5 Cuentos de Javier Mosquera Saravia

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Dioniso

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lla acaba de entrar. En ese momento

E
decido quedarme. Siempre es así, ex‐
iste algo que manipula el porvenir.
La reunión de hoy ha sido franca‐
mente detestable: eternas discusiones acerca de
problemas sin importancia. Mi asistencia se
debe a esa fuerza invisible. Esta noche es un
ejemplo exacto.
Enciendo un cigarro y la miro a través del
humo. Espero unos segundos, es necesario, hay
duendes y aparecidos en la neblina que me vi‐
gilan. De la bruma emergen sus ojos negros y
ya no se apartan de los míos. Todo lo demás
desaparece. Sólo queda una mirada com‐
partida que muestra caminos angustiosos y
mañanas indescifrables.
Me acerco. No te había visto nunca por
aquí. ¿Cómo te llamás? Se arregla el pelo

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muy despacio. Ágave. Voltea un instante y
luego me mira fijamente. Sólo  vengo  de  vez  en 
cuando.  Estoy  aquí  por  accidente.  Estas  re­
uniones  no  me  interesan  y  tampoco  la  gente  que 
viene a ellas. Como vos, por ejemplo. No sé si es
una prueba o la certeza siniestra de mi sujeción
a lo desconocido. Soy incapaz de interpretar los
hilos conductores. ¿Y por qué estás aquí? Sus
ojos otra vez en los míos. No descubro nada
diferente a la primera vez. Señala a uno de los
miembros del círculo. Es mi novio. Lo observo.
¿No creés que ese término está un poco
pasado de moda? Sonríe. No.
Un trago largo. Finjo repentino fastidio, no
me convence su poco interés. El ambiente se
estira y el licor acalora la discusión. Los argu‐
mentos chocan en medio de la sala. El olor a
tabaco y a encierro llega al límite de la toleran‐
cia. La mesa se llena de vasos sucios, el mantel
pierde el color. A alguien se le ocurre que es
hora de bailar. Otra evidencia del destino silen‐
cioso.
Salsa, cumbia, merengue, no sé cuál de esos
ritmos tropicales que odio. ¿Bailamos? De re‐
ojo veo al novio. Él intenta a gritos ponerse de
acuerdo con un desconocido acerca de no sé
que cosa. Disculpá, no me gusta ese tipo de

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música. Se para. Vos  te  lo  perdés. Paciente‐
mente aleja de la mesa a su hombre. Baila de
espaldas a donde estoy y contemplo sus caderas
balanceándose como si la música les perteneci‐
era.
Veinte minutos dura la tortura. De cuando
en cuando me mira y sus ojos repiten una y
otra vez, vos  te  lo  perdés. Confío en lo incom‐
prensible. Se cansa y regresa a mi lado. Hacen
bonita pareja, aunque vos bailás mucho
mejor que él. Recupera su vaso y se refresca.
Nadie  te  preguntó. Cinco minutos de silencio.
¿Te comieron la lengua los ratones? La miro in‐
tensamente. Algo así. Diez minutos más de
cumbias y evasivas. Se me ocurre cambiar el
destino y pedir un disco de los Stones. El total‐
itarismo tropical me hunde en el sillón.
Rockero, no te lo creo..., no tenés el tipo.
Toma mis manos y me obliga a pararme. No 
seás tontito, bailá conmigo. Entre bongós, tum‐
badoras, trompetas y demás orquestación
nauseabunda hago el ridículo un rato. Llegado
mi límite de tolerancia, le devuelvo el gesto y
nos sentamos. Ya veo porqué no querías bailar.
En su voz descubro ternura y burla. Te lo dije,
no me gusta ese tipo de música. Miro a
otro lado. Si  no  se  sabe  bailar,  no  se  baila  bien 

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con  nada. Necesito redención. Busco entre los
discos y elijo el White Album de los Beatles.
Birthday empieza a sonar y sé que llegó el mo‐
mento. Ahora vamos a bailar de verdad.
No hay muchas protestas en la comunidad,
así que nos dedicamos a brincar a gusto. Em‐
pezamos a entendernos. El rock se mete entre
los dos y nos acerca. Todo parece aclararse. La
canción termina, intento reaccionar, no me da
tiempo. Tres segundos después…

“Two, three... Yes, I’m lonely, wanna die;


Yes I’m lonely, wanna die;
If I ain’t dead already,
girl, you know the reason why.”

Algo la sacude. Siento sus uñas en mi piel.


Más que abrazarme, parece querer meterme
dentro de ella…

“In the morning, wanna die;


in the evenin’, wanna die;
If I ain’t dead alredy
girl, you know the reason why.”

Nadie se atreve a quitar el disco. Ella muerde


mi cuello hasta hacerlo sangrar y luego lame

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despacio. Si existe alguna explicación, ahora no
la sé. El asunto empieza a gustarme…

“My mother was of the sky,


my father was of the earth;
but I am of the universe,
and you know what that’s worth.
I’m lonely,
wanna die.
If I ain’t dead alredy,
girl, you know the reason why”

Sus uñas se mueven de mi brazo a la espalda


y murmura no sé qué…

“The eagle picks my eye,


the worm he licks my bones;
I feel so suicidal,
just like Dylan’s Mister Jones.
I’m lonely,
wanna die.
If I ain’t dead alredy
girl, you know the reason why.”

Cierro los ojos y no quiero pensar en el es‐


cándalo que se avecina. Me dejo llevar, en es‐
pera del fin de la canción…

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“Black cloud crossed my mind,
blue mist round my soul,
feel so suicidal,
even hate my rock and roll.
Wanna die,
yeah,
wanna die;
If I ain’t dead alredy
girl, you know the reason why”.

El novio se da cuenta, la separa bruscamente


de mí. Empiezan los gritos de ambos. Me
limito a observar y escuchar. Vos no sos mi
dueño y yo bailo como me da la gana y con
quien quiero. Él se dirige a mí con ánimo de
pleito. A mí no me mirés. Reconozco mi co‐
bardía. Es problema de ustedes. Intenta to‐
marla del brazo y llevársela. Ágave se sujeta a
mi saco y resiste. El novio estalla. Soy de‐
clarado culpable y la sentencia es un dere‐
chazo. De pronto estoy en el suelo y sólo
alcanzo a taparme la cara para evitar las pata‐
das. Ella le pega y le grita. Sus intentos por
detenerlo provocan golpes más fuertes. Al fin lo
retiran y empieza el dolor. La oigo gritar. Sos 
un desgraciado salvaje, machista, impotente. Su‐

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ficiente por una noche. Hora de marcharse.
Ágave me toma del brazo y sale conmigo. Ll‐
evame a mi casa.
Llora en silencio y sólo habla para darme in‐
strucciones de cómo llegar. Subí. Vive en un
tercer piso. No  puedo  dejar  que  te  vayás  así,  te 
voy  a  curar. Es un departamento pequeño y
muy bien arreglado. Mientras va por los medic‐
amentos aprovecho para caminar por allí.
Supongo que vive sola, no hay nadie más. Me
llama la atención un espejo colgado en la
pared. El marco es de madera con figuras talla‐
das. Desde donde estoy no reconozco las imá‐
genes. Parecen duendes o hadas. Me acerco. Al
evaluar los golpes en mi reflejo, veo de reojo el
marco. Los seres tienen la apariencia de
machos cabríos. Hasta ahora caigo en la cuenta
del daño. Tengo un abultamiento en la mejilla,
inflamado y rojo, muy rojo. Mañana estará
morado. Voy a quedarme en la casa para no
dar explicaciones.
Ágave regresa. Pone desinfectante en un
pedazo de algodón y con mucho cuidado
limpia la herida. Arde lo suficiente para
hacerme gesticular. Me quejo un poco. Ella
habla y me consuela. Con una mano sigue la
curación y con la otra acaricia mi pelo. Vuelvo

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la vista al espejo y allí están los machos cabríos,
observando.
Termina la curación. Se levanta despacio.
Quitate la camisa y de paso poné un disco. No sé
qué pensar. Decido dejar la decisión a lo inex‐
plicable. Cada patada duele en un punto es‐
pecífico. Debo tener por lo menos tres costillas
rotas, si conté bien las huellas de la bota. En la
pila de discos reconozco rápidamente el White
Album y no resisto la tentación.
Con la misma ternura de antes, frota
pomada en los golpes. El medicamento no
huele al mentol de la mayoría de esos ungüen‐
tos. Parece una mezcla de yerbas con algo de
leche y miel. Cierro los ojos, respiro tranquilo.
No sé si por la medicina o las caricias... El
dolor desaparece y llega una sensación de ali‐
vio.
La tranquilidad es pasajera. Two, Three... Yes
I’m... siento sus uñas clavadas en la espalda.
Doy un grito. Me abraza como si quisiera en‐
trar en mí. Besa mi cuello, muerde el mismo
lugar. Sus labios se llenan de sangre. Brusca‐
mente se arranca la blusa dejando al descu‐
bierto unos senos hermosos. Su piel brilla y
quema. Termina de quitarse la ropa. Parece un
sueño. Trato, con dificultad, de bajarme los

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pantalones. Vuelve a abrazarme. Como puedo
me desvisto. Caemos al suelo, casi flotando.
Sube encima de mí y sin ningún preámbulo se
deja caer. Aunque mi miembro la penetra viol‐
entamente, soy yo el poseído. Se mueve sin pu‐
dor ni pausas. Grita. El Yer Blues termina y ella
cae en el abismo de un orgasmo profético.
Abre los ojos asustada, como despertando de
una pesadilla. Se levanta de prisa. Busca su
ropa y se cubre avergonzada. Dejame  sola.
Llora desconsolada e intenta explicaciones. Yo 
no soy así, esa canción me obliga... vos también.
Miro al espejo y me veo reflejado con otro
rostro. No digo nada. Permanezco desnudo en
el piso. Intento comprender lo que me ha
hecho descubrir. Tengo algo, ahora lo sé, una
esencia que la descontrola. ¿Te  podés  ir?,  por 
favor. No quiero verte nunca más, por favor, por 
favor... Pierdo las palabras, me visto apresura‐
damente y cierro la puerta al salir.
Pasan dos semanas confusas. No dejo de
pensar en Ágave y no quiero hacerlo. Me ha
cambiado la vida. Ahora soy otro. ¿Quién?, ¿o
qué? Evito las reuniones y trato de no ver a
nadie del grupo. Aun así, sé que solucionó los
problemas con el novio y están juntos otra vez.
Pero esa unión durará lo que yo desee.

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Esa noche, a propósito, escucho a todo volu‐
men el Yer Blues. Apago las luces. Wanna die, if I
ain’t dead alredy... De pronto, en el centro de mi
sala, flota el espejo de su casa. Lo observo y sé
que la veré reflejada. Allí están, sentados.
Ágave reacciona a la música. «¿Qué diablos te
pasa?». El novio no entiende. «¿Por qué cam‐
biás tan de repente?». Ella grita y se aleja. Tapa
sus oídos e intenta dejar de escuchar mi disco.
No puede. «Te querés cal...» Al novio se le ata‐
scan las frases en la lengua. Ágave le da una
cachetada y lo tira del sillón. Quiere levantarse.
De un empujón lo devuelve al piso. Cada una
de las patadas que me dio son ahora devueltas
con odio. Ella toma un cenicero de vidrio y se
lo estrella en la nariz. Un chorro de sangre en‐
mudece la camisa del novio. Cae desmayado.
Ágave lo toma del cuello y aprieta. Él ya no
reacciona. Tienen suerte. La canción termina.
Al día siguiente no me sorprende saber que
viene. Entra a mi oficina. Me pierdo unos se‐
gundos en el infinito de sus ojos. Una lágrima
rompe el hechizo. ¿Por  qué  me  hacés  esto?
Trato de fingir ignorancia y pongo cara de
asombro. No te hagás el desentendido, sabés per­
fectamente  de  lo  que  estoy  hablando.  ¿Qué 
querés? Encojo los hombros y sigo en silencio.

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Ella gime y me golpea. Ni siquiera intento
detenerla. Se lleva las manos a la cara. Llora.
Intenta otro golpe. En el último momento, se
detiene. Me mira fijamente. Besa mis labios. Da
media vuelta y se va.
Estoy seguro de que algo en mí la posee.
Parezco ser quien maneja los hilos. Ágave abrió
mis ojos. Ahora comprendo.
Esa noche apago las luces y me dispongo a
escuchar de nuevo la canción. El espejo refleja
su cuarto. Está sola en la cama. Los compases
la vuelven loca. Se desnuda salvajemente y sus
manos no son suficientes para calmar tanta
pasión. Dedos convertidos en serpientes. Rep‐
tiles inmortales invaden sus senos y su sexo y la
hacen flotar encima de la cama y gritar, hasta
que arriba a un orgasmo interminable y celeste.
No me sorprende la invitación a su casa.
Llego a las cuatro. La saludo con un beso. Ha
llorado, se le nota. No digás nada. Me invita a
pasar. Voy a terminar lo que empecé contigo. Re‐
viso con la vista la pila de discos y descubro que
el White Album ya no está. Date vuelta por favor, 
me  voy  a  desvestir. Sé que toda esta historia
conduce a algo inevitable y necesario. La
neblina se ha disipado, mis ojos trascienden la
realidad. Soy algo más, ajeno a este mundo.

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A través del espejo veo que Ágave toma el
cuchillo que está escondido debajo del pañuelo,
sobre la mesa. A pesar de que está convencida,
duda un momento. Se acerca. Siento el doble
filo en mi espalda, abriéndose camino justo
hasta mi corazón. No tengo miedo. El dolor ya
no existe. Me doy vuelta. La miro a los ojos.
Con dificultad alcanzo el acero y lo saco lenta‐
mente de mí. Se lo pongo en la mano. Lo sien-
to. Soy inmortal.

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Angélica en la ventana

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ngélica corre lentamente hacia la

A
ventana. ¿Qué busca? ¿Un
presentimiento? No, le pasa lo de
siempre. No lo sabe. Todos los
días una fuerza inexplicable la retiene por
horas en la simple observación de la playa y el
mar. Su vista recorre el paisaje. Lo conoce de
memoria: la arena blanca, las tres piedras sin
gracia y la casa de Sir Walter Raleigh.
No se sabe quién le puso el apodo al viejo,
pero le queda bien. Sir Walter Raleigh. Una
idea tomada, seguramente, de la marca de ci‐
garros o de una canción de los Beatles. El
sobrenombre refleja el aire de extranjero

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—aunque es más de aquí que la arena—. To‐
das las tardes pasa frente a la ventana, con su
gorra de marinero, y saluda a Angélica.



Angélica se recuesta en el marco de la


ventana, luego se sienta en el alféizar. Su
mirada se pierde en el azul inmenso. Quiere
llegar más allá de dónde el agua hace el amor
con el cielo. ¿Qué busca en esa inmensidad?,
¿respuesta a la ausencia? No, es lo mismo. Lo
ignora. Observa fijamente el arbusto frente a su
ventana. Una oruga asciende lentamente hasta
una hoja grande.
La mariposa imposible empieza a devorar
rápidamente. Su apetito es urgencia. Conoce lo
efímero. Necesita cada segundo de vida, tiene
tan pocos... Termina de comer. Se detiene un
momento. Evalúa el camino más corto hasta
una nueva hoja y otro almuerzo apresurado. En
el proceso descubre la duda y las preguntas
corrompen su genética programada. Descon‐
certada, no tiene más remedio que empezar a
comer la rama que la sostiene. Cae sobre una
piedra y queda destripada en el piso, al lado de
Angélica.

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

Angélica se pasa la mano por el pelo. Tres


veces ordena la noche ondulada. Se coloca la
diadema de flores que ha estado haciendo. Una
lágrima cae lentamente por su mejilla. La vista
nublada ―el mar en sus ojos― se detiene en
la carpa del circo que se instaló a principios de
semana en la playa. De él sale un desfile para
invitar a la función nocturna. Pasa delante de
su casa.
Un malabarista con el pelo verde, montado
sobre un dromedario. Una sirena nostálgica
conduciéndose en forma asombrosa sobre un
monociclo extrañamente acondicionado a su
cuerpo sin pies. Un elefante ataviado con cintas
rojas, ejecutando la marsellesa en una armónica
proporcional a su tamaño. Monstruos, enanos,
cosas raras... anuncian a los “Hermanos To‐
dorov”, famosos artistas, quienes en un hilo de
oro son capaces de equilibrar su tremenda an‐
gustia y soledad. Al gran “Odiseo”, domador
colosal, junto a su viejo tigre “Naufragio”, fe‐
lino recitador de poemas viejos que cantan
amores imposibles. Además, los “Alighieri”,
saltimbanquis que brincan por encima de los
límites de lo posible. Sin faltar los alegres

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payasos, que se ríen de su imposibilidad de ser
felices. Y para el gran finale, la actuación del
místico “SieteVidas”, mago prodigiosísimo,
quien en un segundo es capaz de encerrar al
universo dentro de una esfera, y en el siguiente,
lo acomoda de nuevo para embrujar los ojos de
Angélica.



Angélica se cansa de ver por la ventana. Se


estira hasta alcanzar un libro de poemas, olvid‐
ado bajo la lámpara de la mesa de noche. Lo
hojea despreocupadamente. Cae una carta. La
lee. ¿Tendrá relación con lo que le pasa? ¿Hab‐
lará de esa tristeza que parece comerse sus
ojos? No. El papel no dice nada de su vida. Lo
encontró frente a su casa, a la orilla del mar.
Estaba dentro de una botella. La curiosidad le
hizo romper el envase y leer:

No sé por qué entraste en mi corazón. ¿Me habrá


atraído tu ternura o me asaltó esa naturaleza que
siempre me procura el sufrimiento? Fue la ne‐
cesidad de sentirme enamorado y tú fuiste el medio.
La costumbre de soñar y tú fuiste el sueño. Amor
de fantasía, vehículo en el cual abandoné el mundo
y me codeé con los dioses, les hablé de tú y de ti.

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Contigo en la retina les cuestioné sus verdades dog‐
máticas. Me sentí inmortal entre los inmortales,
con la capacidad de crear un mundo exclusiva‐
mente para los dos. Me supe loco y hasta feliz.
Pero la felicidad es tan complicada e inservible...
Sí, porque entre otras cosas no fue capaz de traerte
a mi lado ni retenerte conmigo. Valiente dios me
creí, incapaz de impedir que cada noche cierres la
ventana y me dejes afuera.
La carta regresa al mismo lugar y escapa de
los pensamientos de Angélica.



Angélica mira el reloj. Son las seis y cinco. El


sol se acerca al agua —el rey se acerca a su
templo, diría el I Ching—. Cada tic ensom‐
brece la esperanza, cada tac acerca lo inevit‐
able. ¿Será la angustia consecuencia de la
noche? ¿Estará en la oscuridad la clave para
descifrar el misterio? No. Simplemente hace
falta luz para el intento de repetir los dobleces
que hizo el mago el día del milagro. Aquellos
con los que fabricó el pajarito de papel.
Fue una tarde de la semana pasada. Ella es‐
taba, como todos los días, en la ventana. A lo
lejos lo vio venir. Por su aspecto supo que era

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uno de los actores del circo. Vestía un traje
oscuro y una capa negra. Sombrero de copa.
Vestimenta clásica de mago. Tenía la cara
pintada de blanco, como un mimo. Los labios
rojos y los ojos en forma de serpiente, verdes.
Caminaba con un paso lento y suave. Parecía
que flotaba sobre la arena. Su pelo largo se
movía debajo del sombrero, impulsado por el
viento. Una visión fantasmagórica. Al pasar
frente a la ventana, volteó. Su mirada extravi‐
ada encontró los ojos de Angélica. Sonrió.
Un día, dos días, tres días. Pareció estable‐
cerse una rutina. El quinto no hubo paseo. Ella
lo esperó hasta que ya no fue posible ver la
arena. Ante la evidencia, lloró. Desabotonó su
blusa con un gesto amargo. Deseaba meterse
rápido a la cama y encontrar algo de consuelo
en el sueño. Sus senos se llenaron de noche y
sintió los ojos en su desnudez. No le importó.
Se acercó de nuevo a la ventana y con esfuerzo
ganó la batalla a la oscuridad. Allí estaba el
mago, observándola. SieteVidas sacó de una de
las bolsas del saco una hoja blanca. Hizo una
serie de dobleces, hasta obtener un pajarito. Lo
sopló y el ave de papel aleteó. Cuando tuvo su‐
ficiente confianza, emprendió el vuelo. Se
acercó a Angélica, lentamente. Ella sintió el

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pico blanco besando uno de sus pezones. El ser
imposible dio vuelta y se perdió en la oscur‐
idad, al mismo tiempo que los ojos del mago se
sumergieron en la noche, hasta abandonar a los
de Angélica.

Angélica yace muerta en el suelo. Se ha


tirado de la ventana.
Pasaba todas las tardes sentada allí, con la
vista perdida en el horizonte. Un viejo vivía
cerca. Le apodaban Sir Walter Raleigh —por
su aspecto extranjero—. La saludaba todos los
días al pasar frente a su ventana, estaba enam‐
orado de ella. Aunque sabía de la imposibilidad
de ese amor, se conformaba con verla y guardar
en el fondo de su corazón alguna esperanza.
Un día llegó a la ciudad un circo. En él un
mago, la más grande estrella del ilusionismo.
Todos los atardeceres caminaba en la playa. La
ventana de Angélica era paso obligado. Desde
el primer día ella lo vio y él le sonrió. Y la
mirada y la sonrisa se repitieron cuatro veces.
Era un mago prodigioso.
Al enterarse de las habilidades del encanta‐
dor —y de sus paseos—, Sir Walter Raleigh le

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pidió ayuda —y de paso dejó clara su posición
de enamorado—. Necesitaba un embrujo
capaz de acercarlo a Angélica. El único intento
que había hecho terminó en fracaso. Le es‐
cribió una carta y la metió dentro de una
botella. La dejó frente a su ventana. Ella la re‐
cogió, la leyó y la olvidó entre las hojas de un
libro de poemas.
El mago dio un bebedizo a Sir Walter
Raleigh y el viejo se convirtió en oruga. Lo
llevó al arbusto frente a la ventana de Angélica.
Le aseguró que cuando le llegara el tiempo de
ser mariposa, si se posaba en el corazón de la
muchacha, no habría imposibles.
Pero los ojos del mago encantaron a An‐
gélica. Después de cuatro tardes de miradas y
sonrisas ya no le fue posible un futuro sin el
hechicero. El quinto día el encantador atrasó su
caminata. Al pasar frente a la ventana vio luz, y
en medio de la luz, a la muchacha con el pecho
descubierto. Ella se percató y, en vez de cubri‐
rse, se acercó a la mirada infinita del mago. Él
fabricó un pajarito de papel con una hoja que
llevaba en la bolsa del saco. Lo sopló. El ave
aleteó y cuando sintió la suficiente confianza,
voló hasta Angélica y le dio un beso en uno de
los pezones. Dio vuelta y se perdió en la noche.

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Una semana después, el circo se fue y con él
el mago. Angélica supo que no podría vivir sin
la mirada y la sonrisa. No tuvo más remedio.
Saltó. Sir Walter ―oruga― Raleigh com‐
prendió lo inútil de su condición. Terminó de
devorar la hoja y continuó con el tallo que lo
sostenía. Su único ojo de insecto se llenó de lá‐
grimas. Fue a dar a una piedra y murió, al lado
de Angélica.

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El deseo

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ecién me subí al metro en la esta‐

R
ción Zapata. Las puertas se cierran
y el mundo se reduce a esta inter‐
minable cotidianidad. No hay
asientos vacíos. La barra de metal absorbe mi
piel con su leve contacto helado. En las venta‐
nas del fondo, las luces aceleradas suspiran un
segundo antes de desaparecer. Olores silencio‐
sos, ruido plano. Empiezo a verlo todo en blan‐
co y negro.
Poco después, en Eugenia, la observo parada
en el andén. Sus colores brillantes contrastan
con los grises del resto del mundo. Me recri‐
mino el recurso visual tan usado. Las puertas se

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abren y se cierran con ese desagradable escape
de gases embotellados.
Ella toma la misma barra de metal. Espero.
Luego de una casi eternidad, sus dedos des‐
cienden lentamente y me rozan por accidente.
Inmediatamente huye y coloca su mano lejos.
En Balderas el oleaje humano la acerca. Al
contrario de lo sucedido a algún rockero des‐
afortunado, de pronto está pegada a mi pecho.
Siento su olor, su respiración. Sonríe resignada.
Como puedo le hago espacio para aliviarla de
situación tan incómoda. Me arrepiento inme‐
diatamente. Cambio de mano en la barra. Ella
ha quedado de lado. Puedo ver su pelo rubio,
liso, largo, recién lavado. Aspiro su olor. Me
alejo. No quiero que mi cuerpo establezca nin‐
gún contacto que pueda ser malentendido. Re‐
cuerdo algunos códigos de Cortázar y la veo de
reojo, usando la ventana como espejo.
En Hidalgo la presión cede un poco. Para
Tlatelolco ya está lejos. En La Raza se sienta
—yo debí haber descendido en Juárez—. El
asiento a su lado queda libre en Potrero. Dudo.
Me sonríe. Decido acercarme. Por un instante
veo hacia fuera. Ella se levanta y va hacia la
puerta. Se baja en La Villa.

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Estoy aturdido. Pude haber perdido al amor
de mi vida. Sé que es tonto, pero posible. En
Indios Verdes corro hacia la dirección contraria
para alcanzar el siguiente convoy. Me quedo
pegado a la puerta. Al llegar a La Villa bajo de
prisa y mientras subo las gradas quiero intuir
por dónde se fue. Decido que por la izquierda y
salgo de la estación. Camino por Insurgentes
en dirección Norte, hasta llegar al cruce con
Montevideo. Allí doblo rumbo a la Basílica. Mi
mirada se alarga y se acorta. Trato de ver más
allá de la gente. En cuanto veo a alguna mujer
rubia o medio rubia, me acerco. No necesito
alcanzarla para darme cuenta del fracaso.
Llego al templo. Reconozco mi absurdo.
¿Realmente pretendía encontrarla? ¿Entraré a
la iglesia y asumiré el ridículo de pedirle ayuda
a la Guadalupana?
No llego a tanto. Recorro los comercios de
los alrededores. Busco una medalla especial.
Asumo la insensatez. Al fin compro la primera
que encuentro en el puesto más cercano y me
la cuelgo, con la esperanza de que algo suceda.

55
Camino, sin pensar, hasta la colonia Martín
Carrera. Allí tuve amigos, hace más años de los
que quiero recordar. Puede que ella viva en una
de esas casas. Si camino por allí tal vez encuen‐
tre a Rogelio o a Carlos —aunque Carlos vivía
en Ciudad Neza—, o a Pepe y les pregunte por
ella.
Cruzo Juan Vivaldi, la calle de Rogelio.
Reacciono y temporalmente abandono el deli‐
rio. Regreso al metro por la estación Martín
Carrera.

Esta vez no utilizo a Cortázar. No estoy bus‐


cando gente pálida, ni personas que vivan aquí.
La busco a ella. Por las tardes, en la línea tres.
Más o menos a la misma hora de aquella vez.
Probablemente venía de la universidad y...
Las mañanas y las noches las paso en las
otras líneas. Algunos días recorro tres veces lo
que llamo el círculo corto. En Centro Médico
tomo la línea nueve, dirección Pantitlán y me
bajo en Jamaica. Allí transbordo a la línea cua‐
tro hasta Martín Carrera. Subo en la línea seis,

56
hasta El Rosario. En esa estación abordo la lí‐
nea siete, en dirección a Tacubaya, donde subo
nuevamente a la línea nueve, para cerrar el cír‐
culo.
A veces atravieso la ciudad de Sur a Norte,
desde Embarcadero hasta Ciudad Azteca. En
ocaciones lo hago de Oriente a Occidente, de
La Paz a Cuatro Caminos. Otros días agoto lí‐
neas en orden ascendente. Primero las numéri‐
cas y luego las literales.
Llegará el día, estoy seguro.

Transbordo en Hidalgo, rumbo al Sur. Entre


la multitud, la reconozco. No quiero abrirme
paso entre la gente, podría asustarla. Necesito
que haya más espacio en el mundo para acer‐
carme. Al fin decido que es mejor seguirla de
lejos. Ella se baja en Eugenia. Camina por
Cuahutémoc hacia el Norte, hasta Concepción
Beistegui y allí da vuelta a la izquierda. Cruza

57
Anaxágoras y Pitágoras. En Pestalozzi da vuel‐
ta a la derecha. Camino detrás, delicadamente,
hasta el número 416.
A partir de ese día la espero todos los días,
para soñar en la distancia, detrás. Ella sale en‐
tre ocho y media y cuarto para las nueve. Tra‐
baja en uno de los negocios de medallas de la
Basílica. Estuve a punto de encontrarla aquel
primer día. Debí caminar cinco ventas más. Ya
lo sé, contra el destino no es posible pelear.

Hace algún tiempo le hablé a Juan Carlos de


ella. Es el amor de mi vida, le he confesado, a
pesar de que aún no he podido conocerla. Se la
he descrito detalladamente. Casi estoy seguro
de que sabe quién es.
Ayer dijo que me iba a presentar a una ami‐
ga.
Quedamos en encontrarnos frente al metro
Etiopía. La idea es ir a tomar un café por allí

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cerca, los tres. Por supuesto, en su momento, sé
que va a dejarnos solos.
Llegó puntual. Allí está..., y reconozco a la
muchacha. Es ella. Doy media vuelta y me ale‐
jo de prisa, antes de que me vean.

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¿Cuándo florece el destino?

51
52
ierra las puertas del balcón. Recién

C
termina el rito diario de poner agua
a las plantas y revisar su estado.
Aunque no debería tenerlas allí,
después de tantos años como catedrático titular
en la universidad, ya nadie le dice nada. Al
principio de cada semana imagina cómo van a
transcurrir los días siguientes y elige las mace‐
tas que va a necesitar, para traerlas de su casa.
El viernes las regresa todas. Cambia unas flores
por otras.
Quien no lo conoce bien, pensaría que su es‐
pecialidad es la botánica, no la historia.
Nadie sabe, eso sí, que las plantas le han ser‐
vido para desarrollar una ¿teoría?, ¿creencia?,
¿tontería?... Cree firmemente que momentos
claves en la historia de la humanidad fueron in‐

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fluenciados por algunos vegetales. “Si hay aga‐
ves, por ejemplo, cuyas flores sólo aparecen una
vez cada cien años, ¿por qué no suponer, en los
sitios más recónditos del mundo, la existencia
de algunas plantas, tan raras y tímidas, que sólo
son capaces de florecer una vez en un milenio?
¿Y si esa única flor arcaica no es casual? ¿Y si
su aparición desencadena cambios en el deve‐
nir histórico de los humanos?”, suele especular.
Siempre ha creído que aquello que funciona
en lo general, debe, por fuerza, funcionar en lo
particular. Por eso supone que toda circunstan‐
cia está regida por las plantas y sus flores. Si
aquella especie en primavera estuvo esplendo‐
rosa, o esta otra pobre, significará un diferente
curso de los acontecimientos. Lo difícil es des‐
cubrir las leyes generales. Si alguna vez lo hace,
podría comprender la historia, por no decir,
predecirla.
En eso ha estado más de veinte años, pero no
es ingenuo. Jamás comentó a sus colegas nin‐
guno de estos razonamientos y sólo piensa pu‐
blicar sus ideas cuando la vejez ya le haya
cicatrizado el miedo al ridículo.
Hoy floreció uno de sus cactus más esquivos
y esa única flor, nacida entre espinas, lo inquie‐
ta. Algo va a suceder.

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A media mañana llega una muchacha a pe‐
dirle ser el asesor de su tesis. En cuanto cruza la
puerta del despacho, la mirada del maestro no
puede apartarse de su imagen espectral. Si sus
ojos no fueran tan siniestramente negros, lo
primero que habría notado es el pelo. Liso, bri‐
llante, tan negro como aquellos y con el mismo
aire de designios inciertos.
La joven lo saluda con una sonrisa tímida y
él se fija en el pequeño lunar debajo de los la‐
bios, del lado izquierdo de su cara. Hablan de
las generalidades de la asesoría y luego ella se
despide con el mismo enigmático gesto. En
cuanto sale, él siente la necesidad inaplazable
de hacer algo, sin saber bien qué.
No lo descubre sino hasta que está acostado
e intenta dormir. Se levanta de prisa y va a bus‐
car el papel de escribir. Revuelve cajones y re‐
corre gavetas. Hace tanto que no le escribe a
nadie..., y son tantas sus manías. ¿No podría
simplemente usar la computadora? Ni se le pa‐
sa por la cabeza. Necesita el papel especial y
además la pluma fuente con la que le sale esa
caligrafía tan escrupulosa.
Quién sabe en qué siglo vive.
Como de costumbre, primero ensaya la re‐
dacción en cualquier hoja, hasta encontrar las

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palabras que expresen justamente lo que quiere
y asegurarse de no haber cometido ni un solo
error ortográfico. Con sumo cuidado, la trans‐
cribe en el papel correcto. La dobla con la mis‐
ma meticulosidad y la mete en el sobre. Lo
etiqueta con el nombre de la muchacha. La
guarda adentro de una cajita de madera en la
segunda gaveta del lado izquierdo de su escrito‐
rio.
Después de estudiar el caso, le comunica a la
joven que está dispuesto a asesorarla —en reali‐
dad jamás lo dudó—. Organizan juntos un cro‐
nograma de trabajo y acuerdan reunirse una
vez cada quince días.
Las primeras reuniones no se desvían lo más
mínimo de lo acostumbrado. Revisión de es‐
quemas, delimitación de hipótesis, recomenda‐
ciones bibliográficas. En un par de ocasiones,
ella lo sorprende viéndola con una mirada dife‐
rente, inesperada. Él inmediatamente desiste y
le señala cualquier cosa. Ella se inquieta, pero
el gesto no le molesta, pues en el fondo lo con‐
sidera inofensivo. Ese atisbo de ternura escon‐
dida en los ojos, esa fosforescencia pertubadora
que la intrigó desde el primer momento, es sólo
un accidente, una eventualidad que hace más
entretenidas las entrevistas con su profesor.

56
Las mañanas en las cuales tienen las citas, al
mirarse en el espejo, el viejo lamenta aún más
la calvicie, los párpados caídos, la sonrisa
amarga, patética, conformista... Se levanta, se
baña y, al afeitarse, le duele nuevamente la ari‐
dez en su corazón. Guarda en el cajón de su es‐
critorio otra más de las cartas que le escribe sin
falta la víspera, y sale al jardín y escoge la ma‐
ceta con las flores más dulces y las promesas
más luminosas.
En una de las reuniones, ya con la asesoría
bastante avanzada, ella le muestra un capítulo
en donde se descubre un audaz giro en el tra‐
bajo. En él aconseja el estudio de los hechos
aparentemente mágicos de la historia universal.
Ésos, tan menospreciados por la academia.
Más explícitamente, propone analizar a los vi‐
dentes, capaces de predecir el futuro. Insiste en
profundizar en sus técnicas y no desecharlos así
porque sí e insinúa que si los hubo antes, ¿por
qué no puede haberlos ahora? Claro, ofrece un
estudio serio, libre de profetas y charlatanes de
iglesia barata. A él le causa ternura el atrevi‐
miento y, muy a su pesar, le aconseja que elimi‐
ne esa parte.
Ella se siente un tanto decepcionada. Para
animarla, el profesor se atreve a describirle de‐

57
talladamente su teoría del florecimiento y le
confiesa que, a pesar de haber escrito innume‐
rables ensayos al respecto, probablemente nun‐
ca los enseñe a nadie, y si lo hace, será cuando
ya esté mucho más anciano. La comunidad es
despiadada en esos asuntos, advierte. A ella le
brillan los ojos al oírlo hablar. Me  gusta,  me 
gusta muchísimo.
¿Le gusta?, ¿la teoría o él? De pronto se siente des‐
bordado. Ha perdido su acostumbrada tranquilidad.
Está nervioso. No puede concentrarse en sus clases y a
veces se descubre sonriendo. Se critica a sí mismo esa
debilidad. De sobra sabe que para él las ilusiones son
un accidente que ya no puede volver a presentarse en
su vida.
Algunas semanas después, mientras le señala
alguno de los errores en el manuscrito, por ca‐
sualidad roza uno de sus dedos. Ella se sonroja
y él se retira. Se disculpa. Ella le dice que no
hay cuidado y le toma la mano. Tiene unos de­
dos muy delicados, licenciado. Por eso sus flores 
son  tan  bonitas.  Ahora quién se sonroja es él.
No sabe cómo reaccionar y da por concluida la
reunión. A ella le da mucha ternura y le besa la
mejilla, al despedirse.
Empieza a costarle dormir por las noches.
Mentalmente inventa escenarios en donde ima‐

58
gina la última entrevista. Ese día, de pronto,
cambiará el tema, le mostrará las cartas y luego
aclarará que entiende lo ridículo de la situación
y lo impertinente del atrevimiento. Y luego ar‐
gumentará que así como ella cree posible pre‐
decir el destino, él de alguna forma entiende
que es correcto amarla, muy a despecho de su
racionalidad. Y ya secuestrado por la locura, la
sueña sonriendo y paseando la oscuridad de su
mirada sobre las letras, y después... ¿Después
de leer las cartas, qué?
¿Y si de verdad logra encender una luz en la
noche de esos ojos? ¿O si, por el contrario, no
sucede nada de lo previsto y ella le arma un es‐
cándalo y lo denuncia? Allí es donde sus fuer‐
zas se doblan. Reacciona. Abre los ojos y se
convence de que nunca le dirá nada.
Un día antes de la última cita, no puede
mantenerse en su oficina. Presiente que ya na‐
da será igual, todo dejará de tener sentido. Ca‐
mina por los jardines. Va a tomar café y luego
decide ir a buscar un libro en la biblioteca. En
la entrada, la descubre caminando hacia las es‐
tanterías en compañía de algunas amigas. Sigi‐
losamente, va al corredor contiguo a donde
están. Quiere escucharla, simplemente. Sí, ma­
ñana  es  la  última  reunión,  por  fin.  ¡Qué  alivio!

59
Él se niega a interpretar sus palabras. Las ami‐
gas se alegran mucho y le dicen que ya era ho‐
ra. Una, bromeando, le insinúa que en todo
caso va a extrañar al «viejito» y ríen sin hacer
mucho escándalo. Otra le pregunta si antes de
terminar la tesis se va a acostar con él. Ya cá­
llense. Sólo imaginarlo me da asco...
Esa tarde el profesor se reporta enfermo y se
va a su casa. Sale al jardín e intenta aliviarse el
alma entre sus plantas. Se da cuenta de que la
cicuta ha florecido por la mañana y sonríe re‐
signado. Busca y encuentra algunos de sus fru‐
tos verdes. Luego recoge algo de tejo, semillas
de ricino, nuez vómica, belladona y muchas se‐
millas de beleño. Con todo ello se prepara una
infusión siguiendo una receta que encontró en
algún viejo libro de bebedizos.
Se sienta en su sofá preferido. Enciende la
chimenea, aunque es verano y no la necesita.
Pone un disco con el tercer movimiento del Trío
de Ravel en la tornamesa, tira al fuego sus en‐
sayos junto con las cartas y después de los pri‐
meros compases, saborea su bebida y sueña de
nuevo sus teorías y observa como las letras ha‐
cen el amor con las llamas, en una danza ma‐
cabra.

60
E L INSOSPECHADO
PROBLEMA DE LA EXISTENCIA

¿El relato que habla sobre el futuro? Mi editor dijo


que fue el que más le gustó de los que le envié
para el nuevo libro. Aunque traté de imaginar cuál
de ellos era, no lo conseguí. Fui a revisar los tí-
tulos de la colección. Me quedé igual.
Dispuse dejarlo para más tarde. Tal vez des-
pués de leer los periódicos y tomar un café, la
mente se me aclararía un poco. No me pude con-
centrar y, para colmo, la duda me impidió el dis-
frute masoquista de la verificación cotidiana de la
locura, la violencia y la sinrazón que nos rodea
en esta ciudad con exceso de armas y falta de
urinarios públicos.
A pesar de la pereza de enfrentarme de nuevo
a los textos —y la consecuente adición de algunas
más de las innumerables correcciones de siem-
pre— me dispuse a releerlos. Empecé por aque-
llos cuyo tema, supuse, se acercaba a lo que me
dijo el editor. Después seguí al azar. Cuatro horas
más tarde, frustrado, me aguanté la vergüenza y

59
lo llamé por teléfono para pedirle que me dijera
el nombre.
Me lo repitió tres veces. Igual no entendí sus
palabras. “Es el que se llama elinsospechado-
problemadelanoexistencia”. O bien se cortaba la
comunicación, o sólo se escuchaba un murmullo
incomprensible. A fin de aclarar mis ideas, le ase-
guré que nunca había escrito un cuento con ese
título, aunque no supiera a cuál se refería. Él se
lo tomó a broma. Sólo hasta que se lo repetí insis-
tentemente, casi de mal humor, dijo que me iba a
mandar una copia y me invitó iróni ca mente a
seguir negando su existencia.
Unos minutos después, me apresuré a abrir su
mensaje en mi correo electrónico, ya bastante in-
trigado. El archivo adjunto tenía por nombre elin-
so spec hadoproblemadelanoexistencia.pdf y
estaba en blanco. Volví a llamarlo, esta vez enoja-
do en serio. Me aseguró que tenía a la vista la
copia del correo en su bandeja de salida y que
allí el adjunto se leía perfectamente. Mi editor, ya
molesto también, decidió enviármelo de nuevo,
pero ahora con una copia dirigida a la Bibi, a fin
de probar que no mentía.
Por supuesto, el correo llegó igual. La bromita
es taba resultando ser muy pesada. Me negué a
seguirle el juego y evité llamar a la Bibi, pues de
seguro sólo iba a descubrir que le había enviado
el mismo documento en blanco y después yo sería
objeto de burlas aún más crueles. Eso sí, el hecho
me parecía muy extraño, porque mi editor nunca
había bromeado conmigo de esa manera.

60
Fue la Bibi quien me habló. Estaba extasiada
con el cuento elinsospechadoproblemadelanoex
istencia. Tampoco le entendí cuando me dijo el
título del mencionado relato. A ella le extrañó
mucho mi visión de futuro, expresada en ese tex-
to. Era conmovedora y de una gran ternura. Raro
en mí, dijo, dadas mis temáticas común men te
sombrías. Quedé todavía más confundido. Me fui
de inmediato a su casa.
No tuve que recurrir al montón de excusas
que había planeado para que me permitiera ver
el documento en la pantalla de su computadora,
o mejor aún, que me proporcionara una copia
impresa. Ya lo tenía abierto. Me pidió que se lo
leyera, quería oírlo de mi voz para sentirlo aún
más en la entonación de mis palabras.
Lo que vi fue la misma sucesión de páginas
en blanco. Le pedí que lo imprimiera. La Bibi,
emocionada de verdad, tecleó la orden. Del dispo-
sitivo brotaron dos virginales hojas.
¿Sería posible que se hubiera prestado a esta
mentira tan bien elaborada? Eso de llenar con re-
tornos dos páginas y mandarlas por correo, me
parecía excesivo. No, ese brillo en su mirada no
podía ser fingido y ella era incapaz de bromear
con mi trabajo. En verdad me amaba.
Tuve que inventar una serie de pretextos para
negarme a leer lo que no existía. No se los tragó
y me percaté de su profunda desilusión. Con tal
de consolarla un poco y sobre todo para ganar
tiem po, le prometí que en la presentación del
libro, no sólo lo iba a leer, sino que se lo dedicaría

61
con todo mi amor. Eso no le devolvió la sonrisa,
pero logré que ya no insistiera y me dejara ir.
De más está decir que mi vida perdió la con-
sistencia. Evité a la Bibi todo lo que pude, lo cual
estuvo a punto de destrozar lo único realmente
va lioso que poseía en mi absurda existencia. A
duras penas soportó la serie de mentiras y excusas
en las que la envolví.
Tres días antes de la fecha fijada, llegaron a
dejarme en una caja los ejemplares del libro que
me correspondían, según el contrato firmado. Por
puro morbo tomé una copia. Ya suponía lo que
iba a encontrar, pero quise confirmar mis sospe-
chas. Conforme al índice, el cuento venía en la
página 64. Al abrir la ubicación indicada, lo es-
perado. Nada. Lo único impreso era el número y
la línea de cortesía.
La noche antes de la presentación apenas ce-
rré los ojos. Incluso intenté escribir una historia
que se pareciera un poco a todo lo que mis ami-
gos me habían dicho del relato y a lo aparecido en
la crítica especializada acerca de él. Por cierto, los
mejores comentarios que había recibido nunca.
Lo que alcancé a redactar, por supuesto, era
un desastre. Peor no podía ser. Tiré las hojas a la
basura y, llegado el momento, le dedicaría, con
todo mi amor, la lectura de otro de los cuentos a
la Bibi. Cualquiera, no importaba.
¿Cómo iba a enfrentar el ridículo al leer un
texto diferente del impreso en las copias de los
que ya tuvieran el libro y cuya lectura de seguro
estarían siguiendo en sus ejemplares?

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Me retrasé a propósito, por eso me extrañó
sobremanera que ni mi editor ni la Bibi se hubie-
ran comunicado conmigo para saber a qué se
debía mi tardanza. Al llegar al centro comercial
en donde estaba la librería, me crucé con algunos
conocidos quienes, al igual que yo, iban tarde. No
me saludaron y ni siquiera parecieron reconocer-
me, tal era su prisa.
En el interior, lleno mucho más allá de su ca-
pacidad, todo el público ponía atención. El acto
había empezado y al frente, sentado detrás de una
mesa, alguien que no era yo, con mi nombre escri-
to en un rótulo delante de él, leía un relato en
una lengua incomprensible para mí. Todos lo es-
cuchaban extasiados y con una expresión de abso-
luto placer. Alcancé a ver que a la Bibi se le salían
las lágrimas y miraba al extraño con el verdor que
reservaba sólo para mí.
Simplemente di la vuelta y terminé de des-
aparecer.

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