Materia Celeste - Richard Garfinkle

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Mil

años después de Alejandro Magno, el Imperio Griego se ha expandido


por el mundo con la ayuda de la tecnología más avanzada. Alcanzará el
completo dominio del planeta, si logra ganar la guerra que le enfrenta al
Reino Medio de la antigua civilización china.
El científico Ayax, comandante de la nave celeste Lágrima de Chandra, se
prepara para embarcarse en una misión secreta al Sol, con la intención de
robar un trozo del elemento más puro: el fuego. Esta porción definitiva de
materia celeste será la base de un arma capaz de acabar por fin con la
guerra que enfrenta al Imperio Griego con los taoístas del Lejano Oriente.
Una novela de ciencia ficción como la podría haber escrito (es un decir…)
uno de los antiguos griegos, conocedor de la astronomía de Ptolomeo, de la
física y la biología de Aristóteles, y de la ingeniería de Arquímedes. Una
novela de ciencia ficción «dura» para uso de humanistas.

Obra galardonada con el premio COMPTON CROOK a la mejor primera novela.

«Richard Garfinkle ha llevado las implicaciones de la ciencia de los


antiguos griegos a sus extremos lógicos en una novela de ciencia ficción
“dura” de sorprendentes dimensiones… Rigurosamente concebida y
ejecutada, MATERIA CELESTE dejará a todos los amantes de la ficción
especulativa con suficiente —quizás incluso sobrante— humor sanguíneo».

THE MAGAZINE OF FANTASY AND SCIENCE FICTION

«Es ciencia ficción “dura”, con una diferencia: que las ciencias son la astronomía
ptolmeica y la física y la biología aristotélicas. Garfinkle desarrolla las implicaciones
inherentes a ellas tan rigurosamente como cualquier otro escritor pueda haberlo hecho
con la mecánica cuántica. También elabora esas especulaciones de manera muy
entretenida, encajándolas en una animada trama llena de personajes vivos y bien
diferenciados. No encontrarán nada parecido a esto. ¡Disfrútenlo!».

Harry Turtledove

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Richard Garfinkle

Materia celeste
ePub r1.0
Titivillus 10.12.17

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Título original: Celestial Matters
Richard Garfinkle, 1996
Traducción: Rafael Marín Trechera

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRESENTACIÓN
Me complace presentarles una sorprendente y maravillosa novela de ciencia
ficción «dura» para uso de humanistas. Efectivamente, esta vez se trata de una
ciencia ficción que especula con las consecuencias de una ciencia que, posiblemente,
esté más cerca de los saberes de los humanistas que de los físicos de hoy.
Vaya por delante mi escasa aceptación del calificativo «humanista» (aunque yo
mismo sea el responsable y coordinador académico de un programa de doctorado en
la Universidad Politécnica de Cataluña que se denomina, precisamente,
«Sostenibilidad, tecnología y humanismo»). Ello es así por cuanto, cada vez que se
intenta contraponer la tecnociencia con el humanismo, me siento un tanto extraño y
sorprendido. ¿Es que la matemática no es humana y fue tal vez inventada por las
ratas? ¿Es que la ingeniería es una actividad que hemos aprendido de los
marcianos?
En realidad, para algunos paleontólogos y antropólogos actuales es,
precisamente, el interés por la tecnología lo que acabó desencadenando en un
chimpancé mutante el proceso llamado de hominización. Aunque algunos resultados
tecnocientíficos actuales nos dejen insatisfechos son, y eso es indudable,
esencialmente humanos. Mal que nos pese.
Pero desde que C. P. Snow denunciara, allá en el lejano 1959, el problema de las
dos culturas parece que humanismo ha de contraponerse a tecnociencia, aun cuando
ambos son, simplemente, manifestaciones del amplio campo de intereses de lo
humano. En realidad, el problema de las dos culturas (la de «ciencias» y la de
«letras» en la vieja denominación) no se ha arreglado en absoluto y, ahora, Snow
podría hablar muy bien de mil culturas dado el peso creciente de la especialización
en la organización y, sobre todo, la enseñanza de nuestros saberes a las generaciones
venideras.
Pero éste no es el discurso que ahora corresponde, aun cuando siempre es
posible defender la ciencia ficción como un puente entre las dos culturas clásicas: un
arte narrativo que pertenecería claramente al campo de las «letras», basado en
temas y especulaciones de raíz científica. Ahora de lo que se trata es de saludar con
alborozo una inteligente novela de ciencia ficción «dura», de esas basadas
rigurosamente en la ciencia, siempre y cuando se acepte que esa ciencia pueda ser la
astronomía de Ptolomeo, la física y la biología de Aristóteles o la ingeniería de
Arquímedes.
Richard Garfinkle es un nuevo autor llegado al género que sorprendió a todos
con una primera novela como MATERIA CELESTE que hoy me enorgullece presentar.
Como no podía ser menos, obtuvo el Compton Crook Award a la mejor primera
novela del año, pero fue quinta en la clasificación que establecemos cada año los
lectores de la influyente revista LOCUS y, posiblemente, me habría pasado

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desapercibida si no fuera por la atención que le han prestado buenos amigos de cuya
opinión suelo fiarme: Pedro Jorge Romero y Luis Fonseca.
Realmente el ritmo y la cantidad de producción de la ciencia ficción es hoy de tal
volumen que se hace difícil descubrir dónde pueden estar los nuevos referentes y, en
definitiva, las mejores ideas. Personalmente, en los últimos años, suelo interesarme
mucho por las especulaciones (generalmente escritas por mujeres) con sociedades en
las que, por decirlo de manera políticamente correcta, el reparto de poder entre los
dos géneros es distinto del que se da en nuestra sociedad. Aunque sé que,
desgraciadamente, el lector español de ciencia ficción no suele interesarse por ese
tipo de libros y que no premia con su atención a novelas verdaderamente
maravillosas como RESTOS DE POBLACIÓN de Elizabeth Moon (1998, NOVA número
115), MENDIGOS EN ESPAÑA de Nancy Kress (1996, NOVA número 89), o LA PUERTA AL
PAÍS DE LAS MUJERES de Sheri S. Tepper (1994, NOVA número 69).
Por ello, teniendo en cuenta que no se puede leer todo lo que aparece (el tiempo
no se dilata fuera de las novelas de ciencia ficción…), además de lo que ya leo
espontáneamente por gusto e interés personal, completo mis lecturas acudiendo a los
criterios de editores de los que me fío (David G. Hartwell, el editor estadounidense
de esta obra de Garfinkle, es uno de ellos), a los comentarios de especialistas de fiar
como algunos de los críticos de LOCUS y, también, de gente más cercana de sólidos
conocimientos y probado buen gusto «cienciaficcionístico» como Jorge y Fonseca ya
citados.
Por eso, y como estoy convencido de que una novela que me ha gustado mucho
como MATERIA CELESTE podría habérseme pasado por alto si no fuera por gente
como ellos, me decido a transcribir aquí el comentario que Pedro Jorge Romero
hacía, hace ya unos años, en BEM (número 61, febrero-marzo de 1998), y hoy
disponible en su página web[1]: http://pjorge.com/1998/02/

Mil años después de la muerte de Alejandro, a los 70 años y en la cumbre de su


poder, la Liga de Délos, comandada por Atenas y Esparta, ha conquistado el mundo.
Las ciudades griegas se extienden por toda la tierra uniendo a todas las razas. La
Academia, expurgada de todo platonismo por Aristóteles, ha conocido un desarrollo
científico extraordinario, confirmando todas las ideas del estagirita y Tolomeo, y
ayuda activamente en el proceso bélico. La generación espontánea permite la
producción de comida en el frente de batalla y el conocimiento exacto de las
propiedades de los cuatro elementos y la música de las esferas permite que las naves
aéreas no sólo dominen los cielos de la Tierra sino que también se aventuren hasta
Selene y más allá. Sólo hay un problema, el Imperio Chino, con su misteriosa ciencia
taoísta totalmente incomprensible para los griegos y basada en extraños conceptos y
corrientes, se resiste a la conquista y la guerra amenaza ya con hacerse eterna. Pero
los jefes de la Liga han concebido un plan genial: una nave aérea viajará hasta la

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esfera de Helios, el sol, y robará algo de su sustancia para arrojarla sobre la capital
del Imperio Chino y acabar así con la guerra. Cosa que los chinos, por supuesto, no
están dispuestos a consentir.
Hay veces en que uno lee el planteamiento de una novela de ciencia ficción y
sabe que debe leerla entera. Aunque se da fuera del género, es una situación muy
característica de la ciencia ficción. Uno lee la premisa inicial y siente esa
combinación de sorpresa, ¿cómo se le habrá ocurrido esto?, e incredulidad, ¿cómo va
a resolver semejante situación?, que te impulsa a sumergirte inmediatamente en la
narración. Curiosamente, pero no es tan de extrañar, es una característica que
comparten habitualmente la ciencia ficción llamada «dura», la que sigue con todo
rigor ciencias como la física y la biología, y las ucronías, cuando conciben algún
cambio en la historia y elucubran a partir de él. En ambos casos sentimos ese
cosquilleo intelectual que nos obliga a saber más sobre una situación intrigante. En el
primer caso, tenemos por ejemplo la posibilidad de la existencia de los taquiones y la
novela CRONOPAISAJE, y en el segundo la posibilidad de que la Armada Invencible
hubiese triunfado en PAVANA.
MATERIA CELESTE de Richard Garfinkle es en ese aspecto más interesante aún, al
encontrarse en un punto intermedio entre esas dos obras. Es una ucronía en el sentido
en que describe acontecimientos históricos que nunca tuvieron lugar, pero lo hace, a
la manera de la ciencia ficción dura, en un universo que se rige por las leyes de la
ciencia griega, en el que realmente hay cuatro elementos, en el que las esferas rigen el
movimiento de los astros (y la Tierra, por supuesto, ocupa el centro del universo) y en
el que la materia celestial realmente tiene propiedades completamente diferentes a la
materia terrestre (lo que permite construir las naves aéreas, que fueron originalmente
desarrolladas para contrarrestar las cometas de batalla de los chinos).
Toda la novela está contada en primera persona por Ayax, graduado de la
Academia en Pirología y Uranología. Empieza relatando cómo, siendo comandante
de la nave celeste Lágrima de Chandra, disfrutando de unas vacaciones que recorren
el mundo mediterráneo y permiten al lector descubrir cómo es una ciudad griega
moderna, sufrió un intento de asesinato por parte de los chinos y se le asignó como
guardaespaldas a la capitana Liebre Amarilla, una feroz mujer de las lejanas ciudades
xeroki graduada en Esparta. Las sospechas sobre el intento de asesinato recaen
inmediatamente en Ramonojon (que actúa de forma extraña al haberse convertido
secretamente al budismo, la única religión no permitida en la Liga), que a su vez
acusa a Mihradario, el hombre que debe diseñar la red para atrapar el fuego del Sol,
de estar saboteando todo el proyecto. ¿Quién dice la verdad? Lo que sigue a
continuación es una historia de aventuras en la que se pone en marcha la operación
Ladrón Solar, mientras se van desgranando las consecuencias lógicas de la ciencia
griega e incluso se acaba descubriendo una posible síntesis con la ciencia taoísta. Hay
motines, sabotajes, luchas de poder y un final que parecía imposible y que sin
embargo es perfectamente lógico (y se refiere a algo que sí sucedió en la Tierra).

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No voy a decir que MATERIA CELESTE sea una novela perfecta. Tiene muchos de
los defectos de una primera obra y en ocasiones el ritmo narrativo se resiente. Pero en
pocas ocasiones un autor de ciencia ficción ha demostrado tanto valor a la hora de
plantear su obra, y en pocas ocasiones el resultado ha sido tan estimulante
intelectualmente (especialmente para los que admiramos la civilización griega). Se
habla a menudo de la inventiva de los autores del género, de la forma en que dan vida
a un mundo completamente extraño. Pero Richard Garfinkle da vida a un mundo más
extraño que cualquier mundo extraterrestre, un mundo que existió y en el que la gente
creía realmente estar en continua comunicación con los dioses (como sucede a
menudo en la novela, cuando los dioses intervienen para dar consejos, nunca para
actuar) o que la materia estaba formada por cuatro elementos. Es simultáneamente un
homenaje a toda una civilización que pudo quizá haber conquistado el mundo, una
elucubración sobre un concepto fascinante y, en el fondo, un comentario sobre
nuestro propio mundo.
MATERIA CELESTE pertenece a esa tradición dentro del género que sabe usar la
literatura para la exposición de conceptos intrigantes. La continua aparición de
novelas como ésta demuestra que la ciencia ficción está lejos de haber perdido su
capacidad imaginativa y el viejo sentido de la maravilla.

Aclararé que he castellanizado los nombres citados por Jorge, como hemos
hecho en nuestra edición de la novela, siguiendo la recomendación del traductor. Por
cierto, el traductor, Rafael Marín, me mostró su extrañeza de que, en el siglo VI de
nuestra era, se hablara en el original de la novela de millas y pies como unidades de
longitud y sugería dejarlo así. Al final, el corrector de estilo (de quien la práctica
editorial tradicional quiere que siempre ignoremos su nombre…) ha pensado que
sería mejor pasarlo a nuestros metros y kilómetros y así ha quedado. Tal como suele
decirse, los designios de Alá (y de los correctores de estilo…) son inescrutables.
Y nada más. Afortunadamente el buen criterio de amigos y especialistas me ha
hecho redescubrir esta primera novela de Richard Garfinkle y, tal como dice Harry
Turtledove (uno de los mejores historiadores reconvertidos en autor de ciencia
ficción), la he disfrutado. Pero disiento de Turtledove cuando dice que «no hay nada
parecido a esto». Sí lo hay, y hace poco lo publicábamos en NOVA, aunque, para su
desgracia, Turtledove no lo conoce. Se trata de EL MITO DE ER, la novela que obtuvo
la mención especial del jurado en la edición de 2001 del Premio UPC de Ciencia
Ficción (NOVA, número 149). La escribió Javier Negrete, quien sabe de la antigua
Grecia tanto o más que Garfinkle, a partir de la hipótesis de que Alejandro Magno
no muriera a los 33 años y que cinco años después emprendiera un peligroso periplo
hacia el polo Norte, precisamente allí donde la esfera de la Tierra se une a la de los
cielos.
Lo dicho, ucronías, ciencia alternativa, sociedades surgidas de nuestra propia
historia, uno de los mayores y mejores frutos de la más inteligente ciencia ficción de

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nuestros días. Es un verdadero orgullo publicar MATERIA CELESTE en NOVA. Que
ustedes lo disfruten.

MIQUEL BARCELÓ

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α
Suplico a Apolo de los poetas y a las musas. Les pido que bendigan con sus dones a
este pobre científico, para que pueda, en su honor, embellecer el relato que debo
contar, y a la vez no decir más que la verdad.
Pero perdonadme, oh dioses, no es adecuado que honre a Apolo con mi voz y
deshonre a su padre, Zeus, dios de la hospitalidad, con el anonimato. Por tanto, os
digo que mi nombre es Ayax, que nací en la ciudad de Tiro en el año 935 tras la
fundación de la Liga Délica y que mis antepasados son honorables, ya que mi madre
era hija de una gran casa de mercaderes fenicios y mi padre un general espartano que
en su juventud dirigió ejércitos y en su madurez sirvió como gobernador militar de
muchas ciudades-estado dentro de la Liga.
En cuanto a mis méritos personales, me gradué a la edad de veinte años en la
Academia de Atenas y en los veintitrés transcurridos desde entonces he servido en la
Liga como erudito en los campos de la pirología y la uranología y, más
recientemente, en el puesto de comandante científico de la nave celestial Lágrima de
Chandra. En ese navío supervisé la investigación, creación y puesta en marcha del
Proyecto Ladrón Solar. A causa de mis acciones en el desempeño de ese cargo soy
ahora requerido y libremente me entrego a mí mismo y entrego mi historia a los
dioses para que éstos juzguen.
Una vez más me postro ante Fobos y los Nueve que lo siguen, y ofrezco plegarias
por su auxilio. Con su ayuda y vuestra indulgencia, por tanto, permitidme que
comience mi relato durante el último periodo de paz de mi vida, el último tramo de
existencia agradable que los Hados me concedieron antes de agarrar el hilo de mi
existencia.
Tres años estuve al mando de la Lágrima de Chandra, y durante ese tiempo mis
subordinados y yo conseguimos, mediante el trabajo de nuestras mentes y los
experimentos de nuestras manos, que el Proyecto Ladrón Solar pasara de ser una
posibilidad teórica a convertirse en una incipiente realidad. Al final de esos tres años,
podíamos en efecto tejer materia celeste extraída de los planetas interiores y
convertirla en una red solar. Creíamos y esperábamos poder utilizar esa red para
capturar una porción del fuego celeste de Helios.
Pero las especificaciones exactas de la red solar todavía requerían una gran
cantidad de pacientes cálculos y experimentos que sólo podían ser realizados por
Mihradario, mi uranólogo jefe. No podía hacerse ningún otro progreso hasta que
termináramos esa parte del proyecto. Cuando le planteé el asunto, Mihradario pasó
unos minutos en silenciosa meditación, y luego declaró confiadamente que podría
terminar el trabajo en un mes.
Así, para nuestra sorpresa, junto con mis otros dos subordinados, Cleón,
navegante celeste jefe de la Lágrima de Chandra, y Ramonojon, el dinamicista jefe,
nos encontramos sin nada que hacer durante treinta días. Cada uno decidió

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aprovechar este inesperado regalo de tiempo para disfrutar de un permiso.
De los mil días que habían pasado desde que mi tripulación se reuniera por
primera vez en la Lágrima de Chandra, ninguno de nosotros había pasado más de
diez en la Tierra. No sé cómo se sentían los otros, pero yo había llegado a soñar con
caminar de nuevo sobre el terreno estacionario de Gea, tumbar mi cuerpo en su
pacífica superficie vegetal y disfrutar de la quietud de ese globo estático que se
encuentra en el centro del cosmos en incesante movimiento.
Envié mensajes a la Tierra solicitando permiso a la burocracia ateniense, el alto
mando militar espartano y los arcontes de Délos para que los tres pudiéramos
disfrutar de un mes de vacaciones. Ambos arcontes dieron su permiso sin
comentarios. Los espartanos no pusieron ninguna objeción, ya que la Lágrima de
Chandra seguiría guiada por su comandante militar, mi amigo y compañero Jasón.
Sabían, como yo, que la firme mano de ese sabio oficial aseguraría que el proyecto
avanzara con firmeza y seguridad. Pero los burócratas de Atenas fueron otra cuestión.
No suponía para ellos un problema que Cleón y Ramonojon se tomaran un tiempo
libre, pero para sus pedantes mentes un comandante tenía que quedarse en su nave.
Durante cuatro días las cápsulas de mensajes fueron y vinieron volando entre la
Lágrima de Chandra y Atenas, transportando mis argumentos y sus réplicas.
Finalmente cedieron cuando amenacé con cursar una protesta ante los arcontes y el
preboste de la Academia. Di a entender que habría consecuencias terribles para sus
carreras e insinué que tenía un grado de influencia con aquellos que ostentaban el
poder que, en realidad, no estaba seguro de tener. Mi farol funcionó, pero a pesar de
todo los burócratas insistieron en que encontrara un modo de compensar mi ausencia.
A regañadientes me ofrecí a dar una serie de conferencias por algunas de las
ciudades-estado del Mediterráneo para equilibrar el coste de mi mes de descanso.
Zanjada esa cuestión, Cleón, Ramonojon y yo despejamos nuestras mesas de
papeles y nos preparamos para partir. Desembarcaríamos de la nave en el muelle
celeste de Creta y volveríamos a bordo un mes más tarde desde el puerto de Atenas.
Pensé en celebrar una ceremonia formal de partida, durante la cual entregaría
explícitamente el mando científico de la Lágrima de Chandra a Mihradario, que era
el segundo en la cadena de mando. Pero tras reflexionar decidí que una ceremonia
formal de despedida con las oraciones, sacrificios y augurios de rigor haría que la
tripulación fuera demasiado consciente de mi ausencia y se preocupara sin motivo.
No obstante, tampoco quería desaparecer sin más de mi propia nave como un ladrón
furtivo, así que la noche anterior a mi regreso a la Tierra hice que se preparara un
festín en la comisaría de la nave.
Los cocineros esclavos hicieron un trabajo maravilloso con la preparación del
banquete, cuyo plato principal era un cordero asado entero, y aliñado generosamente
con aceite de oliva y orégano y acompañado de pan de cebada recién salido de los
hornos de la nave; también se sirvieron verduras frescas traídas de todo el mundo y
pastelitos de miel rellenos de dátiles. Por su parte, el propio Mihradario trajo algunas

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vasijas de vino persa que habían envejecido durante muchos años en las posesiones
de su familia, cerca de Persépolis. Rompió el sello de una cosecha de oscuro tinto y
dejó que el fuerte aroma escapara deliciosamente de la vasija de barro; luego sirvió y
mezcló el vino con agua e hizo un brindis felicitándome por haber llevado el Ladrón
Solar tan cerca del éxito final.
Toda la escena está grabada en mi corazón con perfecta claridad; recuerdo la
postura erguida y aristocrática de Mihradario, su ondulante túnica de sabio ateniense
y su mano derecha mientras alzaba la escudilla de vino. Los últimos rayos del sol
destellaron en el líquido escarlata oscuro mientras el brillo plateado que surgía de la
cubierta de la nave hacía destacar el dibujo de la negra figura de Mitra en la parte
inferior del vaso.
—Por Ayax de Atenas —dijo Mihradario, y su voz resonó claramente en el
límpido aire de ochocientos kilómetros de altura—. Comandante, que disfrutes de tu
descanso después de tan largos trabajos.
Incliné la cabeza en agradecimiento y los doscientos tripulantes de la Lágrima de
Chandra, tanto mi propio personal científico como los soldados de Jasón, alzaron sus
escudillas de vino y bebieron por mi triunfo, del que brotarían los suyos propios.
Mientras el sol se ponía, alcé mi escudilla y bebí por mi tripulación a la luz
plateada de la luna, las estrellas y la nave. Aquella oscura creación púrpura de
Dionisos fluyó por mi garganta y me llenó de felices pensamientos por el logro que
pronto íbamos a completar. A mi alrededor la tripulación bebía y reía, alabándome y
deleitándose de sus propios esfuerzos. Oh, dioses, qué fácil es que el hombre caiga en
el pecado de la soberbia. Oh, Prometeo, hacedor del hombre, ¿por qué nos bendijiste
con tan poco de tu previsión divina?
Saboreando el calor del vino y las alabanzas, tomé un plato de cordero y
deambulé un rato por la fiesta, aceptando alegremente las felicitaciones que me
brindaban y felicitando a mi vez a cada tripulante por su trabajo. En un rincón de la
comisaría, sentado en dos divanes adyacentes, me encontré con Mihradario y
Ramonojon enzarzados en una animada discusión. Contrastaban vivamente, el alto e
intenso joven genio persa, agudo y de ideas claras, y el viejo indio que
cautelosamente recortaba todos los bordes afilados de los conceptos, suavizando el
camino para que sus propias ideas fueran puestas en práctica. En los tres años que
habíamos trabajado juntos, habían tomado por costumbre discutir continuamente, y
de aquellas polémicas habían surgido los diseños de la red solar y del mecanismo que
la aseguraría a la nave.
—Comandante —dijo Mihradario mientras me acercaba a ellos.
—Ayax —dijo Ramonojon, saludándome de amigo a amigo en vez de hacerlo de
subordinado a jefe.
—Ramonojon, no tienes que trabajar durante todo un mes —dije—. ¿Por qué
estás aquí sentado discutiendo con Mihradario?
—Hablábamos de las especificaciones de la red.

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—No te he preguntado de qué estabais discutiendo —dije—. Pero ¿porqué
discutís?
Ramonojon se mordió la uña, reflexivo. Permaneció sentado un momento,
pensando intensamente.
—Por costumbre —dijo por fin—. Sólo por costumbre. —Bajó la cabeza,
fingiendo estar avergonzado, y comió un poco de cordero de su plato. Mihradario y
yo nos reímos de buena gana del chascarrillo de Ramonojon.
—No te preocupes por la red solar, dinamicista jefe —le dijo Mihradario—.
Tendré en mente todas tus preocupaciones mientras estés fuera.
—Gracias, uranólogo jefe —respondió Ramonojon. Sonrió brevemente, pero
sacudió la cabeza como si quisiera librarse de un peso—. Pero sólo yo puedo tener en
mi mente todas mis preocupaciones.
Me pregunté qué era lo que le preocupaba, y estaba a punto de preguntárselo
cuando Cleón salió de entre la multitud y se nos acercó rápidamente. Llevaba un
platito de aceitunas y pastelitos de trigo, uno de los cuales devoraba. Fiel a sus votos
pitagóricos, mi navegante celestial jefe nunca comía carne, pero eso nunca le había
impedido disfrutar de la comida.
—Mihradario —dijo Cleón, limpiándose de su fina barba las últimas migajas del
pastelito—. Espero que cuides de mi nave mientras estoy en la Tierra.
La voz musical del navegante tenía un aire de burla, pero bajo aquel tono había
una clara nota de auténtica preocupación. Era duro para Cleón dejar la nave que había
pilotado durante tres años; sabía que su segundo navegante era un piloto competente,
pero no tan divinamente dotado como el propio Cleón había llegado a ser tras años de
contemplación matemática pitagórica.
Mihradario asintió paciente.
—Dime qué crees que debo hacer —le dijo a Cleón.
Cleón y Mihradario se pusieron a discutir sobre la rutina de la nave, incluidos los
planes de vuelo, el trabajo de mantenimiento que había que hacer, etcétera.
Mihradario se mostró notablemente indulgente con Cleón; normalmente mi segundo
al mando tenía poca o ninguna paciencia para estas cosas. Advertí que era una prueba
más de que Mihradario sería algún día un excelente comandante científico.
Mientras Cleón y Mihradario discutían sobre el calendario de rotación de los
navegantes en prácticas, Ramonojon se levantó silenciosamente y se mezcló con la
multitud, pues no quería verse atrapado en una conversación tan pedestre.
Por motivos similares yo me marché también, abriéndome paso entre los
científicos y soldados que compartían comentarios tontos y esperanzas grandiosas, y
llegué al extremo de proa de la comisaría, donde los cocineros esclavos esperaban
con más comida y vino.
Mi co-comandante Jasón estaba sentado junto a la mesa. Entre pequeños bocados
de pan ácimo observaba a la multitud, estudiando a sus soldados y oficiales con ojo
crítico. Su espíritu espartano impedía que los hombres cometieran ningún exceso, y

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les recordaba que eran la tripulación de una nave celeste de la Liga Délica.
Mientras que yo podía inspirar a mis científicos con la visión del Ladrón Solar,
era Jasón quien se encargaba de que toda la tripulación, civiles y soldados por igual,
fuera consciente de la importancia militar de nuestro trabajo. Al observarlo, capte con
meridiana claridad la piedra angular del gobierno de Délos: dos líderes por cada
mando. Sentí una punzada en el corazón, una acuciante preocupación por mi
ausencia. ¿Funcionaría la nave igual de bien con un comandante pleno y un segundo
en el mando? Pero ese breve toque de sabia cautela desapareció ante el espíritu de
seguridad que reinaba en mi nave.
Jasón me saludó con un movimiento de cabeza y me tendió una escudilla de vino.
—Disfruta de tu descanso, Ayax —dijo—. Yo me encargaré de nuestro mando
conjunto.
Bebí el vino hasta la última gota, solté la escudilla y estreché el codo de Jasón
como un amigo a otro amigo.
—No tengo ninguna duda de eso —dije.
Jasón me devolvió el gesto; su fuerte mano de guerrero, cubierta de cicatrices, dio
a mi brazo un amable apretón de confirmación. Los dos hicimos un brindis por
nuestra tripulación y el Ladrón Solar y luego, con los vítores de mis hombres todavía
resonando en los oídos, me retiré a hacer el equipaje y a dormir para librarme del
sopor del vino.
A la mañana siguiente la Lágrima de Chandra atracó sobre Creta para abastecerse
de suministros. Cleón, Ramonojon y yo nos despedimos de nuestros camaradas y
subordinados, y luego desembarcamos para disfrutar una vez más de los placeres que
sólo la Tierra podía proporcionar. Cleón permaneció en Creta, en la cofradía de los
navegantes celestes, para conseguir algunos impulsores nuevos para nuestra nave y
ponerse al día en los últimos avances matemáticos con sus amigos pitagóricos.
Ramonojon y yo compartimos un ligero desayuno de pan y aceitunas en un pequeño
restaurante de la costa; luego él subió a un barco rápido con destino a su hogar en la
India. Solo y en paz, me regodeé en las sensaciones de inmovilidad antes de volver a
familiarizar mi mente con la lujosa vida que se da en torno al mar central de la Liga
Délica.
Mi primera parada fue en Menfis, en Egipto. Allí caminé por las orillas del Nilo,
contemplé a los esclavos recolectar las cañas de papiro que serían convertidas en
rollos, y vi los barcos de vapor transportar oro y alimentos exóticos desde el corazón
de África hasta la base del Mediterráneo. Presté el debido homenaje a Thoth-Hermes
en el templo de Menfis y di una charla infantil sobre las propiedades de los materiales
recolectores de luz a los maestros y estudiantes de esa ciudad.
De allí pasé a Jerusalén y disfruté de un animado debate con el personal de
pirología del colegio rabínico sobre las propiedades motivacionales exactas de las
diferentes formas de fuego. Discutimos durante siete horas sin pausa y sólo lo
dejamos porque la noche estaba a punto de caer y el día santo de descanso de los

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hebreos empezaba esa tarde. Al día siguiente deambulé junto con otros pocos
visitantes por las calles casi desiertas de la ciudad, mientras los habitantes
permanecían en sus casas rezando con sus familias o acudían al templo para adorar a
su dios.
Al día siguiente viajé en tubo evac subterráneo al puerto de Gaza y subí a bordo
de un barco de guerra espartano que iba camino de Roma para recoger allí soldados
para la guerra en Atlantea del Norte. El Foro de Roma hervía con las últimas noticias
de la guerra: mercaderes y aristócratas discutían acerca de las estrategias que el alto
mando espartano utilizaría para capturar las llanuras de ese continente y de los
medios que usaría el Ejército del Reino Medio para intentar detener a nuestras tropas.
De todos los pueblos de la Liga Délica, Roma es el que más se parece a los
espartanos en lo referente a su fascinación por la guerra.
Cuando dejaba el Foro, fui asaltado por un viejo veterano que había servido a las
órdenes de mi padre cuando era mucho más joven. Le compré un cuenco de vino y
escuché respetuosamente mientras el soldado retirado me contaba sus campañas de
juventud y las batallas que había librado para tomar el río Mississipp.
Fue particularmente vehemente al comentar lo fácil que lo tenían los soldados de
hoy ya que él había servido en el Ejército antes de la invención de las naves celestes.
En aquellos días el enemigo dominaba los cielos con sus cometas de combate y
nuestras tropas sólo tenían la artillería para defenderse. Antes de que marchara, me
preguntó cómo estaba mi padre. Sonreí y me encogí de hombros, pues no quería
decirle a ese leal anciano que mi padre y yo no nos hablábamos desde hacía más de
dos décadas.
Como no era de extrañar, mi conferencia en el colegio romano tuvo poco público,
ya que me negué a hablar sobre la investigación armamentística. Los espartanos me
habrían cortado la cabeza si hubiera dado algún detalle sobre un proyecto militar tan
importante como el Ladrón Solar. La noche antes de partir asistí a los Nuevos
Misterios Órficos en las catacumbas, bajo el Panteón, y luego presenté mis respetos a
Zeus Capitolino y me marché.
De Roma fui a Siracusa, donde ofrecí el tradicional sacrificio de sangre de un
cordero negro al héroe-científico Arquímedes, uno de los primeros grandes
fabricantes de armas. Pocos piden su intercesión, pero yo necesitaba toda la ayuda
divina posible para completar mi trabajo. En el bullicioso puerto de Siracusa tomé
una nave que me llevara hasta las Columnas de Heracles; desde allí viajé por tierra en
la asfixiante caja metálica de un carro de fuego militar, cruzando la costa norte de
África con rumbo al este. Los soldados que dirigían la carreta de vapor me
preguntaron si alguna vez había estado dentro de algo tan caliente. Yo, que planeaba
capturar un fragmento del propio sol, no tuve más remedio que reírme todo el camino
hasta Cartago.
Los ciudadanos de esa parte del mundo son gente muy tradicional. De todas las
ciudades del Mediterráneo, Cartago es la única que no tiene comodidades modernas.

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Sus edificios más altos son de tres pisos, no hay muelle celeste, ni tubos evac para el
transporte entre ciudades, ni parrillas filtradoras del clima hechas de plata-aire sobre
sus casas. Incluso se niegan a criar animales en granjas de generación espontánea.
Algunas personas, sin duda, son felices con esa existencia primitiva, pero yo
había venido a la Tierra a divertirme. Después de dar una charla muy resumida y
responder a tan pocas preguntas como me fue posible, escape en el primer barco que
encontré con destino a Tiro, mi ciudad natal.
Llegué a Tiro cuatro días antes del final de mis vacaciones. En el momento en que
bajé del barco, fui rodeado por dos docenas de parientes por vía materna. Primos
jóvenes tiraron de la orla azul de mi túnica de sabio y me hicieron todo tipo de
preguntas sobre la vida en una nave celeste. Mis tíos me ofrecieron consejo sobre
cómo mantener en cintura a mis subordinados, y mis tías me propusieron los nombres
de varias mujeres elegibles con las que podría querer casarme; después de todo, yo
tenía cuarenta y tres años y no iba a hacerme más joven.
Para recalcar este punto, mi tía Filida insistió en que acudiera a la boda de mi
sobrina al día siguiente. Me colocó en un lugar preferente, sosteniendo una de las dos
velas rojas de dos pies de altura delante del altar de Ishtar. Contemplándome desde
una galería, cerca de la cintura de la enorme estatua dorada de la diosa del amor,
había dos docenas de jóvenes que mi tía había congregado para que me examinasen.
Concentrándome en la solemnidad de la ocasión, creo que conseguí parecer distante y
lo suficientemente remoto como para desinteresarlas. Fuera ése el caso o no,
sobreviví a la ceremonia sin llegar a comprometerme.
En el festín de la boda disfruté como un sibarita las maravillas de la cocina
fenicia, saboreando cordero con dátiles e higos, pollos acompañados de tubérculos
atlanteanos, vino envejecido en barricas de roble y fragantes dulces de nueces con
miel. Cuando mi boca no estaba llena, esquivaba los planes para ganar dinero de mis
primos mercaderes. Para ellos la ciencia no era ni una pura búsqueda de
conocimiento ni un factor vital en la guerra entre la Liga Délica y el Reino Medio.
No, para ellos la ciencia era una fuente de nuevos artilugios que podían vender.
Disfruté inmensamente esquivando sus intentos de implicarme en complejos tratos
que giraban en torno a algún invento que haría para que ellos lo vendieran y todos
ganáramos una fortuna.
Me quedé con la familia de mi madre un día más antes de tomar un barco para
Atenas, donde tenía que dar una última conferencia, reunirme con Cleón y
Ramonojon, y luego ser recogido en el muelle celeste de la ciudad por la Lágrima de
Chandra.
En el muelle de Tiro contemplé el barco de transporte espartano de suma
prioridad que había sido asignado para que me llevara a Atenas. El estilizado navío
de acero, con sus largos impulsores de fuego dorado sobresaliendo como espinas de
su proa, llegaría a la ciudad del conocimiento en media hora. Pero yo no quería que
mis vacaciones terminaran tan rápidamente: quería saborear los placeres del mes

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pasado un poco más antes de sumergirme en el rigor de la Academia ateniense. Así
que le dije al capitán que buscaría otro transporte. Unos cuantos muelles más abajo
encontré un mercante fenicio que se dirigía a Atenas pero que tardaría doce
placenteras horas en llegar a la reina de las ciudades. Mi rollo de identificación con el
sello de los arcontes y unos cuantos óbolos de mi bolsa me compraron el pasaje.
Y es así como ocupé la cubierta despejada de un antiguo y desarmado barco de
vapor en vez de viajar bajo la acerada tutela de un barco de la Armada cuando la
cometa de combate del Reino Medio surgió del pacífico cielo de la tarde y trató de
matarme.
Al principio el aparato al ataque era sólo una mancha contra el disco de bronce
del Sol: creí que era una nave celeste, a cientos de millas sobre la tierra, pero al
cernirse sobre nosotros se hizo más grande de manera demasiado rápida para algo tan
lejano. Se apartó del Sol y distinguí su silueta contra una nube solitaria. Una forma
serpentina y enroscada de seis metros de largo con amplias alas translúcidas de la
mitad de longitud de su cuerpo. Supe entonces de qué se trataba, era un dragón de
seda con piloto humano y suficiente armamento taoísta para hundir fácilmente mi
barco.
El dragón hizo una cabriola sobre la nube, plegó las alas y se abalanzó recto hacia
el mercante. En las puntas de las alas del aparato sus plateadas lanzas gemelas Xi
vibraron, agitando el océano con oleadas de furia invisible. Mi frágil barco mercante
cabeceó, arrojándome a la cubierta. La burda textura del suelo de roble me arañó la
cara. Al mismo tiempo un chaparrón de agua llegó por el costado, me empapó la
ropa, me entró en los ojos y diluyó el hilo de sangre de mis mejillas magulladas.
Apreté la túnica empapada contra mi cara para detener la hemorragia, gimiendo
por el picor del salitre. Mis pulmones expulsaron un borbotón de agua salada. De
nuevo las lanzas plateadas titilaron; el reino de Poseidón obedeció su silenciosa orden
y las olas se alzaron quince metros en el mar antes calmado y golpearon nuestro
casco. El barco se inclinó y a punto estuvo de volcar. En medio de aquel furioso
bandazo me arrastré por cubierta, esperando alcanzar la torre de navegación antes de
que nos hundiéramos.
Palmo a palmo me arrastré por la resbaladiza cubierta, escupiendo agua y
maldiciones. Primero solté juramentos contra el viejo navío desvencijado, contra su
motor antiguo, tan lento que el barco ni siquiera tenía correas de contención. Luego
dirigí mis maldiciones contra quien correspondía, contra mí mismo por tomar un
transporte civil. Pero mientras avanzaba y maldecía, mi mente se concentró en lo
absurdo de la situación: yo estaba en el mar Mediterráneo, no en la línea del frente en
Atlantea. ¿Cómo, en nombre de Atenea, había llegado un aparato volador enemigo al
centro de la Liga Délica, y dónde estaba la Armada espartana cuando la necesitabas?
La sombra del dragón osciló con gracia multicolor cuando remontó el vuelo y se
enroscó trazando un bucle, una serpiente mordiendo su propia cola. Mantuvo esa
posición un instante, luego se desplegó y se abatió sobre la pala del vapor. Pasó

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directamente sobre mí, cubriendo el sol con su cuerpo temblequeante. Conseguí ver
al piloto, un hombre pequeño vestido con un gi de seda negra, tirando de los cables
guía, girando las lanzas Xi para atacarnos por estribor. Tomé aire y rogué en silencio
por mi vida a Poseidón y Anfitrita, seguro de que la siguiente andanada nos hundiría.
Mis oídos estaban embotados por el zumbido de las lanzas Xi, así que no oí el
disparo que nos salvó, pero, oh, dioses, lo vi. En el horizonte, una fina banda de aire
vertical sobre el mar titiló hasta destacarse claramente. Un hilillo de esperanza
despertó en mi corazón al verla: aquella línea de aire rarificado significaba que, más
allá de mi campo de visión, un cañón evac se preparaba para disparar.
Mis esperanzas se confirmaron: un tetraedro de acero del tamaño de la cabeza de
un hombre voló hacia arriba siguiendo aquella banda de fino aire. Mis ojos expertos
siguieron el brillante contorno del proyectil, y supe que el artillero había hecho bien
su trabajo. La inclinación de veinte grados de la trayectoria llevaría al tetraedro hasta
un punto situado directamente sobre nuestras cabezas en el segundo exacto en que el
proyectil se quedara sin impulso.
Las ecuaciones que gobiernan el movimiento de un objeto de esa forma y material
se formaron en mi mente como garantía de nuestra salvación, pero fueron ahogadas
por recuerdos de mi infancia en los que me encontraba en clase y recitaba la forma
simplificada de las leyes del movimiento de Aristóteles.
Un objeto terrestre con movimiento forzado viaja en línea recta, frenando hasta
que se detiene.
El tetraedro detuvo su vuelo hacia delante ciento cincuenta metros directamente
por encima del dragón. En el aire claro vi el brillo de la luz del sol reflejándose en las
cuatro caras piramidales y en las seis aristas afiladas como cuchillos.
Un objeto terrestre con movimiento natural se mueve en línea recta
eternamente…
El tetraedro se estrelló contra la cometa, y rompió seda y bambú, carne y hueso
como una guadaña entre las cañas de papiro.
… a menos que sea detenido por alguna fuerza.
El proyectil, salpicado de sangre y festoneado con tiras de seda rasgada, golpeó la
cubierta del barco a vapor, y melló los gruesos tablones de madera. Saltaron lascas
por el impacto, pero el tetraedro no atravesó las gruesas planchas de roble. El tetra se
tambaleó un momento sobre uno de sus vértices, luego volcó y quedó quieto como si
hubiera estado siempre fijado a la nave, como las pirámides a las arenas de Gizeh.
El cadáver destrozado del dragón perdió el control de las alas que lo
transportaban y chocó contra nuestra rueda de palas. Fragmentos de seda y bambú se
metieron entre las planchas giratorias. La rueda dejó de girar, provocando un gemido
de protesta en el motor de vapor que trabajaba inútilmente por impulsar el barco.
El clamor despejó el aturdimiento de mis oídos y llenó mi corazón de temor. Corrí
hacia popa, resbalando varias veces en la cubierta inclinada y empapada. Los
marineros me adelantaban en su carrera. Se oyeron gritos de «¡Abandonad el barco!»

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desde la torre de navegación. Algunos de los hombres se arrojaron por la borda,
desesperados por escapar antes de que el arcaico motor explotara.
Las lanzas Xi, todavía asomando como garras de entre las alas rotas del dragón,
se quebraron bajo la tensión de la furiosa rueda. Fragmentos de plata cayeron, sobre
la cubierta y alcanzaron a los marineros semidesnudos. Me cubrí el rostro con el
brazo y una docena de agujas se clavaron en mi antebrazo en vez de sacarme los ojos.
La cubierta se escoró a babor y luego a estribor y de nuevo a babor cuando las
corrientes del océano, libres del poder de la ciencia mediana, se unieron de nuevo al
fluir natural de las mareas. Seguí corriendo en medio del caos hasta llegar al motor.
Chorros gemelos de vapor brotaban de las bocas situadas a cada lado de la
enorme esfera de bronce que contenía el agua hirviendo. Los chorros calientes
trataban de hacer girar la esfera; el cinturón de cuero que ataba la bola de latón a la
rueda de palas quería seguir moviéndose con aquel giro; la rueda de palas quería
recibir aquel giro, hundirse en el océano y hacer que el navío avanzara. Pero la rueda
de paletas estaba encadenada al cadáver de la cometa y no podía aceptar este don de
movimiento. El rechazo fue transmitido al cinturón de cuero, que no podía moverse
en sus poleas y por eso pasó su inmovilidad de nuevo al motor, que estaba sujeto en
su sitio por esta cadena de negativas.
Pero el vapor seguía saliendo por los tubos, intentando tozudamente imitar al
Primer Movedor y poner todas las cosas en marcha. Aparecieron grietas en la bola,
los remaches saltaron, y una docena de pequeños silbidos se unió a los grandes
estallidos de agua hirviendo.
Me agaché para pasar bajo la esfera, me envolví la mano con el borde de la túnica
y abrí de golpe la puerta que había en el costado de la caja de fuego que hacía hervir
el agua. Borbotones de fuego ya sin contención brotaron al cielo. Yo rodé hasta la
barandilla de proa justo a tiempo para evitar ser chamuscado.
El vapor del orbe se convirtió en densa bruma cuando la llama que lo mantenía
hirviendo se alzó formando una columna de fuego en ascenso, una llamarada visible a
varios kilómetros a la redonda. La llama continuó elevándose hasta que, empujados
por el aire, los átomos de fuego se dispersaron y se unieron a sus iguales en el
resplandor de la luz diurna.
Me desplomé en cubierta, la garganta irritada y ahogándome con el aire caliente.
Escupí flema en mi túnica empapada y luego me quedé quieto, sudando como un
corredor de maratón. La nube de vapor se condensó gradualmente en gotitas de agua.
La rueda de palas, libre de la cadena de impulsos giró suavemente hacia atrás
empujada por las olas del Mediterráneo, y la cometa de combate rota y su piloto
cayeron graciosamente al oscuro mar color de vino.
La tripulación rompió en vítores. Me puse en pie, tambaleándome, para agradecer
los aplausos, pero no era a mí a quien expresaban su agradecimiento. Procedente del
este, un barco de acero de sesenta metros de eslora, plagado de proa a popa de
cañones evac y soldados con armadura, se acercó a nosotros. Me desplomé agotado y

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di las gracias a Ares y Atenea por nuestra salvación. La Armada había llegado.
Con eficacia espartana, el buque de guerra Lisandro se colocó junto al mercante
dañado, rescató del agua a los marineros que ahora vitoreaban, una vez superado el
pánico, y tendió una plancha entre los dos navíos. Durante estas tranquilas maniobras,
yo me apoyé contra la caja de fuegos ya vacía, contuve con mi túnica la sangre que
manaba de mi mejilla, y observé. La presencia y el porte del Lisandro restablecieron
mi sensación de seguridad. Era un barco largo y esbelto, cubierto de proa a popa por
un dosel de acero para protegerlo de bombardeos aéreos. Su casco de acero había sido
pintado de un uniforme gris hierro. El único adorno del barco era su mascarón de
proa: Hera, la diosa protectora de Esparta, con los brazos cruzados y los ojos
escrutando el horizonte en busca de cualquiera que se atreviera a ofender a su pueblo.
Incliné la cabeza ante la imagen de la reina del cielo y luego volví la mirada con
orgullo personal hacia la pirámide de ónice que cubría los últimos seis metros de la
popa del barco. Mi motor heliófilo, mi único motivo de gloria antes del Ladrón Solar.
Habían pasado veinte años desde que descubrí cómo atraer y capturar los átomos de
fuego que bailaban en la luz del Sol y usarlos para impulsar naves. Desde entonces
todo barco oceánico que se construye en los astilleros de la Armada va equipado con
uno de mis motores. Se han vuelto tan corrientes que pocas personas recuerdan
siquiera que yo los inventé, tales son los caprichos de la diosa Fama.
Una tos interrumpió mis meditaciones. Un joven etíope de escasa barba, con la
túnica orlada de negro y la expresión profesionalmente preocupada de los médicos
navales se encontraba junto a mí, con un maletín de instrumental abierto.
—No estoy malherido, doctor. Atienda a los marineros —dije, sabiendo
exactamente cuál iba a ser su respuesta.
—Deje que sea yo quien juzgue eso —dijo el joven con una solemnidad impropia
de su edad. Los médicos siempre decían lo mismo en el mismo tono de voz y
demostraban igual desinterés por las órdenes: el juramento hipocrático es mucho más
fuerte que la disciplina militar.
—No hay heridas graves —dijo después de mirarme la garganta, frotar con una
ligera sonda de metal mi mejilla y palpar mis extremidades en busca de fracturas—.
Sólo algunos arañazos y la garganta irritada.
Sacó de su bolsa de cuero una botellita de cristal marrón con el ideograma egipcio
de la sangre grabado en ella y una pluma de ganso limpia. Llenó la pluma con el
líquido rojo de la botella y me la clavó en el brazo.
—Es sólo una inyección de humor sanguíneo para acelerar el proceso de curación
—dijo, como si yo no lo supiera—. Aparte de eso, lo único que necesita es descanso.
Como si no hubiera estado descansando cuando él apareció.
El doctor se dio media vuelta para marcharse y dirigió un rápido saludo a una
joven ataviada con armadura que acababa de cruzar la plancha que unía el Lisandro
con el barco mercante. Prácticamente la ignoré; después de todo, muchos miembros
de la tripulación del buque de guerra habían venido a asegurar el navío más pequeño.

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Pero ella no vestía el uniforme naval. Iba protegida por el grueso peto de acero, la
espada de hoplita y el lanzador evac de bronce de sesenta centímetros de los oficiales
del Ejército. Pero lo que llamó particularmente mi atención fue el casco con la cresta
de cola de caballo y la gargantilla de hierro que sólo llevaban los graduados del
colegio militar espartano. ¿Qué estaba haciendo en un barco de la Armada?
Subió a la nave fenicia y caminó con paso firme hacia mí. A medida que se
acercaba, distinguía la persona que había bajo el caparazón de acero. Su piel tenía el
color de terracota característico de los nativos de Atlantea del Norte, y su largo
cabello negro y trenzado, sus afilados rasgos y su constitución nudosa y atlética me
dijeron que pertenecía a las ciudades-estado xeroqui. Pero sus ojos tenían un color
que yo nunca había visto, dorados como Helios pero con un brillo que en ese
momento interpreté como frialdad, como si las puertas de su alma fueran dos
guardianes de fuego helado.
—¿Comandante Ayax? —preguntó con una voz que mezclaba perfectamente la
pronunciación xeroqui con la enunciación helénica.
Yo asentí, incapaz de apartar la mirada de sus fríos ojos de oro.
—Tiene que venir conmigo —dijo ella, como un juez que dicta sentencia.
—¿Qué?
Abrió una bolsa de cuero fino que llevaba atada al cinturón y me tendió una hoja
de papiro. Contenía unas breves líneas de impresión mecánica, dos firmas y el sello
de la Liga Délica: dos círculos entrelazados, el de la izquierda con la lechuza de
Atenea, el de la derecha con el pavo real de Hera.
El mensaje decía:

Se ordena al sabio Ayax de Atenas, comandante científico de la


nave celeste Lágrima de Chandra, que acepte a la capitana Liebre
Amarilla de Esparta como su guardaespaldas y obedezca cualquier
orden que ésta estime necesaria para la protección de su vida.
Por orden de
Creso, arconte de Atenas
Milcíades, arconte de Esparta

Leí la carta tres veces esperando encontrarle algún sentido. La idea de que
asignaran a una capitana espartana la tarea subalterna de guardaespaldas era ridícula;
si los arcontes hubieran encargado alguna vez a mi padre un trabajo semejante habría
hervido de furia, pero aquella Liebre Amarilla parecía aceptarlo como una estoica. ¿Y
por qué después de tres años necesitaba yo de pronto un guardaespaldas? ¿Se habían
enterado de algún modo los arcontes de lo de la cometa de combate? ¡No, imposible!
—¿Qué significa esto? —le pregunté—. ¿Qué ha sucedido?
—A mis órdenes no se añadía ninguna explicación. Me llamaron y vine.
—¿Sabe cómo llegó hasta aquí esa cometa de combate?
—No.

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—¿Sabe por qué atacó al barco mercante?
—Deben de haberla enviado a matarlo —dijo ella—. Ahora venga conmigo al
Lisandro para que pueda impedir la próxima tentativa.
—¿De matarme a mí? —dije—. De todos los objetivos militares que hay en el
Mediterráneo, ¿por qué enviarían los medianos a una cometa de combate para
matarme a mí?
—No lo sé —respondió ella—. Pero me dijeron que intentarían atentar contra su
vida. Comandante Ayax, he de insistir en que venga conmigo.
De entrada fui incapaz de moverme; mi mente, tras largos años de formación en
la Academia, necesitaba comprender qué estaba sucediendo antes de actuar. Y dejar
el frágil mercante de Tiro por la seguridad del buque de guerra sería ceder a la
ignorancia. Pero no podía desafiar las órdenes de los arcontes ni la confianza
espartana que resonaba en la voz de la capitana Liebre Amarilla; recogí mi bolsa de
viaje y la seguí al Lisandro. Mientras tanto, mi corazón daba vueltas a todas las
posibles explicaciones para aquel imposible ataque.
Mis suaves sandalias de cuero golpetearon contra la cubierta de acero del buque
de guerra, pero las polainas de bronce de mi nueva guardaespaldas no hicieron
ningún ruido, como si el choque del metal contra metal fuera un sacrilegio que ella,
demasiado santa, no pudiera cometer.
Marineros con armaduras de cuero interrumpieron su trabajo, dejando los cañones
sin cargar y las cubiertas sin baldear, para saludarla mientras recorría la cubierta
delantera en dirección a la proa del barco de guerra. Pero aunque saludaban, los
marineros dirigían a la capitana Liebre Amarilla una amplia sonrisa, como si no
estuvieran seguros de cómo tratar a aquella marinera bisoña de alto rango.
Pasamos junto a una escotilla abierta donde vi una escalera que conducía a los
camarotes de la tripulación. Allá abajo habría baños y un lugar donde librarme de la
ropa impregnada de sal que me picaba.
—Me gustaría cambiarme de ropa —dije.
La capitana Liebre Amarilla sacudió la cabeza.
—El espacio de ahí abajo es demasiado cerrado. Podría ocultar a un asesino.
—¿En un buque de guerra espartano? Eso es imposible.
—No más imposible que el hecho de que una cometa de combate llegue al
corazón de la Liga.
—Pero…
Ella cortó el aire entre nosotros con el brazo derecho, interrumpiendo mi
argumento.
—Su seguridad es más importante que su comodidad. Podrá bañarse cuando
lleguemos a Atenas.
Continuamos hasta la proa, deteniéndonos apenas a unos palmos de la figura de
Hera. Mi guardaespaldas miró bajo el dosel de acero y escrutó el mar y el cielo. Seguí
su mirada, preguntándome qué estaba buscando: entonces, por un instante, las

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lecciones militares de mi padre acudieron a mi mente y vi lo que ella veía.
Había media docena de barcos a la vista; cuatro eran mercantes que surcaban las
muchas rutas comerciales del Mediterráneo, otro era un vapor de pasajeros que
transportaba civiles de ciudad en ciudad, y el último era un barco mensajero de la
Armada, de veinte pies de eslora y sólo un cañón, pero lo suficientemente rápido para
escoltar al Lisandro. Sobre nosotros había media docena de motas, probablemente
naves celestes o trineos lunares, por encima de las pocas nubes que salpicaban el
cielo. Pero tal vez no lo fueran. Tal vez una de aquellas naves transportara a un
asesino del Reino Medio. Tal vez uno de aquellos puntos que trazaban círculos en el
cielo fuera otra cometa de combate. Si el primer ataque imposible se había producido,
¿cuántos más lo seguirían?
—Tiene usted razón, capitana —dije—. Mis disculpas. He servido demasiado
tiempo en puestos seguros. Confiaré en su juicio.
Ella asintió cortante, luego dirigió su atención al armamento del buque,
escrutando los cañones evac colocados en tambores cada cinco pies a lo largo de las
amuras de babor y estribor. Parecían hileras gemelas de falos de un festival
dionisíaco. Una a una las partes superiores de los largos cañones describieron círculos
en el aire mientras los artilleros engrasaban y probaban su alcance. Mi
guardaespaldas hizo un gesto de aprobación y volvió hacia mí su mirada inescrutable.
Empecé a preguntarme si aquella misión sería una especie de castigo para ella. La
idea me produjo una perversa sensación de alivio, ya que reducía la probabilidad de
que corriera verdadero peligro. Pero dos hechos vinieron a refutar esta reconfortante
hipótesis: primero, los oficiales espartanos que cometían errores eran perdonados o
ejecutados, dependiendo de la seriedad del delito.
Segundo, y más acuciante: aquella cometa de combate había atacado a un barco
que transportaba mercancías, lana y tinte púrpura. Lo único que había en él de gran
valor para la Liga Délica era un importante científico. Pero yo no era en modo alguno
el objetivo más importante situado en el corazón de la Liga. A menos que el Reino
Medio hubiera descubierto lo del Ladrón Solar.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por el grito del contramaestre:
—¡Preparaos para tomar velocidad!
Me agarré por reflejo a la barandilla de apoyo que corría por toda la cubierta y
afiancé los pies contra el suelo corrugado.
—¡Desplegad los impulsores! —gritó el contramaestre, y una fila de cuñas
doradas brotó en la línea de flotación de proa. Un brillo atroz corrió bajo el dosel,
cubriendo la estatua de Hera de luz divina. El aura de la esposa de Zeus fluyó hacia
atrás, inundando la armadura de Liebre Amarilla de un intenso fulgor. Ella se quedó
tan quieta y tenía un aspecto tan majestuoso con esa luz que pensé, perdón por el
sacrilegio, que había dos estatuas de diosas delante de mí.
Mis ojos se acostumbraron al brillo y el momento de inspiración pasó. Inspiré
profundamente el olor a agua rarificada que llegaba como una bruma envolvente

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desde los impulsores. El metal impregnado de fuego licuificó el océano, y así el barco
pudo navegar rápidamente sin ser detenido por las densas y resbaladizas aguas.
Mientras el barco aceleraba hacia Atenas sobre una alfombra de océano que no
oponía resistencia, me agarré con fuerza a la barandilla para contrarrestar el impulso.
Pero la única precaución de la capitana Liebre Amarilla contra el repentino
incremento de velocidad fue inclinarse ligeramente hacia delante y tensar las piernas.
Y ese pequeño gestó le impidió que se deslizara por la cubierta o cayera por la borda.
Inmóvil como la tierra, dejó que el cosmos girara a su alrededor, oponiendo el desafío
espartano a la física.
El agua del océano saltaba al cielo ante nosotros, cubriendo la cubierta. Picoteó
un poco mi rostro, pero mis cortes habían sanado en su mayoría y agradecí la burda
caricia de las gotitas. Cerré los ojos e inhalé la picante mezcla de sal y aire cargado;
luego, tras inspirar profundamente, empecé a repasar los extraños acontecimientos
que habían tenido lugar desde que dejé Tiro.
A mi mente vinieron instantáneamente Ramonojon y Cleón. ¿Les habrían
asignado también guardaespaldas? A mi entender, eran más valiosos para la Liga que
yo. Cleón era considerado universalmente el navegante celeste más hábil que jamás
se hubiera graduado en la escuela de Creta. Y Ramonojon, a pesar de no ser graduado
de la Academia, era el dinamicista más dotado desde la India hasta Atlantea. Si el
Reino Medio hubiese querido retrasar cinco años el diseño de naves celestes de la
Liga Délica, le habría bastado con matarlo.
Y Ramonojon estaba de vacaciones en la India, muy cerca de la frontera del
Reino Medio. Si habían podido conseguir que una cometa llegara hasta aquí… «Oh,
Atenea —recé—, portadora de la égida, que mi amigo esté a salvo».
Me volví hacia la capitana Liebre Amarilla y grité por encima del ruido de las
olas que rompían contra el navío.
—¿Se les han asignado guardias a Cleón y a Ramonojon?
—No lo sé —dijo ella—. Me cursaron las órdenes desde Délos, sin más
explicaciones.
Atenea me concedió una súbita revelación. Fuera lo que fuese lo que había
provocado la presencia de la capitana Liebre Amarilla tenía que haber sucedido en las
últimas horas. La burocracia ateniense conocía mi itinerario completo: habrían
podido alcanzarme con un mensajero o adjudicarme un guardaespaldas en cualquier
momento del pasado mes. ¿Qué había ocurrido en las últimas horas para provocar esa
respuesta?
—Recuperen impulsores —gritó el contramaestre, arrancándome de mi
ensimismamiento.
El Lisandro fue perdiendo velocidad a medida que nos acercábamos a puerto. Mi
corazón se animó: si había algún lugar en el mundo donde encontrar respuestas era
Atenas, la ciudad del conocimiento.
Contemple con ojos agradecidos el caótico amasijo de edificios de mi ciudad de

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adopción. Torres de veinte pisos de altura, construidas el siglo pasado, hacían que la
ciudad pareciera un bosque de bronce y acero, y en sus bases, como champiñones
recién crecidos en torno a árboles antiguos, había grupos de oikoi de una sola planta
construidos hacía milenios por los fundadores de Atenas. La mayoría de los
ciudadanos deambulaban por aquella selva de piedra, metal y tiempo sin saber dónde
o cuándo estaban.
Mi mirada se perdió en las alturas, más allá de los altos árboles de metal, hasta la
torre que los empequeñecía a todos: el muelle celeste de Atenas, el único edificio de
la bahía que permanecía apartado del incesante clamor de la vida diaria. El ahusado
cilindro de acero se alzaba un kilómetro y medio por encima de los edificios de la
bahía, tan parecidos a acantilados. Los últimos cuatrocientos metros de la parte
superior del muelle celeste estaban cubiertos de bengalas y lámparas para iluminar el
camino a las naves que se acercaban. Cuando los navíos se encontraban sobre Atenas,
esas mismas bengalas guiaban a las naves para atracar en lo alto de la torre; los
navíos llegaban portando noticias y materias primas de las esferas interiores y volvían
a marcharse cargados con órdenes de la Tierra a los cielos.
Mientras el Lisandro se unía a la turba de naves oceánicas que entraban a puerto,
una brillante flecha de plata de ciento veinte metros de eslora, con los costados
erizados de cañones, se separó de lo alto del muelle celeste, tomó altura y navegó
hacia el oeste: una nave de guerra enviada a Atlantea para despejar los cielos de
cometas de combate. Sin duda en aquella nave había soldados novatos a quienes se
les permitía ver por primera vez Atenas desde el aire y se sorprendían por el orden
que yacía oculto en el caos de edificios que tenían debajo.
Había pasado un cuarto de siglo desde que yo mismo fuera bendecido con esa
visión de unidad que surge de la discordia, como Afrodita del rugiente océano. En
aquella época yo era todavía estudiante de la Academia, y mi clase de uranología fue
llevada a la Luna para que los alumnos, con la cabeza llena de teorías, pudiéramos
tener nuestra primera experiencia práctica de lo celeste. Viajamos en una de las naves
celestes de la escuela, un antiguo modelo militar decomisado, sin ninguna de las
comodidades de las que disfrutaban las naves modernas como la Lágrima de
Chandra.
La mayoría de mis compañeros estudiantes contemplaron los cielos, ansiosos por
ver por primera vez de cerca las esferas, pero yo contemplé por encima de la
barandilla de la nave el lugar que dejábamos atrás y el sentido de la ciudad de la diosa
de la sabiduría.
Las calles estrechas y serpenteantes y los edificios pintados de vivos colores,
tanto viejos como nuevos, se congregaban en torno a tres radios de actividad: la
bahía, la Acrópolis y la Academia. La ciudad era un pendiente compuesto por tres
enormes gemas rodeadas de grupos de piedras más pequeñas. Me pregunté entonces
si en sus momentos ociosos Atenea abría a veces su joyero y estudiaba éste, el más
hermoso de sus adornos, sabiendo que ninguno de los otros dioses tenía nada igual

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entre sus joyas.
Yo quise continuar contemplando aquel grupo de gemas, pero mi maestro me
apartó del borde plateado y me amarró a un asiento mientras partíamos en nuestro
viaje de dieciséis mil kilómetros hasta la Luna.
Me sacudí los recuerdos mientras el Lisandro entraba solemnemente en la bahía
de Atenas. Los muelles estaban, como siempre, abarrotados de barcos de todos los
rincones de la Liga Délica. Barcazas egipcias y trirremes persas, fragatas indias,
largas naves atlanteas y muchas otras. Y en todas partes había barcos de guerra
espartanos, enviando bengalas de señales para dar la bienvenida a casa a un hermano
combatiente.
Yo había oído a muchos capitanes quejarse de la utilización de barcos de la
Armada como mensajeros entre Esparta y Atenas. Lamentaban amargamente estar
destinados en el Mediterráneo cuando podían estar combatiendo a las Armadas del
Reino Medio en las islas Pacíficas o en la costa de Atlantea. El capitán del Lisandro
tendría una historia de batallas que contar a sus camaradas, aunque dudo que nadie
más se alegrara de oírla.
Solitario pero confiando en esta multitud de aguerridos atletas había un único
barco mercante fenicio muy parecido al que habíamos dejado atrás. Un torpe puñado
de musculosos esclavos nórdicos sacaba de su bodega una pila de balas oscuras:
papiro, la sangre vital de los burócratas de la ciudad.
El papel era cargado en carros flotantes para su traslado a los edificios de oficinas
de la burocracia, que se congregaban en torno a la bahía como acantilados artificiales,
hormigueros llenos de miles de trabajadores que sorbían y masticaban el papeleo que
mantenía viva la Liga. Una telaraña de tubos evac conectaba los acantilados entre sí.
El puerto se llenaba de zumbidos y chasquidos cuando las cápsulas con mensajes
pasaban por los tubos de un edificio al siguiente.
El Lisandro atracó en paralelo a un largo muelle de piedra, y se lanzaron maromas
desde la cubierta para atarlas a los norays. Luego el buque de guerra tendió su
plancha, que chocó contra el muelle con un estrépito. Los esclavos de la bahía
empezaron a subir a bordo, pero la capitana Liebre Amarilla les ordenó retroceder.
—Nadie puede acercarse a menos de diez metros de la plancha —dijo. Soldados,
marineros y esclavos se apartaron rápidamente. Las órdenes de un espartano no eran
algo que había que tomar a la ligera. Sólo cuando hubo espacio suficiente alrededor
de la plancha para que ella pudiera vigilar a todas las personas cercanas me permitió
desembarcar.
Y así, con los músculos doloridos, la piel magullada, la túnica pegajosa y la
mente confundida, puse pie por última vez en la ciudad de Atenas.

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β
—¿Comandante Ayax?
Un hombre de labios finos y edad indeterminada salió de entre la multitud al
espacio que Liebre Amarilla había despejado. Mientras se aproximaba, metió la mano
derecha en un pliegue de su sencilla túnica marrón, pero antes de que pudiera sacar lo
que hubiese oculto allí, la capitana Liebre Amarilla saltó sobre él, lo apartó de mí
arrastrándolo varios pasos y apretó la punta de su espada contra su garganta.
—Comandante Ayax —croó el hombre—. ¿Qué significa esto?
—Le dije a todo el mundo que se apartara —dijo mi guardaespaldas—. ¿Por qué
ha desobedecido?
—Creí que se refería a los esclavos y marineros —dijo el hombre, mirando
nerviosamente la afilada hoja de la espada—. Me enviaron a solicitar la presencia del
comandante Ayax.
—¿Dónde se le requiere? —preguntó ella.
El hombre alzó lentamente la mano izquierda y señaló uno de los edificios de
piedra encalados que albergaban a la burocracia.
—Tiene papeleo esperándole.
Una risa se abrió paso en mi garganta y estalló ante la absurda banalidad.
—Por favor, suéltelo, capitana —dije—. Lo reconozco. Es un empleado de la
burocracia presupuestaria.
Liebre Amarilla envainó su espada y soltó al burócrata. Este se enderezó, tratando
de recuperar parte de su dignidad ante una multitud de mirones sonrientes, quienes,
sin duda, disfrutaban del raro espectáculo de un funcionario humillado. Trató de
nuevo de acercarse a mí, pero la capitana Liebre Amarilla se interpuso entre nosotros,
formando con su nudoso cuerpo una barrera más impresionante que ninguna muralla
de piedra o acero.
—Comandante —dijo el hombre—. He de protestar por las acciones de su oficial.
Presentaré una queja formal ante los arcontes.
—No hay necesidad de ello —contesté—. Pido disculpas por el celo de mi
guardaespaldas, pero sólo estaba cumpliendo con su deber.
No me preocupaba demasiado el efecto que las protestas de un empleado tendrían
sobre mí, pero no sabía, en ese momento, si el historial de Liebre Amarilla sería
inmune a una queja semejante.
—Y yo estaba cumpliendo con el mío —dijo él, enderezándose, para diversión de
la multitud cada vez mayor de esclavos que se habían congregado para ver el
altercado—. ¿Quiere ahora venir conmigo y cumplir con su deber?
—Por supuesto —repliqué; incliné levemente la cabeza, como aceptando la
reprimenda del funcionario. No tenía sentido continuar una disputa con un hombre
cuyo mundo se limitaba a los procedimientos burocráticos y a un exagerado sentido
de su propia dignidad.

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—Entonces venga por aquí, por favor —dijo él.
Lo seguí por el muelle de cemento; la capitana Liebre Amarilla se mantuvo entre
nosotros mientras controlaba el pasillo que se había abierto en la multitud de esclavos
y marineros. Los rumores brotaron a nuestro paso y a nuestras espaldas. Burócratas,
sabios atenienses y capitanes espartanos eran un espectáculo corriente para los
habitantes de la bahía, pero las exigencias de seguridad de mi guardaespaldas
mientras caminábamos eran desconocidas en el corazón de la Liga, supuestamente
seguro.
El empleado nos condujo a través del atestado muelle, donde las naves de carga
con prioridad estaban siendo reparadas y equipadas con nuevos motores, quillas e
impulsores por cuadrillas de esclavos supervisados por dinamicistas. Dejamos atrás
los almacenes de granito verde y blanco repletos de los productos de medio mundo y
nos internamos en el caluroso interior de un hormiguero burocrático.
Subimos siete tramos de escalera y, de los tres, sólo yo estaba sin aliento cuando
nos detuvimos. El empleado señaló una de las inumerables oficinas que constituían el
edificio.
—Espere aquí dentro, señor.
—No —dijo la capitana Liebre Amarilla—. Una habitación más grande.
—Pero capitana —empezó a protestar el empleado. Ella cortó sus protestas con
una sola mirada.
—Muy bien. Por favor, esperen un momento.
El empleado entró en una cámara diminuta, sacó un montón de rollos de papiro de
una mesa de pino que ocupaba la mitad de la habitación y luego nos condujo pasillo
abajo hasta una oficina mayor.
—¿Será suficiente para sus necesidades, capitana?
La capitana Liebre Amarilla evaluó la habitación con una mirada. Las paredes de
granito estaban cubiertas del suelo al techo con estantes de madera para albergar
rollos de pergamino. Había media docena de escritorios cubiertos de tiras de papiro;
cada mesa también tenía dos lectores de papiro, que enrollaban y desenrollaban sin
descanso papeles que nadie estaba leyendo. Los extremos abiertos de los tubos evac
asomaban en cada pared, esperando ansiosamente tragar cápsulas de mensajes para el
edificio vecino. El único asiento lo proporcionaban seis bancos de pino sin tapizar. La
habitación apestaba a esa escasez pseudoespartana que tanto les gusta a aquellos que
se las dan de austeros sin serlo.
—Servirá —dijo mi guardaespaldas.
—Si me disculpan, comandante, capitana —dijo el empleado, haciendo un gesto
con la cabeza—. Buscaré al encargado Frinis.
Soltó el montón de pergaminos en una de las mesas y desapareció por el pasillo.
Fui a sentarme en uno de los incómodos bancos. Al apoyarme contra la dura pared,
noté el efecto de mis esfuerzos durante el ataque.
—¿Algún problema, comandante? —preguntó mi guardaespaldas.

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—Un mes de placer seguido de cinco minutos de batalla —respondí—. No
tendría que haberme descuidado tanto durante mis vacaciones.
La capitana Liebre Amarilla asintió pero no dijo nada más. Se colocó junto a la
puerta sin cortina y de nuevo se quedó completamente inmóvil.
Al cabo de pocos minutos un oficial corintio de rostro picado entró y se sentó
delante del impresionante montón de papiros enrollados.
—Buenos días, comandante —dijo—. Soy el encargado Frinis. Gracias por
concederme tiempo para esta reunión.
—No es ningún problema —mentí—. Supongo que querrá una explicación de mis
gastos del mes pasado.
—No, comandante. —Sacó un grueso rollo de encima del montón y lo desplegó.
—Esto es una lista de todos los presupuestos sobrepasados y las peticiones de
personal que ha hecho desde la creación del Proyecto Ladrón Solar, hace tres años.
Decidimos aprovechar su estancia en Atenas para repasarlos con usted.
Tendría que haber sabido que harían algo parecido. Reprimí un deseo
momentáneo de combatir su racanería con una demostración de temperamento. En
cambio, asentí magnánimo y dije:
—Muy bien, Frinis, pero por favor, sea rápido.
—Tan rápido como pueda —dijo él mientras estudiaba el rollo de papel con
expresión ociosa. Tendría que haber supuesto que emprenderían algún tipo de
pequeña venganza por haberme saltado la burocracia. Puede parecer extraño que
después de haber sido atacado tuviera que soportar un interrogatorio de dos horas
respecto a detallitos de mi trabajo, pero esas dos horas me reconfortaron como las
aguas del Leteo; me permitieron olvidar, durante un rato, la auténtica locura de ese
día.
Así, seguro en aquel vientre de piedra y trivialidad, escuché y respondí.
—¿Por qué pidió cinco toneladas de aluminio, comandante Ayax? ¿No podría
haber hecho las pistas con plata?
—El aluminio requiere menos agua para mantener su integridad atómica. No hay
agua ninguna en los reinos celestes.
—¿Por qué solicitó los análisis del aerólogo Ptolomeo sobre el viento solar,
comandante Ayax? ¿No le valía un sabio menos conocido?
—El éxito del Ladrón Solar depende de que mi navegante pueda controlar la nave
a sólo tres kilómetros de Helios. Necesitábamos saber con exactitud qué fuerza tienen
los vientos tan cerca del Sol.
—¿Por qué ha reconfigurado la dinámica de su nave cuatro veces, comandante
Ayax? Sin duda el dinamicista Ramonojon podría haberlo hecho correctamente la
primera vez y ahorrado a la Liga unos gastos considerables.
—¿Está cuestionando la competencia o las decisiones del dinamicista
Ramonojon?
El hombre vaciló.

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—No, comandante —dijo por fin.
Y así una y otra vez. Anotaba cada palabra que yo decía, la archivaba y pasaba al
tema siguiente sin hacer más comentarios.
Cuando aquel trabajo de papeleo y discusión insensata terminó por fin, el corinto
enrolló las respuestas, las selló en una cápsula y las metió en un tubo evac.
—Gracias por su ayuda, comandante Ayax.
Le hice un gesto de cabeza y dejé los confines de granito y papiro del mundo
burocrático para salir a las calles de Atenas. El Sol en el cielo estaba a medio camino
del oeste, proyectando las largas sombras de los hormigueros sobre aquellas antiguas
avenidas, ahora que sólo faltaban unas horas para el anochecer. Quise llegar a casa
antes de que oscureciera.
La capitana Liebre Amarilla señaló una estación de tubo-cápsulas. El cartel de la
entrada decía: «A la Academia». Caminé por el largo túnel y tomé una cápsula vacía,
ansioso por regresar a la cordura del mundo científico.

Estatuas de tres metros de altura de Atenea y Aristóteles se alzaban a izquierda y


derecha de la puerta de marfil de la Academia. Presenté mis respetos, inclinándome
primero ante la diosa de bronce dorado que miraba hacia abajo beatíficamente con
sus ojos de lechuza, y luego ante el héroe de mármol azul que contemplaba los ciclos,
buscando el conocimiento divino que Palas ya poseía. La capitana Liebre Amarilla
ignoró a Aristóteles, pero saludó a Atenea como un soldado que se presenta ante un
oficial superior. Atenea pareció asentir, dando el visto bueno a la capitana.
Dejamos atrás al héroe y la diosa y entramos en el círculo de un kilómetro y
medio de ancho de laboratorios de mármol rojo, salones de conferencias verdes y
apartamentos azules que rodeaban el bosquecillo de la Academia misma. «En casa
por fin —pensé—, aunque sea sólo por un día».
El dulce olor del aire artificial de primavera despejó mi nariz cuando atravesé la
puerta interior. En lo alto, la enorme jaula de barras de plata-aire que regulaban la
temperatura dentro de la Academia chispeaba con el Sol de la tarde. Fuera de esa
parrilla las estaciones seguían su ciclo perenne, inundando las calles de Atenas con
las múltiples incomodidades del tiempo, el calor, la lluvia, la niebla y el frío, pero la
Academia se mantenía cálida y seca con su armadura de plata.
Uno de los jóvenes esclavos que cuidaban del bienestar de estudiantes y eruditos
por igual me vio entrar y corrió a saludarme.
—¿Sabio Ayax? —preguntó el pálido joven, inclinando su pelirroja cabeza.
—¿Sí?
—¿Puedo conducirte a las habitaciones destinadas a los sabios de paso?
La pregunta me sobresaltó momentáneamente, pero naturalmente mis antiguas
habitaciones habrían sido entregadas a cualquier otro erudito cuando yo me marché a
la Lágrima de Chandra. Por lo visto, no iba a ser un regreso al hogar como me habría

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gustado, pero sí un lugar de descanso.
—Por favor, hazlo —le dije al esclavo.
Nos llevó a un edificio azul cercano con columnas de coral delicadamente tallado,
figuras de jóvenes doncellas que casi parecían vivas. Dentro, una esclava esperaba
para atenderme. Tomó mi bolsa de viaje y guardó mi ropa en un cofre de cedro. Me
preparó un baño, llenando la bañera redonda de bronce con agua y vertiendo una fina
capa de aceite de lavanda encima. Otro esclavo me trajo pan y vino. La capitana
Liebre Amarilla inspeccionó la habitación y la bañera, e hizo que el esclavo probara
la comida antes de permitirme comerla.
—Todo parece seguro —dijo mi guardaespaldas, y se colocó en un rincón a
oscuras desde donde dominaba el baño y la entrada.
Me desnudé y lavé la sangre y el salitre de mi cuerpo en la caliente agua de
lavanda. Luego me metí en la bañera, comí un trocito de pan de miel, bebí del cuenco
de vino etíope y dejé que la tensión pasara de mí al baño.
Después de una hora de bendita inacción y libre de todo pensamiento de
preocupación y temor, salí del baño. Entré en la habitacioncita de aire rarificado
situada junto a la bañera. Las últimas gotas de agua se desvanecieron en el sediento
aire artificial, haciendo que mi piel cosquilleara y despertando mi mente aletargada.
La esclava me vistió con la túnica blanca y formal orlada de azul de los eruditos, y
estuve preparado para enfrentarme a la Academia.
—¿Correré peligro? —le pregunté a la capitana Liebre Amarilla.
—No si yo le acompaño.
Mis sandalias golpearon familiarmente contra el liso suelo de mármol mientras
recorría los prístinos pasillos blancos que enlazaban las entradas a los laboratorios,
las salas de conferencias, los dormitorios y las habitaciones de los sabios. Eran
pasillos sencillos; los suelos brillaban gracias a los fregados, los techos y paredes
estaba pintados de un sencillo blanco, todo para resaltar la presencia de las estatuas
de héroes-científicos que se alzaban en los nichos que ocupaban la galería. Cada uno
de ellos había sido deificado por alguna gran contribución al conocimiento de la
Academia y el poder de la Liga Délica.
«Si el Ladrón Solar tiene éxito —pensé mientras me inclinaba ante cada héroe—,
habrá una estatua mía aquí». Mi mente se llenó por un instante de visiones de los
Campos Elíseos, de sacrificios ofrecidos de sangre y vino, de una bendita vida
postrera libre de la sombra del Hades. «Perdonad mi soberbia, oh, dioses».
Volví mis pensamientos a la Tierra para saborear los atrayentes sonidos
académicos del debate y la experimentación que resonaban en los pasillos. Un
puñado de estudiantes, con sus túnicas ribeteadas de rojo, pasó presurosamente ante
mí con un paso que decía: «No corro, señor. Estoy manteniendo el digno paso
adecuado para un joven erudito, señor».
Deambulé por los pasillos y me detuve solamente al ver una vaharada de humo
salir de una cortina familiar, manchada de hollín. Me asomé al laboratorio de

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pirología del alumnado, una habitación donde yo había pasado mucho tiempo
aprendiendo y enseñando.
Dentro de las paredes de hormigón y acero de cuatro palmos de grosor había
sentada una docena de jóvenes de ambos sexos. Cada joven atendía un pequeño
caldero de bronce montado sobre un trípode.
De algunos de los calderos brotaba humo; otros no producían nada. Oculté una
sonrisa con la mano. Estaban intentando estabilizar el fuego, para conseguir que una
sola llama ardiera eternamente. Era un ejercicio esencial para el estudio de la
pirología, pero causaba terror a muchos eruditos neófitos que no estaban
acostumbrados a las extravagancias del más volátil de los cuatro elementos.
La sonriente mujer de mediana edad que ocupaba el estrado me vio y me invitó a
entrar haciendo un gesto con el dedo. Polianara de Cartago estaba más vieja, un poco
más gruesa; su pelo era mucho más canoso que cuando la dejé tres años atrás; pero
sus ojos marrones todavía chispeaban de diversión como cuando los dos éramos
estudiantes, hacía veinticinco años.
La capitana Liebre Amarilla me precedió al atravesar la cortina. Los ojos de
Polianara se abrieron como platos al ver a aquella oficial espartana en medio de la
Academia.
—¿Qué pasa? —susurró cuando me reuní con ella.
—¡No preguntes! Es complicado y desagradable. Habla de cualquier cosa menos
de eso.
—¿De qué?
Me encogí de hombros y contemplé la familiar habitación, renovando mi
conocimiento con cada quemadura de las paredes.
—Háblame de tu clase.
La curiosidad estaba escrita en sus ojos chispeantes, pero respetó mis deseos y me
contó los habituales problemas de impartir una clase de pirología de primer curso: la
ingenuidad de los estudiantes, su nerviosismo con el fuego, las inevitables
explosiones.
—Pero está el placer de enseñar —dijo Polianara—. Mira al chico del rincón.
Señaló a un joven de pelo negro, piel roja oscura, cincelado rostro olmeca, y un
gran collar de oro al cuello. Colocaba finas varas de oro-fuego entrecruzadas en lo
alto de su caldero y estudiaba los efectos con mirada atenta.
Oculté mi sonrisa tras el reborde azul de mi manga. Aquel muchacho obviamente
comprendía la primera lección que todo maestro pirólogo tiene que meter en la
cabeza de sus estudiantes: el fuego se mueve naturalmente hacia arriba.
Y también había aprendido claramente a aplicar esa teoría a los problemas del
mundo real que tenía delante. Si el fuego se cubre con un material pesado como tierra
o agua, ese material se moverá hacia abajo para sustituir la llama y apagarla. Si se
cubre con un material ligero como fuego o aire, la llama saltará al cielo y se
dispersará. Pero si el fuego se cubre con material pesado que ha sido saturado

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previamente con fuego, como el oro-fuego, entonces la llama se quedará donde está,
ardiendo para siempre.
El muchacho olmeca parecía fascinado por lo que había hecho, pero no llamó la
atención sobre su éxito.
—Ojalá yo hubiera mantenido esa calma cuando tuve éxito —le susurré a
Polianara.
Ella hizo una mueca.
—Que yo recuerde, gritaste «¡Eureka! ¡Eureka!» con ese acento bárbaro que
tenías.
Me reí con ganas. Varios estudiantes alzaron la cabeza, pero una mirada de
Polianara los devolvió al trabajo. Mi acento provinciano había sido la maldición de
mis años de estudiante. Había pasado más tiempo tratando de deshacerme de él que
estudiando ciencia.
—Crece en Tiro, Atlantea del Norte y la India y ya verás cómo suena tu acento —
dije.
—No, gracias —replicó ella—. Además, no lo tuve más fácil por venir de un sitio
de segunda fila como Cartago.
—Oh, sí —dije, disfrutando del privilegio de burlarme de una vieja amiga de la
escuela—. Recuerdo que te quedabas mirando boquiabierta los altos edificios de
Atenas y te negabas a subir a una nave celeste por miedo a caerte.
Intercambiamos unos cuantos recuerdos más, pero gradualmente fuimos
guardando silencio a medida que nuestros pensamientos volvían a nuestros días de
estudiantes. Al principio recordé las alegrías de la escuela, donde aprendí, discutí, leí
más de lo que había hecho jamás. Pero en medio de mi nostalgia algún espíritu
(demonio, héroe o dios, no podría decirlo) sustituyó aquellos recuerdos por otros de
los aspectos desagradables de la Academia que había olvidado en mis tres años de
ausencia.
Los recuerdos se agolparon: del provincianismo ateniense de los sabios, la
aceptación de que sólo en la ciudad de la sabiduría había auténtica comprensión de
cualquier cosa. Del provincianismo científico, la creencia de que la comprensión de
la naturaleza era lo único que merecía la pena comprender. Y del provincianismo
militar, la creencia de que sólo la ciencia que ayudaba a la guerra de novecientos años
era ciencia que merecía la pena.
El espíritu llenó el espejo de mi mente con una imagen blasfema. Vi la Academia
no como una madre amorosa a quien yo, su hijo errante, había regresado, sino más
bien como una hetaira, hermosa en apariencia, cultivada en su forma de hablar, pero
una puta en esencia.
—Hablame de la conferencia que nos vas a dar esta tarde —dijo Polianara,
rompiendo el silencio y relegando la imagen a un oscuro rincón de mis pensamientos,
donde algo la hizo desaparecer—. Todo el mundo está esperando oír hablar de tu
investigación secreta.

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Me eché a reír, intentando regresar al estado de ánimo anterior, pero la risa sonó
hueca. Secreta, qué chiste. La Academia era el único lugar del mundo donde
«secreto» significa «bueno, lo discutiremos con calma» y «secreto máximo» significa
«déjame que te lo susurre».
Pero la capitana Liebre Amarilla me estaba mirando; para un espartano, un
secreto es un secreto. No quise tener que explicar las actitudes de la Academia sobre
este asunto a la capitana Liebre Amarilla ni al alto mando general espartano si ella
informaba de que había quebrantado la seguridad.
—Lo siento —le dije a Polianara, un poco demasiado fuerte—, es máximo
secreto.
Ella ofreció la oreja para que le susurrara. Me hice bocina con la mano y hablé en
tono normal.
—Es realmente secreto.
Ella se cruzó de brazos y me miró como una regañona hermana mayor.
—Escucha, Ayax, los rumores sobre esa conferencia llevan dando vueltas por la
Academia desde hace un mes. Todos los grandes sabios estarán esperando en la sala
de conferencias principal esta noche. Si no tienes algo interesante que decir, tu
reputación quedará arruinada. Otra vez.
Eso sí que era un problema. Mi reputación en ciertos círculos de la Academia no
era buena. Normalmente me habría encantado decir a esos detractores míos que los
arcontes habían encontrado un estudio especulativo que una vez escribí sobre los
posibles métodos para capturar fuego celeste y me habían encomendado la tarea de
convertir la teoría en realidad. Pero no podía hacerlo con la capitana Liebre Amarilla
escuchando.
Sin embargo, tenía que decirle algo a la Academia en la conferencia de esa noche,
y tenía que decirle a Polianara algo ahora.
—Me lo tengo que pensar.
—¿De veras? —La voz de Polianara se volvió seca, sacando a la luz ese sarcasmo
del que hacen gala los cartagineses—. Tienes tres horas enteras para decidirte.
—Eso debería ser más que suficiente —dije mientras salía del laboratorio seguido
por mi silenciosa guardaespaldas.
Pensé en regresar a mis habitaciones, revisar mis notas y preparar una charla que
aludiera a mi trabajo en el Proyecto Ladrón Solar sin ser indiscreto.
Bajo presión hice lo que los sabios de la Academia habían hecho desde que
Platón compró aquel huerto y lo transformó en una escuela. Atravesé las puertas
interiores y deambulé por los bosques cuidadosamente cultivados, esperando
conseguir inspiración de la naturaleza.
Mis sandalias aplastaron agradablemente las hojas. El aroma de un millar de
árboles, traídos a la Academia de todas partes de la Liga, se mezcló con el pictórico
perfume de la primavera para agudizar mis pensamientos. Muchos de los sabios más
visionarios habían visto a la propia Atenea bajar del Olimpo para saborear aquella

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mareante mezcla de olores de frutas, nueces y dulce savia. ¿Era soberbia por parte de
los sabios imaginarla caminando por nuestro jardín, dejando que aquella mezcolanza
de olores hiciera cosquillas en su nariz divina y excitara su mente sin igual?
Esperando que Atenea se detuviera y me tocara con su presencia, me senté bajo
un castaño y me entretuve rompiendo algunas castañas contra su corteza. Advertí que
la capitana Liebre Amarilla mojaba el dedo en la savia de un arce y saboreaba la
dulce libación de su tierra nativa.
Estuve a punto de hablarle, pero la voz se me congeló en la garganta: algo
brillante y grande danzó en mi mente acompañado por un coro de cánticos de
alabanza. Una diosa había descendido a atenazar mis pensamientos con su sagrada
inspiración. Pero no era Atenea la señora de aquel huerto. La radiancia y la música se
convirtieron en una voz y una imagen familiares. Clío, la musa de la historia,
apareció en el plano de mis pensamientos, llamándome.
Al principio tuve miedo, miedo de que hubiera venido a castigarme por
abandonar su servicio. Durante años fui uno de los pocos devotos de su despreciado
campo de estudio, pero cuando su hermana Urania me llamó a trabajar en el Ladrón
Solar abandone a Clío por bien de mi reputación. Ahora ella había regresado.
Me postré ante ella y pedí perdón por mi apostasía. Su porte era furioso pero sus
ojos irradiaban amor. Estaba enfadada conmigo por haber descuidado su adoración
aquellos tres últimos años, pero pude ver que me quería de vuelta. En sus manos
acunaba un rollo de papel y supe que contenía la charla que yo iba a dar a la
Academia esa noche. Extendí las manos para recibir su regalo, pero Clío no me lo
entregó. Antes de concederme este favor, me recordaría por qué había entrado yo en
primer lugar a su servicio.
Clío me arrojó en brazos de la Memoria, haciéndome retroceder a través de los
años hasta la época de mi desesperación, cuando la Fama me bendijo con un año de
gloria por inventar el motor heliófilo y luego me abandonó por no seguirla con
nuevos triunfos.
Mis pensamientos se habían secado, mis conferencias apenas tenían público y el
preboste de la Academia me relegó a enseñar introducción a la uranología. En un
arrebato de confusión, decidí visitar a mi padre en Esparta: mi esperanza era que su
visión del mundo, completamente diferente, pudiera arrancarme de las garras de la
desesperación. En cambio, él me recibió silencioso y distante, y me entregó al
cuidado de sus sirvientes.
Después de dos días de verlo caminar junto a mí sin una palabra de saludo, me
retiré a su exigua biblioteca, esperando que algo apartara mis pensamientos tanto de
Atenas como de Esparta. Entre los numerosos tratados de estrategia encontré una
crónica de batallas escrita por un general persa seis siglos y medio antes de mi
nacimiento. Era un agrio discurso a cargo de un viejo amargado que, como yo, había
sido abandonado por la mutable diosa Fortuna.
Las morosas palabras del hombre llegaron a mí a través de los siglos y me

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llenaron de negra bilis. Pero cuando solté el pergamino y su furia me abandonó,
advertí que había aprendido mucho sobre la época en que vivió. Me encontré deseoso
de saber más, de ahogar mis penas en las vidas de hombres muertos. Fue entonces
cuando Clío se me apareció por primera vez y desenrolló el pergamino del tiempo
para que mi mente lo leyera.
En los años que siguieron me asomé a los polvorientos archivos de todas las
ciudades de la Liga Délica. Leí crónicas y manifiestos, argumentos eruditos y
disputas legales. Metí la nariz en cada ajado papel que halle desde la India hasta
Atlantea. Incluso me las apañé para conseguir algunos documentos del Reino Medio,
aunque me enseñaron poco. Traté de organizar este conocimiento, de formular teorías
del pasado que pudiera ofrecer a Clío como los frutos de mi formación científica.
Pero como la Academia no consideraba la historia un verdadero campo de estudio,
mis investigaciones no fueron publicadas, y celebré mis conferencias ante bancos
vacíos.
Cuando los arcontes me dieron el mando de la Lágrima de Chandra, renuncié a la
adoración de Clío para encajar con la imagen adecuada de un científico investigador:
mirada aguda, mente despejada, nada de excentricidades. Ahora la Musa volvía a
reclamarme y utilizarme para lo que había pretendido originalmente. Esa noche, la
Academia entera me escucharía, y Clío, cuya voz no se oía desde los tiempos de
Aristóteles, hablaría a través de mí.
La Musa me puso en pie y me hizo pasear por el huerto. Mientras pasaba ante
cada árbol, Clío me mostró una parte diferente del mundo, un componente distinto
del pasado a partir del cual había formado el presente.
Ahí había un cedro de mi tierra natal, donde nació el comercio y desde donde la
mano helénica se había extendido por todo el Mediterráneo. Ahí había árboles de
incienso de la India, donde Alejandro unió a un millar de razas guerreras y las
condujo hacia el este, hacia el Reino Medio. Ahí había un baobab de África, donde se
encontraba el oro que daba poder a nuestras armas, y un arce de Atlantea del Norte,
donde la guerra de nueve siglos contra los medianos aún estaba en auge. Y por todo
el bosquecillo crecían los olivos de Atenas, la fuente de la tecnología délica.
La tenaza divina se hizo más fuerte cuando me apoyé contra uno de aquellos
olivos para componer mi discurso a partir de las palabras de Clío.

El Sol se puso sobre la Acrópolis, esparciendo luz roja por las barras de plata de la
jaula de la Academia y tiñendo de sangre la armadura de la capitana Liebre Amarilla.
Sacudí las hojas de mi túnica al levantarme y expulsé de mis músculos los calambres
de la inacción. Para calmar mi estómago comí una manzana que había arrancado de
un árbol cercano antes de atravesar el huerto para volver al claro de conferencias.
Esclavos pelirrojos, caminando con la falta de gracia típica del norte de Europa,
descubrieron las lámparas de fuego sostenido. A la limpia luz azul vi docenas de

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estudiantes y sabios situados entre el proscenio, donde yo hablaría, y el anillo de
bancos de mármol donde mis pares se sentarían para juzgarme.
Los sabios parloteaban como grillos mientras discutían acerca de sus campos de
forma esotérica y los estudiantes, con sus túnicas de orladura roja, escuchaban
respetuosamente. De vez en cuando, un atrevido jovencito intercalaba una pregunta
en la discusión, ya de por sí cargada. La mayoría de esas interrupciones eran
respondidas de forma sucinta y cortante, calculada para despertar en el estudiante la
conciencia de su propia estupidez. Alguna vez la pregunta era uno de esos golpes de
brillantez juvenil y el que preguntaba no era amonestado. Al contrario: los sabios
debatían la cuestión, cultivando los frutos de la semilla de la juvenil curiosidad. El
estudiante que había hablado era escuchado con orgullo paterno y se relamía con la
envidia de sus amigos.
El momento de mi discurso se acercaba y el kerux más veterano de la Academia
subió al escenario y golpeó tres veces con su vara de orador. El ruido de la multitud
se redujo a un murmullo. El kerux esperó un momento, congregando todas las
miradas antes de hablar.
—Ayax de Tiro se dirigirá ahora a la Academia.
Avancé hacia la luz y los corrillos de personas se apartaron mientras pasaba entre
ellos. La capitana Liebre Amarilla se fundió en las sombras cuando el silencio se
apoderó del prado.
Los estudiantes se sentaron en el suelo con las piernas cruzadas, en atentas filas,
mientras los sabios se encaramaban a sus bancos de mármol. Los jóvenes habían
venido a oír cómo era dirigir un proyecto de la Liga para desarrollar armas por el bien
del Estado. Los viejos querían saber qué arma era ésa. Con la ayuda de Clío planeaba
decepcionarlos a todos.
—Que Atenea y Aristóteles bendigan esta asamblea con sabiduría y conocimiento
—dije. Los allí reunidos dieron la respuesta obligada. Los estudiantes se inclinaron
hacia adelante como la hierba con el viento; los sabios cruzaron las manos y se
enderezaron—. Esta noche, mi tema es la historia; mi tesis es que hace nueve siglos
la Academia abandonó el estudio de la filosofía por el de la ciencia, y que ese
abandono se hizo no por la gloria de Atenea, sino por motivos políticos.
—¿Qué es esta tontería? —inquirió una voz quejumbrosa desde el banco del
fondo. Pisístratos, uno de mis maestros de uranología, se puso en pie con dificultad,
combatiendo la tendencia natural de los huesos de noventa años a permanecer
sentados—. ¿Qué estás farfullando, Ayax?
Di un leve respingo: las palabras duras de un profesor odiado todavía podían calar
hondo. Pisístratos había sido particularmente duro conmigo en mi juventud: había
llegado a confesar en secreto que yo nunca sería científico; se molestó cuando flirteé
con la fama y se alegró cuando desaparecí del mapa durante dos décadas. Sin duda
lamentaba mi reciente regreso a la gloria, y sin duda le encantaba la estupidez de mi
tema.

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—Ésta es una conferencia sobre la historia y el propósito de la Academia —dije
—. No tienen ustedes que quedarse si no desean aprender.
Varios sabios se levantaron y se marcharon, sin seguir siquiera la práctica común
de perderse en silencio por el huerto para escapar de las conferencias aburridas. Pero
la mayoría se quedaron, como encadenados a sus bancos, a causa de mi celebridad.
Pisístratos se quedó también: supe que estaba esperando una oportunidad para
desafiarme en público y recordar a la Academia que Ayax el comandante había sido
durante mucho tiempo Ayax «ese idiota que farfulla sobre historia».
Mantuve silencio hasta que el último arrepentido se marchó.
—¿Sabe alguien por qué los atenienses, de todos los pueblos de la Liga,
desarrollaron la ciencia para explicar los misterios de la naturaleza?
Esperé, pero el único sonido en el bosquecillo fue el chirrido de los escarabajos
egipcios peleando por alguna nuez o alguna fruta con las ardillas europeas.
—¿Cuál es la piedra angular de la ciencia? —pregunté, pues necesitaba alguna
respuesta de ellos antes de que mi charla pudiera continuar.
El coro de estudiantes exclamó:
—¡La experimentación!
Ahora los tenía.
—¿Quién descubrió la experimentación?
Los estudiantes me miraron como si estuviera hablando en un idioma extranjero.
Casi pude oír sus pensamientos. La experimentación es el modo de hacer las cosas.
Eso era como preguntar quién descubrió la respiración o servir libaciones a los
dioses.
Pisístratos entornó los ojos y se inclinó hacia delante en una típica postura rapaz.
Cuando yo quedara completamente en ridículo, él se levantaría y me aplastaría con
un aforismo adecuado.
Un muchacho cretense de pelo negro y barba hirsuta habló desde la cuarta fila de
estudiantes. Su fuerte acento minoico y su habla insegura me recordaron a mí mismo
a su edad.
—Aristóteles fue el primero que realizó un experimento.
—¿Porqué?
Los camaradas del muchacho lo miraron con el entrecejo fruncido, pero el brillo
en sus ojos era familiar para mí. Se alegraban de ver cómo uno de los suyos se ponía
en ridículo.
—Señor —preguntó—, ¿qué quiere decir con por qué?
Me eché hacia atrás, uní las manos por detrás de mi cabeza y miré la Luna
moteada de viruela.
—¿Qué motivo tuvo Aristóteles para hacer algo que nadie había hecho antes?
—Hum… esto… —El muchacho tartamudeó y guardó silencio. Miró alrededor
como un ciervo acosado que busca escapar de los perros de presa. Luego miró a
Pisístratos y le suplicó ayuda en silencio.

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El anciano recuperó su dignidad, asió el borde de su túnica y avanzó para
combatirme. Los estudiantes se separaron para dejarle paso como el trigo ante el
viento.
—Ayax, ¿por qué nos haces perder el tiempo? Esto es un instituto de ciencia. Eso
es lo único que estudiamos.
—Ese es exactamente mi argumento. ¿Por qué es la ciencia lo único que
estudiamos?
Él alzó las manos con un melodramático gesto de disgusto.
—¿Preferirías que perdiéramos el tiempo con disquisiciones platónicas sobre la
naturaleza de las formas ideales mientras el Reino Medio nos conquistara con su
imposible ciencia taoísta?
Yo sabía que el insulto «platónico» saldría tarde o temprano.
—No, Pisístratos, no quiero perder nuestro tiempo con esa tontería. Pero sí quiero
que los estudiantes sepan cómo llegamos a estudiar ciencia y nada más.
Él dejó escapar un exagerado suspiro.
—¿Qué más merece la pena ser estudiado?
Pisístratos finalmente debatía conmigo, dándome una oportunidad de exponer mi
caso. Pero no dejé que la felicidad me cegara hasta caer en la trampa socrática que me
había tendido. Expresé mi contrapregunta cuidadosamente.
—¿Puede estudiarse ciencia sin tener ningún otro conocimiento?
Pisístratos se hizo a un lado como un bailarín de toros.
—¿Qué otra materia necesitas? ¿Filosofía? ¿Teología? ¿Ética? Tal vez se utilicen
la tragedia y el drama en tu investigación secreta, pero yo nunca las he necesitado.
—En mi trabajo es necesaria la historia.
Pisístratos bajó una ceja, retorciendo su rostro arrugado en una mueca. Todos los
ojos se clavaron en él. Ver a los eruditos debatir ha sido el deporte favorito de los
estudiantes desde que Sócrates se enfrentó a los sofistas.
—Historia. ¿Qué puede enseñarte la historia?
Ofrecí una plegaria de agradecimiento a Clío por guiarme y sentí su aliento en mi
espalda, llenándome de su fuerza divina.
—Dime, Pisístratos, ¿impregnarías con fuego la tierra fértil?
Él me miró, añadiendo arrugas de malestar al mapa de su rostro.
—Por supuesto que no: explotaría.
—¿Cómo lo sabes?
Bufó majestuosamente; un toro sagrado listo para el sacrificio.
—Toda persona educada lo sabe.
Me incliné hacia delante y señalé su estómago enflaquecido.
—Pero ¿cómo lo sabes?
Señaló vagamente el límite norte del huerto.
—Porque hace ciento cincuenta años el héroe Cofites voló en pedazos intentando
hacer exactamente eso.

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Incliné la cabeza, como si reconociera su sabiduría. La luz de la Luna titiló a
través de la jaula de plata, proyectando una rejilla sobre su rostro despectivo.
—Entonces usas la historia para evitar errores pasados —dije tranquilamente.
—Pero…
Lo interrumpí. El conocimiento que había recopilado a través de años gastados en
los archivos olvidados de la Academia brotó de mis labios, abrumándolo con un
relato épico sobre el trabajo que miles de eruditos habían realizado en los últimos
nueve siglos de dolorosa investigación para determinar la miríada de hechos que toda
persona educada conocía.
—Todo el mundo sabe algo del pasado —dije—. Historia familiar, la historia de
su campo científico concreto. Algunos, como los mejores espartanos, conocen su
historia militar. Pero la Academia no quiere que sus estudiantes conozcan su propia
historia. ¿Por qué?
El público miró ansiosamente a Pisístratos. Querían una respuesta a mi pregunta.
Pero él no la sabía, así que sus cabezas se volvieron hacia mí. Y Pisístratos regresó a
su asiento con el cuello estirado.
Hice una pausa para ordenar mis pensamientos y bebí de nuevo el vino de la
inspiración de Clío. Luego empecé a hablar.
—La Academia no es principalmente un lugar de conocimiento, sino de guerra.
—Silencio—. La supuesta igualdad entre Atenas y Esparta, que ha gobernado la Liga
Délica desde su fundación, está dominada por el pensamiento espartano. —Un rumor
interrogante—. Para demostrarlo, pondré tres ejemplos de la historia de la ciencia.
Empezaré con el más reciente y retrocederé hasta la época de Aristóteles y Alejandro.
—El viento se calmó e incluso los escarabajos y las ardillas se apaciguaron con la
mención de aquellos héroes—. El primer caso que expondré tuvo lugar hace apenas
cuarenta años.
Los ojos de los estudiantes congregados brillaban. Sabían de lo que iba a hablar:
del primer viaje a la Luna.
En aquella época la escuela clásica de uranología decía que semejante viaje sería
imposible porque había una esfera de fuego entre la Tierra y Selene y que no había
aire más allá de esa esfera, sólo éter irrespirable. Pero la escuela moderna negó la
existencia de la esfera de fuego y sostuvo que el aire se extendía por todo el universo
desde la esfera de estrellas fijas.
Le conté a mi público cómo se demostró que la escuela moderna tenía razón
cuando Creso y Milcíades estrellaron en la Luna la primera nave celeste, el Carro de
Selene, y regresaron triunfantes, volando en un trozo de materia celeste que habían
arrancado de la propia Luna. Las maravillas de las esferas quedaron al alcance de los
estudiantes, y la ciencia de la uranología floreció gracias a sus esfuerzos. Los
estudiantes habrían aplaudido, pero eso habría sido contrario a la etiqueta de la
Academia.
Pero no había sido por el bien de la uranología por lo que esos dos grandes

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hombres arriesgaron sus vidas. Fueron a Selene porque Esparta quería armas
voladoras, plataformas para arrebatar los cielos al dominio del Reino Medio.
La fuerza divina fluyó a través de mí, inundando mis pensamientos. Ya no podía
ver a mi público: sólo podía pronunciar las palabras de Clío.
Retrocedí tres siglos para mi segundo ejemplo. En aquella época el Reino Medio
acababa de inventar las cometas de combate y nuestros ejércitos de tierra no tenían
defensas contra ellas. Para contrarrestar esta ventaja Esparta necesitó miles de
enormes cañones evac para abatirlas. Los generales exigieron que los sabios
produjeran la enorme cantidad de oro-fuego necesaria para rarificar el aire dentro de
esos cañones.
La Academia reclutó a todos sus pirólogos y geólogos, poniéndolos a producir
metales enriquecidos en fuego desde las tareas lentas, peligrosas y complejas hasta
las más sencillas, seguras y fáciles. Diez años y diez millones de óbolos más tarde,
tuvieron éxito. En el proceso avanzaron dos campos científicos, y los carros flotantes,
los tubos cápsula y un millar de otras comodidades modernas basadas en los metales
de fuego se hicieron prácticas, pero de nuevo fueron efectos secundarios de las
demandas militares.
Para completar mi trinidad de ejemplos, retrocedí seiscientos años hasta una
época en que los ejércitos de la Liga eran demasiado grandes para que pudieran ser
abastecidos en sus extensas campañas. Esparta solicitó la ayuda de Atenas para que la
investigación sobre la generación espontánea se convirtiera en el tema más
importante de la Academia. Siete años de trabajo llevaron al héroe Egisto a descubrir
la fórmula para producir vacas a partir de basura. Los ejércitos ahora podían viajar
adonde quisieran durante el tiempo que necesitaran.
Como efecto secundario se eliminó el hambre en toda la Liga y se encendió la
chispa de la Primera Rebelión India.
Había dejado claro el dominio de Esparta sobre Atenas; ahora tenía que mostrar
que ese dominio se debía a maquinaciones políticas. Retrocedí nueve siglos para
hablar de los dos héroes que habían encadenado la Academia al campo de batalla:
Alejandro y Aristóteles.
La Luna había caído tras las cabezas de los estudiantes, iluminando con un aura
espectral el bosque de árboles mezclados. Imaginé a Alejandro y Aristóteles de pie en
ese mismo lugar, bajo una Luna que no había sido tocada por el hombre. El joven
general pedía al viejo filósofo-convertido-en-científico que le ayudara a reconvertir la
Liga Délica en una fuerza que pudiera conquistar el Reino Medio. La leyenda decía
que trabajaron bajo una visión divina del futuro, pero las polvorientas crónicas de los
sótanos de la Academia decían lo contrario.
Me detuve para recuperar el aliento un instante; Clío también se detuvo,
apartándose de mi mente para que pudiera recuperarme de los dolores de su epistasia.
Miré a mi público por primera vez en una hora. Los sabios ya no estaban
aburridos. Se inclinaban hacia delante, las manos retorcidas, los ojos brillantes de

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interés. Los estudiantes se mecían adelante y atrás sobre sus piernas cruzadas. Sus
rostros embelesados como bacantes a punto de despedazar una cabra a mayor gloria
de Dionisos.
Antes de que Clío tomara de nuevo mi mente, Atenea intervino y detuvo mi voz
con súbita sabiduría. Palas me hizo mirar a eruditos y estudiantes y comprender que
no habían oído lo que yo había dicho. Les había contado la sangrienta historia de la
Academia, y estaban orgullosos de ello. Si les contaba la verdad sobre Alejandro y
Aristóteles, me ignorarían. «El loco de Ayax —pensarían—, más vale que los
arcontes no esperen mucho de su trabajo».
La presión de su atención me barrió con una oleada de fatigosa comprensión. Para
ellos no serviría de nada que le dijera a la asamblea que Aristóteles había orquestado
con Alejandro purgar a los platónicos de la Academia.
Si les demostraba que el fundador de la ciencia moderna había sacrificado su
filosofía para fabricar armas para un muchacho que pensaba que era un dios mucho
antes de su muerte y su apoteosis, nada importaría. A aquellos buscadores de la
verdad no les importaría que Aristóteles hubiera renunciado a su visión de unificar
todo el conocimiento para poder convertirse en el maestro de la escuela fundada por
Platón, el maestro al que odiaba.
Permanecí en suspenso entre las dos diosas que reclamaban mi fidelidad. No supe
entonces por qué Atenea aconsejó que dijera falsedades en su casa, aunque ahora creo
saberlo. Supliqué el perdón de Clío y abrí la boca para dar voz a la escandalosa
versión de la leyenda de dos héroes y su divina visión de la ciencia y el militarismo
trabajando juntos por el bien de todos.
Cuando terminé mi discurso, los sabios y estudiantes se levantaron a una y me
dieron las gracias por mostrarles el valor de la historia. Incluso el viejo Pisístratos se
disculpó por su anterior conducta.
Me aparté de ellos y, desde el bosque en sombras, vi a la capitana Liebre Amarilla
mirándome con la expresión de disgusto que los espartanos reservaban para los
cobardes. Pero entonces algo atenazó sus hombros y su expresión se suavizó,
convirtiéndose en asombro. ¿Sabía que yo había traicionado a la diosa a la que había
prometido servir, y qué espíritu le habló y apartó su furia? Como nunca me atreví a
preguntarlo, aún no sé la respuesta a eso; sólo supongo que también ella vio a la
Musa de la historia en el bosquecillo de Atenea y compartió algo de mi inspiración.
Liebre Amarilla me condujo de vuelta a las habitaciones de invitados y salió del
cuarto a montar guardia.
Una esclava me trajo un cuenco de vino que vertí sobre el suelo de mármol, una
libación a Clío. Luego me acosté y, mientras me quedaba dormido, me pareció oír a
las dos diosas conversar. Ambas parecían complacidas. ¿Por qué?, me pregunté
mientras Hipnos se apoderaba de mí. ¿Por qué ni la Sabiduría ni la Historia están
furiosas?

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γ
Una discusión entre susurros que se filtró por las cortinas de mi habitación, como la
primera brisa de otoño que avisa de la llegada del invierno, me sacó de una ciénaga
de sueños que no recuerdo.
—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber una voz con acento indio. Tardé un
instante en reconocerla: ¡Ramonojon! Gracias a los dioses, estaba a salvo—. ¿Dónde
se encuentra Ayax?
—El comandante Ayax está dentro —oí decir a la capitana Liebre Amarilla—. No
puede usted entrar.
Me incorporé en mi cama, arrojé al suelo la sábana de lino, me puse la túnica que
llevaba la noche anterior y salí atravesando la cortina. Liebre Amarilla se colocó
instantáneamente entre Ramonojon y yo e hizo un gesto con la mano para impedir
que me acercara demasiado.
—Ayax —dijo Ramonojon—. ¿Qué es todo esto? ¿Por qué estás siendo vigilado?
Ramonojon se había quedado mucho más delgado durante su mes de permiso; su
corta túnica india y su falda colgaban sueltas sobre su delgado contorno. Había una
expresión macilenta en sus ojos, como si no hubiera dormido en años. Su piel se
había endurecido, como si hubiera pasado por una tenería. Y su voz y su rostro tenían
una extraña placidez, como si no hubiera pasado cada uno de sus cincuenta años de
vida sumido en constante reflexión.
—No pasa nada, capitana —le dije a Liebre Amarilla—. Yo respondo por el
dinamicista Ramonojon.
Me volví hacia mi amigo indio.
—Ven a mis habitaciones y te lo explicaré.
Mi guardaespaldas se hizo a un lado y dejó que Ramonojon atravesara conmigo
los cortinajes colgantes. Ella nos siguió, sin apartar su dorada y penetrante mirada de
él.
Ramonojon ladeó la cabeza y me miró, expectante.
—Me atacaron cuando volvía a Atenas.
Abrió mucho los ojos y su rostro adoptó la expresión de asombro que había hecho
que muchos jueces superficiales de carácter creyeran que era un simple. Luego
parpadeó como si advirtiera qué cara había puesto, inspiró lenta y profundamente
cuatro veces y su expresión adquirió su nueva y misteriosa pasividad.
—¿Te atacaron? —preguntó, como si yo hubiera acabado de contarle un cotilleo
sin importancia.
—Una cometa de combate apareció en los cielos mediterráneos y trató de hundir
el barco mercante en el que yo viajaba.
—¿Una cometa de combate? ¿Aquí? Eso es… —Se interrumpió e inspiró cuatro
veces más—. ¿Cómo puede ser?
No pude ofrecerle una respuesta. La distancia que él intentaba mantener entre

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nosotros era insondable. Lo único que pude hacer fue estudiar su rostro a través de
sus ciclos de asombro, respiración y control. Fue como observar a un actor prepararse
para un papel con el que todavía no se siente cómodo.
—¿Te ha ocurrido algo? —pregunté—. ¿Tuviste algún problema al volver de la
India?
—No, Ayax —dijo él—, en mi viaje no hubo incidentes. Cuéntame más de ese
ataque.
Mientras le contaba la historia, vi cómo sus ojos y su boca se llenaban de
asombro. Me consolé con la normalidad de esas reacciones, pero, justo cuando el
Lisandro estaba a punto de destruir el aparato enemigo con un disparo perfecto, la
expresión aturdida de Ramonojon se convirtió en una perfecta expresión de
desconcertante falta de reacción, como si el actor ahora supiera su parte y se hubiera
puesto la máscara de un demonio sereno.
Irritado, traté de borrar esa expresión mencionando los detalles del peligro,
deteniéndome en la explosión del motor de vapor, para la que tan poco había faltado,
y escalando a alturas desacostumbradas de oratoria mientras describía mis intrépidas
acciones para salvar el navío. Pero Ramonojon continuó imperturbable. Mi narración
se hundió en el silencio después del momento en que la capitana Liebre Amarilla me
llevó a bordo del Lisandro.
Ramonojon se mantuvo callado un instante; luego, en un tono cuidadosamente
controlado, preguntó:
—¿Cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que podamos devolverte a la seguridad
de nuestra nave?
Liebre Amarilla le respondió.
—La Lágrima de Chandra llegará al muelle celeste de Atenas una hora después
de mediodía.
Miré el reloj de agua situado en un rincón de la habitación. Teníamos cinco horas
de espera por delante. La idea de pasar ese tiempo en la Academia, siendo visitado
por colegas que vendrían a felicitarme por mi «triunfo» de la noche anterior, me
revolvió el estómago. Quería salir de allí antes de que nadie más se despertara.
Pero ¿adonde ir? Un recuerdo cruzó mi mente, un delicioso olor de harina y miel
que me impulsó a volver a uno de mis lugares favoritos de toda Atenas.
Había una panadería en una callejuela a medio kilómetro de la Academia,
apartada del ruido del tráfico. El panadero era un viejo cuya familia llevaba mil
doscientos años horneando pan y vendiéndolo. Las paredes de piedra estaban
impregnadas del dulce olor del pan de cebada, horneado siguiendo una tradición que
no había cambiado durante siglos. La única diferencia entre aquel panadero y su
remoto tatarabuelo era que él usaba un horno de metal autocalentador en vez de uno
de ladrillo y ceniza.
No se me ocurrió otro sitio donde pudiera estar mejor que en aquella tienda,
comiendo pan fresco regado con dulce aceite de oliva y discutiendo de la Atenas de

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siglos pasados con el panadero en aquella pieza de historia viva.
Le dije a la capitana Liebre Amarilla que quería caminar por las calles de la
auténtica Atenas, no la ciudad de burócratas que se las daban de importantes y de
científicos que se engañaban a sí mismos, sino la bendita ciudad de Atenas de
personas reales que vivían las mismas vidas que habían vivido sus antepasados desde
que los minoicos dominaron el Peloponeso.
—No, comandante —dijo Liebre Amarilla con la determinación de Zeus
emitiendo su juicio—. No puedo permitir que corra ningún riesgo.
Oí ruidos en los pasillos, esclavos fregando los suelos, puliendo las estatuas.
Pronto los estudiantes despertarían para realizar sus ejercicios matutinos, y luego los
sabios se levantarían para enseñar y discutir. La Academia empezaba a desperezarse,
y yo quería marcharme antes de que parpadeara con sus ojos soñolientos y me viera.
Atenea me dio un suave golpecito en el hombro y me dijo la forma de salir.
Aunque mi guardaespaldas me negaba el corazón de la ciudad, no podía apartarme de
su alma. Me volví hacia la capitana Liebre Amarilla.
—¿Podemos ir a la Acrópolis? Quiero hacer las paces con Clío.
—Por supuesto —dijo ella, y en el brillo de sus ojos dorados pude ver un destello
de aprobación—. Ni siquiera los medianos atacarían un santuario de los dioses.
Esparcí agua fría sobre mi cuerpo y lo froté con aceite caliente, me puse la burda
ropa de viaje y tomé dos manzanas y un trozo de pan de nueces de la cargada cesta
del desayuno que trajo una esclava. Luego Liebre Amarilla, Ramonojon y yo salimos
de la Academia. Ni siquiera miré hacia atrás para ver los salones y el bosquecillo que
estaba abandonando.

La capitana Liebre Amarilla llamó a una cápsula-tubo para nosotros e impidió que
nadie más la utilizara. Los hombres que vigilaban en las estaciones gruñeron, pero
ningún soldado raso habría discutido jamás las órdenes de un oficial espartano. El
viaje desde el extrarradio al centro de Atenas pasó tranquilamente, sin
acontecimientos dignos de mención. Yo estaba sumido en mis pensamientos,
reflexionando cómo dar mejor forma a mis oraciones. Ramonojon se recostó en el
banco y retorció con fuerza las correas de cuero entre sus manos. Tenía los ojos
cerrados y parecía susurrar para sí, aunque no pude oír lo que decía. La capitana
Liebre Amarilla permanecía sentada junto a mí, la espalda recta, la mirada atenta, un
brazo detenido cerca de la empuñadura de su espada, el otro rozando la bolsa de
municiones situada en la culata de su lanzador evac. Esperaba como el rayo de una
tormenta, dispuesta a golpear al primer choque de truenos.
Salimos de la estación terminal a la larga sombra de la mañana, cerca de la base
occidental de la Acrópolis, y subimos las escaleras talladas en ese lado de la colina
sagrada. Ya había un puñado de fieles atravesando la puerta Propilea, alegremente
coloreada. Los ciudadanos de Atenas que venían a presentar sus respetos y a pedir a

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los dioses fortuna, amor o gloria alternaban con visitantes de las provincias que
venían a ver la estatua original de Atenea Parthenos, de la cual se habían hecho miles
de copias que se repartían por los templos de toda la Liga.
Una vez dentro del sagrado recinto, la capitana Liebre Amarilla pareció
considerar que nos encontrábamos lo suficientemente a salvo como para dejarnos a
Ramonojon y a mí a nuestro aire durante una hora mientras ella se dirigía al pequeño
templo de Atenea Niké, al sur de la puerta. Supongo que fue a pedir a la diosa
victoriosa ayuda en el cumplimiento de su deber.
Ramonojon y yo subimos a lo alto de la colina, pasando junto a las columnas
rojas y azules del Partenón mismo: recorrimos el camino de losas hasta el otro lado
de la Acrópolis y llegamos al Erecteón, donde se alojaban la mayoría de los dioses.
Pasamos ante la estatua de Atenea, protectora de la ciudad, y descendimos por la
corta escalera que conducía a la galería de dioses menores en el nivel inferior.
Me acerqué vacilante al nicho que albergaba a las Musas, la cabeza inclinada, los
brazos extendidos con un cuenco de vino que ofrecí en libación a Clío antes de
susurrarle:
—Diosa que me libró de la desesperación y me dio vida, que me ofreció palabras
de verdad para pronunciar cuando mi propia voz estaba apagada. Perdóname por no
haber transmitido tu oráculo a la Academia. Pero ellos no me habrían escuchado. Me
ofrezco de nuevo a ti y juro por Zeus en los cielos, Poseidón en las aguas y Hades
bajo la tierra, que haré todo lo que pueda en tu servicio de este día en adelante.
Me aparté del nicho delicadamente tallado y vi que Ramonojon se inclinaba
mecánicamente ante los dioses con una sorprendente mirada de indiferencia, casi de
disgusto, en el rostro. No comprendía qué le había sucedido. Siempre había sido un
hombre muy religioso, entusiasta con sus oraciones y sacrificios a la enorme gama de
deidades hindúes, y nunca había descuidado ofrecer obediencia a los dioses
helénicos. Quise desafiar sus acciones, pero no fui capaz de cuestionar su devoción
en presencia de una diosa a la que había insultado y cuyo favor estaba intentando
recuperar.
Cuando serví una última libación a la Musa y estaba a punto de marcharme,
Ramonojon alzó una mano para detenerme. Me llevó aparte de la docena de otros
fieles que hacían sus ofrendas a sus deidades.
En un rincón oscuro, rebuscó en su túnica, sacó un rollo de pergamino y lo
introdujo en la manga de mi túnica.
El rollo no era de papiro, sino que tenía la suave fragilidad del papel de arroz, lo
cual significaba que tenía que proceder del Reino Medio. Desenrollé el principio y vi
los complejos ideogramas que los medianos usan para escribir. El título decía:
«Registros del historiador, por Ssu-ma X’ien».
Estuve a punto de romper el papel, presa del nerviosismo. Era un documento del
que sólo había oído rumores, escrito por el más grande historiador que el Reino
Medio había producido jamás, y se decía que detallaba el ataque de Alejandro a los

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medianos y el revuelo político que eso causó en el Reino Medio.
—Sabía cuánto deseabas leerlo —dijo Ramonojon, una fina sonrisa quebrando su
semblante.
—Gracias —susurré, sin saber si estaba hablando con mi amigo o con la diosa de
la historia, quien quizás acababa de darme un signo de su perdón.
—¿Cómo lo conseguiste? —le pregunté a Ramonojon.
—Me lo encontré por casualidad en la India —dijo él vagamente. Y supe que no
iba a decirme nada más.
Escondí con cuidado el documento entre los pliegues de mi túnica, pues no quería
que mi guardaespaldas me viera con un texto del Reino Medio. Los espartanos suelen
sentir desconfianza hacia aquellos que muestran demasiado interés en las costumbres
del enemigo.
Nos reunimos con la capitana Liebre Amarilla en el Partenón y nos unimos a la
multitud que ofrecía sus oraciones a la estatua dorada de Atenea. Recorrimos las
instalaciones del templo contemplando a la gente, viendo la ciudad desde su segunda
estructura más alta, hasta que Helios escaló al punto más alto de su viaje a través del
cielo. Entonces llamamos otra cápsula tubo y realizamos un rápido viaje bajo la
ciudad para encontrarnos con la Lágrima de Chandra.
La seguridad en el muelle celeste era más férrea que de costumbre. Había cuatro
guardias en vez de los dos habituales, situados ante las gruesas puertas de acero que
conducían al complejo de almacenes, edificios de oficinas burocráticas y habitaciones
de esclavos en torno a la columna de acero de un kilómetro de altura. Estos guardias
examinaron tres veces mi rollo de identidad, palpando los sellos por si eran falsos o
habían sido manipulados, asegurándose de que yo encajaba con la descripción escrita
hasta el último detalle. Escrutaron a Ramonojon aún con más atención, y me
exigieron que jurara por el agua, la tierra, y el fuego que era quien decían sus
documentos. Naturalmente, la capitana Liebre Amarilla pasó sin más comentarios.
No había manera de falsificar el aire espartano que tenía, y ningún soldado raso
habría puesto en duda la integridad de un oficial espartano.
Nos abrimos paso a través de la multitud de esclavos que cargaban enormes cajas
de madera en grandes carros flotantes de bronce que gravitaban a pocos centímetros
del suelo, de empleados que comprobaban manifiestos escritos y dirigían a los
esclavos para que llevaran una carga de materia lunar a un almacén, apartaran esa
caja de lanzadores evac recién manufacturados y la prepararan para cargar, o tuvieran
cuidado con lo que hacían con aquella caja de oro. «Tened cuidado, norteños sin seso,
¿no sabéis lo frágil que es un cargamento de ónice? Cuidado, oh, ustedes perdonen,
comandante, capitana. Las puertas interiores están por aquí».
Atravesamos de nuevo el procedimiento de seguridad ante las puertas de basalto
que daban al patio interior que rodeaba el muelle en sí. Mientras esperábamos para
franquear este control, la Lágrima de Chandra apareció a la vista, flotando sobre el
horizonte desde el este. Mi nave era un pedazo de la Luna de un kilómetro y medio

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de largo, tallada por los equipos de Ramonojon en forma de perfecta gota plateada.
Flotaba majestuosamente sobre la ciudad, al principio sólo un disco brillante en el
cielo, no más grande que un óbolo. Una docena de diminutos puntos negros
aparecieron debajo de ella, las bolsas de lastre llenas de agua que controlaban el
descenso de la nave. La Lágrima de Chandra se hizo más grande a medida que se fue
acercando a la Tierra. La luz plateada que emitía se hizo más brillante, hasta que
superó el dorado del Sol.
Un kilómetro y medio por encima del suelo mi nave conectó con la parte superior
del muelle celeste. Hubo un chasquido de acero y un puro y agudo tono como el
resonar de una campana de piedra tallada por un maestro: era la armonía pura de la
Luna, una de las siete notas de la música de las esferas.
La contemple ansiosamente y lo único que pude pensar fue que pronto estaría por
fin a bordo.
Nos permitieron atravesar la última puerta para pasar al patio central. Esclavos y
soldados llenaban el complejo. Los soldados comprobaban sistemáticamente el
contenido de las cajas antes de entregarlas a los esclavos. Los esclavos, a su vez,
metían las cajas en cápsulas de carga esféricas, y éstas en el hueco del tubo ascensor
del muelle celeste. Las enormes máquinas de vapor situadas junto a la columna
gemían al sacar el aire del tubo, entonces, cuando la placa impulsora enterrada bajo el
tubo brotaba del suelo, éste latía lanzando las cápsulas hacia arriba a través del fino
aire, hacia la cubierta de carga de la Lágrima de Chandra.
En el complejo divisamos inmediatamente al único hombre que no iba vestido de
soldado ni como los esclavos. Cleón fue una visión de agradecer, con su túnica corta
cretense, una falda azul intenso y sandalias tan bien atadas que parecían tejidas.
Corría por el complejo como un pollo asustado, señalando un montón de pesadas
cajas y exigiendo a continuación que las subieran. Le sonreí a Ramonojon y éste me
respondió con una media sonrisa que reprimió rápidamente.
—Cleón, ¿qué es todo esto? —grité, para hacerme oír por encima del silbido y los
golpes de las máquinas de vapor.
—¡Ayax! —exclamó él, encantado—. ¡No te creerás lo que ha pasado! Yo…
Se dio media vuelta y le gritó a un soldado que correteaba junto a una caja larga y
fina.
—Cuidado con eso. Se podría comprar media Persia con lo que hay ahí dentro. —
Se volvió hacia mí—. Tengo los impulsores de Ares. Reducirán semanas nuestro
tiempo de viaje.
—¿Hiciste qué?
Sacudí la cabeza, esperando que el ruido estuviera haciéndome oír mal. Los
impulsores de Ares eran los rarificadores de aire más largos jamás construidos;
cuando se montaran, serían cuarenta varillas de sólido oro-fuego, cada una de
ochocientos metros de longitud. Habían sido creados para una misión de exploración
en el quinto planeta, no para la Lágrima de Chandra. Di un respingo al pensar en

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cuánto de nuestro presupuesto habría gastado Cleón en esas cosas, y en cuántos
favores debíamos ahora Jasón y yo a los comandantes de otros proyectos.
—¡A los cuervos contigo, Cleón! Te envié a Creta para sustituir algunos
impulsores rotos, no para robar el proyecto más caro que jamás ha salido de la
Academia. ¿Y qué dijiste para que los navegantes celestes te los dieran?
Cleón sonrió como un maníaco. Sus dientes brillaron en su oscuro rostro marrón,
y sus ojos castaños chispearon a la luz plateada.
—Les mostré la autorización que te dio Creso.
Me llevé las manos a la cabeza, incrédulo. El arconte de Atenas me haría cortar la
cabeza por aquel abuso de autoridad.
Cleón me dio un golpecito en la mano, consolándose como si fuera una tía mía.
—No te preocupes por eso. Los diseñadores del Ares enviaron un mensaje a
Délos antes de entregarme los impulsores. Creso autorizó en persona la transferencia.
La Cofradía de Navegantes Celestes está enfadada conmigo por arrebatarles el
juguete, puede que incluso me expulsen.
No pude creer que se sintiera feliz por eso.
—Esos impulsores fueron diseñados para la Lanza de Ares. ¿Eres consciente de
cuánto tendremos que excavar en la Lágrima de Chandra para que pueda volar
después de instalarlos?
—Eso no será ningún problema. —Empezó a tararear alegremente y se volvió
hacia Ramonojon—. Será fácil reconfigurar la dinámica, ¿no?
Ramonojon parpadeó como si no hubiera estado escuchando la conversación.
—Humm. Sí, supongo que sí.
¿Se habían vuelto locos todos mis subordinados? Durante dos años Ramonojon
había estado esculpiendo cuidadosameante la Lágrima de Chandra para que pudiera
volar hasta Helios y volver con y sin el fragmento solar.
Ahora Cleón había deshecho de golpe todo ese trabajo, y Ramonojon se
comportaba como si fuera un problema sin importancia.
—Vamos —dijo Cleón—. Tomaremos la siguiente cápsula que suba. No puedo
esperar a recalcular nuestro curso de vuelo.
Corrió hacia la cápsula de pasajeros más cercana y entró.
Ramonojon se encogió de hombros y le siguió hasta la semi-esfera de acero
repujada de oro-fuego. Corrí tras ellos, seguido por la capitana Liebre Amarilla.
Los cuatro nos amarramos al suelo de acero de la cápsula, forrado con una tupida
alfombra de algodón bajo una capa de cuero y con suficientes almohadas para que
una rani india estuviera cómoda. Sentí un golpecito bajo nosotros: a través de una de
las diminutas ventanas cuadradas situadas en el costado de la cápsula vi a los
esclavos empujar un carro flotante bajo nuestra máquina y conducirnos hasta el tubo
de subida al muelle celeste.
A través del techo de cuarzo, contemplé el kilómetro y medio de oscuridad
moteada de pequeños nódulos brillantes de oro-fuego. Una columna de estrellas,

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todas claramente visibles en el aire rarificado a través del cual viajaríamos como un
tetraedro salido de un cañón.
Los motores de vapor gimieron al evacuar el tubo, para volver el aire lo más fino
que fuera humanamente posible. Esperamos. Ramonojon respiraba regularmente.
Cleón canturreaba para sí, elaborando planes de vuelo entre las esferas celestes con
las matemáticas musicales de Pitágoras. La capitana Liebre Amarilla permaneció
inmóvil como un cadáver. Yo me aferré a las blandas almohadas de plumón y conté
hacia atrás desde cien.
Al llegar a sesenta y cuatro, la placa impulsora se estampó contra la base de la
cápsula y nos disparó hacia arriba. El aire escapó de mis pulmones mientras
volábamos más allá de las estrellas artificiales, rumbo a las auténticas.
Un minuto después hubo un golpe ensordecedor cuando nuestra cápsula
semiesférica golpeó la cúpula semiesférica situada en lo alto de la columna. Las tiras
de cuero se me clavaron en el pecho y las piernas cuando mi cuerpo intentó seguir
volando hacia arriba. Después de un momento de vacilación en medio del aire, la
cápsula renunció a la idea del ascenso y cayó, pero sólo unos centímetros. El suelo
resonaba como un gong amortiguado haciendo que vibraran todos los huesos cuando
golpeamos la placa recogedora que la bahía de atraque de mi nave había interpuesto
automáticamente entre nosotros y la caída de un kilómetro y medio hasta la Tierra.
Recuperé la respiración y me desaté lentamente. Sentía los músculos tan frágiles
como juncos secos. Una puerta se abrió en el costado del tubo, dejando entrar una
vaharada de aire y luz. Dos de los esclavos de la nave retiraron la cápsula del tubo de
ascenso y volvieron a sellar la puerta para que el tubo pudiera ser reevacuado para la
siguiente carga.
La puerta de la cápsula se abrió y, guiados por la capitana Liebre Amarilla,
salimos rápidamente al brillante paisaje plateado de mi nave. El aire frío y claro de
las alturas me acarició la piel, sorbiendo de mi cuerpo el rocío acumulado de la
Tierra. La superficie de la nave presionó contra mis pies; yo sabía que era sólo el
movimiento circular natural de la materia lunar que daba impulso a la linealidad
natural de mi cuerpo, pero lo sentí como si fuera una afectuosa bienvenida.
Un hombre con una armadura de bronce pintada de negro avanzó a través del
plateado resplandor y me dirigió un breve saludo. Anaximandro, jefe de seguridad de
la Lágrima de Chandra, tenía el mismo aspecto que cuando lo dejé hacía un mes:
alto, de piel olivácea, musculoso, el perfecto modelo de un oficial espartano, excepto
que, para su vergüenza, no era espartano; no era uno de esos hombres que habían
aprendido en la más grande escuela militar del mundo. Su digno porte y su rostro
estoico ocultaban su conocida furia por haber ascendido hasta lo más alto que se le
permitía en el Ejército de la Liga Délica.
—El comandante Jasón ha ordenado una reunión del personal dentro de una hora
—dijo, sin un atisbo de saludo.
Yo asentí. Lo mismo hizo Ramonojon. Cleón pareció apurado.

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—Tengo que instalar los impulsores.
—No hay tiempo —gruñó Anaximandro—. Mis hombres —dijo, y su voz se alzó
llena de soberbia por tener a otros a sus órdenes—, mis hombres tendrán que
comprobar las cajas de la cápsula antes de desembalar el equipo. —Hizo una pausa y
miró desde su metro ochenta de altura al diminuto Cleón—. Es una cuestión de
seguridad.
Anaximandro se volvió para dirigirse a mí, pero cuando vio por encima de mi
hombro a la capitana Liebre Amarilla su arrogancia se tambaleó. La perfección del
espartanismo de ella superó su cuidadosa pose como la luz del sol lo haría con el
resplandor de una lámpara.
—Reunión dentro de una hora —murmuró tras dirigirle el saludo más envarado
que yo le había visto hacer jamás.
Cleón vio una oportunidad para discutir con el jefe de seguridad, pero Ramonojon
lo detuvo colocándole amablemente una mano sobre el hombro.
—Ya habrá tiempo de sobra para trabajar. El comandante Jasón tiene buenos
motivos para querer vernos.
Ramonojon me dirigió una mirada, y yo sacudí la cabeza. Aparte de su intrepidez
como piloto, Cleón era básicamente una persona nerviosa y excitable. No quería ser
yo quien le contara lo del ataque.
Cleón nos miró a todos, y luego dirigió su atención a Anaximandro.
—¿Cuánto tardarán los suministros en ser descargados?
—Veinte minutos.
—Entonces me aseguraré de que estemos en marcha antes de que empiece la
reunión.
Cleón recogió su bolsa de viaje y la funda de su lira, nos saludó a todos con un
gesto de cabeza, y luego se volvió hacia la proa de la nave y se marchó con toda la
dignidad que su paso de saltamontes le permitía. Lo observé caminar-saltar-caminar
por las descubiertas extensiones de la superficie de mi nave mientras cruzaba los
cuatrocientos metros que separaban la bahía de atraque de la torre de navegación,
donde él vivía y trabajaba. Lo perdí de vista cuando desapareció tras el anfiteatro de
mármol azul que se encontraba justo a popa de aquella brillante torre de granito y
roca lunar donde vivíamos.
Ramonojon se despidió y se marchó dando tumbos hacia popa, sorteando la gran
colina central de la Lágrima de Chandra, presumiblemente camino de su laboratorio
subterráneo en la popa de mi nave.
Una docena de guardias de seguridad de Anaximandro se habían congregado y
esperaban pacientemente delante de las cápsulas de carga selladas. Tras ellos había
unos veinte grandes esclavos varones, deambulando con ese pretendido interés que
hace las veces de disciplina entre los norteños. Yo había estado apartado del mando
tanto tiempo que tardé un instante en darme cuenta de que esperaban mi permiso para
comenzar la inspección.

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—Adelante, jefe de seguridad —le dije a Anaximandro. Él saludó mientras yo me
disponía a marcharme, y puso a sus hombres a trabajar inspeccionando las cajas.
La capitana Liebre Amarilla me siguió mientras yo me dirigía despacio a babor y
luego a popa. Pasamos unos buenos diez minutos deambulando por la pelada roca
lunar antes de llegar a la cúpula de acero que servía de dormitorio a mis jóvenes
científicos. Pensé en asomar la cabeza y dar un saludo general a mis subordinados
pero decidí esperar a la reunión, así que me encaminé al pequeño edificio de mármol
que se alzaba sobre mi cueva. Como todos los mandos de la nave, tenía la intimidad
de un hogar; la mayoría de los miembros de la tripulación vivían en el dormitorio de
babor o en los barracones de estribor, dependiendo de si eran científicos míos o
soldados de Jasón.
Pasé entre las columnas dóricas verdes y rojas de mi hogar y entré en la cámara
pelada que contenía solamente una escalera de caracol tallada dentro de la Lágrima
de Chandra. Bajé aquellos estrechos escalones de plata hasta llegar al cuerpo de mi
nave.
Mi mano fue pasando por la suave pared tallada de brillante plata mientras
descendía hacia mis oscuras habitaciones. ¿Oscuras? Los esclavos debían haber
dejado las mantas de noche en las paredes, el techo y el suelo; esas mantas eran una
precaución necesaria si uno quería dormir en una cueva tallada en roca siempre
luminiscente. Los tripulantes de algunas naves celestes se habían vuelto locos
intentando protegerse los ojos de la constante luz lunar.
Me detuve antes de continuar internándome en la oscuridad. Siempre existía la
posibilidad de que los esclavos hubieran cambiado algún mueble de sitio, y no quería
tropezar. Pero cuando di un paso hacia delante, alguien me agarró por el brazo, me lo
retorció, y me hizo caer al suelo. Una mano avanzó para cubrirme la boca antes de
que pudiera gritar. Traté de escapar, pero me agarró con fuerza. Una voz me susurró
al oído, en torpe helénico:
—No te resistas o morirás dolorosamente.
La voz era entrecortada, pero tenía una seguridad casi espartana.
Entonces oí un fuerte golpe, la mano se apartó de mi cara. Por un momento me
apretujaron con más fuerza contra el suelo, y luego mi atacante despareció de mi
espalda. Me arrastré y me puse en pie. No veía qué estaba pasando, pero supe que la
capitana Liebre Amarilla estaba luchando por mi vida en la oscuridad.
Corrí hacia la pared y fui palpando hasta que encontré el grueso cordón de
algodón. Tiré de él y la manta nocturna de la pared de babor se enrolló como un
pergamino hasta el techo. La habitación se llenó de luz plateada, iluminando a las dos
figuras en lucha. Liebre Amarilla estaba enzarzada en un cuerpo a cuerpo y espada
contra espada con un hombre ataviado con un gi de seda gris. ¡En mi nave había un
mediano!
Corrí hasta mi mesa, situada en el estrecho extremo de popa de la caverna oval,
así mi pesado banco de caoba y lo lancé contra la espalda del mediano. Él se volvió

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para esquivarlo y Liebre Amarilla lo apuñaló en el pecho: el acero rasgó la seda,
luego la piel, después el corazón. El mediano se desplomó mudo en el suelo.
La espartana se aseguró de que estaba muerto, luego se me acercó.
—¡No vuelva a ponerse en situación de riesgo! —rugió, su pétrea divinidad
rompiéndose en humana ira—. Estoy aquí para protegerlo a usted, no para que usted
me proteja a mí. ¿Comprende?
Asentí.
—¿Está usted bien? —pregunté.
—No tengo heridas —dijo ella—. Escúcheme con atención, comandante. No es
usted soldado: su presencia me dificulta aún más la lucha, ya que tengo que controlar
dónde se encuentra. La próxima vez que esto pase, quiero que busque un escondite y
se quede allí.
—¿La próxima vez?
—Sí, comandante, la próxima vez. Hasta que averigüe cómo un asesino enemigo
subió a bordo de una nave supuestamente segura, debemos asumir que habrá nuevos
atentados contra su vida.
—Comprendo, capitana.
—¿Y hará lo que yo considero necesario para su seguridad, comandante?
—Mientras no interfiera en mis deberes —repliqué.
Ella asintió y luego se volvió para examinar la habitación, asegurándose de que
todo era seguro. Después, examinó el cadáver.
—Un comando niponiano. Los medianos no los utilizan muy a menudo.
Se cargó a la espalda el cadáver con indiferencia y subió por la escalera.
—Tendré unas palabras con su jefe de seguridad respecto a este tema mientras
usted se prepara para esa reunión.
Solo en mi hogar, donde un asesino me había estado esperando. En mi caverna,
en mi nave.
Me senté en el suelo y agarré la negra manta de lana con manos temblorosas. Mis
ojos se dirigieron a la pared de estribor y las hileras de cubículos llenos de rollos que
la ocupaban. Durante varios minutos deseé poder sacar uno de aquellos rollos de su
agujero y perderme en el mundo de la ciencia o la historia. Cualquier cosa que librara
mi mente de asesinos y guardaespaldas.
Atenea me rescató de mi estupor; blandió la égida delante del ojo de mi mente,
mostrándome la cabeza de Medusa, cercenada por Perseo. La elección que sugería el
gesto de la diosa estaba clara. Yo podía quedarme sentado en el suelo como una
estatua de piedra o levantarme como un hombre. Di las gracias a la diosa por su
desafiante presencia mientras me incorporaba.
Me quité la ropa manchada del sudor del viaje y la arrojé al suelo cerca de mi
lecho, en el extremo de proa de la cueva. Luego abrí un gran baúl de roble situado
cerca de la cabecera de la cama. El olor de alcanfor fresco y mirra me dijo que habían
cuidado bien mi ropa durante mi ausencia. Había una vasija de aceite fresco junto a

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mi lecho, así que me froté la cara y las manos. Inspiré profundamente para
despejarme la cabeza e inhalé el punzante olor de la sangre derramada.
Ansioso por salir de la habitación, me puse una túnica limpia de erudito y me
coloqué la placa con la lechuza que indicaba mi grado de comandante científico en el
hombro izquierdo, justo por debajo de la orla azul. Me calcé las finas sandalias con
suelas endurecidas para poder caminar por la Lágrima de Chandra y guardé el
ejemplar de la historia de Ssu-ma X’ien en el fondo del baúl.
Recuperada la dignidad, salí de la cueva y subí la escalera hasta la superficie de
mi nave. El suelo zumbaba levemente y se sacudía un poco bajo mis pies; se había
alzado viento y el aire era límpido, frío y mucho más seco que antes. Habíamos
dejado el muelle y ahora volábamos a unos sesenta kilómetros por encima de la
Tierra, todavía ascendiendo. Pude sentir que el aire puro separaba mis pensamientos
para convertirlos en claros y brillantes hilos mientras el exceso de átomos de agua y
tierra escapaba de mi cuerpo con cada aliento. Todo erudito sabe que la pesadez de la
Pneuma terrestre puede nublar la mente de un hombre, atando sus ideas en nudos
irracionales; pocos se dan cuenta de las consecuencias de esto, que cuanto más lejos
estás de la Tierra, más claros se vuelven tus pensamientos.
La Lágrima de Chandra continuó orbitando la Tierra a su ritmo natural, al mismo
paso que la propia Selene en su diario circuito alrededor del globo. La proa se
inclinaba un poco hacia arriba, así que mi nave continuaba alzándose suavemente.
Tanto mejor, puesto que ésta era la zona del cielo que las cometas de combate de los
medianos solían patrullar más a menudo. Una vez que estuviéramos por encima de
los quinientos kilómetros, o eso se decía, estaríamos a salvo.
La capitana Liebre Amarilla me estaba esperando en la antesala. No se veía el
cadáver del asesino por ninguna parte.
Ella me siguió de cerca mientras nos dirigíamos a la colina que Jasón y yo
utilizábamos como zona de reunión y centro de mando. Cinco minutos antes del
inicio de la reunión, Liebre Amarilla y yo llegamos a la escalera tallada en el lado de
babor de la colina y subimos los empinados escalones hasta llegar al patio de
columnas que coronaba el punto más alto de mi nave.
La entrada de babor al cuadrángulo, como su contrapartida a proa y estribor,
estaba bendecida por una estatua de cuatro metros y medio de Atenea y guardada por
dos soldados de Jasón. La simetría a tres bandas de las puertas era rota por el extremo
de popa del patio, ocupado por tres edificios cuadrados azules: mi oficina, la
biblioteca de la nave y la oficina de Jasón.
Liebre Amarilla y yo atravesamos el portal de babor; los guardias nos saludaron
mientras nos inclinábamos ante la estatua roja y dorada de la diosa. La lanza y la
égida alzadas, aquella imagen de Palas iba armada para la guerra; su penetrante
mirada bendecía continuamente la Lágrima de Chandra y a su tripulación con sus
habilidades guerreras, mientras que la lechuza de calcosina en su hombro miraba
hacia el patio, bendiciendo a los comandantes de la nave con su sabiduría.

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Nos encaminamos hacia el centro del patio, donde un par de estatuas de tres
metros de altura se alzaban sobre pedestales de un metro de largo. Una estatua era de
Aristóteles, pintada con distintos tonos de azul. El gran científico sostenía en la mano
derecha un modelo de cristal del universo que se movía en perfecta imitación del
movimiento eterno iniciado por el Primer Movedor. El modelo destellaba a la luz del
Sol, mostrando con intrincado detalle los siete planetas sujetos en sus concéntricas
esferas de cristal, orbitando en su divina danza de ciclos y epiciclos alrededor de la
Tierra.
Frente a Aristóteles había una estatua de Alejandro. Estaba tallada en obsidiana
con el gracioso estilo tolteca. El famoso general blandía una espada en una mano,
apuntando hacia la Tierra, y una lanza en la otra, alzada como para desafiar a los
dioses. Ambas estatuas mostraban a los héroes en la gloria de sus últimos años.
Aristóteles tenía más de ochenta años, pero sus ojos aún brillaban con su genio. Y
Alejandro, a los setenta y siete, poseía la larga barba y el rostro arrugado de la
experiencia, pero sus músculos aún conservaban el tono y el poder que la formación
espartana había impartido a la gracia nativa de aquel joven príncipe macedonio.
Liebre Amarilla y yo alcanzamos el círculo de asientos de mármol entre las
estatuas donde se celebraban las reuniones. El resto del personal (Cleón, Ramonojon,
Mihradario, Anaximandro y, por supuesto, Jasón) ya estaban presentes. Sólo el
asiento más cercano a Aristóteles, mi asiento, estaba sin ocupar. Jasón se levantó del
asiento situado más cerca de Alejandro y se acercó a mí. Los otros se levantaron
también rápidamente.
Jasón y yo nos saludamos, agarrándonos el brazo por el codo. Había tristeza en
sus ojos grises, y un frunce en su boca que traicionaba un nerviosismo que ni él ni
ningún otro espartano admitirían jamás.
Le sonreí, alegre por una vez de sentir su amistad. Le solté el brazo y contemplé
el círculo.
Anaximandro estaba igual que siempre, el pecho hinchado y la mirada levemente
levantada, como si posara para la estatua de un héroe. Ramonojon se encontraba a su
lado. No se había cambiado la ropa del viaje. Cleón, junto a él, movía nerviosamente
los pies y miraba alternativamente la torre de navegación y a Anaximandro.
Me volví hacia Mihradario. Iba vestido como yo, a la guisa ateniense.
—Comandante Ayax —dijo formalmente—, te devuelvo la nave.
—Gracias, uranólogo jefe —respondí. Mihradario no pareció ni aliviado ni
entristecido por la pérdida del mando, como si no hubiera sido ni una carga ni una
bendición, sino un problema más para que lo resolviera su intelecto sin par.
Jasón me hizo un gesto con la cabeza. Nos acercamos a la mesa situada en el
centro de los asientos y tomamos dos copas doradas llenas de oscuro vino púrpura.
Nos separamos y salimos del círculo, yo volviéndole hacia Aristóteles, Jasón hacia
Alejandro.
Nos detuvimos exactamente en el mismo momento e hicimos libaciones a los pies

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de los héroes.
—Bendecid esta asamblea —dijimos.
—Evitad los peligros de la batalla —dijo Jasón.
—Evitad los peligros de la estupidez —dije yo.
—Mantenednos a salvo en cuerpo y mente —dijimos ambos.
—Bendecid esta asamblea.
El vino fluyó sobre las estatuas hasta caer en los cuencos de plata que tenían
delante. Jasón y yo nos volvimos a la vez, depositamos las copas en la mesa y
regresamos a nuestros asientos. Me senté y le hice un gesto a Jasón, dándole plena
autoridad en la reunión.
—Hace dos días —dijo él—, esta nave estaba atracada en Atlantea del Sur
cuando recibimos una cápsula de emergencia con un mensaje transmitido desde
Délos a través de Tenoctitlán. Se refería al Proyecto Hacedor de Hombres… —Eso
me sorprendió. Rara vez recibíamos información alguna sobre las otras dos ramas del
Proyecto Prometeo—. El mensaje decía que Aristogaros de Atenas, comandante
científico del Proyecto Hacedor de Hombres, había sido asesinado por dos comandos
niponianos en su laboratorio supuestamente secreto al sur de Sudán. El mensaje nos
conminaba a reforzar la seguridad y asignar un guardaespaldas a nuestro comandante
científico. —Se volvió hacia mí y su voz adquirió el tono de ironía típico de un
hermano mayor—. Nuestro comandante científico, sin embargo, fue lo bastante
imprudente como para estar de vacaciones. —Dos días de preocupación marcaban su
rostro, pero su voz aún contenía su calma espartana—. Envié un mensaje a Esparta
solicitando a la capitana Liebre Amarilla como guardaespaldas —continuó Jasón,
haciendo un gesto con la cabeza hacia ella—. Es la mejor comando del Ejército de la
Liga. Los dos ataques que Ayax ha sufrido dejan claro que actué justo a tiempo.
—¿Ataques? —chilló Cleón—. ¿Qué ataques?
Jasón asintió y Liebre Amarilla relató la historia de la cometa de combate y el
asesino.
—Comandante Jasón —concluyó—, ya he interrogado a su jefe de seguridad
respecto a cómo pudo colarse el niponiano en este navío.
—¿Cuál fue su respuesta, jefe de seguridad? —le preguntó Jasón a Anaximandro.
—Señor —dijo Anaximandro, tratando de permanecer estoico ante dos espartanos
disgustados—, esta nave ha tenido demasiados científicos en su tripulación como
para que se pueda mantener la disciplina adecuada.
—Sin embargo, esto no debe volver a suceder —dijo Jasón—. Voy a darle a la
capitana Liebre Amarilla plena autoridad para hacer todo lo que considere necesario
para proteger al comandante Ayax. Usted y sus hombres deben obedecer sus órdenes
sin discusión.
El jefe de seguridad saludó sin decir una palabra, pero pude ver la furia
cociéndose en él como el trueno en el entrecejo de Zeus.
Jasón continuó:

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—Desde este momento hasta que nos dirijamos a Helios, el contacto entre esta
nave y la Tierra será reducido al mínimo. Haremos las paradas de carga
imprescindibles y no habrá más permisos.
Mihradario iba a protestar, pero Jasón lo interrumpió con una mirada.
—La seguridad será reforzada, todas las cápsulas que lleguen serán registradas, y
todos los miembros del alto mando harán saber a los guardias dónde están en todo
momento. Sólo se ha ordenado que Ayax tenga guardaespaldas, pero cualquier
científico experto que quiera uno lo tendrá también.
Mihradario y Ramonojon se miraron el uno al otro un momento y luego negaron
con la cabeza. Mihradario parecía molesto por la sugerencia; Ramonojon parecía
apenado.
Cleón, sin embargo, quiso uno, y que se aumentara el destacamento de soldados a
la entrada de la torre de navegación.
Jasón tosió y me miró expectante. Yo tenía que decir algo para evitar que la moral
de mis subordinados se viniera abajo. Ninguna Musa acudió para inspirarme con
palabras para animar a mi gente, así que dije lo que siempre decía cuando los
militares necesitaban hacer algo que no gustaba a mi personal.
—Por el bien del proyecto, espero que todos cooperen con el Ejército en este
asunto.
Ellos aceptaron a regañadientes. Jasón asintió, animándome a tomar el control de
la reunión. Incliné la cabeza hacia mi inteligente subordinado persa.
—Informe de progresos.
Mihradario se levantó y se acercó a la estatua de Aristóteles.
—Durante el mes que estuviste fuera, completé mis pruebas sobre los cuatro
prototipos de la red solar. Mi conclusión fue que el modelo Delta es el único diseño
que puede soportar la tensión de nuestro viaje de regreso.
Ramonojon alzó la cabeza y parpadeó, momentáneamente sorprendido.
—¿Puedo ver tus cálculos?
—Si insistes —dijo Mihradario—. Pero sin ánimo de ofender tu intelecto,
dinamicista jefe, dudo que puedas seguir mis cálculos.
«Oh, no —pensé—, otra discusión no».
—Simplemente tengo curiosidad —dijo Ramonojon.
Mihradario lo miró, luego se encogió de hombros.
—Puedes consultar los diarios de los experimentos, si quieres.
Ramonojon asintió y guardó silencio. Suspiré aliviado porque Ramonojon no
había prendido otra chispa en el temperamento de Mihradario.
El persa continuó:
—Para construir la red Delta, necesitamos seis metros cúbicos de materia
afroditiana además de veintiún metros cúbicos de materia hermética.
Maldije entre dientes. Conseguir material de Hermes ya era bastante caro, pero al
menos la Liga Délica tenía una base allí. Para conseguir la roca de Afrodita habría

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que enviar una expedición especial. Eso, unido a la adquisición que Cleón había
hecho de los impulsores de Ares, lastraría nuestro presupuesto. Pude oír ya a Creso
gritándome por despilfarrar el contenido de las arcas de la Liga. Pero Mihradario
decía que lo necesitábamos, así que tendría que conseguirlo.
—Construye de la red tanto como puedas —dije—. Enviaremos una solicitud a
Délos y esperemos que la aprueben. Si no, tal vez tengamos que detenernos en
Afrodita por el camino, extraer el material nosotros mismos y tejer la red sobre la
marcha.
Me volví hacia Cleón.
—¿Cuánto tardarás en instalar los impulsores?
Él canturreó y fue dando golpecitos con el pie mientras calculaba.
—Una semana, dos como máximo.
—Ramonojon, ¿cuánta reestructuración necesitará la nave?
Alzó súbitamente la cabeza.
—Lo siento, ¿qué decías?
¿Qué era lo que le pasaba?
—¿Cuánto tiempo hará falta para alterar la dinámica de la nave, para que
funcione con los nuevos impulsores?
—Humm. Un mes.
—¿Tan poco tiempo?
Yo había pensado que necesitaría seis semanas o incluso dos meses para hacer
una reconfiguración tan grande.
Él pareció sorprendido por la pregunta.
—Sí, eso espero.
—¿Algo más? —pregunté—. ¿Alguien?
Nadie habló. A través del silencio de la reunión, los vientos del aire superior
tocaron mis oídos con los ruidos de la vida de mi tripulación. Desde la parte de proa
de la nave oí a los soldados de Jasón cavar. De debajo de la colina llegaba el ruido de
los esclavos que trabajaban en las cuevas de almacenamiento y los gruñidos de los
animales a medio formar en la granja de generación espontánea. Y desde proa llegaba
la desafinada discusión de los jóvenes científicos que hacían alteraciones menores del
aparato de la red solar.
Miré a Helios, que se alzaba sobre nosotros con fiera majestad. Bajo el brillo de la
luz del día, sentí el toque de Apolo en mi voz.
—Hombre y naturaleza conspiran para detenernos —dije—. Pero de todas formas
tocaremos el Sol. Esta reunión ha terminado —concluí, mirando a los reunidos—.
Que los dioses bendigan nuestro trabajo.

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δ
Tendría que haber sabido que algo más iba mal; ¡Zeus, era mi deber saberlo! No
importa cómo sean juzgadas el resto de mis acciones, no importa cómo se valore mi
conducta, que todos sepan que me acuso a mí mismo, que fui descuidado en el mando
durante esas primeras tres semanas a bordo de la Lágrima de Chandra.
Nunca debería haber aceptado la excesiva consideración que la tripulación tuvo
conmigo. Para mantenerme a salvo de cualquier nuevo intento de asesinato, todo el
mundo (mi tripulación, mi guardaespaldas, mi co-comandante, incluso los esclavos)
reestructuraron los procedimientos de trabajo de mi nave para que yo nunca tuviera
que estar solo en ninguna parte excepto en mi cueva o en mi despacho.
Los informes de todas las zonas de la nave eran llevados a mi escritorio, y en
ellos venía la tranquila seguridad de que todo iba bien. Los esclavos me traían las
comidas, así que nunca tenía que ir a la comisaría. Cualquier pregunta que yo tuviera
que hacer era transmitida a los esclavos por Liebre Amarilla, quienes buscaban a
quien yo necesitaba, conseguían una respuesta y me la comunicaban. Todo lo que
tenía que hacer era permanecer sentado ante mi mesa, repasando impresos de
solicitud, realizando cálculos, y dejar que la capitana Liebre Amarilla hiciera lo que
fuese necesario para mi seguridad.
La verdad sea dicha, me resultó fácil convencerme a mí mismo de que estaba
cumpliendo con mi deber. Después de todo, no podía decirse que pasara los días
ocioso. Tenía que resolver un considerable número de problemas logísticos y de
intendencia causados por nuestro reducido número de sitios de atraque. Los mapas de
medio mundo con las vías aéreas cuidadosamente marcadas cubrían mi mesa para
que yo pudiera determinar las mejores rutas para conseguir suministros que nos
pudieran traer los consignatarios. En un momento dado llegué a ordenar que trajeran
desde la fábrica en Corinto hasta la punta sur de África un icosaedro de bronce-fuego
de veinte gramos, hecho a mano, que el aparato fabricador de la red necesitaba; allí se
sumó a un envío de oro, necesario para los repuestos de los impulsores, y luego ese
pedido conjunto fue transportado a Atlantea del Sur, donde se estaban preparando las
lentes de obsidiana para nuestras gafas solares. Tres envíos que podríamos haber
conseguido en tres sencillas paradas se obtuvieron con notable gasto y confusión sólo
por mi seguridad.
Y eso no era nada en comparación con las necesidades de los granjeros de
generación espontánea. Constantemente aparecían escritos en mi mesa referidos a su
necesidad de acumular más material si iban a seguir fabricando comida animal para
nosotros. No sé cuántas peticiones reenvié solicitando excremento de murciélago o
violetas aplastadas o quién sabe qué oscuros efluvios necesarios para crear vacas,
cerdos y pollos.
Y además tenía que hacer mi propio trabajo científico. Ramonojon estaba
construyendo la nave, Cleón instalaba los impulsores, Mihradario trabajaba en la red,

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pero el fragmento de Sol en sí mismo era responsabilidad mía. El fuego celeste es una
sustancia única que existe dentro del cuerpo del Sol. Arde un millón de veces más
caliente que el fuego terrestre, destruye y consume la materia como su contrapartida
terrestre, pero al contrario que la llama normal es eterno, indestructible, como son
todas las cosas de los cielos. En suma, es un fuego que no se disipa después de arder:
el arma perfecta contra los enemigos terrestres.
La naturaleza del fuego celeste es tal que, una vez que un fragmento fuera
arrancado de Helios, la pieza formaría una esfera y se mantendría unida como hace el
cuerpo del Sol. El movimiento natural del fuego celeste, como todas las materias
celestes, es circular, y órbita la Tierra a una velocidad fija. La red solar capturaría ese
movimiento circular, convirtiendo el fragmento de Sol en un diminuto planeta en
órbita de la Lágrima de Chandra. Sencillo, y teóricamente simple de controlar. Pero a
nuestras teorías les faltaba la experiencia. En realidad sólo sabíamos cómo se
comportaba el fuego celeste en la región de Helios. Yo tenía que calcular cómo se
comportaría en el aire más denso de las esferas inferiores, en la atmósfera cargada de
agua por encima de la Tierra y en el cuerpo sólido de la propia Gea. Naturalmente,
había hecho la mayor parte de este trabajo durante los tres años anteriores, pero las
teorías siempre pueden afinarse y las respuestas ser más exactas, sobre todo cuando
las vidas de los miembros de mi tripulación y la utilidad del Ladrón Solar como arma
dependían de ello.
Pero, a pesar de todo lo que estaba haciendo, mi trabajo no fue el centro de mi
vida durante aquellas tres semanas: fue la seguridad, y Liebre Amarilla era el corazón
de esa seguridad. Cada mañana me despertaba en mi cueva, tiraba de los cordones
que hacían subir las mantas nocturnas y la veía, sentada en el suelo con las piernas
cruzadas, despierta, limpia, ungida y armada. Sabía que dormía en el suelo porque así
me lo dijo ella misma, pero siempre esperaba a que yo estuviera dormido antes de
descansar, y yo sabía que se despertaba antes que yo y en silencio se preparaba para
el trabajo del día. Una vez que yo estaba despierto mandaba llamar a los esclavos
para que me lavaran, me vistieran y me trajeran el desayuno, que siempre hacía
probar a un esclavo antes de permitirme comerlo. Luego los despedía y se aseguraba
de que estábamos solos antes de precederme a la superficie de la nave.
Durante el trayecto hasta mi oficina, llevaba en la mano izquierda su lanzador
evac y la espada en la mano derecha. No permitía que nadie se acercara, excepto
Jasón o algún soldado en quien confiaba personalmente. Cuando llegábamos al patio
situado en lo alto de la colina, me dejaba al cuidado de Jasón mientras ella merodeaba
por mi oficina como un jaguar al acecho.
Sólo cuando consideraba que la seguridad era absoluta me dejaba entrar en mi
propio despacho. Esperaba a que me sentara ante mi escritorio y luego se ponía a
hacer guardia ante la puerta, quieta como una estatua. Permanecía así hasta que
alguien se acercaba. Entonces daba un paso atrás y colocaba una mano sobre la
empuñadura de su espada y la otra sobre el lanzador evac que llevaba cruzado a la

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espalda.
Siempre oía a mis visitantes antes que yo. No importaba el ruido que hubiera en
la nave con el gemido de los impulsores, el furor del viento o el repiqueteo del trabajo
de reestructuración, ella siempre oía a quienes cruzaban el patio. También distinguía
de quién se trataba por el sonido de sus pasos. Si sabía quién era la persona, me lo
decía antes de que llegara. Pero si no lo sabía, me pedía que me levantara de la mesa
y me colocara detrás de ella mientras se agazapaba tras la puerta, lista para saltar si
era necesario.
Pero aunque yo me sentía cómodo, e incluso agradecido por los cuidados que
Liebre Amarilla me dispensó durante aquellas tres semanas, cada vez me molestaba
más el silencio que había entre nosotros. Decidí encontrar algo de lo que hablar,
cualquier cosa que tendiera un puente entre nosotros. Pero yo siempre había tenido
problemas a la hora de encontrar puntos en común con los espartanos. Jasón y yo nos
habíamos hecho amigos sólo después de que descubriera que aunque desde el
nacimiento lo habían educado con batallas, estrategias y ejércitos en marcha, en un
rinconcito de su corazón albergaba el deseo romántico de viajar a los planetas
exteriores. Todo lo que yo le decía sobre los cielos le afectaba como el vino, y su
adoración profana a las maravillosas esferas me había recordado muchas veces,
durante el desarrollo del Ladrón Solar, las glorias de la existencia uraniana, que mi
formación había reducido a meros cálculos.
Pero la capitana Liebre Amarilla no albergaba tales romanticismos. Se empapó de
todos los detalles del contorno de la nave, aprendió los nombres, descripciones y
deberes de todos los miembros de la tripulación, interrogó a Clovix, el jefe de
esclavos, sobre sus subalternos, hasta que acabó conociendo la Lágrima de Chandra
tan bien como Jasón y yo mismo. Pero nada de ninguno de nosotros le importaba,
excepto si amenazaba el ejercicio de su deber o contribuía a él.
A finales de la tercera semana, llegó una noche en que intenté acercar posiciones
entre nosotros. Había estado trabajando hasta tarde en mi oficina, resolviendo los
últimos impresos de solicitud. Clovix nos había traído la cena: venado criado en
laboratorio, asado, con aceite de oliva, orégano y albahaca. También dos hogazas de
pan de centeno recién horneado. Para beber tomamos un gran cuenco de vino
babilónico y agua para mezclarlo. Liebre Amarilla bebió sólo agua: los atlanteanos no
tienen ninguna tolerancia al vino. Y fumaban tobacou en vez de cáñamo indio. A
pesar de todos los años que he pasado en Atlantea, nunca he comprendido por qué. El
tobacou no me hace nada. El cáñamo, al menos, es relajante.
Me recliné sobre el diván y tomé un gran bocado de venado y pan, limpiándome
con la manga un churrete de aceite de la mejilla. Liebre Amarilla permaneció sentada
en el suelo, en el centro exacto de la habitación, cruzada de piernas. Me sorprendía
que al buscar la posición más útil desde un punto de vista militar, hubiera conseguido
una perfecta armonía matemática con todos los objetos de mi despacho. El escritorio
quedaba a su derecha; si se producía un ataque rodaría hasta colocarse debajo y

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dispararía desde cubierto. Como yo me reclinaba en el sofá delante de ella, podría
saltar en un instante y colocarse entre los atacantes y yo. La puerta de madera
quedaba a su espalda, protegida por una verja de hierro que había mandado instalar;
Liebre Amarilla podía girar para plantar batalla antes de que nadie lograse entrar. Las
paredes, llenas de cubículos, quedaban a su izquierda y derecha. Desarmada, podría
empujar los pesados estantes de marfil y colocarlos a su alrededor. El suelo de roca
lunar daba luz suficiente para que pudiera luchar echando mano de las antorchas de la
pared del fondo y empleándolas con impunidad.
Perfectamente colocada, sin ninguna necesidad de mirar alrededor, clavaba
firmemente sus ojos en mí. Incluso cuando estaba comiendo su mirada nunca me
abandonaba. Parecía tener una habilidad infalible para encontrar la comida sin
mirarla. Daba bocados pequeños y rápidos al pan y los tragaba al instante, como un
pájaro que picotea un plato de semillas.
Serví vino en un pequeño cuenco plano, lo mezclé con un poco de agua y di un
largo sorbo antes de intentar iniciar una conversación.
—¿De cuál de las ciudades-estado xeroqui es usted? —pregunté.
Ella se levantó, se acercó a uno de los cubículos y sacó un mapa. Yo no sabía que
ella supiera que estaba allí: mis estantes no estaban etiquetados. Lo desenrolló y
señaló un pequeño poblado en un río, situado a dos tercios por debajo de la costa este
de Atlantea del Norte.
—Pasé mucho tiempo en Atlantea cuando era niño —dije, intentando mantener la
conversación.
—Humm —gruñó ella.
—Mi padre fue gobernador militar de Eto’ua durante varios años.
—Humm.
Dejé de hablar helénico y pasé al xeroqui.
—Conozco bien su patria.
—Esparta es mi patria —dijo ella.
—¿Y los xeroqui?
—Me hicieron capaz de ser espartana.
Asentí y guardé silencio. No fue una conversación larga, pero sí lo suficiente para
que pudiera comprenderla un poco. La mayoría de los que asisten a la escuela militar
espartana conservan cierto apego a su tierra natal. Pero algunos asimilan la vida
comunal, las comidas, el sufrimiento y el entrenamiento y se vuelven miembros de un
pueblo muy distinto. Se convierten en guerreros no de sus patrias o de la Liga Délica,
ni siquiera de la ciudad de Esparta, sino de Niké, Ares y Atenea, los dioses de la
guerra.
Se dice que cuando Alejandro entró en el colegio militar siendo niño, uno de los
primeros espartanos no nativos en ser educado allí, cumplió el sueño de su padre,
Filipo, de aprender las costumbres de la Liga Délica para que ésta y el tercio de
Persia que controlaba pudieran ser sometidos por Macedonia. El rey Filipo se

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sorprendió, por decirlo suavemente, cuando el Ejército délico conquistó su tierra, y se
quedó de piedra al ver al joven capitán Alejandro que dirigía la carga contra su propio
palacio.

La mañana siguiente a mi charla con Liebre Amarilla, descubrí lo que había estado
pasando en el resto de la nave mientras yo permanecía protegido. Dos científicos
jóvenes trataron de presentarse sin anunciar en mi oficina gritándose el uno al otro
una impresionante sarta de blasfemias multilingüísticas.
Uno de ellos era Pandos, un joven navegante celeste de veinticinco años vestido
con la túnica roja y la falda de los escitas. Era normalmente un joven educado y
agradable con fama de buen compañero, algo que nadie habría dicho viéndolo
insultar en su lengua materna y gesticular amenazador con una vara de oro-fuego.
Liebre Amarilla lo agarró por el brazo y le retorció la mano hasta hacerle soltar el
grueso palo que empuñaba.
Continuó insultando al otro hombre. Mi guardaespaldas dejó la vara sobre mi
mesa. Le eché un rápido vistazo. La parte superior estaba redondeada con precisión
de máquina, pero la inferior era irregular, como una rama rota de un árbol. El aire se
despejaba y afinaba a su alrededor, distorsionando nuestras voces y convirtiéndolas
en molestos chillidos.
Pandos gritó como un ratón enfadado.
—Este ganapán ha roto uno de los impulsores terciarios.
Miré a su compañero, un egipcio fornido vestido con un taparrabos y un cinturón
de herramientas de cuero. No recordaba su nombre, pero sabía que era uno de los
operadores de equipo pesado que trabajaban a las órdenes de Ramonojon. Se
mostraba igualmente enérgico y enfadado y blandía un bloque de arenisca que
goteaba ruidosamente sobre mi suelo.
—Estos cerebros de mosquito ni siquiera esperan a que terminemos de nivelar la
proa antes de instalar sus impulsores. No seremos responsables si convierten la
Lágrima de Chandra en una carraca inútil.
Alcé una mano para hacerlos callar.
—Ahora, decidme qué está pasando —dije severamente—. Uno a uno. —Señalé
al egipcio—. Tú primero.
Sus versiones estaban cargadas de furia partidista, pero conseguí comprender lo
que sucedía. La reestructuración dinámica de Ramonojon estaba tardando más de lo
previsto, y Cleón estaba impaciente por montar el sistema de Ares, así que sus
subordinados estaban peleándose por ver quién debería estar trabajando en qué sitio.
Y mientras todo esto tenía lugar, los informes que llegaban a mi mesa hablaban de
amistosos progresos.
La furia de Ares ardió en mi corazón.
—Volved a vuestro trabajo. Me encargaré de este asunto personalmente.

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Me puse sobre los hombros una capa de lana para protegerme del viento y,
seguido por la capitana Liebre Amarilla, salí al exterior.
El cielo, a ochocientos kilómetros de altura era perfectamente claro, y Helios nos
bendecía con corrientes de su limpia luz dorada. Bajamos la colina y nos
encaminamos hacia la banda de estribor de la nave. Me sentía impaciente por llegar a
la torre de navegación, pero Liebre Amarilla insistió en atenerse a los procedimientos
de seguridad adecuados. Caminamos con cautela durante una media hora y a cada
lento paso mi furia por haber sido engañado ardía y crecía en mi corazón. Los
soldados de Jasón me saludaron cuando pasamos ante sus barracones, igual que los
artilleros que manejaban el cañón evac de estribor, pero ninguno de ellos se nos
acercó. No sé si fue por las órdenes de Liebre Amarilla o por el hecho de que mi
expresión hacía que pareciera una de las Furias.
Estábamos pasando por el anfiteatro cuando Atenea me tocó en el hombro. Me
recordó que, si quería respuestas, tendría que permanecer calmado; firme, pero
calmado. Atravesé la puerta de actores situada en la parte trasera del auditorio abierto
al aire libre. Filas de sólidos asientos de piedra lunar se repartían en semicírculo
alrededor de un escenario tallado en granito terrestre. Había pasado mucho tiempo
desde que la tripulación hiciera su última representación de aficionados. Jasón y yo
planeábamos remediar la situación en cuanto iniciáramos el largo viaje hasta el Sol,
pero si las cosas no se resolvían entre Cleón y Ramonojon, ese viaje no comenzaría
nunca.
Rodeé la plataforma baja donde se situaba el coro y subí al escenario para
enfrentarme a mi público de uno.
—¡Necio! Por pensar eso me mancharía con sangre de mi garganta —cité el
Orestes de Eurípides esperando consumir mi furia en la oratoria.
—Ésa no es forma de dominar la rabia —dijo Liebre Amarilla desde el asiento
central del fondo.
—Entonces, ¿cómo? —pregunté, sorprendido pero complacido por su solicitud.
—Manténgala en el corazón —dijo ella, y casi pude ver a Hermes y Atenea
sentados sobre sus hombros, prestándole elocuencia y sabiduría—. Que dé intensidad
a sus palabras como la fuerza mueve su brazo, pero que no las guíe. En la escuela
espartana dicen que la ira es fuego: contenla con sabiduría y te dará fuerza para
siempre; déjala escapar y volará, dejando sólo cenizas.
—Gracias —dije—. El fuego es algo que comprendo.
Dejamos el teatro y subimos a la pequeña elevación situada a proa. La visión que
saludó mis ojos desde lo alto de aquella colina alimentó el fuego de mi corazón como
un bosque de leña seca. Al otro lado de la afilada proa de mi nave, las cuadrillas de
dinamicistas y navegantes celestes se movían como dos tribus de hormigas en guerra.
Los molinos de agua estaban peligrosamente cerca de los tornos que escupían
fuego. Las grúas con pesadas cargas de piedra y metal colgaban peligrosamente sobre
la multitud. La batería de cañones de proa estaba siendo retirada en carros flotantes

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por esclavos dirigidos por algún dinamicísta. A pocos pasos de distancia, los
ingenieros bajaban los impulsores de Ares con otras grúas cuyas cuerdas amenazaban
con enredarse con sus máquinas rivales.
—¡Alto! —grité.
Había demasiado ruido para que me oyeran todos, pero los que estaban más cerca
lo hicieron y transmitieron la orden de hombre a hombre hasta que se produjo el
silencio en la proa de mi nave.
—Que los jefes de las cuadrillas vengan aquí.
Los capataces de Cleón y Ramonojon subieron a la colina. Estaban a punto de
abrir la boca para quejarse, pero yo alcé un puño exigiendo silencio.
—No quiero oír ninguna explicación. Hablaré con vuestros jefes al respecto.
Despejadlo todo con cuidado. No nos interrumpáis, no me importa lo mucho que eso
os retrase. Quiero que esta zona sea segura antes de que se hagan más trabajos.
—Sí, comandante —dijeron al unísono, incómodos.
—Luego trabajaréis en turnos de seis horas, primero los dinamicistas. ¿Está
claro?
—Pero comandante…
—He preguntado si estaba claro.
—Sí, señor ellos, y volvieron con sus cuadrillas.
Liebre Amarilla y yo nos dirigimos hacia la torre de navegación mientras los
trabajadores se dispersaban. Liebre Amarilla habló brevemente a los guardias
apostados en la base de la columna de piedra lunar, y luego me precedió al atravesar
la fina cortina azul de la entrada y subió la escalera de caracol hasta la sala de control
de Cleón.
Mi navegante jefe estaba encorvado sobre su escritorio, acariciando la lira con
una mano y dibujando líneas con carbón sobre un papel con la otra. El panel que
controlaba la nave estaba siendo atendido por uno de los jóvenes navegantes de
Cleón, una joven tebana llamada Hécuba, que observaba a través de la ventana de
cuarzo situada delante de los controles.
—¡Cleón! —dije, sorbiendo lentamente el fuego de mi corazón como Liebre
Amarilla hacía con su pipa—. Tenemos que hablar.
Sus manos dieron un respingo que arrancó un feo acorde a su lira.
—Casi lo tenía. Habría reducido tres días nuestro tiempo de viaje, y ahora he
perdido los acordes.
Entonces alzó la cabeza y vio quién lo había interrumpido.
—¿Ayax? ¿Qué estás haciendo fuera de tu oficina?
Ignoré su pregunta y señalé la ventana.
—¿Te has asomado ahí recientemente?
Cleón se inclinó para limpiar el carboncillo del papel. El polvo negro cayó
lentamente al suelo, y luego marcó rastros en la dura piedra a medida que el
movimiento circular de la nave obligaba al polvo a realizar movimientos

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antinaturales.
—No es culpa mía —dijo—. Estoy siguiendo el plan previsto.
Recogió su lira e indicó una hoja de papel pegada a la pared. Tenía la meticulosa
letra de Ramonojon y explicitaba las fechas y horarios concretos en que sus
dinamicistas estarían trabajando en cada parte de la nave. Por el estado de las cosas
ahí fuera, parecía que llevaban dos semanas de retraso. Ésta era la primera vez en tres
años que las cuadrillas de Ramonojon no eran puntuales.
Cleón recogió su lira y punteó los acordes pitagóricos de las siete esferas.
—Mi gente está haciendo su trabajo. He intentado hablar con Ramonojon sobre
sus obreros, pero él sólo dice que se encargará de ello y luego continúa haciendo lo
que quiera que esté haciendo con sus experimentos.
—¿Por qué no me dijiste que estaba pasando esto?
—Lo siento —murmuró él—. No pretendía ofenderte, comandante, pero con el
peligro y tu propio trabajo… Pensamos que sería mejor resolver las cosas entre
nosotros, pero Ramonojon no ha estado haciendo su trabajo.
—¿Ramonojon?
—Sí, Ayax. Dijo que sus hombres cumplirían el horario previsto, pero no ha ido
ni una vez a supervisarlos.
—Entonces tendrías que habérmelo dicho hace semanas.
—Sí, Ayax.
—Hablaré con Ramonojon ahora mismo —dije, tratando de mantener mi furia
bajo control—. Y en cuanto a ti, la próxima vez que suceda algo así, espero verte en
mi despacho para contármelo.
—Sí, comandante.
Salí de la torre y me dirigí hacia el laboratorio de Ramonojon, situado en la parte
de popa. La furia crecía en mi interior: sólo podía pensar en que mi amigo, que
siempre me había apoyado, ahora estaba ignorando su deber con el proyecto y
conmigo.
—Comandante —dijo Liebre Amarilla con voz calma—. Tranquilízate antes de
hablar con él. Contén tu ira.
—¿Qué sugieres que haga?
—Te has ocupado de la emergencia inmediata. Tienes tiempo para calmarte y
pensar en lo que quieres decir.
Llegamos a la zona de estribor de la colina central y vimos las brillantes
columnas amarillas del comedor.
—Comida y vino para fijar el equilibrio de mis humores —dije.
—Sí, comandante —repuso ella.
El patio del comedor estaba casi vacío: sólo una décima parte de los cien divanes
para comer estaba ocupada. La mayoría de los comensales eran miembros jóvenes del
personal científico, pero había presentes unos cuantos soldados fuera de servicio. Se
pusieron firmes cuando entró Liebre Amarilla. Yo me dirigí hacia la cocina de granito

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situada al fondo y ordené una pequeña hogaza de pan y medio pollo asado a la
esclava jefa de cocina. Liebre Amarilla hizo que la nerviosa noruega probara la
comida antes de dejarme comerla.
Acababa de cortar un muslo cuando se me acercó una mujer tebana llamada
Fedra, miembro de mi personal. Era una buena uranóloga, pero sus años de estudiante
en la Academia la habían vuelto demasiado cautelosa a la hora de exponer sus ideas.
—Discúlpeme, comandante. Sé lo ocupado que está, pero ha sucedido algo
extraño y no sé si debería preocuparlo con eso.
—Demasiada gente ha intentado no preocuparme, Fedra.
Di un mordisco al pollo, concentrándome en el sabor para controlar mi ira. Estaba
sabroso y caliente: la piel se deslizó adecuadamente por mi garganta, dejando en mi
lengua un regusto de pimienta india.
—Cuéntame.
—El dinamicista jefe Ramonojon vino a la sala de archivos la semana pasada y
pidió el informe sobre la primera sonda Helios. Se lo di. Al día siguiente, el jefe de
seguridad Anaximandro me reprendió. Dijo que ese informe estaba restringido al
personal de uranología.
—Me encargaré de eso —dije. Terminé el pollo y devolví los huesos a la cocina
para que los laboratorios de generación espontánea los usaran para producir más aves.
¿Para qué quería Ramonojon unos datos sobre el Sol que tenían ya diez años?, me
pregunté. ¿Y no tenía Anaximandro otras cosas más importantes que hacer que
comprobar mis archivos?
A popa del comedor desembocamos en una llanura cuadrada y despejada de
brillante piedra lunar que se extendía cuatrocientos metros desde la manga de estribor
de la nave. La zona era más llana que el resto de la Lágrima de Chandra, pero el
terreno más áspero. Era el lugar donde se celebraban los juegos ceremoniales y los
funerales. Hasta ahora no habíamos sufrido ninguna muerte, pero tanto Jasón como
yo sabíamos que no podíamos robar materia solar sin perder alguna vida. Las
esquinas del llano estaban marcadas cada una con una pequeña cabeza de Hermes
sobre una elevación de mármol de noventa centímetros. Ningún miembro de la
tripulación sabía que cuando había comenzado el Ladrón Solar, Jasón y yo acudimos
a estas estatuas y ofrecimos sacrificios de vino y sangre al dios de los ladrones y guía
de los muertos.
Tras el espacio abierto, en el punto más ancho de la nave, se encontraban las
cavernas laboratorio, donde mis subordinados hacían su trabajo. Las entradas de la
superficie a estas cuevas eran montículos semiesféricos con aberturas cubiertas por
cortinas, detrás de las cuales había escaleras rectas que conducían al interior de la
nave. Entramos en el laboratorio de Ramonojon por el montículo situado más a
estribor.
Liebre Amarilla y yo bajamos dos docenas de escalones y entramos en el mundo
subterráneo del dinamicista, iluminado por la luz de la luna. La cueva era un

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semicilindro, como una de las largas casas del este de Atlantea. Su cara larga corría
de proa a popa y entramos por la única puerta que tenía en un extremo. El centro de la
cueva estaba vacío, aunque el suelo llano y el alto techo abovedado tenían tanto
hollín y tantas muescas como el laboratorio de pirología de la Academia. Mesas de
dibujo, repuestos de pluma y tinta, y resmas de papel cubrían la pared de babor, pero
no había nadie en esa parte del laboratorio. La pared de estribor estaba cubierta con
montones de gruesas cajas de acero, cada una con una muestra de algún material
celeste o terrestre.
Ramonojon estaba sentado ante un banco de trabajo cerca de las cajas, encorvado
sobre algo. Liebre Amarilla estudió la habitación, y luego hizo un gesto con la
cabeza, permitiéndome la entrada.
Ramonojon alzó la cabeza y vi su rostro arrugado y abotargado. Tosió y se frotó
las mejillas con las manos.
—Ayax, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tratando de impedir que mi nave se haga pedazos. Tu gente y la de Cleón están
prácticamente en guerra.
Él ladeó la cabeza.
—¿Por qué?
—La reestructuración.
—Oh, eso es culpa mía.
—¿Es todo lo que tienes que decir?
—Creí que podría dejar ese trabajo a mis subordinados. Supongo que será mejor
que me encargue de ello.
La furia empezó a pasar de mi corazón a mi sangre. Noté la negra bilis teñir mis
pensamientos. Luego contuve la ira e hice como había dicho Liebre Amarilla. Dejé
que mi furia se notara en el timbre de mi voz.
—Dinamicista jefe Ramonojon —dije, arrojando mis palabras como la lanza de
Ares—. ¿Por qué no has estado cumpliendo con tu deber?
Pero mi ira no le alcanzó. Reaccionó a mi reprimenda como si fuera una simple
pregunta.
—Por eso —dijo, y nos señaló su mesa.
Sobre un paño manchado de aceite había un modelo a escala de la Lágrima de
Chandra tallado a partir de materia selenita. Estaba encadenado a la mesa con tiras de
hierro para impedir que se perdiera girando con su movimiento natural. El modelo era
una lágrima de treinta centímetros de longitud tallada con tanto detalle que, aparte de
los grandes rasgos como la colina y el anfiteatro, se distinguían los pequeños detalles
como la entrada a mi cueva. Los dinamicistas hacían este tipo de modelos solamente
cuando necesitaban estudiar las características de motivación única de un objeto
concreto.
Veinte pequeños pesos, que representaban nuestras esferas de lastre, colgaban del
fondo, y diez pequeñas bolas de oro-fuego, miniaturas de nuestros orbes de ascenso,

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flotaban sobre ella, aseguradas al modelo de la nave por varas de hierro. En el
extremo de popa del modelo había un hueco para el lugar donde planeábamos colocar
la red solar. Sobre la mesa había también una caja de contención de fuego de unos
diez centímetros de ancho. Algo en su interior hacía ruido. Una telaraña de unos
cinco centímetros se agitaba en el aire, tirando en tres direcciones distintas a tres
ritmos diferentes. La red conectaba el modelo con lo que fuera que había en la caja.
—¿Qué es eso?
—Un modelo del diseño de la red solar Delta. Lo construí siguiendo las
instrucciones de Mihradario.
—Estoy impresionado. El trabajo de Mihradario es tan abstruso que dudo que
ningún uranólogo pudiera construirlo. Sé que yo no podría. ¿Cómo lo hiciste?
Ramonojon no dijo nada. Abrió la caja de fuego y sacó con un par de pinzas una
bolita brillante.
—Esto es un modelo del fragmento solar —dijo—. Es una mezcla de fuego
rarificado y materia hermética y selenita. Lo hice siguiendo tu fórmula para simular
las propiedades de movimiento del fuego celeste. Comprobé tus cifras con los datos
de la sonda de Helios.
Tomé un medidor de calor de la mesa y lo coloqué sobre la esfera. El agua del
tubo de cristal hirvió exactamente en la cantidad de tiempo precisa. Mi fórmula era
inestable, ya que usaba fuego terrestre y sólidos celestes para simular el fuego celeste,
pero si se mantenía en una caja de fuego sería exacta durante varios días antes de que
la materia celeste se disolviera.
Ramonojon envolvió la bola en la red, soltó el modelo de la Lágrima de Chandra
y enganchó la red al modelo. La red empezó a girar alrededor de la nave, encadenada
a una ruedecita que seguía una hendidura. La red de tamaño natural estaría atada a
una polea móvil, pero a esa escala una rueda era suficiente.
Ramonojon caminó hasta el centro de la habitación, soltó al aire el modelo y
luego corrió tan rápido como pudo de vuelta hacia nosotros. La pequeña Lágrima de
Chandra voló recta hacia arriba durante unos pocos metros, como hacía normalmente
la nave real cuando su movimiento circular natural era contrarrestado por las
tensiones terrestres de las esferas de lastre y los orbes de ascenso. Mientras la nave
atravesaba el aire, el pseudofragmento de Sol orbitó en un círculo perfecto, una vez,
dos veces, tres veces.
Pero, a medida que daba vueltas, la red que la unía a la nave empezó a aflojarse
un poco, deformada por la llama. La bola de fuego trató de describir una cuarta
órbita, pero se lió en la red; empezó a sacudirse y a tirar de la nave como una ballena
que tira de un barco de pesca que tiene la mitad de su tamaño. El modelo empezó a
vibrar a medida que el fragmento se disparaba de un lado a otro. En la hendidura se
abrió una grieta. Las pesas del fondo chasquearon. Hubo una lluvia de plateado polvo
lunar, un ruido de piedra al romperse, y el fragmento se soltó, llevándose consigo la
red y la parte trasera de la Lágrima.

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El resto de la nave, que ya no estaba anclado a un vuelo de rumbo recto, trazó un
arco hacia arriba y se estrelló contra el techo, quebrando el acorde pitagórico de
Selene. Me cubrí los oídos para mitigar los ecos de aquel grito puro.
Por toda la habitación quedó flotando el polvo lunar, que se congregaba en un
anillo circundante de plata.
—Lo he probado ya tres veces —dijo Ramonojon, tratando sin éxito de esconder
su desazón con su tono desapasionado—. La primera vez, el modelo de la nave flotó
por la habitación, trazando espirales al azar; la segunda, chocó contra el suelo, y la
tercera el resultado fue el mismo que ahora. La conclusión es inequívoca. Mihradario
está usando la red equivocada.
Asentí lentamente, y le pregunté por sus cálculos. Ramonojon me mostró las
fórmulas uranológicas de Mihradario y lo que había hecho con ellas para extraer la
dinámica para su modelo. Ramonojon no sabía nada de uranología, pero desde luego
era capaz de tomar los cálculos de otra persona sobre impulsos y discernir la
dinámica de un objeto sometido a esas fuerzas.
Volví a mi cueva y me pasé tres horas repasando el trabajo de mi amigo. Era una
llamada de atención, pero no definitiva. Había tantos puntos en los que podía haber
interpretado incorrectamente las teorías de Mihradario que me sentí tentado de
descartar sus temores. Además, había estado actuando de manera extraña desde
nuestras vacaciones. Tal vez le había sucedido algo… Pero ¿y si tenía razón?
Regresé al laboratorio de dinámica y encontré a Ramonojon sentado en el suelo
con las piernas cruzadas. Alzó la cabeza cuando entramos.
—¿Y bien? —preguntó.
Suspiré.
—Uno de vosotros está cometiendo un error —dije—. Pero no sé cuál de los dos.
—No envidio tu situación. —Una media sonrisa resquebrajó su fachada, luego
desapareció, pero no antes de que yo pudiera sonreír a mi vez reconociendo la verdad
de sus palabras.
—Encárgate de la reestructuración —dije—. Yo hablaré con Mihradario y
encontraré una solución a este dilema.
Liebre Amarilla y yo salimos del laboratorio de dinámica y atravesamos el campo
de montículos para dirigirnos a los laboratorios de uranología.
—No me fío del dinamicista jefe Ramonojon —dijo Liebre Amarilla.
—Porque es indio, supongo —dije yo, molesto por su aparente xenofobia—.
¿Cuándo olvidarán los espartanos las rebeliones?
—Ése no es el motivo.
—¿Cuál, entonces?
—Porque usted, que es su amigo, está empezando a dudar de él.
Me volví hacia ella.
—¿Y a usted qué le importa eso, capitana?
—Mi deber es protegerlo —respondió ella, tocando el pomo de su espada—. De

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amigos y enemigos por igual.
Controlé mi temperamento.
—¿Y eso le da poder para discernir mis pensamientos?
—No —dijo ella—. Atenea me hizo observar su rostro mientras examinaba el
trabajo de Ramonojon. Su expresión no era de esfuerzo concentrado, sino de
preocupación amistosa mezclada con asombro.
En ese punto llegamos a la entrada del laboratorio de Mihradario, y la
conversación terminó por el momento.
El laboratorio de mi uranólogo jefe estaba en el centro del vivero de
investigación, un cubo de seis metros de lado enterrado profundamente en el cuerpo
de la nave. Se trataba de un espacio de trabajo mucho más pequeño que el de
Ramonojon, pero Mihradario era un teórico: no había ningún riesgo de chocar con
modelos que explotaran en su cubil subterráneo.
La seguridad de la teoría iba acompañada del lujo de la decoración; tallados en las
paredes había frisos de los dos acontecimientos que más amaban los persas
helenizados. Las imágenes ricamente esculpidas describían primero la rendición de
Jerjes del tercio occidental de Persia a Atenas y Esparta tras la guerra persa.
Ocupaban una de las tres paredes; el resto lo ocupaba la conquista de Alejandro de lo
que quedaba de Persia y su captura del emperador Darío. La escena estaba tallada en
la roca lunar y coloreada con brillante pintura transparente que confería un brillo
sobrenatural a ese gran triunfo.
Uno de los ayudantes de Mihradario se reunió con nosotros y nos condujo hasta
él. Mi genio subordinado estaba reflexionando sobre una página de fórmulas de
tensión y equilibrio referidas a la materia hermética y afrodítica, tan complejas que
yo habría tardado días en comprobar su precisión.
Alzó la cabeza cuando nos acercamos.
—¿Ayax? —Miró a Liebre Amarilla—. ¿Es seguro que el comandante esté
caminando por ahí?
—No —respondió ella—. Pero es necesario.
—Ramonojon tiene algunos problemas con tu diseño de la red —dije lentamente.
Él entornó los ojos.
—¿Qué problemas?
Describí la demostración de Ramonojon.
Mihradario hizo una mueca, y sus ojos se desenfocaron como hacían siempre que
se sumía en las profundidades del pensamiento. Esperé.
—El diseño de la red es perfecto —dijo por fin—. Ramonojon debe de haber
cometido un error.
—Uno de vosotros lo ha hecho —respondí—. ¿Cómo juzgar entre el dinamicista
más dotado y el uranólogo más brillante de la Liga?
—Tienes un problema —dijo él, envarado.
—Podría repasar tus cálculos contigo.

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—Con todos los respetos, comandante, tus conocimientos de uranología son
demasiado especializados para realizar una revisión semejante. Sabes demasiado
sobre el fuego celeste y demasiado poco sobre los sólidos celestes.
—¿Tienes una idea mejor?
Mihradario se acarició pensativo la barba y me miró. Casi pude sentir su mente
trabajando, recorriendo opciones posibles, buscando una que me satisfaciera. Al cabo
de un momento dio una palmada y sonrió de oreja a oreja.
—Lo tengo. Haré una demostración usando la propia Lágrima de Chandra.
—¡No pondrás en peligro mi nave!
—No te preocupes, comandante —dijo él, alzando una mano para calmarme—.
Construiré una red de un cuarto del tamaño de la red Delta. Si Ramonojon tiene
razón, una red de esas proporciones nos causará algunos problemas de vuelo, pero
nada que Cleón no pueda manejar. Pero si mis cálculos son correctos, no sufriremos
ninguna dificultad.
Pareció una buena idea en ese momento. «Después de todo —razoné—, un
experimento semejante demostrará de manera fehaciente la verdad tanto a mi
satisfacción como a los de mis subordinados».
—¿Cuánto tiempo tardarás en preparar esa demostración?
Tamborileó con los dedos, emocionado.
—Tres semanas, ya que como supongo querrás que tenga cuidado.
—Mucho cuidado —dije yo, y salimos de la cueva.

Cuatro días más tarde, estuve libre unas pocas horas del rigor del mando y de la
constante presencia de la capitana Liebre Amarilla gracias a la reunión mensual de
los nuevos misterios órficos. Me habían invitado a unirme al exclusivo misterio hacía
veinte años, durante mi primer encuentro con la Fama, y había sido un consuelo y una
fuente de seguridad durante los duros años que siguieron. De los más de trescientos
soldados y científicos de la Lágrima de Chandra, sólo había ocho nuevos órficos,
incluyéndome a mí, a Jasón y a Cleón.
Liebre Amarilla me esperó fuera mientras los ocho marchábamos portando
antorchas por el túnel pintado de negro excavado en el lado de la colina que conducía
a la cueva, también pintada de negro y tallada de forma naturalista, donde se
representaban en sucesión los diversos cultos y misterios. En aquella caverna
artísticamente tallada y pseudoterrestre no era difícil imaginar que estábamos en el
vientre de Gea y no a ochocientos kilómetros de altura sobre ella.
El misterio comenzó con cada miembro asumiendo un papel asignado en la
historia de Orfeo. Esta vez yo llevé la máscara de Hades. Fedra representó a
Perséfone. A Jasón le tocó el ingrato papel de Cerbero, y Cleón llevó el manto de
Orfeo. Era demasiado nervioso y excitable para el papel, pero sabía tocar la lira, lo
cual aportó verosimilitud a su, por lo demás, demasiado frenética actuación.

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El misterio sigue fielmente el mito del músico divino. La esposa de Orfeo,
Eurídice, muere, y el heroico músico desciende al Hades para rescatarla. Su música
encanta a Hades, y el dios de los muertos promete devolverle su esposa a Orfeo si
cumple ciertas condiciones. En el misterio la condición que se le impone y el final del
mito son distintos a la narración normal de la historia. La iniciación en los misterios
requiere el juramento de no contar nunca esta versión. Por tanto, que yo rompiera este
juramento debe ser tenido en cuenta en el juicio que se me haga, pero ya llegaré a eso
a su debido tiempo.
Después de la ceremonia nos quitamos las máscaras y túnicas y nos pusimos a
beber y a conversar. En todas las ciudades de la Liga muchos importantes acuerdos
políticos tienen lugar en esas reuniones, pero a bordo de la Lágrima de Chandra
éramos tan pocos que normalmente aprovechábamos la oportunidad para relajarnos
en agradable compañía.
Como intérprete de Orfeo, Cleón tenía el deber de servir y mezclar el vino, ya que
no se permitía a los esclavos el acceso a la cueva del misterio.
Jasón y yo nos sentamos en divanes cercanos para hablar.
—Tengo que preguntarte por la capitana Liebre Amarilla.
Él sorbió el vino aguado de un cuenco y encogió sus anchos hombros.
—¿Qué quieres saber?
—¿Por que una oficial espartana está sirviendo como guardaespaldas? —dije,
dando por fin voz a la pregunta que me preocupaba desde hacía semanas. No había
querido preguntarlo delante de Liebre Amarilla por si la misión implicaba algún tipo
de caída en desgracia por su parte. Todavía no había aprendido que nada podía
desgraciar a aquella perfecta espartana.
Jasón estudió mi rostro unos instantes. Tenía esa expresión seria de concentración
que todos los espartanos tienen cuando deliberan. Una vez le pregunté,
descaradamente, si había un curso sobre fruncir el entrecejo en la escuela de la
guerra. Él me respondió preguntando si había uno sobre sarcasmo en la Academia.
—Conocí a Liebre Amarilla en las Olimpiadas, hace cinco años —dijo él—. Se
llevó el laurel en pancratión.
Casi derramé el vino por la sorpresa. No prestaba mucha atención a las
Olimpiadas. La constante presión de mi padre me había hecho perder cualquier
interés que pudiera haber tenido en el atletismo. Pero sabía del pancratión, una lucha
sin armas ni reglas. Los participantes podían elegir cualquier estilo de combate,
cualquier truco, cualquier añagaza que quisieran. No era extraño que hubiera muertes
en esas competiciones. Recordé vagamente haber oído que por primera vez en varios
siglos una mujer había vencido en esa competición. Tras haberla visto pelear, no me
sorprendió que Liebre Amarilla fuera esa vencedora, pero eso no respondía a mi
pregunta.
—Pero ¿por qué me la han asignado como guardaespaldas?
—La orden de protegerte decía que podía elegir a cualquiera. Elegí a la mejor.

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—Mi padre nunca habría aceptado un encargo tan bajo.
Jasón se me quedó mirando unos instantes bajo la titilante luz de las antorchas.
—Ayax, el nombre de tu padre aparece en las listas de honor espartanas. Su
consejo es solicitado por varios miembros del estado mayor. Fue un gran guerrero y
un gobernador capaz…
—¿Pero? —dije, oyendo en sus palabras la frase sin terminar.
—Pero sólo era medio espartano de espíritu. La capitana Liebre Amarilla tiene el
espíritu entero.
—No comprendo.
—Lo siento, pero no puedo explicarlo mejor.
Cleón me trajo un nuevo cuenco de vino, que bebí en silencio, esperando a que
algún dios me explicara las palabras de Jasón. Pero ninguna divinidad acudió para
cubrir mis necesidades.
—Gracias por intentarlo —le dije a Jasón.
Mi co-comandante me sonrió.
—¿Alguna pregunta más?
—Sí. ¿Por qué los arcontes te permitieron tal discreción al elegir un
guardaespaldas?
—No lo sé —dijo él—. El estado mayor me ha dado a entender que los arcontes
consideran ahora que el Proyecto Prometeo es vital para la seguridad de la Liga.
—Eso es una locura. El Ladrón Solar y el Hacedor de Hombres podrían ser un
gran beneficio para el esfuerzo bélico, si funcionan, pero es un «si» muy grande, y en
cuanto al Previsión, ese proyecto es una completa pérdida de tiempo.
Asintió y sorbió un poco más de vino.
—Eso es lo que he oído, Ayax. No he dicho que lo creyera.
Me reí por la sequedad de su humor espartano y le tendí un plato de higos.
—¿Ha tenido éxito Anaximandro localizando la fuente de ese comando?
El rostro de Jasón se ensombreció y rechazó la fruta.
—No. Estoy empezando a preguntarme si necesitamos un jefe de seguridad.
—¿Hay algún motivo para no sustituirlo?
—Sí —replicó Jasón, estudiando su reflejo en el cuenco de vino—. Anaximandro
conoce esta nave y a su tripulación. Un nuevo jefe de seguridad necesitaría meses
para aprender lo que él sabe. Le he dado a Liebre Amarilla autoridad sobre él, y
recientemente he vigilado sus acciones con atención. Eso debería ser suficiente.
—¿Sabías que ha estado interfiriendo en mi parte científica del mando?
—No, no lo sabía.
Le conté a Jasón el encuentro de Fedra con Anaximandro.
—Le preguntaré al respecto —dijo él, y capté todo el peso de la desaprobación
espartana listo para caer sobre los hombros del jefe de seguridad.
—Gracias —respondí, y me recosté en mi diván para apurar el tesoro de
Dionisos.

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Dos horas más tarde les di las buenas noches a todos y subí con cuidado por el
oscuro túnel. Había bebido demasiado vino y demasiada hidromiel de esa que
producen los norteños.
La capitana Liebre Amarilla me estaba esperando fuera. Me tambaleé y ella
amablemente me ofreció el brazo para sostenerme. A pesar de su fuerza, su contacto
no fue más fuerte que la caricia de una pluma. Me apoyé en ella, y casi retrocedí: su
piel era como hielo. Había permanecido allí fuera, soportando el aire frío, mientras yo
bebía vino en la cálida cueva. Sentí furia contra mí mismo por tratarla como una
molestia. Cuando alcé la cabeza para pedirle disculpas, oí el claro zumbido de los
cañones evac disparando.
—¡Abajo! —dijo ella, aplastándome contra la piedra lunar. Liebre Amarilla se
alzó sobre mí, sosteniendo su lanzador evac en la mano derecha y la espada en la
izquierda.
Por babor, algo enorme y con forma de murciélago apagó las estrellas: una
cometa de combate de gran altitud que volaba directamente hacia nosotros. Los
cañones de babor lanzaron una docena de enormes tetras contra el cuerpo del
murciélago, que permaneció suspendido un instante y luego se estrelló.
Dos cometas más se lanzaron contra nosotros, esquivando a los artilleros antes de
que éstos pudieran volver a apuntar. Eran cometas de un solo hombre, en teoría
demasiado pequeñas para sobrevivir a esas alturas en el aire, y no deberían haber sido
tan rápidas. Rozando nuestra brillante superficie volaron hacia la cueva del misterio;
luego debieron localizarme porque viraron rápidamente y se abalanzaron hacia donde
yo estaba.
Liebre Amarilla golpeó con la mano de la espada la culata de su lanzador,
enviando un chorro de tetras al aire rarificado del tubo. El ala de plata de una de las
cometas se hizo pedazos. El piloto saltó para evitar la colisión y fue recibido por una
segunda andanada del lanzador de Liebre Amarilla. Su cuerpo roto cayó, manchando
de sangre la plateada Lágrima.
Los soldados de Jasón salieron de los barracones de estribor, apuntando ya con
los lanzadores evac y disparándolos contra la última cometa, pero no fueron lo
bastante rápidos. El murciélago de seda voló directamente sobre mí; su piloto saltó,
dejando que su aparato chocara contra la colina. Cayó hacia Liebre Amarilla. Ella
alzó la espada para recibirlo. El piloto se empaló en ella, pero justo antes de que su
espíritu abandonara su cuerpo me apuntó con algo metálico. Hubo un momentáneo
destello de plata y oro en mis ojos. Luego el objeto cayó de la mano del piloto y el
hombre se reunió con sus antepasados.
Su sangre me manchó al caer de la hoja de Liebre Amarilla. Una oleada de
náuseas se alzó en mi estómago. Pero no era la sangre lo que me mareaba, ni el vino.
Sentía la cabeza caliente, como presa de una súbita fiebre. Mis piernas eran
quebradizas; no podía sentirlas ni moverlas. Hidromiel y bilis abandonaron mi
estómago, y vomité sobre mi resplandeciente nave.

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Traté de decirle algo a Liebre Amarilla pero no logré pronunciar ninguna palabra.
Ella se volvió hacia mí. Traté de asir su mano, pero la noche y el caos me reclamaron.

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ε
El Sol me golpeó. En sus manos blandía una feroz lanza tan larga como la distancia
entre la Tierra y su esfera; me apuñaló el pecho cada vez que mi corazón trataba de
latir.
—¡Ladrón! —gritó Helios; su aliento ardiente quemaba mi rostro—. Quieres
robar mi ganado, ¿no?
Traté de explicarle que fue Odiseo quien robó los rebaños del Sol, y que yo no era
más que Ayax. Pero su lanza siguió atravesándome, arrancando el aliento de mis
pulmones de modo que no pude pronunciar las palabras. Peor, cada vez que retiraba
la lanza de oro-fuego, mi corazón y mis pulmones extraían vida del resto de mi
cuerpo para curarse. Como Prometeo encadenado a la montaña, padecía dolor sin
muerte.
Heracles se acercó hasta el pico cristalino donde me torturaban; el héroe llevaba
una gran maza de bronce e iba vestido con la piel del león de Nemea. Saludó a
Helios, quien le devolvió amistosamente el saludo pero continuó alanceándome
metódicamente. Heracles me miró de arriba abajo y dijo:
—No merece la pena rescatar a éste.
Y se marchó.
Un coyote se aproximó desde el otro lado de la montaña. Se acercó a mí y vio
cómo Helios me atravesaba unas cuantas veces más. El animal se rascó el hocico;
luego, tras tomar una decisión, se despellejó, librándose de su sarnoso pelaje como si
fuera una toga romana. Los músculos y las venas del coyote quedaron al descubierto,
mostrando la vida que latía en sus arterias. Saltó hacia mí y me susurró al oído:
—Ponte una piel si quieres escapar.
Las tribus atlanteas, que lo conocen bien, saben que nunca hay que confiar en el
coyote, pero al no ver otra opción me zafé de mis grilletes y me puse la piel. Libre de
mis cadenas de plata, huí del Sol a cuatro patas. Huí a través del cristal, a través del
aire, a través del agua y, finalmente, a través de la piedra hasta que llegué a la
Academia.
Aristóteles daba un discurso en el bosquecillo. Sócrates lo miraba con divertida
condescendencia. Platón había vuelto la espalda a su maestro y a su estudiante y
gritaba al público de sabios que deberían escucharle a él. Pero como querían ciencia,
no filosofía, los maestros y estudiantes de su Academia no hacían ningún caso a su
fundador.
Corrí hacia Aristóteles, suplicando atención. Él me miró con la condescendencia
que sólo puede dar la razón divina, y dijo:
—Los hombres son distintos de los animales.
De su propio corazón, sacó un cuchillo de obsidiana que brillaba como la estatua
de Alejandro y separó la piel de coyote de mi cuerpo. Mi sangre se derramó sobre el
altar, y la multitud de filósofos-científicos corrió a beberla.

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Humano una vez más, traté de ponerme en pie, pero el césped de la Academia se
disolvió en un campo de cojines. Mis pies no encontraron asidero sobre las
almohadas, así que me caí. Mi cabeza golpeó algo duro, la pierna de piedra de una
estatua. Miré alrededor y me encontré contemplando los enormes y lánguidos ojos de
Morfeo de las Formas. El dios de los sueños se alzaba sobre mí, de pie entre las
puertas de cuerno y marfil, sus pálidos labios suavemente abiertos en una sonrisa de
sabiduría.
—¿Quieres tener un sueño verdadero o un sueño falso? —preguntó, acariciando
cada columna por turno. De mi boca no salió ninguna palabra, pero el dios asintió
como si le hubiera contestado.
Yo estaba en los campos de Troya, contemplando sus altas torres. Sus cimas de
mármol atravesaban las nubes concentradas sobre el campo de batalla. Un millar de
muelles celestes taladraban el aire, un millar de flechas apuntando hacia el Olimpo,
dispuestas a hacer llover muerte sobre los inmortales dioses.
A mi alrededor los héroes morían y mataban. Héctor mató a Patroclo pensando
que era Aquiles; Aquiles mató a Héctor y arrastró su cuerpo alrededor de las murallas
de la ciudad; Paris disparó a Aquiles con una de las flechas de Apolo. Atravesé el
frente de batalla heleno, esquivando flechas y lanzas, agazapándome entre las
gigantescas ruedas de los carros, manteniéndome agachado para no atraer la atención
de los héroes de mirada celestial que se alzaban a mi alrededor.
Casi conseguí llegar a la fila de naves en llamas arrastradas a la orilla, pero me
detuvo un escudo de piel de buey de dos metros de altura.
Un hombre alto, ancho de hombros y de rostro furioso me miró por encima del
escudo, mientras un hombre pequeño y nudoso armado con una flecha miraba desde
el lado. El alto intercambió miradas con el pequeño y luego ambos me miraron a mí.
—Bien, Ayax el Menor —le dijo el grande al pequeño—. Éste es nuestro
homónimo.
La boca del pequeño se torció en una sonrisa.
—Lo veo, Ayax el Mayor. ¿Qué deberíamos darle con la herencia de nuestro
nombre? ¿Mi ahogamiento? ¿Tu locura?
—No, Ayax el Menor —dijo el gigante—. No la piedad de la muerte de un héroe.
Dale el dolor de la vida de un héroe.
Ayax el Menor asintió. Retiró su arco, se llevó al pecho una flecha de pluma de
ganso, la disparó y me atravesó el brazo. Aullé como un coyote y me incorporé,
súbitamente sorprendido por el punzante dolor. Luego caí tiritando sobre la cama y
me arrebujé en las mantas.
¿Cama? ¿Mantas? Parpadeé para despejar mis ojos. El borrón verde a mi
alrededor se convirtió en la cueva pintada de verde que hacía las veces de pabellón
privado en las cavernas hospital de la nave. Y la masa blanca que se alzaba sobre mí
se convirtió en el doctor jefe de mi nave, Euripos, un romano de sesenta años que en
otros tiempos había sido médico de batalla de mi padre. Acababa de quitar el cañón

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de una pluma de ganso del lugar de mi brazo donde la flecha de Ayax el Menor me
había alcanzado y lo colocaba sobre la mesa de instrumentos de caoba que había
detrás de él.
La capitana Liebre Amarilla se inclinó sobre mí y me miró a los ojos con una
dorada expresión de preocupación y furia.
Jasón se encontraba detrás de la mesa, observándome con el estoicismo de los
espartanos cuando miran a la muerte directamente a los ojos. Anaximandro
permanecía en posición de firmes justo en la puerta que conducía al resto del hospital.
—Habla rápido —le dijo Euripos a Jasón—. No sé cuánto tiempo estará
coherente.
—Ayax —dijo Jasón—, estás sufriendo los efectos de una nueva arma taoísta
desconocida. Los médicos no saben cómo curar lo que te han hecho.
Asentí y sonreí, sin que me preocupara lo más mínimo la noticia de que era
incurable. De hecho, la idea me pareció divertida, tan divertida que empecé a reírme.
—¿Qué le pasa? —preguntó Liebre Amarilla.
Euripos tomó una aguja y una fina hoja de papiro. Extrajo un poco de sangre de
mi dedo y la esparció sobre el papel. Una mancha púrpura apareció y se extendió
rápidamente, impregnando el papiro de un color regio que mis primos fenicios
habrían dado cualquier cosa por poder vender.
—Su cuerpo está produciendo cantidades increíbles de humor jovial. Te dije que
el balance de sus fluidos fluctuaba de forma incontrolada. La inyección de sanguíneo
que le he dado no lo mantendrá estable mucho tiempo.
Asentí, comprensivo. De pronto toda la habitación olió a tumba. Empecé a gemir
en voz alta como si fuera una plañidera contratada para mi propio funeral.
Un rugido de jaguar brotó de la boca de Liebre Amarilla.
—¡Si no puede curarle, encuentre a alguien que pueda hacerlo!
Jasón sacudió la cabeza.
—Nadie en la Liga entiende de medicina taoísta.
Mi guardaespaldas se volvió hacia él, espartano a espartano.
—Comandante, debe traer un médico mediano de un campamento de prisioneros.
¿Debe? A través de la bruma oscura de mi corazón encontré consuelo en aquel
imperativo.
Jasón miró interrogante a Euripos.
El viejo romano asintió despacio. Pude ver que no le gustaba la idea, pero sabía
que no tenía elección.
—Comandante —dijo Anaximandro—, no podemos comprometer la seguridad
del Ladrón Solar dejando que un mediano suba a bordo de esta nave.
Jasón se volvió hacia su lugarteniente.
—Sin Ayax no habrá ningún Ladrón Solar.
—Eres un verdadero amigo, Jasón —dije, súbitamente jubiloso—. Es muy
amable por tu parte. —Expulsé un gran espumarajo de flema—. Lo digo en serio. De

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verdad que es maravilloso.
No podía dejar de hablar.
Euripos colocó una compresa fría sobre mi frente y me hizo tender de nuevo. Con
los ojos cerrados empecé a adormilarme, pero se desató una discusión.
—Como jefe de seguridad, no puedo permitirlo —dijo Anaximandro.
—¡Como comandante militar, soy tu superior!
Las suelas de metal golpearon el suelo.
Yo me desplomé en una laguna de dolor.
Un hombre apuntó a mis ojos con una lanza de muchas puntas. Me quedé
paralizado, no por miedo o dolor, sino por no saber si saltar a derecha o izquierda,
delante o atrás. La lanza se detuvo a tres centímetros de mi rostro.
—Este piensa demasiado —dijo el viejo entrenador espartano. Me empujó hacia
su izquierda, donde estaban reunidos todos los otros solicitantes no admitidos en la
escuela de la guerra. Contemplamos hoscamente a aquellos que tenía a la derecha,
que permanecían en fila esperando a ser conducidos dentro de las murallas de hierro
para ser transformados en espartanos.
¡Piensa demasiado! Después de dos semanas de tortuosas pruebas en las que
habían caído nueve de cada diez, yo había perseverado. Todo lo que quedaba era la
Prueba de la Lanza, y había suspendido con la única explicación de que pensaba
demasiado.
A los siete años de edad, tuve que regresar para enfrentarme a mi airado padre y
tuve que decirle que nunca sería espartano porque pensaba demasiado. Él no dijo
nada, sólo me entregó a mi madre y regresó a sus deberes gubernamentales.
Las lágrimas corrían por mis mejillas. Intenté secarlas, pero tenía atados los
brazos y las piernas. Parpadeé expulsando tierra de mis ojos, esperando que el borrón
que tenía delante se convirtiera en Euripos, pero en cambio vi una cara vieja y
arrugada, del color amarillo del pergamino, con dos ojos almendrados, enrojecidos
por la falta de sueño.
Me dejé llevar por el pánico, me debatí contra las cuerdas que ataban mis
extremidades. ¿Me habían capturado? ¿Habían tomado mi nave los medianos?
Entonces vi que la capitana Liebre Amarilla estaba tras él, sosteniendo sobre su
cabeza la espada desenvainada.
—Ahora debería ponerse bien —dijo el mediano en un helénico cargado de
acento hunan de su tierra natal. Se inclinó hacia delante, palpó mi muñeca y olió mi
aliento—. Me sorprende haber podido curarlo —murmuró en su lengua nativa—.
¿Cómo sobreviven estos bárbaros sin medicina auténtica?
—No se mueva —me dijo, empleando mi lengua, sin saber que yo comprendía la
suya—. Su corriente Xi necesita tiempo para estabilizarse.
—¿Eso qué significa? —repliqué, sintiendo ese destello de irritación que todos
los eruditos de la Liga sentían cuando se enfrentaban a la absurda pero
frustrantemente real ciencia del enemigo.

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—Debe permanecer quieto —dijo—. Y no deje que este hombre —indicó a
Euripos con un gesto— use ninguna de sus contramedicinas. Ahora, permita que
termine su curación.
El mediano tomó un cuenco lleno de pintura roja y un pincel y trazó una línea
sobre mi frente. En cuanto terminó la pincelada, me quedé dormido. Esta vez Hipnos
y Morfeo me bendijeron y no tuve sueños.
Cuando desperté de nuevo, Euripos y Liebre Amarilla estaban al otro lado de la
habitación, cerca del gran mueble de medicinas con el grabado de las serpientes
entrelazadas de Escolapio. Mi guardaespaldas le susurraba al doctor y no entendí lo
que decía, aunque el tono de preocupación era claramente audible. Me senté
lentamente. Sentía los músculos aturdidos y la piel me cosquilleaba como si hubiera
estado en una corriente fría.
—¿Puedo mirarme en un espejo? —pregunté con la garganta dolorida y una voz
que sonaba como la tiza rayando una pizarra. Euripos se acercó y me tendió uno de
esos espejitos redondos que los médicos utilizan para ver si sus pacientes están
muertos. Mi cara estaba macilenta y demacrada, y todo mi cuerpo estaba cubierto de
extrañas líneas rojas, como si me hubieran teñido la piel—. ¿Qué es todo esto?
Euripos se echó a reír.
—Ojalá lo supiera. Cuando trajeron a ese mediano, pidió veinte agujas de plata,
veinte agujas de oro, un pincel de pelo de caballo y un cuenco de pintura roja. Jasón
hizo que todos los esclavos de la nave se pusieran a buscar en la cueva de
almacenamiento hasta encontrar lo que necesitaba.
»Cuando tuvo sus suministros, ese loco mediano te pinchó con todas las agujas.
Quise detenerlo, pero ella —ladeó la cabeza para señalar a Liebre Amarilla— no me
dejó. Pintó líneas por todo tu cuerpo, conectando una aguja con otra. Luego se sentó
en esa silla y te observó durante un día.
Euripos se detuvo un instante; su cara se nubló con una mezcla de malestar y
asombro. Reconocí esa expresión. Todo académico a quien le habían descrito alguna
vez algo conseguido por la ciencia mediana ponía esa cara.
—Fue como magia —dijo Euripos—. La pintura se movió por todo tu cuerpo,
creando nuevas formas. Durante los dos días siguientes el hombre continuó dibujando
nuevas líneas y girando las agujas hasta que ayer las líneas dejaron de moverse y dijo
que estabas curado.
Suspiré, y tosí un poco. Sentía los pulmones un poco congestionados, pero aparte
de eso, y de la sequedad de garganta, me encontraba mucho mejor. Ofrecí a mi
médico la excusa académica de rigor sobre lo incomprensible de la ciencia taoísta,
pero las palabras me parecieron huecas, la vana protesta de alguien que se debate
contra el destino: «No te molestes intentando comprenderlo. Cuando los medianos
hayan sido conquistados, tendremos todo el tiempo del mundo para descubrir sus
secretos». Los ojos del viejo romano se iluminaron con la idea de conquista.
—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? —pregunté.

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—Diez días —contestó como si nada la capitana Liebre Amarilla.
—¿Cuándo puedo volver al trabajo? —le pregunte a Euripos.
—Según ese mediano, todo lo que tenemos que hacer es limpiarte la pintura y
estarás listo.
—Bien, pues entonces manda llamar un esclavo para que me lave. Estoy ansioso
por regresar al trabajo.
Liebre Amarilla dio un paso adelante y aferró la empuñadura de su espada. Me di
cuenta de que iba a ofrecérmela como muestra de su fracaso en protegerme.
Yo tenía que dejarle claro que todavía confiaba en ella. Nadie podría haber
previsto un ataque en ese momento y lugar y empleando además nuevas armas, y
nadie podría haber hecho un trabajo mejor defendiéndome del enemigo, ni haber
puesto más celo en revivirme cuando estuve herido. Pero no podía decir esas cosas:
los espartanos no aceptan excusas, sobre todo en lo referente a sus propios fracasos.
Era necesario abordarlo desde una perspectiva diferente, y, gracias te sean dadas,
señora de la sabiduría, Atenea me proporcionó las palabras que necesitaba.
—Capitana, asegúrese de que el camino hasta la colina sea seguro.
—Comandante… tal vez…
—Es una orden, capitana.
—Sí, comandante —dijo ella, apartando la mano de la espada.
Cuando regresó de explorar mi ruta ya me habían lavado y vestido. Liebre
Amarilla me tomó del brazo y me ayudó a salir despacio de las cavernas hospital para
llegar a la superficie.
Estaba amaneciendo y la Lágrima de Chandra volaba hacia el este. Helios
brillaba con un cálido amarillo anaranjado que me dio la bienvenida por volver a su
luz. Ya no parecía enfadado conmigo, suponiendo que lo hubiera estado.
—¿Necesita descansar? —preguntó Liebre Amarilla.
—No —dije yo, y volví la mirada hacia la colina—. Continúe.
Liebre Amarilla me escoltó hacia la colina y luego al patio. Justo cuando
subíamos el último escalón y llegábamos a la estatua de estribor de Atenea un grito se
alzó del centenar de voces reunidas en la cima de la colina.
—¡Salve, Ayax! ¡Salve, comandante!
Todo el personal científico se había congregado para darme la bienvenida entre
los vivos.
—Salve a todos vosotros, y gracias —dije.
Mis tres subordinados principales se adelantaron.
—La reestructuración de la Lágrima de Chandra está terminada, comandante —
dijo Ramonojon, la mirada algo gacha—. Me alegro de que estés vivo.
—Los impulsores de Ares están instalados, comandante —dijo Cleón—. Y nos
hemos elevado mil trescientos kilómetros sobre la Tierra. Aquí deberíamos estar a
salvo de ataques.
—Los preparativos para la demostración avanzan según lo previsto —dijo

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Mihradario.
—Bien hecho —les dije a todos ellos.
Me adelanté hacia las ordenadas filas de mis subordinados.
—Perdonadme —dije a aquel mar de rostros ansiosos—. No puedo quedarme y
beber por mi salud con vosotros porque me he retrasado varios días en mi trabajo.
Hubo un puñado de risas de alivio.
—Pero quiero que todos vayáis al comedor y comáis y bebáis a placer. Y
derramad un poco de vino por Apolo y Esculapio para que aseguren la continuidad de
mi salud.
—¡Salve, Ayax! —dijeron ellos de nuevo, y me dejaron a solas con Liebre
Amarilla y Jasón, que había salido de su oficina cuando terminaron los discursos.
—Bienvenido, Ayax —dijo, agarrándome amablemente por el codo.
—Gracias, Jasón —respondí, devolviéndole el gesto.
Se inclinó hacia mí y me susurró al oído.
—Liebre Amarilla pidió que la sustituyera. Le dije que tendría que hablar contigo
al respecto. Te aconsejo que no lo hagas; no hay mejor soldado en toda la Liga.
—Ya he zanjado ese asunto —dije—. Conseguí impedir que me lo pidiera.
—Bien.
Nos enderezamos y nuestras voces recuperaron su volumen normal.
—¿Cómo conseguiste traer a un médico mediano? —pregunté.
—Envié un mensaje directamente a los arcontes y ellos enviaron uno en trineo
lunar directamente desde un campo de prisioneros situado al este de la India.
—¿No hubo problemas? ¿Ninguna protesta de Atenas o Esparta?
Me costaba creer que ni la burocracia ni el alto mando se hubieran quejado de
algo tan poco ortodoxo.
—Interesante.
—¿Tienes una explicación? —dijo él, adivinando mis pensamientos por la
expresión de mi rostro.
—Está claro que el Ladrón Solar ha cobrado importancia, ¿no es así?
—Sí.
—Creo que ese incremento tiene algo que ver con la reciente mejora de la
tecnología mediana.
—Eso tiene sentido —dijo él—, pero no me gusta.
—Ni a mí. Pero si los arcontes quieren depositar su confianza en nosotros, será
mejor que no los decepcionemos.
Él sonrió y volvió a apretarme el codo. Luego aflojamos el apretón, nos
separamos y cada uno se fue a su oficina.
Agradecí volver a ver mi acostumbrado lugar de trabajo, pero no la enorme pila
de rollos de pergamino que me esperaba sobre la mesa. A últimas horas de la tarde
había conseguido ponerme al día y estar al tanto del actual estado de cosas a bordo.
Hice que me trajeran el almuerzo, y comí demasiado intentando compensar mis diez

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días de ayuno forzado.
Casi al fondo del montón, encontré mas pruebas de la nueva importancia del
Ladrón Solar. Era un pergamino oficial con el sello de la Liga Délica y la firma de
Creso, el arconte de Atenas. Declaraba que se nos debía suministrar la materia
afrodítica y hermética que Mihradario había solicitado. Lo leí tres veces para
asegurarme de que no exigiera algún recorte de presupuesto para compensar, ni que
los impresos de solicitud fueran rellenados por triplicado y compulsados por la
burocracia ateniense.
Eso añadió peso a mi hipótesis, pero hizo que me sintiera aún más incómodo. El
Ladrón Solar era una apuesta militar. No podíamos garantizar que fuera a funcionar
ni que, de hacerlo, pudiéramos alcanzar HangXou, y mucho menos dejar caer el
fragmento solar encima.
Miré a Liebre Amarilla.
—Necesito una opinión espartana —dije.
Le expuse la situación a grandes rasgos.
—¿No debería preguntárselo al comandante Jasón?
Sacudí la cabeza.
—Necesito una opinión imparcial. ¿Qué piensa usted?
—Que el éxito de su proyecto se basa en Fortuna, una diosa poco fiable… —Hizo
una pausa.
—Continúe.
—Ambos arcontes han sido bendecidos por la Fortuna. —Me eché a reír.
Considerando que en su juventud Creso y Milcíades habían tenido que volar a la
Luna en una cesta de mimbre que colgaba de una esfera de oro-fuego, tuve que estar
de acuerdo con ella—. Pero desde que los eligieron para el cargo de arcontes —
continuó Liebre Amarilla— ninguno se ha sentido inclinado a jugarse la seguridad de
la Liga contando con esa bendición.
—¿Entonces por qué lo hacen ahora?
—No conozco la causa, pero debe ser muy grave.
Asentí y los dos guardamos un silencio meditabundo.
Cuando llegó la noche, Liebre Amarilla insistió en que regresáramos a mi cueva
para que yo pudiera cenar y descansar. La cena consistió en cordero asado, pollo al
curry y frutas frescas de la India. También hubo gran cantidad de pan de trigo. Liebre
Amarilla comió muy poco, pero eso pareció deberse menos a la frugalidad espartana
que a la distracción de estar sumida en profundos pensamientos. Se pasó la mayor
parte de la cena mordisqueando un poco de cordero y cortando metódicamente una
naranja en trozos cada vez más pequeños.
Al final de la cena sacó una larga pipa de madera de su bolsa, la llenó de tobacou
y la encendió con la llama de una pequeña caja de fuego.
—¿Está pensando en los arcontes? —le pregunté.
Ella posó su mirada en mí y se lamió el zumo de naranja de los labios antes de dar

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una profunda calada a su pipa.
—No. Estoy intentando determinar cuál de sus tripulantes es el espía.
—¿Espía? ¿Qué espía?
—El que está diciéndoles a los medianos dónde y cuando atacarlo.
—¿Por qué supone que los medianos lo sabían?
Ella concentró su mirada en mí como una maestra a punto de dar cuidadosas
instrucciones.
—Primero, saben claramente qué aspecto tiene usted. Segundo, atacaron cuando
la batería de cañones de proa de la nave estaba siendo trasladada durante la reforma.
Y, tercero, volaron directamente hacia la cueva de los misterios, donde usted está sólo
un día cada mes.
Asentí. Sucinto y sensato. Un pequeño atisbo de esperanza iluminó mi mente. Si
ella tenía razón, y se podía encontrar al espía, entonces los atentados contra mi vida
terminarían y el Ladrón Solar sería llevado a cabo.
—¿De quién sospecha usted?
—De Ramonojon, el indio. —Hizo que su nacionalidad sonara como un insulto.
Inspiré profundamente para contener mi furor por su desconfianza, pero en vez de
aire puro y clarificador absorbí una bocanada de denso humo terrestre.
—¿Por qué él? —dije con una tos.
Ella exhaló una vaharada gris que brilló a la luz de la Luna.
—Porque muestra el primer signo de la traición.
—¿Y cuál es?
—Un brusco cambio de conducta. A veces el cambio es evidente. A veces los
nuevos traidores tratan de ocultarlo, pero hay formas de destapar esos disfraces.
—¿Cómo sabe que Ramonojon está actuando de manera diferente? Sólo lo
conoce desde hace unas semanas.
—Por la preocupación que ha demostrado usted por su conducta. Las reacciones
de los amigos de un hombre dicen mucho sobre ese hombre.
Yo no había advertido que mi desazón fuera tan obvia. Ciertamente Ramonojon
había cambiado, se había vuelto distante y distraído, pero yo no podía creer que mi
amigo quisiera asesinarme. Decidí pasar al ataque.
—¿Tiene alguna prueba material?
Ella negó con la cabeza.
—Entonces le sugiero que encuentre alguna antes de acusarlo.
—Lo haré —dijo ella, y sentí que Zeus de los truenos impregnaba su voz de
confianza.

Dos días más tarde Ramonojon vino a verme a mi oficina. Liebre Amarilla anunció
que se acercaba medio minuto antes de que yo oyera su insegura llamada a la puerta.
—Por favor, déjelo pasar —dije, y mi guardaespaldas lo hizo con la confiada

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zancada del tigre que da la bienvenida a un ciervo.
Él entró, vacilante.
—¿Tienes un momento, Ayax? —preguntó—. Necesito hablar contigo.
Miré los cinco rollos de pergamino que había sobre mi mesa, todo lo que quedaba
del montón que se había acumulado en mi ausencia.
—Siempre tengo un momento para ti —dije, recordándole amablemente nuestra
desatendida amistad.
Ramonojon se sentó en un taburete delante de mi mesa, levemente encorvado, lo
que me impedía ver su expresión.
—Me gustaría hablar contigo a solas —dijo.
—No —dijo Liebre Amarilla. Sus ojos amarillos se clavaban en su espalda como
lanzas de fuego celeste.
—¿Ayax? —preguntó él, y me pareció detectar un atisbo de súplica.
—Lo siento, Ramonojon. Tengo que hacer lo que Liebre Amarilla piensa que es
necesario para mi seguridad.
—Ya veo —dijo él, y acto seguido guardó silencio.
—¿Es sobre la demostración de Mihradario? —pregunté después de dos minutos
de forzado mutismo.
—En realidad no. —Vaciló, como si quisiera decir más, y volvió a guardar
silencio.
Probé con otra opción segura.
—¿Tienes más problemas con Cleón?
Él negó con la cabeza. Comí un higo del cuenco que tenía sobre la mesa y le
ofrecí uno. Lo tomó y lo estudió intensamente, como si nunca hubiera visto una fruta
antes, y luego lo soltó. Finalmente, habló.
—Ayax, ¿has pensado alguna vez en la ética de lo que estamos haciendo?
Una pregunta extraña, como mínimo. Ramonojon y yo habíamos hablado muchas
veces de historia, teología, política y de muchos otros temas que la Academia
consideraba inútiles, pero nunca de ética. Mi rostro debió ponerse de pronto la
máscara de la sorpresa. El rostro de estatua de Liebre Amarilla se endureció en una
expresión condenatoria, y casi pude ver a Diké, diosa de la justicia, mirando desde
detrás de sus ojos.
Me concentré en Ramonojon, consciente de que no sería capaz de sostener una
conversación si tenía que tener en cuenta las reacciones de Liebre Amarilla a todo lo
que yo dijera. Y me pareció más importante averiguar qué era lo que le estaba
preocupando y hacer lo que pudiera para ayudar.
—¿Quieres decir si he pensado en cómo el Ladrón Solar sirve al bien? —le
pregunté—. Creo que la respuesta es obvia. Servir al Estado ayuda al pueblo, y por
tanto contribuye al bien.
—No, no es ésa la cuestión ética que me preocupa —dijo él, pronunciando
cuidadosamente cada sílaba. Claramente se estaba esforzando por controlar sus

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sentimientos.
—Entonces, ¿cuál de nuestras virtudes personales estamos mejorando con este
trabajo?
—¿Mejorando? —Su máscara de calma se resquebrajó—. Estamos trabajando
para destruir una ciudad de dos millones de habitantes. ¿Cómo puede eso contribuir a
la virtud? ¿Cómo puede ser bueno?
Liebre Amarilla gruñó:
—En la guerra siempre muere gente inocente.
Él se volvió a mirarla; no pude verle la cara, pero fuera lo que fuese lo que estaba
escrito en ella hizo que Liebre Amarilla entornara los ojos como un depredador.
—¿Deben morir dos millones de civiles? —dijo Ramonojon.
Me levanté, rodeé la mesa y me interpuse entre ellos, forzando a mi amigo y a mi
guardaespaldas a mirarme.
—El Hijo del Cielo —dije—, la burocracia del Reino Medio y el estamento
militar central están centralizados en HangXou. La opinión de los arcontes es que
destruir esa ciudad inutilizará al enemigo.
—¿Lo inutilizará? Me pregunto cuántos generales espartanos, cuántos arcontes
han hecho esa misma declaración en el curso de esta fútil guerra.
—¿Fútil? —Liebre Amarilla aferró la empuñadura de su espada al escuchar que
insultaba a Esparta—. ¿Está acusando al alto mando de incompetencia?
Ramonojon ignoró ese estallido de pasión por parte de Liebre Amarilla. Pareció
extraer calma de algún pozo profundo en su interior y unió sus manos.
—No, los estoy acusando de ignorar la historia de esta guerra.
Estuve a punto de hablar, pero Clío me agarró por la garganta y acalló mi voz.
—Hace novecientos años —dijo Ramonojon—, Alejandro arrebató al Reino
Medio la provincia de Xin. En respuesta, los medianos dieron por terminada la guerra
civil que llevaban dos siglos librando y pusieron al primer emperador Han en el
trono. Éste, a su vez, obligó a los alquimistas taoístas independientes a convertirse en
científicos estatales, y les ordenó que proporcionaran a sus ejércitos armas para
contrarrestar las que Aristóteles había fabricado para las tropas de Alejandro.
Después de la muerte de Alejandro, los ejércitos del Reino Medio usaron su nuevo
armamento para expulsar a la Liga de Xin, haciendo que se replegara hasta la primera
frontera de la India.
Liebre Amarilla me miró buscando confirmación. Yo asentí, todavía incapaz de
hablar.
—Desde esa época —continuó Ramonojon—, el Reino Medio ha tomado y
perdido la India y el norte de Persia; el Ejército espartano ha tomado y perdido el
Tíbet y Xin. Ahora mismo, las tropas de la Liga y el Reino Medio combaten en las
inmediaciones de Xin. Algún soldado está luchando exactamente en el mismo lugar
donde el propio Alejandro se alzó hace nueve siglos. ¿En qué ha contribuido nada de
esto al bien?

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Clío me soltó y respondí:
—Nos espoleó para que anexionáramos África, las tierras de los russoi y media
Atlantea a la Liga. Es más, la guerra obligó a la Liga Délica a convertirse en un
gobierno fuerte y estable en vez de un grupo de ciudades-estado enfrentadas.
—¿Mereció la estabilidad el baño de sangre? —replicó desafiante Ramonojon.
—¿Cómo puedes preguntar eso? —dije yo—. Recuerda la historia de tu propio
país. Cuando Alejandro llegó por primera vez a la India, encontró un puñado de
reinos en guerra: cada raza había forjado su propio ejército para intentar conquistar a
sus vecinos. Gracias a la Liga, la India está unida. Un puñado de los tuyos mueren en
combate cada año; eso no es nada en comparación con el enorme número de víctimas
que solía haber en las luchas internas.
Liebre Amarilla interrumpió en ese momento.
—Y han muerto más de nuestros guerreros defendiendo la Liga contra las
rebeliones indias que los que la India ha perdido en la guerra contra los medianos.
En ese momento, decidí cambiar la línea de discusión. Liebre Amarilla era una de
las guerreras más puras jamás nacidas, pero ni siquiera ella estaba libre del
resentimiento espartano contra los indios por la antigua rebelión de las vacas y la más
reciente rebelión pacifista budista.
—¿Hay algo más? —pregunté.
—¿Qué hay de la corrupción de la ciencia y la filosofía? —dijo Ramonojon.
Me ruboricé, avergonzado. ¿Cómo podía negar que la guerra era la responsable
de eso? También Liebre Amarilla guardó silencio. Pude sentir sus ojos dorados sobre
mí, esperando una respuesta, pero no tenía ninguna.
—¿Bien? —preguntó Ramonojon.
—La guerra no hizo eso —dije—. Lo hicieron Alejandro y Aristóteles. Si
Alejandro hubiera conquistado todo el Reino Medio en vida y terminado la guerra allí
y entonces, la Academia no habría vuelto a convertirse en la escuela que fue con
Platón.
Ramonojon sacudió apenado la cabeza, se levantó y pasó de largo ante la capitana
Liebre Amarilla.
Abrió la puerta, pero se volvió para mirarme una vez más antes de marcharse.
—Recuerda las últimas palabras de Sócrates en su Apología —dijo, y se fue.
Guardé silencio, sin saber qué pensar sobre aquella extraña discusión. Al cabo de
unos minutos, Liebre Amarilla se aclaró la garganta y dijo:
—¿Qué es la Apología?
—El último diálogo de Platón, publicado tras su muerte. —Ella siguió pareciendo
interesada, cosa que me sorprendió—. Supongo que no habrá leído a Platón.
Ella negó con la cabeza. No era sorprendente: pocos académicos llegaban a
leerlo, no digamos ya los espartanos.
Sentí una súbita oleada de cansancio, así que me acerqué al diván y me tendí.
Contemplé las vigas de acero que reforzaban el techo de granito de mi cueva.

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—La Apología es un juicio ficticio, en el que Sócrates es acusado de estar pasado
de moda y ser incapaz de apreciar la filosofía moderna; Platón llama a sus acusadores
la «joven generación de filósofos», en otras palabras, los científicos.
»El juicio, tal como se presenta, difícilmente podría ser considerado un modelo de
justicia: el jurado se tapa las orejas o da golpes en el suelo cada vez que habla
Sócrates. Sus preguntas quedan sin responder; el juez se niega a dejarle llamar
testigos y, cuando se pronuncia el veredicto de culpabilidad y la sentencia de muerte
o el exilio, ciegan a la estatua de Diké. Al final, Sócrates bebe cicuta, porque prefiere
morir antes que vivir en el mundo que están creando los científicos. Pero no hay nada
de cierto en todo eso. Sócrates murió de viejo, respetado por toda Atenas. La obra no
es más que una amarga diatriba con la que Platón expresa su furia contra Aristóteles y
los científicos por hacerse con el control de la Academia y superar su fama.
Ella asintió lentamente.
—¿Y las últimas palabras de Sócrates?
Sonreí y comí un higo.
—Sus últimas palabras reales fueron: «Le debo una gallina a Asclepio». Al
parecer, había olvidado un sacrificio al dios de las curaciones. En la Apología, dijo:
«No puedo vivir en un mundo donde los filósofos han olvidado cómo dudar».
Ella alzó una ceja.
—Qué palabras tan extrañas.
—Sócrates creía que la duda era vital para la filosofía. Platón creía que la
confianza aristotélica en la ciencia era una traición a este ideal. Platón nunca
comprendió que el método científico se basa fundamentalmente en la duda.
—Gracias —dijo ella—. Ha sido muy útil.
Tomé un sorbo de vino.
—Ojalá supiera por qué lo ha mencionado Ramonojon.
—Ha sido una advertencia —dijo la capitana Liebre Amarilla.
—Si es un espía, ¿por qué iba a advertirme?
—Incluso los espías tienen amigos —dijo ella, y se asomó a la puerta para
asegurarse de que se había marchado.
Ojalá pudiera decir que escuché las palabras de Ramonojon y comprendí lo que
estaba intentando decirme, pero no lo hice. Todo lo que podía ver era el trabajo del
Ladrón Solar y la simple comprensión de mi deber. Por mi ignorancia y mi soberbia
no pido perdón alguno, pues no lo merezco.

La demostración de Mihradario tuvo lugar unos días más tarde. Cleón nos llevó a un
punto en mitad del océano Atlántico y, manipulando juiciosamente las bolas de
ascenso y lastre, nos mantuvo estacionarios sobre las aguas. Tanto el Sol como la
Luna estaban al otro lado de la Tierra, pero los planetas exteriores y las estrellas fijas
contemplaban nuestras obras para juzgarlas.

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Mi subordinado persa había organizado un gran banquete en la comisaría antes de
mostrar su red. Se asaron cerdos y corderos. Se cocinaron pollos con hierbas
aromáticas. Se sirvieron frutas frescas y verduras fritas en docenas de cuencos. Había
una mesa repleta de quesos de toda la Liga acompañados por docenas de hogazas de
pan de centeno, trigo y maíz. Para mantener nuestras cabezas despejadas, los esclavos
sirvieron solamente zumos de fruta y vinos muy diluidos.
Mihradario se presentó con su túnica de sabio e incluso se peinó el pelo al estilo
ateniense. Atravesó la multitud de científicos jóvenes, dándoles las gracias por su
ayuda y alabándolos por garantizar el éxito de nuestra empresa. Yo nunca habría
tenido la soberbia de celebrar nada antes de una prueba, pero a Mihradario nunca le
había fallado la confianza.
Cleón recorría las mesas acompañado por una musculosa esclava que llevaba una
gran bandeja de plata. Cuando veía un pan o una verdura que le gustaba, Cleón la
tomaba y la depositaba en la bandeja. Al cabo de un cuarto de hora, la bandeja estaba
cargada con comida suficiente para tres hombres. Satisfecho, mi navegante jefe se
marchó a su torre para darse un festín en privado y prepararse para su parte de la
prueba.
Ramonojon no comió ni bebió nada, manteniéndose apartado para observar la
actuación de Mihradario.
Yo comí muy poco, tratando de saciar mi estómago con pan y queso de oveja. La
preocupación por el resultado de la prueba, y las decisiones que tendría que tomar si
fracasaba, me habían quitado el apetito.
Después de cenar, Mihradario nos llevó hacia popa, por lo que dejamos atrás el
campo de juegos, la colina y los laboratorios y llegamos al bosquecillo donde se
encontraba la polea móvil de la red. Habían pasado dos años desde que los
dinamicistas de Ramonojon habían cavado esa zanja en el cuerpo de la Lágrima de
Chandra. La habían abierto con agua y pulido con fuego y aire hasta que quedó todo
lo lisa que fue posible, tratándose de materia celeste tocada por las manos del
hombre. Luego colocaron vías de aluminio en el canal de piedra lunar y fijaron la
polea de cobre con ruedas de plata-aire. Y allí había permanecido a la espera, con
paciencia celestial, para que los humanos la utilizáramos.
Mihradario nos condujo a la linde de estribor del bosquecillo, donde esperaba la
polea esférica de tres metros de diámetro. Brillantes filamentos verdes de materia
afrodítica corrían desde la bola con ruedas hasta la caja que contenía el modelo de
red. La caja a su vez estaba conectada por medio de un grueso tubo a un cañón evac
especialmente diseñado; la red en sí había sido introducida por el tubo de disparo y
estaba dentro del vientre del cañón, esperando a ser disparada.
En la banda de estribor de la Lágrima de Chandra, uno de los jóvenes navegantes
de Cleón permanecía sentado en un trineo lunar, un disco de tres metros de brillante
materia selenita; su filo redondeado estaba repujado con los pomos de oro-fuego de
los impulsores retráctiles, los cuales podían ser extendidos uno a uno tirando de los

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cables guía. En el trineo, tras el asiento del piloto, había una caja de fuego de dos
metros cúbicos que contenía el supuesto fragmento del Sol.
Mihradario se acercó al cañón evac y nos indicó con un gesto que guardáramos
silencio.
—Comandante Ayax, comandante Jasón, y vosotros, mis colegas. Dejadme decir
antes que nada que no planeaba realizar esta prueba. Algunos de vosotros sabéis por
qué es necesaria: el resto no necesita saberlo. Pero aunque al principio era reacio, en
las últimas semanas he llegado a entusiasmarme. Estáis a punto de ser testigos del uso
real del aparato por el que todos hemos estado trabajando. Será un anticipo de lo que
conseguiremos cuando alcancemos el Sol y robemos el auténtico fuego de Helios.
Me miró.
—¿Puedo continuar, comandante?
Mi voz sonó claramente a través del límpido aire de la noche.
—Adelante, uranólogo jefe.
Mihradario tomó una antorcha y la agitó ante el trineo lunar. El navegante alzó la
mano reconociendo el saludo y tiró de un puñado de cables de control. Seis
impulsores salieron de la banda de estribor del disco. El aire de ese lado se rarificó,
iluminando el brillo plateado del trineo. Tras una breve pausa el trineo lunar se apartó
de nosotros deslizándose sobre el aire rarificado como una moneda de plata en las
aguas de un lago.
Vimos cómo se alejaba rebotando en el cielo; no se detuvo hasta que estuvo a tres
kilómetros de distancia de la nave.
Un minuto más tarde, un orbe de llamas rojas y doradas emergió de la parte
superior del disco, y describió un arco en el cielo que se expandía a medida que se
alzaba. La bola de fuego eclipsó por un instante la luz plateada del trineo con la
oscuridad de una nueva Luna. El globo ardiente se alejó del trineo lunar y de
nosotros. Mihradario esperó a que la bola, ahora de cien kilómetros, estuviera a
ochocientos metros de la popa de la Lágrima de Chandra, concediéndonos un atisbo
de luz del día. Entonces tiró de la palanca que disparaba el cañón. La red solar salió
disparada, haciendo girar en el cielo dos líneas paralelas de brillante filamento.
Los hilos de materia celeste marrón, verde y plateada ascendieron trazando
espirales a través del espacio hasta que alcanzaron la masa de fuego solar simulado.
Entonces se retorcieron juntas, enlazándose alrededor de la esfera. El orbe continuó
volando, pero su movimiento quedó ahora encadenado a una órbita alrededor de la
Lágrima de Chandra. La grúa se sacudió a babor bajo la tensión de la falsa bola de
fuego.
El pseudofragmento solar giró una vez, dos veces, tres veces alrededor de
nosotros; tardaba un minuto por cada órbita. Contuve la respiración, esperando que el
chillido penetrante de la herida se alzara desde mi nave, pero apenas hubo un
murmullo, y ni el más mínimo temblor en nuestro vuelo.
Mihradario indicó a la torre de navegación que empezáramos a movernos. Cleón

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puso en marcha las bolas de ascenso y lastre y desplegó los pequeños impulsores
terciarios de proa. Libre de su anclaje en mitad del aire, mi nave se encaminó con
elegancia hacia Atlantea. Volamos suavemente, casi como si no estuviéramos
arrastrando una bola de fuego que tenía sus propias ideas sobre el sendero natural que
debía seguir.
Los aplausos brotaron de los científicos y los soldados; se hicieron libaciones a
Atenea y Aristóteles. Yo mismo tomé un cuenco de vino y se lo llevé a Mihradario.
—Bien hecho, uranólogo jefe —dije, ofreciéndole con mis propias manos el vino
para que bebiera—. Puedes continuar con la red solar Delta.
—Gracias, comandante —dijo él, y apuró el cuenco.
Me acerqué a Ramonojon y alcé una ceja.
—¿Bien? —dije.
—Es maya —murmuró él—. Todo es ilusión.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que lo que acabas de ver es imposible.
Se dio media vuelta y se perdió en la multitud.
La red solar fue recogida una hora más tarde; la materia celeste fue extraída de la
bola de fuego y el fuego terrestre dispersado en el cielo. El trabajo peligroso había
terminado y la fiesta se volvió aún más alegre, con los esclavos sirviendo cuencos de
vino sin diluir.
Cuatro horas de celebración más tarde recorríamos placenteramente la noche de
Atlantea del Norte. Jasón, Liebre Amarilla y yo nos habíamos apartado de la multitud
y nos encontrábamos en la parte de popa de la colina. Jasón y yo estábamos sentados,
bebiendo. Liebre Amarilla montaba guardia fumando su larga pipa.
No dijimos ni una palabra hasta que un punto de plata apareció en el cielo,
volando hacia nosotros desde el sur.
—¡Al suelo! —gritó mi guardaespaldas, y me agazapé bajo ella.
Liebre Amarilla y Jasón sacaron sus lanzadores y esperaron. Se relajaron unos
minutos más tarde, cuando el punto se convirtió en un trineo lunar. Descendió,
revoloteando a seis metros por encima de la superficie de mi nave, volando
directamente hacia la colina. Al aproximarse vi que el brillante disco iba tripulado no
sólo por un navegante celeste, sino por una docena de soldados también. Un poco
apretujados, ciertamente.
El trineo lunar aterrizó a poca distancia de nosotros. El telón de guardias se abrió
y la piloto salió y se nos acercó portando un rollo de pergamino sellado en un tubo de
bronce. Iba vestida con una túnica abierta en el hombro, rojo oscuro, con discos de
hierro en los hombros: el uniforme de los mensajeros personales de los arcontes.
Nos saludó a Jasón y a mí y me tendió el rollo. Rompí el sello con cuidado, lo
desenrollé y me lo acerqué a los ojos para poder leer la fluida letra de Creso a la luz
lunar de la nave.
—¿Qué es? —preguntó Jasón.

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Leí el mensaje dos veces, luego hablé vacilante, esperando estar alucinando.
—Se nos ordena que tú y yo acompañemos a esta mensajera a Délos de
inmediato. Los arcontes desean darnos personalmente instrucciones finales antes de
que partamos hacia el Sol.
—Todavía no estamos listos para partir —dijo Jasón.
—Lo sé. Espero que podamos convencer a Creso y Milcíades de eso.
—Será mejor que reunamos al personal de mando y les digamos que nos
marcha…
Liebre Amarilla echó a correr de pronto colina abajo.
—¡Alto! —gritó, y se volvió hacia los soldados para ordenar—: ¡Proteged al
comandante Ayax!
Jasón y yo intercambiamos una rápida mirada y la seguimos. Los guardias nos
imitaron.
Liebre Amarilla corrió hacia el lanzador de red. Cuando la alcanzamos, sostenía a
Ramonojon en el aire, por el cuello.
—¡Suéltelo! —grité.
Ella negó con la cabeza y señaló un montoncillo de madera rota en el suelo, junto
al cañón.
—Intentaba arrojar esto por la borda.
Me arrodillé y hurgué con cuidado en las astillas de madera de cerezo. Mis dedos
tocaron metal y saqué dos lascas de madera de donde salían agujas de oro, y otras dos
con agujas de plata retorcidas.
Miré a Jasón.
—Parecen los restos de un arma taoísta.
Jasón gruñó.
—Dinamicista jefe Ramonojon, quedas arrestado. Capitana Liebre Amarilla
llévelo a la celda que está junto a la del médico mediano. Resolveremos este asunto
cuando Ayax y yo regresemos de Délos.
Ramonojon se quedó flácido en la tenaza de Liebre Amarilla y su rostro se volvió
una máscara sombría.
—No es cierto, ¿verdad? No puedes ser un espía —le dije en su lengua materna.
Él me miró con sus tristes ojos marrones brillando a la luz plateada, pero no dijo
nada.
—Juro por las aguas de la laguna Estigia que te creeré —dije.
—No, Ayax —dijo él—. No soy un espía, pero no puedo demostrarlo.
—Entonces lo haré yo.

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Con la única excepción de montar un camello a pelo por terreno abrupto durante una
tormenta de arena, los trineos lunares son la forma más incómoda de viajar que el
hombre ha descubierto. El giro del movimiento lunar, unido al interminable roce
sobre olas de aire rarificado sacudía nuestros costados y magullaba nuestras piernas.
Cada nube y cada corriente de aire sobre la que saltábamos añadía otra herida a mi
cuerpo y traía a mis labios otra bendición para los diseñadores de la Lágrima de
Chandra, que la habían hecho lo bastante grande para neutralizar tales indignidades.
La incomodidad aumentaba con el abarrotamiento, pues aunque íbamos atados a
nuestros asientos, estábamos tan apretujados que cada movimiento del trineo me
hacía chocar de lado con Jasón, Liebre Amarilla o uno de los soldados del arconte.
La única justificación para los trineos lunares es su velocidad. Su pequeño tamaño
y su gran impulsor hacen que vuelen más rápido que ninguna otra nave terrestre o
celeste. Tardamos apenas tres horas en cruzar media Atlantea del Norte y atravesar
todo el océano Atlántico; en tres horas pasamos de la medianoche a un amanecer
cubierto de nubes rojizas. Así, cuando llegamos a Europa en medio de un claro cielo
matutino, descendimos hasta el puerto militar de las Columnas de Heracles.
Bajo nosotros, una flota se dirigía al oeste atravesando la puerta que conecta el
Mediterráneo y el Atlántico. Siete barcos de guerra de la misma clase que el
Lisandro, escoltados por treinta y cinco barcos más pequeños, pasaron despacio bajo
los cañones de la alta roca. La batería de Heracles disparó salvas, esferas de fuego en
honor a los barcos que marchaban a las guerras.
Nuestra navegante hizo virar el trineo lunar y descendimos, volando hacia los seis
muelles celestes que se alzaban en las Columnas como media docena de tridentes de
Poseidón. Cuando nos situamos a una altura de tres kilómetros, tres trineos armados
llegaron volando desde uno de los muelles para recibirnos. Nos rodearon y escoltaron
hasta el puerto. En los costados de las Columnas habían tallado plataformas de
cincuenta pies de diámetro, haciendo que las antiguas piedras parecieran pirámides
escalonadas de Atlantea del Sur. Los trineos de escolta nos condujeron a uno de estos
salientes, donde aterrizamos. Un escuadrón de esclavos salió y atracó el trineo lunar
al suelo con cadenas de hierro.
—¿Estaremos aquí mucho tiempo? —le pregunté a la navegante, esperando poder
estirar mis doloridas piernas.
—No, comandante —respondió ella—. En cuanto tengamos permiso del general
del puerto, partiremos. Normalmente, ni siquiera nos habríamos detenido aquí, pero
por razones que desconozco la seguridad en el Mediterráneo ha sido reforzada
últimamente.
Liebre Amarilla, Jasón y yo guardamos silencio. Si los arcontes habían decidido
no informar a sus propios mensajeros de la cometa de combate que había logrado
entrar en el corazón de la Liga, no íbamos a hacerlo nosotros.

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La piloto de nuestro trineo mostró su vara de correo a un oficial del puerto, y nos
dieron un plan de vuelo que seguir mientras estuviéramos en el Mediterráneo. Nos
advirtieron que desviarnos de ese rumbo implicaría que nos dispararía cualquier
barco de la Armada o cualquier nave celeste que nos localizase.
Despegamos y ascendimos hasta diez millas, y luego bordeamos la costa de
África, desde donde atisbamos la llana Cartago. Luego sobrevolamos Sicilia y
sufrimos un breve retraso mientras la nave celeste Cuerno de Hathor atracaba en el
muelle celeste de Siracusa.
Siguiendo nuestro rumbo nos detuvimos en Esparta para unirnos a la diaria
caravana de una docena de trineos mensajeros que transmitían órdenes e información
entre Délos y el corazón militar de la Liga.
Oh, Esparta, ciudad de los lacedemonios, de Jasón y Liebre Amarilla, de mi padre
y mis antepasados paternos hasta donde la historia recuerda, oh ciudad, la más amada
de Hera, ciudad de Licurgo el legislador, ¿qué diré de ti? Que de todas las ciudades
de la Liga como ninguna desprecias los adornos, que tus hogares son de sencilla
piedra, tus puertas de sólido acero, e incluso tus templos son de mármol sin pintar.
Sólo a las estatuas de los dioses das algo de belleza, y a ellos lo das todo. ¿Cómo
describiré tu fuerza y tu poder sin límites? ¿Cómo puedo yo, que no fui aceptado en
tu seno, hablarle a nadie de tu espíritu?
Baste decir, espero, que mientras volábamos sobre tus murallas hacia la brillante
columna de tu muelle celeste, Jasón y Liebre Amarilla se llenaron de ti, y se hicieron
más grandes con la presencia de los dioses, de modo que quienes los acompañaban
parecían ser hombres de la Edad de Piedra junto a hombres de la Edad de Oro; que la
fuerza de su pureza abrumó mis pensamientos, apartando de mí, por primera vez
desde que puse el pie en Atenas, las dudas que me asaltaron en la Academia.
Sólo puedo considerar una suerte que no nos quedáramos mucho tiempo, pues si
lo hubiéramos hecho, no sé qué habría quedado de mi espíritu.
Pero sólo hizo falta una breve comprobación de nuestras credenciales en el
muelle celeste y nos colocaron al final de una fila de doce trineos flotantes que
esperaban partir para Délos. Por fortuna, éramos el último trineo que esperaban y el
convoy partió unos minutos después de nuestra llegada.
Sólo a diez minutos de Esparta, un destello apareció en el horizonte y
rápidamente se convirtió en la cúpula de acero y plata que cubría toda la diminuta isla
de Délos. Cañones montados sobre goznes siguieron nuestra aproximación hasta que
volamos a nivel de las aguas y flotamos bajo el dosel de bronce que se proyectaba
como el pico de un pájaro desde el extremo meridional de la isla, cuatrocientos
metros de escudo broncíneo, cubriendo las aguas, protegiendo la bahía de los ataques
aéreos.
Volamos bajo aquella égida hacia el muelle en forma de medialuna de Délos,
donde un centenar de soldados defendían a los arcontes. Veinte patrullaban la orilla
en pelotones de cinco: los otros ochenta permanecían dentro de cajas blindadas,

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apuntando al agua con cañones de boca ancha. La caravana de trineos lunares se
detuvo bajo el dosel y esperó a que los soldados la invitaran a desembarcar.
Después de tan rápido viaje a través de medio mundo parecía ridículo estar
esperando una hora en un trineo bamboleante a que llegara nuestro turno de atracar,
pero esperamos de todas formas. Finalmente, nos dieron permiso para avanzar.
Nuestra piloto condujo el trineo hacia uno de los huecos que cubrían las gruesas
paredes de piedra caliza al fondo de la bahía cubierta. Los esclavos encadenaron el
trineo al suelo y los guardias comprobaron nuestros papeles cuidadosamente.
Pidieron amable pero firmemente que Jasón y Liebre Amarilla entregaran sus armas,
y luego nos permitieron desembarcar.
Salí del trineo lunar y me desperecé para librar mis músculos de tres horas de
dolor. Inspiré profundamente y lo lamenté de inmediato: el aire cargado de agua de la
isla saturó mis pulmones y atontó mi mente justo cuando más necesitaba pensar con
claridad.
—¿Puedo escoltarle, comandante? —preguntó amablemente la mensajera.
Asentí y ella nos condujo hasta el punto central de la medialuna, donde se alzaban
las puertas dobles de hierro de seis metros de altura que constituían la última barrera
entre los arcontes y el mundo.
Los guardianes, dos fornidos esclavos vestidos sólo con taparrabos, abrieron las
puertas y la mensajera nos guió rápidamente hacia el túnel que conectaba la bahía con
la isla. El pasadizo era lo bastante amplio para seis hombres, pero el bajo techo y los
guardias emplazados cada dos metros hacían que el trayecto fuera estrecho y
opresivo, o quizás era la pesadez del aire en mis pulmones o mis preocupaciones por
la inminente reunión o por Ramonojon. No puedo explicar la sensación de opresión,
pero la sentí.
Los dos guardias de la puerta del otro extremo comprobaron de nuevo nuestras
credenciales, y luego nos condujeron a través de las gruesas hojas de bronce hasta la
isla de Délos. Salimos a un paraíso de arquitectura y verdor iluminado por centenares
de globos de fuego-fijo sobre pilares de cristal tejido. La cúpula del techo había sido
pintada con escenas del Olimpo: la guerra entre los dioses y los Titanes y el triunfo
final de los primeros. En otras partes, lo sabía, había escenas de Zeus juzgando, de los
Campos Elíseos, de la guerra de Troya y de la fundación de la mayoría de las
antiguas ciudades de los helenos. Liebre Amarilla se quedó momentáneamente
boquiabierta ante el esplendor que la rodeaba; mi corazón se alegró al saber que mi
estoica guardaespaldas no era inmune a la belleza de Délos.
—Debo regresar a mi puesto —dijo la mensajera—. Los esperan en el Patio
Púrpura: se encuentra ochocientos metros sendero abajo.
Señaló en esa dirección y luego desapareció tras una loma.
Cruzamos lentamente el paseo pavimentado de mármol, dejando atrás los templos
de cúpula azul y los jardines colgantes de rosas y jacintos. Cruzamos grandes patios
abiertos llenos de estantes de rollos y escritorios, rodeados de viñedos cargados de

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suculentas uvas. Por el camino encontramos muchas estatuas de pasados arcontes que
nos contemplaban con expresiones de severa benevolencia. Todo aquel que había
sido arconte de la Liga estaba representado en mármol pintado en algún lugar de la
isla. Los arcontes que habían sido declarados héroes tras su muerte tenían estatuas
más altas pintadas de azul o negro para distinguirlos de sus colegas mortales de color
carne.
Lo único que turbaba aquel tranquilo escenario eran los burócratas y los
subalternos militares, que corrían de acá para allá cumpliendo órdenes de los arcontes
y tratando desesperadamente de parecer importantes para no ser degradados y
enviados de vuelta a Atenas o Esparta o, Zeus los protegiera, a las provincias.
La primera vez que vine a Délos me sorprendió el gran número de gente que
habitaba la isla. La mayoría de los ciudadanos de la Liga Délica creían que sus
arcontes vivían alejados del tumulto de la política de la Liga para poder dedicarse a
tomar las importantes decisiones necesarias para garantizar el bienestar de la gente.
Ése era el motivo por el que los arcontes se habían instalado en un principio en
aquella pequeña isla que una vez guardó el tesoro de la Liga, en vez de hacerlo en
Atenas, con la burocracia, o en Esparta, con el alto mando. Pero a lo largo de los
siglos el Gobierno de la Liga se había vuelto tan complejo y la velocidad de los viajes
tan rápida, que se hizo necesario y a la vez resultó fácil que ciertos problemas,
pequeños pero cruciales, fueran encomendados a los dos ejecutivos de Délos por
parte de los funcionarios menores de Atenas y Esparta. Como resultado, los arcontes
habían acumulado un personal que continuaba creciendo año tras año.
Un nervioso burócrata vestido con la túnica verde de los funcionarios menores
nos interceptó en nuestro camino.
—Bienvenidos a Délos, comandante Ayax, comandante Jasón, capitana Liebre
Amarilla —dijo—. Si me siguen por aquí, los otros ya están reunidos.
—¿Los otros? ¿Quiénes? —pregunté.
—Los otros comandantes del Proyecto Prometeo —respondió él, y nos guió por
un largo sendero bordeado de narcisos hasta un patio despejado rodeado por una
columnata púrpura. Ocho divanes de madera de nogal, ricamente decorados con
cojines púrpura de Tiro, estaban dispuestos en semicírculo. Cuatro de los asientos los
ocupaban otros tantos hombres, y dos soldados jóvenes y de aspecto atlético
permanecían de pie tras ellos, observando nuestra aproximación con la cautela propia
de los guardias. Parecía que sólo Jasón se había atrevido a pedir una oficial espartana
para que sirviera como guardaespaldas. Varios trípodes habían sido dispuestos con
bandejas de comida. Nuestro guía nos indicó el resto del camino y desapareció por
donde había venido.
Yo conocía a tres de los hombres allí sentados. Egisto de Mitilene, uno de los
sabios más engreídos surgidos de la Academia, y Filates, uno de los oficiales más
crédulos jamás salidos de Esparta: eran respectivamente el comandante científico y el
militar del Proyecto Previsión. Los dos hombres estaban reclinados, susurrando entre

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sí. Sin duda Egistos confirmaba a Filates que su espúreo proyecto progresaba
brillantemente.
Frente a ellos, vestido con la armadura tradicional de los generales egipcios,
estaba sentado Ptah-Ka-Xu, un veterano de cincuenta años que comandaba la parte
militar del Proyecto Hacedor de Hombres. Alzó la cabeza y nos saludó, y luego
continuó mirando a Egisto y Filates con desdén.
Junto a Ptah-Ka-Xu, casi escondido a su sombra, se hallaba un hombre a quien yo
no conocía, un etíope de rostro nervioso, de no más de treinta años. Iba vestido con la
túnica de los sabios y llevaba el pelo peinado al estilo ateniense, pero sus miradas
furtivas de soslayo dejaban claro que no estaba acostumbrado a los cenáculos del
poder.
Egisto alzó la cabeza y nos saludó como si acabara de darse cuenta de nuestra
presencia.
—¿Os habéis enterado de la maravillosa noticia? —preguntó.
Jasón y yo intercambiamos una mirada. Por diferentes motivos, a ninguno de los
dos nos caía bien Egisto. A mí no me gustaba la dignidad que se daba en la Academia
a su especialidad, la blasfema pseudociencia de la manticología; Jasón, como
cualquier espartano sensato, ponía objeciones a cualquiera que dijese ser capaz de
formular augurios que decidieran cuándo llevar a cabo una acción militar. Si alguien
necesitaba más pruebas de que algo iba horriblemente mal en la historia de la ciencia,
no tenía más que mirar la vanidosa creencia de aquel hombre de que los humanos
podían constreñir a los dioses y obligarlos a decirles el futuro.
—¿Qué noticia? —pregunté, apartándome de él para tomar un plato de comida.
Seleccioné una tira de carne de carnero envuelta en crujiente hojaldre, la mastiqué un
poco y me la tragué.
Egisto esperó a que terminara de comer y me volviera de nuevo hacia él. Sin duda
quería ver la expresión de mi rostro.
—Nuestra parte del Prometeo es un éxito —dijo, como un padre que alardea de
los logros de su hijo—. Nuestro vidente más capaz ha determinado el día y la hora
exactos en que tendréis que partir hacia el Sol.
La ligera pasta se convirtió en mi estómago en un ladrillo de barro. El motivo de
nuestra convocatoria estaba ahora claro: iban a enviarnos demasiado pronto debido a
la obsesión de Creso por el Proyecto Previsión. Empecé a balbucear mis objeciones
de costumbre, pero Ptah-Ka-Xu me interrumpió, interponiéndose entre mi «colega» y
yo.
—Ayax, Jasón, permitidme que os presente a Kunati, el nuevo comandante
científico del Proyecto Hacedor de Hombres.
Me di la vuelta y saludé al etíope. Él me devolvió el saludo, claramente
agradecido por cualquier gesto de amistad entre tanta pugna.
—Enhorabuena —dije—. Lamento que su ascenso se produzca en tan tristes
circunstancias.

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—Gracias —respondió él. Retorció las manos sobre el rollo de pergamino que
llevaba—. Espero poder terminar el proyecto.
—¡Lo harás, joven, lo harás! —tronó una voz estentórea que sonó como la risa de
Zeus. Creso y Milcíades entraron en el patio, a una velocidad enorme para tratarse de
hombres que tenían más de setenta años. Su séquito de burócratas ansiosos, cargados
de rollos, apenas podía alcanzarlos.
Creso atravesó la arcada entre las columnas y todos avanzamos para saludarlo.
Favoreció a cada sabio con un fuerte apretón en el brazo, el destello de una sonrisa y
una muda expresión de confianza. La fuerza de su personalidad me llenó de renovada
fe y pensé que, a pesar de todas las dificultades, el Ladrón Solar tendría éxito, pero
luego miré a Egisto y la duda volvió a instalarse en mi mente.
Milcíades siguió a su vital camarada. El viejo soldado iba cubierto
completamente por su armadura y tenía una expresión de férrea severidad que ningún
espartano, excepto Liebre Amarilla, igualaba. En contraste con los rizos grises de
Creso, el cabello del arconte militar conservaba aún el negro de su juventud. El único
signo de edad era su rostro, arrugado y roto como un antiguo acantilado bendecido
por Poseidón, el sacudidor de la Tierra.
El arconte de Esparta nos indicó que nos sentáramos. Los esclavos trajeron
cuencos brillantemente pintados y decorados con figuras de las tres Parcas tejiendo
las cortas vidas doradas de los héroes y los llenaron con vino diluido de Samotracia,
muy aguado pero maravillosamente dulce de sabor. Liebre Amarilla me dejó para
reunirse con los otros dos guardias, quienes parecían sorprendidos de tener a una
capitana espartana como camarada. Milcíades la saludó con un gesto y sonrió
paternalmente, una expresión a la que su rostro no estaba acostumbrado. Ella le
devolvió la sonrisa, y aunque el gesto iba dirigido al anciano me reconfortó.
Los dos arcontes se sentaron. Milcíades tomó un cuenco de vino. Creso hundió la
nariz en un pergamino y despidió al esclavo que le ofreció una bebida.
Un minuto más tarde, el arconte de Atenas alzó la cabeza y enrolló su escrito con
el descuido que da la larga práctica.
—Ésta será la última reunión del Proyecto Prometeo.
De un pliegue de su túnica sacó tres largas tiras de papiro, y me tendió una a mí,
otra a Egisto y otra a Kunati.
—Son vuestros últimos planes operativos. Tenéis que aprenderlos de memoria y
entregármelos. No se hará ningún registro por escrito de este calendario. Todas las
órdenes a vuestros subordinados serán orales.
Estudié la hoja de letras impresas, memorizando con cuidado fechas y horas. A la
mitad, me detuve y volví a leer una línea tres veces antes de levantar la cabeza.
—Arconte, mi nave no puede llegar al Sol y regresar en sólo cuatro meses.
Creso entornó los ojos y se inclinó hacia delante como una serpiente que mira a
un pájaro.
—Tu navegante dijo que podía hacerlo si le daba los impulsores de Ares.

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Sentí un nudo en el estómago. Cleón nunca mentiría sobre algo así. Violaría sus
juramentos pitagóricos. Pero no habría tenido en cuenta la comodidad de la
tripulación durante un vuelo semejante, y sin duda estaría dispuesto a poner en
peligro nuestras vidas si eso significaba reducir el tiempo de viaje.
—Arconte —dije—, mi navegante no ha terminado todavía de calcular su rumbo
de vuelo y yo no he tenido tiempo de revisarlo. En este momento no puedo garantizar
con mi juramento cuál será nuestro tiempo de viaje.
Kunati trinó un nervioso «Discúlpenme» que inmediatamente atrajo hacia sí la
mirada de halcón de Creso.
—Arconte —dijo el tembloroso joven—, el Proyecto Hacedor de Hombre es…
técnicamente un éxito. Hemos generado espontáneamente pseudohombres
plenamente desarrollados en el laboratorio, pero nuestro guerrero prototipo no ha sido
perfeccionado. Y no sé si podremos perfeccionarlos y reunir quinientos mil
generadores y plantarlos en la frontera del Reino Medio en los dos meses que nos
concede este calendario. Señor, hace muy poco que me hice cargo de este proyecto,
y…
Creso descartó sus palabras con un gesto enérgico. Nos barrió con la mirada.
—Egisto, explícales la situación.
El manticólogo se sacó un papiro doblado de la manga. Lo abrió y enseñó un
cuadrado de noventa centímetros cubierto de extraños símbolos escritos a mano,
incluido un mapa inexacto de los planetas.
—Según nuestros resonadores deíficos, el momento del ataque debe ser dentro de
cuatro meses contando a partir de mañana. Hemos probado esta hipótesis con seis
métodos de pronosticación diferentes y todos dieron la misma fecha.
Creso sonrió y asintió como un cachorrito. Como si eso zanjara la cuestión.
Oh, dioses, cuando llegue el momento de juzgar a Creso, recordad la valentía de
su juventud, recordad su ascenso a la Luna, tened en cuenta su trabajo sobre dinámica
y uranología, que llevó a la creación de flotas de naves celestes y la exploración de
las esferas. Prestad mayor atención a sus esfuerzos para dirigir la Liga en momentos
difíciles, pero perdonadle su locura. Todos los grandes héroes han sufrido de ceguera
de un modo u otro. Perdonad a Creso porque pensó que el futuro podía verse con la
ciencia, sin la intervención de los dioses.
—Señor —le dije, esperando que los detalles prácticos pudieran disuadirlo donde
ya sabía que fracasaría la teología—. No tenemos los materiales para fabricar la red
solar. En ese aspecto, ni siquiera tenemos suministros para alimentarnos durante tan
largo viaje.
—Ya se ha dispuesto. Comida y generadores espontáneos os esperan en la Luna.
También he ordenado que la materia celeste que necesitáis sea refinada en Hermes y
Afrodita. Podéis recogerla por el camino y construir la red sobre la marcha.
Miré a Jasón en busca de ayuda. Él se había cruzado de manos y estaba
contemplando la cúpula. La pintura del techo representaba a Zeus expulsando a Orión

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de la Tierra y colocándolo entre las constelaciones en la esfera de estrellas fijas. Pude
sentir el ansia en Jasón, el profundo deseo de su corazón de viajar a través de las
esferas. Pero era demasiado espartano para poner en peligro su mando por cumplir
ese sueño. Miró momentáneamente a Creso, luego giró la cabeza y miró directamente
a Milcíades de esa práctica manera espartana que muchas veces había interrumpido
un debate ateniense cargado.
—Señor —dijo—, no puedo permitir que la Lágrima de Chandra parta todavía.
Tenemos serios problemas de seguridad. Incluso es posible que un miembro
destacado del personal científico sea un traidor.
Milcíades frunció el entrecejo, proyectando hacia afuera su barbilla. Se volvió
hacia Creso.
—La seguridad tiene precedencia sobre el calendario.
—¡No puede hacer eso! —exclamó Egisto.
Los fríos ojos grises del comandante en jefe militar de la Liga Délica se volvieron
hacia él.
—¿No?
Egisto bajó la cabeza y la voz, replegándose en sí mismo como una flor.
—Tendríamos que esperar nueve años para otro día tan auspicioso.
—Entonces atacaremos en un día que no sea auspicioso —dijo fríamente el
arconte—. Si te hubieras pasado la vida estudiando las batallas del pasado, en vez de
las entrañas de las cabras, sabrías que se ganaron tantas batallas cuando los augurios
eran malos como cuando eran buenos. El favor de los dioses no es tan fácil de
adivinar como crees, y ningún hombre ha conseguido robarles el conocimiento del
futuro.
Egisto sacudió la cabeza, más apenado que airado, y compartió con Creso una
mirada de confianza ateniense antes de volverse hacia Milcíades.
—Arconte, esos antiguos pronósticos eran burdas predicciones, no científicas. El
Proyecto Previsión es el estudio científico del futuro. Es mil veces más preciso que
los farfulleos de esas mujeres locas que olfatean la bahía.
Contuve mi lengua y me pregunté cuándo se vengaría Apolo de aquel ateo por
blasfemar contra su oráculo.
—Es mi decisión que esperen —dijo el arconte de Esparta.
—Y la mía es que partan —dijo el arconte de Atenas.
Milcíades y Creso se miraron el uno al otro durante un largo minuto. Había
sucedido lo inevitable, como nos había pasado a Jasón y a mí mismo y a todas las
demás parejas de líderes de la Liga. Los dos arcontes mantenían distintos puntos de
vista, y uno de ellos tendría que ceder.
Por fin Creso rebuscó en su túnica y sacó un rollo sellado con el pavo real de
hierro de Esparta. Luego metió la mano en una bolsita de piel que llevaba atada al
cinto y sacó dos dados tallados en hueso. Los depositó sobre el diván de Milcíades. El
arconte espartano los contempló varios segundos. Finalmente los recogió con su

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manaza y se los guardó dentro de la armadura.
Después se levantó y nos miró a los seis.
—Haréis todo lo posible para cumplir el calendario, pero se os dará un margen de
flexibilidad. Kunati, los militares plantarán los paquetes para crear hombres a diez
días de marcha de la frontera. Ayax, Jasón, tenéis diez días más para viajar al Sol y
regresar. Espero que sea suficiente para permitiros resolver vuestros problemas de
seguridad.
No era mucho, pero le di las gracias por ello.
—Esta reunión ha terminado —dijo Creso. Se marchó, seguido por el enjambre
de funcionarios. Los comandantes de los proyectos Hacedor de Hombres y Previsión
se marcharon también, acompañados por sus guardaespaldas, pero Milcíades nos
indicó a Jasón y a mí que nos quedáramos. También hizo señas a Liebre Amarilla
para que se acercase.
Milcíades agarró el brazo de Jasón en un gesto de despedida.
—Lamento que ése haya sido todo el tiempo que he podido concederos.
Jasón apartó el brazo y saludó formalmente. Mantuvo la mano sobre el corazón y
miró a Milcíades a los ojos. Por tradición, cualquier graduado de la escuela de guerra
espartana podía preguntar a cualquier otro sus motivos para una decisión militar, para
que así la sabiduría de los comandantes experimentados se transmitiera a los más
jóvenes.
—Señor, ¿por qué no pudiste darnos el tiempo necesario para consolidar la
seguridad del Ladrón Solar? Sin duda no tenía nada que ver con esa tontería de
Egisto.
Milcíades rompió el sello del rollo que Creso le había dado y se lo tendió a Jasón.
Mi co-comandante lo leyó y volvió a releer con mucha atención.
—No era consciente de que la guerra iba tan mal.
El arconte asintió.
—Los medianos han conseguido un logro reciente en miniaturización. —Se
volvió hacia mí—. El arma que ese asesino empleó contigo parece ser una lanza Xi
portátil, aparentemente capaz de perturbar el equilibrio de los humores corporales de
la misma manera que una lanza Xi grande perturba el flujo del agua o el aire.
Atesoré esta información en mi corazón y traté de encontrarle sentido. ¿Cómo
podían tener nada que ver las marcas o las corrientes de aire con los humores? Traté
de encajarlo con todas las otras incomprensibles piezas de ciencia mediana que había
leído a lo largo de los años, pero no pude unirlas en un todo coherente. Suspiré
frustrado y el espíritu de la Academia suspiró conmigo.
Milcíades volvió a enrollar el documento.
—Los medianos han estado armando a sus comandos con estas armas y los han
enviado a asesinar a nuestros gobernadores, nuestros científicos y nuestros generales.
En los últimos tres meses hemos perdido a los gobernadores de ocho ciudades-estado
de Atlantea del Norte, también al príncipe heredero de los olmecas, al general Tideo,

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comandante de los ejércitos que invaden el Tíbet, y a seis de nuestros principales
científicos. Si esto continúa nos quedaremos sin líderes, y el Reino Medio podrá
conquistarnos a todos fácilmente.
»Creso y yo llegamos a la conclusión de que sólo un golpe rápido y decisivo, a
gran escala, por nuestra parte podría desbaratar su estrategia. El Proyecto Ladrón
Solar es nuestra mejor esperanza para lograrlo. Si destruís HangXou, entonces serán
ellos, y no nosotros, quienes se queden sin líderes, y nuestras tropas, apoyadas por los
pseudohombres del Proyecto Hacedor de Hombres, podrán poner fin a la guerra de
una vez. —Había fuego en sus ojos—. Pero debemos actuar pronto, antes de que
perdamos a demasiada gente insustituible. Creso me enseñó estos dados para
recordarme que ha llegado el momento en que debemos correr mayores riesgos si
queremos sobrevivir.
—¿Y entonces el Proyecto Previsión? —dije.
—Eso reafirma a Creso en la idea de que está haciendo lo adecuado —dijo
Milcíades—. Pero la verdad es que en quien confiamos es en vosotros.
Me llevé la mano al corazón y le dirigí el saludo espartano.

Regresamos a la Lágrima de Chandra en el mismo trineo lunar con la misma


navegante y los mismos guardias, pero en medio de un silencio más pesado. Viajamos
principalmente en la oscuridad, alcanzando la noche en mitad del Atlántico, y luego
sobrevolamos la negra extensión de Atlantea. Llegamos a mi nave y al regreso de la
luz del Sol muy por encima del Océano Occidental. Mil seiscientos kilómetros bajo
nosotros se encontraban las islas que controlaba indisputablemente el Reino Medio;
por delante se encontraban Asia y los hogares del enemigo.
Contemplando el amanecer desde mil seiscientos kilómetros por encima de la
mitad del mundo que no controlábamos, respirando el rarificado aire superior,
reflexioné sobre los acontecimientos de Délos. Los arcontes habían depositado su
confianza en mí, y era mi deber, jurado ante Atenea y Zeus, no defraudar esa
confianza. Pero Ramonojon también había depositado su confianza en mí, y era
igualmente mi deber ayudarlo. Esperaba no tener que elegir entre ambos.
Volamos hasta situarnos encima de la Lágrima de Chandra y luego empezamos a
descender; me asomé por el costado del trineo para ver la pequeña gota perlada
convertirse en la brillante plata de mi nave. Esperaba ver el habitual hervidero de
actividad, no las unidades de guardias patrullando por toda la nave, de proa a popa,
de babor a estribor, algunos entrando en las cuevas, otros saliendo. Parecía como si
todos los soldados de Jasón estuvieran de patrulla.
Siguiendo mis instrucciones la piloto posó el trineo cerca de la torre de
navegación, donde había patrullando más de una docena de soldados. Jasón, Liebre
Amarilla y yo nos desatamos y pasamos de un trozo de Luna a otro. El trineo
desapareció en el cielo, mientras Jasón llamaba a los guardias y exigía saber dónde

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estaba Anaximandro.
—En la colina, señor. —El hombre tenía los ojos hinchados, como si no hubiera
dormido en los dos días que habíamos estado fuera.
Nos dirigimos rápidamente a popa, cruzándonos con más patrullas. Nos saludaron
vigorosamente, y detecté más de una mirada agradecida hacia Jasón. Llegamos al
patio de mando y encontramos al jefe de seguridad de pie a la sombra de la estatua de
Alejandro, leyendo un puñado de papeles.
—¡Informe! —ordenó Jasón.
Anaximandro se puso firmes y saludó.
—Se ha puesto en marcha una estrategia de seguridad absoluta, comandante. Se
han desplegado contingentes de guardia cuádruples en todo momento. Todos los
hombres disponibles están en patrullas aleatorias.
Tan grande era su confianza en sus osados y dramáticos procedimientos que no se
daba cuenta de que con aquello sólo conseguiría agotar a los soldados y disminuir la
eficacia de la tripulación.
Jasón inspiró profundamente, y noté que su malestar por el exceso de celo de
Anaximandro irradiaba de él como el calor de un fuego.
—Diles a los hombres que descansen —dijo Jasón—. Reduce la guardia a la
mitad, y rebaja las patrullas aleatorias a una vez cada cuatro horas.
—Sí, comandante.
—¿Algo más que deba saber?
—Sí, señor —dijo Anaximandro—. Las habitaciones del prisionero Ramonojon
han sido selladas, pero no las he registrado todavía. Supuse que querría encargarse
usted mismo de eso.
Jasón se frotó la fina barba.
—Correcto, jefe de seguridad. Lo haré ahora. —Se volvió hacia mí—. Ayax, ¿qué
vas a…?
—Voy contigo.
Jasón me condujo hasta la estatua de Aristóteles y me habló en voz baja, para que
Anaximandro no pudiera oírlo. Por encima de mi cabeza el modelo del universo que
el héroe tenía en la mano continuaba su inexorable girar, marcando el paso del
tiempo.
—Ayax, tienes demasiadas cosas que hacer para perder el tiempo con esto.
Tenemos que estar listos para partir la semana que viene si queremos tener alguna
esperanza de cumplir lo previsto.
—Jasón de Esparta —dije con la formalidad de un comandante hablando a otro
comandante—, no intentes decirme cuál es mi deber. Si Ramonojon es culpable
entonces todo el trabajo que ha hecho en esta nave tendrá que ser revisado por los
otros dinamicistas y habrá que alterar la nave para deshacer el daño que pueda haber
causado. Si no es culpable, quiero que se le libere inmediatamente para que termine
su trabajo.

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—Ayax de Atenas, ¿no confías en que cumpliré con mi deber al dirigir este
registro? —preguntó él, devolviendo desafío por desafío.
—Confío en ti, Jasón —dije yo, en un tono más amistoso—. Pero no conoces a
Ramonojon tan bien como yo, ni has sido adecuadamente instruido en asuntos de
ciencia para interpretar lo que encuentres allí.
Él me miró un momento y luego me agarró por el codo.
—Agradeceré tu ayuda en este registro —dijo—. Pero recuerda que se trata de un
asunto principalmente militar, no científico.
—De acuerdo —dije yo, agarrándole a mi vez el codo.
Así, los cuatro (Jasón, Anaximandro, Liebre Amarilla y yo) nos dirigimos a la
parte de babor de la colina, hacia el círculo de cúpulas de bronce que albergaban las
habitaciones del personal veterano, atravesamos la cortina de la antecámara de
Ramonojon y entramos en la cueva donde vivía mi amigo y subordinado.
Yo no había vuelto a entrar en el hogar de Ramonojon desde nuestras vacaciones,
y me sorprendieron los cambios que había hecho desde nuestro regreso. En vez de los
ricos tapices que describían escenas del Mahabarata, las paredes estaban cubiertas de
sencillas mantas nocturnas de lino. En lugar de la gruesa alfombra dorada bordada
con complejos trazos negros, rojos y azules que, aparentemente, representaban alguna
sutil y desconocida estructura, había una esterilla marrón tejida con cañas de papiro
sin secar. Incluso las suaves almohadas de pluma de cisne donde normalmente se
reclinaba habían desaparecido: en su lugar había un simple jergón.
Pero lo más sorprendente por su ausencia eran las cuatro docenas de estatuas de
los principales dioses hindúes con las que Ramonojon había poblado divinamente su
cueva.
Alineados en la pared de proa, en sustitución del altar a Shiva, había tres grandes
cofres de roble, sin adornos. Ocupaba la pared de popa, donde antes había una serie
de estatuas describiendo a Vishnu como dios y cada una de sus formas de avatar, un
sencillo escritorio de pino sin pintar.
Jasón y Anaximandro abrieron los cofres y empezaron a rebuscar
sistemáticamente en ellos. Sacaron ropa, rollos, tinteros, plumas, pinceles, toda la
parafernalia habitual del erudito. Mientras tanto, la capitana Liebre Amarilla pasó
metódicamente las manos por los tapices, buscando algo oculto.
Yo los observé un rato, tratando de encontrar sentido a lo que le había sucedido a
esa habitación. Aquél no era el hogar del Ramonojon que yo había conocido. Ese
hombre tenía un ojo especial para la belleza y sentía un profundo amor por el arte de
su patria. Recientemente había recopilado y mostrado públicamente muchas estatuas
de los dioses hindúes. ¿Por qué se había deshecho de ellas? ¿Y cómo las había
eliminado sin que nadie lo advirtiera?
—¿Jefe de seguridad? —dije, desviando a Anaximandro de una montaña de
túnicas amarillas.
—¿Sí, comandante?

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—¿Observaron tus hombres a Ramonojon desde que regresó de sus vacaciones?
Su cara se torció ligeramente en una sonrisa sibilina, como si siempre hubiera
sabido que Ramonojon era un espía y estuviera esperando que los demás nos
diéramos cuenta.
—De manera intermitente.
—¿Se le vio alguna vez arrojando algo por la borda?
Anaximandro sacó un grueso rollo de una cajita que llevaba atada al cinto. Lo
abrió y lo leyó hasta el final antes de contestar.
—Es posible, comandante. Se me informó de que el dinamicista jefe Ramonojon
había pasado varias noches asomado a babor durante el tiempo en que estuvo usted
ingresado en el hospital. Pero mis hombres no se acercaron, ni lo vigilaron
constantemente.
—Gracias.
Apenas podía imaginarme a Ramonojon haciendo algo tan blasfemo como arrojar
a sus dioses por la borda, pero era la única explicación que se me ocurría.
Anaximandro regresó a las prendas. A falta de otra cosa mejor que hacer, abrí los
cajones del escritorio y empecé a curiosear entre los rollos de Ramonojon, separando
lo científico de lo personal.
—Lo he encontrado —dijo Liebre Amarilla.
Todos nos volvimos a mirar. De detrás de uno de los tapices sacó una cajita de
madera de uno de cuyos extremos sobresalían agujas de oro y plata. Desde luego
parecía la lanza Xi personal que se había utilizado contra mí, pero ¿quién podía
decirlo con la tecnología mediana?
—Ahí tenemos nuestra prueba —dijo Anaximandro, anotando en su rollo de
vigilancia con el sucinto placer de un trabajo bien hecho.
—No tan rápido —repliqué—. Ramonojon lleva dos días arrestado. Cualquiera
podría haber colocado esto aquí.
—La seguridad ha sido perfecta —dijo Anaximandro fríamente.
—¡Seguid buscando! —rugió Jasón. Los dos oficiales acataron al instante la
orden de su comandante.
Regresé a los pergaminos, desenrollándolos uno a uno, leyendo un poco y luego
devolviéndolos a la mesa. Me detuve cuando encontré un ejemplar del Ramayana.
Ramonojon me había prestado esa epopeya muchas veces y conocía el tacto de aquel
papiro concreto. Era más pesado que la última vez que lo sostuve.
Desenrollé el pergamino despacio, repasando las palabras familiares en sánscrito.
Dentro del documento encontré otro papel enrollado. Un sello de plomo roto con dos
peces mordiéndose las colas adornaba el final del papel.
Aquel rollo estaba también en sánscrito, pero no era letra impresa, sino la propia
escritura de Ramonojon, con los concienzudos trazos que empleaba cuando quería
copiar algo con exactitud. Leí las primeras líneas y me quedé lívido.
Los cambios de la habitación y las preguntas de Ramonojon sobre ética por fin

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cobraron sentido. Ese pergamino demostraba que no era el espía, pero también
contenía la prueba evidente de que había cometido otro tipo de ofensa que la Liga no
iba a perdonar.
Casi abrí la boca para declarar lo que había encontrado. Ahora me pregunto qué
habría sucedido si lo hubiera hecho. ¿Estaría sometido ahora a juicio si hubiera
hablado entonces? No puedo decirlo. Sí sé que tomé mi decisión sin que me
impulsara ningún dios. Tal vez estaba tejido en el hilo de mi destino, pero prefiero
recabar la culpa para mí. Pues en ese momento en que el deber con el Estado y el
deber con un amigo se opusieron, decidí equilibrarlos ambos, recordar mis dos
juramentos y hacer todo lo que estuviera en mi mano para mantenerlos.
Enrollé el pergamino y me lo guardé en la túnica. Gracias a Hermes, patrón de los
ladrones, los demás estaban demasiado ocupados con el registro para advertir lo que
había hecho. Miré a los tres soldados que destrozaban metódicamente la habitación
de Ramonojon, preguntándome si alguno de ellos podría ayudarme con aquello. Sabía
que Anaximandro era demasiado ambicioso. Consideraba a Liebre Amarilla
demasiado espartana. Mis ojos se dirigieron hacia Jasón; era mi amigo, pero también
él colocaba el deber con el Estado por encima de todo lo demás. Llegué a la
conclusión, errónea como se demostraría, de que tendría que encargarme yo solo del
asunto.
Ellos terminaron el registro poco después.
—Tenemos todas las pruebas que necesitamos —dijo Anaximandro, empuñando
el arma taoísta como si fuera una antorcha que arrojara luz sobre la culpa de mi
amigo—. Debemos enviar a Ramonojon a Esparta para que sea juzgado.
Jasón estaba a punto de asentir cuando interrumpí.
—Comandante Jasón —dije formalmente—, como comandante tuyo exijo hablar
con mi subordinado en privado para descubrir la verdad.
Jasón me miró apesadumbrado. Yo le devolví la mirada. Pude sentir a Atenea
colocar el manto de su presencia sobre mi espalda, y la expresión de Jasón se
convirtió en un gesto introspectivo.
—¿De verdad crees que Ramonojon es inocente? —preguntó.
—Lo creo. Y no puedes negarte a mi demanda.
Él asintió.
—Pero yo sí —intervino Liebre Amarilla—. Va contra mis órdenes dejarle a usted
a solas con un enemigo potencial.
—Capitana Liebre Amarilla… —dije, pero mi voz se apagó. No se podía
contradecir el implacable tono de su voz, ni contravenir las órdenes de los arcontes—.
Muy bien —dije por fin—. Pero me asistirá sólo como guardaespaldas.
—Por supuesto.
—Entonces no le importará entender o no el idioma en el que hablemos.
Esperaba que ella fuera a poner objeciones a este subterfugio, pero me
sorprendió.

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—En absoluto, comandante —dijo—. Estaré allí solamente para proteger su vida.
La prisión de la Lágrima de Chandra consistía en cinco pequeñas cuevas bajo la
colina, conectadas a la superficie por un largo túnel por el que apenas pasaba un
hombre. Una puerta de acero cerraba cada cueva y otra la salida del túnel. Dos
guardias permanecían apostados en lo alto y otros dos patrullaban el pasillo ante las
celdas. Hasta que recogimos al médico mediano, la prisión sólo se había utilizado
para castigar infracciones de poca importancia por parte de los soldados, así que yo
nunca había tenido ocasión de bajar a aquella estrecha y ominosa caverna.
Liebre Amarilla me acompañó hasta la celda de Ramonojon, una cueva pelada de
tres metros de lado. Las paredes y el suelo tenían tiras de cuero para amarrar a los
prisioneros cuando la nave se movía, pero no había mantas de noche para apagar el
brillo plateado. Esperé que Ramonojon hubiera podido dormir con el resplandor.
Lo encontramos sentado en el suelo, con las piernas cruzadas. Tenía los ojos
cerrados y las manos sobre las rodillas, las palmas hacia arriba.
—Ramonojon.
Abrió los ojos.
—Es hora de que hablemos.
—Sí, Ayax, supongo que sí.
Me volví hacia Liebre Amarilla.
—¿Habla usted hindi?
Ella asintió.
—¿Farso? ¿Etrusco? ¿Egipcio? ¿Fenicio? ¿Hebreo?
Repasé la docena de lenguajes que Ramonojon y yo compartíamos, hasta
descubrir por fin que ella no hablaba asirio. Fue un alivio; de otro modo habría tenido
que hablar con Ramonojon en el dialecto hunán del Reino Medio. No creía que a la
capitana Liebre Amarilla fuera a gustarle oírme hablar a un espía en la lengua del
enemigo.
—Descubrí el Diamante Sutra entre tus pergaminos —le dije a Ramonojon—. No
comprendo por qué no querías decirme que te habías hecho budista.
—La Liga no nos aprecia —dijo él, comprensivo—. Deberías entregarme. De lo
contrario, te ejecutarán a ti también por albergar simpatías budistas.
Sentí un arrebato de orgullo por no haber entregado a mi amigo a los espartanos
pese a practicar la única religión proscrita por la Liga. Un siglo atrás el budismo se
había hecho tan popular en la India que esparció el pacifismo por toda la franja
oriental de la Liga y la franja occidental del Reino Medio. Tanto la Liga como el
Reino contraatacaron ejecutando a miles de maestros y monjes budistas. La posesión
del Diamante Sutra o de cualquier otro tratado budista merecía la ejecución a los ojos
de Esparta.
Pero a pesar de su ilegalidad, lo cierto era que los budistas se oponían a la guerra.
Ninguno de ellos espiaría por cuenta de los medianos, y ninguno participaría en un
asesinato. Por eso supe que Ramonojon era inocente de los cargos de los que le

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acusaban, aunque difícilmente podría emplear ese argumento en su defensa. El único
resultado sería que lo ejecutarían por un crimen en vez de por otro.
—¿Por qué te convertiste? —pregunté.
—Es difícil de explicar —dijo él—. Nunca te he contado cuánto ha llegado a
preocuparme mi trabajo a lo largo de los últimos años. Todas las naves que he tallado,
todas las muertes que he causado. Me decía a mí mismo que mi dharma era hacer este
trabajo. Pero durante los tres últimos años, trabajando en el Ladrón Solar, me ha
estado acosando la visión de HangXou ardiendo, y entonces, en estas vacaciones…
Hizo una pausa, descruzó las piernas e inclinó la cabeza entre ellas.
—Déjame empezar de nuevo. ¿Sabes algo del budismo Xan?
—No —dije. Era una secta de la que no había oído hablar.
—Fue fundado hace unos quinientos años por budistas y taoístas en la frontera
entre la India y el Reino Medio.
—¿Taoístas? ¿Qué tiene que ver el budismo con la ciencia mediana?
—Taoístas de las montañas —dijo él—. Son filósofos, no científicos. El Reino
Medio los aprecia tanto como la Liga a los platónicos. Cuando estuve en casa de
vacaciones, me encontré con un amigo de la infancia al que no veía desde hacía años;
en ese momento no supe que había estado en el Tíbet aprendiendo el camino óctuple.
Le hablé de mi trabajo y mis preocupaciones, y él me presentó a un maestro Xan. En
vez de empezar con el budismo, empezó con el Tao. Me hizo ver la locura que es el
Ladrón Solar mostrándome que estábamos rompiendo el equilibrio del yin y el yang.
—He visto esas palabras en textos científicos taoístas que hemos capturado. ¿Qué
significan?
—El yin y el yang son aparentemente opuestos… fuerzas es el término que los
define mejor, aunque dista mucho de ser exacto. Lo importante es que su oposición es
una ilusión. De hecho, trabajan juntos. Cuando están en equilibrio, se sigue el Tao, es
decir, el camino. Cuando no se sigue el Tao, se produce la destrucción para todo el
mundo. El Ladrón Solar es parte de esa destrucción.
No comprendí nada de lo que dijo, pero estaba claro que era importante para él.
Pero una cosa me preocupó.
—Si consideraste que ya no podías seguir trabajando en el Ladrón Solar, ¿por qué
regresaste?
—Mis aprendices podían continuar el trabajo sin mí. Mi esperanza al regresar era
convencerte de que abandonaras el Ladrón Solar. Era la única forma de deshacer el
daño que ya había hecho, la única manera de impedirte matar a toda esa gente. Pero
regresaste con asesinos siguiéndote, con una espartana por guardaespaldas y cargado
de recelo. ¿Cómo podía hablarte de que dejaras el trabajo sin que me consideraras un
espía del Reino Medio?
—Así que cambiaste de táctica —dije—. Intentaste frenar el trabajo
convenciéndome de que el diseño de la red de Mihradario es defectuoso.
Un destello de fuego regresó a sus ojos abotargados.

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—Es defectuoso. Si usas esa red, harás naufragar esta nave.
—¿No encajaría eso en tus planes?
—No —dijo él—. No son sólo las muertes lo que debe terminar, es la decisión de
matar. ¿No lo ves? Si no hubiera dicho nada sobre el error de Mihradario, sería
responsable de tu muerte y de la de todas las personas que están a bordo.
Creí la mayor parte de lo que decía, pero no su afirmación de que había algún
defecto en la red. Me pareció que lo más conveniente para los fines de Ramonojon
era hacerme dudar de Mihradario, porque sin el persa el Ladrón Solar tendría que ser
suspendido.
—Haré lo que pueda para liberarte —dije—. Pero tengo que continuar con el
Ladrón Solar. Es mi deber, mi dharma.
—Comprendo. Pero sigo esperando que cambies de opinión.
Me volví hacia Liebre Amarilla.
—Vámonos —le dije en helénico.
Ella asintió y me siguió a través de la puerta de acero. Subimos lentamente por el
pasadizo y llegamos a la superficie, y luego nos encaminamos hacia mi oficina.
Esperé que ella me preguntara de qué habíamos discutido Ramonojon y yo, pero
guardó silencio.
Me senté ante mi mesa y contemplé el techo mientras trataba de digerir la
entrevista. Liebre Amarilla ocupó su lugar de costumbre junto a la puerta, quieta y
sagrada como una estatua.
Unos cuantos minutos de contemplación me llevaron a la conclusión de que tenía
que impedir que enviaran a Ramonojon a ser juzgado a la Tierra mientras los demás
viajábamos hasta el Sol. Era la única opción que me daría tiempo para demostrar su
inocencia y llevar al Ladrón Solar a buen término.
—Capitana —le dije a Liebre Amarilla—, ¿quiere por favor enviar un mensajero
para que pida a Jasón y Anaximandro que se reúnan aquí conmigo?
—Sí, comandante —respondió ella. Abrió la puerta y llamó a uno de los esclavos
mensajeros que esperaban en la biblioteca.
Jasón llegó de inmediato. Le pedí que esperara a que apareciese el jefe de
seguridad. Anaximandro tardó varios minutos, y explicó que había estado pasando
revista a las tropas.
—He tomado una decisión en lo referente a Ramonojon —dije, manteniendo la
mirada fija en Jasón—. Sé que no es el espía, pero no puedo proporcionar ninguna
prueba.
Ninguno de ellos habló, así que continué:
—Me niego a permitir que lo enviéis a la Tierra para ser juzgado.
—¿Negarse? —dijo Anaximandro—. Comandante Ayax, éste es un asunto
militar. No puede contravenir esta orden.
Me volví hacia Jasón.
—Pero tú sí —dije.

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—Cierto —respondió Jasón—. Pero debo tener un motivo.
—No puedo darte ninguno. Pero te juro por Atenea que si no haces lo que pido,
dimitiré de mi cargo y el Ladrón Solar no se completará nunca.
Ares se alzó tras los ojos de mi co-comandante, y la furia de la guerra sonó en su
voz.
—¡Ayax! ¿Cómo puedes decir eso después…? —Se interrumpió, pues no quería
dejar que Anaximandro oyera lo que nos habían dicho los arcontes—. Ayax de
Atenas, tienes un deber jurado.
—Tengo dos deberes jurados —dije—. Al Estado y a mi amigo.
Jasón me miró con el entrecejo fruncido, pero yo mantuve mi postura y,
gradualmente, sus rasgos se suavizaron, mientras Atenea reemplazaba a Ares en su
mente.
—No puedo dejar que Ramonojon salga de la cárcel sin pruebas —dijo.
—De acuerdo. Pero lo mantendrás en esta nave.
—Muy bien.
—Jefe de seguridad —le dije a Anaximandro—, tus hombres seguirán
investigando. Todavía hay un espía a bordo. Quiero que lo encuentren rápidamente.
Partimos para el Sol en cuestión de días.
—Pero… yo creía…
—Eso es todo, jefe de seguridad.
—Sí… comandante.

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η
Durante los días siguientes dormir fue una rareza preciosa mientras Jasón y yo nos
esforzábamos por poner la nave y la tripulación a punto para la partida. Él confiaba
en la disciplina espartana para permanecer despierto; yo necesitaba dos inyecciones
diarias de humor colérico, que tenía el desagradable efecto de darme poca paciencia.
Mi personal conoció un aspecto de mí nunca visto, y sin duda no le gustó. En vez
de ser invitados a discutir, se los trató con órdenes rudas; en vez de preguntas
tuvieron exigencias y en vez de explicaciones obtuvieron silencio.
Lo primero que hice fue llamar a Mihradario y Cleón a mi oficina y comunicarles
la nueva fecha de partida.
—¿Por que hacen esto los arcontes? —dijo Mihradario.
—Eso no es asunto tuyo —repliqué—. Lo único que tienes que hacer es
asegurarte de que tus subordinados hagan su trabajo.
—Pero, Ayax…
—No habrá discusiones —dije—. Simplemente hazlo.
Él tiró del pico de su túnica, mostrándome el reborde azul de erudito. Supe que
había cometido una ofensa contra su dignidad como graduado de la Academia, pero
el humor había llenado mi sangre del fuego de Ares, liberándome de las
preocupaciones del decoro académico. Atenea trató de llamarme la atención sobre
algo, pero no pude oírla por encima de los gritos de batalla de su hermano.
Me volví hacia Cleón tras dejar a Mihradario rezongando.
—Termina el rumbo de vuelo —dije—. Haz tus últimas correcciones y
muéstramelas.
Cleón corrió a completar su misión. Mihradario lo siguió despacio, dirigiéndome
una mirada interrogadora antes de salir por la puerta.
Sentí un momentáneo arrebato de culpa.
—Humor colérico —dije. Él asintió y cerró cuidadosamente la puerta a su
espalda.
Cuando se marcharon, envié un mensajero a Anaximandro recordándole que me
informara acerca de su investigación sobre el auténtico espía. Hasta mucho más tarde
no me enteré de que no lo hizo.
Desde ese momento en adelante mis recuerdos son confusos. Los papeles
cruzaban mi mesa; la gente venía a verme, casi siempre llena de pánico por una cosa
o por otra. Mis lecturas eran rutinarias, mis respuestas breves. Pero sé que durante
esos días pasaron cosas que luego tendrían mucha importancia. Por tanto, debo
solicitar un momento de indulgencia; permitidme que pida la bendición de Temis y
Mnemosine, que mi propio pensamiento y mi memoria sean aliviados de la niebla de
la falta de sueño y la ira.
Dos acontecimientos importantes se presentan en el espejo de mi mente.
Uno de los subordinados de Ramonojon, la responsable de equilibrio Roxana, una

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cautelosa persa de edad madura cuyo deber era comprobar los resultados de todas las
reestructuraciones para asegurar la estabilidad de la nave, vino a verme durante el
tercer día de preparativos.
—Comandante —dijo después de vacilar en la entrada—. Hay una ligera
discrepancia en el equilibrio de la nave. Quería preguntarle a Ramonojon al respecto,
pero… —Hizo una pausa, mirando mi ceño. Una determinación desacostumbrada
apareció en su rostro, normalmente tímido—. Comandante, he trabajado con él
durante siete años. No puedo creer que sea un espía.
—No lo es —dije yo. El agradecimiento porque alguien más compartía mi
opinión amenazó con desterrar el humor de mi sangre, pero la inyección era
demasiado reciente para que una emoción autocreada la derrotase.
—¿Puede sacarlo de la prisión, señor? —preguntó ella.
—¿No crees que lo haría si pudiera?
Ella dio un salto atrás y a punto estuvo de chocar con Liebre Amarilla.
—Sí, desde luego, lo siento, comandante.
—Al mando científico no le conciernen los asuntos de seguridad —expliqué,
conteniendo la falsa ira—. Ahora háblame de ese problema de equilibrio: no puedo
perder mucho tiempo.
—Es sólo eso, señor, que no es un problema: la nave está volando demasiado
bien.
—¿Demasiado bien?
Ares se alzó en mi mente. ¿Cómo podía venir a molestarme con cosas que
funcionaban bien cuando todos mis otros pensamientos tenían que dirigirse a la
resolución de problemas? Pero la tranquilizadora mano de Atenea me impidió gritar.
Seguí sin poder oír lo que tenía que decir la diosa de la sabiduría, pero consiguió
impedir que estallara. Hizo bien al hacerlo, naturalmente. La dinamicista estaba
confundida por el arresto de Ramonojon; lo último que necesitaba era furia por mi
parte.
—Gracias por la información —dije—. Cuando estemos en camino, destaca a
algunas personas para que averigüen la causa. Pero durante los siguientes días, ven a
verme sólo con malas noticias.
—Sí, comandante —dijo ella, saliendo por la puerta—. Lamento haberlo
molestado.
El otro recuerdo es más vago. Mihradario y Cleón se habían reunido conmigo
para cenar en mi oficina; íbamos a tener una breve discusión y luego yo dormiría las
tres horas que necesitaba para impedir que las inyecciones me volvieran loco.
Recuerdo que comí hígado de ganso frito y pan de cebada, pero ¿de qué
hablamos? Oh, sí, hicimos planes preliminares para el acercamiento al Sol.
Mihradario necesitaba saber cuánto nos aproximaríamos al propio Helios para poder
hacer los últimos ajustes en el diseño de la red.
El persa se mostró notablemente callado durante la reunión, pues sólo hizo unos

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pocos comentarios mientras Cleón y yo planeábamos la maniobra de aproximación y
llegábamos a la conclusión de que la Lágrima de Chandra podría situarse con
seguridad a una distancia de tres kilómetros del Sol, suponiendo que estuviéramos en
el lado interior de la esfera de cristal de Helios. Recuerdo que Cleón contemplaba los
mapas de los cielos y canturreaba para sí, y recuerdo que ninguno de ellos me miró a
los ojos ni una sola vez durante la reunión. Pero sobre todo, recuerdo que sentí la
ausencia de Ramonojon.
Los días de ira por fin terminaron cuando taché de mi lista el último problema y
fui al hospital para recibir veinticuatro benditas horas de sueño bajo los ojos
vigilantes de Euripos. Me desperté sintiendo mis propias emociones por primera vez
durante días y juré no someterme nunca más a aquella ira.
Mientras yo dormía, la Lágrima de Chandra atracó una última vez en las
Columnas de Heracles para permitir bajar a los miembros de la tripulación que no
serían necesarios en el largo viaje: unos treinta científicos cuyo trabajo ya estaba
terminado fueron enviados a la Tierra, junto con varias docenas de esclavos
sobrantes.
Cuando regresé a mi oficina, encontré sobre la mesa la lista de la tripulación
definitiva: sesenta y ocho esclavos, la mayoría ocupados en la granja de generación
espontánea y la caverna de almacenamiento; cien soldados, incluidos veintidós
artilleros; siete científicos que eran directamente responsables ante mí; cuatro
navegantes y seis ingenieros trabajando a las órdenes de Cleón; veinticinco obreros
para ayudar a Mihradario a tejer la red; y veintidós dinamicistas sin supervisor. Deseé
que Ramonojon estuviera libre para que tuvieran la guía adecuada.
Jasón se reunió conmigo mientras yo repasaba la lista.
—¿Estamos preparados? —pregunté.
Él ocultó un bostezo con la mano y parpadeó. Tenía los ojos inyectados en sangre.
—Lo mejor posible.
Me miró expectante. Me volví hacia Liebre Amarilla.
—Capitana, ¿quiere llamar a dos mensajeros?
—Sí, comandante.
Un par de esbeltos jóvenes vestidos con cortas túnicas rojas con bolsas de cuero
en un tahalí entraron en mi oficina.
—Anuncia una inspección general —le dije al primero—, y di a la tripulación que
se reúna en el anfiteatro para la ceremonia de partida.
El muchacho hizo una reverencia y salió corriendo. Me volví hacia el segundo.
—Dile a Clovix que lleve las regalías del sacrificio y los animales al anfiteatro
dentro de dos horas.
También hizo una reverencia y se marchó.
—Nosotros también tendríamos que prepararnos —dijo Jasón mientras se volvía
para irse—. Me reuniré contigo en la batería de cañones de popa dentro de una hora.
Liebre Amarilla y yo regresamos a mis habitaciones. Los esclavos me lavaron y

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me ungieron, y luego me vistieron con la túnica púrpura ceremonial, pusieron una
corona de hojas de laurel sobre mi cabeza y fijaron una insignia dorada con una
lechuza en mi hombro izquierdo. Así dispuesto para mis deberes sacerdotales, pude
sentir a los dioses y héroes congregarse a mi alrededor esperando el homenaje del
sacrificio.
Mientras me preparaban, mi guardaespaldas limpió su armadura y se puso un
collar de cuentas de hierro en forma de pequeñas máscaras de Ares y Atenea. Los
dioses de la batalla se situaron tras ella, alzándola por encima de lo humano. Vi la
grandeza de su alma de guerrero y sentí más agudamente que nunca el honor que su
servicio me prestaba.
—Con su permiso —le dije—, deberíamos reunimos con Jasón.
—Como usted ordene —repuso ella.
Jasón nos estaba esperando en la popa de la nave. Iba vestido exactamente igual
que yo, pero su insignia era un pavo real de hierro y la ropa le abultaba extrañamente
en el pecho y las caderas, traicionando el peto y la espada que llevaba debajo.
—Salve, hermano, en nombre de Atenea —dije, tocando levemente la lechuza
con las yemas de mis dedos.
—Salve, hermano, en nombre de Hera —respondió él, cerrando su puño sobre el
pavo real.
Ceremoniosamente recorrimos la superficie y el subsuelo de la Lágrima de
Chandra de popa a proa, pidiendo a los dioses que bendijeran la nave en cada una de
sus partes y en su conjunto. Pero también con nuestros expertos ojos mortales
inspeccionamos cada lugar para asegurarnos de que todo estaba en orden. El
compartimiento de la red estaba preparado para recibir la red solar cuando estuviera
tejida. Los laboratorios estaban en orden, aunque había signos de nerviosa limpieza
de último minuto en el laboratorio de los dinamicistas. Los campos de juegos, la
comisaría y la colina de mando estaban festoneados de lazos azules y rojos, como
correspondía a la celebración. El hospital, las cuevas de almacenamiento y la granja
de generación espontánea estaban sólo adecuadamente limpias, pero no más de lo que
cabía esperar. Los barracones, el arsenal y las baterías de cañones fueron
considerados satisfactorios por mis dos acompañantes espartanos. Pasamos junto al
anfiteatro, donde nos esperaba la tripulación, y la torre de navegación, que Cleón
había bendecido personalmente con ritos pitagóricos. Nos detuvimos al llegar a la
punta de la lágrima, el extremo de proa de mi nave.
El cielo bajo nosotros carecía de nubes y podíamos ver las aguas azules, las islas
rocosas y las irregulares costas del Mediterráneo extenderse a ochocientos kilómetros
por debajo.
—Poseidón, aunque no navegamos en tu océano, danos tu bendición —les dije a
las aguas—. Pues somos navegantes con los mismos temores que aquellos que surcan
tus mares. Bendice esta nave para que pueda surcar los cielos sin error, y bendice a
sus marinos para que puedan regresar a salvo a sus hogares.

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No sentí ninguna respuesta por parte de la deidad, así que miré hacia abajo
esperando ver alguna señal en las aguas, pero estaban demasiado lejos para distinguir
ningún detalle.
Volvimos la espalda al mundo y nos dirigimos solemnemente al escenario del
anfiteatro. La tripulación estaba congregada en los bancos, el personal veterano
abajo, sus subordinados sobre ellos y así hasta las filas superiores ocupadas por los
soldados de más bajo rango.
En el escenario había un altar de mármol rojo con filigrana de oro, y en él había
un fuego, un cuenco dorado y un afilado cuchillo de acero con mango de calcedonia.
Junto al altar, atados con cuerdas, había un toro, tres ovejas blancas y tres corderos
negros.
Jasón sujetó el toro mientras yo le rebanaba la garganta con el cuchillo, y luego lo
asó en el fuego, ofreciendo su vida al Padre Zeus con plegarias para nuestro éxito.
Sentí el toque del más grande de los dioses y su aprecio. Luego le sacrifiqué a Atenea
una de las ovejas y sentí su familiar presencia tranquilizándome. Jasón quemó la
segunda oveja para Hera. No sé qué pasó entre él y la reina del cielo, pero vi que su
rostro se volvía severo y sombrío. Luego los dos entregamos la última oveja a
Hefesto, rezando para que el aparato del que dependía nuestro éxito no fuera un
fracaso. Jasón y yo nos acercamos a leer las llamas, pero ninguno vio augurio alguno
en ellas.
Luego, en rápida sucesión, entregamos la sangre de los tres corderos negros a
Aristóteles, Alejandro y Dédalo, el héroe patrón de la navegación celeste. Pude sentir
a los héroes extrayendo vida y presencia de los chorros de sangre, pero cuando
hubieron bebido su parte se marcharon en silencio.
No pronunciamos ningún discurso para la tripulación: sabían lo que significaba la
ceremonia, sabían lo que iba a suceder y sabían que los destinos de todos nosotros
descansaban en el regazo de los dioses. Jasón, Liebre Amarilla y yo esperamos en
silencio en el escenario mientras los miembros de la tripulación salían lentamente
para ocupar sus puestos. Al pasar, algunos levantaron el brazo en un saludo, pero
muchos lo hicieron sin mirarnos, sus pensamientos entremezclados con los dioses.
Cuando el último hombre se hubo marchado, los esclavos entraron y empezaron a
limpiar la sangre del escenario mientras nosotros nos cambiábamos los atuendos
sacerdotales y nos poníamos las túnicas de mando.
Media hora más tarde, Liebre Amarilla, Jasón y yo nos reunimos de nuevo en la
base de la torre de navegación. La presencia divina de la ceremonia no nos había
abandonado y no pudimos encontrar nada que decirnos mutuamente. Subimos en
silencio las escaleras de caracol y entramos en la sala de control.
Cleón ponía el pergamino con la ruta inicial de vuelo en el atril situado junto al
asiento de control.
—Pasad, pasad —dijo—. Ataos y nos pondremos en camino.
Liebre Amarilla, Jasón y yo nos atamos cuidadosamente a los divanes de mármol

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clavados a la pared del fondo de la torre de control.
—Estamos preparados —le dije a Cleón. Mis palabras sonaron distantes en mis
oídos, como si me hubieran sacado de mi cuerpo y del mundo que lo rodeaba.
—Excelente.
Cleón se sentó ante el panel de control y aseguró su pecho y sus piernas al suelo
con media docena de correas de cuero acolchado.
—¡Preparaos para ascender! —dijo por el tubo comunicador que había delante del
panel de control. Su voz reverberó lentamente por el aire artificialmente denso que
llenaba el tubo, volviendo más grave el timbre de sus palabras, dándoles unos tonos
bajos que él nunca podría haber cantado. Unos cuantos segundos más tarde las
palabras emergieron por el megáfono emplazado en lo alto de la torre y resonaron por
toda la Lágrima de Chandra para que las oyera la tripulación.
Cleón se frotó las manos y sus dedos se agitaron como los de un músico ansioso
por tocar. Fue bajando, una tras otra y en rápida sucesión, las veinte palancas cortas
que había encima de su cabeza. Oí el sonido rechinante de las marchas entrando en el
vientre de la nave mientras las esferas de lastre que habían estado colgando bajo su
línea central iban entrando en la parte inferior de la Lágrima de Chandra. Después,
un sonido de succión cuando vaciaron el cargamento de agua en el depósito de la
nave. Libre ya del peso natural del agua, la Lágrima de Chandra empezó a alzarse
lentamente hacia el cielo.
Cleón se inclinó hacia delante y tiró de veinte palancas que sobresalían junto a
sus pies. Hubo un siseo audible, como un viento del oeste, por toda la nave, y un
destello apareció en la ventana cuando las veinte bolas de ascensión de oro-fuego
fueron sacadas de sus pozos de contención en el borde de la nave y subieron quince
metros sobre la superficie para ser colocadas en sus pilares. Se produjo un súbito
tirón hacia arriba cuando los orbes de seis metros de diámetro rarificaron el aire sobre
nosotros. Empezamos a elevarnos más rápidamente, pero no más que un halcón.
Cleón no hizo nada durante varios minutos, sino que permaneció meciéndose
adelante y atrás sobre su taburete como un remero en una galera, llevando el tiempo
de los ritmos pitagóricos de vuelo.
—Ahora —susurró—. ¡Preparaos para velocidad! —gritó al tubo hablador, y su
voz resonó como tambores de guerra por todo el cielo.
Cleón empujó cuatro de las palancas de control que tenía a la derecha.
—Impulsores terciarios desplegados.
Una hilera de varas de oro emergió de la proa como las lanzas de una falange. La
Lágrima de Chandra se inclinó ligeramente, y el aire alrededor de la proa se volvió
brillante y claro, agudizando mi visión. Un gemido brotó de la proa cuando el fuego
quemó el agua del aire.
Cleón empujó las cuatro palancas situadas a su izquierda y una hilera más larga
de lanzas brillantes se unió a la primera. Nos apretamos contra nuestros asientos
cuando la nave se alzó más velozmente hacia el cielo que nos esperaba. La fuerza del

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empellón metió por completo mi alma dentro de mi cuerpo y lejos del reino de los
dioses.
—Impulsores secundarios desplegados.
Cleón cantó un himno de alabanza a Pitágoras y empujó las cuatro largas palancas
que tenía directamente delante. Varas de cuatrocientos metros de longitud emergieron
de la proa. Sus lanzas de oro-fuego brillaban más que la nave, más que el Sol. El
cielo se volvió del rico amarillo de la hidromiel, precioso, glorioso, embriagador. El
gemido se convirtió en un grito.
—Impulsores primarios desplegados.
El aire se volvió tan transparente como las propias esferas de cristal, y mientras la
nave se distanciaba de la Tierra vi los cielos desplegados ante mí con perfecta
claridad, los planetas danzando en el coro eterno dispuesto por el Primer Movedor
cuando se creó el mundo. Bendije a Urano, el abuelo de los dioses, y alabé a Zeus,
señor del cielo.
La firme velocidad natural de la Lágrima de Chandra, multiplicada cien veces
por la finura del aire creado por los impulsores de Ares, nos alejó de la Tierra en una
rápida espiral de ascenso.
—Por fin —susurró Jasón. El aire fue arrancado de mis pulmones y mi espalda
apretada contra el diván mientras nos abalanzábamos hacia las esferas celestes. El día
relevó a la noche y la noche sucedió al día en ciclos de cinco minutos mientras
girábamos hacia arriba en una órbita de ascenso hacia la Luna.
Volamos así durante dos trepidantes horas, hasta que un destello apareció ante
nosotros y se convirtió rápidamente en una muralla transparente que llenó el ciclo
cuando nos aproximamos a la esfera de cristal irrompible que sujetaba la Luna en su
sitio.
—Recogiendo los impulsores de estribor —dijo Cleón mientras tiraba de dos
palancas de cada grupo de control.
El lado derecho de nuestra nave perdió su feroz brillo y el aire se nubló en un
súbito regreso de densidad. Viramos rápidamente, girando en paralelo al ecuador de
la esfera que sostenía la Luna. Apenas a mil seiscientos kilómetros por delante de
nosotros pude ver a la propia Selene.
—Preparados para alcanzar la órbita —dijo Cleón. Recogió los impulsores
primarios y secundarios de ambos costados y volvió a desplegar los impulsores
terciarios de estribor. Nos sumergimos en aire súbitamente denso y disminuimos
nuestro exceso de velocidad. En cuestión de segundos la redujimos a cinco veces la
velocidad orbital natural de la Luna.
Sorbí aire, agradecido de poder llenar mis pulmones completamente.
—Hermes, señor de los mensajeros, protégenos de semejante velocidad —recé.
Luego me enderecé y me dirigí al navegante—. Cleón, la tripulación no podrá
soportar esa velocidad mucho tiempo.
Cleón sonrió.

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—Lo sé, comandante. Por eso he programado sólo cuatro horas de vuelo cada día.
En dos bloques de dos horas.
—Bien hecho.
—Creo que soy capaz de hacerlo mejor —dijo él.
Antes de que pudiera explicarme este comentario, la pelota plateada y llena de
cicatrices de la Luna apareció ante nosotros.
—¡Preparados para parar! —dijo Cleón mientras recogía los impulsores terciarios
y nos situaba en la franja de ocho kilómetros de distancia entre la Luna y la esfera de
cristal que la sostenía con el poder desconocido de su movimiento natural. Cleón dejó
que la Lágrima de Chandra siguiera una órbita justo por detrás del cuerpo del que
había sido tallada.
—Bien hecho, Cleón —dije mientras me soltaba del diván y estiraba los músculos
de mi dolorida espalda.
—Gracias, comandante —respondió él—. Veré qué puedo hacer para reducir el
tiempo de vuelo.
—Muy bien.
Jasón y Liebre Amarilla se soltaron de sus asientos y los tres dejamos a Cleón
enfrascado en su lira y sus cálculos.
Se encendieron fuegos de señalización por la nave y, en respuesta, las cajas de
suministros que Creso había prometido se acercaron desde las cuevas excavadas en la
base lunar, transportadas por docenas de trineos. Los guardias apostados en la base de
la torre de navegación nos dijeron que Anaximandro iba camino de la zona de
recepción con dos docenas de guardias para inspeccionar el cargamento. Jasón fue a
reunirse con él.
Liebre Amarilla insistió en que yo me mantuviera apartado de los trineos y las
inspecciones de las cajas. Quería que me fuera a mi cueva, pero alguna deidad, quizá
la propia Selene, me ordenó que me acercara al borde de la nave para contemplar el
cuerpo lleno de cráteres de la Luna.
Cuando Liebre Amarilla y yo llegamos a la baranda de babor, vi un destello de
bronce surgir en la superficie lunar. Aunque no distinguí los detalles, supe que tenía
que ser la estatua de sesenta metros de altura de Artemisa, que marcaba el lugar
exacto donde Creso y Milcíades habían alunizado en el año de mi nacimiento.
La divinidad tocó mis pensamientos y rescató un recuerdo: mi madre contándome
que en la primera Luna llena tras mi nacimiento me llevó al patio del templo de Ishtar
y me mostró la Luna; luego alzó la cabeza y rezó a aquella perla inmaculada por una
buena vida para su hijo. Hablaba con reverencia de la belleza sin mácula de aquella
gema celestial.
Ahora yo estaba contemplando no la perla perfecta de mi infancia, sino un
montón de piedra pómez salpicada de agujeros. Se le habían extraído tantas naves y
tantos trineos que la virgen doncella Selene que me había saludado con su luz
plateada había envejecido hasta convertirse en una vieja asolada por la vida, Hécate.

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Quise apartar la mirada, pero el dios o la diosa no me lo permitió hasta que Liebre
Amarilla me dio un golpecito en el hombro.
—Ayax, ¿qué está mirando?
La deidad se marchó, devolviéndome mi mente.
—Una baja de guerra —le dije a Liebre Amarilla.
—De ésas ha habido muchas.
—Lo sé, pero ésta no podrá ser sustituida nunca. Me pregunto si tendremos que
excavar todos los planetas antes del final.
—No si los arcontes tienen razón —dijo ella—. Si el Ladrón Solar nos hace ganar
la guerra, no habrá necesidad de más naves celestes. El asunto está en sus manos.
—Gracias, capitana —dije, agradecido por su recordatorio de que yo tenía el
poder para cambiar aquello.
La entrega y la inspección de suministros duraron cinco horas, después de las
cuales atravesamos la brecha en la esfera de cristal y entramos en los cielos
translunares. Una larga escolta de naves y trineos nos despidió de la Luna, y una
descarga de bengalas de mensajes iluminó la despedida mientras dejábamos atrás la
primera esfera del cielo con destino al dominio del Primer Movedor.
Mientras volábamos, el Sol pasó por detrás de la Tierra, oscureciendo un amplio
cono de espacio a nuestro alrededor. Los planetas exteriores brillaron con la súbita
luz estelar. Distinguí el rojo Ares y el púrpura Zeus, y atisbé la glauca Afrodita muy
lejos, a estribor. Pero el marrón-anaranjado Hermes, nuestro próximo objetivo, no se
veía, oculto como un ladrón tras la cobertura de la Tierra.

Al día siguiente, Jasón y yo nos reunimos en mi oficina para tomar un ligero


desayuno de cordero sazonado con curry; los últimos días en la Tierra los habíamos
dedicado por completo a asegurarnos de que la nave estuviera preparada para el viaje.
Ahora teníamos que zanjar algunos asuntos relacionados con el vuelo en sí.
Lo primero que hizo Jasón fue tenderme un pergamino.
—El informe de Anaximandro. Ha registrado la nave de proa a popa y no ha
encontrado ninguna prueba de que haya espías.
Ninguno de los dos sabíamos que Anaximandro no había hecho nada de eso. Y
aquí debo introducir una súplica por Jasón. Mi co-comandante tenía en poca
consideración a su jefe de seguridad, como hombre y como oficial. Pero cada vez que
se le daba una orden, Anaximandro la cumplía meticulosamente. Cierto, a menudo no
aplicaba el sentido común en su obediencia, pero no obstante jamás había
desobedecido. Por tanto, aunque Jasón se considere responsable de negligencia, digo
en su favor que no tenía forma de saber qué se derivaría de confiar en Anaximandro.
Pero, regresando a la reunión: leí el informe rápidamente y luego lo arrojé sobre
mi mesa.
—Jasón, te doy mi palabra de que Ramonojon no es el espía.

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—Ayax, tu lealtad te honra, pero nuestro primer deber es la Liga. Debemos
encargarnos del bienestar de esta nave.
—¿Me permitirás llevar a cabo mi propia investigación? —dije, sabiendo que no
podría conseguir nada más por su parte.
—Sí, si tienes que hacerlo. ¿Podemos pasar ahora a otros asuntos?
—Sí, por supuesto, y gracias.
Primero comprobamos el calendario previsto por Cleón: una semana para llegar a
Hermes, otras tres hasta Afrodita, un mes hasta el Sol, y otros dos meses para
regresar arrastrando con nosotros el fragmento solar. Basándonos en eso, pasamos
una hora formando equipos con la tripulación, planeando estrategias de emergencia,
disponiendo los horarios de las comidas y todo eso. Al final, llegamos al último tema:
levantar la moral de la tripulación, algo muy necesario después de los atentados
contra mi vida, el ataque a la nave, el encarcelamiento de Ramonojon y nuestra súbita
e inexplicada partida de la Tierra.
Decidimos celebrar tres juegos semanales para los soldados, debates también
semanales para los eruditos y obras quincenales para toda la tripulación. Después de
la reunión colocamos anuncios en los barracones y los dormitorios solicitando actores
y sugerencias de obras. No sé decir en cuánto contribuyeron esas actividades a
mejorar la moral, pero mantuvieron a los tripulantes ocupados en sus horas libres, así
que tuvieron menos tiempo para preocuparse.
Yo no fui tan afortunado. Quise dedicarme a encontrar al espía, pero tardé tres
días, la mitad de nuestro tiempo de viaje hasta Hermes, en resolver mis otros deberes
y tener tiempo para ocuparme del problema de Ramonojon. Podrían haber sido sólo
dos días, pero Cleón no dejaba de interrumpirme con sugerencias para ahorrar unas
cuantas horas de viaje. Aprobé algunas de sus maniobras, pero otras parecían
demasiado arriesgadas. Siempre daba respuestas rápidas y perentorias, pues no quería
quedar atrapado en los detalles de la navegación celeste. Tendría que haber advertido
el fuego en los ojos de Cleón cuando comentaba las maravillosas ventajas de alguna
que otra corrección menor de rumbo.
Tal como fueron las cosas, no advertí que algo pasaba con mi navegante jefe hasta
después del almuerzo del tercer día, cuando entró de sopetón en mi oficina y escapó
por los pelos de que mi guardaespaldas no lo matara allí mismo por no llamar.
—Lo he hecho —dijo Cleón, sin darse cuenta de que Liebre Amarilla empuñaba
su lanzadora evac—. Puedo acortar dos días el viaje hasta Afrodita sin aumentar el
tiempo que invertimos en velocidad.
Alcé la cabeza del informe de mantenimiento de la polea.
—Eso es impresionante —dije—. ¿Cómo lo harás?
—Es muy sencillo. —Cleón recorría la habitación como un chiquillo—. Todo lo
que tenemos que hacer es volar de costado para que la Lágrima de Chandra ofrezca
menos resistencia al aire.
—¿Estás loco? Nos caeremos de la nave —dije, sorprendido por tener que

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recordarle la mecánica terrestre básica—. Nos abalanzaremos contra la Tierra y nos
convertiremos en manchas pastosas cuando choquemos contra una de las esferas de
cristal.
Él dio una palmada extraña y descoordinada que produjo un sonido hueco en vez
de resonar con fuerza.
—Pero ¿y si atamos a todo el mundo?
—¿Y el ganado? ¿Y el agua de las reservas?
Cleón iba a contestar, sin duda había encontrado una respuesta para eso también,
pero lo interrumpí.
—¡Cleón, basta! Ya hemos fijado el calendario. No necesitamos más velocidad.
—Pero podemos reducir tiempo —dijo él, ignorando mis intentos de que tocara el
suelo.
—No, Cleón, no lo haremos. No quiero que sigas trabajando en eso.
Su rostro se contorsionó hasta convertirse en una máscara de furia; trató de saltar
sobre la mesa para agarrarme, pero Liebre Amarilla lo detuvo en el aire y le sujetó las
manos a la espalda.
—Tengo que terminar esto. —Sus ojos ardían de ira y su respiración entrecortada
apestaba a cólera.
Advertí lo que le sucedía.
—Liebre Amarilla, tenemos que llevarlo al hospital.
Mi guardaespaldas arrastró al navegante, que gritaba y maldecía, hasta las cuevas
hospital, donde le dije a uno de los esclavos-celadores que llamara a Euripos.
—¿Qué ocurre? —preguntó el viejo médico tras salir de la cueva de espera.
—Hiperclaridad de neuma —dije—. Al menos eso creo que es.
—¿De verdad? —Euripos llamó a un esclavo—. Tráeme una bolsa de aire pesado
de agua.
—Sí, doctor —dijo el esclavo, y echó a correr hacia el dispensario. Regresó un
minuto después con un gran saco de cuero cubierto de cera.
—Soltadme —dijo Cleón, debatiéndose para intentar librarse de la sólida tenaza
de acero de Liebre Amarilla—. Tengo que hacer mis cálculos.
Euripos acercó la bolsa a la boca del navegante y lo obligó a inhalar el contenido.
Cleón sorbió el pesado aire con jadeos entrecortados. Después de unas pocas
inspiraciones sus ojos se ensombrecieron y quedó flácido en brazos de Liebre
Amarilla.
—Capitana, por favor, póngalo en la camilla de reconocimiento —dijo Euripos,
dirigiéndose hacia la cama de roble emplazada al fondo de la sala.
Liebre Amarilla así lo hizo, y luego regresó junto a mí.
—¿Qué le ha pasado? Nunca he oído hablar de… ¿cómo se llama?, hiperclaridad
de neuma.
—Es el aire —dije—. Despejó tanto su mente que sólo pudo concentrarse en una
cosa. Se convirtió en una manía para él, todos sus pensamientos concentrados en

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refinar nuestro rumbo. Pero…
—Pero ¿qué?
Inspiré vacilante para despejar mi propia mente.
—Pero es un estado muy raro, y la Cofradía de Navegantes Celestes examina a
sus miembros para asegurarse de que no son propensos a él antes de dejarlos pilotar
naves. Cleón se ha sometido repetidas veces a las pruebas y siempre las ha pasado.
Euripos regresó de examinar a Cleón.
—Se pondrá bien después de unas cuantas horas de descanso y una dosis de
humor sanguíneo.
—¿Podrá seguir ejerciendo sus deberes? —pregunté. Sin el brillante pilotaje de
Cleón, había pocas posibilidades de que el Ladrón Solar tuviera éxito. Ninguno de
sus subalternos era capaz de pilotar la nave tan cerca del Sol.
—Debería poder —dijo Euripos—, pero tendré que darle una bolsa de aire pesado
para que respire por si acaso. Y tendrá que haber alguien vigilándolo en todo
momento.
—Pobre Cleón. Cuando la Cofradía se entere no volverán a dejarlo pilotar una
nave celeste.
Liebre Amarilla se volvió para mirar hacia la cama.
—¿Qué está pensando? —pregunté.
—Que demasiadas cosas están saliendo mal aquí.
—¿Qué quiere decir?
—Me pregunto si el arma mediana que le hizo enfermar a usted podría haber
inducido ese estado en su navegante.
—Si es así —dije yo, aprovechando la oportunidad—, alguien la ha usado con
Cleón. Quienquiera que sea, es el verdadero espía.
Liebre Amarilla asintió lentamente.
—¿Cómo podemos averiguar si esa arma es la responsable? —preguntó.
—Podemos preguntar —dije yo, y mi corazón se animó. La capitana Liebre
Amarilla, mi perfecta guardaespaldas espartana, iba a ayudarme a encontrar al espía
—. Venga conmigo a la prisión.
El doctor mediano se llamaba Zi Lan-Xo. Llevaba encerrado en su brillante celda
de plata desde que me había salvado la vida. Le habían proporcionado comida y agua,
pero nadie había hablado con él.
Me miró con ojos tristes, brillantes de lágrimas provocadas por la luz. Su anciano
rostro estaba surcado de arrugas de preocupación y dolor; me recordó los frisos que
había visto de aquellos que sufren castigo en el Hades por ofender a los dioses.
—¿Que quiere de este pobre prisionero? —preguntó en torpe helénico.
—Tengo preguntas para el honorable doctor —respondí en hunán. Sus ojos se
ensancharon de asombro; luego los cerró para protegerse del resplandor.
La capitana Liebre Amarilla me dio un golpecito en el hombro y me llevó a un
lado de la celda.

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—No me dijo que hablaba mediano —susurró en xeroqui.
—Algunos académicos lo aprenden. Los que intentamos comprender la ciencia
del enemigo.
—Creí que la Academia no había tenido ningún éxito en sus esfuerzos por
comprender la tecnología mediana.
—Cierto —dije yo—, pero seguimos intentándolo. A ningún ateniense le gusta
admitir que no puede comprender algo.
Volví con el doctor Zi.
—¿Qué desea mi captor de este degradado prisionero? —preguntó en rústico
hunán.
Me apoyé contra la pared de la cueva y me acaricié la barba. La mirada del doctor
se volvió nostálgica hacia la sombra temblorosa que mi cuerpo proyectaba sobre el
suelo. Me pregunté cuánto tiempo llevaba bajo el resplandor de las paredes plateadas,
lejos de la paz de la oscuridad.
—La enfermedad de la que me curó usted —dije—. El arma que la provocó
¿podría hacer que alguien enfermara de la claridad de aire?
—¿Qué quiere decir? —El médico arqueó las cejas, asombrado—. ¿Cómo puede
uno enfermar por el aire puro?
Le describí la enfermedad de Cleón.
—No existe tal enfermedad —dijo él, sentado erguido y severo como un
conferenciante en la Academia—. Sus bárbaros doctores son bobos si creen en esas
cosas.
—Entonces, ¿cómo lo explica?
—Su piloto es un loco; debe de haber sido maldecido por un espíritu.
—Ridículo. Cleón es un pitagórico devoto: los espíritus no lo dañarían nunca. No
es una cuestión de acción divina, sino de ataque humano.
—Si mi honorable captor así lo dice… —replicó el doctor Zi, dejando la frase sin
terminar.
Llegué a la conclusión de que aquella discusión era una pérdida de tiempo, así
que empecé a darme la vuelta para marcharme. Pero Atenea me agarró, obligándome
a mirar al prisionero, que contemplaba desesperado la mancha de oscuridad que yo
proyectaba. Me susurró que podía obtener mucho de aquel hombre, aunque no
supiera nada de la enfermedad de Cleón.
—Hay un espía a bordo de esta nave —dije—. ¿Qué sabe usted de él?
—¿Qué podría saber este indigno prisionero? Fue arrastrado hasta aquí desde un
campo de prisioneros para sanar a su honorable captor, y le pagaron encarcelándolo
en esta brillante monstruosidad de piedra donde es imposible dormir.
—Ayúdeme a capturar al espía y haré que le traigan mantas para cubrir las
paredes.
—¿Cómo podría este indigno prisionero ayudar a su captor?
—No lo sé —dije—. Pero si puede haré que duerma lo que necesita.

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Déjenme decir que no me gustó pedirle a aquel anciano que traicionara su honor.
Pero mi deber con el Estado y con mi amigo me lo exigían.
El doctor contempló mi sombra, y luego la brillante pared. Llevaba semanas
rodeado de luz plateada. El doctor Zi era un anciano cansado que nunca volvería a
ver su hogar, y yo le estaba ofreciendo un poco de comodidad en su exilio.
Temblando, inclinó la cabeza.
Habló entrecortadamente, casi llorando.
—He oído que un espía tendría un…
Y entonces dijo algo que no comprendí.
—¿Qué significa esa palabra?
—Es un aparato para comunicarse a través de largas distancias.
Sabíamos que los medianos tenían esas cosas, pero, como de costumbre, no
teníamos ni idea de cuál era su aspecto ni de cómo funcionaban. Pero me sorprendió
que un médico de pueblo corriente, capturado en una incursión en las fronteras del
Reino Medio, supiera de la existencia de tal cosa.
—Hay dos piezas en el aparato —continuó—: un emisor y un receptor. El
receptor es… parece un bloque de plata de diez centímetros con doce agujas de oro
insertadas. Las agujas están dispuestas en dos columnas, formando seis líneas de dos
agujas cada una. Una raya de pintura de cinabrio une cada par.
—¿Y el emisor?
Él vaciló; luego tomó aire y continuó:
—El emisor es un bloque de vidrio de sesenta centímetros de lado. Tiene dos
columnas, como el receptor, pero de púas de plata, y sin rayas de pintura.
Habló como lo haría un técnico.
—El emisor se coloca en una corriente Xi. Luego se disponen seis líneas de polvo
de cinabrio entre las parejas de púas. Algunas líneas son enteras y otras partidas,
formando un hexagrama que modifica ligeramente la corriente Xi. Todo receptor que
se encuentre en la misma corriente Xi captará el cambio, y sus líneas de pintura se
partirán si hay aberturas en la correspondiente línea emisora.
La descripción del aparato parecía bastante clara, pero yo no tenía ni idea de
cómo funcionaba ni de qué era una corriente Xi.
—¿Qué sabe sobre esto un médico corriente? —pregunté.
—La medicina es la base de la ciencia —dijo él de la misma manera mecánica en
que yo podría recitar las leyes del movimiento de Aristóteles.
Yo había leído esa frase en varios textos de ciencia taoísta, pero nunca había
creído que lo dijeran en serio.
Para nuestra ciencia, la medicina era un subproducto de la zoología, el estudio de
la vida, y la antropología, el estudio el hombre. Ningún académico podría creer que
un tema secundario tan poco importante pudiera ser la piedra angular sobre la cual
podía edificarse una visión el mundo.
—Guardia —llamé a través de la puerta. Uno de los soldados abrió la pesada

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barrera de acero.
—¿Comandante?
—Que unos esclavos traigan mantas de noche para esta celda.
—Pero comandante, el jefe de seguridad quiere que el prisionero esté a la luz para
que podamos verlo.
—Es una orden —dije, aunque él y yo sabíamos que mi autoridad no se extendía
a las celdas—. Si quiere, haré que el comandante Jasón baje aquí personalmente para
certificarlo.
—Sí, comandante —respondió el guardia, que no quería sufrir las iras de Jasón—.
Lo siento, comandante. Me ocuparé de inmediato.
Liebre Amarilla y yo nos marchamos mientras los esclavos colgaban las mantas
en la celda y el doctor se tumbaba para dormir bien por primera vez en semanas.
Mientras subíamos por el túnel, le hablé a mi guardaespaldas del aparato de
comunicación.
—¿Me ayudará a buscarlo?
—Por supuesto, comandante.
—Se lo agradezco.
—Es mi deber —repuso ella. Pero, a pesar de sus impersonales palabras, el tono
de su voz, o tal vez un atisbo de suavidad en sus brillantes ojos dorados, no lo se,
hubo algo que me hizo creer que ella apreciaba mi gratitud.
—¿Dónde escondería usted en la Lágrima de Chandra una pieza de cristal de
sesenta centímetros? —pregunté, confiando en su conocimiento sobre espías y
espionaje.
—Sólo dos lugares ofrecen suficiente espacio y protección para esconder un
objeto tan grande y frágil —dijo ella—. La caverna de almacenamiento y la granja de
generación espontánea.
Comprobamos primero el almacén, para tener que soportar el hedor de las cuevas
de generación espontánea el menor tiempo posible. Las grandes cavernas de
almacenamiento tenían más de una docena de túneles de entrada repartidos por toda
la nave. Por fortuna, uno de ellos estaba cerca del túnel de acceso a la prisión, así que
no tuvimos que ir muy lejos.
Los esclavos que empujaban carros flotantes cargados inclinaron humildemente la
cabeza pero no dijeron nada cuando recorrimos el túnel lleno de ecos hasta la caverna
perfectamente cuadrada (Ramonojon se había asegurado de ello), de ochocientos
metros de lado.
Escuché el zumbido y el ruido de los esclavos que vivían y trabajaban ahí abajo y
observé las filas y filas de grandes cajas de madera sujetas al suelo con tiras de acero.
Una perfecta ordenación de cubos dispuestos en falanges precisas en torno al pozo
circular situado en el centro de la caverna que daba acceso a la enorme reserva de la
nave.
Clovix estaba sentado cerca de la entrada, hablando con una esclava rubia que

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llevaba dos pesadas cajas de madera sobre los hombros con sorprendente facilidad.
Dejaron de hablar cuando nos acercamos.
—¿Qué podemos hacer para servirle, comandante? —dijo el jefe de esclavos con
aquel acento galo que hacía que incluso la frase más humilde pareciera un insulto.
—Tenemos que registrar los almacenes.
—Comandante, tenemos más de dos mil cajas aquí —dijo él—. La mayoría están
selladas hasta que haga falta lo que contienen. ¿Desea que suspendamos nuestro
trabajo normal para abrirlas?
—Nos apañaremos solos.
—¿He de acompañarlos, tal vez, para ayudarlos a encontrar lo que buscan?
—No, Clovix, vuelve a tu trabajo.
—Humm, sí, comandante.
—Está ocultando algo —me dijo Liebre Amarilla en xeroqui cuando entramos en
la caverna propiamente dicha.
Me eche a reír. Ella me miró sorprendida.
—Por supuesto que está ocultando algo —dije—. Clovix es uno de los esclavos
más corruptos de la Liga Délica. Gana un montón de dinero con el contrabando de
pequeños artículos que vende a mis subordinados.
—¿Por qué no se lo impide?
Su rectitud espartana me hizo sonreír.
—Aprendí hace mucho tiempo que a los subordinados les viene bien creer que
pueden salirse con la suya cometiendo pequeñas infracciones —dije—. Eso les
levanta la moral.
—No es así en el Ejército.
—Pero sí en la Academia —repliqué. Llegamos a una caja de metro y medio cuyo
rótulo indicaba que contenía sacos de harina. Un rápido registro reveló que contenía
sacos de harina.
Pasamos cinco horas caminando de popa a proa, examinando las cajas abiertas y
comprobando las selladas en busca de signos de manipulación. No encontramos nada
aparte de un pequeño alijo de caufí de Atlantea del sur y semillas de koka bajo un
cargamento de dátiles secos. Sin duda Clovix estaba vendiendo las semillas asadas a
mis subordinados por sus propiedades estimulantes.
Dejamos de registrar cuando la grave voz de Pandenos, uno de los navegantes de
Cleón, reverberó en uno de los tubos de comunicación.
—Preparados para velocidad.
Los esclavos se ataron rápidamente a paredes y suelo, y nosotros los imitamos.
Tuvimos que esperar dos dolorosas horas atados a la roca lunar pelada mientras
Pandenos nos acercaba a Hermes.
Después de desatarnos, Liebre Amarilla y yo nos dirigimos al extremo de proa de
la caverna y entramos en el túnel que conducía a la granja de generación espontánea.
Atravesamos un par de pesadas puertas dobles de piedra caliza que habían sido

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enyesadas y limpiadas concienzudamente. Dos ayudantes de laboratorio nos
cubrieron la ropa con grises sábanas de lino y nos indicaron que nos frotáramos la
cara y las manos con un pegajoso aceite coagulante para impedir la sudoración; una
precaución necesaria, ya que unas cuantas gotas de sudor humano vertidas
accidentalmente en una mixtura de generación espontánea podían transformar el
embrión de un cerdo en una rebullente masa de ninfas de luciérnaga.
Los ayudantes nos escoltaron hasta un segundo grupo de puertas dobles y las
cerraron tras nosotros. Al instante nos asaltó una cacofonía de olores, como si una
manada de caballos sudorosos hubiera pasado de estampida por un campo de flores
silvestres y arrasado luego una curtiduría y, finalmente, se hubieran desplomado
agotados en un campo de batalla lleno de cadáveres putrefactos.
Me llevé la sábana a la boca para aspirar su limpio aroma. Liebre Amarilla miró
en derredor, determinada a no dejarse afectar por el miasma de la habitación.
La caverna, de techo bajo, contenía doscientas cajas de cristal reforzado de acero
donde los esclavos granjeros cultivaban el ganado. Muchas de las cajas contenían
mixturas marrón grisáceo de líquido denso que aún no había brotado. En otras se
podían ver los fetos de animales en formación. Y en unas pocas, vacas, cerdos,
ovejas, cabras y pollos crecidos, arañando las paredes, esperando a ser liberados.
Entre las cajas había montañas de estiércol, el componente primario de la vida, y
filas de cajas llenas de los ingredientes que habíamos pedido. La capitana Liebre
Amarilla y yo nos pasamos tres horas registrando aquel hediondo lugar bajo el ojo
vigilante de los granjeros de generación espontánea y los animales a medio hacer. No
encontramos nada.
Cansados y mareados por el hedor, regresamos a mi caverna. Después de que me
lavaran y me ungieran, me fui inmediatamente a dormir, pues no quise comer nada
después de ver tan de cerca cómo se hacía lo que comíamos.
Al día siguiente, fui a visitar a Cleón al hospital. Había pasado la noche en la
cueva de observación y desayunaba con ganas pan y peras cuando entré.
—Comandante —dijo—, debo renunciar a mi puesto. Pero con tu permiso
ayudaré a entrenar a Pandenos para las maniobras circumsolares.
—Tonterías. Quiero que vuelvas a la torre y pilotes esta nave durante el siguiente
periodo de sueño.
—No puedo hacerlo, Ayax —dijo él—. Si pillo el neuma mientras piloto, podría
no reducir la velocidad nunca. Es demasiado peligroso.
—Me he encargado de eso. Alguien te vigilará en todo momento.
—Pero, Ayax…
—Además, tu enfermedad fue inducida.
—¿Qué?
Le conté la teoría de Liebre Amarilla, aunque no mencioné la negativa del doctor
Zi. Lo importante era que Cleón volviera al trabajo.
—¡Intentaron apartarme del cielo! —El rostro de Cleón, normalmente sonriente,

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se llenó de la furia de Ares—. Arrasaré HangXou por esto.
—Sosiega tu corazón —dije—. Recuerda quién eres. Recuerda la pureza de
Pitágoras. Recuerda la armonía de los cielos.
Cleón cerró los ojos y empezó a tararear. Gradualmente, la ira lo abandonó.
—Ayax —dijo—. ¿Puedes hacer que alguien me traiga mi lira? Concédeme una
hora con la lira y estaré preparado para volver a pilotar.
Cleón cumplió su palabra. Sus subordinados me dijeron que no hubo indicios de
que su obsesión regresara y Euripos dijo que su respiración y su balance de humores
eran perfectamente normales. Esperé que hubiéramos asustado al espía y que no
hiciera nuevos intentos contra Cleón. Y esperé que pudiéramos atraparlo antes de que
hiciera alguna otra cosa para poner en peligro la nave.
Durante los cuatro días que la Lágrima de Chandra tardó en llegar a Hermes,
Liebre Amarilla y yo continuamos buscando el comunicador Deambulé por la nave
registrando en los barracones, los dormitorios, y los laboratorios, además de realizar
más inspecciones al azar por la cueva de almacenamiento. No encontramos nada,
pero más tarde me enteré de que la tripulación comentaba entre susurros mi extraña
conducta.
Cleón se acercó cautelosamente al planeta del dios de los mensajeros,
maniobrando con cuidado la nave entre la principal esfera de cristal y las más
pequeñas esferas epicíclicas que daban a Hermes sus pocas excentricidades de órbita.
Después de dos cuidadosas horas deslizándonos a través de los tres kilómetros de
separación entre las esferas llegamos al orbe anaranjado.
Al contrario que la superficie picoteada de Selene, Hermes sólo tiene una cicatriz
en su cuerpo, un tajo de ocho kilómetros de largo que conduce a la base subterránea
de la Liga. Seis años antes me había pasado un año en ese complejo de cavernas
estudiando las propiedades de la materia hermética y observando a los dinamicistas
extraer las naves celestiales de alta velocidad necesarias para volar en órbita baja
sobre el Reino Medio y espiar sus bases militares.
Jasón, que nunca había llegado más allá de la Luna, brindó al ver el planeta y
ofreció una pequeña libación a una de las estatuas de Hermes, agradecido al dios por
la visión.
Poco después de que entráramos en la órbita, las naves celestiales Sandalia de
Mercurio y Vara de Thoth, las dos rojizas y veloces flechas de cuatrocientos metros
de longitud estacionadas permanentemente en la base, llegaron volando desde las
cavernas de su planeta de origen para entregar la materia hermética que
necesitábamos para la red. Ambas naves eran más esbeltas y maniobrables que la
Lágrima de Chandra, aunque, como señaló Cleón celosamente, con nuestros
impulsores de Ares no podían igualar nuestra velocidad.
Mihradario se hizo cargo de las cajas de materia hermética y puso a sus tejedores
a trabajar en el segundo segmento de la red. Prometió tener terminado el trabajo antes
de que llegáramos a Afrodita y consiguiéramos la última partida de materia celeste.

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θ
Más allá de la esfera de Hermes perdimos la reconfortante uniformidad del día y la
noche. La Tierra ocultaba tan raramente el Sol que casi teníamos luz diurna perpetua,
pero veíamos tonos e intensidades de brillo desconocidas en la Tierra. Cuando la
Lágrima de Chandra y el Sol estaban en el mismo cuarto del cielo, la luz de Helios
era tan brillante que teníamos que cubrirnos los ojos con telas para no quedarnos
ciegos. Pero cuando el Sol y la nave estaban en lados opuestos de la Tierra, ocupando
cuadrantes contrapuestos del círculo celeste, disfrutábamos de un pacífico crepúsculo
que duraba horas. A falta de una frase más original, llamamos a esos extensos
períodos de cielo naranja oscuro moteado de estrellas las «largas tardes».
Jasón y yo reelaboramos el horario de la tripulación para que la mayoría estuviera
libre durante al menos parte de esos momentos pastorales. Muchas veces, cuando los
cielos nos tentaban con la llegada de la corta noche, Liebre Amarilla y yo
encontramos a Jasón sentado en la falda de la colina, contemplando a través de los
jirones de luz los planetas exteriores y la esfera de estrellas fijas tras ellos. Hablaba
de los cielos como si fueran un lugar mágico, más allá del contacto del hombre. Era
relajante dejar que su romanticismo barriera los fríos hechos de la uranología;
olvidando órbitas, epiciclos y trozos de piedra celeste para ver con él las joyas de los
dioses adornando la corona del cielo.
Estos acontecimientos me revitalizaron, dándome algo en qué pensar, aparte de la
situación de Ramonojon y el espía a bordo de la nave; pues esos problemas ocupaban
mis pensamientos todas las horas restantes del día. Mis búsquedas por la nave habían
sido infructuosas, y a medida que la primera semana de nuestro vuelo a Afrodita se
agotaba, me di cuenta de que no podría encontrar lo que estaba buscando por los
métodos sistemáticos tan amados por la Academia.
Me volví por tanto hacia los dioses en busca de inspiración. Uno a uno los
consulté a la usanza tradicional desde la creación del hombre. Acudí primero a
Atenea, ofreciendo una libación ante sus estatuas, pero la Sabiduría, aunque era mi
patrona, permaneció distante. Luego supliqué a Apolo, inhalando los ardientes humos
de hojas de laurel, pero ningún oráculo vino a mí. A Hermes le ofrecí un gallo negro
y un collar de oro durante uno de los períodos de oscuridad de la nave, pero el Señor
del Lenguaje no dijo nada. Finalmente, me volví hacia la más peligrosa fuente de
ayuda divina, Dionisos.
Estábamos a siete días de distancia de Hermes, y la Lágrima de Chandra se
encontraba en una de sus raras horas de absoluta oscuridad. Yo estaba sentado en el
suelo de mi cueva, a solas con Liebre Amarilla. Las mantas de noche, echadas,
amortiguaban el brillo plateado. La única luz procedía de las velas de cera de abeja
que había sobre la mesa. No había comido ni bebido agua ni vino durante doce horas.
Me había vestido con una túnica de cuero sin curtir; en mi regazo había un tirso, una
vara de madera envuelta en tallos de parra, y delante de mí tenía una gran jarra de

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barro donde estaba pintada la historia del nacimiento de Dionisos y su dominio de
Tebas. La vasija estaba llena hasta el borde con vino sin mezclar, tan denso que
parecía gelatina.
—Señor del vino —dije, inclinando la cabeza ante la imagen del dios que había
en la jarra—. Jefe de las Bacantes, hijo sagrado nacido del muslo de Zeus, dame el
poder de tu divina manía, bendíceme con la sabiduría de tu frenesí.
Alcé la pesada vasija redonda y serví el fuego de Dionisos en mi mente.
El sabor de la uva en mi boca se convirtió en el olor del arce en los bosques de
Atlantea del Norte. Fui un lobo corriendo por los bosques, cazando algo fuera de mi
alcance; sabía que estaba allí, pero no podía olerlo por el denso hedor de la savia
sangrante. Me convertí en un delfín nadando por los océanos, sintiendo las corrientes
mientras huía de un tiburón. Me convertí en un leopardo, blanco contra las montañas
nevadas, corriendo a través de la nieve recién caída, persiguiendo a la liebre blanca.
Entonces lo encontré, un conejo diminuto que se acurrucaba contra una roca
temblando de miedo y frío. Salté para desgarrarle la garganta, pero el conejo saltó
sobre mí y, con sus frágiles patas delanteras, bloqueó las hojas curvas de mis uñas de
marfil y con sus patas traseras golpeó con fuerza las agudas puntas de mis colmillos.
—¡Ayax!
El férreo dorso de la mano de Liebre Amarilla me golpeó la mejilla,
arrancándome de la visión divina, pero no de la locura de las Bacantes.
La ataqué de nuevo, intentando arañarla con mis garras, abalanzándome con las
manos para atenazar su pecho acorazado, pero ella ya no estaba allí. Liebre Amarilla
me había esquivado y ahora estaba detrás de mí.
Mientras me volvía para enfrentarme a ella, me agarró los brazos y me arrojó al
suelo. Rugí y escupí como un gato furioso, tratando de quitármela de encima, pero
ella se había vuelto tan imposible de mover como el Olimpo; durante media hora me
sujetó hasta que el dios dejó mi mente y me volví humano una vez más.
—Puede soltarme, Liebre Amarilla —dije con la garganta ronca por los rugidos.
Ella soltó su tenaza de hierro y yo me levanté, cuidando de no mover mi dolorida
cabeza demasiado rápidamente.
—Mi agradecimiento, capitana —dije.
—Fui honrada sirviéndole como guardiana —contestó ella—. ¿Le ha bendecido
el dios con alguna comprensión?
—Creo que sí. No he comprendido toda la visión, pero Dionisos decididamente
me ha dado a entender que debo buscar su ayuda.
Una oleada de mareo me cubrió y mis rodillas se tambalearon, pero Liebre
Amarilla me sostuvo antes de que pudiera desplomarme. Con una suave y firme presa
sobre mis hombros, me llevó al lecho y me ayudó a acostarme.
—Comandante —dijo, manteniendo el tono de voz piadosamente bajo—. Le he
ayudado en sus registros tal como me ha pedido.
—Pero ¿lo ha hecho con todo su corazón?

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Tomé un sorbo de agua del cuenco que había junto a mi lecho. No despejó mis
pensamientos, pero suavizó mi garganta. Había rugido durante mucho tiempo
mientras era un leopardo.
Liebre Amarilla no dijo nada durante varios minutos mientras yo permanecía
tendido, los ojos cerrados, sintiendo mi pulso correr por mis sienes como las olas del
océano por un estrecho rocoso.
Por fin, habló.
—No, Ayax, no he dedicado todo mi corazón a su búsqueda del otro espía.
—¿El otro espía?
—Sigo creyendo que Ramonojon es agente del Reino Medio. La enfermedad del
navegante celeste Cleón sólo demuestra que hay otro.
—¿Por qué no puede creer que no hay más que un espía? —dije, y de inmediato
lamenté la vehemencia de mis palabras—. ¿Por qué insiste en creer en la culpabilidad
de Ramonojon?
—Las pruebas contra él siguen siendo válidas.
—¿Y si hubiera otra explicación de las pruebas? —pregunté, tentativamente.
—Dígame cuál es.
Y ahí se encontraba mi dilema.
No podía decirle por qué Ramonojon era inocente; pero el dios había dado a
entender que yo necesitaba la ayuda de Liebre Amarilla para demostrar su inocencia.
Entonces Atenea me susurró a través de la bruma de Dionisos. La diosa me
recordó que había cosas que convencerían a una espartana tan pura como Liebre
Amarilla y no moverían a un alma menor.
Mis piernas casi cedieron bajo mi peso cuando me levanté y adopté la postura
más erguida que pude. Luego, con cuidado, me cubrí el corazón con ambas manos.
—Yo, Ayax de Atenas, juro ante Zeus todopoderoso que poseo pruebas que
exoneran a Ramonojon de la acusación de espía.
Liebre Amarilla me miró con el ceño fruncido, mezcla de respeto y preocupación.
—¿Por qué no le ha mostrado esas pruebas a Jasón?
—Como comandante militar de esta nave —dije—, Jasón tiene deberes que se
sentiría obligado a cumplir aunque personalmente esté en desacuerdo con ellos.
Liebre Amarilla se inclinó hacia delante, los brillantes ojos ardiendo de
comprensión.
—¿Qué crimen ha cometido Ramonojon?
—No puedo decirle eso —contesté, complacido por la rapidez de su mente—.
Pero juro que esa ofensa no impedirá que el Ladrón Solar tenga éxito. Le juro ante la
laguna Estigia que al intentar ayudar a Ramonojon he buscado cumplir hasta el
último mis propios deberes.
—Ayax de Atenas —dijo Liebre Amarilla, desenvainando la espada y
colocándose la punta delante del rostro—. Me pongo a sus órdenes en este asunto y
las obedeceré mientras no pongan su vida en peligro.

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Extendí las manos y envolví las suyas y la empuñadura de la espada.
—Liebre Amarilla de Esparta, la acepto a mi servicio.
Retiré las manos y ella envainó la espada. Las últimas gotas de fuerza huyeron de
mis músculos y me desplomé en el lecho. Liebre Amarilla se acercó a la mesa para
apagar las velas. La oscuridad total suavizó el latido de mi cabeza mientras me
sumergía en el sueño. Esa noche soñé con delfines y con las profundas corrientes del
océano.

A la mañana siguiente, bajé a la cueva hospital para recibir una inyección de humor
jovial con el que despejar mi resaca. Euripos me introdujo la caña en el brazo, pero
en vez de hacerme las habituales advertencias sobre entregarme a esa sensación
artificial de felicidad, murmuró maldiciones en voz baja, en una mala caricatura del
acento mediano.
—¿Qué estás haciendo, en nombre de Hermes? —pregunté cuando mi cabeza se
despejó.
Una mueca amarilla quebró el tramado de arrugas de su rostro.
—Tengo un papel en una comedia. Hago de alquimista mediano que pretende
desarrollar un nuevo explosivo.
Alcé una ceja.
—No sé por qué pero no te imagino en una comedia.
—No te hagas el sorprendido —dijo él—. Hubo una época en mi juventud en que
actué muchísimo. Creo que tenías unos dos años de edad y vivías con tu madre en
Tiro. Tu padre estaba destinado en una guarnición cerca de la margen superior de la
orilla este del Mississipp. El terreno era pantanoso y, como médico de la compañía, vi
un montón de enfermedades desagradables. No creerías la cantidad de enfermedades
que causa el mal aire de los pantanos.
—¿Qué hay de tus actuaciones? —dije, pues no tenía la fuerza mental para
soportar otra historia de guerra con mi padre como protagonista.
—Bueno, el trabajo era muy aburrido. Tu padre organizó juegos de atletismo,
naturalmente, pero llega un momento en que incluso los soldados más aplicados
necesitan algo que ejercite su mente. Así que, a regañadientes, nos permitió que
representáramos obras.
—¿Comedias?
—Por supuesto. A tu padre no le gustaba, pero sabía que era bueno para la moral.
En una ocasión hice de Sócrates en Las nubes, de Aristófanes.
—Por favor, no menciones esa obra —dije. A ningún académico le gusta que le
recuerden semejante mofa.
—Mis disculpas, comandante.
El anciano guardó silencio. Siempre le molestaba que le recordaran que el niño
que antaño rebuscaba en su bolsa de medicinas por pura curiosidad era ahora su

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superior.
—Tengo ganas de ver tu actuación —dije para resarcirlo, y fui recompensado con
una sonrisa de agradecimiento. Mientras salía de la cueva, advertí para mi sorpresa
que en efecto quería ver la obra. Mi mente se había liberado de la carga de la
constante preocupación con el regalo que Liebre Amarilla me hizo de su servicio. No
sólo me había liberado para pensar en otras cosas, sino que había reforzado mi
esperanza de que podría exonerar a Ramonojon, guiar al Ladrón Solar al éxito y, a
partir de ahí, cumplir los planes de los arcontes para ganar la guerra.
Abrumado por esta sensación de felicidad, decidí buscar más aliados. Recogí a
Liebre Amarilla y fui a ver a Mihradario.
Encontramos al inteligente persa en su laboratorio, sentado ante su escritorio,
contemplando la figura de Alejandro que brillaba en su pared. Mihradario golpeaba
con tanta fuerza el pergamino lleno de cálculos con el astil de la pluma que las barbas
se estaban estropeando.
Tosí, y él dio un brinco en el banco.
—Comandante, eres tú. Me has sobresaltado. Lo siento, no he terminado los
cálculos del remolque solar; espero que no necesites las cifras inmediatamente.
—No, Mihradario —dije—. No he venido por tu trabajo. Quiero hablar contigo
de Ramonojon.
El persa me ofreció un taburete y un cuenco de vino. Acepté lo primero pero
rechacé lo segundo.
—¿Qué hay de Ramonojon? —preguntó Mihradario.
Me froté los labios con la yema de los dedos, esperando discernir las actitudes de
Mihradario en su rostro, y fracasando.
—No es ningún espía.
Mihradario torció el gesto y soltó dos carcajadas.
—Ése es el secreto peor guardado de esta nave. —Miró a Liebre Amarilla por
encima de mi hombro y bajó la voz—. Sólo los militares pueden ser tan estúpidos
como para creer que Ramonojon sea un asesino.
El vello de la nuca se me erizó al escuchar el insulto hacia mi guardaespaldas,
pero mantuve la calma porque quería ganarme la ayuda de Mihradario en vez de
discutir con él.
—Entonces, ¿quién crees que es el espía? —pregunté.
—No creo que haya ninguno —dijo él, tomando un sorbo de su cuenco—. Creo
que los medianos han desarrollado un aparato que les permite observarnos desde
larga distancia. Un instrumento semejante les permitiría orquestar los ataques a esta
nave y los atentados concretos a tu persona.
—No —dijo Liebre Amarilla.
Mihradario y yo nos volvimos bruscamente a mirarla. Aquella negación directa,
«No», sin ninguna explicación que la acompañase, era contraria a los modos de la
Academia. El persa alzó una ceja en dirección a mi guardaespaldas, como para

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preguntar a la ruda espartana qué hacía interrumpiendo un discurso ateniense.
—Explique esa aseveración, capitana —dije.
—Si los medianos tuvieran un aparato semejante, lo usarían para orquestar
emboscadas a nuestros ejércitos, o ataques a nuestras ciudades indefensas, no para
asesinar a nuestros líderes.
—En cualquier caso —dije yo—, ese aparato no explicaría las piezas de
tecnología mediana halladas en esta nave, ni la enfermedad de Cleón.
—¿Explicarla? —dijo Mihradario—. ¿Por qué necesita explicación la
hiperclaridad de neuma?
Le conté la idea de Liebre Amarilla sobre la fuente de la enfermedad, recalcando
que era idea suya.
Mihradario alzó los brazos, desalentado.
—Tal vez la capitana tenga razón, pero ¿quién puede asegurarlo? Especular sobre
la ciencia taoísta es fútil.
—Lo sé —dije yo—. Pero tenemos muy poco para continuar. —Hice una pausa,
pero él no dijo nada, así que continué—: Mihradario, me gustaría contar con tu ayuda
en este asunto.
—Comandante —respondió él, alisándose las mangas—, Ramonojon y yo nunca
hemos sido muy amigos, pero si hay algo que pueda hacer para ayudarte, te doy mi
palabra como ateniense de que lo haré.
—Gracias, uranólogo jefe —dije—. Quiero que hables con tu personal y
averigües si alguien ha advertido alguna actividad extraña en esta nave.
—Ahora mismo, comandante —contestó él, y nos acompañó a la salida de su
laboratorio.
Pasé los días siguientes hablando con científicos, soldados y esclavos sobre
Ramonojon, buscando información y aliados. Los que lo conocían bien pensaban que
era imposible que fuera un espía, pero todos reconocían que había estado actuando de
un modo extraño; el resto de los tripulantes estaban tan agradecidos de que la
amenaza en su seno hubiera sido neutralizada que no querían creer que se hubiera
cometido un error. No obtuve ninguna ayuda útil por parte de ningún grupo, ni nadie
me informó de ninguna peculiaridad importante.
Al final de esas entrevistas, mi esperanza no era ya un fuego brillante sino unas
pobres ascuas. Mi tristeza debía ser obvia, pues Liebre Amarilla me habló al respecto.
—Comandante —dijo—, he descubierto muchas cosas sobre nuestro desconocido
espía.
—¿Y que ha descubierto?
—Que está lo suficientemente bien colocado en la Lágrima de Chandra para
poder desviar y distraer a toda la tripulación, incluidos a los comandantes de la nave.
—Quiere decir que el espía es miembro del equipo de mando.
—No necesariamente —dijo ella—. Un esclavo bien situado podría hacer lo
mismo; igual que algunos oficiales del Ejército, los capitanes de la guardia, incluso

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un funcionario bien situado podría hacerlo. Pero cuanto más descubrimos, más cerca
estoy de averiguar quién es.
—Gracias, capitana —dije, complacido por la solidez de su razonamiento—. Un
análisis sucinto.
Esa noche iban a representarse las obras y fui a verlas con el espíritu animado por
las palabras y la presencia de Liebre Amarilla.
La representación tomó la forma clásica de una tragedia en tres actos seguida de
una comedia en uno. La trilogía dramática era una obra de doscientos años de
antigüedad titulada El asedio de Persépolis, y contaba en forma semimítica un
acontecimiento que tuvo lugar unos trescientos años antes de que fuera escrita.
La tragedia había sido seleccionada inocentemente por uno de los capitanes de la
guardia debido a su mensaje espartano: «¡Los que estamos a punto de morir lo
haremos valientemente, dándolo todo por nuestro pueblo!»; pero mis ojos de
historiador vieron la actuación de forma muy distinta. De hecho, a medida que la obra
avanzaba, empecé a darme cuenta de que era un ataque velado a la nobleza de los
soldados. Los apagados gruñidos a mi izquierda me hicieron comprender que la
capitana Liebre Amarilla veía lo mismo que yo; una vez más me impresionó la
claridad con que captaba todo lo militar.
Mis sospechas despertaron en una de las primeras escenas, en la primera parte de
la trilogía. Jantipos, el gobernador militar espartano de Persépolis, sale de la ciudad
para parlamentar con T’Sao T’Sao, el general mediano, cuya captura de esa ciudad lo
lanzó al camino para convertirse en Hijo del Cielo. La mayoría de las obras helenas
sobre T’Sao T’Sao lo retratan como un monstruo cuya maldad estaba más allá de la
comprensión de los hombres, pero esta obra pinta un retrato muy humano.
Durante la conferencia Jantipos intenta convencer a T’Sao T’Sao de que
abandone el asedio. El debate entre los dos generales se convierte rápidamente en un
intercambio de citas de Alejandro. El gobernador es incapaz de replicar cuando T’Sao
T’Sao cita, palabra por palabra, las justificaciones de Alejandro ante el último
emperador persa cuando nuestro héroe conquistó su país. Expresiones como «lo
inevitable del destino», «el claro favor de los dioses» y «la gloria de la victoria»
resonaron en el anfiteatro mientras el actor con la máscara amarilla representaba al
futuro emperador del Reino Medio.
La segunda parte consiste casi en su totalidad en una serie de discusiones entre el
espartano Jantipos y el gobernador ateniense de la ciudad, cuyo nombre no se
recuerda. Los debates se van volviendo cada vez más acalorados mientras les va
quedando claro a ambos que Persépolis será tomada. A la mitad, el ateniense le
implora al espartano que permita la rendición, pero Jantipos hace repetidas
referencias a Leónidas y los Trescientos de las Termópilas. Las líneas del general
estaban escritas con la suficiente ligereza para hacerle parecer un loco cegado por
Ares en vez de un hombre valiente que acepta la muerte según las mejores tradiciones
de su patria.

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La trilogía termina con un duelo singular entre T’Sao T’Sao y el gobernador
militar, que acaba con la muerte del espartano. Apuñalado en el pecho, Jantipos se
arrodilla en el escenario y suelta su monólogo final durante casi cinco minutos. Su
soliloquio expresa su firme convicción de que dejar que la ciudad sea saqueada y sus
ciudadanos pasados a cuchillo le asegura un lugar como héroe en el Olimpo. T’Sao
T’Sao ordena que su cuerpo sea expuesto para que los pájaros lo picoteen, y luego
ordena a sus doctores que atiendan a los supervivientes de ambos bandos.
Naturalmente, el general fue declarado héroe; contuvo a T’Sao T’Sao durante el
largo año de asedio, y al hacerlo retrasó al general mediano lo suficiente para
impedirle que alcanzara el Peloponeso antes de tener que volverse para ocupar el
trono del Reino Medio.
Después de este velado sarcasmo dramático, disfrutamos de la comedia en la que
actuaba Euripos. Era una pieza breve con sólo dos protagonistas: un par de
alquimistas taoístas. La obra era una comedia agradable y sin pretensiones. Las
explosiones se sucedían en el escenario mientras los dos protagonistas trataban de
superarse el uno al otro creando bombas que sembraran el caos entre los soldados
helénicos que permanecían fuera del escenario. La obra terminaba con un enorme
despliegue de pirotecnia; los alquimistas saltaban volando a los cielos y allí se
reunían con un dios mediano que se ofrecía a enseñarles a hacer explosiones
realmente grandes.
Liebre Amarilla se negó a dejarse alegrar por aquel despliegue humorístico y
regresó gruñendo a mi cueva.
—Si la opinión de un ateniense sobre asuntos militares sirve de algo —dije
mientras nos disponíamos a dormir, yo en mi lecho y ella en las mantas del suelo—,
no creo que la valentía de Jantipos fuera realmente estupidez.
Ella volvió hacia mí los soles gemelos de sus ojos y sonrió:
—Gracias, Ayax. Y yo no creo que la inteligencia del gobernador ateniense fuera
realmente cobardía.

Cuatro días más tarde llegamos a la esfera de Afrodita y desaceleramos para


acercarnos al planeta verdigris. Jasón y yo contemplamos la maniobra de
aproximación desde lo alto de la colina, ofreciendo libaciones de vino con miel a la
diosa del amor.
Cleón nos guió cuidadosamente a través de la maraña de los epiciclos de Afrodita
hacia nuestro encuentro previsto con el Collar de Ishtar, la nave minera que traía
nuestra carga de materia afrodítica para la red.
Después de una hora de maniobras nos internamos en la esfera de cristal y
llegamos al otro lado de Afrodita. Allí, en el ecuador del planeta, había una diminuta
cicatriz grabada en su cuerpo y oculta de la visión terrestre con modestia virginal.
Tres kilómetros por encima de ese punto la nave que supuestamente cubría la cicatriz

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se separó de ella.
Pero en vez de una nave celeste, vimos que se trataba de siete fragmentos
irregulares de roca verde que flotaban en perfecta sincronía con el planeta de debajo.
—Han sido atacados —dijo Liebre Amarilla.
—Imposible —contesté yo—. Tiene que haber sido un accidente. Los medianos
nunca han viajado más allá de Selene.
Pero en aquel momento una enorme sombra de seda salió de detrás de uno de los
fragmentos para desmentir mis confiadas palabras. Era la cometa de combate más
grande que hubiese visto jamás, un dragón sin alas de doscientos metros de largo con
lanzas Xi de plata asomando por toda su espalda azulina, y una boca roja llena de
fuego increíblemente líquido. Su contorno fluctuó extrañamente en la mezcla de luz
verde del planeta y el brillo plateado de la Lágrima de Chandra. El resplandor nos
impedía saber exactamente dónde estaba la cometa, pero definitivamente se dirigía
hacia nosotros.
—¡Al suelo! —gritó Liebre Amarilla, empujándome tras la estatua de Alejandro.
Jasón y ella se escudaron detrás de la estatua, flanqueándome, y sacaron sus
lanzadores.
Nuestros cañones superiores abrieron fuego, lanzando a través del aire rarificado
una andanada de tetras contra el cuerpo de la cometa dragón. Docenas de agujeros
aparecieron en la nave enemiga, pero siguió volando. El vientre de seda del dragón se
abrió para revelar el esqueleto de bambú que había debajo. Colgando de los
arqueados huesos de madera de la cometa había docenas de bultos verdes; a la
titilante luz parecían pergaminos enrollados de dos metros y medio de largo. Los
bultos cayeron del dragón y cada uno se convirtió en una cometa de un solo hombre
en forma de murciélago de jade. Los enjambres de aparatos sobrevolaron nuestro lado
de babor, disparando sus lanzas Xi al unísono contra nuestras baterías de cañones.
Los cilindros de metal empezaron a retorcerse como si unas enormes manos
invisibles los estuvieran aplastando.
La cola de la cometa principal se abrió como una flor y de ella saltaron
escuadrones de hombres, cayendo de manera increíblemente lenta hacia el centro de
la Lágrima de Chandra. Mientras descendían, lanzaron pequeñas estrellas de metal
que volaban demasiado rápido y atravesaban las armaduras de nuestros soldados
como las guadañas cortan el trigo. La boca del dragón vomitó enormes bolas de fuego
que explotaron a babor, fundiendo los retorcidos cañones evac y convirtiéndolos en
fragmentos de oro y acero.
Nuestros soldados subieron corriendo la colina para apoyar a Jasón y Liebre
Amarilla justo cuando los primeros medianos llegaban al patio. Ambos bandos
abrieron fuego de inmediato, llenando el aire de estrellas y tetras. Liebre Amarilla
mató a cuatro enemigos con su lanzador antes de que la alcanzaran, y entonces
desenvainó su espada y se enzarzó en una lucha cuerpo a cuerpo.
Apuñaló a un hombre en la garganta y se replegó para colocarse entre mí y los

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otros tres. Jasón se situó en paralelo, abatiendo al enemigo con precisión y calma
espartanas.
Uno de los medianos gritó una sola palabra en su lenguaje:
—¡Sangre!
Cuatro guerreros que se habían mantenido a distancia lanzaron cuatro grandes
estrellas de acero contra Jasón. Mi co-comandante las vio venir, se tiró al suelo y
rodó, pero el mediano que había dado la orden apuntó con una lanza Xi de mano a las
estrellas volantes. Cuando estaban a punto de pasar inofensivamente sobre él, los
proyectiles giraron de un modo imposible en el aire y cayeron, perforando el pecho y
la cabeza de Jasón.
Solté un grito y eché a correr hacia el mediano que había dado las órdenes, pero
Liebre Amarilla me empujó a un lado y atravesó el corazón del hombre. Cayó tan
silenciosamente como lo había hecho Jasón.
Llegaron refuerzos… los nuestros, gracias a Ares y Atenea. Expulsaron a los
medianos de la colina con una coordinada andanada de tetras. Corrí hasta Jasón y me
arrodillé. Todavía respiraba, pero tenía los ojos cerrados y su respiración era
entrecortada. Liebre Amarilla ordenó a los soldados que rodearan la cima de la
colina. Luego quitó metódicamente a Jasón el casco y la armadura, arrancó las
estrellas de su cuerpo y le vendó las heridas.
Obligándome a recordar mi deber, me aparté de Jasón para supervisar la batalla.
El dragón había llegado hasta la proa de la nave, haciendo cabriolas y enroscándose
para esquivar las descargas de los cañones delanteros. La cabeza de la cometa
escupió de nuevo fuego y el anfiteatro explotó. Como si eso fuera una señal, los
escuadrones de murciélagos dejaron sus ataques individuales y viraron para seguir a
su madre, convergiendo sobre la torre de navegación.
—¡Proteged la torre! —grité a nuestros soldados desde la colina—. ¡Salvad a
Cleón!
Pero no tendría que haberme molestado. Mientras gritaba mis órdenes, apareció
una línea de luz dorada que clarificó el aire a nuestra derecha con el despliegue de los
impulsores primarios de estribor. Un halo amarillo se alzó para cubrir la banda de
estribor de la nave mientras diez bolas de ascenso emergían de babor. La voz de
Cleón resonó por toda la nave.
—Agarraos.
—¡Liebre Amarilla, sujeta a Jasón! —grité al darme cuenta de lo que Cleón
estaba haciendo. Los dos nos agarramos a la base de la estatua de Aristóteles y
apretamos el cuerpo de mi co-comandante contra el nuestro.
Impulsada por el desequilibrio del aire rarificado, la Lágrima de Chandra
describió un rápido cuarto de círculo, hasta que el puente quedó perpendicular en vez
de paralelo a la superficie de la Tierra. La nave, al girar, aplastó las pequeñas cometas
como si fueran otras tantas moscas y destrozó con nuestro costado de babor la cabeza
del dragón. El esqueleto de bambú se hizo pedazos bajo la fuerza de giro de la piedra

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lunar.
Sin la masa de roca lunar para sostenerlos, docenas de tripulantes quedaron en el
aire, incapaces de agarrarse a ningún punto de apoyo. Flotaron un segundo y luego,
atrapados por su movimiento terrestre natural, cayeron de la nave. Unos momentos
más tarde sus cadáveres se aplastaron contra la esfera de Afrodita, manchando la
pureza de la diosa.
Grite por la tensión de agarrarme de tal manera contra la naturaleza, pero Liebre
Amarilla me sujetó, y su fuerza bastó para los tres.
El cadáver de la cometa dragón quedó congelado en el espacio un buen rato,
sujeto todavía por el misterioso poder que le permitía volar desafiando todas las leyes
conocidas de la física. Luego ese poder falló y el cuerpo destrozado cayó a pico a
través del aire rarificado, rompiendo la mitad de nuestros impulsores de estribor antes
de unirse a sus hijos como basura celeste.
Desaparecido el enemigo, Cleón recogió las bolas de ascenso de estribor y los
impulsores restantes mientras desplegaba simultáneamente sus contrapartidas de
babor. La nave se meció de nuevo y se enderezó. Cleón recogió rápidamente todas las
bolas y varas en el cuerpo de la Lágrima de Chandra antes de que la nave oscilara
hacia el otro lado.
Liebre Amarilla y yo soltamos la estatua y llevamos a Jasón al hospital de
Euripos, cruzando un campo plateado salpicado de trozos de acero, seda, sangre y
huesos. El túnel de acceso al hospital estaba lleno de soldados heridos que eran
atendidos por los médicos y esclavos del hospital. Liebre Amarilla y yo nos abrimos
paso a través de la abarrotada caverna hasta la cueva de cirugía.
—¡Euripos! —grité.
El doctor salió corriendo del pabellón.
—Atiende a Jasón —dije.
—Sí, comandante.
El viejo médico romano llevó a Jasón al pabellón privado y se puso a trabajar.
Había visto demasiadas batallas para perder el tiempo con palabras.
Colocó a Jasón en una plancha de mármol cubierta con un grueso paño de lana.
Entonces le inyectó una pluma entera de humor sanguíneo y esperó a que su
respiración se hiciera regular. Luego sacó de un panel dos largos tubos de goma con
puntas de oro-fuego, retiró los vendajes improvisados que Liebre Amarilla había
atado alrededor del pecho de Jasón y cauterizó las heridas con rápidos picotazos de
las agujas; de la mesa se levantó una vaharada de humo con olor a sangre.
Euripos cosió piel humana generada espontáneamente sobre los agujeros en la
carne de Jasón y vertió sanguíneo en las suturas para acelerar la curación. Retiró las
vendas del cráneo y estudió las heridas.
—¿Cómo está? —pregunte, incapaz de soportar la duda del silencio.
—No tiene buen aspecto —respondió el—. Por favor, márchate para que yo
pueda trabajar.

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Liebre Amarilla y yo regresamos a la superficie de la nave. Cuando
atravesábamos los pabellones, los soldados que estaban conscientes hicieron todos la
misma pregunta, no importaba cuáles fueran sus propias heridas.
—¿Cómo está el comandante?
—Vivo —respondí, esperando que permaneciera así.
Para cuando conseguimos llegar a la superficie, los dinamicistas e ingenieros
habían sacado las pesadas grúas y alisadores de la cueva de almacenamiento y las
estaban empleado para retirar los escombros y arreglar las grietas de los edificios. El
anfiteatro era un completo caos, pero me pareció que nadie volvería a estar de humor
para representaciones.
Dos líneas de pensamiento lucharon por mi atención. ¿Iba a vivir Jasón? Y ¿cómo
consiguió una cometa de combate atravesar las patrullas de las esferas de Selene y
Hermes? Pero no tuve mucho tiempo para pensar en eso porque una persona tras otra,
todos acudían a mí en busca de órdenes. ¿Qué debía ser arreglado primero? Las
baterías y los impulsores. ¿Qué debía hacerse con los cadáveres? Llevarlos a la cueva
de almacenamiento; celebraríamos juegos funerarios por ellos cuando tuviéramos la
lista completa de bajas, y así sucesivamente.
Anaximandro y Cleón me encontraron junto a la estatua de Aristóteles, repasando
los daños de la nave. La armadura del jefe de seguridad tenía dos tajos en los lugares
en los que las estrellas lo habían alcanzado. Su casco había desaparecido, y llevaba la
espada partida en dos. La túnica de Cleón estaba desgarrada y se le notaban
magulladuras en los brazos y el pecho.
Cleón corrió hacia mí, retorciendo las manos.
—Ayax, te juro que fue la única opción que me quedó para proteger la nave.
Lamento lo de los soldados. Creo que la manía no se volvió a apoderar de mí. Fue lo
único que pude hacer.
—Has hecho bien, Cleón —dije—. Salvaste la Lágrima de Chandra, hiciste lo
que había que hacer.
—Gracias, Ayax.
Me volví hacia Anaximandro.
—¿Cuáles son los daños, jefe de seguridad?
—La mitad de los soldados han muerto. La mayoría de los supervivientes están
heridos. Siete científicos y unos veinte esclavos cayeron por la borda también.
—¿Cuáles son los daños estructurales?
Anaximandro comprobó una de sus listas.
—La batería de babor ha desaparecido. Tendremos que mover algunos de los
cañones para compensarlo. Hemos perdido una cuarta parte de los impulsores
primarios…
—Podemos arreglar eso —dijo Cleón.
—Encárgate de ello, navegante jefe.
—Sí, comandante.

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Anaximandro continuó:
—Los almacenes sólo han sufrido daños menores, pero la mitad de los animales
de generación espontánea han muerto. Mihradario dice que la red no ha recibido ni un
rasguño, y ha enviado algunos de nuestros trineos lunares a recoger la materia
afrodítica de los restos del Collar de Ishtar.
—¿Qué hay de Ramonojon?
Anaximandro hizo una mueca.
—El traidor ha sufrido unas cuantas magulladuras menores, nada más. Pero uno
de los soldados enemigos entró en la otra celda y mató a ese médico mediano.
Hizo una pausa, y contempló la caverna hospital desde la colina.
—¿Cómo está el comandante?
Puse mi mejor cara de espartano, pues no quería que Anaximandro viera mi
tristeza ni mi ira.
—Euripos sigue operando, pero no tiene demasiadas esperanzas.
Anaximandro se enderezó y echó hacia atrás los hombros. Sus ojos brillaron con
confianza mientras miraba al Sol por encima de nuestras cabezas.
—Como segundo de Jasón, asumo entonces el cargo de comandante militar de la
Lágrima de Chandra.

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ι
Anaximandro echó a andar, ladrando órdenes. En ese momento, cometí un error fatal.
Supuse que la tropa apreciaría la gran diferencia que había entre su antiguo
comandante y el nuevo, y que verían a Anaximandro como Liebre Amarilla y yo lo
hacíamos. Pero no comprendí cuánto habían aterrado a los soldados el ataque y la
falta de mando. No acerté a comprender que su necesidad de liderazgo militar
superaba con creces su habilidad para juzgar el valor de un líder.
Liebre Amarilla lo sabía, por supuesto, pero no hablé con ella al respecto, y ella
no podía decir nada que minara la disciplina del Ejército.
Así, en vez de aprovechar el momento en que hubiese podido, saltándome toda la
tradición délica, cruzar el abismo que separaba la autoridad científica de la militar y
tomar el control pleno de la Lágrima de Chandra, permanecí en mi lado de la
división y esperé a que hubiera noticias de Jasón.
Me quedé en mitad del patio, contemplando a las cuadrillas de hombres y
máquinas despejar los escombros de carne y piedra. No di ninguna orden durante las
horas de espera, pero varias veces capté la mirada de un ingeniero o un dinamicista
comprobando indolente la integridad estructural de una columna o dirigiendo
aturdido a los esclavos para que retiraran los restos destrozados de un tripulante. En
esos momentos, el recuerdo de Jasón se alzaba en mis pensamientos, y, a través de la
luz que pasaba entre mis ojos y el obrero transido de pesar, le enviaba un poco del
espíritu de resolución espartana de mi amigo herido. Entonces los ojos del hombre
brillaban, no de alegría, sino de determinación, y regresaba a su tarea con renovado
vigor.
En algún momento durante mi vigilia el Sol pasó directamente por encima, y por
primera vez en mi vida vi a Helios solo en mitad del brillante cielo de miel. Entre el
fuego celeste y yo no se interponían más que ciento veintiocho mil kilómetros de aire
vacío; ninguna esfera de cristal se plantaba en el camino para protegerme de la lluvia
de luz y calor.
El dios Sol atrapó mis ojos, quiso que lo mirara mientras me quemaba con sus
lanzadas; quería recordarme la soberbia de Prometeo, de la pena infligida a quien
intentara robar el fuego del cielo. Pero yo hacía tiempo que me había preparado para
este momento. Ordené a los esclavos que no estaban limpiando la nave que
distribuyeran los atuendos protectores solares a la tripulación. El propio Clovix nos
trajo a Liebre Amarilla y a mí unas gafas de cristal ahumado verdes para proteger
nuestros ojos del abrumador resplandor de la luminaria universal y albornoces que
habían sido reforzados con alambres de plata-aire para mantener nuestros cuerpos
fríos bajo el bombardeo de fuego atómico.
Protegido por las invenciones del hombre, me volví para enfrentarme al Sol.
—No eres el dios —le dije al fulgurante orbe, y miré directamente sus fuegos
sometidos, convertidos por el cristal de amarillo puro a un oscuro verde-anaranjado

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—. Eres materia, no espíritu. No eres sagrado. No hay ningún sacrilegio en tomar
parte de ti.
Pero incluso mientras pronunciaba estas palabras, sabiendo que pretendía
tranquilizarme con ellas, mi mente se llenó de visiones de Selene, cubierta de
cicatrices, y mi voz flaqueó. ¿No era él Helios, no era el Sol el cuerpo del dios?
Preguntas nunca planteadas en la Academia, nunca tratadas en los estudios de
uranología, vinieron a mí y, por primera vez, pensé en ordenarle a Cleón que dirigiera
la nave de regreso a la Tierra.
Pero entonces miré a Liebre Amarilla, que contemplaba el Sol no de manera
desafiante, sino con confianza. Y supe que si ella consideraba su deber asaltar el
propio Olimpo, así lo haría. Y yo no podía hacer menos.
Estaba a punto de hablarle cuando la voz de Euripos entró en mis oídos
protegidos desde atrás.
—Jasón vivirá.
Todas mis preocupaciones sobre dioses y hombres se fundieron en el alivio que
sentí al oír estas palabras. Me volví a mirar al viejo médico romano. No vi su
expresión tras los ropajes y las gafas, pero su túnica blanca estaba manchada con su
propio sudor seco y la sangre de Jasón; debía de haber estado operando todo el
tiempo que yo había permanecido silencioso en el patio.
—Que Apolo te bendiga, viejo —dije, y extendí la mano para estrechar las suyas
y darle las gracias, pero él se apartó.
—¿Cuándo podré hablar con Jasón? —pregunté.
Euripos se sentó en el suelo, donde la plata de la nave había sido convertida en la
oscuridad total de la Luna nueva por el resplandor del Sol.
—He dicho que vivirá, Ayax, pero Jasón está en coma. Podemos suministrarle
humor sanguíneo y darle de comer a la fuerza para que no se muera, pero podrían
pasar semanas antes de que despierte. Si despierta. Sabemos tan poco sobre el
coma…
—Haz lo que puedas por él, Euripos —dije—. Lo necesitamos de vuelta.
—Sí, comandante… Ayax… yo… —Me miró. No sé qué vio aquel anciano al
que yo conocía desde que nací tras el lino y la máscara de cristal que cubrían mi
rostro, pero fuera lo que fuese, lo asustó—. Permiso para regresar al hospital, señor.
—Concedido —dije, y regresó presuroso a su cueva.
En coma. No estaba vivo, no podía hablar ni dar órdenes, ni tocarme con su voz.
Y no estaba muerto, no se le podía llorar, ni alabar con juegos funerarios, ni podría
venir a hacer advertencias en las ceremonias chtonianas. Estaba completamente fuera
de mi alcance, en cuerpo y espíritu.
Uno de los esclavos se me acercó. Se secó las manos sucias en el taparrabos e
hizo una rápida reverencia.
—Comandante —dijo, evitando mirarme a los ojos—, tenemos un problema. Las
estatuas de la divina Atenea en las puertas de la colina. Las tres resultaron dañadas en

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el ataque. Los ingenieros dicen que se caerán en cuanto la nave acelere. Pero…
—Comprendo —dije, alzando una mano para hacerlo callar—. Manda a alguien
que traiga mi túnica sacerdotal, un paño de lana virgen y una jarra de agua pura.
—Sí, comandante.
—¿Ayax? —dijo Liebre Amarilla, con una voz extrañamente insegura.
—¿Sí?
—¿Puede desconsagrar las estatuas solo?
Solo. Sin Jasón, sin mi hermano en los deberes sacerdotales. Pero ¿qué otra
opción tenía? Lo adecuado habría sido contar con la ayuda de su sucesor. Pero…
—No permitiré que ese necio de Anaximandro borre los ojos de la Sabiduría —
dije en voz alta.
—¿Puede ayudarle alguien más? —preguntó Liebre Amarilla.
—¿Qué tal usted misma? —pregunté. La perspectiva de realizar un servicio
divino con Liebre Amarilla a mi lado me llenó de la primera alegría que sentía desde
el ataque.
Pero ella negó con la cabeza.
—Nunca he realizado tareas sacerdotales.
—¿Cómo? ¿Una oficial espartana que no se ocupa del trabajo sacerdotal? Eso es
inaudito.
—No puedo tener una segunda manera de estar cerca de los dioses —dijo Liebre
Amarilla, y vi a los dioses de la guerra alzarse en orden de batalla detrás de ella,
defendiendo la pureza de su contacto con ellos. Entonces comprendí: para que ella
empuñara el puñal del sacrificio, para que dijera las oraciones rituales, para que
llamara a los dioses, primero tendría que apartarse de ellos y verlos a la luz sacerdotal
en vez de sentirlos en su corazón de guerrera. Y aunque la mayoría de los hombres
considerarían una bendición un cambio semejante, Liebre Amarilla lo veía como una
negación de su deber para con los dioses.
—Comprendo.
—¿Sí?
—Sí. Honra más a los dioses con su devoción de lo que lo haría con un millar de
ceremonias.
—Nadie había entendido hasta ahora lo que pretendo —dijo ella.
Ambos nos mantuvimos callados durante un rato. Y en las profundidades de
nuestro silencio compartido algo empezó a cantar en mis pensamientos, algo grande y
amplio y más antiguo que los dioses. Por primera vez en mi vida oí las distantes alas
de Eros batiendo al compás de la música apenas audible de las esferas.
Liebre Amarilla extendió la mano y me tocó el brazo.
—¿Hay alguien más en la nave que pueda ayudarle a llevar a cabo la ceremonia?
Con ese contacto y al recordarme mi deber, ella compartió conmigo su pura
visión espartana del mundo, dejándome entrar en las murallas de la ciudad que se
había cerrado para mí en mi juventud.

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—Mihradario puede —dije. Pero en la lejana música oí un acorde quejumbroso
—. No, celebraré la ceremonia yo solo.
—Sí, Ayax —dijo Liebre Amarilla.
Esperé a que Helios se hubiera alejado lo suficiente de la nave para que el cielo
brillara solamente con la fuerza de un duro mediodía. Entonces me quité la
protección de la cabeza y los ojos y, una vez más, vi el mundo sin la mediación del
cristal distorsionador. Me puse mi túnica púrpura de sacerdote y caminé hacia cada
una de las puertas para realizar la ceremonia más dolorosa que había tenido que hacer
jamás.
Humedecí el paño limpio con agua y quité la pintura de los ojos de las diosas
hasta que se convirtieron en ciegas cuencas de mármol blanco. A medida que cada
estatua se iba quedando ciega, noté que la presencia de Atenea se retiraba del patio y
de la nave. Pero, para gran alivio mío, continué sintiendo a la bendita diosa en mi
corazón. Al final de la ceremonia quemé el paño en una hoguera recién alumbrada
con madera de olivo. Sólo cuando las últimas ascuas de esa llama se convirtieron en
cenizas dejé que los esclavos levantaran las estatuas y las llevaran a la cueva de
almacenamiento, donde serían guardadas en cajas hasta que pudiéramos llevarlas de
regreso a la Tierra y enterrarlas adecuadamente.

Poco después los ingenieros vinieron a verme para comunicarme que mi oficina
corría el peligro de desmoronarse y que la mayoría de los documentos de la biblioteca
se habían caído de la nave. Maldije a los Hados por la desagradable ironía de que la
única estructura segura que quedaba en la colina fuera la oficina de Jasón, ahora
ocupada por Anaximandro. Ordené a los esclavos que trajeran a mi cueva los
pergaminos de la oficina, e hice que un mensajero informara al jefe de seguridad de
que, a partir de aquel momento, trabajaría allí.
Liebre Amarilla y yo regresamos a mi hogar, que había sufrido algunos daños
durante la batalla. Los muebles se habían volcado. Todos los papeles habían caído de
sus huecos y estaban esparcidos por el suelo. Mi taburete y mi lecho estaban
astillados. Esperamos en silencio mientras los esclavos terminaban de limpiar y
sustituían los muebles rotos y traían mis cosas de la oficina.
Quería hablar con Liebre Amarilla, pero Atenea requirió mi atención, llenando mi
corazón con su presencia, mis pensamientos con la memoria de sus ojos apagándose.
La diosa no me dejó hasta que caí dormido, agotado por la tensión de adorarla. Esa
noche soñé de nuevo que era un delfín que nadaba en las profundas olas del océano.
Desperté con el penetrante sabor del aire rarificado y un leve temblor en el suelo
que indicaban que la nave estaba volando con los impulsores terciarios, no muy
rápido, pero sí lo suficiente para hacernos caminar con dificultad.
—¿Cuánto tiempo llevamos en camino? —le pregunté a Liebre Amarilla, quien,
por supuesto, estaba vestida, con la armadura puesta y observándome desde la

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escalera.
—Cleón ordenó que nos preparáramos para la velocidad hace dos horas —dijo
ella—. Pensé en despertarlo, pero se debatía en su sueño como si estuviera en manos
de un dios y no quise perturbar su comunión.
—Me honra usted —dije mientras me sentaba, y noté por el gesto de su cabeza y
la ligera sonrisa de sus labios que había captado todo el significado que imprimí en
aquellas palabras.
Me tendió mi túnica de mando, que me puse, y salimos con cuidado a la herida
superficie de la Lágrima de Chandra, hacia la torre de Cleón, a proa. La nave se
mecía y avanzaba con irregularidad surcando el cielo, obligándonos a caminar
torpemente.
Mientras rodeábamos la colina, vi con sorpresa y horror que una cuadrilla de
ingenieros y esclavos estaba excavando en las ruinas del anfiteatro y retirando los
escombros en carros flotantes. Hombres ágiles, habituados a manejar la masa
rebullente de pesados molinos de agua y los bordes ardientes de los fuegos en
peligrosas condiciones, avanzaban con pie inestable mientras cortaban secciones del
escenario.
—¡Detened el trabajo! —grité—. Soltad las herramientas y apartaos de ahí.
El capataz se volvió a mirar, vio quién daba las órdenes y retiró a su cuadrilla del
tambaleante edificio. Justo a tiempo. Una de las gradas de asientos más altas,
debilitada por el fuego del dragón y el agua de alta presión de los talladores de piedra,
cayó y se desmoronó en una cascada de rocas que bombardeó el escenario donde
estaban trabajando los hombres.
—¿Quién te ha ordenado hacer esto? —pregunté.
—Creíamos que había sido usted, señor —respondió el capataz—. Cleón dijo que
transmitía las órdenes del comandante.
«¡Anaximandro!», pensé.
—No se pueden hacer reparaciones a esta velocidad —dije—. ¿Está claro?
—¡Clarísimo, señor! ¿Debemos transmitir la orden a las otras cuadrillas?
—¿Qué otras cuadrillas?
—Las que trabajan en los impulsores.
—¡Los impulsores! ¡Que esos hombres vuelvan a la nave!
—¡Sí, señor!
La cuadrilla se dispersó para transmitir mis órdenes, y Liebre Amarilla y yo
continuamos nuestro lento avance hacia la torre de Cleón. Los guardias situados en la
base nos saludaron vacilantes y preguntaron si había nuevas noticias respecto a Jasón.
Negué con la cabeza y entré en el santuario del navegante.
Liebre Amarilla y yo encontramos a Cleón sentado en el sillón de control.
Contemplaba la proa de la Lágrima de Chandra y la brillante falange de impulsores
terciaros y silbaba las escalas pitagóricas una y otra vez.
—¿Cleón? ¿Por qué vamos a esta velocidad?

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—¡Ayax! ¿Qué? Creí que habías aprobado… quiero decir… Mihradario encontró
la materia afrodítica para la red entre los restos del naufragio. Dijo que no había
necesidad de quedarse. Luego Anaximandro vino a verme. Me dijo que zarpáramos y
nos dirigiéramos a Helios. Dijo que teníamos que marcharnos de Afrodita
rápidamente. Creí que habías ratificado las órdenes.
Tomé una profunda bocanada de aire rarificado y aparté de mi voz los colmillos
de la ira.
—Cleón —dije—, yo nunca daría la orden de volar y reparar la nave al mismo
tiempo.
—Eso me parecía. Pero Anaximandro me preguntó si era posible. Tuve que
decirle que podíamos hacerlo.
—¿Le dijiste cuántos hombres resultarían heridos o muertos limpiando los
destrozos y reparando los impulsores?
—Sí, pero dijo que ésta era una operación militar y que había que esperar bajas.
No supe qué hacer. Creí que tú lo habías aprobado.
—No lo hice. Y a partir de ahora, quiero que compruebes antes conmigo todas las
órdenes de Anaximandro.
—Sí, Ayax. ¿Qué debo hacer ahora?
—Detén la nave, y luego pon a trabajar a las cuadrillas de reparación.
—Gracias, comandante —dijo Cleón. Se volvió al tubo parlante y dijo—:
Preparados para detenernos.
Recogió los impulsores terciarios y la nave se detuvo en una perezosa órbita, a
unos ochocientos kilómetros por encima de la órbita de Afrodita.
—Ayax —dijo Cleón, vacilante—. ¿Qué le digo a Anaximandro si viene con más
ordenes?
—¡Dile que no estás bajo su mando!
—Sí, Ayax —dijo Cleón, pero noté el miedo que le tenía al jefe de seguridad.
Liebre Amarilla y yo salimos de la torre y nos dirigimos hacia popa. El
movimiento natural de la nave acarició mis pies, reconfortándome. Un gruñido en el
estómago me recordó que no había comido desde antes del ataque, así que pasamos
de largo la colina hacia el comedor.
Los esclavos fueron muy lentos al servirnos, pero pidieron muchas disculpas.
Algunos habían resultado heridos durante la batalla, y el túnel que comunicaba la
caverna de almacenamiento con las cocinas había sufrido un derrumbe. Me contenté
con una hogaza de pan del día anterior, pollo frío y unos cuantos higos secos. Liebre
Amarilla comió venado frío y calabaza fresca.
Nos reclinamos en los divanes ligeramente ajados y comimos en silencio mientras
los esclavos corrían de un lado a otro llevando platos a las cuadrillas de reparaciones,
ahora a salvo. Pero a mitad de la comida un soldado entró corriendo en el comedor, se
acercó a mi diván y empezó a hablar sin saludar siquiera.
—¡El comandante Anaximandro quiere verlo ahora mismo!

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«¿El comandante Anaximandro?».
—Dile al jefe de seguridad Anaximandro que iré en cuanto pueda.
—¡Ahora! —El hombre hizo una pausa—. Señor —añadió.
Liebre Amarilla soltó el cuchillo y el plato y se colocó entre mi diván y el
soldado. El hombre se puso pálido y retrocedió un paso.
—El comandante Ayax ha dicho que irá en cuanto pueda —dijo, con una voz que
habría congelado el fuego.
La frente del hombre se perló de sudor.
—Mis órdenes son llevarlo inmediatamente.
—No hay ninguna necesidad de castigar al soldado, capitana Liebre Amarilla —
dije, recalcando su rango—. Sólo está cumpliendo con su deber.
Llamé a uno de los esclavos, quien me trajo un cuenco con agua para lavarme las
manos. El soldado se iba poniendo cada vez más nervioso, pues me tomé mi tiempo
para hacerlo. Pero no se atrevió a decir ni una palabra con los penetrantes ojos de
Liebre Amarilla fijos en él.
—Ahora, vamos —dije por fin—. Creo que es hora de que Anaximandro se
entere de los límites de su mando.
Liebre Amarilla y yo acompañamos al soldado hasta lo alto de la colina. La
mayor parte de los escombros habían sido retirados, pero no había nadie trabajando
para reparar la biblioteca ni mi oficina.
Anaximandro estaba sentado en la oficina de granito de Jasón, en el taburete de
roble de Jasón, delante del escritorio de pino de Jasón, bebiendo del negro cuenco de
vino decorado con el matrimonio de Gea y Urano.
—Puede retirarse, capitana Liebre Amarilla —dijo Anaximandro, sin levantar la
cabeza ni darse por enterado de mi presencia.
—No —respondió ella.
Ahora sí que levantó la cabeza, con una expresión de incredulidad por la
insubordinación grabada en el rostro aguileño.
—Como comandante militar de la Lágrima de Chandra, le he dado una orden,
capitana.
—Comandante en funciones Anaximandro —dijo ella—. No formo parte de la
cadena de mando de esta nave. Si formara parte de ella, entonces, como único oficial
espartano en activo restante yo estaría sentada tras esa mesa, no usted. Mis órdenes
provienen directamente de los arcontes, y sólo ellos pueden anularlas.
Le habían recordado que no era espartano. El rostro de Anaximandro se agrió, se
volvió a mirarme y empezó a hablar, pero lo interrumpí.
—Anaximandro, sé que nunca has tenido el mando hasta ahora, así que he
pensado que debería aclarar algunas de tus ideas. Cleón es uno de mis subordinados:
no puedes darle órdenes. Es más, yo decido cuándo vuela esta nave, y yo decido
cuándo se hacen las reparaciones.
—Nos han atacado —dijo el jefe de seguridad—. Necesitábamos dejar Afrodita

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rápidamente.
—¡Pues tendrías que haberlo consultado conmigo! —dije—. Así es como
funciona y ha funcionado el mando dual desde que se fundó la Liga Délica. —Estuvo
a punto de responder, pero no le dejé tiempo para tomar aire siquiera—. Otra cosa,
comandante en funciones. El protocolo dicta que, si deseas pedir que acuda a una
reunión, envíes a un esclavo mensajero con una petición, no a un soldado con una
orden. Ahora, ¿de qué querías hablarme?
—De un asunto militar.
—Muy bien —dije, me senté en el taburete, delante de la mesa—. ¿Cuál es ese
asunto militar?
Empujó una hoja de papiro sobre la mesa.
—Firma esto y ponle tu sello.
Miré el papel, lo enrollé y lo arrojé al suelo.
—No vas a ejecutar a Ramonojon —dije.
—Demasiados soldados han muerto por culpa de ese espía.
—Ramonojon no tuvo nada que ver con eso —dije, con voz firme—. Estaba en
prisión cuando atacaron la nave.
El jefe de seguridad se echó hacía atrás y me estudió con ojos furiosos.
—¿Por qué sigues defendiendo a ese traidor de Ramonojon? —preguntó.
—Lamento que no lo comprendas. Esta reunión ha terminado.
Me levanté y salí, seguido de Liebre Amarilla.
—¿Y ahora qué? —preguntó mi guardaespaldas.
—Tengo que hablar con Mihradario.
Encontramos al persa junto a la red solar. Estaba observando a su personal
mientras cargaba las balas de materia afrodítica hilada en las máquinas de tejer,
donde las hebras serían unidas y convertidas en la malla de la red solar. Cuando los
primeros cordones verdes fueron emergiendo del otro extremo del largo tubo de
bronce, Mihradario enseñó a los treinta tejedores el modo de sacar los cables para
unirlos a las secciones selenitas y herméticas ya listas, almacenadas en la gran caja
situada junto a la polea móvil.
—Ven conmigo —le dije a Mihradario cuando terminó su explicación.
—¿Puede esperar, comandante? Tengo que asegurarme de que esto funciona.
—¡Ahora!
Se volvió para mirarme, las tupidas cejas alzadas en gesto de sorpresa.
—Sí, comandante.
Nos apartamos y dejamos que el viento apagara el sonido de nuestras voces para
que los entrenados oídos de sus obreros no pudieran oírnos.
—Mihradario —dije—, eres mi segundo al mando. ¿Por qué no interviniste
cuando Anaximandro empezó a darle órdenes a Cleón?
—Lo siento, Ayax, creí que el jefe de seguridad tenía tu consentimiento.
—¿De verdad crees que yo haría algo tan estúpido como ordenar reparaciones en

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vuelo?
Bajó la cabeza, sin querer enfrentarse a mi mirada.
—Para ser sincero, Ayax, no lo pensé.
—Mihradario, Anaximandro es un idiota ansioso de poder. Acaba de demostrar
que, mientras sea el comandante militar de esta nave, intentará continuamente
robarme mi autoridad. Cuento con tu ayuda para impedírselo.
—Sí, comandante —dijo él—. ¿Hay algo más que quieras de mí?
—Sí. Ninguna cometa de combate ha llegado jamás a esta esfera: siempre fueron
detenidas por nuestras patrullas en torno a Selene. Dedica esa brillante mente tuya a
averiguar cómo lo hicieron.
Mihradario hizo una mueca de incredulidad.
—¿Cómo voy a saber yo cómo hacen las cosas los medianos?
—Cálmate —dije—. No espero una respuesta definitiva, sólo algunas
suposiciones basadas en lo que sabemos de sus capacidades técnicas.
—Eso sí puedo hacerlo. Gracias por tu confianza, Ayax.
—No hay de qué, Mihradario. Ahora, si me disculpas, tengo que regresar al
trabajo.
—Sí, comandante.

Pasé los días siguientes dejándole claro a Anaximandro dónde terminaba su esfera de
poder y dónde empezaba la mía. En respuesta, él empezó a hacer ostentación de su
autoridad. Reforzó las medidas de seguridad hasta un grado ridículo, sabiendo que yo
no podía hacer nada para impedírselo. Los guardias patrullaban continuamente, y una
constante escolta de trineos lunares rodeaba la nave para asegurarse de que ninguna
cometa de combate volvía a pillarnos desprevenidos. La fatiga se apoderó de los
abrumados soldados y su moral decayó.
Incapaces de intervenir en aquel terrible estilo de mando militar, Liebre Amarilla
y yo acabamos por mencionar con frecuencia a Jasón en nuestras conversaciones,
esperando que nuestros recuerdos de él conmovieran a los Hados y le devolvieran la
salud.
En la cena, una noche, tras un largo día invertido enmendando las intromisiones
de Anaximandro en los trabajos de reparación, nos sentamos en la pared de popa de
mi cabina a beber cuencos de agua de rosas con miel.
Le hablé a Liebre Amarilla de mis primeros días en la nave y de cómo mi amistad
con Jasón había ido creciendo gracias a su colaboración en el mando y a mis largas
charlas con él sobre los planetas y la armonía de sus movimientos. Liebre Amarilla
pareció complacida con estas historias, y me contó su encuentro con Jasón en las
Olimpiadas y el respeto que sentían el uno por el otro, fruto de sus discusiones de
estrategia y sus prácticas de esgrima.
—Es extraño —dije—. A pesar de todo el bien que Jasón me hizo en los primeros

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días a bordo, lo más importante por mí lo hizo recientemente.
—¿Qué hizo? —preguntó Liebre Amarilla mientras encendía su pipa e inhalaba el
aromático humo.
—Me dio una nueva perspectiva sobre Esparta.
—¿Qué perspectiva es ésa?
—Que usted y no mi padre es la auténtica espartana.
—Le doy las gracias a Jasón y a usted por el halago, pero no entiendo lo que
quiere decir.
Le conté la historia de mi fracaso en el colegio militar espartano y cómo mi padre
se distanció de mí por eso.
—¿Su padre hizo eso? —Liebre Amarilla cerró el puño; los fuegos divinos
regresaron a sus ojos y el manto de los dioses cayó sobre sus hombros—. ¿Cómo se
atrevió a ofender el honor de la ciudad de esa manera?
Su vehemencia me desconcertó, pero el deber familiar me obligó a responder.
—¿Ofensa contra Esparta? ¿Mi padre?
—Jasón fue demasiado amable en su condena —dijo ella—. Las acciones de su
padre son un sacrilegio.
—Pero…
—El entrenamiento espartano es para aquellos que están destinados a liderar en la
guerra. No hay ninguna deshonra en suspender nuestras pruebas. Sólo significa que
los Hados no te han dado el alma de un guerrero nato. No esperamos que todo el
mundo tenga éxito, y no somos tan tontos como para exigir que los Hados concedan
almas similares a nuestros hijos e hijas.
—Pero…
—No, Ayax —dijo Liebre Amarilla, y pude oír a Hera, diosa de Esparta,
hablando a través de ella—. Jasón dijo la verdad. Es su padre, no usted, quien no
cumple las normas de mi ciudad.
Sus palabras y la divina bendición que había en ellas me llenaron de una súbita
comprensión de la grandeza del espíritu de Esparta, la santidad del único propósito de
Esparta y la gloria que dieron a la reina del cielo en el campo de batalla.
Incliné la cabeza ante la mujer y la diosa, y les tendí un cuenco lleno de libación.

Las obras de reparación duraron un total de ocho días, en los que se quitaron los
escombros, se redistribuyeron los cañones y los impulsores primarios que quedaron
fueron divididos a partes iguales entre las bandas de babor y estribor. Sólo cuando
sellé formalmente el último informe de reparación le di permiso a Cleón para que
empezara a llevarnos hacia el Sol. Con sólo la mitad del número adecuado de
impulsores primarios, volamos mucho más despacio que antes, pero menos de lo que
lo habríamos hecho sin los impulsores de Ares. Cleón propuso cuatro horas de
velocidad de cada doce, a lo que accedí reacio. Era aún más agotador que nuestro

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horario anterior, pero podríamos llegar a Helios con sólo cinco días de retraso.
Dos días después de partir, mi trabajo fue interrumpido por la inesperada visita de
Clovix, el jefe de esclavos.
—Comandante, tengo información que podría interesarle —dijo.
—¿Podría?
—De manera extraoficial. —Sus ojos se clavaron en la puerta de mi caverna con
aparente fascinación—. Verá, señor, si se hiciera oficial sería un asunto de seguridad,
pero el interés oficial del comandante Anaximandro tal vez no fuera tan grande como
su interés extraoficial.
Liebre Amarilla alzó una ceja al escuchar tan retorcida manera de hablar, pero yo
comprendí lo que quería decir el galo. Saqué una bolsa de uno de mis pantalones y
conté veinte dracmas de plata que deposité sobre el escritorio. Clovix acarició un
segundo su largo bigote rojo como si estuviera calculando el valor de su información.
Luego recogió las monedas y las guardó en una bolsa de cuero oculta dentro de la
manga de su túnica.
—Durante las reparaciones —dijo—, una de las cuadrillas de esclavos de
mantenimiento encontró una grieta dentro del pozo. Está a unos seis metros de la
cueva de almacenamiento, y unos tres metros por encima del nivel del agua de
reserva. A uno de los esclavos le pareció ver una pequeña cueva oscura por la grieta.
Pero no podría jurarlo, claro.
Liebre Amarilla y yo intercambiamos una mirada.
—Gracias, Clovix —dije—. Puedes irte. No le menciones esto a nadie.
—Por supuesto, comandante —respondió él, subiendo ya la escalera para salir de
mi cueva.
Me volví hacia Liebre Amarilla con una sonrisa amarga.
—Como decía, hay ventajas en tener al esclavo más corrupto de la Liga.
—Lo adecuado sería transmitir esta información a seguridad —dijo ella, con una
voz tan carente de emoción como el día que la conocí.
—Seguridad es Anaximandro —dije, incómodo por su repentina actitud—.
Encontrará algún modo de convertirlo en una prueba de la culpabilidad de
Ramonojon. Tengo dos deberes, Liebre Amarilla. Y debo cumplir ambos.
—Entonces, ¿que quiere hacer, comandante?
Uní las manos y chasqueé los nudillos, preparándome para un desacostumbrado
esfuerzo físico.
—Registrar esa cueva. Ahí debe estar escondido el transmisor. —Ella no dijo
nada—. Liebre Amarilla, tengo que hacerlo. Es mi deber. —Ella asintió despacio y
noté que parte del espíritu que había crecido entre nosotros regresaba—. Pero no me
dejará registrar esa cueva solo, ¿verdad?
—No —dijo ella.
—Entonces tiene usted que decidir. Si considera su deber comunicárselo a
Anaximandro, lo haremos.

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—No, Ayax —dijo ella después de meditarlo unos instantes—. He jurado
ayudarle en su búsqueda del espía. Si puede conciliar este acto con sus deberes como
comandante, entonces le seguiré.
—Me honra usted —dije.
Sin decir otra palabra, fuimos a la cueva de almacenamiento. Unas cuantas
monedas más entregadas a Clovix nos proporcionaron un poco de intimidad mientras
él enviaba a los esclavos a realizar una gama de tareas no del todo necesarias, lejos de
donde estábamos trabajando. Liebre Amarilla sacó varias cuerdas y garfios de una
caja de equipo mientras yo rebuscaba en una caja de repuestos de material de
dinamicista hasta que encontré una gran manguera con la punta de hierro afilado.
—¿Qué es eso? —preguntó Liebre Amarilla.
—Un taladro de agua manual.
Liebre Amarilla y yo bajamos por el húmedo pozo plateado después de haber
asegurado las cuerdas a los garfios y éstos a dos anillas de bronce incrustadas en el
reborde de granito para comodidad de los obreros reparadores. El descenso fue fácil
para Liebre Amarilla, y yo había escalado suficientes montañas de joven en la India
para seguirla sin demasiados problemas.
Doce metros más abajo encontramos la grieta, una cicatriz de tres centímetros de
altura en la brillante roca lunar. Y, tal como nos habían dicho, había una oscura cueva
detrás. Distinguí el leve ondular de las mantas de noche y un atisbo de plata tras ellas,
pero ningún detalle.
—Agárreme fuerte —le dije a Liebre Amarilla. Ella aseguró las piernas contra el
lado opuesto del pozo y me sujetó con fuerza por la cintura. Metí el extremo de la
manguera en el pozo. Hubo una salpicadura y, un momento después, el agua escapada
de la reserva a través del aire rarificado del tubo empezó a borbotear por la punta de
hierro en un fino hilillo. Armado con agua y metal, empecé a ampliar metódicamente
la grieta hasta convertirla en un agujero.
Yo no estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo pero, a pesar de todo, al cabo de
media hora había conseguido abrir un agujero lo bastante grande para que pasáramos.
Liebre Amarilla entró primero, soltándose de la cuerda y deslizándose luego por
la abertura como una anguila entre el coral. La seguí, pero no me desaté hasta pisar
suelo firme. Cuando atravesaba la abertura, Liebre Amarilla arrancó una de las
mantas de noche e inundó el estrecho habitáculo de luz plateada. Era una burda cueva
de dos metros y medio de largo, dos de ancho y uno y medio de altura. El suelo era
irregular, y trozos de roca afilada sobresalían de las paredes y el techo. Era demasiado
tosca para haber sido excavada por un dinamicista profesional.
Los únicos muebles eran almohadones cilíndricos, sin duda robados de nuestros
almacenes, dispuestos en el suelo para dar a los ocupantes de aquel habitáculo un
poco de protección contra la velocidad de la nave.
Liebre Amarilla me dijo que me quedara en un rincón mientras ella registraba la
cueva.

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—Dos personas han estado viviendo en esta cueva durante al menos un mes —
anunció después de examinar unos minutos las alfombras, los almohadones y las
mantas—. Pero no hay signos de que hayan comido nada.
¿Dos polizones en mi nave? Ante las narices de nuestro supuesto jefe de
seguridad.
—Deben de haber sido medianos —dije, conteniendo mi furia—, viviendo a base
de píldoras de comida alquímica.
Liebre Amarilla asintió ausente y empezó a recorrer el perímetro de la cueva,
golpeando las paredes suavemente con el pomo de la espada. Sonó un golpe hueco en
la pared de babor. Se detuvo y con la hoja del cuchillo arrancó un fino trozo de roca
lunar de quince centímetros de ancho y sesenta de largo. Tras aquel falso panel había
un hueco relleno de tela y, dentro, un bloque de cristal que encajaba exactamente con
la descripción que el doctor Zi nos había hecho del transmisor.
—Los tenemos —dije.
Liebre Amarilla negó con la cabeza.
—Se marcharon de esta habitación hace unas cuatro horas.
—¿Cómo se marcharon? No veo ninguna puerta.
Ella continuó dando golpecitos en la pared y, tras otro falso panel, encontró un
túnel oculto. Aquel pasadizo estaba también rudamente excavado y apenas medía
sesenta centímetros de diámetro, incómodo incluso para moverse a rastras como
poco.
—Sígame —dijo Liebre Amarilla—. Y tenga cuidado.
Nos arrastramos por el estrecho y recto túnel, arañándonos las manos y las
rodillas con la piedra lunar. Al cabo de varios minutos llegamos a un callejón sin
salida. Liebre Amarilla empujó la pared hasta que la piedra que bloqueaba la salida
cedió.
Salimos a un pozo cuadrado que contenía una amplia barra de hierro rematada por
una gran esfera de oro. El aire alrededor de la bola era claro y brillante; tenía que
estar hecha de oro-fuego. Tardé un segundo en darme cuenta de que estaba mirando
una de las bolas de ascenso, y de que estábamos en el fondo de su pozo de
contención.
—Salgan de ahí —llamó una voz desde arriba.
Hice una señal a Liebre Amarilla, y ella me precedió para subir la escalera de
mantenimiento que había sido tallada en una espiral ascendente en las paredes del
pozo.
Salimos a la superficie de la Lágrima de Chandra. Distendí los músculos de mi
espalda y escuché un fuerte crujido en mi espina dorsal. Me volví hacia la voz que
nos había llamado y me sorprendí al ver, no a un solo soldado o un pelotón de cuatro,
sino a una docena de los guardias de seguridad personal de Anaximandro
apuntándonos con sus lanzadores a Liebre Amarilla y a mí. Tras aquella falange
armada se encontraban Anaximandro y, para mi sorpresa, Mihradario.

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Anaximandro nos señaló y se dirigió al público invisible al que siempre parecía
estar hablando.
—Ayax de Tiro. Liebre Amarilla de los xeroqui. Os arresto bajo la acusación de
traición.
—Esa acusación es ridícula —dije yo.
—Sospeché de ti desde la primera vez que defendiste a Ramonojon. Y ahora
hemos encontrado el lugar donde escondíais vuestro equipo. Es la prueba que
necesitamos.
»Ayax, quedas relevado del mando. —El jefe de seguridad se volvió hacia su
izquierda—. Mihradario, asumirás el mando científico de este proyecto.
Para mi sorpresa, en vez de protestar por aquel absurdo, él se limitó a asentir con
el rostro tan plácido como la estatua de un dios recibiendo un sacrificio. Comprendí
de inmediato quién era el espía, y qué monumental estupidez había cometido yo al
confiar en él.
Liebre Amarilla, mientras tanto, había estado estudiando las posturas de los
guardias y se preparaba para saltar. En un destello comprendí que estaba a punto de
sacrificar su vida para darme una oportunidad de escapar. La agarré por el brazo.
—Nada de autosacrificios espartanos —susurré—. ¡La necesito con vida!
Ella me miró con sus ojos de gata. Pude sentir las oleadas de furia por la afrenta
que Anaximandro estaba cometiendo contra ambos y el honor de la Liga. Supe que
quería matarlo, y estuve seguro de que habría podido alcanzarlo a través de aquella
línea de defensores; pero no sobreviviría mucho tiempo después de que él hubiera
muerto.
—La necesito con vida —repetí.
Lentamente, ella asintió.
—Acato sus órdenes —dijo.
Se volvió hacia la fila de soldados y les dirigió una mirada que debió llenar sus
almas de terror. Echó mano al lanzador que llevaba a la espalda. Los cañones de las
armas de los soldados temblaron; pero en vez de desenvainar, Liebre Amarilla soltó
la correa de su arma y dejó caer el lanzador al suelo. Luego, con indiferencia, se
desembarazó de la espada y la daga, como si no le importara estar armada o no.
Los aliviados guardias nos escoltaron y nos llevaron hasta la misma celda donde
estaba Ramonojon.
Cuando entramos, éste abrió los ojos y alzó la cabeza.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
La puerta se cerró de golpe detrás de nosotros y la llave giró en la cerradura.
Sonreí débilmente y me senté junto a él mientras Liebre Amarilla caminaba cerca de
la puerta.
—Anaximandro ha decidido que también somos espías.
—Ah. Ya veo.
Ramonojon cerró los ojos.

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κ
Desde la nueva perspectiva que me daba mi súbito encarcelamiento, era fácil ver los
errores que había cometido: confiar en Mihradario porque era ateniense; creer que
había límites a la ambición de Anaximandro a causa de su estrechez de miras y, el
peor error de todos, pensar que la Lágrima de Chandra era mi nave, que me había
sido entregada por los arcontes y que sólo ellos podían quitármela. Había confiado
demasiado en mi posición y muy poco en mi mente.
Pero a través de mi autocastigo, Atenea me susurró sus condolencias y me dio a
entender que tal vez había algo que aprender de aquella situación. Empezaba a
preguntarme qué cuando la curiosidad de Ramonojon superó su recién aprendida
contención budista y rompió el silencio con una pregunta.
—¿Por qué os ha arrestado Anaximandro? ¿Puede alguien, incluso él, creer que
sois unos traidores?
—Para la gente como él la verdad no importa —dijo Liebre Amarilla, la mirada
fija en la puerta de hierro—. Lo único que ve es una oportunidad para la gloria.
—No comprendo —dijo Ramonojon.
—Eso es porque no es usted espartano —replicó ella. No era una acusación;
ofrecía su capacidad de comprensión, obtenida por mediación divina, a quienes no
habíamos sido bendecidos de esa manera.
—Pero Anaximandro tampoco es espartano —dije yo.
—Cierto. Pero cree que debería serlo, y cree que sabe qué supone ser espartano.
—Continúe —dije yo, sintiendo la presencia de Atenea.
—Todos los hombres saben que los dioses recompensan con la gloria y el lugar
de los héroes a quienes llevan a cabo grandes acciones.
—Por supuesto.
—En Esparta somos capaces de llevar a cabo grandes acciones en la guerra: por
tanto, muchos de nosotros han recibido esas recompensas divinas.
Se levantó y pasó las manos por la puerta y la pared de roca lunar donde estaban
enterrados sus goznes. Un dios asomó a su rostro, un dios que yo nunca había visto
antes en su semblante. Hermes, dios de los ladrones, le susurraba a mi Liebre
Amarilla, y ella, guerrera pura, escuchaba a la más sutil de las divinidades.
Tras unos momentos de comunión, el dios la dejó y ella continuó hablando como
si no hubiera habido ninguna interrupción.
—Muchos soldados que no son de Esparta invierten el curso divino: buscan
realizar grandes actos por la recompensa de la gloria en vez de por la grandeza de los
actos mismos. Esos hombres no tienen puestos de mando porque son un peligro para
sus misiones y sus subordinados. Anaximandro es uno de esos hombres.
—Por eso, cuando Jasón fue herido —continué yo—, Anaximandro vio la única
oportunidad que se le presentaría para ganarse la gloria. Y para lograrlo trató de
hacerse con el control total de la nave. Y cuando eso fracasó…

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—Eliminó a quienes consideraba los dos únicos obstáculos para su deseo —dijo
ella—. Usted y yo.
—Pero ¿no le preocupan los verdaderos espías? —preguntó Ramonojon.
Alcé la cabeza para ver qué tenía ella que decir al respecto. Liebre Amarilla
meneó tristemente la cabeza.
—Cree que tiene al verdadero espía —dijo—. Cree que con usted en prisión todo
irá bien con el Ladrón Solar, y que cuando regresemos a la Tierra, podrá simplemente
entregarlo para que lo juzguen y que nos liberen a Ayax y a mí. Cree que la gloria del
Ladrón Solar será para él y que sus indiscreciones serán perdonadas. Sus
pensamientos están llenos de una sola imagen: una estatua azul de héroe de tres
metros de altura en la plaza principal de Esparta, junto a Licurgo, Leónidas y
Alejandro, frente a las puertas del colegio militar. —Tamborileó con los dedos contra
la vaina vacía de su espada—. Se equivoca, naturalmente. Cuando regresemos, los
arcontes lo condenarán a muerte por usurpación y su nombre será borrado de todos
los pergaminos del Ejército.
—Sólo hay una cosa que ha omitido en su admirable análisis —dije yo.
—¿Cuál?
—Que a Anaximandro no se le ha ocurrido todo esto por su cuenta. Ha sido
aconsejado por el espía verdadero, Mihradario.
Mis palabras la sacaron de su reverente conciencia del espíritu espartano.
—¿Un sabio ateniense? —dijo.
—Creo que Ayax tiene razón —dijo Ramonojon—. Es mucho más probable que
Mihradario consiguiera falsificar la demostración de la red solar que no que
cometiera un error en cuestiones de uranología.
—¿Cómo falsificó la prueba? —le preguntó Liebre Amarilla a Ramonojon.
—Tecnología mediana, supongo —respondió éste—. Debe de haber usado el
equipo que encontraron en mi cueva al arrestarme. Pero no tengo ni idea de cómo
aprendió a emplearlo.
—No tuvo que hacerlo —dije yo, y le expliqué lo de los polizones.
—Pero ¿por qué falsificar la prueba? —inquirió Liebre Amarilla.
—Para destruir la nave con su peligrosa red solar —dijo Ramonojon.
Asentí.
—Los ataques e intentos de asesinato pretendían distraernos mientras Mihradario
construía los medios de nuestra destrucción a la vista de todos.
—Comprendo —dijo Liebre Amarilla. Unió las manos, cerró los ojos en su
personificación de Atenea Niké—. Si ése es el caso, comandante, tenemos que
escapar.
—De acuerdo —contesté yo. Me enderecé y hablé con el aliento del mando—.
Capitana Liebre Amarilla. —Mi guardaespaldas se volvió hacia mí y saludó—. El
rescate de prisioneros es un asunto militar. Como oficial espartana más veterana
presente, le encargo la tarea de llevar a cabo nuestra liberación. El dinamicista jefe

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Ramonojon y yo ponemos nuestras habilidades y conocimientos a su disposición para
esta misión.
—Me siento honrada, comandante Ayax —dijo ella—. Juro ante Hera que
cumpliré las órdenes que me ha dado.

Durante los dos días siguientes Liebre Amarilla nos hizo conservar la mayor parte del
agua que los guardias nos daban con nuestras exiguas comidas. Almacenamos el agua
en la vaina vacía de su espada, que nuestros necios captores le habían permitido
conservar.
—En una cárcel espartana —dijo ella—, nos habrían desnudado y nos servirían el
agua a través de un agujerito en el techo. Es mucho más difícil escapar.
—¿Podría hacerlo usted? —pregunté.
—Nadie sale de la escuela de comandos sin hacerlo —respondió ella, y sus ojos
dorados se clavaron en los míos y llenaron mi corazón de confianza.
Durante los días de nuestro encarcelamiento los guardias nunca abrieron la puerta
de la celda, pues no se atrevían a enfrentarse al peligro que suponía una espartana
cautiva; en cambio, deslizaban sencillos cuencos de madera con comida y agua por
una portilla situada en la barrera de hierro. Intenté hablar varias veces con los
guardias, tratando de hallar alguna grieta en la estructura de mando de Anaximandro.
Pero los soldados asignados a vigilar nuestra celda eran casi siempre miembros del
personal de seguridad, los que le debían lealtad personal. Sospeché que mantenía
apartados de mí a aquellos soldados en cuya obediencia no podía confiar. Y empecé a
preguntarme hasta qué punto era firme su control de la nave.
Cuando tuvo la vaina de la espada llena, Liebre Amarilla puso en marcha el plan
que había diseñado con la ayuda de Hermes. Primero tomó la pequeña caja de fuego
que usaba para encender su pipa, apagó la llama y sacó el fino cuadrado de oro-fuego
de la tapa de la caja.
Con precisión de laboratorio, rasgó una tira de cuero de sus grebas, la convirtió en
un tubo hueco y pegó los bordes largos con goma extraída de las suelas de sus
sandalias. Luego colocó el oro-fuego dentro del tubo y esperó a que el aire de su
interior se rarificara.
—¿Un taladro de agua? —pregunté.
Ella asintió.
—Un axioma en mi ciudad es que cualquier cosa que crea Atenas, Esparta puede
dedicarla a la guerra.
Por primera vez en mi vida me alegré de ese dicho.
—Ahora —susurró ella—, necesito que empiecen ustedes dos a discutir en voz
alta. Uno de esos debates ruidosos a los que son tan aficionados los atenienses.
Y por primera vez en días, Ramonojon y yo sonreímos.
Empezamos bastante tranquilos, discutiendo puntos abstrusos de dinámica

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celestial, y luego fuimos alzando gradualmente la voz hasta que nos pusimos a
gritarnos fórmulas.
Mientras tanto, Liebre Amarilla se arrodilló junto a la puerta y vertió el contenido
de su vaina a través de su improvisado taladro. Un chorro de agua a alta presión brotó
y golpeó la roca que cubría los goznes de la puerta. Lascas de brillante piedra lunar
salieron volando de la pared y revolotearon en círculos por la habitación como una
espiral de copos de nieve. Ramonojon y yo continuamos gritando hasta que los dos
goznes quedaron al descubierto. Liebre Amarilla soltó el taladro y se puso a trabajar
en silencio para quitar los clavos de los goznes.
Cuando terminó, Ramonojon y yo dimos por acabada nuestra discusión y,
finalmente, llegamos a un acuerdo en un tema que para ambos era completamente
indiferente.
Liebre Amarilla nos señaló los agujeros que había abierto en la pared.
—Agarren el gozne inferior y tiren mientras yo hago lo mismo con el superior.
Juntos, Ramonojon y yo conseguimos ejercer tanta fuerza como Liebre Amarilla
sobre el suyo. Los tres tiramos al unísono y la pesada puerta de hierro se tambaleó
sobre su base y luego cayó hacia adentro, resonando como una campana contra el
suelo de nuestra prisión. Los dos guardias apostados fuera apenas tuvieron tiempo de
sorprenderse antes de que Liebre Amarilla saltara sobre ellos y los dejara
inconscientes.
Mi guardaespaldas despojó rápidamente a los soldados de lanzadores, espadas,
cuchillos y llaves de las puertas de la prisión. Después los ató y amordazó con tiras de
armadura y los encerró en una celda vacía.
—Quédense aquí —dijo, y corrió sin hacer ruido túnel arriba. Unos pocos
minutos después regresó y nos indicó que la siguiéramos hasta la superficie de la
nave.
Era de noche, y las constelaciones de verano nos miraban desde la distante esfera
de estrellas fijas. En lo alto, el orbe púrpura de Zeus ocultaba el corazón de Escorpio,
mientras que Ares y Cronos conferenciaban en secreto en los brazos de Centauro. La
Lágrima de Chandra brillaba desafiante contra la oscuridad de la diosa Noche, pero
no agradecí la luz reveladora de mi nave, pues me estaba mostrando a mis enemigos.
—Necesitamos una base de operaciones —le dije a Liebre Amarilla, que
inclinada sobre los cuerpos sin sentido de los tres guardias asignados al túnel de
salida de la prisión los despojaba metódicamente de sus armas—. ¿Dónde sugiere que
nos escondamos?
—En la caverna de almacenamiento —repuso mientras le quitaba la espada al
último soldado.
Pero cincuenta metros de brillante espacio despejado se interponían entre
nosotros y el túnel más cercano a la caverna, y cuatro soldados guardaban la entrada.
Nos ocultaba el promontorio donde se encontraba la puerta que conducía a la prisión,
pero en cuanto nos acercáramos ellos nos verían.

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Liebre Amarilla desenvainó uno de los lanzadores que había quitado a los
guardias y apuntó; esperé que no fuera a disparar a los soldados, que sólo cumplían
con su deber. No tendría que haberme preocupado. Apuntó a lo alto de la colina, a la
pared trasera de la oficina de Jasón, y disparó una andanada de tetras que rebotó en la
columnata de mármol. Los sonidos de los disparos resonaron en el aire claro y, justo
cuando golpeaban, Liebre Amarilla soltó un aterrador grito de verdadera agonía que
resonó por toda la nave.
Dos de los guardias salieron corriendo hacia el lugar donde habían impactado los
disparos. Los otros dos se quedaron atrás; desenfundaron sus lanzadores y se
separaron. Ninguno miró la entrada que se suponía que debían estar guardando.
Liebre Amarilla disparó de nuevo. Esta vez apuntó por encima de las cabezas de
los guardias, de modo que el disparo entrara en la cueva. Los chasquidos de metal
sobre la roca lunar resonaron por todo el subterráneo, multiplicándose en el eco y
convirtiéndose en la descarga de un millar de lanzadores. Los dos guardias restantes
se dieron la vuelta y corrieron hacia la caverna de almacenamiento. Nosotros
cruzamos el espacio despejado, ahora sin cubrir, y llegamos al túnel. Liebre Amarilla
nos empujó a uno de los huecos tallados en los lados del pasillo. Ese hueco en
concreto contenía un trineo lunar encadenado al suelo. Siguiendo las órdenes de mi
guardaespaldas nos acurrucamos contra la pared, ocultándonos tras el disco flotante.
Durante dos horas, los guardias corrieron de un lado a otro, buscando al
saboteador que pudiera haber en la caverna de almacenamiento. Cada vez que una
patrulla pasaba ante nosotros cambiábamos de escondite y nos ocultábamos tras la
caja de fuego de una alisadora, luego bajo un carro flotante y, por fin, en el depósito
vacío de un gran taladro de agua. Más tarde, cuando los agotados y confusos guardias
volvieron a sus puestos, nos deslizamos túnel abajo ante los ojos distraídos de los
esclavos, y nos escondimos dentro de una gran caja vacía que una vez había
albergado herramientas para cortar piedra.
—¿Adonde vamos ahora? —le pregunté a Liebre Amarilla.
—Nos quedamos aquí —dijo ella—. Es el lugar más seguro desde donde actuar.
Observé nuestra celda de madera vacía.
—Necesitaremos cojines —dije.
Liebre Amarilla salió y regresó unos minutos más tarde con varios paños de lana,
que colocó en el suelo de la gran caja de pino.
Ramonojon y yo esperamos en silencio mientras durante el curso de una hora
Liebre Amarilla repetía incursión tras incursión, y robaba comida, agua, munición y
recursos luminosos.
Su último viaje nos proporcionó un par de jarras de vino y algunos suministros
médicos.
Los colocó con cuidado en un rincón, y luego, con mi permiso, se dispuso a
dormir.
Ramonojon se apoyó contra una de las balas de algodón.

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—No creo que mis maestros aprobaran lo que estamos haciendo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté. Abrí una bolsa de higos que había traído
Liebre Amarilla y comí uno.
—Parece que no puedo cultivar el desapego budista adecuado.
—Explícate —dije, tendiéndole la bolsa. Tomó un higo y se lo comió. Su rostro
se iluminó al saborearlo; luego sacudió la cabeza y siguió masticando con forzado
desinterés.
—Si no puedo resistir el deseo por la fruta —dijo, suspirando—, ¿cómo voy a
superar los deseos mayores?
Le tendí un odre de agua y bebió un poco. Entonces, sin que yo le dijera nada,
empezó a hablar sobre el budismo: cómo había empezado en la India tres siglos antes
de que Alejandro conquistara ese país; cómo se asentó en muchas partes de Asia, el
Tíbet y el Reino Medio, además de en las diversas tierras más pequeñas de la región,
y cómo fue ignorado por ambos imperios hasta que una forma popular de la religión
empezó a predicar el pacifismo por toda la parte oriental de la Liga Délica y las
tierras occidentales del Reino Medio.
—Eso lo sé —dije—. Tanto la Liga como el Reino prohibieron la práctica del
budismo y ejecutaron a todo el que lo siguiera.
—Pero el budismo no murió —dijo Ramonojon—. Sus monasterios fueron
quemados, muchos de sus maestros y seguidores fueron ejecutados y llevar la túnica
azafrán fue proscrito en ambos imperios. Pero el budismo no necesita todo ese ritual.
Se convirtió en una religión secreta, que todavía atraía a nuevos discípulos que
sentían la futilidad de la guerra.
—¿Estás diciendo que la Rebelión Budista todavía continúa a escondidas?
—Nunca hubo ninguna Rebelión Budista —dijo él—. Sólo hubo un intento
puramente pasivo de intentar detener la guerra haciendo que la gente se cruzara de
brazos y se negara a luchar.
—La mayoría de la gente consideraría eso rebelión —dije yo, manteniendo un
tono de voz neutral.
—Lo llames como lo llames, prédica o rebelión, fracasó. Mis maestros de Xan
dicen que fue porque las otras sectas budistas no siguieron el Tao.
—¿Qué tiene que ver el Tao con todo esto? —pregunté—. Los textos de ciencia
mediana hablan de eso como si fuera una especie de progresión de las acciones
naturales. ¿Cómo puede un rumbo natural relacionarse con el éxito o el fracaso de
una rebelión?
—Esa definición científica es demasiado estrecha —dijo él—. El Tao significa
«el camino», el proceso natural de todas las cosas. Mi secta unió la filosofía del Tao a
la del Buda.
—Entonces, ¿entiendes el significado del Tao?
—Un poco, y no del todo como lo hacen los tecnólogos taoístas; mis maestros
eran filósofos, no científicos. No podían explicar mejor el funcionamiento de una

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lanza Xi que Platón comprender el diseño de la Lágrima de Chandra.
—¿Filósofos?
—Sí —dijo Ramonojon—. La filosofía taoísta no desapareció como el
platonismo. Cuando el primer emperador Han reclutó a los taoístas prácticos para
fabricar armas, los taoístas verdaderos huyeron a esconderse a las montañas del Tíbet.
Después de la «rebelión» encontraron a algunos budistas que también se ocultaban, y
nació el Xan.
—Así que ése es el crimen que estaba ocultando —dijo Liebre Amarilla,
incorporándose en el lugar donde dormía. Dirigió sus ojos dorados hacia mí y sentí la
ira del espíritu espartano apuñalar mi corazón—. Ayax —dijo, con una voz tan fría
como el contacto del mármol en invierno—, ¿cómo pudo defender a un budista, un
profanador de los dioses?
—Por amistad —dije tranquilamente, enfrentando su espíritu con el mío.
Lentamente, ella bajó los ojos, aceptando la respuesta.
—Nosotros no profanamos —dijo Ramonojon.
—Niegan la divinidad de la guerra —replicó ella.
—No. Negamos la justicia de la guerra; negamos que el alma se engrandezca en
la batalla.
—Eso es sacrilegio —dijo ella, y colocó la mano en el cuchillo que colgaba de un
cordón alrededor de su cuello.
—¡Basta! —dije yo—. Liebre Amarilla, las ofensas de Ramonojon son entre él y
los dioses y responderá ante ellos en un tribunal más grande que el que nosotros
podamos imaginar. Nuestra preocupación inmediata son los crímenes de
Anaximandro y Mihradario.
Liebre Amarilla deliberó consigo misma unos segundos, y luego dijo:
—¿Cuáles son sus órdenes, comandante?
Su pregunta me paralizó un instante. Durante los dos días pasados yo había estado
tan concentrado en la huida que no había pensado en lo que debería hacerse cuando
estuviéramos libres. Anaximandro y Mihradario tenían que ser detenidos, por
supuesto, pero…
—Lo primero que tenemos que hacer es poner a Jasón a salvo —dije.
—¿Por qué? —preguntó Ramonojon.
—Ahora que hemos escapado de la prisión, nos echarán la culpa de todo lo que
hagan los polizones. Matar a Jasón consolidaría el control de Anaximandro sobre esta
nave, que es justo lo que quiere Mihradario.
—Entonces deberíamos irnos ya —dijo Liebre Amarilla. Nos ofreció espadas y
lanzadores a Ramonojon y a mí. Yo los acepté, pero él los rehusó.
—No haré daño a nadie —dijo.
Liebre Amarilla le dirigió una mirada de desdén, luego se dio media vuelta y, sin
hacer ningún ruido, abrió el costado de la enorme caja. Salimos de nuestro escondite
y fuimos muy despacio hacia popa, manteniéndonos agachados y corriendo de caja en

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caja para que ninguno de los esclavos pudiera vernos. Liebre Amarilla dirigió
nuestros pasos, mostrándonos cómo movernos en silencio a través del laberinto de
cajas hasta que alcanzamos el túnel que conducía al hospital sin que nos oyera nadie.
Liebre Amarilla entró en silencio en el pasadizo curvo para encargarse de los
guardias que Anaximandro pudiera haber emplazado en los pabellones. Regresó al
cabo de menos de un minuto.
—Alguien ha matado a los soldados —dijo—. Síganme, pero tengan cuidado.
Subimos corriendo la rampa y dejamos atrás los cadáveres de cuatro soldados,
cuyos corazones habían sido abiertos por estrellas de lanzamiento.
En el dispensario del hospital encontramos a dos médicos y siete esclavos
tendidos en el suelo, respirando de manera irregular. El aire estaba cargado de un
fuerte olor a jazmín y miel; embriagador, pero agradable como un prado fresco un día
de verano: se trataba de algún tipo de gas alquímico. Corrí hasta un paño de vendas
de lino que había en un rincón, rasgué tres tiras, me cubrí la boca con una y entregué
las otras a Liebre Amarilla y Ramonojon.
—Inspirad a bocanadas cortas —dije con voz apagada.
Liebre Amarilla se cubrió la boca con la gasa y atravesó corriendo el breve túnel
abovedado que conectaba el pabellón público con el privado; Ramonojon y yo
corrimos tras ella, conteniendo la respiración hasta que tuvimos que jadear para
continuar. En la gran zona de espera circular encontramos médicos, pacientes,
guardias y esclavos tendidos en las camas y el suelo. Algunos de los pacientes se
habían caído de sus camas como si hubieran estado debatiéndose cuando el aire lleno
de droga los venció.
Liebre Amarilla no se detuvo a mirar la escena, sino que corrió directamente
hacia el cuarto de Jasón. Ramonojon quiso ayudar a los caídos, pero lo empujé ante
mí hacia el pabellón privado.
Jasón estaba atado a la mesa de operaciones de mármol, en el centro de la
habitación. Tenía los ojos cerrados y los brazos caídos a los lados, como si estuviera
muerto, pero su pecho subía y bajaba con los suaves ritmos del sueño. Sin embargo,
Jasón nunca se hubiese quedado dormido con la batalla que se estaba librando a su
alrededor.
A la izquierda de la mesa estaba Euripos, con la nariz y la boca cubiertas por una
máscara de lino. En cada mano el médico tenía una larga pluma de inyecciones de las
que goteaba un pálido líquido verde. El viejo romano estaba usando las plumas
envenenadas para mantener a raya a un joven niponiano vestido con un gi de seda
gris y que empuñaba una espada curva de acero y una lanza Xi en miniatura. Yo
habría dado la batalla por perdida para Euripos, pero el espíritu de su ciudad y del
héroe-guerrero Rómulo que la fundó se alzaban sobre él, guiando sus ancianas manos
mientras luchaba para mantener al atacante a raya.
Con la espada por delante, Liebre Amarilla saltó hacia el asesino. Este giró para
recibirla y detuvo su ancha y gruesa hoja con su espada fina y curva. Ella bloqueó su

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contraestocada y lo adelantó para situarse entre Euripos y él. El tiempo se detuvo
mientras los dos contrincantes se miraban como Aquiles y Héctor en las llanuras de
Troya. Luego saltaron al ataque, cortando el espacio con sus espadas, dos remolinos
convirtiendo el aire antes tranquilo en una tormenta de hierro.
Euripos retrocedió para dar a Liebre Amarilla espacio para luchar, y mientras lo
hacía el espíritu romano le abandonó y el héroe que había salvado la vida de su
comandante se convirtió de nuevo en un frágil anciano.
Liebre Amarilla se quedó quieta momentáneamente; el niponiano atacó de lado
para decapitarla, pero ella lo esquivó y descargó un tajo hacia arriba cortándole la
mano izquierda a su oponente, que soltó la lanza a sus pies. Él dio un paso atrás, y
ella la barrió con la pierna, lanzándomela a mí. Agarré la pequeña caja de madera y la
guardé en los pliegues de mi túnica.
Los ojos negros del asesino fluctuaron de Liebre Amarilla a mí, a la forma
indefensa de Jasón, y luego de nuevo a su oponente. Se quedó quieto. Liebre
Amarilla saltó y descargó la hoja. Él se volvió para parar el golpe, continuó su giro y
corrió directamente hacia mí. Pero en vez de atacarme, saltó por encima de mi
cabeza. Lancé el brazo hacia arriba y sentí mi espada cortar seda y posiblemente piel.
Pero herido o no, el asesino aterrizó con gracia y salió corriendo del pabellón público.
Liebre Amarilla corrió tras él, llamando a Euripos mientras lo hacía.
—Dile a Anaximandro que un comando niponiano quiere matar a Jasón.
Ramonojon y yo la seguimos.
—Que Marte y Rómulo os acompañen —nos dijo Euripos, jadeando a través el
aire envenenado.
Perseguimos al asesino a través de las cortinas del hospital hasta llegar a la
iluminada superficie de la nave. A causa del fulgor del Sol, el brillo de la Lágrima de
Chandra había pasado de glorioso plateado a suave color de lata. Helios estaba
directamente en lo alto, cegando mis ojos sin protección. Me cubrí con el brazo para
resguardarme del ardiente astro.
Protegí mis ojos lo mejor que pude y conseguí distinguir la forma de Liebre
Amarilla persiguiendo al hombre vestido de gris, que aunque no llevaba máscara ni
gafas no parecía sufrir ni por el aire envenenado ni por el furibundo calor de Helios.
Ramonojon y yo los perseguimos, pero no teníamos ninguna esperanza de alcanzar a
aquellas gacelas a la carrera. Por cada paso que Ramonojon y yo dábamos, ellos
daban dos. Estaba a punto de decirle a Ramonojon que lo dejáramos cuando un
chorro de tetras voló sobre nuestras cabezas, seguido de un grito a nuestras espaldas.
—¡Alto!
—¡No te pares! —grité, agarrando la mano de Ramonojon. Giramos a babor y
corrimos agachados por el campo de juegos, esquivando los disparos de los guardias
que no nos atrevíamos a mirar. Ramonojon respiraba entrecortadamente. Era
demasiado viejo para aquello. Igual que yo. Después de correr una eternidad a través
del calor, llegamos a la colina y nos dirigimos a babor, hacia la sombra que ahora

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proyectaba a la luz cegadora del Sol.
Nos detuvimos, temblorosos y agotados, tratando de recuperar el aliento. El calor
era demasiado para él y se desplomó en el suelo. No pasaría mucho tiempo antes de
que los guardias nos capturaran.
Una mirada a proa me indicó que Liebre Amarilla y el asesino habían llegado a la
zona de la colina situada sobre los laboratorios. El niponiano se internó en uno de los
túneles y Liebre Amarilla lo siguió. Eso me dio una idea.
—Por aquí —dije, empujando a Ramonojon. Corrimos hacia el ahora desierto
túnel de la prisión y nos escondimos en una celda vacía.
Esperamos en silencio durante horas, atentos al eco de los soldados que nos
buscaban. El sonido finalmente se apagó, y salimos arrastrándonos con cautela del
estrecho túnel. A medio camino nos encontramos a Liebre Amarilla agazapada contra
la pared.
—¿Qué ha pasado con el niponiano? —pregunté.
—Se me escapó en los pasadizos del laboratorio —dijo ella, y oí la autoacusación
en sus palabras. Nunca aceptaría disculpas sobre sí misma, ni por la falta de
protección contra el Sol, ni por el precio que el gas debía de haberse cobrado en ella
—. ¿Cuáles son sus órdenes, comandante?
—Volvamos a nuestro escondite. Anaximandro ahora sabe que una amenaza pesa
sobre Jasón. Hará que lo vigilen si quiere conservar la lealtad del Ejército.
Regresamos sin más incidentes. Los guardias del almacén estaban por todas
partes, buscándonos a nosotros o a los asesinos, así que sólo tuvimos que esquivar a
los esclavos, que no vigilaban en absoluto.
—Descanse —me dijo Liebre Amarilla cuando estuvimos a salvo dentro de
nuestra caja acolchada—. Parece agotado.
Fue una sugerencia que no pude menos que agradecer. Bebí un poco de agua,
comí un trozo de pan y me acurruqué en el acolchado de lino para dormir un rato.
Aproximadamente una hora más tarde me despertó la voz de Cleón resonando por
toda la caverna de almacenamiento.
—Preparados para velocidad. Preparados para velocidad. Todo el mundo en su
puesto, atado. Oh, y aseguraos de que tenéis suficiente comida y agua. Repito,
preparados para velocidad. Comandante, dondequiera que esté, hago esto siguiendo
las órdenes de Anaximandro.
¿Anaximandro amenazando a mi navegante? ¿Asegurarse de tener suficiente
comida y agua? En nombre de Atenea, ¿qué estaba pasando? Entonces la nave se
estremeció y caímos contra la pared de popa. Mi hombro se retorció. Me llevé la
mano a la boca y me mordí con fuerza los nudillos para no gritar.
Tardamos diez dolorosos minutos en ocupar posiciones de velocidad, acurrucados
contra la pared con las mantas actuando como cojín bajo nosotros. Esperamos las
cuatro horas habituales, durante las cuales el dolor de mi hombro se convirtió en un
sordo latido. Pero la nave no redujo la velocidad. Esperamos más, conseguimos tomar

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un poco de pan y un poco de agua, pero la velocidad y la presión no desaparecieron.
El dolor constante no me dejaba dormir y apenas comer. No podría decir cómo el
implacable tirón de la alta velocidad presionó mi cuerpo. Pero en algún momento
durante el vuelo Manía se apoderó de mi mente con perversas y mentirosas visiones.
Me vi a mí mismo como Prometeo encadenado a la roca. Zeus me interrogaba con la
voz de Anaximandro, exigiendo saber quién era el espía y por qué pensaba yo que el
hombre merecía el don del fuego. No pude contestarle: el águila me había arrancado
la garganta.
Entonces nos detuvimos y mi mente volvió al mundo. La voz de Cleón resonó en
mi cabeza como el trueno de Zeus.
—Órbita solar. Repito, hemos alcanzado el Sol. No salgan a la superficie de la
nave sin ropa y gafas protectoras. Y en cuanto a ti, Anaximandro, he hecho lo que
querías, ahora llévate a tus malditos soldados de mi torre.
¿El Sol? ¿Ya?
—¿Cuánto tiempo hemos estado volando? —pregunté, con la garganta seca y
dolorida.
—Seis días —dijo Liebre Amarilla, incorporándose lentamente. Extendió los
brazos, se tocó los dedos de los pies y luego se enderezó y se sacudió la tortura de
toda una semana.
Ramonojon y yo nos ayudamos el uno al otro como pudimos. Él apenas podía
andar. Yo sentía una sed acuciante que intenté aliviar con agua, pero no desapareció.
Seis días. Tenía cierto retorcido sentido. Nadie en la nave podría moverse en esas
condiciones, ni nosotros, ni los espías, ni nadie. Anaximandro podría usar la red solar
sin que nadie tuviera oportunidad de sabotearla.
El único fallo de la sorprendentemente inteligente estratagema de Anaximandro
era que la red era lo único de la nave que los medianos no querían sabotear.
—Tenemos que detener el lanzamiento —dije, y luego tragué más agua.
Liebre Amarilla asintió torvamente.
—Esperen aquí. Encontraré ropa y gafas.
Ramonojon y yo asentimos agradecidos y nos desplomamos en el suelo.
—No tenemos mucho tiempo —dije. Sentía la garganta resquebrajada y seca, y
ninguna bebida podría eliminar su aridez.
Ramonojon asintió y tomó un bocadito de pan. Lo masticó dolorosamente con las
encías ensangrentadas.
Liebre Amarilla regresó unos minutos más tarde. Traía tres pares de gafas y tres
túnicas encapuchadas forradas de una refrescante malla de aire-plata.
—Vayamos a la salida de popa —dije después de haberme puesto la ropa
protectora—. No hace falta que nos escondamos. No hay tiempo para preocuparse de
si los esclavos nos ven o no.
Por fortuna, los esclavos estaban demasiado ocupados desatándose de las paredes
para preocuparse por tres personas que corrían por el túnel de la caverna de

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almacenamiento. Pasamos ante Clovix, pero él parecía estar demasiado aturdido para
decir nada.
Salimos a la superficie de la Lágrima de Chandra y encontramos el cielo lleno de
una punta a otra del horizonte de fuego rojo y dorado. Tan terrible era que el filtro
verde que me cubría la cara no lo neutralizaba. La luz solar penetró en mis ojos y en
mi corazón, llevando la voz del Sol hasta mi mente. Helios me habló, como había
intentado hablar desde que zarpamos de la Tierra, pero yo me había negado a
escuchar hasta ese momento, cuando me encontraba apenas a tres kilómetros de su
superficie y ya no podía ignorarlo.
Habló de soberbia y fatalidad, de las locuras de quienes habían intentado ser
héroes desafiando a los dioses. Belerofonte sólo había querido volar hasta el Olimpo,
Faetón sólo había intentado guiar el rumbo del Sol durante un día, Orfeo sólo había
intentado encandilar al señor de todos los muertos. Pero yo, que me consideraba
reverente, yo que sabía que la Academia había ignorado muchas de las afrentas a los
dioses, había planeado robar el fuego eterno y llevarlo a la Tierra para que fuera
utilizado como arma.
—Pero es mi deber con la Liga —le susurré. Él descartó esas palabras con una
sacudida de sus fieras manos. Entonces volvió a hablar, y sus palabras fueron agudas
y claras; quemó un pensamiento en mi corazón, lo talló con una hoja de acero
ardiente y lo selló con la punta al rojo vivo de su lanza: ¡Tu primer deber es con el
Bien!
—¡Soltad las armas! —Ladró alguien. Liebre Amarilla me apartó de la visión del
Sol, pero el bendito pensamiento reverberó, quemando las ascuas de mi corazón.
—Ayax —dijo Liebre Amarilla—. Ayax, vuelva.
Ella trajo de nuevo mi mente al mundo y vi ante mí a diez guardias apuntándonos
con sus lanzadores evac.
—Tenías razón —dijo uno de los soldados a un hombre que había tras ellos—.
Iban por la red solar.
Mihradario dio un paso adelante.
—El soldado ha dicho que soltéis las armas.
Miré a Liebre Amarilla. Ella depositó lentamente el lanzador y la espada en el
suelo. Yo dejé caer también mi espada. Mihradario les dijo a los guardias que nos
llevaran colina arriba. Obedecimos en silencio, pero noté que Liebre Amarilla tenía
un gesto de concentración. Miró a los guardias uno a uno. Pude ver que decidía no
luchar, al menos de momento.
En la cima de la colina encontramos a Anaximandro hablando con un furioso y
agotado Cleón.
—¿Capturada otra vez, capitana Liebre Amarilla? —dijo el jefe de seguridad—.
¿Qué tendría que decir a esto el colegio de la guerra espartano?
Liebre Amarilla me miró, obligando a Anaximandro a seguir su mirada.
—Hemos venido a impedir que lances la red —dije.

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—Admisión de traición, excelente —dijo Anaximandro. Miró el Sol y abrió los
brazos como para abrazar aquella muralla de llamas y atraerla hacia sí. Pero yo vi, y
él obviamente no, que Helios estaba preparado para atravesarlo.
—Idiota —dije—. El traidor es Mihradario.
—¿Mihradario? El Ladrón Solar es su gloria coronada.
—¡El Ladrón Solar es mi estupidez coronada! —dije—. Yo asumo la
responsabilidad. Responderé ante los arcontes y los dioses por sus resultados. Pero no
es demasiado tarde para ti, Anaximandro. Si lanzas la red, la Lágrima de Chandra se
romperá, y pasarás a la historia como Anaximandro el Simplón. Se escribirán
comedias a costa de tu estupidez, y ningún padre volverá a llamar a su hijo
Anaximandro. Pero si nos liberas y haces volver esta nave a la Tierra, serás su
salvador y se entonarán cánticos de alabanza en tu honor por impedir la locura de
Ayax.
—No pretendas salvarte con mentiras inútiles —dijo Anaximandro—. Te
quedarás aquí y serás testigo del fracaso de tu traición.
—¿Ayax? —dijo Cleón—. ¿Es cierto?
—Sí. La nave se destruirá.
—¡Silencio! —gritó Anaximandro. Desenvainó la espada y la colocó en la
espalda de Cleón—. Pilotarás esta nave —dijo, y con la mano libre empujó al
asustado navegante hacia la torre.
Mihradario los vio partir. Entonces se volvió a mirar la estatua de Alejandro y
murmuró el nombre del Adversario Zoroastriano:
—Ahriman.
Esa sola palabra me reveló en un destello de claridad por qué estaba haciendo
aquello, me mostró al fanático que se había ocultado durante años bajo la máscara de
la educación ateniense y utilizado su genio natural para alcanzar un puesto lo bastante
elevado para golpear. Salté hacia él, pero cuatro guardias me agarraron.
—¡Detenedlo! —grité—. ¡Os ordeno que lo detengáis!
Pero ellos no se dejaron conmover.
Mihradario se despidió y bajó la colina en dirección a la red solar. Me debatí
contra los guardias, pero ellos me sujetaron con fuerza.
Seis trineos lunares especialmente equipados con varas de oro-fuego de nueve
metros zarparon de la popa de la Lágrima de Chandra y volaron hacia el Sol. Los
trineos se colocaron en dos columnas como una guardia de honor, las varas
apuntando hacia dentro, creando un pasillo de aire rarificado que unía mi nave al Sol.
La luz dorada resplandeció aún más, y Helios alzó su lanza para lanzarla por ese
carril.
Hubo una detonación apagada y dos largos filamentos de cuerda celeste brotaron
del cañón de red, entretejido por grueso cable terrestre. Las cuerdas siguieron el
pasillo de aire hacia el Sol, rectas y firmes, extendiéndose como dos zarpas, y luego
se volvieron hacia adentro, zambulléndose en el Sol a través del fuego. Sus

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componentes terrestres se perdieron en la nada, pero la indestructible materia celeste
se hundió en el corazón de Helios. El Sol no gritó, sino que retiró los brazos para
arrojar la lanza del castigo. Cumplida su misión, los trineos regresaron a la supuesta
seguridad de mi nave condenada.
Pasó un minuto mientras las largas garras de seis kilómetros de largo se
convertían en una red enroscada en las tripas de Helios, y luego tiraban hasta sacar
una esfera de fuego olímpico de ochocientos metros de diámetro. Durante un
momento hubo un agujero en el Sol; después el fuego restante fluyó para sanar la
herida.
La red y su carga se retorcieron en el espacio, los múltiples movimientos
sumándose en una danza enfurecida. Primero tiró, luego se dobló y revoloteó sobre la
Lágrima de Chandra, calcinando nuestros tejados de mármol desde un kilómetro y
medio de altura. Cuando la bola de fuego estaba a punto de regresar, la polea móvil
fue liberada en su carril y tiró del fragmento solar para colocarlo en órbita controlada
sobre nuestro fragmento lunar.
Durante un breve instante todo salió como yo lo había concebido, y me atreví a
esperar que, a pesar de todo lo ocurrido, el Ladrón Solar tuviera éxito todavía. Por esa
esperanza pido el perdón de Helios.
Luego el dios dejó volar su jabalina. La bola de fuego paró su órbita natural; giró
en mitad del aire y voló alejándose directamente de la popa de la nave, casi
arrancando la polea móvil de sus guías.
La Lágrima de Chandra se estremeció; el extremo de popa fue alzado hacia el Sol
por los movimientos confusos de la red y el fragmento. La fuerza nos tiró de espaldas
cuando el fragmento volvió a pasar por encima, haciendo girar la nave. La bola de
llama celeste era un caballo salvaje que arrastraba mi nave como un carro
desventurado que ha sido estúpidamente uncido a un garañón indomable.

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λ
El fragmento del Sol cabrioló en el cielo pintado de fuego como un bailarín de toros
en un coso. La Lágrima de Chandra voló tras él, arrastrada inevitablemente hacia el
olvido mientras la bola de fuego celeste intentaba reunirse con Helios. Los guardias,
que no estaban preparados para el inesperado movimiento, cayeron a los pies de la
estatua de Alejandro. Sin la amenaza de las armas de los soldados, me tiré al suelo y
rodé colina abajo hasta que llegué al círculo de asientos. Ramonojon y Liebre
Amarilla siguieron mi ejemplo. Mi guardaespaldas y yo nos deslizamos bajo uno de
los reclinatorios y nos agazapamos juntos, agarrando las calientes patas de mármol.
Ramonojon se ocultó tras el siguiente reclinatorio e imitó nuestras acciones.
En el cielo carmesí que teníamos delante, la bola de fuego describió un súbito
giro hacia abajo, haciendo que la Lágrima de Chandra se desplazara sobre su eje
central hasta que nuestra proa apuntó también hacia abajo. El extremo puntiagudo de
mi nave en forma de lágrima se convirtió en una punta de lanza dirigida hacia el
corazón del Sol, mientras que su ancha y arqueada proa daba la espalda a las esferas,
hacia el punto diminuto de la Tierra que se encontraba en el centro del universo,
tirando inexorablemente de nuestros cuerpos celestes, llamándonos a casa. Una
docena de tripulantes que se habían reunido en la polca móvil para contemplar el
triunfo del Ladrón Solar oyeron esa llamada y cayeron gritando de la nave. Los
afortunados chocaron contra el fragmento solar y ardieron instantáneamente; el resto
cayó indefenso a través del espacio, recorriendo los ciento veintiocho mil kilómetros
de vacío que se extendían entre las esferas de Helios y Afrodita.
El fragmento hizo un viraje en ángulo recto a babor, violando todas las leyes del
movimiento celeste. El imposible movimiento empujó a la Lágrima de Chandra
hacia el finísimo borde de la esfera de cristal que mantenía a Helios en su órbita.
Recé lo que estaba seguro que iba a ser una última oración de perdón al dios solar
mientras mi nave se abalanzaba hacia el celestial cuchillo del sacrificio.
Entonces el cielo se volvió nítido y brillante cuando dos filas de lanzas doradas
aparecieron en nuestra proa, asomando al espacio: los impulsores secundarios y
terciarios. La voz de Cleón resonó por toda la nave.
—Preparados para velocidad.
—Dédalo te bendiga, Cleón —susurré.
Un momento después, Cleón desplegó los lastres de babor y las bolas de ascenso
de estribor; la nave giró sobre su costado, de modo que, en vez de nuestra proa, fue
nuestra ancha quilla la que se enfrentó al borde de la esfera. Hubo un roce
entrecortado, y un ruido como de tiza sobre una pizarra reverberó bajo toda la nave.
Fragmentos de roca lunar fueron desgajados de nuestro fondo mientras nos
apartábamos del cristal indestructible y empezábamos a volar de costado hacia el Sol,
huyendo de Escila para ser atrapados por Caribdis.
Pero Cleón no nos había salvado de una muerte para arrojarnos a otra. Retrajo la

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falange de impulsores de estribor, tratando de apartarnos de Helios y dirigirnos hacia
las esferas interiores. Pero el fragmento solar volvió; saltando ahora hacia arriba,
hacia las estrellas, tiró de nosotros y nos hizo llegar más allá del Sol primero y luego
a través de la abertura de la esfera de cristal.
Más oro apareció en la proa cuando Cleón desplegó los impulsores primarios,
tratando de contrarrestar la fuerza del fragmento y de dirigir la nave de regreso a la
Tierra. Tirada hacia arriba por el fragmento y hacia abajo por Cleón, mi nave gritó
como un hombre desmembrado por caballos salvajes. La Lágrima de Chandra cantó
su agonía, coreando el acorde pitagórico de la Luna, el agudo aullido de un niño
aterrado separado de su madre.
El grito estremeció el suelo como la ira de Poseidón, provocando una ola que
tembló como un terremoto de proa a popa por toda la Lágrima de Chandra. El
temblor sacudió la torre de navegación, quebró lo que quedaba del anfiteatro y luego
hizo temblar barracones y dormitorios y cañones mientras se dirigía hacia popa.
—¡Aguantad! —grité mientras la ola subía por la colina, pero no puedo decir si
estaba advirtiendo a Liebre Amarilla, a Ramonojon o a mí mismo.
La roca lunar estremecida hizo explotar la columnata como si las columnas de
mármol fueran cristal caliente inmerso de pronto en agua helada. Una nube de polvo
de mármol se alzó, coronando la cima de la colina con una bruma de lascas de piedra.
Luego la sacudida alcanzó el círculo de asientos. Las sólidas patas de mármol
absorbieron la vibración y la transmitieron a mi cuerpo. Mis manos perdieron su
asidero y caí hacia la parte delantera de la colina, intentando agarrarme sin
conseguirlo al suelo liso.
Pero una fuerte mano agarró mi muñeca izquierda y tiró de mí hacia atrás. Pude
sentir un rastro de cicatrices en la palma que me sujetaba con tenaza de hierro. Tiró
de mí y me ayudó a sujetarme de nuevo a las patas del diván.
—Lo tengo —me dijo Liebre Amarilla al oído. Limpie el polvo de mis gafas,
luego parpadeé para evitar el punzante dolor de la luz. Vi un movimiento titilante por
el rabillo del ojo.
—¡Corre! —le grité a Ramonojon.
Él salió de debajo de su refugio justo cuando la estatua de Aristóteles se
desplomaba de su pedestal y aplastaba el asiento de mármol. La estatua del sabio se
rompió en una docena de pedazos; la cabeza se convirtió en polvo. El pequeño
modelo del universo que tan orgullosamente sujetaba en la mano voló al espacio,
libre de sus ataduras terrestres. Pero su hombro izquierdo y su pierna derecha
golpearon a Ramonojon por detrás. Mi pobre amigo se desplomó bajo el peso,
gritando, el brazo atrapado bajo el hombro de Aristóteles.
—¡Quédese aquí! —dijo Liebre Amarilla, y abandonó la seguridad de nuestro
refugio.
—¡No!
La seguí, mientras el suelo se estremecía. Liebre Amarilla corrió hacia delante,

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conservando el equilibrio a pesar de la inclinación aleatoria de la nave. Sabiendo que
nunca podría igualar su ágil ritmo, me arrastré tras ella los pocos metros que me
separaban del lugar donde yacía atrapado Ramonojon, aullando de dolor.
Liebre Amarilla se arrodilló junto a él, colocándose entre la errante pierna de
Aristóteles y el torso.
—Sujételo —dijo cuando yo llegué—. Moveré la estatua.
Ramonojon respiraba entrecortadamente. Su brazo atrapado estaba doblado de
manera antinatural. Lo agarré por la cintura y me eché hacia atrás, listo para tirar.
Entonces Liebre Amarilla levantó la pierna, empujando colina abajo los restos del
viejo sabio.
Saqué a Ramonojon, y él volvió a gritar, la voz imitando el armónico quejido de
la nave. Como en respuesta a los gritos de su creador, la Lágrima de Chandra aulló
una grave nota de sufrimiento, y luego volvió a girar inclinando la proa hacia el Sol.
Los tres caímos hacia atrás. Liebre Amarilla se agarró a la pata de un asiento y nos
empujó a Ramonojon y a mí a lugar seguro.
La línea de oro de nuestra proa se oscureció y advertí que Cleón había dirigido los
impulsores hacia la parte inferior de la nave, poniéndola boca abajo. Una águila
invertida, navegamos hacia arriba, escapando una vez más del Sol. Parecía que el
destino de Ícaro no iba a ser nuestro.
Pero esa última maniobra brusca fue demasiado para mi pobre nave. El grito de la
Lágrima de Chandra se alzó hasta convertirse en un alarido agónico. La superficie de
la nave se rompió en el extremo de proa de la colina. Y a través de la grieta que se
abría, vi la caverna de almacenamiento debajo. Vi a Clovix correr bajo la fractura,
apartando de en medio a sus subalternos. Me miró a los ojos un segundo y sentí la
llamada de su espíritu, implorándome que hiciera algo. Luego la grieta se hizo más
ancha y Clovix corrió a proa para escapar de los fragmentos de roca lunar que giraban
rápidamente.
La nave se apartó del Sol, los impulsores esforzándose contra el tirón natural del
fragmento solar. Y mientras nos alzábamos la grieta se hacía más y más grande, más
y más profunda. Entonces Cleón viró a babor, tratando de enderezarnos, y la Lágrima
de Chandra, mi nave, mi hogar, se rompió en dos, entonando su canción de muerte,
una pura nota clara más hermosa de lo que ningún poeta mortal podría arrancar de
una lira, un himno tan triste que sólo el bendito Orfeo o Apolo podría haberlo
cantado.
El extremo de popa al que nos aferrábamos los tres se sacudió hacia arriba por el
tirón del fragmento solar, mientras que el de proa, con la torre de navegación, se
desgajó de nosotros, girando en una espiral indomable. La mitad de los impulsores se
quebraron, impidiendo a aquel triángulo roto de piedra lunar corregir su vuelo. Se
revolvió salvajemente a través de una masa de aire parcialmente rarificado hasta que
la mitad afilada de la lágrima de plata cayó ennegrecida hacia el Sol.
—¡Cleón! —grité, pero por una vez mi pobre y brillante navegante no pudo

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salvar su nave. La proa de la Lágrima de Chandra cayó a través de la gran luz del
cielo; los impulsores desaparecieron cuando el fuego celeste los consumió; entonces
la torre de navegación explotó por el calor, llevándose la vida del más grande piloto
que jamás surcó los cielos. Ojalá su alma sea bien recibida por los jueces de los
muertos, y su pureza pitagórica le garantice una buena vida más allá de la muerte.

Un minuto más tarde la mitad delantera de la Lágrima de Chandra emergió del


cuerpo de Helios, un perfecto triángulo de piedra lunar, aparentemente intacto entre
las llamas. Todas las cosas terrestres se habían consumido y no había ningún signo de
que los humanos hubieran vivido alguna vez en ella.
Oh, dioses, Hados que todo lo sabéis, decidme: ¿tuvieron que morir tantos
hombres para que se cumplieran vuestros propósitos? No, perdonad mi queja.
Permitidme continuar hablando para que los valerosos que murieron en aquellos
fuegos sean adecuadamente recordados en canciones y pensamientos.
Cuando el último hombre cayó oí un sonido borboteante dentro de lo que quedaba
de la nave. En la destrozada parte delantera de la colina se había formado una
cascada. El agua de reserva se vertió hacia el Sol, intentando inútilmente extinguir
aquel fuego divino. Las cajas del almacén se volcaron, seguidas de granjeros de los
laboratorios de generación espontánea, llenando el aire de gritos de bestias y
hombres.
Atraído por el vuelo ebrio del fragmento solar, el extremo de popa de la nave giró
en salvajes círculos. La cascada se convirtió en una hélice retorcida que derramaba la
sangre vital de mi nave moribunda al espacio vacío. Liebre Amarilla, Ramonojon y
yo nos aferramos unos a otros y al asiento aún clavado al suelo. Mis músculos
gimieron de desconocido dolor, pero Liebre Amarilla me sujetó con fuerza.
Entonces, cuando el fragmento giraba para volver a tirar de nosotros hacia arriba,
la polea móvil se atascó en sus vías, y la bola de fuego, incapaz de orbitarnos y seguir
los imposibles dictados de movimiento que la constreñían, emprendió un vuelo hacia
arriba en línea recta, apartándonos de Helios más rápido de lo que la Lágrima de
Chandra había volado jamás.
Mientras la nave atravesaba el espacio abierto como un trineo lunar a través del
aire, Liebre Amarilla nos llevó a Ramonojon y a mí a lugar seguro.
—¿Qué está haciendo? —chillé, agarrándome a la pata del asiento.
—Tenemos que llegar a la prisión —gritó ella por encima del rumor del aire—.
Es el único lugar donde estaremos a salvo.
Liebre Amarilla y yo nos arrastramos por la colina, tirando de Ramonojon.
Conseguimos, sólo los dioses saben cómo, rodar hasta el túnel de la prisión con sólo
unas pocas magulladuras y heridas. El brazo de Ramonojon estaba negro y azul y
sangraba. Sus ojos lagrimeaban y había sangre en sus labios, como si se hubiera
mordido la lengua.

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Siguiendo a Liebre Amarilla, bajamos arrastrándonos los escalones de aquel
estrecho pasadizo hasta que llegamos a la celda sin puerta. La nave volvió a girar y
choqué contra el techo y luego contra el suelo, pero conseguí conservar la conciencia
y atarme a la pared de estribor con las largas correas de seguridad. Ramonojon se
desmayó cuando Liebre Amarilla lo ató a la pared de popa antes de asegurarse ella
misma a la parte de babor. Mantenía su tranquila apariencia espartana, pero noté que
apretaba los dientes para ignorar los cortes y magulladuras de su cuerpo, y que se
apoyaba en la pierna izquierda porque de algún modo se había herido la derecha.
Atados a las paredes, soportamos aquel remolino. La dirección perdió todo
significado mientras la nave giraba por el espacio. Me zumbaban los oídos, y grité de
dolor mientras girábamos y girábamos y girábamos. No sé cuándo me desmayé, pero
doy humildemente gracias a los dioses por concederme ese respiro de olvido.

Caí contra las retorcidas correas de cuero y desperté casi asfixiándome. La nave había
dejado de moverse. Al principio me pregunté si aquella extraña tranquilidad era un
respiro momentáneo entre las salvajes cabriolas del fragmento solar y el fragmento
lunar, así que permanecí agarrado a la pared un rato, esperando el siguiente vuelco o
el siguiente tirón. Pero no se produjo ningún nuevo movimiento.
—Creo que ya podemos quitarnos las correas —le dije a Liebre Amarilla, que
acababa de recuperar el conocimiento.
Ella asintió y se desató. Mis correas se habían retorcido durante el vuelo y Liebre
Amarilla tuvo que cortarlas. Me separé de la pared y toqué el suelo con los pies.
Había una leve inclinación hacia proa en el ángulo de la nave, como si lo que nos
estuviera sujetando hubiera alterado unos pocos grados la dirección normal.
Ramonojon, inconsciente y delirando por el dolor que le producía el brazo roto,
también necesitó ayuda para ser liberado. Liebre Amarilla lo tomó en brazos y lo
llevó escaleras arriba; ella parecía muy demacrada, y se apoyaba en la pierna
izquierda mientras ascendía los peldaños con su gimoteante carga. La seguí, pero
despacio. La cabeza me daba vueltas por el mareo, tenía esa sensación de vacío en el
estómago fruto del largo ayuno y cada músculo de mi cuerpo se quejaba cada vez que
iniciaba un movimiento.
La puerta de acero del final del túnel se había descolgado durante el vuelo y
estaba hundida en el suelo hasta la mitad; Liebre Amarilla tuvo que pasar por la
abertura superior y luego ayudarnos a Ramonojon y a mí a hacer otro tanto.
Salimos a un paisaje plateado y sombrío. Todos los edificios, columnas y estatuas
que habían flanqueado la colina habían caído durante nuestro enloquecido vuelo. Las
baterías de cañones de babor y estribor eran trozos de hierro aplastados. Pero, entre
las lomas de los laboratorios, pude ver que la batería de cañones traseros parecía
intacta.
Tomé una bocanada de aire fresco y el mareo y la náusea desaparecieron. Todavía

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sentía los dolores de los músculos magullados, pero ya no me preocupaban. En mi
mente se abrió paso una pregunta: ¿dónde estábamos?
Seguí respirando y esa pregunta se convirtió en mi único pensamiento. Tenía que
saber la respuesta; nada más importaba. Miré en derredor, buscando comprensión. A
estribor vi un lejano brillo amarillo, como una linterna distante en lo alto de una
colina por la noche. Supe inmediatamente que era Helios y que nos habíamos alejado
mucho de él.
Liebre Amarilla me dijo algo, pero no le presté atención. Necesitaba saber
exactamente dónde estábamos. Ignorando los dolores de mis piernas, subí corriendo
la colina hasta que vi la popa y lo que rodeaba la nave.
A proa vi la polea todavía atascada en sus vías que, de algún modo, había
sobrevivido a la batalla entre el Sol y la Luna. La red solar se extendía a babor y
parecía curvarse hacia abajo.
Miré a babor y vi apenas a ciento cincuenta kilómetros por debajo de nosotros un
orbe rojo sangre del tamaño de la Tierra. Por encima, el fragmento solar colgaba
indefenso en el aire, sacudiéndose como un pez en la red; la red se extendía tras él y
parecía haberse enroscado en alguna bola invisible, dirigiendo la nave y el fuego
celeste robado al espacio vacío.
Durante un minuto el extraño panorama me confundió. Pero luego el
conocimiento teórico largamente aprendido conectó con los hechos que tenía ante los
ojos. Me di cuenta de dónde estábamos y la necesidad que me abrumaba quedó
satisfecha. Mi alegría por haber encontrado la respuesta a aquella simple pregunta fue
más grande que ninguna felicidad que hubiera sentido jamás, excepto cuando los
dioses mismos me elevaron con su presencia.
—¡Ares! —exclamé, y la palabra fue una liberación extasiada. Corrí hacia Liebre
Amarilla—. Ares —repetí.
Liebre Amarilla dejó de examinar las heridas de Ramonojon y me miró.
—¿Qué?
—El planeta es Ares —dije—. Y la red está enzarzada en uno de los epiciclos del
dios de la guerra.
Ella se levantó y me miró con sus ojos penetrantes, pero el éxtasis que yo sentía
me permitió ignorar incluso su mirada de águila. Seguí farfullando sobre los
mecanismos celestes del globo que teníamos a babor.
—De todos los planetas del universo —dije—, Ares tiene la órbita más compleja,
pues dentro de la brecha en la gran esfera de cristal hay media docena de esferas
pequeñas, cada una conectada al espacio y a la esfera externa. Giran como una masa
de marchas, cada una añadiendo su propio movimiento circular al mundo del dios de
la guerra.
Las complejas ecuaciones que gobernaban la órbita excéntrica de Ares llenaron
mi mente, buscando espacio con la comprensión de que éramos las primeras personas
en llegar a esta esfera.

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Continué y continué, hasta que Liebre Amarilla me abofeteó.
—¡Ayax! —dijo.
En aquel momentáneo destello de dolor, advertí con perfecta claridad lo que me
había sucedido.
—No respire profundamente —dije—. El aire es demasiado puro para las mentes
humanas.
—Comprendo —respondió ella, y los dioses de Esparta se congregaron a su
alrededor, protegiendo su pureza de la de los vientos celestes—. Tenemos que llevar a
Ramonojon a la cueva hospital. Sólo espero que queden suficientes suministros
médicos para salvarle el brazo.
El edificio superior del hospital se había resquebrajado y había volado durante el
viaje, y el túnel que conducía a los pabellones y al dispensario quedaba expuesto a los
fríos aires de las esferas exteriores. El olor a carne podrida me asaltó cuando
recorrimos el derruido pasadizo, y me tapé la nariz para no arriesgarme a respirar
demasiado profundo.
La mayoría de las camas del pabellón público habían sido volcadas y aplastadas
contra la pared, y un puñado de cadáveres destrozados y retorcidos yacían en el suelo,
demasiado rotos y ensangrentados para que pudiera reconocer a aquellos hombres y
mujeres cuyas almas habían volado y ahora esperaban en las orillas de la laguna
Estigia. En los cadáveres ya se habían generado espontáneamente moscas que
zumbaban perezosamente por toda la sala.
—¡Euripos! —grité, pero no hubo ninguna respuesta; esperé que no estuviera
entre los cadáveres inidentificables.
Liebre Amarilla había recogido algunos cojines de las camas destrozadas; los
apiló contra la pared y tendió a Ramonojon sobre ellos. Me dirigí al dispensario en
busca de suministros. Las urnas y las cajas destrozadas estaban esparcidas por el
suelo. Las paredes estaban manchadas de diversas medicinas, que formaban un
extraño dibujo multicolor por toda la cueva plateada. Conseguí encontrar vendas, dos
docenas de plumas de inyectar, una gran ánfora de bronce llena de agua, unas cuantas
tablillas y una caja acolchada llena de jarras con los diversos humores.
Liebre Amarilla hizo un cabestrillo para el brazo de Ramonojon y le inyectó
humor sanguíneo para acelerar el proceso de curación, y humor jovial para cortar el
dolor. Ramonojon se revolvió unos minutos mientras los líquidos se asentaban en su
sangre; luego pareció relajarse y se sumió en un sueño natural.
Mientras le observábamos, Liebre Amarilla me trató las heridas y magulladuras y
yo vendé con gasa su tobillo herido. Me sentí tentado de quedarme y esperar a que
Ramonojon despertara, pero era mi deber como comandante de aquel triste navío
naufragado ver si algún miembro de mi tripulación había sobrevivido y encargarme
de los ritos funerarios de los que no lo hubieran hecho.
—¿Adonde vamos primero? —preguntó Liebre Amarilla.
—Por aquí —dije yo, señalando el pabellón privado—. Habría que entonar

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cánticos en honor a Jasón, cubrirle los ojos con monedas y propiciar a los dioses
cthonianos.
Atravesamos la cortina resquebrajada, las cabezas inclinadas como plañideras.
Pero Jasón no estaba muerto. Yacía atado a la mesa, como la primera vez que lo
vimos. El vuelo se había cobrado su precio en su cuerpo en forma de llagas y cortes
en los lugares donde las tensas correas de cuero se le habían clavado a la carne, pero
su alma espartana todavía habitaba en su vehículo mortal. Extendí una mano y le
apreté tentativamente el brazo. No hubo respuesta. Jasón estaba todavía en coma,
ajeno al destino de su nave y su mando.
Me volví para decirle algo a Liebre Amarilla y atisbé una túnica negra rasgada
enterrada bajo un armario de medicinas en el rincón. Corrí hasta allí y aparté el
armario de roble para descubrir el cadáver de Euripos. Estaba claro que había muerto
rápidamente cuando el mueble le cayó encima.
Me arrodillé y recé. Pero mis plegarias de entonces se formaron a partir de mis
recuerdos infantiles del anciano. Por tanto, dejadme ahora entonar mis respetos a
Euripos de los Claudios, un patricio romano que honró a su ciudad sirviendo en la
batalla, un médico que nunca dejó de cumplir con su deber de salvar las vidas de sus
camaradas, y un hombre que sirvió a mi padre y a mí mismo con la más grande
lealtad personal que un comandante pueda pedir.
Liebre Amarilla me agarró por el hombro, apartándome suavemente de mi llanto.
—¿Qué quiere que hagamos ahora, comandante?
—Tendríamos que comprobar el resto de los daños —dije yo, aceptando su
amable recordatorio de mi deber hacia los vivos—. Y buscar más supervivientes.
—Y necesitamos comida y agua —añadió Liebre Amarilla.
—En efecto. Deberíamos registrar primero la caverna de almacenamiento. Luego
podemos ver si queda algo o alguien en los laboratorios.
Salimos del dispensario y atravesamos el túnel para llegar a la mitad de la caverna
de almacenamiento que quedaba después de la rotura de la nave. El resplandor
escarlata del dios de la guerra entraba por el extremo abierto en la parte delantera de
la caverna, iluminando los cadáveres de los esclavos aplastados contra cajas y
paredes.
Muchas de las cajas de la zona de popa estaban todavía en su sitio. Podían
contener grano, verdura y carne seca que nos permitirían vivir durante un tiempo.
Pero una mirada a la seca piedra lunar al fondo del pozo me dijo que nuestra principal
necesidad era el agua.
Entonces oí un quejido profundo resonando por la caverna.
—¿Es eso un sollozo? —pregunté.
Liebre Amarilla prestó atención.
—Es por aquí.
Seguimos el sonido hasta el extremo de estribor de la cueva, donde encontramos a
Clovix atado a la pared, gritando en voz alta y maldiciendo en su lengua materna. A

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su lado colgaba el cadáver de una joven esclava pridaenea. Sus correas de seguridad
se le habían enrollado en la garganta durante el vuelo y la habían estrangulado.
Liebre Amarilla liberó a Clovix, pero él no se dio cuenta de que estaba libre. Sus
pensamientos se habían concentrado en una sola cosa, y sus maldiciones contra
Anaximandro me dijeron qué era esa cosa.
—¡Clovix! —dije. Pero él no me oyó. La capa de civilización que Clovix había
cultivado durante tanto tiempo y que le había conseguido el puesto de jefe de
esclavos había desaparecido mientras pronunciaba entre gemidos los nombres de
todos los esclavos de la nave y le decía a sus fantasmas que persiguieran al jefe de
seguridad para vengar sus muertes. La furia de Clovix me abrió los ojos. Yo siempre
lo había considerado corrupto e indiferente, un esclavo cuyo corazón estaba vacío de
virtud, y él se consideraba comandante de nuestros esclavos, responsable de sus vidas
y espíritus. Su ira era mi ira, la furia indomable de un jefe traicionado.
Con el conocimiento de nuestra afinidad, encontré las palabras que lo apartarían
de la tenaza de Manía.
—¡Anaximandro ya está muerto, Clovix! —dije, aunque no lo había visto morir.
Al oír estas palabras me miró, y sus ojos azules brillaron con ansia de sangre.
—¿Dónde está su cadáver? Quiero ver cómo los cuervos le arrancan los ojos.
Quiero beber hidromiel en su cráneo.
—Debe de haberse caído de la nave.
—Lo perseguiré por las tierras de los muertos. Perseguiré su espíritu con mis
sabuesos. Le…
Volvió a sollozar, pero la hiperclaridad parecía haberlo abandonado, así que
esperamos a que la pasión remitiera. Por fin dejó de gemir y me miró, esta vez con
reconocimiento en sus ojos enrojecidos.
—¿Comandante? —dijo—. ¡Está usted vivo!
—Sí, Clovix.
—Comandante… —Se agarró al borde de mi túnica como para asegurarse de que
yo no era un fantasma—. Mis hombres están muertos.
—Los míos también, Clovix —dije, y lo ayudé a ponerse en pie—. Pero nosotros
no.
—¿Todo el mundo ha muerto?
—Todo el mundo no. Ramonojon está en el hospital. Y Jasón sobrevivió.
—Usted y el comandante Jasón siguen con vida —dijo lentamente. Un espíritu de
alivio se posó sobre sus hombros. No pude comprender por qué él, que no nos había
mostrado más que desdén, estaba agradecido por nuestra supervivencia. Pero
entonces Atenea me hizo entender. Clovix siempre había confiado en nosotros; era
corrupto porque habíamos permitido que le resultara seguro serlo. No podía dejar que
volviera a hundirse en aquella relajada debilidad.
—Clovix —dije—. Necesitamos tu conocimiento de esta nave y de su carga si
queremos sobrevivir y vengar la muerte de tus hombres.

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Clovix se me quedó mirando, incapaz de comprender lo que le estaba diciendo,
pero entonces el aliento de las esferas superiores aclaró su mente. Pude ver que sus
ojos volvían a brillar: un nuevo propósito se elevaba dentro de él para llenar sus
doloridos pensamientos.
—¿Qué quiere de mí, comandante? —dijo, y no pareció el esclavo más corrupto
de la Liga, sino un soldado dispuesto a cumplir con su deber.
—Necesito que atiendas a Ramonojon y luego vayas a buscar agua.
—¿Agua?
—La reserva fue destruida en el naufragio. Encontramos una jarra de agua en el
hospital, pero necesitaremos mucha más.
—Sí, señor —dijo él, y se dirigió al túnel que conducía al dispensario, la espalda
recta, el aliento y el alma llenos de una nueva resolución.
Liebre Amarilla y yo salimos de la caverna y nos dirigimos a popa para
comprobar el estado de los laboratorios. El de Ramonojon estaba completamente
destruido. Las mesas se habían volcado en todas direcciones. El armario de
materiales había caído y el suelo estaba cubierto de fragmentos de metal, piedra y
madera. Una gran mancha de tinta se había secado en espiral en el mismo punto del
techo donde se había estrellado el modelo de la nave de Ramonojon.
Regresamos a la superficie, y luego bajamos al laboratorio de Mihradario. A
medio camino Liebre Amarilla se detuvo y me indicó que guardara silencio. Del
laboratorio llegaban voces: tres personas conversaban en el dialecto cantonés del
Reino Medio.
—Él fracasó —dijo una voz con un acento que no reconocí.
—Yo no —dijo Mihradario. Liebre Amarilla entornó los ojos y sus labios se
quebraron en una salvaje sonrisa. Vi la muerte del persa en su mirada y asentí,
aprobando oficialmente su deseo.
Mihradario continuó hablando, sin saber lo cerca que estaba de las puertas del
Hades.
—El Ladrón Solar ya no existe. HangXou está a salvo.
—Tal vez —dijo la tercera voz, con un acento medio muy culto—. Pero nosotros
nos moriremos de hambre. No es la muerte que había planeado para mí.
—Hay una… no, dos personas en la escalera —advirtió la voz del acento extraño
—. ¡Bajad! —nos dijo en helénico.
Miré a Liebre Amarilla y señalé escaleras abajo. Ella asintió, me precedió por el
pasadizo y entró en los restos del laboratorio de uranología, que había salido bastante
mejor parado que ninguna otra parte de la nave. Las paredes con su brillante friso
habían sobrevivido, ilesas, las mesas habían sido aseguradas al suelo con estacas de
hierro y las tres personas que había dentro estaban limpias y bien vestidas. Por
primera vez fui consciente de lo penoso de nuestro aspecto. Mi túnica de mando
estaba desgarrada, manchada de sudor y cubierta de polvo de mármol blanco y de
plateado polvo lunar. La armadura de Liebre Amarilla estaba abollada y

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resquebrajada, las mangas de su túnica desgarradas y la gargantilla espartana que
llevaba alrededor del cuello colgaba de un fino hilo de cuero.
Las tres personas que vimos dentro eran Mihradario, un niponiano que, supuse,
era el asesino con el que Liebre Amarilla había combatido antes, y un viejo mediano
vestido con una túnica de seda verde decorada con océanos azules y cubierta de
multitud de bolsillos. Se acarició la barba con sus largas uñas y nos estudió como si
fuéramos muestras de laboratorio.
Mihradario se nos quedó mirando con mala cara. El niponiano hizo un leve gesto
de saludo a Liebre Amarilla. Ella le devolvió el gesto.
—¿Quiénes son? —le preguntó a Mihradario el viejo mediano.
El traidor persa me señaló.
—Ayax de Tiro, el hombre que concibió originalmente esta misión de Ahriman y
luego sirvió como comandante científico.
El mediano se inclinó ante mí y yo ante él.
—La atlanteana —continuó Mihradario— es la capitana Liebre Amarilla, una
xeroqui corrompida por los espartanos.
—Presenta a tus polizones, Mihradario —dije en mi persa más cultivado.
Mihradario señaló al anciano.
—Este es Fan Xu-Tzu, un científico de HanXou. —Indicó luego al niponiano con
un gesto—. Y éste es Miiama Shizumi, un comando. Desean darte las gracias por tu
hospitalidad. Llevan en la Lágrima de Chandra desde el ataque que acabó contigo en
el hospital.
Pasé al cantonés y me dirigí al anciano con toda ironía.
—Ojalá nos hubieran informado de su presencia. Los habríamos tratado más
adecuadamente.
Él alzó una ceja, luego sonrió e inclinó levemente la cabeza.
—Tus fallos aumentan —le dijo Miiama a Mihradario—. Al menos éste puedo
corregirlo.
Desenvainó la espada y saltó hacia mí. Liebre Amarilla se interpuso entre
nosotros antes de que yo pudiera parpadear siquiera. Iba desarmada, pero parecía no
tener ningún problema para esquivar la espada del niponiano y golpearlo con las
manos desnudas.
Los dos guerreros pelearon como dioses furiosos mientras los científicos
mirábamos. Entonces Fan habló.
—¡Miiama, alto! —dijo en duro cantonés. El comando se apartó de la refriega,
bloqueando la patada de Liebre Amarilla con el plano de su hoja. Ella también dio un
paso atrás.
—Mis órdenes… —dijo Miiama, sin apartar la mirada de mi guardaespaldas.
Fan lo interrumpió.
—Tus órdenes son obedecerme. Sólo dos personas más tienen que morir para
completar nuestra misión, y será en el momento adecuado.

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Alcé una ceja al oír esta declaración.
—¿Y quiénes son? —pregunté en cantonés.
Fan hizo sonar las uñas entre sí con un suave repiqueteo.
—Miiama y yo mismo —respondió en helénico—. Teníamos que morir con esta
nave, pero nuestro cómplice persa no consiguió completar la destrucción de este
navío.
Mihradario se encogió de hombros.
—He dado un gran golpe contra los helenos.
—¿Por qué has hecho esto, traidor? —dijo Liebre Amarilla—. La Academia te
honraba; podrías haberte unido a los héroes inmortales por servir a la Liga.
Un espíritu cruzó el rostro de Mihradario: una Furia del mundo inferior asomó a
sus ojos.
—No quiere ningún honor de nosotros —dije yo. Señalé el friso del último
emperador de Persia rindiéndose a Alejandro—. Mihradario es un fanático
zoroástrico. Está tratando de derrotar él solo a los invasores que conquistaron su
pueblo y asimilaron su religión hace un millar de años.
—Y así lo he hecho —dijo Mihradario con la voz ensangrentada de la vengativa
Furia.
Asentí en dirección a Liebre Amarilla, indicándole que ejecutara la sentencia de
muerte contra Mihradario, pero ella estaba prestando atención a otra cosa.
—Hay seis hombres en la escalera —dijo.
Nos volvimos a mirar, y seis de los soldados de Anaximandro, ataviados con
ajadas armaduras de acero, entraron en el laboratorio. A través de los visores de sus
cascos vi sus ojos brillando de hiperclaridad de neuma. Nos apuntaron con sus
lanzadores y su líder habló.
—¡Quietos, traidores! Tenemos órdenes de llevaros ante el comandante
Anaximandro. —Se volvió hacia los otros cinco guardias—. Llevadlos a la torre de
navegación.
Los soldados avanzaron, dispuestos a llevarnos a un lugar que la furia de Helios
ya había destruido.

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μ
Liebre Amarilla giró sobre sus talones y arrancó de una patada el lanzador del
guardia situado más a la izquierda, justo cuando éste metía la mano en la bolsa de
municiones; una descarga de tetras salió de la boca del lanzador, golpeando el techo.
En el mismo instante, Miiama saltó hacia el guardia de la derecha, la espada alzada, y
lo abatió con un simple tajo en la garganta. Los otros soldados se volvieron como
borrachos para disparar a los dos comandos, pero fueron demasiado lentos.
La ordenada fila de guardias se disolvió en el caos cuando espartana y niponiano
se enfrentaron a aquellos hombres enloquecidos. Con perfecta eficiencia Liebre
Amarilla los desarmó y los dejó inconscientes. Miiama simplemente los mató. En
cuestión de segundos tres guardias habían muerto, tres estaban fuera de combate y ni
Liebre Amarilla ni Miiama habían resultado tocados.
El niponiano se acercó a uno de los guardias inconscientes y alzó la espada para
decapitarlo. Liebre Amarilla agarró la espada del hombre indefenso y se preparó para
defender la vida del hombre que acababa de dejar inconsciente.
—Miiama, ya es suficiente —dijo Fan, para mi sorpresa.
—Pero maestro Fan, la misión… —objetó el niponiano.
—Estás a mis órdenes —dijo el anciano tranquilamente—. No matarás a nadie
más sin mis instrucciones expresas.
—Sí, maestro Fan —dijo el niponiano. Se apartó de Liebre Amarilla y, sin
quitarle los ojos de encima a mi guardaespaldas, envainó la espada con un rápido
movimiento. Liebre Amarilla blandió la suya y me miró. Negué con la cabeza.
Obedeciendo mi orden implícita, envainó la espada capturada en su vaina, demasiado
tiempo vacía.
Arranqué la manta de noche de la pared de estribor y cubrí los cadáveres de los
muertos con aquella mortaja de negro lino. Prometí a sus desdichados espíritus que
encontraría tiempo para llorarlos adecuadamente junto con el resto de los tripulantes
muertos. Mientras yo atendía a sus compañeros caídos, Liebre Amarilla quitó las
armas a los tres guardias que aún vivían y los ató con tiras de su propia armadura.
—Me pregunto si hay más soldados vivos en la nave —dije, después de cubrir el
rostro de la última víctima.
Mihradario se echó a reír, profanando la tristeza del lugar y el momento.
—¿Por qué? ¿Te preocupa evitar a los soldados de Anaximandro durante tus
últimos días de vida?
—No —dije yo—. Necesitaré toda la ayuda que pueda para asegurar nuestra
supervivencia.
Mihradario bufó como un caballo despectivo. Liebre Amarilla me hizo un gesto
con la cabeza, y vi un brillo de orgullo en sus ojos dorados. Fan se volvió hacia mí.
—¿Cree posible sobrevivir?
Al oír estas palabras, la mano de Miiama se posó en la empuñadura de su espada,

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tocando levemente el rojo dragón sin alas que se extendía desde el pomo hasta la
guardia. Liebre Amarilla lo vio y se interpuso entre el asesino y yo. Los ojos del
niponiano se dirigieron hacia la pierna herida de mi guardaespaldas, y me di cuenta
de que decidía si aquélla era su mejor oportunidad para matarla. Asió la empuñadura
de su espada y se tensó, listo para desenvainar.
—Miiama —dijo Fan—. Te he dicho que no.
—Maestro Fan, él amenaza la misión.
—Eso sigo teniendo que decidirlo yo.
El niponiano se quedó inmóvil un instante, paralizado por la orden; luego, uno a
uno, sus dedos soltaron la empuñadura tallada de su arma.
—¿Y ahora qué? —me preguntó Liebre Amarilla. Miró a Mihradario,
solicitándome permiso para matarlo.
—No veo ningún motivo para quedarnos aquí —dije, señalando con firmeza la
escalera. No sabía si Miiama defendería al persa, y herida como estaba no quería que
Liebre Amarilla arriesgara su vida en otro duelo con el niponiano.
—Los acompañaré —dijo Fan—. Me gustaría ver esa red solar suya.
Me volví a mirarlo y estudiar el rostro del hombre que había supervisado la
destrucción de todas mis obras. Ahora parecía extrañamente reticente en lo referente
a terminar la tarea que había iniciado, y al parecer sentía curiosidad por el proyecto
en sí. Su reluctancia me pareció muy extraña, y me pregunté si tenía algún motivo
oculto, algo que deseaba aprender antes de enviarme a su asesino.
Pero entonces Atenea me tocó en el hombro y me susurró una pregunta al oído:
¿cómo actuaría yo en el lugar de Fan? Si mi deber parecía cumplido, ¿no dejaría que
mi curiosidad corriera libre, como un caballo al que se le concede el placer de pastar
en el campo después de un largo día tirando de un carro en una dura batalla?
Acepté el argumento de la diosa, pero le dije que yo, en el lugar de Fan, volvería
a uncir el caballo a su carro si mis enemigos mostraran algún signo de alzarse tras la
derrota. Atenea no dijo nada, pero se quedó cerca, protegiendo mis pensamientos con
su presencia.
Liebre Amarilla y yo precedimos a los demás, subimos la serpenteante escalera y
salimos a la superficie de la nave. Luego nos dirigimos lentamente hacia la banda de
babor, desde donde pudimos contemplar a Ares, la red solar y el fragmento solar
todavía colgando.
Durante varios minutos Fan contempló en silencio la red solar, y con sus dedos
siguió su tenso arco por encima del costado de la nave y alrededor del epiciclo que la
aprisonaba.
—Sorprendente —dijo por fin—. Cuando el Hijo del Cielo me habló por primera
vez de este plan y me envió a sabotearlo, pensé que iba a morir por nada.
—¿Qué quiere decir?
—Me pareció que sería imposible, incluso para su ciencia incomprensible, robar
el fuego del Sol. Y sin embargo, aquí está.

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—Y todo para nada —dije, apartándome de la visión de mi mayor error. Me
encontré con la odiosa sonrisa de Mihradario.
—Admites la locura del Ladrón Solar —dijo.
—Oh, sí —respondí—. Fue sacrílego por mi parte robar el fuego de Helios.
Tendría que haber ideado otro invento para el bien de la Liga.
El persa escupió en el suelo ante mí.
—Ahura Mazda te maldecirá en la vida postrera.
—¿Lo hará? ¿Y qué pensará tu dios de la verdad de la mentira que ha sido tu
vida?
El rostro se Mihradario enrojeció al escuchar mi acusación. Se dio media vuelta.
—Tengo ganas de verte morir de sed.
—La muerte siempre puede ser rápida —dijo Miiama. Desenvainó su espada y se
volvió hacia Fan—. Las nuestras hace tiempo que deberían de haberse cumplido.
El anciano miró a su alrededor, contemplando las ruinas plateadas de la Lágrima
de Chandra. Luego se volvió hacia Ares y el fragmento de Sol. Su voz era suave,
pero se transmitió por el aire seco y fino.
—Todavía no, Miiama. Nuestras muertes están aseguradas. Quiero estudiar esta
parte del cielo antes de morir.
El niponiano miró al mediano con ojos helados, como si se encontrara ante un
desafío. Luego inclinó la cabeza y envainó la espada.
Fan se sentó en el suelo junto a la banda de babor; el viento de las esferas
exteriores tensó su túnica alrededor de su cuerpo, remarcando una forma huesuda y
frágil. De los voluminosos bolsillos de su túnica de seda sacó un bloque de madera de
alcanforero del tamaño de una mano que tenía seis alambres dorados en espiral
colgando, un rollo de papel de arroz, dos pequeños cuencos de barro de tinta negra y
un pincel caligráfico de pelo de caballo.
El científico taoísta dejó los cables de metal colgando de la borda de la nave.
Empezó a mirar intensamente el bloque. Yo miré por encima de su hombro y, para mi
sorpresa, vi que el granulado de la madera cambiaba ante mis ojos, como si el
alcanforero no fuera madera sólida, sino agua fluyendo en un río. Al cabo de un rato
Fan soltó el bloque y empezó a dibujar extrañas espirales retorcidas en el papel.
—¿Qué está haciendo? —pregunté.
—Trazando las corrientes Xi alrededor de este planeta —respondió él—. Nunca
he visto pautas celestes tan complejas.
Yo nunca había visto hasta entonces trabajar a un taoísta, y me fascinó lo que
estaba haciendo. Mis pensamientos empezaron a centrarse en la cuestión de qué
causaba que el granulado de la madera cambiara. Mi mente se llenó de hipótesis.
¿Alguna fuerza misteriosa, desconocida para la ciencia helénica? ¿Algo en las
propiedades concretas del alcanforero? Quizá los cables eran responsables. Pero antes
de caer en aquel remolino de preguntas, Liebre Amarilla me apartó del borde de la
nave y me cubrió la boca con la mano, impidiéndome respirar.

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Me ahogué y traté de defenderme, pero entonces vi la expresión de preocupación
en sus ojos y me di cuenta de lo cerca que había estado de otro ataque de
hiperclaridad de neuma. Dejé de debatirme y ella retiró la mano.
—Gracias —dije.
Mihradario se rió como un coyote, lo que le valió una mirada de frío odio por
parte de Liebre Amarilla.
—Ayax, si tienes tan poca disciplina mental —dijo el traidor persa—, no vivirás
mucho aquí. Tengo ganas de ver cómo te mata tu guardaespaldas.
Liebre Amarilla se volvió a mirarlo y abrió la boca para hablar. Ares asomó en su
rostro, llenando sus palabras del poder de su pronunciamiento divino.
—Tú morirás antes que nadie —dijo, y el oro de sus ojos pareció rojo sangre bajo
la luz y el espíritu de Ares.
Mihradario se la quedó mirando, desafiando a la mujer y al dios que había dentro
de ella. El frío viento de las esferas exteriores se alzó bruscamente y el pelo le azotó
la cara.
—He destruido el trabajo de la vida de Ayax —dijo, y un espíritu se alzó también
en él, una criatura que ladraba y aullaba con locura divina—. No importa si le
precedo al mundo del más allá. Él nunca será honrado como héroe por los helenos,
pero cuando la Liga Délica sea destruida y el Imperio Persa sea vengado, mi nombre
y mi historia serán tallados en las ruinas del palacio del emperador y yo seré
recordado para siempre.
Nada respondí a este alarde, pero en mi corazón juré por las aguas de la laguna
Estigia que devolvería mi nave a la Tierra, que la historia completa del Ladrón Solar
sería narrada y que el nombre de Mihradario sería borrado de todos los pergaminos
de la Academia.
En ese momento atisbé movimiento cerca de la colina. Clovix salió de la caverna
de almacenamiento escoltando a Ramonojon, que se tambaleaba pero, gracias a
Apolo el Curador, caminaba.
El ceño de Miiama mostró claramente su disgusto al ver más supervivientes.
Mihradario también parecía furioso, sobre todo por la presencia de Ramonojon.
—El dinamicista jefe insistió en venir, comandante —dijo Clovix cuando nos
alcanzaron. Miró a Fan y a Miiama—. Señor, ¿quiénes son…?
Le expliqué quiénes eran los polizones.
—¿Quiere decir que ellos hicieron naufragar la nave? ¡Mataron a mi gente! —
dijo Clovix. La luz de la ira regresó a sus ojos cargados de sangre; soltó a
Ramonojon, quien se tambaleó un instante y luego se sentó despacio en el suelo.
Clovix se volvió para enfrentarse al niponiano. Miiama esperó impasible, como si no
sintiera ninguna amenaza por parte del gigante pelirrojo que se alzaba sobre él.
—Clovix, ¿ejecutaste mis órdenes? —dije, tratando de apartar al esclavo de la
ardiente ira que amenazaba con nublar su mente.
Clovix me ignoró y dio un paso hacia Miiama.

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—El comandante te ha hecho una pregunta —dijo Liebre Amarilla, llenando su
voz de autoridad espartana.
—Co-comandante —vaciló Clovix; dio un dubitativo paso hacia Miiama y luego,
contra su voluntad, el jefe de esclavos se volvió a mirarme—. Comandante —dijo,
tratando de recuperar su máscara de educación. Pronunció cada sílaba con gran
cuidado, como un estudiante que no está familiarizado con el idioma que habla—.
Todavía no he tenido oportunidad de inspeccionar a fondo la cueva de
almacenamiento. Pero después de un registro superficial, puedo decir que nuestra
situación es seria. Todo el equipo pesado ha desaparecido, las grúas, las alisadoras,
todas las máquinas excavadoras de los dinamicistas. Los trineos lunares al parecer se
soltaron de sus puntos de atraque durante el vuelo; probablemente estarán orbitando
por debajo de nosotros. Comprobé también los suministros de uranología. No quedan
más de cinco kilos de oro-fuego. Entiendo poco de ciencia, comandante, pero eso no
es suficiente para llevarnos a casa, ¿verdad?
—No, Clovix —respondí—. No es suficiente.
Él inclinó la cabeza y continuó:
—Tenemos comida de sobra, comandante, sobre todo grano y fruta seca y
verdura. Pero los únicos líquidos que nos quedan son aceite de oliva y vino sin diluir.
Una sed insaciable me miró desde el semblante apenas controlado de Clovix y se
convirtió en la cara de Tánathos, el rostro de la muerte inevitable. Mi mente fue
atenazada de pronto por el dios que toca la vida de cada hombre. Tánathos abrió su
negra túnica y doscientos fantasmas volaron desde el oscuro vacío de su cuerpo. Todo
hombre y mujer que había muerto a mi servicio en aquella nave me suplicó que era
mi deber vengar su muerte.
Mis ojos se abrieron por su cuenta y contemplé a través de la ira roja de Ares a
los hombres responsables de aquel desastre: Mihradario, Miiama y Fan. Ninguno de
ellos parecía haber advertido mi reacción. Mihradario estaba demasiado concentrado
intercambiado miradas de furia con Ramonojon, los ojos de Miiama estaban clavados
en Clovix, y Fan seguía estudiando el planeta Ares, sin saber lo cerca de él que estaba
el dios de ese orbe.
—Déme un lanzador, Liebre Amarilla —susurré en xeroqui.
—No, comandante —dijo ella. Se volvió a mirarme con Atenea en los ojos. Mi
diosa patrona salió de aquellos orbes dorados para tocar mi corazón. El espectro de
los muertos se retiró ante aquella divina presencia y sus gritos de venganza
enmudecieron. Ares intercambió unas palabras con su hermana, pero ella le mostró la
égida que llevaba en nombre de su padre y también él partió, dejando un agujero
dolorido en mi corazón.
—¿Por qué me detiene? —le pregunté a Liebre Amarilla.
—Porque piensa demasiado —dijo ella, y su espíritu me alcanzó y supe que esas
palabras no eran una contestación.
—¿Qué significa eso?

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—Los que piensan en todo no son buenos soldados. Cuando arrebatan una vida,
la suya se llena de reflexión sobre la muerte. Sus corazones se llenan del reino de
Cthon. La bilis negra domina sus humores. O bien aman el acto de matar o lo odian.
Pero, pase lo que pase, no son capaces de cumplir con su deber.
—¿Y qué os hace diferentes a los espartanos? —dije, haciendo la pregunta que mi
padre había respondido siempre con despectivo silencio.
—Nuestras almas están llenas de guerra, no de muerte. Matamos y morimos
según sea necesario para nuestra victoria, y ahí es donde se acaba todo. Usted es el
comandante aquí. Si cree que el traidor y los espías deben morir por bien de la Liga,
entonces los mataré, y al haber cumplido con mi deber no volveré a dirigirles un
pensamiento después. Ésa es la mente del espartano.
—Gracias, Liebre Amarilla —dije. Miré de nuevo a los tres hombres, y Atenea
los miró conmigo y susurró sabiduría a mis oídos. Mihradario moriría regresáramos a
la Tierra o no; no vi ninguna necesidad de ordenar su ejecución. Miiama y Fan eran
peligrosos, pero ambos habían cumplido con su deber para con su imperio. Habría
sido adecuado que murieran en batalla, pero no había necesidad de ejecutarlos a
menos que actuaran para impedir nuestro regreso. Era una apuesta peligrosa dejar al
niponiano con vida, pero supe que si hubiera ordenado su muerte allí y entonces, no
habría muerto solo, y necesitaba la ayuda de toda mi gente. Satisfaría con los
sacrificios adecuados la venganza de los fantasmas de los muertos cuando pudiera
hacerlo.
—Nada de muertes —le dije a Liebre Amarilla. Y ella obedeció como un soldado
a su comandante.
Ramonojon estaba sentado a unos pocos pasos de distancia, mirándome
intensamente. No hablaba xeroqui, pero me hizo una pregunta que me dijo que había
comprendido como un amigo a otro amigo lo que acababa de ocurrirme.
—¿Has decidido que viviremos?
—Sí —respondí, y advertí que en efecto lo había decidido.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
—Necesitamos agua —dije—. ¿Tienes alguna idea de cómo podemos obtenerla,
dinamicista jefe?
Ramonojon se sobresaltó momentáneamente por el título, pero se recuperó
rápidamente y se puso a pensar. Después de unos minutos de introspección, habló.
—Podríamos hacer un recolector de agua como hacen en los desiertos de Judea y
el Sahara. Tenemos que poner una manta porosa sobre un barril y cubrirlo con una
parrilla de oro-fuego. El agua goteará del aire que el oro-fuego rarifique y caerá a
través de la manta en el barril.
—Eso no funcionará tan lejos de la Tierra —dije—. El aire es demasiado seco.
Pero entonces Atenea me ofreció una idea.
—¡Las cajas! —dije.
—¿Qué? —preguntó Ramonojon.

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—¡Las cajas de madera de los embalajes! Hay un montón de agua en la madera.
Lo único que tenemos que hacer es quitarle la tierra. Podemos usar plata-aire y oro-
fuego para conseguirlo. ¡Clovix!
—¿Sí, comandante?
—Trae todo el oro-fuego que puedas del almacén. Y quita el refuerzo de plata-
aire de algunas túnicas de protección solar. Luego trae una manta de lana, un barril
grande y vacío, y algo de madera de las cajas rotas.
—¿Tendremos agua, comandante? —dijo él, los ojos iluminados ante la idea de la
vida—. ¿Viviremos?
—Sí —dije yo.
—No —dijo Miiama, cortando el aire con una sílaba de la lengua del Reino
Medio.
—¡Miiama! —Fan alzó la cabeza de su tarea—. Déjalos hacer su trabajo. El agua
sólo prolongará un poco sus vidas.
El niponiano miró al viejo científico taoísta. Algo frío descendió sobre los ojos
del comando. Permaneció quieto un instante, sopesando una decisión, pero al final
inclinó la cabeza y se dirigió a babor sorteando la colina.
Liebre Amarilla me miró inquisitiva.
—No le pierda la pista —dije—. Pero no ataque.
—A la orden —dijo ella, ladeando la cabeza para prestar atención.
Me volví hacia Clovix.
—Haz lo que he dicho.
Clovix hizo una rápida reverencia y se dirigió al laboratorio y el túnel que
conducía a la cueva de almacenaje. Pocos minutos más tarde regresó con un gran
barril de roble bajo el brazo derecho y con una docena de tablas de pino bajo el
izquierdo. Colocó el barril ante mí y sacó una manta, varias varas de treinta
centímetros de oro-fuego y seis telas de malla de plata-aire rápidamente extraídas.
—Bien hecho, Clovix.
—Gracias, comandante.
Ramonojon y yo tardamos una hora en colocar las varas de oro-fuego y plata-aire
encima de la manta que cubría el barril para obligar al agua a salir de las planchas de
madera sin hacerlas arder.
Durante estos preparativos, Fan terminó sus dibujos y se acercó a observar. Sus
ojos brillaron de interés cuando colocamos los primeros trozos de madera en lo alto
del entramado de metal y los primeros hilillos de vapor empezaron a alzarse.
Un momento más tarde empezó a formarse rocío en el borde superior del barril y
el aire se llenó del inconfundible olor de la madera húmeda.
—¿Cómo funciona esto? —preguntó Fan.
—El fuego y el aire fuerzan al agua a salir de la madera —dije—. Usamos la
manta para que la empape antes de que tenga oportunidad de evaporarse en el aire.
Cuando la manta esté completamente empapada, exprimiremos el agua y la

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beberemos.
Frunció el ceño.
—Más ciencia incomprensible suya. ¿Por qué convertir la madera en tierra
produce agua?
—No estamos convirtiendo la madera en tierra —dije yo—. Eso sería imposible.
Estamos extrayendo agua de la madera, dejando un residuo de tierra.
Sus cejas se unieron en un gesto de asombro.
—La madera es madera, la tierra es tierra. Una cosa cambia en la otra. ¿Por qué
debería quedar nada?
Pensé en abandonar la conversación, pero nunca había tenido oportunidad de
hablar con un científico taoísta antes y mi curiosidad era demasiado fuerte. Pero antes
de continuar la discusión, le hablé a Liebre Amarilla.
—Vigíleme —dije—. Y detenga la conversación si muestro algún signo de
hiperclaridad.
—Sí, Ayax.
—Parece que tenemos un problema de lenguaje —le dije a Fan—. Empecemos
por los primeros principios. Conocerá usted la teoría atómica, por supuesto.
—He visto esa expresión en sus libros, pero nunca la he comprendido.
—La teoría atómica dice que todo en el mundo terrestre está compuesto de
minúsculas piezas de tierra, aire, fuego y agua. Las propiedades materiales de un
objeto pueden cambiarse modificando la cantidad de cada elemento que contiene.
Fan negó con la cabeza.
—Cualquier cosa puede estar en estado de tierra, aire, fuego, agua o madera —
dijo—. Las diez mil cosas cambian unas en otras por la corriente natural de la
transformación.
Continuamos discutiendo sobre lo básico durante una hora. Expliqué que materia
y forma eran fundamentales para la conducta de los objetos. Él declaró que eran
accidentes, que el fluir y la transformación de las cosas se encontraban en el corazón
de toda ciencia. Al final de esa conversación no encontramos ningún territorio
común, pero los dos teníamos mucha sed. Por fortuna, la manta estaba empapada de
agua. Exprimimos el líquido en un gran cuenco de bronce que Clovix había
encontrado y bebimos por turnos. El agua estaba horrible: olía a pino y sabía a
madera, pero mi garganta reseca la tomó tan ansiosamente como si estuviera
bebiendo el primer vino dulce de las uvas de primavera.
Liebre Amarilla y Ramonojon se acercaron a saciar su sed, y lo mismo hizo
Clovix. Busqué a los otros, pero no pude verlos.
—¿Dónde están Mihradario y Miiama? —le pregunté a Liebre Amarilla.
—Se han ido a la parte de babor de la colina —dijo ella, y tomó sólo un sorbo del
cuenco—. Puedo oírlos desde aquí. Han estado discutiendo nuestras posibilidades de
supervivencia y considerando si deben intentar matarnos ahora o esperar. Decidí que
era mejor dejarlos planear donde pudiera oírlos que dejarlos sentarse aquí y planear

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en silencio.
—Muy sabio —dije yo.
Fan arrugó la nariz con disgusto mientras engullía más agua gris. Luego sacó de
uno de sus bolsillos un paquetito envuelto en hojas de loto verde y lo abrió. Dentro
había una docena de píldoras dorado-anaranjadas del tamaño de uvas pasas.
—No quedan muchas —dijo mientras comía una.
—¿Píldoras alimenticias medianas? —preguntó Liebre Amarilla.
—¿Humm? —Él la miró con curiosidad—. Píldoras de supervivencia, en
realidad. Te mantienen alerta y despierto durante días además de satisfacer la
necesidad de comida. El agua, sin embargo, sigue siendo necesaria.
Iba a guardarlas, y entonces vio mi aspecto fatigado y mis ojos cansados y
enrojecidos. Un amable espíritu entró en él y me tendió las píldoras.
—¿Quiere probar una?
Tomé una y la estudié.
—Ayax, no la tome —dijo Liebre Amarilla—. Podría ser veneno.
—Correré el riesgo si puedo aumentar nuestras posibilidades de supervivencia.
—Comandante, como guardaespaldas, debería probarla.
—No, Liebre Amarilla —dije—. Si usted muere, no quedará nadie para proteger a
Ramonojon y Clovix de Miiama.
—Comandante, insisto…
Pero yo me tragué la píldora. Sabía a yeso seco, pero cuando llegó a mi estómago
los dolores que había estado intentando ignorar desaparecieron, mis ojos dejaron de
esforzarse, mi hambre desapareció y el acuciante deseo de bostezar se desvaneció.
Mis músculos, que habían soportado días de dolor, dejaron de gemir. Pero lo más
sorprendente fue que mi mente se sintió liberada para correr libremente en vez de
concentrarse solo en una cosa con exclusión de las demás. La amenaza de
hiperclaridad desapareció, aunque la agudeza de pensamiento que me proporcionaba
el aire superior permaneció.
—Sorprendente —le dije a Fan.
—Son productos corrientes —respondió él.
Estuve tentado de preguntarle cómo funcionaban, pero no quise, en ese punto,
entablar otra conversación confusa. En cambio, me volví hacia mi guardaespaldas.
—Creo que las píldoras son seguras.
Ramonojon, Clovix y Liebre Amarilla tomaron una cada uno. Mi guardaespaldas
me miró con reproche por el riesgo que había corrido, pero sentí un espíritu de
compasión detrás de su ira.
—Pronto tendré que hacer más —dijo Fan, contemplando las siete píldoras que
quedaban en el crujiente bulto de hojas de loto.
—¿Cuánto tiempo duran?
—Una semana.
—¿Una semana sin comer ni dormir? —dije, sorprendido.

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Fan ni siquiera advirtió mi sorpresa. Parecía perdido en sus pensamientos.
—A Miiama no le hará gracia que se las haya dado. Pero dudo que vivamos lo
suficiente para que informe de mi indiscreción.
Liebre Amarilla alzó una ceja, intrigada.
—¿No es su subordinado?
—Y también mi carcelero —dijo Fan.
—¿Su carcelero? —dije yo en hunán, seguro de que Fan se había confundido con
la palabra helénica que acababa de pronunciar.
—Así es —dijo en su lengua materna—. Este ser indigno está aquí para redimir a
su familia de la desgracia.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—Hace dos años —dijo él, los ojos desenfocados y mirando el pasado—, diseñé
un domador de fuego.
—¿Un qué?
—Un aparato que controla las corrientes Xi que gobiernan la manera en que se
extiende el fuego. El aparato funcionó a la perfección en el laboratorio, y el propio
Hijo del Cielo me felicitó y me dio un puesto en los principales laboratorios de
HangXou. Mi domador de fuego fue entregado al Ejército en la tierra que ustedes
llaman Atlantea del Norte. Planeaban usarlo para quemar uno de los grandes bosques
del este, privando a sus ciudades-estado de materiales y protección. Pero cometí un
error.
—El domador de fuego no funcionó —dije yo.
—Funcionó a la perfección, excepto que el Xi que gobierna el viento puede
superar al Xi que gobierna el movimiento del fuego. Las cometas de combate que
volaban sobre las tropas necesitaban controlar el Xi del viento para volar. El Xi del
viento obligó al fuego a ir en una dirección, y mi domador de fuego lo obligó a ir en
otra. Un tornado de llamas se alzó y arrasó a la mitad de las tropas.
Fan tomó otro sorbo del cuenco de bronce y se limpió de los labios el residuo de
lana con la manga.
—El Hijo del Cielo ordenó mi ejecución y la de mis tres grupos de parientes, pero
el ministro de Asuntos Celestes intervino. Me ofreció una oportunidad de salvar a mi
familia ayudando a destruir su nave. Mi muerte, por supuesto, era inevitable.
—¿Qué tiene eso que ver con Miiama? —preguntó Liebre Amarilla.
El anciano medio sonrió con la parte izquierda de la boca.
—El plan, como digo, requería que, independientemente de lo que ocurriera, yo
tenía que morir, así que me dieron a Miiama como asesino, guardián y carcelero. —
Fan cruzó las manos sobre su regazo y unió sus largas uñas—. Pero no soy tan firme
como debiera a la hora de aceptar la muerte. Estaba dispuesto a morir en los fuegos
del Sol, pero me resulta difícil morir de hambre aquí, o arrojarme por la borda y
estrellarme contra las esferas inferiores. Miiama me mataría si se lo pidiera, pero no
puedo hacerlo. No sé cuánto tiempo será paciente conmigo.

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Tomó otro sorbo de agua.
—Sin duda Miiama elegirá su momento.
Entonces se levantó, nos hizo una reverencia a todos nosotros, y volvió al borde
de la nave para continuar sus dibujos.
Me quedé observándolo durante un rato mientras Clío y Atenea susurraban entre
sí al fondo de mi mente. Por fin me volví hacia Liebre Amarilla.
—¿Daría a alguien caído en desgracia una misión tan importante?
—Por supuesto que no —repuso ella—. Se la daría a alguien dispuesto a morir
con el conocimiento pleno de que sería reconocido como héroe por sus actos.
—Igual que yo —dije—. ¿Y asignaría a otra persona para asegurarse de que un
hombre semejante muriera?
—Eso sería un insulto al honor de quien recibiera esa misión. ¿En qué está
pensando, Ayax?
—No lo sé. Clío y Atenea me están susurrando, pero no logro comprender lo que
las benditas diosas intentan decirme.
—El barril de agua está lleno —dijo Ramonojon, intercalando una nota práctica
—. ¿Qué deberíamos hacer ahora?
Reflexioné un rato sobre su pregunta. Con comida, agua y las píldoras de
supervivencia de Fan, podríamos vivir, al menos durante un tiempo. Dediqué mis
pensamientos a idear un medio de regresar a la Tierra.
Para movernos necesitábamos impulsores. Y para fabricar impulsores
necesitábamos oro-fuego, del cual sólo teníamos cinco kilos. La nave no tenía mucho
oro puro a bordo, ni teníamos una fundición que pudiera convertir el oro en oro-
fuego. Eso significaba que tendríamos que buscar material para los impulsores en la
única fuente que quedaba en la nave, los cañones evac.
Las baterías de proa, babor y estribor habían desaparecido con la parte delantera
de la Lágrima de Chandra. Eso dejaba solamente la batería de cañones trasera.
Liebre Amarilla puso objeciones cuando expliqué mi idea.
—Los cañones de popa están intactos. Si saca el oro-fuego de allí esta nave
quedará indefensa.
—No tenemos suficientes artilleros para manejar los cañones —dije yo—. Bien
podríamos usar el oro-fuego para movernos.
—Si ésa es su decisión, comandante —dijo ella.
—Lo es —me volví hacia Clovix—. Busca unas barras largas.
—Sí, comandante.
La batería de cañones de popa se alzaba desafiante, apuntando sus lanzas de metal
hacia el planeta del dios de la guerra. Bajo la roja luz de Ares, los cilindros de bronce
y acero brillaban como un ocaso nublado. En la base de cada cañón, cerca del asiento
del artillero, había una serie de palancas que hacían rotar la pieza de artillería en
cualquier dirección. Liebre Amarilla fue manipulando una a una las palancas para
rotar los cañones hasta que quedaron planos sobre la superficie de la nave. Entonces

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Clovix se metió dentro de los cañones y sacó los hemisferios de oro-fuego que
rarificaban el aire dentro de ellos.
Ramonojon y yo apilamos el brillante metal amarillo en un montoncito y
llevamos la cuenta de cuánta preciosa sustancia amasábamos.
En un momento dado Fan se nos unió. Parecía fascinado con el oro-fuego, y
recogía los nódulos y los estudiaba con atención.
—Nunca hemos comprendido esta sustancia —dijo—. He experimentado con
piezas capturadas una y otra vez. Lo único que he obtenido de mis estudios es un olor
terrible y una sensación de mareo. Se transmutó en fuego una vez; fue notablemente
fácil y notablemente malo para mi laboratorio.
Me eché a reír, recordando la obra que había representado Euripos con su amplia
gama de explosiones. «Viejo —pensé—, ojalá te unas al coro de actores en el Hades e
interpretes las mejores comedias ante el señor y la dama de ese reino».
Inspiré profundamente; mi mente se despejó y volví a pensar como un científico.
—El oro-fuego es sólo metal impregnado de tanto fuego como puede contener —
le dije a Fan.
—Eso no tiene sentido —replicó él, girando el nódulo y observando el aire
clarificarse a su alrededor.
Intenté una vez más explicarle la teoría atómica.
—El metal es tierra mezclada con fuego.
—El metal es metal, el fuego es fuego, la tierra es tierra —dijo él.
—Creo que no haremos ningún progreso discutiendo sobre principios básicos.
Fan ladeó la cabeza y pensó un momento.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué utilidad práctica tiene este oro-fuego?
—Aleja las impurezas terrestres del aire cercano, rarificándolo.
—¿Y?
—Cuanto más fino es el aire, más rápido pueden moverse los objetos a través de
él.
—Los objetos se mueven según los dirige el Xi —dijo él, volviendo a lo básico.
Miré a Ramonojon en busca de ayuda. Él se encogió de hombros. Suspiré y
renuncié al debate. Tenía asuntos más importantes con los que ocupar mi mente.
Durante las siguientes horas reunimos todo el oro-fuego, casi cien kilos del metal
precioso.
—Ramonojon, ¿es suficiente para llevarnos a casa?
Él se sentó con un pedazo de papiro y un trozo de tiza rescatada de los
laboratorios y empezó a escribir. Se detuvo media hora más tarde y miró sus cálculos.
—No tenemos el equipo necesario para mejorar la dinámica de la nave, así que
eso es definitivo. Pero podemos hacer nuevas bolas de lastre e instalar algunos
controles rudimentarios para los nuevos impulsores. Si hiciéramos eso, podríamos
alcanzar Hermes en ciento cuarenta y siete años.
—¿Ciento cuarenta y siete años?

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Él asintió.
—Sólo me he concentrado en el tiempo de vuelo. También está el problema de
maniobrar la nave para sacarla de este laberinto de epiciclos en el que estamos
atrapados, por no mencionar la dificultad de volar más allá del Sol sin un navegante
profesional. También estoy suponiendo que soltaremos la red. No hay manera de que
podamos volver con el fragmento tirando de nosotros al azar por todo el espacio.
—Tenemos que encontrar otro modo.
—Lo he pensado —dijo Ramonojon—. Podríamos no hacer nada.
—¿Nada? —dijo Liebre Amarilla.
—Podemos esperar a que llegue la Lanza de Ares. Se supone que partirán para
este planeta dentro de dos meses.
Negué con la cabeza.
—Después de que Cleón robara sus impulsores, tuvieron que ordenar unos
nuevos, y no estarán listos hasta al menos dentro de dieciocho meses. Y calculan que
tardarán seis meses más en llegar. No podríamos extraer suficiente agua para todo ese
tiempo, y dudo mucho que Fan pudiera fabricar suficientes píldoras de supervivencia
para una espera tan larga.
Permanecimos en silencio un rato, reflexionando. Mientras permanecíamos
sentados a solas con nuestros pensamientos y nuestros dioses, Ares rodaba inexorable
en su órbita epicíclica, sumergiéndose bajo el horizonte de la nave y arrastrando
consigo el fragmento solar. El cielo se volvió oscuro y las estrellas salieron para la
breve noche. Estábamos más cerca de la esfera de estrellas fijas de lo que había
estado ningún hombre, y todo lo que queríamos hacer era regresar a la Tierra.
—Ojalá estuviera despierto Jasón —dije, pensando en el romántico amor de mi
amigo por las estrellas—. Sin él, sólo soy medio comandante.
—Discúlpeme —dijo Fan—. Pero ¿hay alguien dormido?
—Jasón está en… —Me detuve y me volví hacia Ramonojon—. ¿Cómo se dice
coma en hunán?
Él se rascó la cabeza.
—No lo sé.
Me volví hacia Fan.
—Jasón está en un sueño del que no despierta.
—Ah, sí, el hombre a quien Miiama no consiguió matar —dijo Fan. Se rascó la
barba y alzó una ceja—. ¿Por qué no se despierta?
—Resultó herido.
—¿Han sanado sus heridas?
—Sí.
Las uñas de Fan danzaron sobre su mejilla.
—¿Respira regularmente? ¿Es su pulso firme?
—Sí.
—Entonces vaya y despiértelo.

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—¡No sabemos cómo!
El mediano alzó las manos, incrédulo.
—Eso es ridículo. Lléveme junto a ese hombre. Yo lo despertaré.
—¿Es usted médico? —dije, recordando que el doctor Zi había sostenido que
existía una conexión entre toda la ciencia mediana y su medicina.
El rostro de Fan se arrugó en una mueca de desdén.
—¡Por supuesto que no!
—Entonces, ¿cómo lo va a curar?
—Sé medicina —dijo en helénico.
—Pero ha dicho que no es médico —contesté en hunán.
Los ojos negros de Fan se iluminaron con súbita comprensión.
—Un doctor sólo sabe de medicina. Un científico debe ir más allá de ese simple
principio. La medicina es la base de la alquimia, y la alquimia es la base de la ciencia.
Me volví hacia Ramonojon.
—¿Tiene eso sentido para ti con lo que sabes del Tao?
—Ya te he dicho, Ayax, que mis maestros son filósofos, no científicos.
—¿Filósofos? —dijo Fan.
—En el budismo Xan —contestó Ramonojon, sin que le importara ya quién lo
supiera.
Fan hizo una mueca de desprecio.
—Esos harapientos montañeses de cabeza vacía no saben nada del Tao.
Ramonojon lo miró tranquilo.
—Dicen lo mismo de ustedes, los alquimistas de mente estrecha encadenados a
los laboratorios de las ciudades.
Parecían a punto de enzarzarse en una discusión inútil, así que los interrumpí.
—Fan Xu-Tzu, ¿sostiene que puede curar a Jasón?
—Tendría que examinarlo primero —dijo el mediano—, pero creo que sí.
—Entonces hágalo.
Nos detuvimos en el laboratorio de Mihradario para recoger una pesada bolsa de
seda azul con el equipo que Fan necesitaba, y luego nos dirigimos al pabellón privado
de Jasón en el hospital.
Mi co-comandante yacía tal como lo habíamos dejado, los ojos cerrados a la
destrucción que lo rodeaba. Siguiendo una indicación de Fan, Liebre Amarilla soltó
las ligaduras de Jasón.
—Si le hace daño, mediano —dijo ella después de soltar la última correa—, le
haré lo que no han hecho ni el naufragio ni su niponiano.
—Comprendo, capitana —respondió él, y su voz era tranquila, pero no con la
calma llana de un hombre resignado a la muerte; era la calmada confianza del
científico que conoce su campo.
—Liebre Amarilla, déjelo trabajar —dije.
Fan se puso a examinar a Jasón. Durante una hora sondeó cautelosamente a mi

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co-comandante con agujas de oro y trazó misteriosas líneas por su pecho con finos
bloques de madera de balsa.
—No tendrían que hacer falta más de cinco minutos para despertarlo —dijo Fan
por fin. Mi corazón dio un brinco de alivio. Liebre Amarilla entornó los ojos y se
llevó la mano a la espada.
Fan colocó una píldora de supervivencia bajo la lengua de Jasón, y luego clavó
largas agujas de oro en las muñecas y tobillos de mi amigo. Después se inclinó, acunó
la cabeza de Jasón en sus manos y midió el pulso en su garganta durante cinco
minutos.
—Ahora —dijo y, suavemente, le clavó una aguja de plata en la nuca.
Los ojos de Jasón se abrieron de golpe. Vio la plácida mirada de Fan y sonrió: un
segundo más tarde la sonrisa se convirtió en la mueca de un tigre hambriento. Jasón
agarró a Fan por la túnica y arrojó al suelo al científico mediano. Mi co-comandante
dejó escapar un grito de bestia salvaje que ningún guerrero espartano en su sano
juicio permitiría que abandonara sus labios, y saltó sobre Fan. El anciano intentó
escapar, pero Jasón lo agarró por la garganta y empezó a estrangularlo y arrancarle la
vida.

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ν
Fan trató de librarse de Jasón, pero el débil y viejo mediano no podía hacer nada
contra un guerrero espartano, ni siquiera uno que llevaba semanas inactivo. Jasón
tensó su presa en la garganta del anciano, agarrando el frágil cuello con manos tan
duras como las mandíbulas de un tigre, dispuesto a desgarrar la carne. Mi co-
comandante echó atrás la cabeza, sacudiendo la melena despeinada. Un rugido felino
surgió de su boca, y un alarido de roja sed de sangre resonó por las cavernas de plata,
llamando a los sedientos espíritus de los muertos.
Liebre Amarilla saltó de mi lado y dio una patada a Jasón en el brazo izquierdo,
obligándolo a soltar el cuello del anciano. Jasón aulló con dolor animal y se escudó
tras la mesa de operaciones.
Fan se encogió en una pelota y jadeó entrecortadamente, las manos temblorosas.
Jasón se incorporó de un brinco, los brazos abiertos, dispuesto a la lucha. Las
agujas de oro saltaron de sus miembros y su cuello y golpearon el suelo. Sus ojos
brillaron tintos en sangre, sus pupilas se dilataron y su cabeza se sacudió de un lado a
otro como si no pudiera ver qué tenía delante.
Liebre Amarilla rodeó la mesa, acercándose con cautela a su oponente. Tenía las
manos levantadas ante su pecho acorazado, una postura de boxeador. Jasón rugió de
nuevo y saltó por encima del bloque de mármol. Aterrizó a unos pocos centímetros
delante de ella y movió los enormes brazos para aplastarla como un oso. Liebre
Amarilla esquivó el golpe, lanzó una patada y lo derribó con una zancadilla. Mientras
Jasón caía, extendió la mano y la agarró por la pierna herida, haciéndole perder el
equilibrio. Cuando ella golpeó el suelo de roca lunar, rodó hacia babor y empujó a mi
guardaespaldas contra la pared. Liebre Amarilla se retorció en el aire y golpeó con los
pies la parte de babor de la cueva. Apretó los dientes para sofocar el dolor del
impacto mientras se apartaba de la pared para incorporarse.
Empecé a cruzar la habitación para ayudarla, pero una sola mirada penetrante de
sus ojos dorados me contuvo. Estaban luchando dos espartanos: yo no tenía ningún
derecho a intervenir. Así que, aparté a Fan de la pelea y lo llevé a la seguridad de la
pared de estribor, mientras los guerreros continuaban con su batalla.
Jasón cargó contra Liebre Amarilla. Ella saltó en el aire sobre un pie, dio una
patada a la pared y giró en vuelo para recibir su ataque. Él extendió las manos para
agarrarla en el aire. Sujetó su brazo derecho y la atrajo hacia sí, pero ella aprovechó
ese impulso para añadir fuerza a su patada. Su pie calzado de acero golpeó el pecho
de oso de Jasón. Las costillas crujieron, sangre y aliento escaparon de su boca. Jasón
jadeó y luego, como una torre poderosa, se desplomó en el suelo y permaneció allí,
respirando afanosamente.
Liebre Amarilla saltó sobre él, lo hizo rodar sobre su pecho y le sujetó las manos
a la espalda.
—Correas —dijo, lanzándome un cuchillo—. Rápido.

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Corté las correas de la mesa de operaciones. Ella las empleó para atar a Jasón y
luego vendó sus costillas. Mientras se encargaba de eso, me acerqué a la pared de
estribor, donde Fan se frotaba la garganta.
—¿Qué le ocurre? —dije, agarrándolo por la túnica—. ¿Qué le ha hecho?
El mediano tosió, y luego se aclaró la garganta.
—No lo sé. Nadie ha reaccionado de esa forma antes. ¿Qué hicieron sus médicos
para mantenerlo con vida?
—Inyecciones de humor sanguíneo.
—¿Quiere decir sangre?
—Sangre purificada sin ninguno de los otros humores —dije—. Sin duda sabrá
de qué hablo.
—Sólo por sus textos médicos —dijo él, incorporándose lentamente. Clavó sus
ojos en los míos—. No sé nada sobre sus propiedades.
—Quiere decir que no sabe qué le sucederá. —Lo atraje hacia mí y el anciano se
encogió, lleno de miedo.
—La píldora de supervivencia debería eliminar las drogas que le han dado
ustedes —dijo con voz apresurada—. Debería recuperarse en un par de horas.
—Si no lo hace —dijo Liebre Amarilla, apartándose de la forma vencida de mi
co-comandante—, usted lo escoltará al mundo inferior.
—Comprendo —dijo Fan. Lo solté y se inclinó ante Liebre Amarilla y luego ante
mí—. ¿Puedo sentarme mientras esperamos?
Asentí y me hice a un lado; Fan se acercó a la mesa de operaciones, se sentó
encima con las piernas cruzadas y fijó su mirada en Jasón.
Liebre Amarilla atendió metódicamente la fractura de su pie y luego vigiló a
Jasón. Esperamos una hora y media mientras mi amigo se debatía contra sus
ligaduras como un león enjaulado. Yo observé y rogué a Apolo por su recuperación.
El dios no me ofreció ningún consuelo y había empezado a desesperar cuando sin
advertencia Jasón se dobló y empezó a gemir.
Aulló un minuto y, luego, empezó a sacudirse locamente, tensando las correas de
cuero que lo sujetaban. Vomitó sangre, que se secó instantáneamente en una mancha
negra en el suelo. La punta de la espada de Liebre Amarilla se detuvo a dos
centímetros de la garganta de Fan.
—¡No! —dijo el mediano—. No se está muriendo. Se está recuperando.
La afilada punta de acero permaneció donde estaba mientras observábamos.
Los espasmos cesaron tan bruscamente como habían empezado y Jasón se quedó
quieto, jadeando. Un momento después sus ojos se abrieron de golpe: ojos
despejados, sin rastro de locura. Parpadeó dos veces, luego me miró.
—Ayax —croó—. Necesito agua.
Liebre Amarilla corrió al dispensario y volvió minutos más tarde con un cuenco
lleno de la última agua que quedaba en la nave. Acerqué el cuenco a la boca de Jasón
y él bebió ansioso. Liebre Amarilla cortó sus ligaduras mientras Fan le tomaba el

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pulso en las muñecas, luego en el cuello, después en los tobillos.
—Como pensaba —dijo Fan—. Se recuperará completamente si no le dan más
medicinas de las suyas.
Jasón apuró hasta la última gota de agua y se sentó lentamente. Clavó los ojos en
el mediano.
—Usted no es el doctor Zi. —Se volvió hacia mí—. Ayax, ¿quién es este
mediano, y qué está haciendo en nuestra nave?
—Es una larga historia —contesté. Me senté en el suelo junto a mi amigo y lo
miré directamente a los ojos, dejando que el espíritu pleno del desastre fluyera hacia
él a través de la luz de mis ojos—. Y una historia triste.
Jasón escuchó mi detallado relato de todo lo que había ocurrido mientras él
dormía. La furia creció en su corazón, pintando su rostro de ira roja mientras le
contaba las acciones que emprendió Anaximandro escudado en su posición. Cuando
relaté nuestra detención, maldijo el nombre de su jefe de seguridad e imploró que los
jueces de los muertos lo condenaran al tormento. Cuando describí el naufragio de mi
nave, mi co-comandante me agarró el brazo, compasivo; pero incluso mientras
catalogaba las dificultades de nuestra situación pude ver el espíritu de desafío
espartano creciendo en él, y supe que si podía hallarse un medio de volver a casa,
Jasón y yo, reunidos en el mando, lo encontraríamos.
—Bien —dijo Jasón cuando terminé mi relato—. A bordo de la nave estamos tú,
yo, Liebre Amarilla, Ramonojon, que no es ningún traidor, Mihradario, que sí lo es,
tres guardias que has atado, Clovix y dos espías medianos.
Yo asentí.
—Los espectros de nuestra tripulación yacen sin duelo —dijo—. Pero tendremos
que esperar para rendirles honores. Por ahora debemos preocuparnos por los vivos.
—De acuerdo.
—Bien —dijo Jasón, incorporándose despacio, pues sus piernas no estaban
acostumbradas a caminar—, lo primero que hay que hacer es liberar a esos tres
soldados.
El férreo sentido práctico de Jasón se estaba imponiendo, llenando los huecos de
mi propio liderazgo. Un poco de paz acudió a mi alma; me pareció que por primera
vez en semanas podía preocuparme sólo de la mitad del mando que era mi deber.
Jasón dio unos cuantos pasos vacilantes, recuperando lentamente la familiaridad
con sus piernas. Cuando estuvo listo salió del hospital y subió a la superficie de la
nave.
Ares flotaba sobre nosotros, precipitando la roja luz de la batalla sobre nuestro
lisiado navío. Mientras salíamos de la cueva, Jasón se detuvo para contemplar el
planeta y sus ojos brillaron con su vieja alegría de costumbre ante los ciclos. Se
permitió un solo minuto de comunión divina antes de apartar la mirada y recuperarse.
Con la mirada al frente, marchó hasta el laboratorio de Mihradario, donde habíamos
dejado a los soldados maniatados.

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Los furiosos guardias estaban sentados contra la pared de popa, bajo la parte del
friso de Mihradario que mostraba a Alejandro asediando las altas murallas de Susa, la
antigua capital de Persia. Los cañones evac de vapor disparaban primitivas balas
esféricas de hierro a las torres de guardia mientras los soldados de las murallas
contemplaban horrorizados las terroríficas armas que Aristóteles había creado para su
alumno.
Los guardias atados bajo aquella escena nos miraron a Liebre Amarilla y a mí con
el mismo temor que habían mostrado los antiguos persas, pero cuando vieron a Jasón
sus expresiones se convirtieron en la alegre aceptación que se apodera de los hombres
bendecidos por la presencia de los dioses. La locura abandonó sus ojos mientras
contemplaban asombrados a su líder redivivo ante ellos.
Jasón hizo un gesto a Liebre Amarilla, y ella cortó las ligaduras.
Los soldados se pusieron firmes, los ojos fijos en su comandante. Él se plantó
delante de ellos y lo saludaron con la mano sobre el corazón.
—Jenófanes, Heráclites, Solón —dijo Jasón, dirigiéndose a cada uno por su
nombre—. Habéis hecho cuanto habéis podido para cumplir con vuestro deber en
duras circunstancias. Anaximandro, sin embargo, no lo hizo; su violación del deber
será juzgada en el Hades. Las órdenes que os dio quedan rescindidas. En concreto,
tenéis que saber que el comandante Ayax y la capitana Liebre Amarilla no son
traidores. ¿Comprendido?
—Sí, comandante —dijeron ellos.
—Excelente. Ahora, éstas son vuestras nuevas misiones. —Jasón señaló al
primero—. Jenófanes, tú vigilarás al traidor Mihradario. Me informarás de todo lo
que hace. Solón, tú vigilarás al científico mediano. —Se volvió hacia el tercer
hombre—. Heráclites, tu misión es más difícil. Tienes que vigilar al niponiano, pero
no acercarte a él. Si intenta hacer algo que consideres que pueda poner en peligro
alguna de nuestras vidas infórmame a mí o a la capitana Liebre Amarilla. No intentes
combatir tú con él.
Los soldados volvieron a saludar y salieron del laboratorio para cumplir con su
deber.
—Ahora, Ayax —dijo Jasón después de que los guardias se marcharan—, es
necesario que nos reunamos.
—De acuerdo —dije yo—. Liebre Amarilla y yo buscaremos a Ramonojon y
Clovix, y nos reuniremos contigo en lo alto de la colina dentro de veinte minutos.
Jasón asintió.
—Jasón —dije—. Hay algo más que debo decirte.
—¿Sí?
—Cuando veas la colina, quiero que sepas que cerré los ojos de las estatuas de
Atenea, pero Alejandro y Aristóteles nos fueron arrebatados sin la debida ceremonia.
—¿Cerraste sus ojos solo?
—Mejor eso que dejar que Anaximandro deshonrara a la Sabiduría con su mano

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de imbécil —dije mientras salíamos de la cueva del traidor.
Liebre Amarilla y yo nos dirigimos al extractor de agua para informar a
Ramonojon y Clovix de la reunión. Encontramos a Ramonojon inclinado sobre dos
barriles. Uno era el extractor de agua original, el otro un sencillo barril cubierto de
varias capas de gris y viscosa estopilla de algodón. Ramonojon estaba pasando con
cuidado el agua oscura que habíamos extraído del primer barril al segundo.
—¿Filtrando el agua? —pregunté.
—Sí. ¿Dónde has estado?
Le contamos lo de la recuperación de Jasón.
—¿Fan ha curado a Jasón? —dijo Ramonojon después de reflexionar un
momento en silencio.
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé —dije—. Pero sospecho que ese viejo mediano quiere vivir. Es
extraño, considerando que vino aquí a morir.
Ramonojon cerró los ojos y empezó a hablar en el dialecto cantonés. Noté que
estaba citando algo, pero no conocía la fuente.
—El Cielo soporta —dijo—. La Tierra sobrevive. El motivo por el que el Cielo y
la Tierra pueden soportar y sobrevivir es porque no viven para sí mismos. Por tanto,
pueden soportar eternamente.
Abrió los ojos.
—Lao-tse, el Canon del camino y la virtud.
—Gracias —dije yo, sintiendo que algo aún no nacido se agitaba en mi corazón.
Ramonojon sonrió y volvió a su trabajo. Retiró la estopilla de algodón del
segundo barril, metió en él un cuenco limpio y me lo tendió. Mi reflejo me miró
desde el agua clara. Bebí ansioso, saboreando el sabor frío y dulce, y luego le pasé el
cuenco a Liebre Amarilla, que se bebió el resto.
—Bien hecho —le dije a Ramonojon—. Pero tendrás que esperar hasta después
de la reunión para terminar esto.
—¿Reunión?
Se lo expliqué.
—¿Quieres buscar a Clovix y decírselo?
—Sí, comandante —dijo Ramonojon.
Un cuarto de hora más tarde, los cinco nos reunimos en las ruinas que salpicaban
la cima de la colina. Nos sentamos en la pelada roca lunar en el lugar donde antes
estaban los asientos de piedra. Ares se alzaba sobre nosotros, arrojando su dura luz
rojiza para que se mezclara con el frío plateado del suelo. El girar de los epiciclos de
cristal había llevado el fragmento de Sol por encima de la banda de estribor,
añadiendo el amarillo de Helios a la armonía de iluminaciones.
El viento me sacudía con su frialdad, hincándose en mi túnica de lana, pero lo que
fuera que hubiese en las píldoras de Fan me mantenía cómodo a pesar de la

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temperatura. El aire puro sin agua había secado mi piel hasta resquebrajarla, pero eso
tampoco me hacía daño. El único dolor que sentía era el de la pérdida al contemplar
las ruinas del trabajo y la belleza.
Me había sentado junto a Jasón. Liebre Amarilla estaba a mi izquierda y
Ramonojon junto a ella. Clovix se sentaba entre nosotros, pero no mostraba la antigua
arrogancia del esclavo, sino el orgullo del hombre que cumple con su deber.
Sin que los invitaran, Fan, Miiama y Mihradario se acercaron a la base de la
colina. Yo sabía que el viejo taoísta había estado descansando tras su ordalía. En
cuanto al traidor y el asesino, Liebre Amarilla me informó que habían estado
realizando una exploración privada de la nave, sin duda buscando reafirmarse en que
no había ninguna posibilidad de sobrevivir. Sus guardianes habían formado en una
pequeña falange un poco colina arriba, interponiéndose entre ellos tres y nosotros.
Jasón y yo iniciamos la reunión con una oración a Zeus.
—Padre de dioses y hombres —rezamos—, no podemos ofrecerte un sacrificio
adecuado. No podemos darte el honor que te mereces. Sólo podemos postrarnos ante
ti como suplicantes y humildemente pedir tu favor.
Algo se agitó en mi mente, algo grande y asombroso como una tormenta distante
que se prepara para acercarse. Miré a Jasón y vi una nube gris en sus ojos. Asentí y él
se inclinó hacia delante para hablar.
—Nuestra tarea es sobrevivir —dijo—, y regresar a la Tierra. ¿Estamos todos de
acuerdo?
Todos asentimos.
Jasón se levantó. Había recuperado toda su elegancia espartana. Se acercó a los
restos de la estatua de Alejandro, atrayendo nuestras miradas. La mitad del pedestal y
una de las piernas del conquistador eran lo único que quedaba, pero cuando él se
aproximó sentí que la presencia del general-héroe regresaba a la estatua derruida.
—Desde que desperté —dijo Jasón—, he estado rezando a los dioses y los héroes
para que me proporcionen un medio de supervivencia. Mientras esperaba a que
llegaseis aquí arriba, el héroe Alejandro vino a mí con ese medio.
La alegría llenó mi corazón al escuchar esas palabras, pero el trueno lejano volvió
a rugir, enmudeciendo mi alma.
—Cuando era joven —dijo Jasón—, Alejandro llevó sus tropas a la ciudad de
Gordio. Al héroe le habían contado una leyenda sobre un templo de esa ciudad. En
ese templo había una cuerda anudada; se decía que quien desatara el nudo
conquistaría el mundo entero.
Jasón hizo una pausa. Se me erizaron los pelos de la nuca. En un rincón de mi
corazón, antes tranquillo, sonó un trueno y destelló un relámpago. En aquel súbito
estallido de luminiscencia vi a Atenea y Clío juntas, sosteniendo un globo de la Tierra
para que lo estudiara el padre Zeus.
—Alejandro fue a ver el nudo, y encontró una masa de cuerdas retorcidas y atadas
alrededor de siete piezas de madera. Uno de sus generales sugirió que lo cortara con

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su espada. Pero él se negó, diciendo: «No todos los problemas se resuelven con la
espada». Mandó llamar a Aristóteles, que viajaba con él para ver cómo su protegido
se abría paso a través del mundo.
»Aristóteles estudió el nudo durante una hora y luego, rápidamente lo desató.
Siete tablas de madera cayeron al suelo del templo y el científico le tendió un único
cordón de cuero sin cortar a su estudiante. Alejandro se volvió al general que quiso
cortar el nudo y dijo: “El hombre adecuado es más grande que la espada adecuada”.
Jasón volvió a hacer una pausa. Los ojos de Liebre Amarilla estaban clavados en
él y un destello de comprensión pasó entre ambos, un espíritu completamente
espartano pero extrañamente no dado a la guerra.
—El mensaje que me dio Alejandro estaba claro. Nuestra supervivencia es un
problema científico, no militar —dijo Jasón—. Por tanto, entrego el control absoluto
de esta nave al comandante Ayax. Todas sus instrucciones serán obedecidas al pie de
la letra. Pongo en sus manos toda mi autoridad, incluso los tradicionales deberes
militares para castigar a la tripulación y juzgar y sentenciar a los traidores y espías.
Se acercó a mí; el espíritu del honor que reposaba sobre sus hombros me hizo
ponerme firmes. Me saludó a la espartana y luego se sentó a mis pies.
—Esperamos tus órdenes, comandante.
Yo me sentía aturdido por aquella violación del protocolo, esa negación del deber
por parte de Jasón, pero en mi interior sabía que había hecho lo adecuado.
—Me honras —dije, y Atenea y Clío se alzaron en mi mente llenándome de una
gran luz—. Si está en mi mano, no te decepcionaré.
El trueno volvió a descargar, esta vez más cerca de mí. La gran presencia me
llenó con una visión del universo. Me alcé de la superficie de la Tierra a través de las
esferas, tocando a cada uno de los dioses por turno, hasta que llegué a la esfera de
estrellas fijas. Puse las manos sobre aquella esfera de ébano con sus fuegos
refulgentes y sentí el motor del universo, el Primer Movedor, rugiendo tras ella,
dando impulso a toda existencia. El movimiento puro atravesó mi mano, llenando mi
mente de un poder que necesitaba ser transmitido. Me aparté de la esfera y descendí
de nuevo a la Tierra para llevar ese movimiento al mundo del hombre.
La visión me abandonó y miré los preocupados ojos de mis camaradas.
—Me gustaría hablar con Jasón a solas —dije.
Ramonojon y Clovix hicieron una reverencia y se marcharon, pero Liebre
Amarilla se quedó. La miré.
—A solas —dije.
—No fuera de mi vista —respondió ella.
Asentí. Ella caminó colina abajo y se reunió con los guardias.
—Jasón —dije—, sé que has hecho lo adecuado. Pero no sé por qué es adecuado.
¿Por qué tú, precisamente, violas la regla del mando dual?
En el aire esbozó un signo del Misterio Órfico. Respondí automáticamente con el
signo de respuesta.

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—Somos Eurídice atrapada en el Hades —dijo—. Sólo tú puedes asumir el papel
de Orfeo y encontrar la canción que nos saque de allí.
—¿Cómo llegas a esa comparación?
—Cuando desperté de mi coma, todo había cambiado. Sentí… no como si
estuviera vivo de nuevo, sino como si hubiera muerto por fin. Sentí que me
encontraba en el umbral del Hades enfrentándome al problema de Orfeo.
—Comprendo —dije—. Pero, de todas formas, renunciar al mando dual, que ha
sostenido la Liga durante nueve largos siglos…
—Ayax, si por algún extraño capricho de los Hados nos encontráramos los dos en
el corazón del Reino Medio, rodeados de ejércitos y sin ninguna posibilidad clara de
sobrevivir, ¿no te sentirías como yo me siento ahora?
—¿Qué quieres decir?
—Aunque fuera impulsado por una divinidad, ¿no me entregarías tu autoridad,
creyendo que a mí me corresponde encontrar un medio para escapar?
—Sí, Jasón, lo haría —dije, inclinando la cabeza—. Por favor, déjame y dame
tiempo para pensar.
—Sí, comandante —respondió él. Bajó la colina, dejó atrás los guardias y se
enzarzó en una acalorada discusión con Mihradario, aunque no la pude oír.
Me acerqué al lado de la colina donde la nave se había partido en dos y contemplé
el borde entrecortado con su miríada de facetas irregulares brillando en fría plata.
Cuatrocientos ochenta mil kilómetros más abajo se encontraba la Tierra, un viaje aún
más largo que el que Orfeo había emprendido desde el Hades, y yo carecía del poder
de su voz para encantar al universo. Lo único que tenía era mi mente y el ímpetu que
me había dado el padre Zeus.
Contemplé la gran caída y esperé a que aquel movimiento interior se convirtiera
en una idea coherente. Pero la única idea que vino a mí fue la que Helios había
grabado a fuego en mi mente cuando señaló mi soberbia desmedida. «Tu deber es con
el Bien».
—Pero ¿qué es aquí el bien? —dije, llamando al dios Sol a través de los cielos.
—Sobrevivir —dijo Liebre Amarilla a mi espalda—. Y llevar a la Liga aquello
que ayude a nuestra causa en la Tierra.
Me di media vuelta. Liebre Amarilla estaba en lo alto de la colina, el punto más
alto de la existencia ocupado por el hombre. El brillo de Ares había convertido en
bronce su armadura de acero, pero el manto del dios de la guerra no se posaba sobre
sus hombros. La divinidad que hacía brillar sus ojos dorados era la patrona de
Esparta, Hera, reina del cielo.
—¿Y qué podríamos llevar a la Liga de este desastre? —pregunté.
—No lo sé —dijo Liebre Amarilla, mientras Hera mantenía su silencio divino—.
Jasón le entregó su autoridad porque sólo usted puede responder esa pregunta.
Subí la colina y me reuní con Liebre Amarilla en las alturas de la humanidad.
—¿Y me han dado los Hados el poder para responderla?

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—Lo han hecho —dijo Hera a través de ella—, y lo hará.
El trueno llenó mi corazón; me incliné hacia delante y besé suavemente a Liebre
Amarilla en los labios. El aliento se unió con el aliento y la deidad con la deidad.
Hubo un momento en que Zeus y Hera se hablaron el uno a la otra a través de nuestro
neuma entremezclado. Entonces los dioses desaparecieron y sólo quedamos Liebre
Amarilla y yo. Me solté del abrazo y la miré a los ojos dorados.
—Me honras —dije.
—Igual que tú a mí —repuso ella.
Permanecimos allí un rato en silenciosa comunión, intercambiando pensamientos
sin palabras en luz y aliento; luego nos dimos la vuelta y regresamos juntos colina
abajo.
Todos los supervivientes del navío estaban reunidos en la base de la pendiente
mirando hacia arriba; incluso Mihradario, Miiama y Fan estaban sentados con los
demás. Todos nos habían estado esperando, o más bien me esperaban a mí y a mi
decisión.
Miré a Mihradario.
—A pesar de tus acciones, viviremos y regresaremos a la Tierra —dije. Luego me
volví hacia Miiama—. No voy a ordenar vuestra ejecución ahora, por dos motivos.
Primero, sería poner en peligro las vidas de mis soldados, y segundo, cuando
regresemos a la Tierra, seréis prisioneros y vuestras acciones serán juzgadas según es
costumbre con los prisioneros de guerra. Entended, no obstante, que mientras estéis
en mi nave se os vigilará constantemente. Cualquier intento de impedir lo que
estemos haciendo y se os ejecutará antes de que consigáis tener éxito en cualquier
acto de sabotaje. Viviréis sólo mientras estéis quietos.
—No me preocupa —dijo Mihradario—. No hay forma de llevar esta ruina a la
Tierra.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque no se me ocurre ningún modo —replicó él—. Y tu mente nunca fue
rival para la mía.
—Es cierto —dije— que has sido más bendecido que yo por las musas
científicas. Pero hay otras fuentes de inspiración, más grandes.
Mihradario sacudió la cabeza como si descartara los insultos de un loco.
Miiama sólo tenía ojos para Liebre Amarilla y Jasón; estaba claro que no me
consideraba ningún obstáculo para su trabajo. Para él sólo eran peligrosos los
espartanos. La Muerte se posaba en sus hombros, en los nuestros y en los suyos, pero
la Muerte no brotaba de él, pues en nuestro lado se oponía la Guerra. Los espíritus se
contemplaron el uno al otro a través de ojos humanos y, luego, gradualmente, se
retiraron. Miiama no mataría a menos que pudiera matarnos a todos, y ni Liebre
Amarilla ni Jasón atacarían sin mis órdenes.
Me volví hacia Fan. Él me miró a los ojos, impasible. Ninguno de los dos dijo
nada, pero él inclinó lentamente la cabeza.

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—Muy bien —dije—. Ahora, en cuanto a cómo sobrevivir, nuestros recursos son:
media Lágrima de Chandra, cien kilos de oro-fuego, la red y el fragmento de Sol.
Ramonojon alzó la cabeza.
—El fragmento es un problema, no un recurso.
Negué con la cabeza, advirtiendo de pronto lo que había estado diciendo. Atenea
y Urania me bendijeron con la luz de la inspiración.
—No, Ramonojon, el fragmento de Sol es lo único que tenemos que es lo
bastante rápido para llevarnos de vuelta a la Tierra. Si somos capaces de guiarlo,
podría tirar de nosotros como un caballo tira de un carro. La cuestión es cómo
controlarlo.
Fan me miró, intrigado.
—No comprendo su problema —dijo—. ¿Por qué debería ser difícil guiar la bola
de fuego hasta la Tierra?
—La materia celeste se mueve en círculos: ésa es su naturaleza. ¿Cómo
podríamos convertir ese movimiento en lineal?
Él se rascó la barba y asintió lentamente.
—Las corrientes Xi que guían los planetas son circulares. ¿Es eso lo que quiere
decir?
—Tal vez —dije, concentrando mi mente clarificada en los extraños conceptos de
la ciencia taoísta—. Puesto que no entiendo el significado de la palabra Xi, no puedo
responder a su pregunta. No obstante, tenemos que encontrar un medio de obligar al
fragmento solar a que nos lleve a la Tierra.
—No —dijo Fan—. Todo lo que tienen que hacer es reforzar la corriente Xi
adecuada y la bola de fuego la seguirá de manera natural.
Atenea me hizo comprender de repente.
—¿Está diciendo que podemos usar su tecnología para regresar a la Tierra?
—¡No digas nada! —gritó Miiama con una frialdad que habría quebrado el acero.
—Cállate —le dijo Liebre Amarilla al niponiano; Jasón y ella desenvainaron sus
espadas e indicaron a los guardias que hicieran lo mismo.
Los soldados esperaron mi orden. Me sentí fuertemente tentado de ordenar la
muerte de Miiama allí y entonces, pero aunque estaba seguro de que Liebre Amarilla
y Jasón podrían matar al niponiano, estaba igualmente seguro de que uno de ellos, o
ambos, morirían en el intento. También supe, mirando a Miiama, que no actuaría
hasta que estuviera seguro de que Fan y yo moriríamos con su ataque. No perecería
inútilmente, y yo no sacrificaría las vidas necesarias para matarlo. En mi corazón
creció el extraño convencimiento de que lo mejor para llevar a cabo mi propósito
era… no hacer nada.
Y con ese convencimiento recordé las incomprensibles referencias de los textos
taoístas a la acción mediante la inacción.
Me volví hacia Fan, pensando que tendría que animarlo a que continuara, pero
para mi sorpresa el anciano respondió a mi pregunta sin que hiciera falta.

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—En teoría podría hacerse. En la práctica… no lo sé. Las cometas de combate
son fáciles de pilotar. Este pedazo de Luna, no lo sé.
—¿Cómo vuelan las cometas? —pregunté.
Fan cerró los ojos y se frotó las sienes. Parecía estar buscando las palabras
helénicas adecuadas.
—Hemos cartografiado las corrientes Xi de la atmósfera. Nuestras cometas usan
ampliadores Xi para reforzar las corrientes de modo que los movimientos naturales
del universo puedan sostener la pesadez de las cometas. Cuando eso se consigue,
nuestras cometas viajan a través de las corrientes reforzadas tan fácilmente como los
pájaros por el aire.
—¿Y hay corrientes Xi aquí, en las esferas exteriores? —pregunté.
Fan dejó escapar una risa extrañamente musical que me recordó
momentáneamente a Cleón.
—El Xi es el movimiento de la existencia: fluye por todas partes.
Sacó de uno de sus bolsillos el pergamino que había estado dibujando y lo
desenrolló. En él había ocho pequeños círculos dispuestos en fila. Cada círculo
contenía un único carácter mediano. El primero contenía el carácter de la Tierra, el
segundo el de la Luna y así hasta Cronos. Advertí de inmediato que era un mapa de
los cielos, pero los planetas en lugar de estar dentro de las esferas celestes, como los
habríamos dibujado nosotros, estaban rodeados de líneas onduladas cuidadosamente
entintadas que parecían las corrientes oceánicas en el mapa de un piloto terrestre.
—¿Es así como representáis el universo? —pregunté.
—Por supuesto —dijo él. Señaló los conjuntos de líneas onduladas que
conectaban cada planeta con el que tenía directamente encima—. Hay grandes
corrientes Xi entre cada pareja de planetas adyacentes, incluido éste.
Y señaló Ares. Advertí que el mundo del dios de la guerra estaba rodeado de una
confusa multitud de remolinos y corrientes cruzadas.
—¿Qué son estas cosas? —pregunté.
—Las mareas que hacen que la órbita de este planeta sea tan excéntrica.
—¿Quiere decir que son las esferas eclípticas de cristal?
—Parece haber alguna conexión entre las corrientes y la materia —dijo él—.
Nuestros teóricos celestes nunca han comprendido las esferas ni por qué el Arquitecto
del Cielo plantó los planetas en ellas. Según nuestras teorías, si las esferas
desaparecieran los planetas seguirían orbitando de la misma manera que ahora.
Naturalmente, no podemos demostrarlo.
»Pero están las corrientes largas —dijo, regresando al mapa y señalando dos
conjuntos de líneas paralelas que se extendían desde Ares, una de las cuales llevaba
hacia Zeus, la otra hacia dentro, hacia Helios.
La observé con los ojos entornados, intentando pensar como un marino.
—Bueno —dije por fin—, ¿si pudiéramos alcanzar esta corriente hacia dentro,
usted podría guiarnos hasta el Sol, y desde el Sol hasta Afrodita y luego hasta la

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Tierra?
Él negó con la cabeza.
—Si esta nave fuera una cometa de combate podría hacerlo, pero las corrientes
que controlan los objetos celestes son más complicadas; nuestra ciencia no puede
predecir cómo volará este pedazo de roca lunar. Por eso la primera expedición a la
Luna se estrelló al tratar de regresar a la Tierra.
Liebre Amarilla alzó una ceja.
—¿De qué está hablando? Creso y Milcíades aterrizaron sin problemas.
—Dos medianos llegaron a la Luna antes que ellos —dije yo—, pero no
regresaron con vida. Su cometa se estrelló en la Galia. Algunas piezas de materia
selenita se encontraron en una caja que sobrevivió al choque, y esas muestras
impulsaron la primera expedición de la Liga a la Luna.
—¿Por qué nunca he oído hablar de eso?
—Los arcontes de esa época restringieron la información a los uranólogos —dijo
Jasón—. Más tarde el conocimiento se ofreció también a todos los comandantes de
naves celestes. Si no me hubieran dado el mando de la Lágrima de Chandra, nunca lo
habría oído tampoco.
—Ya veo —dijo ella. Pero vi un atisbo de preocupación nublar sus ojos dorados.
—Los pedazos lunares fueron responsables del choque —dijo Fan—. El
movimiento circular de las muestras apartó la cometa de la corriente Xi entre la
Tierra y la Luna.
Sus manos describieron un elegante choque.
—Entonces no puede guiarnos —dije yo, preparándome para abandonar aquella
línea de investigación y buscar otras.
—No puedo mantener la materia celeste alineada con las corrientes interiores
durante largos períodos de tiempo —dijo Fan.
—¿Cuánto tiempo? —pregunté, mientras una posibilidad se formaba en mi
mente.
—No más de veinte minutos.
—¿Y volaríamos a la velocidad natural del Sol durante ese periodo? —dije.
—Sí.
—Ayax, ¿en qué estás pensando? —dijo Ramonojon.
Pero no le respondí. Mi mente se había llenado de una tormenta de cálculos.
—Creo que podemos conseguirlo —dije por fin.
Tomé una pluma y rápidamente esbocé mi idea en una hoja de papiro virgen.
—Podemos usar el oro-fuego que tenemos para fabricar pequeños impulsores que
utilizaremos como riendas para guiar el fragmento solar hacia la corriente Xi. Fan,
usted puede pilotar entonces la nave por la corriente hasta que el movimiento natural
del fragmento lo aparte de ella. Llegados a ese punto no haremos nada, mientras el
fragmento tira de nosotros en un vasto movimiento circular alrededor de la Tierra y al
final volveremos a la corriente, donde repetiremos el proceso.

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—¿Qué? —dijo Jasón.
—Es sencillo. Entramos en la corriente, descendemos, orbitamos, entramos,
descendemos, y así pasito a pasito hasta que lleguemos a la Tierra.
—Pero, Ayax —dijo Liebre Amarilla—, la última vez que el fragmento tiró de la
nave, no volamos en órbita circular. No hubo ninguna regularidad.
La miré un instante y sonreí.
—Eso es porque Fan estaba perturbando el movimiento normal. ¿No es cierto?
El viejo mediano inclinó la cabeza.
—Sí —dijo—. Reforcé las corrientes alrededor del Sol y las dejé arrastrar
salvajemente el fragmento.
—¿Ahora nos ayudará a domarlo?
—Sí. ¿Puede darme el papel y la pluma, comandante Ayax?
Fan tomó la hoja y la pluma y empezó a dibujar la nave junto a mis cálculos.
—Si consiguiéramos alas funcionales para este pedazo de roca lunar, y si lograra
construir un amplificador Xi lo bastante grande, podría funcionar.
Miré a Ramonojon.
—¿Dinamicista jefe? —dije.
—¿Qué clase de alas necesita? —le preguntó a Fan.
Los tres nos sentamos a calcular. Ramonojon esbozó un rediseño de la Lágrima
de Chandra con alas de tela añadidas mientras Fan y yo discutíamos los dos sistemas
de guía diferentes que emplearíamos, dónde tendrían que ser colocados y qué
material necesitaríamos para fabricarlos.
Enviamos a Clovix a la cueva de almacenamiento a buscar varas de hierro y
tantas piezas de tela como tuviéramos para fabricar las alas. También necesitábamos
oro y plata para los artilugios Xi, y teníamos que obtener cables guía para el
fragmento solar. Contemplando el diseño, deseé que Cleón estuviera vivo. Sabía un
poco sobre navegación celeste, pero al mismísimo Dédalo le habría resultado difícil
hacer volar aquel pájaro híbrido que estábamos construyendo.
Tres horas más tarde, supimos que podía hacerse. Plegué la hoja de papiro y miré
a Jasón, que montó guardia junto a nosotros mientras trabajábamos.
—Ahora podemos llorar a los muertos —le dije.
Celebramos la ceremonia en el campo de juegos. Las estatuillas de Hermes
habían desaparecido, pero ofrecimos vino al dios, pidiéndole que guiara las almas de
los espectros de nuestra nave por los largos caminos que conducen a los patios del
Hades. No teníamos ninguna oveja de lana negra para ofrecer sangre a los muertos,
pero sí un puñado de monedas de plata, la mayoría donadas por Clovix de su tesoro;
las ofrecimos para que los muertos pudieran pagar la tarifa a Caronte el barquero y
cruzar la laguna Estigia. No teníamos a nadie que cantara las canciones de duelo,
pero juramos recordar a los muertos y llevar sus nombres y destinos a sus familias. Y
teníamos demasiada poca gente para juegos funerarios, pero prometimos entregar en
Olimpia el rollo de honor e invitar a los supervisores para que incluyeran a nuestra

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tripulación entre aquellos que serían alabados en los próximos juegos.
Cuando la ceremonia terminó, conferencié en silencio con el espectro de Cleón,
diciendo que pilotaría su nave en su nombre. Sabía que ningún sacrificio de sangre o
de vino honraría más al mayor de los navegantes celestes.

A lo largo de los días siguientes trabajamos para hacer realidad mi visión. No


teníamos grúas, así que Jasón y los guardias tuvieron que montar el armazón de las
alas a mano. Un entramado de acero se tendió sobre la mitad de las bandas de babor y
estribor de la nave, asegurado por varas de bronce sobre el cadáver de la Lágrima de
Chandra. Los guardias tuvieron que arrastrarse por el costado para unir una vara de
hierro a la siguiente con los remaches de plata que, según Fan insistió, eran
necesarios para controlar adecuadamente el Xi. Mientras tanto, Clovix y Ramonojon
cosieron las alas con todos los trozos de tela que pudimos encontrar. Las mantas de
noche de la nave, las piezas de lino para confeccionar ropa, el grueso algodón para
acolchar el interior de las armaduras… todos los pedazos de tela que había a bordo de
la nave, excepto la ropa que llevábamos puesta, fueron empleados para fabricar
aquellas alas improvisadas.
Ramonojon aseguró la polea en su sitio ampliando el canal, rompiendo las ruedas
y metiendo todo el mármol que teníamos en el canal mismo. Le llevó una semana,
pero al final quedó satisfecho; cuando el fragmento se moviera tiraría de la nave sin
soltar la polea móvil ni seguir orbitando la nave.
Mientras tanto, yo tomé nuestras preciosas reservas de oro-fuego y les di forma
de pequeños nódulos. Los uní a cuatro largos cables guía de plata que planeaba usar
como riendas para nuestro caballo solar. Cuando terminé, el propio Jasón, vestido con
ropa protectora, se arrastró por la red solar y rodeó el epiciclo que la tensaba a Ares
para intercalar los cables con los retorcidos filamentos de hilo celeste.
El esqueleto de un pájaro enorme creció gradualmente a partir de los restos de la
Lágrima de Chandra. El truncado extremo delantero se había convertido en la cola
del pájaro, y las bandas de babor y estribor se convirtieron en los hombros. La red era
el cuello, y el fragmento solar mismo, la cabeza.
Durante todo este tiempo, Liebre Amarilla vigiló a Miiama y Mihradario,
asegurándose de que no hacían nada. A medida que progresábamos me informó de
que el persa se volvía hosco y que parecía pasar la mayor parte del tiempo en
nerviosa oración a sus dioses, mientras el niponiano estudiaba todo lo que hacíamos
con gran atención.
—Ayax —dijo Liebre Amarilla—, va a intentar sabotearnos pronto. Dame la
orden para su ejecución.
—¿Puedes garantizar tu supervivencia en una lucha con él? Incluso con la ayuda
de Jasón, ¿puedes prometerme que con ambos recuperándoos todavía de vuestras
heridas podréis matarlo sin que ninguno de vosotros muera?

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—No —dijo ella—. No puedo jurar eso.
—Entonces no daré la orden —repliqué. Por miedo a que nos oyeran, no le dije
que pensaba que el asunto sería resuelto sin que ninguno de nosotros corriera riesgo.
Pues había estado observando con atención a Fan durante los últimos días; en los ojos
del anciano taoísta vi la comprensión de que la nave que estábamos construyendo
podría en efecto llevarnos de regreso a casa. Le había tomado la medida a Fan: había
visto el deseo de vivir crecer en él hasta que estuvo a punto de estallar. Y había visto
a Fan mirar a Miiama y darse cuenta de que el niponiano era lo único que se
interponía en su camino a la supervivencia. Pero Fan no podía actuar
precipitadamente: mientras creyera que había otras posibilidades abiertas ante sí, no
actuaría contra Miiama. Pero si mi valoración era correcta, pronto se daría cuenta de
que todas las demás opciones habían desaparecido.
Más tarde, ese mismo día, Fan vino a verme.
—Necesito hacer más píldoras de supervivencia —dijo. En el tono de su voz oí el
espíritu de la comprensión sacudiéndose en su corazón.
—¿Qué necesita? —dije, hablando con absoluta confianza. Me tendió una hoja de
papel de arroz con una lista de ingredientes aún más esotéricos que los que requerían
las granjas de generación espontánea.
Le dije a Clovix que dejara el trabajo en las alas y que ayudara a Fan a buscar en
los almacenes lo que necesitaba. Regresaron al cabo de una hora.
—Ha habido que hacer algunas sustituciones —dijo Fan—. No podré fabricar
píldoras tan buenas como las que hemos estado utilizando. Pero haré lo que pueda.
Fan parecía tener dificultad para mirarme a los ojos, y empecé a recelar,
preguntándome si su cooperación había sido un medio de ocultar algo. Pero entonces
Hermes entró en mi corazón y advertí el origen de su nerviosismo.
—Haga lo que pueda —dije—. Confío en usted.
Tres horas más tarde Fan anunció que las píldoras estaban listas. Todos los
miembros de la nave se reunieron en el destilador de agua. Fan repartió las píldoras y
yo tomé la mía y asentí. Aquellas nuevas tabletas tenían un feo aspecto moteado, gris
y púrpura, y un ligero sabor a quemado, pero tragué la mía con confianza y sentí el
regreso de una falta de cansancio que no había advertido que se estaba
desvaneciendo.
Fan retiró sus enseres alquímicos y se puso a revisar nuestro calendario con
Ramonojon y conmigo. Las alas tardarían al menos dos semanas más en estar listas, y
yo necesitaría ese tiempo para poner al día mi navegación celeste y hacer cuanto
estuviera en mi mano para calcular los rumbos de vuelo, dado el extraño medio de
transporte.
Fan sólo prestó atención a medias a nuestra conversación. No paraba de mirar a
babor y luego a estribor, siguiendo el curso del Sol mientras nos rodeaba para su viaje
diario. Helios cayó directamente bajo nosotros, y el cielo se oscureció con el eclipse
de Ares. Las estrellas parpadearon sobre nosotros, y miré al cielo con la tenue

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esperanza de volver a verlo desde la Tierra.
Entonces sucedió. Mihradario gritó y se agarró la garganta. De sus labios brotaba
saliva, y se desplomó en el suelo. Miiama saltó y corrió hacia Fan. Liebre Amarilla
trató de agarrarlo, pero él cayó antes de que pudiera alcanzarlo. El niponiano se arañó
la garganta hasta que de su cuello manó sangre.
Los ojos de Mihradario se abrieron de golpe, pero ya no estaba mirando este
mundo. Un dios que nunca había visto antes tocó mi corazón con una pura gota de
verdad para mostrarme lo que estaba viendo el persa. Se acercó al puente del otro
mundo de Ahura Mazda. Pero no era el ancho puente de un alma juzgada buena, sino
el sendero afilado como la hoja de una espada que debe recorrer un hombre malvado.
En el puente se hallaba la segunda alma de Mihradario, no la forma virginal de un
espíritu bendito sino la bruja ajada y retorcida de uno que había cumplido el mandato
de Ahriman.
Mihradario gritó y cayó muerto. Miiama se arrastró unos cuantos centímetros
hacia Fan y tiró de su espada; entonces también él se desplomó y su alma huyó del
mundo, no sé a qué otra extraña vida.
—Tuve que envenenar sus píldoras —dijo Fan; sus manos temblaban como hojas
de otoño a punto de caer de un árbol—. Tuve que hacerlo. Esperé tanto como pude.
Pero el trabajo se estaba volviendo peligroso. Sabía que Miiama encontraría un medio
de provocar un accidente. No me quedaron opciones, ninguna.
—Lo sé, Fan —dije—. Ha hecho bien.
Después de un momento de aturdimiento en el que nadie se movió, dos guardias
se abalanzaron hacia Fan y lo agarraron por los temblorosos brazos.
—¡Soltadlo! —dije, dando un paso al frente—. Ha hecho lo que yo quería.
Todas las cabezas se volvieron a mirarme. Los soldados liberaron al anciano, pero
no se apartaron de él hasta que yo me acerqué y lo escolté hasta el barril de agua
limpia.
Llené un pequeño cuenco de latón y se lo di a Fan para que bebiera.
—Ha hecho usted bien —le dije al anciano.
—No tuve otra elección —dijo él, y contempló su reflejo en el cuenco.
—Ayax —dijo Liebre Amarilla, y oí el eco de la divina severidad en su voz. La
miré, alta y sólida, grave como una montaña. El viento agitaba sus trenzas y sus ojos
destellaban con la brillante luz de Ares—. ¿Le ordenaste a Fan que los envenenara?
Di un paso hacia delante para reunirme con ella; mis ojos bebieron la fiera luz
dorada de los suyos y el espíritu interrogante que contenían. En mi corazón entendí su
ira. ¿Por qué no había confiado en ella, que me había jurado de tantas formas que
cumpliría su tarea?
—No di la orden —dije—. Pero deduje lo que había planeado hacer y lo aprobé.
Si te lo hubiera dicho, lo habrías desaprobado. Me habrías impedido que aceptara el
reto, temiendo que Fan fuera a envenenarnos a nosotros y no a ellos. Como
comandante, corrí ese riesgo.

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—Pero ¿veneno? —dijo ella—. ¿Por qué no me dejaste ejecutarlos
adecuadamente?
—Juzgué que tomar sus vidas no merecía el riesgo de perder la tuya —dije. Me
volví hacia Jasón—. ¿No es el deber de un comandante decidir cuándo poner las
vidas de sus soldados en peligro y cuándo salvarlas?
Jasón asintió y, lentamente, Liebre Amarilla inclinó la cabeza, reconociéndolo.
Pero aunque mis palabras contentaron a los espartanos, no pasó lo mismo con el
budista.
—Pero ¿cómo has podido consentir estas muertes? —preguntó Ramonojon.
—Porque Fan tiene razón —contesté—. Tarde o temprano habrían intentado
matarnos. En mi corazón, yo los había condenado ya. Era sólo cuestión de encontrar
la oportunidad. Fan la proporcionó.
—No se me ocurrió otra forma —dijo el anciano—. Lo intenté lo mejor que pude,
pero no hubo otra opción. Ninguna.
—Pero, Ayax —dijo Jasón—. Confiar en un mediano.
—Los que habitan en el Hades están igualmente muertos.
Jasón inclinó la cabeza.
Fan me miró a los ojos y comprendí que todavía repasaba mentalmente todas las
opciones, buscando aún otro medio de resolver el problema, y aunque no encontraba
otro, su propia mente le obligaba a continuar la búsqueda.
—Piensa demasiado —me susurró Liebre Amarilla, y finalmente comprendí el
significado de aquellas palabras oídas hacía tanto tiempo. Si hubiera sido mi mano,
no sólo mi deseo, la que hubiera tomado las vidas de Mihradario y Miiama, si yo
hubiera sido el vehículo de Tánathos, estaría sufriendo la misma confusión que Fan.
Los examinadores espartanos habían tenido razón al apartarme de su ciudad de
guerra. Pero aunque yo sentía compasión por Fan Xu-Tzu, no había nada que pudiera
decir para ayudarlo.
Ramonojon, sin embargo, conocía palabras de consuelo que podían ayudar a un
viejo científico mediano.
—Apacigüe sus pensamientos —dijo Ramonojon, sentándose junto a Fan—.
Descanse en el Tao.
Fan dirigió una mirada de furia a Ramonojon. Noté sus labios a punto de emitir
un insulto, pero en los ojos de mi amigo vio un espíritu amable que no podía ser
afectado por las palabras.
—Nunca he aprendido cómo mantener el Camino —dijo el taoísta—. Conozco
bien el Tao fuera de mí, pero no el Tao en mi interior.
—Me han dicho que son lo mismo —dijo Ramonojon—. Pero yo no lo
comprendo tampoco, y mis maestros están demasiado lejos para ofrecerme su ayuda.
Atenea se agitó en mi corazón y vi un enorme abismo entre Fan y yo, ancho como
el golfo entre la Tierra y las estrellas fijas, profundo como el Tártaro mismo. La diosa
me dijo que en algún lugar de ese borde rocoso había un camino que encontrar o que

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construir.

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ξ
Por el bien de nuestras almas y nuestros cuerpos pasamos las tres semanas siguientes
concentrándonos solamente en el trabajo de rehacer la nave. En ese tiempo los
soldados terminaron el esqueleto y colocaron la tela sobre los huesos de acero y plata
para crear las alas. El trabajo fue más difícil que antes porque las nuevas píldoras de
supervivencia no eran tan buenas como las antiguas. Necesitábamos comer y dormir
un poco, y sentíamos los dolores y achaques de los músculos. Los guardias no se
quejaban, pero yo podía ver sus rostros demacrados cuando regresaban al cuerpo de
la nave después de desenrollar y clavar las velas parecidas a alas negras. Jasón trabajó
con ellos y los tres guardias hallaron gran consuelo en su presencia. Cuando se
internaba intrépido en el aleteante entramado de lino que se extendía por el costado
de la nave y se arrastraba por las hojas hinchadas por los salvajes vientos cruzados de
Ares, los hombres se envalentonaban y lo seguían confiados a hacer su trabajo sobre
el enorme vacío del aire superior.
Mientras los soldados hacían su trabajo de forjadores de velas, yo ocupé el puesto
de auriga, diseñando riendas para el caballo que tiraría de nosotros y tratando de
aprender a guiar aquel corcel celeste. Puedo decir con sinceridad que soy un
uranólogo excelente; puedo calcular hasta el detalle la posición de cualquier planeta
en cualquier momento y planear un rumbo desde la Tierra hasta las estrellas fijas,
pero mis manos tenían poca experiencia práctica de navegación celeste. La única vez
que había pilotado una nave celeste fue cuando estuve destinado en Hermes: aprendí
a controlar los navíos de tamaño medio que hacían el trabajo diario alrededor de ese
orbe. Eran las naves más fáciles de controlar, pues no eran salvajes y nerviosas como
un trineo lunar, ni lentas de virar como la Lágrima de Chandra. Se las pilotaba de
manera fácil y sencilla: un tirón aquí, un tirón allá, confiando en los movimientos
naturales; eso era todo lo que tenía que hacer. Ese vuelo fácil y libre apenas se podía
comparar con el trabajo de controlar aquel nuevo navío, todavía por probar, que ni
siquiera nosotros, sus diseñadores, comprendíamos del todo.
Para intentar compensar mi falta de experiencia hice los controles de fácil
manejo, y recé para que Dédalo el héroe, o tal vez el fantasma de Cleón, me ayudara
a guiar mis manos mientras pilotaba la nave por los bajíos del ciclo.
Los controles que creé consistían en una sencilla disposición de cuatro riendas,
cables guía de plata entrelazados con los filamentos de la propia red solar. Los cables
corrían por el exterior de la red, uno hasta el meridiano de babor, el otro a estribor,
otro en lo alto de la red y otro en la parte inferior. Insertados en cada cable como
gotas de rocío en una telaraña había nódulos de oro-fuego del tamaño de pulgares.
Cuando se tiraba de una rienda, la línea conectada a ella se tensaba y los nódulos se
alzaban a lo largo de ese borde de la red. Una fina columna de aire rarificado se
crearía y la red misma se tensaría en esa dirección; el fragmento solar seguiría a la
red, un caballo siguiendo la guía de sus riendas, y la nave, como un carruaje, giraría

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para seguir al corcel que tiraba de ella.
Una semana después de que empezara a trabajar en la fabricación de esas riendas,
Ramonojon se presentó con un trozo de alambre retorcido que brillaba con la plata de
Selene.
—¿Qué es esto? —dije, sosteniendo la cuerda en mis manos, sintiendo que
rodaba lentamente por su cuenta entre mis dedos.
—Conseguí un poco de piedra lunar caída de las paredes durante el largo vuelo y
la convertí en un cable. A diferencia de tus riendas, ésta es irrompible. Está
entrelazada por el centro, en espiral. Cuando tires de ella, comprimirá la red y atraerá
el fragmento solar hacia la nave. Eso debería frenarnos momentáneamente si es
necesario. No la uses demasiado: esta nave no puede soportar mucha más tensión.
—Gracias, dinamicista jefe —dije.
Ramonojon se inclinó y salió, y yo seguí con mi trabajo.
Necesitaba un lugar protegido desde donde pilotar el navío, así que los guardias
me construyeron una cabina de control improvisada con una de las cajas de
almacenamiento. Sacaron la gran caja de pino de la cueva y la colocaron contra una
de las lomas de laboratorio, y la sujetaron al cuerpo de la nave con tiras de hierro y
clavos. Abrieron una puerta en la parte de estribor y una ventana delante, desde
donde yo podía ver la polea ahora sólidamente anclada, la red solar y mi feroz
caballo. Los cuatro cables de control de plata y el selenita entraban por la ventana de
la cabina y terminaban en las cuerdas de cáñamo que colgaban del techo y de las que
yo podría tirar. Pegué mis mapas de las esferas y los epiciclos a las paredes de la
cabina y coloqué alfombras enrolladas para que hicieran las veces de asiento de
piloto. No era la torre de navegación de Cleón, pero serviría.
Una vez hecho todo esto, Fan preparó los controles que necesitaría para su parte
del trabajo de pilotaje. Todos los días deambulaba al parecer sin rumbo por toda la
nave, clavando pernos de oro y plata en diversos lugares: siete de cada en lo alto de la
colina, más de veinte junto a cada ala, uno en cada una de las grietas y vueltas de la
ajada cola de nuestro pájaro. Luego tomó una gran tina de pintura bermeja y, con un
pincel caligráfico de pelo de caballo, pintó líneas rojas entre pares de pernos. Tres
veces hizo algo con un entramado de oro entretejido dispuesto en el suelo que hizo
que las líneas de pintura se deslizaran por la superficie, reagrupándose en extrañas
pautas que atraían la mirada. Las curvas de escarlata fluyeron en un gracioso arco de
un ala a otra, desde la cola a la punta y otra vez atrás. Después de repetir la acción
tres veces, Fan se declaró satisfecho.
—¿Qué ha hecho? —le pregunté.
—He sanado el cuerpo de esta nave —dijo él—. Ahora debería sobrevivir a los
rigores del vuelo.
En respuesta a esto Ramonojon sacó las pocas herramientas de dinamicista que le
quedaban y, sondeando el suelo con un martillo, calculó la solidez de la Lágrima de
Chandra.

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—Muchas de las fracturas causadas por la tensión han desaparecido —me
informó Ramonojon cuando terminó la exploración—. De algún modo, Fan ha hecho
que la materia selenita se cure sola como si fuera la carne de un ser vivo.
—Eso no tiene sentido —dije yo.
—Sí que lo tiene —replicó Ramonojon—. Es consecuente con el Tao.
—¿Me estás diciendo que ahora entiendes la ciencia taoísta? —pregunté.
—No —respondió Ramonojon—. Sólo puedo aceptarla ignorando mi propia
formación. Si pienso en la materia selenita, si me concentro en la forma dinámica de
nuestra nave, lo único que puedo ver es un bloque de piedra que tiene que ser tallado
en la forma adecuada. Pero si aplico las disciplinas mentales que aprendí de Xan y
respiro profundamente el aire claro para expulsar de mi mente lo que creo que es
verdad, entonces, durante un breve instante, puedo aceptar que puede tratarse a esta
nave como a un animal herido y tratar de curarlo.
—Interesante —dije—. Dime si algo más de lo que hace Fan tiene sentido para ti.
—Sí, Ayax —dijo Ramonojon.
Fan hizo que los guardias trajeran de una cueva secreta en el laboratorio de
Mihradario dos bultos de noventa centímetros cúbicos de bambú entrelazados con
alambre de oro, cada uno repujado en un lado con exactamente cien clavos de plata.
Bajo la dirección del anciano, los soldados aseguraron esas gavillas de madera a lo
que antaño fuera el extremo de popa de la Lágrima de Chandra pero que ahora se
había convertido en la proa de nuestra nueva nave, aún sin nombre. Los bloques
fueron colocados equidistantes del punto central del borde largo de la nave, los
afilados extremos apuntando al espacio vacío a través de la red solar. Fan pintó más
líneas de cinabrio en la superficie de la nave para conectar esos bloques con la
improvisada cabina que había emplazado en la base de la colina, cuatrocientos metros
directamente debajo de la mía.
—¿Qué son esos haces de bambú? —pregunté.
—Reforzadores Xi —dijo él—. Los utilicé para ampliar el salvaje vuelo del
fragmento cuando lo capturaron ustedes por primera vez. Se suponía que iban a
asegurar la destrucción de la nave, pero creo que fueron responsables de traernos a
Ares siguiendo la larga corriente Xi.
—¿Cómo consiguió introducirlas en mi nave?
—Mihradario hizo traer toda la materia prima durante su ausencia, antes de que
nadie en la Lágrima de Chandra supiera el peligro que corría. Yo mismo las monte
cuando me colé a bordo.
—Pero ¿por qué está montando aquí estas armas?
—No son armas. Hacen que el poder de una corriente Xi cualquiera sea más
fuerte. Usándolas, podré guiar el fragmento por las corrientes de descenso de planeta
en planeta. También voy a usarlas para refrenar el fragmento cuando estemos
orbitando, de modo que podamos movernos con seguridad por la superficie de la
nave.

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—¿Ha terminado ya sus preparativos?
—Sí —respondió Fan—. Podemos intentar dejar esta órbita cuando usted dé la
orden.
—Primero tenemos que rezar.
Reuní a la tripulación en el campo de juegos, junto al ala izquierda de nuestro
pájaro recién fabricado. Había calculado el momento de la ceremonia para que
Helios, Ares y el fragmento solar estuvieran todos bajo nuestra quilla, de modo que la
única luz procediera de las estrellas y del cuerpo de la propia nave.
Me vestí con mi túnica púrpura y me planté a esa luz. En mis manos sostenía un
sencillo cuenco de bronce lleno de vino sin mezclar.
—El tiempo de los preparativos ha terminado —dije—. Cuando Ares se alce,
dentro de cuatro horas, nos arrojaremos a los pies de los dioses y trataremos de
escapar de esta trampa de los cielos.
Hice una pausa y alcé el cuenco ante mí.
—Zeus, señor del cielo, bendice nuestra empresa.
Vertí vino sobre la nave de plata. Un trueno rugió en mi corazón.
—Hera, reina del cielo, bendice nuestra empresa.
Más vino vertido sobre el suelo, y esa diosa descendió sobre los hombros de
Liebre Amarilla.
—Atenea, guía nuestros pensamientos. Hermes, guía nuestras manos. Helios y
Selene, perdonad nuestros robos. Ares, déjanos huir de tu presa.
Con el nombre de cada dios, fui vertiendo más vino y sentí el toque de la
presencia divina invocada. Las divinidades congregadas esperaron en mi corazón,
llenándome de vigor. Las estrellas se hicieron más brillantes y, en lo alto, el brillante
orbe púrpura de Zeus describió su majestuosa órbita alrededor de la Tierra.
—Los augurios son buenos —dije, y solté el cuenco vacío.
—Fan Xu-Tzu —dije, volviéndome hacia el anciano—, ¿hay alguna ceremonia
que desee realizar?
—No, Ayax. No hay ningún li apropiado, ningún ritual para este lugar y tiempo.
Atenea me tocó levemente, susurrándome al oído.
—Muy bien —le dije a Fan—. Entonces le concedo el honor de poner nombre a
nuestra nueva nave.
Fan giró en un lento círculo, estudiando el pájaro con alas de noche y cabeza de
fuego, cuerpo lunar y voluntad solar, que pronto cabalgaríamos a vida o muerte.
El anciano alzó los brazos y su túnica de seda brilló a la luz de la Luna.
—Pongo por nombre a este navío Reproche del Fénix.
—Un nombre extraño —dijo Liebre Amarilla—. Me pregunto por qué lo habrá
elegido.
—No creo que lo hiciera —dije yo—. Creo que ha respondido a la insinuación de
algún espíritu.
Nos separamos entonces, cada uno para dedicarse a sus propias meditaciones.

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Liebre Amarilla y yo subimos a lo alto de la colina y hablamos durante un rato. Lo
que pasó entre nosotros fue entre hombre y mujer, y por tanto lo consideraré privado.
Cuando Ares se alzó por encima de la proa de nuestra nueva nave arrastrando tras
de sí el fragmento solar, dejé a Liebre Amarilla para ir a mi cabina de control
mientras ella se reunía con el resto de la tripulación en las celdas de la prisión, el
lugar más seguro para ellos durante el viaje. Liebre Amarilla protestó por nuestra
separación, pero le hice ver que no podía hacer nada por ayudarme si había algún
desastre, pero podría ser de ayuda a aquellos que estaban abajo si alguno de ellos
resultaba herido durante el vuelo.
En mi cabina, me acomodé contra la dura pared de madera y me até al suelo
alfombrado con largos cordones de tripa retorcida, envuelta en algodón tejido. Las
asas de cuero de las cinco cuerdas colgaron delante de mi cara. Las riendas de babor
y de arriba a mi izquierda, las de estribor y abajo a mi derecha, y el regalo de
Ramonojon, la rienda de emergencia, colgando directamente ante mis ojos.
Esperé a que Ares girara y tirara de la Reproche del Fénix hacia la parte interior
de la esfera de cristal del dios de la guerra, para que no tuviéramos que maniobrar en
nuestro camino a través de todo el entramado de epiciclos.
El brillo rojo de Ares se difuminó mientras se ponía bajo nosotros, girando
excéntricamente hacia abajo; entonces se alzó de nuevo a babor, tirando de nosotros.
Tensé mi presa sobre los cables guía y contuve la respiración. La luz del Sol
destellaba a través de media docena de epiciclos de Ares entrelazados. Esperé
mientras las esferas obstáculo se iban apartando una a una hasta que, según mis
cálculos, sólo quedaron dos orbes invisibles, uno de los cuales tensaba la red solar,
entre la Reproche y los cielos abiertos.
Tiré del asa del cable de subida. La cuerda que colgaba del techo se tensó, tirando
del cordón de plata. A través de la ventana vi un brillo dorado alzarse por uno de los
bordes de la red, y vi el cielo aclararse a lo largo de ese brillo. El aire se rarificó en
arco, apartando la red de la esfera que la atrapaba, deslizándose como un anillo en un
dedo; entonces, como un nudo que se desata solo, el fragmento solar tiró de la red de
detrás, liberando la nave de sus ataduras.
El fragmento solar, como un caballo de carreras al que sueltan los estribos, saltó
del epiciclo que lo capturaba. Trató de girar y danzar en el cielo, pero las riendas lo
contuvieron; el aire rarificado sacó la red de su arco en línea recta, y esa línea de
materia celeste retorcida tiró de la bola de fuego tras de sí.
La nave se agitó y siguió a la red con un rápido giro. El aliento escapó de mis
pulmones mientras la nave se sacudía furiosamente de un lado a otro. Los ojos se me
nublaron por el súbito mareo.
El fragmento cayó hacia abajo, empujándonos hacia Ares. Tiré del asa de la
rienda de babor y oí un chasquido reverberar por toda la cuerda. La cuerda que estaba
unida al cable guía de babor se me quedó en la mano. Agarré el cable y sentí el
afilado mordisco de la plata en mi mano; un hilo de sangre cayó sobre mi manga,

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manchando de rojo estudiantil la orla azul de erudito.
Pero tenía el cable en la mano, tiré, y una nueva línea de oro saltó a lo largo de la
red; viramos a babor hasta que quedamos ante el afilado borde de la principal esfera
de cristal. Conté cinco latidos y entonces sentí un zumbido en mi espalda: Fan había
activado sus reforzadores Xi justo a tiempo. El fragmento solar se dirigió más a babor
trazando una suave curva, y giramos lenta y graciosamente apartándolos del cortante
filo del cristal irrompible, lejos de Ares, cayendo hacia el Sol.
Solté los cables guía. Los brillos dorados desaparecieron de la red, pero el
fragmento solar continuó su vuelo hacia abajo, cada vez más hacia abajo, hasta que,
como un caballo cansado de correr que necesita pastar, se apartó de su pista marcada
y tomó una órbita alrededor de la Tierra a unos pocos cientos de kilómetros por
debajo de la esfera del dios de la guerra.
Tardé media hora en desatarme con la mano ilesa y recorrer el cuerpo rocoso de la
Reproche hasta la otra cabina de control. Fan ya estaba fuera, con una sonrisa de
satisfacción en el rostro que debía ser igual que la mía.
Me hizo una profunda reverencia, y yo le devolví la cortesía.

Orbitamos durante dos días mientras Ramonojon, Fan y yo comprobábamos la nave


para ver cómo había soportado su primer uso. Aparte de necesitar algunos remiendos
en el ala de estribor y un cordón más fuerte para el cable guía de estribor, la Reproche
del Fénix había salido intacta de su primer vuelo.
Hechas las reparaciones, esperamos hasta que el movimiento natural de la nave la
empujó hacia las corrientes invisibles que conectaban Ares y el Sol. Para mí, el
siguiente segmento de nuestro vuelo era la principal prueba para ver si regresaríamos
a la Tierra o no. Ni Fan ni yo estábamos seguros de a qué velocidad volaríamos. Él
sabía cuánta velocidad conseguiría una cometa de combate en esa corriente Xi, y yo
sabía a qué velocidad volarían Sol y Luna amarrados si no se aplicaba ninguna
fuerza, pero no podíamos todavía sumar esos conocimientos para calcular la
velocidad de la Reproche del Fénix. Teníamos que experimentarlo.
Mientras orbitábamos bajo Ares, volvimos a ocupar nuestros puestos de vuelo,
Fan y yo en nuestras cabinas, el resto de la tripulación atada a las paredes de las
celdas. El dios de la guerra giraba en lo alto y el Sol cayó bajo nosotros. Tiré del
cable de guía hacia abajo y la bola de fuego en la red se zambulló como un delfín en
la corriente Xi. Los reforzadores Xi empezaron a zumbar, enviando un cosquilleo por
toda mi espalda, y empezamos a caer hacia el Sol, atraídos a través de las corrientes
en el océano de aire hacia el fuego de abajo.
La velocidad me empujó contra la dura pared de madera. Las ligaduras se me
clavaron en brazos y piernas, pero no me importó. Como a una bacante, me sacudía la
misma alegría por el vuelo que a Cleón. Sentí el fantasma del navegante alzarse
riendo en mi corazón, bebiendo el júbilo como se bebe la sangre en un sacrificio,

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atrayendo de nuevo a Cleón hacia los vivos.
El espíritu del navegante llenó mis oídos con el sonido de la bendita armonía que
el universo musical canta a las almas de los pitagóricos. Y en esa oda de los planetas
oí, no vi, la corriente Xi que daba aquella embriagadora velocidad a nuestra nave. La
canción era un dueto cantado en estrofas alternas por Ares y Helios. Y a través de mi
alma y mi garganta, Cleón cantaba con ellos alzando mi voz desentrenada para
igualar la música tocada en la lira de la existencia.
Y entonces, sin advertencia, sin epodo, la canción cesó y Cleón me abandonó. La
bola de fuego había salido del camino entre los planetas y los ecos de la canción del
cielo se desvanecían en la distancia.
Aturdido por los sonidos que había oído, salí a trompicones de mi cabina y
escruté el cielo por encima y por debajo. Ares era una pequeña bola roja que colgaba
sobre nosotros, lejos, a babor; Helios era una gran moneda de oro por debajo y a
estribor. Una vez más parecían silenciosas bolas de materia, pero yo había oído sus
voces.
Fan se reunió conmigo para contemplar las esferas. Miró cada orbe como si no lo
hubiera visto nunca.
—Fan Xu-Tzu —dije—. ¿Es el Xi una armonía musical?
—Sí —contestó él—. ¿Es cada planeta una sola nota?
—Sí.
En mi corazón Atenea alzó la égida en saludo mientras algo que no era espíritu ni
dios pasaba ante los ojos de Fan y le daba una expresión de pura, silenciosa
comprensión.

Durante la semana siguiente, hicimos cuatro trayectos más por la canción de la


corriente Xi y alcanzamos una órbita a sólo dieciséis mil kilómetros del Sol.
Una zambullida más hacia abajo y regresaríamos al mismísimo Helios, y si
sobrevivíamos al paso entre las mareas del Sol llegaríamos a las esferas habitadas.
Decidí que deberíamos pasar varios días orbitando, ya que sentía que todos
necesitábamos tiempo para aclararnos las ideas antes de intentar atravesar la esfera
que había hecho naufragar la Lágrima de Chandra.
El segundo día de descanso, el soldado Jenófanes vino a mi cueva, donde Liebre
Amarilla y yo nos relajábamos después de un largo día de trabajo, ella fumando su
pipa, yo reclinado contra la pared de la cueva.
Jenófanes saludó.
—El comandante Jasón solicita su presencia y la de la capitana Liebre Amarilla,
comandante Ayax —dijo.
—¿Dónde desea Jasón que nos reunamos?
—En el laboratorio de dinámica, señor. Está allí ahora con el dinamicista jefe
Ramonojon.

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—Informa al comandante Jasón de que iremos en un instante.
Jenófanes saludó de nuevo y salió.
—¿Tienes idea de qué ocurre? —le pregunté a Liebre Amarilla.
—Algo sé —dijo ella.
—¿Y?
—Y preferiría que te lo dijera Jasón —dijo ella mientras se levantaba, se colocaba
la armadura y me tendía mi túnica de mando.
Unos minutos más tarde bajamos la escalera hasta el antiguo laboratorio de
Ramonojon. Jasón y él estaban sentados en el suelo, en el centro de la habitación,
bajo la mancha de tinta. Jasón llevaba puesta su armadura de bronce al completo;
incluso se había puesto el casco con cresta de pelo de caballo, y todo brillaba de un
modo deslumbrante. Estaba sentado con las piernas cruzadas y la espada envainada
sobre las rodillas forradas de bronce, esperándonos.
De una jarra Jasón sirvió un cuenco de oscuro vino rojo y lo mezcló con un poco
de agua. Me tendió el cuenco; bebí un poco y esperé a que hablara.
—Comandante, ahora que nuestra supervivencia parece probable, ¿has pensado
en lo que haremos cuando lleguemos a la Tierra?
—¿Podrías ser más específico?
—¿Soltamos el fragmento solar sobre Selene, o intentamos cumplir nuestra
misión y usarlo personalmente sobre HangXou? Esto último me parece difícil, ya que
no seguimos el calendario previsto ni llevamos el armamento necesario para alcanzar
el corazón del Reino Medio.
El rostro de Ramonojon se había vuelto blanco de horror mientras escuchaba a
Jasón.
—¿Para eso nos has convocado? —dijo—. ¿Cómo puedes siquiera…?
Inspiró profundamente para controlarse, y luego se volvió a mirarme.
—Ayax, no te habría ayudado a reparar esta nave si hubiera sabido que sigues
planeando usar el fragmento solar como arma. Y estoy seguro de que Fan no habría
ayudado tampoco.
—No he dicho que vaya a usarlo todavía —le dije.
Jasón se volvió a mirarme con sorpresa. Liebre Amarilla, sin embargo, no pareció
preocuparse lo más mínimo por mi declaración.
—Has puesto la victoria a nuestro alcance, Ayax —dijo Jasón—. Ahora debemos
decidir cómo es mejor conseguirla.
—No es eso lo que he hecho.
—Pero…
—Robar el fuego del cielo para la supervivencia del hombre puede estar
justificado ante los dioses —dije—. Pero las palabras que me dijo Helios antes del
lanzamiento de la red solar fueron bastante claras. Ese fuego no debe ser usado para
guerras mortales.
—¿Helios te habló?

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Asentí.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, comandante? —dijo Jasón; su alma espartana
nunca contravendría un pronunciamiento de los dioses.
—No lo se —dije—. Tengo demasiados deberes en conflicto. Con los dioses, con
la Liga, con Ramonojon y con Fan.
—¿Con Fan? —dijo Jasón—. ¿Que le debes?
—La vida. Sin su ayuda, todos estaríamos muertos.
—Sin él, la Lágrima de Chandra, nuestra nave, no habría sido destruida —repuso
Jasón—. No le debemos nada a un saboteador.
—No estoy de acuerdo. La culpa de la destrucción de nuestra nave recae sobre
Mihradario por su traición y sobre Anaximandro por su estupidez. Fan sólo estaba
cumpliendo con su deber.
—Ayax —dijo Liebre Amarilla amablemente—, no puedes salvar la vida de Fan.
Si se lo entregamos a la Liga, lo ejecutarán por sabotaje. Si lo devolvemos al Reino,
lo ejecutarán por no cumplir su misión.
—Entonces, ¿por qué nos ha ayudado? —dijo Jasón—. ¿Por qué no aceptó la
muerte cuando se le ofreció?
—Porque podría producirse un cambio —dijo Fan. Estaba de pie en el último
escalón de la entrada a la cueva, contemplando el caos del antiguo lugar de trabajo de
Ramonojon—. En el girar de cielo y tierra, siempre hay la esperanza de que se
produzca algo imprevisto.
Todos alzamos la cabeza, sobresaltados por su entrada, excepto Liebre Amarilla.
—¿Lo has oído venir? —le pregunté a Liebre Amarilla. Ella asintió, cortante.
Fan se acercó y se sentó junto a Ramonojon. El anciano apoyó la barbilla en las
rodillas, ocultando la barba tras su ropa de seda, ahora hecha jirones.
—¿Depositas tu confianza en la Fortuna? —preguntó Jasón—. No es una diosa de
fiar.
—No en la Fortuna, como vosotros la consideráis —dijo Fan—. En el
conocimiento seguro de que el mundo cambia, y de que entre cielo y tierra sucederán
cosas nuevas. Es una esperanza final y desesperada, pero esperanza al fin y al cabo.
—Fan nos miró uno a uno—. Y si nada surge de la esperanza —dijo—, entonces tal
vez no será tan malo ser gobernado por vosotros.
—¿De qué estás hablando? —dije.
—La guerra —contestó Fan—. Los helenos estáis ganando la guerra. El Hijo del
Cielo ha perdido su mandato. Tal vez es por fin la hora de que un extranjero gobierne
a Todos bajo el Cielo.
—¿Qué te hace pensar que estamos ganando? —pregunté.
Fan pidió el cuenco de vino. Se lo tendí, y bebió copiosamente.
—Todo el mundo lo sabe. Habéis conquistado el río Mississipp en Atlantea y
empezado a extenderos por los Territorios Occidentales. Habéis vuelto a hacer
incursiones en Xin. Nuestras cometas no pueden igualar a vuestras naves celestes, ni

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nuestra caballería a vuestra artillería. Es voz común por todo HangXou que vamos a
perder.
—Pero…
—Ayax… —dijo Jasón.
Eso bastó para recordarme que debía guardarme la información, sin embargo, no
pude callarme. Atenea llenó mi corazón de la necesidad de comprender.
—He de hablar, Jasón —dije. Me volví hacia Fan—. No comprendo nada de esto.
Los arcontes nos dijeron que vosotros estáis ganando la guerra. Dijeron que habías
logrado nuevos avances en miniaturización.
—Trucos menores —dijo Fan—. Dieron a nuestros guerreros armas individuales
capaces de causar heridas que vuestros médicos no pueden curar, pero nada más. No
es suficiente.
—Pero nuestros gobernadores y generales están siendo asesinados. Milcíades nos
dijo que el Proyecto Prometeo era nuestra única esperanza de dañar al Gobierno
mediano.
Guardé silencio. Fan tomó un largo sorbo, y luego cerró los ojos.
—Los asesinos son las armas de los hombres desesperados abandonados por los
dioses —dijo—, no las herramientas de un Hijo del Cielo dedicado a la conquista.
Clío se agitó en mi corazón.
—Necesito hacer unos estudios —dije, y me levanté—. Discutiremos de nuevo
este asunto.
Liebre Amarilla y yo regresamos a mi cueva, cada uno en silenciosa comunión
con nuestros dioses, yo con Clío, ella con Hera.
En mi hogar arrasado, rebusqué entre los muebles rotos y las cajas destrozadas
hasta encontrar, envuelto en una vieja túnica, el rollo que Ramonojon me había dado
hacía tanto tiempo a la sombra de las Musas en la Acrópolis, el rollo que la presencia
de Liebre Amarilla me había impedido mirar: los Registros del historiador, de
Ssu-ma X’ien.
—Liebre Amarilla —dije—, espero que no pienses mal de mí por ocultarte esto.
—¿Qué es?
—Historia del Reino Medio. Ramonojon lo trajo. Supongo que se lo dieron sus
amigos budistas.
—Al principio no me conocías para confiar en mí. Luego tuviste que proteger a
Ramonojon. Desde entonces has tenido otras preocupaciones. No hay deshonor en tu
ocultación.
—Gracias —dije.
Saqué el rollo de papel de arroz de su sencilla funda lacada en negro y empecé a
leer el relato de la guerra de Alejandro en el Reino Medio, hacía ochocientos años, y
los cambios que produjo dentro de Todos bajo el Cielo. Era un documento extraño,
no como las historias escritas antes de que la Academia desterrara a Clío; sus
capítulos estaban titulados con los nombres de diferentes personas implicadas en esa

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guerra y en la llegada al trono del primer emperador Han. Cada capítulo contaba la
historia de la vida de esa persona y concluía con una breve explicación de la opinión
de Ssu-ma sobre su carácter y cómo contribuyó o no a la causa del Reino Medio. Y
aunque era un relato de hechos de hombres, no era como leer una crónica de héroes.
No había idolatría, ni reverencia, ni siquiera por los más exaltados. Parecía más una
lista de pruebas que un recuerdo de los muertos honrados.
Poco después noté un extraño picor en la mente, como si Atenea estuviera
intentando brotar de mi cabeza. Liebre Amarilla estaba sentada contra la pared que
antes contenía los estantes, fumando en silencio su pipa.
—Creo que comprendo cómo ambos bandos de una guerra pueden pensar que van
perdiendo —le dije.
Ella apagó las hojas ardientes con la mano y me miró con sus grandes ojos
dorados.
—Continúa.
—¿Cuál es el elemento más importante para librar una guerra de éxito según se
enseña en Esparta?
—Los generales cuyas almas están llenas del espíritu de la guerra y el favor de los
dioses.
—Entonces, si nuestro bando no tuviera esos generales, perderíamos la guerra.
—Por supuesto.
—Los medianos lo ven de otra forma. En vez de llenar a sus líderes del espíritu,
eligen como generales a aquellos que han ganado batallas como capitanes.
Consideran esas primeras victorias la prueba de que esos oficiales libran la guerra de
acuerdo con el modo de la batalla.
—No comprendo —dijo ella—. Un capitán victorioso puede ser nombrado
general si demuestra tener el espíritu adecuado; si no, seguiría siendo capitán.
—Pero para los medianos la guerra es un camino, no un espíritu. Los espíritus
pueden ayudar a la batalla o entorpecerla, y hay dioses que supervisan el progreso de
la guerra, pero no conceden la victoria o la derrota: es la forma en que el general libra
la guerra lo que determina el éxito.
Liebre Amarilla cerró los ojos y el manto de la guerra cayó sobre sus hombros.
Los dioses de la batalla se congregaron a su alrededor mientras reflexionaba sobre
mis palabras.
—Podría hacerse de esa forma —dijo por fin—. Sin ofender a los dioses, un
hombre podría ser general sin tener alma de guerrero. Pero no podría perseverar
como debe hacerlo un espartano. Tarde o temprano renunciaría a la vida de la guerra
y otro general ocuparía su lugar.
—Y lo mismo se aplica a sus gobernantes —dije yo—. Nosotros tomamos como
líderes a aquellos que muestran el potencial para ser héroes; ellos eligen a aquellos
que lo demuestran según el modo del cielo, que puede cambiar.
—Nuestra forma es claramente mejor —dijo Liebre Amarilla—. Nosotros

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encontramos almas con constancia.
—¿Sí? —repuse—. Piensa en Mihradario.
—¿Qué pasa con él?
—Tenía un gran potencial, el genio que crea héroes atenienses. Si no hubiera
sentido la necesidad de detener el Ladrón Solar, podría haber llegado a ser arconte. O
piensa en mi padre. —Liebre Amarilla gruñó—. Fue un general excelente, que
inspiraba lealtad entre sus tropas y entre las ciudades gobernadas también, pero como
Jasón y tú habéis señalado, violó la verdadera esencia de Esparta. Un general
mediano se aferraría a esa esencia mientras sirviera en la guerra.
—Puede que tengas razón, Ayax —dijo Liebre Amarilla—. Pero ¿cómo pueden
creer ambos bandos que van perdiendo?
—Considera lo que dijo Fan. Que el Reino Medio estaba perdiendo batallas y
territorio. Eso le demostraba que el Hijo del Cielo ha perdido el mandato para
gobernar, así que el Reino Medio está destinado a perder la guerra a menos que el
Hijo del Sol sea reemplazado. Necesitan ganar tiempo para que se encuentre a un
nuevo emperador, así que se dedican al acto desesperado de matar a nuestros líderes.
El punto de vista de la Liga, por otro lado, es que sus líderes están siendo asesinados,
así que no tendremos los héroes que necesitamos para conseguir victorias, y por eso
estamos destinados a perder a menos que podamos golpear de manera rápida y
decisiva.
Abrió mucho los ojos, oro reflejando la luz plateada de la cueva. Atenea se agitó
en su mente y la égida brilló a través de ellos.
—Ambos bandos creen que están perdiendo —dijo—, así que, como tú dices,
ambos bandos se enzarzan en acciones desesperadas. Los medianos asesinan y la
Liga crea Proyectos Prometo. Ambos bandos están tomando medidas desesperadas
innecesarias. —Agarró el pomo de su espada—. Ningún bando ha tenido la conducta
adecuada en la guerra —dijo.
—Ningún bando está actuando por el Bien —dije yo, y las palabras de Helios
ardieron de nuevo en mi corazón.

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ο
«Clío —recé tras la revelación de los escritos de Ssu-ma—, me has mostrado tu
misterio, muéstrame cómo puedes apoderarte de los corazones de hombres y naciones
y llevarlos a caminos tan dispares que los hombres de un pueblo no saben hablar a los
hombres de otro. Pero diosa de la historia, inspiradora de un estudio perdido, ¿qué
voy a hacer con tu bendición?».
Y en las sombras de mi corazón Clío y Atenea juntas me respondieron. La
historia cubrió el abismo que había mostrado la Sabiduría, y un nuevo lugar creció en
mi corazón cerca de donde habitaba mi comprensión de la ciencia. Era una caverna
oscura, todavía sin formar y sin la luz del conocimiento. Pero en aquella gruta umbría
oí un sonido, un acorde resonante, la canción de la corriente Xi que cubría el aire
entre Ares y Helios.
Entonces el acorde guardó silencio y una voz resonante con un clamoroso trueno
rugió en la oscuridad: «¡Llena este lugar!».
«Lo haré, padre Zeus, lo haré».
—Liebre Amarilla —dije, abriendo los ojos para ver la cueva más familiar a la
que llamaba mi hogar—, manda a uno de los guardias a buscar a Fan y dile que se
reúna conmigo en la cima de la colina.
—Sí, Ayax —dijo ella.
El anciano taoísta se reunió conmigo media hora más tarde junto a los muñones
de las piernas de Alejandro.
—Necesito saber más sobre tu ciencia —le dije a Fan.
—Dime cómo enseñarte —contestó él. Había un tranquilo brillo en sus ojos y
sobre sus hombros se posó algo que hizo que sus setenta años parecieran más jóvenes
y más fuertes—. Si puedes aprender a aprender, entonces tal vez yo pueda también.
—¿Qué quieres decir?
—Yo también necesito conocer tu ciencia —dijo, y sus ojos se hicieron más
brillantes—. Pero ¿por dónde empezamos?
—Por el punto más débil de la barrera que existe entre nosotros —dije—. Las
murallas de la teoría son demasiado altas; empecemos por la práctica. Muéstrame tu
equipo. Imagina que no soy un científico. Imagina que soy un burócrata ignorante
que quiere una explicación de tu trabajo para poder escribir sus informes.
El anciano sonrió e hizo una reverencia.
—¿Harás lo mismo por mí?
—Por supuesto.
Durante la siguiente semana, Fan y yo nos fuimos dando introducciones básicas a
la parafernalia de nuestras ciencias. Le mostré cómo usábamos aire raro y aire denso
para crear movimiento forzado, y él me mostró cómo el oro, la plata y el cinabrio
colocados a lo largo de la corriente Xi podían controlar o modificar el movimiento
natural. Lentamente, la oscura caverna de mi corazón empezó a iluminarse con una

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segunda visión del universo, una de cambio y flujo en vez de materia y forma. Y a
medida que la luz del trabajo práctico pasaba de ser una vela titubeante a una bengala
solar, iluminó los asombrosos textos taoístas que había estudiado durante años sin
sacar nada de ellos.
Recordé los días invertidos examinando rollos de papel de arroz con caracteres
impresos, palabras en el idioma del Reino Medio que había aprendido pero no
comprendido. Había habido noches en que los pictogramas parecían bailar ante mis
ojos, burlándose de mí con sus significados ocultos. En aquellas oscuras horas yo
había rezado mucho e intensamente a Atenea y Hermes, señor de los traductores, para
que me ayudara a penetrar los misterios del enemigo. Y ahora, por fin, me habían
respondido, y los textos que había memorizado empezaron a desarrollarse a la luz de
mi nueva caverna mental.
Si me hubieran dado la libertad para hacerlo, me habría contentado con dejar que
la Reproche del Fénix se quedara en aquella órbita, dejando que la combinación de
aire puro y favor divino me llenaran de comprensión, pero tenía otros deberes, y
debía cumplirlos. Así que Fan y yo nos apartamos de nuestra enseñanza y
aprendizaje. En dos lenguas con dos visiones planeamos el paso de la nave a través
de las ondas de Xi que fluían del cuerpo de Helios, llevadas por la luz y el fuego
atómico del viento solar.
Cuando quedamos satisfechos con nuestros cálculos, fui a ver a todos los
miembros de la tripulación y hablé con ellos, de uno en uno, en privado. Todos
sabíamos que el vuelo a través de la esfera de Helios sería la prueba más difícil para
la nave. Si la Reproche del Fénix sobrevivía a ese tramo del viaje, no tendríamos
ninguna dificultad para regresar a la Tierra.
Hablé primero con Clovix, alabándolo por su servicio desde el desastre, y él se
inclinó ante mí dándome las gracias.
Felicité a los soldados por su diligencia, y les aseguré que habían hecho un gran
honor al Ejército y a la Liga.
Ramonojon y yo compartimos un breve momento de silencio, y lo dejamos así.
Jasón y yo hablamos en suaves susurros del misterio de Orfeo, luego nos dimos la
mano y nos separamos.
De lo que pasó entre Liebre Amarilla y yo, que permanezca encerrado en los
labios de Afrodita.
Luego Fan y yo nos pusimos nuestras gafas solares protectoras y las ropas
refrescantes y nos atamos a nuestros compartimentos de piloto mientras el resto de la
tripulación bajaba a la seguridad de la prisión. La nave se sumergió en la corriente Xi
entre Ares y Helios; Fan activó los reforzadores Xi y yo tiré de las riendas, dirigiendo
la Reproche del Fénix por los caminos del ciclo hacia el fuego del Sol.
Por la ventana delantera de mi cabina vi a Helios crecer y crecer hasta que llenó
el cielo de lanzas de llama roja, y las palabras que grabó a fuego en mi corazón
prendieron una vez más.

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«¿No estoy sirviendo al Bien? —Recé—. ¿No he cruzado el abismo?».
«¡Todavía no!», rugió el dios Sol mientras la Reproche del Fénix atravesaba la
esfera de cristal y se cernía sobre el fuego celeste. «Dios del día —recé—, déjame ir;
debo guiar la nave». Helios liberó mi mente para que una vez más calculara y
pilotara. Las corrientes de Xi fluyeron del Sol, espirales invisibles que apartaban de la
bola de fuego la materia selenita de mi nave; pero había una corriente contraria que
tiraba del fragmento solar, tratando de atraerlo hacia el cuerpo de fuego del que había
sido robado.
Mi tarea era mantener la bola de fuego apartada de esa corriente mientras Fan nos
hacía maniobrar a través del pulso de las corrientes principales para alcanzar las
esferas interiores. Los reforzadores Xi zumbaban con un ritmo entrecortado mientras
saltábamos de corriente en corriente, atraídos a izquierda y derecha por ellas, pero la
segura mano de Fan nos mantuvo en dirección hacia abajo, siempre hacia abajo.
Cuando estuvimos a ocho kilómetros de Helios, tiré de los cables guía de babor y
superiores, apartando el fragmento de Sol, arriba y hacia la izquierda. El Sol
desapareció bajo nosotros, y el cielo pasó de repente del rojo fuego al dorado de la
luz solar mientras volábamos sobre Helios.
Solté los cables y el fragmento solar se zambulló de nuevo, esperé que para
llevarnos más allá del Sol; pero el fragmento continuó zambulléndose más lejos de lo
que yo había planeado. La corriente interna había atrapado la bola de fuego e
intentaba arrastrarla bajo la nave y llevarla de nuevo hacia el Sol. Tiré de la rienda
central y del cordón de cable selenita con todas mis fuerzas para recuperar el
fragmento, para sostenerlo durante unos pocos segundos.
Aguanté con toda la fuerza de mis brazos y toda la voluntad que pude acumular.
Conté los latidos: cinco, diez, veinte, mientras volábamos sobre la lámpara que
iluminaba el universo. La nave se volvió negra por el torrente de brillo dorado que la
iluminaba desde abajo. Lenguas de fuego bailaron bajo nosotros, y entonces nos
encontramos encima del Sol, y la luz brilló desde detrás. La sombra de la colina cayó
sobre la proa de la Fénix, una sombra larga como si el Sol se pusiera directamente
detrás de mí. Habíamos dejado atrás Helios, la esfera del dios y el viento solar y las
salvajes corrientes de Xi que se agitaban como la peor tormenta marina alrededor de
aquella bola de llama celeste.
Solté el cable y el fragmento solar reemprendió su tirón normal de la nave. Los
reforzadores Xi dejaron de zumbar y nos situamos en una órbita a unas pocas docenas
de kilómetros bajo la esfera de cristal que contenía el Sol.
«Gracias, señor del día —recé—. Te doy las gracias, oh, Helios, por salvar a mi
gente».
«¡Todavía no! —Ardieron las palabras en mi mente—. ¡Todavía no!».
Pero a pesar de esta divina advertencia, mi corazón se llenó de alivio. Habíamos
pasado a través del fuego y entrado en las esferas habitadas. Salí de mi cabina para
unirme a mi tripulación y celebrarlo. Cuando pisé la superficie de la nave, vi una

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mancha de plata en el cielo, por encima de nuestra cubierta de babor. Entonces me di
cuenta de qué era: el extremo delantero de la Lágrima de Chandra, circulando
perezosamente en una órbita ligeramente superior que la de la Reproche del Fénix.
«Pobre nave fantasma —pensé—, espero que tus muertos estén descansando».
Como en respuesta, cuatro puntos de plata más pequeños salieron de la parte
trasera de la nave rota. Trineos lunares, pero ¿pilotados por quién?
Fueran quienes fuesen, no podía dejar que encontraran a Fan antes de que tuviera
tiempo de explicarles su presencia y nuestras circunstancias. Suponiendo que pudiera
explicarlo.
Me di la vuelta y corrí hacia la cabina de mi copiloto. A cien metros de mi
objetivo, olí el aire rarificado y oí el claro choque de piedra lunar contra piedra lunar
de un trineo aterrizando detrás de mí.
—¡Ayax, alto! —dijo una voz demasiado familiar.
Me detuve y me di la vuelta, sin apenas atreverme a creer lo que había oído. Allí,
vestido con una armadura chamuscada y con una ajada capa de aire refrescante, la
piel macerada, llena de cicatrices y más negro que un etíope, estaba Anaximandro,
apuntándome al pecho con un lanzador evac.
En ese momento maldije a los dioses y los Hados; me rebelé contra los cielos por
dejar sobrevivir a ese hombre. Por esa blasfemia, suplico el perdón de los dioses.
—Anaximandro —dije—, suelta esa arma y ríndete. Ya han muerto suficientes
hombres por tu culpa.
Él se echó a reír y sus ojos, con las pupilas como cabezas de alfiler, brillaron
mientras alzaba el lanzador.
—¿Crees que has escapado al castigo, traidor?
—Idiota —repliqué—. El traidor era Mihradario, el que te aconsejó y te encaminó
a la ruina. Vuelvo a repetir que sueltes el arma.
Se quedó donde estaba, sin oír mis palabras, posando como una estatua militar.
Tras él aterrizaron tres trineos lunares más, y dos docenas de soldados de mi antigua
nave salieron a la cubierta despejada de la Reproche del Fénix. También ellos
mostraban signos de una prolongada exposición al sol: ropas chamuscadas, piel muy
oscura, y pupilas tan pequeñas como ojos de agujas.
—¿Cómo? —dije—. ¿Cómo sobrevivisteis?
—Me preparé —dijo Anaximandro, mirando a los cielos—. Un verdadero
soldado se prepara siempre. Sabía que Ramonojon y tú podíais haber saboteado la
nave, así que preparé cuatro trineos lunares y destaqué a mis soldados más leales para
pilotarlos. No me encontraba en la Lágrima de Chandra cuando tus traicioneros actos
la destruyeron. Después del desastre mi tripulación superviviente y yo regresamos a
la mitad de la nave. Hemos esperado semanas a que nos rescataran. Entonces te
vimos regresar con el premio de tu traición. ¿Cuál era tu plan, Ayax, usar el
fragmento de Sol contra Délos? ¿Contra Atenas? ¿Contra Esparta?
No dije nada, sabiendo que ninguna razón, ninguna prueba, penetraría la sólida

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muralla de locura levantada en la mente de Anaximandro.
—Registrad este navío —dijo Anaximandro mientras sus soldados se
congregaban a su alrededor—. Todo el mundo a bordo es un traidor. Tomad
prisioneros si podéis; matadlos si es necesario.
Los soldados se dividieron en cuatro escuadrones de seis. Tres de los grupos se
repartieron por la nave; uno se quedó para proteger a Anaximandro. Rece para que
Liebre Amarilla, Jasón y nuestros tres soldados pudieran encargarse de los pequeños
escuadrones.
—Ahora, traidor —me dijo el jefe de seguridad—, ¿qué es eso?
Señaló la cabina de control de Fan. Yo no dije nada.
—Traedlo —gruñó Anaximandro, y dos de los soldados se me acercaron por
detrás y me agarraron por los brazos, retorciéndolos a mi espalda. Contuve el dolor,
pues no quería mostrar ninguna debilidad delante del imbécil que había destruido mi
nave. Los guardias me obligaron a seguir a su lunático líder hasta la cabina de control
secundaria. Dos hombres entraron en ella y momentos más tarde sacaron a Fan a
rastras. Su cara era una masa de magulladuras, y andaba a trompicones.
Me miró con tristes ojos muertos y empezó a hablar. Anaximandro le golpeó en el
hombro con el barril de su lanzador evac.
—¡Silencio, mediano!
Fan gimió y se desplomó contra uno de los guardias. El soldado lo empujó y vio
sonriente cómo caía al suelo, rasgándose la túnica de seda por las rodillas.
—¡Basta! —dije.
—Cállate, traidor —ordenó Anaximandro. Me abofeteó en la cara con su puño
acorazado. Sentí la sangre manar de mi mejilla, pero me mordí el labio para no emitir
ningún sonido.
Los guardias obligaron a Fan a ponerse en pie, y esperamos en la base de la colina
mientras Anaximandro exploraba nuestra nueva nave y nos miraba con furia.
Unos minutos más tarde, rodeada por seis guardias que la escoltaban, llegó Liebre
Amarilla. La habían desnudado a excepción de un vendaje de lino manchado de
sangre en torno a su hombro, pero los dioses de la guerra la habían envuelto en una
capa de dignidad y ninguno de los soldados se atrevió a acercarse o a burlarse de ella.
Volvió sus ojos dorados hacia mí y sentí un espíritu de tranquila confianza crecer en
mi corazón. Luego ella miró a Anaximandro y la vi jurar que entregaría su alma al
Hades. En ese momento, desnuda y herida, con seis lanzadores evac apuntándole, la
mirada de Liebre Amarilla asustó a Anaximandro. El jefe de seguridad se dio media
vuelta. Vi el temor en sus ojos, y supe que estaba a punto de ordenar que le dispararan
a Liebre Amarilla.
—No des esa orden —le susurré—. Desnuda y moribunda podría matarte antes de
que su alma abandone su cuerpo.
—No tengo miedo de esa xeroqui —dijo, y en aquellas palabras vi con cuánta
fuerza había atenazado su alma la locura.

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—Entonces eres más necio de lo que pensaba —dije, esperando que esta verdad
pudiera alcanzarle—. Ella es espartana, guerrera de cuerpo y alma.
—Eso no significa nada —respondió él, alardeando para sí y para sus guardias—.
Llevaremos a esta traidora de vuelta a Esparta y les demostraremos que no siempre
eligen bien a sus oficiales.
Se volvió hacia los guardias.
—¿Había alguien más abajo?
—Sí, comandante —contestó uno de ellos.
Cuatro guardias más salieron del túnel, escoltando a Ramonojon, Clovix y
nuestros tres soldados; no había ni rastro de Jasón. Ramonojon parecía impasible. Los
ojos de Clovix brillaron cuando vio a Anaximandro; el esclavo casi se lamió los
labios. Pero cuando la mirada del jefe de seguridad se posó en él, el galo adoptó su
postura servil, abandonada hacía tanto tiempo.
—¿Qué ha pasado? —le susurré a Liebre Amarilla mientras los guardias la
escoltaban hasta donde yo estaba—. ¿Cómo te han herido?
Ella me miró y se ajustó la venda.
—Fui descuidada. Amenazaron con matar a Ramonojon. Me interpuse. Uno de
ellos me disparó en el hombro.
—¿Dónde está Jasón? —susurré en xeroqui.
—Salió de la prisión cuando Fan y tú detuvisteis la nave. No sé adonde fue.
—Bien. Tal vez pueda hacer algo. Mi voz se apagó cuando vi a seis soldados
escoltando a mi co-comandante desde la caverna de almacenaje. Jasón caminaba con
toda la solemnidad de un general espartano rodeado de una guardia de honor, y los
soldados, aprovechando el brillo de su gloria reflejada, parecían sentirse más grandes
que sus camaradas.
—¡Jefe de seguridad! —gritó Jasón con su mejor voz de desfile de gala—. ¿Qué
significa esto?
La sangre abandonó el rostro quemado por el sol de Anaximandro.
—¿Comandante? —susurró.
Jasón avanzó como Zeus dignándose a ser visto entre mortales.
—Jefe de seguridad Anaximandro, quedas relevado del mando. Entrega tus
armas.
Por un momento, Anaximandro vaciló ante la presión de la autoridad espartana.
Bajó la cabeza, evitando la mirada de su comandante, y su alma se tambaleó al borde
de la comprensión. El colosal error que había cometido lo golpeó. Todas las
autojustificaciones, todas las insinuaciones que Mihradario había vertido en sus
oídos, todas las pruebas que había compuesto en su mente contra Ramonojon, Liebre
Amarilla y yo mismo no podían ser vueltas contra Jasón, su intachable superior.
Si Anaximandro hubiera poseído un alma de guerrero, un auténtico espíritu
espartano, se habría rendido y se habría entregado para ser castigado. Pero no era más
que un soldado de pega, un falso espartano, todo apariencia, ningún espíritu. No

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podía aceptar que hubiera provocado la catástrofe que había caído sobre todos
aquellos que estaban a sus órdenes.
Enderezó la espalda, henchido de soberbia, alzó los ojos ciegos por la fatalidad y
habló:
—Jasón de Esparta, te detengo por el crimen de traición contra la Liga.
El loco volvió la espalda a su comandante y al verdadero camino del guerrero.
—Guardias, llevadlo con los otros prisioneros.
Los soldados miraron primero a Jasón, luego a Anaximandro. Despacio, dudosos,
alzaron sus lanzadores y apuntaron a Jasón. Lo escoltaron hasta donde estábamos los
demás y lo obligaron a sentarse en el suelo; lo hizo con silenciosa dignidad. Nos
mantuvieron juntos en círculo, a excepción de Fan, a quien aislaron.
—¿Por qué han obedecido a Anaximandro en vez de a ti? —le susurre a Jasón.
—Entrenamiento de supervivencia —dijeron Liebre Amarilla y él
simultáneamente.
Alcé una ceja, dubitativo.
—Se hace enviando a un grupo de hombres y a un comandante a una situación de
peligro de larga duración —dijo Liebre Amarilla—. Si el comandante mantiene a los
soldados con vida, ellos aprenden a obedecerle instintivamente. Acaban por hacer
todo lo que él les pide.
—Y esos soldados —continuó Jasón— han estado atrapados orbitando el Sol con
poca comida y agua durante semanas. Después de tanto tiempo, incluso los torpes
modales de Anaximandro podrían elevar el espíritu de un hombre hasta el punto de la
lealtad.
El jefe de seguridad caminó en derredor del pequeño círculo de prisioneros como
una gallina que cuenta sus huevos. Después volvió a asumir su pose heroica y miró al
cielo.
—Y ahora, llevaremos esta nave a la Tierra para cumplir nuestra misión. —Miró
amorosamente el fragmento solar que flotaba en el aire, más allá de la cubierta—.
¡Arderás, HangXou!
—¿Y cómo pilotarás esta nave hasta la capital del Reino Medio? —pregunté.
Él me apuntó con su lanzador.
—Tú serás mi piloto.
—¿Y por qué habría de hacer eso?
Sus guardias apuntaron con sus lanzadores al pequeño círculo de prisioneros.
—Si no lo haces —dijo Anaximandro, gesticulando teatralmente—, todos
moriréis.
Atenea tocó entonces mi corazón, recordándome que con tiempo de sobra la
sabiduría vencería a la estupidez.
—Muy bien —dije—. Pero no puedo pilotar esta nave solo.
Señaló el círculo con las manos.
—Tienes toda la ayuda que necesites.

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Yo indiqué la triste figura de Fan, sentando aparte a una docena de metros.
—Lo necesito a él.
Anaximandro hizo una mueca.
—Ridículo. Estás intentando mantener a tu espía con vida.
—Juro por la laguna Estigia que sin Fan Xu-Tzu esta nave nunca alcanzará la
Tierra.
—Blasfemo además de traidor.
—Sin embargo, he jurado, y los dioses no me permitirán contradecir ese
juramento.
—Los dioses te condenarán ya por tus crímenes —dijo él.
—Si no aceptas el juramento que no puede romperse, entonces mira a tu
alrededor. Esta nave emplea tecnología mediana. Ningún científico délico comprende
su equipo. ¿Crees que soy la única excepción?
Anaximandro se frotó la barbilla y asintió lentamente. Era demasiado ciego para
aceptar mi palabra, pero podía creer fácilmente en mi incapacidad.
—Muy bien, tendrás tu mediano —dijo, fingiendo magnanimidad—. Su muerte
sólo se retrasa.
«Como la tuya», juré en silencio.
—Déjame explicarle la situación a Fan —dije—. Puedo conseguir que coopere.
—Nadie hablará con el mediano —dijo Anaximandro—. Permanecerá encerrado
hasta que necesites su ayuda para pilotar esta nave.
No tenía sentido seguir discutiendo, así que asentí.
—¡Partiremos para la Tierra cuando esta nave sea segura! —dijo Anaximandro al
mundo que lo rodeaba.
Señaló a Clovix.
—¡Esclavo! ¡Atiéndeme!
Anaximandro se dio media vuelta, y los soldados se separaron para dejar ponerse
en pie al jefe de esclavos. Clovix avanzó, la espalda encorvada, caminando mansa
pero rápidamente detrás de Anaximandro. La postura del galo parecía más servil que
nunca, pero en aquella pose vi a un lobo furioso preparado para saltar. Los fantasmas
de todos los esclavos muertos de la Lágrima de Chandra se congregaron en torno a
Clovix, sedientos de la sangre de Anaximandro. Los fuegos de la venganza brillaron
en los afilados ojos azules del galo. Avanzó con la cabeza gacha hasta que, cuando
estuvo sólo a un palmo tras el jefe de seguridad, dio un brinco, agarró a Anaximandro
por la nuca y empezó a retorcerle el cuello.
Los lanzadores de los soldados descargaron una andanada de tetras y el cuerpo
del gigante pelirrojo cayó al suelo. Su alma se separó de su cuerpo y se unió a la turba
de espíritus. Pude sentir el roce de su aliento sobre mí, tratando de llenarme de su
necesidad de venganza, de enfurecerme como él se había enfurecido. Pero la diosa de
la sabiduría me protegió de la turba de espíritus.
«Regresad al Hades —les dije—. La muerte de Anaximandro no vendrá hoy, pero

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os juro que vendrá».
Anaximandro jadeó y tosió, sujetándose la garganta hasta que recuperó el aliento.
—Una revuelta de esclavos también —dijo.
—Clovix quería la venganza adecuada por tus acciones —dije—. Tu locura mató
a quienes estaban a sus órdenes.
—Lo hizo tu traición —dijo Anaximandro. Agitó una mano despectiva hacia los
guardias—. Encerrad a los prisioneros y arrojad el cadáver de este esclavo por la
borda.
Los guardias nos llevaron a la prisión y nos encerraron en las tres celdas que
todavía tenían puerta. Sus antiguos camaradas, Jenófanes, Heráclites y Solón, en una
celda. Liebre Amarilla y Ramonojon en otra. A Jasón y a mí nos encerraron juntos.
—Fatalidad y soberbia —dijo mi co-comandante—. Los Hados han escrito la
muerte de Anaximandro.
—Pero ¿por qué lo han hecho? ¿Por qué lo preservaron en primer lugar?
—Quizá para que sea el instrumento por el que se entregue el fragmento de Sol
—dijo Jasón—. Tal vez Anaximandro sea responsable de ganar la guerra.
—No, Jasón, aunque HangXou arda, la guerra no se ganará.
—¿Cómo puedes saberlo?
—He aprendido mucho durante esta última semana sobre el Reino Medio —dije.
Mis ojos se desenfocaron. Ya no podía ver a Jasón; en cambio, mi visión se llenó del
panorama de hombres y hechos que Ssu-ma había pintado con sus palabras—. Es
cierto que sin su capital el Reino Medio quedará desorganizado. Sí, perderán mucho
territorio, quizás toda Atlantea, tal vez el Tíbet. Pero no, no los derrotaremos.
Ampliarán su campaña de asesinatos y en cuestión de meses desorganizarán la Liga.
Tarde o temprano acabarán por elegir un nuevo Hijo del Cielo y una nueva capital.
Acabarán por desarrollar un medio para detener el Ladrón Solar. En algún momento
del futuro, recuperarán su superioridad científica y el Ladrón Solar se convertirá en
otro más de la larga serie de avances científicos que se usaron temporalmente en la
guerra.
—Ayax, oigo el trueno de Zeus en tu voz. ¿Qué te está sucediendo?
—Los dioses han estado intentando decirme algo —dije—. Y casi sé lo que es;
pero aún no lo he oído todo.

Horas más tarde abrieron la puerta de la celda y dos guardias me hicieron salir.
—El comandante quiere verte —dijo uno de ellos.
—Vuestro comandante está aquí —repliqué, señalando a Jasón. El guardia me
empujó escaleras arriba.
Me condujeron a través de la desierta superficie de la nave hasta mi cabina de
control. Anaximandro estaba dentro con dos de sus soldados.
—El mediano dijo que pronto podríamos dirigirnos hacia dentro —dijo.

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Me asomé a la ventana. Helios estaba casi directamente encima de nosotros.
—Fan tiene razón.
—Bien —contestó Anaximandro—. Estoy ansioso por regresar a la Tierra.
Sus guardias me ataron en el asiento del piloto con mis propias correas, y luego
Anaximandro y ellos se ataron a las paredes de la cabina con cuerdas trenzadas a los
agujeros de las tablas. Los cinco apuntaron con sus lanzadores a mi cuerpo inmóvil.
—¿Está Fan en la otra sala de control?
Anaximandro asintió.
—El mediano conoce su trabajo, y el castigo por fracasar.
La Reproche del Fénix entró en la corriente Xi, y yo tiré del cable guía de babor,
girando nuestra popa hacia abajo, siguiendo la dirección en la que viajaba la corriente
de la naturaleza. El súbito impulso me echó levemente hacia atrás, pero una vez que
entramos en la corriente no hubo ninguna fuerza sobre mi cuerpo: la naturaleza me
llevó, acunándome en sus brazos. Ningún piloto de la Liga Délica había volado jamás
tan suavemente. A lo lejos vi la diminuta mancha verde de Afrodita esperando al
fondo de aquel río de Xi. El zumbido familiar de los reforzadores Xi comenzó y la
nave adquirió velocidad.
Afrodita era una fina moneda verde en mi ventana cuando empezamos a caer.
Creció y creció, hasta que viramos a estribor y nos enderezamos, y entonces la diosa
del amor fue una esfera de treinta centímetros de diámetro. Habíamos reducido a la
mitad la distancia entre planetas en un puñado de minutos.
Anaximandro miró asombrado a través de la ventana, el rostro iluminado de
éxtasis.
—Esta nave es un gran hallazgo —dijo—. Gracias por proporcionarla, Ayax.
«No vivirás para llevarla a casa», juré en silencio.
—Llevadlo de regreso a su celda —le dijo Anaximandro a los guardias.
—Necesito pluma, tinta y papiro para hacer algunos cálculos para el siguiente
vuelo.
—Los tendrás —repuso él, los ojos fijos en el cielo.
—Necesito también a Fan.
—No. No verás al mediano. —Anaximandro se volvió para mirarme—.
Lleváoslo.
Los guardias me devolvieron a mi celda y me dieron los materiales que
necesitaba. Me senté en el suelo y consulté las dos ciencias de mi corazón, y a los
dioses de arriba, para que me ayudaran a planificar un accidente.
Tardé dos días en hacer los cálculos teóricos para el aparato taoísta que quería.
Sin duda Fan podría haberlos hecho en cuestión de minutos. Pero esos días de trabajo
agudizaron mi conciencia y me dieron una sensación del Xi que no había poseído
nunca.
Al final de ese periodo de tiempo, Anaximandro me sacó para que volviera a
pilotar la nave.

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Por fortuna, no alcanzamos todavía Afrodita en esa caída, pero quedamos lo
suficientemente cerca para que la siguiente vez la corriente Xi nos llevara hasta la
esfera verde. No tenía otra elección, debía actuar inmediatamente.
—Los cables guía se están soltando —le dije a Anaximandro cuando salimos de
la cabina de control—. Tengo que repararlos o se romperán durante el próximo vuelo.
—¿Qué tienes que hacer?
Apunté a las cuerdas retorcidas y entrelazadas de la red solar.
—Subir por ahí —dije.
Anaximandro enseñó los dientes en una parodia de sonrisa. Sin duda la
perspectiva de que yo arriesgara mi vida para ayudarle resultó agradable a su alma
retorcida.
Los soldados me sujetaron a la nave con largas cuerdas de cáñamo atadas a mis
hombros y mi cintura. Me arrastré con cuidado por la red solar, seguido por dos
hombres a los que no parecía preocupar lo peligroso que era el viaje.
Las cuerdas tejidas de fibras celestes se clavaron en mis manos enguantadas y
picotearon mis piernas a través de los pliegues de mi túnica. El viento se sacudía a mi
alrededor, amenazando con derribarme mientras subía al espacio libre, siguiendo el
cable guía de babor hasta que llegué al primero de los impulsores de un dedo de largo
que flanqueaban el cordón de plata.
De una bolsita que llevaba atada a un cinturón de cuerda saqué dos pequeñas
agujas de oro, un pincel y un bote de pintura bermeja. Até las agujas a los impulsores
más cercanos de los cables de babor y estribor. Luego, arrastrándome con cuidado
hacia atrás, pinté una fina línea de rojo por un solo filamento de materia hermética.
Esa barra escarlata conectaba las agujas de oro a la red de líneas de pintura roja que el
propio Fan había dibujado en el cuerpo de la nave.
Si había hecho el trabajo correctamente, entonces, cada vez que tirara de los
cables guía de babor o estribor una señal zumbante sería enviada a la cabina de
control de Fan a través de los reforzadores Xi. Sólo podía esperar que él interpretara
las señales correctamente.

Al día siguiente, mientras la Reproche del Fénix se acercaba a la corriente Xi, los
guardias me sacaron de mi celda y me ataron de nuevo en mi cabina. Me senté, las
manos cerca de las cuerdas, y esperé a poner en acción mi plan. La nave pasó sobre
Afrodita, eclipsando a la diosa del amor, y yo tiré suavemente del cable de babor para
iniciar nuestras maniobras. El fragmento se agitó un poco a la izquierda y una
sacudida corrió por todo mi brazo. El transmisor estaba funcionando. Esperé que Fan
comprendiera mis mensajes. Deseé haber podido diseñar algo para recibir sus
respuestas, pero Anaximandro no me había dejado acercarme a su cabina.
Viramos hacia abajo y empezamos a caer hacia el orbe verde mar. Volamos los
últimos cientos de kilómetros de la corriente Xi y entramos en la calmada marea en

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torno a Afrodita. Tiré para subir suavemente. El planeta desapareció bajo la proa de la
nave. Entonces tiré con fuerza del cable de babor, haciéndonos girar bruscamente a la
izquierda y enviando una sacudida por todo mi brazo. Fan recibió mi mensaje y
desconectó el reforzador Xi de babor.
El fragmento de Sol se volvió hacia estribor y lanzó a la Reproche del Fénix en
una salvaje espiral.
—¡Enderézanos! —gritó Anaximandro, apuntándome con su lanzador.
—Lo estoy intentando —mentí. Tiré del cable de estribor. Una descarga recorrió
mi brazo derecho, y el otro reforzador Xi se apagó. El fragmento de Sol quedó libre
de las corrientes del movimiento natural; ahora estaba únicamente a mis órdenes. Tiré
del cable hacia abajo y del de babor y la nave dejó de dar tumbos a unos
cuatrocientos metros sobre la superficie de Afrodita. No le di tiempo a Anaximandro
para advertir que nos habíamos estabilizado. Tiré frenéticamente del cable de abajo y
la nave se zambulló de morro hacia el planeta. Entonces, antes de que chocáramos,
tiré con fuerza del cable de subida y suavemente de los de babor y estribor. El
zumbido del control regresó; pero antes de que ascendiéramos, la Reproche del Fénix
rozó con su quilla la piel de la diosa del amor.
La nave gimió de furia, gritando la nota de la Luna. Oí un fuerte crujido y supe
que nuestra quilla se había roto. En mi cabina, una tabla se desgajó de la pared y
golpeó la cabeza de uno de los guardias, dejándolo inconsciente. Tiré de nuevo del
cordón de subida y atravesamos la abertura entre el planeta y la esfera de cristal.
Dejamos atrás el orbe verde y entramos en la órbita como un caballo herido.
Ahora sólo Hermes y Selene se interponían entre la Tierra y nosotros.
—Te advertí que no podía pilotar esta nave sin consultar con Fan —le dije a
Anaximandro—. Ahora tendremos que reparar la quilla antes de poder continuar.
—Muy bien —contestó él—. Nos detendremos para hacer reparaciones.
—Necesito a Fan —dije.
—No, el mediano se queda donde está.
—Entonces al menos dame la ayuda de un dinamicista; tráeme a Ramonojon.
Anaximandro se desató de la pared y se acercó al lugar donde yo estaba sentado.
Con la mano izquierda enguantada me levantó la cabeza tirándome de la barbilla y
me obligó a mirarlo a los ojos. Pude sentir que intentaba hacer acopio del espíritu de
un guerrero para intimidarme, pero los dioses de la guerra no querían saber nada de
él. Lo miré a los ojos, mientras escondía mi odio en lo más profundo de mi corazón
con la ayuda de Hermes.
—Muy bien —dijo Anaximandro—. Tendrás al indio.
—Y necesitaré el laboratorio de Mihradario: es el único espacio de trabajo que
queda intacto en la nave.
—De acuerdo —respondió él, y salió a la nave para contemplar a Afrodita y el
Sol tras ella.
Dos guardias condujeron a Ramonojon al laboratorio de Mihradario y luego se

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apostaron al pie de la escalera. Mi amigo tenía el rostro demacrado y mortecino, los
pantalones y la túnica desgarrados y en desorden, y había magulladuras en su cuello y
sus brazos. Lo agarré amablemente por la mano y le sonreí para tranquilizarlo.
—Ayax, ¿qué ha estado pasando?
—Ha habido un accidente —repliqué—. Necesitamos reparar una grieta en la
quilla. Ven a ayudarme con el equipo.
Nos acercamos al rincón, tras la antigua mesa de trabajo de Mihradario y abrimos
la bolsa de cuero donde Fan guardaba sus instrumentos. Ramonojon me dirigió una
mirada intrigada pero yo negué con la cabeza. Rebusqué en la bolsa mientras le hacía
una descripción larga y tediosa de los daños.
Los guardias perdieron rápidamente interés en nosotros y gradualmente dejé de
hablar en helénico y empecé a hablar en hindi.
—¿Está bien Liebre Amarilla? —pregunté.
—Está bien. Su hombro ha sanado rápidamente gracias a las píldoras de Xan;
pero sigue fingiendo que está herida para engañar a los guardias. —Hizo una pausa y
se frotó la cara magullada—. Anaximandro quiere que firme una confesión antes de
que lleguemos a la Luna.
—Con ayuda de Atenea habremos recuperado la nave mucho antes.
—¿Tienes un plan? —preguntó él, inclinándose hacia delante para captar mis
palabras.
—Durante las reparaciones haremos ciertos aparatos.
Y esbocé lo que tenía en mente.
—¿Puedes fabricar esas cosas? —dijo él.
—Cuando Atenea favorece mi corazón, puedo.
Durante la siguiente semana Ramonojon y yo hicimos varios viajes en trineo
lunar hasta la parte inferior de la nave, acompañados como siempre por los guardias.
Colocamos una enorme venda de cuero en los veinte metros de grieta en la quilla.
Tracé las líneas Xi y, usando el equipo que Fan había utilizado para sanar la nave
anteriormente, hice que el agujero empezara a repararse solo. Para acelerar el proceso
usamos oro-fuego canibalizado de los impulsores de los trineos para fundir con él los
bordes de la grieta y sellar el daño. La combinación de técnicas de reparación
funcionó extremadamente bien; la materia suavizada, guiada por las líneas Xi, se
convirtió en una cicatriz de plata. Y mientras la grieta se cerraba en el cuerpo de mi
nave, el abismo de mi mente se cerró con ella. Guiado por Atenea, los pensamientos
saltaron de una ciencia a otra, cada una arrojando luz sobre su opuesta.
Los guardias nos vigilaban atentamente; Anaximandro les había dicho que se
aseguraran de que no hacíamos más que cerrar la grieta. Recelaban de nosotros, pero
eso no me preocupaba mientras no se fijaran en lo que hacíamos con los restos de
cuero y los pequeños copos de oro-fuego que recortábamos de los impulsores.
Trabajar ante sus narices era difícil, pero con la ayuda del sibilino Hermes
conseguimos cortar diez finas tiras de cuero, poner alfileres de plata en los extremos

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de cada tira, pintar con cuidado líneas rectas de cinabrio en la suave superficie frontal
de cada tira y cubrir los ásperos dorsos con un entramado de cables de oro-fuego.
Cuando terminamos, informé a Anaximandro de que la nave estaba preparada
para volar. Anaximandro hizo que me encerraran en mi celda con Jasón mientras sus
hombres y él hacían una concienzuda inspección de las reparaciones.
Esa acción, la de ponerme una vez más con Jasón, me demostró que los dioses
guiaban a Anaximandro hacia su propia destrucción. No podría haberse entregado
más perfectamente si me hubiera dado una espada y hubiera puesto la cabeza en el
cadalso. Pues al devolverme a la prisión, me permitió darle a Jasón una de las tiras de
cuero.
—¿Qué es esto? —preguntó él.
—Póntelo debajo de la túnica —dije—. La parte de oro-fuego hacia fuera.
—Pero ¿qué hace?
—Debería protegerte de los lanzadores de los guardias.
—¿Qué? ¿Cómo puede servir de armadura algo tan fino?
—No es una armadura, y no me pidas que te lo explique: es demasiado técnico.
—Muy bien, Ayax —dijo Jasón, y se puso la tira bajo la túnica, cerca del corazón.
Yo le había dado ya a Ramonojon los restos de las tiras de cuero, excepto una que
había guardado entre los pliegues de mi túnica. Apenas tuve tiempo de explicarle mi
plan a Jasón antes de que los guardias vinieran a llevarme a mi cabina de control. Nos
atamos como de costumbre: Anaximandro, yo y dos guardias ciegamente leales. Los
soldados me amarraron, pero yo conseguí con un sutil movimiento aflojar un poco los
nudos después de que los soldados se ataran a las paredes.
Dirigí la nave hacia la corriente Xi que conectaba Apolo con Afrodita y Hermes,
y empezamos a ganar velocidad. Por la ventana delantera vi a Hermes hacerse más y
más grande, y detrás vi un puntito de plata, Selene. La Luna estaba en línea recta con
Hermes y Afrodita. Al principio no lo advertí, pero cuando la canción de la corriente
Xi entró en mi mente, me di cuenta de que estaba escuchando tres voces cantar, no
dos.
Demasiado tarde surgió de la caverna de la ciencia taoísta la idea de que tres
planetas alineados creaban una corriente inmensamente más fuerte que sólo dos.
Corrimos por el río Xi, más y más rápido. No sabía si la Reproche soportaría la
tensión, sobre todo después de sus recientes heridas. Pero no había nada que pudiera
hacer para detener el vuelo.
El planeta de Hermes creció y pasó de ser un punto diminuto a adquirir todo su
tamaño en cuestión de minutos. Nos abalanzamos hacia él, saliendo del flujo
principal y cruzando las corrientes alrededor del planeta de los mensajeros. En unos
segundos estuvimos cayendo hacia el orbe marrón rojizo. Contuve la respiración y
tiré suavemente del cable de subida. Éste se sacudió, rasgándome la piel de la mano.
Tiré de nuevo y los impulsores salieron en una fina línea dorada, rarificando el aire
sobre la red.

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La Reproche se alzó lentamente sobre el horizonte de Hermes. Cuatro naves
celestes de color escarlata salieron de la cueva del planeta para recibirnos, pero
nosotros pasamos de largo. Helios tiraba de nuestro carro y Xi aceleraba nuestro paso
y no podríamos habernos detenido a recibir aquellos enviados herméticos aunque
hubiéramos querido.
Entonces dejamos atrás Hermes y atravesamos la esfera de cristal. El trío de
cantores se convirtió en un dueto cuando la nota de Afrodita se desvaneció. Fan
desconectó los reforzadores Xi y la Reproche salió de la corriente a cientos de
kilómetros por debajo de la esfera de Hermes. Pasarían horas antes de que aquellas
cuatro naves que habíamos sobrepasado nos alcanzaran.
Anaximandro y sus guardias estaban mareados por el vuelo. Colgaban flácidos de
sus ataduras, pero todavía estaban conscientes, y aunque su puntería era muy mala
aún podrían dispararme con sus lanzadores. Recé brevemente a Hefesto, dios de los
artesanos, para que mis aparatos funcionaran mientras desataba mis últimas ligaduras
y me levantaba.
—No te muevas —dijo Anaximandro. Me apuntó con su lanzador como un
borracho y trató de soltar sus ataduras.
Mi alma se preparó para la muerte, me acerqué a él y agarré el largo tubo de metal
que sujetaba. Anaximandro me disparó al pecho. Un chorro de tetras surgió apenas a
tres centímetros de mi túnica. Entraron en la fina región de aire levemente rarificado
que tenía delante. Los proyectiles de bronce giraron a un lado y chocaron con fuerza
contra la pared. Los guardias dispararon y lo mismo sucedió con sus disparos.
Anaximandro se quedó boquiabierto cuando le quité el lanzador de las manos.
—¿Qué has hecho? —dijo, la voz pastosa.
Yo no dije nada. Volví el lanzador hacia los guardias.
—Soltad las armas —dije.
Ellos obedecieron. Entonces, una a una, anudé sus correas, asegurándolos a las
paredes.
—Ayax —dijo Anaximandro—, te veré en el Hades por esto.
—Jefe de seguridad Anaximandro —dije, volviéndome para encararme con él—.
Yo, Ayax de Atenas, único comandante de la nave Reproche del Fénix, te sentencio a
muerte por amotinamiento. La sentencia será ejecutada por la capitana Liebre
Amarilla de Esparta. La próxima vez que la veas, tomará tu vida.
Me di media vuelta y salí de la cabina. Luego corrí hasta la otra sala de control.
Tenía que llegar hasta Fan antes de que sus guardias advirtieran que algo había salido
mal.
Detrás de nosotros, una docena de pequeños globos de plata se separaron de las
cuatro naves que nos perseguían. Trineos lunares rápidos. Nuestro tiempo de ventaja
se había reducido a media hora como máximo.
Atravesé corriendo la puerta de la cabina de Fan y atrapé al primer guardia justo
cuando terminaba de soltarse.

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—¡Siéntate! —dije mientras le apuntaba a la cara con el lanzador. Lo amarré
junto con sus camaradas y solté a Fan de su asiento de control.
Había cicatrices en la cara del anciano. Le habían arrancado las mangas de la
túnica y tenía los brazos cubiertos de marcas de quemaduras. Tenía los ojos
empañados de dolor, pero consiguió esbozar una débil sonrisa cuando me vio. Le
tendí una tira de cuero.
—Póntelo debajo de la túnica —dije.
Él la estudió un instante con desapego académico.
—Es una guía para controlar los movimientos de piezas pequeñas de metal —
dijo.
—Desvía los disparos de los lanzadores.
—Pero los disparos de los lanzadores evac son demasiado rápidos para ser
controlados por las corrientes Xi, a menos que… —Le dio la vuelta a la tira—. La
has reforzado con oro-fuego.
Se guardó el deflector bajo la túnica.
—Sí —dije. Lo conduje al exterior, y corrimos hacia los túneles de los
prisioneros. Lo sostuve por el brazo mientras avanzábamos—. El oro-fuego da a los
tetras suficiente impulso para seguir la guía.
—Sorprendente —dijo él, y se inclinó profundamente ante mí—. Verdaderamente
el Cielo ha abierto tu mente.
Le devolví la reverencia antes de continuar nuestra carrera hacia la prisión. Pero
no éramos necesarios allí. Liebre Amarilla, Jasón, nuestros tres soldados y
Ramonojon salieron de los túneles tras una fila de cuatro guardias desarmados. Jasón
y Liebre Amarilla iban armados y acorazados y cada uno sostenía un lanzador evac.
Jasón y Liebre Amarilla me saludaron. Al cabo de un momento, Jenófanes,
Heráclites y Solón hicieron lo mismo.
—¿Qué hemos de hacer con los prisioneros, comandante? —preguntó Jasón.
Mi respuesta quedó interrumpida cuando de la caverna de almacenamiento, a
unos treinta metros a babor, la última docena de soldados de Anaximandro cargó
contra nosotros, las espadas y lanzadores desenvainados, profiriendo gritos de guerra
a los cielos escarlata.

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π
La falange de Anaximandro disparó, llenando el aire de una lluvia de afilados tetras
de acero que corrieron hacia nosotros como una miríada de avispas furiosas.
—¡Permaneced firmes! —grité.
Mi tripulación, obediente y confiada, no se movió, y permaneció desafiantemente
firme mientras los letales proyectiles volaban hacia nosotros. Entonces, para
confusión de nuestros enemigos, cuando los disparos estaban a punto de desgarrarnos
la ropa y la piel, las relucientes burbujas de acero giraron y se dispersaron hacia el
cielo como una fuente. Unos segundos después, los tetras, agotado su impulso,
cayeron al suelo y golpearon inofensivos la superficie de la nave.
—¡Rendíos! —grité a los soldados que nos atacaban—. Vuestro jefe,
Anaximandro, ha sido capturado. Rendíos y se os perdonará la vida.
Su respuesta fue otra inútil descarga de rápidos pero inefectivos disparos.
Asentí a Liebre Amarilla; Jasón y ella apuntaron con sus lanzadores para abrir
fuego. Apuntaron bajo, y con precisión y eficacia espartanas lanzaron andanadas de
tetras contra las piernas de nuestros atacantes. Los proyectiles atravesaron las grebas
de los soldados; la sangre manó de sus pantorrillas hasta que sus piernas ya no
pudieron sostenerlos. Uno a uno los soldados se desplomaron sobre cubierta hasta
que Liebre Amarilla y Jasón redujeron su número de doce a seis. Entonces su
fanatismo finalmente se quebró, y los seis que todavía permanecían en pie se batieron
en retirada hacia la caverna de almacenamiento, resguardándose en la entrada de la
cueva.
—¿Debemos perseguirlos? —preguntó Liebre Amarilla.
Me volví para mirar a popa. El convoy de trineos lunares estaba sólo a unos
kilómetros por detrás de nosotros. Todo lo que tenía que hacer era esperar a que
llegaran y tendríamos soldados de sobra para ayudarnos a rodear a los renegados. En
ese momento podría no haber hecho nada, podría haber dejado que los escuadrones
de las naves de Hermes vinieran en nuestra ayuda. Nos habrían ayudado a aplastar el
motín, y luego nos habrían auxiliado para regresar a la Tierra, a la Liga Délica, para
recibir una bienvenida de héroe por un gran deber cumplido.
Y sin embargo…
Una chispa cobró súbita vida en mi mente, una diminuta ascua que se convirtió en
una aleteante antorcha. Al principio pensé que la llama era Helios, pero la luz del dios
Sol habría sido aún más brillante, hasta convertirse en una corona de fuego. Esa llama
era más pequeña, y había algo cálido y reconfortante en ella, como el agradable
chisporroteo de un leño en el hogar en una noche de invierno.
Entonces vi que una mano sujetaba la antorcha, ofreciéndome la llama: la mano
de Prometeo, creador de la humanidad, que prevenía al mortal y al inmortal por igual,
el que se había atrevido a desafiar la ira del propio Zeus y sufrido, encadenado a una
montaña, por el bien de la humanidad.

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«¿Le darás el fuego al hombre?», preguntó el profético Titán, y mi mente se llenó
de visiones de batalla. El fuego celeste arrasó la Tierra, evaporó ríos, calcinó campos,
quemó las murallas de piedra de las ciudades, consumió torres de acero como velas
de sebo y, en un destello, redujo a los humanos a hilillos de humo que se alzaban en
el aire.
«¿Le darás el fuego al hombre?», preguntó Prometeo. El Titán apartó mis ojos de
la guerra, pero no me dio paz que contemplar. Me mostró algo más, algo confuso,
complejo, sutil, sin imágenes. No era una imagen, aunque la luz la transmitía; no era
aliento, aunque lo inhalé. Era pura, clara neuma, la substancia del pensamiento, el
sutil cuerpo de la mente, compuesto puramente de fuego y aire, sin ningún rastro de
tierra o agua. Me mostró y me llenó de la atmósfera que se encuentra justo dentro de
la esfera de estrellas fijas. «Mira hacia arriba —dijo el Titán—. Más allá de las
linternas de las alturas del fuego, no el cielo que vive solo a medio camino en la
escalera del universo».
Mis ojos se abrieron y vi las esferas superiores, vi el ascenso que podía hacer el
hombre, si, si… Si no se permitía aterrizar a los trineos lunares que estaban apenas a
un kilómetro y medio sobre la Reproche del Fénix.
—No, Liebre Amarilla —dije—. No los persigas.
Me volví a mirar a los demás.
—¡Todo el mundo a sus puestos de combate! —dije—. Jasón, que tus hombres
lleven abajo a los soldados heridos. Liebre Amarilla, ven conmigo.
Nadie cuestionó mis órdenes. Fan corrió hacia su cabina. Jasón, Ramonojon y
nuestros soldados arrastraron a los hombres heridos hasta el túnel de la prisión
mientras Liebre Amarilla y yo corríamos hacia mi cabina de control.
Los trineos lunares se acercaron, rodeando la nave cautelosamente, estudiando la
inesperada configuración de la Reproche, y luego por fin se pusieron en fila frente a
nuestra popa preparándose para intentar aterrizar en la colina.
Liebre Amarilla y yo llegamos a mi cabina; abrí la puerta. Anaximandro y sus dos
hombres estaban exactamente donde los había dejado, atados a las paredes y
farfullando de furia.
—Mátalo —le dije a Liebre Amarilla.
Anaximandro abrió mucho los ojos y empezó a hablar, pero con un suave y
rápido movimiento Liebre Amarilla desenvainó su espada y decapitó al jefe de
seguridad antes de que pudiera pronunciar una sola palabra. Sus hombres gritaron y
maldijeron, pero una mirada de Liebre Amarilla los hizo callar.
Mientras me aseguraba al asiento de piloto, mi guardaespaldas soltó de la pared el
cadáver de Anaximandro y lo arrojó junto con su cabeza cercenada a la superficie de
la Reproche del Fénix para que cayera al aire vacío cuando la nave virara hacia abajo,
hacia la Tierra.
Liebre Amarilla se ató en el suelo cerca de mí.
Reuní las riendas en mi mano y, tirando suavemente de los cables de babor y

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estribor, indiqué a Fan que conectara los reforzadores Xi. El familiar zumbido
comenzó, enviando ligeros escalofríos por mis brazos y mi espalda. Tiré de la rienda
de estribor e hice virar la nave, invirtiendo nuestro rumbo para acelerar hacia la línea
Xi que conectaba Hermes y Selene. Nuestros perseguidores sin duda se quedaron
tremendamente confundidos, preguntándose quién pilotaba aquel extraño navío.
Antes de que llegáramos al río de Xi, pasamos apenas a ochenta kilómetros de las
cuatro naves celestes herméticas que venían siguiendo a sus trineos lunares. Las
cuatro naves se detuvieron en el aire y esperaron a que nos alzáramos y nos
reuniéramos con ellas, pero nosotros continuamos nuestro vuelo, pasando velozmente
bajo aquellas rojizas varas de Hermes.
Imaginé la confusión de sus comandantes y los debates que debieron tener en
cuanto a qué hacer a continuación. Mucho antes de que ellos tomaran ninguna
decisión, habíamos entrado en la corriente, girado hacia abajo y cruzado un millar y
medio de kilómetros de espacio. Con sólo bolas de lastre e impulsores para darles
velocidad en el descenso, pasarían muchas horas antes de que pudieran alcanzarnos.
Indiqué a Fan que desconectara los reforzadores Xi, y dirigí la Reproche hacia
una órbita estable.
Sólo cuando mis manos soltaron las riendas se atrevió Liebre Amarilla a hacerme
la pregunta que claramente la había estado perturbando.
—¿Qué deber persigues, Ayax?
—El que debo a los dioses —respondí, desatándome. Indiqué con la cabeza los
dos guardias atados a la pared—. Tráelos, por favor.
—Sí, comandante —dijo Liebre Amarilla. Ató las manos de los guardias de
Anaximandro con sus propias correas y los hizo avanzar a punta de espada hasta la
base de la colina, donde esperaban el resto de la tripulación y los seis guardias
heridos.
—El resto de los hombres de Anaximandro están atados en la cueva de
almacenamiento —me dijo Jasón—. Los pillamos desprevenidos cuando frenaste la
nave.
—Tráelos, por favor.
Jasón y nuestros tres soldados entraron en la caverna y salieron con la última
media docena de amotinados, sin armadura y con las manos atadas a la espalda.
Siguiendo mis instrucciones, los catorce prisioneros se sentaron en fila en la base de
la colina. Mi tripulación se situó delante de ellos esperando oír mis palabras.
—Esta nave no va a regresar a la Liga Délica —dije.
Hubo un silencio de desconcierto, roto sólo por los murmullos de «traidor» por
parte de los soldados de Anaximandro.
—Ni va a ir al Reino Medio —dije.
Jasón se apartó y caminó hacia mí, la mano en el pomo de la espada y los ojos
entristecidos por un deber indeseado. Pero Liebre Amarilla se interpuso entre
nosotros, bloqueándole el paso. Tenía las manos en los costados y enfrentó su mirada

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gris con sus brillantes ojos dorados.
Permanecieron mirándose un momento, inmóviles, uno frente a la otra, como dos
estatuas. No se dijeron nada, pero sus espíritus lucharon en un silencioso desafío de
pura determinación espartana. Por fin Jasón bajó la mirada y rompió el silencio,
hablando, pero a mí, no a Liebre Amarilla.
—Ayax de Atenas, exijo que justifiques tus órdenes —dijo mi co-comandante.
—Si regresamos a la Liga —expliqué—, los arcontes se verán obligados por su
propio sentido del deber y su propia conciencia del desesperado estado de nuestro
pueblo a utilizar el fragmento de Sol como arma. No puedo permitir que hagan eso.
—Pero sabes que la situación no es desesperada —dijo Jasón.
—Pero no podría convencerlos de eso. Creso es académico: no oirá las palabras
de la historia. Y Milcíades no puede rendir un arma una vez que la tenga en sus
manos, ¿no es cierto?
Jasón asintió despacio con la cabeza.
—Ningún arconte de Esparta traicionaría su juramento.
—Los arcontes quedarían atrapados por sus mentes y su deber —dije—, para
hacer lo que los dioses no habrían hecho.
—¿Y tú? —preguntó Jasón.
—Me ofrecieron una opción. La acepté. Desharé el daño del Ladrón Solar y al
mismo tiempo daré a la Liga Délica lo que mi deber me exige que le dé. Pero, para
hacerlo, debo regresar a la Tierra con esta nave.
Jasón se volvió hacia Liebre Amarilla.
—¿Por qué lo apoyas en esta acción?
—Por el mismo motivo por el que tú le diste tu autoridad para que la empleara —
dijo ella.
—Pero ya no estamos más allá del alcance humano —dijo Jasón—. Hemos
regresado al espacio civilizado.
—No —dijo Liebre Amarilla—. No habremos regresado hasta que Ayax lo diga.
Hasta entonces seguimos rodeados por obstáculos para sobrevivir y cumplir con
nuestro deber, y es cosa de Ayax y los dioses decidir qué debemos hacer.
—¿Qué has visto? —preguntó Jasón, acercándose a ella y mirándola a los ojos.
—El rostro de Zeus a través de los ojos de Hera —repuso Liebre Amarilla.
Los soldados de Anaximandro me miraron; algunos con mala cara y gesto de
desafío, otros sudando de miedo. Me acerqué a donde estaban, catorce hombres en
fila.
—No voy a mataros —dije, arrodillándome y mirando sus rostros preocupados—.
Pensabais estar cumpliendo con vuestro deber al obedecer a Anaximandro. Se os
dejará a la deriva en uno de vuestros trineos lunares. Nuestros perseguidores os
encontrarán y os recogerán.
Me volví hacia Liebre Amarilla.
—Átalos bien al trineo lunar. Yo voy a escribir un mensaje para los arcontes y lo

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dejaré con ellos.
—¿Qué mensaje? —dijo Jasón.
—Una explicación formal de todo lo que ha ocurrido desde nuestra partida de la
Tierra, con particular énfasis en la ilegal toma de la Lágrima de Chandra por parte de
Anaximandro y su nombramiento de ese traidor de Mihradario como comandante
científico.
—¿Y explicarás por qué no vamos a cumplir nuestra misión?
—Eso tendrá que esperar —dije—. Pero el mensaje dejará claro a Creso lo aciaga
que siempre fue esta expedición, y explicará a Milcíades por qué no cumplimos las
órdenes que nos dio. El resto de la expedición seguirá cuando hayamos regresado a la
Tierra.
—¿Por qué esperar? —preguntó Jasón.
—Porque la explicación requerirá pruebas irrefutables que no puedo dar desde
aquí.
Mientras los otros aseguraban a los prisioneros al trineo, escribí el mensaje y lo
sellé con mi sello de comandante. La lechuza de Atenas impresa en cera negra sobre
el borde del papel me miró, y sentí la tranquilizadora presencia de Atenea aletear a
través de los oscuros lugares de mi corazón en las alas de la noche.
Los prisioneros quedaron atados boca arriba en el centro del trineo, obligados a
mirar el cielo. Me acerqué al brillante disco plateado y estaba a punto de amarrar el
pergamino en uno de sus pechos cuando Atenea me impulsó suavemente.
—Jenófanes, Heráclites, Solón —llamé.
Los tres soldados dieron un paso al frente y saludaron.
—Lo que está por venir queda más allá del deber de los soldados comunes —dije
—. Por tanto os ordeno que acompañéis a estos prisioneros y los entreguéis a los
comandantes de la nave celeste que rescate el trineo.
—Sí, comandante —dijeron ellos. Hubo un brillo de alivio en sus ojos. Yo no
tenía duda de que los acontecimientos de los que habían sido testigos y en los que
habían tomado parte desde el naufragio de la Lágrima de Chandra habían sido
pruebas para las que no estaban entrenados.
—También os encargaréis de que este mensaje sea entregado a los arcontes —
dije, tendiéndole el pergamino a Solón.
—Sí, comandante —replicó el soldado. Los tres subieron al trineo lunar y se
amarraron entre sus camaradas convertidos en prisioneros.
Me volví hacia el resto de la tripulación.
—Sólo Fan y yo somos necesarios para pilotar esta nave. Cualquiera de vosotros
que desee marcharse puede hacerlo también.
Liebre Amarilla no dijo nada. Su estólida mirada me dijo lo que yo sabía ya, que
permanecería conmigo hasta el día de mi muerte e incluso más allá si los dioses lo
permiten.
Ramonojon sacudió la cabeza y esbozó una leve sonrisa.

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—La Liga Délica no me dará la bienvenida —dijo.
—¿Jasón? —pregunté.
—¿Estás ordenándome que me vaya?
Vacilé. Sabía que Jasón no se marcharía sin esa orden, y me sentí tentado de
darla. El testimonio de mi escrito quedaría ampliado por la presencia de Jasón, y si se
marchaba, sin duda sobreviviría a lo que habría de venir. Pero obligarlo a partir, a
renunciar a los últimos vestigios de su mando por salvarle la vida, era hacer que
traicionara el espíritu de su ciudad. Su alma espartana no podría emerger intacta
después de obedecer una orden semejante.
—No, Jasón. No te lo ordeno.
Dejamos a los hombres a la deriva, sabiendo que la brillante mancha plateada del
trineo lunar atraería la atención de nuestros perseguidores. Con su partida, nuestra
tripulación quedó reducida a cinco personas de las doscientas que antaño ocuparon la
Lágrima de Chandra.
Cuando el trineo se convirtió en una moneda, muy lejos a popa, me volví hacia
las cuatro personas que permanecían a mis órdenes.
—Ahora sortearemos la barricada de la Luna.
Interné la Reproche del Fénix en la línea Xi que conectaba Hermes y Selene. Fan
activó los reforzadores Xi y empezamos a caer hacia el cuerpo lleno de cicatrices de
la plateada Luna. En la música de las esferas, la diosa entonó un canto fúnebre en mi
alma, llamándome a su lado con un triste lamento de juventud perdida por los
saqueos del tiempo y el hombre.
Selene llamó y mi nave contestó, cruzando los diecinueve mil kilómetros en una
hora. Imaginé la reacción en la Luna cuando las naves patrulla localizaron nuestra
presencia y el ritmo increíblemente veloz que llevábamos.
Cuando entramos en los bajíos Xi alrededor de Selene, vi más de veinte naves
celestes y más de un centenar de trineos lunares esperando para reunirse con
nosotros. Si reducíamos nuestra velocidad y los saludábamos habrían sabido que todo
iba bien. Pero después de dar un rápido tirón a la rienda de babor, haciendo que la
Reproche del Fénix sorteara diestramente el borde derecho de su bien ordenada línea
de batalla, no tuvieron más remedio que considerarnos sus enemigos.
Las baterías de las cuatro naves más cercanas escupieron fuego al aire: una
andanada de tetras cubrió el cielo ante nosotros. Tiré de la rienda de abajo y la
Reproche se zambulló hacia la superficie de la Luna, agazapándose bajo aquella
muralla de fragmentos voladores de acero.
Los cañones de tierra nos dispararon, golpeando nuestra panza. Otra muralla de
naves voló desde las cuevas lunares, sus cañones de proa disparando una nueva
descarga. Tiré de las riendas de nuestro veloz corcel, haciéndolo virar a izquierda y
derecha, tratando de esquivar tantos tetras como fuera posible.
El zumbido de los reforzadores Xi se hizo más fuerte mientras Fan luchaba por
mantener la nave unida contra el asalto.

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Entonces la nave insignia de la flota lunar, el acorazado Arco de Artemisa, salió
del ecuador de la Luna: enorme y terrible, con la forma de un águila furiosa con tres
kilómetros entre un ala y otra, su proa estaba cubierta de cañones de punta a punta.
Intentó volar por encima de nosotros, pero tiré de la rienda de subida y el Fénix se
alzó sobre el águila.
Negado el perfecto disparo desde proa, siguió disparando, y medio millar de
tetras golpearon la parte inferior de mi nave.
La armonía de Selene hizo estremecer mi espalda cuando la quilla de la nave
crujió bajo la fuerza de la descarga. Hubo un rugido abajo, un sonido que yo ya había
oído antes pero que no pude identificar.
Luego atravesamos la barricada de naves selenitas, dejando atrás la Luna misma,
atravesamos la esfera de cristal más interna y volamos desde las más bajas
extensiones del cielo hacia la Tierra.
Nos distanciamos fácilmente de nuestros perseguidores y nos situamos en una
órbita a medio camino entre la Tierra y la Luna. Salí de mi cabina y me reuní con la
tripulación en la base de la colina.
—La nave ha sufrido muchos daños —dijo Liebre Amarilla.
—Muéstrame dónde.
Nos condujo a todos al túnel de la caverna de almacenamiento. El antaño sólido
suelo de roca lunar había sido destrozado por las repetidas descargas de artillería, de
modo que podía verse la Tierra a través de los muchos agujeros abiertos. La mayor
parte de las cajas grandes habían sido destruidas por el rebote de los tetras y su
contenido se había caído de la nave.
—No hay manera de reparar todos estos daños —dijo Ramonojon—. Esta nave
no podrá volar mucho más.
—Tenemos un problema más serio —informó Liebre Amarilla—. Nuestros
suministros han desaparecido.
Llamé a Fan para que examinara las grietas del casco.
—¿Cuál es nuestro suministro de píldoras de supervivencia?
—Hemos tomado las últimas —contestó él—. Su efecto habrá pasado dentro de
dos días.
—Los augurios están claros —dije—. Nuestro viaje debe terminar pronto.

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ρ
—¿Adonde vamos? —dijo Fan.
—A una montaña en una de las fronteras donde puedan encontrarnos las tropas de
la Liga Délica y el Reino Medio —contesté.
—¿Quieres que nos encuentren? —preguntó Jasón.
—Sí, pero no inmediatamente. Necesitamos unas cuantas horas en tierra antes de
que nos localicen.
Ramonojon tomó una profunda bocanada de aire e intervino.
—Hay un lugar en el Tíbet donde podríamos aterrizar…
—¿El Tíbet? —dijo Fan, incrédulo—. El país rebosa de tropas del Hijo del Cielo.
—Y las tropas de la Liga están permanentemente acampadas en sus fronteras —
dijo Liebre Amarilla.
Ramonojon asintió y una fina sonrisa asomó a sus labios.
—Y los tibetanos tienen infinidad de lugares para esconderse de unas y otras. Las
montañas del Tíbet tienen muchas comunidades de budistas ocultas; una es el lugar
donde me enseñaron.
Jasón alzó una ceja.
—Sea cual sea el plan de Ayax, implica que ambas nos encuentren. ¿Quieres que
maten a tus maestros?
—Ellos darían mucho más que sus vidas por detener el Ladrón Solar —dijo
Ramonojon.
—Pero no tienen que hacerlo —contestó Liebre Amarilla—. Hay montañas en
Atlantea del Sur donde podríamos escondernos durante unas horas.
—¿Las conoces bien? —preguntó Ramonojon—. ¿Podrías localizar un buen
escondite desde el aire?
—No —dijo ella—. Tendríamos que buscar.
—Yo sé cómo llegar al refugio de mis maestros.
—La idea de Ramonojon es la mejor —dije yo—. Los budistas son las otras
únicas personas de la Tierra perseguidas por ambos imperios. Puede que nos brinden
la ayuda que necesitamos.
—¿Qué ayuda es ésa? —preguntó Jasón.
Atenea abrió mi boca y habló a través de mí.
—El pico de una montaña, una cueva, plumas, tinta y papel —dijo—. Esas son
las últimas cosas que necesitarás.
—Mis maestros pueden proporcionarlas —dijo Ramonojon.
—Entonces allí iréis —declaró la Sabiduría.
Liebre Amarilla y Jasón se inclinaron ante la voz divina. Ramonojon se cubrió el
rostro, y Fan me miró asombrado a los ojos y luego, despacio, hizo una reverencia.
Desde ese momento hasta ahora Atenea no me ha abandonado. Ha habitado en mi
corazón y llenado mi mente con su sabiduría, de modo que aunque descendimos al

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pesado aire de la Tierra, mi mente permaneció clara y mi propósito nunca vaciló.
La diosa me devolvió la voz mientras se acomodada en las dos cavernas de
ciencia que habían crecido dentro de mi corazón.
—Iremos al Tíbet —dije.
Con la parte inferior de la nave malherida por los cañonazos de la Luna, no me
atreví a dejar que nadie se atara abajo. Nos acurrucamos en las cabinas de control.
Liebre Amarilla y Ramonojon vinieron a la mía. Jasón fue con Fan a la suya.
Dirigí la nave hacia la gran corriente Xi que unía Selene y la Tierra, y caímos
hacia el océano Pacífico, envuelto en la capa de la noche. La Reproche del Fénix
gritó cuando nos abalanzamos, el sonido ahora horriblemente familiar de la piedra
lunar resquebrajándose. Hubo un furioso chasquido y un gran pedazo de nuestra
banda de babor se desgajó. El terreno de juegos se perdió girando en una órbita
silenciosa, llevándose consigo la mitad de nuestra ala izquierda. No se celebrarían
más funerales en nuestra nave, y los juegos por nuestros muertos tendrían que
representarse en la Tierra.
El equilibrio de la nave viró bruscamente a estribor, y las correas que me
aseguraban empezaron a aflojarse. Mi cabeza chocó contra la pared de popa,
deslumbrándome por el golpe; Liebre Amarilla aflojó sus propias ligaduras, liberando
los brazos pero manteniéndose seguramente atada al suelo por las piernas. Se inclinó
hacia delante y me agarró por los hombros para mantenerme firme.
La nave continuó zambulléndose hacia las aguas iluminadas por la luna del vasto
océano. Por la ventana delantera vi manchas oscuras contra las aguas, islas a sólo
unos pocos kilómetros bajo nosotros. Traté de tirar del cable de estribor para salir de
la corriente Xi, pero se me resistió; Liebre Amarilla extendió la mano y agarró la
cuerda, añadiendo la fuerza de sus brazos a los míos. Fan desconectó los reforzadores
justo cuando Liebre Amarilla y yo, juntos, conseguimos tirar del cable de control de
estribor lo suficiente para hacer girar el fragmento de Sol y hacer que la nave se
apartara del agua trazando un amplio arco.
Nos situamos en una órbita rápida a sólo tres kilómetros por encima de la Tierra.
Grupos de islas destellaron bajo nosotros mientras volábamos hacia el oeste, en
dirección al Reino Medio y el Tíbet. En el cielo nocturno, sobre nosotros, vi destellos
de plata que se hacían más grandes, naves celestes que descendían para capturarnos.
La nave pasó de la oscuridad al crepúsculo sobre las islas de Nipón. De aquella
tierra hirsuta se elevaron cometas de combate a centenares, para encontrarnos y
desafiarnos. El aire sobre las bases montañosas de Nipón se volvió denso por las
corrientes reforzadas de Xi, pero las corrientes que impulsaban los murciélagos de
piel de seda y bambú y los dragones que volaban hacia mi nave sólo añadieron
velocidad a la Reproche del Fénix.
Polvo plateado y peñascos de piedra lunar cayeron de la Reproche cuando volvió
a resquebrajarse por la tensión de esquivar a las dos flotillas.
Fan conectó los reforzadores Xi y yo solté las riendas. Nuestro corcel de fuego

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atravesó los escuadrones reunidos de aparatos aéreos, dispersando a los dragones de
madera y tela del Reino Medio por el aire, donde se encontraron con las naves de
batalla de piedra lunar de la Liga Délica. Los cañones evac escupieron y las lanzas Xi
rugieron cuando comenzó la batalla entre nuestros dos perseguidores. Mi pueblo y el
de Fan se encontraron de nuevo frente al abismo de sus ciencias y la muerte brotó de
ese vacío. Donde él y yo intercambiamos palabras, ellos intercambiaron fuego.
—¡No más! —grité—. ¡No luchéis más!
Pero las dos flotas no pudieron oír mis palabras y el trueno de sus armas ahogó el
trueno de mi voz.
Y entonces atravesamos la nube de dragones que nos perseguían. La Reproche
había sido herida; la nave sangraba un arroyo de plateado polvo lunar que giraba y
destellaba en el cielo detrás de nosotros, dejando un rastro para que lo siguieran las
naves celestes y las cometas dragón.
La Reproche del Fénix dejó atrás las islas y cruzó el océano al este del Reino
Medio. Aceleramos, siguiendo la curvatura de la Tierra, hasta que por la ventana de
proa, en el horizonte, vimos la capital del Reíno Medio, HangXou. Sus centelleantes
torres de jade chispeaban a la luz solar reflejada en el lago situado en su franja
occidental y en el océano, al este.
Oh, dioses, sabéis cuánto sentí la tentación de lanzar mi nave contra esa ciudad,
de cumplir el más sencillo de los deberes que se me habían encomendado. Habría
sido fácil abandonar las órdenes de los dioses a cambio de las órdenes de los hombres
y hacer llover fuego celeste y destruir un millón de vidas por la gloria de la Liga
Délica. Un tirón de la rienda en el momento adecuado y habría garantizado mi propia
inmortalidad.
Pero contuve la mano. Aunque todas las cometas de combate de la capital se
alzaron sobre sus alas de seda para destruir mi nave con alientos de fuego y retorcidas
corrientes de Xi, aunque la Reproche del Fénix se estremecía y crujía como si fuera a
romperse de un momento a otro, y aunque todas las lecciones que mi padre había
inculcado en mi corazón sobre el deber gritaban contra mí, con la ayuda de Atenea y
la visión de Prometeo, contuve la mano.
Sobrevolamos las ciudades, los pueblos, las granjas del Reino Medio, sin duda
causando terror en los corazones de la gente de esa tierra. Pero continuamos,
derramando plata en el aire, hasta que dejamos atrás la frontera occidental del Reino
y entramos en el laberinto de picos que se alzaban sobre las nubes, apuñalando el
cielo desde las montañas del Tíbet.
Viré hacia aquellos picos, esperando alcanzar nuestro objetivo antes de que la
Reproche del Fénix muriera para no elevarse jamás.
—Desciende, Ayax —dijo Ramonojon. Señaló un alto pico que taladraba las
nubes, la nieve de su cima mezclando su blanco helado con el blanco flotante de las
nubes—. Esa es la montaña que debemos alcanzar.
Tiré de la rienda, y nos zambullimos entre los picos. Nieve que había estado

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congelada desde que el mundo empezó se derritió por la cercanía antinatural del
fragmento solar.
Como un pájaro acosado, esquivamos y serpenteamos entre las montañas. Las
lanzas de nuestras alas crujían contra las faldas de las montañas, pero seguimos
volando. Un chorro de plata marcaba nuestro camino, chispeando a la luz de la luna.
Con cada giro lográbamos esquivar una montaña tras otra y la Reproche del Fénix se
rompía un poco más y gritaba su sufrimiento en la voz de la asolada Selene.
Pero, por fin, conseguimos llegar a nuestro objetivo: una fría y pacífica montaña
en el Himalaya, desolada y vacía, sin rastros de que nadie hubiera vivido jamás allí.
Mientras nos acercábamos al pico, tiré con fuerza del cable guía de estribor,
dirigiendo el fragmento solar bruscamente hacia la cúspide de piedra escalonada.
Como había planeado, la red se enganchó en el pináculo sobresaliente de la montaña,
y el fragmento solar, volando en espiral, ató la red en un tenso nudo alrededor de la
columna de piedra y nieve.
De esta forma atraqué la Reproche del Fénix en el techo del mundo. Luego tiré de
las cuatro riendas, retirando los pequeños impulsores que alineaban la red. Una
columna de aire rarificado apareció, apuntando desde la cima de la montaña al cielo.
El fragmento de Sol se agitó dentro de esa columna, tratando de volar hacia arriba
pero contenido por la red y la montaña. La bola de fuego se convirtió en una brillante
bengala que marcaría nuestra posición claramente para aquellos que nos perseguían.
El cuerpo selenita de mi nave flotó a unos pocos centenares de metros del pico,
orbitando perezosamente alrededor de su punto de atraque.
Liebre Amarilla, Ramonojon y yo nos desatamos y nos reunimos con Jasón y
Fan. Subimos a bordo de uno de los trineos lunares restantes, y lo piloté hasta que
dejamos atrás las nubes cargadas de agua, camino de las zonas inferiores de la
montaña.
Allí, en un trozo de roca que se alzaba al cielo había tal vez diez o doce hombres,
vestidos de la cabeza a los pies con pesadas pieles.
—Allí —gritó Ramonojon por encima de los fuertes vientos tibetanos—. Aterriza
donde están.
Hice que el trineo lunar aterrizara suavemente en una zona nevada cerca del
macizo rocoso. Jasón y Liebre Amarilla aseguraron el trineo a un peñasco cercano
amarrándolo con cuerdas mientras los demás saltábamos al sólido e inmóvil suelo de
la Tierra. El frío del invierno mordió mis pies a través de mis sandalias, y observé
momentáneamente fascinado cómo mi aliento se condensaba en una nube de vapor.
Los hombres envueltos en pieles se acercaron. Se quitaron las capuchas para
revelar una diversidad de rostros medianos y tibetanos, todos arrugados, todos
marcados por el clima y todos notablemente tranquilos ante nuestra presencia.
Del centro del grupo salió un tibetano pequeño y delgado, con rostro sereno y
amables ojos marrones. Llevaba algo sobre los hombros: no era un espíritu, pero
podría haber sido lo que él quisiera que fuese. Me sonrió y sentí la sonrisa pasar a

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través de mis ojos y tocar a Atenea en mi corazón.
Ramonojon avanzó hasta él y se inclinó, estrechando cálidamente la mano del
anciano.
—Maestro —dijo mi amigo—. Buscamos ayuda.
El tibetano tocó el hombro de Ramonojon y mi amigo se irguió.
—Ven con nosotros, Ramonojon. Vamos a dejar este lugar por otro más seguro.
—Maestro —dijo Ramonojon—, no puedo. El arma que contribuí a crear está
atada a esta montaña. Todavía no he impedido que los guerreros la utilicen.
—Ramonojon —dije yo—, ve con tus maestros. Te prometo que el Ladrón Solar
no será utilizado como arma.
Todos se volvieron a mirarme.
—Ayax, ¿cómo puedes prometer eso?
—Porque la Historia y la Sabiduría me han dicho cómo puede hacerse. —Tomé a
Ramonojon del brazo—. Por favor, ve. Tienes un refugio. Gente que puede alojarte.
Por favor, ve a la seguridad, amigo mío.
Ramonojon permaneció inmóvil un momento, mirando alternativamente a su
maestro y a mí. Por fin, se volvió hacia el viejo tibetano y dijo:
—Maestro, debo quedarme con ellos. No he conseguido aún el despegue
suficiente para dejar a mi amigo en manos de un destino que debería ser el mío.
El anciano sacudió apenado la cabeza, pero no dijo nada para intentar disuadirle.
—Necesitamos una cueva —dije.
—Seguid ese sendero —indicó el maestro budista, señalando hacia una irregular
trocha que corría por el costado de la montaña.
—Liebre Amarilla, Jasón, Ramonojon —dije—. Buscad esa cueva. Fan, tú y yo
debemos regresar a la Reproche del Fénix. Tenemos trabajo que hacer.
Mis compañeros bajaron por el sendero mientras los budistas seguían un camino
diferente que los condujo hasta un profundo barranco en la cara norte de la montaña,
donde desaparecieron de la vista.
Fan y yo tomamos el trineo lunar y regresamos al ajado cuerpo de mi nave. El
fragmento de Sol había fundido la escarcha del pico de la montaña, desnudando las
placas de piedra que no habían visto la luz del día desde que se creó el mundo. El aire
estaba lleno de vapor, denso de agua que embotaba la mente, pero Atenea mantuvo
mis pensamientos despejados y concentrados en el plan que me había inspirado.
Aterrice el trineo cerca de la proa de la nave, junto a las lomas de los laboratorios,
y lo até a una de las entradas de las cavernas.
—Saca tu equipo del laboratorio de Mihradario —le dije a Fan—. Y reúnete
conmigo junto al reforzador Xi de babor.
—Sí, Ayax.
Cuando volvimos a reunimos, los dos nos pusimos a trabajar para cambiar las
configuraciones de los reforzadores Xi pintando una gruesa línea de cinabrio desde
cada uno de los afilados bloques hasta la base de la polea, y luego otro desde la

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cabina de Fan hasta el eje de la nave, por encima de mi cabina y hasta la polea.
Terminamos nuestra tarea clavando una docena de pernos de plata a izquierda y
derecha de la polea.
No le dije a Fan qué estábamos haciendo ni por qué; pero sabía en el fondo de mi
corazón que no necesitaba hacerlo. No sabía qué dios lo guiaba o si había encontrado
realmente el Tao en su corazón y estaba haciendo simplemente lo que había que
hacer.
Pero fueran cuales fuesen las divinidades que nos inspiraron, Fan y yo trabajamos
juntos rápida y eficazmente, como si hubiéramos sido camaradas de armas desde la
infancia.
Cuando la última pincelada de pintura estuvo trazada y el último perno de plata
clavado, fuimos a nuestras salas de control pero no nos amarramos. Con un lento y
cauteloso trabajo con las riendas, desenrollé el fragmento del pico de la montaña,
liberando a la Reproche del Fénix para su último vuelo.
La nave se escoró a babor, y el último vestigio de nuestras alas se destrozó contra
una montaña. Tiré de la rienda de subida y dejé que el fragmento de Sol tirara de
nosotros por encima de los más altos picos del Himalaya.
Entonces Fan activó al mismo tiempo los reforzadores Xi de babor y estribor. No
hubo ningún zumbido en mi cabina porque la línea que acabábamos de dibujar para
conectar las cabinas y la polea reducía la corriente Xi de la nave. Las bandas de babor
y estribor del navío cobraron vida con el fluir de la naturaleza, pero el eje central de
la Reproche estaba tan muerto como la espina dorsal de un cadáver.
Tiré de las cinco riendas. El cordón central contuvo el fragmento solar, aflojando
los nudos de la red. Las otras cuatro riendas rarificaron el aire en cuatro pequeñas
columnas, tirando de los fragmentos aflojados de materia celestial y apartándolos
unos de otros, deshaciendo los nudos que había atado Mihradario. La red solar se
rompió como una cascada de pelo soltada de un lazo.
El fragmento de Sol, liberado de su red, habría saltado al cielo, pero los
reforzadores Xi habían creado corrientes que apuntaban a derecha e izquierda, no
hacia arriba. Tirada por los movimientos naturales opuestos, aquella perfecta esfera
de fuego solar se deformó en una elipse, su largo eje extendido por el cielo, y en
aquel óvalo, el fuego tiró del fuego, esforzándose por seguir dos dictados diferentes
de la naturaleza.
Esperamos cinco tensos minutos, observando la tensión del fragmento mientras
los hilos de materia celeste, verde y marrón que habían formado la red se separaban
en dos grupos de gallardetes, aleteando hacia arriba en la brisa.
El fragmento cantó su tormento, gimiendo la armonía del Sol a través de las
montañas del Tíbet. Luego esa canción se convirtió en un grito de libertad cuando la
brillante elipse roja se partió en dos. Dos bolas de fuego salieron despedidas, una
volando hacia la izquierda siguiendo la corriente Xi, la otra volando hacia la derecha.
Cada una de las llamas celestes voló hacia uno de los filamentos de la red, y

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cuando el fuego celeste tocó la cuerda celeste, yo solté las riendas. Los filamentos se
retorcieron, pero no volvieron a formar la red unificada que había diseñado
Mihradario. Ahora había dos redes solares y cada una contenía la mitad del
fragmento.
Durante un corto tiempo, mi carro no tuvo un caballo, sino dos. Con riendas y
reforzadores Xi, Fan y yo hicimos girar aquellos corceles gemelos y los obligamos a
tirar de la Reproche del Fénix hacia las montañas.
La Fénix crujió bajo la tensión de aquel giro. La armonía de la Luna reverberó de
un lado a otro a través del cuerpo de la nave, haciéndose más fuerte con cada eco.
Sacudió mis huesos y me castañearon los dientes, pero me agarré a las riendas,
guiando la nave de vuelta a las montañas que la habían sujetado antes. El grito de
Selene llenaba mis oídos, amenazando con apagar todos los demás pensamientos,
pero allí apareció la cima. Tiré de las riendas de babor y estribor y los fragmentos
gemelos se retorcieron a derecha e izquierda, enroscándose en espirales opuestas
alrededor del pico y tirando de la nave desde direcciones contrarias.
Sólo cuando estuvieron sólidamente aferradas solté las riendas. Entonces salí
corriendo de mi cabina al esforzado terreno, esquivando chorros de arena lunar y
rocas plateadas. Fan y yo nos reunimos en el trineo. Corté la cuerda de atraque con un
cuchillo; los dos saltamos al disco de roca lunar y escapamos de la nave moribunda.
Detrás de nosotros la nave gritó una última vez y se partió por la mitad a lo largo
de la línea de muerte que habíamos dibujado sobre su meridiano. Hubo una cegadora
granizada de plateado polvo lunar que roció el trineo y se nos clavó en las túnicas y la
piel.
Pero lo habíamos conseguido. Todo lo que quedaba de la Reproche del Fénix eran
dos grandes trozos de piedra lunar sujetos a las dos mitades de la polea, que a su vez
se aferraba a las dos redes solares envueltas en torno a la montaña. Todo ataba los
fragmentos solares, como prometeos gemelos, a la roca.
—Bien hecho —le dije a Fan, sacudiendo el polvo plateado de mi cuerpo y
viéndolo flotar en una perezosa espiral.
—Bien hecho, en efecto —respondió él, limpiándose del rostro sonriente la
brillante arena lunar.
Piloté el trineo sendero abajo hasta que encontré la cueva de los budistas, una
caverna protegida de la vista por salientes helados. Dentro había dos docenas de
cabañas circulares hechas con pieles blancas cosidas entre sí y colocadas sobre
esqueletos de bambú entrelazado. En la pared del fondo había pintada la imagen de
un indio de rostro sereno que sostenía el mundo en la palma abierta y nos miraba con
sus ojos tranquilizadores. La imagen estaba toscamente dibujada y se había empleado
en ella poco color, pero aún así atraía el alma con tanta fuerza como la estatua de
Atenea en el Partenón.
—Shakyamuni Buda —dijo Ramonojon.
Liebre Amarilla apartó la mirada de la imagen, pero yo me incliné brevemente

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ante nuestro anfitrión.
Cerca de la entrada había un huerto con repollos, nabos y un tipo de judía que me
era desconocida. También había un arroyo subterráneo que fluía desde una abertura
en las paredes de la cueva; el agua chispeaba limpia y fría contra el suelo de roca.
Liebre Amarilla y Jasón estaban afilando sus espadas junto al riachuelo.
Ramonojon se hallaba sentado a la puerta de una de las chozas.
—¿Y ahora qué, Ayax? —preguntó Jasón.
—Ahora traeremos a nuestros perseguidores y se cumplirá la voluntad de Zeus —
dije, y mi voz resonó por toda la cueva.
Señalé a Jasón y Ramonojon.
—Quiero que toméis el trineo lunar y entreguéis mi mensaje a las flotas que nos
persiguen.
—¿A la Liga o al Reino Medio?
—A ambas.
—¿Qué debemos decirles? —preguntó Jasón.
—Decidles que si quieren enviarme delegaciones de una docena de hombres,
compuestas por soldados y científicos, podrán quedarse con uno de los fragmentos. Si
se niegan, decidles que hundiré en la tierra los fuegos celestes, donde arderán a través
del cuerpo de Gea, orbitando dentro del cuerpo del mundo para siempre.
—Ayax —dijo Jasón—, ¿cómo puedes armar al Reino Medio?
—No voy a amarlo, aunque pensarán que lo hago.
Jasón se levantó y envainó su espada. Ramonojon salió de la choza y se acercó a
la entrada, donde yo había atracado el trineo lunar.
—Decidles que vengan mañana por la mañana tres horas después del amanecer
—dije—. Advertidles que, si vienen antes de la hora fijada o si os hacen prisioneros,
cumpliré mi amenaza.
El budista y el espartano ocuparon el disco de piedra lunar y volaron para llevar
mi promesa y mi amenaza a los imperios que gobernaban el mundo. Los vi marchar,
siguiendo su vuelo con mis oraciones.

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σ
En el agua helada del arroyo subterráneo nos lavamos por primera vez desde el
naufragio de la Lágrima de Chandra. El agua corriente, pura y clara, lavó de mi
cuerpo el polvo acumulado tras las largas semanas de trabajo que había pasado
intentando regresar a la Tierra. Con jabón de potasa y un paño de burdo lino eliminé
el polvo lunar que se me había pegado a la piel, y lo vi flotar a través del agua,
añadiendo un plateado brillo de espejo al transparente arroyo.
Cuando las acumulaciones celestes fueron eliminadas de mi cuerpo, me tendí de
espaldas, flotando en el río helado. Los últimos vestigios de las píldoras de
supervivencia me permitieron bañarme cómodamente en aquella nieve recién
derretida. Me relajé y escuché a través del fluir del agua el reconfortante latido del
corazón de Gea, madre de todas las cosas; el profundo pulso de la Tierra sobre mis
sienes me dio la bienvenida a los pliegues de su regazo.
Unos cuantos metros corriente abajo, Liebre Amarilla limpió metódicamente su
cuerpo con un cepillo de bambú que había encontrado en una de las chozas, hasta que
su piel brilló dorada. Luego se soltó las trenzas y se lavó el pelo en las aguas
plateadas hasta que brilló como alas de cuervo a la luz de la Luna.
Fan había encendido una pequeña hoguera al fondo de la caverna, y Liebre
Amarilla y yo nos acurrucamos allí para secarnos mientras el anciano taoísta se metía
en el arroyo para lavarse. A solas con Liebre Amarilla, me acerqué a ella y le susurré
al oído.
—Hay un secreto que debo contarte —dije—. Tendrás necesidad de él en caso de
que no vivamos después de mañana.
Ella volvió hacia mí su mirada dorada, y sentí su espíritu entrar en mi corazón a
través de sus ojos y discernir la naturaleza de lo que deseaba contarle.
—Ayax —dijo, sus palabras susurradas, suaves como la brisa pero afiladas como
la mordedura del viento de invierno—, ¿traicionarás tu juramento ante los dioses?
—No. No habrá ninguna traición, pues aún estamos en el Hades y es mi deber
ayudarte a escapar.
Ella asintió despacio y acercó el oído a mis labios. Le susurré el secreto de los
misterios órficos, contándole a aquella que había protegido mi vida cómo librar su
alma del reino de los muertos.
Me presento ahora ante vosotros y declaro que mis palabras a Liebre Amarilla no
fueron ninguna violación de mi juramento. Pues fue por el secreto del misterio que
Jasón me había encomendado el deber de asegurar nuestra supervivencia, y ese deber
no se había cumplido todavía cuando le dije esas palabras a Liebre Amarilla,
iniciándola en la sagrada banda de aquellos que conocen el verdadero camino de
Orfeo. Y entregado ese secreto ya no temí lo que pudiera desprenderse de mis
acciones. Desde ese punto hasta ahora, ni yo ni ninguno de aquellos que me
acompañaron temieron que la vida o la muerte cayera sobre nosotros.

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Un poco después, Helios se posó sobre la cordillera, al oeste, pero los dos
fragmentos de Sol todavía dieron luz a nuestra montaña, bengalas gemelas que
guiaron a Jasón y Ramonojon de vuelta tras sus embajadas. Limpios y vestidos,
Liebre Amarilla, Fan y yo salimos a saludarlos y ayudarlos a atracar el trineo lunar en
el saliente situado ante la cueva.
—¿Cómo os ha ido? —pregunté a mis mensajeros una vez que entramos al
refugio de la caverna.
—Al principio los medianos se mostraron reacios a enviar una delegación —dijo
Ramonojon, arqueando la espalda y frotándose los hombros—. Estaba claro que
sospechaban alguna trampa. Pero cuando les dije que Fan estaba vivo y era
responsable en parte de nuestro regreso, su general decidió que tenían que venir a
averiguar qué hacía que mereciera la pena arriesgar las vidas de sus familiares.
—Creo que no se sentirá decepcionado —dijo Fan—. Y si todo va bien, creo que
mi familia sobrevivirá.
Me volví hacia Jasón. Él metió la mano en el río y bebió copiosamente el agua
plateada. Luego se secó los labios.
—El general Antíocles, comandante del escuadrón de naves celestes que nos
persigue, estará aquí. Está ansioso por descubrir la causa que hace que dos oficiales
espartanos y un sabio ateniense se aparten de sus deberes.
—Bien hecho —dije yo—. Ahora, acercaos. Tenemos mucho que hacer antes de
mañana.
Siguiendo mis indicaciones, Ramonojon nos buscó unas hojas de papel de arroz,
unas cuantas plumas de bambú, una docena de barras de tinta roja y unos cuantos
tinteros que los budistas habían dejado. Fan y yo nos sentamos en el suelo
alfombrado de pieles de la choza más grande, apoyamos el papel en las tablas de
madera y empezamos a escribir.
A la luz de los fragmentos del Sol que iluminaban la cueva a través de las nubes,
redactamos el puente entre nuestras ciencias. Fan, acostumbrado a escribir con
pinceles, se equivocó unas cuantas veces escribiendo caracteres del Reino Medio a
pluma. Y mi mano resbaló ocasionalmente, ya que no estaba acostumbrado a tener en
la mano una pluma de bambú en vez de una pluma de ave. Pero los inconvenientes de
nuestras envolturas mortales fueron fácilmente superados por la comprensión que
fluyó de nuestras almas a las páginas durante aquella larga y brillante noche.
Cuando Helios se alzó por Oriente para saludar a sus hijos secuestrados y
encadenados a la montaña, yo había cubierto treinta hojas de papel con textos y
fórmulas helénicos mientras que Fan había llenado cinco hojas con los más
compactos caracteres del Reino Medio.
—Ahora debemos prepararnos para recibir a nuestros invitados —dije.
Jasón y Liebre Amarilla se vistieron con sus armaduras, que habían limpiado y
bruñido durante la noche. Sus placas espartanas con el estandarte de hierro del pavo
real de Hera colgaban noblemente de sus cuellos y las crestas de pelo de caballo de

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sus cascos se alzaban rectas y firmes. Durante la noche Ramonojon había remendado
los agujeros de la ajada túnica de seda de Fan y devuelto la dignidad al atuendo del
anciano. Mi amigo indio también había lavado mi túnica de erudito, devolviéndole la
blancura y reavivando la orla azul ateniense. En el hombro derecho me coloqué mi
placa de mando, orgulloso de lucir la lechuza de Atenea.
El propio Ramonojon se vistió con una sencilla túnica azafrán de budista. El
atuendo amarillo declaraba silenciosa pero osadamente su separación de la Liga y del
Reino.
Tres horas después del amanecer, nos preparamos para recibir a los visitantes.
Esperamos en la entrada de la cueva, de cara al exterior: Fan y yo juntos en el centro,
Ramonojon detrás de mí, a la izquierda, Liebre Amarilla y Jasón flanqueándonos. Los
espartanos permanecían firmes, con sus relucientes espadas de acero desnudas ante sí
en la postura tradicional de una guardia de honor.
Se alzó el viento delante de la cueva, levantando remolinos de nieve. En mi
corazón sonó un trueno. Algo grande y terrible se alzó dentro de mí, creciendo en
tamaño hasta que llenó todas las cavernas de mi espíritu. Toda mi mente fue barrida
por los sonidos y visiones de una vasta tormenta; pero el tumulto de mi corazón no
me preocupó, pues por el poder de esa divinidad que gobierna los cielos me planté
por encima del estruendo de los truenos y más allá de la cegadora fuerza del
relámpago.
Volví la cabeza a la derecha y vi a Fan de pie en medio de la tranquilidad, una
amable corriente de vientos de céfiro en primavera, pero grave y sonora como las
mareas de las profundidades del océano. Me estaba mirando y, a través de mis ojos y
a través de sus ojos, la grandeza que nos acompañaba a cada uno observó a la otra
durante un rato, y luego se extendió a través de las corrientes de neuma que nos unían
luz a luz y aliento a aliento, y se tocaron.
—Ayax —dijo Jasón desde muy lejos—. Aquí están.
Me volví hacia la entrada de la cueva. Un gran trineo lunar había aterrizado fuera.
Junto a él flotaba enroscada una cometa dragón, gravitando sólo a noventa
centímetros sobre el suelo. Las delegaciones salieron de sus transportes y en dos
columnas entraron en la cueva. Por la derecha vinieron los hombres de la Liga Délica
guiados por un general espartano y un sabio ateniense, ambos con placas de mando.
No conocía al espartano, pero el ateniense era un hombre de sesenta años llamado
Polícrates. Habíamos trabajado juntos algunos años antes en el estudio de la ciencia
mediana: era un hombre de mente ágil y gran devoción. Pude sentir que la mano de
Atenea estaba detrás de su presencia allí.
Detrás de estos dos líderes llegaron una docena de soldados con armaduras ligeras
de infantería, espadas y lanzadores envainados, y al final de las filas iban dos mujeres
jóvenes vestidas con túnica de eruditas. El general saludó a Jasón y Liebre Amarilla y
ellos devolvieron el saludo. Polícrates me miró con curiosidad, como si esperara
adivinar el significado de mis acciones.

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Por la izquierda entraron diez soldados del Reino Medio vestidos con armaduras
de seda marrón: llevaban las espadas envainadas a la espalda y lanzas personales Xi
enfundadas en sus cinturones. Detrás de ellos venía su general, un hombre alto y de
mediana edad vestido con una ligera cota de acero que se movía como tela siguiendo
los movimientos de su cuerpo. Luego llegaron dos hombres más jóvenes vestidos con
túnicas similares a la de Fan. Miraron con incertidumbre a mi compañero, y luego
inclinaron ligerísimamente la cabeza.
Fan y yo contemplamos las delegaciones un momento, dejando que los espíritus
de nuestro interior fluyeran para tocar los corazones de los hombres que habían
venido a escuchar. El sonido del viento en el exterior se mezcló con el trueno que
rugía en mí, y el rumor del arroyo de la montaña se unió a la armonía del Xi que fluía
de Fan, llenando a todos los presentes con la canción del Cielo y la Tierra.
—Habéis venido por los fragmentos solares —dije yo, y el trueno se alzó en mis
palabras—. Podréis llevároslos cuando vuestros científicos hayan leído estos papeles.
Liebre Amarilla dio un paso al frente y entregó mis escritos a Polícrates, mientras
que Jasón llevó el trabajo de Fan a los científicos del Reino Medio.
Los eruditos abrieron las hojas con cautela. Empezaron a leer con moderada
curiosidad que fue rápidamente sustituida por una ávida fascinación.
—¡Ayax! —dijo Polícrates, mirándome, el rostro pintado de asombro—. ¿De
verdad has hecho esto?
—Sigue leyendo.
Una de sus subordinadas señaló las primeras páginas.
—Aquí hay un experimento que podríamos hacer esta noche —dijo—. Tenemos
todo el equipo en las naves.
Sonreí levemente. Los primeros experimentos en los papeles de Fan y los míos
estaban diseñados para que el complemento normal de científicos que acompañaban a
cualquier ejército de cualquiera de los dos imperios pudiera hacerlos. Los
experimentos posteriores requerirían los laboratorios de Atenas o de HangXou y la
atención de docenas de científicos.
Como yo ya sabía, la animación y el asombro de los científicos creció a medida
que leyeron los trabajos.
Escribir la parte científica de la tesis había sido sencillo. Había sido mucho más
difícil colocar sutilmente dentro de las páginas las referencias históricas que
demostraban cómo los dos imperios habían llegado a un conflicto eterno, y por qué
ambos bandos pensaban que estaban perdiendo la guerra. Clío me había advertido
que ninguno de los que ahora estaban vivos entendería esas palabras, pero, si como
Atenea había prometido la ciencia que les estábamos ofreciendo eliminaba la
desesperación de la Liga Délica y del Reino Medio, entonces, en algún momento,
quizás al cabo de treinta años, de cincuenta o incluso de un siglo, habría sabios
capaces de leer los significados ocultos de mi texto, que se adelantarían para hablar
de historia en el bosquecillo de la Academia.

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Ambos grupos de eruditos terminaron de leer aproximadamente al mismo tiempo,
y ambos se volvieron para hacernos preguntas. No les di la oportunidad.
—Toma —dije, tendiendo otra hoja de papel de arroz a Polícrates, mientras Fan
hacía lo mismo con uno de los científicos del Reino Medio. El papel que ofrecí
enseñaba cómo sujetar una red solar a una nave celeste usando una disposición
similar a nuestros controles de la Reproche del Fénix. El diagrama de Fan enseñaba
cómo guiar un fragmento entre varias cometas de combate por un pasillo de aire
rarificado tendido a través de una corriente de Xi reforzada; también explicaba cómo
crear ese pasillo usando muestras de oro-fuego capturado.
—Os instruirán para recuperar los fragmentos del Sol —dije—. Tomadlo y
marchaos.
—Pero… —dijo Polícrates.
—¡Marchaos! —rugió la voz de Zeus desde mis labios.
Ambos grupos se retiraron de la cueva, y el espíritu que se alzaba en mi interior
los acompañó para asegurarse de que recogían el fuego del Sol y se marchaban,
llevando a sus casas los secretos que les habíamos entregados. Cuando el trueno
abandonó mi corazón, Atenea volvió a aparecer y me susurró que no habría ninguna
batalla ese día: ningún general se arriesgaría a perder lo que le habíamos dado por
intentar detener al enemigo.
Una hora más tarde el brillo de fuego en la cima de la montaña que había pintado
el cielo de un rico rojo dorado disminuyó y acabó por desaparecer.
—Se han llevado los fragmentos del Sol —dije—. Lo hemos conseguido.
—¿Qué has hecho? —preguntó Jasón.
—He cambiado el rumbo de la guerra —dije—. De una pugna desesperada entre
dos bandos que no pueden comprenderse, y que por eso no pueden sino batallar, ha
pasado a ser un conflicto entre naciones que crecerán para comprenderse
mutuamente, y por eso no necesitarán pelear por todas las cosas y no necesitarán
tratar al universo entero como material para su lucha.
—No lo comprendo —dijo Jasón, contemplando el Sol y siguiendo el camino de
Helios con sus ojos románticos.
—Durante nueve siglos la Academia ha justificado ante sí misma su fracaso a la
hora de comprender la ciencia taoísta declarando que una vez que el Reino Medio
fuera conquistado sus sabios podrían aprender todos los secretos de ese estudio. Pero
al darles lo que he aprendido de la ciencia taoísta, he encendido un fuego que ha
quemado esa excusa, una llama de investigación que consumirá todas las mentes de
la Academia. Novecientos años de deseo acumulado estallarán, llenando a cada
académico de cada campo de la necesidad de comprender a homólogos del Reino
Medio. Una nueva forma de gloria surgirá en la Academia; se nombrarán héroes por
sus avances en ciencia taoísta en vez de solamente por sus trabajos militares.
Hera se posó sobre los hombros de Liebre Amarilla y la divinidad añadió
profundidad a su voz.

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—Y Esparta aceptará que la naturaleza de esta guerra ha cambiado y que, de ser
un conflicto eterno ha pasado a ser una pugna intermitente, que de ser una batalla
continua por un objetivo final ha pasado a ser un conjunto de luchas ocasionales
sobre objetivos específicos. La gloria de la guerra se elevará a nuevas alturas,
además, cuando los héroes de Esparta ejecuten grandes hazañas que no serán
olvidadas en un año o un siglo o un milenio.
—Y en las pausas de la batalla —dijo Ramonojon, sentado pacíficamente en el
suelo, envuelto en su túnica azafrán—, ambos bandos tendrán que hablar entre sí.
Jasón dejó de estudiar el cielo.
—No lo comprendo —dijo.
—Mis notas cuentan a la Academia todo lo que sé sobre la ciencia taoísta —dije
—, pero aunque los propios dioses me ayudaron a aprenderla, sigo sin saber mucho
sobre el Tao o sobre la corriente Xi y la manera en que guía la naturaleza. Las notas
de Fan son similares en lo que dicen al Reino Medio sobre la ciencia délica; hay
muchas lagunas en su comprensión de materia y forma, de material y fuerza. Ambos
bandos tienen suficiente para empezar sus investigaciones, pero el progreso será
frustrantemente lento.
—En la Academia han trabajado lentamente antes.
—Pero sabrán que el enemigo tiene las respuestas a sus preguntas. Intentarán usar
a los prisioneros para conseguir información, pero eso no los llevará muy lejos. En
los períodos de paz, cuando Esparta y los generales del Reino Medio no tengan nada
por lo que luchar, se harán preguntas y se responderán a través de tierra de nadie, y
los eruditos que traigan conocimiento de esos intercambios ascenderán en la
Academia.
Mi boca se secó súbitamente con tanta charla y sentí cansancio en el corazón, un
letargo que parecía fluir del centro de mi ser y esparcirse por todo mi cuerpo.
Sin que se lo pidiera, Liebre Amarilla me trajo un cuenco de agua del arroyo
helado.
Mientras cerraba los ojos para beber la fría agua de la Tierra, mi corazón se llenó
con una visión del Olimpo. Desde las alturas envueltas en nubes de la montaña
divina, Hermes descendió con sus sandalias aladas y me tocó con su vara de
serpientes entrelazadas. El dios de los mensajeros tomó mi alma y me llevó montaña
arriba hasta aquí, hasta los patios de los dioses.
Oh, divinidades reunidas, éste es todo mi relato. He intentado comprender como
mejor ha podido mi corazón mortal las órdenes y advertencias que me habéis dado y
cumplir los deberes que habéis colocado sobre mis hombros. Me postro a vuestros
pies y abrazo en súplica vuestras rodillas, esperando haber cumplido vuestros fines.
Clío, rezo para que mis acciones lleven a la restauración de tu culto. Selene, Hermes,
Afrodita, Helios, que vuestros cuerpos celestes nunca sean excavados por bien de la
guerra humana. Atenea, oh, mi patrona, rezo para que tu ciudad se libere de su
ceguera autoinducida. Y a ti, oh, padre Zeus, y a ti, Hera, reina del cielo, os doy las

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gracias con toda mi alma por el honor que me habéis hecho, el honor de serviros en la
ordenación del mundo.

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RICHARD GARFINKLE (Nueva York, Estados Unidos, 1961) vive en Chicago
(Illinois, EE. UU.) con su esposa e hija. Es un gran aficionado a todo tipo de lecturas,
entre las que dominan las referentes a temas de matemáticas, historia y religión.
En 1996, sorprendió a todos con su primera novela, Materia Celeste (Nova número
161), una curiosa obra de ciencia ficción sólidamente basada en la ciencia… cuando
esa ciencia es la de los antiguos griegos como Ptolomeo y Aristóteles. La novela fue
galardonada con el COMPTON CROOK AWARD a la mejor primera novela.
Posteriormente ha publicado All of an instant (2000), una novela de viajes y
conspiraciones a través del tiempo, una dimensión que se comporta como el agua,
formando un verdadero océano temporal en el que se sumergen (e intrigan) los seres
que alcanzan la existencia al margen del tiempo. Una trama dominada por las
consecuencias físicas, y también las metafísicas, de una hipótesis de gran interés.

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Notas

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[1] En el momento de la publicación del libro (2003), esta era la referencia original a

la que hace mención Miquel Barceló: «El Archivo de Nessus»


(http://www.archivodenessus.com). A dia de hoy, ese blog no existe, pero he
insertado la dirección actual (N. de Titivillus). <<

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