Lehane Dennis - Abrazame Oscuridad PDF
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Den nis L ehan e Ab rázame, osc ur ida d
Dennis Lehane
Abrázame,
oscuridad
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PRÓLOG O
Nochebuena, 18:15
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mezclando la nostalgia religiosa tan propia de estos días del año con un
elemento nuevo en un incidente viejo, le ha sacado todo el jugo posible a la
cuestión del sacerdocio.
Comentaristas televisivos y columnistas de prensa han querido ver en un
tiroteo banal las señales del Apocalipsis. Se han organizado vigilias de
veinticuatro horas en la parroquia de Eddie en Lower Mills y a la entrada del
hospital Carney. Eddie Brewer, un clérigo anónimo y una persona de lo más
vulgar, está a punto de convertirse en mártir, tanto si sobrevive como si no.
Nada de eso guarda la más mínima relación con la pesadilla que se
abatió sobre mi vida y la de otras personas de esta ciudad hace dos meses, una
pesadilla que me dejó unas heridas que, según los médicos, se han curado todo
lo bien que cabía esperar, aunque mi mano derecha aún tiene que recuperar la
mayor parte de su sensibilidad y las cicatrices del rostro me arden a veces bajo
la barba que me he dejado crecer. No, ni el cura al que dispararon, ni el asesino
en serie que se coló en mi vida, ni la última «limpieza étnica» perpetrada en una
antigua república soviética, ni el hombre que voló una clínica abortiva no muy
lejos de aquí, ni el otro asesino en serie que se ha cargado ya a diez personas en
Utah y aún no ha sido atrapado... nada de esto está relacionado con ello.
Pero a veces parece que sí lo está, que en alguna parte hay un hilo que
une todos esos acontecimientos, todos esos actos violentos arbitrarios y sin
explicación, y que si pudiéramos localizar el origen de ese hilo y tirar de él tal
vez podríamos sacarlo todo a la luz y verle la lógica.
Me dejé crecer la barba el día de Acción de Gracias. Es la primera barba
de mi vida, y mientras me la peino cada ma ñana en el espejo, no deja de
sorprenderme, como si pasara las noches soñando con un rostro suave y sin
cicatrices, con una carne tan suave como la de un bebé, con una piel a la que
sólo rozan el aire limpio y las caricias de una madre.
La oficina —Kenzie/Gennaro, Investigaciones— está cerrada, supongo
que acumulando polvo. Puede que haya una telaraña en una esquina de mi
escritorio. Y otra en el de Angie. Angie lleva ausente desde finales de
noviembre y yo trato de no pensar en ella. O en Grace Cole. O en la hija de
Grace, Mae. O en nada en particular.
Al otro lado de la calle, la misa ha terminado, y como hace un tiempo
inusualmente cálido para la estación —algo menos de diez grados, aunque ya
hace hora y media que se ha puesto el sol—, la mayoría de los feligreses
deambula por el exterior: sus voces suenan con claridad en el aire nocturno
mientras se desean mutuamente buena suerte y felices vacaciones. Comentan lo
raro que está el clima, lo errático que ha sido durante todo el año, lo frío que fue
el verano y que el otoño fue caluroso un día y gélido y desagradable el
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—No.
—Dale un par de golpes.
—Ya lo he hecho.
—Pues llama a un técnico.
—Eres de gran ayuda, ¿sabes?
—¿Todavía tienes el despacho en el campanario, Patrick?
—Sí. ¿Por qué?
—Pues porque tengo para ti una posible clienta.
—Estupendo. Tráela.
—¿Al campanario?
—Claro.
—Le dije que me gustaría que te contratara.
Eché un vistazo a la diminuta oficina.
—Un poco más de entusiasmo, Eric.
—¿Puedes pasarte por Lewis Wharf, a eso de las nueve de la mañana?
—Supongo que sí. ¿Cómo se llama tu amiga?
—Diandra Warren.
—¿Y qué le pasa?
—Preferiría que fuera ella quien te lo explicara directamente.
—Vale.
—Nos vemos mañana.
—Hasta entonces.
Me dispuse a colgar.
—Patrick...
—¿Sí?
—¿Tienes una hermana pequeña llamada Moira?
—No. Lo que tengo es una hermana mayor que se llama Erin.
—Oh. —¿Por qué?
—Por nada. Mañana hablamos. —Pues hasta entonces.
Colgué, contemplé el aparato de aire acondicionado, luego a Angie, volví
a mirar el chisme y acabé llamando a un técnico.
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—¿Por qué?
Diandra suspiró.
—Señor Kenzie, señorita Gennaro, soy psiquiatra. Doy clases en Bryce
dos días a la semana, y también ejerzo como consejera para profesores y
alumnos, todo ello sin desatender mi práctica extrauniversitaria. En mi trabajo
te puede caer de todo: clientes peligrosos, pacientes que pueden sufrir episodios
psicóticos en un despacho diminuto a solas contigo, esquizofrénicos paranoicos
capaces de hacerse con la dirección de tu domicilio particular... Hay que vivir
con el miedo a todo eso, y supongo que te haces a la idea de que tarde o
temprano te acabará pasando algo. Pero esto... —contempló el sobre que había
en la mesa que nos separaba—. Esto es...
—¿Por qué no intenta explicarnos cómo empezó «esto»? —le pregunté.
Se reclinó en el sofá y cerró los ojos un instante. Eric le puso una mano en
el hombro. Ella negó con la cabeza, sin abrir los ojos, y él retiró la mano, la dejó
sobre su propia rodilla y se la quedó mirando como si no supiera muy bien
cómo había ido a parar allí.
—Una mañana, mientras estaba en Bryce, vino a verme una estudiante.
O, al menos, alguien que dijo serlo.
—¿Había algún motivo para dudarlo? —preguntó Angie.
—En ese momento, no. Tenía un carné de estudiante. —Diandra abrió los
ojos—. Pero cuando hice algunas comprobaciones, result ó que no figuraba en
los archivos.
—¿Cómo se llamaba esa persona? —intervine.
—Moira Kenzie.
Observé a Angie y ella levantó una ceja.
—Mire, señor Kenzie, cuando Eric pronunció su nombre di un respingo,
pues pensé que tal vez tuviera usted alguna relación con esa chica.
Consideré la cuestión. Kenzie no es un apellido demasiado com ún que
digamos. Incluso en Irlanda no hay más que unos cuantos Kenzie por la zona
de Dublín y algunos más repartidos cerca del Ulster. Dadas la crueldad y la
violencia que anidaba en el corazón de mi padre y sus hermanos, puede que no
fuera tan malo que la familia acabara extinguiéndose.
—Ha dicho que Moira Kenzie era una chica, ¿no?
—¿Y?
—Pues que debía de ser joven.
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pelo rubio y largo y una barba de dos días. Llevaba tejanos rasgados a la altura
de las rodillas, una camiseta debajo de una camisa de franela desabrochada y
una chaqueta de cuero negro. El uniforme del universitario alternativo. Llevaba
un cuaderno bajo el brazo y caminaba ante un muro de ladrillos. No parecía
consciente de estar siendo inmortalizado.
—Mi hijo, Jason —explicó Diandra—. Está en segundo curso en Bryce.
Ese edificio es la esquina de la biblioteca de la universidad. La fotograf ía llegó
ayer por correo ordinario.
—¿Alguna nota?
Negó con la cabeza.
—Lo único que hay —intervino Eric— es el nombre y la dirección de
Diandra en la parte delantera del sobre. Nada más.
—Hace dos días —prosiguió Diandra—, cuando Jason vino a pasar el fin
de semana, oí como explicaba a un amigo por teléfono que no conseguía
quitarse de encima la impresión de que alguien le estaba acosando. Acoso. Ése
fue el término que empleó. —Señaló la foto con el cigarrillo y el temblor de la
mano se hizo más evidente—. A la mañana siguiente, llegó eso.
Volví a mirar la foto. La típica advertencia mafiosa: puede que sepas algo
sobre nosotros, pero nosotros lo sabemos todo de ti.
—No he vuelto a ver a Moira Kenzie desde aquel día. No estaba
matriculada en Bryce, el número de teléfono que me dio corresponde a un
restaurante chino y no figura en ningún listín telefónico local. Pero, en cualquier
caso, vino a verme. Y ahora tengo esto en mi vida. Y no sé por qué. Dios...
Se golpeó los muslos con las manos y cerró los ojos. Cuando los abrió,
todo el valor que debía de haber acumulado hasta el momento se desvaneció.
Su aspecto revelaba el terror que sentía y lo precarios que se le antojaban los
muros tras los que nos protegemos en esta vida.
Miré a Eric, que tenía cogida la mano de Diandra, y traté de columbrar
cuál era su relación. Nunca le he visto con mujeres y siempre di por sentado que
era homosexual. Lo sea o no, hace diez años que le conozco y jamás me ha
comentado que tuviera un hijo.
—¿Quién es el padre de Jason? —pregunté.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Cuando un adolescente está en peligro —explicó Angie— hay que
tener en cuenta el tema de la custodia.
Diandra y Eric negaron con la cabeza al unísono.
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que con ella también funcionó. Bubba no mostró la menor reacción, pero
también es verdad que el hombre carece de nervios y, por lo que yo sé, de la
mayor parte de cosas que los humanos necesitan para funcionar.
Dejó caer sus más de noventa kilos en uno de los sofás y dijo:
—Bueno, ¿y para qué necesitáis ver a Jack Rouse?
Se lo explicamos.
—No me cuadra la cosa. Ese rollo de la foto.. .Quiero decir, puede que
sea eficaz, pero me parece demasiado sutil para Jack.
—¿Y para Kevin Hurlihy? —inquirió Angie.
—Si es demasiado sutil para Jack, a Kevin le supera por completo —
contestó Bubba, echando un trago de la botella—. La verdad es que a Kevin casi
todo le supera: sumar y restar, el alfabeto, cosas así. Joder, colegas, ¿es que no
os acordáis de cómo era?
—Nos preguntábamos si habría cambiado.
Bubba se echó a reír.
—Sí, a peor.
—O sea, que es peligroso —apunté.
—Pues sí —reconoció Bubba—. Como un perro de presa. Lo único que se
le da bien es violar, pelear y conseguir que la gente se cague de miedo: todo eso
lo borda.
Me pasó la botella y me serví otro chupito.
—Es decir, que si dos tíos se hacen cargo de un caso que le señala a él y a
su jefe...
—Pues esos dos tíos serían un par de idiotas.
Recuperó la botella.
Le lancé una mirada de listillo a Angie y ella me sacó la lengua.
—¿Queréis que lo mate por vosotros? —preguntó Bubba mientras se
estiraba cuan largo era.
Parpadeé.
—Hum...
—No me cuesta nada —aseguró Bubba bostezando.
Angie le tocó la rodilla.
—De momento, no.
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Y colgó.
—¿El Figura? —me sorprendí.
Hizo un gesto fatalista con las manos.
—Todos ven películas de Scorsese y telefilmes de polis. Se creen que así
es como hay que hablar y yo les sigo la corriente. —Se estiró para servirle otro
chupito a Angie—. ¿Ya estás oficialmente divorciada, Gennaro?
Angie sonrió y se bebió el vodka de un trago.
—Oficialmente, no.
—¿Cuándo será eso? —preguntó Bubba enarcando las cejas.
Angie apoyó los pies en una caja abierta de fusiles AK—47 y se arrellanó
en el asiento.
—Las ruedas de la justicia son lentas, Bubba, y el divorcio es una cosa
complicada.
Bubba hizo una mueca.
—Lo complicado es pasar de matute unos misiles tierra-aire procedentes
de Libia. Pero ¿el divorcio...?
Angie se pasó las dos manos por el pelo, a la altura de las sienes,
contempló las cañerías hechas polvo de la calefacción que recorrían el techo y
dijo:
—A ti, Bubba, una relación sentimental te dura menos que un paquete de
cervezas. ¿Qué sabrás tú del divorcio? ¿Eh?
Bubba suspiró.
—Lo que sí sé es que a la gente que se dedica a cagarla constantemente
hay que quitarla de en medio. —Apartó las piernas del sofá y plantó en el suelo
las botas de combate—. ¿Y tú qué opinas, chavalote?
—Moi?
—Oui. ¿Cómo fue tu experiencia con el divorcio?
—Eso estuvo chupado. Como encargar comida china: una llamadita de
teléfono y todo arreglado.
—¿Lo ves? —dijo Bubba mirando a Angie.
Mi socia me dedicó un gesto despectivo y le dijo a Bubba:
—¿Tú te lo crees, Don Introspectivo?
—Protesto —respondí.
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Esa noche, en torno a las diez, Angie y yo estábamos sentados en una pequeña
cafetería de la calle Prince descubriendo más cosas sobre el funcionamiento de
la próstata de las que nunca quisimos saber, por cortesía de Fat Freddy
Constantine.
La cafetería de Freddy Constantine era un local estrecho en una calle no
menos estrecha. Prince atraviesa el extremo norte desde Commercial hasta la
calle Moon, y como muchas calles de ese barrio, apenas si cabe por ella una
bicicleta. Cuando llegamos la temperatura había bajado hasta los diez grados,
pero por toda la calle Prince había hombres sentados ante las tiendas y los
restaurantes que sólo llevaban una camiseta bajo una camisa de manga corta y
que se arrellanaban en sus tumbonas fumando, jugando a las cartas y soltando
esas risotadas repentinas y violentas a las que tan dados son quienes consideran
que el barrio les pertenece.
La cafetería de Freddy no era más que una sala oscura con dos mesitas
fuera y cuatro dentro y un suelo de baldosas blancas y negras. En el techo, un
ventilador giraba con desgana e iba pasando las páginas de un periódico tirado
en la barra mientras Dean Martin canturreaba desde el otro lado de una pesada
cortina negra que había al fondo del local.
Nos recibieron a la entrada dos tipos jóvenes de cabello negro y cuerpos
musculosos que lucían sendos jerséis de pico de color rosa y cadenas de oro.
—¿Os compráis la ropa en la misma tienda? —les pregunté.
Uno de ellos encontró tan ingenioso el comentario que me cacheó con
especial dureza, agarrándome con las manos entre la caja torácica y las caderas
como si quisiera unirlas. Habíamos dejado las pistolas en el coche, así que nos
cogieron las carteras. A nosotros eso no nos gust ó, cosa que a ellos les daba
igual, pero no tardaron mucho en conducirnos hasta la mesa en que nos
esperaba el mismísimo don Frederico Constantine.
Fat Freddy parecía una morsa, pero sin bigote. Era inmenso y grisáceo y
lucía varias capas de ropa oscura, con lo que el cabez ón que remataba toda esa
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negrura parecía algo surgido de los pliegues del cuello con la intención de
desparramarse sobre los hombros. Sus ojos almendrados eran cálidos y
líquidos, paternales, y el hombre sonreía mucho. Sonreía a los desconocidos de
la calle, a los periodistas cuando salía del juzgado y, seguramente, también a
sus víctimas justo antes de que sus hombres les partieran las piernas.
—Siéntense, por favor —dijo.
Aparte de Freddy y de nosotros, allí sólo había otra persona. Estaba
sentado a unos siete metros de nosotros, a una mesa junt o a un aplique de luz,
con una mano sobre la mesa y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos.
Llevaba unos pantalones claros de loneta, una camisa blanca, una bufanda gris
y una chaqueta de color ámbar con el cuello de cuero. No es que nos mirara
directamente, pero tampoco parecía que mirara hacia otro lado. Se llamaba Pine
—nunca he sabido su nombre de pila— y era toda una leyenda en su entorno,
pues había sobrevivido a cuatro jefes distintos y a tres guerras entre familias, y
sus enemigos tenían la costumbre de desaparecer de una manera tan eficaz que
la gente olvidaba rápidamente que habían existido. Sentado a la mesa, parecía
un tío normal y hasta pusilánime: atractivo, no diré que no, pero no tanto como
para quedarse en la memoria de nadie; mediría cerca de metro ochenta, era de
complexión normal y tenía el cabello rubio oscuro y los ojos verdes.
Sólo compartir la habitación con él me ponía los pelos de punta.
Angie y yo tomamos asiento y Fat Freddy dijo:
—Próstatas.
—¿Perdón? —preguntó Angie.
—Próstatas —repitió Freddy. Sirvió café de un puchero y le pasó la taza
a mi socia—. No es algo que preocupe a las de su sexo ni a la mitad de los del
mío. —Inclinó la cabeza en mi dirección mientras me pasaba otra taza; acto
seguido, empujó el azucarero y la jarrita de leche hacia nosotros—. Les diré una
cosa —continuó—. He llegado a lo más alto de mi profesión, a mi hija la acaban
de aceptar en Harvard y, financieramente hablando, necesito ya muy pocas
cosas. —Se removió en el asiento y contrajo los carrillos en una mueca que los
situó en medio de la cara, dejándole momentáneamente sin labios—. Pero les
juro que cambiaría ahora mismo todo lo que tengo por una próstata en
condiciones —suspiró—. ¿Y usted?
—¿Y yo qué? —pregunté.
—¿Tiene la próstata en condiciones?
—La última vez que lo comprobé, sí, señor Constantine.
Se inclinó hacia mí.
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—Dele gracias a Dios, amigo mío. Dele muchas gracias. Un hombre sin
una próstata sana es... —Separó las manos sobre la mesa—. Pues bueno, es un
hombre sin secretos, un hombre sin dignidad. Esos médicos, por el amor de
Dios, te ponen boca abajo y se te meten por ahí detrás con sus aparatitos y lo
remueven todo, y te pinchan y te rajan y...
—Suena espantoso —repuso Angie.
Y eso, afortunadamente, lo calmó un poco.
Asintió.
—Espantoso no es la palabra adecuada. —Se quedó mirando a Angie
como si acabara de reparar en su presencia—. Y usted, querida señorita, es
demasiado fina para tener que aguantar semejante conversación. —Le besó la
mano mientras yo hacía esfuerzos para no reírme—. Conozco muy bien a su
abuelo, Angela. Muy bien.
Angie sonrió.
—Él está muy orgulloso de ser pariente suyo, señor Constantine.
—Ya verá cuando le cuente que tuve el placer de conocer a su
encantadora nieta... —Me miró y los ojos se le oscurecieron—. Y usted, señor
Kenzie, ¿ya vigila como corresponde a esta mujer para que no le pase nada
malo?
—Esta mujer se las apaña muy bien sola, señor Constantine —dijo Angie.
Los ojos de Fat Freddy siguieron clavados en mí, oscureciéndose cada
vez más, como si no les gustara mucho lo que veían.
—Nuestros amigos aparecerán en cualquier momento —me dijo.
Mientras Freddy se echaba para atrás con la intención de servirse otra
taza de café, oí como uno de los guardaespaldas de la entrada decía: «Adelante,
señor Rouse». Y los ojos de Angie se abrieron ligeramente cuando Jack Rouse y
Kevin Hurlihy entraron por la puerta.
Jack Rouse controlaba el Southie, Charlestown y todo lo que había entre
Savin Hill y el río Neponset, en Dorchester. Era delgado, cachas y con los ojos a
juego con el tono metálico de su cabello ralo. No ofrecía un aspecto
particularmente amenazador, pero tampoco lo necesitaba: para eso ya tenía a
Kevin.
Conozco a Kevin desde que teníamos seis años, y nada en su cerebro o
en su flujo sanguíneo ha entrado jamás en contacto con un impulso humano.
Atravesó el umbral, evitando mirar a Pine o, incluso, reparar en su presencia, y
supe en ese momento que Kevin aspiraba a ser como él. Pero Pine era todo
hieratismo y discreción, mientras que Kevin era como un nervio al aire con
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patas: las pupilas le brillaban como si funcionaran con pilas. Era de esos t íos
que le pueden volar la cabeza a los presentes simplemente porque le ha dado
por ahí. Pine daba miedo porque para él matar era un oficio que no se
diferenciaba tanto de muchos otros. Kevin daba pavor porque el de asesino era
el único trabajo al que aspiraba en esta vida, y lo desempeñaría gratis.
Lo primero que hizo después de estrechar la mano de Freddy fue
sentarse a mi lado y apagar el cigarrillo en mi taza de café. Luego se pasó la
mano por su espesa pelambrera y se me quedó mirando.
—Jack, Kevin —dijo Freddy—, ya conocéis al señor Kenzie y a la señorita
Gennaro, ¿no?
—Somos viejos amigos —contestó Jack mientras se sentaba junto a
Angie—. Chicos del barrio, como Kevin. —Rouse se quitó la vieja chaqueta azul
que llevaba puesta y la colgó en el respaldo de la silla—. ¿A que tengo más
razón que un santo, Kev?
Kevin estaba demasiado ocupado mirándome como para decir nada.
Habló Fat Freddy en su lugar.
—Quiero que todo quede claro. Rogowski dice que sois legales y que
puede que tengáis un problema y que yo puedo ser de utilidad... Que así sea.
Pero los dos venís del mismo barrio que Jack, así que le pedí que se uniera a la
fiesta. ¿Me explico?
Asentimos.
Kevin encendió otro cigarrillo y me lanzó el humo a la pelambrera.
Freddy puso las manos hacia arriba sin moverlas de la mesa.
—Pues eso es lo que hay. Así pues, dígame qué es lo que necesita, señor
Kenzie.
—Nos ha contratado un cliente que... —empecé.
—¿Qué tal el café, Jack? —me interrumpió Freddy—. ¿Un poco más de
leche?
—Está bien, señor Constantine. Está muy rico.
—Un cliente —repetí— que tiene la impresión de que ha cabreado a uno
de los hombres de Jack.
—¿Hombres? —preguntó Freddy alzando las cejas, mirando a Jack y
posando luego los ojos en mí—. Somos unos empresarios modestos, señor
Kenzie. Tenemos empleados, pero su lealtad no va más allá de su sueldo. —
Volvió a mirar a Jack—. ¿Hombres? —repitió, y se echó a reír al alimón con
Jack.
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Angie suspiró.
Kevin me echó un poco más de humo a la cabeza.
Yo estaba cansado, y los últimos vestigios del vodka de Bubba flotaban
en el fondo de mi cerebro, con lo que no tenía muchas ganas de reírles las
gracias a unos psicópatas del tres al cuarto que habían visto El padrino
demasiadas veces y se creían respetables. Pero tuve presente que Freddy, eso sí,
era un psicópata muy poderoso que, si le daba por ahí, podía zamparse mis
higadillos para cenar mañana por la noche.
—Señor Constantine, uno de los... colegas del señor Rouse ha expresado
cierta ira hacia nuestro cliente, ha realizado determinadas amenazas...
—¿Amenazas? —dijo Freddy—. ¿Amenazas?
—¿Amenazas? —repitió Jack, sonriéndole a Freddy.
—Amenazas —sentenció Angie—. Parece que nuestra clienta tuvo la
desgracia de hablar con la novia de su colega, quien aseguraba estar al corriente
de las actividades delictivas de su novio, incluyendo.. . ¿cómo lo diría? —Sus
ojos se cruzaron con los de Freddy—. ¿La manipulación de restos de un tejido
previamente vivo?
Le llevó un minuto pillarlo, pero cuando lo consiguió, los ojillos se le
empequeñecieron, echó el cabezón hacia atrás y prorrumpió en unas carcajadas
que hacían temblar el local y que, sin duda alguna, llegaban hasta la calle. Jack
parecía confuso. Y Kevin, cabreado, pero también es cierto que ése es su aspecto
habitual.
—Pine —dijo Freddy—. ¿Has oído eso?
Pine no dio muestras de haber oído nada. Tampoco las dio de estar
respirando. Se quedó ahí sentado, inmóvil, mirando y no mirando en nuestra
dirección al mismo tiempo.
—Manipulación de los restos de un tejido previamente vivo —repitió
Freddy, entre risitas. Miró a Jack y se dio cuenta de que éste aún no había
pillado el chiste—. Joder, Jack, consíguete un cerebro, ¿no?
Jack parpadeó y Kevin se inclinó sobre la mesa. Pine movió levemente la
cabeza para mirarle. Y Freddy hizo como que no se daba cuenta de nada.
Se limpió las comisuras con una servilleta de lino y meneó lentamente la
cabeza mientras miraba a Angie.
—Les tengo que contar esto a los del club, vaya que sí. Angela, iniede
que lleves el apellido de tu padre, pero eres una Patriso y no hay más que
hablar.
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Jack Rouse se quitó la gorra de lana que llevaba y la utiliz ó para saludar
a Angie.
Ella sonrió, me miró a mí y luego a Freddy. Había que conocerla bien
para darse cuenta con precisión de lo cabreada que estaba. Es una de esas
personas cuya ira se deduce de la economía de movimientos. Dada la postura
de estatua que había adquirido ante la mesa, yo estaba muy seguro de que
había superado el estado de cabreo total hacía unos cinco minutos.
—Freddy —dijo, y éste parpadeó—, usted responde ante la familia
Imbruglia de Nueva York, ¿correcto?
Freddy se la quedó mirando.
Pine descruzó las piernas.
—Y la familia Imbruglia —prosiguió Angie mientras se inclinaba
ligeramente sobre la mesa— responde ante la familia Moliach, cuyos miembros
están considerados a su vez caporegimes de la familia Patriso. ¿Correcto?
Freddy tenía los ojos inmóviles e inexpresivos. A Jack se le había
congelado la mano izquierda a medio camino entre el extremo de la mesa y la
taza de café. Junto a mí, Kevin respiraba hondo a través de la nariz.
—Si lo he entendido bien, ¿usted ha enviado gente a casa de la única
nieta del señor Patriso para descubrir sus puntos débiles? Freddy... —le tocó la
mano—, ¿cómo cree usted que definiría tales actos el señor Patriso? ¿Cree que
los consideraría respetuosos o irrespetuosos?
—Angela... —entonó Freddy.
Mi socia le dio una palmadita en la mano y se puso de pie.
—Gracias por recibirnos.
Me incorporé a mi vez.
—Ha sido un placer, chicos.
Kevin se levantó de golpe para cerrarme el paso y su silla hizo un ruido
desagradablemente chirriante sobre las baldosas. Me contempló con esos ojos
tan profundos, pero tuvo que dejar de hacerlo cuando Freddy le dijo:
—Siéntate, hostia.
—Ya lo has oído, Kev —remaché—. Haz el favor de sentarte, hostia.
Kevin sonrió y se pasó la palma de la mano por la boca.
Por el rabillo del ojo, pude ver como Pine volvía a cruzar las piernas a la
altura de los tobillos.
—Kevin... —dijo Jack Rouse.
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Pine asintió.
—Deberíais haberlo matado entonces. —Pasó entre nosotros y noté en el
pecho una sensación de hielo fundiéndose—. Buenas noches.
Cruzó Commercial y subió por Prince. Una brisa fría barrió la calle.
Angie se arrebujó en el abrigo y me dijo:
—No me gusta este caso, Patrick.
—A mí tampoco —reconocí—. No me gusta un pelo.
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—Ya me has oído, Eric. A tomar por culo con la vida privada. La de la
doctora Warren y me temo que también la tuya. Tú me has metido en esto, Eric,
y ya sabes cómo trabajo.
Parpadeó.
—No me gusta la pinta que tiene este asunto. —Miré hacia la oscuridad
del loft de Diandra, hacia el brillo gélido de las ventanas—. No me gusta y estoy
intentando aclarar algunas cosas para poder hacer mi trabajo y mantener fuera
de peligro a la doctora Warren y a su hijo. Para conseguirlo, necesito saberlo
todo sobre vuestras vidas. Y si me niegan el acceso —miré a Diandra—, me
largo.
Diandra me observó con calma.
—¿Abandonarías a una mujer con problemas? —preguntó Eric—. ¿Sin
más?
Mantuve la mirada fija en Diandra.
—Sin más.
—¿Siempre es usted tan brusco? —me preguntó Diandra.
Por un cuarto de segundo, me pasó por la cabeza la imagen de una mujer
desplomándose sobre el cemento con el cuerpo lleno de agujeros de bala
mientras su sangre me salpicaba la cara y la ropa. Jenna Angeline: muerta antes
de llegar al suelo en una bonita mañana de verano y a dos centímetros de mí.
—En cierta ocasión —repuse—, alguien se murió en mis narices porque
no fui lo bastante rápido. Y eso es algo que no volverá a pasar.
Un ligero temblor le recorrió la piel del cuello y se lo frotó.
—O sea, que está convencido de que corro un serio peligro.
Negué con la cabeza.
—No lo sé. Pero a usted la han amenazado. Usted ha recibido esa foto.
Alguien se está esforzando para joderle la vida. Quiero saber de quién se trata e
impedírselo. Para eso me contrató. ¿Puede llamar a Timpson y conseguirme
una cita para mañana?
Se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
—Bien. También necesitaré una descripción de Moira Kenzie, cualquier
cosa que recuerde de ella, por insignificante que le parezca.
Mientras Diandra cerraba los ojos durante un minuto para conjurar la
imagen más completa posible de Moira Kenzie, abrí un cuaderno, le quité el
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Era cerca de medianoche cuando salí de casa de Diandra, y las calles estaban
tranquilas mientras conducía hacia el sur a lo largo de la línea marítima. La
temperatura seguía en torno a los quince grados, así que bajé las ventanillas de
mi nuevo montón de chatarra para que la suave brisa oreara su mustio interior.
Después de que mi último coche oficial sufriera un infarto en una calle
cutre y olvidada de Roxbury, topé con este Crown Victoria marrón del 86 en
una subasta policial de la que me hab ía informado mi amigo Devin, el madero.
El motor era una obra de arte. Podías tirar un Crown Vic desde lo alto de un
edificio de treinta pisos sabiendo que seguiría funcionando aunque el resto del
vehículo se hiciera fosfatina. Invertí un dinero en todo lo relativo al motor y
hasta le puse unas llantas de primera, pero el interior lo dejé como lo había
encontrado, con el techo y los asientos delanteros amarillentos gracias a los
puros baratos del anterior propietario, los asientos traseros rajados y con el
relleno asomando y la radio rota. Las puertas de atrás lucían unos impactos
propios de un fórceps y la pintura del maletero estaba rayada, revelando el
color original.
Daba asco verlo, pero era muy poco probable que ningún ladrón que se
respetara quisiera ser visto al volante de semejante esperpento.
Ante el semáforo de las Torres del Puerto, el motor emitió unos ruiditos
de felicidad mientras se tragaba un montón de litros por minuto y dos
atractivas jovencitas pasaban por delante del vehículo.
Parecían oficinistas. Ambas lucían faldas ceñidas aunque tristes y blusas
cubiertas por arrugadas gabardinas. Sus medias negras desaparec ían a la altura
de los tobillos dentro de idénticas bambas blancas. Caminaban con un atisbo de
incertidumbre, como si el pavimento fuera una esponja, y la risa de la pelirroja
resultaba un tanto exagerada.
La morena me miró y yo le obsequié con la inocua sonrisa de un alma
humana que reconoce a otra durante una noche suave y tranquila de una
ciudad generalmente agitada.
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—Mi padre —dije— me quemó con una plancha para darme una lección.
—¿Y en qué consistía la lección?
—En que no hay que jugar con fuego.
—¿Qué?
Me encogí de hombros.
—Igual sólo lo hizo porque se lo podía permitir. Él era el padre y yo el
hijo. Si le apetecía quemarme, podía hacerlo.
Levantó la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas. Me acarició el
pelo y sus ojos se hicieron más grandes y más rojos mientras buscaban los míos.
Cuando me besó, el contacto fue duro, casi como un arañazo, como si intentara
extraerme el dolor.
Cuando se apartó, tenía el rostro cubierto de lágrimas.
—Está muerto, ¿no?
—¿Mi padre?
Asintió.
—Oh, sí, Grace, está muerto.
—Me alegro —sentenció.
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cálida y eléctrica.
—Te quiero —farfulló.
Y, cuando abrí los ojos para mirarla, ya se había dormido.
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—¿Bubba?
—Lo conoces. Un tío grandote que siempre va con gabardina...
—El que da miedo —dijo—. El que parece que un día entrará en un
Seven-Eleven disparando contra todo lo que se mueve porque no funciona la
máquina de los refrescos...
—El mismo. Lo conociste en...
—Aquella fiesta del mes pasado. Ya me acuerdo.
Le sobrevino un escalofrío.
—Es inofensivo.
—Para ti, tal vez. Menudo tipo.
La cogí por la barbilla.
—No sólo para mí, Grace. También para todos los que quiero. Bubba es
de una lealtad desquiciada.
Me retiró con las manos el cabello mojado de las sienes.
—Sigue siendo un psicópata. Los tipos como Bubba no paran de enviar
gente a urgencias.
—Vale.
—Así que no quiero que se acerque a mi hija. ¿Entendido?
Cuando un progenitor se muestra dispuesto a proteger a su retoño,
adquiere el aspecto propio de un animal, y el peligro que emana casi es visible.
No es algo con lo que se pueda razonar y, aunque provenga del más profundo
amor, no conoce la compasión.
Ése era el aspecto que ahora ofrecía Grace.
—Trato hecho —le dije.
Me besó en la frente.
—Pero seguimos sin conocer la identidad del irlandés que ha llamado.
—Pues sí. ¿Dijo algo más?
—Pronto —contestó levantándose de la cama—. ¿Dónde habré dejado la
chaqueta?
—En el salón —le informé—. ¿Qué quieres decir con lo de «pronto»?
Se detuvo de camino hacia la puerta y me miró.
—Cuando dijo que te haría una visita. Esperó unos segundos y añadió:
«Pronto».
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Salió del dormitorio y oí cómo crujía un tablón suelto del salón mientras
ella lo atravesaba.
Pronto.
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Diandra llamó poco después de que Grace se marchara. A las once, Stan
Timpson me concedería cinco minutos de conversación telefónica.
—Cinco minutos enteros —ironicé.
—Para Stan, eso es una muestra de generosidad. Le he pasado su
número y le llamará a las once en punto. Él es así.
Diandra me informó de la agenda semanal de clases de Jason y me dio el
número de su habitación de la residencia universitaria. Lo apunté todo mientras
el miedo de mi clienta se manifestaba en una voz débil e insegura. Antes de
colgar, me dijo:
—No soporto estar tan nerviosa.
—No se preocupe, doctora Warren, todo se arreglará.
—¿Seguro?
Llamé a Angie y descolgó al segundo timbrazo. Antes de escuchar su
voz, se produjo un sonido como el de un roce, como si el auricular pasara de
una mano a otra. La oí susurrar.
—Ya estoy aquí...
Tenía la voz ronca y confusa propia del sopor.
—¿Hola...?
—Buenos días.
—Si tú lo dices... —Escuché más ruidos. Roces, sábanas apartadas, un
muelle de la cama—. ¿Qué pasa, Patrick?
Le resumí la conversación con Diandra y Eric.
—O sea, que no fue Kevin el que hizo la llamada. —Aún tenía la voz
pastosa—. Esto no tiene ningún sentido.
—Pues no. ¿Tienes un boli?
—Supongo. Déjame que lo encuentre.
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avenida parecía un río que discurriera entre filas de edificios de (res pisos y
senderos de cemento. Los parabrisas de los coches se veían de un blanco opaco
a causa de la fuerte luz del sol.
¿Un abogado? A veces, durante la vorágine de mis tres meses con Grace,
me paraba a pensar, sorprendido, en que mi socia también tenía vida propia.
Separada de la mía. Una vida con abogados, dimes y diretes, dramas en
miniatura y hombres que le pasaban bolígrafos en el dormitorio a las ocho y
media de la mañana.
¿Y quién era ese abogado? ¿Y quién era el tío del bolígrafo? ¿Y a mí qué
me importaba?
¿Y qué coño quería decir «Pronto»?
Tenía una hora y media por delante hasta que llamara Timpson. Tras
hacer mis ejercicios, aún me quedaba cerca de una hora. Me fui a la nevera en
busca de algo que no fuera ni una cerveza ni un refresco, pero no encontré
nada, así que salí a la calle en busca de un café.
Me lo llevé a la avenida y me apoyé unos minutos en un poste de
electricidad para bebérmelo, disfrutando del día mientras corría el tráfico y los
peatones se apresuraban hacia la boca de metro situada al final de Crescent.
Podía oler a mi espalda el pestazo a cerveza desbravada y whisky en
barrica de The Black Emerald Tavern. El Emerald abría a las ocho para los que
salían del turno de noche; y ahora, cerca de las diez, sonaba igual que un
viernes por la noche: un guirigay de voces pastosas en el que destacaba, a veces,
el ruido que hace un taco de billar al impactar con unas cuantas bolas.
—Hola, forastero.
Me di la vuelta, bajé la mirada y me topé con el rostro de una mujer
bajita con una expresión un tanto ausente. Se tapaba los ojos con la mano para
que no le cegara el sol y necesité un minuto para situarla, porque el pelo y la
ropa eran diferentes y porque hasta su voz se había hecho más profunda desde
la última vez que la oí, aunque seguía siendo ligera y efímera, como si pudiera
fundirse en la brisa antes de que las palabras resultaran inteligibles.
—Hola, Kara. ¿Cuándo has vuelto?
Se encogió de hombros.
—Hace un tiempo. ¿Qué tal te va, Patrick?
—Bien.
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Kara se balanceaba sobre los talones y movía los ojos, todo ello sin
desprenderse de su mueca sonriente. De repente, volvió a ser una presencia
familiar.
Había sido una chica alegre, pero solitaria. La veías en el patio de juegos,
escribiendo o dibujando en un cuaderno mientras los demás le daban a la
pelota. A medida que se iba haciendo mayor en aquel rincón con vistas al Blake
Yard, con el grupo del que formaba parte ocupando el espacio que el mío había
abandonado diez años antes, la veías aislada, apoyada en la verja, bebiendo
vino con refresco y contemplando las calles como si, de repente, se le antojaran
extrañas. No había caído en el ostracismo ni la tildaban de rara porque era
guapa, el doble de guapa que cualquier otra chica de la pandilla, y la belleza en
estado puro se aprecia en este barrio mucho más que cualquier otra cosa porque
es más difícil de ver que una lluvia de dinero.
Desde que aprendió a andar, todo el mundo fue consciente de que nunca
se quedaría en el barrio. La zona era incapaz de conservar a las chicas guapas, y
se le veían en los ojos las ganas de irse en forma de un peculiar brillo de las
pupilas. Cuando hablabas con ella, siempre había una parte de su cuerpo —
podía tratarse de la cabeza, de los brazos o de esas piernas inquietas— que era
incapaz de permanecer inmóvil, como si quisiera dejarte atrás a ti y al barrio en
busca de ese lugar que atisbaba a lo lejos.
Por extraña que les resultase a los miembros de su círculo de amigos,
cada cinco años, más o menos, aparecía una nueva versión de Kara. En mis
tiempos fue Angie. Y por lo que yo sé, ella es la única que desafió la peculiar
lógica del fracaso que impregnaba el barrio y se quedó en él.
Antes de Angie fue Eileen Mack, que se subió a un tren con el vestido de
la fiesta de graduación y no volvimos a verla hasta unos cuantos años después,
en un episodio de Starsky & Hutch. En veintiséis minutos, conocía a Starsky, se
acostaba con él, recibía la aprobación de Hutch (tras unos cuantos encuentros
picajosos) y aceptaba la balbuciente propuesta matrimonial de Starsky. Pero la
mataban después de los anuncios, con lo que Starsky se lanzaba en busca del
asesino, daba con él y le volaba la cabeza poniendo cara de que por fin se había
hecho justicia. El episodio terminaba con Starsky junto a la tumba de ella, bajo
la lluvia, e intuimos que el hombre nunca superaría esa desgracia.
Pero en el siguiente episodio ya tenía una novia nueva y de Eileen, si te
he visto no me acuerdo: ni Starsky, ni Hutch ni nadie del barrio volvió a decir
nada de ella.
Kara se había ido a Nueva York después de un año en la Universidad de
Massachusetts y eso es lo último que supe de ella. Angie y yo la hab íamos visto
subirse al autobús una tarde, cuando salíamos de casa de Tom English.
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de las narices polos y cucuruchos que iban a parar a otras manos, como si
supiera que nunca conseguiría uno y, al mismo tiempo, confiara en que el
heladero le entregara uno por error o por compasión. Como si sangrara por
dentro ante la vergüenza del deseo.
Saqué la cartera y extraje de ella una tarjeta profesional.
Puso mala cara y me miró. Lucía una media sonrisa sarcástica y no muy
agradable.
—Estoy bien, Patrick.
—Son las diez de la mañana y estás medio cocida, Kara.
Se encogió de hombros.
—Hay sitios en los que ya son las doce.
—Pero aquí no lo son.
Micky Doog volvió a asomar la jeta. Me miró y vi que ya no tenía los ojos
turbios. Seguro que se había metido algo de lo que estaba vendiendo.
—Eh, Kara, ¿vienes o qué?
La muchacha hizo un pequeño movimiento con los hombros mientras mi
tarjeta se humedecía en la palma de su mano.
—Ahora voy, Mick.
Micky parecía estar a punto de añadir algo, pero se limitó a darle un
golpe a la puerta, asentir y retirarse de nuevo hacia el interior.
Kara contempló la avenida y se quedó mirando los coches un rato.
—Cuando te vas de un sitio —declaró—, esperas que a la vuelta te
parezca más pequeño.
Meneó la cabeza y suspiró.
—¿Y no es así?
Negó con la cabeza.
—Sigue siendo igual que siempre.
Retrocedió unos pasos, dándose golpecitos en la cadera con la tarjeta, y
se le abrieron mucho los ojos al mirarme sin dejar de mover los hombros.
—Cuídate, Patrick.
—Tú también, Kara.
Enarboló mi tarjeta.
—Oye, que ahora tengo esto, ¿eh?
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Timpson sólo tenía diez o doce años más que yo, así que no sé por qué se
permitía llamarme hijo.
—¿Le ha contado Diandra que recibió una foto de Jason?
—Por supuesto, Patrick. Y admito que resulta un tanto extraño.
—Sí, bueno...
—Personalmente, creo que alguien intenta gastarle una broma.
—Una broma muy elaborada.
—Me dijo que habías desechado las conexiones mafiosas, ¿no?
—De momento sí.
—Ya. Pues no sé qué más decirte, Pat.
—Señor, ¿hay algún asunto de su despacho que pueda haber llevado a
alguien a amenazar a su ex mujer y a su hijo?
—No te pongas peliculero, Pat.
—Patrick.
—Mira, puede que en Bogotá la emprendan con los fiscales a través de
venganzas personales, pero en Boston no. Vamos, hijo... ¿Eso es todo lo que se
te ocurre?
Nueva risotada.
—Señor, la vida de su hijo puede estar en peligro y...
—Pues protégelo, Pat.
—Lo intento, señor, pero no puedo hacerlo si...
—¿Sabes qué creo que es esto? Te diré la verdad: otra chaladura de
Diandra. Se olvidó de tomar el Prozac y se ha puesto de los nervios. Te aconsejo
que eches un vistazo a su lista de pacientes, hijo.
—Señor, si usted...
—Escúchame, Pat. Hace casi dos décadas que no estoy casado con
Diandra. Cuando me llamó anoche, fue la primera vez que oía su voz en seis
años. Nadie sabe ni que estuvimos casados. Nadie conoce la existencia de Jason.
Durante la última campaña, te lo juro, estuvimos pendientes de que alguien
sacara el tema... Lo de cómo planté a mi primera mujer y a nuestro beb é, y el
poco contacto que he mantenido con ellos. Pero ¿sabes una cosa, Pat? Nadie dijo
ni mu. Estábamos metidos en una sucia contienda política de una ciudad en la
que impera la política sucia y nadie dijo ni mu. Porque nadie conoce mi relación
con Jason y Diandra.
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Al final del cuarto día, nos repartimos las tareas. Para ser un chico que se
pasaba el día en los bares rodeado de mujeres, Jason era muy organizado.
Podías predecir, prácticamente al minuto, dónde estaría en cada momento. Esa
noche, yo me fui a casa y Angie vigiló su habitación. Me llamó mientras me
estaba preparando la cena para informarme de que Jason parecía disponerse a
pasar la noche con Gabrielle en su propia habitación. Angie pensaba echar una
siesta y seguirle a clase por la mañana.
Después de cenar, me senté en el porche y contemplé la avenida mientras
se hacía de noche y empezaba a hacer más frío. No es que bajaran un poco las
temperaturas, sino que se desplomaban. La luna ardía como una raja de hielo
seco y el aire olía como suele hacerlo al final de un partido de rugby en el
instituto. Una brisa implacable barría la avenida, atravesando los árboles y
picoteando las puntas de las hojas secas.
Me disponía a alejarme del porche cuando Devin telefoneó.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—¿A qué te refieres?
—Tú no llamas para pasar el rato, Dev. Eso no es lo tuyo.
—Puede que haya cambiado.
—No creo.
Emitió un gruñido.
—Vale. Tenemos que hablar.
—¿Por qué?
—Porque alguien acaba de freír a una chica en Meeting House Hill. Una
chica que no lleva ninguna identificación y que me gustaría saber quién es.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo, exactamente?
—Puede que nada. Pero llevaba encima tu tarjeta cuando la mataron.
—¿Mi tarjeta?
—Sí, la tuya. Meeting House Hill. Te veo allí dentro de diez minutos.
Colgó y me quedé con el auricular pegado a la oreja hasta que reapareció
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tío más corpulento que he visto en mi vida. A su lado, Michael Moore parecería
anoréxico y Michael Jordan un enano, y hasta a Bubba se le ve canijo
comparado con Oscar. Llevaba una gorra de cuero encima de ese cabez ón negro
del tamaño de una pelota de playa y fumaba un cigarro que olía como el agua
de mar después de un vertido de crudo.
Se dio la vuelta mientras nos acercábamos.
—¿Qué coño hace Kenzie aquí, Devin?
Oscar. Quien tiene un amigo, tiene un tesoro.
—La tarjeta —le dijo Devin—. ¿Recuerdas?
—O sea, Kenzie, que igual puedes identificar a esa chica.
—Si me la dejas ver, puede que sí.
Oscar se encogió de hombros.
—No tiene muy buen aspecto.
Se hizo a un lado para que yo pudiera ver mejor el cuerpo que había a los
pies de la farola.
Estaba desnuda, a excepción de unas bragas de satén de color azul claro.
Tenía el cuerpo magullado por el frío, el rigor mortis o lo que fuera, el pelo
echado hacia atrás y la boca y los ojos abiertos. Los labios estaban azules y
parecía mirar hacia algún punto indeterminado por encima de mi hombro.
Estaba abierta de piernas y brazos, y la sangre, a punto de congelarse, le brotaba
de la base de la garganta, de las palmas de las manos y de las plantas de los
pies. Unos círculos de metal, pequeños y planos, destellaban en las manos y en
los tobillos.
Era Kara Rider.
Y la habían crucificado.
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frontales del edificio. Hay una exterior y una interior, y ambas son de roble
alemán reforzado con acero. El vidrio de la primera puerta cuenta con un cable
conectado a una alarma, y el casero instaló en ambas puertas un total de seis
cerraduras, que requieren tres llaves diferentes. Tengo un juego de llaves. Angie
tiene otro. Lo mismo ocurre con la mujer del casero, que vive en el primer piso
para no aguantarlo. Y Stanis, mi enloquecido casero, cuenta con dos juegos de
llaves porque le aterroriza la posible aparición de una pandilla de bolcheviques
asesinos.
O sea, que mi edificio es tan seguro que no entendí cómo alguien podía
enganchar un sobre en la puerta principal o apoyar en ella una caja sin que
saltaran nueve o diez alarmas que despertaran a los habitantes de las cinco
manzanas aledañas.
El sobre era blanco y sencillo, tamaño carta, con las palabras «patrick
kenzie» escritas en el centro. Ni dirección, ni remitente ni sello. Lo abrí y saqué
un trozo de papel plegado, que procedí a desplegar. No había prácticamente
nada escrito: ni fecha, ni fórmulas de cortesía ni firma. En mitad de la página,
en pleno centro, alguien había escrito a máquina una sola palabra:
¡HOLA!
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—MealegraoírtePat. ¿Quétalandas?
—¿Estás liado?
—Vayaquesí.
—¿Podrías comprobarme unos datos?
—Adelante, adelante.
—Crucifixiones como método de asesinato. ¿Cuántas en la ciudad?
—¿Durante?
—¿Durante?
—¿Durante cuántos años?
—Pongamos que los últimos veinticinco.
—Biblioteca.
—¿Qué?
—¿Sabes lo que es una biblioteca?
—Sí.
—¿Tengopintadebiblioteca?
—Cuando recurro a las bibliotecas, no suelo regalarle después al
bibliotecario una caja de cerveza Michelob.
—Que sea Heineken.
—Por supuesto.
—Mepongoaello. Tellamopronto.
Y colgó.
Cuando regresé al salón, la nota del ¡ HOLA! yacía sobre la mesa de centro,
las pegatinas estaban amontonadas en dos pilas debajo de la mesa y Angie
estaba viendo la tele. Me había puesto unos tejanos y una camisa de algodón y
entré en el salón secándome el pelo con una toalla.
—¿Qué estás viendo?
—La CNN —dijo Angie mientras miraba el periódico que tenía en el
regazo.
—¿Ha pasado algo excitante en el mundo?
Se encogió de hombros.
—Un terremoto en la India se ha cargado a nueve mil personas, y en
California, un tío se ha liado a tiros en su oficina y ha matado a siete con una
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metralleta.
—¿Oficina de correos?
—Empresa de contabilidad.
—Eso es lo que pasa cuando a los majaretas se les permite comprar
armas automáticas —sentencié.
—Eso parece.
—¿Más noticias alegres que me convenga conocer?
—Ha habido una interrupción para informarnos de que Liz Taylor se ha
vuelto a divorciar.
—Menudo notición —dije.
—Bueno, ¿qué plan tenemos? —preguntó Angie.
—Seguir vigilando a Jason. Y puede que acercarnos por el despacho de
Eric Gault, a ver si tiene algo que decirnos.
—Y continuamos asumiendo que ni Jack Rouse ni Kevin enviaron la foto.
—Exacto.
—¿Y con cuántos sospechosos nos deja eso?
—¿Cuánta gente hay en esta ciudad?
—No lo sé. En la ciudad, calculo que unas seiscientas mil personas. En
los alrededores, pues otros cuatro millones, más o menos.
—O sea, que el número de sospechosos oscila entre seiscientos mil y
cuatro millones... Menos dos personas, que somos tú y yo.
—Gracias por afinar el cálculo, Patinazo. Eres el más grande.
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Los pisos segundo y tercero de McIrwin Hall acog ían las oficinas de la Facultad
de Sociología, Psicología y Criminología de la Universidad de Bryce; entre ellas,
la de Eric Gault. En el primer piso había aulas, y en una de ellas se encontraba
en esos momentos Jason Warren. Según el plan de estudios de Bryce, el curso
atendía por «El infierno como construcción psicológica» y exploraba «los
motivos sociales y políticos tras la creación masculina de una Tierra del Castigo,
desde los sumerios y los acadios hasta la Derecha Cristiana en América».
Investigamos a todos los profesores de Jason y descubrimos que Ingrid Uver-
Kett había sido expulsada recientemente de una organización feminista local
por abrazar conceptos que convertían a Andrea Dworkin en una pensadora
reaccionaria. Su clase duraba tres horas y media, sin pausa alguna, y daba dos a
la semana. La señora Uver-Kett se trasladaba en coche desde Portland, Maine,
los lunes y los jueves para impartir su doctrina; y el resto del tiempo, según
pudimos deducir, lo empleaba en enviarle a Rush Limbaugh cartas insultantes.
Angie y yo llegamos a la conclusión de que la señora Uver-Kett dedicaba
demasiado tiempo a ponerse en peligro a sí misma como para representar
alguna amenaza para Jason, así que la tachamos de la lista de sospechosos.
McIrwin Hall era un edificio georgiano de color blanco, plantado en un
jardín de abedules y arces colorados, con un paseo de piedra que conducía
hasta él. Vimos como Jason se disolvía entre una masa de estudiantes que
atravesaban las puertas principales. Escuchamos llamadas al orden y carreras
apresuradas antes de que se instalara en el ambiente un silencio sepulcral.
Desayunamos y luego volvimos con la intención de ver a Eric. Para
entonces, lo único que delataba la reciente presencia humana al pie de las
escaleras de entrada era un bolígrafo perdido y olvidado en el suelo.
El vestíbulo olía a amoníaco, a desinfectante de pino y a doscientos años
de sudor intelectual, conocimiento anhelado, conocimiento conseguido y
grandes ideas concebidas a la tenue luz del sol que se colaba a través de un
ventanal lleno de manchas.
A la derecha había un mostrador de recepción, pero sin recepcionista.
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eso es lo que hay. Me gustaría poder decir con absoluta certeza quién es o deja
de ser, pero llevo el suficiente tiempo en este planeta como para haberme dado
cuenta de que nadie conoce realmente a nadie. —Recorrió con un gesto de la
mano las estanterías repletas de textos de psicología y criminología—. Si mis
años de estudio me han enseñado algo, ésa es la conclusión a la que he llegado.
—Profunda conclusión —apunté.
Se aflojó el nudo de la corbata.
—Me pedisteis la opinión sobre Jason y os la he dado, precedida de mi
creencia de que todos los humanos tienen personalidades y vidas secretas.
—¿Cuáles son las tuyas, Eric?
Me guiñó un ojo.
—Te gustaría saberlo, ¿verdad?
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El viernes por la mañana, Angie llamó para decir que Diandra había
recogido a Jason y ambos habían partido hacia New Hampshire. Yo había
estado vigilando al muchacho hasta la noche del jueves y no había pasado nada.
Ni amenazas, ni personajes sospechosos acechando ante su dormitorio, ni
encuentro alguno con el tío de la perilla.
Nos habíamos dejado los cuernos intentando identificar al sujeto de la
perilla, pero era como si hubiera salido de la niebla y se hubiese vuelto a
internar en ella. No era ni un profesor ni un estudiante de la universidad. No
trabajaba en ningún sitio que se encontrara a menos de dos kilómetros del
campus. Incluso le pedimos a un poli amigo de Angie que lo buscara en el
ordenador por si tenía antecedentes y el tipo no apareció por ningún lado.
Desde que se vio con Jason y mantuvo con él tan cordial encuentro, no nos
había dado ningún motivo para considerarlo una amenaza, así que optamos por
mantener los ojos abiertos a la espera de que volviera a aparecer. Igual era de
fuera del estado. O igual sólo era un espejismo.
—O sea, que tenemos el fin de semana libre —dijo Angie—. ¿Qué
piensas hacer?
—Estar con Grace todo el tiempo que pueda.
—Estás encoñado.
—Lo estoy. ¿Y tú qué vas a hacer?
—No te lo pienso decir.
—Pórtate bien.
—Ni hablar.
—Cuídate.
—Vale.
Limpié la casa y no tardé mucho porque no paso en ella el tiempo
necesario para ensuciarla. Cuando tropecé de nuevo con la nota del «¡HOLA!» y
con las pegatinas, sentí como se me hacía un nudo en la base del cerebro, pero
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patrick:
noteolvidesdeecharelcerrojo.
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—No sé qué decirte, Rich. Parece que funciona bien. Igual te equivocaste
al marcar.
—Vete a saber. Tengo la información que necesitas. Por cierto, ¿cómo
está Grace?
El pasado verano, Richie y su mujer, Sherilynn, hab ían ejercido de
casamenteros entre Grace y yo. Durante la última década, Sherilynn había
mantenido la teoría de que lo que yo necesitaba para poner mi vida en orden
era una mujer fuerte que me diera caña a diario y no me aguantara la menor
tontería. En nueve ocasiones, la pobre no dio una, pero a la décima fue la
vencida.
—Dile a Sheri que estoy loco por ella.
Se echó a reír.
—Eso le va a encantar. ¡Te lo juro! Supe que estabas condenado la
primera vez que miraste a Grace. Supe que ibas a caer a cuatro patas en sus
garras.
—Mmm... —dije.
—Sí, señor. —Se dio la razón a sí mismo y soltó una risita—. Bueno,
¿quieres esa información?
—Ya tengo papel y lápiz.
—Pues ya puedes ir preparando esa caja de Heineken.
—Por supuesto.
—En veinticinco años —explicó Richie—, sólo ha habido una crucifixión
en esta ciudad. Un chico llamado Jamal Cooper. Negro, veintiún años. Lo
encontraron clavado a un suelo de madera en el sótano de una pensión cutre de
la plaza Scollay en septiembre del setenta y tres.
—¿Qué tal una rápida biografía del tal Cooper?
—Era un yonqui. Heroína. Con un historial policial más largo que un día
sin pan. Principalmente, delitos menores: hurtos, prostitución. .. pero también
un par de allanamientos de morada que le acabaron costando dos años en un
correccional. De todos modos, Cooper no era más que un chorizo de poca
monta. Si no llegan a crucificarlo, nadie se habría enterado de su fallecimiento.
Incluso así, los polis no se mataron para hacer justicia. Por lo menos, al
principio.
—¿Quién era el agente a cargo de la investigación?
—Eran dos. El inspector Brett Hardiman y... déjame ver... Sí, el sargento
de detectives Gerald Glynn.
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y pegajosos.
Octubre. Pues vaya.
Gerry Glynn estaba fregando vasos en la pila de la barra cuando entr é en
el Black Emerald. El sitio estaba vacío, con los tres televisores en marcha pero
sin sonido; desde la máquina de discos, los Pogues cantaban su versión de Dirty
Old Town a un volumen casi imperceptible; los taburetes estaban sobre la barra,
el suelo había sido fregado y los ceniceros de color ámbar relucían más que
unos huesos hervidos.
Gerry tenía la vista clavada en la pila.
—Lo siento —dijo sin levantar la vista—. Está cerrado.
Sobre la mesa de billar del fondo, Patton alz ó la cabeza y se me quedó
mirando. No podía verle muy bien la cara a través del humo de tabaco que aún
flotaba por allí como una nube, pero supe lo que me diría si pudiese hablar:
«¿No ha oído al caballero? Hemos cerrado».
—Hola, Gerry.
—Patrick —dijo, confundido pero entusiasmado—. ¿Qué te trae por
aquí?
Se secó las manos y me extendió la derecha.
Se la estreché y él apretó la mía con fuerza, mirándome fijamente a los
ojos, una costumbre típica de las viejas generaciones que siempre me hacía
pensar en mi padre.
—Tenía que hacerte un par de preguntas, Ger, si vas bien de tiempo.
Torció la cabeza y sus ojos, habitualmente amables, perdieron su aspecto
bondadoso. Luego recuperaron la luz y su propietario se apoyó en la nevera
que tenía detrás, se abrió de brazos con las palmas de las manos hacia arriba y
dijo:
—Por supuesto. ¿Quieres tomar una cerveza?
—Si no es molestia...
Me senté en un taburete junto a la barra. Gerry abrió la nevera que tenía
al lado. Introdujo su robusto brazo y el hielo tintineó.
—No es ninguna molestia. Pero no sé qué voy a encontrar.
Sonreí.
—Mientras no sea una Busch.
Se echó a reír.
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respiración, fina y apagada, mientras soltaba el aire por la nariz. Más que
estudiarme, me estaba atravesando con la mirada, como si lo que viera
estuviese al otro lado de mi cabeza.
Recurrió de nuevo a la botella de Stoli y se sirvió otro trago.
—Así que Alec vuelve para incordiarnos a todos —rió—. Tendría que
haberlo visto venir.
Patton saltó de la mesa de billar y se plantó en la zona principal del bar,
me miró como si estuviera ocupando su asiento y luego se subió a la barra y se
quedó delante de mí, con las patas sobre los ojos.
—Quiere que lo acaricies —me informó Gerry.
—No, no quiere.
Vi cómo se le movía el costillar a Patton. Le caes muy bien, Patrick.
Adelante.
Por un instante, mientras acercaba una mano insegura a ese bonito
abrigo de color negro y ámbar, me sentí como Mae. Debajo del abrigo, noté la
presencia de unos músculos duros como bolas de billar. De repente, Patton
levantó la cabeza, emitió unos cuantos ruidos, sacó la lengua para lamerme la
mano y me la frotó con su morro helado.
—Este perro es un buenazo —dije.
—Desgraciadamente —sentenció Gerry—. Pero no se lo digas a nadie.
—Gerry —le dije mientras la pelambrera de Patton se curvaba y se
ondulaba en torno a mi mano—. ¿Podría haber matado el tal Hardiman a...?
—¿Kara Rider? —Negó con la cabeza—. No, no. No lo habría tenido
nada fácil. Lleva en prisión desde 1975. No estaré vivo cuando lo suelten. Y lo
más probable es que tú tampoco.
Acabé mi Lite y Gerry, el barman perfecto, ya tenía la mano en el hielo
antes de que yo dejara la botella vacía sobre la barra. Esta vez apareció con una
Harpoon que secó con una mano rolliza y abrió con un chisme incrustado en el
flanco de la nevera. Me la pasó y se me derramó un poco de espuma sobre la
mano, que Patton se puso a lamer diligentemente.
Gerry apoyó la cabeza en la estantería que tenía detrás.
—¿Llegaste a conocer a un chaval llamado Cal Morrison?
—No muy bien —reconocí mientras echaba un trago para reprimir el
escalofrío que siempre me producía la mención del nombre de Cal Morrison—.
Tenía unos cuantos años más que yo.
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Gerry asintió.
—Pero sabes lo que le ocurrió.
—Lo mataron a puñaladas en el Blake Yard.
Gerry me miró fijamente un instante y luego suspiró.
—¿Qué edad tenías por aquel entonces?
—Nueve o diez.
Cogió otro vaso, le echó un dedo de Stoli y me lo puso delante.
—Bebe.
Pensé en el vodka de Bubba y en su áspero recorrido por mi columna
vertebral. A diferencia de mi padre y sus hermanos, debe de faltarme alg ún gen
crucial de los Kenzie, pues nunca he aguantado bien las bebidas fuertes.
Le dediqué a Gerry una tímida sonrisa.
—Dosvidanya.
Levantó su vaso, brindamos y tuve que hacer un esfuerz o para contener
las lágrimas.
—A Cal Morrison —dijo Gerry— no lo mataron a puñaladas, Patrick.
Suspiró de nuevo, de una manera apagada y melancólica.
—A Cal Morrison lo crucificaron.
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—Ya lo sé —le dijo Gerry—, pero no puedo servírtela. ¿Te queda dinero
para el taxi? ¿Dónde vives?
—Yo sólo quería una copa —repetía el hombre. Se me quedó mirando y
las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas hasta humedecer el cigarrillo
que colgaba nacidamente de sus labios—. Yo sólo...
—¿Dónde vives? —volvió a preguntarle Gerry.
—¿Eh? En Lower Mills —respondió el otro, sorbiéndose los mocos.
—¿Y puedes ir por Lower Mills vestido así sin que te partan la boca? —
sonrió Gerry—. Mucho tiene que haber cambiado ese sitio en los últimos diez
años.
—Lower Mills —gimoteó el muchacho.
—Hijo —dijo Gerry—. Cállate. No digas nada. No pasa nada. Sal por esa
puerta, tuerce a la derecha y encontrarás un taxi a media manzana. El taxista se
llama Achal y está ahí hasta las tres en punto. Dile que te lleve a Lower Mills.
—No tengo dinero.
Gerry le palmeó la cadera y cuando apartó la mano, en el cinturón del
chico se había materializado un billete de diez dólares.
—Parece que te habías olvidado de esos diez pavos.
El chico se miró el cinturón.
—¿Son míos?
—Míos no son. Ahora vete a buscar ese taxi, ¿vale?
—Vale.
El chico se fue sorbiendo los mocos mientras Gerry lo acompa ñaba a la
puerta. De repente, se dio la vuelta y le abraz ó con todas sus fuerzas. Gerry se
echó a reír.
—Muy bien, muy bien.
—Te quiero, tío —dijo el chico—. ¡Te quiero!
Un taxi se detuvo en la acera de enfrente y Gerry asintió en dirección al
conductor mientras se quitaba de encima al beodo.
—Ahí lo tienes. Anda, vete.
Patton inclinó la cabeza y adoptó una posición fetal sobre la barra.
Escuchamos el ruido que hacía el taxi al tomar una curva cerrada en la
avenida para enfilar hacia Lower Mills.
—Hay que ver cómo se ha emocionado el chaval —dijo Gerry mientras
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Hice un gesto fatalista con las manos y me eché hacia atrás en la silla.
—Yo antes también pensaba así. Pero a veces, Gerry... La vida de Kara
Rider valía más que la del tipo que la mató.
—Muy bonito —dijo esbozando una sonrisa triste—. El colmo de la
lógica utilitaria y la piedra angular de casi todas las ideologías fascistas, si me
permites el comentario. —Se zampó otro trago y me miró con unos ojos claros y
decididos—. Si presupones que la vida de una víctima vale más que la de un
asesino, y luego vas tú y te cargas a ese asesino, ¿no convierte eso tu vida en
algo de menor valor que la del tipo al que acabas de matar?
—¿Acaso ahora eres jesuita, Gerry? —Fingí indignarme—. ¿Piensas
atraparme en tus silogismos?
—Contesta la pregunta, Patrick. No seas charlatán.
Incluso de pequeño, era consciente de que en Gerry había algo
extrañamente etéreo. No existía en el mismo plano que el resto de nosotros.
Tenías la impresión de que una parte de él nadaba en el magma espiritual que,
según los curas, estaba justo por encima de nuestro mundo de conciencia
cotidiana. En ese lugar del que provienen los sueños, el arte, la fe y la
inspiración divina.
Me fui tras la barra a por otra cerveza mientras él me contemplaba con
esos ojos tranquilos y amables. Rebusqué en la nevera, di con otra botella de
Harpoon y regresé a la mesa.
—Podríamos pasarnos la noche aquí sentados, hablando, y llegaríamos a
la conclusión de que lo que yo digo tal vez no fuese cierto en un mundo ideal,
pero sí lo es en éste; Gerry, aquí unas vidas valen más que otras. —Me encogí
de hombros ante su semblante enfurruñado—. Llámame fascista si quieres, pero
creo que la vida de la madre Teresa vale más que la de Michael Millken. Incluso
te diría que la de Martin Luther King fue mucho más valiosa que la de Hitler.
—Interesante. —Su voz era casi un susurro—. Por consiguiente, si te ves
capaz de juzgar el valor de otra vida humana, deduzco que te sientes superior a
esa vida.
—No necesariamente.
—¿Eres mejor que Hitler?
—Por supuesto.
—¿Y que Stalin?
—Sí.
—¿Y que Pol Pot?
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—Pues claro.
—¿Y que yo?
—¿Tú?
Asintió.
—Tú no eres un asesino, Gerry.
Se encogió de hombros.
—¿Así es como juzgas tú? ¿Te consideras mejor que quien mata u ordena
matar?
—Si esos asesinatos tienen como víctimas a personas que no suponen
ningún peligro para el asesino o para quien ordena el asesinato, entonces sí, me
considero mejor que ellos.
—Por consiguiente, te sientes superior a Alejandro Magno, Julio César,
un montón de presidentes de Estados Unidos y algunos papas.
Me eché a reír. Me había tendido una trampa y me lo veía venir, pero
aún no sabía de dónde caería el palo.
—Lo que te decía, Gerry, yo creo que eres medio jesuita.
Sonrió y se acarició el cabello.
—Admito que me educaron bien.
Entrecerró los ojos y se apoyó en la mesa.
—Detesto la idea de que ciertas personas tengan más derechos que otras
a la hora de segar vidas. Me parece un concepto de una corrupción inherente. Si
matas, serás castigado.
—¿Como Alec Hardiman?
Parpadeó.
—Yo seré medio jesuita, pero tú eres medio pitbull, Patrick.
—Para eso me pagan mis clientes, Ger. —Le rellené el vaso—. Háblame
de Alec Hardiman, Cal Morrison y Jamal Cooper.
—Puede que Alec se cargase a Cal Morrison, y también a Cooper, pero
no estoy seguro. Quien matara a esos chicos estaba haciendo una declaración de
principios, de eso estoy convencido. Crucific ó a Morrison a los pies de la
estatua de Edward Everett, le clavó un picahielos en la laringe para que no
pudiera gritar y le arrancó pedazos del cuerpo que nunca fueron hallados.
—¿Qué pedazos?
Gerry tamborileó sobre la mesa con los dedos durante unos instantes,
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con los labios fruncidos como si no supiera hasta qué punto informarme del
asunto.
—Los testículos, la rótula, los dos dedos gordos de los pies. Coincidía
con otras víctimas de las que estábamos al corriente.
—¿Otras víctimas aparte de Cooper?
—Poco antes de que mataran a Cal Morrison, se cepillaron a unos
cuantos borrachos y putas en un área que iba de la zona centro hasta la cochera
de autobuses de Springfield. Seis en total, empezando por Jamal Cooper. El
arma del crimen variaba en cada caso, así como el perfil de las víctimas y los
métodos de ejecución, pero Brett y yo estábamos convencidos de que se trataba
de los dos mismos asesinos.
—¿Dos? —inquirí.
Asintió.
—Trabajaban en pareja. En teoría, podría haberse tratado de un solo tipo,
pero debería haber sido extremadamente fuerte, ambidextro y más rápido que
el rayo.
—Si las armas de los crímenes, el modo de actuación y la selección de
víctimas eran tan variados, ¿por qué pensasteis que se trataba siempre de los
mismos criminales?
—Había tal nivel de crueldad en esos asesinatos que nunca hab íamos
visto algo igual. Ni lo hemos vuelto a ver. Patrick, esos tíos no sólo disfrutaban
con su trabajo, sino que también pensaban en la gente que encontraría los
cadáveres y en el modo en que reaccionarían. A uno de los borrachos lo
descuartizaron en ciento sesenta y cuatro trozos. Piensa un poco en ello. Ciento
sesenta y cuatro trozos de carne y hueso, algunos de ellos del tama ño de una
falange, dispuestos encima de una mesa, a lo largo del cabezal de la cama,
diseminados por el suelo, colgando de los ganchos de la cortina de la ducha de
aquella habitación de una pensión cutre. Ese sitio ya no existe, pero no puedo
circular por el espacio que antaño ocupaba sin pensar en esa habitación.
Recuerdo a aquella vagabunda de dieciséis años de Worcester... Le retorcieron
el cuello ciento ochenta grados, le dieron la vuelta a la cabeza y la envolvieron
en cinta aislante para que se quedara así cuando la descubrieran. Todo iba más
allá de lo que yo hubiera visto hasta la fecha, y nadie me negará que esas seis
víctimas, todos esos casos sin resolver, fueron ejecutadas por las mismas
personas.
—¿Y Cal Morrison?
Asintió.
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Nevaba, durante un día de pleno verano, cuando Kara Rider me paró para
preguntarme cómo iba el caso de Jason Warren.
Volvía a tener el pelo rubio, estaba sentada en una silla de jardín a las
puertas del Black Emerald y lo único que llevaba puesto eran unas bragas de
color rosa. La nieve caía a ambos lados de ella y se amontonaba junto a la silla,
pero su cuerpo brillaba a la luz del sol. Sus pequeños pechos tenían los pezones
erectos y estaban cubiertos de sudor. Mi principal preocupación consistía en
recordar que la conocía desde pequeña y que no debía mirar sus pechos como
un objeto sexual.
Grace y Mae estaban a media manzana de distancia; la madre le colocaba
a la hija una rosa negra en el pelo. Al otro lado de la avenida, un mont ón de
perros blancos, pequeños y retorcidos como puños, las miraban babeando por
las comisuras de sus bocas.
—Me tengo que ir —le dije a Kara, pero cuando me di la vuelta, Grace y
Mae ya no estaban.
—Siéntate —dijo Kara—. Sólo un segundo.
Así que me senté, y la nieve se me coló por el cuello de la camisa y me
heló el espinazo. Los dientes me castañeteaban cuando le dije:
—Creí que habías muerto.
—No —repuso ella—. Sólo desaparecí una temporada.
—¿Adónde fuiste?
—A Brookline. Joder...
—¿Qué?
—Esta mierda de sitio sigue igual.
Grace se asomó a la puerta del Black Emerald.
—¿Estás listo, Patrick?
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Tomé la palabra.
—¿Cómo sabéis que a Kara no la mató algún conocido suyo? Alguien
como Micky Doog. ¿Y qué me decís de una ceremonia de iniciación de alguna
pandilla?
Oscar negó con la cabeza.
—Las cosas no funcionan así. Todos sus conocidos más notorios tienen
coartada, incluyendo a Micky Doog. Y, además, no sabemos gran cosa de lo que
hizo cuando volvió a la ciudad.
—No iba mucho por el barrio —añadió Devin—. Su madre no tenía ni
idea de dónde se metía. Pero sólo hacía tres semanas que había vuelto y era
poco probable que hubiese conocido a mucha gente en Brookline.
—¿Brookline? —pregunté, recordando mi sueño.
—Brookline. Sabemos que fue a ese sitio varias veces. Hay recibos de
tarjetas de crédito y visitó un par de restaurantes por la zona de la Universidad
de Bryce.
—Ay, Dios —dije.
—¿Qué pasa?
—Nada. Nada. Vamos a ver, ¿cómo sabéis que esos casos están
relacionados si las víctimas perecieron de distinta manera?
—Fotografías —dijo Bolton.
Noté como si se me fundiera en el pecho un bloque de hielo seco.
—¿Qué fotografías? —preguntó Angie.
—La madre de Kara —respondió Devin— tenía un montón de correo sin
abrir unos días antes de que su hija muriera. Entre ese montón, un sobre sin
remite, sin ninguna nota, sólo con una foto de Kara dentro, una foto de lo más
inocente, nada que...
—Gerry, ¿puedo usar el teléfono? —dijo Angie.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bolton.
Pero Angie ya estaba en la barra, marcando un número.
—¿Y el otro tío, Stimovich? —quise saber.
—No hay nadie en su cuarto —informó Angie.
Colgó y marcó otro número.
—¿Qué está pasando, Patrick? —preguntó Devin.
—Háblame del tal Stimovich, Devin —le pedí mientras intentaba ocultar
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crédito la situaban en Brookline hacia las mismas horas en que «Moira Kenzie»
se había visto con Diandra.
Diandra Warren no tenía tele en su apartamento. Si leía algún periódico,
se trataba del Trib, no del News. El News había estampado la fotografía de Kara
en primera plana. El Trib, mucho menos sensacionalista y con menos prisas a la
hora de cubrir la actualidad, no había publicado ninguna foto de Kara.
Al llegar junto al coche, Eric Gault apareció al volante de un Audi de
color crudo. Nos miró con sorpresa mientras bajaba del vehículo.
—¿Qué os trae por aquí?
—Estamos buscando a Jason.
Abrió el maletero y se puso a sacar libros de entre una pila de periódicos
viejos.
—Pensé que habíais abandonado el caso.
—Ha habido novedades —le dije sonriendo con una confianza de la que
carecía. Contemplé los periódicos del maletero—. ¿Los coleccionas?
Negó con la cabeza.
—Los meto ahí y los llevo a un puesto de reciclaje cuando ya no puedo
cerrar el maletero.
—Estoy buscando uno de hace cosa de diez días. ¿Puedo?
Se apartó del coche.
—Todo tuyo.
Dejé a un lado el News que había encima de la pila y me puse a buscar
hasta que encontré el que contenía la foto de Kara.
—Gracias —le dije.
—No hay de qué. —Cerró el maletero—. Si buscas a Jason, inténtalo en
Coolidge Corner o en los bares de la avenida Brighton: Kells, Harper's Ferry...
son muy populares entre la gente de Bryce.
—Gracias.
Angie señaló los libros que llevaba Eric bajo el brazo.
—¿Devolviéndolos a la biblioteca con retraso?
Eric negó con la cabeza y se puso a mirar los edificios de ladrillos blancos
y rojos de los dormitorios estudiantiles.
—Exceso de trabajo. Con esta recesión, hasta nosotros, los profesores de
plantilla, tenemos que ejercer de tutores de vez en cuando.
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Me pasó el teléfono.
—Un tal Oscar.
Cogí el auricular y me di la vuelta para quedar de espaldas a Diandra y
Angie mientras se apagaban más luces en el edificio de enfrente, extendiendo la
oscuridad por el suelo como si fuera un líquido. Oscar me informó de que
habían encontrado a Jason. Descuartizado.
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Una cosa que aprendes cuando estás con niños, creo yo, es que por
trágica que sea la situación, tienes que seguir adelante. No te queda otra opción.
Mucho antes de la muerte de Jason, antes incluso de que hubiera oído hablar de
él o de su madre, me comprometí a ocuparme de Mae durante un día y medio
mientras Grace estaba trabajando y Annabeth se iba a Maine a ver a un viejo
amigo de la universidad.
Cuando Grace se enteró de lo de Jason, me dijo:
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—Ya buscaré a otro. O me las apañaré para sacar tiempo de donde sea.
—No —le respondí—. Nada ha cambiado. Quiero ocuparme de ella.
Y así lo hice. Y fue una de las mejores decisiones que jamás hubiese
tomado. Ya sé que la sociedad nos dice que es bueno comentar las tragedias,
hablar de ellas con los amigos o con desconocidos cualificados, y puede que
esté en lo cierto. Pero a menudo creo que en esta sociedad hablamos demasiado,
que consideramos la palabra como una panacea que acostumbra a no serlo y
que hacemos la vista gorda ante esa especie de obsesión morbosa en la que
acaba convirtiéndose lo que, en principio, parecía una buena idea.
Ya soy lo bastante propenso a la introspección y a pasar mucho tiempo
solo, lo cual empeora las cosas, y puede que hubiera sacado algo positivo de
hablar con alguien de la muerte de Jason y de mis sentimientos de culpa al
respecto. Pero no lo hice.
En vez de eso, pasé el rato con Mae, y el sencillo acto de estar con ella, de
mantenerla entretenida, de darle de comer a sus horas, de meterla en la cama a
la hora de la siesta y de explicarle de qué iban los hermanos Marx mientras
veíamos juntos Animal Crackers y Sopa de ganso, o de leerle un cuento mientras se
acomodaba en la cama... todo eso de cuidar de otro ser humano, más pequeño
que yo, resultó más terapéutico que un millar de sesiones psiquiátricas, con lo
que acabé por preguntarme si no tendrían razón las generaciones que me
habían precedido al basar la existencia en el sentido común.
A mitad de un cuento del doctor Seuss, se le cerraron los párpados y yo,
tras dejar el libro a un lado, le sub í la sábana hasta la barbilla.
—¿Tú quieres a mamá? —preguntó.
—Claro que quiero a mamá. Y ahora duérmete.
—Mamá te quiere —farfulló.
—Ya lo sé. A dormir.
—¿A mí me quieres?
Le di un beso en la mejilla y la arrebuj é en la manta.
—Te adoro, Mae —le dije.
Pero ya se había quedado frita.
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así era: mi Beretta de 6,5 milímetros llevaba un peine con quince balas porque
algo me decía que con Kevin tendría que vaciar el cargador.
Se me quedó mirando un buen rato. Acabé por sentarme en el peldaño
superior, abrí mis tres facturas, hojeé el último número de la revista Spin y me
leí parte de un artículo sobre Machinery Hall.
—¿Conoces a Machinery Hall, Kev? —le pregunté.
Kevin me miró fijamente y respiró por la nariz.
—Es un buen grupo —le informé—. Deberías comprar su CD.
No tuve la impresión de que Kevin se fuera a marchar directo a Tower
Records después de hablar conmigo.
—Sí, claro, suenan a grupos anteriores, pero... ¿Quién no hoy día?
Kevin no parecía saber de qué grupo le estaba hablando.
Durante diez minutos, se quedó ahí sin decir ni pío, sin apartar los ojos
de mí. Y esos ojos, turbios e impersonales, poseían tanta vida como el agua de
un pantano. Supuse que tenía delante el Kevin diurno. El Kevin nocturno era el
de los ojos encendidos, esos ojos que delataban a un homicida. El Kevin diurno
tenía un aire catatónico.
—Bueno, Kev, deduzco que no te interesa mucho la música alternativa —
le dije.
Encendió un cigarrillo.
—A mí tampoco me interesaba mucho —proseguí—, pero mi socia me
acabó convenciendo de que había más gente ahí afuera, aparte de Springsteen y
de los Stones. La mayoría es mierda prefabricada, y hay mucho material
sobrevalorado, eso desde luego. Morrisey, sin ir más lejos. Pero un día escuchas
a Kurt Cobain o a Trent Reznor y te dices: «Esos tíos son auténticos». Y eso es
todo lo que necesitas para renovar tu esperanza. Aunque también puedo estar
equivocado. Por cierto, Kev, ¿qué pensaste de la muerte de Kurt? ¿Tú crees que
perdimos a la voz de nuestra generación? ¿O eso sucedió cuando se disolvió
Frankie Goes to Hollywood?
Una brisa fría recorría la avenida. Cuando Kevin abrió la boca, su voz
sonó a nada: una nada desagradable y carente de alma.
—Kenzie, hace unos años, un tío le sopló cuarenta de los grandes a
Jackie.
—¡La cosa habla! —bromeé.
—El caso es que a ese tipo le quedaban dos horas para pillar un vuelo a
Paraguay, o a no sé qué mierda de sitio, cuando di con él en casa de su novia. —
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Lanzó la colilla hacia los matorrales que hab ía frente al edificio—. Lo puse de
cara al suelo, Kenzie, y luego me dediqué a dar saltos encima de su espalda
hasta que se le partió el espinazo por la mitad. Hizo el mismo ruido que hace
una puerta cuando la echas abajo a patadas. Exactamente el mismo sonido: un
crujido monumental y, al mismo tiempo, esos ruiditos de cosas que se rompen.
El viento volvió a azotar la avenida y las hojas secas de las alcantarillas
crujieron.
—Bueno —siguió Kevin—, el caso es que el tío está gritando, la novia
también y no paran los dos de mirar hacia la puerta del apartamento de mierda,
no porque crean que pueden llegar hasta ella, sino porque esa puerta significa
que están atrapados. Conmigo. Yo tengo el poder, así que decido cuáles son las
últimas imágenes que se llevan consigo al infierno.
Encendió otro cigarrillo mientras yo notaba el frío de la brisa en el pecho.
—En fin —prosiguió—, que le doy la vuelta al menda, lo siento sobre su
espinazo partido y me pongo a violar a su novia durante, qué sé yo, unas
cuantas horas. Todo ello sin dejar de echarle whisky a la cara a aquel
soplapollas para que no se me desmayara. Luego le pegué a la novia ocho o
nueve tiros. Me serví una copa y me quedé un ratito mirándole a los ojos. No le
quedaba nada. Había perdido toda su esperanza, todo su orgullo y todo su
amor. Yo se lo había quitado todo. Todo era mío. Y él lo sabía. Así que me
pongo detrás de él y le clavo la pistola en la nuca dispuesto a volarle los sesos. Y
entonces, ¿sabes qué hago?
No abrí la boca.
—Espero. Espero como cinco minutos. ¿Y sabes qué? ¿Sabes qué hace el
tío, Kenzie? A ver si lo adivinas.
Me crucé de brazos.
—Va y se pone a suplicar, Kenzie. El hijoputa está paralizado. Ha dejado
que otro tío viole y mate a su chica sin hacer nada. Ya no tiene ningún motivo
para seguir viviendo. Ninguno. Pero ruega que le dejen vivir. Te juro que este
puto mundo es una locura.
Tiró el cigarrillo a los escalones de la entrada. Las brasas brillaron y el
viento las recogió para esparcirlas por ahí.
—Le disparé en el cerebro cuando empezaba a rezar.
Antes, por lo general, cuando miraba a Kevin no veía nada; a lo sumo, un
gran vacío. Pero ahora me daba cuenta de que el tipo no es que no fuera nada,
sino que lo era todo. Todo lo que apesta en este mundo. Kevin era las
esvásticas, los campos de exterminio, los trabajos forzados, las alima ñas y el
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fuego que caía del cielo. La nada de Kevin era, simplemente, una capacidad
infinita de producir atrocidades inimaginables.
—No te metas en el asunto de Jason Warren —me advirtió—. ¿Has oído
lo del tío que timó a Jackie? ¿Y lo de su novia? Pues los dos eran amigos míos.
Mientras que tú ni siquiera me caes bien.
Se quedó ahí plantado un minuto entero, con sus ojos clavados en los
míos. Sentí como si la suciedad y la depravación inundaran mi sangre y
mancharan de manera imborrable cada centímetro de mi cuerpo.
Se fue hacia el asiento del conductor y apoy ó las manos en el motor.
—Me he enterado de que te has hecho con una familia para ti solo,
Kenzie. Una doctora y su hija. Un coño grande y un coño pequeño. ¿Qué edad
tiene la niña, cuatro años?
Pensé en Mae, durmiendo tres plantas más arriba.
—¿Tú crees que el espinazo de una cría de cuatro años es muy resistente,
Kenzie?
—Kevin —le dije con una voz ronca y llena de flemas—, si tú...
Levantó una mano y golpeó varias veces con el pulgar los otros cuatro
dedos, imitando a un charlatán, y luego miró hacia abajo mientras se disponía a
abrir la puerta del coche.
—Oye, cabronazo. —Mi voz fuerte y ronca resonaba en la avenida
desierta—. Que te estoy hablando.
Me miró.
—Kevin —le dije—, como te acerques a esa mujer o a su hija, te voy a
meter tantas balas en la cabeza que parecerá una puta bola de las de jugar a los
bolos.
—Palabras —dijo mientras abría la puerta—. Demasiadas palabras,
Kenzie. Ya nos veremos.
Saqué la pistola que llevaba en el cinturón, a mi espalda, y disparé a
través de la ventanilla del pasajero.
Kevin dio un salto mientras los cristales rotos ca ían en su asiento.
Luego me miró.
—Te lo juro, Kevin. Más vale que me tomes en serio.
Por un momento, pensé que iba a hacer algo. Ahí mismo. En ese preciso
instante. Pero no hizo nada. Se limitó a decir:
—Acabas de adquirir un nicho en el cementerio, Kenzie. Que lo sepas.
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Asentí.
Miró los cristales rotos, se enfureció de repente, se llevó la mano al
cinturón y salió a toda prisa del coche.
Le apunté en la frente y se detuvo, con la mano todavía en el cinturón.
Acto seguido, lentamente, sonrió. Se dirigió de nuevo a la puerta del conductor,
la abrió, apoyó los brazos en el capó y se me quedó mirando.
—Te diré lo que va a pasar. Disfruta de esa novia tuya, fóllatela dos
veces cada noche si puedes y pórtate estupendamente con la niña. Pronto,
puede que hoy mismo, puede que la semana que viene, te har é una visita.
Primero, te mataré. Luego esperaré un rato. Puede que vaya a comer algo, que
acuda al canódromo o que me tome unas cervezas. Vete tú a saber. Pero
después de eso, me dejaré caer por donde vive esa mujer y me la cargaré a ella y
también a la cría. Y luego me iré a casa, Kenzie, a partirme de risa.
Se subió al coche y se alejó de allí. Yo me quedé de pie en el porche, con
la sangre hirviendo y azotándome los huesos.
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Cuando volví a casa, lo primero que hice fue cerciorarme de que Mae estuviera
bien. La encontré tumbada de lado, hecha un ovillo, abrazada a una almohada,
con el pelo cubriéndole los ojos y las mejillas ligeramente arrobadas por el
sueño y el calor.
Consulté mi reloj de pulsera. Las ocho y media. Esa cría compensaba
todas las horas perdidas de sueño de su madre.
Cerré la puerta, fui a la cocina y respondí a las llamadas de tres vecinos
airados que querían saber qué cojones hacía disparando un arma de fuego a las
ocho de la mañana. No pude discernir si lo que más les cabreaba era el disparo
en sí o la hora elegida para efectuarlo, pero no me molesté en aclararlo. Me
disculpé y dos de los vecinos me colgaron el teléfono, mientras el tercero me
recomendó que visitara a un psiquiatra.
Tras colgar por tercera vez, llamé a Bubba.
—¿Qué pasa?
—¿Tienes tiempo para vigilar a alguien durante un par de días?
—¿A quién?
—A Kevin Hurlihy y a Grace.
—Por supuesto. Pero no me parece que tengan mucho que ver.
—Nada de nada. Pero puede que Kevin se empeñe en joderla para
joderme a mí, así que necesito saber dónde están los dos las veinticuatro horas
del día. Es un trabajo para dos personas.
Bostezó.
—Llamaré a Nelson.
Nelson Ferrare era un tío del barrio que trabajaba con Bubba en
trapicheos de armas cuando éste necesitaba otro pistolero o un conductor. Era
un tipo bajito —medía poco más de metro y medio— y nunca le había oído
hablar, como no fuera en susurros, ni soltar más de cinco palabras seguidas.
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Nelson estaba tan mal de la cabeza como Bubba, y encima se creía Napoleón;
pero, al igual que Bubba, podía controlar su psicosis mientras tuviera algo con
lo que entretenerse.
—Muy bien —dije—. Y una cosa, Bubba: si me sucede algo la semana
que viene, digamos que si tengo un accidente..., ¿podrías hacer algo por mí?
—Lo que haga falta.
—Quiero que encuentres un lugar seguro para Mae y Grace...
—Vale.
—... y luego que te cargues a Hurlihy.
—Ningún problema. ¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—Pues nada, nos vemos.
—Ojalá.
Colgué y comprobé que las manos, que no habían dejado de temblarme
desde que había hecho añicos la ventanilla del coche de Kevin, habían
recuperado la calma.
A continuación, llamé a Devin.
—El agente Bolton quiere hablar contigo —me informó.
—No me extraña.
—No le convence que conocieras a dos de los cuatro muertos.
—¿Cuatro?
—Creemos que se cargó a otro anoche, pero ahora no puedo hablar de
ello. ¿Piensas aparecer por aquí o va a tener que ir a buscarte Bolton?
—Apareceré.
—¿Cuándo?
—Pronto. Y, por cierto, Kevin Hurlihy acaba de hacerme una visita para
decirme que deje de investigar.
—Lo hemos estado vigilando durante varios días. No es nuestro asesino.
—Nunca pensé que lo fuera. Carece de la imaginación que despliega ese
tío. Pero guarda alguna relación con el asunto.
—Es curioso, lo admito. Mira, vete cagando leches al cuartel general del
FBI. Bolton está a punto de montar una redada y de tomarla contigo, con Gerry
Glynn, con Jack Rouse, con Fat Freddy y con cualquiera que tuviera la más
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—¿A mí también?
—No te mencionaron.
—Bien.
—Pero no sé qué hacer con Mae.
—Yo me encargo de ella.
—¿De verdad?
—Me va a encantar. Tráetela. Me la llevaré al parque de delante de casa.
Llamé a Grace y le expliqué que se me habían complicado un poco las
cosas. Me dijo que le parecía muy bien dejar a Mae con Angie, siempre que a
ésta no le importara.
—Le apetece mucho, créeme.
—Estupendo. ¿Tú estás bien?
—Muy bien. ¿Por qué?
—No sé —respondió—. Te tiembla un poco la voz.
«Es lo que consigue la gente como Kevin», pensé.
—Estoy bien. Nos vemos pronto.
Mae apareció por la cocina mientras yo colgaba el auricular.
—Oye, socia —le dije—, ¿quieres ir al parque?
Sonrió. La misma sonrisa de su madre: inocente, franca y sin dudas.
—¿Al parque? ¿Y habrá columpios?
—Claro que habrá columpios. ¡Menudo parque sería si no tuviera
columpios!
—¿Y sitios a los que subirse?
—Por supuesto.
—¿Y montañas rusas?
—Aún no —le dije—, pero se lo propondré a los responsables.
Se encaramó a la silla que habría enfrente de mí y me puso encima sus
bambitas sin atar.
—Pues vale —respondió.
—Mae —le dije mientras le ataba los cordones—, tengo que ir a ver a un
amigo y no puedo llevarte conmigo.
Su expresión de abandono y confusión, aunque momentánea, me partió
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el corazón.
—Pero —añadí a toda prisa— ¿conoces a mi amiga Angie? Quiere jugar
contigo.
—¿Por qué?
—Porque le caes bien. Y porque le gustan los parques.
—Tiene el pelo muy bonito.
—Pues sí.
—Es negro y enredado y me gusta.
—Se lo diré con esas mismas palabras, Mae.
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y en sus ojos había una chispa que no le recordaba desde la infanc ia.
—Hola, Patrick —me saludó.
—Hola, Phil.
Se quedó quieto y se llevó la mano al corazón.
—¿Es ella? —preguntó—. ¿La auténtica? ¿La estupenda, maravillosa e
inolvidable Mae?
Se acuclilló junto a la niña y ésta le sonrió.
—Soy Mae —dijo en voz baja.
—Un placer conocerte, Mae —saludó Phil dándole la mano con mucha
ceremonia—. Seguro que en tus ratos libres conviertes en príncipes a las ranas.
¡Qué ganas tenía de verte!
La niña me miró, con curiosidad y cierta confusión, pero pude
comprobar, por su rostro arrobado y el brillo de sus pupilas, que Phil había
alcanzado sus objetivos.
—Soy Mae —repitió.
—Y yo Phillip —dijo él—. ¿Te está cuidando bien este tío?
—Es mi socio —dijo Mae—. Se llama Patrick.
—No hay socio mejor —declaró Phil.
No hacía falta haber conocido a Phil de joven para reconocerle su
habilidad con las personas, sin importar la edad que éstas tuviesen. Incluso
cuando bebía de más y abusaba de su esposa, ese don seguía presente. Lo había
tenido desde que abandonó la cuna. No era algo falso, cutre, postizo o
deliberadamente manipulador. Era una sencilla, aunque extraña, habilidad de
hacer que la persona con la que hablaba se sintiera la más importante del
mundo. Parecía que Phil sólo tenía las orejas para poder escuchar atentamente
lo que tú tuvieras que decir, y que la única función de sus ojos era contemplarte;
y así hasta que comprendieras que su sola razón de existir era cruzarse contigo,
diera de sí lo que diera el encuentro.
Me había olvidado de todo eso hasta que le vi con Mae. Era mucho más
fácil recordarle como el borracho desagradable que, vaya usted a saber por qué,
había logrado casarse con Angie.
Pero Angie había estado con él doce años. A pesar de que la pegaba. Y
había un motivo para eso. Pese a que se había convertido en un monstruo
imperdonable, Phil seguía siendo —en lo más hondo— ese chaval al que
siempre te alegrabas de ver.
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Ése era el Phil que se ponía de pie mientras Angie le decía a Mae:
—¿Qué tal estás, guapetona?
—Estoy estupenda.
Mae se puso de puntillas para tocarle el cabello.
—Le gusta tu pelo —anuncié.
—¿Te gusta este follón?
Angie clavó una rodilla en el suelo para facilitarle la tarea a la niña.
—Está muy enredado —dijo ésta.
—Lo mismo dice mi peluquera.
—¿Qué tal estás, Patrick?
Phil extendió la mano.
Consideré la posibilidad de estrechársela. En esa rutilante mañana
otoñal, con ese aire tan fresco y vivificante y ese sol que bailaba con ligereza
sobre las hojas anaranjadas de los árboles, me parecía un poco tonto no hacer
las paces con todo lo que me rodeaba.
Creo que mis dudas hablaron por sí mismas, pero acabé por darle la
mano a Phil.
—No estoy mal —le dije—. ¿Y tú?
—Bien. Voy poquito a poco, hago las cosas de una en una... Bueno, ya
sabes, no es fácil dejar atrás las malas costumbres.
—Cierto —reconocí mientras pensaba en las mías.
—Bueno, en fin... —miró a Angie y a Mae, cada una de ellas jugando con
el pelo de la otra—. Es una joya.
—¿Cuál de las dos? —le pregunté.
Sonrió con tristeza.
—Las dos, supongo. Pero me refería a la de cuatro años.
Asentí.
—Es la monda, sí.
Angie se colocó al lado de Phil con Mae cogida de la mano.
—¿A qué horas tienes que estar en el trabajo? —le preguntó.
—A las doce —contestó y me miró—. El tío para el que trabajo ahora es
un «artista» de Back Bay. Me tiene destripándole el dúplex, arrancando un
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parqué del siglo XIX para poderlo reemplazar por mármol negro. Negro. ¿Te lo
puedes creer?
Suspiró y empezó a mesarse el cabello.
—Me estaba preguntando —le dijo Angie— si te apetecería ayudarme a
empujar a Mae en el columpio.
—Pues no sé —repuso Phil mirando a la pequeña—. Me duele un poco el
brazo.
—No seas debilucho —le dijo Mae.
—¿Debilucho yo? —repitió Phil mientras la cogía con un brazo y se la
apoyaba en la cadera.
Los tres cruzaron la avenida hacia el parque, despidiéndose
vehementemente de mí con el brazo antes de enfilar los peldaños para dirigirse
hacia los columpios.
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—Va usted a ver a Alec Hardiman —me informó Bolton sin levantar la vista
mientras yo entraba en la sala de reuniones.
—Ah, ¿sí?
—Tiene usted una cita esta tarde a la una.
Miré a Devin y a Oscar.
—¿La tengo?
—Esta oficina controlará toda la visita.
Me senté frente a Devin, ante una mesa de madera de cerezo del tama ño
de mi apartamento. Oscar se sentó a la izquierda de Devin, y el resto de las
sillas fueron ocupadas por una docena de agentes federales con traje y corbata.
La mayoría hablaba por teléfono. Devin y Oscar no tenían teléfonos. Bolton
disponía de dos situados frente a él, en el otro extremo de la mesa; supuse que
se trataba del teléfono normal y el de llamar a Batman.
Bolton se puso de pie y vino hasta mí.
—¿De qué estuvo hablando con Kevin Hurlihy?
—De política —declaré—, de la cotización del yen y cosas así.
Bolton puso la mano en el respaldo de mi silla y se me acercó tanto que
pude oler el chicle que tenía en la boca.
—Dígame de qué hablaron, señor Kenzie.
—¿Y usted qué cree, agente Bolton? Me dijo que me apartara de la
investigación del caso Warren.
—Y por eso le pegó un tiro al coche.
—Me pareció lo más adecuado en ese momento.
—¿Por qué siempre aparece su nombre en este asunto?
—No tengo ni idea.
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imágenes la mostraba con los ojos entornados para protegerse del sol y con la
mano en la frente, luciendo una sonrisa resplandeciente en un rostro por lo
demás anodino.
—¿Qué sabemos de ella?
—Trabajaba como comercial para Anne Klein —dijo Oscar—. Se la vio
por última vez hace dos noches, en la calle Boylston, saliendo del Mercury Bar.
—¿Sola? —pregunté.
Devin negó con la cabeza.
—Con un tío con gafas de sol, gorra de béisbol y perilla.
—¿Se deja las gafas puestas en un bar y a todo el mundo le parece
normal?
—¿Tú has estado alguna vez en el Mercury? —preguntó Oscar—. Está
trufado de esnobs europeos. Todos llevan gafas de sol aunque est én casi a
oscuras.
—Ahí tenemos al asesino.
Señalé la foto de Jason con el tío de la perilla.
—A uno de ellos, en todo caso —declaró Oscar.
—¿Estáis seguros de que hay dos?
—Partimos de esa base. Sin duda alguna, Jason Warren fue asesinado
por dos hombres.
—¿Cómo lo sabemos?
—Jason los arañó —dijo Devin—. Bajo sus uñas encontramos dos grupos
sanguíneos distintos.
—Las familias de las víctimas, ¿recibieron fotografías de ellas antes de
que las asesinaran?
—Sí —respondió Oscar—. Es lo más parecido que tenemos a un modus
operandi. Tres de las cuatro víctimas fueron asesinadas en lugares distintos de
aquellos en los que se encontraron sus cuerpos. Se deshicieron de Kara Rider en
Dorchester, de Stimovich en Squantum, y lo que quedaba de Pamela Stokes fue
hallado en Lincoln.
Bajo las fotos de las víctimas actuales, había otras agrupadas por la
leyenda «Víctimas. 1974». El rostro juvenil de Cal Morrison me miraba
fijamente, y aunque no había pensado en él en años hasta que hablamos de él
aquella noche en el bar de Gerry, pude oler de inmediato el champú de Piña
Colada con el que se lavaba la cabeza, y recordé las bromas que le habíamos
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gastado al respecto.
—¿Se han cruzado los historiales de las víctimas en busca de similitudes?
—Sí —contestó Bolton.
—¿Y?
—Dos —declaró Bolton—. Tanto la madre de Kara Rider como el padre
de Jason Warren crecieron en Dorchester.
—¿Y la otra?
—Kara Rider y Pam Stokes usaban el mismo perfume.
—¿A saber?
—Según los análisis del laboratorio, Halston for Women.
—Según los análisis del laboratorio... —repetí mientras contemplaba las
fotografías de Jack Rouse, Stan Timpson, Freddy Constantine, Diandra Warren
y Diedre Rider. Había dos de cada uno de ellos. Una reciente y otra de por lo
menos veinte años atrás.
—¿Ninguna intuición sobre los motivos?
Miré a Oscar, quien, tras apartar la vista un momento, miró a Devin,
quien optó por pasarle la pelota a Bolton.
—¿Tiene usted algo, agente Bolton? —le pregunté.
—La madre de Jason Warren —acabó por decir.
—¿Qué le pasa?
—A veces han recurrido a ella en juicios por asesinato, como experta en
psicología.
—¿Y bien?
—Resulta que en uno de esos juicios, el de Hardiman, le hizo un perfil
psicológico que destruyó los argumentos de la defensa, que había alegado
locura. Diandra Warren, señor Kenzie, fue quien envió a la cárcel a Alec
Hardiman.
El puesto móvil de mando de Bolton era una furgoneta negra con los
cristales ahumados. Nos estaba esperando a la salida de la calle New Sudbury.
En su interior, dos agentes, Erdham y Fields, estaban sentados ante un
panel de ordenadores de color negro y gris que ocupaba el flanco derecho.
Sobre el tablero de mandos hab ía un montón de cables, dos ordenadores, dos
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máquinas de fax y dos impresoras láser. Por encima había una serie de seis
monitores exactamente iguales a los otros seis que había en el flanco izquierdo.
Al final del centro de trabajo pude discernir grabadoras, receptores digitales, un
reproductor de vídeo y cintas, disquetes y CD.
El flanco izquierdo soportaba una mesa pequeña y tres sillas clavadas a
la pared. Mientras la furgoneta se internaba en el tráfico, me senté en una de
ellas y apoyé la mano en una mininevera.
—¿Lo utiliza para ir de camping? —le pregunté a Bolton.
Pero el hombre prefirió ignorarme.
—Agente Erdham, ¿ha anotado eso?
Erdham le pasó un trozo de papel que Bolton se guardó en un bolsillo
interior.
Se sentó a mi lado.
—Va a acudir a esa cita con el alcaide Lief y el psic ólogo de la prisión, el
doctor Dolquist. Le pondrán al día con respecto a Hardiman, así que no hace
falta que añada nada más, exceptuando que a Hardiman no hay que tomárselo
a la ligera, por muy agradable que pueda parecer. Es sospechoso de tres
asesinatos entre rejas, pero nadie que esté en una cárcel de alta seguridad va a
decir nada al respecto. Lo que hay allí son asesinos múltiples, pirómanos y
violadores recalcitrantes... Y todos le tienen miedo a Alec Hardiman.
¿Comprende?
Asentí.
—La celda en la que tendrá lugar el encuentro está monitorizada. Desde
este puesto de control tendremos acceso a imagen y sonido. Le estaremos
viendo constantemente. Hardiman tendrá atadas ambas piernas. Y una mano.
Aun así, tenga cuidado con él.
—¿Hardiman les ha dado permiso para que le graben?
—El vídeo no es asunto suyo. Sólo el audio puede infringir sus derechos.
—¿Y ha dado su consentimiento?
—No, no lo ha dado.
—Pero lo piensan hacer de todos modos.
—Sí. No pienso usarlo ante un juez. Pero podría necesitarlo como
material de consulta a medida que avance el caso. ¿Alguna objeción?
—No se me ocurre ninguna.
La furgoneta aceleró al pasar Haymarket y giró hacia la 93. Me arrellané
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—Así es.
—¿Cree que se trata del trabajo de su vida?
De nuevo esa mirada rápida, atravesando mi rostro.
—Aún no estoy muy seguro. ¿Y usted?
—Me temo que sí —contestó lentamente—. Me temo que sí —repitió con
escaso entusiasmo.
—Hábleme de Hardiman —le pedí.
—Alec —dijo— es algo inexplicable. Tuvo una educación correcta, nadie
abusó de él en la infancia, no tuvo traumas infantiles y nunca dio indicios
tempranos de enfermedad mental. Por lo que sabemos, nunca se dedic ó a
torturar animales, a mostrar obsesiones morbosas o a hacer cosas extrañas. En el
colegio era brillante y popular. Hasta que un buen día...
—¿Qué?
—No lo sabemos. Los problemas empezaron a los dieciséis años. Chicas
del vecindario que aseguraban que se había exhibido ante ellas. Gatos
estrangulados y colgados de postes de teléfono cerca de su casa. Arrebatos de
violencia en clase. Y, de pronto, otra vez nada. A los diecisiete, aparentaba una
total normalidad. Y si no llega a ser por lo de Rugglestone, quién sabe cuánto
tiempo podría haber seguido matando.
—Tenía que pasarle algo.
Negó con la cabeza.
—Hace casi dos décadas que lo trato, señor Kenzie, y aún no he
encontrado nada. Incluso ahora, al menos en apariencia, Alec Hardiman parece
un hombre educado, razonable y absolutamente inofensivo.
—Pero no lo es.
Se echó a reír: un sonido ronco y repentino en ese cuarto pequeño.
—Es el hombre más peligroso que he conocido jamás. —Cogió un
cubilete con lápices de encima del escritorio de Lief, lo contempló con aire
ausente y lo volvió a dejar en su sitio—. Alec es seropositivo desde hace tres
años. —Me miró fijamente un momento—. Su situación ha ido empeorando y
ya tiene el sida. Se está muriendo, señor Kenzie.
—¿Cree usted que por eso me convocó? ¿Confesiones en el lecho de
muerte? ¿Escrúpulos morales de última hora?
Negó con la cabeza.
—En absoluto. Alec no tiene ninguna moral. Desde que le diagnosticaron
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la enfermedad, fue apartado de los demás internos. Pero creo que Alec sabía
mucho antes que nosotros lo que tenía. Durante los dos meses previos al
diagnóstico, violó por lo menos a diez hombres. Diez. Por lo menos. Y creo que
no lo hizo obedeciendo a sus impulsos sexuales, sino para satisfacer sus
instintos homicidas.
El alcaide Lief asomó la cabeza por la puerta.
—Empieza el espectáculo.
Me entregó un par de guantes ceñidos. Dolquist y él se pusieron los
suyos.
—Mantenga las manos alejadas de su boca —me advirtió en voz baja
Dolquist, con la mirada clavada en el suelo.
Y abandonamos el despacho, sin decir nada mientras recorr íamos un
bloque carcelario extrañamente silencioso para dirigirnos al encuentro de Alec
Hardiman.
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—Sí.
—¿Lo has pensado, Patrick?
Me daba grima su manera de pronunciar mi nombre, pero no sab ía muy
bien por qué.
—Lo he pensado.
—Pero prefieres tu independencia.
—Algo así. —Me serví un vaso de agua y los brillantes ojos de Hardiman
se clavaron en mis labios mientras bebía—. Alec... ¿Qué nos puede decir acerca
de...?
—¿Te suena la parábola de los tres talentos?
Asentí.
—Aquellos que eluden sus dones o temen no estar a su altura, no sienten
frío ni calor y serán escupidos de la boca de Dios.
—Conozco la historia, Alec.
—¿Seguro? —Se echó hacia atrás y alzó las manos esposadas—. Un
hombre que le da la espalda a su vocación es alguien que no siente ni frío ni
calor.
—¿Y qué me diría si ese alguien no estuviera seguro de haber
descubierto su vocación?
Se encogió de hombros.
—Alec, ¿podríamos ir al...?
—Patrick, creo que has sido bendecido con el don de la furia. Lo sé. Lo
he visto en ti.
—¿Cuándo?
Volvió a inclinarse hacia delante.
—¿Te has enamorado alguna vez?
—¿Y eso qué tiene que...?
—¿Sí o no?
—Sí —reconocí.
Se me quedó mirando fijamente.
—¿Estás enamorado ahora?
—¿Y a usted qué le importa, Alec?
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—Señor Hardiman...
—«Que salgan los payasos...»
Miré a Dolquist y luego a Lief.
Hardiman me señaló con el dedo.
—«No sufras más —canturreó—. Que ya están aquí.» Y se echó a reír.
Muy fuerte, con las cuerdas vocales desatadas, con la boca abierta y saliva en las
comisuras, con los ojos bien abiertos y clavados en mí. Parecía que el aire de la
celda estaba siendo absorbido por esa boca, como si Hardiman se lo llevara
todo a los pulmones para llenarse por completo el cuerpo y dejarnos a los
demás sin nada que respirar.
Acto seguido, se le cerró la boca de golpe, le brillaron los ojos y adoptó
una apariencia tan cordial y razonable como la de un bibliotecario de pueblo.
—¿Por qué me ha hecho venir, Alec?
—Has domado al mechón, Patrick.
—¿Qué?
Giró la cabeza para dirigirse a Lief.
—Patrick tenía un mechón rebelde en el cogote. Tieso como una escarpia.
Conseguí resistir el impulso de llevarme la mano a la cabeza para
plancharme un mechón que no había tenido en años. Me entró frío en el
estómago.
—¿Por qué me ha hecho venir? Podría haber hablado con cualquier
policía, con cualquier federal, pero...
—Si te dijera que el gobierno me estaba envenenando la sangre, o que
estaba siendo sometido a un ataque de ondas alfa procedentes de otra galaxia, o
que mi propia madre me había sodomizado... ¿Qué habrías respondido a eso?
—No hubiera sabido qué decirle.
—No, claro que no. Porque no entenderías nada y porque nada de eso
sería cierto. Y, aunque lo fuera, resultaría totalmente irrelevante. ¿Y si te dijera
que soy Dios?
—¿Cuál de ellos?
—El único.
—Pues me preguntaría cómo había acabado Dios en el trullo y por qué
no hacía un milagro para salir de él.
Sonrió.
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Frunció los labios y nos quedamos ahí, esperando a que dijera algo más,
pero no hubo manera. Transcurrió un minuto en completo silencio y Hardiman
se quedó inmóvil, sin que nada alterara su tensa y pálida piel.
Mientras se abrían las puertas y salíamos al corredor del bloque C,
dejando atrás a los dos centinelas que había ante la celda, Alec Hardiman se
puso a canturrear: «Destrípalos, Patrick, mátalos a todos» con una voz tan
ligera, aunque rica en tonalidades, que parec ía que estábamos escuchando un
aria.
—Destrípalos, Patrick.
Las palabras fluían como el canto de un pájaro por el pasillo del bloque
de celdas.
—Mátalos a todos.
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La muerte en mi sangre
a ti te la transmití.
Al otro lado de la tumba
estaré pensando en ti.
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Devin nos envió por fax una copia de una de las fotos de Evandro Arujo que
Angie le había dado y Erdham la introdujo en el ordenador.
Nos arrastrábamos por la 95, hacia el norte, con la furgoneta encallada en
el tráfico de medio día cuando Bolton le dijo a Devin:
—Quiero una orden de búsqueda exhaustiva para él de inmediato. —
Luego se volvió y le ladró a Erdham—: Búscame el nombre de su agente de la
condicional.
Erdham miró a Fields y éste le dio a un botón y dijo:
—Sheila Lawn. Tiene el despacho en el edificio Saltonstall.
Bolton seguía hablando con Devin:
—... un metro setenta, sesenta y seis kilos, treinta a ños de edad, la única
marca evidente es una cicatriz muy fina, de dos centímetros de longitud, en la
parte superior de la frente, justo debajo de la línea del pelo, herida de gallo... —
Cubrió el auricular con las manos—: Kenzie, llámela.
Fields me dio el número de teléfono, me hice con un manos libres y
marqué mientras la foto de Evandro se materializaba en la panta lla del
ordenador de Erdham, quien se puso de inmediato a apretar botones para
mejorar la textura y el color.
—Despacho de Sheila Lawn.
—Con la señorita Lawn, por favor.
—Soy yo.
—Señorita Lawn, me llamo Patrick Kenzie. Soy detective privado y
necesito información sobre uno de sus pupilos.
—¿Así de fácil?
—¿Qué quiere decir?
La furgoneta languidecía en un carril que se movía a dos centímetros por
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error. Fue un mensaje. Creo que podemos asumir que Arujo estaba detrás de
ella. Kara señala con el dedo a Kevin Hurlihy y, por extensión, a Jack Rouse.
Usted entra en contacto con Gerry Glynn, quien trabajó con el padre de Alec
Hardiman. Glynn le señala a usted al propio Hardiman. Hardiman mató a
Charles Rugglestone en su barrio. Admitimos asimismo que se cargó a Cal
Morrison. También en su barrio. Por aquel entonces, usted y Kevin Hurlihy
eran unos crios, pero Jack Rouse llevaba un colmado, Stan Timpson y Diandra
Warren vivían a unas pocas manzanas de distancia, la madre de Hurlihy,
Emma, ejercía de ama de casa, Gerry Glynn era poli y su padre, señor Kenzie,
era bombero.
Me pasó un mapa, de veinte por treinta centímetros, en el que figuraban
los vecindarios de Edward Everett Square, Savin Hill y Columbia Point.
Alguien había trazado un círculo en torno a lo que era la parroquia de San
Bartolomé: Edward Everett Square, el Blake Yard, la estación JFK y una
extensión de la avenida Dorchester que empezaba en la frontera con el sur de
Boston y acababa en la iglesia de San Miguel de Savin Hill. En el interior del
círculo, habían dibujado cinco cuadraditos negros y dos enormes puntos azules.
—¿Qué son esos cuadrados? —le pregunté mirándole.
—La situación aproximada en 1974 de las residencias de Jack Rouse, Stan
y Diandra Timpson, Emma Hurlihy, Gerry Glynn y Edgar Kenzie. Los dos
puntos azules son los lugares en que aparecieron los cadáveres de Cal Morrison
y Charles Rugglestone. Tanto los cuadrados como los puntos están a menos de
medio kilómetro unos de otros.
Me quedé mirando el mapa. Mi barrio. Un sitio pequeño, confuso y
olvidado, formado por edificios de tres pisos, casas cutres, tabernas angostas y
tiendas en las esquinas. Aparte de alguna que otra pelea de bar, no pasaba nada
que llamara la atención. Pero el FBI le había puesto encima sus garras.
—Lo que está usted viendo —me dijo Bolton— es un campo mortal.
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—¿De quién?
—Mía —dijo. Y luego añadió—: Y de Phil.
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haciendo un gesto con la cabeza con el que parecía querer decirme que
estábamos juntos en esto.
—De acuerdo —reconoció—. Puede que esté un poco asustado.
La burbuja de tensión que sobrevolaba la cocina se desinfló suavemente
y se esfumó por la puerta de atrás.
Phil dejó el arma encima del horno y se sentó en la encimera, arqueando
ligeramente la ceja en dirección a Bolton.
—Bueno —le dijo—, hábleme de ese tío.
La cabeza de un agente se asomó a la cocina.
—¿Agente Bolton? No hay rastro de que nadie haya estado manipulando
las cerraduras o las zonas de acceso a la casa, señor. Hemos buscado micrófonos
y no hemos encontrado ninguno. La hierba del patio trasero está muy crecida y
da la impresión de que nadie lo ha pisado en un mes.
Bolton asintió y el agente desapareció.
—Agente Bolton... —insistió Phil.
Bolton se dio la vuelta para mirarle.
—¿Podría explicarme algo más de ese tipo que quiere matarnos a mí y a
mi mujer?
—Ex mujer, Phil —le dijo Angie en voz baja—. Ex mujer.
—Lo siento —miró a Bolton—. Pues a mí y a mi ex mujer, ¿vale?
Bolton se apoyó en el frigorífico mientras Devin y Oscar se hacían con
sendas sillas y yo me sentaba en la encimera, al otro lado del horno.
—El hombre atiende por Evandro Arujo —le informó Bolton—. Es
sospechoso de cuatro asesinatos cometidos durante el mes pasado. En cada uno
de los casos, envió fotografías a sus futuras víctimas o a sus seres queridos.
—Fotos como ésta.
Phil señaló la imagen de él con Angie que descansaba sobre la mesa de la
cocina y en la que aún se apreciaban restos del polvo utilizado para detectar
huellas dactilares.
—Sí.
Era una foto reciente. Las hojas caídas en el suelo eran multicolores. Phil
estaba escuchando algo que le decía Angie. Tenía la cabeza gacha; la de ella,
ladeada hacia él mientras caminaban por el sendero de hierba y cemento que
conducía al centro de la avenida Commonwealth.
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Bolton, mirándome— que Arujo esté intentando obligar al señor Kenzie a tomar
esa decisión de la que hablaba Hardiman.
Todo el mundo se me quedó mirando.
—Hardiman dijo que yo me vería obligado a elegir algo. Me dijo: «No
todos a los que quieres pueden vivir». Puede que mi elección consista en salvar
a Phil o salvar a Angie.
Phil negó con la cabeza.
—Pero cualquiera que nos conozca sabe que hace diez años que no
estamos muy unidos, Patrick.
Asentí.
—¿Antes lo estaban? —preguntó Bolton.
—Éramos como hermanos —dijo Phil.
Intenté discernir cierta amargura y autocompasión en su voz, pero sólo
capté una triste y tranquila lucidez.
—¿Durante cuánto tiempo? —quiso saber Bolton.
—Desde la cuna hasta los... no sé... hasta los veinte o así. ¿Verdad?
Me encogí de hombros.
—Más o menos.
Miré a Angie, pero ella tenía la vista clavada en el suelo.
—Hardiman dijo que ya se conocían, señor Kenzie —afirmó Bolton.
—Era la primera vez que le veía en mi vida.
—O no se acuerda de él.
—Recordaría esa cara.
—Usted recordaría la cara de un adulto, pero... ¿y la de un niño?
Bolton le pasó a Phil dos fotos de Hardiman: una de 1974 y otra actual.
Phil se las quedó mirando. Era evidente que quería reconocer a
Hardiman para que todo eso adquiriera cierta lógica, para que hubiera un
motivo por el que ese hombre le hubiera escogido para morir. Cerr ó los ojos,
resoplando, y negó con la cabeza.
—No había visto jamás a este tipo.
—¿Está seguro?
Le devolvió las fotos.
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—Del todo.
—Bueno, pues es una lástima —dijo Bolton—, porque ahora forma parte
de su vida.
A eso de las ocho, un agente llevó en coche a Phil hasta su casa. Angie,
Devin, Oscar y yo nos fuimos a la mía, pues tenía que prepararme una bolsa de
viaje.
Bolton quería que Angie pareciera vulnerable, sola, pero le convencim os
de que si Evandro o su socio nos habían estado vigilando, tendríamos que
comportarnos de la manera más normal posible. Y andar por ahí con Devin y
Oscar era algo que hacíamos una vez al mes, por lo menos, aunque no en estado
de sobriedad.
En cuanto a lo de que yo me instalara con Angie, eso era algo
innegociable, tanto si a Bolton le parecía bien como si no.
La verdad es que le gustó la idea.
—Desde que les conocí, di por sentado que se acostaban juntos, así que
estoy seguro de que Evandro es de la misma opinión.
—Es usted un cerdo —le espetó Angie.
Él se limitó a encogerse de hombros.
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Devin encontró una rana de peluche que Mae se había dejado sobre la
encimera de la cocina y se hizo con ella.
—¿Es tuya?
—De Mae.
—Sí, claro. —Se la puso delante y empezó a hacerle muecas—. Deberíais
llevárosla con vosotros. Para que os haga compañía.
—Ya hemos vivido juntos —dijo Angie con sorna.
—Cierto —asintió Devin—. Durante dos semanas. Pero tú acababas de
dejar plantado a tu marido, Ange. Y tampoco pasasteis mucho tiempo juntos en
esa época, si no recuerdo mal. Patrick se trasladó a Fenway Park y tú siempre
andabas por los clubes nocturnos de la plaza Kenmore. Ahora vais a tener que
estar juntos mientras dure esta investigación. Y pueden pasar meses, incluso
años, hasta que se acabe. —Se dirigió a la rana—. ¿Tú qué opinas?
Miré por la ventana mientras Devin y Oscar se cachondeaban y Angie se
iba crispando cada vez más. Lyle bajó del andamio, con la radio y la nevera
portátil agarradas precariamente con una mano y la botella de Jack Daniel's
asomando del bolsillo trasero del pantalón.
Al verle, algo me bailó por la cabeza. Nunca le había visto trabajar
pasadas las cinco y ya eran las ocho y media. Además, esa misma mañana me
había dicho que le dolía una muela...
—¿Hay patatas fritas por aquí? —preguntó Oscar.
Angie se puso de pie y se dirigió al armario que había encima del horno.
—Dudo mucho que Patrick tenga comida decente en su casa.
Abrió la alacena de la izquierda y se puso a remover unas cuantas latas.
Esa misma mañana, Mae y yo habíamos desayunado juntos, pero había
sido después de hablar con Lyle. Y después de hablar con Kevin. Regresé a la
cocina, llamé a Bubba...
—¿Qué os decía? —le soltó Angie a Oscar mientras abría la alacena de en
medio—. Ni rastro de patatas fritas.
—Os lo vais a pasar de miedo —dijo Devin.
Después de Bubba, le había pedido a Lyle que bajara la música porque
Mae aún dormía. Y él me había dicho...
—Último intento.
Angie se disponía a inspeccionar la alacena de la derecha.
... que no le importaba hacerlo porque tenía hora con el dentista y sólo
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cigarrillos, alcohol y sexo. Así somos nosotros. —Le dio unos golpecitos al
cargamento de folletos—. ¿Y él? ¿Qué es lo que él necesita para vivir?
—Matar —afirmé.
—Eso creo yo —concluyó Angie.
—Entonces —dijo Oscar—, si se ha tenido que tomar unas vacaciones
forzosas de veinte años...
—Eso es imposible —aseguró Devin—. Totalmente imposible.
—Puede que haya intentado pasar desapercibido —apuntó Bolton.
Angie blandió un paquete de folletos.
—Hasta ahora.
—Ha estado matando a niños —sugerí.
—Durante veinte años —remachó Angie.
Erdham apareció a las diez para informar de que un hombre que llevaba
un sombrero de vaquero y que conducía un Jeep Cherokee robado de color rojo
se había saltado un semáforo en un cruce de Wollaston Beach. La policía de
Quincy salió en su persecución y lo perdieron en una curva cerrada de la 3 A en
Weymouth que él pudo tomar y ellos no.
—¿Persiguiendo a un puto Jeep en una curva? —se indignó Devin—.
¿Me estás diciendo que esos Fitipaldis la cagan, pero una bestia como el
Cherokee aguanta la curva?
—Eso parece. Se le vio por última vez yendo hacia el sur por el puente de
la antigua zona naval.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Bolton.
Erdham comprobó sus notas.
—En Wollaston, a las nueve y treinta y cinco. Cuando lo perdieron eran
las nueve y cuarenta y cuatro.
—¿Algo más? —quiso saber Bolton.
—Pues sí —respondió Erdham con lentitud, mirándome.
—¿Qué?
—¿Mallon?
Fields entró en la cocina sosteniendo un montón de grabadoras pequeñas
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Pero las fibras capilares y los moldes de huellas de pies enseguida les
llevaron a descartar esa teoría.
Maquillaje. ¿Por qué llevaban maquillaje Rugglestone y Hardiman?
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A eso de las once, llamé a Devin por el walkie-talkie y le conté lo del maquillaje.
—A mí también me pareció extraño —dijo.
—¿Y?
—Un incidente sin importancia. Hardiman y Rugglestone eran amantes,
Patrick.
—Eran homosexuales, Devin; eso no significa que fueran afeminados o
travestidos. No hay nada en esos expedientes que indique que jamás se les viera
maquillados por ahí.
—No sé qué decirte, Patrick. El dato en cuestión nunca llevó a ninguna
parte. Hardiman y Rugglestone mataron a Morrison, y luego Hardiman se
cargó a Rugglestone. Y nada cambiaría los hechos aunque, en esa época, ambos
llevaran piñas en la cabeza o se pusieran tutús de color púrpura.
—Algo chirría en esos informes, Devin. Estoy convencido de ello.
Suspiró:
—¿Dónde está Angie?
—Durmiendo.
—¿Sola? —se burló.
—¿Qué has dicho?—protesté.
—Nada.
Podía oír al fondo a Oscar y sus risitas guturales.
—Escúpelo —dije.
Hubo un crujido en el walkie-talkie, seguido de otro suspiro.
—Oscar y yo hemos organizado una pequeña apuesta.
—¿Y en qué consiste?
—En cuánto tiempo pasará antes de que tu socia y tú hagáis una de dos
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cosas.
—¿Qué cosas?
—Yo mantengo que os mataréis mutuamente, pero Oscar asegura que
estarás como una moto antes del fin de semana.
—Muy bonito —le dije—. ¿No crees que deberíais apuntaros a unos
cursos de corrección política?
—El departamento de policía los llama Diálogos de Sensibilidad
Humana —repuso Devin—, pero el sargento Lee y yo creemos que ya somos lo
bastante sensibles.
—Es evidente.
—Yo diría que no nos crees —siguió chinchándome Oscar.
—No, hombre, sois la viva imagen del Nuevo Macho Sensible.
—¿De verdad? ¿Y tú crees que eso nos ayudará a la hora de ligar?
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Y colgó.
Ni «adiós», ni «cuídate». Simplemente, «puede».
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—¿Qué?
—Que la sangre era de Jenna, la mujer que mataron. Y puede que
también hubiera sangre de Curtis Moore, el tipo al que herí. Pero no era mía.
—Ya lo sé —reconoció—. Ya lo sé. Pero mientras miraba tus fotos y leía
acerca de ti, pensé... ¿Quién es ese hombre? No reconozco al tipo que aparece en
las fotos. No sé quién es ese tío que le dispara a la gente. No conozco a esa
persona. Fue muy raro.
—No sé qué decir, Grace.
—¿Alguna vez has matado a alguien? —preguntó con brusquedad.
Al principio no abrí la boca, pero finalmente respondí:
—No.
Era la primera vez que le mentía. Y había sido muy fácil.
—Pero eres capaz de hacerlo, ¿verdad?
—Todos lo somos.
—Puede ser, Patrick. Puede ser. Pero la mayoría de nosotros no nos
metemos en situaciones que puedan obligarnos a ello. Y t ú sí.
—Yo no le pedí a ese asesino que se inmiscuyera en mi vida, Grace.
Tampoco se lo pedí a Kevin Hurlihy.
—Sí que lo hiciste —dijo ella—. Toda tu vida es un deseo consciente de
enfrentarte a la violencia, Patrick. No podrás vencerle.
—¿A quién?
—A tu padre.
Fui a por el paquete de tabaco. Lo deslicé por la mesa hasta que lo tuve
delante.
—No intento vencerle —declaré.
—¿Estás seguro?
Saqué un cigarrillo del paquete y le di unos golpecitos contra el centro
del montón de fotos de Hardiman, del cadáver quemado de Rugglestone y del
crucificado Cal Morrison.
—¿Adonde nos lleva esta conversación, Grace?
—Vas por ahí con gente como... Bubba. Y Devin y Oscar. Vives en un
mundo muy violento. Y te rodeas de personas violentas.
—Eso no tiene por qué afectarte.
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—¿Por qué no? Te voy a decir una cosa, Patrick, esa tía con la que sales es
una desagradecida.
—¿Qué esperabas? ¿Que te diera propina?
—Esperaba una sonrisa, por lo menos —declaró—. Que me diera las
gracias o que me hiciera un gesto de agradecimiento.
—Machacaste a un tío delante de su hija, Bubba.
—¿Y qué? ¿Acaso no se lo merecía?
—Grace no sabía nada y Mae es muy pequeña para entenderlo.
—¿Y qué quieres que te diga, Patrick? Ha sido un día malo para Kev y
bueno para mí. Un día de la hostia.
Suspiré. Intentar explicarle a Bubba las convenciones sociales y los
conceptos morales es como tratar de convencer a un cliente de McDona ld's de
los peligros del colesterol.
—¿Sigue Nelson vigilando a Grace? —pregunté.
—Como un halcón.
—Hasta que esto termine, Bubba, que no le quite la vista de encima.
—No creo que quiera hacerlo. Yo diría que se está enamorando de ella.
Casi me entró un escalofrío.
—Bueno, ¿en qué andan Kevin y Jack?
—Están haciendo las maletas. Parece que se van de viaje.
—¿Adónde?
—No lo sé. Ya nos enteraremos.
Me pareció notar un deje de decepción en su voz.
—Oye, Bubba.
—¿Qué?
—Gracias por cuidar de Grace y de Mae.
Se le animó la voz.
—Lo que haga falta. Tú harías lo mismo por mí. Puede que con un poco
más de delicadeza, pero...
—Por supuesto —afirmé—. ¿No sería mejor que pasaras un tiempo
desapercibido?
—¿Por qué?
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—Eran los jefes. Y también estaban... Vamos a ver... Paul Burns, Terry
Climstich y un tío bajito que siempre llevaba corbata y que no se quedó mucho
tiempo en el barrio. Y también... ah, sí, dos mujeres. Nunca olvidaré aquello: me
pillaron trincando tapacubos del coche de Paul Burns y me empezaron a dar
patadas con las botas. No es que me hicieran mucho daño, pero miro hacia
arriba y veo que se trata de dos tías. Hay que joderse.
—¿Quiénes eran esas mujeres? —le pregunté—. ¿Bubba?
—Emma Hurlihy y Diedre Rider. ¿Te lo puedes creer? Un par de tías
pateándome el culo. Qué mundo más loco, ¿eh?
—Te tengo que dejar, Bubba. Ya te llamaré, ¿vale?
Colgué y marqué el número de Bolton.
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la foto.
—El nombre del fotógrafo —informó Fields.
—¿Hay alguna manera de ampliarlo para que podamos leerlo?
—Me he adelantado a usted, señor Kenzie.
Todos nos volvimos para mirarle.
—La fotografía la tomó Diandra Warren.
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coches?
Asintió.
—Doctora Warren —le dije, y ella me miró—, si usted ya no estaba con
Timpson, ¿por qué colaboró con la oficina del fiscal del distrito en el juicio de
Hardiman?
—Stan no tuvo nada que ver con ese caso. En esa época, se dedicaba a
acusar a las prostitutas en el turno de noche. Yo ya le hab ía echado una mano
en la oficina del fiscal del distrito con anterioridad, en una ocasi ón en que el
acusado alegaba locura, y se quedaron satisfechos de mi participación, así que
me pidieron que entrevistara a Alec Hardiman. Lo describí como un sociópata
con delirios de grandeza y un paranoico, pero legalmente cuerdo y plenamente
consciente de la diferencia entre el bien y el mal.
—¿Había alguna relación entre la APEE y Alec Hardiman? —preguntó
Oscar.
Diandra negó con la cabeza.
—No que yo sepa.
—¿Por qué se disolvió la APEE?
Se encogió de hombros.
—Creo que se acabaron aburriendo. La verdad es que no lo sé.
En aquel entonces, ya no vivía en el barrio. Y Stan se fue unos meses
después.
—¿No recuerda nada más de esa época?
Se quedó mirando la fotografía un buen rato.
—Recuerdo —dijo con cautela— que cuando tomé esta foto estaba
embarazada, y que ese día tenía náuseas. Me dije que era el calor, y el niño que
crecía en mi interior. Pero no era verdad. Eran ellos quien es me las provocaron.
—Apartó la fotografía con la mano—. Había algo enfermizo en aquel grupo,
algo podrido. Mientras hacía la foto, pensaba que algún día le harían mucho
daño a alguien. Y que disfrutarían con ello.
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bancada. En una fría mañana de otoño, con sus tonos marrones y rojizos, su aire
color whisky y sus vidrieras multicolores buscando calor en un sol gélido, una
iglesia siempre tiene el aspecto que, seguramente, pretendieron otorgarle los
fundadores del catolicismo: el de un lugar limpio y purificado de cualquier
imperfección terrenal, un lugar concebido para escuchar únicamente los
susurros de los feligreses y el crujido de su ropa al arrodillarse.
Bolton estaba sentado en el altar, en la silla roja del oficiante. La había
adelantado un poco para poder apoyar los pies en el raíl de la cancela. Los
demás agentes y varios policías ocupaban los cuatro primeros bancos; la
mayoría de ellos lucían bolígrafos, papel o grabadoras dispuestas a ponerse en
acción.
—Me alegra que hayan podido venir —nos dijo Bolton.
—No haga eso —le pidió Angie mirándole los zapatos.
—¿Qué?
—Sentarse en el altar, en la silla del cura, con los pies en el raíl.
—¿Por qué no?
—Hay gente que lo encontraría ofensivo.
—Yo no. —Se encogió de hombros—. No soy católico.
—Pues yo sí —contraatacó Angie.
Bolton la miró para ver si le estaba tomando el pelo, pero Angie le
devolvió la mirada con tanta calma y firmeza que se dio cuenta de que no
bromeaba.
Suspiró, se levantó de la silla y la volvió a colocar en su sitio. Mientras
nos acercábamos a los bancos, Bolton cruzó el altar y se subió al púlpito.
—¿Así está mejor? —preguntó.
Angie se encogió de hombros mientras Devin y Oscar ocupaban sus
asientos en la fila de delante de nosotros.
—Un poco mejor, sí.
—Me alegra dejar de ofender su delicada sensibilidad, señorita Gennaro.
Angie hizo un gesto fatalista y se sentó en el quinto banco junto a mí.
Una vez más, sentí una extraña admiración hacia mi socia por esa fe en
una religión que yo había abandonado hacía tanto tiempo. Angie no hace
bandera de ella, ni la reivindica a la menor ocasión, y la verdad es que desprecia
la jerarquía patriarcal que dirige la Iglesia, pero eso no le impide mantenerse
fiel a la religión y sus rituales con una serena intensidad que no hay quien haga
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flaquear.
Bolton le estaba cogiendo gusto rápidamente al púlpito. Con sus manos
rollizas, acariciaba las palabras en latín y el arte romano tallados a los lados, y le
temblaban las aletas de la nariz mientras contemplaba a su parroquia.
—Los acontecimientos de la pasada noche son los siguientes: uno, tras el
registro del apartamento de Evandro Arujo se han encontrado unas fotograf ías
ocultas bajo un tablón del suelo situado junto a un radiador de acero. Los
avistamientos de hombres que coinciden con la descripción de Arujo se han
triplicado desde las siete de esta mañana, cuando la prensa ha publicado dos
fotos suyas: una con perilla y otra sin. La mayoría de esos avistamientos carecen
de base alguna. Sin embargo, cinco de ellos han tenido lugar en la parte baja de
la costa sur, y los dos más recientes se han producido en Cape Cod, cerca de
Bourne. Anoche desplegué agentes que estaban en la zona alta de la costa sur a
la baja, el cabo y las islas. Se han instalado controles a ambos lados de las
carreteras 6, 28 y 3, así como en la autovía I-495. Dos avistamientos sitúan a
Arujo al volante de un Nissan Sentra de color negro, pero, una vez más, la
validez de cualquiera de esas informaciones debe ponerse en duda ante una
posible histeria generalizada.
—¿Y el Jeep? —preguntó un agente.
—Hasta ahora, nada. Puede que lo siga teniendo, puede que se haya
deshecho de él. Robaron un Cherokee rojo del aparcamiento del Centro de
Exposiciones de Bayside ayer por la mañana, y partimos de la base de que ése
es el coche en el que Evandro fue localizado el sábado. El número de matrícula
es el 299-ZSR. La policía de Wollaston se hizo ayer con un parcial de la
matrícula del coche al que perseguían: coincide.
—Ha hablado de unas fotografías —le interpeló Angie.
Bolton asintió.
—Se trata de un buen puñado de fotografías de Kara Rider, Jason
Warren, Stimovich y Stokes. Se parecen a las que recibieron los familiares de las
víctimas. Arujo es ya, más allá de cualquier duda, el principal sospechoso de
esos crímenes. Otras fotos encontradas corresponden a personas desconocidas
que, según podemos suponer, son futuras víctimas. Lo bueno, señoras y
caballeros, es que ahora podemos predecir dónde volverá a operar.
Bolton se cubrió la mano con la boca para toser.
—Las pruebas de los forenses —dijo— han demostrado de forma
taxativa que son dos los asesinos involucrados en las cuatro muertes que nos
ocupan. Los rasguños detectados en las muñecas de Jason Warren confirman
que fue inmovilizado por una persona mientras otra le rajaba el pecho y el
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rostro con una navaja afilada. A Kara Rider le sostuvieron firmemente la cabeza
con dos manos mientras otras dos le incrustaban en la laringe un picahielos. Las
heridas de Peter Stimovich y Pamela Stokes confirman la presencia de dos
asesinos.
—¿Se sabe dónde los mataron? —preguntó Oscar.
—Todavía no. Jason Warren fue asesinado en el almac én del sur de
Boston. El resto murieron en otro lugar. Por el motivo que sea, los asesinos
sintieron la necesidad de matar a Warren de forma rápida.
—Se encogió de hombros—. No tenemos ni idea de por qué. Los otros
tres tenían cantidades mínimas de hidrocloroformo en la sangre, lo cual sugiere
que sólo estuvieron inconscientes mientras los asesinos los transportaban al
lugar elegido para matarlos.
—A Stimovich lo torturaron durante más de una hora. Y a Stokes el
doble de tiempo. Tuvieron que hacer mucho ruido —informó Devin.
Bolton asintió.
—Andamos a la busca de un sitio aislado.
—¿De cuántos lugares podemos estar hablando? —preguntó Angie.
—Bastantes. Bloques de pisos, edificios abandonados, marismas
protegidas, media docena de islas en la costa, prisiones cerradas, hospitales,
almacenes, lo que se le ocurra. Si uno de esos asesinos se ha mantenido inactivo
durante dos décadas, podemos colegir que ha tenido tiempo para planearlo
todo al detalle. Podría, incluso, haber acondicionado su domicilio con una serie
de habitaciones, o un sótano, a prueba de ruidos.
—¿Ha surgido alguna prueba más de que el asesino latente pueda
haberse dedicado a matar niños?
—Ninguna que resulte definitiva —dijo Bolton—. Pero de los mil ciento
sesenta y dos folletos recibidos, que se extienden a lo largo de diez años,
doscientos ochenta y siete han sido declarados muertos. Y de éstos, doscientos
once se mantienen oficialmente sin resolver.
—¿Cuántos en Nueva Inglaterra? —preguntó un agente.
—Cincuenta y seis —respondió Bolton en voz baja—. Cuarenta y nueve
de ellos sin resolver.
—Es un porcentaje enorme —apuntó Oscar.
—Sí, lo es —reconoció Bolton con gesto preocupado.
—¿Cuántos murieron de manera parecida a las actuales víctimas?
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señorita Gennaro vieron a Warren con Arujo. —Se aclaró la garganta, pero se le
notaba muy incómodo hablando por boca de otro—. «E. apareció de nuevo por
la ciudad. Durante cosa de una hora. No tiene ni idea de su poder, no tiene ni
idea de lo atractivo que resulta su miedo a sí mismo. Quiere hacer el amor
conmigo, pero aún no es capaz de asumir por completo su bisexualidad. Lo
entiendo, le dije. A mí me llevó muchísimo tiempo. La libertad es dolorosa. Me
tocó por primera vez y luego se marchó. De regreso a Nueva York. Con su
mujer. Pero le volveré a ver. Estoy seguro. Lo estoy atrayendo.»
Al terminar de leer, Bolton se había puesto colorado.
—Evandro es el cebo —comenté.
—Eso parece —dijo Bolton—. Arujo los atrae y su misterioso socio los
despedaza. Todos los informes sobre Arujo, desde los aportados por
compañeros de la cárcel hasta otros fragmentos de este diario, pasando por la
compañera de piso de Kara Rider y los parroquianos del bar en que pilló a
Pamela Stokes, insisten en lo mismo: ese hombre tiene una sexualidad muy
potente. Si es lo suficientemente astuto, y me consta que lo es, como para
levantar vallas a su alrededor y que sus posibles víctimas las salten, lo más
probable es que éstas acaben aceptando sus secretismos y sus encuentros en
sitios dejados de la mano de Dios. De ahí lo de la supuesta esposa de la que
habla Jason Warren. No sabemos qué les dijo a los demás, pero intuyo que hizo
como que le atraían cuando era él quien controlaba las riendas de la relación.
—Como Helena de Troya, pero en hombre.
—Evandro de Troya —dijo Oscar, y algunos agentes se rieron.
—Posteriores investigaciones de pruebas halladas en la escena del
crimen han conducido a lo siguiente: uno: ambos asesinos pesan entre sesenta y
cinco y setenta kilos. Dos: dado que el número de los zapatos de Evandro Arujo
coincide con el cuarenta y cuatro que encontramos en la zona donde se halló el
cadáver de Kara Rider, deducimos que su socio es el que gasta el cuarenta y
uno. Tres: el segundo asesino tiene el pelo casta ño y es de complexión robusta.
Stimovich era un hombre muy fuerte y alguien lo dominó antes de
administrarle toxinas; Arujo no es especialmente forzudo, así que tenemos que
asumir que su socio sí. Cuatro: nuevas entrevistas con todos aquellos que
tuvieran el más mínimo contacto con las víctimas han arrojado el siguiente
resultado: todos ellos, a excepción del profesor Eric Gault y de Gerald Glynn,
tienen unas coartadas muy sólidas para los cuatro crímenes. Tanto Gault como
Glynn están siendo interrogados en estos momentos en las oficinas de JFK, y
Gault no ha pasado el polígrafo. Ambos son fuertes y lo bastante bajos para
usar zapatos del número cuarenta y uno, aunque los dos aseguran calzar el
cuarenta y tres. ¿Alguna pregunta?
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patrick:
luego vacié la bañera, Me di una ducha y... seguí adelante, a fin de cuentas,
¿no es eso lo que hacen los hum anos tras un acto inmoral o inconcebible?
siguen adelante, no se puede hacer otra cosa cuando has conseguido darle
esquinazo a la ley.
así que seguí con Mi vida hasta que esos sentimientos de vergüenza y de
culpa desaparecieron, pensé que nunca Me los quitaría de encima, pero no
fue así.
y recuerdo que pensaba: las cosas no pueden ser tan sencillas, pero lo eran,
y muy pronto, más por curiosidad que por otra cosa, maté a otra persona y
eso Me hizo sentir bien, a gusto, sereno, como te hace sentir un vaso de
cerveza fría sí eres un alcohólico saliendo del dique seco, como se deben de
sentir en su primera noche de sexo dos amantes que han estado separados
un tiempo.
no sé muy bien por qué te estoy escribiendo esta carta, patrick. el que soy
mientras la escribe no es el mismo de Mi trabajo cotidiano ni el que lleva a
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cabo los asesinatos, tengo muchos rostros y algunos de ellos nunca los
conocerás, mientras que otros más te vale no verlos. Yo he visto unas
cuantas de tus caras —la bonita, la violenta, la reflexiva y algunas m ás— y
Me pregunto cuál llevarás puesta si llegamos a vernos con carroña de por
medio. Me lo pregunto.
te desea lo mejor,
El Padre
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Ahora mismo, lo que necesito es... No sé, que nos curemos un poco. Que
cerremos lo nuestro de alguna manera. Que ella sea plenamente consciente de
que el cabrón era yo. Que todo fue culpa mía, no suya.
—¿Y cuando eso suceda?
—Desaparezco. Un tío como yo puede encontrar trabajo en cualquier
parte. Los ricos siempre están remodelando sus casas. Así pues, pronto pillaré
el montante y me largaré. Creo que tú te mereces una oportunidad.
—Phil...
—Por favor, Pat, por favor —dijo—. Soy yo. Hemos sido amigos toda la
vida. Te conozco. Y conozco a Angela. Puede que tú te creas que estás
estupendamente con Grace, y me parece muy bien. De verdad. Pero no te
engañes. —Me miró fijamente a los ojos mientras me rozaba el codo con el
suyo—. ¿De acuerdo? Por una vez en la vida, colega, no te engañes. Llevas
enamorado de Angela desde que ibas a la guardería. Y ella también de ti.
Le aparté el codo.
—Pero se casó contigo, Phil.
—Porque estaba cabreada contigo...
—Ése no era el único motivo.
—Ya lo sé. También me quería a mí. Durante un tiempo, tal vez, más que
a ti. No lo pongo en duda. Pero todos podemos amar más de una cosa a la vez.
Los humanos somos complicados.
Sonreí. Me di cuenta de que era la primera vez que sonreía
espontáneamente en presencia de Phil durante más de una década.
—Sí, lo somos.
Nos miramos el uno al otro y pude sentir el resurgir del antiguo afecto: el
afecto de los lazos sagrados y la infancia compartida. Ni Phil ni yo nos sentimos
nunca aceptados en casa. Su padre era un alcohólico y un mujeriego incurable,
un tipo que se iba a la cama con todas las mujeres del barrio y se cercioraba de
que su esposa se enterara. Cuando Phil tenía siete u ocho años, en su casa
volaban las cacerolas y los reproches. Cada vez que Carmine y Laura Dimassi
estaban en la misma habitación, aquello parecía Beirut; pero, dando muestras
de una de las más perversas interpretaciones equivocadas del catolicismo,
nunca quisieron divorciarse o vivir separados. Les gustaban las broncas diarias
y los polvos nocturnos de reconciliación apasionada que hacían temblar las
paredes del cuarto de su hijo.
Yo me pasaba la vida fuera de casa por distintos motivos, con lo que Phil
y yo solíamos refugiarnos juntos, y el primer hogar en el que nos sentimos a
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Durante los días que siguieron a la muerte de Cal Morrison, si eras un chaval de
mi barrio tenías miedo.
Tenías miedo a los negros porque, en teoría, Cal había sido asesinado por
un negro. Tenías miedo de los tipos astrosos que te miraban fijamente en el
metro. Te asustaban los coches que se detenían en los cruces y que no se ponían
inmediatamente en marcha cuando cambiaba el semáforo, o que parecían
aminorar la marcha a medida que se acercaban a ti. Te aterrorizaban los sin
techo, así como los callejones siniestros y los parques oscuros en que solían
dormir.
Le tenías miedo a prácticamente todo.
Pero nada aterrorizaba tanto a los chicos de mi barrio como los payasos.
Visto en perspectiva, parece de lo más tonto. Los payasos asesinos eran
personajes de novelas baratas y de películas malas. Vivían en el reino de los
vampiros y de esos monstruos prehistóricos empeñados en destruir Tokio. Esas
ficciones sólo podían asustar a aquellos lo bastante crédulos como para
reconocer su existencia: los niños.
Mientras me acercaba a la edad adulta, cada vez le tenía menos miedo al
interior del armario cuando despertaba en mitad de la noche. Los crujidos de la
vieja casa en que crecí tampoco me aterrorizaban; no eran más que eso, crujidos,
quejas de la madera vetusta y resignados suspiros de los cimientos. Crecí hasta
el punto de únicamente temer el cañón de una pistola apuntándome, el
repentino potencial de violencia que hab ía en los ojos de los borrachos
amargados o a esos hombres que acababan de descubrir que su vida no le
interesaba absolutamente a nadie.
Pero de niño mis miedos se materializaban en los payasos.
No sé muy bien cómo empezó a extenderse el rumor —puede que fuera
alrededor del fuego de un campamento de verano, o después de que uno de
nosotros hubiera visto una de esas películas cutres de terror—, pero cuando yo
tenía unos seis años, todos los chicos habían oído hablar de los payasos, aunque
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Phil lanzó la pelota y ésta se elevó más de lo que yo había previsto, así
que tuve que pegar un salto y retorcerme en el aire para atraparla. Al caer, lo
hice de lado, y entonces vi el rostro blanco, el pelo azul y los grandes labios
rojos que asomaban de la ventanilla del pasajero en mi dirección.
—Buen salto —dijo el payaso.
En mi barrio, sólo había una respuesta posible para los payasos.
—Que te den por el culo —le contesté.
—Bonito lenguaje —respondió el payaso, sonriendo de una manera que
no me hizo ninguna gracia mientras apoyaba la mano en la parte exterior de la
portezuela.
—Muy bonito —añadió el conductor—. Pero que muy bonito. ¿Tu madre
ya sabe que hablas así?
Yo estaba a menos de un metro de la puerta del vehículo, congelado
sobre el pavimento, y no podía mover los pies. Ni apartar la vista de la boca roja
del payaso.
Como pude observar, Phil estaba a unos tres metros, colina abajo, y
también parecía haberse quedado tieso.
—¿Queréis que os llevemos? —preguntó el payaso que no conducía.
Negué con la cabeza, pues se me había secado la boca.
—Parece que el chaval se ha quedado sin habla.
—No. —El conductor asomó la cabeza junto al cogote de su compañero
para que yo pudiera observar su brillante pelo rojo y las manchas amarillas que
lucía en torno a los ojos—. Yo diría que tenéis frío.
—Os estoy viendo la piel de gallina —dijo el pasajero.
Me desplacé dos pasos a la derecha, sintiendo como si los pies se me
hundieran en una esponja mojada.
El payaso que no conducía lanzó un rápido vistazo a la avenida y luego
se dirigió a donde yo me encontraba.
El conductor miró por el retrovisor y apartó la mano del volante.
—¿Patrick? —dijo Phil—. Vámonos.
—Patrick —repitió el otro payaso con lentitud, como si paladeara la
palabra—. Qué nombre tan bonito. ¿Cuál es tu apellido, Patrick?
Aún hoy sigo sin saber por qué respondí a esa pregunta. Miedo absoluto,
tal vez, o un intento de ganar tiempo; pero incluso entonces debería haberle
dado un nombre falso, cosa que no hice. Supongo que tuve la intuición
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—Hazte con un cuchillo, Grace. Por lo que más quieras, coge un...
Angie me arrebató el teléfono y se llevó un dedo a los labios para
hacerme callar.
—Grace, soy Ange. Presta atención. Puede que estés en peligro. No
estamos seguros de ello, pero mantente al aparato y no te muevas a no ser que
estés convencida de que tienes a un intruso en casa.
íbamos dejando atrás diferentes salidas —la plaza Andrew, la avenida
Massachusetts—, hasta tomar Frontage Road, pasar a todas velocidad junto a la
planta de incineración de residuos y acelerar hacia Berklee Este.
—Bolton —dije—, Grace no es un cebo.
—Ya lo sé.
—Quiero que la protejan de tal manera que ni el president e pueda dar
con ella.
—Le entiendo perfectamente.
—Coge a Mae —dijo Angie— y quedaos en una habitación con la puerta
cerrada. Estaremos ahí dentro de tres minutos. Si alguien intenta atravesar la
puerta, salid por la ventana y corred hacia Huntington o la avenida
Massachusetts gritando como posesas.
Nos saltamos el primer semáforo rojo de Berklee Este, consiguiendo que
otro coche tuviera que apartarse de nosotros, se subiera a la acera y acabara
empotrándose contra la farola situada ante la pensión de la calle Pine.
—Ése nos va a empapelar —comentó Bolton.
—No, no —dijo Angie con inquietud—. No salgáis de la casa a no ser
que oigáis ruidos dentro. Si os está esperando fuera, se lo pondrías a tiro. Ya
casi llegamos, Grace. ¿En qué habitación estáis?
El neumático izquierdo de atrás rozó la acera mientras enfilábamos la
avenida Colón.
—¿En el dormitorio de Mae? Perfecto. Estamos a ocho manzanas.
El pavimento de la avenida Colón estaba cubierto por un centímetro de
hielo tan negro y duro que parecía hecho de regaliz.
Le pegué un puñetazo a la puerta del coche.
—Cálmese —me dijo Bolton.
Angie me dio una palmadita en la rodilla.
Mientras el Lincoln torcía a la derecha en Newton Este, imágenes en
blanco y negro me estallaban en la cabeza como bombillas.
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respirando hondo.
—Estaré bien. Llévense a Mae a un lugar seguro. Ahora llamo a su padre.
Bolton miró a Devin y éste se encogió de hombros.
—No puedo obligarla a que la protejamos...
—No —intervine—. Ni hablar, Grace, tú no conoces a ese tío. Llegará
hasta ti. Ya lo verás.
Me quedé de pie a su lado.
—¿Y qué? —dijo.
—¿Cómo que y qué? —me indigné—. ¿Cómo que y qué?
Era consciente de que todos me miraban. Era consciente de que no
acababa de sentirme como de costumbre. Me sentía enloquecido y vengativo.
Me sentía violento, desagradable y desquiciado.
—¿Y qué? —volvió a decir Grace.
—Pues que te cortará la puta cabeza —exclamé.
—Patrick... —intervino Angie.
Me incliné sobre Grace.
—¿Lo has entendido? Te cortará la cabeza. Pero eso será al final. Lo
dejará para el final. Primero, Grace, te violará un buen rato; luego, te arrancará
la piel a tiras; después, te atravesará con clavos las putas palmas de las manos; y
luego...
—Ya vale —me interrumpió con serenidad.
Pero yo no podía callarme. Me parecía importante que lo supiera todo.
—Y luego te destripará, Grace. Eso le encanta. Destripar a la gente para
ver lo que tiene dentro. También puede que te arranque los ojos mientras deja
que su socio te remueva las entrañas y...
El grito vino de detrás de mí.
A estas alturas, Grace ya se había tapado los oídos con las manos, pero
las apartó al oír el chillido.
Me di la vuelta y vi que tenía a Mae a mi espalda, con la cara enrojecida y
los brazos agitándose de manera espasmódica, como si le hubieran aplicado
una descarga eléctrica.
—¡No, no, no! —gritaba entre lágrimas de terror.
Pasó corriendo a mi lado, se echó en brazos de su madre y se agarró a
ella como si le fuera la vida en ello.
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—No dices más que chorradas, Evandro. —Me eché a reír—. Intentas
parecer...
—Ni se te ocurra reírte de mí.
—... un maestro del crimen que todo lo ve y todo lo sabe...
—Cambia de tono inmediatamente, Patrick.
—... cuando no eres más que un patán.
Devin consultó su reloj y levantó tres dedos. Me quedaban treinta
segundos.
—Voy a cortar a la niña por la mitad y te la enviaré por correo.
Giré la cabeza y vi a Mae sentada sobre una maleta, en su cuarto,
frotándose los ojos.
—Ni se te ocurra acercarte a ella, capullo. Tuviste tu oportunidad y la
cagaste.
—Aniquilaré a todos tus conocidos —afirmó con una voz cargada de
rabia.
Bolton apareció por la puerta principal y asintió.
—Reza para que no te ponga la mano encima, Evandro.
—No lo conseguirás, Patrick. Nadie lo ha logrado nunca. Adiós.
Otra voz, más profunda que la de Evandro, se asomó a la línea telefónica.
—Ya nos veremos, amigos.
Se cortó la conexión y miré a Bolton.
—Están los dos juntos —dijo.
—Pues sí.
—¿Ha reconocido la segunda voz?
—No con ese acento falso.
—Están en la costa norte.
—¿En la costa norte?—se sorprendió Angie.
Bolton asintió.
—En Nahant.
—¿Atrapados en una isla? —comentó Devin.
—Podemos mantenerlos enclaustrados en ese lugar —dijo Bolton—. Ya
he alertado a la Guardia Costera y he hecho que enviaran coches de policía
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Nuestro taxista conducía por las calles heladas con habilidad, manteniendo la
velocidad a cuarenta kilómetros por hora y sin rozar los frenos como no fuera
por necesidad.
La ciudad estaba envuelta en hielo. Grandes sábanas cristalinas cubrían
las fachadas de los edificios y las alcantarillas cedían bajo esa cascada de dagas
blancas. Los árboles brillaban como si fueran de platino y los coches aparcados
en la avenida se habían convertido en esculturas.
—Esta noche va a haber un montón de apagones —anunció el taxista.
—¿Usted cree? —preguntó Angie en tono ausente.
—Oh, puede darlo por seguro, señora mía. Ese hielo va a derribar los
postes de la electricidad. Espere y verá. Nadie debería andar por ahí en una
noche tan mala. No, señor.
—¿Y usted por qué lo hace? —le pregunté.
—Hay que alimentar a los hijos. Los pobres no tienen por qué saber lo
duro que es este mundo para su padre. Ni hablar. Lo único que tienen que saber
es que no van a dejar de comer.
Volví a ver la cara de Mae, desfigurada por la confusión y un terror
abyecto. Las palabras que le hab ía escupido a su madre aún resonaban en mis
oídos.
Los críos no tienen por qué saberlo.
¿Cómo podía yo haber olvidado eso?
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Se aclaró la garganta.
—El sargento Amronklin me ha dicho que el FBI iba a enviar refuerzos
en cuanto volvieran sus efectivos desplazados a la costa sur. Según él, deberían
estar aquí entre las dos y las tres de la madrugada, a más tardar. Creo que las
puertas, tanto la de delante como la de atrás, tienen alarmas, y que la parte
trasera de la casa es segura.
Angie asintió.
—Pero aun así, me gustaría echar un vistazo por ahí detrás.
—No se prive.
Volvió a saludar con la gorra y se dispuso a rodear la casa mientras nos
quedábamos en el porche escuchando sus pasos crujiendo sobre la hierba
congelada.
—¿De dónde habrá sacado Devin a ese chico? —preguntó Angie—. ¿Del
orfanato?
—Igual es un sobrino suyo —apunté.
—¿Un sobrino de Devin? —Angie negó con la cabeza—. Ni hablar.
—Yo no estaría tan seguro. Devin tiene ocho hermanas y la mitad de
ellas son monjas. La otra mitad están casadas con tipos muy temerosos de Dios.
—¿Y qué pinta ahí en medio un tío como Devin?
—Es un misterio, lo reconozco.
—Ese chaval es de lo más inocente y bondadoso —dijo Angie.
—Pero demasiado joven para ti.
—Todo muchacho necesita una mujer que lo corrompa —afirmó.
—Y tú eres esa mujer.
—Apuéstate lo que quieras a que sí. ¿Te has fijado en cómo se le
marcaban los muslos en esos pantalones ceñidos?
Suspiré.
La luz de la linterna precedió a los crujientes pies de Timothy Dunn
cuando éste reapareció.
—Todo en orden —nos informó.
—Gracias, agente.
Dunn miró a Angie y se le dilataron las pupilas. Desvió la mirada en el
acto.
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Se encogió de hombros.
—Merece la pena intentarlo, ¿no crees?
—Por supuesto. —Le cogí la mano—. Si tú lo crees, es que vale la pena.
Sonrió.
—Eres el mejor amigo que nunca haya tenido.
—Lo mismo digo.
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Antes de que pudiera abrir la boca, Evandro me plantific ó un estilete debajo del
ojo derecho. Presionó la punta contra la piel y cerró la puerta a su espalda.
El arma estaba manchada de sangre.
Vio como la miraba y sonrió con tristeza.
—El agente Dunn —susurró— no cumplirá los veinticinco, me temo.
Qué lástima, ¿eh?
Me empujó hacia atrás, clavándome la punta del arma en la piel con más
fuerza, y fui recorriendo el pasillo a mi pesar.
—Patrick —dijo mientras sostenía con la otra mano el revólver de
reglamento de Dunn—, como hagas el menor ruido, te sacaré el ojo y me
cargaré a tu socia en cuanto salte de la cama. ¿Lo entiendes?
Asentí.
A la débil luz de las velas del dormitorio pude ver que llevaba la camisa
del uniforme de Dunn, oscurecida por la sangre.
—¿Por qué has tenido que matarlo? —susurré.
—Usaba gomina —razonó Evandro.
Se llevó una mano a los labios mientras llegábamos al dormitorio y me
hizo una señal para que me detuviera.
Obedecí.
Se había afeitado la perilla, y el pelo que le asomaba por debajo de la
visera de la gorra estaba teñido de rubio. Sus lentillas eran grisáceas, y deduje
que las patillas que enmarcaban sus orejas eran postizas, pues no las tenía la
última vez que le vi.
—Date la vuelta —susurró—. Poco a poco.
Pude oír a Angie suspirar en el dormitorio.
—De verdad, Phil, estoy muy cansada.
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—Estoy bien, Patrick. Oye, Evandro aún puede usar esa pistola. ¿Por qué
no se la quitas?
Fui hasta Evandro, recogí el arma de Dunn y me lo quedé mirando.
Evandro me contempló mientras recorría con los dedos la zona en la que
había tenido una parte de la cabeza. Su rostro se veía grisáceo a la luz de los
fluorescentes que no dejaban de estallar.
Gimoteaba en silencio y las lágrimas se le mezclaban con la sangre que le
caía por la cara. Tenía la piel tan pálida que me recordó a aquellos payasos de
antaño.
—No duele —dijo.
—Dolerá.
Se me quedó mirando con esos ojos solitarios y confusos.
—Era un Mustang azul —declaró como si considerara importante que
eso me quedara claro.
—¿Qué?
—El coche que robé. Era azul y tenía los asientos de cuero blanco.
—Evandro, ¿quién es tu socio? —le pregunté.
—Los tapacubos brillaban —dijo.
—¿Quién es tu socio?
—¿Sientes algo por mí? —preguntó con los ojos bien abiertos y las manos
extendidas como las de un mendigo.
—No —repuse con una voz seca y muerta.
—Entonces lo hemos logrado —dijo—. Estamos ganando.
—¿Quiénes?
La sangre y las lágrimas le hicieron parpadear.
—Yo he estado en el infierno.
—Ya lo sé.
—No. No. Yo he estado en el infierno —gritó mientras de su rostro
contorsionado brotaban más lágrimas.
—Y decidiste llevar ese infierno a otra gente. Venga, Evandro, ¿quién es
tu socio?
—No me acuerdo.
—Y una mierda, Evandro. Dímelo.
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—¿Está muerto?
Volví al pasillo después de apagar una vela que amenazaba con
prenderle fuego al dormitorio.
—Pues sí. ¿Y tú qué tal estás?
La piel le brillaba a causa del sudor.
—Estoy más bien jodida, Patrick.
No me gustó cómo le sonaba la voz. Era un tono mucho más agudo que
el habitual, y eso no indicaba nada bueno.
—¿Dónde te ha dado?
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Levantó el brazo y pude ver un orificio rojo justo por encima de la cadera
y bajo la caja torácica, un agujero que parecía respirar.
—¿Cómo lo ves?
Apoyó la cabeza contra la jamba de la puerta.
—No demasiado mal —mentí—. Voy a por una toalla.
—Sólo le vi el cuerpo —dijo Angie—. La silueta.
—¿Qué? —Me hice con una toalla del baño y volví al pasillo—. ¿De qué
estás hablando?
—Del cabrón que me disparó. Cuando le devolví el disparo, pude
distinguir su figura. Es un tipo bajo pero corpulento, ¿sabes?
Le presioné la cadera con la toalla.
—Vale, bajito pero cachas. Ya lo he pillado.
Cerró los ojos.
—Gritaba... —farfulló.
—¿Qué? Abre los ojos, Ange. Venga.
Los abrió, sonrió preocupada.
—Pistola... pesa...—dijo.
Se la quité de la mano.
—Ya no pesa, Ange. Necesito que te mantengas despierta mientras...
Se produjo un fuerte ruido en la puerta principal y me asomé al pasillo,
apuntando a Phil y a dos médicos justo cuando entraban en la casa.
Bajé el arma mientras Phil se arrodillaba junto a Angie.
—Oh, Dios mío —exclamó mientras le apartaba a Angie de la frente el
cabello húmedo—. ¿Cariño?
Uno de los médicos dijo:
—Déjenme un poco de espacio.
Me aparté.
—¿Cariño? —gritaba Phil.
A Angie se le abrieron un poco los ojos.
—Hola —dijo.
—Apártese, señor —ordenó el médico—. Apártese ya.
Phil obedeció.
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Para cuando los polis consiguieron aclararse, Angie iba ya por su segunda hora
de intervención quirúrgica.
A Phil lo dejaron marchar a eso de las cuatro, después de llamar al City
Hospital, pero yo tuve que quedarme a dar la cara y explicárselo todo a cuatro
inspectores nerviosos y a un joven ayudante del fiscal del distrito.
El cadáver de Timothy Dunn había sido hallado, desnudo, dentro de un
cubo de basura situado cerca de los columpios del parque Ryan. Se partía de la
base de que Evandro lo hab ía atraído hasta allí haciendo algo lo bastante
sospechoso para llamar su atención, pero no tan evidente como para
representar una amenaza directa o una señal de peligro.
Se encontró una sábana blanca, colgando de una cesta de baloncesto, que
Dunn debió de verla a la fuerza desde su coche sin distintivos. Un hombre al
que le da por colgar una sábana de un aro a las dos de una madrugada gélida
ofrecía motivos de sobra a un poli joven para interesarse por él, pero sin
obligarle a solicitar refuerzos.
La sábana se congeló y se quedó ahí colgando, una mancha blanca en un
cielo gris.
Dunn se acercaba a los escalones del parque cuando Evandro se abalanzó
sobre él desde atrás y le clavó el estilete en la oreja derecha.
El hombre que le disparó a Angie entró por la puerta trasera. Las huellas
de sus zapatos —del número cuarenta y uno— se encontraron diseminadas por
todo el patio, pero desaparecieron al llegar a la avenida Dorchester. Las alarmas
instaladas por Erdham se revelaron inútiles ante el apagón, así que todo lo que
ese tipo tuvo que hacer fue cargarse un cerrojo cutre y entrar.
Ninguno de los dos disparos de Angie alcanz ó su objetivo. Una de las
balas fue a parar a la pared, junto a la puerta. La otra rebot ó en el horno y se
cargó la ventana de encima del fregadero.
Sólo faltaba por explicar lo de Evandro.
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Cuando acaban de matar a uno de los suyos, los polis son una compa ñía
aterradora. La rabia que habitualmente llevan oculta sale a la superficie, y pobre
del infeliz al que detengan en primer lugar.
Esa noche fue aún peor porque Timothy Dunn estaba emparentado con
un prestigioso camarada. Además, el muchacho prometía, era joven e inocente,
le habían quitado el uniforme y lo habían metido en un cubo de basura.
Mientras el inspector Cord —un hombre canoso, de voz amable y ojos
despiadados— me entrevistaba en la cocina, el agente Rogin —un auténtico
toro con apariencia humana— daba vueltas en torno al cadáver de Evandro
abriendo y cerrando los puños.
Tuve la impresión de que el tal Rogin era de los que se meten a poli por
el mismo motivo por el que otros se convierten en carceleros: para dar rienda
suelta a su sadismo de una manera socialmente aceptable.
El cuerpo de Evandro seguía donde yo lo había dejado, desafiando las
leyes de la física y de la gravedad al quedarse de rodillas, con las manos ca ídas
a los lados y mirando al suelo.
Así iba a sobrevenirle el rigor mortis, cosa que estaba cabreando a Rogin.
Se quedó mirando al muerto un buen rato, respirando por la nariz y
balanceando los puños, como si a base de quedarse ahí lo suficiente, mostrando
todas sus capacidades amenazadoras, Evandro fuera a resucitar por unos
momentos para que le pudieran volar la cabeza de nuevo.
Lo cual no sucedió, claro está.
Ante la evidencia, Rogin dio un paso atrás y le dio una patada en la cara
al cadáver.
El cuerpo de Evandro salió disparado hacia atrás y los hombros le
rebotaron contra el suelo. Se le quedó una pierna debajo del tronco, la cabeza se
le torció a la izquierda y los ojos se le quedaron clavados en el horno.
—Rogin, ¿qué cojones haces?
—Pasar el rato, Hughie.
—Voy a tener que incluirlo en el informe —dijo el inspector Cord.
Rogin lo miró de una manera que permitía intuir que no se llevaban bien.
Acto seguido, se encogió espectacularmente de hombros y le lanzó un
escupitajo a Evandro que le fue a parar a la nariz.
—Se lo merece —dijo otro poli—. A ese cabrón habría que matarlo varias
veces.
Se apoderó de la casa un repentino y profundo silencio. Rogin parpadeó
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—Kenzie...
Me di la vuelta para mirar a Bolton.
—Si usted y su socia no son ni civiles ni polis, ¿qué son?
Me encogí de hombros.
—Un par de idiotas que se creen más duros de lo que realmente son.
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—Cuéntaselo, Eric.
Me puso una mano en el hombro y me sonrió, intentando parecer
valeroso.
—La noche en que mataron a Jason, yo estaba con un estudiante. Un
amante. El padre del estudiante en cuestión es un poderoso abogado de
Carolina del Norte y un miembro destacado de la Coalición Cristiana. ¿Qué
crees que hará cuando se entere?
Me quedé mirando la alfombra polvorienta.
—Dar clases es lo único que sé hacer, Patrick. Yo soy mis clases. Sin ellas,
desaparezco.
Le miré y tuve la impresión de que, realmente, estaba desapareciendo
ante mí, desvaneciéndose.
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El cuatrocientos once de la calle Sur era el único edificio vacío de una zona de
estudios de artistas y fabricantes de alfombras, de talleres de costura, traper ías
y galerías de arte a las que sólo se podía acceder con cita previa. La respuesta de
Boston, en sólo dos manzanas, al SoHo neoyorquino.
El cuatrocientos once tenía una altura de cuatro pisos y había sido un
enorme aparcamiento antes de que la ciudad necesitara un equipamiento
semejante. Cambió de manos a finales de los cuarenta y el nuevo propietario lo
convirtió en un centro de esparcimiento para marineros. El primer piso había
sido un bar con sala de billar, el segundo un casino y el tercero una casa de
putas.
Casi siempre lo había conocido vacío, así que nunca supe para qué servía
el cuarto piso hasta que metí el Porsche en un ascensor para coches, subimos los
cuatro pisos oscuros y las puertas se abrieron ante una bolera h úmeda y
polvorienta.
Algunas lámparas colgaban de manera insegura del techo y la mayoría
de los carriles no eran más que pasillos llenos de cascotes. Bolos hechos
fosfatina yacían entre el polvo blanco, y los secadores de manos hacía tiempo
que habían sido arrancados del suelo y, probablemente, vendidos a peso. En
varias de las estanterías se veían todavía algunas bolas, cuyo recorrido podía
discernirse entre el polvo y la roña de un par de canales.
Bubba estaba sentado en una silla en mitad del carril central. Ahí lo
encontramos al salir del coche y del ascensor. La silla aún lucía las tuercas que
la habían mantenido enganchada a algún suelo, pero el cuero de la tapicería
estaba rasgado y el relleno rebosaba del asiento para ir a parar al suelo, a los
pies de Bubba.
—¿De quién es este sitio? —le pregunté.
—De Freddy.
Bebía a morro de una botella de vodka Finlandia. Tenía la cara
abotargada y la mirada ausente, por lo que intuí que andaba por la segunda
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bañada en sudor.
Bubba observó nuestra expresión de estupor y sonrió. Se inclinó hacia
Phil y le dijo:
—Échales un buen vistazo. Así te harás una idea de lo que te puede
pasar a ti, tío mierda.
Mientras Bubba saltaba hacia los carriles en dirección a sus víctimas, le
dije:
—¿Qué, ya los has interrogado?
Negó con la cabeza y echó un trago de vodka.
—Qué va, coño, no sabía qué preguntarles.
—Entonces ¿por qué les has zurrado, Bubba?
Llegó junto a Kevin, se acuclilló y me miró con expresión perturbada.
—Porque me aburría.
Parpadeó y le dio una bofetada a Kevin en la mandíbula. Kevin gritó.
—Dios mío, Patrick —susurró Phil—. Por el amor de Dios...
—Cálmate, Phil —le ordené, aunque también a mí me hervía la sangre.
Bubba se puso al lado de Jack y le atiz ó en la sien de tal manera que el
ruido retumbó por todo el piso, pero Jack no gritó, se limitó a cerrar los ojos un
momento.
—Vale. —Bubba se dio la vuelta y los faldones de la gabardina
revolotearon a su alrededor por un instante. Volvió hacia nosotros haciendo un
ruido considerable con sus botas de combate—. Haz tus preguntas, Patrick.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —quise saber.
Se encogió de hombros.
—Unas horas.
Cogió una bola polvorienta de la repisa y la limpió con la manga.
—Igual deberíamos darles un poco de agua, ¿no crees?
No le sentó bien.
—¿Qué? ¿Estás de broma? —Me rodeó con el brazo y utilizó la bola para
señalármelos—. Patrick, ése es el capullo que os amenazó de muerte a ti y a
Grace. ¿No te acuerdas? Esos dos son los cabronazos que podrían haber parado
todo esto hace un mes, antes de que a Angie le dispararan, antes de que
crucificaran a Kara Rider. Son el enemigo.
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La voz de Jack sonaba tan suave y resignada que Bubba se detuvo por un
momento.
—Si hablas no, Jack —le dije yo.
Me miró como si acabara de reparar en mi presencia.
—¿Sabes en qué te diferencias de tu viejo, Patrick?
Negué con la cabeza.
—En que tu padre estaría lanzando esas bolas en persona. Tú recurres a
la tortura a condición de que otro haga el trabajo sucio. Eres un pobre
desgraciado.
Lo contemplé y, de repente, experimenté la misma ira desquiciada que
había sentido en casa de Grace. ¿Así que ese mafioso irlandés de mierda se
ponía profundo conmigo? ¿Mientras Grace y Mae se escondían en un bunker
del FBI en Nevada o en un sitio así y la carrera de mi novia se iba al carajo?
¿Mientras Kara Rider estaba muerta y enterrada, a Jason Warren lo habían
despedazado, Angie yacía en una cama de hospital y a Tim Dunn lo habían
arrojado desnudo a la basura?
Me había pasado un montón de semanas tragando quina mientras
gentuza como Evandro Arujo y su socio, Hardiman, Jack Rouse y Kevin
Hurlihy sometían a inocentes a su violencia para pasar el rato. Porque
disfrutaban con el dolor ajeno. Porque se lo podían permitir.
De repente, ya no estaba cabreado tan sólo con Jack, Kevin o Hardiman,
sino que lo estaba con cualquiera que practicase la violencia gratuita. Gente que
volaba clínicas abortistas, hacía estallar aviones, exterminaba a familias enteras
y mataba a mujeres que les recordaban a las que los habían rechazado en el
pasado.
En nombre de su dolor. O de sus principios. O de su beneficio.
Pues bueno, ya estaba harto de su violencia, de su odio y de mis propios
códigos de decencia, de todo eso que le hab ía costado la vida a la gente durante
el último mes. Estaba hasta los huevos de todo eso.
Jack me miraba con expresión desafiante y pude sentir como me rugía la
sangre en los oídos. Aún podía escuchar los silbidos de dolor que se le
escapaban a Kevin entre los dientes. Miré a Bubba, vi como le brillaban los ojos
y eso me dio fuerzas.
Me sentí omnipotente.
Mantuve la vista clavada en Jack, saqué la pistola y le aticé a Kevin un
culatazo en los dientes.
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puse la radio para no tener que escuchar las protestas de su cuerpo contra lo
que acababa de presenciar.
Subí el volumen y las ventanillas vibraron mientras la canción de
Sponge, Plowed, salía de los altavoces y me araba el cráneo con sus guitarrazos.
Habían muerto dos hombres y era como si yo mismo hubiese apretado el
gatillo. No eran inocentes. No estaban exentos de culpa. Pero no dejaban de ser
personas.
Phil regresó al coche y le pasé un paquete de pañuelos de papel que tenía
en la guantera y bajé el volumen de la música. Se llevó el pañuelo a los labios y
volvimos a Summer en dirección a Southie.
—¿Por qué se los ha cargado? Nos dijeron lo que queríamos saber.
—Desobedecieron al jefe. Olvídate de los motivos, Phil.
—Pero, joder, se los ha cepillado sin pestañear. El tío saca la pistola, ellos
están atados, yo estoy ahí de pie, mirándoles, y entonces... Mierda... Ni un
sonido, nada, sólo un par de agujeros.
—Phil, presta atención.
Aparqué a un lado del camino, en la oscuridad, junto al Arabian Coffee
Building, y me dediqué a aspirar el aroma del torrefacto para olvidarme del
pestazo a petróleo proveniente de los muelles situados a mi izquierda.
Phil se tapó los ojos con las manos.
—Ay, Dios mío...
—¡Phil! ¡Mírame, hostia!
Bajó las manos.
—¿Qué?
—Eso no ha ocurrido.
—¿Cómo dices?
—Que eso no ha ocurrido. ¿Lo entiendes? —Estaba gritándole y él se
apartó de mí, pero me daba igual—. ¿Quieres morir tú también? ¿Te apetece?
Porque de eso estamos hablando, Phil.
—Joder, ¿yo? ¿Por qué?
—Porque eres un testigo.
—Ya lo sé, pero...
—Métete el pero por donde te quepa. Esto es muy sencillo, Phil. Si sigues
vivo es porque Bubba es incapaz de cargarse a nadie al que yo aprecie. Si sigues
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Dejé el Porsche delante de casa y fui hasta el Crown Victoria, que estaba
aparcado un poco más allá, porque un Porsche del 63 es lo último que se te
ocurriría conducir en un barrio como el mío si quieres pasar desapercibido.
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Phil se quedó de pie junto a la puerta del pasajero y puse mala cara.
—¿Qué pasa? —exclamó.
—Tú no sigues en esto, Phil. A partir de ahora es cosa m ía.
Negó con la cabeza.
—No. Yo estuve casado con ella, Patrick, y ese capullo le peg ó un tiro.
—¿Quieres que te pegue otro a ti, Phil?
Se encogió de hombros.
—¿Crees que no doy la talla?
Asentí.
—Creo que no das la talla, Phil.
—¿Por qué? ¿Por lo de la bolera? Kevin... Crecimos con ese tío. Y fuimos
amigos en tiempos. Vale, no me sentó muy bien que se lo cargaran, pero... ¿Y
Gerry? —Sacó la pistola y metió una bala en la recámara—. Gerry es un cabrón
y hay que matarlo.
Me lo quedé mirando, a ver si se daba cuenta de lo tonto que parec ía con
esos gestos de película de tiros, haciéndose el machote.
Me devolvió la mirada y la pistola empezó a moverse hasta que acabó
apuntándome por encima de la capota del coche.
—¿Y ahora qué, Phil, me vas a disparar?
Tenía el pulso firme. La pistola no se movía ni un milímetro.
—Contéstame, Phil. ¿Me vas a disparar?
—Si no me abres la puerta, Patrick, voy a volar la ventanilla y voy a
subirme al coche te pongas como te pongas.
Me quedé mirando fijamente su pistola.
—Yo también la quiero, Patrick —dijo bajando el arma.
Subí al coche. Phil arañó la ventanilla con la pistola y respiré hondo,
consciente de que era muy capaz de seguirme a pie o de volarme la ventanilla
del Porsche y ponerlo en marcha haciendo un puente.
Así pues, le abrí la puerta.
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Miré a Phil.
—Confirmado. Gerry es el que buscamos.
Phil miró el teléfono que yo tenía en la mano y su cara se convirtió en
una mezcla de náusea y desesperación.
—¿Vienen refuerzos? —preguntó.
—Vienen refuerzos.
Las ventanillas se habían cubierto de vaho y volví a limpiar la mía. Vi
algo oscuro y pesado por el rabillo del ojo, junto a la puerta trasera. Acto
seguido, se abrió la puerta y Gerry Glynn se coló en el interior del coche y me
rodeó con sus brazos mojados.
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me costó nada reconocer: Let It Bleed. Déjalo sangrar. Mira tú qué tema tan
indicado.
—La máquina de discos se pone en marcha de manera automática a los
dos minutos de que yo cruce la puerta —explicó Gerry—. Lamento haberos
asustado.
—No pasa nada —dije.
—¿Estás bien, Phil?
—¿Cómo? —Tenía los ojos del tamaño de un par de tapacubos—. Sí,
estoy bien. ¿Por qué lo preguntas?
Gerry se encogió de hombros.
—Te noto un poco tenso.
—No —negó Phil meneando la cabeza en exceso—. ¿Tenso yo? Ni
hablar. —Nos dedicó a ambos una ancha, aunque triste, sonrisa—. Estoy
fenomenal, Gerry.
—Vale, vale —dijo Gerry.
Sonrió a su vez y me lanzó otra mirada curiosa.
«Este hombre mata a gente —susurró una voz—. Para pasar el rato. A
docenas de personas.»
—¿Qué, alguna novedad? —inquirió Gerry.
«Mata», susurró la voz.
—¿Cómo dices? —repuse.
—¿Alguna novedad? —repitió Gerry—. Aparte de lo del tiroteo de
anoche, claro está.
«Disecciona a la gente —silbaba la voz—, mientras todavía están vivos. Y
gritando.»
—No —conseguí decir—. Aparte de eso, todo ha sido de lo más normal.
Se echó a reír.
—Es increíble que aún andes por ahí, Patrick, con la vida que llevas.
«Suplican. Y él se ríe. Imploran. Y él se ríe. Este hombre, Patrick. Este
hombre de la sonrisa franca y los ojos nobles.»
—La suerte de los irlandeses —dije.
—Ya me la conozco. —Levantó el vaso de Jameson, me guiñó un ojo y se
lo bebió—. Phil —dijo mientras se servía otro trago—, ¿en qué andas
últimamente?
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—No, Ger. —Sonrió y extendió las manos—. S ólo miraba ese cuenco de
perro que hay en el suelo. La comida se ve humedecida, como si Patton se la
hubiera estado zampando. ¿Seguro que está arriba?
Pretendía parecer un simple comentario. Seguro que eso era lo que
pretendía Phil. Pero no sonó así de ninguna de las maneras.
La dulzura de los ojos de Gerry desapareció en un pozo negro y frío, y
me miró como si yo fuera un ácaro bajo el microscopio.
Supe en ese momento que se había acabado el disimulo.
Me llevé la mano a la pistola mientras Gerry se agachaba tras la barra y
unos neumáticos chirriaban en el exterior.
Phil seguía congelado cuando Gerry gritó:
—¡Yago!
Que no era tan sólo el nombre de un personaje de Shakespeare, sino un
código de ataque.
Había sacado la pistola del cinturón cuando Patton emergió de la
oscuridad. En la mano de Gerry brillaba una navaja.
Phil dijo.
—Oh, no. No.
Y se agachó.
Patton saltó por encima de él y vino hacia mí. Gerry me lanzó una
cuchillada y yo me eché hacia atrás mientras me rajaba la mejilla y Patton se
lanzaba en tromba sobre mí, derribándome del taburete.
—¡No, Gerry! ¡No! —gritaba Phil con la mano atascada en el cinturón, en
busca de la pistola.
Al perro le rebotaron los dientes en mi frente y prefirió lanzarse a por mi
ojo derecho.
Alguien chilló.
Agarré a Patton del cuello con la mano libre y el ruido que hizo fue una
mezcla salvaje de gritos y ladridos. Le estruj é la garganta, pero se me resbaló la
mano por su cuello peludo y el bicho volvió a arrojarse sobre mi cara.
Le apoyé el arma en la tripa mientras él me pateaba el brazo, y cuando
apreté el gatillo —dos veces—, se le fue la cabeza hacia atrás, como si alguien
acabara de pronunciar su nombre. Luego se agitó, se puso a temblar y soltó un
quejido. La carne se le ablandó entre mis manos mientras se inclinaba a la
derecha y se desplomaba contra la hilera de taburetes.
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Me incorporé y disparé seis veces contra los espejos y las botellas que
había detrás de la barra, pero Gerry ya no estaba allí.
Phil, tirado en el suelo, junto a su taburete, se llevaba las manos a la
garganta.
La puerta del local se salió de quicio mientras yo me arrastraba hasta
Phil. Oí como Devin gritaba.
—¡No disparéis! ¡No disparéis! Que son de los buenos.
Acto seguido, añadió:
—¡Tira la pistola, Kenzie!
Me tumbé en el suelo junto a Phil.
La mayor parte de la sangre le salía de la parte derecha de la garganta,
donde Gerry le había hendido la navaja primero antes de fabricarle una sonrisa
al otro lado.
—¡Una ambulancia! —bramé—. ¡Necesitamos una ambulancia!
Phil me miró, confuso, mientras la brillante sangre se desparramaba
entre sus dedos.
Devin me alcanzó un trapo de cocina y lo sostuve contra la garganta de
Phil mientras le apretaba el cuello con las manos.
—Mierda —dijo.
—No hables, Phil.
—Mierda —repitió.
Se le veía la derrota en los ojos, como si llevara esperando algo así desde
que nació, como si supiera que hay quien nace para triunfar y hay quien nace
para fracasar y siempre hubiera sabido que acabaría tirado en el suelo de un bar
alguna noche, envuelto en el pestazo a cerveza que impregnaba las baldosas, y
degollado.
Intentó sonreír y se le saltaron las lágrimas, que se le deslizaron por las
sienes para perderse en su cabello oscuro.
—Te pondrás bien, Phil —le aseguré.
—Ya lo sé —dijo.
Y murió.
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Gerry había salido corriendo hacia la bodega, desde donde pasó al edificio de al
lado, y salió por la puerta de atrás como había hecho la noche en que disparó a
Angie. Se subió a su Gran Torino, que estaba en el callej ón de detrás del bar, y
salió disparado hacia la avenida Crescent.
Casi chocó con un vehículo policial mientras salía pitando del callejón
hacia Crescent y, al llegar a la avenida Dorchester, ya llevaba cuatro coches de
policía detrás.
Otros dos vehículos policiales y un Lincoln del FBI aparecieron por la
avenida y formaron una barricada en la esquina con la calle Harborview
mientras el automóvil de Gerry se deslizaba sobre el hielo en su dirección.
Gerry dio un volantazo ante el parque Ryan y se subió a las escaleras de
entrada, que estaban tan heladas que se hab ían convertido prácticamente en
una rampa.
Resbaló en medio del parque de juegos mientras los polis y los federales
bajaban de sus coches y le apuntaban con sus armas. Gerry bajó del vehículo,
abrió el maletero y sacó de allí a sus rehenes.
Uno de ellos era una chica de veintiún años llamada Danielle Rawson,
que había desaparecido de la casa de sus padres en Reading esa misma mañana.
El otro era su hijo de dos años, Campbell.
Cuando Gerry sacó a Danielle del maletero, resultó que la mujer llevaba
enganchado a la cabeza con cinta eléctrica un naranjero de doce balas.
Gerry metió a Campbell en la mochila que llevaba Danielle cuando los
secuestró a ambos y se puso al pequeño a la espalda.
Los dos habían sido drogados y sólo Danielle recuperó la conciencia
cuando Gerry puso el dedo en torno al gatillo del rifle y la roció con gasolina.
Luego se empapó a sí mismo y trazó un círculo en el hielo, con más gasolina,
alrededor de los tres.
A continuación, Gerry preguntó por mí.
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Yo seguía en el bar.
Estaba de rodillas, junto al cuerpo de Phil, llorando encima de él,
quedándome sin respiración mientras abrazaba el cadáver de mi viejo amigo y
sentía que cada vez me quedaban menos cosas en este mundo que me ayudaran
a entender qué hacía en él.
—Phil —dije.
Y enterré el rostro en su pecho.
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—Sí —respondí con una voz que no me parecía la mía, pues carecía de
vida—. Por supuesto.
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—Enhorabuena.
Tiró del fusil y las rodillas de Danielle Rawson se separaron del hielo.
—¿Te parece divertido? —me preguntó Gerry mientras rodeaba con el
dedo el gatillo del arma.
—No —contesté—. Estoy muy apático.
Algo más allá del maletero del coche, vi como un trozo de verja se
inclinaba en la oscuridad y se abría en ella un hueco. Luego la verja recuperó su
posición habitual y el hueco desapareció.
—¿Apático? —comentó Gerry—. ¿Sabes qué, Pat? Vamos a ver lo apático
que estás. —Se echó la mano a la espalda y puso al pequeño a la vista,
sosteniéndolo por la ropa—. Pesa menos que algunas de las piedras que he
tirado.
El niño seguía drogado. Puede, incluso, que estuviera muerto. Tenía los
párpados cerrados, como si le doliera algo, y la cabeza cubierta de rizos
dorados. Parecía más suave que una almohada.
Danielle Rawson miró a su hijo y empezó a darle cabezazos a Gerry en
las rodillas, mientras la cinta que le cubría la boca ahogaba sus gritos.
—¿Te vas a cargar al crío, Gerry?
—Claro —respondió—. ¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—Me da igual. No es mío.
A Danielle se le desorbitaron los ojos, que me lanzaron una maldición.
—Estás acabado, Pat.
Asentí.
—Ya no me queda nada, Gerry.
—Saca la pistola, Pat.
Obedecí, dispuesto a lanzarla a la nieve congelada.
—No, no —dijo Gerry—. No la sueltes.
—¿Que no la suelte?
—Ni hablar. Es más, pon una bala en la recámara y apúntame. Venga,
hombre, que nos divertiremos.
Hice lo que me pedía. Extendí el brazo y le apunté a la frente.
—Mucho mejor —dijo—. Lamento haberos amargado la vida a todos.
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planes para la vida de Brendan y él me los jodio. Puede que Dios hubiera hecho
planes para Kara Rider, pero también tuvo que cambiarlos, ¿no?
—¿Y Hardiman? —pregunté—. ¿Qué pintaba en esto?
—¿No te comentó su encuentro infantil con las abejas?
—Sí.
—Pues no se trataba de abejas. A Alec le gusta embellecer las cosas. Yo
estaba allí y eran mosquitos. Desapareció en una nube de insectos, y cuando
reapareció, me di cuenta de que había perdido la marca de la conciencia. —
Sonrió, y vi en sus ojos la nube de bichos y el lago oscuro—. Bueno, pues
después de eso, Alec y yo establecimos una relación maestro-alumno que con el
tiempo fue a más.
—¿Y él, qué, fue voluntariamente a la cárcel para protegerte?
Gerry se encogió de hombros.
—La cárcel no significaba nada para alguien como Alec. Su libertad es
total, Patrick. Está en su mente. Los barrotes no pueden aprisionarla. Es más
libre entre rejas de lo que lo es mucha gente que no está encerrada.
—¿Y por qué castigar a Diandra Warren por enviarlo a prisión?
Puso mala cara.
—Humilló a Alec. Durante el juicio. Creía que podría explicar a un
jurado de borricos cómo era él. Fue algo insultante.
—Entonces, todo esto... —barrí con el brazo el aire que nos envolvía— es
una venganza tuya y de Alec contra... ¿quién, exactamente?
—Se dice «en contra de quién» —me corrigió, volviendo a sonreír.
—¿En contra de Dios? —pregunté.
—Eso es un poco simplista, pero si es lo que le vas a tener que explicar a
la prensa cuando yo la diñe, pues adelante, Patrick.
—¿Vas a morir, Gerry? ¿Cuándo?
—En cuanto te decidas a actuar, Patrick. Tú me matarás. —Señaló con la
cabeza hacia la policía—. O ellos lo harán.
—¿Y qué pasa con los rehenes, Gerry?
—Uno de ellos morirá. Como mínimo. No puedes salvarlos a los dos,
Patrick. No puede ser. Asúmelo.
—Ya lo he hecho.
Danielle Rawson me estudió para ver si estaba bromeando, y le aguanté
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EPÍL OGO
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entrar en tu vida.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—¿Puedo hablar con ella? ¿Decirle adiós?
—No lo veo conveniente. Para ninguno de los dos. —Se le quebró la
voz—. A veces es mejor dejar que las cosas se olviden.
Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el teléfono un momento.
—Grace, yo...
—Tengo que colgar, Patrick. Cuídate. De verdad. Y no permitas que ese
trabajo te destruya, ¿vale?
—Vale.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo, Grace. Yo...
—Adiós, Patrick.
—Adiós.
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Patrick:
Esto es muy bonito. ¿Qué crees que estarán decidiendo los tíos que
hay en este edificio sobre mi vida y mi cuerpo? Por aquí, los hombres no
paran de pellizcarnos el culo a las chicas, y un d ía de éstos me voy a hartar y
voy a protagonizar un incidente diplomático. Mañana me voy a la Toscana.
Y luego, ¿quién sabe? Renee te envía saludos. Dice que no te preocupes por
la barba, que ella siempre ha pensado que te sentar ía la mar de bien. Cosas
de mi hermanita. Cuídate.
Te echo de menos.
Ange
Te echo de menos.
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Nochebuena, 19:30
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fundirse y desaparecer.
Avanzó inseguramente un paso y yo hice lo propio para compensar.
De repente, la estaba abrazando mientras gruesos copos de nieve nos
caían encima.
El invierno, el de verdad, ya había llegado.
—Te echaba de menos —dijo pegando su cuerpo al mío.
—Yo a ti también —reconocí.
Me dio un beso en la mejilla, me pasó la mano por el pelo y me miró
unos largos instantes mientras la nieve se le acumulaba en las pestañas.
Inclinó la cabeza.
—Y le echo de menos a él. Mucho.
—Yo también.
Cuando levantó la cabeza, tenía la cara húmeda y no supe si era por la
nieve o no.
—¿Algún plan para Navidad? —preguntó.
—Lo que tú digas.
Se secó el ojo izquierdo.
—Me gustaría quedarme contigo, Patrick. ¿Te parece bien?
—Es la mejor oferta que he recibido este año, Ange.
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Me encogí de hombros.
—No lo sé.
Bebimos un poco de chocolate mientras el locutor informaba de la
petición del alcalde en cuanto al endurecimiento de las leyes sobre armas de
fuego y de la del gobernador sobre el cumplimiento de las órdenes de
alejamiento. Todo para que no entrara en otra tienda otro Eddie Brewer en el
peor momento, para que otra Laura Stiles pudiera romper con el matón de su
novio sin miedo a morir y para que los James Fahey de este mundo dejaran de
aterrorizarnos.
Todo para que, algún día, nuestra ciudad fuese tan segura como el Edén
antes de su caída y para que nuestras vidas no dependieran del azar y de las
personas dañinas.
—Vamos al salón —dijo Angie— y apaguemos la radio.
Extendió la mano y se la estreché en la cocina a oscuras, mientras la nieve
pintaba de blanco la ventana, y la seguí por el pasillo hasta el salón.
Eddie Brewer seguía igual: en coma.
La ciudad, dijo el locutor, estaba a la expectativa. La ciudad, nos aseguró
el locutor, contenía la respiración.
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AGR AD EC IMIENT OS
Por leer, responder y/o publicar el manuscrito (así como por dar
respuesta a preguntas aún más estúpidas), doy las gracias a Ann Rittenberg,
Claire Wachtel, Chris, Gerry, Susan y Sheila.
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