran carrizo, además de tenernos ojeriza a todos los venezolanos. En una sola cosa
estoy de acuerdo con Páez: esto de estar libertando reinosos con nuestras armas, en
vez de conquistarlos para Venezuela, es criar cuervos para que nos dejen ciegos.
—Estás exagerando, Urdaneta, por Dios —repuso apaciguador el joven.
—¿Exagerando? Ya verás cuando pase el tiempo, cómo El Libertador está pelado
si piensa que puede unirnos bajo una misma bandera a venezolanos y neogranadinos.
El Libertador fue recibido con júbilo y regocijo por la población de Bogotá y por
sus autoridades. Un viejo enlevitado con aires de maestre-sala pretendió endilgarle un
discurso a su entrada en la ciudad, pero El Libertador que estaba cansado y “era más
malcriado que el carrizo” —como le observó el negro Infante a Rondón— lo paró en
seco y lo mandó para el cipote.
Santander que cabalgaba a su lado se mostró serio ante lo sucedido. Sabía que
Bolívar acababa de hacer un enemigo mortalmente peligroso. El viejo Azuero era un
intelectual de fuste, con gran ascendiente sobre los bogotanos. Santander calló. No
era el momento, tampoco, de importunarle, ebrio de gozo por los aplausos y por lo
vivas de la muchedumbre.
En las proximidades de la Plaza Mayor, veinte jovencitas vestidas de blanco lo
obligaron a subir a una carroza a la que uncieron y tiraron por las calles en medio de
las campanas de gloria y el júbilo de los cohetes. El Libertador no pudo reprimir una
evocación: Caracas 1813. Campaña Admirable. También había un carro del que
tiraban doce vestales. Fue el año en que le concedieron el título de El Libertador.
Entre las vestales había una morenita de talle espigado y ojos relucientes. Era Pepita
Machado, la novia mujer a la que conoció de niña. Ese mismo día la hizo suya y lo
siguió siendo en todos estos años. Ya son más de tres los que tiene sin verla. Ella en
San Thomas y él por todos los caminos de Venezuela echándola de menos mientras
combate a los enemigos de adentro y de afuera. A su hermana María Antonia no le
gustaba. No era de Los Amos del Valle, sino hija de un comerciante canario de
dudosa estirpe, que hizo fortuna en pocos años. Pero él no le hizo caso ni a Hipólita,
que a pesar de ser negra como la pez tenía respingos de mantuana. Las chicas
bogotanas que arrastraban su carro eran rubias de largas cabelleras. Tan pronto se
detuvieron frente al palacio del Virrey, se dieron vuelta mostrando sus caras. Todas
eran bellas y de semblantes alegres, pero hubo una en particular que fijó su atención
arrancándole un sacudimiento. Era alta, fuerte y decidida la mirada azul, que decía
por ella. Bolívar, luego de seis años en que conoció a Pepita y a innumerables
mujeres sintió un sacudón al contemplarla.

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—Se llama Bernardina Ibáñez —se apresuró a informarle Santander— y es de lo
mejor de Bogotá.
Se sintió dichoso al sentarse en el trono del Virrey Sámano. De inmediato
estallaron aplausos y vivas en todo el salón. El frío de Bogotá se caldeó por el
hacinamiento y el entusiasmo.
Esa noche al acostarse no sólo pensó en su gloria. En sus sueños de niño de
repetir la hazaña de uno de sus antepasados que acompañó a Federman, el alemán, al
altiplano de Cundinamarca en el momento mismo en que se fundaba Santa Fe de
Bogotá; entre sus sueños de rey y virrey, de armiño y corona, de ser y no ser
Napoleón, se asomó la chica de ojos grandes y nariz perfilada que con la mirada
simplemente le decía: “vente conmigo, Simón”.
Bernardina, como Pepita, amaba en los hombres más la gloria que el físico; más
el poder, que la bondad; más el coraje y la audacia, que el lenguaje terso del corazón.
Por eso cejó ante el primer reclamo de Bolívar, tal como lo hizo Pepita cuando entró
a Caracas con el título de El Libertador. Pero a diferencia de la caraqueña a la que
ascendió al llevarla a su lecho, Bernardina descendió al igual que Josefina cuando
accedió a ser la amante de Napoleón para ceñir un día la diadema imperial.
Bernardina no se equivocaba. Bolívar sería dueño del mundo. No mentía el día en
que escandalizó a los congresantes de Angostura cuando, en medio de un banquete se
trepó a la mesa y riendo la recorre con sus botas haciendo añicos platos y cristalería,
dijo a los presentes: “así se puede ir desde Panamá hasta el Cabo de Hornos…”.
Aquel Bolívar, que a muchos parecía haber colmado el vaso de la fortuna, era para
Bernardina un presagio apenas de lo que estaba por venir. Pero como toda mujer
tomada por la codicia, Bernardina a pesar de sus encantos se había quedado sin
lujuria y Bolívar, como lo dijo un poeta ramplón, “era hijo de Marte y de la Venus
esteatopígica”. Pasado el fogaje de la primera semana y de desenvolver ante los ojos
expectantes de Bernardina sus planes para el futuro, comenzó a preferir como añoso
marido la compañía de sus soldados y generales y también a callar sus impulsos
jactanciosos de muchacho enamorado. Si Bernardina tenía hermosos los ojos, por sus
pupilas se asomaban sus más recónditos pensamientos. Y Bolívar luego de tantos
años de desengaños y sinsabores había aprendido a leer los vertederos del alma.
Cuando la chica le habló mal de Santander, encomiando al viejo Azuero de cuya
importancia y rencor terminó por enterarse, sintió el dulce aburrimiento que precede
al hastío. Ya su fuego de cuarto de zambo caraqueño —como a sus espaldas se
mofaba la buena sociedad bogotana— no era suficiente para encender y calentar
aquel cuerpo escultural pero también marmóreo. Un día le comunicó lo que sentía.
Trató de no lastimarla al trastocarle sus ilusiones de grandeza. Él no quería ser rey, ni
tampoco virrey. ¿Qué dirían los negros como Leonardo Infante, Rondón y tantos
otros que en la primera noche de celebración “se fajaron rolo a tolete con los
bogotanos”?, como le comentó risueño el primero, para arrebatarles a sus hembras.

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—No, Bernardina, esto no puede, ni debe seguir. Es por tu bien. Yo soy un
hombre de campamento. Tengo por delante mucho que hacer. Yo no vine a Bogotá
para apoltronarme en el sillón del Virrey Sámano. Eres joven. Eres bella. No has
perdido nada por estar conmigo. Los reyes honran. En la Edad Media y en nuestros
días es un gran honor que el monarca haga uso de su derecho a pernada. Hay cientos
de oficiales jóvenes, buenos mozos y de buena familia que se sentirían dichosos de
desposarte. Ahí tienes a Ambrosio Plaza, mi pariente, se desvive por ti. Hay que ver
cómo le titilan los ojos cuando pasas a su lado. A ti tampoco te es indiferente. Yo
también lo sé. Ambrosio tiene un gran porvenir. Al reconquistar Caracas lo haré
Intendente de Venezuela, que vendrá a ser lo mismo que Virrey o Capitán General del
inmenso imperio que pienso formar teniendo a Los Andes como espinazo. No llores,
mi vida. No me gusta verte sufrir.
—Como tú digas, Simón. He terminado por comprender mi triste ilusión de
luciérnaga que se quema en la vela.
—¿Y quién te dijo esa zoquetada? —exclamó Bolívar entre su risa estridente—.
Seguro que fue el viejo Azuero, que como orador me parece malo y como poeta,
pésimo. ¿Me perdonarás, mi vida?
—Sí, Simón —repuso Bernardina mintiendo con descaro— no tengo nada que
perdonarte; no soy nadie, para oponerme a tu derecho a la gloria. Tienes razón, habré
de casarme con Ambrosio Plaza que es un buen muchacho, como bien lo dices, de
amplio y generoso porvenir.
El matrimonio de Bernardina con el general venezolano se celebró con toda
pompa apadrinado por El Libertador. Al despedirse, acompañado por Santander le
dijo:
—Menos mal que salí con bien de este trance; fue más peligroso que el paso de
Los Andes.
Santander rió con estrépito, celebrando la chuscada del Padre de Colombia y
pensó que Bernardina, al igual que el viejo Azuero, tenían el don de guardar
incorruptible el odio eterno.
Dos meses apenas duró la estada de Bolívar en Bogotá. Ese día dijo a su Estado
Mayor:
—Tenemos que regresar a Venezuela antes de octubre; aún nos quedan muchas
cosas que hacer.
Urdaneta, Soublette, Ambrosio Plaza, Leonardo Infante y Rondón lo miran
inquisitivos.
—Les tengo una noticia. Voy a dejar a Francisco de Paula Santander como
vicepresidente.
Un murmullo desaprobatorio salió del grupo.
—Más compostura, Infante —le ripostó con energía Bolívar—. Ésos no son
términos para juzgar a un general victorioso, que tan útil ha sido a la causa de la
libertad de nuestro país como el General Santander. El General Santander, además de

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sus méritos, es natural de la Nueva Granada. ¿Les gustaría a ustedes que yo eligiese
como vicepresidente a un neogranadino para que mandase en Caracas?
¡Claro que no! —repuso de inmediato Soublette que era el único de sus generales
a quien permitía el sarcasmo—. Como no nos gusta que el Vicepresidente de
Venezuela en Angostura sea otro neogranadino como el Dr. Zea y no un venezolano.
—Eso es por los momentos —repuso El Libertador al darse cuenta de la mala
respuesta—. Mientras no había sido conquistada la Nueva Granada era conveniente
dejar al frente de la vicepresidencia a un natural del Nuevo Reino para recabar el
auxilio y la connivencia de su gente. Por eso Zea está en ese sitio.
—Yo quisiera saber —preguntó a su vez Plaza con un dejo de altanería— ¿cuál
de las ciudades será la capital de la Gran Colombia: Caracas o Bogotá?
—Ya eso se previó en el Congreso de Angostura. Se elegirá de mutuo y común
acuerdo una ciudad fronteriza, que bien pudiera ser Cúcuta.
—¿Y por qué no Maracaibo? —intervino Urdaneta—. Tan fronteriza es la una
como la otra.
—Posiblemente —repuso Bolívar— se hará como en los Estados Unidos al
fundar una nueva ciudad, como Washington, para que sea la capital de la Unión.
—Ojalá todo sea así, como tú cuentas —repuso Soublette, olvidándose que en
actos públicos Bolívar detestaba el tuteo— porque por ahí andan diciendo los
neogranadinos que Bogotá será la capital del Imperio, por ser cabeza de virreinato,
por ser más antigua que Caracas y por estar a mitad del camino de Quito a Paria.
—Pues son ésas muy buenas intenciones para hacerla capital, General Soublette
—contestó El Libertador fulgurantes los ojos de odio.
—Pues yo no creo, Simón —contestó el caraqueño con doble reto— que un
imperio construido con sangre venezolana, vayan a permitir tus compatriotas que te
lleves la capital para Bogotá.
—¿Y qué hay con eso? —saltó Bolívar engallándose— ¿qué pasó con los
cumaneses y los barineses que hasta 1777 eran provincias autónomas cuando
Carlos III las unió bajo la égida de Caracas bajo el nombre de Gran Capitanía General
de Venezuela? ¿Se resintieron acaso por eso? ¿Se han rebelado contra el dominio de
Caracas?
—Pero, Simón —se atrevió a insistir Soublette— pareciera que estuvieras
hablando con los de la Legión Británica y no con nosotros. ¿De dónde viene la
rebelión de Mariño, Piar y Bermúdez contra tu autoridad? ¿No es acaso porque no
aceptan a Caracas como capital y quieren ser independientes? ¿Cuál es el problema
de Páez que obedece sin comprometerse? Páez es Barinas independiente. Aparte —
prosiguió Soublette— que si Bogotá es capital de virreinato, Caracas con sus cuarenta
mil habitantes duplica la población de Bogotá y es mucho más importante.
—Eso era antes de la guerra General Soublette. Ya Caracas no es Caracas.
El Libertador a caballo, rodeado de todos sus oficiales, con excepción de
Ambrosio Plaza y Leonardo Infante que han de quedarse en Bogotá, se dispone con

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todo su ejército a regresar a Venezuela. Aunque todo el mundo está enterado de que
Santander gobernará en su nombre, sólo en el momento de partir dice a los
colombianos:
—El deber me obliga a ausentarme a Venezuela para consolidar la paz definitiva.
Pero en mi ausencia os dejo a este gran hombre —agrega señalando a Santander—
que es el segundo Bolívar.
El improntus presuntuoso saca aplausos, gritos y vítores a la muchedumbre. Tan
sólo el negro Infante encoge el morrillo, exlamando sin temor a que lo escuchen:
—No jose, ahora sí es verdad que se perdieron esos quinchonchos.

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XII

El general margariteño Juan Bautista Arismendi cabalga lentamente hacia Angostura


seguido por su pequeño e improvisado ejército. El mes de diciembre atempera a
veces el tórrido calor orinoqueño. El militar de recio aspecto y terribles decisiones
lleva en su boca, como siempre, un tabaco guácharo apagado, del que no se
desprende sino cuando come y eso entre plato y plato o entre bocado y bocado.
Pocos días después de la marcha de El Libertador hacia la Nueva Granada, llegó
preso a Angostura por orden de Rafael Urdaneta, al oponerse a que quinientos
margariteños fuesen reclutados para el ejército del Este. Si Arismendi era terco y
empecinado, Urdaneta lo excedía en audacia y poder de mando. No obstante ser el
margariteño, dueño y señor de la isla, temido y venerado por sus habitantes, Urdaneta
sin más poder que el mandato de El Libertador y su propio arrojo, se enfrentó al
caudillo y lo desposeyó del poder. Por varios meses, Arismendi fue prisionero en
Angostura hasta que los avances del jefe realista Calzada sobre la capital provisional
de la República sembraron el desconcierto y el terror en la ciudad. El vicepresidente
Zea, a pesar de representar a Bolívar, jamás le había visto la cara al enemigo y la
guarnición de unos mil hombres estaba constituida en buena parte por inválidos de la
guerra. Santiago Mariño, reconciliado con El Libertador y militar de prestigio,
siguiendo su natural inclinación a la desobediencia y elegido jefe militar de la ciudad
además de congresante, le había abandonado en una incursión no consultada, dejando
a los republicanos sin ejército y sin jefe. El terror imperaba en la ciudad. Zea no
hallaba qué decisión tomar. Los congresantes que desde el comienzo condenaron el
plan constitucional de El Libertador lo culpabilizaron de la trágica situación en que se
encontraban por haberla dejado desguarnecida. Zea, como su representante, tenía que
sufrir a diario las invectivas de políticos, comerciantes y civiles. Alguien tuvo la
ocurrencia: el General Arismendi, preso en la fortaleza, era el hombre providencial.
Debería salir de la cárcel y encargarse de la vicepresidencia y también de la defensa
de la ciudad. Zea aceptó renunciar. Arismendi apenas salió a la calle, dictó la ley
marcial, poniendo en movimiento toda reserva humana capaz de empuñar un arma.
El enemigo fue batido. Cesó el terror que pesaba sobre los angostureños. Y el
General volvía satisfecho a la sede de su presidencia temporal. Poco antes de
marcharse denigró de Bolívar. Luego de su victoria el camino al poder supremo
estaba expedito. Se decía que Bolívar había muerto en el paso de Los Andes y
también que había caído prisionero de los españoles.
Al llegar a la orilla derecha del Orinoco repicaron alegres las campanas de
Angostura al otro lado del río. Sonrió satisfecho el General. El pueblo, su pueblo, lo
recibía como un caudillo victorioso. Luego sonaron uno tras otro los veintiún
cañonazos con que se saluda al Jefe de Estado.

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—Bien, pero muy bien —señaló a sus edecanes.
—Están alegres por su llegada, mi General —afirmó uno de sus lugartenientes.
—La cosa está lista —agregó otro con inflexiones lisonjeras—. Si no le pone
ahora la mano al coroto, no sé para cuándo lo va a dejar.
Arismendi guardó silencio sobre sus ambiciones. Para facilitar la situación
encomendó a su ejército que fueran pasando al otro lado del río. Él llegaría de último
con alguno de sus fieles. Pasaron, sin embargo, una y también dos horas desde que se
embarcara el último destacamento.
—No me explico qué pasa —dijo nervioso a su séquito—. ¿Por qué se tardan
tanto? ¿Qué esperan para venirme a buscar?
—La verdad es que no lo entiendo, mi General —asintió otro de sus validos—
pero, espérese, allá viene una barca grande y el que viene parece que es Chuíto.
Chuíto trajo la noticia de tanto festejo y celebración. La recepción no era para
Arismendi sino para el General Simón Bolívar, El Libertador, quien había entrado en
la mañana triunfante en Angostura luego de vencer a los españoles y apoderarse de la
Nueva Granada.
—¡Hijo er diablo! —sólo pudo exclamar el margariteño y con rostro esquinado y
su tabaco en la boca se resignó temeroso a cruzar el Orinoco.
Tan pronto El Libertador terminó de hablar al pueblo y al gobierno y de
explicarles la nota y magnitud de sus éxitos, dirigió una mirada a Brión, Sucre y otros
oficiales que le rodeaban. A pesar de que el momento era propicio al júbilo y la
alegría percibió en sus hombres, y en especial en Brión, ese envaramiento cejijunto
de los que portan malas noticias.
—¿Qué pasa, Brión, por qué tiene usted esa cara? —le preguntó en voz baja al
Almirante, cuando se dirigía hacia su alojamiento—. ¿Es que acaso me oculta algo
malo?
—Sí y no, Libertador, —repuso el curazoleño— si por una parte se va a alegrar
mucho con la nueva, ella también arrastra algo de sufrimiento.
—No entiendo —comentó enriscado.
—Está entre nosotros la Srta. Pepita Machado.
—¡Pepita! —exclamó El Libertador a grito herido—. ¿Pero cuándo llegó? ¿Cómo
fue eso?
—La traje yo mismo de San Thomas, hace menos de un mes, cuando fui en busca
de mil legionarios británicos.
—¿Y cómo está ella?
—Mal Libertador —repuso Brión entrecortado— tiene mucha fiebre y tose
mucho. La pobre se ha adelgazado que es una barbaridad. Está en el hueso.
Bolívar no aguardó más comentarios. Clavó las espuelas en su bestia y a galope
tendido corrió hacia la residencia.
De la bella morena quedaban tan sólo sus ojos. Cuando la vio adormilada en la
cama, por un instante la creyó muerta. Tal era su perfil y el color amarillento de su

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piel.
—¡Pepita! —clamó, echándose sobre la cama con desesperación, alegría y
tristeza.
Ella abrió los ojos y se incorporó para abrazarlo. Los dos amantes lloraban entre
caricias y besos. La escena era tan confusa y dolorosa que el Almirante Brión ordenó
a las matronas que la acompañaban que se esfumaran. Él mismo cerró la puerta e hizo
de centinela por tres horas ante la puerta. Cuando al fin salió Bolívar de la habitación,
había envejecido diez años. El fulgor de sus ojos había desaparecido; las arrugas que
cruzaban su cara, eran más largas y profundas; sus movimientos, lentos y pesados; no
obstante el deseo satisfecho que hizo gemir la cama para calmar su pena, traía puesto
el mismo uniforme de campaña. Con su formalismo habitual ordenó que llamasen a
las tías de su amada, compañeras inseparables de la “niña Pepita” para prevenir las
murmuraciones. Luego dijo impersonal para que lo escuchasen todos:
—Debo quitarme este uniforme que cargo encima desde hace dos días. Antes me
voy a dar un buen baño.
Fue un médico alemán, de apellido Siegart, quien hizo el diagnóstico:
—La Srta. Machado, padece de tuberculosis. Me temo, Libertador, que su mal
está avanzado.
—¿Tuberculosis? —exclamó incrédulo—. Mi madre murió de tuberculosis…
—El clima de Angostura —prosiguió el médico— ha agravado su mal. No hay
nada peor que el calor húmedo para esta enfermedad.
—¡Bogotá! —le brotó de la boca como una respuesta o una ocurrencia—. ¿Cree
usted, doctor, que llevármela a un clima frío, como el de Bogotá, le haría bien?
—Meses atrás, quizás —repuso profesional el aludido—. Ahora, no sé. No es
bueno para su estado una travesía tan larga y tan dificultosa.
—¿Y qué sucederá de quedarse en Angostura?
El médico no respondió ante la pregunta del hombre que más admiraba en su
tiempo y que por amor a su grandeza vino en su búsqueda desde Hamburgo. Lo miró
tan sólo a sus ojos, hasta saltársele las lágrimas.
—Entiendo doctor —le dijo compasivo al germano, tomándolo con afecto por el
hombro—. Tenga fe en Dios —agregó a pesar de su agnosticismo— y también en mí.
Si abatí al poder español y al paso de Los Andes, también habré de derrotar a esta
terrible enfermedad. ¡Almirante Brión! —gritó de pronto, cambiando de tono y de
mirada— dígale al Dr. Zea, Vicepresidente de la República, que convoque para el 14
de diciembre, hoy estamos a 11, para el Congreso Constituyente. He de informarle al
igual que al país los resultados de mi campaña.
—Como usted lo ordene, Libertador —repuso humilde el jefe de la Armada.
—Y que se tomen las medidas pertinentes para mi partida el 24 de diciembre en
la noche. Regreso a Bogotá.
—¿A Bogotá? —comentó incrédulo Brión.

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Bolívar desposeído del abatimiento que minutos antes lo embargaba repuso
violento:
—Sí, a Bogotá ¿y qué hay con eso?
—Nada, nada Libertador —repuso el Almirante, alejándose hacia la calle
mientras murmuraba.
—Ya sabía yo que la mala suerte volvería sobre nosotros cuando la niña Pepita se
uniera al Libertador. —Brión no le perdonaba a la caraqueña el terrible fracaso de
Los Cayos—. En sus faldas se murieron mil hombres, veinte cañones y dos mil
fusiles —comentó al legionario Hormat que lo acompañaba—. Y cuídese amigo mío,
de no caer en su lengua. No existe en toda Venezuela una mujer más intrigante y
politiquera que la morenita ésa por la que se vuelve loco El Libertador. Y si no le
hiciera caso, pase; pero la niña Pepita tiene más ascendiente sobre Bolívar que todos
los sabios que lo rodean. Quien le cae mal se precipita en el olvido, sean cuales
fuesen sus méritos. Por su causa El Libertador ha perdido valiosos colaboradores; de
la misma forma que ha encumbrado a sus amigos y parientes. Esa mujercita, ahí
donde usted la ve, puede ser la causa del fracaso de Bolívar y por consiguiente del
esfuerzo de todos nosotros.
—El ejército, sin embargo, parece quererla —contestó el legionario, un
revolucionario puro que no permitía la menor vacilación a sus compañeros de
doctrina—. Cada vez que sale a la calle los soldados vivaquean su nombre. Y cuentan
los legionarios que viajaron con ella, como usted mismo habrá constatado, que
cuando se sentía bien, cantaba y tocaba la guitarra para la tropa.
—Ni canto, ni guitarra son virtudes para meterse en política y menos en el papel
de consejera.
—Eso es muy cierto —contestó el francés, haciendo una mueca interrogativa.
En los cinco días que mediaron hasta el Congreso, Bolívar apenas salía de su
residencia, dividiendo el tiempo entre atender a Pepita y a los asuntos del Ejecutivo,
aunque su amante permaneciese a su lado cuando dictaba a sus secretarios o recibía a
importantes personajes en audiencia. Mr. Irving, representante del Congreso
norteamericano, hombre de mal carácter y escaso talento, no vaciló en comentar
luego de ser recibido por El Libertador y Pepita en cinco breves minutos:
—Ya me olía que Bolívar no es más que un rey disfrazado de Presidente; lo que
ignoraba es que Venezuela tuviese reina que compartiese con el monarca la
responsabilidad del trono.
Pepita, como lo dijo Brión, intervino activa y eficazmente en el ascenso y
descenso de los colaboradores de Bolívar. Así como supo recomendar al joven
general Antonio José de Sucre para mejores destinos, cegó la carrera política del Dr.
Zea al mostrarle a Bolívar que no era más que un timorato a pesar de su sapiencia.
Como El Libertador necesitaba un agente diplomático en Europa para solicitar un
empréstito, Pepita le observó que el depuesto Vicepresidente de la República era el
hombre indicado.

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La presencia de Bolívar obró milagros en el aspecto y en la enfermedad de su
amante. Aunque Brión explicaba su caso como “una alegría de tísico”, la bella
caraqueña de otros tiempos se repuso verticalmente de sus quebrantos. Y aunque la
fiebre no cesaba de presentarse en las tardes, disminuyó la tos y cesó la postración.
—Ése es el huevo de caimán que tanto me recomendaron —observó una de las
tías que la acompañaban, a un grupo de oficiales, que estallaron en carcajadas cuando
Soublette comentó que no era de caimán el huevo que tan bien le sentaba a Pepita.
El Congreso se reunió el 14, como lo ordenó El Libertador. Por unanimidad se
aceptó la solicitud de los pueblos de la Nueva Granada, de unirse a Venezuela en una
sola y gran nación que en honor al descubridor se llamaría Colombia o La Gran
Colombia. Las provincias de Quito y Guayaquil, por haber pertenecido al Virreinato
de Santa Fe, serían consideradas territorio de La Gran Colombia, aunque todavía
estuviesen bajo el dominio español. El país quedaría dividido en tres provincias,
Venezuela, Nueva Granada y Ecuador y tendría tres capitales: Caracas, Bogotá y
Quito, hasta tanto el Congreso a reunirse ulteriormente decidiese cuál sería la sede
del gobierno. Bolívar, a pesar de sus negaciones de sainete, como comentaron sus
detractores, fue elegido Presidente por unanimidad y el depuesto Zea fue reelegido
Vicepresidente. A Arismendi, el usurpador, tendió un manto de clemencia,
poniéndolo a su servicio. Sobre Mariño escribió a Santander: “yo no sé qué hacer con
este hombre”.
Terminó por enviarlo al ejército del Oeste, donde su rival era un desconocido.
Bolívar había dejado de ser el guerrero impetuoso para transformarse en maduro
estadista. Estaba en el apogeo de su gloria. El ejército español se tambaleaba. Páez se
había sometido a su autoridad. Santander regía a la Nueva Granada correctamente.
El 17 de diciembre, fecha en que terminó la sesión del Congreso, se consideró un día
fáustico. En su exposición afirmó Bolívar: “Colombia tendrá una importancia que
Venezuela y Nueva Granada nunca hubieran alcanzado separadas”.
La Tarde de Navidad de 1819, como lo había prometido, se embarcó con Pepita y
su ejército en la flota del Orinoco. El viaje por río apaciguó su espíritu y encendió el
estro de sus anhelos con la caraqueña. Al tercer día de navegación retomó la tos y la
fiebre. No hubo pócima, ni medicamento que detuviese la enfermedad de Pepita. La
melancolía lo volvió a abatir al ver como escapaba la vida de su mujer. Pensó una vez
en María Teresa su primera y única esposa, muerta de fiebre amarilla en Yare, a los
ocho meses de haberse casado con ella en Madrid.
“Es que no habrá paz para mí, se lamentaba en la proa mirando fijamente hacia el
poniente. Primero fue mi madre, luego María Teresa, ahora Pepita”.
Al llegar a Achaguas, Pepita esputó sangre.
—¡Es el final —clamaron los allegados y la servidumbre— ha hecho una
hemoptisis!
A una expectoración rutilante sucedió otra. Subió la fiebre. Perdió el sentido.
Respiraba apenas. En un momento dejó de hacerlo. En una loma a dónde no llegan

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las aguas cuando la llanura se inunda, Bolívar enterró a su compañera por más de
siete años de angustiante presencia y espera. Comprendió en ese momento, y así lo
dio a entender en sus escritos, que la gloria y el poder no valían nada si al ser amado
se lo lleva la muerte. Pepita, desde que perdió a su primera mujer dieciocho años
atrás, hubiese sido el único ser que hubiese quebrantado su voto de permanecer viudo
hasta el final de sus días. Por ella, a pesar de todos sus triunfos y laureles, hubiese
aceptado “el ser un pacífico alcalde en San Mateo”. La muerte de Pepita entenebrece
y contamina su imaginación. En medio del éxito más clamoroso, “el hombre de las
dificultades” como se autotituló, el caudillo que supo sacar fuerzas para sacar a su
pueblo adelante en medio de las mayores adversidades, se torna fatalista y negativo
por algunas pequeñas rajaduras del soberbio edificio político que ha creado con su
cerebro y con su espada. Le molesta que los militares vean la patria como
recompensa; le entristece observar cuánta reticencia hay en venezolanos y
neogranadinos por perdonar a sus enemigos monárquicos a los que tiende el puente
del perdón y del olvido. Santander, según ha sido informado, desoyendo sus órdenes
de perdonar a los vencidos, ha fusilado en la Plaza Mayor de Bogotá al hidalgo
coronel español Barreiro y a treinta y nueve oficiales. Como si fuera una tontería su
crimen, el neogranadino le escribe solicitando su perdón con argumentos de niño.
“Estoy decidido —había escrito dos meses antes— a decir adiós a Venezuela y
dirigirme a Chile o a Lima para morir… Por dondequiera que voy hay desunión y
desorden. Pronto vendrá la muerte. ¡Qué pueblo infernal tenemos aquí! Ahora, decía,
camino hacia Bogotá”:
“Me he convencido más y más, que la libertad, ni las leyes, ni la mejor
instrucción, nos pueden hacer gente decente. En nuestras venas no corre sangre, sino
maldad mezclada con terror y miedo”.

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XIII

Por muchos días la tristeza abatió a El Libertador por la pérdida de Pepita. Como un
fantasma, arrebujado en su capa, marchaba al frente de sus hombres camino de
Bogotá. Era poco lo que decía y nada lo que ordenaba en aquella larga travesía a
través de llanuras inmensas que si en los meses de lluvia se inundaban hasta parecer
un mar, en el verano era un dilatado pajonal reseco. El ascenso por la cordillera no
varió su pesadumbre. No miraba, veía al trasluz. Más de una vez deseó arrancarse la
vida con sus propias manos, como por más de seis veces intentó hacerlo en los tantos
malos momentos que hubo de padecer desde la pérdida de Puerto Cabello. A veces
decía a sus íntimos que estaba cansado de todos y de todo; que tan sólo deseaba, ya
que había cumplido su misión, retirarse a la vida privada abandonando para siempre
la política. Era un coloso carcomido por la melancolía.
—Yo lo he visto peor —comentaba Soublette a otro general de la más alta
jerarquía que no ocultaba la desazón que le producía la congoja de El Libertador—.
Luego se recupera y vuelve a ser el mismo o peor. No se preocupe mi general.
No erraba Soublette. Tan pronto llegaron a la cima de la gran sierra y apareció
abajo la verde extensión de Cundinamarca, Bolívar sacudió, aunque no de un todo, la
depresión profunda que lo embargaba. Cuando tocó la llanura fría del altiplano
pareció despertar de un largo y pesaroso sueño. Sonó su carcajada. Fulguraron de
vida sus ojos y al grito de ¡adelante! cabalgó con bríos en dirección a Bogotá, donde
pueblo y gobierno lo recibieron entre vítores y manifestaciones de afecto.
Santander, a pesar del asesinato del coronel español Barreiro y de otros treinta y
nueve oficiales, había regido con acierto a la Nueva Granada. Santander era muy
joven, no alcanzaba aún los treinta años. Era de naturaleza vehemente a pesar de su
apariencia de hombre flemático. Nunca perdonó a los españoles el asesinato de
quinientos prohombres, tal como lo ordenó Morillo. El fusilamiento de Policarpa
Salavarrieta, su bella y heroica compatriota, fue para él desgarrador. No pudo
contenerse al tener el poder absoluto en sus manos descargar su odio y su rencor, tal
como lo hiciera él con los ochocientos españoles que por orden suya fueron
ejecutados en las bóvedas de La Guaira. El incumplimiento de una orden tan
importante como la que dictase sobre el destino de los vencidos, era una falta grave,
que años atrás le hubiese costado a Santander su destitución sucedida de presidio o
ejecución. Pero era mucho lo que había aprendido y cambiado en los últimos tres
años sucedidos desde la muerte de Piar. Hasta entonces había sido un eterno
perdedor; inseguro de su destino, acuciado por el rencor, harto de la rebeldía de los
caudillos. Cuando se es joven tan sólo se piensa en matar al que obstaculice los
planes de gloria. Luego se descubre que se puede hacer más, pero mucho más,
negociando, negando y sopesando virtudes y defectos del rebelde. Santander podía

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ser cruel y enemigo de los venezolanos, pero tenía la gran virtud de ser un gran
administrador y fiel a su persona a pesar de la animadversión que sentía hacia sus
compatriotas. ¿No era ése acaso el problema de José Antonio Páez? El llanero
detestaba tanto a los neogranadinos, como Santander a los venezolanos. Ambos eran
dos claros exponentes del regionalismo a ultranza. Ambos también eran muy jóvenes,
moldeables por consiguiente. Al paso de los años se borrarán en cada uno esas
diferencias que hoy por hoy los hacen aceite y vinagre.
Santander le tenía grandes noticias sobre la marcha de los acontecimientos. La
Nueva Granada a diferencia de Venezuela estaba intacta. Sus fundos agrícolas
estaban en plena producción; las minas de oro y de plata hacían de La Gran Colombia
una nación rica y próspera, que le permitiría avituallar su ejército con todo el material
de guerra que fuese necesario para liberar a Cartagena, a Antioquia y al valle de
Cúcuta de los focos monárquicos que aún quedaban. A Cartagena envió a Tomás
Montilla y un batallón de irlandeses a sitiar la ciudad. José María Córdoba, a pesar de
su juventud, era un guerrero formidable. Bolívar le encomendó la liberación de su
región nativa. En Cúcuta, en la frontera con Venezuela, estaba Pablo Morillo. El
Generalísimo español tan sólo retenía en su poder los pueblos de la cordillera andina
desde San Cristóbal a Caracas, además de las provincias de Coro y de Maracaibo.
Morillo permanecía estacionario en la región. Su pasividad tenía una razón: en Cádiz
se organizaba una expedición de veinte mil hombres, que habría de partir en
cualquier momento en dirección a Venezuela. Bolívar no ocultaba a Santander y a su
alta oficialidad el peligro que aquella expedición representaba para la libertad de
Venezuela y de la Nueva Granada.
—Hay que verle la cara —decía aquella mañana— a otros veinte mil veteranos
iguales a los que vinieron con Morillo y que, a Dios gracias, hemos reducido a la
mitad.
—Otra noticia lo esperaba. Inglaterra había reconocido la Independencia de
Colombia. Un cónsul residenciado en Bogotá representaba a Su Majestad británica.
El diplomático fue del agrado de El Libertador. Lejos de su cautela profesional
expresaba sin tapujos su simpatía por la joven nación y el genio de El Libertador. Ese
día, pasadas las diez de la noche, el cónsul se presentó en el palacio de San Carlos.
—Sé muy bien —le decía al oficial de guardia— que El Libertador se recoge a
sus habitaciones a las diez de la noche, pero le traigo noticias importantes y muy
gratas que es indispensable comunicárselas ahora mismo. Despiértelo, por favor.
—¿Despertar yo al Libertador? —repuso con asombro el oficial—. Usted debe
estar loco señor Cónsul. Ni yo ni nadie se atrevería a hacerlo.
—Yo sí me atrevo, señor Cónsul —repuso Urdaneta apareciendo súbitamente—.
Espere aquí mismo.
—Perdone General Urdaneta —expresó el oficial temeroso— pero El Libertador
está… Y murmuró un nombre en voz baja.

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—Me importa con quien esté y lo que esté haciendo. Es una razón de Estado y la
más importante para que el señor Cónsul, que no es loco, exija hablar a estas horas
con el Jefe de Estado. ¿No es así señor Cónsul?
—Tal como usted lo dice General.
A los pocos minutos regresó Urdaneta. Por su palidez y voz farfullante, se veía
que acababa de pasar un mal momento.
—El Libertador lo recibirá dentro de algunos minutos.
Desde la sala contigua a la entrada principal, el británico espera la aparición de El
Libertador. Ha transcurrido más de media hora y el jefe de Colombia no aparece. Su
puntualidad británica y el rígido protocolo comienzan a invadirlo en terrible angustia.
Un enviado del Rey de Inglaterra puede esperar quince minutos, pero no treinta, a un
Jefe de Estado. Para apaciguarse recorre de un lado a otro el elegante salón. Pasan
otros quince minutos y nada sucede. La chimenea de la habitación y su nerviosismo
lo asfixian. Abre una ventanilla que da a la calle. Una ráfaga helada le da en la cara.
Ya se dispone a cerrarla cuando el ruido de un coche llama su atención. Es un
modesto carromato con un postillón. Sonríe. Sus espías le han advertido que en él
llevan y traen a las mujeres de Bolívar. Recios pasos que avanzan hacia él lo sumen
entre el miedo y la curiosidad. Pudiera ser Bolívar. No sería adecuado que el
representante de Su Majestad Británica, esté asomado por un postigo como una vieja
chismosa. Ya cierra la portezuela cuando escucha entre los pasos de varón el taconeo
de una hembra.
“Ya me imaginaba que algo muy grande tenía que retener a El Libertador para
hacer esperar más allá de lo convencional al representante del rey de Inglaterra”. Se
abre sigiloso el portón que da a la calle. Un hombre alto vestido de paisano franquea
el paso a una mujer. A pesar de la amplia capa y del tapado que la envuelve, la
reconoce. Su silueta y su estatura le son inconfundibles. Son muchas las veces que la
ha contemplado y deseado. Entra en el coche. Trepa el oficial disfrazado de paisano
al lado del postillón. Se aleja el vehículo por las calles solitarias de Bogotá.
“¡David y Betsabé! exclama el británico, jamás me lo hubiera imaginado. El
marido en el frente y ella recién parida calentando el lecho real”.
De un golpazo se abrió la puerta. Dos húsares de la guardia de honor se adosaban
a cada hoja de la alta puerta. Acto seguido entró Urdaneta.
—Ya viene Su Excelencia, El Libertador —dijo dando pasos atrás hacia el
corredor, cuadrándose militarmente.
—Buenas noches, señor Cónsul —saludó Bolívar con jovialidad, aunque el fuego
de sus ojos no aseguraban nada bueno al enviado de Inglaterra.
—Siéntese por aquí y veamos qué buenas o malas nuevas lo traen a palacio a tan
altas horas.
—Mejores no pueden ser, Excelencia, a la causa de la libertad. La expedición
española de veinte mil hombres que se aprestaba a partir de Cádiz en auxilio de
Morillo, ya no vendrá.

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—¿Cómo dice, señor Cónsul? preguntó El Libertador poniéndose de pie.
—Tal como lo escucha Su Excelencia. Esta noche he recibido un correo especial
con instrucciones de informarle a Su Excelencia que los Generales Riego y Quiroga,
jefes de la expedición, se han insurreccionado contra Fernando VII, obligándole a
aceptar la Constitución de Cádiz.
—¿Y entonces? —preguntó Bolívar jubiloso, adivinando el resto del contenido.
—Que jefes y soldados se niegan a venir a Venezuela a combatiros, ya que
consideran legítimo el derecho de estos pueblos a ser libres y soberanos.
—¡Viva! —exclamó El Libertador, dando rienda suelta a la alegría que se le venía
encima—. ¡Guardias! —exclamó estentóreo—. ¡Que venga el General Urdaneta! —
ordenó a los confusos y alertados legionarios que entraron a la habitación con mirada
asesina.
—Ahora sí sonó definitivamente la hora de la libertad de América. Gracias señor
Cónsul. Ya Morillo tendrá que cambiar de táctica. De nada le valdrá esperar al
ejército que nunca vendrá en su ayuda. Gracias señor Cónsul. Reciba usted el
agradecimiento de Colombia y el mío. Tenía usted toda la razón del mundo no sólo
en despertarme, sino de sacudirme con sus propias manos de haberme tardado un
minuto más.
Al despedirse y franquear el corredor, el cónsul inglés escuchó a Bolívar decirle a
Urdaneta:
—Prepárese General a invadir a Venezuela. Muy pronto estaré en Caracas, en mi
Caracas de siempre, a la que anhelo hace más de siete años de guerra y horror. Y con
la más plácida y enigmática de las sonrisas se quedó en silencio mirando al fuego. Y
se vio de nuevo en la vieja casona de San Jacinto. Y también en las vegas que rodean
el Guaire. En ese entonces, a pesar de la orfandad, era dichoso. Y pensó en la negra
Hipólita, su madre negra. Y en María Antonia, su hermana, tan testaruda como él.
Permaneció fiel a la causa del Rey, aunque el más querido de sus hermanos fuese el
jefe de la rebelión contra España. Y pensó en las hallaquitas de chicharrón y en las
tortas bejaranas, y en el perfil de sus mantuanas y en el sofoco de cujizal de las
negras bonitas. Y en El Ávila, ante cuya sombra nacieron y murieron siete
generaciones de Bolívar cuando en el Valle de Santiago se dijeron las primeras
palabras en español. No hay río más claro que el Anauco, ni guanábanas más dulces
que las de mi tierra, ni mejor viento, ni mejor frío, ni mejores tucusitos para libar las
flores.
Hasta las cuatro de la mañana, su hora habitual de despertar, El Libertador durmió
el más plácido sueño que no había tenido en muchos años. Al abrir los ojos se
incorporó de un salto. Rafael Urdaneta, quien le veló el sueño hasta el alba en una
butaca, terminó capitulando entre largos y sonoros ronquidos. El Libertador lo miró
con afecto. Era sin duda el más leal y eficaz colaborador de todos cuantos lo
rodeaban, a pesar de su carácter áspero y poco dado a la alabanza y a la intriga. “Con

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diez hombres como Urdaneta —se dijo— no tendría nada que temer por el porvenir
de Colombia”.
—General Urdaneta —le dijo en voz alta al marabino.
—¿Qué pasa, qué pasa? —respondió el otro adormilado.
—Que ha llegado el momento de liberar a Venezuela de los españoles. Vamos a
ponernos a trabajar ahora mismo. Venga mi amigo, vamos a desayunarnos. Y entre
arepas humeantes sazonadas con picante bogotano comenzó a planificarse la
campaña que un año más tarde debería llevarlos a Carabobo.

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XIV

Luego de dos horas de intenso fuego y cargas de caballería, Simón Bolívar derrotó al
ejército español en las sabanas de Carabobo, a cuarenta leguas de su amada Caracas.
De los cinco mil españoles que se enfrentaron a los patriotas tan sólo quinientos
salvaron la vida, retirándose en cuadro cerrado hacia la fortaleza de Puerto Cabello. A
menos de seis meses de planificar la batalla, El Libertador pudo decir con
satisfacción: con excepción de Puerto Cabello y Cumaná, Venezuela ha quedado
liberada para siempre del yugo español. Caracas, luego de siete años de intentonas
frustradas para reconquistarla, se ofrecía expedita al conquistador. Las pérdidas
sufridas por los patriotas fueron de consideración. La Legión Británica fue casi
diezmada por el fuego español. Negro I, el ladino edecán de Páez, murió a
consecuencia de un balazo muy cerca del corazón. Por largo trecho, y en medio de
dolorosa agonía, corrió hacia su jefe. Páez al verlo de espaldas al enemigo lo increpó
duramente, tildándolo de cobarde:
—No huyo Tío —se excusó el negro antes de desplomarse—. Vengo a decirle
adiós porque estoy muerto.
Nadie había visto llorar a Páez, como lo hizo sobre el cadáver de su espaldero. La
ira enconada sucedió al dolor agudo. De un salto montó sobre su bestia y enarboló su
lana para embestir al enemigo. Como solía sucederle en momentos de intensa
emoción la epilepsia lo sacudió y lo tumbó al suelo con su caballo. Ya no estaba
Pedro Camejo para auxiliarlo.
Privado de sentido en medio de un campo de batalla, aún indefinido, hubiese sido
fácil presa a cualquiera de los soldados realistas que a pie y a caballo pasaban y
saltaban alrededor de él. Buena parte de los llaneros que permanecieron al lado de
España lo conocían de vista. Quien capturase al catire Páez, vivo o muerto, tenía
asegurada su fortuna. Un jinete mestizo con las banderolas del rey en su lanza lo
reconoció al instante. Se llamaba Agapito, había sido amigo de Páez en otros tiempos
y desde los inicios de la guerra sirvió a la causa del Rey, siendo uno de los mejores
lanceros de Boves. Un soldado, casi un niño, que a escasos pasos de Páez simulaba
estar muerto, creyó haber llegado a su último momento cuando Agapito lo pinchó con
su lanza:
—Deje de hacerse el muerto, mi amigo y ayúdeme a salvar al General Páez.
—Como usted mande mi jefe —respondió el otro aterido de miedo.
—Incorpórelo, entonces, ya que sólo está desmayado; mientras yo agarro a aquel
caballo que viene sin jinete.
Entre Agapito y el soldado montaron a Páez a duras penas en el caballo sin
dueño.
—Ahora encarámesele atrás y lléveselo con su gente.

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Cuando Páez se recuperó de su estupor se encontró frente a El Libertador, quien
lo saludó con júbilo por haberse ganado definitivamente la batalla. Allí mismo lo
ascendió al rango de General en Jefe. Cuando el soldado le refirió a Páez lo que por
él había hecho Agapito, no pudo menos de expresar su extrañeza.
—¿Estás seguro que era Agapito? —preguntó al soldado—. Pero si él era uno de
los más bravos defensores del Rey. Que yo recuerde, aparte unos tragos compartidos
antes de la guerra, no me debía nada. En una ocasión hasta cruzamos lanzas. Nunca
me imaginé que fuera yo santo de su devoción.
—A lo mejor —opinó alguien— estaba comprando su salvoconducto para la
libertad. Desde un principio se vio que la batalla estaba a nuestro favor.
Días después de Carabobo una columna realista, entre la cual se encontraba
Agapito, pretendía embarcarse en los navíos que acudieron en su rescate, cuando
fueron rodeados por el ejército patriota. Siguiendo las instrucciones de El Libertador,
quien hacía de jefe se mostró magnánimo permitiéndole a los venezolanos que
servían a la causa del Rey embarcarse en los navíos españoles o incorporarse al
ejército patriota. Agapito, fiel a su causa, y a pesar de sus méritos al salvarle la vida a
Páez desechó la amnistía y se embarcó con los realistas.[5]
Entre los muertos del lado patriota estaba José Antonio Mina, el edecán de Piar
quien siempre se mantuvo fiel a su memoria. Fue él, junto con el Coronel Aramendi,
de los hombres de Páez, quienes quisieron cobrarle a Manuel Cedeño, la traición que
éste hizo con Piar. “El bravo de los bravos de Colombia”, como apodó a Cedeño El
Libertador, murió heroicamente al lanzar su caballo contra un destacamento enemigo.
Aunque fueron muchas las balas que lo perforaban alguien afirmó que antes de
recibirlas, ya estaba muerto por un tremendo tiro de fusil en la espalda. Bolívar sintió
mucho la desaparición del valiente guariqueño, quien tan útil y leal le fue para llevar
a Piar al cadalso. Pero había otra muerte que habría de provocarle el dolor más
agudo: Ambrosio Plaza, jefe de la retaguardia, marido de Bernardina Ibáñez, paisano
y pariente suyo, cayó bajo el fuego realista.
—¡Pobre Ambrosio! —exclamó—. ¡Pobre Bernardina! Le escribiré ahora mismo
dándole cuenta de tan mala noticia.
Ninguno de los altos oficiales que lo rodeaban se permitió el menor comentario.
Tan sólo Rafael Urdaneta hizo un mohín, poniendo por un momento los ojos en
blanco.
—Bueno —agregó Bolívar— así es la guerra. A veces se gana y a veces se pierde.
El camino de Carabobo hacia Caracas pasa por San Mateo. Al llegar al villorio en
cuyas proximidades se encuentra el ingenio azucarero de la familia, Bolívar quiso
descansar por unos días en la vieja casona, tan llena de recuerdos, antes de
enfrentarse al júbilo de sus paisanos. Es más de media noche y para sorpresa de sus
edecanes, no yace dormido en su hamaca, como debería estarlo desde hace más de
dos horas, de acuerdo a su costumbre. Desde las gradas de la casa grande, parece
ensimismado en el hermoso valle alumbrado por la luna. Está a un día de jornada de

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su Caracas y tiene miedo. A pesar de la perfección de sus cálculos y de las
circunstancias insólitas que lo ayudaron a derrotar al enemigo, como fue la
insurrección de Riego en España, lo que privó a Morillo de veinte mil veteranos, todo
le parecía un sueño. Él mismo condujo al ejército que habría de enfrentarse al de
Pablo Morillo acantonado en Cúcuta, a escasas millas de Venezuela. Si la extinción
de la imponente expedición de Riego le insufló optimismo y energía para combatir al
enemigo, en el ejército español y en Morillo, como se lo confesara después el propio
Generalísimo a raíz del encuentro que tuvieron en Santa Ana de Trujillo ambos jefes,
el efecto de la noticia fue catastrófico, sembrándose el desconcierto y el pánico entre
sus hombres. Ya del lado del Rey nadie confiaba en la victoria. Desde el
Generalísimo hasta el último corneta sabían que Bolívar indefectiblemente terminaría
por aniquilarlos. Las deserciones en el campo realista se sucedían día tras día y en
especial cuando se supo que serían bien recibidos en el campo contrario. En pocos
meses, los españoles fueron desalojados de Cúcuta, Mérida y Trujillo, a pesar del
escaso apoyo logístico que desde Bogotá brindaba Santander a los venezolanos para
liberar su suelo. So pretexto del orden, aquel jinete de escritorio como apodaban a
Santander los jefes venezolanos, ponía toda clase de trabas a las constantes
solicitudes que le hacía El Libertador de más hombres, más dinero y municiones de
boca. Los papeles de Santander parecían más infranqueables que las defensas del
enemigo.
—¿Se da cuenta, Libertador —decía aquella noche el negro Leonardo Infante—
que yo tenía razón cuando le decía que el tal Santander no es más que un gran
hipócrita que no nos puede ver a los venezolanos?
El Libertador con las manos a la espalda y flanqueado por Infante recorría el
campamento patriota, a grandes pasos y sin decir una palabra. Proseguía el negro:
—Yo sabía que apenas usted se apartara de Bogotá, Santander se creería
Presidente de la Nueva Granada y todo aquello de un solo país llamado La Gran
Colombia no significaría nada para él.
Las palabras de Infante caían como redoblantes en el cerebro de El Libertador. Lo
que decía Infante llano y sin tapujos era la más pura realidad que él se empeñaba en
negar para que no decayese su entusiasmo. Santander, fiel al espíritu que encontró
Bolívar cuando buscó asilo en la Nueva Granada en 1812, actuaba no como un
subalterno de Bolívar a quien debía obedecer sin tardanza, sino como jefe único de un
estado soberano que en forma condescendiente ayuda a un vecino a liberarse del
enemigo que antes oprimió a su pueblo. Aunque algo de esto se podía inferir en las
cartas que Santander dirigía a Bolívar, mucho más se sabía por “el correo de brujas”
que de Bogotá al campamento libertador transmitía lo que pensaba el vicepresidente
de La Gran Colombia. Santander no estaba dispuesto a que sus compatriotas
neogranadinos fuesen inmolados en la aventura de Bolívar, tal como lo quería éste.
—Cualquiera diría —observaba Infante— que ellos se independizaron solos. Yo
no sé lo que hubieran hecho si Su Excelencia y quienes lo acompañamos no le

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metemos el pecho al asunto y nos decidimos a cruzar Los Andes. Más de mil
ochocientos paisanos míos, llaneros pata en el suelo, quedaron tendidos en los
páramos por liberar a un país que no era el nuestro. Santander de vaina pudo reunir
doscientos reinosos…
—Está exagerando, Leonardo —cortó El Libertador, consciente y temeroso de
que los venezolanos comenzaran a sentir lo mismo que los reinosos y que su proyecto
de unidad se le viniera al suelo—. No se olvide que apenas pisamos Cundinamarca la
gente corrió para unirse a nuestro ejército.
—¿Qué gente, Libertador? —preguntó Infante destemplado—. ¿Me va a venir
con cuentos que aquellos indios mechudos que nunca fueron más de ochocientos nos
sirvieron de algo? ¿Se acuerda Su Excelencia el trabajo que tuvimos todos en
enseñarles a manejar los fusiles? Disparaban volteando la cabeza y cerrando los ojos.
¡No juegue, Libertador! —concluyo Infante soltando su alegre carcajada.
El Libertador, a pesar de la discreción que se había impuesto, no pudo menos que
reírse de los comentarios de Infante. Desde que lo conoció en el campamento de Páez
sintió viva simpatía por aquel hombre a quien Páez había conferido el rango de
teniente coronel. Infante a pesar de su buena índole y espíritu bondadoso y festivo,
poseía no sólo el instinto del guerrero, sino la más desbordada fiereza en el campo de
batalla. Nada ni nadie era capaz de amilanarlo. Con violencia bestial cargaba sobre el
enemigo destrozando sus cuadros, comunicando su ímpetu y voluntad de triunfo a los
hombres bajo su mando. Terminada la batalla por muchas y grandes que fuesen sus
heridas no se le veía decaer, expresando siempre su alegre sonrisa. A El Libertador le
gustaba su compañía. Infante, a pesar de ser un espíritu ignaro era de gran
inteligencia natural, tanto en los asuntos bélicos como en los mundanos.
—Los bogotanos no nos quieren a los negros —le decía en cierta ocasión—.
Parece que los únicos negros que hay en la Nueva Granada es del lado del mar. Por
eso yo no sé cómo va a hacer Su Excelencia para meterlos en cintura y hacer que nos
respeten. ¿Por qué cree que Rondón y yo hemos tenido tantos pleitos con la gente de
Bogotá?
—Ellos dicen que ustedes son muy borrachos y faltas de respeto —afirmó El
Libertador.
—Lo de borrachos no se lo niego —repuso Infante— pero lo de falta de respeto
yo no sé quiénes son peores si los bogotanos o nosotros, porque al menor roce y
también sin él, en lo que se les presenta la ocasión dicen por delante y por detrás que
uno no es más que un negro de mierda. ¿Qué quiere Su Excelencia que haga uno,
luego que le ha visto la cara cien veces a la pelona sin que se le agüe el guarapo?
¿Qué nos traguemos el insulto o que les respondamos que más mierda será la cosa
aquella de su madre? Eso es todo lo que ha pasado. Si a eso le añade que Santander
me tiene la misma tirria que le tengo yo, no es difícil imaginarse que le tendrá a Su
Excelencia la cabeza tupida de embustes.

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La carencia de abastecimiento y de dinero, por negligencia o incompetencia de
Santander, se hacía sentir en el campamento republicano. El Libertador había dictado
severas órdenes contra el saqueo o el apropiarse de los bienes de los campesinos
cercanos.
—Lo peor que puede sucedemos —había dicho a su Estado Mayor y también a
los soldados— es indisponernos con los nativos de la región. Todo debe comprarse
con dinero y nada debe lograrse a través de la fuerza. Si no han llegado los
bastimentos ni tampoco la plata no nos quedará más camino que apretarnos el
cinturón.
El propio Libertador dio muestras de su enorme capacidad de sacrificio
compartiendo y a media ración, el escaso rancho que se le servía a la tropa.
Era una de esas noches frías y estrelladas de Trujillo. Una oleada de sueño señaló
a El Libertador que ya estaban próximas las diez de la noche, su hora de meterse en
cama o en chinchorro. Ya se disponía a entrar en la casa que le servía de albergue,
cuando alguien dijo en tono alegre emergiendo de las sombras:
—¡Epa, Libertador!
Los centinelas presurosos se pusieron de inmediato a la defensiva.
—Mire lo que traigo aquí —agregó Leonardo Infante, dando la cara. Con
dificultad arrastraba un enorme saco.
—¿Qué traes ahí, negro faramallero?
—Vea por sí mismo, Su Excelencia y dígame luego su parecer.
Infante extrajo del saco una pierna de cerdo, una ristra de chorizos, una ristra de
ajo y otra de cebolla, una docena de mazorcas de maíz, arepas de trigo y unos cuantos
huevos.
—¡Infante! —exclamó El Libertador recriminativo imaginándose el origen del
suculento obsequio—. ¿Se puede saber de dónde sacó usted esto? —añadió solemne
y con gravedad—. ¿A quién le ha arrebatado usted estas cosas?
—Un momentico, Libertador, que yo no he cometido pecado ni hecho nada malo.
Todas estas cosas las compré con mis reales en el pueblecito que está a media legua.
—¿Y se puede saber de dónde sacó usted dinero cuando ni yo mismo tengo un
peso?
—Me los gané en el pueblo jugando dado corrido.
—¿Dado corrido? —volvió a exclamar El Libertador quien detestaba los juegos
de envite y azar.
—Sí, señor, así como lo oye, dado corrido. Y si Su Excelencia supiera con quién,
se daría cuenta que todo es tan bendito como el pan de la iglesia. Se los gané al cura
párroco. Mañana tengo otra partida. Así este negro que está aquí no sólo velará por su
vida sino que cuidará que no pase hambre.
—¿Y si mañana no tiene tanta suerte? —preguntó El Libertador con tono
cómplice y con la boca hecha agua.

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—Siempre la tendré Libertador con estos dados. Échelos a rodar para que vea que
siempre me salen dos seis.
—¿Dados cargados? Pero, eso es un robo Infante.
—El cura, Su Excelencia, aunque ahora dice que simpatiza con la causa
republicana, es español. Como confiscar los bienes del enemigo es ley, yo lo único
que estoy haciendo es aplicar la justicia.
Rió con ganas El Libertador y mordió con gusto un chorizo crudo.
—Tienes razón Infante. Cumple con tu deber y confíscale bienes y propiedades al
enemigo.
Por más de una semana, hasta que llegó el dinero y las provisiones enviadas por
Santander, El Libertador sació su hambre con los dados de Leonardo Infante. Ante la
evocación sonrió El Libertador cuando la luna se ocultó tras uno de los cerros de San
Mateo.
La entrevista con Pablo Morillo fue decisiva para la causa de la libertad. Pablo
Morillo, por más que le debiese a Fernando VII su rango y el título de Conde de La
Puerta que le otorgara a raíz de la batalla que en ese sitio tuvo contra Bolívar, era un
liberal, de la misma formación de Riego y Quiroga, jefes del movimiento. Los cinco
años de vida y lucha en el territorio venezolano le habían dado otra dimensión de su
gente. Tenían derecho y razón de ser libres. La pérdida del ejército auxiliar le hizo
comprender que ya nada impediría el triunfo de Bolívar. Esa noche no sólo durmieron
en la misma casa sino que compartieron la misma habitación. Antes de despedirse a
finales de noviembre de 1820 ambos jefes elevaron un pequeño monumento a la
concordia en el pueblo de Santa Ana.
Camino de regreso dijo Morillo a su segundo, el Mariscal La Torre:
—Nada, ni nadie, podrá impedir que estos pueblos alcancen su libertad. Soy un
convencido de eso. No puedo combatir lo que creo. A partir de este mismo instante
delego en usted la jefatura del ejército español en Venezuela.
Días después, apenas llegó a Caracas, se embarcó en La Guaira para España. Era
un 17 de diciembre.
La Torre, además de no darle a Morillo ni por los pies —rememoraba El
Libertador— era otro convencido de la legitimidad de nuestra causa. Como si fuera
poco, estaba casado con una prima mía por más que la mitad de su familia fuera de la
más rancia estirpe realista.
A nueve días de Carabobo, Bolívar entró a Caracas entre las ovaciones de la
muchedumbre. Para sorpresa de todos, el hombre que por siete años había ansiado
hasta la locura conquistar su ciudad nativa, comunicó a su Estado Mayor su decisión
de partir a la brevedad hacia Bogotá.
—Soy Presidente de La Gran Colombia —repuso como razón a sus hombres—.
Debo ir a liberar Quito y Guayaquil, son parte de nuestra gran nación. De no hacerlo,
San Martín nos tomará la delantera. Ya envié a Sucre para que actuase en
consecuencia. Carlos Soublette quedará como Vicepresidente.

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—¿Y qué pasará con el viejo Zea? —preguntó Soublette.
—Lo mandaré como diplomático a Europa. El viejo habla francés e inglés. No me
sirve para sustituirme. Es demasiado pusilánime y chambón.
Al séptimo día, luego de esperar siete años, Simón Bolívar marchó hacia Cúcuta
donde se hallaba reunido el congreso constituyente que debería dar forma definitiva
al proyecto de ley que presentó a los congresantes reunidos en Angostura en 1819.

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EPÍLOGO

La barrera coralina que envuelve al puerto domaba de tal manera al inquieto mar de
los caribes, que bastaba un pelo, y no va cabestro, para sujetar a un barco. De ahí le
vino el nombre de Puerto Cabello, a la ciudad bastión. En ella sufrió su primer
fracaso, su más sonada derrota. Con la ausencia de malicia de los que no han sufrido
engaños, confió el mando del castillo a Vinoni, su amigo y su segundo en mando y se
marchó a la ciudad a festejar una boda. Vinoni en connivencia con el padre de
Antonio Leocadio Guzmán, aquel mozo tan cordial que se fue hasta el Perú para
llevarle una propuesta de Páez, liberó a los prisioneros españoles que a partes iguales
compartían con las armas de la república los recintos de la fortaleza proclamándose
defensores de los derechos del rey. Fue tal el impacto de aquella pérdida que a los
pocos días Francisco de Miranda capituló ante las fuerzas españolas. Puerto Cabello
al parecer por segunda vez en su azarosa vida, va a ser testigo de un gran triunfo o de
otro tremendo fracaso, con José Antonio Páez al frente, se ha declarado en rebeldía
contra las imposiciones de Francisco de Paula Santander, presidente encargado de la
Gran Colombia. Más que insurrección o desobediencia, su país natal, no quiere
fusionarse con los neogranadinos para hacer una nueva y gran nación, como lo
pretende él. Y menos que un imperio amasado con sangre venezolana tenga por
capital a Bogotá.
El barco de guerra que lo ha traído desde Cartagena cruza el pasaje que lo
conduce al puerto y a la fortaleza. Seis alcatraces persiguen implacables un barco con
sardinas. Es continúo su asombro al verlos pasar de la inmovilidad mayestática con
que se mantienen en el aire, al zambullón preciso donde engullen su presa.
Tan pronto la fragata entra al puerto se iza desde el castillo la bandera tricolor.
Los cañones descargan las tantas salvas de honor que le corresponden al Presidente
de la República. El fortín de la montaña permanece en silencio. Tampoco hay
banderas ni arcos de flores en las calles del puerto. Los soldados que acuden
presurosos al llamado de la corneta no se juntan tras los cañones para expresarle su
obediencia. Es clara su prestancia para el combate. Los alcatraces continúan tras las
sardinas pescándolas y engulléndolas con voraz precisión. Un cañón dispara la última
salva. Soldados saludantes baten al aire sus gorras y fusiles, dando vivas en su
nombre. El Castillo de Puerto Cabello, es al parecer el único lugar de su país natal
donde se le reconoce como Presidente de la Gran Colombia. Briceño Méndez, su
secretario y casado ahora con una de sus sobrinas, tomó posesión del Castillo,
reconociendo su autoridad y no la de José Antonio Páez. Páez es un hombre difícil y
engañoso. ¿Qué se puede pensar de alguien que a tiempo de ofrecerle la corona que él
rechaza, solivianta al pueblo en su contra diciéndole que él tan sólo desea coronarse y
concederle títulos nobiliarios a los mantuanos caraqueños, sus seculares opresores?

Página 79
Es difícil concebir mayor bellaco que el hombre al que concedió Venezuela a espera
de mejores posibilidades para salir de él. Páez en este momento tiene a su favor a
toda la nación, pero él es como el alcatraz: cae sobre sus adversarios con precisión y
cuando menos se espera. Con excepción de uno que inmóvil flota en el cielo, los
otros cinco terminan su hartazgo en la barrera de coral.
José Palacios, su mayordomo, aparece de pronto. En silencio se coloca a su lado.
Su amo al verle, celebra las excelencias para el combate de esos pájaros marinos. El
alcatraz clavado en el cielo inicia raudo el descenso en busca de su presa. Repite en
voz alta su similitud con el ave pescadora. Cita a Piar, a Morillo, a San Martín y a
Torre Tagle. El alcatraz se estrella contra el acantilado. Eso es lo que le pasa al
alcatraz al hacerse viejo, comenta el mayordomo. Es tal la confianza en su habilidad
que no ve llegar la ceguera que lo llevará a la muerte. Ándate, pues, con cuidado,
amo y Libertador.

Caracas:
15 de Octubre de 1986[6]

Página 80
Notas

Página 81
[1] Francisco Herrera Luque ensayó varias veces el inicio de su novela El vuelo del

alcatraz. Aquí, fieles a lo por él escrito, hemos conservado los dos inicios dados a su
ficción. (Nota RJLDS). <<

Página 82
[2] El historiador colombiano Rafael Gómez Hoyos pone en la boca de Córdova tan

grave acusación: “que buena acción se espera de quien mandó a asesinar al general
Servier”, La vida heroica del general José María Córdova, Bogotá: 1969, p. 31. Nota
del puño y letra de Francisco Herrera Luque en la cuartilla 10 del manuscrito original.
Nota RJLDS. <<

Página 83
[3] Ilegible en el original. Nota RJLDS. <<

Página 84
[4] Ilegible en el original. Nota RJLDS. <<

Página 85
[5] Poco tiempo después, este soldado cayó en poder de los patriotas y fue condenado

a muerte. Tan pronto lo supo Páez, según lo refiere en sus memorias, envió a
matacaballos a uno de sus llaneros con indulto y salvoconducto para Agapito.
Habiéndolo sabido alguno de sus enemigos, asesinaron al mensajero, no pudiendo
Páez salvarle la vida al tozudo llanero, ya que fue fusilado como lo dictaba la
sentencia. (Nota de Francisco Herrera Luque al pie de la cuartilla 93 del original
manuscrito). <<

Página 86
[6] Fecha en la portada del manuscrito original de la novela (Nota RJLDS) <<

Página 87

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