Sergio Algora, La Mente Puesta Al Sol (Por Jesús Jiménez Domínguez)

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SERGIO ALGORA: LA MENTE PUESTA AL SOL

Jesús Jiménez Domínguez

He escrito todo lo que no he visto.


Pero he vivido lo que he escrito
y las palabras renacen con otras vidas.
SERGIO ALGORA

Sergio Algora (1969-2008) fue un poeta (porque poesía es cuanto hallamos en


sus poemas, en sus relatos y en sus canciones) heterodoxo y libre, un verdadero
detective salvaje al que el oficialismo notarial de las letras aragonesas no pudo
domesticar o encasillar y, a veces, entender. Desde siempre, se desentendió de las
camarillas literarias de la ciudad y rara vez se dejó ver en las tertulias y menos aún en
los círculos institucionales. Fue, a fin de cuentas, y en palabras del poeta, crítico y
amigo Fernando Andú, un escritor “muy poco literario, felizmente”. “Para mí escribir
poesía es una forma de videncia casi opuesta a la literatura y por supuesto contraria a la
profesión de escritor”, aseguró nuestro autor en una entrevista 1, intentando zanjar el
tema. “Yo quiero llegar al poema sin necesidad de escribir, pues ese hecho me acerca un
poco a la literatura y yo quiero estar lejos”.
A sabiendas de que la literatura estaba en todas partes menos en la literatura
(más en la vida, en las plazas y en los bares que en los libros, en las aulas y en las
cátedras universitarias), Sergio fue un lector que se hizo a sí mismo (a los quince años
se intoxicó para siempre con Las flores del mal) y que, paralelamente, hizo también al
escritor. Sus primeros escritos aparecieron en fanzines musicales y en otras revistas de
dudoso contenido lírico: siendo todavía un adolescente de catorce años, vio editado su
primer texto (una prosa poética, “El arte de amar”) en la revista pornográfica Lib. En él,
los muebles y demás enseres cotidianos de una casa copulaban entre sí en una suerte de
kamasutra de los objetos: así, por ejemplo, el grifo de una bañera se dilataba y alargaba
hasta hacer el amor con el desagüe, desprendiendo de su frotación un cálido óxido.
Posteriormente, llegarían los primeros reconocimientos locales: en 1986, a la edad de
diecisiete años, gana un accésit del Premio de Poesía Ciudad de Zaragoza,
imponiéndose a finalistas de la talla de, a la postre, dos premios Loewe (Juan Pablo
Zapater, de Poesía Joven en 1990; y Vicente Gallego, en 2001)2.
Quienes asistimos a la difusión de sus primeros poemas (en el instituto de
bachillerato, donde ambos coincidimos, colaboraba activamente en la revista Papeles3)
empezamos a entrever dos máximas que seguiría a rajatabla toda su vida: arroja por la
borda cuanto rebase el límite de tu imaginación y hazlo a tu manera, sin importarte
nadie ni nada. Sergio, en efecto, fue un náufrago que achicaba sin cesar la barca
rebosante de su creatividad. Había una suerte de urgencia inaplazable en “deshacerse”
de poemas, cuentos y canciones, como si todos ellos le quitaran tiempo para lo
1
http://www.revistateina.es/teina/web/teina_1/literatura/tintalabios/tintalabios_sergio_entrev.html
2
Ambos, junto a accésits y otros finalistas, aparecen seleccionados en el volumen Poemas de Zaragoza
1986, VV. AA., (Excmo. Ayuntamiento de Zaragoza, Zaragoza, 1986).
3
Los poemas publicados allí tenían notables influencias de Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho
dos tontos (1929), el libro más cinematográfico de Rafael Alberti. Si Alberti introducía actores del cine
cómico en sus versos, Sergio hacía lo propio con sus héroes musicales del momento. Sus poemas llevaban
títulos tan largos y significativos como “Los Mestizos intentan explicar a un simpatizante de Joy Division
lo difícil que es dormir con luna llena” o “13.000 hombres en camiseta dudan entre llamar por teléfono o
acostarse al atardecer”.
verdaderamente importante: vivir y amar. Así, en un corto periodo de catorce años, dio
a la prensa cinco libros de poesía (Envolver en humo4, Paulus e Irene5, Otro Rey, la
misma Reina6, Cielo ha muerto7 y Los versos dictados8), dos libros de relatos (A los
hombres de buena voluntad9 y No tengo el placer10), una obra dramática (La lengua del
bosque11) y una docena larga de discos repartidos entre sus grupos El Niño Gusano,
Muy Poca Gente, La Costa Brava y Cangrejus (éste publicado póstumamente).
Durante todos estos años, la reputación de Sergio Algora como letrista de culto
dentro del pop independiente no ha hecho sino agrandarse hasta desbordar nuestras
fronteras y cruzar el Atlántico (uno recuerda especialmente el sentido obituario que
Página 12, el diario bonaerense, le dedicó aquel fatídico verano de 2008). Sin embargo,
injustamente, el reconocimiento de su poesía fuera de Aragón no ha seguido un camino
paralelo. Acaso porque el mundo literario español es menos receptivo que el musical a
las innovaciones, a las rarezas y a quienes, como él, nadaron contracorriente sin
preocuparse de guardar la ropa. Tal vez porque la obra poética de Algora, tan hermética
en ocasiones, exige tanta libertad del lector como el autor se exigió al escribirla. O
quizás porque, simple y llanamente, la precaria distribución de algunos de sus
poemarios dificultó el conocimiento y disfrute de su poesía, asunto éste que la reciente
recopilación de su poesía reunida (Celebrad los días, Chamán Ediciones, 2017) ha
venido felizmente a remediar.
Si en sus canciones Sergio se nos mostraba reconciliado con la vida, lúdico,
hedonista y cálido (“Ninguno de nosotros estamos hechos con frío” 12), en sus poemas a
menudo se nos aparece atravesando un invierno, largo y desapacible, de marcados tintes
existencialistas. En efecto, entre los versos que abren su primer poemario Envolver en
humo (“El invierno sigue hambriento ahí fuera / agitando un ramo de bellísimas
esquelas”) y los que –como en un círculo– cierran Invierno, su último libro póstumo
(“Soy el pelotón perdido que pasa el tiempo / ahorcando muñecos, andando por las
ramas, / pasando a cuchillo a los muertos, / rompiendo piedras con los huesos, /
esperando el fin del invierno”), hallamos una voz urgente y explosiva al principio, más
introspectiva y resignada al final; pero siempre, más allá de los tonos, entrevemos los
mismos temas, aquellos que más le obsesionaron: el amor violento y pasional, los
fantasmas del cuerpo y de la identidad y la consideración, siempre tan presente, de la
muerte.
Si en sus primeros poemarios Envolver en humo y Paulus e Irene hallamos un
trazo expresionista, idóneo para explorar los abismos de la conciencia desde bases
antropológicas y psicológicas (tras un infructuoso año en la Facultad de Historia, Sergio
se había matriculado en Psicología por la UNED), en Cielo ha muerto y en Los versos
dictados reconocemos una voz más templada y madura que deja transparentar aspectos
más íntimos de su propia biografía, sin renunciar por ello a esa esencia superior, que
para él era el misterio: “Pienso, como los alquimistas, que no existe materia corporal
que esté apartada de la esencia superior, que para mí es el misterio. Siempre que se
escribe poesía se intenta nombrar el misterio”13. Como Rimbaud, que tampoco cumplió
4
Lola Editorial, Zaragoza, 1994.
5
Olifante, Zaragoza, 1998.
6
Devenir, Madrid, 2003.
7
Diputación Provincial de Zaragoza, Zaragoza, 2005.
8
Aqua, Zaragoza, 2005.
9
Xordica, Zaragoza, 2006 (2ª edición, 2009).
10
Xordica, Zaragoza, 2009.
11
Chorrito de Plata, Zaragoza, 2005.
12
“Pon tu mente al sol”, tema incluido en El efecto Lupa, El Niño Gusano (Grabaciones en el Mar,
Zaragoza, 1996).
13
http://www.revistateina.es/teina/web/teina_1/literatura/tintalabios/tintalabios_sergio_entrev.html
los cuarenta, Sergio quiso ser poeta (y, por tanto, Vidente) aun a sabiendas de que a lo
desconocido sólo se llega mediante el desarreglo de todos los sentidos.
Pero en su poesía no solamente hallamos los ecos franceses de los visionarios
Rimbaud, Artaud o Bataille, sino también resonancias de Celan, Ashbery, el primer
Leopoldo María Panero o incluso Carlos Edmundo de Ory, del que aseguró haber
adaptado al inglés algunos de sus versos para escribir “Genius” 14, canción incluida en
Palencia epé y, curiosamente, el único tema de El Niño Gusano (si exceptuamos el
maquetero “Mouthless shadow”) no cantado en castellano.
Invierno cierra, pues, un círculo: el de su poesía reunida. No completa, porque
en el cajón del olvido quedaron varios manuscritos que él rehusó publicar y, en
consecuencia, permanecen inéditos: Diario de Víctor Rébola (un largo poema épico
plagado de violencia carnal, hechiceros, ensoñaciones lisérgicas y carroña humana sobre
un paisaje que parece directamente trasplantado de las pinturas de Pieter Brueghel),
Borrador para un atlas fantasma (un descenso, como en Envolver en humo, a los
instintos más primarios del ser humano) y XXX (una treintena de poemas aforísticos y
cortos, alguno de ellos aprovechado para formar parte del delirante repertorio de
Cangrejus).
Huelga decir que las muestras de poesía algoriana no se reducen sólo a todos
estos poemarios, inéditos o no, que he citado. Una personalísima corriente lírica (los
malabarismos inverosímiles con las palabras, la afinada imaginería visual y conceptual,
los aforismos impregnados de misterio) cruza el resto de una obra que incluye –claro
está– los textos de sus canciones, que el propio Sergio definió como juguetes
construidos “con poesía de baja intensidad”. Hay en ellas, en las canciones, un juego
perpetuo frente al hastío programático de la vida, una invitación a la máscara y al
disfraz, a proyectar una risa seria frente al espejo. “Yo no sé contar lo que pasa en la
realidad”, cantaba nuestro poeta en “Pon tu mente al sol”; pero, por el contrario, parecía
ser un avieso explorador del mundo del subconsciente y de los instintos primarios que
anteceden tanto al dolor y como al placer. Además, para deleite del oyente o de lector,
sabía envolverlo todo en un halo de misterio nada pretencioso, que él mismo se
encargaba luego de desbaratar al instante con un sentido de humor tan particular como
inteligente.
En la obra teatral La lengua del bosque, que el autor soñaba con estrenar algún
día sobre el escenario de un colegio lleno de niños boquiabiertos, las influencias de
siempre habían sido complementadas por otras no menos presentes en su imaginario
personal: Alfred Jarry, Eugène Ionesco o Lewis Carroll. En esta pequeña muestra de
literatura del nonsense y del absurdo, Algora añade nuevas criaturas al “zoo ilógico” de
El Niño Gusano (El Hombre Avestruz, Vencejo Humeante con Ruedas, Sr.
Mueblebar…) para pergeñar un mundo donde el orden queda desarmado y cualquier
rastro de silogismo subvertido. Sergio Algora es, qué duda cabe ya a estas alturas, un
disidente del aburrimiento, un torpedero que acaba con los tópicos y las frases hechas y
un conversador brillante que sabía elevar la anécdota más trivial a la categoría moral de
Literatura.
A nadie nadie extrañó que sus siguientes pasos en la creación escrita fueran los
de un narrador capaz de mezclar sus dos mundos: aquel desaforado que desbordaba los
14
El último verso de “Genius” (“frozen flow the rivers in my brain”) remite al final del poema de Ory
“Arrojadme un ataúd negro”, incluido en La flauta prohibida (Zero, Madrid, 1979): “Los ríos corrientes
de mi cerebro se han congelado”. No es la única vez que El Niño Gusano toma prestados versos ajenos
para sus canciones: Detrás de “Y lo que digo cinco veces es verdad” (El Efecto Lupa, 1996) está The
hunting of the Snark (1876), de Lewis Carroll. Finalmente, recordemos que la última grabación del grupo
fue la canción “La pobre niña” (Zona de Obras, 1999), una adaptación de un poema de Abrojos (1887), de
Rubén Darío.
límites de su imaginación y aquel otro de la realidad más palpable, próxima y cotidiana.
Así dio a la editorial Xordica dos volúmenes de relatos, A los hombres de buena
voluntad y No tengo el placer, que muestran su variedad de registros como escritor de
fábulas urbanas y una habilidad natural para ensamblar a Boris Vian15 con George
Saunders, a Quim Monzó con David Foster Wallace.
Pero Sergio Algora, que nada temía más en este mundo que esa muerte en vida
que es el aburrimiento, siempre estaba ideando nuevas formas de evasión, individuales o
colectivas. Digo colectivas no solamente porque andaba reclutando amigos para formar
lo mismo barras de bar que bandas de pop (y ahora era el turno de La Costa Brava, un
grupo que era también una filosofía de vida hedonista tocada por cierta visión
melancólica de Fran Fernández), sino porque uno de sus proyectos literarios (uno de
tantos) era alargar el argumento de “Casa partida en dos”, cuento incluido en A los
hombres de buena voluntad, hasta convertirlo en una novela escrita a cuatro manos: las
suyas y, permítaseme la intromisión en esta historia, las mías. En el relato, el joven
protagonista vuelve a la casa que comparte con sus padres y descubre que estos (que
ahora viven encorvados, de rodillas o arrastrándose) han bajado los techos para permitir
que un extraño –mitad ángel, mitad humano- habite arriba, justo en una habitación sobre
la suya.
Prolongar aquella historia suponía un juego más de la marca Algora: hacerme un
hueco en esa casa de techos altos que, para él, era la literatura. Éste era el plan de
trabajo: él escribía unas páginas de relato y yo las continuaba, ajustándome a su mundo
particular e intentando imitar un estilo, claro está, inimitable. El resultado inmediato, sin
embargo, entusiasmaba a Sergio: por la singularidad de la propuesta y por la posibilidad
de “confundir” y sorprender al lector con una novela partida en dos. Los borradores
fueron compartidos con algunos amigos y ninguno sospechó del truco: no se notaban las
costuras del monstruo entre su parte de narración y la mía. Así que continuamos en ello
durante varias semanas hasta que el primer entusiasmo se fue enfriando, más por mi
parte (lo reconozco) que por la suya. Un día le conté un hecho cierto de mi vida laboral:
un paciente psiquiátrico de mi lugar de trabajo me llamaba siempre, ignoro por qué, por
el nombre de Javier Marín. Sergio (en cuyo DNI figuraba Sergio Javier Algora Marín)
comprendió enseguida lo que quería decirle: yo sentía que estaba intentando ser su
doble literario, su segundo de a bordo, escribiendo una novela y unas formas que no
eran la mías; así que la colaboración terminó diluyéndose amistosamente, con gran
dosis de comprensión por su parte, en agua de borrajas. Y de todas formas, acaso fuera
mejor así: a mi modo ver, el relato, tal y como se publicó en el volumen de Xordica,
resulta concluyente y perfecto.
No todos los proyectos colectivos que Sergio Algora emprendió, claro está,
fracasaron. Ni mucho menos. Recientemente, Pregunta Ediciones editó Marcianos, una
atractiva simbiosis entre su escritura singular y las ilustraciones de Óscar Sanmartín,
creador de las míticas portadas en los discos de El Niño Gusano. El resultado es un
librito rebosante de imaginación, humor e ingenio perpetrado por dos de los creadores
más reseñables que ha dado esta tierra en los últimos treinta años, dos extraterrestres
con un mundo propio.
Un personaje extraterrestre aparece también en el último proyecto de Algora,
una novela sin título conocido o definitivo, cuya finalización quedó truncada por su
repentino fallecimiento en julio de 2008. En estas páginas inéditas, un ser del espacio
15
Las influencias de Boris Vian en Sergio Algora son innegables, hasta el punto de que muchas
colaboraciones de éste en revistas y fanzines fueron firmadas con el seudónimo de Amadís Dudú,
personaje borisviano de El otoño en Pekín (1947). Las analogías entre Vian y Algora son literarias
(ambos escribieron poesía, teatro, relatos y canciones), pero también biográficas (los dos sufrieron sendos
infartos de miocardio; los dos murieron, finalmente, a la misma edad, 39 años).
exterior, conocedor del misterio de la inmortalidad, decide adquirir apariencia humana y
vivir en carne propia los asedios sufridos por la ciudad de Zaragoza durante la Guerra
de la Independencia por parte de los ejércitos de ocupación de Napoleón Bonaparte.
En enero de 2008, coincidiendo con el segundo centenario de los históricos
acontecimientos, nuestro autor intenta ponerse en contacto con la Asociación Cultural
“Los sitios de Zaragoza” para documentarse y resolver algunas dudas. En abril del
mismo año, apenas tres meses antes de su fallecimiento, Sergio me envía, como solía
hacer con muchos de sus escritos, setenta y tres páginas mecanografiadas con las
escaramuzas militares y las andanzas rocambolescas de unos personajes sumamente
excéntricos, algo así como Los desastres de la guerra de Goya contados por Boris Vian.
La novela comienza con estos párrafos, que leídos ahora con el recuerdo del
fallecimiento del autor en julio de 2008, no pueden sino provocar un escalofrío o dos:

“Lo primero que tengo que deciros, para que no os llevéis a engaños, es
que os puedo hacer alucinar, que sé todo el futuro de este planeta y que soy
inmortal.
Dentro de unos días cambiaré mi nombre y mis apellidos por otros y me
iré de aquí.
Estoy en Zaragoza. Es el invierno del año 2008 y hace casi dos siglos
que soy el último superviviente de los que aquí vivieron entonces.”

Hay en la novela, como no podía ser de otra forma, imaginación a raudales,


situaciones absurdas, viajes en el tiempo y anacronismos iluminados por una deliciosa
chispa pop, como cuando nuestro protagonista extraterrestre decide vestir como
uniforme de guerra una réplica de las casacas psicodélicas que los Beatles lucen en la
portada de Sargent Peppers Lonely Hearts Club Band y que una modistilla de Zaragoza,
llamada María Isabel, ha confeccionado siguiendo los patrones sesenteros de un sastre
de Nashville: “Mi traje es el amarillo, el que llevaba John Lennon. Elijo el de Lennon
porque el rosa de Paul es demasiado radical en la Zaragoza de 1808. Pero mi preferido
es el rosa chicle lisérgico de Paul”.

Como colofón a este artículo, que en ningún momento ha pretendido ser ni un


texto académico ni una hagiografía, Turia ofrece, con el amable beneplácito de la
familia Algora, y coincidiendo que este año se cumple el 50º aniversario del nacimiento
de nuestro querido poeta y amigo, uno de los capítulos de esta novela chisporroteante,
inacabada e inédita.

Sergio Algora se fue en el verano de 2008, en pleno brindis colectivo, cuando


Zaragoza era una fiesta (la de la Expo). O casi, porque en realidad la fiesta era él.
Capítulo IV
LA REVISTA

Sergio Algora

Leo vuelve desde la orilla del río a las tiendas de campaña y forma, tiritando y
golpeándose con las manos en los brazos para entrar en calor, con el resto de los
soldados franceses en una zona árida y repelada detrás de las tiendas. Ha sobrevivido al
paso por Alagón, al primer sitio, toma del Convento de San José incluida, y sólo le
queda un profundo corte ya cicatrizado sobre la frente como recuerdo. Lleva vivo desde
que inició la campaña en Alemania, como la mayoría de sus compañeros de armas.
Es tan continuo el fuego de la artillería sobre la ciudad, que el aire helado arde
fecundando los huevos de los insectos. De esas duras y blancas uvas enanas salen
moscas verdes que brillan como joyas. Las moscas, tras romper con sus patitas y
antenas las cáscaras de sus huevos, salen a visitar a diario cada herida y las infectan para
que se sientan vivos los hombres que habitan ese infierno. Las moscas vuelan
pesadamente porque, en el calor del sol de un invierno enfermo, se han empachado de
sangre y sus patas están rojas y duras como cabezas de pedernal.
El sol matinal molesta porque despierta los olores que almacena la ropa. Llevan
nueve días sitiando por segunda vez la ciudad y nadie ha cambiado ni lavado desde
entonces los uniformes. Cada soldado transporta sus propios charcos vitales, sus
rozaduras, heridas y amputaciones y esa es su verdadera seña de identidad.
De noche, el frío parece que ha hecho desaparecer esos repugnantes aromas y
por unas horas la oscuridad, hecha témpano, limpia a la tropa. La noche también tiende
una áspera manta sobre los miembros ausentes, para que los heridos puedan dormir sin
tener pesadillas. Sin las piernas uno vuelve a Francia. Sin oreja izquierda, sin nariz, sin
dedos, se sigue en el sitio.
Leo no ha perdido la esperanza y todas las mañanas escruta el cielo esperando
ver alguna señal de su estrella. Por las mañanas se ven sólo aquellas estrellas que están
habitadas y él entorna los ojos, como si fuera a afinar la puntería, para intentar distinguir
su casa.
Un alférez pasa revista y a ninguno de sus superiores le parece extraño que
falten siete soldados.
Del recuento nocturno al de la mañana faltan siete: ¿Cómo se explica eso?,
pregunta el alférez Vian.
Sin contar estos últimos, aquella semana han desertado o desaparecido ochenta
hombres. La mayoría ya será estiércol para el campo.
Cada hombre es un estuche de abono, dice a menudo el mariscal Moncey.
Que cualquier animal sea más compasivo que vosotros, dice también ese día a la
tropa.
El capitán Arispe se pega con un ungüento blanco su rojo bigote postizo y, con
las axilas de su traje militar de gala oliendo a encurtidos y salazones, sale de la tienda.
El traje de campaña no lo usa porque la sangre que lo empapó hace dos días se ha
coagulado y ha quedado tieso y ahora lo usan como centinela perpetuo frente al
campamento. Piensa que un día podrá introducir los cinco dedos de su mano derecha en
los agujeros negruzcos de su hombro y tirar de las venas cercanas a su corazón como si
fueran cuerdas de arpa, antes de sacar con su propia mano el plomo que allí se hundió.
Su traje de campaña, crucificado sobre dos palos, aguanta un mosquetón. De vez en
cuando, el traje recibe una descarga de los sitiados y ahí sigue, impertérrito. Los sitiados
piensan que es el fantasma de un centinela.
El general Bedel se atusa su real mostacho demediado.
En un ataque cuerpo a cuerpo perdió medio de un tirón. Ahora el bigote lo tiene
descompensado. Parece un famélico pájaro dibujado por un niño. Durante un tiempo
guardó la mano amputada del que le arrancó el pelo del labio.
Hasta que vea sus huesos. Luego la tiro, dijo al agresor. Y lo dejó con vida.
Quería ver correr un manco hecho con sus manos.
El sol camina penosamente sobre el campamento con sus zapatos nuevos que le
aprietan en los talones y le abren llagas. Los pies sueñan con bajar al río antes de
pudrirse en esos ataúdes de cuero con vistas. La formación de revista es irregular y
tiembla de mal soñar y de hambre mañanera. Pero aun así, ni se inmuta ante la
detonación.
Caen gotas de sangre sobre la pechera del traje de Leo, como si hubiese estallado
una sandía amiga y cercana. Pero nada más que eso: carne conocida. Alguien le ha
volado el cráneo a su compañero de formación. Nadie se mueve.
Los francotiradores tardan tiempo en volver a cargar para disparar otra vez; y
normalmente no se molestan en hacerlo para evitar ser localizados y perseguidos. Un
disparo y un muerto está bien para los sitiados.
El sol sigue pasando revista. Si se le mira fijamente, los ojos se enrojecen, pues
se reflejan en ellos la sangre de las rozaduras que causa el poco uso que ha hecho de sus
zapatos recién estrenados.
Los franceses no sabían nada de lo presumido y vanidoso que era el sol español
hasta que llegaron. Sus pieles está menos acostumbradas y son frecuentes las
insolaciones entre los soldados. Insolaciones invernales. Nunca se había oído hablar de
tal cosa en un lugar sin nieve.
La insolación es la fiebre que contagia la tierra. La de la carne deja indiferente a
la tierra a no ser que consiga un cadáver. Entonces la horadan, la agujerean y la
remueven para echar el cuerpo allí. Y en lo profundo de la tierra todo vuelve al núcleo,
todo se hace uno.
Algunos de los habitantes de la ciudad sitiada se burlan de ellos subiéndose a las
murallas de Zaragoza y quedándose tumbados al sol durante horas, conscientes de que
no los pueden alcanzar con los mosquetones y de que en el momento del combate
lucirán un envidiable bronceado. Mientras toman el sol, cantan barbaridades sobre una
virgen, comenta el traductor entre la tropa.
Recibir un tiro o una descarga de plomo es lo mínimo que te puede pasar en
los ataques a la ciudad. Leo nunca ha recibido en su cuerpo el impacto de una bala, ni le
ha reventado la carne el hierro caliente de la metralla arrebujada de mala manera en un
arcabuz. Tampoco ha estado muerto. Eso sí, le han clavado puñales, bayonetas y lanzas
más de veinte veces. Algunas de las heridas se las hizo él mismo. Recibir un tiro es lo
mejor que te puede pasar cuando entras en combate, dice Leo al novato Yann.
Por eso cuando el general Arispe, con su descomunal y rojo bigote postizo
trastabillando sobre su labio superior, arenga a la tropa con aire intimidatorio y
amenazador, Leo siente un miedo desganado, natural y rutinario que ya no pone su
cuerpo en posición de alerta. Un miedo que produce sueño y hace delirar como la fiebre
que tienen los caballos heridos que parecen posar descuidadamente para pintores
invisibles, recostados como rameras deformes en la parte trasera del campamento. Los
caballos heridos le cuentan a Leo cosas que escuchan de noche a los animales mudos de
la ciudad.
En cada nueva misión, y piensa que va a ser en esa, Leo espera caer herido. Que
te hieran es doloroso. Y siempre que me quieren matar voy a ser herido porque yo no
puedo morir, dice Leo a un incrédulo Yann.
Bueno, realmente me he hecho soldado para ver si puedo morir.
Seguro que puedes morir, no digas estupideces, le dice Yann.
No lo sé. He intentado matarme muchas veces.
¿Te has intentado suicidar?
Varias veces. Me clavé un cuchillo en el corazón antes de alistarme.
No te creo. Bromeas, dice Yann.
Leo, deprisa, sin hacer alardes, muy serio, se clava la bayoneta en el corazón y la
retuerce como si intentara sacar el corcho de una botella de buen vino. La saca a los
pocos segundos y sólo queda un agujero en su guerrera. Yann está lívido, le arranca el
fusil ensangrentado y le grita.
¡Es un truco!
Luego te haré más trucos, idiota. Haré desaparecer la ciudad que sitiamos. Ahora
corre.

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