Silvia Schwarzböck - Las Medusas. Estética y Terror PDF

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LAS MEDUSAS.
ESTÉTICA Y TERROR
The Medusas
Aesthetics and Terror

Silvia Schwarzböck
Universidad de Buenos Aires
[email protected]

Resumen: Este artículo explora las relaciones entre estética contemporánea


y terror. En este sentido, analiza siete construcciones filosóficas de la Medusa
(las Medusas de cada subtítulo) como la figura del horror que no puede ser
mirado a los ojos.
Palabras clave: Medusas / estética contemporánea / terror

Abstract: This article explores the links between contemporary aesthetics


and terror. In this sense, it analyzes seven philosophical constructions of the
Medusa (the Medusas of each subtitle) as figure of the horror that can’t be
looked in the face.
Keywords: Medusas / contemporary aesthetics / terror

“Si tu papá mata un chancho, ¿te asustás?”


Pregunta repetida, a modo de apuesta, entre la niñez
bonaerense del siglo pasado. Quien hacía la apuesta, ni
bien terminaba la pregunta, tenía que chocar las palmas
de las manos, como en un aplauso, delante de los ojos
de quien estaba enfrente. Para ganarle la apuesta al
retador, había que mantener los ojos abiertos, haciendo
una fuerza descomunal, en el instante del estruendo,
para no cerrarlos.

Medusa 1
La historia de la Medusa –dice Kracauer– se aprende en la escuela1.
Como contenido escolar, la Medusa no asusta. Su cabeza amputada, para
la didáctica de un aparato de Estado, es el trofeo del vencedor. Como Kra-
cauer habla de la historia de la Medusa (y no del mito de Perseo, su deca-

1. S. Kracauer, Teoría del cine. La redención de la realidad física, trad. J. Hornero, Barcelona,
Paidós, 2001, p. 373. La edición original es de 1960.

Recibido 11-03-2017 – Instantes y Azares. Escrituras nietzscheanas, 19-20 (2017), ISSN: 1666-2849,
ISSN (en línea): 1853-2144, pp. 47-60 – Aceptado: 11-08-2017
Silvia Schwarzböck

pitador), describe su poder (la fealdad extrema) como el poder de un cuerpo


con cabeza: de tan horrible –aclara– convierte en piedra a todo el que la
mira, sea hombre o bestia. Lo horrible de la Medusa, como ente horrible,
es la cara, y de la cara, los dientes (enormes) y la lengua (larga). Es decir,
la Medusa es un monstruo-sinécdoque: la parte que asusta de ella, la cara,
basta para hacerla inmirable. Y el poder de la parte obliga a matarla tam-
bién por sinécdoque: hay que cortarle la cabeza, para lo cual Hermes provee
a Perseo, el candidato a héroe, de una hoz, y Atenea, de un escudo-espejo.
El escudo-espejo en una mano, articulado con la hoz en la otra, conforma
–leído desde 1960, el presente de Kracauer– un complejo armamentístico
visionario: mientras degüella a la Medusa, Perseo debe no mirarla directa-
mente a ella, sino a su imagen reflejada.
Ahora bien, Kracauer no lo dice, pero si para la mano en que Perseo no
lleva la hoz, Atenea, tan sabia, le da un escudo-espejo, es porque sabe que lo
horrible, por tener cara, mira, y al mirar, invita a ser mirado. La invitación
de un objeto a ser mirado, cuando se hace en nombre de lo horrible, es más
difícil de resistir que si se hiciera, en otro momento, en nombre de lo bello.
Lo bello, tan anormal (o tan libre) como lo horrible, produce lejanía. Lo
horrible, en cambio, por ser naturaleza con cara, naturaleza-sujeto, produce
en quien lo enfrenta –o en quien está enfrente– el deseo de mirar.
En la Teoría del cine, el escudo-espejo es el cine. Sólo el cine –dice Kra-
cauer– es capaz, frente a la naturaleza, de colocar un espejo. Para construir
a la Medusa, dentro de una teoría en la que el cine, más completamente
que la fotografía, redime la realidad física, la clave es el escudo-espejo, un
instrumento con el que el héroe se defiende, a la vez, del monstruo y de sí
mismo (de su deseo de mirar), mientras lo ataca (y lo degüella) con la hoz
en la otra mano.
La cabeza de la Medusa, por este desenlace, se convierte en el trofeo
del vencedor. Pero después de la decapitación, de la cabeza no se apropia
Perseo, el héroe (la cabeza, para él, se convierte en un fantasma: no logra
olvidarla por el resto de su vida, aunque no la haya mirado), sino Atenea,
la proveedora del escudo-espejo, que la usa, astutamente, para asustar a
sus enemigos. Ella, en el epílogo de la historia de la Medusa (no del mito de
Perseo), es la única (que se siente) vencedora.
La Medusa de Kracauer parece, leída desde la derrota, una paradoja
frankfurtiana: la naturaleza –un cuerpo con cabeza y una cabeza con cara–
se ha vuelto sujeto. Vuelta sujeto, sujeto horrible, la naturaleza se venga
del que la mira, convirtiéndolo (es decir, reconvirtiéndolo) en naturaleza.
La Medusa, como naturaleza-sujeto, consuma la venganza del objeto, tanto
en la victoria (cuando petrifica a quien la mira) como en la derrota (cuando
Perseo, sin mirarla, la decapita): aun derrotada, convertida en fantasma,
ella sigue siendo, en la mente de Perseo, un terror inolvidable.

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La interpretación de Kracauer, de todos modos, no intenta reemplazar


la moraleja (mítica) con la paradoja (frankfurtiana): la Medusa no es mira-
da por el que desea mirarla (por el portador de la cámara: el héroe), sino por
la cámara, que no tiene mirada y que convierte, no obstante, a lo no mirado
(al registro) en algo mirable a oscuras, a posteriori, y en una pantalla. Si
lo que aterra a los hombres (la naturaleza) fuera mirado por ellos directa-
mente a la cara (esto es, a los ojos), los petrificaría, los volvería (de nuevo)
naturaleza.
Hay una ambigüedad estructural en el modo en que Kracauer, en su
Teoría del cine, habla del escudo-espejo: interpretado como lo que se pone
delante de la naturaleza, el escudo-espejo es el cine. Pero el cine kracaueria-
no es, al mismo tiempo, la cámara y la pantalla, la máquina que filma y lo
filmado por ella, el sujeto y el objeto. Y como sujeto-objeto, el cine también
tiene que vengarse, inexorablemente, de los que se escudan detrás de la
cámara (los cineastas) y delante de la pantalla (los espectadores). Para eso,
hace que los seres humanos, para mirar los horrores reales (antes que los
imaginarios), sean dependientes de su servicio. Sólo frente a una pantalla
serán capaces de mirar, aún aterrorizados, los horrores que los petrifica-
rían, como enseña la historia de la Medusa, si estuvieran frente a ellos.
Pero si el cine rescata el horror de su invisibilidad, el horror no es, enton-
ces, algo invisible –como sostiene Kracauer–, sino algo que está esperando,
como naturaleza-sujeto, que alguien lo mire (sólo que quienes lo miran,
para no ser convertidos en piedra, lo miran, reflejado, en un escudo-espejo).
El mayor logro de Perseo no es, quizá, haber decapitado a la Medusa –en
esto tiene razón Kracauer–, sino superar su miedo y poder mirarla (refle-
jada) en el escudo-espejo que le da Atenea: sin esta proeza (la de mirar la
imagen del monstruo), él no podría haber matado, sin mirarlo, al monstruo
real. Para eso habría servido, durante el siglo pasado argentino, el test bo-
naerense del chancho, tal como se lo expone en el epígrafe de este artículo:
la imagen horrible, por no poder ser mirada a los ojos, forja un yo fuerte.
Pero el chancho es un animal que se cría para comerlo (o para venderlo para
que otros lo coman), igual que la vaca o los pollos: no es, como la Medusa, la
naturaleza vuelta sujeto. El test del chancho enseñaba a lxs niñxs lo cruel
de la autoconservación, no lo bello-bueno de la valentía.
Kracauer se pregunta, al final de su micro-relato sobre la Medusa, por el
sentido último de La sangre de las bestias (Le sang des bêtes), el documental
de Georges Franju, filmado en 1950 en un matadero de París. Allí se mues-
tra, en una de sus escenas más escalofriantes, cómo una sierra, metódica-
mente, desmiembra los cuerpos de vacas, terneros y caballos. ¿Cuál sería la
proeza de quien mira esas imágenes, más allá de la intención de quien las
filma? ¿Cuál es el monstruo a decapitar, después de ser espectador, frente
a una pantalla, de la sangre de las bestias filmada? La primera pregunta,

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en la Teoría del cine, no tiene respuesta. La segunda no está siquiera for-


mulada.

Medusa 2
Susan Sontag reformula, en 2003, la pregunta sin respuesta de Kra-
cauer: ¿cuál es el sentido último, más allá de la catarsis, de mirar en imáge-
nes el sufrimiento ajeno? Y la reformula sin dar por sentado, en ningún mo-
mento, que la pregunta no tenga respuesta. Lo que ella quiere cuestionar,
desde un principio, es la sobrevaloración social de la sensibilidad: frente al
sufrimiento ajeno, quien lo mira y no lo hace para aliviarlo (porque no está
en condiciones de aliviarlo), es un voyeur, no importa, para el caso, que no
tenga intenciones de serlo2.
El escudo-espejo, cuando lo que tiene delante es el dolor de los demás
(y no la naturaleza-sujeto), podría promover el voyeurismo, en lugar de la
fortaleza del yo.
Ahora bien, supongamos que el voyeur, ante las imágenes del dolor aje-
no, siente rabia e impotencia –como propone Sontag–, en lugar de distancia
y desinterés: ¿por qué la rabia y la impotencia, sólo por ser sentimientos
empáticos, serían siempre de por sí buenos (o buenos para, es decir, útiles)?
Sensibilizarse frente a la imagen de una atrocidad –argumenta Sontag–
no es necesariamente mejor que permanecer indolente frente a ella, sobre
todo si la sensibilidad, como opuesto de la indolencia, no va a traducirse,
en el corto plazo, en ninguna acción concreta. Además –sugiere–, no existe
un receptor que, contrariando la Poética aristotélica, pueda sentir empatía
por cualquier sufriente, al margen de su identidad. Para sentir empatía
con el sufriente, el receptor debe considerar que, para quien lo padece, el
sufrimiento resulta inmerecido.
Sontag tiene razón: la empatía es, en términos estético-políticos, una
forma de simpatía. Si el soldado fotografiado por Robert Capa en el ins-
tante de su muerte, durante la guerra civil española, no fuera un soldado
republicano (o si quien mira esa fotografía no leyera el epígrafe “Muerte
de un soldado republicano”), sería más difícil, para quien simpatiza con
la República, sentir compasión por él. Todos los soldados son soldados de
algún bando. No hay soldado universal.
La empatía, para los seguidores de Brecht (entre los cuales hay que con-
tar, en este tema, a Sontag), es un concepto del enemigo, algo que siempre
estará, con menos o más mediaciones, a disposición del fascismo. De todos
modos, aunque los materialistas contemporáneos amen el cine moderno
(y no sólo el teatro) como un cine sin emociones, lo experimentan ya, he-

2. S. Sontag, Ante el dolor de los demás, trad. A. Major, Buenos Aires, Alfaguara, 2ª.
reimpresión, 2005, p. 53

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gelianamente, como “cosa del pasado”. Por eso no pueden contentarse con
renunciar a la empatía, estoicamente, sólo porque le pertenece al enemigo.
Farocki, por ejemplo, propone una reforma semántica: que Einfühlung
(empatía) se entienda como una combinación de Eindringen (penetrar) y
Mitfühlen (simpatizar), esto es, como “una simpatía un tanto agresiva”, que
sea capaz de crear, en lugar de identificación, un efecto alienante3.
También Kluge reclama, a favor y en contra de Brecht, una teoría de
los sentimientos que sea de izquierda4. Las 120 historias del cine, en este
sentido, ponen a Brecht contra sí mismo: aún en el cine clásico, no sólo en
el cine moderno, las emociones deben ser pensadas brechtianamente. La
cámara, con su capacidad de mirar de una manera no humana, permite que
el espectador se identifique con ella, no con los actores-personajes.
Para salir del brechtismo de manera consecuente, los materialistas no
encuentran otra vía que brechtianizar a Brecht: las emociones –en su teo-
ría dramática no aristotélica– no eran intrínsecamente fascistas, aunque
hayan sido los fascistas, en el siglo XX, quienes mejor se sirvieron de ellas5.
A diferencia de otros materialistas, como Kracauer, Farocki y Kluge,
Sontag no tiene (ni pretende tener) una teoría sobre la imagen que sea, al
mismo tiempo, una teoría estética. Su género de pensamiento es, básica-
mente, la crítica cultural y en él se inscribe, como su variante más provo-
cadora, el desmontaje (no exento de auto-ironía) del sentido común progre-
sista. La cuestión de la imagen, abordada por Sontag, es parte estructural
de este desmontaje.
Pero, aun así, cuando uno termina de leer Ante el dolor de los demás, se
pregunta por qué, frente a las imágenes del dolor ajeno, siempre habría que
preguntarse, como si fuera la cuestión más genuinamente filosófica, qué
le hacen al receptor. ¿Cómo saber si la exhibición de una imagen, cuando
muestra el dolor ajeno, tiene un efecto a largo plazo (sea benéfico o maléfi-
co), más allá del deseo inmediato de dejar de mirar esa imagen o, si no, de
seguir mirando más allá (y más acá) de ella?

Medusa 3
“Prohibido fotografiar”, ordenaba la circular del 2 de febrero de 1943, fir-
mada por Rudolph Höss, comandante de Auschwitz, al personal del campo

3. H. Farocki, “Empatía”, en: Otro tipo de empatía, editado por A. Ehmann y C. Guerra, trad.
A. Ferrís, Barcelona, Fundación Antoni Tàpies, 2016, p. 105
4. A. Kluge, 120 historias del cine, trad. N. Gelormini, ed. C. Imbrogno, Buenos Aires, Caja
Negra, 2010
5. B. Brecht, “Sobre una dramática no aristotélica”, en: Escritos sobre teatro, trad. G.
Dieterich, Barcelona, Alba, 2004, pp. 19-25

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de concentración. Pero en Auschwitz había dos laboratorios de fotografía.


Esta paradoja, analizada por Didi-Huberman6, conecta dos usos contradic-
torios de la imagen: por un lado, el uso privado de la fotografía (que él
identifica con la pornografía de la matanza) y, por el otro, el narcisismo bu-
rocrático (el archivo por el archivo mismo, la necesidad de archivar lo que se
hacía en el campo, del principio al fin del día, aun siendo secreto de Estado).
Ahora bien, que en Auschwitz se prohíba el acto de fotografiar –advierte
esta lectora de Imágenes pese a todo– no significa que sea la prohibición,
en este caso, la que explique el deseo de fotografiar. Didi-Huberman no se
detiene en este problema, porque le interesan solamente las imágenes pese
a todo, las imágenes con lagunas, las que las víctimas lograron robarles
a sus verdugos, no las razones de los verdugos para prohibir la fotografía
(¿a quién se la prohibían, de hecho, si en el campo había, a la par que la
prohibición, dos laboratorios fotográficos y, a su vez, no había visitantes no
nazis?)
Es a las imágenes pese a todo, a las imágenes robadas (a las imágenes
que las víctimas le roban a sus verdugos) a las que –reconoce Didi-Huber-
man– se les pide demasiado, porque se les pide que muestren el horror de
una vez, la infinitud junto con la totalidad, como en una imagen sublime.
Las imágenes pese a todo, al igual que el libro de Didi-Huberman, sólo
podrían responder las preguntas que se les hace (y que ellas y él no se
hacen), si se las piensa contra sí mismas. Sólo así es posible extraer de ellas
su propia Medusa: la clandestinidad del campo –su condición de Secreto de
Estado– estaba asegurada, precisamente, por la presencia de la cámara.
Así como para las víctimas existía la necesidad de robarles fotografías a los
verdugos, para que la realidad del campo no fuera –como pretendía el régi-
men nazi– inimaginable, también los verdugos necesitaban autocerciorarse
de que lo que hacían era parte de (la impunidad de) su victoria, del mismo
modo en que el asesino, creyéndose victorioso (es decir, impune), guarda
una prueba de su asesinato.
Los verdugos nazis eran su propia Medusa, aunque no llegaran a auto-
fotografíarse, sonriendo junto a sus víctimas, como los verdugos de la cárcel
de Abu Ghraib durante la guerra de Irak. ¿No era esa posibilidad, tal vez,
la que se prohibía con la prohibición de fotografiar?
La cámara abre lo cerrado (el campo). Pero lo abre cuando hay un es-
pectador (alguien exterior al campo) que está en condiciones de mirar, aún
horrorizado, las imágenes concentracionarias. La mirada nunca es virgen:
tiene una historia. Es la formación del espectador como espectador de imá-
genes explícitas –imágenes del placer o el dolor extremos, en las que no se

6. G. Didi-Huberman, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, trad. M. Miracle,
Barcelona, Paidós, 2004, pp. 17-79

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puede determinar, con el solo auxilio de los sentidos, si son reales o ficti-
cias– la que separa, como un abismo, Auschwitz de Abu Graib7. Las imáge-
nes de Abu Graib no son inmirables. Todo lo contrario: su tema mismo es
la imposibilidad contemporánea de no mirar, eliminando así la categoría
de lo inmirable. Esas fotografías demuestran –como prueba del delito– que
ha cambiado la relación con el secreto: la explicitud de las imágenes con-
centracionarias es, para quien se siente de antemano vencedor, parte de la
victoria8.
Recién la Guerra Infinita contra el Terror –como la llamó Bush– explici-
ta como estructural la relación (prohibida de explicitar en Auschwitz) entre
la clandestinidad y la cámara. De este modo, el campo de concentración
explícito (la cárcel de Abu Graib o la de Guantánamo) repite la historia de
la Medusa, pero la repite como farsa, no como tragedia. Es decir, sin héroe
decapitador. Cuando el verdugo se autofotografía junto a su víctima –como
muestran las fotografías de Abu Graib– la Medusa se convierte en una pura
imagen, en una imagen sin referente, en una imagen que, aún siendo real,
ha necesitado de una puesta en escena, porque está destinada a circular,
con la viralidad de la web, como pospornografía. ¿Cuál es la cara de la Me-
dusa (si es que la tiene), cuando la causa del Terror no puede volverse suje-
to? (y no puede volverse sujeto, porque, sin el fantasma del comunismo, al
enemigo lo construye deliberadamente, con las reglas de la ficción clásica,
la política exterior de los Estados Unidos).
Tampoco las cámaras en los celulares pueden ser, en la clandestinidad
de una guerra que se dice infinita, un escudo-espejo. Si el verdugo comparte
con otros sujetos, desconocidos y lejanos, la imagen de la víctima tomada en
la clandestinidad, su uso personal de la cámara no puede pensarse ni como
privado (como el juicio kantiano sobre lo agradable) ni como público (si-

7. Sobre las imágenes explícitas, véase: S. Schwarzböck, Los monstruos más fríos. Estética
después del cine, Buenos Aires, Mardulce, colección Philos, 2017, cap. 4 (“Estética explícita”),
pp. 123-169. Sobre la relación entre la estética explícita y el campo de concentración, véase: S.
Schwarzböck, Los espantos. Estética y postdictadura, Buenos Aires, Las cuarenta, colección
Cuarenta Ríos, 2016, cap. 3 (“Estética postparanoica”), pp. 111-134
8. “El archivo completo con toda la documentación visual de las torturas y los abusos en
la prisión de Abu Ghraib –contenido en un único DVD– fue puesto a disposición de Salon.
com el 16 de febrero de 2006. Según el informe del agente especial James M. Seigmund
del Comando de Investigación Criminal del Ejército de EE. UU., ‘una revisión de todos los
soportes informáticos presentados a esta oficina reveló un total de 1.325 imágenes y 93
archivos de video con abusos a presuntos detenidos, 660 imágenes de pornografía entre
adultos, 546 imágenes de detenidos iraquíes muertos, 29 imágenes de soldados simulando
actos sexuales, 20 imágenes de un soldado con una esvástica dibujada entre los ojos, 37
imágenes de perros destinados a labores militares siendo utilizados en abusos a los detenidos
y 125 imágenes de actos cuestionables.’ http://www.salon.com/news/feature/2006/02/16/abu_
ghraib/”. S. F. Eisenman, El efecto Abu Ghraib. Una historia visual de la violencia, trad. A.
Gondra Aguirre, Buenos Aires/Barcelona, Sans soleil, 2014, pp. 11-12

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guiendo la analogía con Kant, como el juicio sobre lo sublime): la cámara ha


pasado a ser parte –parte estructural– de la clandestinidad. La clandestini-
dad contemporánea no sólo necesita de la cámara para ser tal: está definida
por la ella. Clandestinidad y explicitud no son categorías contradictorias. Si
hay cámaras en todas partes, en espacios abiertos y en espacios cerrados,
la diferencia entre lo abierto y lo cerrado (y no sólo la diferencia entre lo
público y lo privado) se ha perdido9.
Para llegar a la explicitud, hay que partir del Terror, del Terror a la
Medusa, del Terror a la naturaleza-sujeto, del Terror que lleva a la repre-
sentación: se representa lo que se teme. Interponer una distancia entre uno
mismo y el mundo exterior es –para Warburg– el acto fundante de la civili-
zación humana. El Atlas Mnemosyne ilustra con imágenes, a partir de este
supuesto, la desdemonización de las imágenes. Las imágenes, pensadas
así, como “vida en movimiento”, son “impresiones fóbicamente marcadas” y
recogen en lenguaje gestual, consecuentemente, la escala entera de los es-
tremecimientos humanos, desde la inquietud y el desamparo hasta el “más
horrible canibalismo”10.
La pregunta que Warburg deja latente, en su Introducción al Atlas
Mnemosyne, es la que la obra misma no responde, pero estaría en condi-
ciones de responder: ¿cómo el hombre culto del Renacimiento, formado en
la disciplina eclesiástica medieval, logró abrirse a un universo de imágenes
prohibidas e inquietantes?
La pregunta del Atlas Mnemosyne, formulada en estos términos, sería
la pregunta del burgués culto del siglo XX, incapaz de autopreguntarse por
qué su propia mirada, ante los infiernos terrenales de su respectivo pre-
sente, es cada vez más impudorosa. Quizá sea la propia reproductibilidad
técnica, sin la cual el Atlas Mnemosyne no hubiera podido existir, la que dé
la pauta del nuevo grado de desinhibición y de su correspondiente estilo,
más propio de la sociedad de masas que de la sociedad burguesa.
Pero si desde la mano del homo monstrans prehistórico, que se extiende
hasta la pared de la cueva (como lo cerrado) para pintarse como un animal,
se llegara, linealmente, a la cámara portátil del homo monstrans contem-
poráneo (como lo abierto), los infiernos terrenales sólo habrían cambiado,
en la mente humana, de forma habitacional: la cueva sería el antecedente
remoto (aunque no por eso irreconocible) del campo de concentración. En
ese caso, entre Auschwitz y Guantánamo no habría abismo, sino un cambio
de escenografía. Pero no es así: el horror infinito –el horror de la Guerra

9. Al respecto, véase: S. Schwarzböck, Los monstruos más fríos. Estética después del cine,
Buenos Aires, Mardulce, colección Philos, 2017, pp. 257-264 (“Imágenes industrial-militares”
y “Positivización de la negatividad”) y pp. 279-346 (cap. 7: “Estética infinita”)
10. A. Warburg, “Mnemosyne. Introducción”, en: Atlas Mnemosyne, trad. J. Chamorro
Mielke, Madrid, Akal, 2010, pp. 3-6

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infinita contra el Terror– se vuelve abierto por intrínsecamente mirable, no


porque los Estados rompan su secreto y, ahora sí, no prohíban fotografiar,
como se prohibía en Auschwitz.
Cuando la cámara ya está, mental y corporalmente, instalada en el cam-
po de concentración, lo abierto no por eso existe en lo cerrado de manera no
contradictoria. Lo abierto en lo cerrado es, precisamente, la contradicción
en la no contradicción. No sólo porque lo cerrado es lo que puede abrirse
(y por eso no debe abrirse), y lo abierto, lo que puede cerrarse (y por eso no
debe cerrarse), sino porque lo que sucede dentro de lo cerrado es lo que no
puede mostrarse (aunque sí puede verse) y sólo lo que no puede mostrarse
(sin que necesariamente deba no mostrarse) es potencialmente explícito.
Si el olvido del genocidio fue pensado, en el siglo XX, como parte del
genocidio –como afirma Godard, en Histoire(s) du cinéma, respecto de Aus-
chwitz–, la explicitud de la clandestinidad, para el caso del campo de con-
centración contemporáneo, es parte de su clandestinidad. Por eso el modelo
del campo de concentración contemporáneo es Guantánamo, no Auschwitz:
un lugar del que sabemos de su existencia, precisamente, por las imágenes.

Medusa 4
La pregunta por la imagen es una pregunta de una época que ha per-
dido, aunque sea momentáneamente, la fe en la imagen. Cuando los colec-
tivos latinoamericanos de cine político-militante, hacia fines de la década
de 1960, repetían: “una cámara en la mano y una idea en la cabeza”, no
desconfiaban de que la cámara (como extensión de la mano y, sobre todo,
del cerebro) fuera un arma. La fe en la imagen tiene, siempre, algo de fe
cristiana: representar lo irrepresentable (el dolor o el éxtasis) es un modo
de pensar (sin conceptos) el misterio de la encarnación. La carne es la que
sufre, porque la carne es la que peca. Y el pecado es el que hace posible la
redención. Sólo que los sufrientes, puestos en imágenes, no son pecadores
sino cristos, modelos de salvación para los pecadores. El sufrimiento, en
imágenes, se cristianiza. Y si se cristianiza, tiene que mirarse.
Cuando desaparece el pecado –dice Bataille–, al erotismo le cuesta so-
brevivir (a todo tipo de erotismo: al erotismo de los cuerpos tanto como al
erotismo de los corazones y, sobre todo, al erotismo sagrado). Sólo que el
pecado, en términos cristianos, es degradación, no transgresión11. La Iglesia
quema a las brujas y deja vivir a las prostitutas: lo que condena es la dimen-
sión sagrada del erotismo12. Para que haya transgresión, el mal tiene que

11. G. Bataille, El erotismo, trad. A. Vicens y M. P. Sarazin, Buenos Aires, Tusquets, 2009,
cap. XI (“El cristianismo”), pp. 123-134
12. El sexo, desde la perspectiva cristiana, forma parte del mundo profano, no del mundo
sagrado y la prostituta, por la clase social baja a la que pertenece, es índice de la degradación

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formar parte del mundo sagrado, no del mundo profano (y el cristianismo,


con la figura de la caída, ha ubicado el mal en el mundo profano: sólo el bien
es sagrado; el demonio es un ángel caído, no una deidad; el infierno es un
castigo divino, no el reino satánico).
Que el cristianismo reemplace la transgresión por la degradación (y
que la degradación sea un hundimiento sin fin, por lo menos hasta que
“se toca fondo”, como dicen los pecadores recuperados), es algo que ofende,
por igual, a la inteligencia nietzscheana y a la batailleana: ningún filósofo
es un verdadero anticristo. Después de que el cristianismo desacraliza el
mal, termina la transgresión: todos somos pecadores, es decir, débiles. Si
los transgresores eran fuertes, los pecadores somos débiles. El que sube,
después de haberse hundido, sube al precio de no haber probado el mal
como sabiduría, porque el mal era para los fuertes, no para los débiles.
El cristianismo se convierte, en tiempos postnietzscheanos y
postbatailleanos, en la postreligión: la religión de las imágenes fuertes para
los hombres débiles o, en el lenguaje de la filosofía moderna, en la religión
patrocinadora de lo sublime. Las imágenes, como sucedáneos de lo que
no puede mirarse a los ojos, como reflejo de la naturaleza con cara, de la
naturaleza-sujeto, son siempre imágenes de la Medusa. Por eso les exigen
a los hombres, cuando se sienten mirados por ellas y quieren mirarlas,
una fortaleza sobrehumana que es propia de lo humano: la fortaleza de
lo sublime, la fortaleza protestante (en lugar de católica). Quien mira lo
horrible desde una cierta distancia descubre, en ese instante, que tiene
entre sus facultades, latente y ahora en acto, la facultad de lo suprasensible.
El horror percibido, vuelto imagen, crea un yo que siempre está a res-
guardo: es la imagen la que pone la distancia, la que aleja al sujeto. Este
yo que, una vez alejado, se aferra al escudo-espejo, está bajo el poder de
(la presencia de) la Medusa, aunque no la mire, en ningún momento, a
los ojos. Esta presencia, por sí sola, impone, junto con la distancia, el abis-
mo: suspende las facultades vitales, es decir, corta el aliento. De ahí que la
pregunta por las imágenes, cuando no deberían mirarse igual que cuando
deberían mirarse, sea cristiana y aparezca, dentro de la estética contempo-
ránea, como una pregunta anacrónica, positivamente anacrónica, como una
pregunta preburguesa.
La pregunta por la imagen, como pregunta filosófica, no parece una pre-
gunta por el juicio estético, sino por el pecado. Tal vez las imágenes –no
todas, sólo algunas– tengan el poder de resacralizar el mal. Las que tengan
ese poder serán aquellas que, a su modo, guarden aún algo que, a riesgo
de arriesgar la distancia (de hacer que el sujeto deje de estar a salvo de

del sexo, de su no sacralidad: el cristianismo nace, igual que la moral, con la desigualdad
entre las clases y la miseria de las clases más bajas. Cf. Ídem, p. 143.

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sí mismo), no debería ser mirado. Si se lo mirara a los ojos, desaparecería


el yo junto con el cuerpo que lo sostiene erguido, sea sentado o parado. La
estética de lo sublime reaburguesa al sujeto: le devuelve el yo cuando está
a punto de perderlo. La Medusa crea al yo, para que no la mire y quiera
mirarla. Así, junto con el yo, crea lo inmirable. Y lo crea como aquello que,
antes del cristianismo, llama a la transgresión.

Medusa 5
El (único) filósofo de las imágenes es el (único) filósofo de la Idea: Hegel.
Hay imagen mientras hay Idea. Lo que ve venir Hegel –dice Nancy– es que
el arte, en la modernidad, pierde su función de imagen: el arte con función
ontoteológica es “cosa del pasado”13. No hay imágenes sin Idea. Es decir,
todas las imágenes son imágenes de la Idea, imágenes cristianas, imágenes
de un Dios inimaginable pero, por eso mismo, capaz de producir imágenes
que no muestren otra cosa que esa inimaginabilidad de la Idea.
El mundo sin imagen es el mundo que se puebla de imaginerías, en el
que proliferan las vistas (vistas que, a su vez, no ven nada: son vistas sin
visión). Es un mundo atravesado por la prohibición de imágenes en sentido
adorniano. Toda imagen, en este mundo sin imagen, sería sospechosa de
superstición, de estar sostenida por la nada misma, de intentar crear idola-
tría, de hacerse pasar por la aparición sensible de algo suprasensible. Las
imágenes, tal como las presenta Nancy en la civilización sin imagen, serían
falsamente sublimes o, más estrictamente, falsas medusas.
Pero el hombre que no puede imaginar lo inimaginable como
inimaginable no es un hombre sin Medusa, un hombre post-protestante, un
hombre productor de medusas artificiales (medusas pura superficie, puro
datos, pura pantalla, puro sensualismo, pura inmediatez). Ojalá Nancy
tuviera razón. Las medusas que no miran o que miran la nada son peores,
más temibles, que las Medusas de época de la imagen. Son medusas sin
ojos, pero también, por eso, medusas con minúscula, medusas paganas,
medusas a imagen y semejanza de los temores infantiles, medusas que no
dejan dormir, medusas-pesadilla: medusas-hombre de la bolsa, medusas-
psicópata, medusas-femicida, medusas lobas de los lobos, que encarnan al
semejante (vuelto fuera de sí) contra el semejante.

Medusa 6
Cuando Deleuze, para explicar que el ojo es imagen-movimiento –al
igual que el cerebro, el cuerpo, la personalidad, el universo y todo lo que

13. J.-L. Nancy, “El vestigio del arte”, en: Las musas, trad. H. Pons, Buenos Aires, Amorrortu,
2012, pp. 126-127

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Silvia Schwarzböck

existe–, les dice a los estudiantes, con voluntad de herir su narcisismo, “to-
dos ustedes son imágenes-movimiento”, crea su propia Medusa, la Medusa
de sus Estudios sobre cine14.
El cine hace de la imagen, como sistema de acción-reacción, algo que se
mira y nos mira. Si todo está en el mismo plano de inmanencia, la reflexi-
vidad les pertenece, de suyo, a las imágenes: no hay sujeto. Sin sujeto, no
hay peligro. Desaparece el miedo. Todo es mirable, porque no hay mirada,
sino mirada de la mirada, es decir, reflexividad de las imágenes. La Medusa
deleuziana es una Medusa sin rostro, pura cabeza-cuerpo, una naturaleza
que no se quiere (ni se puede) volver, en ningún momento, sujeto. Así, sin
cara, ella evita crearse su Perseo, su decapitador, un yo que descubra entre
sus facultades, latente, la facultad de lo suprasensible. Por lo mismo que
no necesita ser decapitada, la Medusa-imagen de la filosofía de Deleuze –a
diferencia de la de Kracauer– no es un monstruo poderoso.
Ahora bien: aun cuando la Medusa viva en el mismo plano de inmanen-
cia que los hombres, la no necesidad de decapitarla, por parte de ellos, no
hace a la vida sobre la tierra, de suyo, más verdadera. La imagen no cesa de
caer en estado de tópico: ella misma (¿quién, si no?) crea los encadenamien-
tos sensorio-motores en los que queda atrapada. Nunca percibimos todo de
ella –dice Deleuze– porque ella misma está hecha para que no percibamos
todo, para que el tópico oculte la imagen15.
No hay civilización de la imagen, para Deleuze, sino civilización del tó-
pico. Si de la imagen no logramos ver todo, porque el tópico lo impide, se
hace dificultosa, entonces, la guerra misma contra el tópico, que siempre
será una guerra de todos contra todos, de tópicos contra tópicos. Contra el
tópico vale la revuelta, porque la imagen intenta, todo el tiempo, liberarse
del tópico, ser ella. La imagen podría volverse sujeto, es decir, Medusa con
cara, Medusa temible, al volverse visionaria o vidente, como la heroína de
Europa, 1951.

Medusa 7
Para acompañar la exhibición de Sauerbruch-Hutton. Arquitectos (2013),
su última película, Farocki escribe un texto que podría leerse (y no sólo
porque él fallece en 2014) como su testamento teórico. No obstante, el texto
es mayormente descriptivo. Por ejemplo, dice que en el estudio de arqui-
tectura Sauerbruch-Hutton, ubicado en Berlín, trabajan sesenta personas,
que hay reuniones casi a diario, que en esas reuniones se discuten los pro-

14. G. Deleuze, Cine I. Bergson y las imágenes, trad. S. Puente y P. Ires, Buenos Aires,
Cactus, 2009, Clase VI (1 de diciembre de 1981, segunda parte), p. 143
15. G. Deleuze, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, trad. I. Agoff, Buenos Aires, Paidós,
2ª. reed., 2009, pp. 36-37

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yectos, que en esas discusiones (de las que participan los arquitectos-jefes)
todos los participantes utilizan, además de argumentos, planos y maquetas
y que, mientras discuten, “es como si construyeran una nueva maqueta con
su discurso”16. La maqueta –reflexiona Farocki– materializa el proyecto.
Muestra la preferencia, de parte de los arquitectos, por lo material por so-
bre lo digital. Lo que ellos buscan (“un diseño consistentemente inteligible”)
es lo mismo que busca su película –dice– al filmarlos mientras trabajan.
Farocki filma el materialismo arquitectónico desde el materialismo cine-
matográfico. En el proyecto, como el momento inmaterial de la arquitectu-
ra, está sedimentada la huella de su arcaísmo (del predominio de la materia
sobre la forma) y el límite de su desmaterialización, aquello que le recuerda
que su material artístico es siempre una materia sólida y que, para entrar
en la forma, tiene que subordinarse a las leyes de la gravedad.
Trabajar en un estudio de arquitectura no sólo es sinónimo de proyectar,
sino de materializar el proyecto. El discurso arquitectónico es un discurso-
maqueta. La economía de las palabras es, a la vez, una economía de
la materia. Lo contrario de proyectar –en los términos materialistas
farockianos– es vender. Que todos los que necesitan trabajar tengan que
vender(se) es la astucia del capital. La Medusa de un marxista, como
Farocki, no puede ser el trabajo, sino la astucia del capital, aquello que
hace que el trabajo, además de alienado, tenga que estar entretejido, para
existir, con un discurso para engañar.
En Reciclaje profesional (Die Umschulung, 1994), Farocki muestra el
curso de entrenamiento que, tras la reunificación alemana, una empresa
constructora de Alemania occidental, propietaria de dos empresas construc-
toras de la ex Alemania oriental, les da a sus empleados para enseñarles
a vender. La película muestra hasta qué punto el discurso comercial, para
ser exitoso, se le debe aplicar a los alumnos, como seducción, de la misma
manera en que ellos deben aplicarlo a sus potenciales clientes. El discurso
para vender se vende a sí mismo: es venta de la venta. Es reflexivo y afir-
mativo. Es discurso del sí (del sujeto que compra, al que el vendedor tiene
que subordinarse, y de la afirmatividad excluyente, por la cual ninguna
oración pronunciada debe ser negativa): en una negociación mercantil exi-
tosa, el comprador debe decir al menos cinco veces “sí”; a partir de la quinta
afirmación –sostiene el profesor Wagner–, el cerebro se vuelve tan perezoso
que dirá “sí” por sexta vez, sin que nadie se lo pida. Los alumnos le pregun-
tan al profesor por qué no se puede negar, en una transacción comercial,
ni siquiera con la cabeza. “Porque expresa rechazo”, les responde: “si nos
encontramos en una posición más fuerte, entonces ni siquiera tendremos
que discutir el precio con ellos.” La subordinación a la otra persona sólo

16. H. Farocki, “Sauerbruch-Hutton. Arquitectos”, en: Otro tipo de empatía, op. cit., p. 204

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Silvia Schwarzböck

tiene por objetivo derrotarla con una venta. El carácter afirmativo –deben
aprender los empleados de la ex Alemania comunista– es su nueva forma
de vida, el vitalismo intrínseco de la vida de derecha.

Epílogo: la vida con las medusas


La historia de la Medusa –como llama Kracauer al mito de Perseo– es
una historia con final trágico: fue la proveedora del escudo-espejo, Atenea,
la que se quedó con la cabeza, para asustar a sus enemigos. La astucia
contemporánea del capital no es crear una época sin Medusa –porque todos
seríamos, igual que todo lo existente, imágenes como las imágenes cine-
matográficas–, sino una época en la que todas las imágenes sean como las
imágenes postcinematográficas, es decir, imágenes no reflexivas, imágenes
sin espectador, imágenes en las que la cámara ya no mira como un especta-
dor que mira como una cámara.
Bajo estas condiciones, todas las cámaras, estén donde estén, son cáma-
ras portátiles y livianas que producen, frente a cualquier Medusa, imágenes
portátiles y livianas, que se detienen en la retina y se archivan en memo-
rias portátiles y livianas, exteriores al cuerpo y al cerebro. Estas imágenes
posthumanas, que no pasan por el cuerpo y el cerebro, son imágenes que
no pueden no mirarse: son intrínsecamente mirables y, por eso, reclaman
discurso, comentario al pie, epígrafe obligatorio.
Las imágenes postcinematográficas, como imágenes estructuralmente
inmateriales, se materializan, obligatoriamente, en el discurso. Estas imá-
genes, sin posteo, son ciegas. Pero el posteo, sin imágenes, se vuelve vacío.
El test bonaerense del chancho era de la época en que los padres eran,
además de los Reyes Magos, los transmisores del Terror a la Medusa. Es
decir, eran ellos mismos el Estado y tenían, en consecuencia, el monopolio
de la prohibición de imágenes.

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