Libro - Aspectos Críticos de Las Ciencias Sociales

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Gaeta, Roberto
Aspectos críticos de las ciencias sociales : entre la realidad y la
metafísica / Roberto Gaeta ; Nélida Gentile ; Susana Lucero - 1a ed. -
Buenos Aires : Eudeba, 2011.
EBook.- (Manuales)

ISBN 978-950-23-1800-4

1. Ciencias Sociales. I. Gentile, Nélida II. Lucero, Susana III. Título


CDD 301

Eudeba
Universidad de Buenos Aires

1° edición: 2011

© 2011, Editorial Universitaria de Buenos Aires


Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires
Tel: 383-8025 / Fax: 383-2202

Diseño de tapa: Silvina Simondet


Corrección y composición general: Eudeba

Atribución-NoComercial-SinDerivadas
CC BY-NC-ND
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A Roberto Gentile
In memoriam
Nelly Gentile

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PREFACIO

En algunas oportunidades, las repercusiones de una teoría filosófica o


científica superan el ámbito original de la disciplina correspondiente y se
esparcen a través de la cultura de una época. El sistema copernicano, la teoría
de Darwin y las hipótesis de Freud son claros ejemplos de esta clase de
situaciones aunque, naturalmente, no siempre revisten la misma magnitud.
Durante las últimas décadas, pero con efectos seguramente mucho más
reducidos que los casos citados, tanto en Europa como en América, se han
difundido ciertas concepciones epistemológicas que, si bien no se expresan
como una doctrina unificada, conforman una actitud frecuentemente
compartida en las esferas académicas vinculadas con la filosofía, las ciencias
sociales y sus áreas de influencia. Se trata de nuevas encarnaciones del
relativismo y el escepticismo, ahora comúnmente combinados con una crítica
a la sociedad contemporánea y el papel que cumplen en ella la ciencia y la
tecnología. Las tesis de autores como Bachelard, Kuhn o Foucault, o por lo
menos los términos que ellos acuñaron –aunque no hay ninguna garantía de
que se respete su significado– se usan frecuentemente para cuestionar la
pretensión de validez del conocimiento científico, tanto como sus
consecuencias sociales, morales y políticas.
Durante el siglo XX el examen del conocimiento científico y el
señalamiento de las virtudes y las limitaciones de su metodología se referían
predominantemente a las ciencias exactas y naturales, y estaban a cargo de
filósofos formados en ese campo. Pero nos atrevemos a pensar que sus
reflexiones epistemológicas no impactaron demasiado en la enseñanza y el
ejercicio de esas disciplinas, que han seguido su propia metodología
implícita. En el caso de las ciencias sociales, en cambio, la situación es
diferente. Por varias razones, su desarrollo ha permanecido profundamente
ligado a la discusión de cuestiones filosóficas, a las controversias acerca de
los métodos de investigación que han de emplearse y a la propia finalidad que
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debe cumplir la investigación científica. Por ese motivo, las argumentaciones
que de algún modo ponen en duda la confiabilidad de los métodos de las
ciencias naturales y subrayan la influencia de factores históricos o culturales
encuentran en los círculos próximos a las ciencias sociales una formidable
caja de resonancia. Además, en virtud de las comparaciones a las que se han
visto sometidas, el propio prestigio de las ciencias sociales se vería
favorecido en la medida en que el perfil metodológico de las ciencias
naturales se desdibujara.
Así, por caso, una de las ideas que surgieron cuando se conocieron las
tesis de Kuhn afirmaba que las ciencias sociales se caracterizan porque en su
seno pueden convivir “una pluralidad de paradigmas”, aunque esta
posibilidad contradijera realmente la doctrina kuhniana. Del mismo modo,
todo objeto de conocimiento pasó a ser considerado puramente una
construcción social –según lo testimonian los títulos de muchísimas
publicaciones de la más diversa índole– y la ciencia parece haber quedado
reducida exclusivamente a su papel como un instrumento de poder. Una
característica que puede observarse en esta clase de discusiones es el
cuestionamiento de los supuestos ideológicos que se atribuyen a las ciencias
naturales y a quienes valorizan sus procedimientos, como suelen hacerlo los
que reivindican la dialéctica como el único modo apropiado para el
conocimiento de la sociedad.
Y es precisamente detrás de esta clase de afirmaciones donde aparece un
relativismo que no parece poder sostenerse coherentemente. Por un lado,
porque todo relativismo universalizado –como es sabido– se autodestruye.
Por otra parte, porque quienes lo adoptan no suelen reconocer, en la práctica,
ningún mérito a las opiniones contrarias, ya sean antirrelativistas o partidarias
de alguna forma moderada de relativismo.
No negamos la influencia de varios tipos de factores, incluidos los
ideológicos, que afectan nuestra capacidad de conocer y aun el mero acto de
percibir el mundo que nos rodea. Pero nos parece claro que, a pesar de todas
esas limitaciones, las disciplinas científicas, en mayor o en menor medida, y
con diferente ritmo muestran un progreso cognoscitivo palpable. Si dejamos
de lado las dudas hiperbólicas y adoptamos una alternativa más viable,
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resulta obvio que día a día la investigación científica incrementa nuestro
conocimiento de distintos aspectos de la realidad.
Sabemos también que los resultados del desarrollo científico siempre dan
lugar a consecuencias de distinto tipo, algunas beneficiosas y otras
perjudiciales, de acuerdo con los valores que se elijan para juzgarlas; y ellas
comprenden tanto los efectos culturales y sociales de las ideas que provienen
de fuentes científicas como su utilización tecnológica. Los experimentos de
Pasteur para refutar la tesis de la generación espontánea, por ejemplo, podían
ser interpretados como un testimonio que favorecía en alguna medida las
ideas tradicionales sobre la creación divina de los seres vivos, pero sus
aplicaciones ulteriores contribuyeron a mejorar sustancialmente la salud de la
humanidad; sin embargo, también abrieron la puerta a un arma terrible, la
guerra bacteriológica. Es cierto, pues, que las actividades científicas deben
ser analizadas desde muchos puntos de vista y pueden presentar aristas harto
censurables, pero estas condiciones inevitables no desmerecen la
consideración de los aspectos gnoseológicos ni obligan a subordinarlos a
otros enfoques, como lo hacen las concepciones que procuran desvalorizar
los logros y las perspectivas de la ciencia apelando a una combinación
generalmente indiscriminada de argumentos que corresponden a distintos
niveles de análisis.
En contraste con el escepticismo y el relativismo radicalizados, y sin
dejar de reconocer las importantísimas consecuencias de la actividad
científica en la marcha de la sociedad, confiamos en que las ciencias, tanto
las que se dirigen a la naturaleza como las que se refieren a los fenómenos
sociales, pueden alcanzar un grado razonable de objetividad porque están
sujetas, en última instancia, al control empírico. No ignoramos, por supuesto,
las enormes dificultades que ha enfrentado la defensa de esta tesis. Son
conocidas las objeciones que merecieron, por ejemplo, los criterios de
demarcación propuestos por los empiristas o por Popper. Pero aun cuando
tales inconvenientes no se hayan resuelto definitivamente, aun cuando no se
haya encontrado una manera completamente satisfactoria de trazar ciertos
límites, eso no significa que el conocimiento científico no pueda diferenciarse
en absoluto de cualquier otro tipo de creencias. La circunstancia de que no
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haya una línea tajante que separe las cosas a las que se aplica un concepto, un
cierto grado de vaguedad, no lo torna automáticamente inservible. De hecho,
en la gran mayoría de los casos –sobre todo cuando se hace referencia al
mundo natural– se logra un consenso en cuanto a qué disciplinas o qué
hipótesis se mantienen dentro del territorio de la ciencia y cuáles pertenecen a
otras áreas, por ejemplo, la filosofía o la religión, aunque hasta épocas
recientes se hallaban a menudo entremezcladas.
En las páginas que siguen nos ocuparemos de una de las facetas de toda
esta problemática. Consideraremos, de manera sucinta, algunas de las
posturas epistemológicas que han surgido en torno a las ciencias sociales,
pero lo haremos desde una perspectiva crítica, conforme a las convicciones
que hemos explicitado. Frente a la propagación de publicaciones y
enseñanzas que asumen triunfalmente los cuestionamientos a la legitimidad
del conocimiento científico, creemos que puede ser útil brindar una
exposición de aquellas concepciones características examinadas a partir de
supuestos filosóficos claramente opuestos a esa actitud.

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CAPÍTULO 1
CONFIRMACIÓN, REFUTACIÓN
Y REVOLUCIONES CIENTÍFICAS

Desde siempre, desde que comenzaron a cobrar vida, desde mucho antes
de que recibieran sus nombres, cuando eran tan parecidas que no podían
distinguirse y cuando cada una de ellas trató de adquirir su propia identidad,
la ciencia y la filosofía han transitado senderos cercanos. Muchas veces se
miraron con afecto, en otras ocasiones con desconfianza. Pero nunca se
perdieron de vista. No es de extrañar, entonces, que las ideas que
conmocionaron en los últimos dos siglos la imagen del mundo físico, la
comprensión de la naturaleza de las verdades matemáticas, la concepción de
los seres vivos y la apreciación de la sociedad se proyectaran en las
reflexiones de los filósofos hasta convertir el conocimiento científico en el
centro principal del interés de una corriente de pensamiento que se difundió
rápidamente en varios países de Europa y los Estados Unidos. Durante las
primeras décadas del siglo XX, iluminada por los recientes desarrollos de la
lógica matemática y la revolución que replanteaba los cimientos de la física,
la filosofía de la ciencia recibió un impulso formidable cuyos efectos no han
presentado aún signos de agotamiento. Estas circunstancias constituyen, sin
duda, una referencia insoslayable para comprender muchos de los debates
que hoy agitan la labor de los científicos sociales.
En efecto, las diversas posiciones surgidas en el campo de la filosofía de
las ciencias sociales durante nuestra época se han desarrollado, en buena
medida, sobre el telón de fondo desplegado por algunas concepciones ya
clásicas en las discusiones epistemológicas. En ciertos casos, para enfrentar la
legitimidad de sus tesis, en otros, para usarlas como fundamento de las ideas
propias. Sea que se trate del empirismo lógico, del falsacionismo de Popper o
de la filosofía histórica de la ciencia propugnada por Thomas Kuhn, estas
doctrinas, o al menos los conceptos que introdujeron, se hallan presentes
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explícita o implícitamente en el horizonte de los debates acerca de los rasgos
epistémicos de las ciencias sociales. Y es precisamente en este juego de
coincidencias y desacuerdos, aproximaciones y distanciamientos respecto de
aquellas corrientes, donde adquieren relieve una serie de cuestiones y
problemas relacionados con la naturaleza del conocimiento social, los
métodos apropiados para alcanzarlo y la justificación misma de los logros
obtenidos. Por ese motivo, antes de considerar estas cuestiones específicas,
resultará oportuno recordar brevemente algunos de los principales
lineamientos que caracterizan la filosofía de la ciencia contemporánea.

1. La doctrina del Empirismo Lógico

Durante la primera mitad del siglo XX, el análisis filosófico estuvo


fuertemente influido por las ideas del Empirismo Lógico. Con esta
denominación se alude a un numeroso conjunto de autores cuyos aportes
exhiben una orientación similar –lo que podríamos llamar un programa de
investigación filosófica– pero de ninguna manera una doctrina uniforme. En
el curso de las discusiones que emprendieron, a menudo mantenían
importantes diferencias y también, como resultado de ese intercambio y de la
profundización de los análisis, algunas de sus opiniones sufrieron variaciones
significativas. Por estas razones, el nombre “Empirismo Lógico”, así como
también la expresión “Positivismo Lógico”, que se ha utilizado con un
significado parecido, entraña una considerable vaguedad.
De todos modos, nadie negaría que la manifestación más representativa
del empirismo lógico fue la actividad desplegada por los miembros del
Círculo de Viena, un movimiento conformado a partir de 1922, cuando
Moritz Schlick llegó a la capital de Austria para hacerse cargo de la cátedra
de Filosofía de las Ciencias Inductivas. El grupo liderado por Schlick acogió
en su seno un conjunto de científicos y filósofos, como Herbert Feigl,
Friedrich Waismann, Philipp Frank, Kurt Gödel, Hans Hahn, Rudolf Carnap
y Otto Neurath; y en pocos años contó con simpatizantes en varios países.

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El ideario del Círculo de Viena estuvo orientado hacia la elaboración de
una concepción filosófica arraigada en los desarrollos de la ciencia y
expurgada de todo componente metafísico. Enfrentados a las doctrinas del
idealismo alemán y a cualquier otra tendencia que consideraran opuesta al
desarrollo científico y el progreso social, recogieron fundamentalmente los
aportes del empirismo clásico y los avances alcanzados en el área de la lógica
y de la matemática cristalizados en los Principia Matemática de Russell y
Whitehead. La convergencia de estas dos vertientes de pensamiento dio
origen a una particular concepción de la ciencia cuya influencia se extendió
hasta la década del 60.
En el siglo XVIII, Kant había llegado a la conclusión de que la
matemática y la física proporcionaban conocimientos universalmente válidos
y definitivos. La aritmética, la geometría euclidiana y la mecánica
newtoniana jamás se verían amenazadas porque se fundaban en juicios
sintéticos a priori, es decir, proposiciones que informan acerca de ciertos
rasgos inmutables de los objetos de conocimiento. Aunque es imposible saber
cómo son las cosas en sí mismas –pensaba Kant– porque el sujeto humano
sólo puede acceder a ellas a través de sus propias estructuras cognitivas, estas
últimas garantizan la invariabilidad de ciertos aspectos de las percepciones.
Así, los postulados de la geometría clásica establecen que cualquier figura
concebible deberá cumplir con determinadas condiciones, por ejemplo, que
por un punto exterior a una recta sólo puede pasar una única paralela.
Pero, posteriormente, los matemáticos probaron que podían postularse
otras geometrías alternativas no menos coherentes que la de Euclides;
asimismo, Frege, Russell y Whitehead sostuvieron que los axiomas de la
aritmética podían entenderse como verdades lógicas. Por otra parte, la Teoría
de la Relatividad propuesta por Einstein destronó a la física newtoniana. En
consecuencia, la teoría del conocimiento elaborada por Kant, cuyo eje era la
existencia de juicios sintéticos a priori, apareció seriamente cuestionada. Y
por ese motivo, los empiristas lógicos trazaron una tajante distinción entre las
ciencias formales –la lógica y la matemática– por un lado y las ciencias
fácticas, tanto las naturales como las sociales, por el otro. Los enunciados de
la lógica y las matemáticas puras, incluidos los sistemas geométricos, son
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verdades conocidas a priori, pero de naturaleza analítica, y por consiguiente
carecen de todo contenido descriptivo, no dicen nada acerca del mundo
físico. Por el contrario, las hipótesis de todas las ciencias fácticas son
sintéticas; brindan información sobre la realidad natural y el comportamiento
humano, pero se trata de enunciados cuya verdad sólo podría establecerse a
posteriori, es decir, por medio de la experiencia sensible. Y como todo
conocimiento auténtico pertenece a una de esas dos clases, las creencias
metafísicas, por cuanto no son enunciados analíticos ni pueden verificarse por
medio de la observación, carecen de cualquier tipo de legitimidad. La
filosofía, entonces, debe abandonar la pretensión de develar una presunta
realidad trascendente y concentrarse en una suerte de análisis lógico del
conocimiento científico.
En sus comienzos, pues, el Empirismo Lógico mantuvo la convicción de
que todo auténtico conocimiento debe ser verificable, idea que quedó
reflejada en la formulación del célebre criterio positivista del significado: el
significado de una oración reside en su método de verificación. El criterio
constituyó no sólo un principio para independizar la ciencia de la metafísica
sino que marcó, además, los límites de toda significación cognitiva: los
únicos enunciados con sentido cognoscitivo serían aquellos que, o bien
fueran enunciados analíticos, o bien enunciados sintéticos que describieran la
experiencia directa. Naturalmente, formulado de este modo, no sólo quedan
privadas de significado las doctrinas metafísicas sino también las hipótesis
teóricas de las ciencias naturales. En efecto, las expresiones de la mecánica
newtoniana o de la física de Einstein, por caso, no mencionan entidades de la
experiencia directa. Así, el criterio verificacionista debía entenderse en una
forma más débil, que fue recogida en sus formulaciones posteriores a partir
de la distinción entre enunciados teóricos y enunciados observacionales. Los
primeros incluyen términos que aluden a entidades, procesos, propiedades o
relaciones no observables a través de los sentidos desnudos, como “electrón”
o “status social”. Los enunciados observacionales, en cambio, son aquellos
cuyos términos descriptivos refieren a circunstancias que se presentan a la
observación directa.
Las versiones iniciales que adoptó el criterio verificacionista procuraban
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la definición explícita de cada término teórico a partir de términos
observacionales. Sin embargo, la imposibilidad de definir todos los términos
teóricos de ese modo llevó a sucesivas modificaciones que condujeron a una
formulación más flexible. La exigencia de la traducción término a término
fue reemplazada, entonces, por la idea de que las teorías de las ciencias
fácticas son sistemas de hipótesis organizados de tal modo que es posible
deducir a partir de ellas, y con el auxilio de ciertas reglas que conectan los
enunciados teóricos con los observacionales, otros enunciados que pueden
contrastarse por medio de la experiencia directa. Así, la existencia de
consecuencias observacionales capaces de confirmarlas o refutarlas permite
distinguir las teorías científicas de las especulaciones metafísicas y al mismo
tiempo reconoce un significado a los términos teóricos.
Pero al rechazar la posibilidad de que las teorías propias de las ciencias
fácticas contaran con algún tipo de justificación a priori, los empiristas
lógicos debieron enfrentarse a la falibilidad del conocimiento científico.
Después de todo, aun las teorías más sólidamente establecidas pueden
resultar falsas, y ello es lo que había ocurrido, de hecho, con un gran número
de creencias que habían gozado de aceptación general durante mucho tiempo.
Pero eso no significa que no exista criterio alguno para decidir qué teorías
merecen ser conservadas. El criterio debía ser proporcionado por una lógica
inductiva, es decir, un conjunto de reglas que permitieran evaluar en qué
medida las hipótesis encuentran apoyo en las evidencias observables.
El modelo más corriente de inferencia inductiva es el que nos lleva a
generalizar las situaciones que se han repetido sin excepciones. No dudamos
de que la madera es combustible o de que el corcho flota en el agua,
sencillamente porque hasta ahora nunca se ha observado que ocurra lo
contrario, y así hemos adquirido la mayoría de nuestras creencias. Pero las
hipótesis que contienen términos teóricos no pueden presentarse como
simples generalizaciones de casos observados: nadie puede concluir, por
ejemplo, que los átomos de hidrógeno contienen un solo electrón invocando
haber visto muchos de ellos. Por este motivo, los empiristas lógicos se
abocaron a la tarea de formular una lógica inductiva destinada a mostrar que
los científicos utilizan procedimientos racionales cuando fundan sus hipótesis
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en elementos de juicio forzosamente incompletos e indirectos. Las
predicciones exitosas, por ejemplo, no prueban que la teoría de la cual se han
derivado sea verdadera, pero le brindan cierto grado de confirmación.
Asimismo, el número de casos favorables y la variedad de situaciones
consideradas son elementos que aumentan la probabilidad de las hipótesis
universales.
De acuerdo con la concepción de los empiristas lógicos, entonces, el
objetivo de la labor de los científicos es proponer sistemas de hipótesis
capaces de dar cuenta de las regularidades observables y someterlas a
contrastación empírica. Los procesos que llevan a imaginar una hipótesis,
esto es, lo que se ha llamado el contexto de descubrimiento, incluye la
intervención de factores psicológicos, condicionamientos culturales, intereses
y toda una serie de circunstancias que no son susceptibles de un análisis
lógico ni influyen en la validez científica de las hipótesis. Lo que sí resulta
relevante desde el punto de vista epistemológico es el contexto de
justificación, las razones que pueden invocarse para fundamentar la
aceptación de las hipótesis. Atentos a este aspecto, los empiristas lógicos
caracterizan la investigación científica como un proceso permanente de
contrastaciones inductivas, de manera que el progreso científico se produce o
bien por el abandono de hipótesis refutadas, o bien por la propuesta de teorías
de mayor alcance y mejor confirmadas que explican los logros de las que se
mantienen.
Es importante destacar que si bien presentaron una serie de dicotomías –
tales como la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos, contexto de
descubrimiento y contexto de justificación, términos teóricos y términos
observacionales– que después fueron objetadas por otros filósofos, esos
conceptos no habían sido introducidos, en ningún caso, de una manera
ingenua. El Círculo de Viena no fue un reducto dogmático, sus miembros
mantenían profundas discusiones acerca de cuestiones de la mayor
importancia para sus ideas y, como resultado, sus tesis sufrieron cambios
considerables. Y fue justamente ese espíritu crítico el que hizo que su obra
siguiera evolucionado aun después de que sus miembros se dispersaron. Para
tomar sólo un ejemplo, no dejaron de reconocer que la distinción entre los
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términos teóricos y los observacionales presentaba aristas muy problemáticas.
En varios escritos, y particularmente en Philosophical Foundation of Physics
(1966), Carnap admite la naturaleza convencional y pragmática de la
distinción teórico-observacional: no hay un límite preciso entre los términos
observacionales y los términos teóricos –afirma– y es claro que la línea
divisoria es un tanto arbitraria. Sin embargo, considera que desde el punto de
vista práctico nadie dudaría de que palabras como “frío” o “azul” denotan
propiedades observables mientras “corriente eléctrica” o “campo
electromagnético” refieren a entidades que no pueden observarse de manera
directa. Del mismo modo, la tan vapuleada idea de que no existen hechos
puros, teóricamente independientes –izada como estandarte por la nueva
filosofía de la ciencia surgida en la década del 60, como veremos más
adelante– ya estaba presente en los textos de Carnap. En Truth and
Confirmation (1949) había sostenido que las cuestiones ontológicas no
dependen sólo de los hechos sino también de la estructura del lenguaje usado
para describirlos. No obstante, a pesar de conceder que no puede hablarse de
hechos puros, independientes de cualquier teoría, y tal como lo hizo a
propósito de la distinción teórico-observacional, añade que la cuestión
metodológica respecto de si un enunciado es confirmable o contrastable no se
halla afectada irremediablemente por la simplificación que supone trazar una
línea divisoria que separe los predicados teóricos de los observacionales.
Y en este mismo texto es posible hallar la propia tesis de la
inconmensurabilidad de las teorías científicas. En efecto, Carnap afirma que
al traducir un lenguaje a otro cuya estructura difiere en puntos esenciales
respecto del primero, el contenido fáctico de una afirmación no puede
preservarse sin cambio; considera, más específicamente, que muchas de las
afirmaciones de la física moderna no pueden ser traducidas al lenguaje de la
física clásica, simplemente porque los nuevos conceptos no pueden ser
incluidos en razón de que presuponen una forma de lenguaje diferente.
Estos breves comentarios sugieren que algunas imágenes corrientes del
pensamiento de los empiristas lógicos resultan parciales y deformadas, sobre
todo a la luz que arrojan estudios recientes más cuidadosos. Y como algunas
de esas versiones asumen también un cuestionamiento ideológico, no estará
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de más formular ciertas precisiones respecto de los compromisos políticos de
los miembros del Círculo de Viena.
Suele atribuírseles una actitud de indiferencia hacia las cuestiones
sociales, cuando no una posición reaccionaria; sin embargo, esta creencia
manifiesta el desconocimiento de algunos aspectos importantes de la historia.
Aunque Schlick prefería separar las cuestiones académicas de la acción
política, los miembros del Círculo de Viena, en general, se identificaban con
los principios que habían convertido al gobierno municipal de la capital de
Austria en un emplazamiento socialista en medio de la creciente expansión
del nazismo y la habían transformado en un centro de actividades de las
corrientes de reforma social. Neurath, cuyos intereses privilegiaban las
cuestiones sociales y económicas –aun cuando poseía amplios conocimientos
científicos y literarios– adoptó las ideas de Marx y se comprometió
notoriamente en los acontecimientos políticos. Su participación en el
gobierno revolucionario que instauró una efímera república socialista en
Bavaria la pagó con la cárcel y hasta con la acusación de alta traición. Varios
miembros del Círculo veían en la democratización de la ciencia y la
instrucción de la clase trabajadora un objetivo valioso y, consecuentemente,
colaboraron en la implementación de programas para la educación de adultos.
Carnap, por su parte, concebía sus ideas políticas en total coincidencia con
las de Neurath: “En el Círculo, todos nosotros –afirma en su Autobiografía
intelectual– estábamos fuertemente interesados en el progreso político y
social”. Estos mismos compromisos quedaron expresados en el manifiesto
del Círculo de Viena elaborado por Carnap, Hahn y Neurath. El escrito
presentaba al Empirismo Lógico como la filosofía de la época, que ligaba la
actitud empirista con la inclinación al socialismo. El ataque a la metafísica no
respondía solamente a razones filosóficas, porque les preocupaba
especialmente la legitimación del estado totalitario que se desprendía del
idealismo poskantiano imperante en muchas universidades.
La valoración del conocimiento científico y el papel que los empiristas le
asignaban en el progreso de la sociedad implicaban, naturalmente, que no
podían dejar de ocuparse de la filosofía de las ciencias sociales. Por cierto,
aspiraban a que esas disciplinas alcanzaran una jerarquía comparable con la
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de las ciencias naturales. Y así como se oponían a las pretensiones de
alcanzar un conocimiento puramente especulativo del mundo natural,
rechazaban los métodos de investigación basados en la comprensión empática
o en cualquier otro procedimiento que identificara los estudios de la sociedad
con “las ciencias del espíritu”. En consecuencia, sostenían que las hipótesis
de las ciencias sociales deben contrastarse del mismo modo que las de las
ciencias naturales, a través de sus consecuencias observacionales. Pero esto
no significa que las ciencias sociales debieran renunciar al uso de sus
conceptos específicos a favor del vocabulario de las ciencias naturales. Es así
como Neurath, cuyos deseos de liberar la investigación científica de cualquier
contaminación metafísica y construir una ciencia unificada quedan fuera de
toda duda, señalaba explícitamente que no se trata de reducir las teorías
sociológicas a un conjunto de leyes físicas; y no vacilaba en declarar que el
marxismo contenía, más que ninguna otra escuela sociológica, un sistema de
hipótesis empíricamente contrastables.
Pero las ideas de los empiristas lógicos no les resultaban tolerables a
quienes se hicieron del poder en los países de habla alemana algunos años
después de la Gran Guerra. En 1934, la asociación legal que nucleaba a los
miembros del Circulo fue disuelta bajo la acusación de realizar actividades
socialdemócratas, y aunque Schlick intentó conseguir autorización para
fundar una nueva sociedad, sus esfuerzos resultaron vanos. Dos años más
tarde fue asesinado en la escalinata de la Universidad de Viena por un
estudiante, Johan Nelböck, que fue indultado por los nazis antes de terminar
su condena. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el Círculo de Viena
había desaparecido, pero los miembros que sobrevivían se dirigieron a otros
países y junto con otros filósofos de tendencias afines continuaron
impulsando el progreso de la filosofía de la ciencia.

2. El falsacionismo de Popper

De acuerdo con la concepción de los empiristas lógicos, como hemos

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señalado, la justificación de las teorías científicas requiere la utilización de
inferencias inductivas. Pero se trata de un recurso muy discutible pues, tal
como lo subrayó Hume, no tenemos garantías firmes de que las regularidades
observadas continuarán valiendo en el futuro. Y es precisamente esta cuestión
la que marca el desacuerdo principal entre Karl Popper y los empiristas
lógicos, con quienes compartía, no obstante, muchos puntos de vista. En
opinión de Popper, la aplicación del razonamiento inductivo en la
metodología de la ciencia presenta dificultades insuperables.
Habida cuenta de que los razonamientos inductivos por sí mismos no
garantizan la verdad de sus conclusiones, algunos filósofos habían propuesto
reconocer un “principio de inducción” que legitimara la transición de los
casos observados a la conclusión universal que se pretende extraer de ellos.
Pero Popper sostiene que esta alternativa es inaceptable porque semejante
principio no es analítico ni puede establecerse a priori, de manera que sólo
podría ser justificado como consecuencia de un principio a su vez más
general, y en ese caso, nos veríamos conducidos a un regreso infinito.
Los empiristas lógicos proponían también una alternativa diferente.
Sostenían que, efectivamente, la inducción no puede garantizar la verdad de
la conclusión, pero permite establecer la probabilidad de que sea verdadera.
Así, se supone que la existencia de un número creciente de casos que
coinciden con una afirmación universal y la ausencia de instancias que la
refuten incrementan cada vez más su probabilidad. Si se ha observado, por
ejemplo, que una enorme cantidad de cuervos son negros y no se ha
encontrado ninguno de otro color, deberíamos pensar que la afirmación de
que todos los cuervos son negros goza de una probabilidad considerable. Pero
Popper sostiene que como toda hipótesis universal tiene un alcance
virtualmente infinito –por cuanto debe valer para cualquier instante y en
cualquier punto del universo– mientras que el número de observaciones es
siempre finito, la probabilidad de que una hipótesis universal sea verdadera
es, en definitiva, nula; y en consecuencia, la lógica inductiva no permite
justificar de ninguna manera las teorías científicas.
Descartada la posibilidad de conferir algún grado de probabilidad a las
hipótesis de la ciencia, Popper sostiene que la única alternativa viable reside
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en aquello que, llegado el caso, sí podemos establecer razonablemente: su
falsedad. Pues, así como un enunciado universal jamás puede verificarse,
bastaría observar una sola situación en la que no se cumpliera para
considerarlo refutado. Conforme a estos principios, la investigación científica
consiste en un juego ininterrumpido de conjeturas y refutaciones: a fin de
explicar determinados fenómenos, el científico formula ciertas hipótesis
universales y luego procede a contrastarlas por medio de observaciones o
experimentos. En algunas ocasiones, las predicciones inferidas a partir de las
hipótesis se cumplen, y en ese caso se las considera corroboradas; pero, por
lo general, tarde o temprano se encuentran situaciones que no coinciden con
lo esperado, de manera que el científico debe considerar que las hipótesis
iniciales han quedado refutadas, proponer otras nuevas y así sucesivamente.
La ciencia, en síntesis, es un proceso de ensayos y errores, y el progreso
científico no es más que el abandono de creencias equivocadas.
La exigencia de que las teorías sean formuladas de tal manera que de
antemano se sepa en qué condiciones observables habrá de considerárselas
falsas permite distinguir las ciencias fácticas de las formales y expresa
también el criterio de demarcación entre la ciencia y la metafísica, porque las
creencias metafísicas se caracterizan por la circunstancia de que ninguna
observación posible puede desmentirlas. De este modo, quedan excluidas no
sólo las doctrinas metafísicas tradicionales –como las que tratan de probar la
existencia de Dios o la inmortalidad del alma, por ejemplo– sino también
algunas propuestas que aspiran a tener carácter científico. Popper pensaba
que las tesis de Marx y el psicoanálisis de Freud, lo mismo que el vitalismo
defendido por algunos biólogos, por caso, no constituyen sistemas científicos
porque no implican ninguna predicción cuyo eventual fracaso obligara a
reconocer que se trataba de teorías falsas. Sin embargo, Popper no acompañó
a los miembros del Círculo de Viena en la negativa a reconocer significado a
las ideas metafísicas; su criterio de demarcación, el requisito de la
falsabilidad de las teorías, no sugiere de ninguna manera que los discursos
metafísicos carezcan de sentido.
Otro aspecto en el que Popper parece diferenciarse de los empiristas
lógicos es la caracterización de las proposiciones observacionales, a las que
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denomina enunciados básicos. Si bien subraya la necesidad de que las teorías
científicas se contrasten empíricamente, rechaza la posibilidad de que haya
enunciados cuya verdad pueda ser establecida simplemente a través de la
experiencia sensible. Un enunciado –sostiene– sólo podría ser justificado por
otros enunciados. Todos ellos, aun los más próximos a la experiencia,
revisten cierto carácter hipotético, pues no son infalibles; y además, en la
medida en que incluyen conceptos generales, incorporan componentes
teóricos. Cuando una persona acepta como verdadero el enunciado “Allí hay
un cuervo”, por ejemplo, seguramente interviene la percepción; pero se trata,
en última instancia, de una hipótesis, porque nuestros sentidos algunas veces
nos engañan. Por estas razones, Popper afirma que, aun cuando no sea
arbitraria, la decisión que toman los científicos al aceptar ciertos enunciados
básicos a fin de contrastar una teoría es el resultado de una convención y no
una prueba de su verdad.
A primera vista, las ideas de Popper acerca de los enunciados
observacionales lo alejan considerablemente del empirismo. Sin embargo,
hay algunas consideraciones que se oponen a esta conclusión. En primer
lugar, los empiristas lógicos sostuvieron largas discusiones sobre el tema de
la incorregibilidad de los enunciados de observación y en general estaban
dispuestos a admitir que todos los enunciados necesarios para la
contrastación de las teorías, incluidos los que describen experiencias simples,
tienen un carácter hipotético. Además, en su Autobiografía Intelectual,
Popper relata que cuando se publicó su libro Logik der Forschung (1935) los
miembros del Círculo de Viena tenían opiniones divididas sobre la adhesión
del autor al empirismo. Mientras Schlick no lo creía así, Carnap no tenía
dudas de que Popper era un empirista, y varias décadas después el mismo
Popper confirma que siempre lo había sido. Es cierto que la atribución de un
componente convencional a los enunciados básicos parece diluir el
compromiso con el empirismo, pero si Popper no hubiera estado convencido
de que la experiencia sensible, pese a todas sus limitaciones, cumple un papel
irrenunciable en el conocimiento del mundo, su insistencia en la necesidad de
contrastar las teorías y los esfuerzos de toda su vida dirigidos a defender los
valores de la empresa científica resultarían completamente incomprensibles.
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3. El relativismo de Thomas Kuhn

En la década del 60, la filosofía de la ciencia ortodoxa representada tanto


por las concepciones del empirismo lógico como por el falsacionismo de
Popper, se transformó en el blanco de ataque de una corriente epistemológica
que suele denominarse “filosofía histórica de la ciencia”. Con antecedentes
en las ideas propuestas por Toulmin y Hanson, esta orientación alcanza su
más vigorosa expresión en las figuras de Paul Feyerabend y Thomas Kuhn.
The Structure of Scientific Revolutions, el libro publicado por Kuhn en 1962,
se convirtió en un verdadero best seller y contribuyó en gran medida a poner
de moda una superficial epistemología relativista, seguramente ajena a las
intenciones del autor. El primer capítulo resume claramente el núcleo de la
crítica a la posición tradicional. Frente a una concepción que juzgaba como
eminentemente normativa y alejada de la actividad científica real, Kuhn
acentúa la necesidad de prestar más atención a la historia de la ciencia y
subraya la intervención de los factores psicológicos y sociológicos en la
explicación del cambio científico. La imagen del progreso continuo de la
ciencia, del acercamiento gradual hacia la verdad, resulta ser, bajo la mirada
de Kuhn, una descripción que no refleja en absoluto la actividad científica
real. Lejos de exhibir un desarrollo constante y paulatino, la historia de la
ciencia muestra la alternancia de períodos de relativa estabilidad con
episodios de abruptas rupturas y dramáticos cambios.
Antes de que una disciplina adquiera el rango de ciencia existe, de
acuerdo con Kuhn, un estadio previo donde los conocimientos reunidos
dentro de un área determinada de investigación conforman un conjunto
heterogéneo de posiciones en pugna. No hay una comunidad científica
homogénea sino, más bien, una pluralidad de escuelas rivales sin que ninguna
de ellas alcance a prevalecer sobre las restantes. Esta falta de un consenso
firme es, precisamente, el rasgo característico de la etapa precientífica.
Previamente a la aparición de la Optica de Newton, por ejemplo, no se
registra ninguna hipótesis unánimemente aceptada sobre la naturaleza de la
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luz; lo que había era un puñado de opiniones en competencia que ofrecían
una u otra variante de las ideas de Platón, Aristóteles o los epicúreos.
Pero la dispersión de esfuerzos y los profundos desacuerdos propios del
período precientífico se resuelven cuando un logro significativo produce el
reconocimiento de los investigadores y promueve el consenso necesario para
que puedan integrar una verdadera comunidad científica. En ese caso, se ha
impuesto lo que Kuhn llamaba un paradigma y la disciplina ingresa en una
etapa de ciencia normal. Aunque Kuhn nunca llegó a brindar una
caracterización precisa de este concepto –Masterman encontró veintidós
sentidos diferentes del término en las páginas de La estructura de las
revoluciones científicas–, el paradigma representa, fundamentalmente, una
manera de ver el mundo. Incluye componentes teóricos, definiciones
implícitas de los términos, compromisos metafísicos, valores y metodologías
de investigación que le son propios. El paradigma fija una perspectiva para
observar y comprender el mundo, y determina no sólo cuáles son los
problemas a resolver sino, también, el espectro de soluciones admisibles. De
modo que la tarea de los científicos en un período de ciencia normal consiste
en la resolución de los enigmas que el propio paradigma plantea. Pero se trata
de respuestas hasta cierto punto ya previstas, no se producen –afirma Kuhn–
descubrimientos espectaculares.
Un ejemplo típico de la presencia de un paradigma es la dilatada historia
de la astronomía que transcurrió sin mayores cambios desde la época de
Ptolomeo hasta el surgimiento de la teoría copernicana. A lo largo de muchos
siglos los astrónomos fueron ajustando sus cálculos y alcanzaron gran éxito
en sus predicciones, pero mantuvieron inalterada la creencia de que los
cuerpos celestes se desplazaban conforme a una combinación de
movimientos circulares y uniformes mientras la Tierra permanecía inmóvil en
el centro del universo. Esa situación sólo pudo quebrarse cuando Copérnico
propuso un nuevo sistema que dejaba de lado algunas de las ideas
tradicionales y dio comienzo a una revolución que culminaría con el
abandono del antiguo paradigma y la entronización de uno nuevo.
Esta clase de transformaciones radicales, debido a sus propias
características, se producen después de un período de ciencia normal
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generalmente duradero y suelen ser precedidos por una crisis que se
manifiesta por la pérdida de la fe de los científicos en el paradigma hasta
entonces vigente y la aparición de escuelas rivales que pugnan para imponer
sus propias ideas. Durante el tiempo que dura la inestabilidad, la situación se
asemeja a la que se presentaba en la etapa precientífica, pero la dispersión
cesa cuando uno de los grupos logra convencer a los demás de las virtudes de
su propuesta.
Y es a propósito del modo como se logra establecer el consenso en torno
de un paradigma donde se advierte la singularidad de las ideas de Kuhn.
Porque, si bien los procedimientos de investigación que se emplean durante
los períodos de ciencia normal no difieren demasiado de los que reconocían
Popper y los empiristas lógicos, la adhesión de la comunidad científica a un
nuevo paradigma responde a factores completamente diferentes. Así,
mientras en la ciencia normal las observaciones y los experimentos permiten
articular el paradigma, adoptar un paradigma nuevo equivale a mirar el
mundo desde una perspectiva completamente diferente, y por lo tanto, la
observación y el razonamiento no son decisivos. Kuhn ilustra esta situación
con el fenómeno de la percepción de figuras ambiguas estudiados por los
psicólogos de la Gestalt: frente a una cierta figura ambigua, una persona
puede ver un pato o bien un conejo y no tiene sentido preguntarse cuál es la
apreciación correcta. Por ese motivo, el cambio que se produce en la mente
de los científicos cuando adoptan un nuevo paradigma es semejante a una
conversión religiosa y es el resultado de la capacidad de persuasión de los
líderes de las revoluciones científicas, más que el de haber demostrado la
superioridad del paradigma que defienden.
En virtud de esas condiciones, Kuhn concluye que los paradigmas son
mutuamente inconmensurables. En La estructura, la inconmensurabilidad
está caracterizada de un modo global que abarca aspectos de naturaleza
perceptiva, metodológica y lingüística. Después de una revolución –afirma–
los científicos viven y trabajan en mundos diferentes, no pueden volver a ver
el mismo mundo. Aunque usen los mismos instrumentos –y ello muestra la
inconmensurabilidad metodológica– los emplean para medir cosas distintas.
Además, y éste es un rasgo fundamental, los mismos términos enmarcados en
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paradigmas distintos refieren a cosas diferentes. La noción aristotélica de
fuerza, por ejemplo, no puede traducirse al lenguaje de la física newtoniana, y
el concepto de masa de la física de Newton es intraducible en el lenguaje de
la física de Einstein. La inconmensurabilidad lingüística se funda en la tesis
del holismo semántico, la suposición de que el significado de un término
depende de la red conceptual que lo contiene. Así, al cambiar los postulados
de una teoría cambia el significado de todos los términos, inclusive de los
términos observacionales. La inconmensurabilidad lingüística, entonces, lleva
aparejada la idea de que no existe un lenguaje de observación neutral, una
base arquimediana como la que defendieron –en opinión de Kuhn– los
representantes de la concepción tradicional. En contra de esta idea Kuhn
radicaliza la tesis de la carga teórica de la observación, que ya había sido
adelantada por Hanson (y también, de algún modo, por Popper, aunque Kuhn
no lo menciona).
Así, la tesis de la inconmensurabilidad, con sus naturales consecuencias
respecto de la imposibilidad de un lenguaje de observación teóricamente
neutral, conducen a minimizar completamente el papel de la experiencia y
sobrevalorar, en cambio, los aspectos psicológicos y sociales. El cambio de
un paradigma por otro –Kuhn expresa– no responde a cuestiones de lógica y
experiencia; son otros los factores que lo explican. Y en las últimas páginas
de La estructura deja claro su rechazo del concepto de verdad. Sostiene que
la ciencia no debe ser concebida como un avance hacia una meta establecida
de antemano, sea ésta la verdad o la verosimilitud sino, más bien, como un
desarrollo desde una situación previa, en analogía con la evolución biológica.
No hace falta argumentar demasiado, pues, para reconocer a quiénes está
dirigido el discurso de Kuhn.
Esta desvalorización del rol de la experiencia, la extrema importancia que
Kuhn atribuye a los elementos generalmente considerados extracientíficos –
las influencias sociales, políticas, ideológicas– y la completa dependencia de
la actividad científica con respecto a los paradigmas, han llevado a que varios
autores –con legítimo derecho según creemos– enmarcaran la concepción de
Kuhn en el más radical de los relativismos.
A partir de los años 80, sin embargo, en parte como respuesta a las
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críticas recibidas, Kuhn fue debilitando paulatinamente sus tesis originales.
Hacia fines de la década del 60 ya había abandonado el concepto de
paradigma y pasaba a utilizar la noción de teoría en el sentido más tradicional
del término. La noción de inconmensurabilidad, a su turno, fue sufriendo
sucesivas modificaciones. Un rasgo del debilitamiento de la tesis reside en la
circunstancia de que Kuhn admite –aunque ello no signifique un
reconocimiento explícito de haber cambiado de opinión– que dos teorías
inconmensurables se pueden comparar. Aclara que tomó el concepto de la
matemática, y así como la hipotenusa de un triángulo rectángulo es
inconmensurable con sus lados –esto es, no hay una unidad de medida común
que permita la comparación exacta de sus longitudes–, del mismo modo,
afirmar que dos teorías son inconmensurables significa que no se pueden
traducir, término a término, sin resto o pérdida. Ahora la
inconmensurabilidad deja de ser global para transformarse en un fenómeno
estrictamente lingüístico, acotado, a su vez, a un grupo muy limitado de
términos, los que Kuhn denomina “términos taxonómicos” o “términos de
clase”. Los términos taxonómicos son aquellos que se interdefinen y se
aprenden juntos, por ejemplo, “fuerza”, “masa” y “aceleración”, y sobre ellos
debe aplicarse la tesis de la inconmensurabilidad, entendida estrictamente en
términos de intraducibilidad. Esta versión más moderada recibe el nombre de
inconmensurabilidad local.
Al mismo tiempo, en “El camino desde ‘La estructura’”, un trabajo del
año ’91, Kuhn profundiza el paralelo entre el desarrollo de la ciencia y la
evolución biológica –que había sugerido ya en las últimas páginas de La
estructura– y concibe la ciencia en analogía con la imagen de un árbol
evolutivo. Así como en el mundo natural hay un proceso de especiación, en la
ciencia se produce un fenómeno de especialización: a partir de una ciencia
madre se van generando nuevas especialidades y subespecialidades, cada una
de ellas con su propia estructura taxonómica. La inconmensurabilidad ahora
deja de ser sólo diacrónica, esto es, entre paradigmas sucesivos, para ser
también sincrónica, es decir, que hay inconmensurabilidad entre las distintas
especialidades de una misma disciplina. Y en este marco, visualiza la
inconmensurabilidad como el mecanismo racional que explica el cambio y
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crecimiento del conocimiento. Pero lo más sorprendente es que declare,
además, que ya no percibe las revoluciones como cambios bruscos, como
mutaciones, sino como modificaciones graduales a partir de los estadios
precedentes (No resultaría extraño, entonces, si algún lector exclamara
sorprendido: “¡Ay! ¿Qué ocurrió en la mente de Kuhn?”).
Ya hacia el final de su vida, en un artículo publicado en 1992, “Los
problemas con la filosofía histórica de la ciencia”, Kuhn da un paso más y
desvaloriza a los cultores del Programa Fuerte en la Sociología del
Conocimiento, a quienes denuncia por haber contribuido a desmerecer la
autoridad de la ciencia –una autoridad que ha llegado el momento de
recuperar– envueltos en el paño de las tesis por él mismo formuladas. De este
modo, Kuhn confiesa haber dado en los comienzos demasiada importancia a
los hechos históricos; pero ahora cree, sin embargo, que es posible arribar a
los mismos resultados con sólo echar una mirada y partiendo, en cambio, de
principios filosóficos. Esta declaración nos lleva a preguntarnos dónde han
quedado, pues, las páginas del primer capítulo de La estructura, titulado
precisamente “¿Un papel para la historia?”.
El giro que ha dado el pensamiento de Kuhn permite entender,
retrospectivamente, no sólo el hecho de que La estructura de las revoluciones
científicas haya sido originariamente publicada como un texto de la
International Encyclopedia of Unified Science, una colección creada por los
empiristas lógicos, sino además la buena disposición expresada en las cartas
que Carnap, uno de los editores de la obra, envió a Kuhn después de leer el
primer manuscrito. Carnap manifiesta que el trabajo representará una valiosa
contribución a la Enciclopedia y subraya sus coincidencias en cuanto al
énfasis puesto sobre los marcos conceptuales en relación con las revoluciones
científicas y el paralelo de la ciencia con la evolución darwiniana. Basta
recordar las ideas formuladas por Carnap en Truth and Confirmation –a las
cuales hemos aludido previamente– para comprender el significado con que
interpretó las palabras volcadas en La estructura. Claro está que la lectura
carnapiana no fue, precisamente, la que hicieron los posteriores seguidores de
Kuhn.
La amplia difusión que tuvieron sus ideas fue acompañada de un
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sinnúmero de simplificaciones, de extrapolaciones injustificadas y de
omisiones importantes. Así, en el campo de las ciencias sociales, e ignorando
aspectos básicos de la posición de Kuhn, se aplicó indiscriminadamente el
concepto de paradigma a cualquier idea que apareciera en los dominios de la
antropología, la sociología, la economía, la geografía, y demás. No sólo no se
tuvo en cuenta que en la década del 70 Kuhn ya había abandonado el uso del
término, sino que, además, se han olvidado las propias palabras que prologan
La estructura. En esas líneas Kuhn recuerda que fue la percepción del
contraste entre las ciencias sociales y las naturales uno de los motivos que lo
llevaron a elaborar la noción de paradigma. Se refiere a la índole “endémica”
de los desacuerdos reinantes en las ciencias sociales acerca de los problemas
y los métodos de investigación. Dicho de otro modo, en las ciencias sociales
no parece haber paradigmas y por consiguiente manifiestan encontrarse en
una etapa precientífica.
Sin embargo, movidos probablemente por la creencia de que las tesis de
Kuhn servirían para justificar el cuestionado estatuto científico de algunas
teorías, no faltan quienes sostienen que en una misma rama de las ciencias
sociales conviven varios paradigmas rivales y hasta parecen considerarlo una
virtud. No tienen en cuenta que esa posibilidad contradice los principios
expresados en La estructura, pues aunque Kuhn admitiera que alguna vez
una ciencia madura permitiese la coexistencia pacífica de dos paradigmas, se
trataría de circunstancias muy raras y de ninguna manera una situación
generalizada.
A todo esto se suma, por otra parte, el desconocimiento de los últimos
trabajos de Kuhn en los que se manifiesta una posición bastante moderada y
más cercana a las doctrinas que pretendió superar, una transformación que
Newton Smith describe como la conversión de un revolucionario en un social
demócrata. Quizá esa rectificación contribuya a explicar la actitud de
indiferencia de algunos kuhnianos, nostálgicos, respecto de las ideas que el
autor volcó en los escritos que coronan el final de su producción intelectual.
También ayuda a entender el hecho de que muchos miembros de las recientes
generaciones de filósofos de la ciencia continúen tan interesados como los
representantes de las corrientes ortodoxas en reconocer los méritos singulares
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del conocimiento científico y no subestimar la relevancia decisiva de las
contrastaciones empíricas.

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CAPITULO 2
LOS PROBLEMAS DE LA
FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS
SOCIALES

1. El campo de las ciencias sociales

En términos generales, tanto las corrientes epistemológicas tradicionales


como los enfoques alternativos han utilizado los conceptos de “ciencias
naturales” y “ciencias sociales” sin mayores especificaciones, asumiendo así
la estandarizada clasificación que divide a las ciencias fácticas en estos dos
grupos. Dado que la mirada fue puesta, fundamentalmente, en disciplinas
tales como la astronomía, la física o la química, las que poseen un estatus
ampliamente reconocido, no parecen necesarias demasiadas elucidaciones.
Sin embargo, es precisamente en el momento en el que se comienza a
reflexionar con más cuidado acerca de la naturaleza de las ciencias sociales
cuando la clasificación se torna problemática. Es oportuno mencionar, al
respecto, que la denominación “ciencias sociales” ha surgido en épocas
bastante recientes: hasta las primeras décadas del siglo XX aún estaban en
uso los rótulos “ciencias del espíritu” y “ciencias morales”. El nombre
“ciencias del espíritu” subraya los aspectos no naturales de la vida humana,
mientras la expresión “ciencias morales” deriva de la palabra latina mos, que
significa costumbre o norma, y alude a lo que se considera que debe ser, más
bien que a lo que efectivamente ocurre. Ambas nomenclaturas marcan, de
todos modos, un contraste entre esa clase de indagaciones y las ciencias
naturales.
Frecuentemente, bajo la expresión “ciencias sociales” se incluyen
disciplinas tales como la sociología, la economía y los estudios políticos, pero
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también algunas especialidades vinculadas de manera particular con ciertas
ciencias naturales, como es el caso de la antropología y de la geografía, cuyos
investigaciones pueden encararse tanto desde el punto de vista físico como
desde una perspectiva centrada en los aspectos sociales. Pero es en relación
con la psicología donde aparecen los primeros signos de ambigüedad. Parece
evidente que su objeto de estudio, la conducta humana, pertenece a un estrato
de la realidad que trasciende el nivel físicoquímico e incluso el biológico, de
manera que no encuadra simplemente en el campo de las ciencias naturales.
Si bien es cierto que algunas corrientes de investigación, como las que tratan
de establecer las leyes de organización de la percepción o las que estudian el
comportamiento en términos de estímulo y respuesta están muy próximas a
las disciplinas naturales, otros enfoques, en cambio, particularmente los que
prestan atención a los procesos mentales concientes o inconscientes, se
ocupan de fenómenos que no responden al concepto usual de fenómeno
natural, so pena de tornar inútil tal concepto. Muchos autores, empero,
rechazarían igualmente la idea de que la psicología –en la medida en que se
interesa en la conducta individual– pueda ser considerada propiamente una
ciencia social. Estas consideraciones sugieren que constituye un tipo de
ciencia sui generis, diferente tanto de la clase que agrupa las ciencias sociales
como de la que comprende las distintas ramas de la ciencia natural. Sin
embargo, hay una especialidad, a saber, la psicología social, que por su
propia naturaleza hace explícito el vínculo entre la conducta del individuo y
su entorno social.
La historia, por otra parte, se encuentra en una situación peculiar. Se
diferencia de las disciplinas sociales mencionadas porque la tarea del
historiador no parece estar dirigida al descubrimiento de leyes generales,
como se supone que procuran hacerlo los teóricos de la sociología o la
economía, sino al establecimiento de las características de hechos singulares.
En efecto, las investigaciones históricas abundan comúnmente en la mención
de acontecimientos irrepetibles. Tratan de averiguar qué sucedió realmente en
épocas y lugares determinados y, en todo caso, buscan explicar por qué las
cosas sucedieron así. Claro está que esas explicaciones muchas veces
incluyen hipótesis generales –de carácter sociológico, económico o
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psicológico–, pero habitualmente tales hipótesis no son producidas por el
historiador, sino extraídas de teorías preexistentes surgidas en el seno de
aquellas otras disciplinas o de las creencias del sentido común. Además, es
frecuente que en los textos históricos ni siquiera se las formule
explícitamente. Así, por ejemplo, cuando se trata de explicar el apoyo popular
a los planes bélicos de Hitler, atribuyéndolo al sentimiento de frustración que
experimentaba el pueblo alemán luego de la derrota sufrida en la Primera
Guerra Mundial y las duras exigencias impuestas por los vencedores, se alude
implícitamente a la tesis de que cualquier nación sometida a esas condiciones
muy probablemente reaccionará violentamente contra sus enemigos cuando
tenga oportunidad de hacerlo.
Es posible, por cierto, que una investigación histórica se enmarque en la
exposición de una teoría sociológica, económica o política original elaborada
por el propio historiador. La obra de Marx podría ser un ejemplo. Pero, en
esos casos, tal vez sería apropiado considerar que se trata de una tarea
pluridisciplinaria, más bien que estrictamente histórica. Por otra parte,
también existe la posibilidad de considerar que los fenómenos históricos
obedecen a ciertas leyes genuinamente históricas, es decir, no reducibles a
ninguna de las otras disciplinas mencionadas. Varias han sido las propuestas
de este tipo a lo largo del desarrollo del pensamiento occidental. Se las ha
diferenciado de la investigación histórica corriente ubicándolas bajo el rótulo
“filosofía de la historia”. En muchos casos, tales propuestas han sido de
carácter francamente especulativo pues carecían de evidencias empíricas que
las justificaran de manera apropiada y surgían principalmente a partir de
concepciones religiosas o metafísicas sobre el sentido de la historia. San
Agustín, por ejemplo, interpretaba el curso de la historia como una lucha
entre la Ciudad Celestial y la Ciudad Terrenal –representadas por la Iglesia y
el Estado respectivamente– que culminará con el triunfo de la primera. Hegel
veía en la historia el autodesenvolvimiento de lo que denominaba Espíritu
Absoluto. En contraste, Marx partía de una concepción filosófica materialista
para desarrollar una teoría sobre los mecanismos que rigen los cambios
históricos, aunque él mismo considerara que sus hipótesis eran totalmente
científicas. Spencer proyectaba sobre la historia las ideas evolucionistas de
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Darwin. Y en el siglo XX Spengler y Toynbee, a través del análisis de las
civilizaciones anteriores, trataron de descubrir los patrones de las
transformaciones históricas y predecir el futuro de la sociedad occidental
contemporánea. En el caso de Spengler, por ejemplo, se llegaba a la
conclusión de que el Occidente culminaría con su decadencia, como ha
ocurrido con las grandes civilizaciones anteriores.
La estrecha vinculación que existe entre cuestiones filosóficas y
científicas no se manifiesta sólo a propósito de la Historia. En realidad, todas
las ciencias surgieron a partir de concepciones filosóficas. Un testimonio de
ello es que hasta la Edad Moderna las disciplinas que hoy llamamos “ciencias
naturales” integraban lo que se denominaba “fiilosofía natural”. Pero, de
hecho, en la cultura occidental contemporánea la tarea científica aparece
como una actividad diferente y separada de la filosofía. En verdad, quienes
intentaron formular un criterio riguroso de demarcación entre la una y la otra
se enfrentaron a enormes dificultades. Muchos autores consideran que la
propuesta de los empiristas lógicos de que las hipótesis científicas se
caracterizan por su verificabilidad o confirmabilidad empírica, en contraste
con las suposiciones metafísicas, ha fracasado. También algunos consideran
fallido el criterio popperiano que hace depender de su refutabilidad el
carácter científico de una teoría. En oposición a ambas concepciones se ha
argumentado que muchas veces los científicos sostienen una teoría sin
otorgar un peso absolutamente decisivo a sus evidencias confirmatorias o
refutatorias. Lakatos ha llegado a decir que las teorías científicas flotan en un
océano de anomalías. Pero, a pesar de la carencia de un criterio estricto
compartido, puede sostenerse que en términos generales hay suficiente
consenso sobre el carácter científico de ciertas teorías y la naturaleza
filosófica de otras. Difícilmente se cuestionaría, por ejemplo, la cientificidad
de la mecánica newtoniana o de la teoría de la relatividad, del mismo modo
que no se tendrían por científicas las tesis de Hegel sobre el Espíritu
Absoluto. Y por más que se reconozca la influencia de otros factores en el
proceso de aceptación, rechazo o abandono de las teorías científicas, la
mayoría de los autores admitiría que este proceso conserva, de todos modos,
una relación importante con la posibilidad de someterlas a contrastaciones
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empíricas. Las concepciones filosóficas, en cambio, se fundan en argumentos
apriorísticos, es decir, independientes de la experiencia sensible.

2. Ciencias sociales y ciencias naturales

Pero si las ciencias naturales han tendido a separarse de la filosofía, los


límites parecen mucho más borrosos en el caso de las disciplinas sociales o,
al menos, la transición transcurre con mayor lentitud. Una característica
frecuente de los escritos sobre cuestiones sociales ha sido la presencia, más o
menos evidente, de consideraciones que pertenecen a lo que podríamos
llamar “filosofía social” en cuyo ámbito tienen lugar reflexiones,
valoraciones y propuestas de orden moral o político sobre las organizaciones
sociales.
Es cierto que desde hace mucho tiempo se ha tratado de trazar la
diferencia entre las ciencias naturales y las sociales atendiendo a la distinción
entre sus respectivos objetos de investigación: en un caso, el mundo físico y
biológico; en el otro, las organizaciones humanas y sus actividades. Pero hay
algo más: tanto en la actualidad como en épocas anteriores diversos autores
han sostenido que a diferentes objetos de estudio les corresponden también
metodologías distintas.
El conocimiento precientífico de las características de la conducta
humana se remonta, seguramente, a las épocas en las que surgieron las
primeras organizaciones sociales. Es obvio que la convivencia y la
colaboración con otras personas sólo es posible en la medida en que somos
capaces de encontrar cierta clase de regularidades en el comportamiento de
los demás, de modo que la mayoría de las veces podamos prever con un alto
grado de acierto sus actitudes ante diversas situaciones. Esto significa que el
conocimiento del mundo social que nos rodea es perfectamente comparable
con el dominio de nuestro entorno natural, en tanto el análisis se limite, en
ambos casos, al saber vulgar o cotidiano. Pero no ocurre lo mismo con las
disciplinas científicas que se han desarrollado a partir de ellos. Puede

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afirmarse que existe un altísimo consenso en torno a la creencia de que las
ciencias naturales, como la física o la biología, han protagonizado un
progreso impresionante –aunque no todas simultáneamente– mientras que las
disciplinas sociales han permanecido muy rezagadas.
Las evidencias en las que se funda la afirmación de este contraste son
varias. En primer lugar, el contundente impacto de las crecientes
innovaciones tecnológicas. La fabricación de una enorme variedad de
aparatos, algunos tan complejos como una computadora o una nave espacial,
los continuos adelantos en la medicina, etc., tornan indiscutible que el
conocimiento de las leyes que rigen el mundo natural brindado por las
ciencias correspondientes resulta muy apropiado, aunque las teorías
científicas sean incompletas o incluso puedan ser en un sentido estricto,
erróneas. Muchos científicos y no pocos filósofos de la ciencia describirían
esta situación en términos de aproximación a la verdad. De acuerdo con los
partidarios del llamado “realismo convergente”, las ciencias naturales
muestran –más allá de sus intentos fracasados, del abandono o el reemplazo
de teorías, de sus marchas y contramarchas– un creciente acercamiento a la
verdad, de manera que podemos confiar en que las actuales teorías acerca de
la naturaleza son verdaderas o, al menos, aproximadamente verdaderas. Otros
filósofos, como Bas van Fraassen, preferirían decir, más cautelosamente, que
no se puede establecer la verdad de una teoría científica sino juzgar, en todo
caso, su adecuación empírica; así, se eliminan las teorías que han resultado
empíricamente fallidas y se mantienen las que cuentan con apoyo
observacional. Los contundentes éxitos alcanzados gracias a la aplicación de
los conocimientos producidos por las ciencias de la naturaleza constituyen un
indiscutible testimonio de su adecuación empírica. Pero ambas posibilidades,
la de creer que nos hallamos ante teorías aproximadamente verdaderas o la de
pensar que al menos contamos con teorías empíricamente adecuadas, son
mucho más discutibles en el campo de las ciencias sociales.
Una segunda característica que vale la pena mencionar es la circunstancia
de que en los dominios de las ciencias naturales suele lograrse un amplio
consenso entre los investigadores, al menos en cuanto a determinados
aspectos de la realidad. Esto no significa que los acuerdos sean unánimes y
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menos aún que no puedan existir profundas discrepancias teóricas entre los
científicos. Así, muchos astrónomos de los siglos XVI y XVII seguían
pensando que las estrellas y los planetas giraban en torno a la Tierra, mientras
otros consideraban que esos movimientos eran sólo una apariencia producida
por los propios movimientos de nuestro planeta; sin embargo, ambos grupos
compartían un numeroso conjunto de creencias, como las referidas a las
sucesivas posiciones en las que se podían observar los cuerpos celestes a lo
largo de su trayectoria, independientemente de que éstas fueran aparentes o
reales. Y fueron precisamente esas coincidencias las que dilataron durante un
tiempo la resolución de la discrepancia teórica. Porque tanto la teoría
geocéntrica como la heliocéntrica que pretendía reemplazarla eran igualmente
compatibles con los informes observacionales disponibles en ese momento.
Asimismo, las dos teorías compartían un amplio conjunto de predicciones.
Tanto una como la otra permitían, por caso, anticipar los eclipses con igual
exactitud. Pero las teorías mismas no eran compatibles entre sí, de modo que
al menos una de ellas debía ser falsa. Este ejemplo ilustra, además, cómo un
conjunto de hipótesis falsas puede resultar empíricamente adecuado, y uno de
los sentidos en que pueden ser consideradas, de todos modos, una
aproximación a la verdad. La disputa entre ptolemaicos y copernicanos se
resolvió finalmente a favor de estos últimos; pero no cabe duda de que el
desarrollo de la teoría ptolemaica representó un formidable avance del
conocimiento y en cierto modo sentó las bases para la propuesta de
Copérnico. En cambio, es difícil encontrar en el campo de las ciencias
sociales un cuerpo de conocimientos que haya concitado la adhesión general
de la comunidad científica, como sucedió en una época con la teoría
ptolemaica y posteriormente con el heliocentrismo.
Otra peculiaridad que suele señalarse a propósito de las ciencias naturales
es su capacidad para explicar y, sobre todo, predecir los hechos que caen bajo
su análisis. El temprano desarrollo de la astronomía ha quedado evidenciado
por su virtud para anticipar con destacable exactitud muchos fenómenos
celestes. Y aunque otras disciplinas naturales maduraron más tardíamente o
no alcanzaron un éxito comparable en este aspecto, hay fundamentos para
sostener que, en términos generales, las ciencias naturales permiten formular
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un gran número de predicciones acertadas.
Como hemos sugerido al principio, las disciplinas que estudian los
hechos sociales parecen estar muy lejos de los logros alcanzados por las
ciencias naturales. En efecto, mientras vivimos rodeados de múltiples clases
de aparatos que resultan del avance de la física, la química y otras ciencias
naturales, mientras presenciamos sucesos como los viajes espaciales que dan
cuenta de hasta qué punto hemos desentrañado los misterios de la naturaleza,
no es fácil imaginar cuáles serían los productos tecnológicos o las
aplicaciones de las teorías sociales que mostraran de manera similar un
genuino progreso en el develamiento de los mecanismos que subyacen a las
prácticas sociales. Aun las teorías económicas, cuyos principios tienen
aplicación permanentemente en el diseño de las políticas implementadas por
los estados, brindan resultados más que discutibles. Tanto en esa área como
en las demás es difícil encontrar un conjunto de conocimientos que sirva de
base común para generar al menos un acuerdo parcial entre los investigadores
sociales. No es de extrañar que en el ámbito de estas disciplinas quede muy
poco espacio para la formulación de predicciones significativas y acertadas.
Si las hubiera, seguramente se contaría con una base firme para lograr
mayores consensos y para mostrar un progreso semejante al alcanzado por las
ciencias naturales.

3. Monismo y pluralismo metodológicos

La comparación entre las ciencias naturales y los estudios sociales y el


consecuente reconocimiento de las diferencias que se acaban de esbozar han
producido distintas actitudes con respecto al carácter científico de las
investigaciones sociales. Una de ellas, que podríamos denominar “pesimismo
epistemológico”, considera que esa clase de investigaciones no constituyen ni
pueden llegar a proporcionar conocimientos propiamente científicos. De
acuerdo con esta posición, la proliferación de teorías rivales, la falta de
consenso entre los investigadores y la escasez de logros que aquejan a los

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estudios sociales a pesar de los esfuerzos emprendidos durante siglos, no son
síntomas temporarios sino indicadores de que la realidad social –a diferencia
de la naturaleza– se resiste a la posibilidad de ser conocida científicamente.
La circunstancia de que se le niegue todo carácter genuinamente científico a
ese tipo de investigaciones da lugar a una suerte de paradoja lingüística,
porque llevaría a decir que las ciencias sociales no son ciencias. En ese caso,
el hecho de que se siga empleando la expresión “ciencias sociales” es sólo el
resultado de un uso fuertemente consolidado y por lo tanto casi imposible de
erradicar. Es así como Peter Meyer, por ejemplo, se pregunta literalmente si
las ciencias sociales son ciencias y concluye que la sociología –una disciplina
paradigmática en el campo de los estudios sociales– no puede considerarse
como tal porque no conduce a un conocimiento objetivo.
Otra posible actitud ante las dificultades que enfrentan las ciencias
sociales es considerar que, aun cuando de hecho sus logros son muy escasos,
debemos ser optimistas en cuanto a sus posibilidades futuras. Algunos
autores, en distintas épocas, han sostenido que las falencias de las
investigaciones sociales se deben a la falta de aplicación de un método
realmente científico para llevarlas a cabo. Y el método en cuestión no es otro
que el utilizado por los científicos naturales. Estos autores asumen, pues, una
posición que se denomina “monismo metodológico”, porque postula la
existencia de un único método general de investigación para todas las
ciencias fácticas, aplicable tanto al estudio de los fenómenos naturales como
a los sociales.
Es importante advertir que la propuesta de un método general no pretende
que las operaciones realizadas por los investigadores de las distintas clases de
ciencias sean idénticas. En algunas disciplinas, como la física o la biología, es
posible llevar a cabo experimentos –es decir, modificar determinadas
propiedades de ciertos fenómenos o producirlos artificialmente con el fin de
observar las consecuencias que así se generan– mientras que en otras, como
la astronomía, el investigador habitualmente sólo puede limitarse a observar
los sucesos que encuentra. Sin embargo, fuera de las ventajas prácticas que
ofrece la posibilidad de realizar experimentos, no hay una diferencia esencial
entre ambos procedimientos. Adecuadamente utilizados, ambos permiten
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poner a prueba hipótesis científicas y descubrir las propiedades de los
fenómenos. Un indicador de la equivalencia epistémica de los dos recursos
surge del siguiente ejemplo. La hipótesis de que la ingestión de ciertos
alimentos está asociada a determinada enfermedad puede contrastarse
logrando que un conjunto de personas se abstengan de consumir dichos
alimentos durante un lapso prolongado y controlando periódicamente el
estado de su organismo. Pero otra manera de llegar al mismo resultado –una
forma que podría inclusive ser más conveniente– consiste en hallar una
comunidad cuya dieta natural no tenga incorporados tales alimentos y
determinar la ausencia de la enfermedad en cuestión. Lo fundamental, en este
caso, es que la hipótesis pueda contrastarse a través de la observación sin que
importe cómo se han llegado a producir los fenómenos considerados. El
monismo metodológico, en consecuencia, postula la unicidad del método
científico caracterizándolo de tal modo que pueda aplicarse al estudio de
distintos aspectos de la realidad y respetando las diferencias en cuanto a los
procedimientos de investigación apropiados para cada disciplina.
Pero vale la pena aclarar, aunque parezca paradójico, que no hay un único
monismo metodológico sino varios. Ello se debe a que existen diferentes
descripciones del método científico. Un inductivista, por ejemplo, enfatizaría
el papel de las inferencias inductivas como el procedimiento adecuado para
las ciencias sociales, así como sucede en las ciencias naturales; mientras que
un monista que extendiera a las ciencias sociales la concepción falsacionista
negaría también en este campo la utilidad de la inducción. Además, es
importante señalar que, de hecho, el monismo metodológico ha estado
tradicionalmente asociado con lo que se denomina “naturalismo”, esto es, la
idea de que son las ciencias naturales las que mejor encarnan la utilización
del método científico, de manera que los científicos sociales deben tomarlas
como modelo. A su vez, el naturalismo suele identificarse con el positivismo.
Sin embargo, esta asimilación no es completamente correcta. Por un lado,
porque si entendemos por naturalismo la propuesta de que las disciplinas
sociales deben utilizar básicamente el mismo método que las ciencias
naturales, ello no implica que deban aceptarse otras condiciones
características del positivismo. Y además, como veremos más adelante,
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porque el término “positivismo” se utiliza para referirse a posiciones
filosóficas que presentan diferencias significativas.
Los pluralistas metodológicos, por su parte, generalmente adoptan una
actitud que podríamos denominar “conformista” como alternativa al
pesimismo y al optimismo metodológicos. Sostienen que es erróneo
descalificar las ciencias sociales porque no han brindado resultados similares
a los producidos por las ciencias naturales. A su juicio, el error se origina en
no haber advertido que las ciencias sociales cuentan con una metodología
completamente diferente de la que utilizan los científicos naturales. Pero así
como hemos dicho que hay más de un monismo metodológico, veremos que
se han formulado distintas caracterizaciones de las peculiaridades
metodológicas de las ciencias sociales.
No obstante las diferencias que pueda haber entre los pluralistas
metodológicos en cuanto a los rasgos distintivos de la investigación social,
suelen compartir el objetivo de utilizar la doctrina pluralista para defender la
condición científica de las disciplinas sociales. En efecto, una buena
estrategia para neutralizar la idea de que no merecen considerarse científicas,
a la luz de la comparación de sus resultados con los que brindan las ciencias
naturales, consiste en sostener que las diferencias metodológicas entre ambos
tipos de estudio justifican la utilización de criterios diversos para evaluar sus
méritos. Se sugiere así que las investigaciones sociales son científicas, pero
en este caso la palabra “ciencia” debe tomarse con un significado diferente
del que tiene cuando se aplica a las tareas de un físico o un biólogo. Y de allí
se seguiría que no es procedente preguntarse, por ejemplo, si una teoría social
puede contrastarse empíricamente, si brinda explicaciones plausibles o si
permite formular predicciones. Un rasgo curioso de este recurso es que
quienes lo utilizan parecen no poder resistirse a la tentación de aprovechar el
prestigio asociado al término “ciencia” en la cultura contemporánea. Se
aproximan de este modo a algunos positivistas que abogaban por la
constitución de una “filosofía científica”, mientras la mayoría de los filósofos
contemporáneos aceptarían que la filosofía es algo diferente de la ciencia sin
sentirse menoscabados por ello.
Pero las distintas versiones del monismo y del pluralismo metodológicos
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a las que hemos aludido no agotan todas las alternativas. Existe también la
posibilidad de creer que las ciencias, ya sean naturales o sociales, carecen de
un método identificable, no cuentan con un conjunto permanente de reglas o
pautas –tales como la lógica inductiva o el criterio de refutabilidad de
Popper– que guíen la tarea del investigador. Kuhn, por ejemplo, sostuvo que
los intentos de brindar un sistema de reglas metodológicas ha fracasado. La
historia de la ciencia muestra que los científicos a menudo han conservado
sus teorías pese a las experiencias refutatorias; y así como falla la propuesta
de Popper, es inútil buscar una formulación metodológica universalmente
válida porque la conducta de los científicos no se ajusta a ninguna. Podría
considerarse que la posición sostenida por Kuhn en La estructura de las
revoluciones científicas representa un pluralismo radical que se extiende a lo
largo del territorio entero de las ciencias naturales. Pero entonces, dado que
no parece haber ninguna limitación en cuanto a los procedimientos que los
científicos pueden llegar a utilizar, no parece haber ninguna diferencia entre
decir que los métodos científicos son múltiples y decir que no hay ningún
método, que “todo vale”, conforme a la audaz conclusión extraída por
Feyerabend, compañero de ruta de Kuhn. Se podría pensar que en estos casos
el liberalismo epistemológico llevado a su forma extrema termina
identificándose con el anarquismo, como lo reconoció Feyerabend. Kuhn, sin
embargo, jamás llegó tan lejos, y en sus exposiciones más tardías –como lo
hemos señalado– sostuvo explícitamente que nunca había puesto en duda la
autoridad de la ciencia.

4. Holismo e individualismo metodológicos

Las razones que se han invocado para explicar las dificultades inherentes
a las ciencias sociales son de diversos tipos. Algunas se refieren a las
características de su objeto de estudio y otras a las limitaciones que sufren los
investigadores. Entre las primeras, se encuentran el carácter abstracto de
ciertas entidades postuladas por las teorías –por ejemplo, las clases sociales–

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o la enorme complejidad de los fenómenos analizados; entre las limitaciones
del investigador se cuentan sus prejuicios, sus intereses individuales o
grupales, la contaminación de las descripciones por los juicios valorativos y
la influencia de las investigaciones mismas en la conducta de los sujetos
estudiados.
Una de las cuestiones más debatidas a propósito de la relación que guarda
el método de investigación con las características de los fenómenos
estudiados es la que enfrenta a los individualistas con los holistas. De acuerdo
con los individualistas, los hechos sociales son un agregado formado por las
acciones, las actitudes y demás circunstancias correspondientes a las personas
que toman parte en ellos. Esto equivale a pensar que solamente los individuos
y los aspectos de su conducta son auténticamente reales, mientras que los
grupos, instituciones o acciones colectivas constituyen una suerte de ficción
muy útil –tal vez imprescindible– para organizar y expresar nuestro
conocimiento. Cuando decimos que un ejército ganó una batalla, por ejemplo,
formulamos una afirmación que resume en pocas palabras una extensísima
descripción de las acciones llevadas a cabo por cada uno de los combatientes.
Si pretendiéramos reemplazar esa afirmación por el conjunto de enunciados
que describen las acciones individuales, emprenderíamos una tarea
prácticamente imposible y además perderíamos de vista el resultado de la
batalla. Los individualistas no lo niegan; pero insistirían en que la batalla se
reduce, en última instancia, a una secuencia de acciones individuales
relacionadas de cierto modo, así como un ejército es un conjunto de hombres
relacionados de cierta manera: si no existieran los hombres, no habría tal
ejército y si no se hubieran realizado las acciones individuales no habría
habido ninguna batalla. Los partidarios del holismo, en cambio, enfatizan el
papel de las entidades colectivas: un ejército o una batalla no son meros
agregados artificiales. Se puede decir que son reales; y constituyen el tipo de
objetos que debe reconocer el científico social.
Presentada de este modo, la discusión parece ser más bien de carácter
filosófico que científico. Se encuadra dentro de los límites de las cuestiones
que se denominan “ontológicas” y está emparentada con el clásico debate en
cuyo transcurso los nominalistas sostenían que los sustantivos comunes tales
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como “hombre” eran sólo eso, palabras, mientras que los realistas afirmaban
que se referían a entidades universales ejemplificadas en cada uno de los
individuos de la especie. Obsérvese que así la discusión no se plantea con
respecto a la existencia de alguna cosa en particular sino en relación con la
existencia de distintas categorías de entidades. Los universales constituirían,
en efecto, una categoría, un tipo de cosas diferentes de los individuos. Quien
afirmara que se puede ver desfilar a los soldados pero que no se puede ver
por otra parte desfilar el ejército estaría negándose a reconocer que un
ejército corresponde a una categoría distinta de entidades. Y este tipo de
desacuerdos no puede resolverse –si es que cuenta con una solución– más
que en el terreno de las argumentaciones filosóficas. Se supone, en cambio,
que las discusiones científicas pueden llegar a solucionarse de otra manera. Si
un astrónomo formula la hipótesis de que existe un planeta jamás visto hasta
el momento, esperamos que indique cuándo será visible o, por lo menos, qué
otras observaciones corroboran su hipótesis. De un modo semejante si se
postula la existencia de una entidad teórica, es decir, no observable
directamente, como el éter o los genes, la teoría en cuyo contexto se hace
referencia a ellas debe llegar a contar con apoyo empírico, es decir, con
observaciones que resulten relevantes para confirmarla.
Pero, en el ámbito de las ciencias sociales, la discusión entre
individualistas y holistas trasciende los aspectos puramente filosóficos y se
proyecta como una cuestión fundamental para el establecimiento del método
de investigación. En este caso, la decisión que se adopte determinará, por
ejemplo, el tipo leyes y la clase de explicaciones que serán aceptadas como
válidas. Un individualista intentará, en principio, vincular las hipótesis
teóricas con descripciones de acciones individuales y procurará también que
las explicaciones constituyan una reducción de las proposiciones que se
refieren a totalidades o instituciones a proposiciones formuladas en términos
de conductas individuales y observables. La historia de las ciencias naturales
muestra que ha resultado provechoso tratar de descomponer los
macrofenómenos en las partes que los integran e intentar explicar las
propiedades de los primeros como el resultado del funcionamiento
combinado de estas últimas. Pensemos, por caso, el avance que significó el
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descubrimiento de las células para la comprensión de los procesos vitales de
los organismos vegetales y animales. Esta tendencia, aunque
metodológicamente fértil, no excluye, sin embargo, la posibilidad de que en
ciertos casos resulte inaccesible ese tipo de reducción y las propiedades del
macrofenómeno carezcan de una explicación en términos de sus
microcomponentes.
Los holistas subrayan, precisamente, la emergencia de los fenómenos
sociales con respecto a los individuos y sus acciones singulares. El concepto
de emergencia alude, en este caso, al surgimiento de un estrato de la realidad,
de un nivel de hechos en cierta medida autónomos, regido por su propio
modo de funcionamiento, que no podría deducirse del conocimiento de sus
componentes. Su posición guarda semejanza con un argumento que se ha
formulado a propósito de la relación entre la mente y el cerebro: aunque se
esté dispuesto a admitir que la vida mental, el pensamiento, la conciencia,
tiene su base material en la actividad de las células cerebrales, las
características del funcionamiento mental de una persona no se reducen a tal
actividad y no pueden describirse en términos de fisiología celular.

5. Determinismo y libre albedrío

La comparación que acabamos de hacer con una finalidad puramente


ilustrativa trae a cuento otra razón que también se ha esgrimido para marcar
diferencias entre las ciencias naturales y las sociales. En efecto, se ha hecho
notar que los seres humanos, en tanto agentes sociales, están dotados de libre
albedrío. Pueden elegir cómo actuar y comúnmente cuentan con una amplia
gama de reacciones posibles, algo que corrientemente no sucede con los
cuerpos físicos, los átomos o las células. Por ese motivo –continúa la
argumentación– no pueden establecerse regularidades estrictas con respecto
al comportamiento humano. Algunos autores expresan este contraste entre la
conducta de los seres humanos y los objetos de estudio de las ciencias
naturales a través de la indicación de que el mundo natural está regido por

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leyes causales, mientras que las acciones de las personas no. Vale la pena
aclarar que el término “causa” posee distintos significados y su elucidación
ha sido objeto de amplias discusiones filosóficas, pero en el presente contexto
se entiende que una ley causal es la que establece relaciones invariables entre
fenómenos, como el calentamiento de un metal y su dilatación, por ejemplo.
La ausencia de leyes causales en la esfera de los fenómenos sociales, pues,
serviría para explicar la imposibilidad de formular predicciones con respecto
a esa clase de fenómenos. Si se conocen las características de un trozo de
metal y la magnitud del incremento de temperatura producido, el
conocimiento del coeficiente de dilatación propio de ese metal permite
predecir con seguridad en qué medida se dilatará. No ocurre lo mismo con las
acciones humanas, puesto que –en tanto depende de su voluntad– no tenemos
ninguna certeza sobre cómo ha de actuar una persona en determinada
situación.
Algunos autores han señalado que en el caso de la conducta humana las
razones o motivos que posee el agente desempeñan una función análoga a la
que cumplen las causas en los fenómenos naturales. Es por ello que las
explicaciones de los actos intencionales no pueden prescindir de hacer
referencia a las razones que dieron lugar a esos comportamientos. Pero aun
así se mantendría una diferencia entre la investigación de los fenómenos
naturales y la indagación del comportamiento de los seres humanos.
Comparemos nuevamente las dos clases de hechos. La caída de una piedra
que ha sido lanzada se explica por la intervención de la fuerza de gravedad
que la atrae hacia la superficie terrestre, de manera que si conocemos las
condiciones iniciales –esto es, la masa del cuerpo, la dirección y el valor de la
fuerza que lo impulsó, la resistencia del aire, etc.– podemos establecer el
lugar donde volverá a entrar en contacto con el suelo y la duración del
proceso. Si queremos explicar una acción, en cambio, debemos averiguar las
razones, motivos o intenciones del sujeto, así como sus creencias y otras
circunstancias que constituirían el equivalente de las condiciones iniciales
mencionadas a propósito de los fenómenos naturales. Una persona deposita
dinero en un banco, por ejemplo, porque considera que es más seguro que
guardarlo en su casa, porque quiere beneficiarse con los intereses, etc. Sin
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embargo, fijados los datos relevantes para la caída de la piedra, su trayectoria
es única: no puede ser diferente; mientras que la persona de nuestro ejemplo
puede decidir depositar su dinero en uno u otro banco, es decir, puede haber
varios medios adecuados para la realización de un mismo fin. Pero lo más
importante es que, aun cuando creyera que depositar el dinero en un banco es
lo mejor, finalmente podría no hacerlo. La incomodidad que le produce
realizar ese tipo de trámites, la pereza o algún otro factor similar podrían
alterar el curso de sus acciones.
El contraste entre el carácter necesario, forzoso, de la caída de la piedra y
la naturaleza opcional de la acción humana se expresa muchas veces
indicando que los hechos naturales –o por lo menos algunos de ellos– son
fenómenos determinísticos, en tanto las acciones no lo son. En el campo de la
física, hay algunas clases de procesos para los cuales no se han podido
formular leyes determinísticas, pero sí se han propuesto leyes estadísticas que
establecen las probabilidades de que ocurran de cierta forma. Las opiniones
de los especialistas están divididas en cuanto a si esta situación refleja una
característica inherente a la realidad –es decir, si algunos aspectos del mundo
físico son por sí mismos indeterminados– o si se trata solamente de una
limitación de nuestro conocimiento, incapaz de descubrir las regularidades
causales que están detrás de las probabilísticas. En el caso de la conducta
humana, hay motivos adicionales para pensar que el indeterminismo no es
simplemente el resultado de una limitación del conocimiento sino una
característica de la conducta en sí misma. Ya hemos sugerido que las
acciones de una persona parecen responder, en última instancia, a las
decisiones de su voluntad.
La cuestión del libre albedrío constituye un problema fundamental, tanto
en el plano de la metafísica y la ética como en el científico. A partir de cierta
etapa de nuestro desarrollo, todos los seres humanos experimentamos la
convicción de que podemos decidir qué hacer en cada momento; pero, por
otra parte, no cabe duda de que estamos sometidos –en tanto somos también
seres biológicos– a las leyes causales de la naturaleza. Algunos filósofos,
entre ellos Kant, han tratado de resolver la contradicción entre la existencia
del libre albedrío y nuestra pertenencia al mundo natural, entre el dominio
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excluyente de la causalidad y el reino de la libertad, atribuyendo a los
humanos la pertenencia simultánea a ambos mundos de tal manera que
nuestra voluntad se impone al determinismo causal.
Pero, por otra parte, la experiencia de la libertad podría ser puramente
ilusoria. Tal vez factores físicos y biológicos, sumados a condiciones
psicológicas y sociales, llegan a constituir un complejo causal que determina
el curso de nuestras acciones. En ese caso, la convicción de que actuamos
siguiendo los dictados de nuestra propia voluntad equivaldría a una suerte de
falsa conciencia. Algo así es lo que le sucedería a una persona que llevara a
cabo una acción que le fue ordenada durante un trance hipnótico: como
ignora cuál es la causa de su comportamiento, podrá creer que la ha decidido
por propia voluntad. Una de las hipótesis fundamentales del psicoanálisis
afirma, precisamente, que detrás de nuestras intenciones conscientes se
esconden motivos inconscientes, surgidos de nuestra propia historia
psicológica. Así, durante el tratamiento, el terapeuta, para explicar el
comportamiento del paciente, tratará de descubrir qué experiencias han
influido en su modo de actuar. Ello no significa, sin embargo, que el analista
esté en condiciones de predecir las futuras acciones del sujeto. Esta
circunstancia podría resultar del desconocimiento de otros factores
relevantes; pero también podría deberse a que las leyes que rigen la conducta
no son deterministas; y en ese caso, su lugar podría ser ocupado por leyes
probabilísticas. Ya hemos señalado que los físicos enfrentan el mismo
problema cuando fracasan los intentos de hallar leyes deterministas que
expliquen ciertos fenómenos naturales.
Aunque la afirmación de la existencia del libre albedrío se encuentra
históricamente asociada con creencias religiosas o metafísicas, no es
necesario postular alguna entidad tal como el alma para reconocer la
complicación que representa el hecho de que los individuos actúan de manera
que pareciera responder a su libre voluntad. Así como las personas ignoran
que sus acciones están causalmente determinadas –en el caso de que lo
estuvieran–, el observador no se halla en condiciones de acceder a los
mecanismos causales que mueven al agente y, en consecuencia, no podría
prever su conducta. En este punto surge una diferencia entre lo que puede
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suceder con las acciones individuales y el comportamiento grupal. Aun
cuando pudiera desconocerse la reacción de cada individuo ante determinada
situación, se podría contar con elementos de juicio para conjeturar el
comportamiento del grupo. El fuerte incremento del precio de un producto,
por ejemplo, no es suficiente para pensar que una persona determinada dejará
de consumirlo; pero permitiría aventurar que se reducirá la demanda global
del producto.
Vale la pena señalar, pues, que la tesis de que la existencia del libre
albedrío tiene consecuencias decisivas en el carácter de la investigación
social parece resultar incompatible con el holismo metodológico.
Recordemos, al respecto, que los holistas defienden la autonomía de las
propiedades de los fenómenos sociales con respecto a las acciones
individuales. Al mismo tiempo, sostienen la independencia de las ciencias
sociales con respecto a la psicología entendida como el estudio del
comportamiento individual. Y si esto es así, la cuestión de la conducta
voluntaria presenta, en todo caso, un problema para la psicología; pero no
debería constituir también un inconveniente para las disciplinas sociales.
Por otra parte, se ha sostenido que la ausencia de leyes deterministas en el
campo de las ciencias sociales queda compensada por la posibilidad de
comprender la conducta de los demás sobre la base de nuestra propia
experiencia. De acuerdo con esta posición, pues, la metodología de las
ciencias sociales es radicalmente diferente de la que corresponde a la ciencia
natural; porque mientras esta última procura descubrir las regularidades que
rigen fenómenos externos, el científico social cuenta con la posibilidad de
recrear en cierto modo la situación de los actores que analiza. Este tipo de
comprensión surge, entonces, como la posibilidad de que el investigador “se
ponga en el lugar” de los sujetos cuya conducta estudia. Tal posibilidad se
funda, a su vez, en el hecho de que –más allá de las diferencias culturales que
pueden separar al científico de las personas cuyas acciones investiga– hay
aspectos comunes a todos los seres humanos: capacidad racional, emociones
básicas, sentimientos, etc. Claro está que esos elementos compartidos no son
suficientes, ya que el investigador necesitará familiarizarse con las
circunstancias históricas y culturales propias de los sujetos que estudia. Así,
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un antropólogo deberá convivir durante un lapso prolongado con los
miembros de una comunidad muy diferente de la suya y un historiador deberá
considerar un numeroso conjunto de aspectos de la época correspondiente a
fin de que puedan comprender la conductas que examinan.
La negación de la existencia de leyes causales en el ámbito del
comportamiento humano en algunas oportunidades va acompañada por la
idea de que son reemplazadas, en cierto modo, por reglas o pautas sociales.
Una persona, a diferencia de un planeta o cualquier otro objeto físico, no está
determinada a conducirse de una única manera conforme a la situación en la
que se encuentra; pero, de todos modos, sus acciones suelen estar fuertemente
influenciadas por las costumbres y normas vigentes en su medio social. Así,
aunque la decisión de contraer matrimonio dependa, en última instancia, de la
voluntad individual, un miembro de la comunidad Amish muy probablemente
desposará a varias mujeres, mientras que un argentino se unirá con una sola,
o con ninguna –si es un sacerdote católico, por ejemplo–. Este argumento se
completa con la indicación de que la tarea del científico social consiste en
develar, a través del examen del comportamiento de los integrantes de una
comunidad, las pautas a las que se ajusta, ya que muchas veces no se trata de
normas explícitamente formuladas. El descubrimiento de las reglas implícitas
que rigen la conducta social parecería no ser, en un sentido estricto, del
mismo tipo que el establecimiento de las leyes naturales. La diferencia, en ese
caso, radica en que la manera en que actúa una ley natural para producir los
fenómenos es, por así decirlo, completamente ajena a la intervención de seres
capaces de actuar: en este sentido, una piedra que rueda por la ladera de una
montaña no actúa, simplemente, es impelida por efecto de la gravedad y de
otros factores que determinan su caída, en las condiciones en las que se
encuentra. En el caso de la conducta social, en cambio, el modo como ejercen
su efecto las pautas culturales es indirecto. Los individuos actúan conforme a
las normas en razón de su reconocimiento consciente o bien lo hacen a través
de un proceso de internalización. Por otra parte, mientras se supone que las
leyes naturales tienen un carácter universal, es decir, que afectan a todos los
objetos que cumplen con las condiciones relevantes, las reglas sociales son de
alcance restringido, porque rigen en el ámbito de sociedades particulares.
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CAPÍTULO 3
LOS ORÍGENES DE LA
SOCIOLOGÍA

1. El positivismo de Comte

Auguste Comte, junto con el Conde de Saint-Simon,[1] de quien fue


discípulo, estuvo comprometido en el intento de construir una teoría
comprehensiva que abarcara todos los aspectos de la vida social y diera
cuenta de la evolución de la humanidad desde sus orígenes hasta su
proyección hacia el futuro. Nació en Montpellier, Francia, en 1798, y desde
muy temprana edad manifestó preocupación por las cuestiones sociales: a los
dieciocho años fue expulsado antes de terminar sus estudios en la Escuela
Politécnica de París por encabezar una sublevación estudiantil. En esa época
concibió la idea de que la filosofía podía construirse sobre bases puramente
científicas y que debía emplearse también el método científico para el estudio
de los problemas sociales; esperaba que de este modo se lograría obtener
resultados tan ciertos como los logrados por la física, la química y la
matemática. Su pensamiento estuvo influido por los ataques dirigidos por
Hume contra la metafísica y por las ideas de orden y progreso características
del pensamiento iluminista del siglo XVIII. También manifestó su adhesión
al empirismo al rechazar la posibilidad de que el conocimiento puede
derivarse exclusivamente de la razón.
A pesar de que sus actitudes de rebeldía lo alejaron de la vida académica,
Comte llegó a tener numerosos discípulos y escribió una voluminosa serie de
tratados que ejercieron influencia durante largo tiempo tanto en Europa como
en América. La concepción de Comte es, sobre todo, una filosofía social que
pretende diferenciarse de las propuestas anteriores por su carácter

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estrictamente científico. Con esa intención acuñó la expresión “Filosofía
Positiva”, y también fue él quien introdujo el término “sociología”, aunque
está claro que posteriormente ambas palabras, “positivismo” y “sociología”,
han sido empleados con un sentido mucho más amplio, de manera que no se
refieren exclusivamente a las ideas de Comte.

La ley de los tres estadios

En sus obras Curso de Filosofía Positiva y El Sistema de Política


Positivista, Comte desarrolla la tesis de que todos los fenómenos, ya sean
físicos, biológicos o sociales, se hallan sujetos de manera necesaria a las
leyes de la naturaleza, porque la realidad entera constituye un orden único. El
objetivo del conocimiento, entonces, es descubrir esas regularidades y
formularlas de tal modo que queden reducidas al menor número posible; y un
aspecto significativo de esta concepción es la idea de que la evolución de los
fenómenos sociales también está regida por las leyes naturales. Así, de
acuerdo con Comte, la trasformación del pensamiento responde a una ley
fundamental que comprende tres etapas por las que ha atravesado la especie
humana: el estadio teológico o ficticio, el estadio metafísico o abstracto y el
estadio científico o positivo. Es preciso subrayar que Comte concibió este
principio no como un mero recurso heurístico sino con la certeza de que
refleja fielmente los hechos históricos. Y si bien adopta la forma de una teoría
epistemológica, en la medida en que pone el acento en las distintas maneras
de conocer el mundo, se extiende mucho más allá, porque cada una de las
etapas representa una actitud general de la humanidad propia de ese
momento.
El estadio teológico, que se manifiesta por medio del fetichismo, el
politeísmo y el monoteísmo, corresponde al período en el que la mente da por
sentado que todos los hechos son el producto de la acción inmediata de seres
sobrenaturales. En la fase metafísica, que es apenas una modificación de la
anterior, las divinidades son reemplazadas por fuerzas abstractas que
constituyen las causas de las propiedades y apariencias de las cosas. En el
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tercer estadio, el positivo, la inteligencia humana ha dejado de lado tanto los
seres sobrenaturales como las esencias ocultas de las cosas y se aplica a
estudiar exclusivamente las leyes que rigen la ocurrencia de los fenómenos.
En el estadio positivo se abandona definitivamente la búsqueda de causas
profundas; el método del conocimiento se limita a la observación, la
experimentación, la comparación y la predicción de los fenómenos
estudiados, y si bien reconoce la existencia de leyes universales e invariables,
no puede sobrepasar el nivel de las regularidades empíricas.
En cuanto a la ubicación cronológica de las etapas de todo este proceso,
Comte creía que el estadio teológico se extendió en Europa hasta el siglo
XIV; hasta entonces, la visión que el hombre tenía de la naturaleza era
animista, con independencia de que las fuerzas dominantes fueran concebidas
como la acción de un solo dios o de espíritus que animan los objetos
naturales. Le siguió la etapa metafísica que se caracterizó por el dominio de
la filosofía aristotélica redescubierta y cuyo supuesto fundamental era la
postulación de esencias por detrás de la apariencia de los fenómenos. La
Revolución Francesa, acontecimiento al que Comte atribuía más importancia
ideológica que política, marcó el fin de la etapa metafísica y el ingreso al
estadio positivo que representa la edad madura de la ciencia. A partir de ese
momento el hombre comprendió que no debía buscar esencias ocultas sino
establecer las leyes naturales que rigen los hechos observables.

La jerarquía de las ciencias

Comte asignaba un gran valor a la matemática, la disciplina a cuya


enseñanza había querido consagrarse, y adhirió a la concepción de Laplace,
quien imaginaba que el universo podría representarse como un modelo
matemático, de modo que contando con el conocimiento de las condiciones
iniciales, sería posible predecir con exactitud los fenómenos futuros y
reconstruir completamente los hechos pasados. Pero aunque la matemática
era sin duda una base imprescindible para el conocimiento de la realidad y
había sido desarrollada tempranamente, Comte consideraba que el progreso
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hacia la etapa positiva ha sido el resultado de una progresiva aproximación a
lo concreto, de tal manera que la evolución histórica de los conocimientos se
corresponde con la organización jerárquica de las disciplinas científicas. Así,
la matemática permitió el desarrollo de la astronomía y ésta el de la física. A
su vez, la física proporciona el fundamento de la química y esta última sienta
las bases para la biología. Pero el estadio positivo se consagra con el
advenimiento de la sociología. Las ciencias conforman, pues, un edificio
cuya base es la matemática y cuya cúspide es la sociología, conforme a una
escala jerárquica que corresponde a la complejidad creciente de sus
respectivos objetos de estudio. La sociología, tal como la concebía Comte, es
la ciencia de los fenómenos a la vez más concretos y complejos y su objetivo
es desentrañar las leyes que gobiernan los procesos históricos.
Se advierte que en tanto considera que los fenómenos sociales están
comprendidos dentro de la naturaleza, Comte sostiene una epistemología
totalmente naturalista. Es indicativo al respecto, el hecho de que antes de
proponer, como ya hemos dicho, el nombre “sociología”, Comte había
utilizado la expresión “física social” para referirse a la ciencia que debía dar
cuenta de la realidad social. Y vale la pena consignar que la economía no
ocupa ningún lugar en esta clasificación de las disciplinas científicas, pues
Comte no tenía una opinión favorable acerca de la teoría económica clásica.
Del mismo modo, excluyó la psicología, porque consideraba que el método
introspectivo que la caracterizaba suponía un absurdo desdoblamiento del
sujeto que al mismo tiempo debía ubicarse como observador y observado.
Consecuentemente, Comte promovía un enfoque holista de los
fenómenos humanos. La sociología debe encarar el estudio de la sociedad
como una totalidad que no puede reducirse a las acciones individuales de sus
miembros. El individuo –moldeado por la cultura– no constituye una entidad
independiente, la sociedad como un todo es más primaria y concreta que la
persona. Y por ese motivo, Comte enfatizó la necesidad de examinar los
elementos culturales que contribuyen a forjar la integración de los individuos
dentro de la comunidad para llegar a la comprensión adecuada de la
estructura y la función de la sociedad.

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El orden social

Del mismo modo que las ciencias conforman una jerarquía del
conocimientos, los distintos grupos que componen la sociedad mantienen
también una relación estratificada. El orden social depende finalmente de que
exista una correcta articulación entre las partes del entramado de la sociedad.
A diferencia de Marx, que anticiparía el advenimiento de una sociedad sin
clases, la utopía de Comte contemplaba una estricta diferenciación de los
estamentos sociales. En la cima de esta estructura proclamó a los filósofos
positivistas, es decir, quienes tendrían la responsabilidad de llevar a cabo el
conocimiento científico de la sociedad y dirigirla espiritualmente; y en su
base ubicó a la clase obrera. Estaba convencido de que el proletariado era
terreno fértil para sembrar las semillas de la reforma social, porque sus
carencias educativas y económicas lo hacían proclive a recibir con
beneplácito la propuesta de un nuevo orden. Pero este cambio no lo
alcanzarían los pobres por sí mismos sino solamente cuando concretaran una
alianza con la clase de los intelectuales –los filósofos positivistas– destinados
a regir los destinos de la nueva sociedad. Al igual que los seres vivientes, la
sociedad basa su existencia en un “consensus” funcional de sus partes. La
exigencia de esta armonía crece en la misma proporción en que lo hace la
complejidad estructural y funcional de los organismos, y alcanza su máxima
expresión en el cuerpo social. Por ello esta rígida estratificación no produciría
descontento en los segmentos inferiores, puesto que sus miembros se verían
compensados por los beneficios que recibirían al lograr una organización
capaz de eliminar los conflictos sociales y las guerras. Aceptarían entonces
sus roles y cumplirían eficazmente su función respaldados por el orden y por
un alto nivel de solidaridad social. En cuanto a los intelectuales, éstos serían
los doctores en la nueva ciencia social y puesto que existe una jerarquía de
disciplinas científicas cuyos niveles superiores se apoyan en los inferiores,
los dirigentes de la nueva sociedad tendrían el dominio de todas las ciencias;
sería un gobierno de expertos, una tecnocracia. De estos supuestos se
desprende que la función del sociólogo no es puramente teórica; por el

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contrario, confiere a la sociología una finalidad eminentemente práctica.
Comte concebía el desorden social como uno de los peores males que
aquejan a la humanidad y creyó descubrir en los principios de la Filosofía
Positiva el remedio más completo y permanente para curar el caos social.
Visto desde la perspectiva actual, el gran esfuerzo intelectual llevado a
cabo por Comte resulta más importante por algunas de sus intenciones
epistemológicas que por el contenido sustantivo de sus ideas. A pesar de que
uno de sus objetivos fundamentales era dejar atrás las postulaciones
metafísicas y construir un conocimiento que se atuviera a lo que mostraba la
experiencia, toda su concepción se apoya en postulados metafísicos y en
interpretaciones que van mucho más allá de lo que puede captarse a través de
la experiencia. Es ilustrativo, al respecto, que en su período tardío, y al
parecer profundamente conmovido por su romántica relación con una mujer
llamada Clotilde de Vaux, Comte llegara a pensar que el estadio positivo no
se agota en el plano intelectual y debe ser acompañado por actitudes
vinculadas con las facultades afectivas. Sostuvo, entonces, la necesidad de
crear un nuevo culto, convencido de que la ciencia suplanta a la teología pero
no puede reemplazar a la religión. El dogma cristiano debe ceder su lugar a la
Religión de la Humanidad, que no rinde homenaje a un dios trascendente sino
a al pasado, el presente y el futuro de la Humanidad misma, que se eleva
entonces como el Gran Ser.
Las peculiaridades características del pensamiento de Comte que
acabamos de mencionar explican por qué las ideas positivistas que
aparecieron más tarde, como en el caso de los empiristas lógicos, no pueden
considerarse como la continuidad de la doctrina de Comte. Los positivistas
más recientes habrían de sentirse francamente incómodos con las audaces
tesis históricas de Comte, su retórica filosófica y la posibilidad de vincular la
ciencia con la religión, por más que se la pretendiera entender en un sentido
muy diferente del tradicional.

2. La concepción de Max Weber

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Comte murió en 1857, y siete años después nacía en Berlín quien estaba
destinado a convertirse en otra de las grandes personalidades de la ciencia
social. La formación intelectual de Weber y su interés por distintos órdenes
de conocimiento se ve reflejada tanto en la variedad de sus contribuciones
científicas como en el contenido mismo de sus reflexiones epistemológicas.
Weber había estudiado historia, economía y derecho, y se distinguió
académicamente en cada una de estas áreas. Sus escritos, algunos publicados
después de su muerte, acaecida en 1920, abarcan cuestiones históricas,
sociológicas, económicas y epistemológicas. Pero esta multiplicidad no fue
de ninguna manera circunstancial, porque era una característica de su
pensamiento la preocupación por integrar conocimientos que, en principio,
corresponderían a enfoques diferentes. Una de sus obras más reconocidas, La
ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), constituye un
claro ejemplo de la forma como Weber concebía dicha integración, pues en
ella la investigación de un hecho histórico le permite desplegar la riqueza de
sus recursos teóricos y metodológicos.
Max Weber se había educado en Berlín en el seno de una familia
protestante. Tanto sus ancestros paternos como los maternos gozaban de una
próspera situación económica; pero mientras su madre conservaba una actitud
puritana y una alta valoración de las cuestiones intelectuales, su padre estaba
más motivado por los asuntos mundanos y la política. Probablemente, estas
circunstancias influyeron en el desarrollo de la personalidad de Weber y en la
amplitud de sus intereses, que lo llevaron a combinar las investigaciones
teóricas con la participación en actividades políticas concretas. Quizá la
experiencia del profundo compromiso religioso de su madre le inspiró la idea
de que la religión pudo haber desempeñado un papel fundamental en el
surgimiento de la sociedad moderna.
La tesis principal que Weber defendió en aquel libro es la convicción de
que el desarrollo del capitalismo en Europa fue el resultado de la vigencia de
la doctrina calvinista. Un elemento distintivo de esta variedad del
cristianismo es la creencia de que la salvación eterna está predestinada; de
manera que no depende, en última instancia, del comportamiento del
individuo, quien además ignora si finalmente alcanzará o no la salvación
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porque no puede conocer los designios de Dios. Sin embargo, de acuerdo con
el pensamiento calvinista, hay ciertas circunstancias que pueden tomarse
como indicios del destino final que le corresponde a una persona: el éxito en
el mundo terrenal, los logros dentro de la propia profesión. De este modo, los
calvinistas llegaron a considerar que los beneficios económicos alcanzados
por una persona significaban que se encontraba entre los elegidos por Dios
para gozar de la vida eterna. El progreso económico individual, a su vez,
implica la maximización del lucro, característica típica del sistema capitalista;
pero, como la propia religiosidad obligaba a llevar una vida ascética, las
ganancias obtenidas no se gastaban sino que se reinvertían, y de esa manera
se reforzaba el funcionamiento del capitalismo.
Resulta evidente, en primer lugar, que cuando Weber emprende el estudio
del desarrollo del capitalismo estaba realizando la tarea de un historiador. En
efecto, se ocupaba de investigar las características de un fenómeno individual
y trataba de explicar por qué se había producido. Pero la hipótesis que trataba
de probar muestra también la postura de Weber con respecto a una corriente
de pensamiento muy presente en su entorno académico: el marxismo. En la
medida en que hacía depender ciertos aspectos económicos fundamentales de
las características de la actitud religiosa, es decir, de factores culturales,
Weber se oponía a uno de los principios más conspicuos del marxismo: la
tesis de que los aspectos culturales son más bien efecto que causa de las
condiciones económicas.

Las ciencias interpretativas y los tipos ideales

La caracterización del capitalismo formulada por Weber ejemplifica el


tipo de explicaciones que él consideraba propias de los estudios socio-
históricos. Admitía que el historiador investiga sucesos singulares pero, al
mismo tiempo, debe brindar explicaciones causales de dichos fenómenos.
Pero el concepto de causalidad no debe tomarse, en este contexto, en un
sentido demasiado estricto. Weber no era un determinista; pensaba que las
relaciones entre los fenómenos sociales son, más bien, de carácter
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probabilistico. La mención de las explicaciones causales alude a la necesidad
de dar cuenta de los sucesos individuales en términos de regularidades que el
historiador extrae de las disciplinas sociales y en particular de la sociología,
cuya tarea permite descubrir conexiones y uniformidades en el
comportamiento humano. En esta cuestión, Weber concede que la
investigación social comparta el carácter nomológico típico de las ciencias
naturales; pero eso no significa que la metodología sea completamente
idéntica para ambas clases de disciplinas. Weber consideraba que las
investigaciones sociales sólo pueden ser abordadas a partir de la
“comprensión” (Verstehen) de las acciones humanas. Este modo de
conocimiento consiste en establecer el sentido de las actitudes de las
personas, esto es, concebirlas como acciones dirigidas a la obtención de los
fines propios de quienes las llevan a cabo. En el caso del análisis de la
conducta de los calvinistas, por ejemplo, el historiador sólo cumplirá su
cometido si interpreta el sentido de sus actitudes. Si no tiene en cuenta que la
fe religiosa les hacía creer en la predestinación y en que el éxito comercial les
indicaba su salvación, la utilización de la documentación en la que se fundaba
y toda la argumentación elaborada por Weber no habrían podido surgir. Pero
es importante señalar que la comprensión que Weber proponía no equivale a
una identificación entre el historiador y los individuos cuyas acciones
investiga. No se trata de una empatía que supusiera la instalación del
investigador en el lugar del sujeto cuyo comportamiento se trata de
interpretar. Para comprender las actitudes de César –sostenía Weber– no es
necesario ser César.
La determinación de los significados presentes en las acciones humanas
se logra gracias a la construcción intelectual de ciertos conceptos que Weber
denomina tipos ideales. El tipo ideal es una suerte de abstracción que reúne
un conjunto de propiedades que lo definen, pero de tal manera que las
entidades concretas por él representadas sólo poseen esos rasgos en mayor o
menor grado, y en ciertos casos pueden carecer de algunos de ellos. Surge de
la acentuación de uno o varios puntos de vista y unifica una pluralidad de
aspectos particulares dispersos. Weber era plenamente consciente de que un
tipo ideal jamás podría ser hallado empíricamente pues se trata de una
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quimera, aunque indispensable para entender las realidades concretas. Es un
instrumento metodológico de gran utilidad heurística porque guía la
investigación empírica. Esta actividad consiste, fundamentalmente, en
establecer en qué medida cada manifestación particular se ajusta o no a las
características del tipo ideal correspondiente. Así, la selección de un conjunto
de rasgos daría lugar a una caracterización del líder carismático –una de las
formas de autoridad reconocidas por Weber– pero el historiador tendrá que
determinar hasta qué punto tal o cual personaje histórico encarnaba esas
actitudes. Del mismo modo, deberá establecer, por ejemplo, hasta dónde las
circunstancias concretas reproducen un mercado de competencia perfecta.
Son los apropiados tipos ideales los que proveen el punto de partida de la
investigación empírica. El economista o el sociólogo no pueden acceder al
análisis de los datos si no cuentan con un patrón que los organice y sirva
como elemento de comparación.
De esta forma, Weber introduce a propósito de las ciencias sociales una
idea corriente en la filosofía de la ciencia actual: la certeza de que el
científico no puede alcanzar el conocimiento de la realidad a menos que
aporte de entrada ciertas expectativas sobre lo que busca. Tanto Popper como
Hempel, por ejemplo, subrayan la necesidad de que el investigador adelante
hipótesis y proceda luego a contrastarlas. En el caso de Weber parece haber,
con todo, una diferencia, pues los tipos ideales no son propiamente hipótesis
sino más bien conceptos heurísticos que orientan la comprensión y la
explicación causal de los fenómenos estudiados. Sin embargo, nos inclinamos
a pensar que no se trata, en este contexto, de una distinción fundamental;
pues de todas maneras hay hipótesis implícitas asociadas a tales conceptos
referidas al modo de comportamiento de los tipos ideales, como la suposición
de que en un mercado de competencia perfecta los participantes pueden
conocer los precios de todas las transacciones. Podría pensarse que un tipo
ideal condensa cierto conjunto de hipótesis imaginarias, deliberadamente
ficticias, que el investigador toma en cuenta a fin de establecer hasta qué
punto la situación real se aproxima a ellas.

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La cuestión de los valores

Otra idea de Weber particularmente relevante para los debates posteriores


era su concepción acerca de la cuestión de los valores en las ciencias sociales.
De acuerdo con Weber, debe evitarse, en primer lugar, toda confusión entre
las valoraciones propias de los sujetos cuya conducta se investiga y las que
eventualmente sostiene el científico. Está claro, y resulta esencial, que las
conductas de los actores sociales se puedan ordenar en relación con valores;
ésta es una particularidad crucial de los fenómenos humanos que contrasta
con los del mundo puramente natural, donde no hay lugar para hablar de
valores, finalidades o propósitos. Averiguar si estaba destinado a la vida
eterna constituía un objetivo primordial para un calvinista, de acuerdo con las
hipótesis históricas de Weber, pero esta circunstancia no tiene nada que ver
con las propias convicciones teológicas del historiador. La tarea del
investigador se limita a examinar las evidencias de que los calvinistas
sustentaban esas creencias y que ellas motivaban su comportamiento
económico.
Por su parte, el científico social también lleva a cabo su tarea conforme a
ciertos valores, pero son de un tipo completamente diferente y se manifiestan
en otro nivel. Weber admitía, sin tapujos, que la investigación social supone
una elección no sólo de los problemas sino también del punto de vista desde
el cual se llevará a cabo. Prestar atención a las creencias religiosas y
conjeturar que pueden influir decisivamente en la organización económica de
una sociedad significa asumir un compromiso al dejar de lado otras
alternativas. Pero este tipo de elecciones es inevitable porque la extensión de
los factores que en principio podrían considerarse es infinita. La adopción de
un punto de vista supone, a su vez, una actitud valorativa en cuanto a qué
elementos se consideran relevantes. En esta instancia de la investigación, los
valores no pueden excluirse; pero de ello no se puede inferir que los
resultados de las investigaciones se vean afectados por las preferencias
valorativas de los científicos. Una vez que el investigador ha delimitado un
problema y un punto de vista para encararlo, el examen puede tornarse
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totalmente objetivo: deberá establecer, por ejemplo, cuáles conductas, qué
medios, serían racionales para la consecución de los fines perseguidos por los
sujetos investigados. La elección de un tema de investigación, ciertas
manifestaciones religiosas, por ejemplo, expresa un tipo de preferencia por
parte del historiador; pero la circunstancia de que sea creyente o ateo, así
como la opinión que tenga sobre los méritos o perjuicios de la religión, no
tienen por qué impedir una indagación objetiva. Que las hipótesis del
investigador sean correctas no depende de sus prejuicios sino de las
evidencias que pueda aportar para fundamentarlas y que serán públicamente
juzgadas conforme a los criterios de contrastación propios de la disciplina
científica correspondiente. Weber estaba tan convencido de la posibilidad de
independizar la actividad científica de las valoraciones subjetivas que llegó a
criticar la actitud de algunos colegas que utilizaban sus cátedras para
promover sus ideas políticas. En opinión de Weber, las ciencias sociales,
tanto como las naturales, tienen el objetivo de establecer la verdad, y los
juicios de valor nada tienen que ver con ella; ninguna ciencia, ya sea natural o
social, incluye preceptos normativos. El conocimiento científico se limita a
describir lo que es, no a indicar lo que debe ser.
En síntesis, Weber distingue tres posibles contextos en los cuales, aunque
de diferente forma, se hace referencia a valores. En primer lugar, los valores
atribuidos a los sujetos cuya conducta se investiga. En segundo término, los
valores adoptados por el investigador en cuanto a la selección de fenómenos
estudiados, situación a la que Weber, siguiendo a Rickert, denomina
“relación de valor”. Por último “las valoraciones prácticas” –por ejemplo, las
de contenido político– que guían las acciones de todas las personas y,
naturalmente, de los científicos, en cuanto integran la sociedad.

¿Pluralismo epistemológico?

Aunque en los escritos de Weber se encuentran muchas alusiones a las


diferencias que pueden señalarse entre las ciencias naturales y las sociales, su
concepción epistemológica podría ser considerada como representativa de
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una actitud intermedia entre el positivismo y el antinaturalismo. Su defensa
de la neutralidad valorativa de las ciencias sociales –que acabamos de
mencionar– es una de las tesis del positivismo. Asimismo, el reconocimiento
de la necesidad de utilizar leyes para explicar los sucesos históricos también
lo aproximan a las ideas sostenidas posteriormente por autores como Hempel
o Nagel. La función que cumplen los tipos ideales puede compararse con las
situaciones idealizadas para las cuales se formulan leyes en el campo de las
ciencias naturales. Hay sin duda ciertas similitudes en cuanto a la función
epistemológica que pueden establecerse entre los tipos ideales postulados por
Weber y el péndulo ideal al que se refieren los físicos, por ejemplo, es decir,
un péndulo que no se viera afectado por ningún rozamiento.
La manera como Weber concibe la búsqueda de causas en los sucesos
sociales puede ser considerada como una suerte de experimentación mental.
En efecto, el historiador determina la importancia de una causa posible
imaginando, sobre la base de los conocimientos que ha reunido, qué habría
pasado si ese factor no hubiese estado presente. Esta práctica no tiene el
mismo valor, naturalmente, que la producción de un experimento real; pero,
en la medida en que puedan encontrarse evidencias apropiadas, el
procedimiento es metodológicamente inobjetable.
Lo que sí podría provocar cierta desconfianza por parte de los monistas
metodológicos es el procedimiento de la comprensión. Sin embargo, como
sugiere el propio Weber, existe la posibilidad de limitar su alcance al de un
recurso heurístico. Para decirlo en términos que se han hecho corrientes, la
Verstehen podría ubicarse en el contexto de descubrimiento, y en todo caso,
su fertilidad se pondría a prueba en relación con la posibilidad de contrastar
empíricamente las consecuencias de su utilización. Sigue siendo cierto que
este procedimiento carece de lugar en las ciencias naturales; pero si se adopta
una posición amplia con respecto a la variabilidad que un método científico
básico puede sufrir conforme a la especialidad en la que se aplica, se podría
seguir sosteniendo la unidad metodológica de las ciencias empíricas. Frente a
esta posibilidad, podría objetarse que si la ciencia social debe tomar en cuenta
la prosecución de propósitos por parte de los actores sociales, subsiste una
importante diferencia con las ciencias naturales. Sin embargo, esa
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circunstancia no conduce necesariamente a la conclusión de que la
metodología de la investigación social es radicalmente diferente de la
correspondiente a la ciencia natural. El modelo nomológico de explicación
propuesto por Hempel, por ejemplo, fue elaborado, fundamentalmente, para
elucidar procedimientos de las ciencias naturales, pero puede extenderse
también a la investigación de la conducta humana, típicamente teleológica.
Para ello sólo es necesario formular hipótesis sobre la existencia de
intenciones por parte del sujeto capaces de producir una determinada acción.
Así, los fenómenos naturales y las acciones humanas podrían ser investigados
con procedimientos similares.

El individualismo epistemológico

El papel preponderante que otorga Weber a la conducta intencional lo


obliga a centrar el objeto de la ciencia social en el comportamiento de los
individuos. En un sentido estricto, sólo cada una de las personas puede
concebir propósitos y decidir actuar conforme a ellos. Esto no significa que
deba considerárselas de manera aislada; por lo contrario, Weber subraya la
diferencia que subsiste entre la sociología y la psicología. La primera se
ocupa de las acciones sociales, esto es, de aquellas que se realizan en relación
con los demás. La conducta económica del capitalista es simplemente
inconcebible fuera de la sociedad; aun el comportamiento de un individuo en
una ceremonia religiosa colectiva está enmarcado en un contexto
esencialmente social, mientras que el acto de orar en privado, en cambio, no
tiene significación social, ya que esta conducta cae enteramente dentro de la
esfera de la psicología. Por este motivo, los individuos son “los átomos” de
las ciencias sociales. En ellos, en su comportamiento, se descomponen los
fenómenos colectivos que interesan al cienctífico social.
El individualismo metodológico de Weber está vinculado con la idea de
que la teoría sociológica debe tomar las acciones como marco de referencia,
pues los acontecimientos sociales se derivan de las acciones de agentes
individuales. Así, la dirección o cambio de rumbo que toma un ejército, por
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caso, sólo puede explicarse a partir de las “razones” del comandante que
imparte la orden, esto es, de las decisiones de personas concretas en
circunstancias concretas.
El concepto de Verstehen, por otra parte, en tanto alude a la comprensión
del sentido de las acciones humanas dirigidas a un fin, sólo parece inteligible
en el marco de una metodología individualista. Podría pensarse, quizá, que al
hablar del “espíritu del capitalismo” Weber se distancia, de algún modo, de
su convicción individualista acercándose, al mismo tiempo, a un enfoque
holístico. Sin embargo, si se atiende con un poco más de detalle al análisis
que ofrece del desarrollo del capitalismo, entonces el individualismo
metodológico que propugna mantiene su firmeza. En efecto, de acuerdo con
Weber, la aparición del capitalismo se debe, en parte, a la influencia de
determinadas ideas religiosas que jugaron un rol preponderante sobre la
cultura occidental. En otros términos, su tesis principal fue que la doctrina
teológica calvinista constituyó un factor importante en lo que él mismo
denominó Geist o “espíritu” del capitalismo, pero esa referencia no
independiza las creencias de las personas que las conciben. El sujeto
individual continúa siendo el núcleo básico de la acción social, aunque su
orientación valorativa se halle influida por la cultura, y la cultura, a su vez,
por las ideas encarnadas en toda una sociedad. Después de todo, las ideas no
son más que fenómenos mentales de un agente individual.

3. Durkheim y la autonomía de los hechos sociales

El individualismo epistemológico defendido por Weber contrasta con la


posición asumida por su contemporáneo, Émile Durkheim, uno los
fundadores de la sociología como ciencia autónoma. Durkheim nació en
Épinal, Francia, en 1858, y siguió estudios de filosofía en la École Normale
Supérieure de París. En 1887 llegó a ser profesor de ciencias sociales en la
Université de Bordeaux, y desde 1902 hasta su muerte, acaecida en 1917, se
desempeñó como profesor de sociología en la Sorbonne. Volcó sus ideas en

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una serie de obras, algunas de carácter metodológico y otras referidas a
problemáticas sociales. Entre ellas figuran La división del trabajo social
(1893), Las reglas del método sociológico (1895), El suicidio (1897) y Las
formas elementales de la vida religiosa (1912). En el año 1898 fundó la
revista L’Année Sociologique, en la que aparecieron gran parte de sus
artículos posteriores.
Su concepción epistemológica se basó en el principio de que toda ciencia
se ocupa de un dominio de hechos o cosas que poseen un estatuto externo
independiente, de modo que la actitud propiamente científica consiste en
preguntarse por la naturaleza de estos hechos o cosas, por su origen y por las
regularidades que los rigen, siguiendo de este modo la tradición naturalista.
Su objetivo fue entonces dotar a la sociología del carácter empírico que
habían adquirido recientemente otras disciplinas, como por ejemplo la
psicología, y sobre todo colocarla en el mismo rango del que gozaban las
ciencias naturales. En efecto, aun cuando Durkheim se mostró dispuesto a
reconocer que los fenómenos sociales tienen una realidad sui generis que los
vuelve irreductibles a las cosas materiales, consideró que la metodología no
debía ser esencialmente diferente de la que se emplea en el estudio de los
hechos naturales. Así, en su opinión, la constitución de la sociología debía
resolver dos cuestiones fundamentales: definir con precisión el objeto de
estudio e implementar una metodología adecuada que garantizara un
conocimiento social confiable.

La naturaleza de los hechos sociales

La caracterización de los hechos sociales no es, entonces, una cuestión


secundaria para Durkheim, pues de ella dependerá, en definitiva, el carácter
científico de la disciplina que los estudia. En opinión de Durkheim, la
sociología debía abandonar las especulaciones metafísicas acerca de la
esencia profunda de los hechos sociales o las reflexiones filosóficas sobre la
moralidad y resolverse, más bien, a abordar la vida social como un fenómeno
natural. Para ello, debía comenzar por identificar empíricamente los rasgos
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que definen un hecho social. Estos rasgos consisten en una serie de
propiedades que se encuentran asociadas y constituyen la naturaleza
específica de tales hechos. La primera y más importante de estas propiedades
es que los fenómenos sociales son “cosas”. Durkheim entiende por “cosa”
una entidad externa y autónoma que posee una existencia independiente del
entendimiento que la conoce y que es capaz de ofrecer “resistencias” a
nuestra intención de modificarla. De este modo, un hecho social tiene tanta
entidad como un árbol, un río o una montaña. La circunstancia de que los
hechos sociales sean concebidos como cosas no implica, sin embargo, que
sean identificados con los objetos físicos; pues los fenómenos sociales no son
entidades materiales sino los modos de pensar, de sentir y de actuar que
comparten los individuos pertenecientes a una misma comunidad. Empero, el
carácter inmaterial de los hechos sociales no significa que les corresponda
una naturaleza psíquica, pues no dependen de la subjetividad individual sino,
por el contrario, de la coacción que la sociedad ejerce sobre sus integrantes.
Cabe preguntarse, entonces, cuál es el sustrato de estos fenómenos, en qué
clase de entidades se apoya su existencia. La cuestión no puede responderse
apelando al individuo, ya sea considerado como un organismo biológico, ya
sea concebido como un sujeto psicológico. En el primer caso, porque los
hechos sociales son actos y representaciones y no pueden ser considerados
manifestaciones orgánicas; en el segundo, porque los fenómenos psíquicos
pertenecen a la interioridad de la conciencia mientras que la vida social es
pública, externa, y trasciende a cada una de las personas. El sustrato de esos
hechos es una entidad social, se trate de la sociedad en su conjunto o bien de
grupos más reducidos dentro de ella, como las comunidades religiosas, los
partidos políticos, las corporaciones profesionales o los núcleos familiares.
Un segundo rasgo definitorio de los hechos sociales radica, como
acabamos de sugerir, en la circunstancia de que ejercen alguna coacción
sobre las personas, conllevan un carácter obligatorio aun cuando no tengamos
conciencia plena de esta imposición. Tomemos como ejemplo el lenguaje.
Como sistema de símbolos que sirven para la comunicación, el lenguaje es un
producto humano, pero ciertamente está regido por reglas objetivas de
carácter sintáctico, semántico y pragmático que nos vemos obligados a
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cumplir si queremos lograr una comunicación exitosa con nuestros
congéneres. A pesar de que el lenguaje no es un objeto físico –aun cuando se
manifiesta a través de sonidos o grafismos–, no tenemos en realidad ningún
poder para modificarlo a nuestro antojo, su realidad se nos impone con una
fuerza comparable a la que ejercen las cosas materiales. Lo mismo ocurre con
otros fenómenos sociales, como los usos, las modas, la vestimenta, las
relaciones comerciales, las creencias religiosas, etc., que por lo general
encontramos como realidades ya constituidas y de las que ignoramos las
causas de su nacimiento.
La naturaleza coercitiva de los hechos sociales adquiere a veces una
forma francamente imperativa, como en el caso de las reglas morales y
jurídicas: si violamos las normas jurídicas de nuestra comunidad, recibiremos
seguramente algún castigo previsto concreto. En otros casos, la coerción se
manifiesta de manera más debilitada pero no por ello menos operante: si nos
vestimos de una manera estrafalaria, si no usamos la lengua corriente para
comunicarnos con nuestros pares o intentamos comprar algo con piedritas en
lugar de hacerlo con dinero, experimentaremos igualmente una sanción bajo
la forma del alejamiento y el rechazo del resto del grupo.
El carácter externo y coercitivo de los fenómenos sociales se apoya, de
algún modo, en la educación como medio de internalización de las pautas de
conducta aceptadas. Los padres y maestros son, por lo general, los agentes de
esta transmisión pues por su intermedio los niños adquieren hábitos sobre
cómo se debe comer, beber, hablar, adoptan costumbres de aseo y prestan
acatamiento a normas, usos y modas; incorporan así formas de pensar, sentir
y actuar que son las esperadas dentro del grupo social. A veces, la coerción
social se expresa, también, en creencias o prácticas muy generales que han
quedado establecidas a través del tiempo: los dogmas y ritos religiosos, las
normas jurídicas y morales, los sistemas financieros, etc. En otras
circunstancias, la sustantividad de los hechos sociales es menos tangible,
como queda ilustrado en las llamadas “corrientes sociales”. Estas pueden
definirse como sentimientos u opiniones que se van extendiendo dentro de la
sociedad o entre grupos más reducidos: así, existen corrientes de opinión que
nos empujan, con distintos grados de intensidad según las culturas, al
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matrimonio, a mantener alto o bajo el índice de natalidad, e incluso a
experimentar una mayor o menor inclinación al suicidio, etc. De este modo,
ciertas corrientes de opinión terminan cristalizándose en representaciones
colectivas compartidas por la mayoría acerca de temas de interés social, tales
como las maneras de considerar la enfermedad o la guerra y la opinión que
merecen los políticos o el gobierno. Por último, cabe destacar, asimismo, que
la realidad social y su naturaleza coercitiva puede plasmarse no solamente en
formas colectivas de pensar y actuar sino también en manifestaciones que
pueden ser observadas públicamente de forma directa o indirecta: la
distribución de la población en un territorio, el número y la naturaleza de las
vías de comunicación que se extienden en un área geográfica, la forma como
las personas construyen sus viviendas o la manera en que fabrican sus
instrumentos, etc. Todos estos hechos, además de presentar una dimensión
material, poseen una naturaleza social indiscutible: “si la población se
aglomera en nuestras ciudades en lugar de dispersarse en el campo es que hay
una corriente de opinión, una presión colectiva que impone a los individuos
esta concentración” (Durkheim, 1998: 66-67).
La naturaleza externa de los fenómenos sociales no impide, naturalmente,
que produzca una resonancia individual en las conciencias particulares de los
miembros de la sociedad. En efecto, los hechos sociales son asimilados por
cada actor social de acuerdo con su idiosincrasia, sus particulares condiciones
psíquicas, y de acuerdo con las circunstancias en las que se encuentra, pero
aun así, siempre es posible establecer una distinción entre estas
manifestaciones individuales –es decir, los aspectos psicosociológicos de la
conducta individual–, por una parte, y la realidad social objetiva, por la otra.
La existencia de las conciencias particulares, entonces, es una condición
necesaria pero no suficiente para la emergencia de la vida social. Durkheim
sostiene que la asociación de los individuos hace surgir una entidad nueva
que denomina “conciencia colectiva”, y es justamente esta nueva entidad de
carácter social la que alberga los hechos que han de identificarse como las
causas de los fenómenos investigados por la sociología: “El grupo piensa,
siente, actúa de forma diferente de como lo harían sus miembros si éstos
estuvieran aislados” (ibid.: 161). Así, en el ejemplo del delito y la pena, como
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hemos visto, los sentimientos que provocan la sanción no son los de los
individuos que circunstancialmente hayan sido afectados, por ejemplo, la
víctima del delito o sus familiares, sino los sentimientos colectivos.
La conciencia colectiva no abarca solamente las conciencias individuales
del presente sino además los logros del pasado, las tradiciones, la moral, el
derecho. No hay dudas de que son los caracteres generales de la naturaleza
humana los que han hecho surgir la vida social, pero no la determinan; en
particular no pueden explicar las formas definidas y complejas que adoptan.
Lo que encontramos en los individuos particulares son disposiciones muy
generales y flexibles que la realidad social se encarga de moldear. Existe, por
ejemplo, una enorme diferencia entre el sentimiento subjetivo que
experimenta una persona frente a lo que siente como fuerzas y poderes
superiores a ella, por un lado, y la religión como una institución dotada de su
organización, sus prácticas y sus rituales característicos, por el otro. Hay que
notar, además, que la integración de un individuo en la vida colectiva es
forzosa mientras que la capacidad que tiene para modificarla es escasa y
remota.
La confusión entre los aspectos psicológicos y sociales ha llevado a
suponer, en opinión de Durkheim, que el origen de algunas instituciones,
como la religión, el matrimonio o la familia, se halla en la existencia de
ciertos sentimientos originarios de naturaleza psicológica: la piedad, la
envidia sexual, el cariño filial o el amor paterno. Pero la historia demuestra,
en virtud de la enorme variedad cultural que presentan las instituciones, que
aquellos sentimientos proceden de la organización colectiva, en lugar de
constituir su origen: el hecho social se halla en cada parte, en cada individuo,
porque existe en el todo, y no en el todo porque existe en cada parte. La
sociedad llega a ser, pues, una entidad en sí misma y no meramente un
agregado de personas individuales. Así, en la medida en que Durkheim ubica
primero la sociedad y después el individuo se enrola en las filas del holismo
metodológico. La tarea de la sociología es, entonces, dar cuenta de la
naturaleza de las instituciones sociales como el estado, la familia, el derecho,
la moral, la economía y la religión, con el propósito de determinar las causas
de las que dependen, su función en la vida social y las leyes de su desarrollo.
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El método sociológico

Una vez establecida la naturaleza de los hechos sociales y su diferencia


tanto respecto de los fenómenos orgánicos como de los psíquicos,
corresponde determinar cuál es la metodología más adecuada para su estudio.
Durkheim no propuso un método específico para la investigación social sino
que favoreció la adopción de la misma metodología utilizada por las ciencias
naturales y aplicó sus preceptos en el curso de sus indagaciones concretas
sobre el suicidio, la distribución del trabajo, la religión y la educación. Utilizó
frecuentemente datos cuantitativos y estadísticos para describir los
fenómenos sociológicos y contrastar sus hipótesis teóricas.
Formuló la metodología en forma de una serie de normas que sirven para
guiar la investigación, de manera similar a los cánones del método cartesiano.
La primera regla deriva directamente de su convicción de que se deben
“considerar los hechos sociales como cosas” (ibid.: 69). La aplicación de esta
regla implica tomar prevenciones respecto de ciertas ideas previas o
“prejuicios” que alejan la investigación de su verdadero objeto. Uno de estos
prejuicios es dar por sentadas nociones comunes acerca de los temas sociales,
por ejemplo, las referidas al estado, la familia, el valor, las relaciones
económicas. El prejuicio consiste en tomar tales prenociones como si fueran
los auténticos hechos. La sustitución de las cosas por ideas preconcebidas es
–en opinión de Durkheim– uno de los errores más frecuentes que han
cometido algunos teóricos de la sociología como Comte, Spencer o Stuart
Mill, y equivale a reemplazar la ciencia por la ideología y las cosas por los
idola, en el sentido que ya había sido denunciado por Bacon. La ley de los
tres estadios de Comte, por ejemplo, parte de ideas previas acerca del
progreso y la evolución de la humanidad que resultan de convicciones
completamente apriorísticas, sin ningún sustento en la observación de la
realidad. Bajo el imperio de estas creencias Comte había buscado ejemplos
confirmatorios en sociedades concretas pero, para Durkheim, lo único que
nos muestra la observación directa es que existen sociedades heterogéneas y
que cada grupo social que surge agrega características nuevas al tiempo que
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pierde otras. De manera que la observación no confirma la creencia de Comte
acerca de una marcha lineal de la historia humana en una determinada
dirección. La idea de un desarrollo lineal no es más que el resultado de un
preconcepto. Spencer, por su parte, había realizado una clasificación de las
sociedades en términos del tipo de cooperación que manifiestan los
integrantes del grupo, distinguiendo entre sociedades industriales y
sociedades militares. En las del primer tipo, los individuos cooperan de
manera libre y espontánea; en las sociedades militares, en cambio, la
cooperación es impuesta por la autoridad. En opinión de Durkheim, esta
clasificación carece de significado pues deriva de la idea preconcebida de que
la cooperación es la esencia de la vida social.
De este modo, la metodología propuesta por Durkheim consiste –como
hemos señalado– en partir de la observación de los hechos sin conjeturas
previas para arribar luego a las generalizaciones correspondientes.
“Dado que es por medio de la sensación como nos es dada la parte externa de las cosas,
podemos resumir nuestro pensamiento diciendo que, para ser objetiva, la ciencia debe partir
de la sensación, y no de conceptos que se han formado sin ella. Debe tomar directamente de
los datos sensibles los elementos de sus definiciones iniciales [...] Es de la sensación, que es
necesariamente de donde resultan todas las ideas generales, verdaderas o falsas, científicas o
no científicas. El punto de partida de la ciencia o conocimiento especulativo no podría ser,
pues distinto del conocimiento vulgar o práctico. Es sólo más adelante, en el modo como es
elaborada esta materia común, cuando surgen las divergencias” (ibid.: 98).

Así, un corolario de la regla que prescribe considerar los hechos sociales


como cosas indica, pues, “rechazar sistemáticamente todas las prenociones”
(ibid.: 86) que puedan impregnar la mente del investigador y distorsionar su
visión del objeto, esto es, evitar la proyección de nuestras emociones y
sentimientos. Sin embargo, Durkheim es consciente de que este corolario es
enteramente negativo. En efecto, dice al sociólogo aquello que no se debe
hacer, pero nada afirma respecto de cómo acercarse y aprehender los hechos.
He aquí, entonces, un segundo corolario: “No tomar nunca como objeto de
nuestra investigación más que a un grupo de fenómenos previamente
definidos por ciertos caracteres exteriores que les son comunes [...]”. En la
medida en que toda investigación científica versa sobre un número de
fenómenos que responden a una misma definición, la primera tarea del
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sociólogo es ofrecer definiciones de aquellas cosas que se propone investigar.
Se trata de definiciones nominales que recogen los caracteres externos y
comunes de las entidades a las que se aplican los términos. En la etapa inicial
de la investigación hay que contentarse con esta clase de definiciones puesto
que no es posible acceder todavía a los rasgos más profundos y explicativos
de la vida social. Por ejemplo, se reúnen bajo un denominador común una
serie de actos que poseen la propiedad de recibir una sanción por parte de la
sociedad y se obtiene de este modo la definición de “crimen”, que es el objeto
de estudio de una rama de la sociología, precisamente, la criminología. Del
mismo modo se van definiendo otros conceptos como familia, estado,
religión, valor, etc., al tiempo que se constituyen otras subdisciplinas
sociales. Durkheim señala que las definiciones preliminares no tienen como
propósito principal desplegar la esencia de los hechos sino que sirven como
guía para explorar aquellas propiedades que tienen un carácter más interno y
que serán recogidas en las explicaciones de esos hechos.
Puede apreciarse una diferencia entre la concepción epistemológica de
Durkheim y las correspondientes ideas de Weber, porque Durkheim se
adhiere a una concepción fuertemente influenciada por un robusto
empirismo, una clase de empirismo que consideraríamos ingenuo, en la
medida en que supone que el propósito de atenerse exclusivamente a la
información brindada por los datos sensibles es una posibilidad accesible, de
manera que si se toman ciertas precauciones puede garantizarse la objetividad
de la observación. Reconoce que la sensación puede convertirse fácilmente
en una apreciación puramente subjetiva, pero señala que las ciencias
naturales resuelven ese problema diseñando aparatos como el termómetro,
que reemplaza la vaguedad de la sensación térmica por la visualización de la
marca precisa de la columna mercurial. Y sostiene entonces que el sociólogo
debe proceder de modo análogo para procurar la validez de sus
observaciones.
Otro grupo de reglas está referido a los procedimientos de prueba. En un
sentido próximo al de Stuart Mill, Durkheim considera que la investigación
sociológica debe procurar descubrir las leyes que enuncien relaciones
causales entre hechos sociales. Pero, consciente de que el investigador no
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puede intervenir directamente en la producción o modificación de los hechos
sociales, propone el método comparativo, que constituye un modo de
experimentación indirecta, como procedimiento para poner a prueba las
hipótesis de la sociología, esto es, la comparación de sucesos que se han
producido espontáneamente. La relación de causalidad buscada por la ciencia
no es, de acuerdo con Durkheim, una mera conexión contingente entre causa
y efecto; por el contrario, da por supuesto que existe una relación interna y
necesaria entre los dos fenómenos involucrados. Durkheim desestima las
críticas que se formulan al concepto de causalidad. Considera que sólo los
filósofos, como fue el caso de Hume, cuestionan la posibilidad de que haya
una relación necesaria entre la causa y el efecto. Los científicos, en cambio,
dan por sentado que hay relaciones necesarias entre los fenómenos, y eso es
precisamente lo que tratan de descubrir.[2] Rechaza, además, la creencia de
que un mismo fenómeno pueda provenir de diversas causas, pues la supuesta
pluricausalidad revela solamente nuestra falta de precisión en el
conocimiento del efecto. Así, por ejemplo, no hay diferentes causas del
suicidio sino distintos tipos de suicidio que responden a diferentes y
específicas causas.
Durkheim advierte las limitaciones en cuanto a la aplicabilidad de los
métodos experimentales de Mill en las investigaciones sociológicas.
Cuestiona, en particular, el procedimiento de la concordancia, el de la
diferencia y el de los residuos. En efecto, parece prácticamente imposible que
dos sociedades –debido a la gran complejidad de los fenómenos sociales y a
la imposibilidad de realizar experimentos– concuerden o difieran en todos los
aspectos menos en uno, que son las condiciones que se deben cumplir para
aplicar el método de la concordancia o el de la diferencia. Pero atribuye, en
cambio, gran importancia al método de la variación concomitante, de acuerdo
con el cual, cuando se observa que dos factores varían de manera simultánea,
puede inferirse que existe una vinculación interna entre ellos. Si se
comprueba empíricamente una variación concomitante, la investigación debe
ser conducida a establecer una de las siguientes alternativas: i) si uno de los
hechos es la causa y el otro el efecto; ii) si ambos fenómenos son efectos de
una misma causa; o iii) si entre ambos fenómenos existe un tercero, no
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observado, que es efecto del primero y causa del segundo. Así, por ejemplo,
Durkheim estableció que la tendencia al suicidio aumenta concomitantemente
con el mayor grado de instrucción. Sin embargo, esta variación concomitante,
cuando es adecuadamente explorada, muestra que no debe identificarse la
instrucción como la causa del suicidio. En realidad, ambos fenómenos crecen
paralelamente porque son efectos de una misma causa, a saber, el
debilitamiento de la tradición religiosa que produce al mismo tiempo un
incremento en la necesidad de aprender y en la inclinación al suicidio.
Ahora bien, las variaciones que resultan relevantes para los estudios
sociales no pueden ser ocasionales ni esporádicas, como si sirvieran nada más
que a título ilustrativo de una idea, sino que debe tratarse de una relación
sistemática, observada a través de la comparación de múltiples
organizaciones sociales de distintas épocas. Tales comparaciones pueden
tener como objeto unidades sociales de diferente complejidad: algunas se
realizan dentro de un mismo grupo social, otras entre sociedades diferentes
pero de la misma especie y otras, por último, entre sociedades totalmente
heterogéneas. Por ejemplo, cuando se quieren investigar las variaciones en la
tasa de suicidio de acuerdo con la edad, el sexo o el estado civil puede bastar
con examinar estadísticas dentro de un mismo país. Pero si se trata de
investigar una norma jurídica o moral, o una costumbre organizada, conviene
establecer comparaciones entre sociedades diferentes de la misma especie y
también entre sociedades de especies distintas. Asimismo, dado el carácter
evolutivo de la vida social, las comparaciones que abarcan el desarrollo de
una institución a lo largo del tiempo aportan abundantes elementos para la
comprensión de esas formaciones sociales.
Otro tipo de reglas aluden a los criterios para distinguir entre hechos
sociales “normales” y “patológicos”. De acuerdo con Durkheim, el estudio de
los fenómenos sociales tiene que abarcar tanto las formas que consideramos
normales como las formas patológicas. Propone entonces una definición de la
normalidad que toma en cuenta los rasgos más externos y visibles: un
fenómeno social normal se caracteriza por su extensión generalizada. Los
hechos mórbidos o patológicos, en cambio, se distinguen por su condición de
fenómenos excepcionales. El carácter patológico constituye una desviación
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en diversos grados respecto del esquema tipo o medio que se ha identificado
con la normalidad. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la condición de
ser normal o patológico no reviste un sentido absoluto sino que depende de
una serie de condiciones contextuales, tales como el momento histórico, el
tipo de sociedad de la que se trate, y demás. Por ejemplo, el debilitamiento de
las creencias religiosas o el desarrollo de los poderes del Estado pueden ser
considerados fenómenos normales en una sociedad determinada, en un
momento específico de su evolución, y patológicos en otra. La regla
fundamental que Durkheim postula a este respecto es, pues, la siguiente: “Un
hecho social es normal para un tipo social determinado, considerado en una
determinada fase de su desarrollo, cuando se produce en el término medio de
las sociedades de este tipo, consideradas en la fase correspondiente de su
evolución” (Durkheim, 1998: 120).
La relativización de los fenómenos sociales normales y patológicos se
articula con otro grupo de reglas referentes a la constitución de los tipos
sociales. El tipo social es una categoría construida metodológicamente que
ofrece grandes ventajas al sociólogo porque le permite evadir dos posiciones
que Durkheim considera equivocadas: el relativismo extremo de los
historiadores y el realismo de algunos filósofos. Los partidarios de la primera
posición se niegan a aceptar que haya elementos comunes entre los diferentes
grupos sociales. Sostienen que de acuerdo con la evidencia histórica, tanto la
estructura de una sociedad, como sus instituciones y organizaciones
económicas, son peculiares y específicas. De este modo, los resultados
obtenidos en el estudio de un grupo social no pueden ser trasladados a otros.
En contraste con este relativismo cultural absoluto, algunos filósofos
sostienen que las variedades histórico-culturales no son más que diversas
instanciaciones de una naturaleza común a la humanidad, y la filosofía sería
la disciplina encargada de dar cuenta del comportamiento social general.
Durkheim rechaza por igual estas dos concepciones extremas y postula, en
cambio, la existencia de tipos sociales, es decir, de formas de organización
similares que se encuentran en sociedades diferentes. De manera análoga a
como sucede en el dominio de la biología, una especie social comprende
aquellas sociedades que comparten ciertos caracteres fundamentales comunes
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aunque pueden presentarse conformando distintas variedades. El tipo social
no es un concepto generado simplemente a partir de la observación de casos
particulares, sino una “construcción” fundada en el descubrimiento de ciertos
hechos decisivos o cruciales compartidos por las diversas organizaciones del
mismo tipo.
Lo que Durkheim procura mostrar a través de los tipos sociales es que
entre las sociedades individuales estudiadas por los historiadores y la
humanidad considerada como una clase única, existen formas de
organización intermedias con propiedades características comunes que hacen
posible el establecimiento de generalizaciones. Entre estas organizaciones
intermedias Durkheim menciona la horda. En verdad –aclara– no tenemos
constancia de su existencia histórica pero la realidad de los clanes nos
permite suponer que surgieron por agrupamiento de unidades más pequeñas o
de segmento único, esto es, precisamente, como una asociación de hordas. A
partir de esta unidad mínima se puede edificar una escala completa de tipos
sociales donde las nuevas sociedades que surgen vuelven a combinarse entre
sí y originan grupos más complejos. Así, la tribu kabilia, la curia romana, la
fratria ateniense o la aldea medieval fueron sociedades formadas por la
integración de clanes. En síntesis, cada tipo superior está compuesto por una
asociación de grupos sociales del tipo inmediatamente inferior.
Ahora bien, a esta composición estructural Durkheim le agrega la
perspectiva dinámica: hay que tener en cuenta que los grupos sociales se
hallan en permanente cambio, de manera que para lograr un conocimiento
cabal es preciso determinar en qué momento de la integración o
desintegración de sus segmentos sociales se halla una sociedad determinada.
La regla correspondiente se resume como sigue: “No se puede explicar un
hecho social de cierta complejidad más que si se sigue íntegramente su
desarrollo a través de todas las especies sociales” (ibid.: 196).

La explicación de los hechos sociales

Durkheim introduce, también, un conjunto de reglas relativas a la


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explicación de los hechos sociales. Establece, en primer lugar, una distinción
entre explicaciones teleológicas o finales, por un lado, y explicaciones
causales, por el otro. Las explicaciones teleológicas son aquellas mediante las
cuales se procura dar cuenta de un fenómeno indicando cuál es la meta
buscada o la finalidad que cumple. En el caso de las acciones individuales es
frecuente tratar de entenderlas estableciendo qué objetivo persigue el sujeto
de la acción. En el caso de un grupo social, este tipo de explicaciones deberá
también determinar cuál es la función de una práctica o una institución. Pero
Durkheim señala que la identificación de los presuntos fines no constituye
una explicación adecuada de ningún fenómeno. Las explicaciones
teleológicas, por sí mismas, no son legítimas en el ámbito de los hechos
sociales. En el caso de un individuo, la búsqueda de un fin no determina sus
acciones, porque generalmente hay varias maneras de actuar apropiadas para
alcanzar un mismo fin. Además, en el caso de las sociedades, una misma
institución puede tener fines diferentes. Durkheim cita, al respecto, el
principio de propiedad del padre de familia sobre sus hijos. En el Derecho
Romano tenía por objeto preservar el derecho del padre sobre los hijos
nacidos de su esposa legítima; en los códigos modernos, en cambio, busca
preservar el derecho de los hijos. Una institución podría, incluso, seguir
existiendo sólo por la fuerza de la costumbre, así como algunas características
de los seres biológicos persisten aunque hayan perdido toda función. Las
explicaciones finalistas no pueden, pues, dar cuenta de la existencia y de las
propiedades de los fenómenos.
Esa tarea sólo pueden llevarla a cabo las explicaciones causales, es decir,
aquellas que hacen referencia no a las presuntas consecuencias a las que se
atribuye la razón de la existencia de un fenómeno sino, más bien, a las
condiciones antecedentes que necesariamente lo generan. Y de acuerdo con
Durkheim, la causa de los hechos sociales tiene que hallarse en otros hechos
sociales, nunca ha de buscarse la causa ni en la esfera de lo orgánico ni en el
ámbito de lo psíquico: “La causa determinante de un hecho social debe ser
buscada entre los hechos sociales precedentes, y no en los estados de
conciencia individual” (ibid.: 167). Un error frecuente que cometen algunos
estudiosos de la sociedad es considerar que puesto que la vida social es obra
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de los individuos particulares, las causas de estos fenómenos se encuentran
en la conciencia y en la conducta de los individuos. Si esto fuera así, la
sociología quedaría sin campo propio, reducida a la psicología. Del mismo
modo que la vida de una célula no queda reducida a los elementos
inorgánicos que la constituyen, los hechos sociales resultan igualmente
irreductibles a la psicología de los individuos que componen la sociedad.
La insistencia de Durkheim en la necesidad de que la sociología
proporcione explicaciones causales no significa, sin embargo, que excluya
totalmente la conveniencia de establecer qué función cumplen las
instituciones sociales. Durkheim no niega que el establecimiento de esas
funciones constituya un valioso complemento de las explicaciones causales.
A lo que se opone, más bien, es a la práctica de reemplazar las explicaciones
causales por las teleológicas. Señala, al respecto, que el sociólogo debe
empezar por buscar la causa de un fenómeno antes de determinar los efectos
que produce. Las explicaciones teleológicas son, entonces, complementarias
de las explicaciones causales; estas últimas gozan de un estatus prioritario.
Así, por ejemplo, la causa de que se establezca una pena se halla en la
intensidad de los sentimientos colectivos que el crimen afecta. Pero, por otra
parte, la intensidad de esos sentimientos se iría debilitando si no se aplicasen
los castigos. De este modo, se advierte que el castigo no existiría sin su causa,
los sentimientos ofendidos, pero al mismo tiempo, saber que la aplicación del
castigo cumple la función de conservar esos sentimientos permite contar con
una comprensión más cabal del fenómeno.

Hacia una nueva sociología

Las obras de Durkheim constituyen, sin duda, un paso de gran


importancia en la dirección que tomaron posteriormente los estudios sociales.
Se advierte en sus ideas una mayor coherencia entre el declarado propósito de
los creadores de la sociología, como Comte, y el método que efectivamente
se utiliza para llevar a cabo las investigaciones. El esfuerzo para rescatar las
ciencias sociales de la antigua tendencia a construirla sobre bases
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fundamentalmente especulativas resulta, en la tarea de Durkheim, más
logrado. La sociología constituye para él no una rama de las ciencias sociales
sino la que lidera el crecimiento de las demás. Otras disciplinas podrán en
todo caso delimitar su propio objeto de estudio del mismo modo como
Durkheim lo lleva a cabo con la sociología. Pero la autonomía no significa
nada a menos que proporcione un conocimiento objetivo que sólo puede ser
el resultado de la aplicación de una metodología científica que ya ha probado
sus virtudes llevando al éxito a las ciencias que la aplicaron precedentemente.
La sociología, pues, debe servir de inspiración a las otras disciplinas sociales,
de igual modo como las ciencias naturales encarnan el modelo metodológico
de la sociología.
Conforme a su propósito de atenerse a una metodología científica,
Durkheim evita introducir hipótesis especulativas acerca del sentido de la
historia. Sin embargo, propone conceptos tales como el de la conciencia
colectiva, cuya legitimidad puede ser discutida. El término sugiere la
existencia de una “mente grupal”, pero si la sociedad no es un organismo
biológico dotado de cerebro, ¿cómo puede tener una mente? La noción de
conciencia colectiva está emparentada con otras de similares características
postuladas por pensadores del siglo XIX, como el de “alma grupal” de
Wundt, el “alma de la masa” de Le Bon o el “Espíritu” de Hegel. Algunos
comentadores se inclinan a pensar que el modo de argumentación de
Durkheim al apelar a la conciencia colectiva es simplemente analógico. Así
como el individuo se halla constreñido en su conducta por los contenidos
internos de su propia mente, también está condicionado en su accionar por el
medio social; la expresión sería entonces una locución metafórica. Sea como
fuere, esta clase de dificultades no afectan, en lo sustancial, el impulso que
Durkheim procuró brindar al desarrollo de la sociología contemporánea.

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CAPÍTULO 4
LAS FUENTES DEL MARXISMO

1. Raíces filosóficas

La metafísica hegeliana

El llamado “método dialéctico” interpretado como una metodología


científica se vincula fundamentalmente con el marxismo y a través de esta
concepción remite a la doctrina de Hegel, que ejerció una influencia decisiva
en el pensamiento de Marx y Engels. Será conveniente, pues, reseñar las
principales tesis de Hegel antes de emprender el análisis de la propuesta
marxista.
Hegel produjo una obra monumental cuyo objetivo era brindar una
interpretación completa de la realidad tanto en un sentido general como en los
aspectos específicos correspondientes a la naturaleza, al ser humano, las
distintas manifestaciones sociales y la historia. La filosofía hegeliana
constituye la máxima expresión de un movimiento intelectual conocido con
el nombre de Idealismo Alemán en el que descollaron también Fichte y
Schelling. Todos ellos responden, a su vez, a la doctrina kantiana. Puede
considerársela como su punto de partida, pero los resultados a los que
arribaron extreman ciertos aspectos del pensamiento kantiano y culminan en
algunas conclusiones francamente opuestas a las de Kant. En efecto, el
análisis emprendido por Kant indicaba que la metafísica no puede
constituirse como una forma de conocimiento científico, a diferencia de lo
que sucede en el caso de las matemáticas y la física; pero los idealistas
alemanes terminaron construyendo sistemas completamente metafísicos,
subordinaron todas sus consideraciones a una serie de suposiciones
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puramente especulativas.
El idealismo de Kant había surgido como una alternativa frente al
empirismo y el racionalismo tradicionales. Los empiristas procuraron mostrar
que todo nuestro conocimiento de la realidad proviene, en última instancia,
de la percepción, de las imágenes visuales, táctiles, etc. El principal
inconveniente de esta tesis es que no brinda ninguna garantía de que las
creencias fundadas en las percepciones resulten efectivamente verdaderas. En
efecto, tanto el conocimiento vulgar como el científico requieren el
descubrimiento de ciertas regularidades, como la de que el hielo se derrite
con el calor o que una piedra lanzada hacia arriba siempre cae a tierra
instantes después. Pero la circunstancia de que hayamos observado muchas
veces que las cosas se han comportado de ese modo no asegura que en el
futuro seguirán ocurriendo de la misma forma. Los racionalistas, por su parte,
intentaban mostrar que hay proposiciones cuya verdad puede establecerse no
a través de la insegura información que nos brindan los sentidos sino por
medio del uso de la razón. Pero esta posición tampoco le resultaba
convincente a Kant, porque el alcance de la razón parecía limitado al
establecimiento de verdades puramente analíticas –como la afirmación de que
todo triángulo posee tres lados, por ejemplo– que carecen de valor
informativo.
Kant intenta entonces fundamentar el conocimiento científico
presentándolo como una suerte de combinación de la experiencia sensible y
la racionalidad. De acuerdo con su análisis, las facultades cognitivas del
sujeto participan activamente en el acto de conocimiento. El objeto conocido
es el resultado de la conjunción de una realidad externa al sujeto y la
aplicación de las facultades subjetivas. Una entidad desplegada en el espacio,
una mesa, por ejemplo, aparece dotada de ciertas características: su forma
geométrica tridimensional y las consecuentes propiedades. Pues bien, la
forma espacial y las correspondientes propiedades dependen, según Kant, de
la manera como el sujeto articula su conocimiento. El espacio no existe en sí
mismo; la forma espacial es aportada por el sujeto, así como un molde
determina la conformación final del metal fundido que se cuela en su interior.
Del mismo modo que el espacio, el tiempo y también las denominadas
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“categorías” del entendimiento son condiciones de posibilidad de la
experiencia, de la realidad fenoménica. Los objetos de conocimiento son,
pues, construidos, constituidos por el sujeto de manera inconsciente. Estos
inevitables componentes, aunque son aportados por el sujeto, no representan
sin embargo, obstáculos que eliminen la posibilidad del conocimiento. Por lo
contrario, actúan como las condiciones que lo hacen posible y cuya
permanencia garantiza la validez de las creencias así generadas. Sabemos de
antemano que un objeto físico siempre se extenderá en tres dimensiones y
cumplirá con las propiedades que nos enseña la geometría precisamente
porque es la única forma en que podremos concebir un cuerpo. El espacio, el
tiempo y las categorías son constantes porque pertenecen esencialmente al
modo de conocimiento humano y resultan, por ello, independientes de las
características psicológicas individuales, de las épocas, de la educación o de
la cultura. Kant llama al sujeto así entendido “sujeto transcendental”.
Pero si bien el espacio, el tiempo y las categorías hacen posible la
universalidad que requiere el conocimiento científico brindado por la
matemática y la física, no existe ningún recurso equivalente que justifique la
pretensión de un conocimiento metafísico semejante. La existencia de Dios,
por ejemplo, no puede ser conocida de la misma manera como se adquiere el
conocimiento de las leyes físicas. La metafísica no puede ser una ciencia.
Asimismo, no podemos conocer la realidad más allá de su apariencia
fenoménica. El idealismo trascendental de Kant subraya el aspecto activo del
acto de conocimiento pero no al punto de negar la existencia de una realidad
externa, independiente del sujeto. Hay un mundo de cosas en sí que son la
causa última de nuestras representaciones y cuya existencia Kant debe
reconocer –aunque no pueda aportar ninguna prueba– para no caer en el
solipsismo, la teoría de que solamente el sujeto existe y todo lo demás está
únicamente en su mente. Hemos visto que la estructura cognoscitiva del
sujeto es un medio, una especie de intermediario entre quien conoce y la
realidad; mas su virtud en tanto garantía de la universalidad del conocimiento
tiene como contrapartida impedirle saber cómo son las cosas en sí mismas.
Ésos son los límites del sistema kantiano.
Y es precisamente el postulado de la existencia de cosas en sí ajenas al
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sujeto lo que rechazan los idealistas postkantianos. El idealismo, en cierto
modo limitado, de Kant se convierte así en un idealismo extremo, absoluto.
Mientras, de acuerdo con Kant, el acto de conocer supone la concurrencia de
dos polos, el sujeto y el objeto, Hegel rechaza ese tipo de dualidad. El
concepto de sujeto transcendental cede su sitio a la presencia de lo que ahora
es denominado Idea. En lugar de un sujeto situado frente a un objeto que
procura conocer, hay algo único: la Idea. En primera instancia, la Idea queda
descripta como una realidad solitaria e inmaterial, el Espíritu, pero Hegel le
atribuye la generación de los entes compuestos de materia, la naturaleza. No
se trata, sin embargo, de una creación a la manera como el Dios bíblico pone
en existencia el universo sino de una suerte de autodiferenciación de la Idea.
La naturaleza no puede existir por sí misma ni puede provenir de otro lado
sino de lo único que el idealismo hegeliano reconoce, la Idea. Esta afirmación
se funda en el supuesto de que la existencia de algo sólo es posible en la
medida en que se diferencie con respecto a otra cosa. Algo existe sólo en la
medida en que contrasta con lo que ese algo no es, con lo que representa su
opuesto, su negación (en el peculiar sentido hegeliano de esta expresión,
tema sobre el cual haremos precisiones más adelante). Así, por ejemplo, las
existencias del amo y el esclavo se necesitan mutuamente; si cualquiera de
ellos no existiera, tampoco existiría el otro. Por ese motivo, si bien la Idea
posee cierto tipo de prioridad sobre la naturaleza, no es temporalmente
anterior; ambas, por decirlo así, existen simultáneamente.
Ahora bien, dado el carácter espiritual de la Idea, la aparición de la
naturaleza exhibe su alienación; la Idea se sale de sí al producir el mundo
material y orgánico. Pero falta todavía un paso más. Así como la Idea
necesita la presencia de su contraparte, la naturaleza, es menester también
que vuelva a encontrarse consigo misma, que retorne a su condición de Idea.
Y esta situación se produce en tanto la Idea se vuelve consciente de sí misma.
Es en este punto donde interviene la historia, la historia humana. A través del
despliegue de la historia la Idea llega a erigirse plenamente como
autoconsciente, es decir, como Espíritu. El tránsito de la idea de nuevo hacia
ella misma no significa, empero, volver exactamente al punto de partida.
Porque ahora regresa enriquecida, goza de un conocimiento antes ausente, se
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muestra apropiadamente como espíritu. Algunas afirmaciones de Hegel
autorizan a identificar este espíritu con Dios; sin embargo el
autoconocimiento de la Idea se realiza solamente a través de la mediación de
la conciencia humana y se desarrolla a lo largo de su historia, en un proceso
que culmina su cometido precisamente en el momento en que aparece la
filosofía de Hegel. La existencia de la naturaleza y el transcurso de la historia
poseen, según Hegel, una sola y fundamental finalidad: la de llevar a cabo el
autoconocimiento de la Idea, su consolidación como realidad puramente
espiritual. Esta concepción implica que los seres humanos no son la creación
voluntaria de un ser todopoderoso sino el resultado de la necesidad de la Idea,
ya que sólo la humanidad puede emprender realizaciones espirituales.
El espíritu se manifiesta de tres modos, y en todos los casos a través de la
intervención humana. El primero es el que corresponde al espíritu subjetivo,
las actividades psíquicas propias de cada ser humano individual. El espíritu
objetivo, en cambio, está expresado por las actividades, relaciones e
instituciones sociales. Por último, el espíritu absoluto se expresa en lo que
podría considerarse la autoconciencia de la Idea en su sentido más estricto,
las formas de conocimiento encarnadas en el arte, en la religión y
especialmente en la filosofía.
Los aspectos que componen el espíritu objetivo y el espíritu absoluto han
tenido un desarrollo histórico, temporal. La familia y el Estado, por ejemplo,
han adoptado distintas formas en variados lugares y en diferentes épocas. Lo
mismo ha sucedido con el arte, la religión y la filosofía. Pero los procesos
correspondientes no son accidentales; por el contrario, son etapas necesarias
del progreso hacia la meta final. En el caso de la religión, su punto
culminante es el cristianismo. En el de la filosofía, todas las formulaciones
que fueron contraponiéndose a lo largo de los siglos resultan indispensables
para que se hiciera posible el surgimiento del Idealismo Absoluto, la doctrina
elaborada por el propio Hegel. La sucesión de las distintas teorías filosóficas
corresponde a otras tantas etapas del camino hacia el conocimiento definitivo,
y esto sólo puede hacerse patente una vez que se ha alcanzado la cumbre,
cuando desde ella, desde el lugar privilegiado que le ha tocado en suerte a
Hegel, se puede mirar hacia atrás y comprender que se trataba de escalones
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transitorios pero irremplazables para arribar a la meta.
Como señala Lamanna (Lamanna, 1969, tomo IV: 69), el esquema
hegeliano del desarrollo de la Idea es análogo al proceso del retorno del alma
a sí misma imaginado por los místicos neoplatónicos. Estos pensadores
concebían el mundo como la autorrealización divina: Dios es originalmente
una unidad indiferenciada que crea el Universo y la multiplicidad de seres
finitos como su propia exteriorización; el pecado representa entonces la
alienación del mundo de Dios y la redención constituye la vuelta a Dios
convertido en conciencia de sí mismo.

La lógica dialéctica de Hegel

La argumentación de Hegel presenta sus tesis metafísicas como verdades


necesarias, incuestionables. ¿Pero de dónde proviene esa necesidad? Se trata,
conforme a la terminología hegeliana, de una necesidad lógica, claro que en
un particular sentido de la palabra “lógica”, el que corresponde a la lógica
dialéctica. Con ella, Hegel procura superar los recursos de la lógica clásica,
es decir, la que fue formulada por Aristóteles y desarrollada por los lógicos
medievales, cuya función principal es establecer las formas de los
razonamientos deductivos. Los razonamientos deductivos se caracterizan por
el hecho de que su sola estructura garantiza que si las premisas son
verdaderas también lo será su conclusión, independientemente del contenido
informativo particular que las premisas y la conclusión expresen. Por ese
motivo, la lógica aristotélica se inscribe en el marco de la lógica formal. La
lógica dialéctica propuesta por Hegel, en cambio, tiene una naturaleza y un
alcance completamente diferentes. En verdad, el hecho de que el término
“lógica” forme parte de ambas denominaciones ha dado lugar a engañosas
apreciaciones sobre las vinculaciones entre la lógica formal y la lógica
dialéctica. Tendremos ocasión de examinarlas más en detalle cuando
analicemos el marxismo, pero por el momento es oportuno adelantar algunas
precisiones.
Por lo pronto, el sustantivo “lógica” y otras palabras derivadas se han
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utilizado, antes y después de Hegel, para hacer referencia a cosas muy
distintas. No se trata, pues, de establecer “el sentido correcto” de tales
expresiones sino de tener en claro en cada caso la significación
correspondiente al contexto. De hecho, aunque se honra a Aristóteles como el
fundador de la lógica debido a la sistematicidad con que desarrolló el examen
de la deducción, el uso de ese nombre para denominar tales estudios es
bastante posterior. Él usaba la palabra “analíticos” para referirse a ellos.
Además, cabe pensar que no concebía la lógica como si fuera una ciencia por
sí misma sino más bien como un recurso necesario preliminar, un
instrumento que había de ser aplicado en el curso de las investigaciones
propias de cada una de las ciencias particulares. Desde el punto de vista
aristotélico hay una diferencia fundamental entre la lógica y cualquiera de las
ciencias, porque cada una de ellas se ocupa de su propio objeto, de un
dominio de entidades determinado y exclusivo –como los números y las
figuras geométricas en el caso de las matemáticas–, mientras a la lógica no le
corresponde ningún conjunto semejante.
La lógica clásica a la cual Hegel contrapone su dialéctica se presentaba
como una disciplina regida por ciertos principios; especialmente, el principio
de identidad y el de no contradicción. En cuanto el principio de identidad se
refiere a un individuo, Aristóteles lo expresa diciendo que llamamos idéntico
a lo que tiene más de un nombre aunque la realidad es sólo una. Se advierte
en esta formulación que el problema de la identidad surge a propósito del uso
del lenguaje. Así, “Platón” era en realidad un apodo y el nombre originario
del célebre filósofo era “Aristocles”, de manera que al afirmar que Platón es
Aristocles enunciamos un juicio de identidad que seguramente tiene valor
informativo, indica precisamente que ambos nombres designan a la misma
persona. Si dijéramos, en cambio, “Platon es Platón” no brindaríamos
ninguna información.
Pero la cuestión de la identidad incluye un aspecto más problemático
porque también usamos el mismo nombre para referirnos a una cosa aun
cuando sufra transformaciones: Sócrates siguió siendo llamado “Sócrates”
desde su nacimiento hasta su muerte aunque sin duda alguna tanto su cuerpo
como su mente fueron variando completamente a lo largo de su vida. En este
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punto, y en relación con los cuestionamientos de Hegel a la lógica clásica,
debe señalarse que los primeros filósofos griegos se encontraron perplejos
ante los problemas del cambio, el movimiento y la identidad. Parménides
consideraba que la realidad sólo podía consistir en un ser único e inmutable,
porque la pluralidad y el cambio le resultaban racionalmente absurdos,
inconcebibles. Y su discípulo, Zenón, elaboró ingeniosos argumentos, sus
célebres paradojas, para demostrar que el movimiento es imposible. En
síntesis, el razonamiento de Parménides se fundaba en la idea de que la
pluralidad de entidades o la transformación de una cosa encierra una
contradicción, porque implicaría la conjunción del ser y el no ser. El ser
necesariamente es único e indivisible, puesto que el establecimiento de
cualquier diferencia equivaldría a la presencia del no ser. Del mismo modo,
cualquier cambio en una cosa representaría dejar de ser. Por supuesto, nada
de esto coincide con el mundo que nos muestran nuestros órganos
perceptivos, compuesto por un enorme conjunto de entidades que sufren
cambios todo el tiempo. Parménides concluye, entonces, que el mundo
percibido sólo puede ser una gigantesca ilusión.
Aproximadamente en la misma época, la actitud de Heráclito se ubica en
el extremo opuesto. Para él, la racionalidad obliga a pensar que solamente
existe el cambio, el movimiento aun donde parece haber cierta estabilidad.
Heráclito expresa metafóricamente esta convicción comparando la realidad
con el incesante fluir de las aguas de un río. “Nadie entra dos veces en el
mismo río”, afirmaba. El concepto inmutable del ser proclamado por
Parménides es rechazado en favor del reconocimiento de que la realidad
consiste en un constante devenir, en un ser y no ser simultáneos. El único
rasgo permanente de la realidad consiste, paradójicamente, en su perpetuo
cambio. Esta dinámica es la consecuencia de la tensión de tendencias
opuestas presente en todos lados, tanto en la naturaleza como en los asuntos
humanos. La lucha, la guerra –afirmaba Heráclito– es la madre de todas las
cosas.
Platón admitía, con Parménides, que el genuino conocimiento solamente
puede tener por objeto entes inmutables, Formas o Ideas que, como las
figuras geométricas, son siempre idénticas a sí mismas, no fueron creadas ni
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podrán desaparecer, no sufren jamás ninguna trasformación. Y así pensó que
la realidad –el mundo inteligible, el que se puede conocer– está compuesta
por el conjunto de todas las Ideas universales: la idea de triángulo, la de
hombre, la de árbol, etcétera. En cuanto al mundo sensible, el que nos
muestran nuestros sentidos, es sólo un reflejo, una sombra deformada, una
copia imperfecta del mundo de las Ideas. La imperfección del mundo
sensible, su irrealidad, se manifiesta precisamente en que las cosas que lo
integran están afectadas por el devenir, están sometidas al cambio y a la
desaparición. Y si algo podemos saber de las cosas sensibles, lo logramos por
referencia a las Ideas, porque reconocemos en las cosas sensibles y
perecederas rasgos que reflejan, pese a las deformaciones, las propiedades de
las Ideas inmutables.
Aristóteles reconoció también la necesidad de que el conocimiento
requiere objetos estables; pero en lugar de ubicarlos en un mundo aparte,
pensó que las cosas sensibles están integradas por dos componentes: una
materia, sometida al cambio, y una forma o esencia que permanece inalterada
y posibilita el conocimiento. Una casa, por ejemplo está compuesta por una
materia –madera, piedra– y por una forma, las características que permiten
identificarla con una casa y no con otro tipo de objetos. La materia sufre
cambios, se deteriora, pero esas modificaciones son meros accidentes; de
todos modos, seguirá siendo una casa mientras mantenga las propiedades que
la definen como tal. La mutabilidad de las cosas materiales, el devenir,
entonces, no representa ningún problema irresoluble desde la perspectiva de
Aristóteles. Por lo tanto, la lógica, las reglas que guían la elaboración del
conocimiento no necesitan reflejar los cambios materiales y por ese motivo
rige el principio de identidad.
El principio de no contradicción recibe mucha mayor atención en la obra
de Aristóteles. Aparece expresado de distintas maneras, pero la formulación
más apropiada para nuestra discusión se encuentra en Metafísica: “es
imposible que simultáneamente y según la misma relación el mismo atributo
pertenezca y no pertenezca al mismo sujeto [...] En efecto, es imposible
concebir que la misma cosa sea y no sea, como algunos creen que Heráclito
sostuvo [...]” (Metafísica I V, 1005b). A continuación, Aristóteles sugiere que
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aun cuando alguien –como Heráclito– afirmara que puede pensar que una
cosa sea y no sea al mismo tiempo y según la misma relación, se estaría
engañando o mentiría. Es importante observar las salvedades que introduce
Aristóteles en el texto citado con las palabras “simultáneamente” y “según la
misma relación”. Con la primera quiere decir que no habría contradicción en
predicar de una cosa atributos opuestos si los posee en momentos diferentes.
Sería contradictorio afirmar que Sócrates es al mismo tiempo joven y viejo,
pero es verdad que Sócrates era joven cuando tenía veinte años y viejo en el
momento de su muerte; de manera similar, no hay contradicción al decir que
Grecia está situada al Este y al Oeste si en el primer caso tomamos como
punto de referencia Italia y en el segundo Japón.
Pues bien, si consideramos que las respectivas doctrinas sustentadas por
Parménides y Heráclito representan dos posiciones extremas con respecto al
problema del devenir, Hegel toma claro partido por este último. Concibe la
realidad como un proceso, un puro devenir. En consecuencia –sostiene– si el
pensamiento pretende conocer la realidad, debe repudiar la permanencia, y
con ella el principio de identidad y el de no contradicción propios de la lógica
clásica. Hegel insiste en que la realidad no se ajusta a ellos. Nada permanece
idéntico a sí mismo y los opuestos no se excluyen, por el contrario los
opuestos se compenetran entre sí. Como ya hemos señalado, un ejemplo
prominente de esta situación es la coexistencia de la idea y su negación, la
naturaleza, en el seno de una misma y única realidad. Pero la creencia de que
la realidad es un proceso y no una situación estática lo lleva a sostener
también que todo lo real se desenvuelve en una serie de procesos ternarios,
las tríadas dialécticas. El punto de partida es una afirmación, su opuesto es la
negación de dicha afirmación y el opuesto de esta negación es precisamente
la negación de la negación. Vale la pena mencionar que los sucesores de
Hegel difundieron el uso de las expresiones “tesis”, “antítesis” y “síntesis”
para hacer referencia a los componentes de la tríada dialéctica, aunque no
fueron éstas las denominaciones empleadas por su maestro. Así, la Idea se
puede identificar con la afirmación, la naturaleza con su negación y la
realización del espíritu absoluto con la negación de la negación. La
consecuencia epistemológica que se desprende de esta doctrina es que
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conocer consiste en identificar y caracterizar cada uno de los “momentos” de
la tríada en el proceso que se esté considerando.
Es necesario tener en cuenta, además, que las expresiones “afirmación” y
“negación” en el contexto de la lógica formal difieren en otro aspecto de sus
homónimas en la lógica dialéctica. En el dominio de la lógica formal, la
negación es una conectiva, un signo que se utiliza primariamente para negar
proposiciones. O, en todo caso, para expresar un predicado complementario
de otro, como cuando decimos “inmortal” o “países no alineados”. En el
ámbito de la lógica formal no tendría objeto decir, por ejemplo, que una cosa
es la negación de otra; en la lógica dialéctica, en cambio, las cosas o las
situaciones opuestas se niegan mutuamente.
Es importante subrayar que en el contexto de la dialéctica la noción de
negación adquiere un significado distinto del que tiene su homónima en la
lógica clásica. La negación dialéctica no equivale a la completa aniquilación
de lo negado, pues algo de este último persiste, queda incorporado a su
opuesto, a su negación; por esa razón, la negación representa la superación de
lo negado. Y esta situación se repite en el paso siguiente, la negación de la
negación, donde la superación es aun mejor porque incorpora, sintetiza,
elementos de la afirmación original y de la negación que le sucedió. Una
ejemplificación intuitiva de tal tipo de proceso puede encontrarse en la
historia de la filosofía, tal como Hegel la concebía. Cada filósofo importante
refutó la doctrina que le antecedía, pero seguramente pudo superarla y
progresar gracias a la existencia previa de esa doctrina y a los elementos que
pudo conservar, aun modificados, en su propia elaboración. En cada sistema
hay una parte de verdad que se conserva en los que surgen posteriormente.
Otra peculiaridad importante de la negación dialéctica reside en una
consecuencia derivada de lo que fue explicado en los párrafos precedentes.
En la lógica formal estándar, la operación de doble negación se anula. Así,
negar una negación equivale a afirmar la proposición original; decir “no es
verdad que no llueve” es sólo una manera más complicada de afirmar que
llueve. En la lógica dialéctica no habría nada que correspondiera a esta ley,
dado que la negación de la negación expresa algo muy diferente de la
afirmación que se tomó como punto de partida. Si A es la afirmación original
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y no-A su negación, la negación de esta última no es A sino algo distinto y
determinado que deberíamos indicar como B o de cualquier otro modo
semejante.
Por este motivo, en el marco de la dialéctica, una entidad –si es que cabe
hablar de entidades en una realidad que es puro proceso– sólo existe en virtud
de sus relaciones con las demás. El todo constituye, en consecuencia, una
unidad indivisible y su descomposición en partes, su parcialización, implica
apartarse de la verdad. El conocimiento auténtico requiere la aprehensión de
la totalidad, de todas las relaciones que la integran. La lógica dialéctica
preconizada por Hegel es, ciertamente, la combinación de un conjunto de
tesis metafísicas estrechamente entrelazadas que –como hemos sugerido al
señalar previamente el significado peculiar de su terminología característica–
no puede rivalizar con la lógica formal. Vamos a dar por finalizada aquí la
reseña del pensamiento de Hegel, pero volveremos a ocuparnos de estos
temas más adelante, cuando consideremos el materialismo dialéctico.

Los hegelianos

La última etapa de la carrera académica de Hegel se caracterizó por el


enorme prestigio que había logrado y la consecuente influencia que su
pensamiento ejercía en los estudiantes y en los medios culturales y políticos.
Así como el propio Hegel formuló en sus obras una interpretación de los más
diversos campos de la actividad humana, tanto en Alemania como en otros
países europeos muchos autores aplicaron las ideas hegelianas a la teología,
la teoría del derecho, la estética, etcétera. Alrededor de Hegel se había
formado un círculo de discípulos, conocidos como “los viejos hegelianos”,
que defendían la doctrina del maestro a través de una publicación periódica
fundada en 1826 exclusivamente con esa finalidad. Pero las ideas de Hegel
encontraron oposición y no sólo en autores ajenos a su influencia; entre los
propios hegelianos se manifestaron críticas y algunos de ellos terminaron
renunciando a esa doctrina. Como el sistema hegeliano comprendía de
manera destacada una visión de la religión, la sociedad y la política, sus
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partidarios no podían evitar decisiones comprometedoras y era de esperar que
estos temas generaran fricciones entre ellos. Algunos hegelianos interpretaron
la obra de su maestro de manera que se hiciera perfectamente compatible con
los dogmas de la religión cristiana: la existencia de Dios como persona
divina, la unión de Dios y el hombre en Cristo y la inmortalidad del alma
individual humana. Otros se atuvieron a la creencia de que Dios sólo se
conoce a sí mismo a través de la conciencia humana, de modo que la
consubstanciación de Dios y el hombre se manifiesta en toda la humanidad, y
además se negaron a considerar inmortal el alma humana, reservando la
eternidad sólo para la razón que subyace al universo. En el plano político se
exhibieron diferencias similares. Algunos discípulos de Hegel abrazaron una
posición conservadora, a tono con la actitud de Hegel en su madurez,
conforme a la doctrina de que la etapa política que vivían era la que
correspondía al desarrollo del Espíritu y superaba los momentos anteriores.
Los hegelianos más rebeldes, en cambio, encontraban en la negación
dialéctica una invitación a la revolución en contra del régimen político
imperante, que se había tornado, pese a las expectativas previas, más
autoritario y retrógrado después de la muerte de Hegel, cuando Federico
Guillermo IV ocupó el trono de Prusia. Todas estas disidencias dieron lugar,
entonces, al surgimiento de distintas corrientes dentro del hegelianismo
bautizadas “derecha”, “centro” e “izquierda” por David Strauss, inspirado en
las denominaciones surgidas de la distribución de las fuerzas políticas en el
recinto del Parlamento de Francia.
Entre los miembros de la izquierda hegeliana merecen destacarse, además
de Strauss, Bruno Bauer y Ludwig Feuerbach, pertenecientes todos a la
generación de los “jóvenes hegelianos”. De acuerdo con Strauss, la divinidad
de Jesús y los milagros que se le atribuyen son ficciones que reflejan la
proyección inconsciente de la mitología de los antiguos cristianos. Strauss
valoriza, sin embargo, un sentido latente y más profundo detrás de la
manifestación mítica de la encarnación divina en el hombre. Dios, entendido
desde una perspectiva panteísta, se corporiza no en un individuo sino en toda
la especie humana.
Bauer rechazó no sólo la veracidad histórica del Nuevo Testamento sino
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también la interpretación mitológica de Strauss y atribuyó el relato bíblico a
la tarea consciente de un autor individual. Sostuvo que el resultado de la
concepción hegeliana no era el panteísmo sino el ateísmo; subrayó las
implicaciones relativistas de la dialéctica sosteniendo que, como el
pensamiento progresa a través de continuas mutaciones, cualquier afirmación
en materia política o moral que pretenda erigirse como verdad absoluta es,
por esta misma razón, equivocada.
Feuerbach también partió de una crítica de la religión. Coincide con
Strauss en la tesis de que la religión es el resultado de una proyección
inconsciente de aspiraciones humanas. La creencia en la continuidad del alma
después de la muerte es un claro ejemplo de ello. Así también, Dios reúne los
atributos que el hombre desearía poseer. De todos modos, la religión acredita
un aspecto positivo: es el primer paso hacia la realización de la conciencia
humana, en la medida en que el conocimiento de Dios significa la
aprehensión de una imagen del propio ser humano enmarcada en lo infinito.
El lado negativo de la religión reside, precisamente, en su naturaleza ilusoria.
Despojarla de este factor engañoso es la tarea de la filosofía, el saber que
viene a suplantar la religión y generar la auténtica conciencia del hombre
revelándole su verdadera esencia.
Aunque Feuerbach sigue utilizando ideas hegelianas, su propuesta asume
un radical cuestionamiento del sistema de su antiguo profesor. La crítica de la
religión se extiende hasta el corazón del sistema hegeliano, porque su
metafísica es, a los ojos de Feuerbach una teología encubierta. La denuncia
de la religión conduce, pues, a la elaboración de una filosofía opuesta a la de
Hegel. Los términos se invierten: el papel primordial no será ya ocupado por
la Idea, por el Espíritu, sino por la naturaleza. No es el espíritu quien genera
la naturaleza sino ésta la que genera el pensamiento. La conciencia, un tema
fundamental de la doctrina hegeliana, es simplemente una manifestación de la
vida, un producto de la naturaleza. Feuerbach asume resueltamente una
posición materialista y la expresa con crudeza, a punto tal que otorga gran
importancia política al reconocimiento de la función de los alimentos. Son los
alimentos los que nutren el corazón y el cerebro; y en consecuencia, de la
materia alimenticia dependen los sentimientos y los pensamientos de los
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hombres. No es entonces la prédica en contra del pecado lo que puede elevar
la calidad del pueblo sino la mejor alimentación, porque “el hombre es lo que
come”.
Habíamos señalado que los idealistas alemanes rechazaron el postulado
kantiano de la existencia de la cosa en sí; Feuerbach, al negar la prioridad de
la idea sobre la materia da un paso atrás. Más aún, se podría decir que se
remonta a una posición anterior al idealismo kantiano, porque Feuerbach da
por supuesta e indiscutible la existencia de la naturaleza, adopta con respecto
a ella una postura similar a la de los realistas tradicionales. Considera que ha
sido el racionalismo y su consecuencia, el idealismo, la causa de haber
cometido el error de ignorar que la única realidad existente es la materia.
Reconoce, consecuentemente, que ha sido un mérito de los empiristas
haberse percatado del carácter material de la realidad.
Por esos motivos, reivindica el valor del conocimiento que brindan los
sentidos frente a los argumentos puramente especulativos que caracterizaban
el Idealismo Alemán y en especial el sistema hegeliano. Pero no se considera
satisfecho con el empirismo y el materialismo clásicos porque los juzga
limitados a identificar la realidad con la mera materia, sin alcanzar a dar
cuenta de la irrupción de la conciencia humana en el ámbito de la naturaleza.
Estas consideraciones, la preocupación de Feuerbach por reservar un lugar
propio a la conciencia, deja translucir la influencia de Hegel, pese al tono
indudablemente crítico de su doctrina. Pero también es de factura hegeliana la
solución que esboza para resolver el problema de la conciencia. En efecto, el
surgimiento de la conciencia en el ser humano marca una diferencia con
respecto a otros tipos de fenómenos naturales porque es el resultado de un
cambio cualitativo, un concepto característico de la dialéctica hegeliana.
La denuncia de la religión como una especie de falsa conciencia, la crítica
de la doctrina de su maestro, el haberla dado vuelta poniendo al hombre sobre
sus pies y no sobre su cabeza –para decirlo con las gráficas palabras del
propio Feuerbach– y la conservación, no obstante, de elementos dialécticos
encarnan aportes fundamentales que serán bien aprovechados por Marx y
Engels para elaborar su propia versión de la dialéctica materialista.
Aunque sus ideas tenían claro contenido político, la actividad de
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Feuerbach se desarrolló únicamente en el plano teórico. Privado de la
posibilidad de continuar una carrera académica, especialmente a raíz de su
ataque a la religión, se retiró a la vida privada y no se sintió inclinado a
participar en la acción política concreta. Marx y Engels, por lo contrario,
combinaron la publicación de textos revolucionarios con la participación
personal en los movimientos políticos y sindicales que se desarrollaban en la
convulsionada Europa de su época. Ambos eran aún niños cuando murió
Hegel, no fueron pues sus alumnos, pero tomaron contacto con el grupo de
los Jóvenes Hegelianos y a través de ellos conocieron la teoría dialéctica y los
intentos de seguir aplicando algunas ideas de su fundador en marcos tan
diferentes del sistema original como el que resultaba de la crítica de
Feuerbach. Pese al conservadurismo de Hegel y del ala derecha de sus
continuadores, su sistema contenía muchos elementos que bien podían
utilizarse para proporcionar un sólido fundamento teórico a los movimientos
que pugnaban por producir profundos cambios políticos, económicos y
sociales en un continente conmovido por la industrialización y sorprendido
por el espectacular avance de la ciencia y la tecnología. La conformación
social que derivaba de la industrialización, el enriquecimiento de los patronos
y los financistas, y la proliferación de un proletariado pauperizado, explotado
y excluido del poder político impulsaba necesariamente un explosivo
enfrentamiento entre clases. Pero los cambios revolucionarios no podrían
producirse sólo de hecho, debían ser también una transformación de derecho.
Los movimientos religiosos o políticos suelen requerir el auxilio de una
doctrina filosófica que los sostenga. El cristianismo –a falta de una tradición
propia en este terreno– se vio llevado a la necesidad de adoptar la filosofía de
Platón o la de Aristóteles, convenientemente adaptadas, para consolidar su
expansión y vigencia. Así fue como la Revolución Francesa contó con la
anticipación intelectual de sus mentores filosóficos. Y así también, en época
reciente, el fascismo italiano procuró justificarse recurriendo a Giovanni
Gentile, quien no tuvo mayor dificultad en brindar fundamento al nuevo
orden instaurado por Mussolini inspirándose en las enseñanzas de Hegel, que
–como hemos visto– se mostraron capaces de motivar elaboraciones
radicalmente disímiles. No es sorprendente, entonces, que Marx y Engels
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encontraran en la prestigiosa obra de Hegel elementos valiosos para la
construcción de una teoría acorde con la necesidad de transformar la sociedad
y erradicar la injusticia.

2. El pensamiento de los socialistas utópicos

Esbozos socialistas

El surgimiento del marxismo debe explicarse a la luz de la conjunción de


una serie de factores de muy diversa índole. En primer lugar, debe
mencionarse la situación económica, social, cultural y política de los países
europeos, que –sin ser idéntica en todos ellos, por cierto– exhibía algunos
rasgos bastante generalizados y daba lugar a influencias mutuas en distintos
aspectos. Una de estas manifestaciones era la relativa rapidez en la difusión
de las ideas científicas y filosóficas más allá de las fronteras nacionales. Así
fue como la doctrina de Hegel, por ejemplo, tuvo eco en el extranjero. Así
también los ideales de la Revolución Francesa y el impacto de ese
acontecimiento histórico habían inspirado los anhelos de cambios políticos en
otras naciones.
En la Europa de mediados del siglo XIX, la época en que Marx y Engels
llevaban a cabo una intensa actividad cuyos resultados habrían de extenderse
en el tiempo y la geografía hasta nuestros días, la industrialización se abría
paso, alcanzando diferentes grados de desarrollo, por todo el continente. De
este modo, una clase social de reciente aparición, el proletariado,
protagonizaba un continuo crecimiento. La riqueza, que en otras épocas se
hallaba fundamentalmente asociada a la posesión de la tierra, aparecía ahora
vinculada al capital industrial. Si bien la introducción de la moderna
maquinaria requería operarios especializados cuyo número resultaba a veces
insuficiente y obligaba a los patronos, en consecuencia, a ofrecer salarios más
altos, las condiciones de vida de los obreros eran, en general, sumamente

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severas. La paga que recibían alcanzaba apenas para la subsistencia de sus
familias. La jornada de labor podía extenderse doce o más horas; los
trabajadores no contaban con protección alguna que mitigara los efectos del
desempleo, la enfermedad o la vejez, ni siquiera con la estabilidad de trabajo
y alojamiento que fuera el consuelo de los siervos en la época feudal.
Estas condiciones no sólo producían el descontento de quienes las
padecían sino también, en algunos contados casos, entre quienes no
pertenecían a la clase obrera. Persuadidos de que la culpa de esa situación
recaía en el sistema capitalista, algunos empresarios fundaron comunidades
productivas de tipo cooperativo donde no había un patrón que se apropiara de
una parte de lo producido por los miembros de la comunidad. Esta forma de
comunismo tenía antecedentes tales como los monasterios y la organización
que se dieron los jesuitas en el Paraguay. Uno de los hombres que reeditó la
experiencia en el siglo XIX fue Robert Owen. Aunque había dejado de asistir
a la escuela a los nueve años y su familia carecía de fortuna, muy joven logró
convertirse en un hombre de negocios. Durante su desempeño como
administrador de una empresa, parte de cuyas acciones había adquirido,
decidió limitar los dividendos y elevar los salarios de sus trabajadores; se
preocupó además por mejorar la situación de los obreros y la educación de
sus hijos. Todo ello se realizó sin afectar la sustentabilidad de la empresa.
Owen procuraba que los beneficios alcanzados por su personal se
generalizaran y con ese motivo publicó sus ideas y realizó gestiones
tendientes a la sanción de leyes que redujeran la duración de la jornada
laboral y mejoraran las condiciones de los trabajadores. Pero sus
realizaciones más interesantes fueron la fundación de dos cooperativas de
producción en territorio norteamericano abiertas a quienes quisieran ingresar
en ellas. Ambos experimentos fracasaron al cabo de algunos años de
funcionamiento debido a la deficiente administración y la ingenuidad de
Owen, según George Catlin (Catlin, 1946: 583 y ss.), que relata estos
acontecimientos.
La percepción de la injusticia social propia de los sistemas en los cuales
unos pocos se enriquecen a costa del trabajo de los demás es muy antigua y
también es de remoto origen la idea de que el modo de evitar esa iniquidad
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requiere limitar drásticamente la propiedad privada y hacer que los medios de
producción sean de pertenencia compartida; pero en la época que a nosotros
nos interesa, el contexto en que surge el marxismo, esos principios eran
defendidos por un puñado de autores que criticaban la sociedad capitalista y
promovían alguna forma de organización socialista. El término “socialismo”
apareció por primera vez en 1827 en las páginas de un periódico inglés que
divulgaba, precisamente, las ideas de Owen. En 1805 Charles Hall
denunciaba el enriquecimiento de las clases dominantes y graficaba esta
situación señalando que las cuatro quintas partes de los europeos sólo tenían
acceso a una octava parte de lo que producían. Para remediar ese estado de
cosas, Hall promovía modificaciones en la legislación sobre la herencia y la
distribución equitativa de la tierra (ibid., 582). Algunos años después,
William Thompson, un terrateniente que se había hecho partidario de las
ideas de Owen, publicó un libro sobre los principios de la distribución de la
riqueza que contenía una propuesta más avanzada: el trabajador debe ser
propietario de todo lo que produzca (ibid.).

Saint-Simon

En Francia, la corriente socialista reconoce su origen en la obra del


Conde de Saint-Simon, a quien se le atribuye también la paternidad de las
ideas positivistas elaboradas más tarde por uno de sus discípulos, Comte. Los
escritos de Saint-Simon señalan el contraste entre la armonía del mundo
medieval en torno de la religión católica y el brutal individualismo
económico de su época. Saint-Simon, entre cuyos proyectos se hallaba la
construcción de un canal que uniera el Atlántico con el Pacífico, valoraba las
posibilidades del industrialismo y mostraba gran interés en los desarrollos
científicos. Pensaba que el poder derivado del crecimiento de la industria no
garantizaba la felicidad de los hombres y proponía que fueran los científicos
quienes encauzaran la marcha de la sociedad. Por este último motivo, se
inclinaba más por una dictadura fundada en la ciencia que por la soberanía
popular, una forma de socialismo de estado tecnocrático donde cada uno
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ocuparía su lugar conforme a sus capacidades naturales y recibiría una
remuneración acorde con su trabajo. Esa forma de organización sería tan
ventajosa para todos que prácticamente el Estado no debería apoyarse en la
fuerza para sostener su autoridad. Con esta perspectiva, y desilusionado de la
posibilidad de ser comprendido por el proletariado, Saint-Simon impulsó la
creación de una nueva religión destinada a cumplir la función unificadora que
otrora había desempeñado el catolicismo, una idolatría por la ciencia que se
llamó “la religión de Newton”. Por cierto, sus seguidores, entre los que se
contaban ingenieros y banqueros, organizaron efectivamente una secta
religiosa e incluso llevaron su prédica a otros países en los años siguientes a
su fallecimiento, pero no mucho después la asociación se disolvió.
Las tesis y las propuestas de Saint-Simon se enmarcan en una exposición
carente de sistematicidad y a veces incoherente, claro reflejo de una
personalidad perturbada que requirió en algún momento internación
psiquiátrica: sufrió alucinaciones que le hicieron creer que él era la
reencarnación de Sócrates y Descartes y que estaba destinado a reformar la
sociedad mundial. Sin perjuicio de ello, se le acreditan significativas ideas,
algunas de las cuales fueron retomadas después por autores importantes.
En las obras de Saint-Simon se encuentra, por ejemplo, la afirmación de
que la sociedad constituye una realidad semejante a un organismo viviente
que evoluciona conforme a leyes comparables con las de la física, de modo
que necesariamente se alcanzará la meta de la historia humana: la concreción
de una sociedad perfecta. Más aún, fue el primero en señalar que la propiedad
determina la estructura social y que la evolución social es el resultado del
conflicto entre las clases. Al señalar estas contribuciones, Scott Gordon
afirma: “[Saint-Simon] concibió la idea de la historia dialéctica
independientemente de Hegel e identificó antes que Marx los aspectos de
clase económica de la sociedad como su fundamento. Puede considerársele,
por tanto, el iniciador del materialismo dialéctico” (Gordon, 1999: 308).
Gordon le atribuye también el haber sido el primero que expresó el principio
comunista popularizado por el marxismo “De cada uno según su capacidad y
a cada uno según sus necesidades”. Pero esa apreciación no parece ser del
todo correcta porque, si bien preconizaba que la sociedad debía procurar la
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felicidad de las masas y era contrario a la transmisión hereditaria de los
bienes, Saint-Simon se inclinaba por una justicia basada en la igualdad de
oportunidades más que en la distribución igualitaria de los ingresos; además,
quien parece haber formulado por primera vez el mencionado lema comunista
fue Morelly, en 1755 (Catlin, 1946: 589).
En cuanto a sus contribuciones para el surgimiento de la doctrina
sociológica positivista, Saint-Simon anticipó la tesis de que la historia de la
humanidad atravesó las etapas teológica y metafísica para desembocar en la
era positiva, la del dominio de la ciencia. Su reverencia por las ciencias
naturales lo llevó a considerar que las disciplinas sociales debían utilizar el
mismo método de investigación. Este monismo metodológico incorporaba
inclusive una convicción extremadamente reduccionista, ya que Saint-Simon
llegó a pensar que aun los cambios sociales eran el resultado de la acción de
las leyes newtonianas. Más tarde, y de acuerdo con el concepto de que la
sociedad posee una estructura y un funcionamiento comparables con los de
los seres vivientes, prefirió la biología y la fisiología –en lugar de la física–
como modelos de los estudios sociales. Su concepción organicista de la vida
social lo condujo a otra de sus fecundas anticipaciones: si la sociedad
constituye un organismo supraindividual, debe haber también una conciencia
colectiva y ésta es la que determina la conciencia de sus miembros.

Fourier

El socialismo francés tuvo otro destacable exponente en Francois-Marie


Fourier (1772-1837), cuyas propuestas económicas y sociales muy
probablemente estaban motivadas por el desagrado que le producían sus
tareas como empleado de comercio y su percepción de ciertas consecuencias
absurdas del funcionamiento del sistema capitalista. Quedó profundamente
impresionado por la noticia de que toneladas de arroz fueran arrojadas al mar
a causa del descenso de su precio. Convencido de que el capitalismo era un
sistema injusto en el que se derrochaba el fruto del trabajo, soñaba con el
retorno a un sistema más simple y natural. Propuso la constitución de
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pequeñas unidades de producción, los phalanstères, falanges compuestas por
1806 personas (número elegido seguramente por alguna razón mística) donde
las tareas serían rotativas y se remunerarían mejor las más desagradables.
Creía que este modo de organización voluntario era compatible con distintas
formas de gobierno y no se oponía a que subsistiera la propiedad privada y la
herencia de bienes. Pensaba que si hubiera telescopios más poderosos se
podría observar que en otros planetas las civilizaciones han llegado a una
forma de vida como la que él describía y llegó a imaginar no sólo que los
pueblos salvajes se sumarían gustosamente a un mundo tan atrayente sino
también que se producirían cambios en la naturaleza: las fieras se
convertirían en servidoras de los hombres y los océanos estarían compuestos
de limonada. Pese a estos manifiestos delirios, Fourier encontró seguidores y
se fundaron unos cincuenta establecimientos agrícolas en Francia y los
Estados Unidos inspirados en sus ideas, aunque sólo subsistieron durante
pocos años.

Proudhon

El pensamiento de Fourier fue una de las influencias recibidas por


Jacques-Pierre Proudhon, el impulsor de las ideas anarquistas en Francia. A
semejanza de Fourier, Proudhon parece haber llegado a elaborar una doctrina
social y política a partir de sus experiencias personales. Hijo de un modesto
artesano, durante su niñez trabajó en el campo, pero se convirtió en un
escritor de prosa reconocida por grandes literatos gracias a una formación
principalmente autodidacta. La fuerza de su capacidad expresiva –una virtud
que también Marx supo explotar– se expresa en una de esas frases que en
muy pocas, simples y crudas palabras sintetizan toda una visión del mundo:
“La propiedad es un robo”. Proudhon no fue, sin embargo, partidario del
comunismo; y la razón de ello es que predominaba en él, sobre toda otra
consideración, el sentido de la libertad. Pero, precisamente por ese motivo,
tampoco podía aceptar un estado de cosas en el que la propiedad privada
sirviera para coartar la libertad del trabajador; porque no es libre el hombre
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que debe elegir entre ser explotado durante catorce horas por día o morirse de
hambre. El límite de la propiedad privada es el riesgo de que se convierta en
medio de dominación; no hay inconveniente, por tanto, en que el productor
sea el dueño de sus herramientas y en que los obreros sean propietarios en
cooperativa de su taller, una idea que Proudhon había encontrado en el
“mutualismo”, una convicción surgida entre los operarios textiles que
advertían la posibilidad de mantener en plena producción sus telares sin la
necesidad de un patrón. Proudhon cree que las granjas, las fábricas y los
bancos de propiedad corporativa pueden reemplazar las funciones del sistema
capitalista. Esa forma de organización podría satisfacer las necesidades
vitales de todos los miembros de la sociedad y hacer que desapareciera
cualquier tipo de gobierno centralizado. Sólo así podrá eliminarse la
opresión, sólo en estas condiciones los individuos serán, finalmente, libres. Y
éste es el sentido del anarquismo, una denominación que había sido usada
hasta entonces con intenciones peyorativas –aun por parte de algunos
protagonistas de la Revolución Francesa, para referirse a la ideología de sus
partidarios más extremos– e identificada con imperio del caos y el delito
impune. Proudhon se asumía como anarquista, aunque prefería llamar
“mutualismo” a la doctrina que sustentaba, siguiendo a aquellos tejedores que
lo habían inspirado.
El anarquismo de Proudhon tiene muchos puntos de contacto con las
ideas de William Godwin y con otros socialistas; esa circunstancia
seguramente influyó en el crecimiento del movimiento anarquista que llegó a
contar con violentos seguidores en distintos continentes durante las primeras
décadas del siglo XX. El propio Proudhon, sin embargo, no era partidario de
la violencia, confiaba más en el triunfo de la inclinación humana hacia la
solidaridad, aunque sufrió la persecución, la cárcel y la censura. Su
anarquismo, esto es, su defensa a ultranza de la libertad individual, era
incompatible con la dictadura del proletariado y el comunismo de Estado
proclamados por Marx, con quien estuvo en contacto personal. El respeto por
el individualismo hizo que, consecuentemente con sus ideas, rechazara la
conformación de un partido anarquista y que se negara a ser reconocido como
un líder. Estas actitudes merecieron la crítica de Marx, convencido de la
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necesidad de que los proletarios se organizaran como clase, procuraran
hacerse del poder y lo usaran dictatorialmente hasta que la victoria fuera
completa, irreversible y permanente. Fuera del repudio del capitalismo y la
propuesta de un sistema diferente de organización socioeconómico, había
importantes discrepancias entre Marx y Proudhon, diferencias que tenían que
ver con el origen, la extracción formativa de cada uno de ellos. Aunque Marx
acusaba a los filósofos de haberse limitado a explicar el mundo en lugar de
transformarlo, su cuna intelectual fue la filosofía, y especialmente las
enseñanzas hegelianas. Proudhon, por su parte, abominaba la filosofía porque
le parecía un discurso vacío y porque no necesitó de ninguna rebuscada
metafísica para reconocer la gravedad de los males del capitalismo e imaginar
cómo erradicarlos.
Las ideas comunistas y socialistas suelen estar vinculadas con el
anarquismo, una concepción que se manifestó de maneras muy diversas en
distintas épocas. La característica común de los anarquistas es su oposición a
cualquier forma de organización que restrinja la libertad individual,
especialmente la autoridad del Estado. Los estoicos, los cínicos y algunas
sectas cristianas adoptaron actitudes anarquistas, pero se trataba más bien del
resultado de su decisión de mantenerse apartados de la sociedad. Una
expresión políticamente significativa del anarquismo fue la protagonizada por
Gerrard Winstanley, quien proclamaba que el poder y la propiedad privada
eran fuentes de corrupción y crimen. Winstanley llegó a encabezar un grupo
de personas que ocuparon tierras en el sur de Inglaterra a mediados de siglo
XVII para instalar un establecimiento agrícola basado en la propiedad
colectiva y la cooperación espontánea de sus miembros, pero este ensayo fue
rápidamente desbaratado por la reacción de los terratenientes. A fines del
siglo siguiente, Godwin –cuyo pensamiento influyó en Owen y a través de él
en el gremialismo inglés– también argumentó que las restricciones propias de
la existencia del Estado eran contrarias a la naturaleza humana y propuso una
organización económica integrada por pequeñas comunidades productivas
donde la autoridad gubernamental y las leyes fueran reemplazadas por la libre
asociación, de manera que el comportamiento de los hombres se guiara sólo
conforme a su propia razón.
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3. La economía política

Adam Smith

Adam Smith (1723-1790) nació en Kirkcaldy, una pequeña localidad de


Escocia. Su padre, un funcionario de aduanas, murió antes de que él naciera,
pero Adam pudo estudiar en la Universidad de Glasgow y más tarde logró
ingresar en Oxford, gracias a una beca. Oxford no era en esa época un centro
de enseñanza de gran nivel, los estudiantes manifestaban poco interés en los
cursos y en muchos casos los profesores ni siquiera se molestaban en impartir
clases. Durante su permanencia en esa universidad, entonces, Smith se dedicó
a leer libros de variadas temáticas. Estuvo incluso a punto de ser expulsado
cuando se encontró en su habitación un ejemplar del Tratado de la
Naturaleza Humana, de su compatriota David Hume, cuyas ideas obviamente
no eran consideradas admisibles por la tradición imperante. Más tarde,
cuando Adam Smith se desempeñaba como Profesor en la Universidad de
Glasgow, fue criticado, entre otras cosas, por haberse hecho amigo de Hume.
La filosofía humeana fue, ciertamente, una influencia importante en su
pensamiento. El rechazo empirista a la posibilidad de que hubiera ideas
innatas y la tendencia a enfocar las cuestiones filosóficas a través de un
análisis psicológico se reflejaron en la tesis central de su primer libro, Teoría
de los sentimientos morales (1759), cuyo propósito era investigar cómo
llegamos a comportarnos solidariamente con las otras personas al mismo
tiempo que nuestras conductas están dirigidas por nuestros propios intereses
particulares. Smith sostiene que no hay ideas morales innatas, pero el ser
humano puede establecer una relación de simpatía con sus congéneres, puede
ponerse en el lugar de otro y de ese modo comprender sus sentimientos. Así,
cada persona está en condiciones de advertir la imagen que su conducta
produce en los demás y la búsqueda de la aprobación de los otros hace que el
individuo se comporte conforme a las normas morales. Por otra parte, al
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introducir el concepto de la identificación simpática como forma de
conocimiento de lo que piensan y sienten otras personas, Smith anticipa
procedimientos que propondrán después algunas corrientes metodológicas de
las ciencias sociales: la empatía y el recurso de establecer cómo actuaría una
persona de acuerdo con criterios racionales para obtener sus fines en una
situación determinada.
Ese libro brindó al autor un amplio reconocimiento inmediato, pero la
obra que lo ubicó definitivamente como el fundador de la ciencia económica
moderna fue Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las
naciones (1776), una extensa exposición de sus ideas sobre el hombre, la
historia y la sociedad. La ocasión de escribirla fue el resultado de un
ventajoso ofrecimiento. Charles Townshend, padrastro del duque de
Buchleugh, le pidió que fuera preceptor de su hijastro a cambio de una
remuneración vitalicia, de manera que después de haber acompañado al joven
en una larga visita al continente, Smith pudo retirarse a su casa familiar y
dedicarse a investigar y escribir. Durante su estancia en París, había tenido la
oportunidad de familiarizarse con las ideas de los fisiócratas y conversar con
Quesnay, el principal representante de esta concepción, que consideraba la
tierra como la auténtica fuente de toda producción y riqueza, mientras que la
industria y el comercio sólo constituyen manipulaciones de inferior
importancia; la Riqueza de las Naciones trata de mostrar, precisamente, una
tesis opuesta. Para Adam Smith –y ésta se convertiría en una convicción que
heredarían David Ricardo y más tarde Marx–, el valor económico de
cualquier producto depende fundamentalmente del trabajo humano que lleva
incorporado.
Así como en La teoría de los sentimientos morales había encarado el
modo en que se compatibilizan los intereses individuales con la solidaridad,
en su nuevo libro Smith responde a un interrogante paralelo. No le cabía duda
de que en las actividades económicas cada uno busca su propio beneficio,
pero, entonces, ¿cuál es el mecanismo que produce la equilibrada satisfacción
de las necesidades de la comunidad en lugar de destruir la organización
social?
En cuanto a la forma como encaró esta investigación, es importante
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explicitar las ideas epistemológicas de Adam Smith. Entre los escritos que no
llegó a publicar, hay uno, que posiblemente redactó durante su permanencia
en Oxford, que presenta una historia de la astronomía como ilustración del
método que atribuía a las ciencias naturales. En ese manuscrito –uno de los
pocos que deseó preservar cuando decidió destruir sus trabajos inéditos, poco
antes de su muerte– se advierte su altísima valoración por la matemática y la
física. Consideraba que el sistema newtoniano constituía el mayor
descubrimiento de todas las épocas porque no sólo había logrado explicar los
movimientos de los cuerpos celestes y terrestres sino también porque
encarnaba cabalmente el objetivo y el método de toda investigación científica
(o filosófica, como se la llamaba en ese entonces). El objetivo es la
formulación de principios válidos para una amplia variedad de fenómenos y
el método consiste en la complementación de la actividad teórica y la
contrastación empírica. Smith rechazaba, pues, la pretensión racionalista de
conocer las leyes que rigen la realidad por medio de la pura especulación,
pero dejaba atrás al mismo tiempo la esperanza de construir la ciencia por
medio de la mera observación.
La repetida observación de fenómenos que se presentan asociados –
sostiene– comúnmente hace que nos acostumbremos a esa situación sin
necesidad de buscar la explicación de tal vínculo. Desde siempre la gente ha
creído, por ejemplo, que el pan se convierte en las materias que componen la
carne y los huesos del cuerpo humano y raramente llega a preguntarse acerca
del proceso intermedio que hace posible esa transformación. En cambio,
“[Los] filósofos [científicos], que a menudo buscan, realmente, una cadena de
objetos invisibles para unir dos eventos que suceden en un orden familiar
para todo el mundo, se esfuerzan por hallar un encadenamiento de este tipo
entre los dos eventos que he mencionado” (Smith, 1980: Sección II). Con
expresiones como éstas, Smith afirma que los científicos trascienden la
experiencia sensible, por sí misma caótica, y procuran imaginar principios de
la naturaleza capaces de organizar los fenómenos de un modo coherente e
inteligible. Se equilibran así la observación y la teoría. Vale la pena notar que
en este escrito juvenil, el autor introduce la expresión “objetos invisibles”,
para referirse a los recursos teóricos de la ciencia, una terminología que
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reaparecerá muchos años después en la célebre “mano invisible” que opera el
equilibrio de las actividades económicas por detrás de las acciones
individuales de los participantes.
Como señala Scott Gordon, otro de los rasgos notables de la concepción
epistemológica de Smith es la idea de que las teorías científicas, los sistemas,
constituyen modelos de la realidad que se pretende explicar. En efecto, Adam
Smith compara los sistemas con máquinas imaginarias inventadas para
conectar fenómenos de otra manera inconexos y destaca que la historia de la
ciencia exhibe un perfeccionamiento progresivo de los sucesivos sistemas
que, por un lado, se van adecuando mejor a los resultados de la experiencia y,
por otro, se tornan más simples desde el punto de vista teórico. La mayor
parte del escrito de Smith se extiende, precisamente, en la ilustración de sus
convicciones epistemológicas a través de la recapitulación comparativa de
sucesivas teorías astronómicas que culminan en el impecable sistema
newtoniano. La física de Newton da un paso más allá del avance logrado con
las leyes de Kepler, un paso que significó dejar definitivamente en el pasado
las complicadas, artificiosas y forzadas construcciones teóricas imaginadas a
lo largo de un período que se remonta a la antigüedad e incluye, a pesar de
sus revolucionarias hipótesis, al propio Copérnico. Newton había logrado,
por fin, reducir la comprensión de los fenómenos físicos y astronómicos a un
mínimo conjunto de principios claros y precisos.
Cabe advertir que la comparación de las teorías con máquinas
imaginarias que se van simplificando no implica que Smith suscribiera una
posición instrumentalista con respecto a la ciencia. Como ya hemos sugerido,
si bien la observación no basta para conocer realmente la naturaleza, sigue
ejerciendo un control sobre las teorías. Aunque trata con mucha prudencia el
grado en que las observaciones pueden llegar a verificar una teoría, Smith
valora especialmente sus aciertos predictivos. Considera, por ejemplo, que
aun cuando las leyes de Kepler conservaban un carácter abstruso, las
observaciones de Giovanni Cassini acerca de los movimientos de los satélites
de Júpiter y Mercurio confirmaron posteriormente su verdad; pero agrega que
esta circunstancia sólo favorece en pequeña medida la hipótesis heliocéntrica
de Copérnico, pues ésta debía superar aún las dificultades de imaginar que un
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cuerpo tan pesado como la tierra pudiese moverse a una velocidad
asombrosa.
Debemos volver ahora a la proyección de las ideas epistemológicas de
Adam Smith en la elaboración de su propia teoría científica. La Riqueza de
las Naciones procura describir las leyes invisibles que regulan el
funcionamiento económico de la sociedad a la que Smith pertenecía. La obra
parte de la percepción de que la Gran Bretaña –y lo mismo ocurriría tarde o
temprano en los demás países europeos– había ingresado en la revolución
industrial. La elaboración artesanal dejaba paso a la instalación de talleres en
los que la introducción de maquinaria, el incremento del número de operarios
y la división de las tareas multiplicaba la productividad de una manera
inimaginable en cualquier época anterior. Eso explica la curiosidad de Smith
acerca de cómo podía funcionar el sistema de un modo equilibrado. En las
ciudades medievales, la cantidad de talleres dedicados a una misma actividad,
el número de aprendices, el volumen de la producción y el precio de venta de
la mercadería estaban fijados por el gremio correspondiente, de manera que
no era difícil lograr la adecuación entre la oferta y la demanda. No había libre
competencia y el trabajo estaba garantizado para todos los componentes del
gremio. Pero la situación comenzaba a cambiar rápidamente en Inglaterra y
Adam Smith advirtió con gran lucidez las consecuencias de esa mutación
histórica. Le pareció evidente que en una sociedad industrializada la mayor
parte del valor de lo producido era el resultado de la actividad de
transformación de las materias primas. Esta actividad requiere el trabajo del
obrero fabril y la maquinaria; las máquinas, a su vez, son el producto de las
industrias correspondientes. Asimismo, la mera posesión de la tierra no
genera riqueza, es el trabajo lo que la hace producir. Se comprende, pues, por
qué la nueva concepción económica se opone a la fisiocracia. Quesnay
representaba un mundo agonizante. Adam Smith saludaba el advenimiento de
una nueva, inevitable y briosa realidad.
Cuando dirigió su atención al estudio de la sociedad, procuró hacerlo a
través de la misma metodología que había hallado en las ciencias naturales.
Sin duda, fue uno de los precursores del monismo metodológico. Pensaba
que, así como los físicos o los astrónomos imaginan sistemas capaces de dar
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cuenta de los fenómenos empíricos, los investigadores sociales deben
construir modelos que reflejen la estructura invisible del funcionamiento
social. En relación con la postura que había sostenido en su libro previo,
Teoría de los sentimientos morales, Smith apela a la introspección como
procedimiento heurístico para descubrir los rasgos de la psicología humana
que permiten establecer las leyes de la conducta social. Es posible saber,
entonces, qué comportamientos resultarían de una actitud racional y de
acuerdo con la situación en la que cada sujeto se encuentra. Por supuesto,
concebir el ser humano como una criatura enteramente racional constituye
una clara simplificación, en vista de la multitud de factores que afectan su
manera de actuar; pero Smith se vale de un recurso corriente en las ciencias
naturales: dejar de lado aspectos que oscurecen los mecanismos subyacentes
a los fenómenos estudiados. La forma y consistencia de un objeto, junto con
la resistencia del aire, hacen que empleen tiempos distintos en caer a tierra
desde la misma altura, pero esos factores se pueden ignorar cuando se trata de
estudiar las leyes comunes a ese tipo de fenómenos. Así como Newton había
hallado en la gravitación universal un principio unificador de las distintas
clases de situaciones físicas –ya fueran las órbitas planetarias, la caída de un
cuerpo o la oscilación de un péndulo–, Smith encuentra un principio análogo
en la tendencia natural del ser humano a sentirse permanentemente
insatisfecho y procurar una situación mejor. Esto significa el deseo de
adquirir y acumular riqueza y la consecuente competencia entre los agentes
económicos.
El egoísmo, el interés individual, impulsa a la producción de servicios o
productos que otros están dispuestos a comprar, pero al mismo tiempo regula
la actividad económica, porque los individuos están dispuestos a realizar
cualquier trabajo que le proporcione el mayor beneficio a su alcance. Si su
negocio resultara excesivamente lucrativo, pronto otros se dedicarán a ese
mismo ramo; si los precios de sus productos son demasiado elevados, no
encontrará suficientes compradores; si los salarios que abona a sus obreros
son escasos, los trabajadores se emplearán en otras empresas. Aunque las
acciones de los individuos persigan sus propios intereses, suelen tener
consecuencias involuntarias y son precisamente estas últimas las que
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mantienen el equilibrio dinámico de la economía, a la par que generan el
progreso de la sociedad. Hay, sin embargo, condiciones que deben cumplirse
para que ese equilibrio se mantenga. El mercado debe estar atomizado, pues
se alteraría si hubiera un monopolio de la producción de un bien o si unos
pocos fabricantes pudieran ponerse tácita o implícitamente de acuerdo para
fijar a su conveniencia los precios. En la época inicial del capitalismo, cuando
las fábricas eran por lo general pequeñas, la realidad estaba más próxima al
orden ideal planteado por Smith, aunque esa situación cambió a medida que
se produjo el avance tecnológico y la concentración del poder económico.
A pesar de que Adam Smith reconocía las duras condiciones de vida de
los obreros y era consciente, por ejemplo, de la altísima mortalidad infantil
como consecuencia de la exigüidad de los salarios, su visión del futuro era
francamente optimista. El afán de ganancia agudizaría el ingenio de los
industriales para encarar nuevos emprendimientos y éstos aumentarían la
demanda de operarios; así se produciría la elevación de los salarios. Este
incremento se reflejaría en el descenso de la mortalidad infantil y provocaría,
transcurrido el tiempo necesario, un aumento de la oferta de mano de obra y
así los salarios volverían a su valor correspondiente. El crecimiento de la
población beneficiaría también a los terratenientes, debido a la mayor
demanda de alimentos. Con el correr del tiempo, paradójicamente, quienes
menos se verían favorecidos serían los empresarios industriales, pues la
competencia los obligaría a reducir sus ganancias hasta el punto de
convertirse en poco más que gerentes bien remunerados. De todos modos, en
el largo plazo, la sociedad mejoraría sus condiciones de vida, gracias a la
siempre creciente productividad.
El optimismo de Smith, como ya hemos señalado, no era producto de su
confianza en la solidaridad desinteresada de los seres humanos sino de la
convicción de que las leyes del desarrollo económico conducen
necesariamente a la situación que predecía. Reconoce, claro está, que pueden
intentarse ciertas acciones opuestas a esa tendencia y por ese motivo advierte
en contra de las maniobras monopólicas de los fabricantes y también en
contra de la ingerencia del estado –como las restricciones a la importación o
la exportación– capaces de distorsionar el mecanismo autorregulador de los
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mercados.
Por las propias características de su concepción de la sociedad, Smith se
ubicaba a sí mismo como un observador imparcial y no como el defensor de
una u otra clase social. Esta posibilidad formaba parte de su teoría
epistemológica, pues creía que la introspección permitía tomar distancia de
las pasiones y juzgar objetivamente la conducta humana. Así, en la Riqueza
de las Naciones no sólo vincula su resistencia a la intervención estatal en la
economía al carácter corrupto de los gobiernos sino que utiliza severas
expresiones morales para describir la rapaz actitud de los capitalistas, aun
cuando afirme que las consecuencias de esta manera de actuar sean, a la
postre, el instrumento del bienestar general. Y en cuanto al Estado, no deja de
atribuirle la responsabilidad de brindar servicios como la instrucción pública.
A este respecto, Smith analiza las consecuencias negativas de la división de
tareas dentro de una fábrica. Sostiene que la repetición mecánica del mismo
trabajo rutinario puede producir la atrofia de las capacidades intelectuales,
morales y políticas del operario y reclama la acción del Estado para evitarlo.
Tal vez por todos estos motivos, el libro de Smith no provocó en un primer
momento la adhesión de los sectores políticos dominantes, aunque algunos
años después los empresarios comenzaron a utilizar las ideas liberales
contenidas en la Riqueza de las Naciones para justificar su oposición a los
proyectos de leyes que beneficiaran a los obreros.
La obra de Smith fue la expresión del capitalismo naciente. Exploró su
estructura y su funcionamiento y alcanzó a comprender buena parte de las
consecuencias, tanto positivas como negativas de los cambios en las
relaciones de producción. No pudo predecir, sin embargo, ciertas
características absolutamente cruciales que el capitalismo adquiriría más
adelante. Las grandes empresas cuya propiedad concentra poderosísimas
corporaciones no eran típicas de aquella época; por lo contrario, chocaban
con la imagen del industrial que a partir de un invento –o el robo de una
invención ajena– mantiene en su persona la administración de su
emprendimiento y lo va desarrollando en el curso de un feroz combate con
sus competidores, enfrentándose permanentemente al riesgo de verse
expulsado del mercado. Tampoco podía imaginar Adam Smith la magnitud
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de los cambios políticos y culturales que sobrevendrían, particularmente, las
conquistas que se lograrían como efecto de las luchas de los obreros.
De todos modos, no cabe duda de que la Riqueza de las Naciones, aun
cuando algunas de sus ideas no fueran completamente originales, marcó una
senda en la manera de estudiar los fenómenos económicos y en general los
temas sociales, porque en sus extensas páginas se encuentran agudas
reflexiones sobre diversos aspectos de la sociedad, ilustradas con valiosas
referencias históricas. Esta última característica respondía al interés por los
estudios históricos que fue una tendencia de los autores del siglo XVIII, junto
con la valoración de la razón y la fe en el progreso. Pero también respondió,
seguramente, a la influencia de Hume, quien consideraba que la historia
brindaba el material empírico para la consideración de las hipótesis que se
formularan acerca de los fenómenos sociales. Como otros autores de su
tiempo, Smith diferencia las etapas por las que transcurrió la historia, y lo
hace privilegiando el criterio de la organización económica. El primer
período corresponde a la subsistencia basada en la caza, donde no existe
prácticamente ninguna propiedad privada, y por lo tanto raramente se hace
necesaria la presencia de una magistratura organizada. El segundo, propio de
los pastores nómades, ya exhibe la aparición de bienes individuales y
requiere la formación de un ejército y una formación más compleja de la
autoridad. La tercera etapa es la sociedad feudal, centrada en la propiedad de
la tierra con sus relaciones políticas correspondientes. La última se
caracteriza por la interdependencia de los agentes económicos, productores y
consumidores participantes de un sistema comercial que determina sus
acciones. Encontramos en estas ideas un antecedente de la concepción que
propondrán más tarde Marx y Engels: el carácter determinante de la relación
entre los medios de producción y las relaciones de producción y su influencia
decisiva en la organización política. Podría señalarse otra coincidencia en
cuanto a la función del Estado como regente de las relaciones de propiedad.
En efecto, Smith no se priva de decir que la función del Estado es defender a
los que poseen propiedad de quienes carecen de ella. Pero, la positiva
valoración que hace de este objetivo, obviamente, es la antípoda del
marxismo.
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Malthus

El optimismo de Adam Smith con respecto al futuro de la sociedad


capitalista no fue compartido, ni mucho menos, por otras dos grandes figuras
del pensamiento económico y social que descollaron en el período siguiente,
Thomas Robert Malthus y David Ricardo. Expongamos, en primer lugar, las
ideas de Malthus. Los motivos de su pesimismo fueron, principalmente, la
convicción de que el crecimiento permanente de la población provocaría la
insuficiencia de los recursos alimenticios y la creencia de que el sistema
capitalista podría provocar la depresión económica generalizada. El interés
por los temas económicos y sociales fue el fruto de las frecuentes
conversaciones que durante su juventud mantenía con su padre, Daniel, sobre
esas cuestiones. Thomas había nacido en 1766 y se había educado conforme a
las ideas liberales de Daniel, un hombre de clase media acomodada
simpatizante de los principios de la Ilustración, amigo de Rousseau y también
de Hume. Después de haber estudiado con profesores privados, el joven
Malthus ingresó en el Jesus College, Cambridge, donde se graduó y luego fue
ordenado sacerdote. En 1805 fue nombrado profesor de Historia y Economía
Política en el East Company’s College. Era la primera vez en Inglaterra que
una cátedra se denominaba así.
En el curso de los amistosos debates con su padre, Thomas Malthus
muchas veces no se sentía convencido por la fe en la razón y el progreso que
tanto entusiasmaban a su progenitor. Fue así como redactó un ensayo en el
que desarrollaba sus objeciones sobre la posibilidad de que el futuro social
fuera tan espléndido como pensaban muchos autores célebres de la época.
Aunque el escrito sólo tenía la finalidad de presentar a su padre un desarrollo
de sus opiniones, Daniel lo juzgó tan meritorio que procuró su publicación y
en 1798 apareció, como obra de autor anónimo, la primera edición del folleto
titulado Ensayo sobre el principio de la población en lo que afecta a la
mejora futura de la sociedad, con comentarios sobre las hipótesis del señor
Godwin, M. Condorcet y otros autores, cuyas tesis serían motivo de
discusión hasta nuestros días.
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El cálculo de la población de la Gran Bretaña era en aquellos tiempos una
cuestión de seguridad nacional, en vista de los conflictos bélicos siempre
latentes con otras potencias europeas. No se disponía de datos fidedignos, ya
que el primer censo se llevó a cabo en 1801, es decir, después de la
publicación del ensayo de Malthus. Personas de profesiones completamente
ajenas al asunto habían realizado estimaciones sobre el número de habitantes
a partir de datos tales como las listas de los que debían pagar impuestos o los
registros bautismales. Algunos de esos cálculos indicaban que la población de
Inglaterra había disminuido considerablemente, y esto condujo a proponer
leyes que incentivaran el incremento de la población, como la de otorgar una
cierta suma de dinero a las familias pobres por cada nuevo hijo. Quien parece
haber estado más acertado en sus estimaciones fue Gregory King, un
cartógrafo que fijó entre cinco y cinco millones y medio de personas la
población británica en el año 1596. Pero sus hipótesis acerca de la variación
demográfica resultaron totalmente descaminadas: pensaba que la población
tardaría seiscientos años en duplicarse. Frente a cálculos y pronósticos tan
disímiles, los argumentos de Malthus causaron una viva impresión. Su
razonamiento era, en el fondo, bastante simple: se trataba de comparar la tasa
de crecimiento potencial de la población con el posible incremento de la
producción de alimentos. Malthus partió del supuesto de que, en principio, la
población humana podría duplicarse cada veinticinco años, de ese modo el
aumento poblacional seguiría una progresión geométrica, es decir, 1, 2, 4, 8,
16, ... La disponibilidad de alimentos, en cambio, sólo podría crecer
conforme a una progresión aritmética, esto es, según la serie 1, 2, 3, 4, 5, ...
pues aun cuando se fuera expandiendo la superficie cultivada, serían suelos
cada vez menos fértiles (porque los terrenos más productivos siempre son los
primeros que se utilizan). La conclusión era obvia: a menos que se frenara de
alguna manera el incremento demográfico, llegaría un momento en el que la
hambruna inevitable se encargaría de equilibrar drástica y terriblemente la
situación. Malthus tomó en cuenta que, de hecho, varios factores impiden que
la tasa de crecimiento demográfico real sea tan alta como resultaría de la
consideración exclusiva de la fecundidad humana. Las epidemias, por
ejemplo, habían producido estragos en distintas épocas. Pero como de todos
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modos la población tiende a crecer naturalmente, Malthus proponía
intensificar lo que llamaba “restricciones morales”: la abstención sexual fuera
del matrimonio, el casamiento a mayor edad, etcétera.
No fue Thomas Malthus el primero en advertir sobre el peligro de la
superpoblación; Robert Wallace, por ejemplo, había expresado argumentos
similares medio siglo antes, incluido el cálculo de que la población puede
duplicarse en el término de veinticinco años. Pero a pesar del reducido
número de ejemplares de la primera publicación de su ensayo, las ideas de
Malthus, a menudo tergiversadas, se difundieron rápidamente y generaron
fuertes críticas. Estas circunstancias lo llevaron a tratar de fundamentarlas
mejor en la edición siguiente. Su argumentación se apoya en estudios
realizados por diversos autores que habían recopilado registros sobre el
número de casamientos, los nacimientos, las defunciones y la producción de
alimentos en diferentes períodos y distintas regiones del mundo. Así recurrió
a datos sobre el incremento demográfico en las colonias, donde las
condiciones de vida eran más favorables, proporcionados por Benjamin
Franklin algunas décadas antes con la finalidad de justificar las aspiraciones
políticas de los americanos. Pero se ha dicho que esas cifras son poco
confiables, porque no excluían la posibilidad de que el número de habitantes
hubiese aumentado también por la incorporación de nuevos colonos.
Sea como fuere, corresponde considerar brevemente la naturaleza
epistemológica de la teoría malthusiana. La idea de que la fecundidad propia
de la especie haría posible la duplicación del número de seres humanos en
veinticinco años no parece merecer objeciones, pues los biólogos formulan
ese tipo de cálculos como algo rutinario. Establecer si, de hecho, una
determinada sociedad se reproduce en cierta proporción es un problema
distinto, precisamente porque aquí entran a jugar su papel los factores que
influyen en el crecimiento demográfico. Malthus considera una variada serie
de aspectos que determinan la evolución demográfica: el desarrollo técnico
logrado por la comunidad, el progreso en medicina, el nivel de la educación,
la estructura familiar, la distribución del ingreso, etcétera. Clasifica los
“frenos” que retardan el crecimiento posible de una población en dos grandes
grupos, los “positivos” y los “preventivos”. Los positivos –en un sentido de
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la expresión que no conlleva ningún componente valorativo– pueden
caracterizarse a grandes rasgos como los factores involuntarios que reducen
el crecimiento de una población, ya sea humana, vegetal o animal, porque
todos los seres vivos encuentran severamente limitada su tendencia a la
proliferación; de otro modo, cualquier especie biológica por sí sola habría
desbordado el tamaño de todo el planeta. El mundo viviente, pues, no puede
crecer sino de una manera permanentemente regulada por la propia
naturaleza. Los seres humanos tampoco pueden eludir esta situación. Lo
único que pueden hacer, dada su condición de criaturas inteligentes y dotadas
de voluntad, es evitar que las fatales limitaciones naturales al crecimiento de
la población se manifiesten de la forma más terrible, la muerte por inanición.
Y el modo de llevarlo a cabo es adoptar conductas que prevengan, sin violar
las normas morales, el crecimiento descontrolado de la población.
En la medida en que la hipótesis malthusiana sobre la población tiene en
cuenta muchas posibles salvedades, no se ve cómo podría contrastársela
empíricamente, ya que cualquier diferencia entre la tasa teórica de
crecimiento y la variación real de la población podría atribuirse a la
incidencia de algunos de los factores tanto positivos cuanto preventivos
mencionados por Malthus, de manera que la hipótesis estaría siempre a salvo
de cualquier refutación empírica. En ese caso, si se adoptara el criterio de
demarcación propuesto por Popper, no se trataría de una teoría propia de la
ciencias fácticas: o bien sería tautológica, o bien sería sintética pero de
carácter metafísico. Otra alternativa, que se aleja del criterio popperiano,
sería buscar elementos de juicio capaces de apoyar la verdad o la falsedad de
la hipótesis aunque fuese de una manera indirecta e inconcluyente. Los casos
de comunidades, citadas por Malthus, en las que el número de habitantes
había crecido conforme a sus cálculos, ilustran esta situación. Y si se tomaran
en consideración datos más recientes y confiables se encontraría que,
efectivamente, hay ejemplos significativos de crecimientos poblacionales
tanto o más altos que los pronosticados por Malthus. Durante el período
comprendido entre 1950 y 1975, la población de México creció de 27
millones a 60 millones; la de Irán, de 14 a 33 millones; la de Brasil, de 53 a
108 millones. Estas cifras hacen verosímiles las apreciaciones de Malthus
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sobre la posibilidad del crecimiento vegetativo de la población humana.
Además, se podría argumentar que, en épocas recientes, el número de
habitantes creció en una proporción mucho más baja en los países europeos
debido a la considerable disminución de nacimientos como consecuencia de
cambios culturales que llevaron a una sensible reducción voluntaria del
número de hijos engendrados por los matrimonios. Aunque los métodos de
control de la natalidad no fueran los recomendados por Malthus, cumplieron
el mismo efecto.
Es importante advertir, de todos modos, que aun cuando el aumento del
número de habitantes insumiera un tiempo muy largo –tanto como se desee–
la consecuencia principal de las hipótesis maltusianas, esto es, la insuficiencia
final de los alimentos, se mantendría en pie si la disponibilidad de comida no
creciera en una proporción adecuada. Pero así como podrían alegarse
evidencias favorables a la posibilidad de que la población aumentara
rápidamente si no se adoptaran medidas para evitarlo, la observación de lo
que ha ocurrido con la producción de alimentos muestra algo opuesto a lo que
afirmaba Malthus. Fue errónea la suposición de que la agricultura seguiría
realizándose siempre con la misma tecnología; lejos estaba Malthus de
imaginar que los fertilizantes artificiales, la maquinaria y otros recursos
modernos producirían rendimientos agrícolas impresionantes. Hoy,
acostumbrados a las rapidísimas revoluciones tecnológicas en todas las áreas,
no solemos preocuparnos por posibles carencias futuras, al menos en cuanto a
la disponibilidad global de alimentos, dada su condición de recursos
renovables (esto no ha evitado, sin embargo, la muerte de millones de
personas por insuficiencia alimentaria en algunas regiones como
consecuencia, principalmente, de la injusta distribución de la riqueza o por
falencias en la administración de los recursos). En el caso de los alimentos,
pues, la convicción común es la de que el pronóstico de Malthus ha quedado
refutado. Si así fuera, su teoría cumpliría obviamente con el requisito
popperiano de la refutabilidad y conservaría su estatus científico: se trataría
de una más de las tantas hipótesis científicas que finalmente resultaron ser
falsas. Pero subsiste un problema epistemológico: el concluir que la hipótesis
malthusiana ha sido refutada descansa en la suposición de que la
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disponibilidad de alimentos continuará aumentando siempre en una
proporción semejante a la experimentada en épocas recientes. Esta actitud no
sólo equivale a reconocer ipso facto el carácter científico de la hipótesis de
Malthus sobre la producción de alimentos; implica creer, además, sobre la
base de que ha ocurrido así en el lapso más reciente, que la posibilidad de
multiplicar tal producción nunca llegará a un límite. Pero esta presunción da
lugar a los mismos problemas que la teoría de Malthus: tampoco parece
cumplir con el requisito de la refutabilidad, porque ni el aumento, ni la
reducción, ni el estancamiento de la generación de alimentos durante un
período dado dicen nada definitivo con respecto a lo que sucederá a largo
plazo.
Las críticas formuladas en su momento a las ideas de Malthus no
respondían, fundamentalmente, a las cuestiones que se acaban de mencionar
sino más bien a cierta interpretación ética de sus análisis y sus
recomendaciones. Algunos consideraron que sus afirmaciones sobre los
efectos retardatarios del crecimiento de la población producidos por las
epidemias y las guerras constituían una valoración positiva de esas tragedias.
Otros reaccionaron en contra de lo que sentían una afrenta al dogma bíblico
“Creced y multiplicaos”. Muchos objetaban su oposición a las leyes que
procuraban aliviar las condiciones de vida de los pobres. Pero el hecho de
que Malthus señalara las consecuencias demográficas de las guerras y las
epidemias no significa que se alegrara por la existencia de tales catástrofes.
Pensaba, por lo contrario, que el exceso de población empeora las
condiciones sanitarias y favorece el desencadenamiento de las guerras. Y en
cuanto a su actitud acerca de la beneficiencia y la legislación en provecho
inmediato de los pobres, abandonó su inicial apoyo a la ley que procuraba
facilitarles viviendas cuando reflexionó sobre el hecho de que cualquier
medida de ese tipo tendría efectos contraproducentes porque fomentaría un
mayor crecimiento de la clase social que sería la primera en sufrir la escasez
de comida, llegado el caso. Como Adam Smith, creía que la mejoría
circunstancial de la situación de los pobres provocaría su crecimiento
numérico y ello conduciría finalmente a una declinación de su nivel de vida.
De acuerdo con Malthus –y hay autores actuales que lo confirman–, el auxilio
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a los indigentes insumía una parte considerable de los ingresos de la
recaudación de impuestos locales y la elevación de estas sumas, a menos que
estuvieran acompañadas de una mayor oferta de alimentos, habría de causar
un ascenso de los precios que anularía completamente los beneficios
perseguidos. Claro está que en lo referido a esta clase de medidas Malthus
opinaba dentro de un debate concreto enmarcado en la presuposición de la
continuidad del sistema capitalista, algo que tampoco ponían en duda muchos
de sus críticos. Era partidario, en cambio, de la democratización de las
instituciones políticas y de la educación y la atención médica gratuitas, una
posición que algunos de sus escandalizados opositores seguramente no
compartían. Y antes de dejar estos temas vale la pena mencionar una
predicción de Malthus que lamentablemente se ha cumplido. Pronosticó –con
desaprobación y disgusto– que la elevada tasa de crecimiento de la población
americana haría que los descendientes de europeos expandieran la ocupación
de los territorios, empujaran a los habitantes aborígenes hacia las fronteras y
terminaran aniquilándolos. Somos testigos de que así ocurrió, tanto en
América del Norte como en nuestro país.
De todos modos, el nombre de Malthus viene asociado, hasta nuestros
días, a la ideología más reaccionaria. Sin embargo, algunos de los que
coincidieron en la conveniencia de que las familias pobres redujeran su
tendencia a tener un elevado número de hijos a fin de reducir la desigualdad
social, como Charles Bradlaugh y Annie Besant, fueron contrarios al sistema
político y las prohibiciones religiosas imperantes. Besant estuvo vinculada al
socialismo inglés y al movimiento por la independencia de la India y ambos
autores fueron enjuiciados por el gobierno británico en 1876 debido a la
campaña que desarrollaron para difundir el conocimiento de métodos
anticonceptivos.
Los duros términos que empleó Marx para juzgar a Malthus seguramente
siguen influyendo en su descrédito. Marx veía en las hipótesis maltusianas no
sólo una expresión de la ideología burguesa sino también una amenaza a su
propia concepción económica. Lenin legalizó el aborto en Rusia, pero sólo
como un derecho de las mujeres a disponer sobre su cuerpo. Stalin prohibió
el aborto y favoreció el crecimiento demográfico de la Unión Soviética por
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razones estratégicas. China Comunista, en cambio, debió ceder ante
consideraciones malthusianas: después del extraordinario crecimiento de su
población –que pasó de 553 millones de habitantes en 1950 a 993 millones en
1975– emprendió una política de reducción de la natalidad con medidas tales
como facilitar viviendas a las familias menos numerosas, no a las más
prolíficas.

Ricardo

En la época de Malthus, y éste era un hecho que favorecía sus opiniones,


Inglaterra había dejado de ser exportadora de productos agrícolas y dependía
en gran medida de la importación de trigo para alimentar a su población.
David Ricardo, un sagaz observador de la situación económica, no podía
menos que coincidir con Malthus en cuanto al problema que representaba la
desproporción entre el desarrollo poblacional y la disponibilidad de tierras
cultivables, pero él analizó especialmente otro aspecto de la cuestión, el
enriquecimiento de los terratenientes a expensas de los ingresos de los
industriales. Ricardo había comenzado a trabajar con su padre, un agente de
bolsa de origen holandés radicado en Inglaterra, cuando tenía catorce años.
Poco después de cumplir los veinte, abandonó el judaísmo familiar para
fugarse con una joven cuáquera y se convirtió a la fe de su prometida;
también se independizó económicamente de su padre y emprendió una
carrera como inversor bursátil que lo haría rico rápidamente. Pero sus
inquietudes intelectuales lo llevaron a aplicar su reconocida inteligencia
mucho más allá del examen de los fenómenos coyunturales y así se
transformó en una figura descollante de la Economía Clásica. Emprendió una
firme oposición a las presiones de los terratenientes para que se gravara cada
vez con impuestos más altos la importación de trigo, pero afirmó al mismo
tiempo que el desarrollo del capitalismo privilegiaría finalmente a los
propietarios de tierras.
El análisis de Ricardo recogía algunas de las ideas de Adam Smith,
especialmente su enfoque de la cuestión del valor de una mercancía como una
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magnitud vinculada al trabajo necesario para producirla. Smith había
establecido la diferencia entre el valor de cambio y el valor de uso: hay
productos, como los diamantes, que tienen un alto valor de cambio pero
escaso valor de uso. El precio de una mercancía varía diariamente, conforme
a la oferta y la demanda, pero estos altibajos no reflejan su valor “natural”.
Este último esta conformado por la cuantía del trabajo humano incorporado a
lo largo del proceso que culmina en su fabricación. Incluye, entonces, no
solamente el salario pagado a los obreros por el trabajo realizado para
elaborarlo finalmente sino también el que corresponde a todas las etapas de
producción, como la construcción de las maquinarias que se utilizaron para
generar el producto. Así podrían establecerse los valores relativos finales de
dos tipos de mercancía comparando el trabajo necesario para producir cada
una de ellas. Y si se adopta el supuesto simplificatorio de que la relación
capital-trabajo puede considerarse igual en todas las industrias, el valor
relativo de dos mercancías diferentes queda determinado por la proporción
que guardan entre sí las cantidades de trabajo correspondientes a cada uno de
los productos.
Pero, mientras Smith había reconocido un papel legítimo a la propiedad
de la tierra en la formación del valor de sus frutos, Ricardo lo rechaza
conforme a la tesis de los rendimientos decrecientes. La explotación de las
tierras menos favorecidas por la naturaleza ha de ser emprendida sólo si el
precio de venta de su cosecha supera de todos modos el costo de producción.
Por la misma razón, los beneficios del rentista se van reduciendo a medida
que la generación de cantidades adicionales de productos agrícolas implica
costos proporcionalmente cada vez más altos en relación con los insumidos
por los volúmenes previos. Pero el hecho de que la superficie de las tierras
cultivables y su rendimiento potencial se hallan limitados por la naturaleza
otorga una suerte de monopolio a sus propietarios que les garantiza un
beneficio: un monto equivalente al que están dispuestos a pagar los
arrendatarios de esas tierras. Esta situación contrasta, según Ricardo, con la
del capitalista industrial, porque en un mercado libre las posibilidades de
sumarse como productor no presentan ninguna limitación semejante: el
número de fábricas, aun de las que compiten en el mismo ramo, no está, en
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principio, fijado de antemano como la superficie de la tierra cultivable y su
mayor o menor fertilidad. De allí que así como Adam Smith había repudiado
las maniobras monopólicas de los capitalistas, Ricardo cuestionaba la
legitimidad de la renta de la que se apropiaban los terratenientes.
La existencia de la renta, sin embargo, aparece como un aspecto
ineliminable de la economía basada en la propiedad privada. Más aún, de
acuerdo con las tesis de Ricardo, el desarrollo ulterior del capitalismo
convertiría a los terratenientes en los únicos beneficiarios del sistema. A
medida que la población aumentara, y dada la menor elasticidad de la
producción agrícola frente a la creciente demanda de comida –una situación
sobre la que ya había insistido Malthus–, los precios de los alimentos se
incrementarían. Los patronos se verían obligados a pagar jornales cada vez
más altos a los obreros y así se reducirían progresivamente los beneficios de
los capitalistas. Los aumentos salariales obtenidos por los trabajadores sólo
servirían para poder seguir adquiriendo los alimentos necesarios para
subsistir, no representarían ninguna mejora en su nivel de vida. En síntesis, el
desarrollo del sistema capitalista tiende a reducir a cero el beneficio de los
empresarios industriales y a mantener en su nivel de subsistencia a la clase
obrera. Los únicos privilegiados que seguirían disfrutando de la trasferencia
de la riqueza a sus propias arcas serían los terratenientes. Así, mientras los
propietarios de tierras seguirían destinando sus ingresos a consumos lujosos,
los industriales verían cada vez más reducida la posibilidad de reinvertir sus
ganancias. Se arribaría entonces a un equilibrio estacionario del sistema sin
ninguna perspectiva de mejorar ulteriormente la participación de los
empresarios ni las condiciones de vida de los obreros.
En una época y un país determinados, Inglaterra en las primeras décadas
del siglo XIX, en este caso, la importación de granos libres de impuestos
aduaneros evitaría las consecuencias que se han señalado. Esto explica la
intervención de Ricardo en contra de las restricciones al ingreso de productos
agrícolas importados, una actividad que llevó a cabo a través de la prensa y
de su participación en el Parlamento, desde una banca que compró, como era
usual en esos años. Pero la importación de alimentos constituía solamente un
paliativo temporario. Si se proyectaban las hipótesis de Ricardo hacia el
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futuro y se imaginaba un momento en que el capitalismo se hubiera
desarrollado completamente en todos los países, sus pesimistas predicciones
habrían de cumplirse en toda su extensión.
Una alternativa para evitar de algún modo las negativas consecuencias
previstas conforme a la teoría ricardiana es eliminar la propiedad privada de
la tierra. Aunque esta propuesta había sido sostenida con anterioridad, los
análisis económicos de Ricardo brindaron un fundamento teórico poderoso a
quienes promovían la nacionalización de las tierras. Una variante menos
radical para lograr el mismo objetivo sería la creación de un impuesto
especial a la posesión de terrenos cultivables. Esta iniciativa constituyó uno
de los propósitos fundamentales de la Sociedad Fabiana, el movimiento
socialista británico liderado por George Bernard Shaw y Sidney Webb a fines
del siglo XIX.
Hay otro aspecto de la cuestión que Ricardo no parece haber apreciado
correctamente. Consideró la posibilidad de que la introducción de maquinaria
nueva incrementara la productividad, pero no pensó que esta circunstancia
alterara su análisis de fondo. En cuanto a los intereses de los obreros, la
utilización de máquinas constituye una amenaza; porque hace posible
mantener o aumentar la producción y reducir al mismo tiempo la mano de
obra empleada. Debido a ese temor, el nacimiento de la Revolución Industrial
generó muchas veces violentas reacciones por parte de los trabajadores,
fábricas enteras fueron destruidas por grupos de proletarios enfurecidos.
Aunque seguramente Ricardo no hubiera aprobado ese medio de protesta,
reconoció explícitamente que la preocupación de los obreros era justificada.
Aun cuando la mano de obra vacante en un sector fuese absorbida por otro, el
progreso tecnológico no llevaría a una mayor participación de la clase obrera
en los beneficios económicos. Nada podría alterar, pues, el inexorable destino
final que vislumbraba en el desarrollo del capitalismo. Claro que ello no
habría de ocurrir en vida de Ricardo, pero de todos modos, cuando tenía
cuarenta y dos años y una fortuna que le permitiría satisfacer holgadamente
todas las necesidades de su familia, se retiró de las actividades bursátiles y se
convirtió en un terrateniente.
La teoría de Ricardo presenta características semejantes a las que
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habíamos señalado a propósito de las hipótesis de Malthus. Si observamos las
actuales condiciones de las naciones que protagonizaron la Revolución
Industrial, sus predicciones parecen haber quedado refutadas. En países como
Inglaterra, el nivel de vida medio de los obreros es sin duda muy superior al
que sufrían en los inicios de la industrialización; el sistema capitalista no ha
arribado a un estado de equilibrio estacionario y se encuentra en pleno
crecimiento; los propietarios de tierras no usufructúan beneficios mayores
que los percibidos por otros inversores; las empresas, en términos generales,
no tienden a ir reduciendo sus ganancias; las firmas multinacionales
concentran un enorme poder económico. En este escenario, la teoría
ricardiana parece obsoleta. Sin embargo, siempre queda abierta la alternativa
de considerar que las actuales características del modo de producción
capitalista no son definitivas; quizás, pese a las apariencias, llegará un
momento en el que el desarrollo del sistema capitalista llegue a su límite y
entonces sí los pronósticos de Ricardo se harán ciertos. Nos encontramos
nuevamente frente a una teoría que elude la posibilidad de ser refutada
empíricamente.

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CAPÍTULO 5
EL MÉTODO DIALÉCTICO

1. La génesis del pensamiento de Marx

Las ideas de Malthus y de Ricardo acerca del futuro de la sociedad


capitalista ampliaron el ingreso de un conocimiento con pretensiones
científicas en las concepciones políticas. Ya no se trataba solamente de
proporcionar argumentos que justificaran cierta estructuración social y
gubernamental o expresaran las aspiraciones de construir un mundo más
justo. Ahora debía demostrarse que cualquier reforma del estado de cosas
imperante era factible y sustentable. Pero Marx y Engels fueron aún más
lejos; ellos querían probar que una nuevo tipo de organización social no sólo
era posible sino absolutamente inevitable, y no sería precisamente una forma
de capitalismo sino un sistema radicalmente opuesto. Ésa fue la tarea que se
impusieron a sí mismos. Con ellos, el rigor de la economía política pasaría a
estar al servicio de los ideales socialistas. Con Marx y Engels, la abstrusa
metafísica de Hegel se convertiría en el fundamento de la certeza de que una
sociedad sin explotación, sin clases, constituye la meta histórica de la
humanidad.
El encuentro de los dos hombres es uno de esos episodios cotidianos que
encierran inimaginables consecuencias para el destino de muchas
generaciones. Ha sido Marx quien concitó el mayor reconocimiento por la
formulación de una teoría capaz de perdurar y de reunir millones de
partidarios en todas las naciones, pero es razonable pensar que no hubiese
sido posible si los caminos de aquellos dos jóvenes no se hubieran cruzado.
Fue Engels quien sugirió a Marx el estudio de las obras de los grandes
economistas, fue él su interlocutor privilegiado en el curso de la elaboración
de la doctrina marxiana, quien facilitó la publicación de sus obras y quien
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brindó sostenimiento a Marx y su familia para que pudiese dedicar su tiempo
a la investigación.
Marx había nacido en el seno de una familia de clase media. Su padre era
un abogado de origen judío pero se vio obligado a adoptar el cristianismo
cuando Trier, la ciudad alemana en la que vivían, pasó a depender de Prusia,
cuyas leyes prohibían el desempeño profesional de quienes fueran judíos.
Karl fue bautizado a la edad de seis años y aunque su crianza no enfatizó
ninguna enseñanza religiosa determinada, sus escritos de adolescencia
revelan una inclinación hacia el espíritu del cristianismo y el valor del
autosacrificio en bien de la humanidad. Encaminado a seguir la carrera de su
padre, ingresó en la Universidad de Bonn. Allí se interesó por los cursos de
humanidades, participó con entusiasmo en la vida revoltosa y contestataria de
los estudiantes y hasta se batió a duelo. Con la esperanza de apartarlo de ese
ambiente, su padre decidió que se inscribiera en la Universidad de Berlín,
pero el cambio sólo sirvió para alejar aún más al joven Marx de la senda
burguesa.
Sus nuevos compañeros eran devotos seguidores de la filosofía hegeliana.
Al principio, tanto la doctrina de Hegel como el culto que se hacía de ellas le
produjeron repugnancia, pero más tarde cedió ante la posibilidad de
reformular las ideas hegelianas de una manera acorde con sus propias
convicciones. Una alternativa de ese tipo era la versión atea del sistema
hegeliano que proponía Bruno Bauer desde su cátedra de teología. Marx
asistió a sus clases y volcó todo su interés en la filosofía, dejando de lado su
anterior propósito de convertirse en abogado. En 1839, Bauer marchó a la
Universidad de Bonn y esperaba que Marx pudiera incorporarse a la carrera
académica en esa universidad. Marx se doctoró finalmente en Jena, con una
tesis sobre las concepciones de la naturaleza de Epicuro y Demócrito; pero
sus intenciones de ingresar en el Departamento de Filosofía de Bonn se
vieron definitivamente frustradas cuando Bauer fue privado de su cargo a
causa de sus ideas. Entonces se empleó como periodista, una profesión que
ejerció durante los años siguientes y que le valió sucesivas deportaciones en
virtud del contenido crítico de los artículos que publicaba.
Durante sus años de estudiante en Berlín, Marx adhirió plenamente a la
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tendencia izquierdista de los Jóvenes Hegelianos que encontraban en las
ideas de Feuerbach una reformulación materialista de la dialéctica. Este
período significó también un creciente compromiso con las cuestiones
sociales y políticas. Asimismo, la labor periodística que emprendió a
continuación lo llevó a tomar posición pública en asuntos concretos, como la
persecución de los campesinos pobres que se apropiaban de leña en los
bosques para mitigar los rigores del invierno. Marx emergía ya como un
revolucionario. Así, fue expulsado de su patria, de Francia y de Bélgica. Y
fue mientras trabajaba en los periódicos cuando conoció a Engels y comenzó
su entrañable amistad.
Friedrich Engels era dos años menor que Marx, y aunque abandonó la
escuela secundaria antes de concluir el último curso, siempre se interesó por
adquirir conocimientos filosóficos y científicos. Se integró al grupo de los
Jóvenes Hegelianos y se destacó en los debates que sostenían, especialmente
cuando las discusiones giraban en torno de la religión. Su vida presenta una
notable dualidad: a instancias de su padre, dueño de un establecimiento textil,
ofició durante muchos años como gerente de una de sus fábricas; y al mismo
tiempo, laboraba con inquebrantable decisión para derrumbar el sistema
capitalista. Su adopción de las ideas comunistas fue, en buena medida, el
efecto de la influencia de Moses Hess, miembro también de una familia
acomodada. Hess fue uno de los autores que extrajo de las ideas de Hegel una
conclusión completamente opuesta a las intenciones del filósofo de Jena: la
convicción de que la humanidad marchaba hacia la eliminación de todas las
diferencias sociales. Su influencia se hizo sentir también en la evolución del
pensamiento marxiano, aunque más tarde Marx lo incluyó en la crítica que
descalificaba cualquier versión del socialismo utópico debido a la carencia de
una fundamentación científica.
En 1844 Engels publicó “Esbozo de una crítica de la economía política”
en un periódico que dirigía Marx y fue en esa oportunidad cuando dio
comienzo un intercambio intelectual que duraría por el resto de sus vidas.
Agotadas sus posibilidades de residir en el continente, Marx se dirigió a
Londres junto con su mujer y sus hijos. Engels buscó un destino cercano,
Manchester, para dirigir una fábrica algodonera de cuya propiedad era socio
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su padre. En Londres, donde transcurrió el resto de su existencia, Marx llevó
a cabo la tarea a la que lo había instado su fiel amigo, un profundo examen de
la economía política. Día tras día, pasaba largas horas en la biblioteca del
Museo Británico. Para sostener a su familia, escribía artículos periodísticos,
pero lo que ganaba no era suficiente. Engels fue en realidad el autor de
muchas colaboraciones para diarios extranjeros que se publicaban firmadas
por Marx; pero eso tampoco bastaba. Aun las sumas que Engels le enviaba de
sus propios ingresos, así como los aportes de otros amigos y los legados
provenientes de la aristocrática familia de su esposa resultaban escasos, más
que todo por la inhabilidad de Marx y de su mujer para organizar sus gastos.
Las privaciones resintieron la salud de sus niños y la falta de dinero hizo a
veces imposible que contaran con asistencia médica. Varios hijos de Marx
murieron antes de llegar a la edad adulta.
La admiración que Marx había despertado en Engels no era injustificada.
Karl Marx construyó una completa concepción del mundo, del hombre y de
la historia. Su destacable logro fue articular elementos de muy distintos
orígenes en una perspectiva totalizadora. Ya hemos aludido a su temprana
inclinación hacia los problemas sociales y políticos, su simpatía hacia los
ideales de los socialistas y los comunistas, su adopción de la dialéctica
hegeliana; ahora nos ocuparemos de su teoría económica. En este campo, la
inspiración inmediata fueron los aportes de David Ricardo. De sus propuestas
toma Marx el concepto de valor. Pero da un paso más. Ricardo había
señalado que el valor de una mercancía radicaba en el trabajo necesario para
producirla; Marx subraya el papel del trabajo como único factor realmente
productivo y extrae de ello la consecuencia de que solamente el trabajo
merece la correspondiente retribución. Mientras Ricardo sostenía que
solamente los trabajadores y los industriales tienen auténtico derecho a sus
remuneraciones, Marx condena la propiedad privada de los medios de
producción y así descarta la legitimidad del beneficio de los capitalistas. Esta
apreciación choca con la objeción de que, si bien el trabajo humano es
imprescindible para fabricar cualquier producto, toda mercancía industrial
requiere igualmente inversiones de capital. Marx no lo negaba, por supuesto,
pero consideró que el sistema capitalista encubría la apropiación, por parte
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del empresario, de una porción del trabajo de sus obreros. Eso quiere decir
que el beneficio real del capitalista está constituido por la plusvalía: la
diferencia entre el número de horas que el obrero trabaja y las que son
efectivamente remuneradas.
En un sistema en el que no existiera la propiedad privada de los medios
de producción, los trabajadores podrían recibir ingresos equivalentes a todo
su trabajo y no existiría explotación alguna. A juicio de Marx, Ricardo se
había aproximado al reconocimiento de la plusvalía pero no llegó a
concretarlo porque no trazó una distinción entre el capital constante y el
capital variable. El primero está conformado por los edificios, las máquinas,
los materiales y otros componentes necesarios que el industrial compra en los
correspondientes mercados. El precio de estos elementos se incorpora sin
ningún incremento en el de los productos finales. El capital variable es lo que
paga el capitalista al comprar el trabajo de sus obreros, los salarios. Y es en
relación con este costo como se origina la plusvalía, porque el trabajo –a
diferencia del capital constante– da por resultado un producto nuevo cuyo
valor intrínseco se ha incrementado en la misma cuantía que el valor del
trabajo socialmente necesario para fabricar esa mercancía. Pero aunque el
industrial venda el producto al precio que surge de sumar el costo de todos
los insumos y el valor agregado por el trabajo de sus obreros, la
remuneración que el trabajador recibe siempre es inferior a la riqueza que ha
creado, porque sólo así el capitalista puede obtener un beneficio. La ganancia
del propietario de una fábrica, entonces, es tan cuestionable a los ojos de
Marx como lo era la renta del terrateniente en la opinión de Ricardo. No hay
ninguna diferencia entre la tierra y cualquier otro tipo de medio de
producción. Es la propiedad privada de esos medios lo que da lugar a la
explotación de los trabajadores. No importa tampoco la magnitud de la
plusvalía. Sea mayor o menor, siempre existirá mientras subsista el régimen
de propiedad privada.
Estas tesis, coincidentes con ideas que encontramos en muchos
pensadores anteriores, pueden sugerir que se trataba de un enjuiciamiento
moral del capitalismo. De hecho, muchas expresiones de Marx sobre este
sistema distan de ser neutrales y no hay duda de que revelan un fuerte
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compromiso emocional, pese a que llegaba a burlarse de los autores que
hacían de los asuntos sociales una cuestión de valores éticos. Pero es verdad
que el análisis marxiano, cualesquiera hayan sido sus motivaciones, permite
una lectura independiente de toda connotación valorativa. En muchos escritos
de Marx se afirma que el capitalismo, como todo sistema económico, es un
hecho histórico que no ha nacido ni dejará de existir como consecuencia de
decisiones voluntarias de los seres humanos sino que surgió y desaparecerá
por efecto de la propia dinámica de los sucesos sociales. Se advierte aquí la
influencia de Hegel en el pensamiento de Marx: la historia, lo mismo que la
naturaleza, está regida por leyes ineludibles. Cada época es la manifestación
de una etapa necesariamente predeterminada.
La metafísica idealista de Hegel resultó completamente invertida en
manos de sus seguidores materialistas. Como Feuerbach, Marx y Engels
adhirieron a la convicción de que no es el espíritu el que da nacimiento a la
materia sino, por lo contrario, es la materia la que llega a manifestarse en
forma de conciencia a través de la mediación de los seres humanos, que son
organismos biológicos. Con esta modificación, la dialéctica hegeliana sigue
siendo el hilo conductor de la interpretación de la historia, porque el conflicto
entre elementos opuestos, la fuerza motriz de los cambios, se presenta, en la
perspectiva marxiana, como la lucha de clases. En una etapa primitiva de la
sociedad, la propiedad privada prácticamente no existía; en una economía
limitada a la caza y la recolección, la organización espontánea asume los
rasgos de un comunismo primario donde los alimentos se comparten. La
crianza de animales y la introducción de la agricultura dan lugar a la
propiedad privada y con ella a la diferenciación de clases; surge de ese modo
el antiguo esclavismo, que será más tarde sustituido por la servidumbre
característica de la época feudal. Los adelantos de la edad moderna abrirán
camino después a la sociedad industrial. En esta etapa, la verdadera
naturaleza de las diferencias sociales se halla más encubierta: los obreros no
son esclavos ni están obligados a permanecer en la tierra del señor como los
siervos de la gleba; los proletarios industriales son libres para vender su
fuerza de trabajo, aunque no pueden fijar su precio más allá de lo que
determina el mercado, es decir, prácticamente igual al costo de su propia
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subsistencia. Pero al conflicto siempre latente entre las clases sociales
subyace otro más profundo, el que se manifiesta entre los modos de
producción y las relaciones de producción. El desarrollo de un sistema de
producción termina por superar las relaciones de propiedad preexistentes. La
consecuencia necesaria de su desajuste es el reemplazo de un tipo de
organización social por el que lo sucede. La introducción de la maquinaria,
por ejemplo, vuelve obsoletas las formas propias del sistema anterior; la
sociedad se estructura conforme a la polaridad establecida por la presencia de
los capitalistas y los proletarios; la burguesía industrial se enfrentará
abiertamente por el poder con los aristocráticos terratenientes. La economía,
entonces, determina en última instancia el curso de la historia.
Así, de la misma forma como se produjo el tránsito en las sucesivas
etapas desde el comunismo primitivo hasta el moderno capitalismo, su propio
desenvolvimiento provocará su derrumbe y hará surgir una nueva sociedad.
En la concepción de Marx se combina la creencia de que la historia está
regida por ciertos mecanismos universales con la idea de que sus
manifestaciones son específicas. La historia, considerada en general, está
gobernada por la dialéctica; el período capitalista, no obstante, presenta sus
propias leyes, encarna una manifestación histórica singular de la acción de
aquellos mecanismos. Y fue su examen el objeto fundamental de las
investigaciones de Marx.

2. El materialismo histórico

Suelen atribuirse a Marx dos aportes principales para el conocimiento de


la sociedad: el materialismo histórico y el materialismo dialéctico. Marx no
usó literalmente esas expresiones, pero de todos modos responden a algunas
de sus convicciones. La concepción materialista de la historia consiste –como
lo hemos adelantado– en la creencia de que la marcha de la historia no
depende de las ideas de los hombres, de los acontecimientos políticos o
militares sino de condiciones vinculadas con la forma de producción de los

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bienes y la propiedad de los medios que la hacen posible. Esta tesis reconoce
un antecedente en la obra de James Harrington, un filósofo inglés que vivió
en el siglo XVIII. Harrington pensaba que la estabilidad de un régimen
político dependía de la identidad entre los propietarios –especialmente los
poseedores de la tierra– y los que gozaban del poder. Atribuía el origen de las
revoluciones precisamente al divorcio entre la clase gobernante y los
propietarios del poder económico. Así explicaba –de manera semejante a
como lo hizo después Marx– la caída del sistema propio del feudalismo como
una consecuencia del ascenso de la burguesía.
De acuerdo con la concepción materialista de la historia preconizada por
Marx, la historia de las sociedades, y a través de ella, la historia de la
humanidad, se articula conforme a los cambios que se producen en dos
aspectos que constituyen la realidad social: la estructura económica y la
superestructura jurídica y política correspondiente. Y son las
transformaciones en la estructura económica las que generan las
modificaciones en los componentes de la superestructura, como lo expresa
Marx en el Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política:
“El resultado general al que llegué y que, una vez obtenido sirvió de hilo conductor a mis
estudios, puede resumirse así: en la producción social de su vida, los hombres contraen
determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de
producción que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas
productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura
económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y
política a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de
producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en
general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser
social es lo que determina su conciencia” (Marx, 2003) [El destacado es nuestro].

Según estas palabras, no parecen caber dudas de que Marx adoptó, al


menos en el momento de escribirlas, la doctrina del determinismo
económico. Sin embargo, esta cuestión, como muchas otros aspectos de su
pensamiento, han dado lugar a interpretaciones muy distintas. Parece
inevitable que una obra tan amplia como la suya no muestre algunas
ambigüedades e incluso ciertas incoherencias. En el caso del determinismo
económico, pueden citarse textos en los cuales su alcance aparece limitado. A

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veces se intenta matizar la tesis con la indicación de que los factores
económicos determinan la superestructura “en última instancia”. Pero esto no
resuelve el problema, sólo lo traslada a la cuestión de qué quiere decir “en
última instancia”. Más allá de las ambigüedades que se encuentren en los
escritos de Marx y de Engels, la fuerza de su concepción radica precisamente
en el supuesto de que las transformaciones en la estructura económica
implican cambios en la superestructura, modificaciones que no dependen de
la voluntad de los hombres, y no a la inversa. De allí se infiere que la
organización social soñada por los socialistas no puede lograrse a través de
actos de la voluntad: sólo cabe esperar que la situación objetiva –las
contradicciones internas generadas inevitablemente por el propio desarrollo
del capitalismo– desemboque en la dictadura del proletariado.
Pero planteadas así las cosas, surge una grave dificultad. Si las etapas de
la historia no dependen de las acciones voluntarias de los hombres, ¿qué
sentido tiene emprender cualquier tarea revolucionaria? No se puede empujar
la historia en una dirección diferente de aquella por donde la conducen las
fuerzas suprahumanas que la dirigen. Los socialistas y los comunistas
estarían condenados siempre al fracaso si la organización social que procuran
no fuera un estadio al que se llegará inevitablemente. Asimismo, serán a la
larga inútiles todas las maniobras de los que pretendan evitar el advenimiento
del socialismo. La tarea emprendida por Marx y Engels parece encontrarse
aprisionada en una paradoja insuperable. En la medida en que pretendían
eliminar el voluntarismo incorporado en el socialismo utópico afirmando que
la transformación social es el resultado de leyes inexorables, descalificaban
toda actividad conscientemente dirigida a ese fin, incluida la de ellos mismos.
Y si, para evitar este contrasentido, se propone algún debilitamiento de esas
leyes, alguna excepción a su influencia, el modelo marxiano no sólo pierde
originalidad sino también gran parte de su solidez teórica y su poder de
convicción intelectual.
Las dificultades para articular el determinismo con la acción política son,
en buena medida, una consecuencia del esfuerzo por combinar elementos de
tan disímil naturaleza como la metafísica hegeliana, la economía clásica y la
tarea revolucionaria dentro de un molde científico. Este problema ya estaba
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latente en las Tesis sobre Feuerbach. En ellas Marx intenta abordar la
cuestión de la verdad objetiva sosteniendo que no constituye un problema
teórico sino un problema práctico. “Es en la práctica donde el hombre debe
demostrar la verdad, es decir la realidad y el poder, la terrenalidad de su
pensamiento” (Marx, 1973: 666). Semejante manifestación sólo parece
buscar un efecto emocional o una actitud en el lector, ya que no va
acompañada de ninguna argumentación que la apoye. Esta particular versión
de la teoría pragmática de la verdad parece chocar contra el sentido en el que
se predica la verdad o la falsedad de los enunciados científicos o históricos
más comunes. ¿Qué tiene que ver la práctica –sea lo que fuere– con la
cuestión de la verdad del enunciado “Las tropas de César vencieron a los
galos”? Pero choca más aún con la propia labor de Marx: la formulación, el
desarrollo y la justificación de una teoría. El valor de esta teoría, aun como
instrumento revolucionario, es completamente independiente de la
participación personal en acciones políticas concretas de su autor. La célebre
Tesis XI proclama: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de
distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (ibid.: 668). Ahora
bien, esto no equivale a rechazar una interpretación por el hecho de que no
esté acompañada de una acción transformadora, para no mencionar el hecho
histórico de que los filósofos influyeron muchas veces en las acciones
políticas e incluso en algunas oportunidades se comprometieron
personalmente en ellas. Pero Marx seguramente estaba pensando no en
transformaciones o compromisos políticos en general sino en la necesidad de
asumir compromisos y realizar acciones de acuerdo con la propia teoría.
Por supuesto, la cuestión del determinismo en la concepción marxiana ha
merecido múltiples interpretaciones que van desde la atribución de un papel
causal absoluto a los aspectos tecnológicos o económicos hasta la afirmación
de que la actividad humana crea las leyes de la historia y por lo tanto no está
subordinada a ellas. Todas ellas pueden encontrar algún apoyo en los textos.
Hacia el final del capítulo dedicado a la acumulación originaria del capital en
El capital, por ejemplo, encontramos el siguiente párrafo:
“El sistema de apropiación capitalista que brota del régimen capitalista de producción, y por
tanto la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad privada
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individual, basada en el propio trabajo. Pero la producción capitalista engendra, con la
fuerza inexorable de un proceso natural, su primera negación. Es la negación de la negación.
Ésta no restaura la propiedad privada ya destruida, sino una propiedad individual que recoge
los progresos de la era capitalista: una propiedad individual basada en la cooperación y en la
posesión colectiva de la tierra y los medios de producción producidos por el propio trabajo”
(Marx, 1964: 649) [Énfasis del autor].

Podemos observar cómo Marx atribuye un carácter absolutamente


necesario –“con la fuerza inexorable de una ley natural”– al advenimiento del
socialismo, esto es, la irrupción de la negación del capitalismo. Esta
interpretación no sólo es la más natural en vista de las rotundas palabras
usadas por Marx sino también porque a partir de Hegel se supone que la
negación dialéctica reviste una necesidad tanto o más poderosa e inevitable
que las leyes naturales. Sin embargo, en respuesta a un crítico, Marx sugiere
una interpretación diferente del mismo texto que hemos citado.[3] A propósito
de establecer si Rusia necesariamente debiera transitar por las mismas etapas
que habían caracterizado el desarrollo del capitalismo en los países más
avanzados, sostiene que podrían “esquivarse las fatales vicisitudes del
régimen capitalista”. E ilustra la posibilidad de que la historia tome cursos
alternativos comparando la aparición del proletariado romano con la del
proletariado industrial. En la antigua Roma, como también ocurrió cuando
finalizó el sistema feudal, surgió una numerosa clase de desposeídos que
habían sido despojados de su tierra; sin embargo, en contraste con los
proletarios modernos, no se convirtieron en mano de obra explotada sino en
una plebe miserable pero completamente ociosa.
Con esas salvedades, Marx trataba de mostrar que su concepción no
constituía una filosofía de la historia, es decir, una teoría suprahistórica. Pero
su argumentación no parece satisfactoria. Se podría pensar, simplemente, que
las distintas aseveraciones de Marx –en cuanto afirma la inexorabilidad de
ciertos procesos y al mismo tiempo contempla la existencia de alternativas–
resultan incoherentes. Una posición más tolerante sería pensar que la
existencia de una clase desposeída cuenta como una condición necesaria pero
no suficiente para la aparición y el desarrollo del capitalismo, y así se
explicaría que este sistema de producción surgiera en la época moderna y no
en la antigüedad. Pero esta alternativa no resuelve la cuestión sobre si la
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concepción marxiana era determinista o no lo era. En efecto, el hecho de que
ciertas condiciones sean necesarias para que se produzca un resultado nada
dice sobre cómo considerar las demás circunstancias. Y menos aún indica
cuál sea el margen de la acción deliberada de los hombres. Cabe incluso la
posibilidad de entender las ideas de Marx de tal modo que algunos procesos
se caractericen como inevitables y otros no. Podría suceder, por caso, que el
ingreso en el capitalismo fuera un hecho contingente mientras que, una vez
producido, las contradicciones propias y necesarias de la organización
capitalista conducirán inevitablemente a su destrucción.
La última interpretación propuesta tiene la ventaja de dar cuenta de otras
declaraciones de Marx acerca de las leyes históricas. En el Posfacio a la
Segunda Edición Alemana de El capital, el autor manifiesta su conformidad
con la caracterización de sus ideas publicada en la revista rusa Mensajero
europeo. El comentarista afirmaba:
“Pero es, se dirá, que las leyes generales de la vida económica son siempre las mismas, ya se
proyecten sobre el presente o sobre el pasado. Esto es precisamente lo que niega Marx. Para
él no existen tales leyes abstractas... Según su criterio, ocurre lo contrario: cada época
histórica tiene sus propias leyes... Tan pronto como la vida supera una determinada etapa
para entrar en otra, empieza a estar presidida por leyes distintas [...]. Un análisis un poco
profundo de los fenómenos demuestra que los organismos sociales se distinguen unos de
otros tan radicalmente como los organismos vegetales y animales... Más aún, al cambiar la
estructura general de aquellos organismos, sus órganos concretos, las condiciones en que
funcionan, etc., cambian también de raíz las leyes que los rigen [...]” (Marx, 1964: XXII-
XXIII).

Pese a la aprobación de Marx, este párrafo no parece reflejar


apropiadamente lo que caracteriza los aportes de El capital. ¿Acaso la
destrucción de un sistema como consecuencia del desajuste entre los modos
de producción y las relaciones de producción no es una ley válida para las
distintas etapas históricas transcurridas? ¿No brinda la dialéctica principios
universales de cambio? El comentarista, y también el propio Marx en la
medida que suscribe el texto citado, no toman en cuenta algunas distinciones
relevantes. El hecho de que un cierto tipo de fenómenos presente
regularidades que difieran de las exhibidas por otros tipos de fenómenos no
significa que no existan leyes comunes subyacentes a todos ellos. El

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movimiento lunar posee características específicas, pero los científicos han
procurado descubrir –y han tenido éxito en la empresa– leyes físicas
universales que explican tanto el comportamiento de la luna como cualquier
otro tipo de movimiento. La comparación de la economía con la biología
hace más patente el error del crítico ruso y de la aquiescencia de Marx. Sin
duda, un animal y una planta son entidades de diferente clase; sin embargo,
hay leyes biológicas básicas comunes a todos los seres vivos. Es esta
convicción la que sostiene la teoría darwiniana de la evolución –saludada por
Marx y Engels como un gran descubrimiento científico–, así como impulsa
las investigaciones sobre las leyes de la genética, la citología, etcétera.
Se ha tratado de resolver el problema del determinismo en el pensamiento
de Marx apelando a la aclaración de que los factores económicos son más
importantes o son los decisivos en cuanto al curso de los acontecimientos
históricos aun cuando pueda haber otros. Pero, una vez más, todo esto es
demasiado vago y parece más bien un recurso introducido para resolver la
paradoja creada antes que una tesis sólidamente establecida. La forma como
toda esta cuestión se genera a partir de la pretensión marxista de construir una
teoría a la vez descriptiva y normativa en el plano político queda bastante
bien ilustrada por los vaivenes de la actitud de Lenin. Al comienzo de su
actividad revolucionaria, cuando la prioridad era emprender el derrocamiento
del sistema imperante en Rusia sin esperar el desarrollo de las
contradicciones capitalistas, Lenin rechazó el “economicismo”, pero más
tarde se opuso a la posición de Karl Kautsky –quien subrayaba la importancia
histórica de los factores no económicos– y suscribió la interpretación
determinista defendida por Bujarin.

3. El materialismo dialéctico

El otro aporte principal que se atribuye a Marx es el materialismo


dialéctico. Esta denominación no fue usada literalmente por Marx ni por
Engels, pero se volvió corriente a partir de 1891, cuando la introdujo el

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marxista ruso Plejanov. La expresión “materialismo dialéctico” corresponde
al propósito de señalar el enriquecimiento de las posiciones materialistas
previamente sostenidas por otros autores a través de su reformulación en
términos hegelianos. En este caso, la tesis que se procuraba superar era el
materialismo mecanicista.
La concepción materialista de la realidad es una doctrina metafísica que
han sostenido diversos filósofos en diferentes épocas. En la antigüedad,
Leucipo y Demócrito elaboraron una primitiva versión de la teoría atómica.
Afirmaban que la realidad está compuesta por diminutas unidades
indivisibles, átomos de una única clase de materia que se diferenciaban por su
formato y se movían a través del espacio vacío, de manera que toda la
variedad de sustancias y cuerpos que componen el mundo están formadas por
conglomerados de estos átomos. El materialismo moderno, representado por
autores como La Mettrie y Laplace, hacía lugar al descubrimiento de las leyes
que rigen los fenómenos naturales y expresaba un rotundo determinismo: si
una mente omnisciente pudiera conocer el estado completo del universo en
un momento dado, podría predecir los estados futuros. Entre los
contemporáneos de Marx y Engels, el materialista más conocido era Ludwig
Büchner, un médico que participó en los movimientos revolucionarios que se
proponían erradicar el sistema reaccionario imperante en Alemania. Büchner,
que pretendía fundar su filosofía en los resultados de la investigación
científica, sostenía que la realidad estaba conformada exclusivamente por dos
componentes inseparables, la materia y la fuerza; los fenómenos biológicos y
el pensamiento humano son sólo formas de manifestación de la materia
eterna y de las fuerzas que la animan. Como Marx y Engels, Büchner se
entusiasmó con la teoría de Darwin, en la que halló un magnífico testimonio
a favor de materialismo y el ateísmo que él profesaba. Pero las tesis
darwinianas también lo llevaron a aceptar el capitalismo como una expresión
de la lucha por la existencia, actitud que mereció, como era de esperar, la
crítica de los marxistas.
El materialismo de Marx y Engels, concebido como la inversión del
idealismo hegeliano, conservaba la dimensión dialéctica con el propósito de
diferenciarse del materialismo mecanicista o “vulgar”. A juicio de los
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partidarios del materialismo dialéctico, las leyes mecanicistas no pueden dar
cuenta de ciertos fenómenos materiales emergentes, como el surgimiento de
los seres vivientes, la conciencia humana y los acontecimientos históricos. Se
afirma, entonces, que esta clase de hechos se explican en términos
dialécticos. Aunque Marx no parece haberse preocupado mucho por
explicitar su concepción de la dialéctica, Engels retomó las ideas de Hegel y
se esforzó por mostrar su validez. En Dialéctica de la naturaleza señala que
Hegel desarrolló la dialéctica como si se tratara de leyes del pensamiento
impuestas a la naturaleza y a la historia, mientras él piensa, por lo contrario,
que se abstraen a partir de la naturaleza y la historia. Esa obra, un borrador
inconcluso que fue publicado después de su muerte, exhibe precisamente una
notable tarea de recopilación que reúne una diversa colección de resultados
pertenecientes a la matemática y las ciencias naturales con el objeto de probar
que las leyes dialécticas tienen validez universal. Engels afirma que, en lo
fundamental, la dialéctica puede resumirse en las siguientes leyes, que
considera muy simples y evidentes:

a. Ley del trueque de la cantidad en cualidad, y viceversa.


b. Ley de penetración de los contrarios.
c. Ley de negación de la negación.

La ley del trueque de la cantidad en cualidad establece que todo cambio


cualitativo es el resultado de adición o sustracción de materia o movimiento
(energía). El dominio en el que mejor se aprecia la validez de esta ley es la
química, pues diferentes proporciones de las mismas sustancias producen
combinaciones cuyas cualidades son completamente distintas.
Engels no explicita demasiado la formulación de la ley de penetración de
los contrarios. Su nombre sugiere que los elementos contrarios no existen
separadamente sino como aspectos de un proceso en cuyo transcurso actúan
como fuerzas opuestas. Una balanza, por ejemplo, muestra cómo las fuerzas
que actúan en cada uno de los platillos se contrapesan. De manera similar, en
los procesos biológicos intervienen tendencias opuestas, como la
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incorporación de sustancias en un organismo y la correlativa expulsión de
otras.
La ley de negación de la negación responde a la circunstancia de que, en
el contexto de la teoría dialéctica, un estado que reemplaza a otro anterior es
llamado “negación” (del primero); de manera que el estado subsiguiente pasa
a denominarse “negación de la negación”. Tal vez se ha querido señalar así
que el tercer estado no es idéntico al primero. En efecto, para ilustrar la ley,
Engels presenta el ejemplo de un grano de cebada, cuya negación sería la
planta que crece a partir de ese grano, mientras que la multiplicidad de granos
producidos a su vez por la misma planta constituiría la negación de la
negación. Engels propone también un ejemplo matemático: si se niega un
número anteponiéndole el signo negativo y si luego se niega ese número
negativo multiplicándolo por sí mismo, el resultado es un número positivo.
Se supone que estas leyes son los principios de la llamada “lógica
dialéctica”, una denominación que los marxistas popularizaron y que invita a
establecer una comparación con la lógica formal. Marx, Engels y algunos de
sus seguidores han sugerido a veces que mantenerse dentro de los límites de
la lógica formal impide conocer la realidad tal como es; y esta actitud insinúa
que hay una rivalidad entre la lógica formal y la dialéctica. Examinemos,
pues, la situación a la luz de la versión de las leyes de la dialéctica brindada
por Engels.
La ley del trueque de la cantidad en cualidad no parece entrar en conflicto
con ningún principio de la lógica formal, pues esta última disciplina no se
ocupa de esa clase de cuestiones. En todo caso, el alcance de la ley del
trueque puede ponerse en duda, pero sobre la base de consideraciones
fácticas más que de orden lógico, porque la experiencia sugiere que no toda
modificación cuantitativa es acompañada de un cambio cualitativo y
viceversa. Además, esa tesis dialéctica no resulta de mucha utilidad porque
no dice nada sobre cuándo y cómo ha de producirse un cambio cualitativo en
cualquier situación desconocida que estemos investigando. Probablemente,
Engels se vio impulsado a recoger esta ley porque ella sugiere que como en
todo proceso hay saltos cualitativos, el desarrollo del capitalismo concluirá
con el abrupto ingreso en el sistema socialista.
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Tal como la hemos formulado más arriba, la ley de penetración de los
contrarios tampoco parece entrar en colisión con la lógica formal, ya que esta
última simplemente no se ocupa de cuestiones tales como la existencia de
fuerzas opuestas, luchas y cosas por estilo. Sin embargo, a veces se ha
identificado la interpenetración de los contrarios con la unidad o con la
identidad de los opuestos. La presencia de varios conceptos distintos
–“interpenetración”, “unidad”, “identidad”– parece haber enredado a los
propios marxistas. Al respecto, Lungarzo cita la opinión de Godelier, a cuyo
juicio Marx no sostuvo la tesis de la identidad de los contrarios pero Mao Tse
Tung confundió la unidad de los contrarios con la identidad de los contrarios
(Lungarzo, 1970: 62).
Sea como fuere, si la dialéctica marxiana incluyera la idea de que los
contrarios son idénticos, no se nos ocurre otra manera de interpretarla que
como un rechazo del clásico principio de identidad. Así, mientras el principio
de identidad tradicional establece que todo objeto es idéntico a sí mismo, la
ley dialéctica diría que nada es idéntico a sí mismo o que toda cosa es
idéntica a algo diferente de ella (a saber, su negación). Una vez más, la
presencia de esta ley dialéctica se corresponde con el interés de subrayar el
carácter dinámico de la realidad y, en particular, la plausibilidad de la tesis de
que la sociedad capitalista se convertirá en su opuesto, una sociedad
socialista.
Pero es un error pensar que la transformación de una situación en otra –se
la llame “su negación”, “su opuesto” o con cualquier nombre– afecta la
validez de la ley de identidad. El principio de identidad tradicional no niega –
como tampoco afirma– que las cosas sufran alteraciones conforme transcurre
el tiempo. Quienes cuestionan el principio de identidad han argumentado que
la realidad no está compuesta por entidades estáticas, inmutables, sino por
procesos de cambio. Aun aceptada esta perspectiva, puede considerarse que
el principio de identidad tradicional no resulta afectado, si lo entendemos
como una regla que rige la articulación lógica del lenguaje. En efecto, de
acuerdo con el uso de nuestro lenguaje, consideramos que una persona o un
río mantienen su identidad aunque sufran cambios, por eso les damos
nombres perdurables y no instantáneos. Ni siquiera puede imaginarse cómo
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sería un lenguaje que utilizara un nombre distinto para cada estado diferente
de un objeto, es decir, un lenguaje que reprodujera el “fluir” continuo de la
realidad.[4] Podría decirse que la propia noción de “entidad” subyacente al
uso del lenguaje tal como está regido por el principio de identidad tradicional
contempla perfectamente la posibilidad de que los nombres denoten procesos,
es decir, que los nombres se refieran a objetos cambiantes. Conforme al
principio de identidad podemos decir, por ejemplo, que quien escribió
conjuntamente con Karl Marx El Manifiesto y el autor del Anti-Dühring es la
misma (idéntica) persona. Y usamos el nombre “Friedrich Engels” para
denotar a esa persona, aun cuando transcurrieron varios años entre la
redacción de ambas obras y en ese período Engels sufrió muchas
transformaciones, tanto físicas como mentales. De la misma manera, cuando
llamamos “Nilo” a cierto río no tenemos intención de referirnos a la masa de
moléculas de agua que lo componen en un instante determinado sino a algo
que perdura mientras el agua se va renovando. Es también una forma de
aplicación del principio de identidad la que nos permite afirmar que Karl
Marx y Groucho Marx eran personas distintas.
La formulación de las llamadas “leyes de la dialéctica” causa cierto
impacto porque parecen contradecir los principios de la lógica formal y ello
se debe a la confusión producida por el uso de algunos términos con un
sentido diferente del que esas mismas expresiones poseen dentro del discurso
de la lógica. Así –como lo hemos adelantado cuando nos referimos a la
dialéctica hegeliana–, en las obras de lógica estándar, la palabra “negación”
se utiliza generalmente para referirse a una conectiva lógica o, en todo caso, a
una proposición que resulta de negar otra: no-p es la negación de p y
viceversa. En esos contextos, carece de sentido decir, como lo hacen los
partidarios de la dialéctica, que una situación, un hecho, un estado o un
objeto es la negación de otro. Algo similar ocurre con el concepto de
contradicción: se trata de una relación entre proposiciones; nada que ver con
fuerzas contrarias, conflictos manifiestos o latentes, etcétera.
No estamos diciendo que no se puedan usar las palabras con un sentido
diferente del que poseen corrientemente en el ámbito de la lógica formal.
Simplemente apuntamos que esa práctica produce confusión y ha llevado a
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que muchos creyeran en la existencia de una lógica dialéctica alternativa (y
pretendidamente superior) a la lógica formal. La dialéctica –en el sentido que
adopta en los textos marxistas– es, en todo caso, un conjunto de creencias
acerca de leyes que supuestamente rigen tanto los fenómenos naturales como
los hechos históricos. Esas leyes aspiran a tener un contenido fáctico, como
las hipótesis de las ciencias naturales. Pero, mientras cada una de las ciencias
procura expresar leyes válidas dentro de su respectivo campo de estudio, las
leyes dialécticas pretenden valer en todos los dominios de la realidad.
Aunque esta universalidad absoluta puede alimentar la creencia de que la
dialéctica se constituye como un sistema lógico, se encuentra emplazada más
bien como una teoría fáctica, aunque no necesariamente como una teoría
científica. Así, la ley de interpenetración de los contrarios alude a la presencia
de fuerzas opuestas, como pueden ser la acción y la reacción. Un físico diría
que fuerzas opuestas son las que comparten la misma dirección pero tienen
sentido inverso. No le podemos prohibir a nadie que describa este tipo de
situaciones en términos de “interpenetración” o “unidad de los contrarios”,
pero no se ve cuál es la ventaja, aparte de dificultar la discusión.
Lo mismo vale a propósito de la contradicción. Es bastante corriente la
creencia de que la dialéctica desafía el principio de no contradicción. Este
principio se podría formular del siguiente modo: dada una proposición p y su
negación no p, no pueden ser ambas verdaderas. El propio Engels pretende
cuestionar, reproduciendo ejemplos hegelianos, la vigencia de esta ley.
Señala que un cuerpo en movimiento está y no está al mismo tiempo en un
determinado lugar y que una recta puede ser considerada como una clase de
líneas curvas. Se trata, sin embargo, de ejemplos engañosos. El primero
reproduce las célebres paradojas de Zenón dirigidas a mostrar que el
movimiento es sólo una apariencia. La paradoja puede ilustrarse con el caso
de una flecha en movimiento. En cada instante la flecha se encuentra en un
lugar determinado pero en distintos instantes ocupa espacios diferentes. En el
instante tn, la flecha se encuentra en el lugar en, pero ello ocurriría tanto si la
flecha estuviera en reposo como si estuviera en movimiento. ¿Cómo
distinguir, entonces, entre ambas situaciones? Zenón usaba el argumento con
la intención de mostrar que el movimiento (como el cambio en general) es
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imposible; Heráclito y los partidarios de la dialéctica se inclinarían a pensar
que el cambio obliga a aceptar como válida alguna forma de contradicción;
una flecha en movimiento está y no está en un espacio determinado en cada
instante. Pero, Bertrand Russell propone una manera distinta de resolver la
paradoja. En su Historia de la Filosofía Occidental, cuando discute la teoría
de Bergson acerca de la temporalidad y el cambio, Russell refuta los
argumentos “dinámicos” que afirman cierta interpenetración del pasado con
el presente. Según Russell, la solución de este tipo de paradojas se encuentra
en el concepto matemático del continuo. La idea de que el movimiento es una
sucesión de posiciones “fijas” tales como las imágenes que componen una
película cinematográfica (comparación sugerida por Bergson) no recoge
adecuadamente el concepto de movimiento continuo. La continuidad, en el
sentido matemático, implica que entre dos puntos cualesquiera –como sucede
en una recta– existan infinitos puntos. Y esto no ocurre, y no habría forma de
que ocurriera, en el caso de las películas cinematográficas.[5]
El caso de la identificación de las curvas y las rectas se basa en la
confusión del uso ordinario con una posible utilización técnica de los
términos. Conforme al sentido ordinario de las palabras, “curva” y “recta”
son excluyentes; pero en un sistema geométrico pueden definirse las rectas
como una clase especial de curvas; ello no tiene por qué considerarse
contradictorio, pues, una vez que se han redefinido los términos, las nociones
ordinarias de “curva” y “recta” ya no rigen más, de modo que la presunta
contradicción no existe.
El hecho de que los partidarios de la dialéctica usen el término
“negación” con un sentido diferente del que le corresponde en los textos de
lógica formal estándar explica también el presunto abandono de la ley de
doble negación de la lógica formal. La ley de doble negación que
corresponde a la lógica formal establece que no-no p es equivalente a p: así,
afirmar “no es verdad que no llueve” es lo mismo que afirmar “llueve”. Pero
la negación de la negación dialéctica no cumple con esta propiedad: la
negación del sistema feudal sería el capitalismo, y la negación de este último
no es la reaparición del sistema feudal sino el socialismo. El significado de la
palabra “negación”, entonces, tal como se la usa en el marco de la dialéctica,
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difiere completamente del que se le asigna en el ámbito de la lógica formal.
La oposición entre la dialéctica y la lógica formal nuevamente se muestra
ilusoria una vez que se aclara la confusión lingüística que la originó.
Los comentarios precedentes relativizan, sin duda, el alcance de la
dialéctica pero, lejos de perjudicarla, la ponen a salvo de un inconveniente
mucho más grave. En efecto, los lógicos han demostrado hace ya mucho
tiempo que si se aceptara como verdadera una proposición contradictoria –
contradictoria en el sentido de la lógica formal estándar–, de ella se
deduciría, de acuerdo con los procedimientos de inferencia tradicionalmente
aceptados, cualquier proposición; y en consecuencia, si se aceptara como
verdadera una contradicción, se volverían verdaderas todas las proposiciones.
En medio de esta absurda situación autodestructiva, obviamente, no tendría
objeto afirmar nada ni tratar de argumentar a favor o en contra de ninguna
creencia.
Es importante señalar, sin embargo, que se han construido sistemas
formalizados –llamados paraconsistentes– que no conservan todas las reglas
características de la lógica estándar, de manera que en ellos la aparición de
una contradicción no autoriza a deducir cualquier proposición. La aplicación
de una lógica paraconsistente permitiría operar, por ejemplo, a partir de
conjuntos de premisas que podrían contener contradicciones, una situación
muy probable cuando se manejan datos inseguros. La lógica paraconsistente
también puede ser de utilidad en el caso de teorías científicas que resultan ser
buenas aproximaciones a los fenómenos de los que se ocupan pero cuyos
principios, tomados conjuntamente, encierran una contradicción, como ha
sucedido en el dominio de la física cuántica.
Esas clases de situaciones, naturalmente, no significan un
cuestionamiento de la lógica clásica, porque las inconsistencias lógicas que se
admiten constituirían, de todos modos, una suerte de defecto o carencia de los
sistemas de creencias que las contienen y, en la medida de lo posible,
deberían ser eliminadas. Pero algunos autores se resisten a esta interpretación,
pues van mucho más allá y llegan a sostener que algunas proposiciones
efectivamente contradictorias son verdaderas. Para referirse a ellas, Graham
Priest y Richard Routley acuñaron el término dialetheias, una alusión a la
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existencia de algo así como verdades duales, conforme a las palabras griegas
que lo componen, aunque sin lugar a dudas ese nombre juega con su parecido
a “dialéctica”. El ejemplo preferido de los dialetheístas parece ser la
expresión de una paradoja de autorreferencia conocida desde la Antigüedad,
la que encierra la oración “Esta oración es falsa”. En efecto, si esa oración
fuera verdadera, entonces deberíamos considerarla falsa, porque eso es
precisamente lo que afirma; y si fuera falsa, por motivos similares, resultaría
verdadera. Algunos filósofos han intentado disolver la paradoja
argumentando, por ejemplo, que la oración que la expresa carece realmente
de significado, pues, a pesar de su apariencia, no se trata de un auténtico
enunciado y por consiguiente no debe ser considerada ni verdadera ni falsa.
Pero los partidarios del dialetheísmo rechazan esa clase de alternativas e
insisten en la necesidad de reconocer la existencia de contradicciones
verdaderas. No obstante subrayan, al mismo tiempo, que de ningún modo
sostienen que todas las contradicciones son verdaderas. Esta circunstancia
indica una diferencia crucial con respecto a la dialéctica tradicional, porque
de acuerdo con esta última doctrina se supone que la contradicción es un
rasgo universal extendido a toda la realidad. De todos modos, el dialetheísmo
representa una concepción interesante, aunque no parece haber convencido a
la mayoría de los lógicos, ni siquiera a algunos destacados cultores de la
lógica paraconsistente.

4. El alcance epistemológico de la teoría de Marx

La teoría dialéctica defendida por Engels, entonces, parece estar


constituida no por el rechazo de la lógica formal sino más bien por un
conjunto de hipótesis que afirman la naturaleza dinámica tanto de los
fenómenos naturales como de los procesos históricos. Se supone que fueron
esas hipótesis las que posibilitaron la formulación de la teoría marxiana de la
historia y en particular su análisis del capitalismo de modo tal que
conformaron su método de investigación. Surgen, pues, varias cuestiones. En

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primer lugar, de qué modo una concepción acerca de la realidad se convierte
en un método de investigación. Y a partir de allí: ¿Cuáles serían las pautas
brindadas por este método y hasta qué punto dan cuenta de la forma cómo
Marx desarrolló su indagación?
En cuanto al primer interrogante, los métodos de investigación
generalmente se expresan por medio de un conjunto de instrucciones, es
decir, a través de un discurso directivo, normativo, que establece qué puede
hacerse o qué debe evitarse en una determinada condición. La lógica formal,
por ejemplo, proporciona reglas de razonamiento tales como el modus
ponens: si las proposiciones “p” y “si p entonces q” son premisas, entonces
puede inferirse deductivamente “q”. Muchas veces, las normas no aparecen
expresadas explícitamente como tales, sino en un lenguaje aparentemente
descriptivo; pero suele ser fácil interpretar las instrucciones correspondientes;
así, informar que un producto es inflamable equivale a sugerir una serie de
precauciones en cuanto a su manipulación. Esto nos lleva a la pregunta sobre
las normas propias del método dialéctico, un caso no tan sencillo. ¿Qué
instrucciones se derivan, por ejemplo, de la ley de negación de la negación?
Con respecto a ella afirmaba Engels:
“[...] Es obvio que no digo nada con respecto al proceso particular de desarrollo de un grano
de cebada, por ejemplo, si digo que es la negación de la negación [...] Cuando digo que todos
esos procesos son una negación de la negación, los reúno todos bajo esta ley del movimiento
y por esta misma razón dejo fuera de consideración las peculiaridades específicas de cada
proceso individual. La dialéctica, sin embargo, es nada más que la ciencia de las leyes
generales del desarrollo de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento. [...] La clase
de negación está aquí determinada, en primer lugar por la naturaleza general y en segundo
término por la naturaleza particular del proceso. [...] Cada clase de cosas, por tanto, posee
una manera particular de ser negada, de tal manera que da origen a un desarrollo [...] (Engels,
1947: 201).

De acuerdo con el propósito de Engels, pues, poco podemos esperar de la


aplicación metodológica de la ley de negación de la negación. En tanto
método de descubrimiento, podría tomarse como la sugerencia de buscar, en
cualquier fenómeno que se esté estudiando, cuál será su negación, es decir, en
qué se convertirá en su próxima etapa. En tanto método de justificación, la
única aplicación a la vista es la indicación de que si se ha formulado la

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hipótesis de que un proceso pasará de una etapa F a una etapa G, ello
concuerda con lo esperable. Obsérvese que de nada valdría decir, por
ejemplo, que el proceso pasa de una etapa F a su negación dialéctica, no F,
porque –como lo explica Engels en el último pasaje citado– cada clase de
cosas tiene sus propias y particulares leyes de transformación.
Consideraciones semejantes pueden formularse respecto de las otras leyes
de la dialéctica. Aun en conjunto, no parecen poder brindar más que una
indicación general respecto de la conveniencia de buscar tensiones, fuerzas
opuestas o algo similar en los fenómenos investigados y prever que como
resultado de la acción de esas fuerzas los fenómenos darán paso a otros
diferentes.
Debemos preguntarnos ahora cuál fue la metodología de investigación
efectivamente utilizada por Marx y en qué medida se trataba de un recurso
original. Esta cuestión fue planteada por varios autores inmediatamente
después de la publicación de El capital. Y es el mismo Marx quien en el
Posfacio a la segunda edición alemana de esa obra reseña algunas de las
respuestas brindadas por sus críticos. Según Marx, los discípulos de Comte le
atribuyeron a su teoría un carácter metafísico, Block encontró en el libro la
aplicación del método analítico, un crítico ruso halló un método de
investigación rigurosamente realista y un método de exposición dialéctico,
Sieber consideró que había utilizado el método deductivo de la Escuela
Inglesa, mientras que algunos comentaristas alemanes concluyeron que había
hecho uso de la “sofística hegeliana”.
No es demasiado aventurado pensar que todas estas opiniones recogen
algo de verdad. Para empezar, es cierto que los análisis de Marx son similares
a los que habían llevado a cabo los economistas ingleses que le precedieron,
especialmente David Ricardo, quien ejerció gran influencia en su
pensamiento. A grandes rasgos, el procedimiento consistía en la
identificación de los factores relevantes en los procesos económicos –tales
como el capital, el trabajo, el valor de una mercancía y los modos de
producción–, la propuesta de conceptos teóricos, la formulación de hipótesis
y la deducción de las consecuencias a partir de esas hipótesis.
Es verdad también que Marx profesaba, como ya hemos sugerido, una
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concepción metafísica, el materialismo, la inversión de la metafísica
hegeliana. Pero el punto que aquí nos interesa es el papel que pudo jugar la
dialéctica en la construcción de la teoría marxiana. Sin duda, su familiaridad
con la dialéctica lo predispuso a concebir la historia como un proceso de
transformaciones en el cual operan fuerzas opuestas y en cuyo transcurso la
destrucción de una etapa hace lugar al surgimiento de otra diferente. Pero el
compromiso con tal doctrina no constituye una condición suficiente ni
necesaria para la formulación de una teoría específica como lo es concepción
marxiana. No es suficiente en vista de su vaguedad: ya hemos señalado que
las leyes de la dialéctica poseen un carácter demasiado general como para
sugerir hipótesis concretas; además, si hubiera sido una condición suficiente,
Hegel y todos sus seguidores hubieran sido impulsados a adoptar una
posición filosófica y política similar a la de Marx y Engels, pero no ocurrió
así; por lo contrario, Hegel y otros autores inspirados en sus ideas elaboraron
concepciones completamente opuestas al marxismo, como Benedetto Croce y
Giovanni Gentile, el filósofo oficial del régimen fascista. Y la adopción de las
leyes de la dialéctica tampoco es una condición necesaria, porque las
hipótesis de Marx sobre el capitalismo podrían haber surgido sin salirse del
marco metodológico de los economistas británicos anteriores. Ya hemos visto
que independientemente de la influencia del hegelianismo, otros autores
habían pensado en cuestiones tales como el reconocimiento de etapas en el
transcurso de la historia, la explotación de los trabajadores, la lucha de clases
y el reemplazo del capitalismo por un sistema donde no existiera la propiedad
privada de los medios de producción. El propio Marx reconocía que las
investigaciones de Ricardo habían avanzado considerablemente en la senda
que él mismo seguiría. Recuérdese, al respecto, la proximidad entre el
concepto de valor adoptado por Marx y la definición proporcionada por
Ricardo.
Claro está que un modo de enfrentar la tesis de que muchos autores
llegaron a formular hipótesis concordantes con la dialéctica sin haber tenido
previo conocimiento de ella consiste en afirmar que aplicaban las leyes
dialécticas de manera inconsciente. Ya hemos señalado que Engels creyó
encontrar manifiestas expresiones de las leyes dialécticas tanto en las ciencias
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naturales como en las matemáticas. Pero este recurso parece terminar de
disolver la fuerza atribuida a la dialéctica, ya seriamente amenazada por su
vaguedad. Si las leyes de la dialéctica subyacen a las prácticas corrientes de
la investigación científica, pierden completamente el carácter revolucionario
que se pretendía conferirle. Esto no quiere decir, por supuesto, que la doctrina
de Marx no fuera revolucionaria, nos estamos refiriendo al supuesto uso de la
dialéctica.
La creencia de que la dialéctica constituye la forma de exposición
adoptada en El capital más bien que el método sustantivo empleado por el
autor para llevar a cabo sus investigaciones encuentra confirmación en las
declaraciones del propio Marx. En efecto, aunque en varias oportunidades
manifiesta su adhesión a la dialéctica, en el Posfacio a la segunda edición
alemana confiesa que al usar la terminología hegeliana “coqueteaba con la
dialéctica”. De manera coincidente, Louis Althusser, uno de los más célebres
e influyentes marxistas de nuestra época, sostiene que Marx fue separándose
del hegelianismo y así el evolucionismo hegeliano “desaparecerá en un 99%
en El capital y totalmente en los textos ulteriores” (Althusser, 1992: 42).
Althusser afirma también que fue una imprudencia de Marx describir el
advenimiento del socialismo como “negación de la negación”; agrega que
este principio hizo estragos y considera que Stalin estuvo completamente
justificado “aunque cometió errores mucho más graves” al abandonarlo
(Althusser, 1992: 31-33). Althusser no es el único marxista famoso que
abriga reservas con respecto a la dialéctica. En su extenso libro Crítica de la
razón dialéctica, Jean-Paul Sartre cuestiona la validez de las leyes dialécticas
en el mundo natural. Las leyes científicas –sostiene Sartre– son hipótesis
experimentales verificadas por los hechos, asignaciones de valores
cuantitativos a relaciones funcionales, y como tales no son dialécticas ni
antidialécticas. A su juicio, la creencia de que la naturaleza es dialéctica no es
una afirmación científica, ni está sugerida por la ciencia. Se trata de una
doctrina completamente metafísica: en la naturaleza sólo se ha encontrado la
dialéctica que se ha puesto en ella. En síntesis, Sartre suscribe el materialismo
histórico pero no se compromete con el materialismo dialéctico en cuanto
esta concepción pretende extender las leyes dialécticas a los fenómenos
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naturales.
La suerte de la teoría dialéctica ha estado ligada a los avatares políticos.
Lenin la utilizó como instrumento de argumentación política y la acomodó a
sus necesidades. Enfatizó la idea de que el materialismo dialéctico implicaba
un compromiso con el partido que representaba al proletariado y por ese
camino las cuestiones teóricas quedaron subordinadas más que nunca a las
circunstancias políticas de la Unión Soviética. De acuerdo con la persona o el
sector que gozara del poder en cada período, cierta interpretación del
marxismo podía ser ensalzada o repudiada, así como sus autores podían pasar
de la condición de dirigentes a la situación de presos políticos. El método
dialéctico fue identificado en cierto momento con el marxismo-leninismo y
más tarde con el marxismo-leninismo-stalinismo.
Una curiosa manifestación de la mezcla entre cuestiones políticas y
científicas fue el debate que se generó en la Unión Soviética a comienzos de
la década del 50 sobre la conveniencia de enseñar Lógica Formal en las
escuelas. Esta polémica fue recogida en las páginas de la revista del Instituto
de Filosofía de la URSS y divulgada poco después en Europa por Henri
Lefebvre. Sorprende que a pesar de que había transcurrido más de un siglo
desde la publicación de las primeras obras de Marx y Engels, la discusión no
fuera más allá de reproducir las mismas confusiones y los mismos errores que
habían caracterizado la aparición de la dialéctica hegeliana. A decir verdad, la
confusión reinante es aún mayor. Mostremos un ejemplo. Lefevre explica la
posición de Osmakov –el Director de la Sección de Filosofía del Ministerio
de Enseñanza Superior– en los siguientes términos:
“[...] Únicamente existe una lógica que tiene por objeto el pensamiento verdadero. El
conocimiento de sus leyes modifica y corrige los enunciados tradicionales. Por ello, la lógica
dialéctica es eminentemente una metodología. Entonces, es internamente que la lógica
clasifica las leyes en formales y dialécticas. Osmakov considera así que ha habido una etapa
en la ciencia lógica, la cual ha dejado ahora su lugar a una nueva etapa: la ciencia soviética y
socialista, la ciencia marxista-leninista necesariamente dialéctica. Depura a la lógica de las
supervivencias de la metafísica y pone al descubierto su unidad” (Lefebvre, 1956: 55-56) [El
destacado es nuestro].

El contrasentido de encarar la defensa de una teoría pretendidamente


científica adoptando una actitud tan absurda nos exime de todo comentario.
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Pero debe reconocerse que aun cuando Marx y Engels no llegaran a esos
grotescos extremos, proporcionaron elementos que los favorecieron. La
doctrina marxiana señala el papel de la ideología en el mantenimiento del
sistema capitalista. Las creencias religiosas, por ejemplo, pueden influir en
que la gente acepte como dispuesta por Dios una organización social que es
de hecho injusta. Es importante tener en claro esa clase de posibilidades, pero
eso no equivale a instaurar como instrumento válido de discusión la falacia
ampliamente conocida bajo el nombre de “argumento ad hominen”. Por
cierto, a menudo los partidarios del método dialéctico –tal vez por su falta de
familiaridad con los textos de lógica tradicional– no logran sustraerse a la
tentación de incurrir en esa falacia. Basta leer la página final del citado libro
de Lefevre, donde señala que la gran tarea de los lógicos soviéticos era
desenmascarar “las corrientes no científicas y reaccionarias en la lógica que
existen en el extranjero” y menciona como ejemplos de tal ciencia
“burguesa” el empirismo lógico y la lógica simbólica de Russell y
Whitehead. Pero lo más sorprendente es su convicción de que los resultados
de la lógica simbólica podrán ser refutados gracias a “la obra genial de Stalin,
El marxismo y los problemas de la lingüística”.
Un ejemplo lamentable de hasta dónde puede llegar la adopción fanática
de esta doctrina y a la vez una elemento de juicio sobre sus méritos
científicos es el caso de Trofim Lysenko, quien durante la época stalinista
contrapuso a la genética “burguesa” una teoría que supuestamente combinaba
la biología teórica con la práctica de cultivo soviética y entre cuyas hipótesis
se hallaba la idea de que en un entorno adecuado las plantas de trigo podrían
producir semillas de centeno. Desde los más altos cargos directivos en el área
correspondiente, Lysenko propició el encarcelamiento y la ejecución de
científicos que rechazaban sus obsoletas hipótesis. Como consecuencia de
ello, el desarrollo agrícola soviético se vio perjudicado, pero a la muerte de
Stalin se comenzaron a aplicar pautas de cultivo semejantes a las utilizadas en
otros países y los biólogos pudieron investigar dentro del marco de la teoría
genética internacionalmente reconocida.
En síntesis, la fundamentación de la legitimidad de la llamada “lógica
dialéctica” y la creencia de que descalifica o supera la lógica formal parece
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estar apoyada en cuatro circunstancias:

i. El uso equívoco de términos tales como “lógica”, “negación” y


“contradicción”.
ii. Apreciación errónea de la existencia de presuntas contradicciones
lógicas en las matemáticas.
iii. Análisis incorrecto de ciertos procesos físicos.
iv. Introducción de hipótesis generales acerca de procesos naturales y
sociales en cuanto a la existencia de fuerzas opuestas y la
transformación de unos estados en otros.

En cuanto a i), hemos explicado que la negación y la contradicción, tales


como las caracterizan los partidarios de la dialéctica, no corresponden al
modo como se usan tradicionalmente esos conceptos en el marco de la lógica
formal y, en consonancia con esta situación, la lógica dialéctica no integra la
lógica formal ni constituye una alternativa de ella.
Con respecto a ii), hemos señalado que la presunción de la existencia de
contradicciones en las teorías matemáticas surge, en algunos casos, de no
haber reparado en que los conceptos matemáticos, como en el ejemplo de
“recta y “curva”, deben tomarse exclusivamente en el sentido que le asignan
los respectivos sistemas y no confundirlo con su significación ordinaria. En
otros casos, como en el cálculo diferencial o integral, efectivamente han
surgido contradicciones; pero los matemáticos, lejos de admitirlas, procuran
reformular las teorías con el fin de eliminarlas.
A propósito de iii), la aparente contradicción señalada en procesos tales
como el desplazamiento de un móvil, no lleva necesariamente a concluir que
el objeto se encuentra y no se encuentra al mismo tiempo en un determinado
lugar, como lo indica el análisis de Russell de las paradojas de Zenón.
Y en relación con iv), resulta evidente que en muchos fenómenos tanto
naturales como sociales existen fuerzas o factores que cabe llamar
“opuestos”. La cuestión se complica si pretendemos que eso sucede en todo
tipo de fenómenos, como sugieren los partidarios de la dialéctica. No queda
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claro si se trata de hipótesis empíricamente contrastables, de una tesis
metafísica o de un principio heurístico que indica la conveniencia de
identificar las oposiciones propias de cada clase de situaciones. Además, la
concepción marxiana contempla al menos una circunstancia en la que no
existe conflicto de fuerzas opuestas: la sociedad sin clases que ha de
reemplazar el capitalismo. De todos modos, cualquiera sea la importancia
metodológica de esas suposiciones, la lógica formal es completamente
independiente de ellas.
Debemos ocuparnos ahora del estatuto científico de la teoría de Marx.
Algunos autores, y en especial Popper, la consideran metafísica. Popper
sostiene que las afirmaciones de Marx acerca de lo que iría a ocurrir con el
capitalismo no constituyen genuinas predicciones científicas sino una suerte
de profecías. Otros consideran que se trata de predicciones falsas. Si este
último fuera el caso –en tanto el criterio popperiano de cientificidad se centra,
precisamente, en la falsabilidad de las teorías– parecería que la teoría
marxiana viene a resultar, después de todo, científica. Popper responde, no
obstante, que las aserciones de Marx sobre sucesos futuros no se deducen
estrictamente de sus hipótesis teóricas. Serían, por así decirlo, suposiciones
no completamente fundadas en los principios de la teoría sino más bien
agregadas a ella y en consecuencia insuficientes para concluir que la teoría es
empíricamente refutable (Popper, 1981, cap. 18).
Otro problema radica en que las predicciones de Marx están formuladas
de tal modo que puede discutirse si han resultado refutadas o no.
Consideremos la afirmación de que el desarrollo del capitalismo producirá un
empobrecimiento de los trabajadores y una concentración de la riqueza entre
los capitalistas. De hecho, al menos en los países estudiados por Marx, esto
no se ha cumplido. Las condiciones de vida de los trabajadores británicos,
como los de otros países desarrollados, son muy superiores a la miseria que
sufrían en las primeras épocas de la Revolución Industrial. Si se nos
permitiera hablar en términos de tendencias, deberíamos decir que la
tendencia en esos países es francamente opuesta a lo previsto por Marx. Él
mismo pudo anticipar de algún modo que el imperialismo económico podría
contrarrestar la pauperización de la clase obrera de las naciones dominantes,
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en la medida en que hiciera posible que esos trabajadores recibieran una parte
de los beneficios producidos en las regiones colonizadas. Y marxistas
posteriores analizaron con mayor detenimiento este fenómeno.
Pero ni siquiera es necesario discutir si el recurso de hacer intervenir una
nueva variable, el imperialismo, preserva la legitimidad de la predicción
original acerca de la pauperización del proletariado. La dirección y la
magnitud de una tendencia no permiten afirmar concluyentemente cuál haya
de ser el resultado final de un proceso: el crecimiento en un período dado
puede tanto incrementarse, mantenerse constante o invertirse en cualquier
período posterior. El marxista bien podría argumentar que cuando el
capitalismo se extienda a todos los países con las mismas características que
presenta en los países imperialistas desaparecerá el beneficio que ahora
reciben sus trabajadoras y entonces comenzará a operar el proceso de
empobrecimiento previsto por Marx. Pero es precisamente esta clase de
posibilidades la que jaquea el mérito científico de la teoría marxista: el uso
sistemático de tales recursos la tornaría, efectivamente, irrefutable.
Un caso aún más notorio es el de la predicción más fundamental del
marxismo, la instauración del socialismo como resultado de la revolución.
Sin duda, el éxito de la Revolución Rusa, la de Mao Tse Tung y lo que
ocurrió posteriormente en otros países constituían prima facie una
confirmación de las convicciones de Marx. ¿Pero qué deberíamos pensar
ahora, cuando la antigua Unión Soviética se ha disuelto y en los países que la
integraban parece abrirse paso una economía capitalista, ahora cuando en
China y Vietnam tienen lugar a su modo procesos similares? Por supuesto,
podría argumentarse que se trata de situaciones transitorias y que tarde o
temprano el capitalismo explotará como resultado de sus contradicciones
internas. Pero semejante actitud equivaldría a presentar el marxismo como
una teoría irremediablemente infalsable.
Un aspecto relevante en lo que concierne a la evaluación epistemológica
del marxismo es el hecho de que Marx analizó el capitalismo salvaje típico de
su época, un sistema político y económico caracterizado por la ausencia de
regulaciones que limitasen la libertad de los empresarios. Los derechos del
proletariado carecían de toda protección legal y la participación política de
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los obreros era nula. Desde entonces, la situación ha ido cambiando
considerablemente en los países más desarrollados. Como consecuencia de
las heroicas luchas de los obreros, en muchos países se ampliaron los
derechos cívicos de la población, las condiciones de trabajo mejoraron
notablemente y se abrieron mayores posibilidades de progreso social. Con
razón, después que en Inglaterra se sancionaron leyes en favor de la
participación electoral de los desposeídos, el propio Marx llegó a vislumbrar
la perspectiva de que en esas naciones pudiera alcanzarse el socialismo por
vías pacíficas. Podría considerarse, pues, que la teoría de Marx habría llegado
a conclusiones diferentes si se hubieran considerado alternativas no
contempladas en el primer volumen de El capital. Si Marx hubiese previsto la
posibilidad de un cambio menos violento, el impacto de esa obra se hubiera
visto debilitado. No cabría decir que en ese caso el análisis del capitalismo
hubiese quedado invalidado completamente, porque el hecho de que no se
siguieran cumpliendo las condiciones originales –correspondientes a un
sistema donde regía el laissez faire– no descalifica por sí mismo las
inferencias elaboradas a partir de aquéllas; pero pondría seriamente en
cuestión la capacidad de comprensión histórica de la concepción marxiana.
La situación se asimila a la que exhibe la teoría de Malthus: el clérigo
británico no tuvo en cuenta que el desarrollo de la tecnología permitiría
incrementar la producción de alimentos en una proporción mucho mayor que
la esperada en su época y de este modo alejaría indefinidamente la sombría
amenaza de que fuera imposible disponer de comida suficiente para alimentar
a toda la población.
En cualquier caso, dado su propósito de predecir el curso futuro de la
sociedad capitalista, la concepción marxiana adolecería de una deficiencia
radical, en tanto fuera incapaz de adelantar acontecimientos que cambiarían
el curso de los acontecimientos históricos. Ya sea que se la considere como
una doctrina metafísica o simplemente como una teoría refutada, su destino
compromete la pretensión de haber encontrado en la dialéctica un método
infalible de investigación.

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CAPÍTULO 6
EL FUNCIONALISMO EN LAS
CIENCIAS SOCIALES

1. El funcionalismo de Robert Merton

Hemos tenido ocasión de mencionar que Durkheim criticaba la tendencia


que manifestaban algunos científicos sociales a priorizar las explicaciones
teleológicas. Durkheim no negaba valor al establecimiento de la función que
una práctica social cumple en la vida de la sociedad correspondiente; pero
señalaba que esa clase de indagaciones no pueden suplir la necesidad de
contar con explicaciones causales. En el siglo XX, sin embargo, algunos
destacados investigadores en el campo de la sociología y la antropología
social revalorizaron el papel de las explicaciones teleológicas, al punto de
otorgarles una importancia central, de modo que la tarea fundamental de la
sociología y la antropología habría de consistir en llevar a cabo el análisis
funcional de las instituciones. En el apartado siguiente discutiremos con
mayor detenimiento las relaciones que guardan los diferentes tipos de
explicaciones, pero será conveniente presentar primero el programa de los
funcionalistas contemporáneos.
En 1926, Bronislaw Malinowski introdujo el término “funcionalismo”
para denominar lo que consideraba el método propio de la antropología
social. Partía de la suposición de que en todo tipo de cultura cualquier
costumbre, idea o creencia, incluso los objetos materiales, cumplen alguna
función, llevan a cabo una tarea que constituye una parte indispensable de la
vida de la totalidad social a la que pertenecen. Mientras Durkheim había
señalado las limitaciones de las explicaciones funcionales argumentando,
entre otras cosas, que algunas manifestaciones de la vida social podrían

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perdurar aun cuando hubiesen perdido su función original, los funcionalistas
pensaban que en el caso de que fracasara la atribución de una finalidad a
cierta institución, la razón no debía hallarse en la inexistencia de la
correspondiente función sino en la incapacidad del investigador para
descubrirla.
El funcionalismo ha sido denominado también “estructural-
funcionalismo”, porque algunos de sus representantes subrayaron la
vinculación del concepto de función con el de estructura social, de tal modo
que el papel de cualquier elemento no debe buscarse en relación con el
beneficio de las personas sino en los efectos producidos en el grupo social
como un todo, es decir, en la continuidad del sistema, más allá de los
miembros que la componen durante cada período. Se rescata así una idea
característica: la imposibilidad de reducir los fenómenos sociales al
comportamiento de cada uno de los individuos.
Las ideas funcionalistas ejercieron gran influencia en la sociología
norteamericana gracias a la obra de Talcott Parsons. Nacido en 1902, Parsons
se interesó primero por la biología y más tarde por la economía, pero se
inclinó finalmente por la sociología y comenzó a enseñar esta disciplina en
Harvard a partir de 1931, la época en que las universidades estadounidenses
la incorporaban en su organización académica. El tránsito de Parsons a los
estudios sociales fue el producto de una breve estancia en Londres, donde
conoció a Malinowski, y de sus estudios doctorales en Alemania, en cuyo
transcurso se familiarizó con el pensamiento de Weber y otros importantes
autores europeos. Estas circunstancias, y una marcada inclinación por
asimilar los aportes del psicoanálisis, contribuyeron para que Parsons
emprendiera la tarea de canalizar el enfoque funcionalista hacia la
construcción de una teoría sistemática de la acción humana. Su aspiración era
proveer un cuerpo teórico y una metodología que permitieran dar cuenta de
las acciones sociales, en contraste con cierta tendencia de los investigadores
sociales norteamericanos a recopilar datos sin disponer de una teoría
comprehensiva.
El funcionalismo cobró un nuevo rumbo en manos de uno de los
discípulos de Parsons, Robert King Merton. En su tesis doctoral, dirigida por
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el prestigioso historiador de la ciencia George Sarton y presentada en
Harvard en 1936, Merton sostenía que el progreso de la ciencia británica en
el siglo XVII se había visto influenciado por las creencias puritanas
difundidas entre quienes integraban la comunidad científica. Esas
investigaciones fueron publicadas más tarde en un libro que ha sido traducido
a varios idiomas y exhiben algunas características definitorias de la actitud
intelectual de Merton. Por un lado, su profundo interés por el estudio de las
ciencias naturales; por otro, la valoración de los factores culturales en el
curso de los fenómenos sociales –al respecto, es obvio el paralelismo con la
hipótesis de Weber acerca de la influencia de la religión calvinista en el
surgimiento del capitalismo–. Además, iniciaba la decisiva contribución de
Merton para el desarrollo de promisorias disciplinas: la sociología de la
ciencia y los actuales estudios sobre “ciencia, tecnología y sociedad”.
El análisis de los fenómenos sociales emprendido por Merton se
caracteriza por una utilización crítica de la tesis funcionalista. Introdujo una
terminología diferenciada para distinguir los objetivos reconocidos y
deliberadamente perseguidos por los participantes de una conformación
social específica de aquellas consecuencias que no llegaban a ser reconocidas
y buscadas por ellos mismos. Denominó las primeras funciones manifiestas y
las del segundo tipo funciones latentes. El análisis funcional tiene por objeto
principal, precisamente, las funciones latentes. Merton llamó la atención
sobre las consecuencias no previstas de las acciones sociales y sostuvo que
no todas las conductas sociales son positivas para el mantenimiento de la vida
de la comunidad correspondiente: algunas resultan a la postre disfuncionales,
es decir, perjudican la estabilidad o el desarrollo del sistema.
En cuanto a la construcción de teorías sociales, si bien era plenamente
consciente de que ninguna investigación empírica puede desarrollarse al
margen de hipótesis teóricas, Merton no se mostró proclive a la elaboración
de teorías sociológicas del más amplio alcance. Su conocimiento de la
historia de las ciencias naturales le había hecho ver que las grandes
realizaciones de las ciencias naturales no se habían edificado de golpe, sino
como resultado de una serie de etapas que habían trazado el camino a la
madurez de esas disciplinas. Y pensaba que la ciencia social no había
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alcanzado hasta el momento tal ventajosa situación. Después de su célebre
descubrimiento de las leyes de la mecánica, Newton rindió tributo a sus
predecesores al proclamar que si había llegado a ver tan lejos fue porque
había podido afirmarse sobre los hombros de gigantes. Inspirado en estas
palabras, Merton reflexionó que la sociología no estaba lista para generar su
Einstein porque no había encontrado aún su Kepler, y concluyó que la ciencia
social debía comenzar por la elaboración de teorías de mediano rango, mejor
dispuestas para la contrastación empírica que las ideas altamente
especulativas.
La combinación de los intereses históricos, sociológicos y
epistemológicos de Merton dio por fruto la introducción de conceptos hoy
corrientes en el examen de las ciencias sociales. Uno de ellos es el de
profecía autorrealizadora, que se produce cuando la difusión de una
predicción en sí misma infundada hace que finalmente se cumpla. Típica
ilustración de este fenómeno es el anuncio de que una moneda ha de
devaluarse en los próximos días. En esas circunstancias, y a menos que
operen otros factores compensatorios, muchos inversores se apresurarían a
comprar monedas más firmes y provocarían un descenso de la cotización. La
contrapartida de la profecía autorrealizadora es la predicción suicida, la
anticipación originalmente justificada de un suceso futuro que sin embargo
no llega a ocurrir, precisamente porque el conocimiento de la predicción
modifica la conducta de los actores sociales en sentido opuesto al que habría
tenido lugar si no hubiesen dispuesto de tal conocimiento. Conforme a esta
consideración, la difusión de las predicciones de Marx acerca de la
pauperización del proletariado podría haber influido en las acciones
gremiales y políticas de los trabajadores y consecuentemente en las medidas
gubernamentales de modo que ese destino se alejara.
En el curso de sus investigaciones, Merton utilizó con un sentido técnico
propio otro término que años más tarde llegó a gozar de gran popularidad en
el ámbito de la filosofía de la ciencia. Se trata del vocablo “paradigma”,
reintroducido en los años sesenta a través de las provocativas tesis de Kuhn y
Feyerabend. Aunque no cabe suponer que el uso del término en la obra de
estos autores sea idéntico al tratamiento que le había brindado Merton –como
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él mismo señaló más tarde–, expresa, por cierto, una temprana conciencia de
los efectos de ciertos factores que afectan la actitud de los científicos. Merton
había anticipado que los conjuntos de problemas, los conocimientos
heredados y las cuestiones metodológicas –elementos todos de un
paradigma– pueden influir de manera que, por ejemplo, impidan a los
científicos la percepción de ciertos datos estratégicos.
El destacado papel de Merton en la fundación de la sociología de la
ciencia y la circunstancia de haber anticipado una versión del concepto de
paradigma pueden llevar a imaginarlo como uno de los responsables de la
actual tendencia a relativizar y descalificar al mismo tiempo el conocimiento
científico. Pero esa conclusión no estaría justificada. El hecho de que la
ciencia, como toda actividad desarrollada en el contexto de las relaciones
humanas, se encuentre influenciada por factores propios de esas relaciones no
neutraliza la contribución crucial de la realidad misma en la formación de las
creencias. Las mentes de los científicos no reflejan pasiva y fielmente, por
cierto, los rasgos del mundo que estudian. Pero ello no significa que las
creencias científicas carezcan de todo control más allá del que puedan ejercer
las relaciones sociales. Los conocimientos científicos, falibles como son, no
representan meras opiniones caprichosas o impuestas por intereses de
cualquier índole: su supervivencia depende, en buena medida, de cierto grado
importante de adecuación con la realidad. Merton señalaba, por supuesto, que
aun el descubrimiento de la verdad depende de la concurrencia de
cincunstancias sociales e históricas; pero se trata de condiciones de
posibilidad, no de un impedimento radical y sistemático. Abandonar la
suposición ingenua de que la ciencia accede sin más a la verdad no equivale a
sostener que le está radicalmente vedada. Muestra de esa actitud es la
temprana investigación de Merton sobre la incidencia de las convicciones
puritanas en el desarrollo de la ciencia británica: si su tesis es correcta, las
ideas religiosas aportaron –en aquella precisa ocasión– un elemento positivo
para el progreso del conocimiento y no una razón para invalidarlo.
La negativa a cuestionar los aspectos objetivos de la ciencia a partir de
ciertas características de sus cultores manifiesta en la disertación doctoral y
otras publicaciones de Merton constituyen una reacción ante dos hechos
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históricos ampliamente conocidos: en primer lugar, el desprecio evidenciado
por los ideólogos del nazismo hacia lo que llamaban “la ciencia judía” y la
salvaje persecución de muchos investigadores por ese motivo; el otro caso es
el affaire Lysenko al que nos hemos referido en el capítulo anterior. En
contraposición con esas absurdas actitudes, Merton postuló la existencia
implícita de una ética propia de la investigación científica que favorecía la
objetividad de sus logros, expresada en los siguientes imperativos:

Universalismo: los resultados de una investigación científica deben


evaluarse por sus méritos intrínsecos y de ningún modo deben influir
prejuicios sobre la raza, la religión, la clase social, el sexo u otras condiciones
de quienes los han producido.
Comunismo: los conocimientos científicos constituyen un patrimonio
compartido por la comunidad de investigadores. Su publicación los hace
públicamente accesibles.
Desinterés: la evaluación de las investigaciones no debe estar influida por
intereses extracientíficos, tales como las conveniencias personales, políticas,
económicas o religiosas.
Escepticismo organizado: los investigadores deben mantener una actitud
crítica tanto acerca de los resultados obtenidos por otros como respecto de los
propios, procurando eliminar cualquier fuente de error.

Con la mera presentación de estos principios, Merton no podía abrigar la


pretensión de describir la conducta real de los investigadores. De hecho,
pueden hallarse numerosos ejemplos que muestran cómo los científicos se
apartan de tales imperativos. La propuesta mertoniana se entiende mejor,
entonces, como una reconstrucción de ciertos mecanismos que operan en el
curso de las tareas científicas en una medida suficiente para facilitar su
progreso. Puede concebírsela como una aplicación del análisis institucional
para averiguar en qué medida se cumplen las funciones que son inherentes a
la ciencia. Así, los principios formulados por Merton conforman un “tipo
ideal”, a la manera de Weber. Es una tarea propia del investigador social
tratar de establecer las pautas que rigen en un determinado grupo y permiten

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su desenvolvimiento, aun cuando sus miembros se aparten de ellas con cierta
frecuencia. Para contrastar sus hipótesis, algunos de los colaboradores de
Merton realizaron estudios empíricos. A través de entrevistas
sistemáticamente estructuradas pudieron confirmar que los científicos están
motivados principalmente por la curiosidad y la búsqueda de reconocimiento.
La intención de Merton era mostrar que la investigación científica
conserva la función de producir, dentro de ciertos límites, conocimientos
objetivos. Contrasta, pues, con la fuerte tendencia al relativismo manifiesta
actualmente en las publicaciones de Bruno Latour y otros autores que
describen el comportamiento de los científicos como un juego de intereses.
En el tratamiento de este problema, debe recordarse que la presencia de
factores ajenos a las normas preconizadas por Merton no necesariamente
vician los resultados de las investigaciones. Así, la búsqueda de prestigio
personal o el rédito económico bien pueden incentivar el deseo de llevar a
cabo descubrimientos científicos, pero no los convierten por ese motivo en
menos relevantes o acertados. Asimismo, la incidencia negativa de ciertos
elementos puede verse compensada. Sin duda alguna, existe rivalidad entre
los científicos; pero ella opera al mismo tiempo como un mecanismo de
control en tanto los prepara para detectar falencias, errores y aun prácticas
deshonestas de sus colegas. En algunas oportunidades, por cierto,
investigadores reconocidos han llegado a publicar resultados fraudulentos,
pero quien se atreve a hacerlo generalmente termina enfrentando un grave
desprestigio.

2. Las explicaciones funcionales

De acuerdo con el programa funcionalista, los científicos sociales deben


brindar un tipo de explicaciones que contrastan, en principio, con las
explicaciones características de la física o la química; esta circunstancia
proporcionaría una sólida base para sostener la tesis del pluralismo
metodológico. Sin embargo, el reconocimiento de que las explicaciones

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funcionales pertenecen a un género distinto del que le corresponde a la física
o la química no equivale a trazar una frontera entre las ciencias naturales y las
sociales, porque también los biólogos proponen a menudo explicaciones
formuladas a la manera funcionalista. El vitalismo, una corriente a la que
adhirieron científicos tan sobresalientes como Pasteur, sostenía que los seres
vivos son algo más que materia porque incluyen un componente incorpóreo,
un impulso que los anima y los diferencia radicalmente de la sustancias
inorgánicas. Henri Bergson, filósofo francés fallecido en 1948, usó la
expresión “élan vital” para referirse a esa entidad y Hans Driesch, un
distinguido embriólogo alemán de la misma época, la denominó “entelequia”.
Debido a su notoria calidad metafísica, estos conceptos no han sido
mantenidos por los biólogos actuales; no obstante, algunos autores, los
enrolados en la posición denominada “organicismo”, conservaron la
convicción de que los procesos vitales son esencialmente diferentes de los
fenómenos físico-químicos por cuanto están dirigidos hacia determinadas
metas propias de los seres vivos –como el mantenimiento de su temperatura
interna dentro de ciertos límites– y no pueden ser explicados en los mismos
términos que los fenómenos físicos. Así, pues, los sociólogos y los
antropólogos funcionalistas coinciden con los partidarios del organicismo en
la necesidad de recurrir a explicaciones de una naturaleza diferente de las que
resultan apropiadas para los fenómenos del mundo inanimado.
Consideremos en primer lugar, entonces, las características de las
explicaciones brindadas por ejemplo por la física. De acuerdo con la
concepción más influyente, desarrollada sobre todo por Carl Hempel en
Aspects of Scientific Explanation, explicar un hecho equivale a mostrar que es
una consecuencia esperable a partir de la vigencia de leyes naturales
conocidas y del cumplimiento de ciertas circunstancias relevantes. La
explicación adopta la forma de un razonamiento cuya conclusión, llamada
explanandum, expresa el enunciado que describe el hecho a explicar,
mientras que el conjunto completo de sus premisas, denominado explanans,
enuncia las leyes propias de ese tipo de fenómenos y, en caso de tratarse de la
explicación de un hecho singular, describe las condiciones iniciales
correspondientes. Así, la trayectoria curva de una bala disparada por un
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cañón se explica a partir de las leyes relativas a la inercia y la gravedad
terrestre más una serie de datos acerca de las características del disparo y el
proyectil, la resistencia del aire, la dirección y la velocidad del viento,
etcétera. Un aspecto definitorio de este tipo de explicaciones reside en la
necesidad de la presencia de leyes, por cuya razón se las denomina
explicaciones nomológicas. Las leyes utilizadas en el caso que se acaba de
mencionar son de carácter estrictamente universal, es decir, aseguran que
todos los cuerpos, sin excepción, se comportarán de una determinada manera.
La explicación responde, entonces, al siguiente esquema:

Esta inferencia es de carácter deductivo y ello significa que, si las


premisas son verdaderas, la conclusión no podría ser falsa. Por ese motivo,
todas las explicaciones que pueden formularse de acuerdo con esa estructura
se denominan “nomológico-deductivas”.
Pero tanto en el campo de la física como en los dominios de las demás
ciencias se descubren uniformidades que no se ajustan a una estricta
universalidad sino al hecho de que una determinada proporción de miembros
de la clase de fenómenos considerados posee cierta propiedad, y en ese caso
las leyes correspondientes presentan la forma de enunciados estadísticos o
probabilísticos. Un meteorólogo, por ejemplo, puede explicar la ocurrencia
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de una tormenta sobre la base de las circunstancias climáticas precedentes
conforme a una ley que atribuye alta probabilidad al desencadenamiento de
una tormenta después de una situación semejante. La estructura que
corresponde a esta clase de explicaciones queda reflejada así:

Este tipo de razonamientos reciben el nombre de explicaciones inductivo-


estadísticas debido a la presencia de leyes estadísticas entre las premisas y la
aplicación de un modo de inferencia que no excluye la posibilidad de que la
conclusión resulte falsa aun cuando aquéllas sean verdaderas.
Una característica compartida por ambas clases de explicaciones, las
deductivas y las inductivo-estadísticas, reside en que el explanans hace
referencia a condiciones que se suponen efectivamente realizadas y nunca se
producen con posterioridad al hecho descripto por el explanandum. Esta
situación contrasta con la que se les suele atribuir a las explicaciones
teleológicas, en cuyo explananans, en cambio, se alude a alguna meta que
puede tener lugar en el futuro e incluso llegar a frustrarse.
El origen de la distinción entre las explicaciones nomológicas y las
teleológicas puede rastrearse en la doctrina de Aristóteles y en la enorme
influencia que ejerció sobre el pensamiento occidental. Aristóteles llamaba
“causa eficiente” aquello que genera algo o produce un cambio, como por

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ejemplo, el padre en tanto engendra un hijo o el trabajo del escultor que
transforma un trozo de mármol en una estatua. Y denominaba “causa final “
el propósito que se procura, es decir, lo que responde a la pregunta “¿para
qué?”. Está claro que ese interrogante tiene pleno sentido cuando se trata de
acciones humanas conscientemente concebidas, pero Aristóteles pensaba que
las entidades y los procesos naturales de todo tipo también están dirigidos
hacia alguna finalidad o “telos”; de allí proviene, precisamente, la palabra
“teleología”.
Pero la mentalidad moderna dejó atrás el compromiso con ese aspecto de
la metafísica aristotélica. Interrogar acerca de la finalidad de algo que no sea
llevado a cabo por un agente capaz de concebir propósitos parecía,
simplemente, un sinsentido. El concepto de causa eficiente, en cambio, no
provocaba mayores objeciones y la expresión “causa”, a secas, siguió
utilizándose para denotar aquello que produce ciertas consecuencias
ulteriores, como el calor, que derrite el hielo. De esta manera, la búsqueda de
las relaciones que vincularan las causas con sus respectivos efectos continuó
siendo una tarea reconocida de la ciencia natural. Hubo, es cierto,
cuestionamientos a la legitimidad de la noción de causa. Célebre es la
elucidación llevada a cabo por Hume en el siglo XVIII, centrada en la
ausencia de un fundamento capaz de asegurar que el efecto iría a seguir
necesariamente a su causa; y también son conocidas las críticas al concepto
de causalidad expresadas por Russell y por los empiristas contemporáneos,
que no dejan de percibir en el asunto el aroma de viejas ideas metafísicas.
Pero, de todos modos, el término “causa” y sus derivados conservan un lugar
en las reflexiones acerca de la ciencia.
Algunos autores restringen su alcance de manera que no toda ley
científica sea considerada causal. Excluyen, por ejemplo, las se expresan en
forma estadística y señalan, además, que el fenómeno identificado como el
efecto debe guardar continuidad con su causa. En muchas oportunidades, sin
embargo, se habla de leyes o explicaciones causales en un sentido mucho
menos estricto; por caso, cuando se afirma que un paciente contrajo una
enfermedad “a causa” de su contacto previo con una persona ya infectada.
Obsérvese que aquí se admite una relación causal aunque el contagio fuera
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solamente probable.
Pese a los usos poco rigurosos del concepto de causalidad, hay una
característica que marca su contraste con las relaciones teleológicas. Causa y
efecto están vinculados de una manera asimétrica: hay –por así decirlo– una
dirección del proceso que va de la causa al efecto y resulta irreversible. Esta
condición se hace patente cuando indiscutiblemente la causa ha tenido lugar
antes de que se manifieste el efecto. Si la relación es teleológica, en cambio,
presenta un sentido opuesto: la dirección va de la meta al recurso que sirve
como medio, aun cuando el cumplimiento de tal objetivo sea posterior a la
realización del medio.
En el caso del comportamiento deliberadamente llevado a cabo por una
persona, modelo inicial de las explicaciones teleológicas, la complicación
derivada de la posterioridad de la realización del fin con respecto a la
ejecución de las acciones encaminadas a lograrlo cuenta con una solución.
Aun cuando la concreción del fin habrá de producirse después de emprendida
la acción que conduce a él, la representación de ese objetivo y la decisión de
alcanzarlo son fenómenos psíquicos anteriores a la ejecución de esa conducta.
Sin embargo, este tipo de explicaciones no puede extenderse sin objeciones a
los fenómenos naturales o los comportamientos humanos no deliberados,
porque en estos casos no existe una mente que abrigue propósitos y dirija las
acciones tendientes a su consecución. La postulación de una mentalidad
universal que oriente el curso de los fenómenos naturales no provoca
actualmente entusiasmos, al menos entre los filósofos de la ciencia.
Abandonar de raíz toda alusión, por indirecta que fuera, a procesos
naturales o sociales organizados para el cumplimiento de ciertas metas ha
parecido, sin embargo un precio demasiado caro y contrario a las prácticas de
los científicos. Como ya hemos anticipado, muchos autores se han esforzado
por reemplazar los viejas nociones teleológicas por un concepto más neutral:
el de función.
La palabra “función” posee una pluralidad de significados. En el dominio
de las matemáticas, una función establece una relación entre los valores de
dos variables; así, por ejemplo, fijado el valor que adopta una variable
numérica “x”, establece el que corresponde a su cuadrado; y de manera
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análoga se puede pensar que la magnitud de ciertos factores está asociada a la
que corresponde a otra, como ocurre con la distancia que separa dos cuerpos
y su atracción gravitatoria. No se necesita, sin embargo, que se trate de una
relación matemática precisa: podría decirse que el índice de suicidios dentro
de una comunidad decrece o aumenta en función de su mayor o menor
cohesión social, aunque no podamos expresar esta última en términos
numéricos.
Pero no es ninguno de los mencionados el sentido que caracteriza la
utilización del término “función” a propósito de la biología o las ciencias
sociales. Con respecto a los sistemas biológicos, suele identificarse la función
de un órgano con la contribución beneficiosa que realiza para el
mantenimiento de la vida del organismo al que pertenece o para la
conservación de su especie; y de manera similar, se afirma que una
institución social surge debido a que cumple un determinado papel en la
supervivencia de la sociedad correspondiente. Así, por ejemplo, la
explicación funcional muy simplificada de las actividades del corazón podría
reformularse de la siguiente forma:

Pero este razonamiento es manifiestamente incorrecto. No se trata de una


explicación inductivo-estadística, porque la única ley que figura en el
explanans no es un enunciado estadístico. Y tampoco es una explicación
nomológico-deductiva, porque incurre en un error típico llamado “falacia de
afirmación del consecuente”, confunde una condición presentada como
necesaria (la circulación de la sangre) con una condición suficiente. Pero ni
siquiera hace falta estar familiarizado con la lógica formal para advertir que
la conclusión no se deduce de las premisas. Basta tener en cuenta que la
sangre podría circular aun cuando el corazón no latiera. Es precisamente lo
que ocurre en el caso de la utilización de una bomba artificial conectada
convenientemente al sistema circulatorio del organismo. Resulta evidente,
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pues, que esta clase de explicaciones fracasa en su intento de dar cuenta de la
existencia de un fenómeno a partir de la presunta contribución que realiza en
la supervivencia de un organismo o de un sistema social porque no consigue
descartar otras alternativas –otros factores, los llamados equivalentes
funcionales– que podrían reemplazarlo. En el caso de los sistemas sociales, la
posibilidad de que siempre haya equivalentes funcionales de una institución
resulta quizás más obvia que en el estudio de los seres vivos. Basta
considerar, por ejemplo, las múltiples forma de gobierno que puede adoptar
una comunidad para advertir que a partir de la existencia de una sociedad no
podemos inferir qué tipo de autoridad la rige. La verificación de que la vida
de una nación se desenvuelve normalmente nada nos dice acerca de si trata de
un país monárquico o republicano.
Hempel adoptó una actitud francamente pesimista con respecto a la
posibilidad de que las explicaciones funcionales superen la dificultad que
representan los equivalentes funcionales. Pero Ernest Nagel, que compartía la
misma orientación empirista de Hempel, se esforzó por hallarle una solución,
que ilustra con el análisis de la función que cumple la presencia de clorofila
en las plantas. De acuerdo con resultados bien establecidos, la función de la
clorofila es contribuir a la realización de un proceso denominado
“fotosíntesis”, que consiste en producir almidón a partir de dióxido de
carbono y agua mientras la planta recibe la luz solar. La clorofila aparece,
entonces, como una sustancia necesaria para la elaboración de almidón y la
explicación correspondiente podría sintetizarse en los siguientes términos:

Este razonamiento responde sin objeciones a la forma de las


explicaciones nomológico deductivas. Pero el recurso que lo hace posible
equivale, simplemente, a dar por supuesto que no existen equivalentes
funcionales de la clorofila. El problema que se plantea, pues, es el de la
legitimidad de tal suposición, ya que como hemos visto en el ejemplo sobre
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el latido del corazón, pareciera que siempre es posible imaginar más de una
manera de que se cumpla una función. Nagel, por supuesto, tiene en cuenta
este problema. No sólo admite que es lógicamente posible la existencia de
equivalentes funcionales; señala que, de hecho, hay vegetales carentes de
clorofila: los hongos. Sin embargo podría pensarse que las plantas poseedoras
de esa sustancia, denominadas “plantas verdes”, se caracterizan por una
forma de organización determinada y diferente de la de los hongos, que no
permitiría su vida sin corofila. Al respecto, concluye Nagel:
“Por consiguiente, aunque tanto abstracta como físicamente es posible la existencia de
organismos vivientes (tanto plantas como animales) capaces de mantenerse sin procesos que
supongan la acción de la clorofila, parece no haber prueba alguna de que las plantas verdes
puedan vivir sin clorofila, debido a las capacidades limitadas que poseen éstas como
consecuencia de su modo real de organización” (Nagel, 1968: 368. Destacado en el original).

Ahora bien, el recurso propuesto por Nagel conlleva el riesgo de que la


afirmación de una conexión necesaria entre la estructura de un sistema y la
presencia de un ítem al que se le atribuye relevancia funcional se convierta en
un enunciado empíricamente irrefutable. Como ha señalado Hempel al
referirse a las explicaciones funcionales de la conducta social, supongamos
que los miembros de una comunidad han practicado tradicionalmente un rito
mágico para producir buenas cosechas, pero aprenden en cierto momento a
utilizar fertilizantes. Los defensores de las explicaciones funcionales podrían
responder que la introducción de ese nuevo conocimiento altera el sistema
cultural y, por consiguiente, modifica las relaciones funcionales: ya no se
trata del mismo sistema. Tal tipo de argumentos siempre permitiría poner a
salvo la idea de que el factor considerado es imprescindible para la
conformación de un sistema dado, pero la tesis tendría el valor de una
tautología encubierta.
De todos modos, independientemente de la dificultad que se acaba de
mencionar, la reformulación de las explicaciones funcionales sugerida por
Nagel produce un resultado un tanto desconcertante: junto con los aspectos
metodológicamente cuestionables del concepto de función se ha eliminado
todo componente que justifique hablar de “funciones” como rasgos
característicos de los procesos vitales o sociales. En efecto, el enunciado “Si
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X produce almidón, entonces X contiene clorofila” no alude de ningún modo
a funciones. Pero, si se acepta este procedimiento para transformar las
explicaciones funcionales en explicaciones nomológicas clásicas, la
operación inversa debería ser válida también; y en ese caso, cualquiera de las
leyes de la física podría expresarse en términos funcionales. Por cierto, los
partidarios de la física aristotélica estaban encantados con la idea de que los
cuerpos pesados caen a tierra “porque buscan su lugar natural” pero ningún
físico moderno aceptaría que la gravedad terrestre pueda tener finalidad o
función alguna. La reducción de las explicaciones funcionales ensayada por
Nagel dejaría insatisfechos tanto a los físicos como a los biólogos y
científicos sociales funcionalistas.
Por ese motivo, Nagel descarta la equivalencia simple entre ambos tipos
de explicaciones y examina una alternativa más promisoria. La particularidad
de las explicaciones funcionales reside en la existencia de sistemas que
podríamos llamar “direccionales”, es decir, aquellos organizados de tal
manera que producen, por ejemplo, la conservación de un estado pese a la
variación de condiciones capaces de alterarlo. Esta situación puede ilustrarse
con los procesos que mantienen la temperatura normal del cuerpo humano
frente a considerables cambios climáticos. No podemos entrar en los detalles
del minucioso análisis de Nagel pero quizá unos breves comentarios basten
para indicar sus lineamientos. Sin lugar a dudas, las leyes de la mecánica
permiten explicar muchas clases de fenómenos, incluida la manera en que
actúan diversos artefactos de distinta complejidad. En épocas recientes se han
inventado aparatos que se diferencian de los útiles tradicionales porque
pueden realizar ciertas operaciones ajustándose automáticamente a
condiciones variables. Un ejemplo sencillo es el termostato de un
refrigerador, que mantiene la temperatura interior dentro de ciertos límites
preestablecidos aun cuando las condiciones ambientales exteriores sufran
variaciones. Así, cuando la temperatura interna aumenta, se produce la
dilatación de una pieza metálica que cierra un circuito eléctrico y pone en
marcha el equipo refrigerante; pero, una vez que la temperatura ha
descendido, el metal vuelve a contraerse y desconecta el equipo. Aunque la
reiteración de este proceso obedece a leyes puramente físicas exhibe
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particularidades que la aproximan a los fenómenos biológicos. Nagel muestra
cómo puede formularse una explicación de ese tipo que cumple a la vez con
los siguientes requisitos: a) respeta todas las condiciones propias de las
explicaciones nomológico-deductivas; b) introduce un componente adicional
que no viola dichas condiciones, a saber, una referencia a las relaciones de
interdependencia de las variables relevantes que refleja su comportamiento
direccional; c) no utiliza ningún término que conserve connotaciones
asociadas al concepto de propósito. De este modo, las explicaciones de los
procesos “direccionales” constituirían un subconjunto propio de las
explicaciones nomológicas que preservaría la peculiaridad que distingue esos
fenómenos de los que sólo requieren explicaciones nomológicas clásicas. Así,
tanto la explicación de la trayectoria de un proyectil disparado por un cañón
común como la de un sistema de regulación automática de temperatura
comparten un esquema nomológico-deductivo general, pero esta última
contiene enunciados que indican de qué manera se produce tal control. Y lo
mismo vale para las explicaciones de los procesos biológicos. Además, si se
conocen de antemano todos los aspectos pertinentes, y mientras no irrumpan
factores extraños, es posible predecir el comportamientos de tales sistemas.
Pero aun cuando la propuesta de Nagel pueda representar una solución
para legitimar la práctica de formular explicaciones funcionales en el campo
de la biología, este beneficio no se extiende fácilmente a las ciencias sociales.
Nagel señala, en primer lugar, que los biólogos no suelen encontrar graves
inconvenientes para identificar un ser vivo o un órgano que se encuentra en
su cuerpo, mientras que los científicos sociales hallan serias dificultades en el
momento de descubrir y precisar los sistemas que constituyen su objeto de
estudio. En las sociedades complejas, donde se entrecruzan múltiples clases
de relaciones, resulta problemático delimitar las instituciones y los grupos
relevantes.
Algo similar ocurre con la identificación de la finalidad propia de una
función. No es fácil, por ejemplo, encontrar un criterio fructífero y no
arbitrario para establecer cuándo cabe hablar de la supervivencia de una
sociedad determinada, ya que las sociedades no mueren, en sentido literal,
salvo en los raros casos en los que todos sus miembros se dispersen o no
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dejen descendientes. Habida cuenta de las transformaciones que
corrientemente sufren los agrupamientos humanos a lo largo del tiempo,
¿cómo fijar de manera adecuada el momento en que una sociedad se ha
convertido en otra?
Objeciones similares genera el concepto de estructura que –como ya
hemos señalado– aparece estrechamente ligado al de función. Debe tenerse
en cuenta que indagar cuál es la estructura de un objeto es expresar una
pregunta mal concebida. En cualquier pluralidad de cosas se encuentran no
una sino múltiples estructuras. Entre los aspectos que son relevantes para
atribuir una estructura a cierto objeto de estudio se encuentran los elementos
que lo integran y sus relaciones. Ya la enumeración de los componentes
presenta un problema: ¿cuántas partes componen un cuerpo humano? Pocos,
si los describimos en términos de tronco, cabeza y extremidades. Centenares,
si lo hacemos teniendo en cuenta los huesos y los órganos. Millones, en el
caso de las células... Y en cuanto a las relaciones, cualquier objeto se
encuentra vinculado por una cantidad indeterminada de relaciones con los
demás. En consecuencia, no tiene sentido buscar “la” estructura de algo, lo
único que podemos hacer es seleccionar aspectos que nos interesen e
investigar relaciones que nos parezcan pertinentes para ellos. La magnitud
que adquiere este problema en el caso de las ciencias sociales salta a la vista
en cuanto se recuerda el desacuerdo entre individualistas y holistas
epistemológicos sobre si los componentes de la realidad social son los
individuos o las totalidades. Pero aunque se adoptara una perspectiva holista
sigue en pie la cuestión de identificar de manera precisa las entidades y las
relaciones propiamente relevantes para explicar el funcionamiento social.
Nagel, por su parte, señala dificultades similares a la que acabamos de
bosquejar y estima que los funcionalistas poco han hecho para superarlas. Le
preocupa, además, el problema de los equivalentes funcionales que, como ya
se ha indicado, también había subrayado Hempel. Hay sin embargo matices
que diferencian la posición de ambos autores a propósito de ese tema. Nagel
admite que mecanismos disímiles pueden cumplir la misma función vital en
organismos de distinto tipo e incluso que un órgano de un ser vivo puede a
veces asumir la función que normalmente le corresponde a otro órgano en
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dicho individuo. Presenta el caso de la tiroides, una de cuyas funciones está
relacionada con el mantenimiento de la temperatura corporal, tarea que
comparte con la glándula suprarrenal. La extirpación de la tiroides, sin
embargo, no impide que el cuerpo mantenga la temperatura dentro de límites
tolerables. Ello muestra que la relación entre el órgano y la función no es tan
estricta como se suele creer; pero de todos modos, Nagel piensa que los
ejemplos de mecanismos alternativos no son habituales en el dominio de la
biología, mientras que son frecuentes en la realidad social. Por ese motivo
cuestiona la tendencia de los sociólogos funcionalistas a concluir que una
institución específica es necesaria para el cumplimiento de determinada
función cuando es perfectamente posible que otra institución produzca el
mismo resultado.
Pero las disparidades que subsisten entre la biología y las ciencias
sociales no se deben exclusivamente a peculiaridades intrínsecas de sus
respectivos objetos de estudio. Nagel señala también una diferencia en cuanto
a los procedimientos de investigación:
“[...] una vez que se especifican adecuadamente un sistema S y un estado G que
presuntamente se mantiene en él, la tarea del funcionalista es identificar un conjunto de
variables de estado cuya acción mantiene a S en el estado G, y descubrir cómo estas variables
están relacionadas entre sí y con otras variables del sistema o de su ambiente. Sin embargo,
en la conducción real de la investigación social habitualmente se invierte ese orden: primero
se identifica alguna variable (p. ej., un ritual religioso) y luego se orienta la investigación
hacia la búsqueda de sus funciones [...] y a determinar si de hecho contribuye al
mantenimiento de algún estado G (p. ej., la solidaridad emocional) del que se sospecha que
es bastante estable” (ibid.: 478).

Nagel reconoce que los estudios llevados a cabo por los partidarios del
funcionalismo han permitido establecer algunas relaciones de
interdependencia, por ejemplo, entre pautas de conducta o entre instituciones
económicas y jurídicas; pero aun así le parece que los méritos de las
explicaciones funcionales en las ciencias sociales son dudosos. Considera,
pues, que el intento de presentar el análisis funcional como una vindicación
de la existencia de un enfoque teórico exclusivo de la ciencia social no ha
tenido éxito.
La discusión acerca de la legitimidad de las explicaciones funcionales ha
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continuado vigente porque varios autores han propuesto análisis alternativos.
Robert Cummings, por ejemplo, cuestionó la idea de que la función cumplida
por un ítem pueda explicar su presencia como parte de un sistema. El
desempeño de una función es una consecuencia de la existencia del órgano
que la lleva a cabo, y no al revés. La circunstancia de que el corazón sirva
para bombear sangre, por caso, no puede dar cuenta del hecho de que los
vertebrados posean ese órgano. Por cierto, la teoría evolucionista proporciona
explicaciones de la manera como las especies llegan a adquirir sus formas
características, pero tales explicaciones se alejan del esquema funcional. A
grandes rasgos, la teoría evolucionista procede a explicar la transformación
de las especies de la siguiente forma. La reproducción de los seres vivos
presenta variaciones genéticas, de modo que pueden nacer individuos con
rasgos diferentes de los de sus antecesores; si esos rasgos pueden transmitirse
a los descendientes y resultan más apropiados para la propagación de quienes
los poseen, se da lugar a un proceso de selección natural en la medida en que
las especies mejor adaptadas sobreviven y las que no lo son se extinguen. Un
mérito destacable de la teoría evolucionista ha sido, precisamente, el de
ofrecer una sólida alternativa a la creencia de que los seres vivos habían sido
creados conforme a un diseño inteligente, una convicción emparentada con la
antigua concepción teleológica de la realidad a la que ya nos hemos referido.
Pero si la teoría evolucionista puede dar cuenta, en principio, de cómo han
llegado a aparecer los órganos que constituyen los seres vivientes y se
encuentra apoyada por abundantes testimonios empíricos –aunque también ha
recibido cuestionamientos– las ciencias sociales no parecen disponer de un
recurso igualmente poderoso.
Nada impide imaginar, por supuesto, que podría haber algo así como una
“selección natural” que marcara el camino de las organizaciones sociales; sin
embargo, esa posibilidad está lejos de cristalizarse con un desarrollo
comparable al alcanzado por la biología evolucionista, sobre todo a la vista
de los aportes brindados por los avances de la genética. Quizá haya sido
precisamente el hecho de no contar con una teoría social capaz de explicar el
surgimiento de las instituciones en términos equivalentes a los utilizados en
el campo de la biología lo que ha llevado a los funcionalistas a considerar que
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el análisis funcional constituye el método propio de las ciencias sociales.
Pero esas circunstancias no justifican la pretensión de que la existencia de
una institución o una práctica social quede explicada por la función que
cumplen.
Pero el rechazo de Cummings a la creencia de que las explicaciones
funcionales logran dar cuenta de la existencia de los elementos que cumplen
las funciones consideradas va acompañada por el reconocimiento de otra
clase de procedimientos típicos de la biología que merecen justificadamente
llamarse “análisis funcionales”. Se trata de la explicación de las capacidades
complejas de un ser viviente o de un órgano a través de su descomposición en
capacidades más simples en un proceso reiterado hasta que se arriba a
fenómenos que no requieren la mención de capacidades. Wouters (1999: 101)
ilustra la propuesta de Cummings con un ejemplo que puede resumirse del
siguiente modo. La circulación de la sangre se explica como resultado de la
capacidad de bombeo del corazón. A su vez, este hecho es explicado por las
características del corazón y su capacidad para dilatarse y contraerse. La
propiedad de dilatación y contracción de los músculos, por último, ha sido
explicada en términos físicos y químicos tales como los cambios en la
distribución espacial de las moléculas de las sustancias que los componen, sin
hacer ninguna alusión a capacidades.
La propuesta de Cummings rescata, por cierto, un significado particular
del concepto de función, distinto del que había sido considerado por Hempel
y Nagel; pero, de todos modos, los resultados finales no son necesariamente
incompatibles. En última instancia, el procedimiento descripto por
Cummings se resuelve en términos de la física y de la química, carentes de
las dificultades tradicionalmente atribuidas a los conceptos funcionales. Si
esta solución se extendiera a todo tipo de explicaciones funcionales, se habría
mostrado la posibilidad de reducirlas a los modelos clásicos y seguramente
sería bien recibida por Hempel y Nagel.
En oposición a la tesis de Cummings acerca de la necesidad de separar las
consideraciones evolucionistas en las explicaciones funcionales, la
concepción etiológica procura combinarlas de algún modo. La idea fue
introducida hace varias décadas por Francisco Ayala y Larry Wright, pero ha
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sido desarrollada recientemente por varios autores, especialmente por Ruth
Millikan. La teoría etiológica rescata la conexión existente entre las funciones
y las consecuencias de una forma que permitiría evitar la objeción de que las
consecuencias del ejercicio de la función no pueden actuar como causas por
cuanto son posteriores a ella. De acuerdo con el enfoque etiológico, la
función de un ítem en un organismo no está directamente asociado a sus
consecuencias actuales sino más bien a consecuencias pasadas que la
presencia de ese ítem produjo en los antecesores del organismo y que fueron
favorecidos por la selección natural. Así, la función propia del corazón,
bombear la sangre a través del cuerpo de un organismo, ha sido causada por
el hecho de que bombear la sangre de manera eficiente representó una ventaja
para los ancestros de dicho organismo.
Es interesante consignar que Millikan propuso su versión del enfoque
etiológico con el propósito de aplicarla al desarrollo de una semántica
naturalizada y no como una interpretación circunscripta al contexto de la
biología. Sin embargo, y más allá de las dificultades que debe enfrentar en el
dominio de las disciplinas biológicas, la extensión de la teoría etiológica de
las explicaciones conlleva problemas adicionales. Baste decir que los
conceptos de ancestro y replicación genética, necesarios para formular tales
explicaciones, no cuentan con claros equivalentes en la realidad social.
Las referencias que hemos hecho a las discusiones entabladas en torno al
estatuto epistemológico de las explicaciones funcionales –y que constituyen
sólo una limitada muestra de la complejidad del tema y de la profundidad de
los debates que ha generado– parecen continuar justificando las reservas
manifestadas por Hempel y Nagel acerca del programa funcionalista en las
ciencias sociales.

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CAPÍTULO 7
POPPER Y LAS CIENCIAS
SOCIALES

1. Las preocupaciones políticas de un racionalista crítico

La obra de Karl Popper, sin duda uno de los autores más reconocidos en
el campo de la filosofía de las ciencias naturales, representa también la
expresión de una original perspectiva en las reflexiones acerca de las ciencias
sociales, de la que derivan significativas consecuencias en relación con los
clásicos debates sobre las dicotomías monismo-pluralismo e individualismo-
holismo metodológicos. Popper nació en la ciudad de Viena en 1902, donde
cursó estudios de matemática, física, música, psicología y filosofía. Durante
sus años juveniles vivió con plenitud una época de excitante atmósfera
intelectual, caracterizada por profundas transformaciones científicas, políticas
y sociales; y esta circunstancia se vio reflejada en su preocupación por
elaborar una filosofía capaz de articular sus variados intereses. La valoración
de los resultados de las investigaciones científicas y el respeto por el método
que los habían hecho posibles lo condujeron a adoptar como principio la
necesidad de mantener una posición identificada con el racionalismo crítico,
como hemos visto en el capítulo 1. Precisamente como consecuencia de esa
actitud, su inicial inclinación por el marxismo dio lugar a la decepción
cuando juzgó que algunos líderes vieneses comprometidos con las ideas de
Marx impulsaban manifestaciones violentas y favorecían con ello una cruenta
represión. Esas experiencias lo llevaron a preferir la conclusión de que las
acciones políticas deben ser emprendidas en un marco de moderación, y esta
misma idea se manifiesta también en su concepción de la tarea del científico
social como diseñador de cambios fragmentarios en la organización de la

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sociedad, la única manera de evitar, a juicio de Popper, nefastos resultados
imprevistos.
Durante algunos años, Popper se desempeñó como profesor en la
enseñanza secundaria; pero en 1937, ante el avance del nazismo, emigró a
Nueva Zelanda para enseñar filosofía en el Canterbury University College.
En 1946 se trasladó al Reino Unido, donde residió hasta su muerte, y se
incorporó a la London School of Economics. En 1965 fue nombrado
Caballero de Inglaterra y algunos años después fue electo miembro de la
Royal Society, en reconocimiento de sus contribuciones que abarcan una
variada gama de temáticas: desde los pensadores presocráticos y la filosofía
política hasta cuestiones de lógica, probabilidad, la interpretación de la teoría
cuántica y el problema cuerpo-mente. Entre sus principales obras figuran
Logik der Forschung (1935), traducida al inglés como The Logic of Scientific
Discovery en 1959, un libro en el que desarrolló su concepción de la ciencia;
The Open Society and Its Enemies (1945), donde se ocupa de cuestiones
referidas a la filosofía de la historia, la política y la sociedad; y The Poverty
of Historicism (1957), una severa crítica de las concepciones historicistas. A
estos tres importantes libros se suman, entre otros, Conjectures and
Refutations (1962), Objective Knowledge (1972); y su contribución a un
volumen del Library of Living Philosophers (1974) que contiene su
autobiografía intelectual y un conjunto de réplicas a sus críticos.

2. Dos tesis del historicismo

Las ideas de Popper en relación con la metodología de las ciencias


sociales aparecen desarrolladas, fundamentalmente, en el marco de su crítica
a las doctrinas historicistas. Pero cabe destacar que los aportes del filósofo
austríaco acerca de ese tema no están exentos de algunas dificultades. En La
miseria del historicismo, uno de los principales textos en los que aborda la
cuestión, Popper señala dos aspectos que, aun cuando en cierto sentido son
opuestos, se encuentran igualmente presentes en las posiciones historicistas.

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Por un lado, les atribuye una actitud naturalista en la medida en que confiere
a las ciencias sociales la tarea de formular predicciones de largo alcance, de
manera similar a la que realizan las ciencias de la naturaleza.
“[...] llamo ‘historicismo’ a una manera de abordar las ciencias sociales que asume que la
predicción histórica es su objetivo principal, y que cree que este objetivo es alcanzable
descubriendo los ‘ritmos’ o ‘patrones’ o ‘leyes’ o ‘tendencias’ que subyacen en la evolución
de la historia” (Popper, 1957: 3).

La sociología, en este sentido, no es más que historia teórica. En otras


palabras, el historicismo sostiene que las verdaderas leyes de la sociología
son leyes de carácter histórico que determinan la transición de un período a
otro y permiten anticipar, en consecuencia, el futuro de la humanidad, del
mismo modo como se pueden predecir, por ejemplo, las posiciones de los
planetas. A partir del descubrimiento de las leyes del desenvolvimiento
histórico podemos hacer predicciones acerca del destino de la raza humana.
Así, en el marco de una perspectiva “naturalista”, es decir, bajo el supuesto
de que las ciencias sociales pueden formular leyes del mismo modo como lo
hacen las ciencias naturales, los historicistas procuran descubrir regularidades
que resultan ser –en opinión de Popper– tendencias absolutas, pues conducen
irresistiblemente hacia una cierta dirección en el futuro. Popper encuentra
encarnada esta doctrina en la concepción de Marx, pero no sólo en ella.
Considera que también está presente en Hegel, de quien la heredó el
marxismo; en las ideas de John Stuart Mill, que a su vez las tomó de Comte,
y aun en autores muy remotos. El denominador común de todas las variantes
de esta clase de historicismo es la convicción, ya mencionada, de que es
posible formular leyes acerca de las tendencias que se esconden bajo los
procesos de cambio social, esto es, leyes generales del desarrollo histórico
que permiten hacer predicciones a gran escala pero sirven, sin embargo, para
guiar la acción política de una manera racional. Para decirlo con las palabras
de Popper –que aluden directamente a Marx– la doctrina historicista de la
actividad política sólo le atribuye a las acciones políticas la función de ayudar
a “disminuir los dolores del parto inevitablemente asociados a los desarrollos
políticos inminentes” (Popper, 1967: 389).
Pero, por otro lado, Popper también le adscribe al historicismo una tesis
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antinaturalista: la idea de que las uniformidades de la vida social son muy
diferentes de las correspondientes a los fenómenos naturales porque tienen un
carácter esencialmente relativo, debido a que varían de un período histórico a
otro por cuanto es precisamente la actividad humana la que las hace cambiar
(Popper, 1957: 7).
Las razones esbozadas por el historicista para justificar su actitud
antinaturalista, tal como Popper las analiza, pueden agruparse en dos
categorías: i) aquellas referidas al objeto de las ciencias sociales, y ii) las
dirigidas a los métodos que pueden aplicarse al estudio de la realidad social.
En cuanto al objeto de las ciencias sociales, dos son los argumentos
fundamentales: por un lado, los historicistas afirman que la validez de las
generalizaciones de las ciencias sociales se circunscribe a los períodos
históricos concretos a los que se refieren las observaciones. Esto es, dado el
carácter históricamente condicionado de los fenómenos sociales, las leyes no
pueden tener un carácter universal sino que, por el contrario, poseen sólo una
validez relativa a un contexto definido. Por otro lado, sostienen que las
estructuras sociales, a diferencia de las naturales, no pueden concebirse como
la mera suma de sus partes. De acuerdo con el historicismo, un grupo social
no puede caracterizarse de la misma manera, digamos, que el sistema solar, a
través de la descripción de cada uno de sus componentes y de las relaciones
que rigen entre ellos. Las estructuras sociales son entidades de naturaleza
diferente, pues mientras los cambios que se producen en una totalidad natural
como el sistema planetario pueden explicarse atomísticamente –de acuerdo
con las leyes físicas y una vez conocidas las posiciones, las masas y los
momentos de sus partes componentes– los cambios en un grupo social deben
explicarse holísticamente, considerando el grupo como un todo y tomando en
cuenta su historia (Popper, 1957: 18-19).
Y en cuanto a las cuestiones metodológicas, el historicismo sostiene que
los recursos experimentales no se pueden aplicar en las ciencias sociales
debido al carácter esencialmente cambiante de la realidad social, que impide
reproducir a voluntad las mismas condiciones y, de esta manera, viola un
requisito indispensable de tales procedimientos. Pero aunque los
experimentos pudieran realizarse, y en la medida en que el poder para
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modificar las condiciones sociales es en sí mismo una variable social, la
propia intervención del investigador afectaría los resultados. Como corolario,
las predicciones que se realizan en el ámbito de las ciencias sociales han de
ser necesariamente inexactas. Asimismo, de acuerdo con Popper, el
historicismo considera que los fenómenos sociales son mucho más complejos
que la realidad natural; y en virtud de que los métodos de las ciencias
naturales no pueden aplicarse al campo de la vida social queda anulada toda
posibilidad de formular leyes generales de validez universal.
Ahora bien, si examinamos la caracterización que Popper brinda del
historicismo, podemos observar que algunas de las tesis que les atribuye
parecen resultar contradictorias. En efecto, en la medida en que el
historicismo adopta una actitud naturalista, propugna la formulación de leyes
capaces de explicar el destino inexorable de la humanidad; pero, en cuanto se
inclina a sostener ciertas consideraciones antinaturalistas, afirma la
imposibilidad de formular leyes generales de carácter universal. ¿Cómo
puede la misma concepción aunar en su interior ambas posiciones?
En el párrafo final de la Introducción de La miseria del historicismo,
Popper declara haber elegido deliberadamente el rótulo poco familiar de
“historicismo” con la esperanza de evitar confrontaciones meramente
verbales que pusieran en discusión lo que la palabra real o esencialmente
significa (ibid.: 3-4). Sin embargo, esas expectativas se han visto frustradas
pues, como señala Alan Donagan, ningún aspecto de la actitud de Popper
acerca de las posiciones que critica ha sido denunciado con más indignación
que el nombre que les dio (Donagan, 1974: 905).
En realidad, uno de los intereses de Popper era refutar la idea de que la
tarea de las ciencias sociales consiste en formular predicciones a largo plazo
acerca del desarrollo social y político de la humanidad, doctrina de
inspiración naturalista a la que enfrentará –como veremos más adelante– con
su propuesta de la ingeniería social fragmentaria. Pero, por otro lado, expresa
un ataque al punto de vista relativista que niega toda posibilidad de formular
leyes generales válidas más allá de cada período histórico concreto, la
posición que Popper denomina “historicismo antinaturalista” y a la que
contrapone –como explicaremos luego– la lógica de la situación.
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Sin embargo, no es sólo como consecuencia de la unificación de
doctrinas diferentes –naturalistas, por un lado, y antinaturalistas, por el otro–
que la caracterización del historicismo elaborada por Popper se torna
problemática. Aun bajo la faceta antinaturalista, Popper reúne aspectos que
refieren a posiciones distintas; y si bien es cierto que en algunos pasajes
procura marcar las diferencias, en verdad no queda del todo precisado, como
lo han subrayado algunos comentadores, cuál es el significado exacto de los
términos que utiliza. Debe tenerse en cuenta que además de las
manifestaciones del historicismo ya señaladas, Popper se refiere también a
otra posición, una clase de relativismo que llama “historismo” y cuyas tesis
no deben confundirse con las que se acaban de atribuir al historicismo. Así,
en La miseria del historicismo, cuando alude a las consecuencias de la
influencia de las valoraciones en la objetividad científica, Popper afirma:
“Tal parecer puede sugerir la posibilidad de analizar y explicar las diferencias entre las
diversas doctrinas y escuelas sociológicas, atendiendo o bien a su conexión con las
preferencias o intereses que prevalecen en un período histórico particular (un enfoque que
algunas veces ha sido denominado ‘historismo’ y que no debe ser confundido con lo que yo
llamo ‘historicismo’) o bien a su conexión con intereses políticos, económicos o de clase (un
enfoque que algunas veces ha sido denominado ‘sociología del conocimiento’)” (Popper,
1957: 17. El destacado es del original).

La necesidad de distinguir entre “historismo” e “historicismo” también


está recogida en un párrafo de La sociedad abierta y sus enemigos en el que
Popper sostiene:
“A las teorías de este tipo que hacen hincapié en la dependencia sociológica de nuestras
opiniones se las suele encerrar bajo la denominación general de sociologismo; si se hace
recaer el peso, en cambio, en la dependencia histórica, dentro de la de historismo (por
supuesto que no debe confundirse historismo con historicismo)” (Popper, 1981: 378).

Asimismo, en “A Pluralist Approach to the Philosophy of History”


(1969), subraya nuevamente el problema y expresa que:
“[...] el nombre ‘historicismo’ no es más que un rótulo que introduje como una manera
conveniente de hablar sobre varias teorías conectadas que estaba explicando y discutiendo. Y
dije bastante cuando lo introduje (e incidentalmente también señalé que no estaba
discutiendo la doctrina del relativismo histórico, al cual referí como ‘historismo’)” (Popper,
1994b: 131. El destacado es nuestro).

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De hecho, Popper establece una distinción entre la forma de relativismo
propia del historismo y el relativismo presente en el historicismo y mientras
acepta una versión moderada del primero rechaza enfáticamente la del
segundo. Ahora bien, conforme al texto citado de 1957, el historismo difiere
del enfoque al que él mismo alude como sociología del conocimiento –o
“sociologismo”– en el pasaje de 1981. De acuerdo con Popper, la sociología
del conocimiento sostiene que todas nuestras creencias, incluidas las
científicas, se hallan condicionadas de tal modo por el contexto social que la
objetividad queda siempre irremediablemente comprometida. Pero considera
que esa tesis está fundada en la equivocada idea de que la objetividad
depende de la adopción de una actitud mental desinteresada por parte del
hombre de ciencia individual en lugar de tomar en cuenta que la investigación
científica es una tarea colectiva capaz de superar la presencia de factores
distorsionantes individuales: “lo que la sociología del conocimiento olvida –
afirma– es precisamente la sociología del conocimiento, el carácter social o
público de la ciencia” (Popper, 1957: 155).
Podríamos concluir, entonces, que los conceptos de “historicismo
antinaturalista”, “sociologismo” e “historismo” aluden en principio a
posiciones que Popper diferencia, de tal manera que objeta las dos primeras y
adopta una actitud tolerante respecto de la última. Sin embargo, tal
interpretación representaría una simplificación de las ideas popperianas. En
efecto, en La sociedad abierta y sus enemigos no sólo atribuye las tesis de la
sociología del conocimiento a Mannheim –a cuya concepción estaban
dirigidas principalmente las objeciones al determinismo sociológico
formuladas en La miseria del historicismo–, sino, además, y de manera
fundamental, a Marx y a Hegel: “Nos referimos a la teoría marxista de que
nuestras opiniones, incluyendo las de carácter moral y científico, se hallan
condicionadas por los intereses de clase y, en términos más generales, por la
situación social e histórica de nuestro tiempo [...] convirtiéndose en la teoría
de la determinación social del conocimiento” (Popper, 1981: 382). De modo
que, ahora, la teoría marxista no sólo constituye un blanco del ataque de
Popper a los componentes naturalistas del historicismo sino que presenta,
además, ciertas aristas que son cuestionables por otros motivos. La situación
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se complica si tomamos en consideración que en la página siguiente, en el
contexto de su crítica al sociologismo, Popper asigna a Hegel y a Marx la
doctrina del historismo.
“Esta teoría de Hegel y, especialmente, su doctrina de que todo conocimiento y toda verdad
son ‘relativos’ en el sentido de que se hallan determinados por la historia recibe a veces el
nombre de ‘historismo’ (que nada tiene que ver con el ‘historicismo’) [...] La sociología del
conocimiento o ‘sociologismo’ está, evidentemente, íntimamente relacionada con él (si no es
igual) estribando la única diferencia, quizá, en que, bajo la influencia de Marx, subraya que
el desarrollo histórico no produce un ‘espíritu nacional’ uniforme, como sostuvo Hegel, sino
más bien varias ‘ideologías totales’, a veces opuestas, dentro de una misma nación, de
acuerdo con la clase, el estrato, o el habitat sociales de aquellos que la sustentan” (Popper,
1981: 383).

Recordemos que, en el pasaje de “A Pluralist Approach to the Philosophy


of History” citado más arriba, Popper dejó en claro que “no estaba
discutiendo la doctrina del relativismo histórico”, para el que reservaba el
nombre de “historismo”. Pero es precisamente esta doctrina la que ahora sí
parece cuestionar. Estas tensiones nos obligan a intentar –antes de seguir
adelante– una articulación de las ideas popperianas.
Tal como el autor emplea los términos, el historicismo, ya sea en su
versión naturalista o antinaturalista, es una concepción acerca de las leyes o
regularidades del desarrollo histórico. En su forma naturalista, afirma la
existencia de leyes universales inexorables que conectan un período histórico
con otro; en su manifestación antinaturalista, en cambio, restringe toda
regularidad dentro de los límites de cada situación histórica particular y
destaca el papel de la actividad humana como motor del cambio. En uno y
otro caso se trata de posiciones que atribuyen tales rasgos a los hechos
mismos; en otras palabras, se refieren a leyes históricas objetivas, que son
independientes de las creencias de quienes estudian los fenómenos sociales.
El historismo, por su parte, es la concepción que sostiene el
condicionamiento o determinación histórica de las creencias y, en este
sentido, posee un carácter estrictamente epistémico. Con el propósito de
elucidar las ideas de Popper podemos establecer una diferencia que no
aparece de manera completamente explícita en sus escritos, a saber, la
distinción entre un historismo débil y un historismo fuerte o radical. Lo que
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nosotros llamamos historismo débil es el reconocimiento de que hay
variaciones entre las distintas culturas o entre dos períodos históricos de una
misma cultura y que tales diferencias influyen hasta cierto punto –y
solamente hasta cierto punto– en las creencias de las personas que se
encuentran en las respectivas circunstancias. Así, cuando Popper afirmaba
que no estaba discutiendo el relativismo histórico se refería a que no
pretendía negar el relativismo en esa versión trivial. En cambio, cuando
criticaba el relativismo expresado en las obras de Hegel y Marx estaba
aludiendo a una doctrina mucho más fuerte, el historismo radical, es decir, la
tesis de que las creencias de los individuos están completamente
determinadas por las circunstancias históricas y sociales en las que se
encuentran, a tal punto que carecen de toda veracidad. Y por ello establece un
paralelo entre los conceptos de “sociologismo” e “historismo”: la
determinación depende de factores que podríamos llamar sincrónicos, en el
primer caso, y de factores diacrónicos, en el segundo.
Según Popper, esas diferentes tesis se encuentran entrecruzadas en el
sistema de Hegel y en el de Marx. Hegel, en tanto autor de la doctrina
metafísica del desarrollo dialéctico del Espíritu Absoluto, y Marx, como
heredero de la idea de una tendencia histórica inevitable de la sociedad
humana, son claros exponentes de lo que denominó “historicismo
naturalista”. Pero, al mismo tiempo, el aspecto antinaturalista del historicismo
también se hace presente en la doctrina de Marx, expresado en las
exhortaciones activistas manifestadas en sus célebres Tesis sobre Feuerbach:
“los filósofos sólo han interpretado el mundo de diversas maneras; la
cuestión, sin embargo, es cambiarlo” (Popper, 1957: 8). De acuerdo con
Popper, al hacer lugar a la posibilidad de transformar la sociedad a través de
acciones deliberadas, el “activismo” implica sostener que las uniformidades
sociales son muy diferentes de las naturales y varían en los distintos períodos
históricos. Popper no deja de marcar la tensión que se genera en la
concepción marxiana debido a la presencia simultánea de dos actitudes que se
contraponen: por una parte, la afirmación de que las leyes del desarrollo
histórico son inevitables y, por otra parte, la incitación a actuar para
transformar el mundo.
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3. Críticas y alternativas al historicismo

La ingeniería social fragmentaria

Es precisamente en el marco de su crítica al historicismo donde Popper


esboza su propia concepción acerca de la metodología que considera
apropiada para las ciencias sociales. En efecto, en contra de la posición
naturalista que asigna a la sociología la tarea de descubrir las tendencias o
leyes generales que se esconden bajo el desarrollo histórico de la sociedad,
considera que las supuestas leyes universales a las que alude el historicista
son más bien profecías incondicionales que se diferencian por ello de las
predicciones condicionales de la ciencia natural. Porque las predicciones
usuales en el campo de las ciencias naturales afirman que ciertos hechos
llegarán a producirse si se cumplen determinadas condiciones, es decir,
adoptan la forma del esquema “Si p entonces q”; por ejemplo, “Si una
persona padece la enfermedad X, en los próximos días manifestará tales y
cuales síntomas”. Las profecías que favorecen los historicistas, en cambio, no
dependen de condiciones y sostienen directamente que un hecho –la
decadencia de las naciones occidentales, por ejemplo– habrá de ocurrir
necesariamente. Por otra parte, la hipótesis evolucionista, ya sea que se
refiera a la sucesión de las especies de seres vivos o a los períodos históricos,
no posee el carácter de una ley científica porque se trata de un enunciado
singular que se refiere a un hecho único, y por ese motivo no puede ser
sometida a contrastación conforme a la metodología falsacionista preconizada
por Popper.
En su opinión, las ciencias sociales deben abandonar la aspiración de
formular profecías a la manera historicista y abocarse a la implementación de
una tecnología social apoyada en predicciones de naturaleza científica. En
otros términos, frente a las medidas de amplio alcance propuestas por el
historicismo, Popper propugna una metodología a la que denomina
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“ingeniería social fragmentaria”. El método de las “composturas parciales”,
combinado con el análisis crítico, es el principal camino para conseguir
resultados prácticos en la aplicación de los conocimientos provistos por las
ciencias sociales, como lo es en la utilización de los que se originan en las
ciencias naturales (Popper, 1992: 72). A su juicio, las ciencias sociales sólo
pueden desarrollarse a través de la crítica de las propuestas para mejorar la
situación social, esto es, a partir del intento de descubrir si cierta acción
económica o política tiende o no a producir un resultado deseado. La labor
del ingeniero fragmentario –aunque aspire a la realización de algún ideal para
la sociedad en su conjunto– consiste en lograr los fines propuestos a partir de
pequeños ajustes y reajustes que pueden corregirse continuamente.
El fundamento de esta convicción se halla en la imposibilidad de predecir
las transformaciones que puede sufrir la sociedad cuando se la considera en
su conjunto y a largo plazo. Para ilustrar esta situación, Popper señala su
contraste con las condiciones que permiten formular predicciones de amplio
alcance en el campo de las ciencias naturales. Podemos asegurar que un
eclipse habrá de producirse en un futuro bastante lejano, por ejemplo, porque
tenemos motivos para creer que el sistema solar es una realidad estacionaria y
permanece aislada de interferencias externas. De manera análoga, los
científicos pueden hacer predicciones sobre los ciclos vitales en la medida en
que tratan el mundo biológico como un sistema estacionario y dejan de lado,
en razón de su lentitud, los cambios producidos en el curso de la evolución.
De todos modos, la posibilidad de formular esta clase de predicciones se
encuentra muy restringida aun en el dominio de las ciencias de la naturaleza,
ya que la mayoría de los sistemas que estudian no permanecen ajenos a la
irrupción de factores capaces de alterarlos. Pero en el caso de los fenómenos
sociales tales condiciones de aislamiento extraordinarias nunca llegan a
cumplirse. Aunque puede haber cierto carácter repetitivo en el
funcionamiento de las sociedades, los aspectos más importantes de su
desarrollo histórico no se reiteran, porque permanentemente surgen
circunstancias completamente diferentes de las anteriores. Popper cita como
ejemplo los descubrimientos científicos, que resultan obviamente
impredecibles y cuyas consecuencias sociales pueden alterar de forma radical
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el curso de la historia. Es evidente que así como hace tres o cuatro siglos
nadie hubiera podido imaginar las características de la actual sociedad
industrial, no podemos prever el futuro de la sociedad más allá de un plazo
relativamente breve.
La ingeniería social fragmentaria, en síntesis, rechaza cualquier
metodología que busque remodelar “toda la sociedad” de acuerdo con un
determinado plan o modelo, o controlar las fuerzas históricas que
condicionan su futuro, ya sea promoviendo, adaptando o frenando el supuesto
curso de los acontecimientos. La diferencia principal entre la posición
historicista y la concepción de la ingeniería social no reside tanto en el hecho
de que esta última sea una actividad tecnológica, es decir, una labor dirigida a
producir ciertas transformaciones, sino en la circunstancia de que sólo puede
llevarse a cabo de manera parcializada.

La lógica de la situación

Como ya hemos señalado, Popper atribuye también al historicismo ciertas


doctrinas antinaturalistas que afirman la imposibilidad de que las ciencias
sociales descubran regularidades semejantes a las que se encuentran en el
mundo natural. Analicemos ahora con más detenimiento los argumentos
críticos ofrecidos por el filósofo vienés en contra de esa suposición. Los
historicistas sostienen que en el ámbito de las ciencias sociales no se puede
asegurar la validez de una regularidad más allá de los períodos en los que se
ha verificado su cumplimiento. Pero aunque está totalmente dispuesto a
reconocer que nunca puede darse por sentado que se ha descubierto una ley
universal, Popper procura mostrar que los historicistas extraen de esa
situación una conclusión injustificada. En efecto, el historicismo no se limita
a sostener que muchas de las regularidades observadas en una cultura o
sociedad no valen para cualquier otra, una observación que resulta bastante
trivial; y tampoco se reduce a subrayar el carácter hipotético de toda creencia
científica. El historicista va más lejos, pues considera que, a diferencia de lo
que ocurre en el mundo natural, las leyes que rigen el funcionamiento de la
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sociedad varían de un período a otro. Y aquí es, a juicio de Popper, donde
reside el error, porque la limitación originada en la circunstancia de que el
alcance de las leyes se extiende más allá de lo que podemos observar no es
exclusiva de las ciencias sociales ni crea ninguna dificultad especial, ya que
lo mismo podría plantearse para el caso de las ciencias naturales. Aunque
todo conocimiento es falible, el método científico impone buscar leyes con
un campo de validez ilimitado. Pues si se admitiera que las leyes están sujetas
a variaciones, entonces nunca podríamos explicar los cambios que se
producen en la naturaleza a partir de leyes, y esto equivaldría a aceptar que
son el resultado de un milagro. Si suponemos que las leyes físicas tienen un
período de validez limitado, por ejemplo, durante el lapso de existencia de
nuestro sistema solar, entonces no podríamos explicar a partir de ellas cómo
llegó a originarse y eventualmente bajo qué condiciones irá a desaparecer.
Asimismo –continúa Popper– ello significaría el fin del progreso científico
porque, si surgieran observaciones que contradijeran nuestras expectativas,
de acuerdo con ese punto de vista no habría necesidad de modificar las
teorías ya elaboradas, porque cualesquiera fueran los hechos observados
siempre podrían explicarse recurriendo a la hipótesis ad hoc de que las leyes
han cambiado (ibid: 103). Popper concluye, entonces, que no hay razones
legítimas para pensar que no puede haber leyes universales detrás de los
fenómenos sociales y que tampoco hay motivos para afirmar que sería
imposible descubrirlas.
Un segundo argumento que sostienen los historicistas para negar la
existencia de leyes sociales de alcance universal afirma la oposición entre la
naturaleza holística de los fenómenos sociales y el carácter atomístico de los
hechos físicos y sugiere que ella implica la existencia de diferencias
fundamentales entre las ciencias correspondientes. Popper responde que tal
creencia se debe, por una parte, a un uso equívoco de la palabra “todo” y,
nuevamente, a una errónea apreciación respecto de las características de las
ciencias naturales, por la otra. De acuerdo con Popper, el término “todo”
suele utilizarse en dos sentidos diferentes: a) la totalidad de las propiedades o
aspectos de una cosa y b) la cosa considerada como una estructura que posee
una organización, algo distinto de la suma de sus partes. Pero la suposición
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de que las ciencias sociales puedan aprehender totalidades en el primer
sentido es absurda, porque las propiedades y las relaciones de las cosas son
infinitas y por lo tanto resultan inabarcables. Cualquier estudio, ya sea en el
caso de fenómenos sociales o de hechos naturales, obliga a seleccionar
aquellos aspectos que se consideran relevantes. Y en cuanto a la segunda
manera de interpretar la noción de totalidad, se trata de un concepto legítimo,
pero tampoco indica una diferencia entre las ciencias sociales y las naturales,
porque es falso que estas últimas estudien solamente hechos separados. La
física atómica, por ejemplo, no se limita a “sumar” las partículas elementales,
pues su objeto de estudio son sistemas de partículas, es decir, totalidades
consideradas en el sentido (b) (ibid.: 82).
Popper atribuye también a los historicistas la idea de que los científicos
sociales no pueden llevar a cabo experimentos, en vista de la imposibilidad
de repetir las situaciones apropiadas; pero considera que esta opinión se
funda, como en el caso anterior, en una absoluta incomprensión de la
utilización del método experimental en las investigaciones físicas. Aunque,
de hecho, los recursos experimentales se emplean ampliamente en este campo
de estudios, eso no significa que no existan dificultades en cuanto a la
posibilidad de producir las condiciones exigidas para llevarlos a cabo. En
muchas oportunidades tampoco los físicos pueden generarlas, ya sea por
razones impuestas por la sociedad, como ocurre cuando no se dispone de los
fondos necesarios, o por motivos técnicos, como sucede cuando el
experimento requiere lograr temperaturas extremas o variaciones en los
campos gravitacionales. Por otra parte, quienes aseveran la imposibilidad de
reproducir las condiciones experimentales no tienen en cuenta que no se trata
de recrear exactamente la misma situación sino sólo de repetir la presencia de
los factores relevantes. Y no se puede establecer de antemano cuáles son,
porque han de ser precisamente las investigaciones experimentales las que
podrán indicarlos progresivamente. Asimismo, las diferencias existentes entre
los períodos históricos, disparidades sobre las que el historicismo apoya sus
afirmaciones, sólo pueden captarse a través de experimentos. Popper
concluye, entonces, que si bien las ciencias naturales se encuentran
indudablemente en posición ventajosa para recurrir a la realización de
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experimentos, se trata de una variación de grado y de ninguna manera implica
que las ciencias sociales estén completamente impedidas de utilizar los
mismos procedimientos, sobre todo si se emplea la estrategia de las
modificaciones parciales preconizada por la ingeniería social fragmentaria.
Por último, Popper rechaza también los argumentos historicistas que
atribuyen mayor complejidad a los hechos sociales que a los fénomenos
físicos. Considera que este prejuicio tiene su origen en dos fuentes. La
primera surge de la circunstancia de que los historicistas establecen una
comparación entre elementos que son incomparables, a saber, situaciones
sociales concretas, por un lado, y situaciones físicas experimentales
artificialmente aisladas, por el otro. En opinión de Popper, la comparación
debería realizarse con situaciones sociales que fueran, también,
artificialmente aisladas, como sería el caso de comunidades experimentales.
La otra raíz del prejuicio acerca de la complejidad de los fenómenos sociales
radica, según Popper, en la equivocada idea de que en los hechos sociales se
hallan imbricadas estructuras de diferente naturaleza, esto es, tanto los
estados mentales como los estados físicos de los agentes involucrados.
Concebir las cosas de este modo supone pensar que las asociaciones o
instituciones son entidades naturales concretas en lugar de modelos abstractos
–como cree Popper conforme con el individualismo metodológico que
defiende– construidos para interpretar las relaciones entre los individuos. La
“tarea de la ciencia social –afirma– es la de construir y analizar nuestros
modelos sociológicos cuidadosamente en términos descriptivos o
nominalistas, es decir, en términos de individuos, de sus actitudes,
esperanzas, relaciones, etc. –un postulado que se podría llamar
‘individualismo metodológico’” (ibid.: 136).
Popper sostiene pues no sólo que las ciencias sociales son menos
complejas que la física, sino también que hay buenas razones a favor de la
tesis de que las situaciones sociales concretas son menos complicadas que las
situaciones físicas concretas (ibid.: 139). Y ello en virtud de que en las
ciencias sociales está presente un aspecto que no encuentra contraparte en la
ciencia natural: la racionalidad. Aunque los seres humanos no actúen de un
modo completamente racional –esto es, del mejor modo posible para lograr
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los fines que persiguen–, existe la posibilidad de construir modelos
relativamente simples de sus acciones fundados en el supuesto de una
racionalidad completa. Luego, se puede estimar la desviación de la conducta
real del agente en relación con el modelo. Popper denomina a esta
metodología “lógica de la situación”.
El método de la lógica de la situación o del análisis de la situación –que
también se encuentra descrito en La sociedad abierta y sus enemigos en el
marco de los argumentos de Popper en contra del psicologismo– queda
caracterizado en los siguientes términos en Conocimiento Objetivo:
[El análisis situacional es] “una especie de explicación tentativa o conjetural de una acción
humana que alude a la situación en que se encuentra el agente mismo. Puede ser una
explicación histórica: tal vez podamos explicar cómo y por qué se creó una determinada
estructura de ideas. Es evidente que nunca se podrá explicar plenamente una acción creadora.
No obstante, podemos intentar obtener mediante conjeturas una reconstrucción ideal de la
situación problemática en que se encontraba el agente, haciendo ‘comprensible’ (o
‘racionalmente comprensible’) la acción en ese sentido; es decir, haciendo una
reconstrucción adecuada a su situación tal como él la veía. Este método de análisis
situacional puede considerarse una aplicación del principio de racionalidad” (Popper, 1982:
69).

Así, el método del análisis situacional agrega un elemento original a la


propuesta de Popper con respecto a la metodología de las ciencias sociales,
una metodología que desafía la interpretación historicista del problema. Sin
embargo, ello no significa que Popper deje de reconocer los aportes
brindados por esa corriente de pensamiento en la renovación de los estudios
históricos. Han servido, en efecto, para dejar atrás la práctica de narrar los
acontecimientos históricos como si fueran simplemente el resultado de las
acciones de los líderes políticos o militares. No obstante, la investigación
histórica conserva ciertas peculiaridades que la diferencian de la labor de los
científicos sociales que procuran descubrir las leyes que rigen los fenómenos
de la vida social. Popper no está de acuerdo con la idea de que la historia
deba asumir la forma de una ciencia teórica cuya función sea la de descubrir
leyes propiamente históricas, es decir, los mecanismos que determinan el
tránsito de un período a otro. Considera, por el contrario, que la tarea de los
historiadores se caracteriza por su interés en acontecimientos singulares o

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específicos, más que en la formulación de leyes o generalizaciones (Popper,
1957: 143). Mientras las ciencias teóricas se concentran en la búsqueda de
leyes universales, la historia procura brindar explicaciones causales a través
del establecimiento de proposiciones singulares. Es verdad, y Popper lo
reconoce, que un acontecimiento singular sólo puede ser causa de otro
acontecimiento singular en relación con alguna ley general que conecte la
causa y el efecto. Pero sostiene que las leyes generales que podrían invocarse
para explicar un suceso histórico son generalmente triviales y en
consecuencia no hace falta mencionarlas. Así, por ejemplo, cuando
afirmamos que la causa de la muerte de César fueron las puñaladas que
recibió de sus enemigos, no se necesita apelar a la generalización de que todo
individuo que reciba puñaladas de una magnitud tal que destruya sus órganos
muere; y, del mismo modo, las leyes que el historiador suele emplear son
leyes sociológicas implícitas en la propia terminología que utiliza para
describir los hechos, pues al hacer referencia a pueblos, naciones o guerras
emplea de manera natural ciertas suposiciones sociológicas de origen
precientífico. En otros casos, pueden llegar a utilizarse leyes surgidas de las
investigaciones sociológicas o económicas, pero de ningún modo leyes de
carácter específicamente histórico como las leyes evolutivas que postulan los
historicistas.
Pero la circunstancia de que la labor de los historiadores no se concentre
en la búsqueda de leyes los coloca en una situación difícil. En las ciencias
teóricas, las leyes cumplen la función –entre otras– de guiar las
observaciones y ordenar las investigaciones, y, al carecer de esta perspectiva,
los historiadores se enfrentarían a un enorme conjunto de datos inconexos, en
su mayor parte irrelevantes, y seguramente se extraviarían en la búsqueda de
causas que se extienden hasta un pasado muy remoto, ya que todo efecto
tiene, a su vez, un sinnúmero de causas parciales, muchas de ellas complejas
y de poca importancia intrínseca. La solución, entonces, consiste en partir de
un punto de vista selectivo, de un esquema preconcebido que permita tomar
en consideración aquellos hechos que tengan relación con el problema
histórico que se investiga. El historiador emprenderá el estudio de los sucesos
del pasado de acuerdo con una interpretación de la historia que él mismo
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debe proponer. Así, por ejemplo, la perspectiva adoptada por Marx, la
interpretación en términos de las luchas de clases, constituye un recurso
legítimo para encarar el estudio de la historia europea y ha resultado
sumamente fértil. Pero el hecho de que cumpla una función heurística
análoga a la que desempeñan las teorías en las otras ciencias no significa que
se trate de una teoría científica. Aunque las interpretaciones históricas son
necesarias para guiar el trabajo de los investigadores, de todos modos no
cumplen con el requisito establecido por Popper para cualquier hipótesis que
pretenda gozar de estatuto científico porque no son refutables, no pueden
formularse de manera que los hechos puedan llegar a desmentirlas. De
acuerdo con Popper, entonces, no puede haber teorías científicas de
naturaleza específicamente histórica.

4. ¿Monismo metodológico?

Con la introducción de la lógica situacional, la posición epistemológica


de Popper adquiere cierta ambivalencia. En efecto, en La miseria del
historicismo afirma que el análisis situacional marca “una considerable
diferencia entre las ciencias naturales y las ciencias sociales; quizá la
diferencia más importante entre sus métodos” (Popper, 1992: 156). Cabría
pensar, entonces, que está argumentando en favor de un dualismo
metodológico. Pero en otras partes del libro sostiene que hay un único
método general válido tanto para las ciencias naturales como para las
sociales. Así, en el parágrafo 29, afirma explícitamente que su intención es
proponer una doctrina de la unidad del método (Popper, 1957: 130), y a
continuación describe el ya conocido procedimiento de las conjeturas y las
refutaciones, el método de la crítica.
Sin embargo, si tomamos en consideración las palabras citadas más arriba
acerca de que el análisis situacional establece una considerable diferencia
metodológica entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, entonces la
propia posición de Popper respecto de la unicidad del método, al menos en

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varios de los pasajes de La miseria del historicismo, se torna problemática.
Es posible, por cierto, atenuar esta impresión atribuyendo la dificultad a
cierta desprolijidad del discurso popperiano más que a reales contradicciones.
Esta interpretación encontraría apoyo en la circunstancia de que Popper
desarrolló el libro en tres momentos diferentes. Las líneas generales fueron
escritas en 1935 y leídas por primera vez en 1936 en una reunión privada. La
publicación se retrasó pues la revista a la cual Popper lo había enviado
rechazó el manuscrito. Posteriormente, fue publicado en tres partes, entre
1944 y 1945, en la revista Economica, editada por Friedrich von Hayek.
Finalmente, fue editado en forma de libro en una traducción italiana en 1954,
y una traducción francesa, en 1956. Para la edición inglesa, de 1957, el texto
fue revisado y ampliado con algunos agregados.
Otra alternativa de conciliación es leer La miseria del historicismo a la
luz de otros textos en los cuales Popper se refiere al tema y que manifiestan,
si no un cambio de opinión, al menos una idea más articulada sobre el tema.
En “La lógica de las ciencias sociales” –trabajo al que nos referiremos en el
capítulo que versa sobre el debate entablado por Popper y Adorno– Popper
sostiene que el método de la lógica de la situación consiste en examinar las
circunstancias en las cuales se origina la acción humana, de manera tal que
sea posible explicar la conducta a partir de la situación misma sin apelar a
variables psicológicas. La comprensión objetiva radica en el esclarecimiento
de que la conducta era objetivamente adecuada a la situación. Los elementos
que deben ser considerados en el análisis están constituidos por el mundo
físico en el que tienen lugar las acciones, el entorno social integrado por otros
hombres, y las instituciones sociales que, a su vez, determinan el carácter
social real del entorno. Así, en la vigésimo quinta tesis, Popper afirma que:
“Una ciencia social que entienda objetivamente puede ser desarrollada de manera
independiente de todas las ideas subjetivas o psicológicas. [Tal ciencia social] consiste en
que ella analiza la situación del hombre que actúa, [la analiza] en grado suficiente para
explicar la acción a partir de la situación, sin ulterior ayuda psicológica. El ‘entender’
objetivo consiste en que vemos que la acción fue, objetivamente, adecuada a la situación.
Con otras palabras, la situación es analizada hasta un punto tal que los momentos que al
principio parecían psicológicos –por ejemplo deseos, motivos, recuerdos y asociaciones– se
convierten en momentos de la situación. El hombre con estos o aquellos deseos se convierte
entonces en un hombre cuya situación incluye que él persigue estos o aquellos fines
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objetivos. Y un hombre con estos o aquellos recuerdos o asociaciones se convierte entonces
en un hombre cuya situación incluye que él está pertrechado con estas o aquellas teorías o
con esta o aquella información [...] El método del análisis de situación es, por tanto,
ciertamente un método individualista, pero no un método psicológico, ya que excluye, por
principio, los momentos psicológicos, y los sustituye por elementos objetivos de la situación”
(Popper, 1972).[6]

Asimismo, y es esto lo que nos interesa resaltar, Popper considera que


una vez formulados, los análisis situacionales son empíricamente criticables y
susceptibles de mejoramiento según los patrones generales del racionalismo
crítico, esto es, pueden ser sometidos a refutación. Si esto es así, entonces es
posible concebir el análisis situacional como una especie de lógica del
descubrimiento más bien que como un método totalmente diferente al que se
aplica en las ciencias naturales. De este modo, el monismo metodológico de
Popper quedaría a salvo aunque persista una diferencia metodológica entre
las ciencias sociales y las ciencias naturales. Esto es, mientras ambas clases
de ciencias comparten el método crítico de conjeturas y refutaciones, las
primeras cuentan con un procedimiento de descubrimiento del cual carecen
las segundas. Bajo esta interpretación, “La lógica de las ciencias sociales”
brindaría elementos de juicio que se complementan con las ideas esbozadas
en La miseria del historicismo, y ello permitiría un mayor grado de
articulación de las tesis popperianas. Pero, de todos modos, no nos deja de
llamar la atención el hecho de que Popper se haya dedicado a examinar el
método de descubrimiento que considera fundamental y distintivo de las
ciencias sociales, y al que no vacila en bautizar “la lógica de la situación”,
una actitud que contrasta notoriamente con su negativa a considerar las
cuestiones referidas al descubrimiento dentro de la lógica del conocimiento
científico. Pero parece ser más que eso; en efecto, en el ya citado artículo “A
Pluralist Approach to the Philosophy of History”, Popper identifica la lógica
de la situación con la elaboración teórica propia de las ciencias históricas:
“Lo que es esencial, sugiero [está haciendo una comparación entre su perspectiva y la de
Collingwood] no es la reviviscencia sino el análisis situacional: el intento del historiador de
analizar y describir la situación no es otra cosa que su conjetura histórica, su teoría
histórica...” (Popper, 1997b: 147. El destacado es nuestro).

Además, según creemos, la diferencia entre las ciencias naturales y las


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sociales no reside solamente en la introducción del método del análisis
situacional sino también en la manera en que estas reconstrucciones, una vez
elaboradas, pueden someterse a la crítica racional. En efecto, el “método de
composturas parciales” –para usar las palabras de Popper– está vinculado
necesariamente con el alcance de las predicciones y la naturaleza de las leyes
que pueden formularse. Es claro que concebía las ciencias naturales en
relación con leyes de carácter universal, y ello es evidente si se tiene en
cuenta su doctrina de la explicación científica que coincide, por otra parte,
con la posición de Hempel y Oppenheim. Es cierto, asimismo, que afirmó –
como señalamos más arriba– que el método de las “composturas parciales”
combinado con el análisis crítico es el principal camino para conseguir
resultados prácticos tanto en las ciencias naturales como en las ciencias
sociales. Pero el carácter fragmentario de la ingeniería social parece depender
de cierta limitación del alcance de las leyes correspondientes y ello a su vez
deriva de la necesidad de tener en cuenta la posible emergencia de situaciones
que podrían modificar radicalmente las condiciones de su aplicación, como
sería el caso de la introducción de nuevas tecnologías capaces de transformar
definitivamente las bases de la organización social.
La lógica de la situación y la estrecha relación de las teorías sociales con
la ingeniería fragmentaria sugieren que detrás del pretendido monismo
popperiano se esconden los signos de un no reconocido pluralismo, aunque
de un tipo muy diferente del que caracteriza la defensa clásica de esa
posición. Uno de los elementos que merece destacarse es la atención que le
dedica Popper al carácter práctico de los conocimientos de las ciencias
sociales: aunque reconoce que estas disciplinas adquieren una dimensión
teórica, la mayor parte del análisis popperiano hace referencia a sus
manifestaciones utilitarias. En alguna medida, Popper estaba dispuesto a
aceptar que, en comparación con las hipótesis de las ciencias naturales, las
conjeturas propias de las ciencias sociales poseen menos posibilidades de ser
sometidas a contrastación por medio de la observación pasiva de los
fenómenos o de los experimentos de laboratorio. A propósito de la dificultad
de reproducir a voluntad condiciones experimentales precisas, confiesa:
“Admito que hay parte de verdad en esta afirmación: no dudo de que haya
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aquí algunas diferencias entre los métodos físico y sociológico” (Popper,
1957: 93). Y ello seguramente lo llevó a pensar que el científico social cuenta
sobre todo con la alternativa de poner a prueba sus conjeturas interviniendo
en los fenómenos sociales que lo rodean y promoviendo modificaciones de
sus componentes de acuerdo con las indicaciones que surjan de ellas para
evaluar sus resultados. Es llamativo, al respecto, que los casos elegidos por
Popper para ilustrar la forma de las hipótesis sociales estén formulados en un
lenguaje directivo: “No se puede seguir una política de ocupación plena sin
inflación”, por ejemplo. Es cierto que lo mismo podría hacerse con las leyes
de las ciencias naturales, y Popper lo señala cuando hace notar que el
segundo principio de la termodinámica, por caso, podría expresarse mediante
la advertencia: “No se puede construir una máquina que sea ciento por ciento
eficiente”. Sin embargo, no es ésa la manera usual de presentar las leyes
naturales y corrientemente la investigación teórica o básica que procura
descubrirlas mantiene cierta independencia de sus posibles utilizaciones
tecnológicas, aun cuando estas últimas sirvan también como un importante
modo de contrastar las hipótesis teóricas. De acuerdo con lo que sugiere
Popper, en cambio, las aplicaciones tecnológicas constituyen la base
fundamental de la contrastación de las hipótesis de los científicos sociales.
Otra razón que explica el énfasis popperiano en el papel de la ingeniería
social se halla en la idea de que mantenerse en el ámbito de la resolución de
problemas sociales concretos a través de medidas graduales constituye una
manera de evitar las especulaciones metafísicas, porque así se apuntala la
refutabilidad de las hipótesis. El propio Popper ilustra su defensa del enfoque
tecnológico de las ciencias sociales señalando que lo que necesitan son
figuras más dedicadas a la dimensión experimental, como Galileo o Pasteur,
que grandes teóricos como Newton o Darwin (ibid.: 59-60).
En síntesis, podríamos establecer una analogía con la situación descrita a
propósito de la posición de Weber. En este último caso, habíamos sugerido
una interpretación que se alejaba de las versiones más generales que
atribuyen a Weber un punto de vista decididamente pluralista. En lo que
respecta a Popper, acabamos de ofrecer una lectura que, a pesar de la propia
insistencia del autor en la unidad del método de las ciencias, no hace de él un
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representante inmaculado del monismo metodológico.

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CAPÍTULO 8
EL NATURALISMO REFINADO
DE ERNEST NAGEL

1. La promesa del monismo metodológico

A mediados del siglo XX, transcurrido más de cien años desde que
Comte había proclamado el positivismo, y en vista de los desarrollos que
desde aquella época se produjeron tanto en las ciencias sociales como en las
ciencias naturales, resultaba imperioso volver a formularse algunos
interrogantes acerca de las características de los métodos de investigación
social. Durante el lapso señalado, también la filosofía de la ciencia se
enriqueció con intensos debates y llegó a constituir una de las ramas más
prolíficas de la actividad filosófica. En 1961, Ernest Nagel publicó un
minucioso tratado titulado The Structure of Science, en cuyo desarrollo
dedica varios capítulos al análisis de las cuestiones metodológicas de las
ciencias sociales a partir de una concepción de las ciencias naturales mucho
más elaborada que la que estaba en vigencia en la época de Comte o en la de
Durkheim. Nagel había nacido en Bohemia en 1901, pero su familia se radicó
en los Estados Unidos pocos años después y en ese país residió hasta su
muerte en 1985. Su pensamiento estuvo claramente influido por el
pragmatismo norteamericano pero pueden observarse también notables
puntos de coincidencia con las posiciones impulsadas desde Europa por los
empiristas lógicos. El problema fundamental que Nagel plantea en los
capítulos finales del libro que hemos mencionado gira en torno de la cuestión
del monismo y el pluralismo epistemológicos. Se detiene a considerar los
más importantes argumentos formulados para mostrar que las ciencias
sociales no pueden contar con métodos de investigación semejantes a los que

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utilizan las ciencias naturales. Pese a que han transcurrido varias décadas
desde su publicación, los precisos análisis de Nagel se han transformado en
una obra clásica que mantiene su relevancia. En efecto, muchas de las
razones que a menudo se continúan mencionando para justificar el pluralismo
metodológico no parecen ser más que variaciones de los argumentos
examinados por el autor. Pero, junto con el rechazo de tales argumentos,
Nagel pone de manifiesto una actitud positiva: una vez que se ha mostrado la
posibilidad de que las ciencias sociales puedan utilizar una metodología afín
a la que es propia de las ciencias naturales, el hecho de que las primeras no
hayan alcanzado resultados comparables con los de las últimas no debe
significar una condena sino, por el contrario, un desafío. Vale la pena
recoger, entonces, aunque no sea más que de una manera sintética, sus
consideraciones.

2. El problema de la experimentación en el ámbito de las


ciencias sociales

Tales como las presenta Nagel, las presuntas diferencias que separan las
ciencias naturales de las sociales se refieren, en última instancia, a la
imposibilidad de que estas últimas permitan la formulación de leyes
universales. Y una de las principales razones esgrimidas en contra de esta
posibilidad se apoya en la suposición de que en el campo de la investigación
de los fenómenos sociales no pueden realizarse experimentos controlados. Un
experimento controlado requiere la manipulación, dentro de ciertos límites,
de algunos aspectos de la situación examinada –factores llamados
generalmente “variables independientes”– que se consideran responsables de
la aparición o modificación de otras características a las que se denominan
“variables dependientes”. De este modo, si se puede hacer variar uno de
aquellos factores por vez y se deja constante el resto, el investigador puede
observar los efectos producidos y, de esta manera, descubrir relaciones de
dependencia entre las variables. Así, por ejemplo, Galileo llevó a cabo varias

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experiencias en las cuales la variable independiente era la inclinación de un
plano sobre el que dejaba rodar una bolilla y la variable dependiente estaba
representada por el tiempo que tardaba la bolilla en recorrer la longitud del
plano. Así pudo observar que el tiempo disminuía a medida que el plano se
aproximaba a la dirección vertical y, de ese modo, pudo calcular las
relaciones entre el tiempo y la variación de la velocidad en el caso de la caída
libre. El concepto de experimentación controlada da por sentada la
posibilidad de identificar cuáles son las variables intervinientes, así como la
de llevar a cabo cambios en dichas variables, y también poder repetir los
efectos que tales cambios sean capaces de producir en los fenómenos
estudiados.
Naturalmente, como el propio Nagel admite, raramente pueden llevarse a
cabo experimentos de este tipo en el ámbito de las ciencias sociales; y esta
circunstancia ha hecho creer que esas disciplinas no pueden contar con nada
parecido a las prácticas experimentales que constituyen un recurso
fundamental de las ciencias naturales. En defensa de esta idea se han
presentado varios argumentos:

a. Muchas veces los científicos sociales carecen del poder necesario


para efectuar modificaciones sobre los fenómenos que pretenden
estudiar.
b. Hay factores morales que impiden someter a los seres humanos a
condiciones que podrían tener consecuencias imprevisibles y quizá
perjudiciales para ellos.
c. Aun si pudieran superarse las dificultades que se acaban de
mencionar y llegaran a realizarse tales experimentos, el poder para
modificar las condiciones sociales es en sí misma una variable social,
de modo que la propia intervención del investigador puede afectar los
resultados experimentales.
d. Un cambio en una determinada situación puede producir, de hecho,
modificaciones irreversibles en otras variables relacionadas, de modo
que quedaría anulada la posibilidad misma de repetir el experimento,

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una de las condiciones habitualmente exigidas a propósito de la
experimentación corriente en las ciencias naturales.
e. Muchos fenómenos sociales resultan ser irrepetibles de manera
esencial, puesto que se trata de acontecimientos históricos que
pueden ocurrir una sola vez.

En réplica a estas objeciones, Nagel desarrolla dos líneas de


argumentación. La primera consiste en mostrar que las ciencias naturales han
podido establecer leyes generales a pesar de sufrir, en muchos casos,
limitaciones similares a las que afectan a las ciencias sociales en cuanto a la
posibilidad de experimentación. La segunda argumentación está dirigida a
mostrar que la creencia de que en las ciencias sociales no se pueden llevar a
cabo experimentos es falsa.
En cuanto al hecho de que las ciencias naturales también encuentran
restricciones para realizar experimentos, Nagel cita el ejemplo de la
astronomía, que se ha desarrollado a pesar de la obvia imposibilidad de
manipular los cuerpos celestes. Afirma, además, que en otras ramas de la
ciencia natural, como la geología, también hay escaso margen para la
realización de experimentos controlados. Sin embargo, ello no ha impedido a
los científicos la formulación de leyes generales de amplio alcance en los
dominios correspondientes. Es evidente, entonces, que la imposibilidad de
efectuar experimentos controlados no es un obstáculo insalvable para el
avance del conocimiento.
De acuerdo con Nagel, entonces, el experimento controlado, entendido
como la posibilidad de que el investigador manipule deliberadamente ciertos
aspectos de las situaciones que examina, no es una condición sine qua non
para obtener un conocimiento fáctico bien fundado, porque tal
fundamentación puede provenir de otros recursos metodológicos. Es preciso
distinguir, según el autor, entre dos ideas que aunque están íntimamente
relacionadas difieren en algunos aspectos muy relevantes: el concepto de
experimentación controlada, por una parte, y la noción de investigación
controlada, por la otra. La investigación controlada es un procedimiento que

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no requiere, como en el caso de la experimentación, la manipulación de las
variables o la reproducción a voluntad de los fenómenos que se pretende
estudiar. La investigación controlada es una búsqueda de situaciones en las
que puedan observarse variaciones en las condiciones relevantes para la
ocurrencia de ciertos fenómenos, pero sin necesidad de que tales variaciones
sean producidas por el investigador, sino por factores naturales o
accidentales. La falta de un órgano o parte de él en una persona no debe ser
deliberadamente provocada por los médicos para que puedan estudiar sus
consecuencias en la salud de los pacientes; de hecho se encuentran
condiciones de ese tipo. Pueden considerarse situaciones donde las variables
independientes se manifiestan de manera idéntica o con algunas variaciones,
o se manifiestan en algunos casos pero no en otros, con el fin de observar qué
sucede con las variables dependientes, cualquiera sea el origen de tales
situaciones. Vale la pena subrayar que, desde el punto de vista de su utilidad
para contrastar las hipótesis, la experimentación controlada y la investigación
controlada no difieren. Porque es absolutamente irrelevante si las
modificaciones producidas en las variables independientes son introducidas
intencionalmente por los investigadores o si tales variaciones se han
originado “naturalmente” y el científico sólo las encuentra. Así, suele
considerarse el experimento controlado como un caso extremo de la
investigación controlada. Por este motivo Nagel denomina “investigación
empírica controlada” a la investigación que hace uso, ya sea de la
experimentación controlada, ya sea de la investigación controlada, y señala
que sólo la investigación empírica controlada –esto es, la indagación empírica
tomada en su más amplio sentido– resulta tanto posible como necesaria en
todas las ciencias fácticas, incluidas las ciencias sociales.
De todos modos, Nagel deja en claro que la idea de que en las disciplinas
sociales no hay margen para aplicar la experimentación controlada (o la
investigación controlada) descansa, entre otros supuestos, en la creencia de
que en la realidad social no es posible aislar los factores intervinientes a fin
de poder variar un solo factor por vez. Pero tal suposición, en verdad,
constituye una idealización y una simplificación del procedimiento
experimental. Aun en condiciones de laboratorio minuciosamente
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establecidas, no siempre es posible mantener constantes todas las
circunstancias excepto una. En el propio ámbito de las ciencias naturales,
muchas veces se puede identificar una variable independiente, relacionada
con cierto efecto, pero no se cuenta con la posibilidad de encontrar o producir
situaciones en las cuales solamente esa variable es la que sufre
modificaciones. Nagel señala, por ejemplo, que en los experimentos llevados
a cabo para estudiar sistemas fisicoquímicos en equilibrio termodinámico
generalmente no se puede variar la presión del sistema sin alterar también la
temperatura. En un sentido estricto, dada la multiplicidad de aspectos
presentes en cualquier situación concebible, el requisito de que solamente se
varíe un factor por vez nunca puede cumplirse, y, sin embargo, ello no
invalida la posibilidad de utilizar procedimientos de investigación controlada
para formular leyes generales.
En cuanto a la segunda línea de argumentación defendida por Nagel, a
saber, que es falsa la creencia de que no pueden llevarse a cabo experimentos
controlados en la investigación social, el autor describe tres tipos principales
de recursos experimentales que de hecho se utilizan en el campo de las
ciencias sociales: los experimentos de laboratorio, los experimentos de
campo y los experimentos ex post facto.
Los experimentos de laboratorio propios de las ciencias sociales son
esencialmente similares a los experimentos correspondientes de las ciencias
naturales. Consisten en crear una situación artificial, semejante en algunos
aspectos relevantes a situaciones sociales de la vida real, de modo tal que el
investigador pueda manipular algunas de esas variables y mantener otras
aproximadamente constantes. Así, por ejemplo, se diseñó un experimento de
laboratorio para determinar cómo influye sobre los votantes el conocimiento
del credo religioso que profesan los candidatos. A tal fin, se crearon una serie
de clubes cuyos miembros fueron cuidadosamente seleccionados de modo
que no hubiera un conocimiento previo entre ninguno de ellos, y se solicitó
en cada club que se eligiera a uno de sus miembros para desempeñar un cargo
directivo. En la mitad de los clubes, sus miembros pudieron conocer el credo
religioso de los candidatos con anterioridad a la elección; en la otra mitad se
evitó esa información. Los resultados del experimento indicaron que el
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conocimiento de la religión profesada por los candidatos tuvo amplia
influencia sobre la decisión de los votantes. Y ello permite inferir que el
mismo factor probablemente ejerza una influencia importante en las
elecciones gubernamentales del país.
Pero como advierte Nagel, existe un amplio espectro de fenómenos
sociales que no pueden ser estudiados mediante experimentos de laboratorio.
Y aun en los casos en que una situación social pueda estudiarse de esta
manera, la relación entre las variables podría no tener la misma magnitud que
se presenta en las condiciones reales. Por ello, no es posible aceptar
conclusiones basadas exclusivamente en experimentos de laboratorio y es
necesario complementarlos con una investigación de las situaciones sociales
naturales. Pero de aquí no se sigue que los experimentos de laboratorio no
arrojen ninguna luz sobre la conducta social en la vida real.
Un segundo tipo de investigación que algunas veces realizan los
científicos sociales es el “experimento de campo”. A diferencia de lo que
ocurre en el experimento de laboratorio, que depende de la creación artificial
de una situación que refleja otra en miniatura, en el experimento de campo el
objeto de la investigación es una “comunidad natural”, limitada, donde se
pueden manejar ciertas variables para determinar los efectos de esas
modificaciones. Así, por ejemplo, algunos investigadores han estudiado
diversos tipos de organización grupal entre los trabajadores de las fábricas y
han observado que las formas de organización más democráticas –es decir,
aquellas donde los trabajadores son consultados antes de tomar decisiones
que los afectan– resultan más productivas en comparación con grupos
organizados de manera menos democrática.
Finalmente, la investigación empírica controlada puede adoptar, también,
la forma de los llamados “experimentos ex post facto”. El objetivo de tales
estudios es determinar si un suceso o un conjunto de características está o no
asociado conforme a cierta regularidad con la aparición de algunos cambios o
características en una sociedad determinada, pero en estos casos se trata de
situaciones antecedentes, es decir, condiciones que han tenido lugar con
anterioridad al comienzo de la investigación y por tal motivo no pueden
depender de ninguna actividad del científico. Una investigación de este tipo
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se llevó a cabo para establecer la influencia de la televisión sobre la asistencia
de los niños a la iglesia, ya que se suponía que esa distracción había hecho
mermar la participación religiosa. Varios grupos de niños respondieron a una
encuesta que contenía preguntas referidas a su edad, su sexo, la asistencia o
no a la iglesia, si veían o no televisión y si sus padres asistían o no a la
iglesia. La clasificación de las respuestas arrojaron resultados similares,
respecto de la asistencia a la iglesia, entre los niños que miraban y los que no
miraban televisión. Así, el análisis de los datos de la muestra suministró
elementos de juicio en favor de la afirmación de que la asistencia de los niños
a la iglesia no dependía de que acostumbraran o no a ver televisión, pero las
encuestas arrojaban diferencias en el caso de que los padres asistieran o no a
la iglesia.
De acuerdo con el detallado análisis emprendido por Nagel, entonces, las
diferencias que pudieran subsistir en cuanto a la utilización de recursos
experimentales en los respectivos campos de las ciencias naturales y las
ciencias sociales no representan un contraste crucial. En consecuencia, si se
tienen en cuenta las distintas maneras de llevar a cabo las investigaciones
empíricas, las diferencias que pudieran subsistir entre ambos tipos de ciencias
en relación con la utilización de recursos experimentales no justifican, al
menos por sí solas, la tesis de que la metodología de las ciencias sociales es
radicalmente diferente de la que caracteriza las ciencias naturales.

3. La universalidad de las leyes y la relatividad cultural

Uno de los argumentos que se han ofrecido en contra de la posibilidad de


que los científicos sociales estén en condiciones de formular leyes alude al
carácter “históricamente condicionado” o “culturalmente determinado” de los
fenómenos sociales. A diferencia de las leyes de la física o de la química –se
afirma– las generalizaciones de las ciencias sociales tienen un alcance muy
restringido pues la conducta humana está condicionada por la cultura a la que
cada persona pertenece, hecho al que se suma la circunstancia de que los

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patrones culturales varían de un momento histórico a otro. Así, las
generalizaciones obtenidas a partir del muestreo de datos que son aplicables
al estudio de una sociedad determinada en un período dado no pueden
proyectarse sobre otras. Esto es, según Nagel, naturalmente cierto. Sin
embargo, de aquí no se infiere –como han argumentado muchos teóricos–
que no puedan formularse “leyes transculturales”, esto es, proposiciones cuya
validez se extienda a sociedades diferentes.
Nagel procede a discutir variadas razones que han llevado a pensar,
erróneamente, que las leyes transculturales son un cometido imposible de
lograr. En primer lugar, el escepticismo respecto de tales leyes se apoya, en
opinión de Nagel, en la infundada creencia de que las leyes científicas deben
permitir hacer predicciones precisas acerca del futuro indefinido, como
ocurre, por ejemplo, en la astronomía. En la medida en que no pueden
hacerse tales predicciones a propósito de los hechos sociales, de aquí se
concluye que las disciplinas sociales no pueden aspirar a un estatuto
científico semejante al de la investigación de la naturaleza.
Pero, de acuerdo con Nagel, el modelo elegido, la astronomía, constituye,
dentro del campo de las ciencias naturales y pese a su enorme desarrollo
histórico, una disciplina atípica. La circunstancia de que en la astronomía
puedan realizarse predicciones a largo plazo se debe al hecho de que el
sistema solar es un sistema físico que puede considerarse aislado y hay
razones para creer que seguirá siéndolo por un período suficientemente
extendido. Sin embargo, casi ninguna otra rama de las ciencias físicas cumple
con el requisito de permitir formular predicciones a largo plazo. Hacer
predicciones para un futuro indefinido supone no sólo contar con una
adecuada teoría científica, sino conocer además la totalidad de las
condiciones intervinientes de las que dependen los futuros sucesos. Aun
conociendo la teoría física que podría dar razón de la trayectoria de una hoja
desprendida de un árbol, por caso, no podríamos saber dónde irá a parar, pues
esto implicaría el conocimiento de todos los datos pertinentes acerca de la
hoja, de las variaciones del viento, de los obstáculos que presenta el terreno,
y demás circunstasncias, y jamás podríamos conocer la totalidad de los
factores concurrentes. Así, concluye Nagel, la imposibilidad de formular
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predicciones acerca de un futuro indefinido no es algo exclusivo de las
ciencias sociales.
Otra razón, también erróneamente invocada, para sostener la
imposibilidad de establecer leyes transculturales reside en la creencia de que
los fenómenos humanos sólo pueden responder a regularidades específicas y
acotadas que excluyen toda expectativa de hallar un esquema común que dé
cuenta de esas regularidades particulares. Nagel responde que el carácter
circunscripto de las regularidades no impide el descubrimiento de leyes más
generales que puedan, a su vez, explicarlas. Así ha ocurrido a menudo en las
ciencias naturales, cuando tipos de fenómenos aparentemente muy disímiles
finalmente fueron comprendidos como manifestaciones de hechos de una
misma clase: una tormenta de rayos, la aparición del arco iris y los
movimientos de la aguja de una brújula son fenómenos a primera vista
completamente diferentes y regidos, en cada caso, por leyes específicas; sin
embargo, todos ellos pueden ser explicados por la teoría electromagnética si
se la considera, en cada caso, en conjunción con las condiciones iniciales
diferentes correspondientes a cada uno de los sistemas mencionados.
Por lo tanto, en opinión de Nagel, el carácter cultural e históricamente
condicionado de los fenómenos sociales no representa, en principio, ningún
obstáculo insuperable para la formulación de leyes transculturales de gran
generalidad. Hace notar al respecto que en las ciencias naturales se utilizan
recursos apropiados para formular las leyes de manera que abarquen grupos
de fenómenos parcialmente diferentes. Uno de esos recursos es utilizar
conceptos que pueden representar magnitudes distintas de acuerdo con las
diferencias que presenten las clases de fenómenos a los cuales se aplica la
ley. Así, la gravedad lunar, es decir, la fuerza de atracción que ejerce la Luna
sobre otros cuerpos adquiere un valor distinto que la gravedad terrestre. Sin
embargo, la ley de la gravitación está formulada de manera tal que valga para
cuerpos cualesquiera independientemente de que la fuerza de atracción sea
mayor o menor.
Otro recurso propio de las ciencias naturales que ha permitido la
formulación de leyes universales consiste en referirlas a condiciones ideales,
es decir, situaciones en las que no se toman en cuenta aspectos siempre
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presentes en las circunstancias reales correspondientes. Por ejemplo, la ley de
Galileo, que adjudica la misma velocidad de caída para todos los cuerpos,
independientemente de su peso, está formulada para objetos que se desplazan
en el vacío, por más que los cuerpos terrestres se mueven siempre a través de
algún medio que ofrece cierta resistencia y, de hecho, descienden con
velocidades bastante diferentes. Así pues, parecería que la creencia de que las
investigaciones sociales no pueden descubrir leyes universales en virtud de la
especificidad de las condiciones culturales deriva de una estrecha
comprensión de la naturaleza de las leyes científicas que no tiene en cuenta,
precisamente, la utilidad de ignorar, en muchos casos, las circunstancias
específicas de los fenómenos analizados.

4. El conocimiento de los fenómenos sociales como variable


social

Hay una característica de las ciencias sociales que no parece hallar


paralelo alguno en las ciencias naturales. Se trata de la circunstancia de que el
conocimiento de los fenómenos sociales adquirido por los científicos y
eventualmente transmitido a otros integrantes del cuerpo social puede alterar
de manera significativa el comportamiento de estos últimos. De este modo,
someter a investigación a los seres humanos o llegar a conocer ciertos
aspectos de los fenómenos sociales –predecir algunas de sus consecuencias,
por ejemplo– podría transformarse en una variable que alteraría el curso de
los hechos sociales y así anularía la posibilidad misma de formular leyes
generales. Estos problemas abarcan por lo menos dos cuestiones diferentes:
una relativa al proceso de investigación, y la otra a los resultados alcanzados
en dichas investigaciones. Así, podríamos analizar el tema a través de la
formulación de las siguientes preguntas: En primer lugar, ¿puede la propia
realización de la tarea de investigación de un fenómeno social convertirse en
un factor capaz de modificar las variables que intervienen en el mismo
hecho? Por otra parte, ¿puede el conocimiento que llegaran a adquirir los

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individuos acerca de las predicciones que se han hecho sobre su conducta
llevarlos a actuar de una manera diferente?
En cuanto al primer interrogante, en la investigación social es frecuente el
uso de cuestionarios y diversos tipos de entrevistas para la recolección de
datos sobre los cuales se apoyan, luego, las conclusiones obtenidas. El
problema señalado por algunos estudiosos del campo social es que en tanto
las personas encuestadas saben que están siendo objeto de estudio pueden
ofrecer intencionalmente respuestas que no reflejen sus verdaderas creencias
u opiniones. En ese caso, los sujetos de investigación pueden actuar de tal
manera que viciaría el procedimiento.
Nagel admite, por supuesto, que tal situación representa una dificultad
seria. Sin embargo, sostiene que no es una dificultad exclusiva de las
disciplinas sociales y tampoco constituye, en principio, un problema
insuperable. En las ciencias naturales la utilización de instrumentos de
medición, por ejemplo, puede provocar modificaciones en las propias
magnitudes que se pretenden medir. La introducción de un termómetro en un
líquido, por caso, puede modificar en alguna proporción su temperatura. Sin
embargo, decir que la magnitud medida se altera por la acción de los
instrumentos de medición no equivale a sostener que no pueda asignarse un
valor a la magnitud, o que no se pueda calcular el margen de error aplicando
leyes conocidas. De acuerdo con Nagel, no hay diferencia sustantiva, en este
aspecto, entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. Es lo mismo si la
modificación en la entidad estudiada es producida por la intervención de un
instrumento de medida o si lo es por el conocimiento que los hombres tienen
de que son objeto de investigación. Y si bien es cierto que las disciplinas
sociales cuentan con menor número de leyes bien fundadas que permitan
calcular en qué medida la propia investigación modifica las propiedades
originales del fenómeno estudiado –es decir, las propiedades que hubiera
poseído si no hubiese sido sometido a investigación– la diferencia entre uno y
otro tipo de ciencias no es decisiva, porque existen ciertos recursos que
permiten reducir la incidencia del problema. En las ciencias sociales
frecuentemente se utilizan técnicas y procedimientos para observar la
conducta de los individuos sin que ellos tengan la posibilidad de modificar su
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comportamiento de manera que invalide totalmente la investigación. Un
ejemplo de este tipo de recursos es la utilización de “técnicas proyectivas” en
situaciones en las cuales, si bien los sujetos saben que están siendo sometidos
a estudio, no son concientes de los objetivos perseguidos por la investigación
o ignoran qué aspectos de su conducta se está tratando de investigar.
Por otra parte, suele afirmarse que aunque las predicciones de sucesos
sociales sean el resultado de investigaciones bien fundadas, cuando tales
resultados toman conocimiento público los agentes pueden modificar su
conducta e invalidar, de este modo, las predicciones establecidas. Por tal
motivo, se considera que las predicciones sociales son a menudo
absolutamente inciertas y muestran que es imposible formular leyes sociales
que sean válidas para el futuro.
Hay dos tipos de predicciones que ilustran esta clase de situaciones. El
primero corresponde a las llamadas “predicciones suicidas”. Se trata de
afirmaciones que, en el momento en que fueron formuladas se hallaban bien
fundadas, de modo que muy probablemente habrían de cumplirse, y sin
embargo, a causa de que por algún motivo tales predicciones tomaron
conocimiento público finalmente quedaron refutadas. Así, por ejemplo, la
amenaza de una guerra en la que participan países petroleros permite predecir
que escaseará el combustible en otros países; pero precisamente debido a esa
información los importadores podrían acumular un gran stock antes del
estallido de la guerra y, de esa manera, la escasez predicha finalmente no se
produce.
El otro tipo de predicciones corresponde a las denominadas “profecías
autorrealizadoras”, afirmaciones que con toda probabilidad habría que
considerar falsas en el momento en que se las formula pero que se convierten
en verdaderas a causa de las acciones emprendidas como resultado de la
creencia en tales predicciones. Frente a la creencia, en principio infundada, de
que habrá una corrida del dólar, los ahorristas podrían invertir en la compra
de la moneda extranjera y, consecuentemente, el aumento en la demanda
transformará la creencia en una predicción verdadera.
Como en otras ocasiones, Nagel argumenta que esta clase de situaciones
no es exclusiva del ámbito de las ciencias sociales. Pero, por otra parte,
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afirma que si bien la presencia de este tipo de dificultades es innegable y
puede entorpecer la búsqueda de generalizaciones referidas a los fenómenos
sociales, por sí misma no elimina la posibilidad de establecer leyes en el
ámbito de las disciplinas sociales. Hace notar, entre otras razones, que un
enunciado legal tiene, aunque sea implícitamente, la forma de un enunciado
condicional en el cual se afirma que bajo ciertas condiciones antecedentes se
producen –ya sea invariablemente o con una determinada frecuencia relativa–
ciertos efectos. Dada su forma lógica, entonces, si en circunstancias
específicas los efectos previstos por la ley no se producen en virtud de que no
se cumplen las condiciones antecedentes, ello no constituye una refutación de
la ley. Ahora bien, en el caso de las predicciones suicidas, el conocimiento de
la predicción por parte de los actores sociales equivale, en realidad, a una
modificación de las condiciones de aplicación de la ley. Dicho de otro modo,
en estas circunstancias las condiciones mencionadas en el antecedente se han
tornado falsas porque originalmente excluían la posibilidad de que los sujetos
estuvieran en conocimiento de la predicción. Pero si el antecedente es falso,
el incumplimiento de su consecuente no puede ser considerado una
refutación. Un razonamiento similar puede mostrar que la existencia de
profecías autorrealizadoras tampoco significan que no puedan formularse
leyes relativas a la conducta social.

5. El problema de los valores

Una de las tesis muchas veces defendida por quienes subrayan las
diferencias entre las ciencias naturales y los estudios sociales es la que se
refiere al carácter intrínsecamente valorativo de la investigación social. La
idea que alimenta esta actitud es la creencia de que las valoraciones sociales
están presentes en las distintas etapas de la investigación, de modo tal que es
imposible alcanzar un conocimiento neutral, universalmente válido. Así, por
ejemplo, se sostiene que en el área de las ciencias sociales la selección de los
hechos a investigar depende de los juicios de valor que posee el científico

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respecto de qué problemas son importantes, esto es, qué tipo de cuestiones
son culturalmente significativas. Pero si bien Nagel acepta, de hecho, que el
tema de investigación depende de los intereses y motivaciones del científico,
considera que tal situación no marca ninguna diferencia sustantiva con la
investigación que se lleva a cabo en el dominio de las ciencias naturales por
cuanto, en estos casos, los investigadores también suelen seleccionar las
cuestiones que han de estudiar conforme a sus intereses personales.
Otro argumento, quizá de mayor peso, en contra de la posibilidad de
lograr una ciencia social neutralmente valorativa es el que establece que el
científico social es él mismo un agente social y, por lo tanto, traslada sus
propias valoraciones al análisis de los fenómenos que estudia. Sin embargo,
en opinión de Nagel, esto no representaría una dificultad mayor si no fuera
porque sus defensores sostienen, además, que en las ciencias sociales no
pueden distinguirse las categorías de hechos y valores: los valores están tan
intrínsecamente mezclados con los hechos que no es posible formular
enunciados puramente descriptivos. Así, pretender eliminar los juicios de
valor equivale a eliminar la ciencia social misma.
En opinión de Nagel, tal argumentación pasa por alto una distinción,
fundamental, entre dos tipos de juicio de valor: los que denomina juicios de
valor caracterizadores y los que llama juicios de valor apreciativos. Los
juicios de valor caracterizadores son el resultado de las evaluaciones de
elementos de juicio que apoyan la afirmación de la presencia o ausencia de
una determinada propiedad en un caso o situación dada. Es el caso de la
diagnosis de una enfermedad por parte de un médico. La anemia, por
ejemplo, es la manifestación de una cantidad insuficiente de glóbulos rojos en
la sangre, pero antes de concluir que un paciente efectivamente la padece, el
médico tiene que evaluar varias condiciones relativas además del número de
glóbulos rojos que contiene su sangre, como, por ejemplo, su edad y la altitud
de la zona que habita. Los juicios de valor apreciativos, en cambio,
representan evaluaciones comprometidas con una actitud de aprobación o
desaprobación a propósito de una situación. Cuando un médico diagnostica
que un paciente está anémico, seguramente considera esa situación como
indeseable y procurará indicar un tratamiento para modificarla, pero se trata
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de una clase de valoración diferente de la que corresponde al diagnóstico
previo. Los ejemplos muestran que las valoraciones son de distinto tipo y que
el diagnóstico de la anemia es independiente del juicio apreciativo sobre la
necesidad de curarla. Nagel es consciente, sin embargo, de que muchas veces
las evaluaciones caracterizadoras pueden estar influidas por factores
valorativos inconscientes, así como por prejuicios y varios tipos de
limitaciones subjetivas, pero aun cuando su incidencia parezca más
importante en el caso de las ciencias sociales, se trata de limitaciones que
afectan, en mayor o menor medida, toda posibilidad de conocimiento humano
y sería, por tanto, un despropósito fundar en estas características una
diferencia absoluta entre las ciencias naturales y las sociales y concluir que
estas últimas están impedidas de alcanzar toda objetividad. El análisis de
Nagel, así como sus argumentos dirigidos a mostrar que, en principio, la
investigación social puede llegar a hacer uso de los mismos recursos de
metodología teórica empleados en las ciencias naturales no pretenden valer
como una descripción de la actividad efectiva de los científicos sociales sino,
en todo caso, como una seria legitimación de la posibilidad de llevarla a cabo
en condiciones de rigurosidad. Pero la concreción de esta posibilidad,
naturalmente, no depende de argumentaciones filosóficas sino de los
resultados de la actividad de los investigadores sociales.

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CAPÍTULO 9
LA HERMENÉUTICA

1. La tradición hermenéutica

Las acciones humanas, y sobre todo las que tienen un carácter social, se
caracterizan porque en ellas juega un papel importante la presencia de algún
tipo de interpretación. La actividad social requiere la comprensión de la
conducta de los participantes y esta circunstancia ha llevado a sostener que la
metodología de las ciencias sociales, en contraste con las formas de
investigación propias de las ciencias naturales, consiste, precisamente, en la
aplicación de procedimientos interpretativos. Para referirse a ellos, algunos
autores utilizan el término hermenéutica. En sus orígenes, la palabra estaba
asociada a la idea de la eficacia en la expresión lingüística, pero se la ha
empleado con significados un tanto diferentes en distintos contextos. Platón
describía a los poetas como hermeneutas, esto es, como intérpretes de los
dioses, y durante muchos siglos la hermenéutica estuvo identificada con la
interpretación de escritos sagrados; pero también se aludía con este nombre a
la práctica de comprender textos literarios o cuerpos legales. Durante la época
de la Reforma, el deseo de establecer la correcta interpretación de la Biblia
sin dejarse llevar por la lectura católica tradicional hizo que la hermenéutica
adoptara una manifestación sistemática. Pero más tarde, en el período del
Iluminismo, junto con la desmitificación de la religión, la hermenéutica
abandona el terreno de la exégesis bíblica y se orienta en una dirección
filosófica más amplia: se constituye como ciencia de la interpretación en
general.
En el siglo XIX, Friedrich Schleiermacher concibió la hermenéutica
como la ciencia de los significados que investiga todas las formas de
comunicación humana, no sólo el análisis de los textos sino también el
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estudio de las culturas y, en particular, la cuestión de la comprensión de las
culturas temporalmente remotas. Entendida como una disciplina técnica que
prescribe un método de investigación, la hermenéutica abarca toda una serie
de aspectos. Desde el punto de vista gramatical, la interpretación atiende al
discurso en el contexto del sistema lingüístico global al que pertenece. Pero,
en la medida en que todo discurso es producto de un autor, el análisis
psicológico rastrea el ámbito de la producción de los pensamientos
individuales. El examen comparativo, por su lado, clarifica la interpretación
con el auxilio de elementos tomados del campo de la historia y la filología.
Por último, la captación del significado de un texto depende de los insights
propios del intérprete.
Esta concepción de la hermenéutica estuvo fuertemente influida por un
enfoque psicologista. El método hermenéutico implica la habilidad de
comprender las intenciones de otros seres humanos con el fin de penetrar en
los significados ocultos de sus manifestaciones lingüísticas. La esencia del
método consiste, para decirlo de algún modo, en “entrar en la mente” del
autor o del hablante. En este sentido, la hermenéutica fue concebida como
una especie de comprensión empática: el lector o el hablante debe tender a
identificarse con el autor.
La herencia de Schleiermacher se aprecia en la caracterización de la
hermenéutica brindada por Dilthey; sin embargo, el interés de este autor
estaba centrado en la identificación de un método que fundamentara las
ciencias del espíritu y marcara sus contrastes con las ciencias naturales. En su
Introducción a las ciencias del espíritu (1883), Dilthey afirma que las
ciencias humanas y las ciencias de la naturaleza se diferencian ante todo por
su contenido. Mientras las últimas estudian los fenómenos exteriores al
hombre, las primeras, en cambio, investigan el mundo de las relaciones entre
los individuos, de cuyas características el investigador posee una conciencia
inmediata. Pero esta diferencia en el contenido se corresponde, asimismo, con
una distinción cognoscitiva: la observación externa en el caso de las ciencias
naturales y la observación interna en el de las ciencias del espíritu. Pues, en
tanto las ciencias naturales buscan la explicación causal de los fenómenos, las
ciencias del espíritu, a su turno, procuran la comprensión de la vida mental
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enraizada en la Erlebnis o “experiencia vivida”.
En sus primeros escritos Dilthey encontró el fundamento de la
comprensión objetiva en la psicología, la disciplina que concibió como el
modelo de las ciencias del espíritu. Pero la “psicología descriptiva o
analítica” que desarrolla se contrapone, precisamente, a la “psicología
explicativa” elaborada bajo el patrón de las ciencias naturales, una psicología
asociacionista que deriva toda la vida mental a partir de ciertos elementos
básicos tales como las representaciones. La vida psíquica, tal como la
investiga la psicología descriptiva, en cambio, no es una entidad inferida a
partir del pensamiento sino, simplemente, una estructura vivida: la realidad
de la vida psíquica –de acuerdo con Dilthey– no puede ser explicada a través
de la formulación de hipótétisis sino, más bien, como resultado de una
experimentación directa. Ello no significa, por cierto, que se trate de un
proceso instrospectivo; muy por el contrario, la comprensión de la estructura
psíquica es concebida como un proceso de interpretación de las
“objetivaciones de la vida”, las expresiones o manifestaciones externas del
pensamiento y de la acción humanos. Así, de acuerdo con Dilthey, el hombre
se conoce a sí mismo en la historia: el mundo humano se configura a través
de las relaciones entre individuos, en el seno de sistemas culturales y de
organizaciones sociales que poseen una existencia histórica. En otras
palabras, dado que el sentido y el significado surgen únicamente en el
hombre, pero no en el hombre individual sino en el hombre históricamente
constituido, la psicología analítica que Dilthey propone como fundamento de
las ciencias del espíritu es, esencialmente, una hermenéutica histórica.
El pensamiento de Heidegger, según sus propias confesiones, debe
mucho a las investigaciones acerca del rol fundante de la historia
desarrolladas por Dilthey. No obstante, el autor de Ser y Tiempo otorga a la
hermenéutica una nueva significación. Heidegger no entiende la
hermenéutica meramente como un método, el que corresponde a las ciencias
del espíritu, sino como una interpretación del ser humano (Dasein) y de la
vida misma.
Sus análisis surgen en el contexto de la crítica a la fenomenología
husserliana. Con una clara influencia de la filosofía de Descartes, el objetivo
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de Husserl había sido convertir la filosofía en ciencia estricta, y ello suponía
adoptar una actitud exenta de supuestos, expurgada de todo aquello que no
fuera inmediato u originario. Así, la actitud fenomenológica consiste en
“atenerse a las cosas mismas” una actitud que sólo es posible a partir de la
intuición eidética, es decir, de la captación directa de la esencia. La reducción
eidética consiste, precisamente, en “poner entre paréntesis” (epojé) las
características accidentales del objeto, es decir, no tomar en cuenta los
aspectos contingentes, de manera que se conserve sólo su esencia. Pero esta
reducción fenomenológica se extiende a la conciencia misma que se erige, de
este modo, como conciencia pura, como subjetividad trascendental. Este
nivel de la reducción fenomenológica supone, fundamentalmente, dejar de
lado la tesis general de la actitud natural, esto es, suspender la creencia en la
realidad del mundo –tanto del mundo natural como del mundo cultural– para
recobrar luego su sentido en la pura subjetividad trascendental. El
compromiso con el mundo natural es puesto en epojé para convertirlo en
fenómeno, en fenómeno-de-mundo, esto es, en objeto intencional de la
conciencia pura, de la subjetividad trascendental que le da sentido. La
filiación cartesiana de Husserl se completa, entonces, con su acercamiento a
la doctrina de Kant. Con la fenomenología transcendental queda cumplida la
tarea de convertir la filosofía en una ciencia sin supuestos.
La circunstancia de que Heidegger dedicara Ser y tiempo a Husserl
manifiesta, por cierto, el reconocimiento de su deuda con la fenomenología.
Sin embargo, es a la vez en este texto donde se exhiben, también, sus
profundas diferencias. En la obra no hay nada parecido a una reducción
fenomenológica que destaque la presencia de un yo trascendental, o a una
intuición de esencias en el sentido de Husserl. El punto inicial elegido por
Heidegger es la pregunta por el significado (Sinn) del Ser. Y su manera de
proceder es hermenéutica en cuanto parte de la interpretación de la situación
del hombre. Una de las ideas centrales de Ser y Tiempo es el análisis del
Dasein, del hombre que tiene la posibilidad de hacer la pregunta por el Ser, y
que por ello ocupa una posición privilegiada en relación con todos los otros
seres. Al concebir el Dasein como ser-en-el-mundo, el viejo problema de la
relación entre el sujeto y el objeto se vuelve superfluo. A diferencia de
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Husserl, Heidegger concibe la comprensión como lo que constituye el propio
mundo de la vida, y no como algo que se alcanza a través de la conciencia
pura. La comprensión debe entenderse como un acto o determinación
particular entre otros, no es un método de conocimiento sino un modo de ser,
esto es, “un modo fundamental del Dasein”.

2. La hermenéutica de Gadamer

El examen filosófico de la hermenéutica adquiere particular relevancia en


la obra de Georg Gadamer, quien fue discípulo de Husserl y de Heidegger en
la Universidad de Friburgo después de haberse doctorado en Marburgo en
1922, bajo la dirección de Nicolai Hartman y Paul Natorp. Profesor en
Marburgo, Leipzig, Frankfurt y Heidelberg, Gadamer ocupó en esta última
ciudad la cátedra de filosofía que había desempeñado previamente Karl
Jaspers. Después de su retiro en 1968, pasó a enseñar en los Estados Unidos,
en el Boston College. Publicó importantes trabajos sobre la hermenéutica en
Platón, Hegel y otros; pero su obra más significativa es Verdad y Método,
cuya edición alemana se conoció en 1960.
Al igual que Heidegger, Gadamer rechaza el punto de vista que se
restringe a identificar la hermenéutica con el método propio de las ciencias
históricas y humanas. Él mismo deja en claro que si bien adoptó el término
“hermenéutica”, de ningún modo intentó formular una preceptiva para la
comprensión y la interpretación de determinados textos, a la manera de la
antigua hermenéutica que se ocupaba de la interpretación de los escritos
bíblicos, así como tampoco fue su objetivo elaborar una metodología para las
ciencias del espíritu. Su interés era, fundamentalmente, de carácter filosófico:
reflexionar acerca de la naturaleza de la comprensión. No se trata entonces de
una metodología de las ciencias del hombre, aunque la concepción
hermenéutica pueda servir para los propósitos de esas disciplinas. Sin
embargo, del hecho de que haya manifestado cierto desinterés por las
cuestiones relativas a la metodología científica no debe inferirse que

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Gadamer asumió una posición completamente ajena a esa problemática. La
perspectiva que propugna, lejos de constituir un “compromiso acientífico” o
expresar un rechazo de la ciencia moderna, conforma, por el contrario, el
descubrimiento y la toma de conciencia de un aspecto que precede y hace
posible toda investigación, un elemento que no está restringido a las llamadas
ciencias del espíritu porque compone el conjunto de la experiencia humana
del mundo y la praxis vital (Gadamer, 1988: 12).
Por ese motivo, Gadamer se aparta de la distinción formulada por Dilthey
entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu, una separación
que lleva consigo una dicotomía metodológica en la medida en que
proporcionar explicaciones de los fenómenos es una tarea propia de las
primeras, así como comprender los hechos humanos es la función de las
segundas. Para Gadamer, la comprensión –tal como fue señalado por
Heidegger– no es un mero comportamiento subjetivo respecto de un objeto
dado, sino que es el modo de ser propio del Dasein. Así, el concepto de
“hermenéutica” refiere a la experiencia del mundo, a aquello que es común a
toda forma de comprender, a la “historia efectual”. Hay una precomprensión
propia del Dasein como ser-en-el-mundo, una precomprensión que refiere a
la “historia continuamente influyente” y que hace posible la comprensión
reflexiva de la ciencia como producto relativizado a un momento histórico.
Según las propias declaraciones de Gadamer, Verdad y Método se asienta
sobre una base fenomenológica; pero esta afirmación no debe entenderse en
el sentido de la filosofía fenomenológica de Husserl. Gadamer se opone a la
tesis husserliana de la filosofía elaborada como una ciencia estricta, donde la
conciencia se presenta como conciencia pura, como un yo trascendental. El
reconocimiento de la historicidad del ser humano, que impide concebir al
hombre como un sujeto que se enfrenta al mundo sin supuestos, sin
prejuicios, diferencia la filosofía de Gadamer de la fenomenología de Husserl
y del racionalismo de Descartes.
Desde sus primeros trabajos, Gadamer permaneció ligado a la convicción
de que la filosofía estaba conectada con la experiencia del arte. Pero es en
Verdad y Método donde esta idea se manifiesta plenamente. Gadamer,
siguiendo a Heidegger, sostiene que la verdad es anterior al método y reside
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en la estructura ontológica de la comprensión. La experiencia que se produce
cuando alguien observa una obra de arte, según Gadamer, muestra claramente
que no existe un abismo ontológico entre el que comprende y lo
comprendido. El intérprete y la obra se funden en el acto de la comprensión.
Así, la experiencia del arte se convierte en el modelo de la experiencia
hermenéutica en general y exhibe el carácter universal del fenómeno de la
comprensión.
La fundamentación de esta experiencia hermenéutica universal supone el
análisis de cuatro conceptos básicos: el círculo hermenéutico; los prejuicios
como condición de posibilidad de la comprensión; la distancia temporal y la
“historia efectual”. Con la denominación de “círculo hermenéutico”,
Gadamer se refiere al hecho de que la comprensión se halla siempre
mediatizada por nuestros preconceptos o nuestros prejuicios. El sentido del
texto o de la obra artística sólo se manifiesta en la medida en que accedemos
a ellos a partir de ciertas anticipaciones. La comprensión consiste en la
elaboración de este proyecto previo y su reelaboración en un movimiento de
continua revisión. No existe “la” interpretación en el sentido de una
interpretación verdadera. Estas circunstancias indican que la interpretación se
mueve a lo largo de un camino circular. Toda interpretación parte ya de una
suerte de interpretación preliminar que existe previamente, se produce
siempre dentro de los límites de un círculo hermenéutico. Puesto que no es
posible salir de ese círculo y adoptar un punto de vista carente de prejuicios,
la comprensión se revela en la conciencia de nuestra particular situación
hermenéutica, del rol que juegan las anticipaciones que habrán de
condicionar la comprensión del texto o de la obra de arte. Pero Gadamer
aclara que el hecho de que no exista una única interpretación no equivale a
suscribir una posición relativista o injustificada. La comprensión alcanza su
auténtica realización precisamente si no parte de presuposiciones arbitrarias.
El intérprete no se limita a permanecer en el marco de sus propios
preconceptos; por el contrario, pone a prueba la legitimidad y la validez de
sus presuposiciones confrontándolas con el texto. En otros términos, a partir
de sus prejuicios, el intérprete esboza una primera aproximación al texto, un
primer bosquejo que puede resultar más o menos adecuado o equivocado. El
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posterior análisis del texto determinará si el proyecto inicial ha resultado
correcto. Si la primera interpretación se muestra en discrepancia con el texto,
si choca con él, entonces el intérprete elaborará una nueva interpretación, un
nuevo proyecto para dotarlo de sentido, y lo comparará a su vez con el texto
para establecer su adecuación. El proceso puede reiterarse ad infinitum, pues
la tarea hermenéutica consiste en una labor nunca acabada en razón de que en
el transcurso de la historia humana crece el saber sobre el contexto en el que
se halla inserta la obra que tratamos de comprender, varían las conjeturas
preliminares y cambia la perspectiva desde la que el texto ha sido
considerado. Siempre es posible encontrar interpretaciones nuevas y mejores.
Pero el reconocimiento del carácter necesariamente prejuicioso de toda
comprensión no equivale a señalar simplemente sus limitaciones, porque la
existencia de prejuicios es una condición necesaria de la posibilidad de iniciar
el proceso de interpretación. Esta tesis de Gadamer constituye una
rehabilitación del concepto de prejuicio, pues no lo presenta en términos
negativos –es decir, como el factor que distorsiona una comprensión
adecuada–, sino, por el contrario, como aquello que la hace viable. Gadamer
considera útil el análisis de la influencia que ejercen los prejuicios en el
conocimiento, los ídolos que Bacon había denunciado en el siglo XVII; pero
sus conclusiones tienen un sentido opuesto al propósito de Bacon. Una vez
que los ídolos han sido descubiertos, cuando se han hecho evidentes –señala
Bacon–es necesario purgar la mente de tales elementos. Gadamer, en cambio,
defiende la tesis de que una vez que se han hecho concientes, los prejuicios
deben ponerse a prueba de manera incesante, corrigiéndolos o eliminándolos,
reemplazándolos por otros mejores. Los prejuicios constituyen las ideas que
configuran la cultura y la tradición. Y en contra del ideal ilustrado que
enfrenta la tradición con la razón, Gadamer legitima el valor de la tradición y
subraya su importancia para hacer posible el conocimiento: “La superación
de todo prejuicio, esta exigencia global de la Ilustración, revelará ser ella
misma un prejuicio [...] Para nosotros la razón sólo existe como real e
histórica, esto es, la razón no es dueña de sí misma sino que está siempre
referida a lo dado en lo cual se ejerce” (ibidem: 343). En la medida en que la
autoridad interviene en el conocimieto, de hecho se convierte en fuente de
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prejuicios; pero ello no excluye la posibilidad de que pueda ser, también,
fuente de verdad, una alternativa que ha sido ignorada por la Ilustración.
En razón de que la interpretación está mediatizada por el proceso
histórico, lejos de constituir la reproducción de un sentido originalmente
impreso por el autor en su obra, es más bien un acto de producción. Una vez
que el texto ha sido engendrado posee una vida autónoma cuyas
consecuencias sobre la historia posterior el autor no podía haber imaginado.
Pero el que interpreta el texto también lo hace a la luz de los efectos
históricos que ha provocado, su historia efectual. Así, la distancia temporal
entre el intérprete y lo interpretado no representa un obstáculo, no es algo que
debe ser superado, conforme dictamina el principio historicista que marca la
necesidad de “desplazarse al espíritu de la época”. Por el contrario, la
hermenéutica propugna valorar la distancia temporal como una dimensión
positiva y productiva de la comprensión. Entender es un proceso que
incorpora la historia efectual. Así, Gadamer afirma:
“La conciencia histórica tiene que hacerse consciente de que en la aparente inmediatez con
que se orienta hacia la obra o la tradición está siempre en juego este otro planteamiento [el de
la historia efectual], aunque de una manera imperceptible y en consecuencia incontrolada”
(ibid., 1988: 370-371).

Cuanto más nos alejamos temporalmente del texto, nos acercamos a él


por medio de una interpretación más rica, ya que aumenta el grado de
conocimiento que permite descartar las interpretaciones inadecuadas
substituyéndolas por otras nuevas y más apropiadas.
En opinión de Gadamer, cuando se intenta negar la historia efectual bajo
la ingenua pretensión de emplear una metodología neutral, el resultado no es
más que una auténtica deformación del conocimiento. Pero, por otra parte, el
reconocimiento de esta historia efectual no puede ser concebido en términos
de un saber finalmente objetivo, “ser histórico significa no agotarse nunca en
el saberse” (ibid.: 372). La historia efectual, afirma Gadamer, nos condiciona
mudamente y, en tanto condicionante, limita nuestras posibilidades de ver,
nuestro horizonte de comprensión; pero esta limitación no debe ser entendida
de un modo negativo, a la manera de una restricción impuesta a la
interpretación. Ni el horizonte del intérprete ni el horizonte de lo interpretado
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se encuentran cerrados. El horizonte del pasado, que se manifiesta bajo la
forma de la tradición, se encuentra en un perpetuo movimiento. Todos los
horizontes forman el gran horizonte que rodea la profundidad histórica de
nuestra conciencia más allá de las fronteras del presente. La comprensión no
supone un desplazamiento hacia un horizonte extraño para reconstruirlo
objetivamente, sino que se funda en una “fusión de horizontes”. Esta fusión,
en la que se inserta la historia efectual, se concreta en el lenguaje y, de este
modo, el lenguaje se convierte en el hilo conductor de la hermenéutica. Así,
Gadamer afirma que “todo lo que es comprensible puede ser dicho” y, por
ende, “todo lo que hay que presuponer en la hermenéutica es únicamente
lenguaje”.
Gadamer parte de dos experiencias corrientes que giran en torno del
carácter lingüístico de la comprensión: la conversación y la traducción. Es en
la conversación donde se logra el acuerdo de los interlocutores y el consenso
acerca del asunto en cuestión. Comprender lo que uno dice no significa
ubicarse en el lugar del otro, adoptar una actitud empática para reproducir sus
vivencias. Comprender lo que uno dice es ponerse de acuerdo respecto del
tema. El lenguaje adquiere su verdadero ser en la conversación, en el mutuo
entendimiento. En el caso de la traducción, ésta no es una simple
reproducción del proceso psíquico original que subyace a lo escrito, sino una
recepción del texto realizada en virtud de la comprensión de aquello que está
dicho en él. Toda traducción es, en definitiva, una interpretación, y todo
traductor es, por ello, un intérprete. La tarea de interpretación propia del
traductor o del interlocutor de una conversación no se distingue de la tarea
hermenéutica general. Podría hablarse, pues, de una “conversación
hermenéutica” cuya forma de realización no se da en calidad de cosa mía o de
mi autor sino de la cosa común a ambos (ibid.: 466-467). El sentido
expresado en un escrito no está acotado ni al horizonte del autor ni al
horizonte del intérprete. Lo que está plasmado en un texto queda absuelto de
la contingencia de su origen y se halla libre para nuevas referencias.
Gadamer aclara que la interpretación lingüística es la forma de
interpretación en general. Se da también donde lo interpretado no es de
naturaleza lingüística, no es un texto, sino un cuadro o una obra musical. Las
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formas de interpretación no lingüística suponen la “lingüisticidad”. El
lenguaje no es concebido como un instrumento sino como el rasgo esencial
de la comprensión: el entendimiento no se produce por medio del lenguaje
sino en el lenguaje, en la conversación. No es una forma simbólica más, sino
un concepto que abarca todas las demás expresiones simbólicas, como el
mito, el arte, y demás. Así, de acuerdo con Gadamer, la filosofía
hermenéutica deviene en ontología del lenguaje, pues es precisamente en el
lenguaje donde se tiene acceso a la verdad. En otras palabras, la hermenéutica
es “ontología hermenéutica” porque el lenguaje es experiencia de mundo. No
es una característica del hombre sino que es la condición de posibilidad para
que haya un mundo para el hombre.

3. Otra interpretación de la hermenéutica

Aunque la intención de Gadamer, tal como hemos señalado, no fue


desarrollar una preceptiva para las ciencias humanas, en la medida en que
estas ciencias recurren a la hermenéutica, su metodología parece rivalizar con
los procedimientos que habitualmente se les atribuyen a las ciencias
naturales. Pero en un artículo cuyo título podría resultar provocativo para
muchos lectores, “Hermeneutics and the Hypothetico-Deductive Method”,
Dagfinn Føllesdal presenta un particular punto de vista sobre la
hermenéutica. Sostiene que el método hermenéutico es el método hipotético-
deductivo aplicado a material significativo (textos, obras de arte, acciones,
etc.) (Føllesdal, 1994: 241). Con un matiz irónico, considera que cuando
Habermas y otros restringen el método hipotético-deductivo a las ciencias
naturales,[7] no explican qué entienden por dicho método, y tampoco en sus
afirmaciones es posible reconocer alguna característica apta para establecer
una similitud con aquello a lo cual aluden. Así, pues, con el objetivo de
fundamentar su tesis, Føllesdal describe en pocas palabras los rasgos
distintivos del método hipotético-deductivo: una aplicación de dos
operaciones, a saber, la formulación de hipótesis y la deducción de

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consecuencias a partir de ellas, con el fin de arribar a creencias que, aunque
hipotéticas, se hallan bien apoyadas en la experiencia (ibid.: 234). En otros
términos, conforme al método hipotético-deductivo, las hipótesis quedan
justificadas a partir de sus consecuencias; y en el caso de que dos hipótesis
acuerden igualmente bien con la experiencia, la simplicidad puede ser un
criterio para elegir entre ellas.
A los efectos de ilustrar cómo la hermenéutica procede conforme al
método hipotético-deductivo, Føllesdal analiza un ejemplo tomado de la
literatura: la interpretación del rol que juega un personaje, el extranjero, en la
obra Peer Gynt, de Henrik Ibsen. El extranjero aparece sólo dos veces en
todo el argumento: una vez al lado de Peer Gynt, mientras éste se encuentra
muy nervioso en el barco que atraviesa una fuerte tormenta, y por segunda
vez, nadando al lado del bote salvavidas donde se halla Peer. Føllesdal
examina, entonces, cinco interpretaciones que se han ofrecido sobre el
extranjero: i) El extranjero representa la ansiedad, ya que aparece siempre
que Peer está ansioso. ii) El extranjero representa la muerte, pues la ansiedad
de Peer no es más que la expresión del miedo a la muerte. iii) El extranjero
alude al mismo Ibsen; esta interpretación se funda en el conocimiento de
ciertos rasgos de la personalidad del autor que coinciden con la descripción
que aparece en aquellos pasajes que caracterizan el personaje. iv) El
extranjero es el diablo; esta interpretación se apoya, entre otras, en el hecho
de que el personaje afirma que nada bastante bien con la pierna izquierda y,
tradicionalmente, el diablo aparece representado con un casco de caballo en
el pie derecho. Y, finalmente, v) el extranjero es el espíritu de Lord Byron,
pues Byron era un buen nadador aunque tenía un defecto en su pie derecho.
No es el objetivo de Føllesdal optar por una de las interpretaciones
propuestas. Su interés reside en mostrar cómo, al interpretar un texto, se
procede de manera hipotético-deductiva: se plantea una hipótesis global y se
la contrasta a través de sus consecuencias en relación con los detalles del
texto. Para evaluar una interpretación es necesario tomar en consideración
tres cuestiones: a) en qué medida las hipótesis coinciden con los datos y si las
hipótesis colaterales utilizadas se hallan bien apoyadas por la evidencia o, por
el contrario, son meras hipótesis ad hoc para salvar los fenómenos; b) cómo
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las hipótesis se articulan con otros pasajes del texto; y c) atender a la
circunstancia de si existen otras hipótesis que se articulan igualmente bien
con los datos pero son más simples. Así, al igual que en otras ramas de la
ciencia, en las ciencias sociales y en las humanidades pueden formularse
varias interpretaciones (hipótesis) posibles que serán contrastadas a partir de
sus consecuencias.
Naturalmente, Føllesdal se adelanta a algunas objeciones que podrían
esgrimirse y ofrece una respuesta. En primer lugar, se suele afirmar que el
método hipotético deductivo es un procedimiento específico de las ciencias
naturales. Pero esta aseveración queda fácilmente refutada, en opinión de
Føllesdal, a partir del análisis del ejemplo de la obra Peer Gynt.
En estrecha conexión con esta objeción se halla la idea de que el método
hipotético-deductivo sólo puede aplicarse en las ciencias experimentales.
Føllesdal arguye, en este caso, que se trata de un procedimiento también
empleado por las ciencias no experimentales, como la astronomía y, como él
mismo ha ilustrado, en la interpretación de textos literarios.
Un tercer tipo de críticas se orientan a subrayar ciertos supuestos
presentes al aplicar el método hipotético-deductivo: a) el objeto de estudio es
considerado como una cosa, y por esta razón no puede utilizarse para el
estudio del hombre; b) en el caso de las ciencias naturales, la investigación no
afecta las situaciones bajo estudio, en contraposición a lo que ocurre en el
terreno de las ciencias sociales. En consecuencia, ese método no debería
emplearse en las ciencias sociales. Sin embargo, de acuerdo con Føllesdal, las
hipótesis formuladas cuando se usa el método hipotético-deductivo pueden
muy bien adecuarse a las circunstancias de que el objeto de estudio sea una
persona, que la investigación afecte el objeto de estudio, que la persona o
sociedad influya sobre el investigador, y demás. Nada impide, entonces,
adoptar el método hipotético-deductivo en las ciencias sociales y en las
humanidades.
Pero el argumento más fuerte en contra de la tesis de Føllesdall está
expresado en la observación de que los sistemas hipotético-deductivos están
constituidos por enunciados de la forma “si... entonces” –esto es, enunciados
de forma condicional que afirman que bajo ciertas circunstancias se
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producirán determinados efectos– y en consecuencia solamente resultan
apropiados para las disciplinas experimentales. Este señalamiento, según
entiende Føllesdal, está detrás de la convicción de Habermas y de la Escuela
de Frankfurt acerca de que el método hipotético-deductivo está orientado
hacia un interés de manipulación. Føllesdal cita, al respecto, un pasaje del
texto de Horkheimer, Teoría Tradicional y Teoría Crítica, que reza como
sigue:
“Entre las formas de los juicios y las épocas históricas existen relaciones que queremos
esbozar brevemente aquí. El juicio categórico es típico de la sociedad preburguesa: es así, el
hombre no puede cambiar nada. La forma hipotética y disyuntiva de los juicios responde
especialmente al mundo burgués: en determinadas circunstancias puede aparecer este efecto,
es así o bien de otra manera. La teoría crítica afirma: no debe ser así, los hombres pueden
cambiar el ser, las circunstancias para ello están ahora presentes” (Horkheimer, 1998b:
257n).

Føllesdal hace notar que el método hipotético-deductivo no presenta


restricciones en cuanto a la forma de los enunciados: éstos pueden ser
universales, existenciales, condicionales o no condicionales. El problema
reside, a su juicio, en el hecho de que los fundadores de la Teoría Crítica y
sus seguidores han confundido dos sentidos diferentes de la expresión
“enunciado hipotético”. En una de sus acepciones significa, efectivamente
“enunciado de forma condicional”; pero en otra, se refiere al carácter falible y
provisorio de cualquier formulación científica o de cualquier interpretación.
Føllesdal subraya que en alemán la misma expresión, “hypothetischer Satz”,
puede ser usada para referirse o bien al estatus epistemológico de un
enunciado o bien a su forma lógica, pero que en el caso de Habermas y los
otros partidarios de la Teoría Crítica ambos sentidos del término se hallan
confundidos. De allí que consideren que el método hipotético-deductivo o
método explicativo es propio de las ciencias naturales, mientras que a las
ciencias sociales corresponde la hermenéutica o método de la comprensión.
Sin embargo, de acuerdo con Føllesdal, el ejemplo de Peer Gynt pone de
manifiesto que cuando se utiliza el método hermenéutico se procede
hipotético-deductivamente, y en lugar de contraponer, entonces, la
hermenéutica a la explicación, es más apropiado decir que el método

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hermenéutico es el método hipotético-deductivo aplicado al material
significativo.

4. En torno a la dicotomía comprensión-explicación

La argumentación de Føllesdal favorece, sin duda alguna, al monismo


metodológico. Pero queremos agregar, por nuestra parte, que si bien su
análisis nos resulta sumamente pertinente, restan algunos aspectos de la
cuestión que requerirían una consideración adicional. Nos inclinamos a
pensar que quienes destacan la peculiaridad de la hermenéutica y sostienen
que en ella radica la diferencia entre las ciencias naturales y las sociales
señalan, con fundamentos atendibles, una situación que no suele estar
presente en los fenómenos naturales. En el mundo físico no parece haber
lugar para que corresponda hablar de sentidos o significados. Es cierto que
Kepler estaba convencido de que el número de los planetas y de los espacios
interplanetarios debía responder a la intención divina de reproducir en el
mundo astronómico las características de las relaciones propias de los
cuerpos geométricos regulares, así como se puso en duda que existieran las
lunas descubiertas por Galileo a través del telescopio con el argumento de
que Dios no hubiera creado astros invisibles para el ojo humano; pero ese
tipo de fantasías han quedado desterradas de la ciencia actual y a ningún
científico serio se le ocurriría preguntarse –salvo de alguna manera
metafórica– cuál es el sentido, por caso, del hecho de que Júpiter tenga
satélites. Sin embargo, no carece de interés interrogarse acerca del sentido de
las acciones humanas y pretender que las ciencias sociales lo tengan en
cuenta cuando corresponda. Como hemos visto, cuando tratamos las
explicaciones teleológicas referidas a los comportamientos guiados por
propósitos, nada impide formular hipótesis sobre ellos y someterlas a
contrastación.
Diferente es la cuestión que se refiere al presunto sentido, significado o
finalidad de los hechos históricos que van más allá de los propósitos de sus

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protagonistas. Nos arriesgamos a sugerir que aquí también se ha deslizado
una confusión terminológica similar a la señalada por Føllesdal acerca de los
enunciados condicionales. Pueden distinguirse varias acepciones de las
palabras “significado” y “sentido”. Una cosa es el sentido o el significado de
una oración, un aspecto del que se ocupa la semántica; otra diferente el
sentido o significado entendidos como el propósito intencional de una acción
consciente; y algo muy distinto es el sentido o significado de un hecho
histórico, es decir, sus consecuencias a largo plazo, la manera como lo juzgan
los hombres de distintas épocas, etcétera –temas propios de la investigación
histórica–. Por supuesto, es posible sostener que el significado atribuido a un
texto puede variar en función de los intérpretes o conforme al transcurso del
tiempo, pero ésa no es razón suficiente para eliminar las diferencias que
existen entre las expresiones lingüísticas, por un lado, y los hechos, por el
otro. Nadie duda de que la ciencia tiene una manifestación lingüística y que
los científicos deben manejar el significado de los términos, pero esta obvia
circunstancia no implica que la realidad se identifique con el lenguaje y que
toda investigación científica constituya una interpretación exactamente en el
mismo sentido usado por la semántica. Parecería, pues, que la apelación a la
hermenéutica y las diferentes interpretaciones que de ella brindan quienes la
postulan –compárense, por ejemplo, las respectivas versiones de Habermas y
de Gadamer– en vez de ayudar a comprender el carácter del conocimiento
científico y las relaciones que rigen entre las ciencias sociales y las naturales
hacen correr el riesgo de enredar el análisis.

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CAPÍTULO 10
LA ESCUELA DE FRANKFURT

1. El Instituto para la Investigación Social

El impresionante desarrollo económico protagonizado por Alemania


desde fines del siglo XIX no podía menos que transformar su organización
social. Las ciudades crecían al ritmo de la industrialización y la clase obrera
se fortalecía día a día con nuevas incorporaciones. Eran condiciones
particularmente favorables para que el partido Social Demócrata Alemán
contara con una base poderosa para difundir los ideales del marxismo. Pero
también aumentaba la rivalidad de los países que competían por hacerse
dueños de los réditos del capitalismo. Finalmente, en 1914, estalló la guerra;
y como resultado de la derrota, Alemania se vio obligada a firmar una paz
que le impondría más tarde durísimas condiciones. En 1918, el descontento y
las privaciones alimentaban el fuego revolucionario. Los acontecimientos de
Rusia indicaban que si el proletariado se decidía a emprender la lucha
armada, la victoria era posible. Las circunstancias son de todos modos
inciertas y el partido Social Demócrata se divide. Los más resueltos, guiados
por Karl Liebenecht y Rosa Luxemburg, desatan unos meses después la
rebelión; pero la reacción no se hace esperar, el intento fracasa y los dos
líderes son asesinados por las tropas contrarrevolucionarias.
El clima de efervescencia se extendió a todos los ámbitos y generó en los
intelectuales alemanes una creciente preocupación por las cuestiones sociales
que los impulsó a profundizar sus reflexiones acerca de la marcha de la
historia. El Instituto para la Investigación Social, fundado por Carl Grünberg
en 1923 y vinculado a la Universidad de Frankfurt, se erige entonces como la
primera institución académica que se propone investigar los problemas de la
sociedad en el marco de una utilización crítica de las ideas de Marx. Los
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miembros del Instituto, que conformaron una corriente de pensamiento
conocida como La Escuela de Frankfurt, procuraban incorporar a la teoría
marxista los resultados de las investigaciones empíricas desarrolladas en el
campo de la economía, la sociología y otras disciplinas sociales, pero
acusaban también la influencia del psicoanálisis y la filosofía existencialista.
Su objetivo fundamental fue, pues, la integración interdisciplinaria de las
ciencias sociales en el proyecto de una teoría materialista de la sociedad.
Unida indisociablemente al origen y las realizaciones de la Escuela de
Frankfurt, se destacó la figura de Max Horkheimer. Nacido en 1895 en el
seno de una familia judía, Horkheimer siguió estudios de Filosofía en la
Universidad de Frankfurt y llegó a ser director del Instituto para la
Investigación Social en 1930. Su pensamiento nace de la crítica de Marx a la
sociedad burguesa pero refleja también el pesimismo que le inspiraba a
Schopenhauer el sufrimiento humano en un mundo sin sentido. La
contribución más distintiva de Horkheimer radica en el intento de formular
una nueva teoría marxista de la sociedad liberada del dogmatismo presente en
la doctrina original.
Con el objetivo de llevar a cabo el programa de investigación
interdisciplinaria, el Instituto agrupó, bajo la dirección de Horkheimer, un
número de especialistas que orientaron su trabajo en torno a tres núcleos
fundamentales: la integración teórica de las recientes investigaciones de las
ciencias sociales y la doctrina marxista, una línea de investigación
desarrollada por Horkheimer, Herbert Marcuse y Friedrich Pollock; la fusión
del materialismo histórico y el psicoanálisis, implementada por Erich Fromm;
y el análisis de los mecanismos de la cultura de masas, esto es, la dimensión
cultural del proceso de integración capitalista, cuyo examen fue abordado,
principalmente, por Leo Löwenthal y Theodor Adorno, colaborador y amigo
personal de Horkheimer, con quien compartió la autoría de Dialéctica de la
Ilustración (1947).
En 1933, cuando el Nacional Socialismo alcanza el poder en Alemania,
Horkheimer deja la dirección del Instituto y sus miembros emprenden el
camino del exilio para dirigirse a la Universidad de Columbia, en New York,
donde permanecen hasta 1949, momento en el que el Instituto vuelve a
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fundarse en Frankfurt.
Pero la aparición del fascismo, la instauración de un sangriento sistema
totalitario en Alemania y la presencia del estalinismo, por una parte, junto
con el avance del capitalismo norteamericano, por la otra, fueron
acontecimientos que confluyeron para producir un cambio de rumbo en el
programa originario del Instituto. Las direcciones que habían tomado los
hechos tanto en Europa como en los Estados Unidos pusieron en duda las
tesis de Marx con respecto al proceso del desenvolvimiento histórico
conforme a la tansformación de las relaciones de producción y la lucha de
clases. Frente a ese panorama, el optimismo que había inspirado la decisión
de elaborar una teoría materialista de la sociedad bajo una perspectiva
interdisciplinaria cedió lugar a una actitud pesimista centrada casi
exclusivamente en la crítica de la cultura del presente. Pero esta orientación
sufrió años más tarde un nuevo giro, y con otros protagonistas procuró
recuperar, de algún modo, los propósitos originales de la Escuela de
Frankfurt, aunque a través de senderos bastante inesperados, por cierto.
Es posible distinguir, pues, tres momentos en el desarrollo teórico de la
Escuela de Frankfurt. El primero comienza con la creación del Instituto para
la Investigación Social, y el intento de elaborar una propuesta constructiva
para el análisis de la sociedad. El segundo, se halla signado por una actitud
más crítica respecto de las tesis de Marx y el consecuente cambio en la
orientación de las investigaciones. Finalmente, encontramos un período
caracterizado por la obra de un discípulo de Adorno, Jürgen Habermas, quien
ensanchó el camino trazado por la teoría crítica –conectándola con otras
áreas, tales como la filosofía analítica, el análisis lingüístico, el
estructuralismo y la hermenéutica– y revitalizó los principios orientadores del
proyecto inicial.

2. El proyecto original

El programa del Instituto para la Investigación Social asumía el legado

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del pensamiento hegeliano-marxista y a la vez esperaba superarlo. Los
miembros de la Escuela de Frankfurt estaban convencidos de que la filosofía
debe cumplir una función liberadora, pero sólo puede lograr su cometido si
lleva a cabo una reflexión crítica sobre el presente histórico provista con los
recursos que proporcionan las investigaciones empíricas emprendidas por las
ciencias positivas. La metafísica de la historia, la metafísica puramente
especulativa, debe ser convertida en una filosofía estrechamente ligada a las
ciencias que contribuyen a la comprensión del mundo contemporáneo,
porque sin el aporte de estas disciplinas el análisis de la situación histórica
sucumbe en una elucubración vacía y arbitraria. Desde esta perspectiva,
Horkheimer rechaza la fragmentación del campo del conocimiento que los
filósofos han expresado a través de la oposición entre las ciencias exactas y
las ciencias humanas, las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu o
las ciencias nomotéticas y las ciencias ideográficas. Propone, en su
reemplazo, una única distinción epistemológica: por un lado, existen
disciplinas que si bien pertenecen de hecho a un período histórico no tienen
por tarea ocuparse de él; por el otro, se hallan aquellas que, por el contrario,
deben tematizar el presente, lo conciben como objeto mismo de su reflexión y
procuran transformarlo.
En 1937, bajo el título “Teoría tradicional y teoría crítica”, Horkheimer
publica en la Revista para la Investigación Social un ensayo en el que queda
plasmado el contraste entre dos maneras de encarar la labor científica. A
propósito de lo que denomina teoría tradicional, escribe:
“En la investigación corriente, teoría equivale a un conjunto de proposiciones acerca de un
campo de objetos, y esas proposiciones están de tal modo relacionadas unas con otras que de
alguna de ellas pueden deducirse las restantes. Cuando menor es el número de principios
primeros en relación con las consecuencias, tanto más perfecta es la teoría. Su validez real
consiste en que las consecuencias deducidas concuerden con eventos concretos. Si aparecen
contradicciones entre experiencia y teoría, deberá revisarse una u otra. O se ha observado
mal o en los principios teóricos hay algo que no marcha. De ahí que, en relación con los
hechos, la teoría sea siempre una hipótesis. Hay que estar dispuesto a modificarla si al
verificar el material surgen dificultades. Teoría es la acumulación del saber en forma tal que
éste se vuelva utilizable para caracterizar los hechos de la manera más acabada posible”
(Horkheimer, 1998a: 223).

Y a continuación alude al objetivo final de la teoría tradicional, a saber, la


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integración de las ciencias, esto es, la reducción y unificación de las ciencias
de la naturaleza en un único sistema deductivo.
“Como meta final de la teoría aparece el sistema universal de la ciencia. Éste ya no se limita
a un campo particular, sino que abarca todos los objetos posibles. La separación de las
ciencias queda suprimida en cuanto las proposiciones atinentes a los distintos dominios son
retrotraídas a idénticas premisas. El mismo aparato conceptual creado para la determinación
de la naturaleza inerte sirve para clasificar la naturaleza viva, y una vez que se ha aprendido
el manejo de este aparato, es decir las reglas de deducción, del sistema de signos, el
procedimiento de comparación de las proposiciones deducidas con los hechos comprobados,
es posible servirse de él en cualquier momento” (ibid.: 223-224).

Así, de acuerdo con Horkheimer, las ciencias sociales tienden a copiar el


modelo propio de las ciencias naturales cuyo progreso se ha mostrado
incuestionable. Ya sea bajo el ropaje del empirismo, ya del racionalismo, la
explicación y la predicción aparecen como las funciones principales de las
teorías. En la historia y la sociología, al igual que en la biología o en la física,
el objetivo es descubrir las conexiones necesarias, las relaciones causales
entre los hechos.
Pero, continúa Horkheimer, al concebir la ciencia como una categoría
ahistórica, independiente del proceso social en que se construye, la teoría
tradicional acaba por transformarla en una entidad cosificada. En su opinión,
el éxito de una teoría y el consecuente desarrollo del conocimiento no pueden
ser entendidos en términos puramente lógicos y metodológicos sino, por el
contrario, en estrecha vinculación con los procesos sociales, con las
determinaciones históricas concretas. La actitud epistemológica de aislar la
teorización de la actividad social aparecía a los ojos de los miembros de la
Escuela de Frankfurt como una forma de separación que excluye cualquier
reflexión legítimamente transformadora. Frente a la idea de que la validez de
una teoría se funda en la correspondencia que sus proposiciones guardan con
los hechos, el mérito de la teoría crítica reside, para usar las palabras de
Horkheimer, en su interés por lograr la supresión de la injusticia social. Toda
propuesta teórica, lejos de ser una construcción neutral, constituye, más bien,
un planteo científico comprometido.

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3. La filosofía negativa

El propósito de llevar a cabo una investigación social interdisciplinaria


confiada en la posibilidad de transformar la sociedad sólo pudo mantenerse
en la mente de los fundadores de la Escuela de Frankfurt hasta el comienzo
de los años 40. Mientras en la década del 30 el trabajo de los miembros del
Instituto estaba apoyado en la esperanza de un progreso fundado en la
concepción marxista de la historia, en los años siguientes la situación
imperante conmovió sus convicciones. La dolorosa experiencia del auge de
los sistemas totalitarios y la imagen de la cultura de masas nacida del
capitalismo hicieron que Horkheimer y sus colaboradores se vieran
conducidos a modificar sus expectativas acerca del progreso de la sociedad.
La frustración del apresurado intento de llevar a cabo la revolución en
Alemania al término de la Primera Guerra Mundial podía indicar que la
implementación de la doctrina marxista resultó de mayor complejidad de lo
que habían imaginado sus partidarios más fervientes. Era razonable,
entonces, revisar la teoría y enriquecerla con los recientes resultados de las
ciencias sociales. Pero el curso posterior de los acontecimientos en Europa
indicaba que no se trataba sólo de afinar el análisis y esperar una ocasión más
propicia. El innegable apoyo popular que cosechaban las distintas
expresiones del fascismo representaba mucho más que una dilación para los
objetivos de la liberación. Significaba un indudable retroceso, y lo que es
peor, una tendencia que se presentaba como irreversible. La realidad que
exhibía la cultura de masas propia de los países capitalistas mostraba que la
posibilidad de lograr una transformación social progresiva y pacífica –una
alternativa contemplada por Marx y favorecida por los sectores más
prudentes del socialismo– aparecía también como un espejismo. Todas las
puertas parecían cerradas.
Las declaraciones de Horkheimer contenidas en el prólogo de Teoría
Crítica –una compilación de algunos de los ensayos escritos entre 1932 y
1941, publicada en 1968– transmiten con la mayor crudeza la situación a la
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que habían llegado los antiguos miembros de la Escuela de Frankfurt:
“En la primera mitad de este siglo, estaba justificado esperar un levantamiento proletario en
los países europeos, aquejados por la crisis y la inflación. No era una especulación vacía la
de que a principios de la década de 1930 los trabajadores unidos y, a la vez, aliados a los
intelectuales, pudieran evitar el nacionalsocialismo. En los comienzos de la barbarie
nacionalista, para no decir nada del tiempo horroroso de su dominación, la fe en la libertad
equivalía a rebelarse contra los poderes sociales internos y externos, los que, en parte, habían
dado ocasión al ascenso de los futuros asesinos, y en parte lo habían exigido o, por lo menos,
tolerado. El fascismo se hizo respetable. Los estados industrialmente avanzados –los
llamados países desarrollados– y nada digamos de la Rusia stalinista, no hicieron la guerra a
Alemania a causa del terror hitlerista, que para ellos era una asunto interno, sino por motivos
propios de una política de poder” (Horkheimer, 1998: 9-10).

Se produjo así el tránsito desde una actitud ilusionada hacia otra


profundamente negativa que llevó al abandono de la tarea inicialmente
propuesta. Los miembros de la Escuela de Frankfurt se abocaron no ya al
cuestionamiento de la organización social sino a la crítica de la razón misma:
en ausencia de toda esperanza de progreso, lo único que podían hacer era
buscar en la propia facultad distintiva del hombre las raíces del fracaso. La
condición totalitaria no ha de ser explicada como resultado del conflicto entre
las fuerzas y las relaciones de producción, sino como una consecuencia de la
dinámica del desarrollo de la conciencia humana. La transformación de las
convicciones de la Escuela de Frankfurt puede describirse como “el repliegue
sobre una filosofía reducida a la meditación acerca de la imposibilidad de
realizarla” (Haber, 1999: 13).
El objetivo explícito de Horkheimer y Adorno cuando escribieron
Dialéctica de la Ilustración (1947) era “comprender por qué la humanidad,
en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un
nuevo género de barbarie”. La obra devela el carácter ambivalente de la razón
ilustrada: por un lado, una tendencia hacia el desarrollo de formas de vida
más progresistas y, por el otro, en la medida que se acrecienta la capacidad de
dominio, un impulso hacia la propia destrucción del hombre. En otras
palabras, la razón y el progreso son denunciados como los mecanismos que
llevan a la condena natural de los seres humanos.
El programa del Iluminismo consistía –según las palabras de Adorno y
Horkheimer– en “liberar al mundo de la magia”, en reemplazar el mito por la
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ciencia. Sin embargo, en su desarrollo, el propio Iluminismo deviene en
mitología: los productos de la razón ilustrada se convierten en nuevos mitos
que escapan al dominio humano y como poderes extraños someten al hombre
bajo su determinación. Así es como la razón acaba por convertirse en un
medio de control de la naturaleza y de los propios hombres. En uno de los
capítulos finales del libro, “La industria cultural”, Horkheimer y Adorno
describen la sociedad industrializada, la sociedad completamente
administrada, como un claro exponente de la regresión de los ideales
originarios del Iluminismo hacia la mitología: el cine, la radio, los periódicos
y demás preforman, imponen y moldean la manera en que el individuo
percibe el mundo y se inserta en él; no son más que medios de mistificación
de las masas.
Poco después, Horkheimer publica Crítica de la razón instrumental
(1947). En ese texto analiza el tipo de racionalidad que, en su opinión, es
propia de la ciencia y de la técnica desarrolladas bajo el influjo de la sociedad
capitalista: la “razón subjetiva”, una forma de racionalidad fundada en la
relación medio-fin. La razón subjetiva está orientada exclusivamente hacia el
cálculo de los medios que llevarán a una finalidad determinada, mientras este
fin es el producto de los deseos subjetivos y queda librado, de este modo, al
arbitrio individual. No existe, pues, ninguna meta que sea racional en sí
misma, de manera que no tiene sentido la cuestión acerca de la superioridad
de un fin específico sobre otros. La razón es concebida como una capacidad
subjetiva del intelecto cuya función reside en la pura adecuación entre los
medios elegidos y los fines propuestos, y es esta relación la que constituye el
interés social de la ciencia, la razón de ser de toda teoría dentro del proceso
de producción social (Horkheimer, 1973: 17). En la medida en que la razón
queda exclusivamente ligada al ajuste entre medios y fines su función pasa
ser meramente instrumental.
A la razón instrumental, Horkheimer contrapone el concepto de la razón
objetiva, que está contenida no sólo en la conciencia individual sino, también,
en el mundo, esto es, en las relaciones que rigen entre los hombres, entre las
clases sociales, entre las instituciones, en la naturaleza y en sus
manifestaciones. El énfasis de la razón objetiva está puesto en los fines y no
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en los medios. De acuerdo con Horkheimer este tipo de racionalidad es el que
predominó en los grandes sistemas filosóficos desde Platón y Aristóteles
hasta la escolástica y el idealismo alemán, en cuya perspectiva la razón, lejos
de ser un mero instrumento de adecuación entre medios y fines, fue
concebida para comprender los fines, para determinarlos. Así, por debajo de
estos sistemas de pensamiento yacía la convicción de que era posible
descubrir una estructura fundamental o universal del ser, y derivar de ella una
concepción del designio humano (ibid.: 23). La razón se erigió como
reveladora de una verdad objetiva, suprema, tanto en el reino de la naturaleza
como en el de la ética y la religión.
Pero el Iluminismo del siglo XVIII representó un primer paso hacia la
anulación del concepto objetivo de razón. Al quedar neutralizada la religión
como manifestación de objetividad espiritual, junto con ella se aniquiló la
noción misma de objetividad que, de hecho, tenía como modelo la idea de
absoluto presente en la revelación religiosa. La razón perdió su contenido
humano: se había formalizado. Y a la postre, este proceso de formalización
encuentra su máxima expresión con el advenimiento de la moderna sociedad
industrial: todas las manifestaciones de la vida humana –el arte, la política, la
religión y la propia ciencia– quedan desligados de la verdad objetiva, se
cosifican y se transmutan en mercancías. Cualquier producto de la actividad
humana es sólo un medio en la cadena de causas y efectos. Así, la razón
formalizada no es más que un mero instrumento al servicio de la
manipulación, del control y del dominio de la naturaleza.
Esta crítica de la cultura contemporánea también encuentra expresión en
los escritos de Marcuse. En El hombre unidimensional (1964) sostiene que
las riquezas producidas por el capitalismo, lejos de llevar a la liberación del
hombre, lo someten. Bajo la aparente abundancia y el logro de la supresión
de las crisis económicas, dentro de un reino de “necesidades falsas” cuya
satisfacción está moldeada conforme a los parámetros de la sociedad
industrial, una sociedad celosamente administrada, la libre decisión de los
individuos acaba por anularse completamente. La clase trabajadora queda así
incapacitada para desempeñar el rol que la teoría marxista le reservaba, esto
es, el de constituirse en la protagonista de la transformación social.
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Frente a la refutación empírica de las predicciones de Marx en cuanto al
surgimiento del cambio revolucionario deducidas a partir del análisis de las
relaciones de producción, Marcuse intenta explicar los mecanismos psíquicos
y sociales que dieron lugar a la integración de la clase proletaria al sistema
capitalista. Para ello, desarrolla una combinación de la doctrina marxista con
las tesis de Freud. En Eros y civilización (1953) retoma la teoría freudiana,
cuyas tesis explican el surgimiento de la cultura y la civilización como
resultado de la represión de los instintos humanos a través del desplazamiento
de la libido hacia actividades y expresiones útiles desde el punto de vista
social. Pero mientras para Freud el principio del placer y el principio de
realidad son estructuras originarias antagónicas e irreconciliables, Marcuse
considera que esta oposición no es constitutiva de la naturaleza humana sino
que es producto de una organización histórico-social determinada. Donde
exista dominación de clases –afirma– se originará un exceso de represión
cuya necesidad no se vincula con la autopreservación del individuo sino con
los intereses de la clase dominante. De este modo, Marcuse contempla un
proyecto de revolución social en el cual la liberación de las potencialidades
reprimidas dará origen a nuevas formas de realización y de descubrimiento
del mundo, un estado social fundado en la lógica de la satisfacción y ya no en
la lógica de la represión. Pero en contra de las predicciones de Marx,
Marcuse considera que el proletariado, como consecuencia de haberse
integrado al sistema capitalista, ha perdido su impronta revolucionaria, de
manera que ha sido transferida a otros sujetos la tarea de exigir la
transformación social: los extranjeros, los desocupados, las minorías, los
marginados, en síntesis, los excluidos del sistema. Sin embargo, en la medida
en que no avanza sobre la dinámica de ese proceso revolucionario alternativo
protagonizado por nuevos actores, el pensamiento de Marcuse permanece
ligado, como en caso de Adorno y Horkheimer, a una actitud puramente
negativa.

4. La reformulación del proyecto original

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Paradójicamente, la filosofía negativa desarrollada por Horkheimer y
Adorno representa, en la figura de Jürgen Habermas, el punto de partida para
la restauración del proyecto inicial de la Escuela de Frankfurt. Habermas
nació en Düsseldorf, Alemania, en 1929, y estudió en Göttingen, Zurich y
Bonn. Después de finalizar su tesis sobre la filosofía de Schelling, en 1954,
trabajó como asistente de investigación de Adorno en el Instituto para la
Investigación Social. A partir de la publicación de Conocimiento humano e
interés (1968) fue reconocido como uno de los herederos intelectuales de la
Teoría Crítica; y los dos volúmenes de Teoría de la acción comunicativa
(1981) han sido considerados como su principal contribución a la teoría
social. En este último texto explica la crisis cultural, económica y política de
la sociedad moderna a partir de un proceso de racionalización unilateral
gobernado por el poder administrativo y los beneficios monetarios, más que
por la toma de decisiones basadas sobre normas y valores fundados en el
consenso.
Habermas lamenta que la obra de Adorno haya contribuido a legitimar
una actitud contraria a la inspiración de la Teoría Crítica; y en contraste con
la conclusión a la que habían arribado los fundadores de la Escuela de
Frankfurt, sostiene que el curso que siguió el desarrollo histórico desde los
años 30, lejos de mostrar la inactualidad del proyecto crítico pone de
manifiesto su fecundidad: la aspiración de una filosofía entendida como
reflexión del presente histórico y a la vez articulada con las ciencias
empíricas.
Pero el propósito de transitar el camino abierto por la Escuela Crítica no
estuvo ligado a una actitud ortodoxa o dogmática. Muy por el contrario,
Habermas denunció las insuficiencias que, en su opinión, imposibilitaron la
concreción de los objetivos formulados por Horkheimer y Adorno. A los ojos
de Habermas, ellos habían permanecido demasiado apegados a la idea de que
la economía política de Marx era el modelo que debía guiar el conocimiento
crítico del presente histórico. Pero las categorías claves del pensamiento
marxista, a saber, las nociones de lucha de clases y de ideología, ya no
resultaban suficientes para el análisis de la sociedad contemporánea. En la
época del capitalismo liberal podía esperarse –como lo supuso Marx– que del
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propio conflicto de clases, de las condiciones de dominación y de opresión
emergiera la conciencia emancipadora del proletariado. Ahora bien, cuando
el capitalismo pasó a su estadio avanzado –caracterizado por la intervención
del Estado y la creciente interdependencia de la ciencia y de la técnica– el
modelo de explicación centrado en la conexión entre las fuerzas productivas
y las relaciones de producción ya no podía aplicarse de manera directa, Así,
en Ciencia y Técnica como ideología (1968), Habermas afirma:
“La lucha de clases sociales sólo pudo constituirse como tal sobre la base de la forma de
producción capitalista, dando lugar con ello a una situación objetiva desde la cual, desde una
visión restrospectiva, podría ser reconocida la estructura de clases de la sociedad tradicional,
organizada de forma inmediata en términos políticos [...] El sistema del capitalismo tardío
está hasta tal punto determinado por una política de compensaciones que asegura la lealtad
de las masas dependientes del trabajo, lo que significa, por una política que evita el
conflicto” (Habermas, 1984: 91-92).

De acuerdo con Habermas, entonces, es preciso actualizar la teoría


marxista conforme a las transformaciones propias del capitalismo avanzado y
otorgar un nuevo fundamento para la reflexión crítica orientada a la
superación de la crisis del mundo contemporáneo.

La fundamentación filosófica de la sociología

El primer paso para elaborar una nueva fundamentación de la teoría


social consiste en admitir un dualismo epistemológico fundamental, esto es,
reconocer la especificidad y la diferencia de las ciencias sociales respecto del
conocimiento brindado por las ciencias naturales. En este sentido, en
Conocimiento e interés (1968), Habermas denuncia las falencias del modelo
epistemológico marxiano:
“[...] Marx no ha discutido nunca de manera explícita el sentido específico de una ciencia del
hombre realizada como crítica de la ideología frente al sentido instrumentalista de la ciencia
de la naturaleza. Aunque él mismo haya establecido la ciencia del hombre en forma de crítica
y no como ciencia de la naturaleza, parece que se inclina siempre a situarla entre las ciencias
naturales. Jamás ha considerado necesario justificar la teoría de la sociedad desde la
perspectiva de la crítica del conocimiento” (Habermas, 1982: 54).

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La legitimación de una teoría crítica del presente implica, por tanto, una
ruptura con el tipo de racionalidad propio de la ciencia experimental,
convertida por el positivismo en razón absoluta. Esta ruptura supone,
entonces, una relativización del concepto de razón y la consecuente
caracterización de formas diferentes de racionalidad.
En Conocimiento e interés, Habermas intenta mostrar que tras la
estructura teórica de las ciencias naturales –entendida por el positivismo
como un conjunto de proposiciones puramente descriptivas– se halla un
interés supraempírico, precientífico, que determina la naturaleza de estas
ciencias: el aumento del conocimiento en pos de la manipulación del mundo.
Pero la circunstancia de que el conocimiento sea guiado por el interés no se
restringe al campo de las ciencias naturales. De acuerdo con Habermas, todo
conocimiento supone un interés. Así, distingue tres tipos de “intereses
cognoscitivos” transhistóricos que a su vez determinan tres clases diferentes
de ciencias: el interés técnico, el práctico y el emancipatorio. A su turno, a
cada uno de los tipos de ciencia que generan les corresponde una forma
distinta de racionalidad.
El interés técnico está orientado hacia el sometimiento de la realidad al
control del hombre. Es, por ende, el interés propio de las ciencias de la
naturaleza, las ciencias empírico-analíticas, y está determinado por una de
las formas posibles de racionalidad, aquella que el positivismo –según
Habermas– elevó a un rango absoluto y que Horkheimer denominó razón
subjetiva o razón instrumental. Al reconocer la existencia de otras
racionalidades presentes en la acción humana, Habermas pretende superar el
mito de la unilateralización de la razón moderna.
El segundo tipo de interés, el interés práctico, es propio de las ciencias
histórico-hermenéuticas. El conocimiento práctico no tiende a la búsqueda de
leyes generales –aspecto sobresaliente del conocimiento generado por el
interés técnico– sino, por el contrario, se orienta a la comprensión de la
individualidad histórica. Frente a la aspiración explicativa de las ciencias de
la naturaleza, la comprensión supone un vínculo de reciprocidad, una
interacción con los otros –un personaje o época histórica, una obra de arte,
una civilización– que amplía el horizonte del sujeto a través de su
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transformación y su enriquecimiento.
Por último, Habermas caracteriza el interés emancipatorio como un
impulso que lleva al sujeto, por medio de la autorreflexión, a liberarse de las
condiciones de alienación y dominación. Este interés corresponde, pues, a las
ciencias críticas, entre las cuales ubica el psicoanálisis y, de manera
fundamental, la sociología. Así como el psicoanálisis, por medio del diálogo
entre el terapeuta y el paciente, tiende a la superación de las represiones del
sujeto, del mismo modo las ciencias críticas procuran vencer la falsa
conciencia, la resistencia y la censura encarnadas en la sociedad
contemporánea.
Esta diferenciación de las formas que puede asumir la razón –técnica,
práctica y emancipadora– le permite a Habermas encontrar un fundamento a
priori para las ciencias sociales y restablecer el nexo entre la filosofía y las
ciencias empíricas conforme al propósito seminal de los líderes originarios de
la Teoría Crítica. En otras palabras, el punto de inflexión entre la filosofía y
las ciencias sociales reside ahora en el papel de la filosofía como develadora
de los diferentes usos de la razón esto es, como teoría general del
conocimiento que, a partir de una fundamentación trascendental, sitúa en la
sociología –y no ya en la economía política– la tarea de la autorreflexión del
presente histórico.

La teoría de la acción comunicativa

Sin embargo, alrededor de los años 70 este lazo entre la filosofía y la


sociología adquiere una nueva expresión. Habermas modifica el enfoque
presentado en Conocimiento e interés y reformula la naturaleza de la relación
entre ambas disciplinas: la filosofía y las ciencias sociales aparecen ahora
ligadas por un vínculo de cooperación. En Teoría de la acción comunicativa,
el autor afirma que “las ciencias sociales pueden entablar relaciones de
cooperación con una filosofía que asuma como tarea la de realizar el trabajo
preliminar para una teoría de la racionalidad” (Habermas, 1999, tomo II:
563). Los argumentos trascendentales, la teoría general del conocimiento
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deben ser controlados a través de su confrontación con las grandes
realizaciones de la sociología tradicional. La apelación a los clásicos
disminuirá los riesgos de caer en una perspectiva unilateral y se erige como
un criterio de validez de las elaboraciones conceptuales del presente.
Así, con el objetivo de elaborar una interpretación legítima del momento
presente, Habermas otorga a la filosofía una función elucidatoria y crítica,
pero no ya restringida a la utilización de recursos puramente trascendentales
sino prestando atención también a los conocimientos brindados por las
investigaciones positivas. A través de la reanudación de las “estrategias
conceptuales, de los supuestos y de las argumentaciones que han ido
desarrollándose en la tradición que va de Weber a Parsons” es posible lograr
una interpretación del presente histórico y, simultáneamente, una teoría de la
razón (ibid.: 194).
Habermas considera aprovechable, por ejemplo, los estudios de Weber
acerca del papel de la racionalidad. En Economía y Sociedad Weber llevó a
cabo el análisis de la sociedad moderna acentuando la importancia de dos
aspectos que condujeron a un proceso de racionalización: por un lado, la
evolución del Estado y del derecho, y por el otro, el desarrollo del
capitalismo.
“El factor que produjo el capitalismo fue, en último término, la empresa puramente racional,
la contabilidad racional, la tecnología racional y la ley racional, pero no sólo esto. Fueron
factores complementarios necesarios el espíritu racional, la racionalización de la conducta
vital en general y una ética económica racional” (Weber, 1956: 354).

Pero es importante notar que la tendencia hacia la burocratización de las


sociedades modernas inspiraba a Weber una gran desconfianza. En efecto,
Weber describe la modernización como un proceso de desencantamiento que
unifica dos tendencias: la progresiva diferenciación de las esferas culturales
que adquieren un valor autónomo, y la creciente independización de los
sistemas de racionalidad conforme a fines. Ambos aspectos se traducen en la
crítica de Weber a la sociedad capitalista bajo la tesis de la “pérdida del
sentido” por un lado, y la “tesis de la pérdida de libertad”, por el otro.
La descripción que Habermas realiza de la sociedad capitalista responde,
en principio, a la caracterización ofrecida por Weber. De un modo análogo,
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en Teoría de la acción comunicativa, Habermas concibe el proceso de
modernización como un fenómeno de creciente racionalización de todas las
esferas de la sociedad. Sin embargo, a diferencia de Weber, no cree que este
proceso sea una consecuencia inevitable que lleve necesariamente a la
pérdida del sentido, ni que deba culminar en el dominio absoluto y único de
la razón instrumental y el correspondiente corolario de la pérdida de la
libertad. De acuerdo con Habermas, el concepto de racionalidad que Weber
aplica para analizar la modernidad resulta demasiado limitado, pues es
evidente que la racionalidad instrumental sólo corresponde a uno de los
aspectos que intuitivamente se asocian con la idea de racionalidad en general.
Pero, considera, sin embargo, que la idea del carácter plural de la razón está
presente ya en la propia sociología weberiana. En efecto, cuando Weber
elabora la tipología de las “acciones sociales” distingue dos tipos de acción
racional: la acción racional con respecto a fines y la acción racional con
respecto a valores. La primera es la actividad orientada por expectativas tanto
acerca de la conducta de los objetos del mundo externo como del
comportamiento de otros hombres. Estas expectativas funcionan como
condiciones o medios para el logro de ciertos fines. La acción racional con
respecto a valores, en cambio, es aquella guiada por la creencia consciente en
el carácter absoluto de ciertos valores (éticos, estéticos, religiosos). Actuar de
manera racional conforme a un valor significa obrar de acuerdo con estas
convicciones sin calcular las consecuencias de la acción. En la propia
sociología, entonces, Habermas encuentra la confirmación de que es posible
pensar la razón instrumental sólo como una entre otras formas de razón, más
que como la realización de un único tipo de racionalidad.
Siguiendo una estructura análoga a la que Weber elaboró en Economía y
sociedad, en Teoría de la acción comunicativa Habermas presenta una
tipología de la acción. Distingue cuatro tipos de acciones reconocidas por la
teoría social: la acción teleológica, la acción regulada por normas, la acción
dramatúrgica y la acción comunicativa. Su análisis se centra luego en la
contraposición entre acción teleológica y acción comunicativa.
Las acciones teleológicas son aquellas que persiguen el éxito, y se
subdividen, a su vez, en acciones instrumentales y acciones estratégicas. Las
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primeras son las que tienden a un fin en el mundo físico y se caracterizan por
estar gobernadas por reglas técnicas. En este sentido, se las evalúa conforme
a su eficacia. Las acciones estratégicas, en cambio, son acciones que tienden
a influir en los otros con el objetivo de lograr algún fin y, de igual modo que
las acciones instrumentales, pueden ser apreciadas por su grado de eficacia.
La diferencia reside, fundamentalmente, en que las últimas son acciones que
se llevan a cabo en el ámbito social y las primeras no. Pero en la medida en
que el agente siempre persigue algún fin y posee un interés en la ejecución de
los medios para alcanzarlos, la estructura de la acción teleológica subyace a
todos los demás tipos de acción.
La acción comunicativa, por otra parte, es la acción orientada al
consenso. Constituye una clase de acción social distinta e independiente de
las demás acciones sociales. El objetivo o telos de la acción comunicativa no
reside en la intención de influir sobre otros –como lo es en el caso de la
acción estratégica– sino en el interés de alcanzar un acuerdo o mutua
comprensión sobre “algo en el mundo” a través de un proceso de cooperación
recíproca. El rasgo fundamental de la acción comunicativa radica, entonces,
en el tipo de meta que persigue y en la naturaleza de los logros alcanzados.
Si bien en toda acción yace un interés tendiente a la consecución de una
finalidad –y por ello la estructura de las acciones teleológicas está supuesta,
como hemos señalado, en los distintos tipos de actos–, lo distintivo de los
actos lingüísticos reside, en primer lugar, en el hecho de que están ligados a
la pretensión de validez universal. Habermas reconoce varias formas de
validez: la verdad, la rectitud, la veracidad, la adecuación evaluativa y la
inteligibilidad. La verdad es la pretensión de validez ligada principalmente a
los actos de habla constatativos; la rectitud corresponde a las formulaciones
práctico-morales o jurídicas; la veracidad se vincula con los actos lingüísticos
autoexpresivos; la adecuación evaluativa corresponde a las emisiones
valorativas y, por último, la inteligibilidad es una pretensión de validez que
subyace a toda emisión lingüística, pues si se la suspende la comunicación
misma resulta fallida. Habermas hace notar que cuando alguna de estas
pretensiones de validez se encuentra cuestionada, surge entonces el discurso
argumentativo que tiene por función restablecer la acción comunicativa entre
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los hablantes resolviendo el cuestionamiento de la correspondiente pretensión
de validez. Cuando lo que se halla objetada es la pretensión de verdad, la
argumentación adopta la forma de un discurso teórico.
“La racionalidad inmanente a la práctica comunicativa cotidiana remite, pues, a la práctica de
la argumentación como instancia de apelación que permite proseguir la acción comunicativa
con otros medios cuando se produce un desacuerdo que ya no puede ser absorbido por las
rutinas cotidianas y que, sin embargo, tampoco puede ser decidido por el empleo directo, o
por el uso estratégico, del poder” (Habermas, 1999, tomo I: 36).

La acción comunicativa implica la idea de que sólo a través de la


confrontación con el otro, en la situación de diálogo, puede lograrse el
acuerdo y el consenso respecto de las pretensiones de verdad cuestionadas.
Ahora bien, el consenso legítimo es aquel que reúne en sí tres propiedades, a
saber: universalidad, carencia de distorsión comunicativa y ausencia de toda
coerción externa. Estas características definen la denominada “comunidad
ideal de comunicación”. Este concepto difiere, naturalmente, de las
situaciones reales de interacción, pero el objetivo de Habermas reside en la
reconstrucción de los presupuestos presentes en los discursos argumentativos.
“Las condiciones de las argumentaciones que tienen efectivamente lugar es claro que no son
idénticas a la de la situación ideal del habla, o al menos no lo son a menudo, o no lo son en la
mayoría de los casos. Y, sin embargo, pertenece a la estructura del habla posible el que en la
ejecución de los actos de habla (y de las acciones) hagamos contrafácticamente como si esa
situación ideal de habla (o modelo que representa la acción comunicativa pura) no fuera
simplemente ficticia, sino real [...]” (Habermas, 1997: 110).

La capacidad para lograr el consenso en el contexto de una situación


dialógica ideal ofrece un tipo alternativo de racionalidad al que Habermas
denomina racionalidad comunicativa y que se encuentra anclada en las
prácticas lingüísticas de la vida cotidiana, esto es, en el mundo de la vida
(Lebenswelt).
Habermas retoma el concepto de mundo de la vida presente en las
filosofías de Husserl, Schütz y Luckmann, y lo interpreta a la luz de la teoría
de la comunicación. El mundo de la vida constituye la condición de
posibilidad de los procesos de cooperación, entendimiento y acuerdo. Es el
horizonte en el que se insertan los participantes en la comunicación, el acervo

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cultural de saber preexistente a la situación de interacción.
“El mundo de la vida es, por así decirlo, el lugar trascendental en que hablante y oyente se
salen al encuentro; en que pueden plantearse recíprocamente la pretensión de que sus
emisiones concuerdan con el mundo (con el mundo objetivo, con el mundo subjetivo y con el
mundo social); y en que pueden criticar y exhibir los fundamentos de esas pretensiones de
validez, resolver sus disentimientos y llegar a un acuerdo. En una palabra: respecto al
lenguaje y a la cultura los participantes no pueden adoptar in actu la misma distancia que
[adoptan] respecto a la totalidad de los hechos, de las normas o de las vivencias, sobre [las]
que es posible el entendimiento” (Habermas, 1999, tomo II: 179).

Pero Habermas marca, al mismo tiempo, una interrelación entre la


práctica comunicativa y el mundo de la vida: la red de interacciones
lingüísticas que surgen en el mundo de la vida revierten a su vez sobre él. La
acción comunicativa hace posible, pues, la reproducción de la cultura, la
integración de la sociedad y la formación de la personalidad. Por cultura
Habermas entiende el acervo de saber que da forma a las interpretaciones de
los participantes de la comunicación. Define la sociedad como el conjunto de
ordenaciones legítimas que permiten la interacción de los agentes, regulan su
pertenencia a grupos sociales y aseguran la solidaridad. Finalmente,
caracteriza la personalidad como el conjunto de competencias –lingüísticas y
comportamentales– que capacitan al sujeto para comprometerse en los
procesos de entendimiento y afirmar su propia identidad (ibidem: 196).
Habermas sostiene, además, la importancia de distinguir, desde el punto
de vista metodológico, entre el mundo de la vida y la sociedad como sistema.
En Teoría de la acción comunicativa entiende la evolución social como un
proceso de diferenciación que obra en dos niveles: en el de la sociedad como
un todo, por un lado, y en el del mundo de la vida, por el otro. En las
sociedades tradicionales y primitivas el mundo de la vida es coextensivo con
un sistema social poco diferenciado. En las sociedades modernas, por el
contrario, se observa, por una parte, la división de los subsistemas económico
y político y, por otra, dentro del mundo de la vida, una diferenciación de las
estructuras orientadas a la transmisión del conocimiento, la integración social
y la socialización.
La distinción entre sistema y mundo de la vida constituye la clave a partir
de la cual pueden comprenderse las anomalías del mundo moderno y que
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habían sido caracterizadas por Weber en términos de “la pérdida del sentido”
y “la pérdida de la libertad”. Pero a diferencia de Weber, Habermas no las
percibe simplemente como una consecuencia inevitable del proceso de
racionalización sino como el resultado de un mecanismo unilateral en el cual
las relaciones del mercado y el estado administrativo, es decir, el sistema,
invaden el mundo de la vida. En otras palabras, los modos de integración
fundados en la razón comunicativa son desplazados por una racionalidad
meramente instrumental. Habermas alude a este desarrollo como “la
colonización del mundo de la vida”. La tarea primaria de la teoría crítica será,
entonces, atender a este proceso de colonización e indicar los modos en que
los movimientos sociales pueden contrarrestarlo.
De esta manera, si bien la teoría de la acción comunicativa continúa
siendo una teoría filosófica –puesto que desarrolla una teoría de la
racionalidad–, remite, no obstante, a las ciencias positivas. Reflexiona acerca
de las limitaciones de las interpretaciones sociológicas clásicas respecto de la
modernidad y propone un análisis del mundo contemporáneo que sienta las
bases para un programa de investigación empírica.

Ciencias sociales y filosofía práctica

Con posterioridad a Teoría de la acción comunicatica, el proyecto


habermasiano sufrió una nueva transformación. En aquella obra, Habermas
había descripto el tipo de racionalidad que postula la teoría crítica pero no
había avanzado demasiado en una fundamentación del carácter universal de
la razón comunicativa. Precisamente con este objetivo Habermas incursiona
luego en el campo de la filosofía práctica retomando el legado de Kant. La
idea central de su análisis reside en la cuestión de cómo es posible que
existan normas universales de racionalidad independientes del carácter
contingente propio de los contextos institucionales, sociales e históricos. En
el marco de esta perspectiva puede afirmarse, como lo hace Stéphane Haber
(Haber, 1999: 83), que Habermas le adjudica un papel menos relevante a las
ciencias sociales: renuncia a la idea de que la teoría de la racionalidad debe
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legitimarse a partir del saber sociológico y desliga el enfoque comunicacional
–ahora presentado como un acontecimiento propio del desarrollo de la
filosofía– de los aportes de las ciencias humanas.
El objetivo –dirigido contra las posiciones escépticas y relativistas
inspiradas en las ciencias sociales– es establecer el fundamento de una razón
práctica que se impone de manera absoluta e incondicional, esto es, explicitar
los presupuestos de naturaleza ética presentes en los actos de habla y en la
argumentación de la práctica cotidiana. La idea central puede expresarse en
los siguientes términos: quien participa en una discusión, desde el momento
mismo en que decide hablar, asume el compromiso moral de suponer el
consenso como una base legítima de la relación entre las personas. Esto
equivale a admitir que existe al menos una norma de carácter universal que
puede ser reconocida sin coacciones como válida por cada uno de los agentes
de una discusión; y esta norma trasciende todo contexto histórico. Haber la
formula así:
“Obra solamente en función de una norma de la cual poder admitir, ya sea en razón de un
acuerdo real con las personas implicadas o sus representantes durante una discusión libre o,
en su defecto, en razón de una experiencia intelectual equivalente, que puede ser aceptada
(con sus consecuencias previsibles) sin coacción por todas las personas implicadas en su
aplicación” (ibid.: 86-87).

La norma muestra la condición general que debe cumplir una acción para
ser considerada racional desde el punto de vista práctico. La “ética de la
discusión” es lo que resta de la razón comunicativa cuando se la aparta de la
sociología y de la problemática del presente histórico. Naturalmente, el
enfoque nos trae reminiscencias de la ética formal formulada por Kant. Pero
el proyecto habermasiano no finaliza aquí. La ética de la discusión se articula
con una filosofía del derecho que propone mostrar cómo la norma
fundamental puede, a través de los mecanismos jurídicos y políticos,
encarnarse en formas de vida particulares y en prácticas históricas
determinadas. Sin embargo, según creemos, la relación de estos planteos de
Habermas con las ciencias sociales parece hacerse cada vez más lejana:
aunque se trate de fenómenos jurídicos y políticos concretos, los análisis
siguen siendo de naturaleza tan conceptual que se encuentran, casi
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exclusivamente, en el terreno de la filosofía. Las ciencias sociales y el control
empírico han quedado totalmente eclipsados por las elaboraciones de la
especulación filosófica.

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CAPÍTULO 11
LA POLÉMICA POPPER-
ADORNO

1. El origen de la controversia

En el Congreso celebrado en Tübingen, en 1961, por iniciativa de la


Sociedad Alemana de Sociología, Karl Popper y Theodor Adorno tuvieron la
oportunidad de confrontar sus respectivas perspectivas filosóficas de manera
directa y personal. El tópico propuesto para la sesión fue la lógica de las
ciencias sociales. Sin embargo, fuera del denominador común expresado en
el título, ambas ponencias no exhiben casi ningún punto de coincidencia.
Manifiestan, por el contrario, dos concepciones distintas de la sociología
cuyas diferencias exceden el ámbito metodológico. Las divergencias no sólo
en el lenguaje sino también en la estructura conceptual y discursiva dejan
poco espacio para un debate constructivo. Racionalismo crítico y teoría
crítica de la sociedad aparecen, pues, como corrientes de pensamiento
difícilmente compatibles.
En su contribución, Popper resume los principios generales que
componen su concepción acerca del conocimiento. En primer lugar, la
convicción de que las proposiciones son verdaderas en la medida en que se
correspondan con la realidad. En segundo término, la admisión de que el
conocimiento científico es siempre falible, las teorías propuestas por las
ciencias siempre mantienen un carácter provisorio y lo más que puede
hacerse es someterlas a la crítica, de manera que las teorías que no resistan la
contrastación empírica deberán ser abandonadas. En cuanto a las ciencias
sociales, valen para ellas las mismas ideas; su método, que es en lo esencial
similar al que utilizan las ciencias naturales, consiste en ensayar hipótesis que

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serán sometidas al control empírico, esto es, a la posibilidad de refutación.
Rechaza así la actitud a la que califica de falso naturalismo, es decir, la que
identifica la investigación científica con la metodología inductivista, y
destaca el papel de la lógica deductiva, necesaria para sistematizar las teorías
e inferir de ellas consecuencias refutables.
Popper descarta las concepciones relativistas del conocimiento que
entrañan como resultado la desvalorización del concepto de verdad.
Conforme al relativismo histórico no existe la verdad objetiva, sólo existen
verdades válidas durante tal o cual época histórica; y en el caso del
relativismo sociológico la verdad depende de uno u otro grupo o clase social.
Así, señala Popper, bajo el manto del relativismo se abriga la idea de que
“hay, por ejemplo, una ciencia burguesa o una ciencia proletaria” (Adorno y
otros, 1972: 109). En abierta oposición, Popper defiende la tesis de que existe
una verdad objetiva independiente de todo contexto histórico o sociológico,
aun cuando nunca contemos con la certeza de haberla alcanzado. Asimismo,
cuestiona la opinión de que la objetividad científica requiere la neutralidad
del investigador y rechaza la creencia de que el científico natural es más
objetivo que el científico social porque está libre de valoraciones. Popper es
consciente de que resulta imposible excluir las valoraciones personales del
investigador en la tarea científica, porque toda acción humana está orientada
por valores y si el científico no tuviera interés, por ejemplo, en seleccionar las
hipótesis adecuadas, no habría actividad científica, y ello vale tanto para las
ciencias sociales como para las ciencias naturales. Pero lo importante, a juicio
de Popper, no es la eliminación de los componentes valorativos sino, más
bien, la diferenciación entre valores científicos y valores extracientíficos. Hay
que distinguir entre la cuestión de la verdad de las afirmaciones referidas a la
situación investigada y la relevancia, el interés y el significado del tema en
relación con otros aspectos, como, por ejemplo, el problema del bienestar
humano o el desarrollo industrial. La función de la crítica reside, entonces, en
develar la confusión y establecer la correspondiente separación entre valores
intrínsecos a la esfera científica y aquellos que son de naturaleza
extracientífica. La objetividad de la ciencia no es algo que esté garantizado de
antemano y no interesa que el investigador individual esté comprometido,
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como necesariamente ocurre, con determinados valores. La objetividad de la
ciencia no depende de la imposible objetividad de cada científico; la
objetividad es, en todo caso, el producto de la actividad colectiva, el resultado
de la crítica ejercida por la comunidad científica, y por esa razón las
distorsiones producidas por la posición social o la ideología del científico se
eliminan con el transcurso del tiempo, aunque a corto plazo sus efectos son
innegables. De este modo, tanto en las ciencias naturales como en las
sociales, el método científico se identifica con el ejercicio de la crítica.
Pero hay también una modalidad específica de las ciencias sociales, un
procedimiento objetivo que Popper denomina método comprensivo o lógica
de la situación que hemos explicado en el capítulo 7. Consiste en analizar el
contexto en el que se desarrolla la acción humana, de manera tal que las
conductas puedan ser explicadas a partir de las condiciones de la situación
misma, sin necesidad de apelar a peculiaridades puramente individuales de
naturaleza psicológica: los motivos y deseos que pueden llevar a una acción
se transforman en componentes objetivos de la situación. Debemos notar, sin
embargo, que esta caracterización del método comprensivo se vincula, más
bien, con aspectos inherentes a la formulación de hipótesis, con su
descubrimiento, antes que con su contrastación; pero una vez formulados, los
análisis situacionales son empíricamente criticables y susceptibles de
mejoramiento según los patrones generales del racionalismo crítico, esto es,
pueden ser expuestos al riesgo de la refutación.
La lógica de la situación incluye el análisis tanto del entorno físico como
del contexto social en cuyo marco los hombres llevan a cabo sus acciones, y
las explicaciones que brinda no son descripciones de los hechos observables
sino reconstrucciones racionales, formulaciones teóricas muy esquemáticas y,
por eso mismo, generalmente falsas, si se las considera en un sentido estricto,
pero valiosas por cuanto en alguna medida pueden conservar un cierto
contenido de verdad. En tanto el entorno social comprende las instituciones,
la sociología se ocupa de estudiar la manera como estas instituciones operan
–a las que Popper denomina quasi-acciones, ya que en rigor sólo una persona
puede realizar acciones en un sentido estricto–. Esta disciplina elabora teorías
acerca de la génesis y el desarrollo de las instituciones, y de las
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consecuencias buscadas y no buscadas de su funcionamiento.
En síntesis, Popper destaca que el discurso de la sociología incorpora
conceptos eminentemente teóricos y relativiza la importancia de las
descripciones que se limitan a considerar los fenómenos tan sólo en el nivel
de su manifestaciones empíricas, pero señala al mismo tiempo la necesidad
de que las hipótesis sociológicas den lugar a consecuencias observacionales
que permitan su contrastación.
Cabía esperar, y ésa fue la finalidad mentada por los organizadores del
congreso de Tübingen, que la ponencia de Adorno –titulada “Sobre la lógica
de las ciencias sociales”– contribuyera a iluminar las diferencias que existían
entre su posición y la de Popper acerca de los fundamentos epistemológicos
de la sociología. Sin embargo, no es fácil evaluar la propuesta de Adorno en
términos de este objetivo, pues bajo el disfraz de un aparente acuerdo con las
tesis popperianas, sus argumentaciones discurren, con sutil ironía, sobre un
terreno diferente. La estrategia de la réplica de Adorno puede producir, a
primera vista, una impresión engañosa. En efecto, retoma varias de las tesis
popperianas y declara su conformidad con ellas; sin embargo, las razones que
aduce para explicar su aquiescencia y las reflexiones que agrega significan
discrepancias muchísimo más importantes que las coincidencias superficiales.
Así, Adorno suscribe totalmente el rechazo del método inductivo y el
reconocimiento de la naturaleza teórica de la sociología; y es natural, porque
un decidido partidario de la presencia de tesis altamente especulativas en la
sociología no puede menos que despreciar cualquier intento de derivar
conocimientos relevantes por medio de la generalización de las
observaciones: “El momento especulativo no es una necesidad del
conocimiento social, sino que es para éste, en cuanto a tal momento,
ineludible, por mucho que la filosofía idealista, glorificadora de la
especulación pertenezca al pasado” (ibid.: 129). Más importante es tener en
cuenta que cuando Popper y Adorno hablan de teorías, usan el concepto con
sentidos bastante diferentes. Y esto nos lleva al papel de la contrastación
empírica. Adorno no piensa solamente que los hechos observados siempre
son insuficientes para confirmar las hipótesis de la teoría social, parece creer
que tampoco serían capaces de refutarlos aunque los contradijeran:
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“Hay teoremas sociológicos que en la medida en que dan cuenta de los mecanismos
operantes al otro lado de la fachada contradicen –de modo radical y por motivos asimismo
sociales– los fenómenos de tal manera que, a partir de éstos, no pueden ser ni siquiera
criticados. Su crítica incumbe a la teoría consecuente, al pensamiento ulterior y no a la
confrontación con enunciados protocolares (cosa que, por otra parte, Popper tampoco
formula)” (ibid.: 128).

Aunque no nos resulta claro a qué se refiere Adorno con la frase entre
paréntesis, parece innegable que para Popper la función destacada de los
enunciados básicos es, precisamente, la de poder contradecir teorías. Y es
justamente en relación con el propio concepto de contradicción donde las
diferencias entre ambos autores se hacen abismales. Mientras Popper siempre
consideró insostenible la posibilidad de negar, como pretenden los partidarios
de la dialéctica, el principio de no contradicción y, en consecuencia, piensa
que cuando un enunciado básico aceptado resulta incompatible con una
hipótesis ésta debe ser descartada, ¿por qué habría de preocuparle al filósofo
de la Escuela de Frankfurt una inconsistencia entre la teoría y los enunciados
de observación, si está convencido de que las contradicciones se encuentran
en la realidad misma y en ellas reside la verdad primaria?
Por otra parte, Popper subraya, como se ha señalado, la equiparación
entre objetividad científica y tradición crítica. Naturalmente, fuera del
contexto y concebido aisladamente, este punto se presenta a los ojos de
Adorno con certeza indiscutible. En la medida en que se identifica la ciencia
con el método crítico, éste se convierte en el órgano de la verdad. Ningún
dialéctico –declara Adorno– podría pedir más. Obviamente, esta afirmación
no es sino la expresión de una ironía, porque a continuación Adorno formula
sus reservas respecto de la identificación entre objetividad científica y
método del ensayo y el error, que no es sino otra manera en la que Popper
expresa la mencionada equiparación. En opinión de Adorno, como no hay
experimento capaz de probar fehacientemente la dependencia de cada
fenómeno social respecto de la totalidad, la totalidad social misma no puede
ser aprehendida a partir de métodos particulares de ensayo. La vía crítica no
puede ser, en última instancia, formal, esto es, metodológica, sino material;
de manera que no puede consistir en la mera reformulación de enunciados

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contradictorios en aras de recuperar la armonía del complejo científico, sino
en la crítica social (ibid.: 131).
Podría pensarse, y el mismo Adorno lo admite, que la diferencia entre sus
respectivas posiciones reside en la circunstancia de que para Popper la
contradicción es exclusivamente epistemológica, mientras que para él, en
cambio, es de naturaleza ontológica. Sin embargo, en opinión de Adorno, lo
que está en juego es, precisamente, la legitimidad de esta distinción, de
manera que la incorporación de la lógica dialéctica en el debate conspira
contra toda posibilidad de que pudiera llegarse a algún acuerdo significativo.
Tampoco admite Adorno la separación que Popper establece entre
problemas inmanentes a la ciencia y problemas extracientíficos; a juicio del
representante de la Escuela de Frankfurt, esa diferenciación acaba por
transformar la ciencia en una auténtica fetichización. En la medida en que
Popper critica la sociología del conocimiento y la idea de neutralidad
valorativa, Adorno finge coincidir con las afirmaciones popperianas, pero,
una vez más, acaba por reformular los términos del acuerdo. En su opinión,
Popper rechaza acertadamente la escisión entre conocimiento y valor y otorga
a la crítica la tarea de develar los valores implícitos en el conocimiento. Sin
embargo, al ligar los valores científicos a aquellos conectados estrictamente
con la búsqueda de la verdad, Popper plantea el problema de los valores en
términos equivocados. La sociedad, a cuyo conocimiento ha de apuntar la
sociología va ligada indefectiblemente a la idea de una sociedad justa, esto es,
no debe quedar cegada por la atribución de un valor esencial al conocimiento.
Del mismo modo, Adorno declara coincidir con la crítica de Popper al
psicologismo sociológico pero, obviamente, por motivos diferentes. Adorno
subraya la influencia de la sociedad en el individuo y rechaza la imagen
existencialista de un hombre en sí enfrentado al mundo, a la que califica de
ser una abstracción vacía. Hasta aquí, parecería que privilegia la sociología
por sobre la psicología; pero luego atenúa considerablemente su posición:
“De todos modos, de la preeminencia de la sociedad respecto de la psicología no me dicidiría
yo a deducir una independencia tan radical entre ambas como la que subraya Popper. La
sociedad es un proceso total en el que los hombres abarcados, guiados y configurados por la
objetividad reinfluyen sobre aquella; la psicología se disuelve tan escasamente en la
sociología como el individuo en la especie biológica y en su historia natural” (ibid.).
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Y a fin de ilustrar esta conclusión, Adorno sostiene que la difusión del
fascismo, por ejemplo, no se explica solamente en función de razones
sociológicas sino también por la presencia de una personalidad autoritaria en
los miembros de la sociedad (ibid.: 136).
Para concluir, Adorno destaca que el carácter contradictorio de la realidad
social no puede ser considerado como un punto de partida más entre otros
posibles, sino que es la condición de posibilidad de la sociología misma. Sólo
para quien sea capaz de imaginarse una sociedad distinta de la existente podrá
presentársele como problema la realidad actual, únicamente en virtud de lo
que no es se hará patente lo que es. Y solamente en el marco de esta
dialéctica de la contradicción debe situarse el objeto de la sociología, una
nueva sociología dirigida a la emancipación de la sociedad, que Adorno
quiere hacer contrastar con la concepción positivista reinante en cuya trama
sitúa la posición de Popper.

2. La polémica en perspectiva: Habermas y Albert

Dialéctica y teoría analítica de la ciencia

La polémica respecto de las ciencias sociales iniciada en Tübingen se


reanudó más tarde a través de dos nuevos contendientes: Hans Albert,
discípulo de Popper, y Jürgen Habermas, continuador de Adorno. En “Teoría
analítica de la ciencia y dialéctica”, un ensayo publicado en 1963, Habermas
contrapone dos concepciones de la ciencia social: las que denomina,
respectivamente, “ciencia social analítica” y “ciencia social dialéctica”.
Atribuye a la primera el empleo de una noción de sistema social de tipo
funcionalista, mientras afirma que la segunda se funda, en cambio, en el
concepto dialéctico de totalidad. A la luz de esta última noción, Habermas
examina cuatro problemas que señalan las características que distinguen
ambas perspectivas.
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La primera cuestión atañe a la relación entre la teoría y el objeto de
estudio. De acuerdo con Habermas, en el caso de la metodología empírico-
analítica, las teorías se construyen como estructuras deductivas “previas al
objeto” y luego se examina si corresponden a la realidad. En las ciencias
dialécticas, por el contrario, la adecuación al objeto es originaria, porque la
trama social de la vida es una totalidad que determina las propias
investigaciones. Asimismo, los métodos empírico-analíticos se atienen a un
tipo de experiencia definida por ellos mismos, porque los juicios de
percepción aceptados intersubjetivamente por los científicos son aquellos
conformados a partir de la observación controlada de un determinado
comportamiento físico organizado bajo circunstancias reproducibles, y estos
enunciados representan la base empírica que sirve para contrastar las
hipótesis científicas. Pero el concepto de experiencia propio de la teoría
dialéctica tiene que ver, más bien, con una experiencia acumulada
precientíficamente, esto es, con el mundo de la vida. “Esta experiencia inicial
de la sociedad como totalidad guía el trazado de la teoría en la que se
articula” (ibid.: 151).
Según Habermas, la relación entre teoría y experiencia determina,
asimismo, el modo de investigación de los acontecimientos de la historia. Ya
se trate de hechos naturales o de fenómenos históricos, los métodos empírico-
analíticos ponen el acento en la necesidad de contrastación de las hipótesis
generales. Las leyes suficientemente corroboradas, en conjunción con ciertas
condiciones antecedentes, permiten la explicación de los fenómenos
singulares; y la forma de la explicación causal es la misma para todas las
disciplinas. En el caso de la historia, bajo la perspectiva de la teoría analítica
de la ciencia, la meta reside en la explicación de acontecimientos individuales
a partir de leyes generales. De acuerdo con la concepción analítica –afirma
Habermas– las leyes de las ciencias históricas tienen un estatus idéntico al de
las leyes de la naturaleza.
En contraste con esta perspectiva, la teoría dialéctica de la sociedad
rechaza el uso restrictivo del concepto de ley y sostiene que los fenómenos
particulares dependen de la totalidad social. Las leyes del movimiento
histórico aspiran a tener una validez más global y al mismo tiempo más
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restringida que la de las leyes naturales. Pues, desde el momento en que
refieren a contextos específicos, estadios de un proceso evolutivo único e
irrepetible, carecen de una vigencia universal; pero, por otra parte, el ámbito
de validez de las leyes dialécticas es más amplio en virtud de que establecen
interrelaciones de dependencia con el mundo social de la vida en su totalidad.
Al respecto, Habermas transcribe palabras de Adorno:
“La generalidad de las leyes científico-sociales no es, en suma, la de un ámbito conceptual en
el que las partes individuales hubieran ido integrándose sin solución de continuidad, sino que
viene siempre referida –y referida de manera especial– a la relación entre lo general y lo
particular en su concepción histórica” (ibid.: 155).

Asimismo, la explicación hipotético-deductiva propia de la ciencia


analítica viene a ser sustituida por la explicación del sentido, porque las
legalidades históricas formuladas por la teoría dialéctica de la sociedad
intentan expresar el sentido objetivo de la historia, y para descubrirlas se debe
proceder hermenéuticamente.
Por último, la relación entre la teoría y la historia condiciona también la
relación entre la ciencia y la praxis. En opinión de Habermas, la concepción
analítica de la historia, que se limita a proporcionar explicaciones causales
entre acontecimientos individuales, constituye un tipo de conocimiento que
evade toda aplicación “práctica-vital”. La teoría dialéctica de la sociedad, por
el contrario, se dirige a la estructura social en su conjunto con vistas a lograr
su emancipación.
Así, la relación existente entre la ciencia y la praxis lleva directamente al
problema de la neutralidad valorativa de la investigación histórica. De
acuerdo con Habermas, el postulado de la neutralidad valorativa puede
formularse en términos del dualismo entre hechos y decisiones. Por un lado,
en la esfera de los fenómenos naturales se hallan las regularidades empíricas
y las leyes naturales; y por el otro, separadas de ellas, se encuentran las reglas
o preceptos que regulan la conducta humana, esto es, las normas sociales. En
opinión del autor, los positivistas sostienen que ambos dominios son
autónomos, las leyes naturales se apoyan en determinaciones empíricas y
como tales son consideradas como verdaderas o falsas; las normas sociales,
en cambio, se fundan en decisiones. Las esferas del ser y el deber ser están
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disociadas, el lenguaje descriptivo y el lenguaje prescriptivo son mutuamente
intraducibles y, en consecuencia, el dualismo entre hechos y decisiones
equivale a la distinción entre conocer y valorar.
Pero Habermas se pregunta si el conocimiento está, en verdad, desligado
de toda vinculación normativa, y encuentra en la propia posición de Popper la
respuesta negativa a este interrogante. En efecto, de acuerdo con Popper, los
enunciados de la base empírica, los falsadores potenciales –a diferencia de los
enunciados protocolarios de los empiristas lógicos–, no se convalidan por
medio de la experiencia sino que su aceptación depende de una suerte de
acuerdo o convención de hecho establecida entre los científicos. Popper
subraya que los enunciados observacionales no pueden ser justificados
empíricamente y de manera irrevocable, de modo que su validez no es más
que el producto de una decisión. Pero, en opinión de Habermas, la propuesta
popperiana lleva a consecuencias seguramente no deseadas, pues la validez
empírica de los enunciados básicos depende, en última instancia, de ciertas
expectativas de comportamiento modeladas en el contexto social
intersubjetivo. Y es precisamente en este punto donde, según Habermas, se
hace patente la configuración de la experiencia hermenéutica no reconocida
por la teoría analítica de la ciencia. De este modo afirma:
“La ‘decisión’ popperiana respecto de la aceptación o rechazo de enunciados elementales es
tomada a partir de esa misma comprensión previa de naturaleza hermenéutica que rige la
autorregulación del sistema de trabajo social: también quienes participan en el proceso de
trabajo han de estar de acuerdo acerca de los criterios de éxito y fracaso de una regla técnica”
(ibid.: 172).

Al desconocer el contexto social en el que se halla incorporada toda


reflexión teórica, la teoría analítica separa la metodología científica del
proceso real de la investigación y de sus funciones sociales. Así, la teoría
analítica de la ciencia –aun en su versión popperiana– sigue aferrada al
dualismo entre ser y deber ser: la validez de los enunciados empírico-
científicos debe independizarse de cualquier referencia al ámbito de la
experiencia vital, de la praxis social. El pensamiento dialéctico, por el
contrario, lleva a poner al descubierto el tipo de valoración presente en las
ciencias empírico-analíticas y concluye que lejos de constituirse como un
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saber neutral, en ellas prevalece el interés cognoscitivo de orden puramente
técnico.

El mito de la razón total

A diferencia del debate originario, la dirección que siguió posteriormente


la confrontación de la postura de la Escuela de Frankfurt con las ideas
popperianas experimentó un acrecentamiento en la vivacidad del intercambio;
el tono de las objeciones esgrimidas por Hans Albert agudizaron la intensidad
de la discusión. En “El mito de la razón total”, aparecido un año después, en
1964, Albert considera que al caracterizar la ciencia de inspiración analítica
como una concepción dominada por un interés cognoscitivo unilateral
reducido al valor técnico que conduciría al falseamiento del objeto, Habermas
ha desconocido absolutamente las propias críticas que Popper formuló contra
el instrumentalismo. Nótese, sin embargo, que el uso del término
“instrumentalismo” en los escritos popperianos tiene un sentido diferente de
las connotaciones que asume en el contexto de los análisis habermasianos. En
efecto, Popper siempre rechazó la concepción instrumentalista clásica, es
decir la idea de que las teorías científicas no son ni verdaderas ni falsas sino
solamente herramientas útiles para organizar el conocimiento y formular
predicciones; por el contrario, sostenía que además de poseer esas funciones
las teorías son de hecho verdaderas o falsas y que, aun cuando no estemos en
condiciones de decidir cuál es el valor veritativo que les corresponde, aunque
nunca pueda arribarse a la certeza, la ciencia debe reconocer la verdad como
una idea regulativa de su orientación. Pero Habermas, conforme a una
inclinación compartida por los miembros de la Escuela de Frankfurt, prefiere
no atenerse a los términos de la vieja discusión entre los instrumentalistas y
los realistas científicos e insiste en atribuir a la ciencia moderna un carácter
meramente técnico que coarta el ejercicio pleno de la racionalidad. Albert
alude a esta clase de circunstancias cuando afirma que “en lo esencial, lo que
a Habermas le importa no es sino recuperar para la reflexión racional,
mediante el recurso a la herencia hegeliana preservada en el marxismo, el
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ámbito perdido de la razón dialéctica referida a la praxis” (ibid.: 184).
Y en cuanto a las reflexiones de Habermas respecto de que la ciencia de
corte analítico admite sólo “un tipo de experiencia”, esto es, aquella
preformada por los mismos métodos empíricos, Albert considera que esta
afirmación es lisa y llanamente falsa, porque lo único que la ciencia exige es
que se encuentren situaciones capaces de permitir una contrastación seria y
rigurosa; y en contrapartida, la concepción analítica no impone restricción
alguna a la construcción de teorías. Más aun, la posición sustentada por
Habermas, en la medida en que obliga a recurrir a la hermenéutica, es mucho
más restringida y conservadora. Por otra parte, si bien no hay razón para
oponerse al hecho de que la “experiencia precientífica acumulada” postulada
por la concepción dialéctica guíe la construcción de teorías, no puede dejar de
señalarse, según Albert, que semejante experiencia contiene también los
errores heredados. De manera que el concepto más amplio de experiencia
invocado por Habermas resulta, a la postre, totalmente inoperante en relación
con la función metodológica de corregir los errores incorporados en la
tradición e implícitos en la llamada “experiencia acumulada”.
Pasemos ahora al análisis de las relaciones existentes entre la teoría y la
historia. La oposición que traza Habermas entre predicciones basadas en
leyes generales –propias de las teorías científico-analíticas– e
interpretaciones hermenéuticas de un contexto vital histórico –característica
específica de una teoría dialéctica de la sociedad– aparece a los ojos de
Albert como una distinción carente de fundamento. Las leyes que permitirían
brindar explicaciones dialécticas deberían referirse a la totalidad social, pero
Albert considera que hasta el momento no se ha ofrecido ningún análisis de la
estructura de esas leyes históricas de la totalidad, ni una explicación de cómo
pueden ser contrastadas, ni una elucidación de cómo es posible la transición
de la hermenéutica subjetiva al sentido objetivo. Por otra parte, frente a la
propuesta de una concepción específica de la historia claramente diferente del
punto de vista de las ciencias empírico-analíticas, Albert subraya el hecho de
que en la doctrina de Popper también se reserva un lugar específico para las
interpretaciones históricas; la diferencia reside en que Popper rechaza
cualquier tipo de teoría histórico-filosófica que pretenda develar, de un modo
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misterioso, el sentido oculto de la historia; y en su lugar, defiende la idea de
que son posibles interpretaciones históricas diversas. Habermas rechaza este
punto de vista, al que califica de “mera arbitrariedad”, en favor de una
interpretación centrada en la totalidad y develadora del auténtico sentido de la
realidad social, un sentido objetivo que sólo puede alcanzarse por medio de la
dialéctica. Pero, en opinión de Albert, en la legitimación de ese sentido
objetivo no hay menos arbitrariedad de la que puede presentarse en Popper; y
sostiene que la diferencia reside, en última instancia, en la circunstancia de
que la arbitrariedad de la interpretación dialéctica “se presenta bajo la
máscara de una interpretación objetiva” (ibid.: 200).
Con las objeciones formuladas al problema de la relación entre la teoría y
la historia Albert da paso al examen de la cuestión de los valores. Sus réplicas
a las reflexiones de Habermas sobre el postulado de la neutralidad valorativa
componen los párrafos más crudos de su crítica. Deja en claro –como ya
había señalado Popper en “La lógica de las ciencias sociales”– que los
defensores de la objetividad de la ciencia de ningún modo ignoran los
aspectos valorativos presentes en la investigación. Se pronuncia, sí, a favor
de soluciones diferenciadas en las cuales pueden separarse varias facetas de
esta problemática. La distinción entre hechos y decisiones, entre enunciados
nomológicos y normativos, no equivale a negar las relaciones existentes entre
unos y otros. Sin embargo, de acuerdo con Albert, la pretensión de que todas
estas distinciones quedan dialécticamente superadas cuando se invoca la
unidad entre la razón y las decisiones, de manera que integren una totalidad
omniabarcadora, constituye una mera postulación ad hoc. De acuerdo con
Albert, esa manera de disolver los distintos aspectos del problema y mezclar
los planos de la argumentación resulta realmente un sinsentido, porque las
cuestiones de orden metodológico se confunden con argumentos empíricos y
la lógica de la investigación se fusiona con la sociología del conocimiento.
Cuando se emplea un procedimiento semejante las dificultades sólo pueden
ser exhibidas pero no analizadas, y las soluciones sólo pueden ser esbozadas
pero no efectivizadas (ibid.: 218). Y a continuación agrega uno de los pasajes
más severos contra la posición de Habermas:

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“[En su afán de elucidar la relación entre la teoría y la praxis, el pensamiento dialéctico]
encontrará ayuda no escasa en un lenguaje opuesto a toda clara y precisa formulación de las
ideas. Que un lenguaje de este tipo domine incluso las reflexiones metodológicas que
preceden al trabajo real, así como también las discusiones con otras concepciones mantenidas
en este mismo plano, es algo que no puede, evidentemente, ser entendido sino como fruto de
una determinada voluntad estética, si por una vez se deja a un lado el no lejano pensamiento
de una estrategia de relativa inmunización” (ibid.: 216).

En el párrafo que cierra el artículo, Albert declara su total escepticismo


frente a la propuesta de Habermas considerando que a través de la dialéctica
se enmascaran y dogmatizan, como si fueran auténticos conocimientos, lo
que en verdad no pasan de ser puras decisiones.

Contra un racionalismo menguado de modo positivista

Como es natural, la defensa de Habermas no se hizo esperar. En el mismo


año, 1964, apareció la respuesta. El título del trabajo “Contra un racionalismo
menguado de modo positivista” adelanta ya el contenido, pero el subtítulo del
primer apartado, “Réplica a un panfleto”, manifiesta nítidamente el tono que
alcanzó la polémica. Habermas retoma el análisis de varios aspectos de su
discusión que, en su opinión, Albert ha “desfigurado”: el papel metodológico
de la experiencia, el problema de la base empírica, la relación entre
enunciados metodológicos y empíricos y, por último, la cuestión del
dualismo entre hechos y estándares.
En cuanto al papel metodológico de la experiencia, Habermas considera
que Popper, a pesar de sus críticas al empirismo lógico, ha quedado anclado
en las mismas aguas. La aceptación por parte de Popper de la teoría de la
verdad como correspondencia le resulta inconsecuente con su propio
reconocimiento de que sólo es posible captar los hechos a la luz de teorías.
Pues en la medida en que la concepción correspondentista supone que los
hechos son epistemológicamente independientes de las teorías, el empirismo
lógico se mantiene vivo en la doctrina popperiana. Habermas sostiene,
entonces, que Albert no llegó a comprender el sentido de su crítica a Popper.
Respecto del problema de la base empírica, Habermas afirma que a pesar
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de las críticas que Popper formula a la concepción verificacionista, su
alternativa falsacionista mantiene el presupuesto empirista de la
correspondencia entre proposiciones y hechos o estados de cosas. En
oposición a este enfoque, Habermas defiende una concepción pragmatista de
la ciencia a la que le atribuye la virtud de superar las dificultades que plantea
la relación de las proposiciones con los hechos en la medida en que
proporciona un modo de verificación ausente en la concepción de Popper.
“Esta interpretación, de acuerdo con la que las ciencias empírico-analíticas son guiadas por
un interés de orden técnico, tiene la ventaja de hacer suya la crítica de Popper al empirismo
sin compartir uno de los puntos débiles de su teoría de la falsación. ¿Cómo coordinar, en
efecto, nuestra principal inseguridad acerca de la verdad de las informaciones científicas con
el variado y, por lo general duradero, aprovechamiento técnico de las mismas? [...] frente al
plebiscito renovado día tras día de unos sistemas técnicos perfectamente funcionantes, poco
pueden prevalecer los escrúpulos lógicos [...] Por mucho peso que realmente tengan las
objeciones de Popper contra la teoría de la verificación, su propia alternativa no puede menos
de parecer escasamente plausible. Dicha alternativa únicamente es tal, desde luego, a la luz
del presupuesto positivista de la correspondencia entre proposiciones y hechos. Tan pronto
como abandonamos semejante presupuesto y asumimos la consideración de la técnica, en el
más amplio sentido, al modo de un control socialmente institucionalizado del conocimiento –
conocimiento cuyo sentido metodológico viene orientado a tenor de su aplicabilidad técnica–
mediante el éxito, puede muy bien imaginarse otra forma de verificación” (ibid.: 231-232).

Conforme al punto de vista pragmatista, la cuestión de la verdad ya no se


plantea en términos de que las proposiciones describan adecuadamente los
hechos, sino en función del éxito técnico que se puede alcanzar cuando se
aceptan esas proposiciones. Esta forma de conocimiento responde, pues, al
interés de controlar la naturaleza. Es propio, entonces, de las ciencias
naturales, y si bien Habermas está dispuesto a reconocerles también algún
papel en las ciencias sociales sostiene que se trata de una perspectiva
totalmente inadecuada para la sociología:
“Una sociología de enfoque restringido a investigaciones empíricas sólo podría investigar la
autorreproducción y autodestrucción de los sistemas sociales en la dimensión de éstos como
procesos de adecuación pragmáticamente logrados, negando cualesquiera otras dimensiones”
(ibid.: 247).

Con palabras que trasuntan la inspiración hegeliana, Habermas afirma


que la sociología debe cumplir la función fundamental de ayudar a la

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clarificación hermenéutica del autoconocimiento de los sujetos que actúan.
El examen de la relación entre enunciados empíricos y metodológicos
representa una respuesta a las objeciones de Albert respecto de haber
mezclado, indebidamente, la lógica de la investigación con la sociología del
conocimiento. En este punto, Habermas afirma que la decisión crítica acerca
de la validez de las teorías constituye un ámbito en el cual junto a las
relaciones lógicas entre enunciados intervienen también argumentos que
influyen en las consideraciones y los enfoques empíricos. En opinión de
Habermas, Popper evade esta problemática renunciando a la idea de una
justificación de la crítica. En otras palabras, para Popper la crítica racional se
aplica a las teorías pero no a la metateoría, esto es, la racionalidad no puede
aplicarse a su vez al método de la crítica. La respuesta de Habermas apela
aquí a su teoría de la acción comunicativa: si se entiende la crítica como un
proceso que, en forma de una discusión totalmente libre, tiende a la
superación de las disidencias, entonces la discusión racional no es sino la
condición trascendental de la comprensión. La crítica está presente, a la
manera de un factum, en el proceso mismo de la discusión.
Consecuentemente, ya no es posible separar los problemas metodológicos de
las cuestiones empíricas relativas a la comunicación. En cuanto a la
dicotomía hechos-decisiones, Habermas afirma que de ningún modo niega la
diferencia existente entre ambos dominios; pero alberga dudas respecto del
dualismo entre juicios y propuestas, entre conocimiento descriptivo y
conocimiento normativo. En la metodología popperiana –dice Habermas– el
dualismo entre hechos y decisiones se retrotrae, en última instancia, al
supuesto de que los hechos y las relaciones entre hechos son independientes
de nuestras discusiones. Pero en opinión de Habermas, “desde el momento en
que comenzamos a discutir un problema con la intención de llegar,
racionalmente y sin coacciones, a un consensus, nos movemos ya en esa
dimensión de racionalidad global que a la manera de momentos suyos viene a
acoger lenguaje y acción, enunciados y tomas de posición” (ibid.: 243).

¿A espaldas del positivismo?

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El último eslabón de la disputa corresponde a una nueva publicación de
Albert, aparecida en 1965, con el título “¿A espaldas del positivismo?”. En
ese trabajo, Albert rechaza el cargo de haber malentendido a Habermas, no
acepta tampoco la validez de las objeciones que le formula.
La objeción central de Habermas en relación con el papel de la
experiencia recaía, recordémoslo, en el apego de Popper a la teoría
correspondentista de la verdad. Según Habermas, la adopción de esta teoría
indica que, en última instancia, Popper niega la auténtica naturaleza de los
hechos, esto es, la circunstancia de que son construidos. La respuesta de
Albert en esta oportunidad se expresa en dos argumentos. El primero señala
que la concepción de Popper acerca de la contrastación de las hipótesis
científicas no depende de la teoría de la verdad, sino solamente de la
posibilidad de que haya enunciados básicos capaces de contradecirlas. El
segundo alude al claro reconocimiento de Popper en cuanto a los
componentes teóricos presentes en los enunciados básicos y sus objeciones a
la pretensión de una base empírica compuesta por hechos desnudos. Albert se
sorprende de que Habermas minimice esas críticas porque él mismo había
aprobado explícitamente los aportes de Popper con respecto a esa cuestión.
Frente a la ausencia de una justificación del propio racionalismo crítico,
esto es, la falta de una crítica de la crítica, Albert sostiene que no logra ver
cuál es el alcance del reclamo, pues el propio Popper ha sido consciente de
ello y ha brindado una respuesta: el racionalismo crítico no aspira a una
fundamentación positiva, puesto que como la aceptación de argumentos de
cualquier naturaleza presupone adoptar una actitud racionalista, ésta misma
no puede ser justificada por medio de argumentos. La cuestión no puede
plantearse, como lo hace Habermas, en términos de una alternativa entre el
dogmatismo o el justificacionismo. Albert no advierte, por otra parte, cuál
podría ser la opción fuera de la que Popper propone. Plantear, como lo hace
Habermas, que la discusión racional constituye un factum no es más que
encubrir el problema cuya solución paradójicamente se le exige a Popper.
Y en relación con la dicotomía entre hechos y estándares, Albert afirma
que la argumentación de Habermas no logra superar el dualismo que critica.
Sus dudas acerca de si cabe hacer una distinción entre conocimiento
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descriptivo y conocimiento normativo resulta inadecuada, pues la pregunta
misma se inserta en el contexto de una discusión donde la distinción se ha
dado por supuesta.
Pero Albert no se limita a neutralizar los ataques que Habermas le había
dirigido y señalar las insuficiencias de algunas de sus tesis, va más lejos y le
atribuye a su posición serias inconsecuencias. Señala que el pragmatismo
adoptado por Habermas –en el que se incluye la creencia de que el éxito
técnico reemplaza la contrastación que hubiera correspondido a los
enunciados básicos– no resuelve la cuestión. Alude así a la circunstancia
conocida de que el éxito en la aplicación técnica de una hipótesis no garantiza
su verdad, porque es sabido que muchas veces la aplicación de hipótesis
falsas puede producir buenos resultados prácticos. La teoría astronómica de
Ptolomeo, por ejemplo, era tan útil como la copernicana para predecir
eclipses y guiar a los navegantes. Pero, y esto es aun más importante, de
acuerdo con Albert, los argumentos pragmatistas de Habermas en contra de la
posición realista de Popper cuestionan, precisamente, aquello que diferencia a
Popper de los positivistas. De este modo, “la reducción del conocimiento
empírico-científico representada por Habermas corresponde, más bien, a la
tradición positivista” (ibid.: 269). Se entiende, entonces, por qué el título de
este trabajo de Albert pone entre signos de interrogación la pretensión de
Habermas de haber dado la espalda al positivismo.

3. Un balance del debate

Los respectivos ensayos de Popper y Adorno, conjuntamente con los


artículos posteriores de Habermas y Albert a través de los cuales continuó la
polémica, fueron finalmente compilados en un volumen bajo el título La
disputa del positivismo en la sociología alemana publicado originariamente
en alemán en 1969. A las contribuciones que dieron origen al debate le sigue
un comentario crítico de Ralph Dahrendorf después del cual se ubican los
ensayos de Habermas y Albert. El texto cierra con unas “brevísimas palabras

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finales”, expresión irónica de Albert frente a la abusiva extensión que abarca
la Introducción escrita por Adorno.
Ya hemos sugerido en el comienzo de este capítulo que resulta difícil
evaluar el contenido de los escritos analizados como una provechosa
confrontación de dos perspectivas metodológicas distintas respecto de las
ciencias sociales. Como reacción a la publicación de Positivismusstreit in der
deutschen Soziologie (La disputa del positivismo en la sociología alemana),
Popper escribió, a sugerencia de Raymond Aron, un artículo titulado “Reason
or revolution”, donde expresa algunas reflexiones respecto de todo ese
intercambio de ideas. Con algún matiz de burla, Popper manifiesta que, dada
la circunstancia de haber sido invitado a participar en el coloquio para hablar
sobre la lógica de las ciencias sociales, no pensó que debía enfrentar a
Adorno con sus ideas acerca del marxismo y la doctrina hegeliana, pues su
posición ya había sido expuesta en La sociedad abierta y sus enemigos y en
La miseria del historicismo. Pero ahora cree que seguramente esas debieron
ser las expectativas de los organizadores del Congreso. De todos modos,
considera que quizá fue la negativa evaluación de los resultados por parte de
Dahrendorf, quien se mostró desilusionado por el debate, lo que estimuló el
primer escrito de Habermas y dio origen a la reanudación de la polémica. De
acuerdo con Popper, Habermas manifiesta un total desconocimiento tanto del
contenido del libro La lógica de la investigación científica como de otros
trabajos suyos en los cuales queda expresada, claramente, la posición
antipositivista que caracteriza el racionalismo crítico. Y es sólo a partir de
este desconocimiento como Habermas puede atribuirle el rótulo de
“positivista”. Por otra parte, si el mero hecho de tener una actitud interesada
hacia las ciencias naturales es signo de positivismo, entonces –continúa
Popper– también debiera aplicarse esta etiqueta a Marx, a Engels y a Lenin.
Por lo demás, considera que el discurso de Habermas, a diferencia del que
empleaba Marx, por ejemplo, es tan oscuro y alambicado que difícilmente se
lo puede comprender.
Independientemente de las opiniones vertidas por el propio Popper casi
diez años después de su primera contribución, parece legítimo realizar un
balance de la cuestión. No está dentro de nuestros propósitos discutir cada
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uno de los numerosos argumentos y contraargumentos presentados por los
distintos participantes del debate; es obvio que sólo hemos sintetizado, muy
esquemáticamente, algunas de sus ideas. Pero no podemos menos que
transmitir la impresión que nos deja la lectura de esos ensayos. No nos
sentimos inclinados a creer que en relación con el curso de las
investigaciones de las ciencias más desarrolladas resulte muy apropiado
recurrir a la noción kuhniana de inconmensurabilidad; por algo el propio
Kuhn relativizó considerablemente su alcance y esta idea no cuenta con
demasiada adhesión entre los más destacados representantes de la filosofía de
la ciencia en este momento. Tampoco creemos que valga la pena utilizar esa
expresión para describir muchos de los debates corrientes en el ámbito
filosófico; la discusión entre realistas y antirrealistas científicos, por ejemplo,
continúa sin resolverse, pero el diálogo entre unos y otros es bastante fluido y
los participantes se muestran interesados en proseguirlo. Pero la célebre
disputa sobre el positivismo en la sociología alemana parece ilustrar, de
modo paradigmático, la posibilidad de que dos puntos de vista representen
alternativas inconmensurables. Ambas partes se manifiestan amantes de la
crítica y ambas, igualmente, se declaran fervientes partidarias de la razón,
pero no nos quedan dudas de que están hablando de cosas completamente
diferentes.
De este modo, la propuesta habermasiana de lograr el acuerdo con el otro
a través de la situación de diálogo, su tesis de la acción comunicativa, parece
haber quedado en el nivel puramente teórico sin manifestación alguna en la
confrontación argumentativa con Albert. La dirección que asumió el extenso
debate, lejos de exhibir la aproximación a un consenso parece, más bien,
desplegar y reforzar las condiciones para el disenso y poner de relieve la
ruptura de la comunicación.
Aun así, de acuerdo con nuestra opinión, podría señalarse un punto de
coincidencia entre las ideas de Popper y las de Habermas. Como hemos dicho
al analizar su posición respecto de las ciencias sociales, Popper subraya la
relevancia de las aplicaciones tecnológicas de estas disciplinas, y este mismo
aspecto es el que destaca Habermas en relación con las ciencias empírico-
analíticas. No es éste, entonces, el núcleo de la discusión. La diferencia reside
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en el hecho de que para Habermas, y en general para los partidarios de la
Escuela de Frankfurt, la ciencia social, y en especial la sociología, incorpora
en su propio seno elementos valorativos, ideológicos y metafísicos que tanto
Popper como otros autores consideran de absoluta importancia, pero cuya
determinación es externa a la actividad estrictamente científica.

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CAPÍTULO 12
EL ESTRUCTURALISMO EN LAS
CIENCIAS SOCIALES

1. Los orígenes del estructuralismo

En las primeras décadas del siglo XX, gracias a la difusión de las


enseñanzas del filólogo suizo Ferdinand de Saussure, surgió una nueva forma
de encarar los estudios lingüísticos que se extendió posteriormente a las
investigaciones referidas a otras problemáticas. Este movimiento,
denominado “estructuralismo”, adquirió un amplio desarrollo en Francia
alrededor de los años 60, debido a los aportes de influyentes figuras como
Jacques Lacan, Roland Barthes y Louis Althusser. Nos concentraremos en la
obra de Claude Lévi-Strauss, quien expresó de manera muy explícita la
metodología estructuralista y sus aplicaciones, pero antes haremos una breve
referencia a las ideas sostenidas por de Saussure.
Entre 1906 y 1911, Ferdinand de Saussure dictó una serie de conferencias
en la Universidad de Ginebra que fueron recopiladas por sus discípulos bajo
el título Course de linguistique general, un volumen publicado en 1916, tres
años después de la muerte de su autor. A pesar de que en ese libro no se hacía
mención del término “estructura”, allí se encuentran los principios que
constituirían la base teórica del movimiento que floreció algunas décadas
después. La novedad de la teoría lingüística propuesta por de Saussure surgía
de su concepción del lenguaje como un sistema de relaciones entre signos
cuya naturaleza no está especificada, sino que depende completamente de los
nexos de diferenciación y contraste que un signo presenta con respecto a los
restantes componentes del sistema lingüístico al que pertenece. Resulta
entonces enteramente irrelevante cuál es el significado de las expresiones

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lingüísticas, ya sean sonidos o grafismos; pues para determinar la estructura
del lenguaje no es necesario tomar en cuenta la circunstancia de que se
refieran a objetos, a ideas o a representaciones.
El punto de partida de la concepción estructuralista es la convicción de
que el lenguaje es un sistema autónomo, con sus propias reglas de orden y
diferenciación de sus elementos. Ferdinand de Saussure abandona la
concepción nomenclaturista que consideraba el lenguaje como una suerte de
reflejo del mundo, como una colección de nombres que designan entidades,
ya sean reales o imaginarias. En su opinión, el lenguaje constituye un sistema
formal cuyos elementos carecen de un significado previo y quedan
individualizados exclusivamente por sus diferencias relativas dentro del
marco del sistema: “en un lenguaje solamente hay diferencias”.
Un segundo principio fundamental establece que el sistema lingüístico
tiene una existencia independiente de los actos lingüísticos concretos e
individuales de los usuarios; sin embargo, es precisamente el lenguaje como
sistema independiente y atemporal el que gobierna los actos de habla. Así
formula de Saussure la conocida distinción entre lengua y habla. Se entiende
por “lengua” un sistema de signos abstracto, objetivo y atemporal que
subyace y regula los usos particulares del lenguaje que se localizan en el
tiempo y el espacio. El habla, en cambio, está constituida por esos actos
concretos, variables y accidentales que ejecutan los usuarios.
Una tercera tesis se refiere a la composición de los signos lingüísticos. Un
signo está formado por dos elementos: el significante y el significado. El
significante es la entidad material (un sonido o una marca gráfica) que se
encuentra asociada a un significado o sentido, aunque la relación entre el
significante y el significado es completamente arbitraria, ya que no hay
ninguna relación natural entre ellos.
Asimismo, de Saussure favorece una perspectiva que tiende a
concentrarse en el lenguaje como un sistema estático, en contraste con el
interés en el estudio de la evolución histórica de los idiomas que había
prevalecido durante el siglo XIX. De este modo, quedaba planteada una
elección destinada a subsistir en otros ámbitos de la investigación social: la
contraposición entre el enfoque sincrónico y el enfoque diacrónico o
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evolutivo, y la inclinación de los estructuralistas por el primero de ellos. Por
supuesto, de Saussure no pretendía negar el hecho de que el lenguaje
continuamente sufre alteraciones, pero juzgaba que no cambia a instancias de
los individuos, sino que se transforma a través del tiempo
independientemente de los deseos de los hablantes. La preferencia por el
análisis sincrónico se funda en la convicción de que la lingüística tradicional,
interesada sobre todo en rastrear el origen de las palabras, no alcanzaba a
revelar la estructura básica del lenguaje.

2. Los principios de la antropología estructural

Una circunstancia que facilitó la extensión del enfoque estructuralista a


otras ramas de la investigación fue el encuentro de Claude Lévi-Strauss con
Roman Jakobson en los Estados Unidos, durante la época de la Segunda
Guerra Mundial. Jakobson, un lingüista de origen ruso que adoptó –aunque
con algunas modificaciones– las enseñanzas de Ferdinand de Saussure,
emigró a Nueva York debido a los acontecimientos que convulsionaban a
Europa.
Lévi-Strauss había nacido en Bruselas en 1908 pero se educó en Francia,
donde residía su familia. Estudió Derecho y Filosofía en la Sorbona, pero
poco después de graduarse, y debido a su disconformidad con las corrientes
filosóficas dominantes en la época, se orientó hacia las ciencias sociales; fue
así como llegó a dictar cursos de Sociología en la Universidad de San Pablo.
Durante su permanencia en Brasil tuvo oportunidad de investigar las
características de las tribus indígenas de la zona amazónica y de la selva del
Mato Grosso y pudo reunir sus primeros materiales antropológicos.
Convocado a las filas a raíz del ataque alemán, Lévi-Strauss retornó a
Francia, pero poco después se vio obligado a abandonar Europa en virtud de
la ocupación nazi, y de ese modo su destino coincidió con el de Jakobson en
Nueva Yo r k .
Al final de la guerra, Lévi-Strauss pudo volver a París y allí desarrolló

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una concepción teórica de las cuestiones antropológicas que estaba
fuertemente marcada por el punto de vista estructuralista, con el que se había
familiarizado gracias a los cursos dictados por Jakobson en Columbia. Estaba
tan firmemente convencido de que la lingüística había alcanzado un avance
inigualado por las otras ciencias sociales sólo en virtud de la incorporación de
la perspectiva estructuralista, que comparó la importancia renovadora de esa
disciplina dentro del campo de la investigación social con la de la física
nuclear entre las ciencias exactas. Atribuía el éxito de la lingüística a la
decisión de considerar el lenguaje como un sistema simbólico basado en las
diferenciaciones entre las expresiones y no en la naturaleza de sus elementos
constitutivos. En efecto, la reciente fonología definía de una manera nueva
las unidades sonoras que constituyen los lenguajes. En contraste con las
enseñanzas tradicionales, ya no se trata de identificar los sonidos elementales
que componen un idioma considerándolos aisladamente, sino con referencia a
los contextos que integran, es decir, atendiendo al sistema al que pertenecen.
Con el nacimiento de la moderna fonología, se había dado un paso
fundamental en el desarrollo de la lingüística, aunque para ello fue necesario
abandonar la perspectiva histórica, el estudio diacrónico que partía del
examen de elementos atómicos e intentaba explicar los fenómenos
lingüísticos como resultado de una evolución de estadios anteriores, y
reemplazarla por el análisis de la organización de los sistemas fonológicos.
Lévi-Strauss suscribe plenamente la caracterización de la fonología
brindada por uno de sus fundadores, Nicolay Trubetskoy. De acuerdo con
Trubetskoy, la fonología debe dejar de lado los fenómenos lingüísticos
conscientes para centrarse en la estructuración inconsciente de los fonemas.
Estudia los fonemas atendiendo sólo a sus relaciones recíprocas en el interior
del sistema y considera únicamente sus diferencias y oposiciones. Pero no se
trata simplemente de proclamar la existencia de tales sistemas sino de hacer
manifiesta su estructura. Así, la fonología intenta descubrir las leyes
universales que gobiernan el funcionamiento de la lengua.
Por estos motivos, Lévi-Strauss pensaba que la lingüística era
probablemente la única disciplina social que había alcanzado el rango de una
verdadera ciencia; y ello en virtud de la introducción de una profunda
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renovación metodológica. El aporte fundamental de la fonología radicaba en
la constitución de “un método empírico”; pero no debemos entender que con
esta expresión se refiere Lévi-Strauss a la mera descripción de las
características observables de los hechos. Por lo contrario, la fonología
proporciona un procedimiento para la interpretación de los datos, una clave
para pasar de las manifestaciones superficiales aparentemente inconexas a las
regularidades subyacentes.
Ésas eran las virtudes que Lévi-Strauss procuraba incorporar a su propia
disciplina. Pensaba que el estudioso de la vida social no tiene que abordar los
hechos concentrándose en sus peculiaridades ni en sus condiciones
intrínsecas, tales como se presentan directamente a la observación en las
sociedades investigadas. Lo verdaderamente importante es hacer inteligible el
conjunto de las relaciones que forman el sistema subyacente de la vida social,
porque el sistema que funda las prácticas sociales tiene un carácter general e
inconsciente, de manera análoga a como la estructura del lenguaje domina y
regula el uso concreto de la lengua, el habla, y cuyo dominio por parte de los
usuarios competentes permanece, en su mayor parte, fuera del campo de la
conciencia.
Del mismo modo, un rasgo importante de la antropología estructural
radica en el carácter universal de sus hipótesis, es decir, en la aspiración de
que las conclusiones obtenidas a partir de la investigación de las
comunidades llamadas “primitivas” se extiendan a todas las sociedades
humanas:
“[...] los sistemas de parentesco como los ‘sistemas fonológicos’ son elaborados por el
espíritu en el plano del pensamiento inconsciente; la recurrencia, en fin, en regiones del
mundo alejadas unas de otras y en sociedades profundamente diferentes, de formas de
parentesco, reglas de matrimonio, actitudes semejantes prescriptas entre cierto tipo de
parientes, etc. permite creer que tanto en uno como en otro caso los fenómenos observables
resultan del juego de leyes generales pero ocultas” (1968: 32).

De acuerdo con Lévi-Strauss, la antropología comprueba que los


fenómenos sociales aparentemente disímiles observados en comunidades
concretas muy apartadas entre sí tanto geográfica como temporalmente
responden, no obstante, a una estructura común, una organización subyacente

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homóloga.
Por otra parte, Lévi-Strauss se esforzó en mostrar la complejidad y la
riqueza de las comunidades “primitivas” y sostuvo que sus diferencias con
respecto a las sociedades más avanzadas no provienen de una desigualdad
esencial en cuanto a la capacidad mental o a las categorías lógicas del
pensamiento de sus integrantes, sino más bien de las modalidades de la
organización social. Esta hipótesis contrastaba con las de otros antropólogos,
como Lévy-Bruhl, que habían descripto la vida de esos pueblos en términos
de una mentalidad pre-lógica totalmente impregnada de aspectos
emocionales.
Por razones similares, Lévi-Strauss tomó distancia del funcionalismo.
Pese a que el funcionalismo exhibe –como hemos señalado oportunamente–
ciertas afinidades con el estructuralismo y aunque Lévi-Strauss consideraba
sumamente valiosas las investigaciones de Radcliffe-Brown y Malinowski,
rechazaba la idea de que las instituciones sociales responden en gran medida
a la satisfacción de necesidades emocionales. Pensaba, por lo contrario, que
constituyen diferentes aplicaciones de la misma capacidad racional
compartida por todo el género humano, como lo sostiene en su obra El
pensamiento salvaje, de 1962, donde la palabra “salvaje” no debe entenderse
en el sentido de “feroz” o “inculto”, pues con este término no quiere sugerir
ninguna jerarquía entre las sociedades, sino que se trata de una mentalidad
que se encuentra en estado natural y cuyos rasgos son los característicos de la
inteligencia humana en general, de nuestra mente.
Las diferencias manifiestas que se observan entre las distintas culturas no
son pues el producto de mentalidades diferentes sino la expresión de las
transformaciones que se han operado en las estructuras compartidas por esas
sociedades. Existe, en efecto, una relación muy estrecha entre la noción de
estructura y la posibilidad de transformación. La característica de un sistema
de signos radica, justamente, en la posibilidad de que sea traducido al
lenguaje de otro sistema mediante permutaciones. Esta circunstancia permite
descubrir estructuras homólogas subyacentes en los diferentes lenguajes. Del
mismo modo, en distintos lugares del planeta y en diferentes épocas,
hallamos una variada gama de conductas, normas, costumbres y relatos, pero
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sólo se trata de transformaciones que suponen la existencia de una
organización, y no una colección de elementos aislados.
La semejanza entre la organización social y el lenguaje se extiende
inclusive a un aspecto que a primera vista sólo parece corresponder a los
fenómenos lingüísticos: el propósito de la comunicación. A juicio de Lévi-
Strauss, la forma de las relaciones sociales, el reconocimiento de los
parentescos, por ejemplo, tiene también un efecto comunicativo porque
facilita la solidaridad y la cooperación de los miembros de la sociedad.
El señalamiento de ciertos objetivos latentes en las instituciones sociales
muestra una coincidencia de Lévi-Strauss con la corriente funcionalista a la
que nos hemos referido en el capítulo 6, así como los funcionalistas, a su vez,
hacen lugar a la consideración de aspectos estructurales. Pero debemos
indicar cuáles son las diferencias que subsisten entre ambas posiciones. Para
decirlo de una manera muy esquemática, aun cuando los funcionalistas
investigan los fenómenos atentos a las relaciones de los elementos que
intervienen en ellos, se interesan primordialmente en las consecuencias de las
acciones, en la contribución que un determinado factor representa para el
mantenimiento de la vida social. El estructuralista, en cambio, aunque de
ninguna manera niega que las prácticas sociales cumplen ciertas funciones,
pone este aspecto entre paréntesis y centra su examen en la disposición de las
partes que componen la estructura, como un conjunto de relaciones que
podrían ser representadas en un diagrama estático, independiente de cualquier
mecanismo. De allí que las dificultades propias de las explicaciones
funcionales que hemos señalado en su oportunidad no signifiquen, en
principio, ningún problema serio para las descripciones procuradas por el
análisis estructural. Mientras el funcionalista parte de una institución social
dada, la prohibición del incesto, por ejemplo, y trata de establecer qué
objetivo latente persigue esa restricción, de qué manera protege la
continuidad del grupo social, el estructuralista intentará establecer más bien
cómo se manifiesta dentro del sistema de parentesco correspondiente a cada
sociedad y lo entenderá como una variante de un esquema básico oculto
compartido por todas las sociedades.
Conforme a la postura estructuralista, el funcionalismo constituye, sin
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duda, un avance con respecto a cualquier representación atomizada de la
realidad social, pero resulta insatisfactorio en la medida en que no profundiza
el examen de las relaciones que vinculan los elementos de la estructura de la
sociedad. Pues para el estructuralismo el hecho más sobresaliente radica en
que los elementos no existen fuera de tales relaciones. Una manera intuitiva
de entender esta afirmación es pensar que un padre o un hijo no lo son por sí
mismos, sino en la medida en que forman parte de la relación
correspondiente. Ni siquiera la circunstancia de ser hombre o mujer, por caso,
constituirían propiedades intrínsecas e independientes de los individuos, pues
se definen por su mutuo contraste.
Puede apreciarse que Lévi-Strauss incorporó a la antropología dos tipos
de elementos que habían sido incluidos previamente en la lingüística
estructural. Uno está representado por las normas metodológicas: por
ejemplo, el rechazo del atomismo y la preeminencia del enfoque sincrónico.
El otro está constituido por las similitudes sustantivas que vinculan los
fenómenos lingüísticos con los hechos sociales, es decir, por sus
connotaciones comunicativas. Será conveniente examinar ahora el resultado
de la aplicación de estos principios en las investigaciones antropológicas
llevadas a cabo por Lévi-Strauss.

Las estructuras elementales de la sociedad

Uno de los temas a los que Lévi-Strauss concedió un lugar privilegiado


en su labor de investigación fueron las relaciones de parentesco, y para esa
tarea le resultaron muy apropiadas las hipótesis que había formulado Marcel
Mauss a propósito del intercambio de regalos, una costumbre frecuente en los
grupos estudiados por los antropólogos. Mauss, sobrino y discípulo de
Durkheim, había sostenido la idea de que el intercambio de “dones” entre
tribus vecinas favorecía la dinámica social a la vez que constituía una
modalidad altamente estructurada de mantener comunicaciones sociales entre
grupos que, de otra forma, habrían actuado de manera mucho menos
amistosa. Esta forma de circulación de mercancías posibilita la interacción
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social, constituye un modo de comunicación que hace posible la subsistencia
de grupos que comparten un territorio, pues de esa manera se fomenta la
cooperación y la solidaridad en la lucha por la adaptación y la supervivencia.
A la vista de este fenómeno, Lévi-Strauss concluye que el matrimonio
exogámico presenta una estructura análoga a la de la entrega de regalos, con
la diferencia de que en lugar de la circulación de mercancías, lo que los
grupos intercambian son las mujeres. El principio que rige este último tipo de
práctica es la ley de prohibición del incesto, una norma profundamente
arraigada en la mente humana y presente en todas las sociedades conocidas,
que proscribe mantener relaciones sexuales con las mujeres que pertenecen a
la misma familia o al mismo clan. El rechazo del incesto permite trascender
las relaciones consanguíneas en beneficio de la sociedad en su conjunto, y
para Lévi-Strauss representa nada menos que el pasaje del estado de
naturaleza al estado de cultura.
“He aquí, pues, un fenómeno que presenta al mismo tiempo el carácter distintivo de los
hechos de la naturaleza y el carácter distintivo –teóricamente contradictorio con el
precedente– de los hechos de la cultura. La prohibición del incesto posee, a la vez, la
universalidad de las tendencias y de los instintos y el carácter coercitivo de las leyes y de las
instituciones” (Lévi-Strauss, 1993: 43).

En la mayor parte de las culturas, el matrimonio es exogámico, es decir


que el hombre debe buscar una esposa fuera de su clan o de su tribu. Otras
sociedades son endogámicas, pero la comunidad se encuentra dividida en dos
mitades, de manera que el hombre debe elegir una mujer que no pertenezca a
su propio subgrupo. En los casos límite, cuando no existen los subgrupos, las
reglas estatuyen que el matrimonio se tiene que realizar entre primos
cruzados, es decir, la mujer debe casarse con el hijo del hermano de la madre
o de la hermana del padre. El espectro de las relaciones de parentesco se
despliega así en una amplia gama de variaciones que abarcan desde aquellas
en las que es obligatorio el matrimonio entre primos cruzados hasta el
extremo opuesto, donde, fuera de algunos pocas situaciones consideradas
incestuosas, hay libertad para elegir el cónyuge. Sin duda, existen culturas en
las cuales no está determinado de forma automática quiénes habrán de unirse
en matrimonio –son los casos de los sistemas basados en la transferencia de
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riquezas o en la libre elección, como sucede en nuestras sociedades
contemporáneas–, pero en ninguna de las culturas conocidas se verifica una
determinación absoluta así como tampoco la libertad total en cuanto a las
uniones matrimoniales: “Aun en la estructura elemental más estricta se
conserva cierta libertad de elección, y hasta en la estructura compleja más
indeterminada la elección está sujeta a algunas limitaciones” (Lévi-Strauss,
1993: 12).
De acuerdo con la tesis de Lévi-Strauss, las reglas del matrimonio –ya
sean, por ejemplo, las que solamente imponen la necesidad de elegir el
cónyuge fuera del grupo o las que exigen el matrimonio entre primos
cruzados– corren paralelas a la prohibición del incesto: porque las conductas
que violan esos mandatos constituyen un tabú, es decir, un “pecado”. Para
ilustrarlo, Lévi-Strauss señala que en ciertas comunidades primitivas de
Malasia contraer matrimonio con un familiar cercano, dormir la hija muy
cerca del padre o el hijo cerca de la madre o emplear un lenguaje inapropiado
entre parientes forman parte de un conjunto de conductas prohibidas entre las
que también se encuentran imitar el sonido de algunos insectos, reírse de la
propia cara frente al espejo, burlarse de los animales, vestir a un mono como
persona y hacer sorna de él.
Por otra parte, la prohibición del incesto pertenece a un patrón más
general inherente a la vida social que reside en el carácter simbólico de las
acciones, aun cuando no se trate de signos lingüísticos. De acuerdo con Lévi-
Strauss, puesto que en las sociedades primitivas las mujeres son percibidas
como una forma de signos, el intercambio endogámico implica bloquear la
comunicación con otros grupos humanos, contrariando de este modo un
principio fundamental para la convivencia. De esta manera, las reglas de
matrimonio determinan una estructura de relaciones de parentesco
comparable a las estructuras fonológicas del lenguaje, porque ellas también
son portadoras de significados.[8] Al respecto, Lévi-Strauss hace notar que, a
diferencia de otros tipos de palabras, las que denotan relaciones de parentesco
presentan la particularidad de aludir a dos órdenes de la realidad. Un término
que expresa parentesco, en efecto, “significa” una determinada relación entre
personas pero al mismo tiempo involucra actitudes prescriptas y prohibidas.
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El vocablo “tío”, por ejemplo, deriva del griego éáiió, es decir, divino; y de la
misma raíz provienen también la palabra italiana “zio” y la portuguesa “tio”.
La etimología sugiere que la correspondiente relación de parentesco estaba
asociada a la adscripción de un considerable valor a la persona en la que
recaía la expresión. Asimismo, la investigación etnológica ha revelado que la
figura del hermano de la madre encarna connotaciones bien definidas en uno
u otro sentido, pues mientras en algunas culturas los sobrinos le reconocen
autoridad y lo tratan con particular respeto, en otras genera notorias actitudes
de familiaridad y confianza. De modo que junto al sistema de nomenclaturas
de naturaleza lingüística se constituye un sistema actitudinal que tiene
carácter psicológico y social.
Por otra parte, en el curso de las investigaciones empíricas llevadas a
cabo en diferentes sociedades concretas, Lévi-Strauss comprobó que dentro
de la variada gama de relaciones de parentesco es posible identificar un
esquema simple de organización familiar que llamó “estructura elemental de
parentesco”. Se trata de un sistema compuesto por cuatro miembros que está
caracterizado por sus relaciones recíprocas: una mujer, su hermano, su
marido y el hijo del matrimonio:

Varios estudiosos de las sociedades primitivas habían destacado la


existencia de una vinculación en particular, la que se da entre el sobrino y el
tío materno, que se denomina “relación avuncular”. Y fue Radcliffe-Brown
quien señaló que la relación entre el sobrino y el tío materno presentaba las
dos alternativas marcadamente opuestas que se han mencionado: o bien la
clara subordinación del sobrino a la autoridad de su tío o bien un trato
informal e igualitario. Durante un tiempo, los antropólogos creyeron que la
existencia peculiar del avunculado constituía una consecuencia o un vestigio

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del derecho materno propio de los regímenes matrilineales, pero luego se
verificó que aparecía también en sistemas patrilineales. La observación de
comunidades primitivas llevada a cabo en África del Sur demostró, además,
que hay una correlación entre la actitud adoptada hacia el tío materno y la
manifestada con respecto al padre, porque presentan un orden invertido:
cuando la relación entre padre e hijo es de confianza, la relación entre el
sobrino y el tío materno es distante y respetuosa, y a la inversa.
Lévi-Strauss creía firmemente que la aplicación de los procedimientos
inaugurados por la fonología podía arrojar luz sobre estas cuestiones. Halló
un paralelismo entre el ámbito fonológico y el de las relaciones de
parentesco, porque así como las lenguas, dentro de un conjunto prácticamente
infinito de sonidos posibles, seleccionan para combinarlos sólo algunos de
ellos, algo similar acontece en la vida social; pues solamente un número
reducido de las actitudes que podrían desplegarse entre los miembros de un
sistema de parentesco aparecen realmente incorporadas en la estructuración
de las sociedades. Los análisis antropológicos tradicionales habían errado el
blanco al abordar el avunculado porque estaban interesados sobre todo en
averiguar cómo había surgido esta forma de organización y la investigaron
como si se tratara de una institución aislada en lugar de encararla como parte
de una estructura global definida por las interrelaciones de sus componentes.
La incapacidad para comprender el fenómeno del avunculado residía en haber
utilizado una unidad de análisis equivocada. Radcliffe-Brown, por ejemplo,
partía de una noción biológica del parentesco, esto es, de un concepto
centrado en la relación de filiación, mientras Lévi-Strauss sostiene que el
elemento primario del parentesco, la estructura más elemental, ya incorpora
junto con los aspectos correspondientes a la consanguinidad un factor que
tiene que ver con la alianza de los grupos sociales. Dicho en forma más
simple, la estructura básica del parentesco incluye tanto la relación que une a
los esposos como las vinculaciones del padre con el hijo, la mujer con su
hermano y el sobrino con el tío. Sólo teniendo en cuenta el sistema que surge
de la presencia conjunta de estas relaciones y la posibilidad de que cada una
de ellas dé lugar a actitudes de proximidad o distanciamiento, pudo establecer
Lévi-Strauss una ley general: en todas las sociedades donde está presente el
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avunculado, “la relación entre tío materno y sobrino es a la relación entre
hermano y hermana, como la relación entre padre e hijo es a la relación entre
marido y mujer; de tal manera que, conociendo un par de relaciones, sería
siempre posible deducir el otro par” (Lévi-Strauss, 1968: 41).

La estructura de los mitos

Un hecho que siempre ha llamado la atención de los antropólogos es la


presencia de mitos muy similares en las culturas de pueblos que se hallan
enormemente distantes entre sí, de manera que puede descartarse que haya
habido alguna influencia de unos sobre otros. Desde el punto de vista
funcionalista, esta circunstancia podría encontrar su explicación en el
supuesto de que, pese a las diferentes apariencias, los mitos satisfacen
necesidades emocionales que son comunes a todas las sociedades y también
del mismo modo contribuyen a su consolidación. Pero había dos motivos por
los cuales Lévi-Strauss no se sentía satisfecho con esta forma de encarar el
problema. En primer lugar, las funciones que los mitos pueden llegar a
cumplir no dan cuenta de la similitud que se halla en sus contenidos, porque
las demandas emocionales podrían satisfacerse por medio de narraciones
completamente diferentes. Además, la apelación a los factores emocionales
minimiza indebidamente los componentes intelectuales manifiestos en los
mitos. En efecto, según el estudioso francés, los mitos surgen del esfuerzo del
pensamiento lógico por encontrar una armonía frente a las oposiciones o
contradicciones que afectan las creencias sostenidas por la sociedad. Y como
las situaciones que dan lugar a esas incoherencias muchas veces coinciden,
resulta comprensible que las respuestas encontradas por distintos pueblos
también guarden algunas similitudes.
El célebre mito de Edipo, por ejemplo, no sólo aparece en la tradición
griega, pues se han encontrado relatos que tienen puntos en común con él en
otras sociedades que no tuvieron contacto alguno con aquélla. Lévi-Strauss
señala que se trata de un modo de superar la tensión suscitada por la creencia
en el carácter originario del hombre, la aparición de la especie humana, y el
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hecho concreto de que cada ser humano proviene de la unión de un hombre y
una mujer. De acuerdo con las hipótesis de Lévi-Strauss, la condición
original del hombre está asociada a la suposición de que ha nacido de la tierra
y esta idea, a su vez, se vincula con una creencia muy difundida en diversas
culturas, la de que cuando un ser surge de la tierra no puede caminar
normalmente. Esta circunstancia se advierte con bastante claridad en el caso
del relato griego sobre Edipo, porque su propio nombre –que significa “pies
hinchados”– se debía, según el mito, a las lesiones que había sufrido a poco
de nacer, así como su padre y su abuelo también tenían defectos que
dificultaban la marcha.
Estas consideraciones muestran –de acuerdo con Lévi-Strauss– que la
metodología adecuada para encarar el estudio de la las narraciones
mitológicas consiste en tratar de identificar la estructura simbólica que
comparten todas las versiones de un mismo mito. Un mito está constituido
por todas sus variantes; de manera que carece de objeto preguntarse cuál es la
original. El análisis estructural no puede omitir ninguna versión, debe tomar
en cuenta todas las que se han recogido, a fin de que la estructura simbólica
se haga patente: “No hay una versión ‘verdadera’ de la cual las otras serían
solamente ‘copias’ o ecos deformados; todas las versiones pertenecen al
mito” (Lévi-Strauss, 1976: 159).
De acuerdo con el modelo provisto por la fonología, donde las unidades
que se reiteran en los diferentes idiomas son los fonemas, Lévi-Strauss acuña
la expresión mitema para identificar los elementos que componen un mito y
que pueden llegar a reiterarse en sus distintas versiones. En el mito de Edipo,
por ejemplo, encontramos varias frases referidas a acciones violatorias del
comportamiento que una persona debe mantener con respecto a sus familiares
y que producen un castigo: “Edipo se casa con su madre”, “Edipo mata a su
padre”, “Etíocles mata a su hermano” que encuentran sus equivalentes en
otras historias que a primera vista son muy diferentes. Y son esos aspectos
compartidos –en este caso la profanación de los deberes familiares– los que
deben rastrearse detrás de las peculiaridades de cada una de las versiones del
mito, porque conforman la estructura que permite agruparlas. Si queremos
apreciar la estructura de un mito debemos descubrir la red de mitemas que se
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presenta disimulada en las particularidades propias de las distintas versiones
que surgen en épocas y lugares distantes. Las variaciones se explican en
términos de las transformaciones de los elementos constitutivos del mito, que
cambian cuando se pasa de una narración a otra, pero de tal manera que las
alteraciones ocurren en el plano de los personajes y de las circunstancias,
mientras que las relaciones entre los elementos de la estructura simbólica
permanecen invariables.

Modelos y estructuras

Al identificar el objetivo de la etnología con el descubrimiento de las


estructuras que dan razón de los fenómenos observados, es decir, con el
develamiento de aspectos que no pueden ser percibidos directamente, Lévi-
Strauss propone abandonar la metodología inductivista que había limitado, en
su opinión, los logros de antropólogos tan prolíficos como Radcliffe-Brown.
El estudioso británico había comparado las relaciones de parentesco
correspondientes a cerca de 300 sociedades primitivas, con el propósito de
inferir, a partir de sus observaciones, las leyes generales que exhibieran las
características comunes a todas ellas. Pero, según Lévi-Strauss, la mera
abstracción no permite acceder a las estructuras que se ocultan detrás de los
fenómenos; para lograrlo es necesario construir modelos teóricos capaces de
representarlas. Al introducir la noción de modelo –un concepto que declara
haber adoptado inspirado en la teoría matemática de los juegos desarrollada
por von Neumann y Morgenstern– Lévi-Strauss estaba tratando de subrayar
el carácter de entidades hipotéticas y teóricas de las estructuras sociales, en
contraste con lo que puede mostrar la observación directa. Pero debe notarse
que por momentos –y seguramente porque en ambos casos se trata de
entidades inobservables– parece confundir las estructuras sociales con las
ideas que pretenden describirlas, esto es, parece considerar como si fueran la
misma cosa una estructura que forma parte de la realidad –aun cuando sea un
aspecto inobservable– y las representaciones que los científicos se forjan de
ella. Así, cuando especifica las condiciones que definen el concepto de
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modelo, escribe:
“En efecto pensamos que para merecer el nombre de estructura los modelos deben satisfacer
exclusivamente cuatro condiciones:
1. En primer lugar, una estructura presenta un carácter de sistema. Consiste en elementos
tales que una modificación en cualquiera de ellos entraña una modificación en todos los
demás.
2. En segundo lugar, todo modelo pertenece a un grupo de transformaciones, cada una de las
cuales corresponde a un modelo de la misma familia de manera que el conjunto de todas las
transformaciones constituye un grupo de modelos.
3. En tercer lugar, las propiedades antes indicadas permiten predecir de qué manera
reaccionará el modelo, en caso de que uno de los elementos se modifique.
4. En fin, el modelo debe ser construido de tal manera que su funcionamiento pueda dar
cuenta de todos los hechos observados” (Lévi-Strauss, 1968: 251-252; cursivas nuestras).

Adviértase cómo el autor utiliza de manera indistinta las palabras


“estructura” y “modelo”: las estructuras aparecen identificadas con los
modelos o, en todo caso, son un cierto tipo de modelos. Y, por otra parte,
señala que pueden construirse distintos modelos para intentar dar cuenta de
una estructura social determinada, lo que significa que la estructura forma
parte de la realidad y los modelos son construcciones científicas. Por
supuesto nada hubiera impedido que Lévi-Strauss adoptara una posición
instrumentalista, esto es, que privara a las hipótesis del antropólogo de la
pretensión de describir realidad alguna y les otorgara otra función, en cuyo
caso la identificación de las estructuras sociales con los modelos estaría
justificada, porque las estructuras no tendrían ningún modo de existencia real,
serían solamente formas de organizar el conocimiento acerca de un conjunto
de fenómenos, del mismo modo como la interpretación instrumentalista
reconocía los méritos de la teoría copernicana para hacer predicciones
astronómicas al mismo tiempo que rechazaba la idea de que la Tierra
efectivamente se moviera. Pero, con seguridad, no era ésa la intención de
Lévi-Strauss y el contexto de su obra indica que su actitud era plenamente
realista con respecto a las estructuras sociales. Él no creía, seguramente, que
las estructuras sociales fueran construcciones de los científicos sino sistemas
de relaciones existentes en las sociedades, con total independencia de que
llegaran o no a ser estudiadas alguna vez. Las confusiones que hemos
señalado, entonces, deberían considerarse un desliz de sus ideas, ya que en
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contraste con el sesgo realista de su teoría puesto de manifiesto en la primera
condición, el cuarto requisito revela que los modelos son entendidos también
como elaboraciones teóricas.
Esta dificultad vuelve a aparecer en los comentarios que formula Lévi-
Strauss a propósito de los procedimientos indicados para la construcción de
los modelos. Al respecto, distingue entre los modelos construidos por el
investigador social y los modelos elaborados por los miembros de la propia
sociedad que está bajo estudio. En cuanto al segundo tipo, establece una
diferencia entre las estructuras conscientes y las inconscientes. Las
estructuras conscientes son las interpretaciones que los miembros de una
sociedad primitiva producen con el objeto de dar cuenta de su organización
social típica; por ejemplo, la forma como los nativos sistematizan las
relaciones de parentesco vigentes en su comunidad. Estos modelos no son, en
rigor, sistemas estructurales sino más bien normas cuyo objetivo es perpetuar
o reproducir una estructura profunda subyacente. Para un antropólogo, la
existencia de estas interpretaciones nativas puede ser un signo que sirve de
guía para conducirlo hacia la estructura básica profunda e inconsciente. La
investigación estructural debe orientarse, a través de la variedad de
instituciones y costumbres que se encuentran en un grupo social, hacia los
esquemas subyacentes de los que aquéllas pueden considerarse variaciones.
Tiene por objeto descubrir, detrás de las conductas sociales y de sus
motivaciones psicológicas, la razón inconsciente que les da fundamento y las
explica. Los investigadores de los hechos sociales comprueban que cuanto
más elaboradas son las interpretaciones del grupo aborigen, más difícil
resulta aprehender la estructura profunda inconsciente:
“El análisis estructural se enfrenta así a una situación paradójica, bien conocida por el
lingüista: cuanto más nítida es la estructura manifiesta, tanto más difícil se vuelve aprehender
la estructura profunda a causa de los modelos concientes y deformados que se interponen
como obstáculos entre el observador y su objeto” (Lévi-Strauss, 1972: 253).

El uso equívoco de las nociones de modelo y de estructura por parte de


Lévi-Strauss empaña algunos aspectos de su teoría, pues puede ponerse en
duda que sea correcto hablar de modelos inconscientes o aun que esta
expresión tenga algún sentido; porque mientras sería aceptable –y en ese
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caso, hasta trivial– afirmar que la Mecánica de Newton es un modelo
consciente, es decir deliberadamente construido por su autor, si se entiende el
modelo como una representación de ciertos aspectos del mundo físico, no nos
resulta para nada claro cómo podría haber algo semejante pero inconsciente.
Pareciera que en esta oportunidad la extrapolación del término “modelo” y la
combinación de hipótesis científicas con preocupaciones epistemológicas en
el pensamiento de Lévi-Strauss más que mejorar las cosas las complica.

3. Las aristas filosóficas del estructuralismo

La pluralidad de dimensiones que abarca el estructuralismo genera,


inevitablemente, algunos interrogantes. En primer lugar, podríamos indagar si
se trata de una metodología, de una teoría científica o de una concepción
filosófica acerca de la vida humana. La respuesta más adecuada indicaría,
probablemente, que el estructuralismo es una combinación de
recomendaciones metodológicas, hipótesis teóricas y convicciones inscriptas
en la metafísica y la antropología filosófica. En efecto, la posición
representada por Lévi-Strauss no esta constituida solamente por una
propuesta para reorientar la manera de realizar los estudios sociales y una
teoría sobre cuáles son los modos fundamentales que rigen la organización de
los grupos. Significó también, y en gran medida, una reacción contra algunas
posturas filosóficas presentes en la época, especialmente la fenomenología y
el existencialismo de Sartre, que al poner el acento en la figura del sujeto,
concebido esencialmente como un ser libre y productor de los hechos
históricos, encarnaba una moderna forma de humanismo. Los estructuralistas
sostenían que esas actitudes filosóficas contradecían una serie de resultados
científicos. Invocaban en su favor no sólo las investigaciones que se habían
realizado en el marco de la lingüística y de los estudios antropológicos sino
también la teoría marxista y el psicoanálisis.
Los estructuralistas argumentaban que la perspectiva de los fenómenos
lingüísticos impulsada por de Saussure había mostrado la necesidad de

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encarar el análisis de la lengua como el de una entidad independiente de sus
usuarios, una realidad capaz de regular el discurso de los hablantes por
debajo de sus manifestaciones conscientes. Más aun, sostenían que conforme
a la tesis desarrollada por Edward Sapir y Benjamin Whorff, la visión que
una persona tiene del mundo depende en gran medida del lenguaje de la
comunidad de la que forma parte, del mismo modo como ejercen decisiva
influencia en su conducta las pautas, los valores y las creencias del ambiente
social que la rodea. Por otra parte, el marxismo había develado el papel de la
estructura económica tanto en la determinación de la organización social
como en las ideas de los individuos, mientras el psicoanálisis ponía de
manifiesto el funcionamiento inconsciente que rige el comportamiento
humano. A la luz de todas estas ideas, los estructuralistas concluían que la
imagen del sujeto plenamente reflexivo y responsable de sus actos, tal cual lo
concebían las filosofías anteriores, debía ser abandonada.
Asimismo, aunque reconocían la existencia de finalidades profundas
latentes en las organizaciones sociales, los estructuralistas rechazaban la idea
de que la historia humana poseyera un fin, un sentido; y en consecuencia,
negaban que hubiera un desarrollo continuo y progresivo. Esta actitud
contrasta, por ejemplo, con la que animaba el positivismo comteano,
convencido de que la humanidad tiende, sin duda, a lograr el progreso. Por el
contrario, Lévi-Strauss afirmaba que algunas sociedades no intentan
evolucionar. Y no veía en ello nada reprochable, pues así como a partir de sus
investigaciones sobre el pensamiento salvaje consideró refutada la tesis de
que se tratara de una clase de pensamiento menos lógico que la del hombre
civilizado, pensaba que la vida en las sociedades primitivas guarda mayor
armonía con la naturaleza y es mejor que la que corresponde a los pueblos
civilizados. De todos modos, independientemente de que los miembros de
una sociedad procuren hacerla evolucionar o de que algunos filósofos hayan
creído descubrir que la historia de la humanidad está orientada al
cumplimiento de ciertas finalidades objetivas, como, por ejemplo, la
emancipación de todos los hombres, el estructuralismo se niega a reconocer
en la historia sentido alguno. Resulta claro que estas últimas afirmaciones se
oponen a la visión que suelen tener los marxistas, y esta circunstancia marca
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cierta contradicción con la apelación al marxismo en apoyo de las tesis
estructuralistas que hemos señalado en el párrafo precedente. Pero los
estructuralistas solamente han asumido las ideas de Marx en la medida en que
convenían a sus creencias o, en todo caso, como lo hizo Althusser,
reinterpretaron el desarrollo del pensamiento de Marx para que así fuera. De
todos modos, es cierto que la atribución de una finalidad última a la historia
humana no parece ser algo que le competa a la ciencia, pues casi todo el
mundo estaría de acuerdo en que se trata de una cuestión puramente
filosófica. Pero precisamente por ello, cuando los estructuralistas
directamente niegan que la historia tenga algún sentido o finalidad parecen
sucumbir a la tentación de aventurar una convicción que excede el dominio
de la ciencia.
Por otra parte, vale la pena notar que la búsqueda de leyes universales
que subyacen a la aparente diversidad de manifestaciones culturales
emprendida por los estructuralistas es afín a los objetivos que suelen postular
los partidarios del monismo metodológico. Coincide, por ejemplo, con las
opiniones de Ernest Nagel acerca de la dirección que deben seguir los
estudios sociales. Como hemos visto en el capítulo 8, Nagel sostiene que las
ciencias sociales deben procurar el descubrimiento de leyes transculturales
válidas universalmente y formuladas en términos tales que no las
comprometan con ninguna manifestación cultural peculiar de una sociedad
determinada. Sin embargo, la convicción con la que los estructuralistas
proyectan las características de la lingüística estructural sobre las otras
disciplinas sociales sugiere que no se limitan a tomar prestado un
procedimiento metodológico. Parecen ir mucho más allá del sentido
metafórico al creer que las instituciones sociales componen sistemas
lingüísticos, curiosa identificación entre lenguaje y realidad social. Por otra
parte, la convicción ontológica que señala la prioridad de la estructura sobre
la existencia de los individuos guarda mayor proximidad con las discusiones
metafísicas que con cuestiones estrictamente científicas.
También es significativo, al respecto, que el estructuralismo haya surgido
como una reacción a ciertas posiciones estrictamente filosóficas, como se ha
señalado anteriormente, y que si bien Lévi-Strauss compartía el precepto
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positivista de que las ciencias sociales deben aplicar la misma metodología
que las ciencias naturales, de hecho tomó como modelo una disciplina –la
lingüística– que no es representativa de este último tipo de ciencias.
Asimismo, una buena parte de los argumentos que los estructuralistas
presentaban como resultados científicos para cuestionar las corrientes
filosóficas rivales no provienen de las ciencias naturales sino de teorías como
el marxismo o el psicoanálisis cuyo estatus científico constituye un tema
controvertido.
Algunos autores han descripto la teoría de Lévi-Strauss como “un
kantismo sin sujeto trascendental”, y con esta denominación aluden al hecho
de que todo ser humano, de acuerdo con las ideas del etnólogo francés,
enfrenta el mundo provisto de un conjunto de condiciones que determinan a
priori la manera de concebirlo; y así, por cuanto tales factores reconocen un
origen exclusivamente social, la subjetividad, la individualidad del sujeto,
quedaría totalmente eliminada. Por cierto, “el fin último de las ciencias
humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo” afirma Lévi-Strauss
(Lévi-Strauss, 1999: 357). La frase es una respuesta directa a la insistencia de
Sartre en la ineludible libertad del ser humano y expresa con toda claridad el
enfrentamiento entre la actitud estructuralista y el existencialismo. Sartre
había denunciado irónicamente la pretensión de estudiar a los hombres como
si fueran hormigas. Y Lévi-Strauss se hace cargo de la acusación sin
ruborizarse: no sólo reivindica el derecho de las ciencias humanas a
investigar los fenómenos sociales sin tomar en cuenta la cuestión de la
libertad; llega a minimizar, inclusive, las diferencias que subsisten entre las
organizaciones animales y las sociedades humanas. Señala que las hormigas
tienen vida social, cultivan hongos y se intercambian mensajes químicos y
declara también que su anterior énfasis en la oposición entre naturaleza y
cultura le parece ahora una cuestión metodológica (ibid.: 357-358).
Lévi-Strauss apoya estas convicciones en razones epistemológicas, pues
sugiere que la decisión de ignorar el tema de la libertad se funda en la
necesidad de que el científico mantenga una actitud agnóstica. Pero esta
reflexión nos suscita algunos interrogantes. En primer lugar, ¿hasta dónde ha
de llegar el agnosticismo en la actividad del investigador? ¿Se trata solamente
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de no pronunciarse sobre si hay o no un margen de libertad en las acciones
humanas? ¿O de alguna manera se niega que tal libertad exista? El rechazo de
todo compromiso luce, sin duda, como la posición más prudente y está en
línea con la conveniencia de separar las hipótesis científicas de las creencias
metafísicas. Pero debe reconocerse que estamos frente a uno de esos casos en
los que la tarea de establecer tal distinción se vuelve extremadamente difícil.
Muchos creyentes en Dios han encontrado el modo de conciliar finalmente la
intervención divina con la teoría de la evolución de Darwin al percatarse de
que, después de todo, la selección natural bien podría ser un mecanismo
impuesto desde el principio al mundo viviente por el Creador. En
consecuencia, un biólogo evolucionista podría ser religioso, agnóstico o ateo
sin incurrir por ello en contradicción alguna.[9] Pero no está claro si el
científico social puede eludir de la misma forma la cuestión de la libertad de
acción del ser humano, porque parecería que la capacidad de decisión de los
individuos se halla incorporada al funcionamiento de la sociedad, mientras
que el problema teológico generado por la aparición de la teoría evolucionista
puede resolverse de otra manera.
Las observaciones etnológicas sugieren, seguramente, que la conducta de
los miembros de las sociedades primitivas –con respecto al matrimonio, por
ejemplo– responde de un modo bastante mecánico a patrones que le son
impuestos por la cultura de su comunidad. Pero esto no alcanza para concluir
que no existe la decisión individual. Un defensor del libre albedrío podría
responder que la regularidad verificada, si la hubiera, sólo indicaría la
coincidencia de las elecciones individuales; y podría agregar que ello se hace
manifiesto en las sociedades modernas, donde la variabilidad de los
comportamientos está a la vista aun cuando puedan reconocerse siempre
algunas restricciones de origen cultural. Además, podría invocar también el
hecho de que los seres humanos experimentan directamente el ejercicio de la
voluntad cuando son conscientes de sus decisiones. Se reconocen como
sujetos libres y responsables de sus actos voluntarios.
Contra esta última interpretación puede argumentarse, claro está, que se
trata de una falsa conciencia, pues la verdadera causa de la acción permanece
en el inconsciente. Pero quien apele a este recurso, como está inclinado a
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hacerlo Lévi-Strauss, se arriesga a abandonar el prudente agnosticismo –la
actitud de evitar juicios carentes de justificación científica– que recomendaba
él mismo, al menos mientras no traduzca las creencias de que las conductas
humanas respondan a un determinismo inconsciente que excluye el libre
albedrío en términos de hipótesis plenamente contrastables, es decir, mientras
no nos diga cuáles observaciones podrían corroborar esas hipótesis y cuáles
otras podrían refutarla.
Hay algunos indicios de que la intención de Lévi-Strauss va más allá de
la ascética actitud de no pronunciarse sobre cuestiones metafísicas. No sólo
están las licencias verbales del provocativo lenguaje filosófico que eligió para
expresar lo que presenta como un estricto apego a la metodología científica
–“el fin último de las ciencias humanas es disolver al hombre”, el mismo
vocabulario que adoptará después Foucault sin ningún prurito cientificista.
Encontramos también una curiosa declaración de fe materialista donde se
sugiere que los enunciados matemáticos reproducen ciertos fenómenos
neurológicos al mismo tiempo que reflejan de algún modo las propiedades
del mundo físico:
“[...] Pero los enunciados de la matemática reflejan, por lo menos, el funcionamiento libre del
espíritu, es decir, la actividad de las células de la corteza cerebral relativamente liberadas de
toda constricción exterior, y obedeciendo sólo a sus propias leyes. Como la mente también es
una cosa, el funcionamiento de esa cosa nos instruye acerca de la naturaleza de las cosas: aun
la reflexión pura se resume en una interiorización del cosmos [...]” (Lévi-Strauss, 1999:
359n).

El estructuralismo de Lévi-Strauss incluye, entonces, mucho más que una


estrategia metodológica: se perfila como una teoría francamente metafísica
que toma partido, entre otras cosas, acerca de la naturaleza última de la
realidad, la constitución de los fenómenos mentales y la cuestión de las
verdades de la matemática.

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CAPÍTULO 13
MICHEL FOUCAULT: CIENCIAS
SOCIALES Y CONTRACIENCIAS

1. La tradición francesa en la filosofía de la ciencia

Aunque durante las primeras décadas del siglo XX la filosofía francesa


acusó la influencia de la tradición germana, representada especialmente por la
concepción fenomenológica existencialista, también había surgido una
corriente de pensamiento interesada en investigar las características y la
historia del conocimiento científico, incentivada por los impresionantes
avances que se producían en el campo de las ciencias exactas. Con
independencia del movimiento que tenía lugar en otros países y cuyos
principales representantes fueron los empiristas lógicos, Edouard Le Roy,
Henry Poincaré y Pierre Duhem, personalidades distinguidas en el ámbito de
la física y la matemática, propusieron una interpretación de la ciencia que
enfatizaba el carácter convencional de las hipótesis teóricas y centraba la
discusión en la participación de los propios investigadores en la producción
conceptual de los hechos científicos. Algunas de sus elaboraciones
anticipaban consideraciones que más tarde figuraron en las obras de Popper y
de los empiristas lógicos, y también puede decirse que aquellos filósofos
franceses fueron indudables precursores de muchas ideas que reaparecieron
varias décadas después en los textos de otros autores –como en el caso de
Kuhn– vestidas con las galas deslumbrantes de las novedades
revolucionarias.
En Francia, el impulso brindado por los convencionalistas a las
reflexiones acerca de la ciencia encontró una nueva manifestación en las
investigaciones llevadas a cabo por Gaston Bachelard desde finales de los

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años 20 y recogidas en una serie de libros entre los cuales figuran La
Formation de l’esprit scientifique. Contribution a une psycanalyse de la
connaissance objective (1938), La philosophie du non (1940), Le
rationalisme appliqué (1949), Le matérialisme rationnel (1953). Una de sus
tesis fundamentales se refiere a la estrecha e inextricable relación existente
entre la teoría y la experiencia. Señaló que en el proceso de elaboración de
los conceptos científicos, la experiencia sensible está siempre alimentada por
teorías, mientras que, por otra parte, una teoría científica sólo puede
representar un conocimiento auténtico cuando se encuentra confirmada por la
experiencia. Así, la teorización pura, la que pretendiera ignorar la
información suministrada por el material empírico, carecería de valor
cognoscitivo; pero, de todos modos, Bachelard insistió en la
imprescindibilidad de las hipótesis teóricas y subrayó que tanto los datos
como los instrumentos empleados en la investigación científica sólo
adquieren sentido a la luz de las teorías, ya que no puede haber
experimentación científica sin una teoría previa que la origine.
La filosofía de la ciencia, entonces, debe dar cuenta de la adecuada
integración entre la razón y la experiencia. De esta manera, la concepción que
propugna Bachelard se opone al racionalismo tradicional representado por la
recomendación cartesiana de partir de ideas simples y claras, porque los
conceptos científicos no son ni claros ni simples. Aunque se justifica la
aspiración de encontrar teorías capaces de explicar los fenómenos de la
manera más sencilla, el científico no puede permanecer atado a los preceptos
cartesianos, porque el mundo no es simple sino, por el contrario, sumamente
complicado; y la búsqueda de la simplicidad puede ser una estrategia
equivocada. Asimismo, la razón no puede asegurar que se han alcanzado
verdades evidentes e inmutables, porque la historia de la ciencia muestra que
muchas creencias que parecían obvias debieron ser abandonadas a la luz de
investigaciones posteriores. La razón por sí misma, entonces, no puede
alcanzar el conocimiento de la realidad. Así, en la medida en que, como ya se
ha indicado, Bachelard también rechaza el empirismo ingenuo, la alternativa
que sostiene es la complementación de la razón con la experiencia, la
combinación que denomina “razón aplicada”. Por ese motivo, y en tanto
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considera que la ciencia constituye la manifestación más elevada de la
racionalidad, es preciso indagar cuáles son las características del
conocimiento científico. Pero, a su vez, para determinar la naturaleza de la
ciencia se hace necesario estudiar su historia.
Una peculiaridad destacable de la concepción epistemológica de
Bachelard es la afirmación de que el progreso científico se concreta a través
de episodios discontinuos, saltos conceptuales que constituyen lo que él
denomina rupturas epistemológicas. La noción de masa en la teoría de
Einstein, por ejemplo, no guarda continuidad con su homónima en la física de
Newton. En este último caso, la masa de un objeto es independiente de la
velocidad con la que se mueve y es definida en relación con la cantidad de
materia del cuerpo. De acuerdo con la teoría de la relatividad, en cambio, la
masa de un móvil depende de la velocidad. Conforme al papel que Bachelard
atribuye a tales discontinuidades conceptuales, presenta su interpretación del
progreso científico como una perspectiva “dialéctica”, en contraste con una
posición evolucionista. La marcha de la ciencia se caracteriza por el
surgimiento de teorías que se contradicen unas a otras y dan lugar a síntesis
posteriores, de manera que las últimas y mejores teorías no provienen del
mero crecimiento de las antecesoras, más bien contienen las anteriores como
momentos que son superados o trascendidos. La auténtica ciencia es
revolucionaria y se constituye negando la ciencia que la precedió: “Sólo hay
un medio de hacer avanzar la ciencia y es contradiciendo la ciencia ya
constituida, que es como decir, cambiando su constitución” (Bachelard,
1978). Pero la dialéctica a la que alude Bachelard no es de carácter hegeliano.
No se refiere a la coexistencia de opuestos sino más bien al carácter no lineal
del desarrollo de la ciencia y al aprovechamiento, de todos modos, de los
conocimientos previos. Así, pese al quiebre que representa la teoría de la
relatividad, en un sentido estricto, con respecto a la teoría de Newton,
Bachelard se muestra dispuesto a reconocer que esta última podría entenderse
como referida a un caso particular dentro del conjunto de los comprendidos
por las hipótesis relativistas. Estos matices, y el valor privilegiado que
Bachelard concedía al conocimiento científico sugieren que sus diferencias
con autores enrolados en las corrientes epistemológicas clásicas, como
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Popper o Carnap, no son tan marcadas como se suele pensar, al mismo
tiempo que se debilita su afinidad con las tendencias más relativistas
difundidas en épocas recientes. Así, la insistencia de Bachelard en el hecho
de que el progreso científico se manifiesta principalmente por el abandono de
hipótesis equivocadas se encuentra en varios autores –en Duhem y en Popper,
por ejemplo–. Pero en el caso de Bachelard la idea se encuentra enriquecida
por sus análisis de lo que denomina obstáculos epistemológicos, es decir,
ideas que dificultan el reconocimiento de los errores contenidos en una teoría
y la propuesta de otras alternativas, algo semejante a las resistencias a los
cambios de paradigma en el contexto de la posición de Kuhn. Sin embargo,
Bachelard no cuestiona definitivamente la posibilidad de que el conocimiento
científico logre alcanzar un grado razonable de objetividad. Piensa que los
obstáculos epistemológicos pueden llegar a ponerse al descubierto; ésa es,
precisamente, la función de una tarea de explicitación de supuestos que
constituye la suerte de psicoanálisis de la ciencia a la que alude Bachelard en
el título de uno de sus libros.
La concepción epistemológica de Bachelard pone el énfasis en la
circunstancia de que el conocimiento apunta a las relaciones entre los
fenómenos más que a sus propiedades intrínsecas, y procura mostrar que las
teorías más adecuadas han dejado de lado la visión sustancializadora de los
hechos. Considera, en efecto, que el concepto de sustancia, una idea de larga
data filosófica, es con frecuencia uno de los obstáculos epistemológicos que
entorpecen el crecimiento de la ciencia. Esta propuesta de entender los
hechos en términos de las relaciones que los caracterizan y la búsqueda de
estructuras subyacentes en los fenómenos han llevado a señalar ciertas
afinidades entre la filosofía de Bachelard y el estructuralismo que a mediados
de siglo orientaba diversos campos de investigación en Francia.
En 1954, Bachelard se retiró de la cátedra de Historia y Filosofía de la
Ciencia en la Sorbonne, un cargo que había desempeñado desde 1940, y
quien le sucedió fue George Canguilhem, cuyas propias investigaciones sobre
la historia de la ciencia tomaron un rumbo algo diferente al que había
preferido Bachelard. Canguilhem recibió inicialmente su formación
universitaria en el campo de la filosofía y más tarde, en plena Segunda
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Guerra Mundial, completó la carrera de medicina. Su tesis doctoral en esta
última disciplina fue un análisis de los conceptos de enfermedad y
normalidad. De allí en adelante, Ganguilhem se dedicó fundamentalmente a
la historia de la medicina y las ciencias biológicas y centró su atención en las
transformaciones que han sufrido los conceptos científicos a través de las
épocas. Dentro del panorama intelectual francés, el paso siguiente en la
evolución de los análisis del pensamiento científico es el que protagoniza
Foucault, cuyos intereses, aunque también se encuadraron en el campo de los
estudios históricos de la ciencia, se fueron apartando aun más de los que
habían inspirado a Duhem o a Poincaré y se concentraron en la interpretación
de las ciencias sociales y humanas, y en una tarea de reflexión sobre algunos
aspectos de la realidad social.

2. Locura y sinrazón

Michel Foucault se ha convertido, sin duda, en uno de los más célebres


autores franceses contemporáneos. Y seguramente ello se debe en gran
medida a la originalidad de su perspectiva, donde la historia, la epistemología
y la filosofía social confluyen de una manera tan particular que sus obras se
resisten a las clasificaciones usuales, seguramente como un reflejo de su
propia personalidad. Hijo de un prominente médico, había nacido en Poitiers
en 1926 y siguió estudios de psicología y filosofía en L’École Normale
Supérieure. Es probable que ciertas experiencias juveniles –sus
perturbaciones emocionales, un intento de suicidio y el tratamiento
psicológico que recibió– motivaran su inicial interés por los temas
relacionados con las enfermedades mentales y la manera como la sociedad
encara la conductas que considera patológicas. Después de concluir su
formación universitaria, Foucault trabajó en un hospital psiquiátrico y más
tarde, disconforme con el ambiente cultural de Francia, pasó un tiempo fuera
del país; durante ese período dictó cursos en Suiza, Polonia y Alemania y
completó, bajo la supervisión de Canguilhem, su tesis doctoral sobre la

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manera como era considerada la locura en la era clásica. Desempeñó
posteriormente funciones en varias universidades francesas hasta que en 1969
fue nombrado Profesor de Historia de los Sistemas de Pensamiento en el
Collège de France. Pero su actividad no estuvo ligada sólo al ámbito
académico, contrajo también un fuerte compromiso con la vida política en
apoyo de las minorías marginadas y contribuyó de manera destacada en la
fundación del Grupo de Información sobre Cárceles. Murió en París, víctima
de SIDA, en 1984.
La obra de Foucault se diversificó en el estudio de una serie de temas y
en la creación de procedimientos de análisis histórico que fue desarrollando
en sucesivas etapas de su evolución intelectual. El enfoque que predominó en
sus primeras publicaciones estuvo influido por la fenomenología
existencialista –especialmente las ideas del primer Heidegger– y la doctrina
del marxismo, corrientes que posteriormente abandonó, así como se apartó
del Partido Comunista al que se había vinculado por la influencia de
Althusser, uno de sus maestros.
En Maladie mentale et personnalité (1954) y Folie et déraison: Histoire
de la folie à l’âge classique (1961), Foucault mostró que las nociones de
locura y razón no son conceptos universales y objetivos, sino ideas que han
variado a lo largo de los procesos históricos. En los años siguientes, que
coinciden con el desarrollo de lo que denominaría el método arqueológico, el
examen de Foucault se extiende a la historia de otras áreas del conocimiento.
Corresponden a esta etapa Naissance de la clinique: une archéologie du
regard médical (1963), Les mots et les choses (1966) y L’Archéologie du
savoir (1969). Publicó después Surveiller et punir (1975), una obra
caracterizada por la aplicación de un renovado procedimiento de
investigación, el método genealógico, donde se advierte la influencia de
Nietzsche. Durante los diez años que precedieron a su muerte se desarrolló
otro ciclo de su labor intelectual, al que pertenece Histoire de la sexualité,
publicada en tres volúmenes, entre 1976 y 1984.
En Folie et déraison: Histoire de la folie à l’âge classique, Foucault
rastrea las transformaciones que se produjeron en la apreciación del
fenómeno de la locura desde fines de la Edad Media. La obra combina
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diversas perspectivas: registra el trato que la sociedad brindaba a los locos,
examina el lenguaje filosófico y las expresiones que procuraban brindar una
descripción más o menos científica de la enfermedad, y analiza también la
imagen de la locura reflejada en las obras del arte y la literatura.
Durante la Edad Media los locos no se hallaban recluidos, vagaban
errantes y rodeados de un halo de misterio. Se los consideraba dotados de una
oscura sabiduría y portadores de recónditas verdades, y se reconocía en sus
actitudes una crítica a la situación existente, una protesta que los cuerdos no
llegaban a asumir. Esta representación, que confería ciertos rasgos sagrados a
la locura, se veía proyectada en el mundo de la pintura y en los dominios de
la literatura y la filosofía. La locura, entonces, era apreciada como una
manifestación muy singular de la razón.
Pero, desde fines de aquel período y a lo largo del Renacimiento, la
sociedad toma cierta distancia de los locos, aunque no los excluye totalmente
de su seno: se decidió confinarlos a bordo de naves que recorrían los ríos de
Europa, en una suerte de situación marginal que los ubicaba al mismo tiempo
dentro y fuera del territorio de los cuerdos.
En la segunda mitad del siglo XVII, con el advenimiento de lo que
Foucault denomina la Era Clásica, se produce una clara ruptura con la
concepción anterior; locura y razón se separan drásticamente. En esta etapa la
locura se percibe como una manifestación de la brutalidad de la naturaleza
humana, como la afloración de su aspecto animal, como la negación de la
razón. La locura era juzgada como el resultado de un extravío de la voluntad
y quienes la padecían se confundían con los criminales; debían compartir,
entonces, el destino de los libertinos, los promiscuos, los homosexuales, los
corruptos, los que blasfemaban contra la religión; así, la locura constituía más
bien una cuestión de carácter policial que un problema médico, y los locos ya
no circularían de puerto en puerto, sino que permanecerían recluidos en los
hospitales. Junto con ellos, la sinrazón quedaba claramente diferenciada de la
razón, patrimonio de la sociedad burguesa.
A su turno, con el comienzo de la época moderna –en el siglo XIX– surge
una nueva perspectiva. Se produce una reconceptualización que presenta la
locura como una enfermedad mental. Los médicos toman a su cargo la
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atención y el cuidado de quienes la sufren, de modo que los locos, aunque
continúan internados, se convierten en pacientes y reciben un tratamiento.
Pero bajo la máscara de la verdad científica a la que apela la medicina, detrás
del trato humanitario que se prodiga a los enfermos mentales, de todos
modos, se escondía –de acuerdo con Foucault– una actitud de desaprobación
que emanaba del juicio moral de la sociedad. Lo que el tratamiento realmente
perseguía era recuperar al loco para reubicarlo socialmente, para que se
sometiera a la moralidad vigente. El análisis histórico llevado a cabo por
Foucault permite concluir, entonces, que en cada época la imagen de la locura
ha estado fuertemente teñida por aspectos ajenos a la presunta objetividad
científica, y sugiere que estas mismas circunstancias se proyectan aun sobre
la manera presente de entender esa enfermedad mental.
El interés del autor por las modificaciones que sufrió la percepción de la
locura se extendió después a las trasformaciones que afectaron el desarrollo
de la medicina clínica. Naissance de la clinique (1963) brinda un examen de
las enfermedades corporales similar al que caracterizaba la locura. La historia
de los conceptos se entrecruza nuevamente con la manera como se considera
el enfermo, las necesidades sociales, las instituciones sanitarias, el papel del
médico y también con el modo de concebir la muerte. La narración sugiere
que el desarrollo de la medicina no debe verse nada más que como un
recorrido en búsqueda de la verdad, que no se trata simplemente de una serie
de pasos –algunos acertados y otros descaminados– en dirección a la
constitución de una ciencia sólidamente establecida, sino de una sucesión de
actitudes que responden a la influencia de factores éticos, económicos y
políticos. Una característica de la obra radica en el enfoque empleado por
Foucault, el método arqueológico, que consiste en el examen del discurso –en
este caso, el de la medicina– y pone el énfasis en los aspectos estructurales
del lenguaje. El autor utilizará más tarde para estudiar diversas clases de
conocimientos.

3. El método arqueológico y las formaciones discursivas

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En L’Archéologie du savoir Foucault desarrolla una exposición del
método que había venido aplicando de manera fragmentaria y gradual en sus
obras anteriores. El enfoque arqueológico responde a la decisión de apartarse
de la práctica de los historiadores tradicionales, que rastreaban el origen de
las ideas a partir de la subjetividad de quienes las habían producido. El modo
típico de relatar el desarrollo de las ideas había escogido como categorías
fundamentales las llamadas “unidades subjetivas”, integradas por la
producción intelectual de algún autor particular –un libro, una obra
completa– y analizaba el período al que pertenecía, la tradición en la que se
hallaba inmersa la disciplina en la que se inscribía y “el espíritu de la época”.
En contraste con esa manera de encarar la historia, el método arqueológico
toma en consideración las formas de pensar anónimas que operan de modo
inconsciente en la conducta, las creencias y las prácticas de los sujetos. Así,
al suspender tanto la primacía del yo como la reducción del discurso a la
expresión de las experiencias concientes, Foucault define una metodología de
análisis liberada de ciertos presupuestos antropológicos y se opone, al mismo
tiempo, tanto a la fenomenología como a las distintas versiones de la filosofía
de la historia que postulaban una dirección, alguna finalidad subyacente en
los acontecimientos históricos. Esta actitud de Foucault, por cierto, no es
completamente nueva, pues encuentra antecedentes en la tradición
epistemológica francesa, en la Escuela de los Anales, en particular la obra de
Fernand Braudel, y especialmente en algunas contribuciones de Bachelard y
Canguilhem, cuya influencia –como hemos señalado– ha jugado un rol
preponderante en la concepción foucaultiana. En abierta oposición a la
historia unitaria –la historia que pretendía narrar el desenvolvimiento de la
conciencia, los logros de la razón, el progreso de la humanidad, la historia
que busca una continuidad en la que el pasado encuentra su verdad en el
presente y éste, a su vez, conlleva la anticipación del futuro–, la arqueología
de Foucault evita el análisis restrospectivo y subraya las interrupciones, los
cortes, los fenómenos de ruptura.
Pero si no se parte de la consideración de un libro o de una obra, ¿a dónde
debe dirigirse la mirada del historiador de las ideas? La respuesta de Foucault
es categórica: a los enunciados que fueron producidos en el momento
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histórico que estemos investigando y a las relaciones que rigen entre ellos.
Los enunciados juegan, pues, un papel fundamental en el abordaje propuesto
por Foucault; pero es sumamente difícil, si no imposible, encontrar en los
textos del autor una definición precisa y acabada de esa noción. Abundan, por
supuesto, gran número de caracterizaciones que llenan páginas enteras, mas
se trata casi siempre –y ésta es una peculiaridad de su estilo– de
explicaciones acerca de lo que los enunciados no son. No nos queda más
remedio, pues, que sumarnos a esa tendencia tan aborrecida por Aristóteles y
procurar una delimitación del concepto de enunciado apelando
principalmente a definiciones negativas, intentar caracterizar una cosa
indicando lo que no es.
Debemos advertir, en primer lugar, que tales unidades de análisis, los
enunciados a los que se refiere Foucault no se identifican con las oraciones
que estudia el gramático ni con las proposiciones que investigan los lógicos.
En efecto, según Foucault, dos oraciones distintas –como “A es mayor que
B” o “B es menor que A”– pueden constituir formas diferentes del mismo
enunciado, y dos proposiciones lógicamente equivalentes, por ejemplo,
“Nadie ha oído” y “Es cierto que nadie ha oído”, pueden expresar enunciados
distintos. Más aun, un enunciado puede carecer de toda estructura gramatical,
porque un gráfico o algún otro tipo de signos son capaces, en algunas
ocasiones, de oficiar como enunciados. Por la misma razón, pueden estar
privados de toda estructura proposicional. En todo caso, un enunciado suele
hacerse presente a través de una frase o una proposición; pero desde el punto
de vista de la arqueología de Foucault el enunciado no queda determinado
por sí mismo sino por sus condiciones de existencia, y éstas a su vez
dependen de las relaciones con otros enunciados: es un elemento en un
campo de coexistencia. Porque los enunciados dependen de ciertas reglas que
los autorizan a formar parte de un conjunto, pero estas reglas de formación
difieren, otra vez, de las normas que dictan la gramática y la lógica:
“Se llamarán reglas de formación a las condiciones a que están sometidos los elementos de
esa repartición (objetos, modalidad de enunciación, conceptos, elecciones temáticas). Las
reglas de formación son condiciones de existencia (pero también de conservación, de
modificación y de desaparición) en una repartición discursiva determinada” (Foucault, 1970:
62-63).
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Es precisamente la pregunta acerca de cómo es posible que determinados
enunciados hayan existido en lugar de otros lo que singulariza el nivel del
análisis arqueológico y marca la diferencia con las otras perspectivas
mencionadas. Pues mientras la gramática, por ejemplo, se interesa por las
reglas que permiten construir un conjunto infinito de oraciones y está fuera
de su alcance distinguir cuáles de estas últimas fueron de hecho pronunciadas
o escritas, la arqueología tiene un propósito opuesto: indagar qué condiciones
hicieron posible que en una época histórica se haya dicho lo que se dijo
respecto de ciertos temas y no otra cosa diferente. La aparición de un discurso
específico en un momento dado, ya sea referido a la locura, las enfermedades
corporales o las cuestiones económicas, responde, pues, a ciertos principios
que constituyen el objeto de estudio del examen arqueológico. La arqueología
descubre en esos discursos realidades que Foucault denomina formaciones
discursivas, y que caracteriza en los siguientes términos:
“En el caso de que se pudiera describir, entre cierto número de enunciados, semejante
sistema de dispersión, en el caso de que entre los objetos, los tipos de enunciación, los
conceptos, las elecciones temáticas, se pudiera definir una regularidad (un orden,
correlaciones, posiciones en funcionamiento, transformaciones), se dirá, por convención, que
se trata de una formación discursiva, evitando así palabras demasiado preñadas de
condiciones y de consecuencias, inadecuadas por lo demás para designar semejante
dispersión, como ‘ciencia’, o ‘ideología’, o ‘teoría’, o dominio de objetividad” (Foucault,
1970: 62).

En síntesis, la perspectiva arqueológica procura descubrir el juego de


reglas características que le confieren unidad a un discurso, aunque ese
discurso incluya la formulación de enunciados de distinta naturaleza y aun de
enunciados contradictorios. No se pretende que todos las personas que se
expresan en el marco de una misma formación discursiva estén siempre de
acuerdo en sus opiniones sino que aun para manifestar sus disidencias deben
aceptar algunas presuposiciones comunes. Por ese motivo, el abandono de las
reglas de formación correspondientes a los enunciados de una época y su
reemplazo por otras equivale al quiebre de toda continuidad y al ingreso en
una etapa completamente diferente.
En Les mots et les choses Foucault había aplicado los recursos

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arqueológicos a la investigación de una serie de disciplinas que, de acuerdo
con su interpretación, dieron lugar a la aparición de las ciencias humanas. La
tesis fundamental de la obra afirma que en cada etapa histórica puede
identificarse una forma característica de encarar la producción del
conocimiento, su episteme, que impregna una serie de saberes propios de ese
momento y que contrasta tanto con la episteme del período anterior como con
la que le sucede.
La idea de episteme se entrecruza con otras nociones tales como las de
formación discursiva, positividad y saber, de tal manera que resulta
prácticamente imposible proporcionar una definición apropiada de cada uno
de estos conceptos. La dificultad surge debido a que se trata de expresiones
que son introducidas con un significado un tanto inusitado, y además del
hecho de que Foucault no ofrece una caracterización precisa de estos
conceptos, a pesar de que constituyen categorías fundamentales de su
pensamiento. De todas formas, la vigencia de cada episteme corresponde a
una periodización histórica que comprende la etapa renacentista, que se
extiende hasta mediados del siglo XVII; la era clásica, desde la segunda
mitad del siglo XVII hasta finales del siglo XVIII; y finalmente la edad
moderna que transcurre desde comienzos del siglo XIX hasta por lo menos
mediados del siglo XX.
De acuerdo con Foucault, durante el Renacimiento la imagen del mundo
se ordenaba de acuerdo con relaciones de semejanza, de manera que para
conocer la realidad era necesario descubrir las similitudes que emparentaban
unas cosas con otras. En apoyo de esta tesis, Foucault cita casos como el de la
planta llamada “acónito” cuyos frutos guardan un parecido con el ojo
humano, y que por este motivo inspiró la creencia de que ese vegetal debía
ser beneficioso para curar enfermedades de la vista. Otro ejemplo, más
difundido, era la coincidencia del número de aberturas presentes en el rostro,
la boca, los ojos, etcétera, con la suma de los planetas reconocidos por la
astronomía ptolemaica imperante en aquella época, circunstancia que llegó a
usarse para confirmar que sólo podía haber siete planetas. Conforme a la
episteme renacentista, el mundo es un texto en el que Dios ha impreso por
doquier signos que la mente humana debe descubrir y el conocimiento no es
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más que la búsqueda nunca acabada de una cadena infinita de similitudes,
que incluyen la propia relación entre las palabras y las cosas. Lenguaje y
realidad mantienen, de acuerdo con los supuestos de la época, un “nexo
natural”, aunque la proliferación de las lenguas, impuesta por el castigo
divino a los constructores de la torre de Babel, lo haya disimulado.
Pero a mediados del siglo XVII asoma una nueva manera de ver el
mundo, la episteme clásica que se prolonga durante la siguiente centuria. Y
entonces las conexiones que vinculan las cosas ya no se fundan en la
percepción de meras semejanzas sino en el establecimiento de identidades y
diferencias estrictas. Este cambio de actitud se encuentra claramente
expresado en las “reglas para la dirección del espíritu” formuladas por
Descartes, que configuran ahora el modelo de toda investigación auténtica;
ellas advierten sobre la necesidad de no dejarse llevar por similitudes
superficiales y recomiendan analizar los objetos, esto es, descomponer sus
partes a fin de distinguir sus propiedades. Así podrá determinarse si dos cosas
son efectivamente idénticas –cuando en ambas están presentes las mismas
propiedades– o si, por el contrario, la circunstancia de que haya propiedades
no compartidas indica que deben ser clasificadas por separado. La
conformación de la naturaleza se refleja entonces en el diseño de tablas y de
taxonomías elaboradas por los investigadores de la época, cuyo ideal era la
construcción de una mathesis universalis, una teoría unificada, donde todos
los elementos encajaran de acuerdo con sus identidades y diferencias
específicas. De este modo, el examen adquiere una función eminentemente
discriminatoria: consiste en separar las cosas sobre la base de sus diferencias
y, consecuentemente, producir un conocimiento enumerativo y exhaustivo de
sus componentes.
La episteme clásica también altera radicalmente la concepción de los
signos. Los símbolos lingüísticos dejan de formar parte del mundo natural y
asumen el estatuto de representaciones, de ideas que dependen de la
existencia de las mentes humanas; adquieren así un carácter convencional y
arbitrario. La conciencia misma se identifica entonces con la capacidad de
representar las cosas.
De acuerdo con Foucault, la episteme clásica se manifiesta en la
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constitución de tres disciplinas: la gramática general, la historia natural y el
análisis de las riquezas. La primera no debe su nombre a la pretensión de
describir una estructura común a todos los lenguajes sino al propósito de
exhibir el sistema de representación que está detrás de las reglas de un
lenguaje dado, su forma de desplegar las identidades y las diferencias, que
varía de una lengua a otra debido al carácter absolutamente convencional que
se le atribuye al lenguaje.
Con la expresión historia natural se refiere el autor a los conocimientos
acerca de los seres vivientes elaborados exclusivamente en el período clásico;
la distingue, por lo tanto, de la biología, cuyo nacimiento tendrá lugar sólo en
el siglo XIX. La historia natural desprecia todas las informaciones fantásticas
y demás datos irrelevantes que solían acompañar las descripciones de los
animales y las plantas en los textos renacentistas para concentrarse, con el
objeto de clasificarlos, en sus propiedades observables. Ejemplo típico es la
taxonomía de Linneo, que muestra la distribución de las distintas clases de
seres vivos organizada a partir de las diferencias que presentan con respecto a
unos pocos rasgos, como su aparato reproductivo.
El análisis de la riqueza, por último, comprende un cuerpo de
conocimientos centrados en torno a la cuestión del valor de las mercancías y
el papel que cumple la moneda en las transacciones. Mientras los hombres
del Renacimiento atribuían a las monedas un valor intrínseco, en virtud del
metal precioso que las constituían, en la Época Clásica el dinero es
considerado solamente un signo que representa una cierta cantidad de
mercancías y, en consecuencia, su valor se iguala con el conjunto de bienes
que pueden comprarse con él. Foucault reconoce que durante ese período
hubo discusiones teóricas acerca de si el dinero podía considerarse en sí
mismo una mercancía, pero sostiene que todos los participantes de la disputa
coincidían en reconocer la función representativa de la moneda como algo
diferente de su valor intrínseco. Así, en el marco del análisis de la riqueza, las
nociones de representación y de valor de cambio resultan inseparables.
El concepto de representación constituye, pues, un eje a cuyo alrededor se
articulan las elaboraciones teóricas no sólo del análisis de la riqueza sino
también de la gramática general y la historia natural; surge como un factor
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común manifiesto en las disciplinas que caracterizan el pensamiento clásico.
La intención de Foucault se dirige a exhibir, precisamente, la unidad de
perspectiva que se mantiene más allá de que los discursos se refieran a
formas gramaticales, fenómenos biológicos o cuestiones económicas. Y el
próximo paso será mostrar que en la etapa histórica siguiente irrumpe otra
manera de ver las cosas. El fin de la era clásica sobrevino, a partir de Kant,
con el cuestionamiento del carácter representacional de la conciencia. La
crítica de Kant significó una ruptura con el esquema clásico del mundo.

La episteme moderna

En la Época Moderna, que comienza aproximadamente con el siglo XIX


y se extiende hasta nuestros días, reina una episteme muy diferente, en cuyo
interior aparece otro juego de coincidencias que ligan entre sí la filología, la
biología y la economía, las nuevas disciplinas que, por ese mismo motivo,
han reemplazado las anteriores. Tras la renuncia al énfasis previamente
puesto en el concepto de representación, se redefine el modo de ordenar las
cosas. Los objetos ya no se disponen en un cuadro clasificatorio de acuerdo
con las identidades y diferencias que presenten; en lugar de ello, la nueva
visión del mundo ordena las cosas concibiéndolas como estructuras discretas
y orgánicas que se vinculan de acuerdo con analogías morfológicas pero
donde el valor funcional juega un papel clave. Ello puede verificarse en la
obra de Cuvier, que organiza el mundo animal siguiendo el criterio de las
similitudes funcionales que guardan los órganos aun cuando parezcan tan
distintos como las agallas de los peces y los pulmones de los mamíferos. Se
incorpora, además, como un rasgo fundamental, la consideración del aspecto
histórico, porque para los protagonistas de la episteme moderna comprender
qué es una cosa implica tener en cuenta su ubicación temporal.
Pero si bien la Edad Moderna trae consigo la pérdida de la jerarquía
epistemológica que antes se le había concedido a la representación, no se la
rechaza completamente; no se llega a negar que los signos lingüísticos sean
representaciones y tampoco se niega que éstas conservan un lugar en el
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conocimiento. Lo que han perdido, sí, es su carácter fundante. La
representación ya no se identifica con el pensamiento –como en la etapa
clásica– sino que ahora se busca su fundamento en algo que está fuera de la
representación misma, en algo que no le pertenece. Por esa razón, Kant no se
contentó con reconocer la presencia de las representaciones en el
conocimiento empírico y se internó en la indagación de las condiciones de
posibilidad universales que se encuentran más allá de ellas.
Entre las diferencias sustanciales que exhibe la episteme moderna con
respecto a la que estaba vigente en el Época Clásica se encuentra también la
fragmentación metodológica; pues mientras las disciplinas típicas del período
anterior se ajustaban todas al ideal común de hallar un orden basado en
identidades y diferencias, Foucault afirma que los saberes modernos no
responden a una concepción única del conocimiento sino a modos distintos
de conocer que permiten clasificarlos en tres grupos separados: la esfera de
las ciencias exactas, la que corresponde a las ciencias empíricas, y la
ocupada por el pensamiento filosófico a la que Foucault denomina analítica
de la finitud.
La distinción entre las ciencias exactas –que incluyen las matemáticas y
la física– y las ciencias empíricas –a saber, la filología, la biología y la
economía– corresponde, de acuerdo con Foucault, a la separación que existe
entre el conocimiento analítico (a priori) y el conocimiento sintético (a
posteriori) que se deriva del cuestionamiento kantiano de la representación:
“Se tendrá, pues, un campo de ciencias a priori, de ciencias formales y puras, de ciencias
deductivas que dependen de la lógica y las matemáticas; por otra parte, se ve desprenderse un
dominio de ciencias a posteriori, de ciencias empíricas que sólo utilizan las formas
deductivas fragmentariamente y en regiones estrechamente localizadas” (Foucault, 2003:
241).

Foucault no dice mucho acerca de las ciencias exactas y no podemos


detenernos en la argumentación con la que pretende mostrar que doctrinas
filosóficas tan opuestas como la kantiana, la de Schopenhauer y el
positivismo responden a ciertos presupuestos comunes; de modo que sólo
ilustraremos sus opiniones acerca de las ciencias que denomina “empíricas”
haciendo referencia al caso de la economía, y formularemos apenas algunas
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indispensables alusiones a su concepción de la analítica de la finitud.
En el campo de la economía, la episteme moderna se caracteriza por el
surgimiento de una actualizada concepción del valor; ya no se lo considera
como una magnitud asociada exclusivamente al intercambio sino que ahora el
valor de una mercancía se define por la cantidad de trabajo socialmente
necesario para producirla. Fue David Ricardo quien dio ese paso, y al hacerlo
transformó la antigua disciplina del análisis de la riqueza en la ciencia de la
economía política. En efecto, aunque Adam Smith había concebido el trabajo
como medida del valor, no llegó a identificar ambos conceptos porque su
pensamiento estaba todavía ligado a la época clásica, pues para él las
mercancías poseían valor sólo en tanto ingresaban en el mercado. Pero a
partir de las contribuciones conceptuales de Ricardo, la posibilidad del
intercambio de mercaderías se funda en el trabajo y la teoría de la producción
siempre deberá preceder a la de la circulación. A los ojos de Foucault, no fue
Marx sino Ricardo el que protagonizó una revolución en el pensamiento
económico y lo encaminó en la senda de la episteme moderna; el autor de El
capital encontró ya preparado el terreno en el que florecerían sus ideas:
“En el nivel profundo del saber occidental, el marxismo no ha introducido ningún corte real;
se aloja sin dificultad, como una figura plena, tranquila, cómoda y, ¡a fe mía!, satisfactoria
para un tiempo, el suyo, en el interior de una disciplina epistemológica que lo acogió
favorablemente [...] El marxismo se encuentra en el pensamiento del siglo XIX como pez en
el agua, que en cualquier otra parte deja de respirar [...]” (ibid.: 256).

La nueva relación establecida entre valor de una mercancía y el trabajo


incorporado en ella tuvo consecuencias tanto para la ciencia económica como
para la transformación de la manera de concebir al ser humano al
considerarlo dentro de la dimensión económica. En efecto, la historia de la
economía muestra un desarrollo en cuyo transcurso el valor de una mercancía
depende del trabajo humano, y éste, a su vez, se halla condicionado por las
formas de producción (los medios de producción, las herramientas, el capital
invertido, la división del trabajo, los salarios). Asimismo, el sistema de
producción es el resultado del trabajo previo y así sucesivamente; de este
modo, se va desenvolviendo una serie lineal de sucesos que mantienen entre
sí relaciones causales. Por otra parte, la visión del ser humano como agente
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económico que produce y consume, que está sometido a necesidades
materiales, limitado en sus capacidades físicas y confrontado con un medio
ambiente hostil en el que debe trabajar para sobrevivir, condujo a una imagen
dramática del hombre. Hubo que enfrentar el hecho de la intrínseca finitud y
la inminencia de la muerte. En este período, el campo de la filosofía está
centrado en la reflexión acerca de la doble condición del hombre: como
sujeto trascendental, es decir, como el constituyente de los objetos, y también
como objeto constituido, esto es, como un objeto más entre los que existen el
mundo. La filosofía debería encontrar una manera de articular la dimensión
empírica y la dimensión trascendental del ser humano, porque el hombre ya
no aparece identificado con el cogito cartesiano, con una conciencia capaz de
producir conocimientos claros y distintos. Según Foucault, el pensamiento
moderno advierte la dualidad del hombre, su condición simultánea de sujeto
y objeto, pero fracasa en el intento de proporcionar una solución satisfactoria
para la dificultad que se plantea al tratar de reconciliar ambas funciones. No
se encuentra la vía para integrar por una parte el yo tal como resulta de la
descripción filosófica, es decir, como una pura conciencia reflexiva, y por
otra, el ser humano que estudian las ciencias, esto es, un organismo
determinado por la naturaleza, el lenguaje y los factores económicos. El
pensamiento moderno ha dejado atrás las representaciones, ya no se
concentra en ellas, y ha puesto en su lugar al hombre, lo ha descubierto como
el centro privilegiado de investigación, pero ha fracasado en el intento de
brindar de él una imagen articulada. Y por ese motivo Foucault concluye que
la analítica de la finitud terminará por reconocer que el hombre ha muerto.

Las ciencias humanas

Hemos visto que la episteme moderna se extiende en tres dimensiones: la


que corresponde a las ciencias exactas, la que comprende las ciencias
empíricas y la que aloja la filosofía. Pero las disciplinas que Foucault
denomina “ciencias humanas” –la psicología, la sociología y los estudios que
se ocupan de la literatura y los mitos– no se hallan contenidas en ninguna de
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aquellas divisiones. Se localizan, de acuerdo con la metáfora utilizada por
Foucault, en los intersticios que las separan. No obstante, las ciencias del
hombre se vinculan de diversas maneras con aquellas otras.
En primer lugar, comparten el punto de vista de la filosofía porque se
abocan al estudio del hombre entendiéndolo como un sujeto constituyente,
capaz de representarse el mundo y a sí mismo como parte de ese mundo. Para
las ciencias humanas, el hombre no es simplemente un ser viviente, no es
sólo un agente económico, no es sólo un hablante: es el sujeto esencialmente
capaz de representarse la vida, la economía y el lenguaje. Sin embargo,
mientras la filosofía encara las representaciones tales como aparecen en el
interior de la conciencia, las ciencias humanas se refieren a estructuras y
procesos inconscientes, a lo impensado; se dirigen al lado oscuro de la
conciencia.
Por otra parte, y esto muestra su estrecha relación con las ciencias
empíricas, las ciencias humanas son parasitarias de la biología, la economía y
la filología en lo que respecta a las categorías y los métodos que emplean.
Así, la psicología toma de la biología el modelo funcional y a semejanza de
lo que ocurre con los organismos vivientes, concibe la conducta humana en
términos de respuestas a estímulos naturales y sociales tendientes a mantener
un ajuste adecuado al medio a través de la presencia de normas. La
sociología, a su turno, toma prestado de la economía el modelo de los
conflictos motivados por la búsqueda de ganancias materiales y lo utiliza para
entender los fenómenos sociales como situaciones en las que los individuos
procuran dominar los choques de intereses por medio de la instauración de
reglas.
El estudio de la literatura y de los mitos, finalmente, emplea el modelo
filológico porque considera las conductas humanas como expresiones que
poseen una significación, de modo que la cultura se identifica con un sistema
de signos.
Pero la vinculación metodológica que existe entre las ciencias empíricas
y las ciencias humanas no es estricta ni permanente, porque la utilización de
los modelos se entrecruza de modo que, por ejemplo, aunque la sociología
adopta principalmente el criterio de la economía y se expresa en términos de
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conflictos y reglas, también permite comprender los fenómenos que estudia a
partir de funciones –como la biología– y tener en cuenta las significaciones –
como el análisis literario–. Estas circunstancias originan los vaivenes que
afectan las ciencias humanas y dan cuenta de las disputas metodológicas que
provocan; así, por ejemplo, poner el énfasis en la explicación o bien en la
comprensión, en la función o en la estructura, es el resultado de privilegiar un
modelo en perjuicio de otro. Foucault no deja de tener en cuenta, además, el
hecho de que estas ciencias humanas, como las empíricas, hacen uso de los
recursos formales que caracterizan las ciencias exactas, pero no le otorga
mayor importancia en virtud de que esos procedimientos no cumplen un
papel significativo.
Ahora bien, pese a que las ciencias humanas incorporan modelos propios
de las ciencias empíricas, no se confunden de ninguna manera con ellas;
porque –como ya se ha señalado– aunque la biología, la economía y la
filología estudian al hombre, no lo abordan como sujeto. Mientras las
ciencias empíricas estudian los organismos, el trabajo y el lenguaje como
sistemas objetivos sometidos a leyes causales, la preocupación de las ciencias
humanas se centra en la formación de las representaciones que les
corresponden, representaciones que, por otra parte, poseen un anclaje en el
inconsciente.
Esta particular ubicación de las ciencias humanas, la circunstancia de que
no dispongan de un espacio propio sino el de los intersticios que dejan los
demás saberes y el hecho de que incorporen elementos de todos ellos las hace
aparecer en una situación sumamente crítica, “a la vez peligrosas y en
peligro”:
“Lo que explica la dificultad de las ‘ciencias humanas’, su precariedad, su incertidumbre
como ciencias, su peligrosa familiaridad con la filosofía, su mal definido apoyo en otros
dominios del saber, su carácter siempre secundario y derivado, pero también su pretensión a
lo universal no es, como se dice con frecuencia, la extrema densidad de su objeto; no es el
estatuto metafísico o la imborrable trascendencia del hombre del que hablan, sino más bien la
complejidad de la configuración epistemológica en la que se encuentran colocadas, su
relación constante a las tres dimensiones, que les da su espacio” (Foucault, 2003: 338).

Por estas razones, Foucault expresa dudas acerca de que se sea correcto

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llamarlas “ciencias” y no les otorga una jerarquía comparable con la de las
ciencias empíricas; las ubica, en cambio, en un nivel intermedio entre la
opinión y la ciencia rigurosa. Sin embargo, esta circunstancia no debe
llevarnos a concluir que se encolumna en las filas del escepticismo; porque a
pesar de las deficiencias subrayadas, sostiene que las ciencias humanas no
son meras ilusiones o fantasías pseudocientíficas y pueden producir cuerpos
de conocimiento racionales y objetivos en la medida en que incorporen
efectivamente los métodos y las categorías de las ciencias genuinas.

La historia y las contraciencias

Además de las ciencias humanas mencionadas –la psicología, la


sociología y el análisis literario– Foucault se ocupa de las características de la
historia y de otras disciplinas a las que denomina “contraciencias”, a saber, el
psicoanálisis, la etnología y la lingüística. La historia introduce las
limitaciones cronológicas y contextuales que son imprescindibles para un
conocimiento adecuado de los fenómenos sociales, porque las ciencias
humanas siempre estudian situaciones que se producen en un período
determinado del devenir histórico. A la historia le corresponde, entonces,
suministrar las condiciones de validez de las afirmaciones de las ciencias
humanas y advertir contra todo intento de universalización ilegítima que
pretenda extender sus conclusiones más allá del momento para el que tienen
vigencia. Por otra parte, las ciencias humanas son ellas mismas entidades
históricas y como tales portadoras de la perspectiva epistémica en la que
están integradas, de manera que la historia también debe alumbrar la
conciencia de los límites que la inevitable adopción de esa perspectiva
particular impone a la tarea del investigador.
Las contraciencias, por su parte, excavan en el nivel más profundo, en el
subsuelo sobre el cual se edifican las demás ciencias humanas. El
psicoanálisis incursiona en la naturaleza del inconsciente y lo exhibe como la
instancia que hace posible las representaciones de las realidades que
constituyen los objetos de las ciencias empíricas, es decir, la vida, el trabajo y
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el lenguaje. Esas representaciones, que emergen en la conciencia y hacen
posible el conocimiento, se generan a partir de ciertos principios ocultos en
los pliegues del inconsciente, y descubrirlos es precisamente la misión del
psicoanálisis. Foucault confía en que esa tarea ha sido cumplida con éxito por
Lacan, quien explicó los mecanismos inconscientes por medio de la
postulación de los principios metapsicológicos de la Muerte, el Deseo y la
Ley –a su vez, reformulaciones de los conceptos freudianos sobre la pulsión
de muerte, la libido y los tabúes del incesto–, esto es, las raíces profundas de
la finitud humana.
Foucault piensa que la etnología ha emprendido una labor paralela en el
orden cultural gracias a las investigaciones de Lévi-Strauss. La etnología saca
a luz las estructuras inconcientes y compartidas que subyacen en la
organización social de una cultura determinada y hacen posible la emergencia
de las pautas de conducta, las normas y las reglas que gobiernan la
interacción social. Pero sería un error –en opinión de Foucault– esperar que
esos abordajes ofrezcan algo parecido a una teoría general de lo humano que
pudiera corroborarse empíricamente. El psicoanálisis se apoya esencialmente
en la praxis terapéutica, en el curso de la relación analista-paciente; y de
manera similar la etnología nace del contacto del investigador con los grupos
humanos que estudia. Ni siquiera debemos pretender, en consecuencia, que
esas disciplinas alcancen niveles de objetividad o de sistematicidad
comparables con las del saber científico, porque poseen un rol y un estatuto
cognoscitivo muy distinto: muestran las condiciones que hacen posible el
conocimiento pero ellas mismas no son teorías científicas en el sentido
habitual del concepto.
Hay, sin embargo, una disciplina que a juicio de Foucault podría superar
las limitaciones que sufren el psicoanálisis y la etnología: la lingüística.
Inspirado seguramente por el tratamiento formalista que se ha desarrollado en
ese campo en épocas recientes, piensa que se ha encontrado el modo de
independizar el lenguaje del hombre que lo produce. En tanto que la
lingüística estudie sistemas de signos puramente formales podría
transformarse en una suerte de modelo para desarrollos similares de la
etnología y el psiconanálisis, y todo ello independizaría de una manera
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decisiva las ciencias humanas de las connotaciones que aun pudieran atarlas
al problema de la representación. De algún modo, para Foucault, las ciencias
humanas, y particularmente las contraciencias, pueden llegar a tener éxito allí
donde la filosofía ha fracasado. Se aproximan al hombre no a través de un
análisis reflexivo de la conciencia sino mediante una exploración del
inconsciente. Pero la luz que arrojan sobre la condición humana está
anunciando a la vez el ocaso de una época, la desaparición de la episteme
moderna. Al final de Les Mots et les choses, Foucault anuncia el
advenimiento de una episteme posmoderna en cuyo marco el destino del
hombre se entrevé dramáticamente incierto.
Las reflexiones del autor francés acerca de las ciencias humanas, las
contraciencias, y en particular sus especulaciones sobre una lingüística que es
más hipotética que real, conforman tal vez los pasajes más crípticos y
enigmáticos de su obra. Y esta circunstancia, sin duda, ha hecho muy difícil
que llegara a ocupar un lugar significativo en los debates típicos de los
especialistas en filosofía de la ciencia, donde se exige habitualmente un
lenguaje preciso y una argumentación bastante rigurosa. Es muy probable que
la mayoría de los filósofos de la ciencia –más allá de todos sus grandes
desacuerdos y sus encendidas disputas– no estén en absoluto dispuestos a
reconocerse como participantes de lo que Foucault ha llamado “la episteme
moderna”.

4. El método genealógico. Conocimiento y poder

El factor que probablemente ha impulsado la difusión de los libros de


Foucault es la actitud crítica que encierran con respecto a la sociedad y a la
cultura contemporáneas. En sus primeras publicaciones esta faceta estaba
presente de una manera implícita, pero en las obras posteriores se hace más
notoria. El rasgo que distingue esa reorientación de su pensamiento es la
inclinación a destacar el papel del poder en la vida social, una circunstancia
que lo lleva a proponer un nuevo enfoque de investigación que llama

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genealogía. Se trata de una ampliación de la perspectiva que había dirigido
los trabajos anteriores de Foucault, porque sus exámenes arqueológicos
giraban en torno de las prácticas discursivas, mientras la genealogía procura
descubrir cómo se relacionan con las prácticas no discursivas, y es en ese
territorio donde se destaca la importancia del ejercicio del poder. A través del
análisis genealógico Foucault intenta llenar el vacío dejado por el método de
la arqueología: la transición de una episteme a otra. Este giro obedece en gran
medida al impacto que por esa época ejerció el estudio de las obras de
Nietzsche en el pensamiento de Foucault.
El enfoque genealógico revela que los cambios históricos que se
producen en los sistemas de pensamiento, tal como se manifiestan en las
respectivas formaciones discursivas, corresponden a formas de poder.
Foucault no construyó una teoría acerca del poder, esto es, no desarrolló un
exposición sistemática, sino una serie de análisis históricos acerca de su
ejercicio concreto. Sus investigaciones no explican qué es el poder sino, más
bien, muestran cuáles son sus mecanismos. Mecanismos que no operan sobre
acontecimientos de gran volumen histórico, sino a través de una multitud de
factores minúsculos, aleatorios e independientes entre sí.
“[...] Cuando pienso en la mecánica del poder, pienso en su forma capilar de existir, en el
proceso por medio del cual el poder se mete en la misma piel de los individuos, invadiendo
sus gestos, sus actitudes, sus discursos, sus experiencias, su vida cotidiana” (Foucault, 1987:
60).

El análisis genealógico es una suerte de “microfísica” y procura mostrar,


de este modo, que la posición de las teorías totalizadoras como la de Marx
resulta inadecuada para dar cuenta de las relaciones de poder. Y en esta
búsqueda de la mecánica del poder, la genealogía descubre su inextricable
conexión con las estructuras de los saberes propios de los diferentes períodos
históricos. Pero poner al descubierto las íntimas relaciones que vinculan el
saber de una época con las estrategias de poder no equivale a condenarlas
totalmente. El poder no significa sólo represión:
“Es preciso dejar de describir siempre los efectos del poder en términos negativos: ‘excluye’,
‘reprime’, ‘rehúsa’, ‘abstrae’, ‘encubre’, ‘oculta’, ‘censura’. En efecto, el poder produce,
produce lo real, produce campos de objetos y rituales de verdad...” (Foucault, 1987: 75).

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Lo que la genealogía trata de mostrar, más bien, es que los cuerpos de
conocimientos surgen constantemente asociados a complejos de poder, los
que a su vez producen otros conocimientos apropiados para los objetos que
controlan.
En Surveiller et punir, Foucault da cuenta de esta asociación interna entre
las estructuras del conocimiento y los sistemas de poder a través de los
cambios generados en los modos que asume el castigo y los correspondientes
saberes asociados a ellos. Alrededor de los siglos XVIII y XIX se produjo
una reorganización de los procedimientos punitivos: el castigo corporal
directo y brutal, la tortura y el suplicio dejan su lugar a una forma más
indirecta y anónima del ejercicio del poder: la implantación del sistema
carcelario. La reclusión de los delincuentes se convirtió así en la forma más
usual de castigo, y se construyeron prisiones donde los condenados se
encontrarían bajo una vigilancia permanente a fin de que cumplieran con un
estricto régimen de obligaciones y prohibiciones. Pero estos cambios
propiciaron también la aparición de ciertas áreas en el campo de las ciencias
humanas que abordaron el estudio de la anormalidad. El nuevo modelo
punitivo desarrolló criterios científicos de observación que se extrapolaron a
toda la sociedad. Surge una diferenciación de las personas en términos de su
normalidad o anormalidad y nace todo un aparato administrativo
extrajudicial, integrado por médicos, psiquiatras y psicólogos, que estudian al
culpable/inocente. La pena tiene por finalidad convertir al condenado y
obtener su curación, de manera que la prisión asume la función de reeducar y
normalizar al sujeto; y como para ello se hace necesario un castigo
diversificado, individualizado, se impone la producción de un saber que
cubra todos los aspectos del alma humana. Los mecanismos de control
carcelarios y el discurso psiquiátrico se entrecruzan así bajo la mirada
vigilante simbolizada por el panóptico, el observatorio diseñado por Bentham
para que los guardias pudieran controlar todos los movimientos de los
reclusos sin ser vistos por ellos. Pero la instauración de la prisión como
castigo legal no hubiera sido posible si los mecanismos de control no se
hubieran instalado y distribuido en toda la sociedad; de este modo surgió una
sociedad disciplinadora y vigilante. Estos mismos mecanismos de control y
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vigilancia reaparecen en prácticas no discursivas de otras instituciones como
la familia, las fábricas y el ejército. En estrecha relación con ellas surgen
también los cuerpos de conocimientos que las vehiculizan y las legitiman.
En sus últimos libros, Foucault extendió el análisis genealógico al campo
de la sexualidad y los resultados, una vez más, se apartaron de algunas ideas
generalizadas. En La volonté de savoir se opone a lo que denomina la
“hipótesis represiva”, esto es, la creencia de que el siglo XVII dio comienzo a
una época de represión sexual cuya actitud primaria fue la de oposición,
silenciamiento y eliminación del sexo. En contra de esa interpretación,
Foucault muestra que la historia de la sexualidad en las sociedades
occidentales no es la historia de un acallamiento, sino, por el contrario, la
incitación constante a hablar del sexo, a volcar la sexualidad en el discurso.
De hecho, las reglas que gobiernan la confesión sacramental tales como
fueron impuestas por la Contrarreforma, que estaban centradas en el
exhaustivo interrogatorio del sacerdote, produjeron una “explosión
discursiva” orientada a la condena de las acciones, los pensamientos, las
intenciones y los deseos sexuales implícitos en la conducta de los fieles. En la
Modernidad, a su turno, el discurso de la sexualidad se seculariza, pero la
vigilancia de los indviduos se mantiene bajo la forma del autocontrol. Sin
embargo, de acuerdo con Foucault, el autodominio psíquico no es más que la
internalización de los mecanismos de control social. De este modo, tal como
lo había ilustrado a propósito de las prácticas carcelarias, Foucault considera
que también en cuanto las epistemes están relacionadas con lo sexual se
hallan indisociablemente vinculadas con las estructuras de poder.

5. En torno al relativismo de Michel Foucault

Varios autores han objetado las ideas de Foucault porque han encontrado
en ellas la expresión de un relativismo radical o la manifestación de una
actitud decididamente escéptica. La denuncia se basa en las dificultades que
entraña la propuesta de interpretar el conocimiento como el resultado de un

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conjunto de prácticas discursivas y no discursivas que dependen del estado de
las presuposiciones que rigen una cultura en un momento determinado.
Uno de los filósofos que formularon esa clase de críticas fue Hilary
Putnam (1978), quien sostuvo que el relativismo de Foucault, como el de
muchos intelectuales franceses contemporáneos, se nutre del irracionalismo
derivado de la admiración por pensadores como Marx, Freud y Nietzsche;
porque al sostener que las religiones y las ideas éticas que abrigamos no son
más que reflejos del interés de clase, del inconsciente o de la voluntad de
poder, estos autores proporcionaron “el mordiente del relativismo”. Así,
también, la dificultad que exhibe la concepción de Foucault es que atribuye a
casi todas nuestras creencias un carácter ideológico y, por ende, irracional y
carente de sentido. Afirmar, por ejemplo, que alguien está enfermo y necesita
una cura o que un criminal debe ser rehabilitado es formular enunciados de
naturaleza ideológica cuyo origen se halla arraigado en la profundidad de la
episteme vigente. En consecuencia, no sólo las presuposiciones que rigen las
creencias del pasado se hallan así determinadas, sino también los discursos y
las prácticas del presente; y este condicionamiento no impregna únicamente
el contenido de las creencias, sino también los criterios de racionalidad con
los que las juzgamos. Además, de acuerdo con Putnam, Foucault se interesa
solamente por la “locura” de la sociedad y no por su sensatez, cuando la hay,
y cae entonces en la paradoja de cuestionar la razón y a la vez seguir
intentando argumentar racionalmente a favor de sus propios puntos de vista.
Los críticas de Putnam resultan particularmente interesantes no sólo por
sus méritos argumentativos sino también porque –más allá de las diferencias
en cuanto al tipo de formación académica– en algunos aspectos su trayectoria
guarda similitud con la de Foucault, de manera que nos encontramos ante una
buena ocasión para preguntarnos hasta qué punto puede sostenerse que existe
algo así como una episteme compartida por los filósofos contemporáneos.
Como el autor francés, Putnam se inclinó en una época de su vida hacia el
marxismo –siguiendo los pasos de su padre, un destacado comunista
norteamericano– y también participó en demostraciones públicas en contra
del establishment. Pero lo más relevante para nuestra discusión es que llegó a
proponer, aunque con argumentos muy diferentes de los utilizados por
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Foucault, su propia versión del relativismo. La pretensión de observar la
realidad desde un punto de vista absoluto, lo que se podría llamar “el ojo de
Dios” –sostiene Putnam– resulta imposible; y, en consecuencia, el
conocimiento humano debe contentarse con asumir la perspectiva que le es
dada. Pero ello no significa que todas nuestras creencias estén condenadas a
ser ilusiones inservibles o convicciones pasajeras. Una vez que se descarta la
aspiración de acceder al conocimiento de las cosas tales como serían en sí
mismas, aun queda la alternativa de adoptar la posición que Putnam
denomina realismo interno, una actitud que preserva la confiabilidad de la
percepción y la validez de los resultados científicos bien establecidos,
siempre dentro del marco de las capacidades humanas cuyos límites no
pueden, obviamente, ser traspasados. Un relativista consecuente no necesita
alegar que todos los juicios de valor son irracionales ni adherir a una
concepción que representa la historia como una serie discontinua de discursos
cuyo éxito dependerá siempre y fundamentalmente de factores ajenos a la
razón.
Podemos observar, entonces, que subsisten cruciales discrepancias en
cuanto a las consecuencias que cada uno de los dos autores atribuye al
relativismo, aun cuando exhiben tanto afinidades ideológicas como una
misma inspiración filosófica (ambos reconocen en Kant la figura que marcó
la senda del relativismo gnoseológico moderno). Pero si es así, si hay una
oposición de fondo entre la postura de Putnam y la de Foucault, ¿no estamos
ante un ejemplo donde la tesis de que la episteme produce coincidencias
básicas parece naufragar? Se podría responder, por supuesto, que el
desacuerdo de Putnam con respecto a la doctrina de Foucault no afecta la
existencia de un nivel más profundo donde residen elementos compartidos y
típicos del modo de pensar de la época, así como en el caso de los
economistas la discrepancia sobre si la moneda podía ser o no una mercancía
no alteraba la admisión común de que el valor de los bienes radicaba en el
trabajo necesario para producirlos. Sin embargo, esta clase de réplicas no
hacen más que poner al descubierto la falta de una caracterización
suficientemente precisa de la noción de episteme y alientan la sospecha de
que las hipótesis fundadas en ella son desde todo punto de vista
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incontrastables.
Pero quizás las críticas de Putnam no hacen justicia al verdadero
pensamiento de Foucault. Gary Gutting (1989) sostiene que ubicar la
posición del autor francés dentro del esquema de un relativismo total o
adjudicarle una actitud escéptica resulta absolutamente infundado. Tales
atribuciones ignoran, en su opinión, tres importantes aspectos del trabajo de
Foucault. En primer lugar, la naturaleza local o regional de sus análisis.
Recuerda, al respecto, que su crítica de la razón está siempre dirigida a
regiones específicas, a dominios como la psiquiatría, la medicina clínica y las
ciencias humanas, sin que ello implique que pueden extenderse a otros
ámbitos. En segundo término, Gutting señala que las investigaciones de
Foucault están focalizadas sobre el área de las “disciplinas dudosas”. No
sugiere que el método arqueológico pueda aplicarse también a disciplinas
como la física o la química para mostrar que sus pretensiones de verdad y
objetividad científicas son cuestionables. Más aun, Foucault acepta
explícitamente que las ciencias empíricas de la modernidad –la biología, la
economía y la filología– constituyen dominios de conocimiento objetivo.
Finalmente, Gutting hace notar que, a pesar de la inestable situación de
algunas disciplinas, Foucault les reconoce méritos y admite que la psiquiatría,
por ejemplo, podría llegar a tener cierta validez científica.
Gutting ofrece asimismo una respuesta a quienes concluyen que las tesis
de Foucault conducen necesariamente al escepticismo. De acuerdo con la
interpretación de esos autores, en la medida en que los diferentes períodos del
pensamiento occidental responden a distintas epistemes y que todo
conocimiento está ligado a las estructuras sociales de poder, no habría hechos
independientes de las interpretaciones y toda pretensión de auténtico
conocimiento quedaría frustrada. En opinión de Gutting, este cargo no es del
todo legítimo. En primer término, porque Foucault no postula una
discontinuidad absoluta a la manera de los sucesivos paradigmas kuhnianos;
pues, a diferencia de lo que ocurre en la concepción de Kuhn, muchos de los
objetos, los conceptos, las modalidades enunciativas y las teorías son
comunes a diferentes formaciones discursivas y en algunos casos pueden
llegar a ser permanentes, a saber, cuando son incluidos en la episteme
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sucesora convenientemente reformulados. De modo que el pasaje de una
episteme a otra da cuenta perfectamente de los cambios que representan un
progreso. Y en segundo lugar, porque la correlación entre cuerpos de
conocimientos positivos y prácticas no discursivas– esto es, la asociación
entre el conocimiento y el poder revelada por la genealogía– no siempre es
irreversible. Gutting recuerda, al respecto, las propias declaraciones de
Foucault: si bien las ciencias naturales surgieron en el siglo XVII a partir de
los métodos de la investigación judicial empleados por la Inquisición, en el
curso de su desarrollo llegaron a ser modelos autónomos de conocimiento y
de esa manera se independizaron de las estructuras de poder que las habían
generado. En función de todas estas argumentaciones, Gutting señala que el
método arqueológico debe ser evaluado como un procedimiento para tratar
datos históricos concretos más que como una teoría filosófica general, y
concluye que no hay razones suficientes para sostener que Foucault ha
quedado encerrado en la prisión del relativismo radical.
Agreguemos que la evaluación que hace Gutting de la postura de
Foucault cuenta con el atractivo de subrayar algunas continuidades con la
tradición de la que proviene. La corriente francesa de historia y filosofía de la
ciencia, como puede advertirse en las moderación del convencionalismo de
Poincaré y en la valoración de progreso científico de Bachelard, por ejemplo,
exhibió con lucidez la influencia de distintos factores en la producción de las
creencias científicas y la necesidad de estudiar su resultado conforme al
desarrollo del contexto histórico, pero estos reconocimientos estaban
dirigidos a una mejor comprensión de la naturaleza de la ciencia, no a rebajar
su jerarquía, fomentar el escepticismo, ceder al relativismo radical, proponer
racionalidades contrarias a la ciencia o entronizar directamente el
irracionalismo. Así, Bachelard estaba convencido de que la filosofía debe
seguir a la ciencia, y que el motivo por el que la ciencia no se fundamenta en
la razón no radica en la intrusión de factores irracionales sino en que es
precisamente la doctrina de la razón la que necesita fundamentarse en la
ciencia, en la ciencia más evolucionada, claro está.
Pero aunque Gutting apoya su interpretación del pensamiento de Foucault
transcribiendo pasajes relevantes de sus escritos, es cierto que muchos
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lectores – algunos con beneplácito y otros con desaprobación, como Putnam–
hallan en la obra del pensador francés una fuerte tendencia hacia el
relativismo. Sea como fuere, esta circunstancia no debe hacernos perder de
vista una cuestión previa, y por ese motivo más importante aún. Es la que se
refiere a la fuerza de los argumentos de Foucault. No es nuestra intención
discutirlos en detalle, pero puede ser interesante agregar un par de
comentarios. En primer lugar, y en vista de que un aspecto fundamental de la
discusión reside en la corrección de las narraciones de Foucault, debe
consignarse que algunos historiadores han objetado su inclinación a
generalizar conclusiones y en especial su decisión de no tener en cuenta
hechos que contradicen sus tesis. Por nuestra parte, sólo vamos a señalar que
la idea de que existe una episteme compartida tanto por los filósofos como
por los científicos de una misma época nos parece extremadamente
discutible. Aun en los momentos en los que Kuhn estaba más entusiasmado
con la teoría de los paradigmas, limitó su alcance a la historia de algunas
disciplinas, y posteriormente fue debilitando cada vez más esa manera de
entender la historia de las ciencias. Pero Foucault parece querer encerrar en el
mismo cuarto a Marx y a Milton Friedman, a Hegel y a Carnap, a Lacan y a
Mario Bunge. No parece darle importancia, siquiera, al hecho de que la
capacidad de razonar, el diálogo y las experiencias pueden tener un papel
decisivo en nuestras opiniones, tanto o más que la pertenencia cultural,
puesto que permiten variar considerablemente las convicciones de una
persona. ¿Cómo se explica –si no es así–, por ejemplo, que Putnam haya
descubierto las pretensiones insostenibles del realismo metafísico después de
defenderlo por bastante tiempo? ¿Cómo se explican, por caso, las miles de
páginas que han insumido los recientes debates alimentados por realistas y
antirrealistas científicos? Claro está, una vez más podrá responderse que hay,
de todos modos, un subsuelo común. Pero sería deseable que alguien
mostrara de manera efectiva que notorias diferencias de opinión como las que
hemos mencionado son en el fondo secundarias sin dar por supuesto,
justamente, lo que debe probarse.

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CAPÍTULO 14
PIERRE BOURDIEU Y EL
CAMPO CIENTÍFICO

1. Más allá del existencialismo y el estructuralismo

El 25 de enero de 2002, el famoso diario parisino Le Monde retrasó su


edición para incluir en la primera plana la noticia de la muerte de Pierre
Bourdieu. Esta circunstancia, no muy corriente, por cierto, contrasta
dramáticamente con el funeral de de Karl Marx, al que habían asistido once
personas, e indica hasta qué punto la teoría social ha llegado a constituirse en
un tema de interés general. Lo que convirtió a Bourdieu en uno de los
símbolos reconocidos de la cultura europea contemporánea fue la
combinación de sus preocupaciones teóricas con la decisión de
comprometerse activamente en los debates públicos acerca de los males de
nuestra época. Algunos datos de su biografía se reflejan en la trayectoria
intelectual de Bourdieu y en cierta medida en el contenido de sus ideas. Había
nacido en una pequeña localidad campesina del sur de Francia y fue el
primero de los miembros de su familia que llegó a finalizar la enseñanza
secundaria. Luego continuó sus estudios en la École Normale Supérieure y
cursó la carrera de Filosofía en La Sorbona. Mientras era estudiante, expresó
una actitud rebelde que mantuvo durante el resto de su vida. Su posterior
experiencia en Argelia, donde cumplió el servicio militar, lo alejó de las
especulaciones filosóficas y le hizo centrar su interés en las cuestiones
sociales. Por aquellos años, los argelinos luchaban para conquistar su
independencia y Bourdieu tuvo la ocasión de apreciar el impacto del régimen
colonialista francés en el modo de vida de los habitantes autóctonos.
Investigó las características de la sociedad kabilia y también analizó las

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consecuencias de la incorporación del campesinado argelino en el modo
capitalista importado de Europa.
De regreso a París, se reintegró a la vida académica y enseñó filosofía en
La Sorbona, pero su destino ya estaba definido en favor de una perspectiva
capaz de contribuir a la transformación de la sociedad, y el rumbo elegido era
la formulación de una nueva teoría sociológica directamente conectada con la
denuncia de las estructuras que determinaban la situación social imperante.
Las brillantes condiciones de Bourdieu hicieron que fuera nombrado, a
mediados de los años 60, Director de Estudios en la École de Hautes Études y
catedrático de sociología en el Collège de France desde 1981. Su carrera
académica, que siempre sintió extraña a sus modestos orígenes, no le impidió
tomar parte en las luchas sociales. Así fue como en varias oportunidades la
autoridad de su palabra se puso al servicio de los sindicatos obreros y el
propósito de sus conocimientos se concentró en desenmascarar las falacias de
la ideología neoliberal que imponía su dominio en el mundo.
Los aportes teóricos de Bourdieu se han caracterizado por su actitud
crítica, que lo llevó a cuestionar aspectos importantes de las propias
tradiciones que constituían su punto de partida. Lo que hemos dicho de su
talante contestatario haría presumir que se alineaba en las filas de alguno de
los partidos que conformaban la influyente izquierda francesa; sin embargo,
aun los dirigentes del Partido Socialista lo consideraban una suerte de
enemigo ideológico, mientras él mismo se definía como alguien que se
situaba a la izquierda de la izquierda. Una de las manifestaciones más
notorias del reconocimiento de las influencias que recibió, y al mismo tiempo
de su decidida actitud de expresar su disenso con las teorías cristalizadas, es
la posición de Bourdieu con respecto a las tesis de Marx. Ya desde sus
primeros escritos, Sociologie de l’Algérie (1958), se preocupó por esclarecer
los mecanismos de dominación de clase que estaban implícitos en las
relaciones humanas de las sociedades capitalistas. El problema de las
vinculaciones entre dominantes y dominados fue uno de los temas centrales
de su pensamiento, pero no se atuvo a los esquemas marxistas, los entendió
más bien como un tipo de articulación que se presenta a través del
funcionamiento de los grupos, más allá de la clásica distinción de clases. Lo
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mismo acontece a propósito del concepto de capital, porque Bourdieu lo
extiende de tal forma que el sentido económico del término deja de ser
fundamental y se convierte sólo en una de sus acepciones.
La teoría social de Bourdieu apareció en un medio caracterizado por los
debates teóricos que enfrentaba el existencialismo con el estructuralismo, el
subjetivismo con el objetivismo. En este complejo contexto, intentó superar
las históricas antinomias convencido de que, tomados en forma aislada, cada
uno de los polos de esas oposiciones proporciona una visión distorsionada de
la realidad social. El subjetivismo, por ejemplo, que fue exaltado por las
concepciones humanistas a la Sartre, tiende a concebir la vida social como el
producto del accionar de sujetos individuales libres, y fracasa en cuanto no
reconoce el hecho de que las estructuras sociales imponen patrones de
conducta en forma tal que resultan inconscientes para los sujetos, y lo hacen a
través de una adquisición de pautas mediada por la socialización y el proceso
educativo. El estructuralismo al estilo de Lévi-Strauss, por el contrario,
adopta una posición objetivista al postular un modelo de la acción humana
que reduce las prácticas individuales a un esquema abstracto; pero fracasa,
por su parte, al no tomar en cuenta que el individuo dispone de estrategias
capaces de permitirle improvisar y contrarrestar las condiciones estructurales
establecidas. A propósito del alcance de las hipótesis típicas de Lévi-Strauss,
Bourdieu muestra, como resultado del examen estadístico, que algunas
comunidades violan mayoritariamente las reglas del matrimonio prescriptas
por su sistema de parentesco.
Con el objeto, pues, de superar las antinomias, Bourdieu introdujo nuevas
categorías de análisis y, sobre todo, procuró trascender con su ayuda la
oposición entre individuo y sociedad. Sus aportes constituyen una sociología
de la cultura que se caracteriza por el intento de descubrir los mecanismos de
poder que subyacen a las diferentes actividades de la vida corriente. El hecho
de que sus libros se refirieran a una variada gama de situaciones familiares –
como la vida universitaria, la televisión o el mundo de la alta costura– en
contraste con las doctas descripciones de las costumbres de remotas
comunidades, seguramente contribuyó a su popularidad. Se cuenta que en
mayo del 68, cuando estalló la rebelión de los universitarios parisinos que
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conmocionó a Europa, algunos jóvenes tomaban su lugar en las barricadas
portando bajo el brazo un ejemplar de Les héritiers, un libro de Bourdieu que
se refiere, precisamente, a los estudiantes.

2. Campo de poder, habitus y capital cultural

La teoría de Bourdieu está edificada sobre la trama que componen tres


conceptos fundamentales, a saber, campo de poder, capital y habitus, que se
articulan dentro de una teoría sociológica que encontrará en el análisis de la
actividad científica –como veremos más adelante– una particular
manifestación. La noción de campo social es un concepto heredado de
Durkheim y de Max Weber y elaborado a partir de diversas tradiciones
teóricas. Un campo es un microcosmos, una esfera de la actividad humana
estructurada conforme a la posición que ocupan sus miembros y que sirve de
escenario a la competencia por la apropiación de cierto capital específico; la
desigual distribución de ese capital –que no se identifica simplemente con el
capital económico– genera la división entre dominantes y dominados y
determina la configuración del campo en un momento dado. Bourdieu
concibe la sociedad como un espacio global de múltiples dimensiones en el
que se despliegan y combinan de varias maneras una pluralidad de campos
particulares de muy diversa índole; por ejemplo, el campo político, el
artístico, el filosófico o el del mercado inmobiliario, cada uno de ellos con
sus propias reglas de funcionamiento.
En la medida en que los agentes que actúan en un campo deben compartir
necesariamente algunos intereses, mantienen entre sí una “complicidad
objetiva”, más allá de la lucha que los enfrenta; y cada conjunto de intereses
implica indiferencia hacia otros intereses que son percibidos como ajenos al
campo. Además, quien pertenece a un campo debe aprender sus reglas de
juego. Por ejemplo, “ser filósofo es dominar lo necesario de la historia de la
filosofía como para saber conducirse como filósofo dentro del campo
filosófico” (2003: 125). Pero los modos de comportarse de los miembros de

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un campo no son idénticos, porque los que concentran el capital específico
que otorga poder y autoridad dentro de ese campo, los dominantes, ponen en
práctica estrategias de conservación, tienden a defender la ortodoxia;
mientras que los dominados, entre los cuales se encuentran los recién
llegados, disponen de menor capital y se inclinan a utilizar estrategias de
subversión, representan la herejía. Pero esta oposición nunca llega al límite
de poner en peligro el juego mismo que todos están interesados en mantener.
La estructura de un campo es el resultado de su historia, de cómo se ha
desarrollado y distribuido su capital específico, visible a veces en la vida y en
la obra de algunos de sus cultores más prestigiosos. Esto se hace patente en el
campo del arte pictórico, por ejemplo, a través de la figura de algunos
representantes emblemáticos como Picasso. Las relaciones entre los
individuos y el campo no comportan un interés necesariamente material; los
agentes no buscan “maximizar” las ganancias en un sentido puramente
económico; el interés que mueve a los participantes debe ser comprendido
como una inversión específica respecto de “lo que está en juego”:
Si bien en algún sentido la idea de capital empleada por Bourdieu es
tributaria de la teoría de Marx, lo cierto es que el autor francés se distanció
del marxismo porque lo consideraba una forma de reduccionismo económico,
de manera que extendió la noción de capital y las nociones conexas a una
serie de elementos que no son intrínsecamente económicos. De ese modo,
términos tales como los de “interés”, “beneficio” e “inversión” adquieren una
significación diferente. Además del capital económico entendido en su
sentido habitual se distinguen, de acuerdo con Bourdieu, otras tres formas
básicas de capital presentes en cada uno de los campos de poder: el capital
social, el cultural y el simbólico. El primero está formado por la red de
relaciones sociales que un agente es capaz de procurarse; el capital cultural
está constituido por bienes tales como la educación recibida y las habilidades
características adquiridas. El capital simbólico no posee una base autónoma,
sino que aparece fundido con las otras especies; descansa en el
reconocimiento del prestigio alcanzado dentro de un ámbito de actividades;
supone, de parte de los agentes, un conjunto de creencias compartidas que les
permiten identificar y apreciar ciertas posiciones como honorables y otras
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como deshonrosas. Por ejemplo, en las sociedades mediterráneas el prototipo
del capital simbólico de un individuo es el honor. Es claro que el capital
simbólico no es una cosa sino un conglomerado de valoraciones que exhibe,
como toda forma de capital concebible, un carácter relacional. Asimismo, el
capital simbólico se caracteriza por resistirse a la posibilidad de cálculo; a
diferencia de las prácticas económicas, las prácticas simbólicas se definen por
la inexistencia de una medida de equivalencia y de instrumentos definidos de
intercambio. Aun cuando normalmente requiere contar con capital
económico, se manifiesta a través de actividades que pueden considerarse en
sí mismas desinteresadas. Las prácticas ostentosas, las bodas, las fiestas que
ofrece un hombre prestigioso, por ejemplo, se dirigen a maximizar su capital
simbólico, aunque puedan tener un costo elevado desde el punto de vista
económico. Así también, una condición necesaria para mantener la
honorabilidad es que la riqueza y el poder no sean manejados de manera
manifiestamente interesada. Las consecuencias de la pérdida de capital
simbólico es un indicador del peso que reviste en la vida de los individuos; en
situaciones límite se puede caer en el desamparo simbólico, y el caso típico es
el desempleo. En efecto, el desempleado pierde el reconocimiento de sus
pares, colegas o compañeros y el de su familia; pierde los vínculos con el
universo simbólico y llega a experimentar un profundo sentimiento de
soledad.
En cualquiera de sus especies, el capital está asociado al fenómeno de la
dominación, como lo estaba el capital económico, de acuerdo con la doctrina
de Marx; y esto se debe a que no está distribuido equitativamente sino que es
resultado de luchas internas y refleja sincrónicamente la configuración de las
fuerzas sociales actuantes. Los individuos acumulan en mayor o menor
medida una proporción de los diferentes tipos de capital y obtienen, en
consecuencia, un rendimiento desigualmente repartido entre quienes
participan del campo. Así, por ejemplo, la magnitud del capital social que
posee un miembro de un campo depende de la extensión de la red de vínculos
que puede movilizar y del volumen de capital económico, cultural y
simbólico de las personas con quienes se vincula, y todo ello determina su
ubicación en la distribución del poder dentro de ese campo. Así, por ejemplo,
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la circunstancia de pertenecer a una familia prestigiosa de la nobleza o de la
alta burguesía conlleva disponer de una red extensa de relaciones sociales y la
posibilidad de mantener y acrecentar gradualmente el capital heredado. Esto
se logra mediante alianzas matrimoniales, amistades, vínculos económicos,
etc.
Es evidente que el análisis de Bourdieu constituye una transposición, una
suerte de fragmentación, de la lucha de clases. Ya no hay un único campo de
batalla, la historia, en la que se libra un conflicto que enfrenta a los miembros
de la sociedad tomada en su conjunto. En su lugar se produce una pluralidad
de combates de menor dimensión que se llevan a cabo con cierta
independencia unos de otros y en los que se disputan bienes que trascienden
la esfera económica. Y es con referencia a este sentido amplificado del
concepto de capital como se opera la distinción entre dominantes y
dominados. Las clases sociales, consecuentemente, se definen de una manera
diferente de la que había propuesto Marx, que se fundaba en la propiedad de
los medios de producción. En la teoría de Bourdieu, las clases sociales
aparecen como una jerarquía de estratos caracterizados principalmente por las
ocupaciones y se distinguen unas de otras por la diferencia en cuanto a sus
rentas, sus hábitos de consumo y el prestigio social que se les concede. Así, a
las clases dominantes pertenecen los que ejercitan profesiones liberales, los
directivos del sector público o privado, los propietarios de empresas, los
ingenieros y los profesores universitarios. La pequeña burguesía y las clases
populares están representadas por los agricultores independientes, los obreros
calificados, los peones, etcétera.
Bourdieu reconoce, por supuesto, que la posesión de capital económico
está asociada a la facilidad para contar con los otros tipos de capital. Admite
que puede haber, inclusive, una relación causal entre la riqueza económica y
la disponibilidad de capital social y demás atributos del poder; y no deja de
percibir, por otra parte, que pueden surgir conflictos entre los sectores
dominantes de campos diversos. Pero, de todos modos, y aunque sus
actitudes en situaciones concretas implicaran haber tomado partido por los
dominados, aunque muchas veces se lo haya clasificado como marxista, sus
categorías conceptuales y su interpretación de la sociedad difieren
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radicalmente de la concepción de Marx. Nada impide imaginar, en principio,
que podría recuperarse el sentido marxista de la noción de clase si se
considera, por ejemplo, el conjunto de todos los individuos que gozan de una
situación dominante en sus respectivos campos de poder, pero Bourdieu
elimina también esta posibilidad. Sostiene, de hecho, que la clase que
resultara de ese procedimiento constituiría un concepto abstracto y
artificialmente construido, una clase “en el papel”, no una clase real. Un
grupo de personas sólo podrían convertirse en una clase real si además de
compartir las restantes condiciones objetivas que la definen son conscientes
de integrarla, se organizan para la acción conjunta y cuentan con voceros que
las expresen. Dicho en términos de la filosofía clásica, para transformarse en
una entidad real la clase no sólo debe ser en sí, sino también para sí. Pero
Bourdieu no cree que esas condiciones efectivamente se cumplan. De este
modo, la lucha de clases deja de ser el motor de la historia y se disuelve en
una serie de escaramuzas aisladas. No parece quedar espacio para que surja
una revolución de alcance mundial semejante a la anunciada por Marx.
En estrecha relación con el campo de poder, Bourdieu introduce también
la noción de habitus, que permite dar cuenta de las regularidades objetivas
del comportamiento de las personas que ocupan posiciones similares en el
campo social. El habitus puede caracterizarse como un conjunto de
disposiciones adquiridas mediante el aprendizaje, explícito o implícito, que
proveen al individuo de un sistema de categorías de percepción y
pensamiento, y le proporcionan una serie de esquemas necesarios para
generar las prácticas y las estrategias que organizan sus acciones. La forma
de su internalización –el proceso de socialización y la educación– asegura
que estas disposiciones sean duraderas y estables. El habitus es como una
gramática que habilita al sujeto para llevar a cabo prácticas acordes con las
estructuras objetivas de las que es producto. A través del habitus las personas
desarrollan una suerte de lógica práctica junto con un conjunto de creencias;
todo ello los vuelve competentes para la percepción, el pre-conocimiento y la
interpretación de las respuestas de los participantes del espacio social
correspondiente. Su adquisición posibilita, entre otras cosas, que el agente
acepte las diferencias entre clases dominantes y dominadas dentro de un
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campo social. Involucra además un sentimiento del lugar que uno ocupa en el
espacio y que emerge, a su vez, a partir de procesos de diferenciación social.
El mecanismo de incorporación del habitus es en parte consciente y en parte
inconsciente; se logra a través de la incorporación de las estructuras externas
inherentes a un sistema concreto de relaciones sociales: “Cuando la gente
puede limitarse a dejar actuar su habitus para obedecer a la necesidad
inmanente del campo y satisfacer las exigencias inscriptas en él [...] en
ningún momento siente que está cumpliendo con un deber y, menos aún, que
busca la maximización del provecho” (2003a: 125-126).
Una manera de poner en descubierto un habitus específico es la
comprobación de correlaciones estadísticas entre ciertas variables. Así, los
miembros de la burguesía, por ejemplo, se identifican porque sus niveles de
educación, sus profesiones, los salarios que perciben y ciertas disposiciones
típicas como las preferencias artísticas, los gustos por determinadas comidas
y la moda se encuentran generalmente correlacionados. Pero Bourdieu
advierte que la incidencia de las estructuras externas en la formación de los
habitus no debe ser sobrestimada, porque las diferencias individuales y el
transcurso del tiempo dan lugar a cambios y actúan como factores que
promueven la diversidad social. Es por eso que, aun cuando se disponga de
un conocimiento más o menos completo de un habitus específico, no se
puede predecir con seguridad cuál será la conducta de una persona, sea de la
clase dominante o dominada. Por ese motivo, Bourdieu se opone a exagerar
la función del modelo teórico que se ha decidido adoptar en detrimento de las
consideraciones empíricas; éste es precisamente uno de sus puntos de
divergencia con el estructuralismo.
La noción de habitus está llamada a explicar la síntesis de la influencia de
los factores sociales y los componentes individuales en la conducta de las
personas, una meta largamente añorada por los autores contemporáneos,
porque sostiene que normalmente existe un ajuste entre las prácticas
individuales y las estructuras objetivas que las generan. Ello no equivale a
afirmar, sin embargo, que todas las conductas de los individuos han de ser
apropiadas. En ciertos casos los desajustes se tornan evidentes, como lo
demostraban los estudios empíricos realizados por Bourdieu durante su
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permanencia en Argelia: muchas personas que habían sido arrancadas de su
universo rural y precipitadas en el mundo de la economía urbana capitalista
no pudieron desarrollar estrategias coherentes frente a la nueva realidad
social.

3. El objeto y los métodos de las ciencias sociales

Bourdieu se ocupó tempranamente de cuestiones epistemológicas. Trató


esos temas en El oficio del sociólogo (1968) pero, como señala Baranger
(2004), sería un error intentar capturar toda su concepción epistemológica
tomando esta obra como exclusivo punto de referencia. En primer lugar
porque es un libro de autoría compartida, los otros dos autores son J. C.
Chamboredon y J. C. Passeron. Además, en la época en que escribieron el
libro, Bourdieu no había elaborado todavía su teoría del campo social, el
habitus y el capital. Hacia el final de su vida, otras dos obras, a las que
haremos referencia más adelante, incorporaron nuevas ideas.
El oficio del sociólogo centra el análisis exclusivamente en las ciencias
sociales; debe notarse que la obra se ubica fuera de los lineamientos más
difundidos de la filosofía de la ciencia, es decir, fuera de lo que los autores
franceses llaman “la epistemología tradicional”. No obstante, se encuentran
en ella referencias a Popper, a Kuhn y sobre todo a Michael Polanyi. La
perspectiva del libro se compromete con la tradición francesa, cuyas figuras
descollantes son Gaston Bachelard y su continuador, George Canguilhem. La
estructura del libro, así como los nombres de los capítulos, dan testimonio de
estas fuentes: “la ruptura”, “la construcción del objeto”, “el racionalismo
aplicado”. Las ideas con las que comulgan los autores de El oficio del
sociólogo formaban el núcleo central del pensamiento de Bachelard, la tesis
de que la filosofía de la ciencia y la historia de la ciencia son inseparables y la
convicción –sustentada también por M. Polanyi– de que no existe una teoría
general y abstracta de la ciencia de cuyos principios se puedan derivar las
reglas metodológicas apropiadas para cada territorio científico particular. La

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epistemología se va constituyendo a la par de las ciencias y en esa medida
construye sus propias categorías. La racionalidad de la empresa científica no
responde a un modelo fijo y atemporal sino que es múltiple y variable, “la
ciencia va instruyendo la razón”. La estructura de la ciencia sólo puede ser
comprendida cuando se la considera en íntima relación con las condiciones
históricas y culturales en las que se halla inserta, y de allí la importancia
fundamental que adquiere la historia de la ciencia dentro de la reflexión
epistemológica. Tampoco se reniega, como solían hacerlo los representantes
de la filosofía de la ciencia anglosajona, de la consideración de los procesos
de descubrimiento, el ars inveniendi, que reclaman en la perspectiva de los
autores franceses la misma atención que los métodos de prueba. De acuerdo
con este punto de vista, la tarea de la ciencia es una actividad autocorrectiva,
se avanza a través de rupturas con el conocimiento del sentido común y con
las teorías anteriores equivocadas, venciendo los obstáculos y ejerciendo una
constante vigilancia epistemológica. Esta epistemología se opone también al
empirismo burdo, a la idea de que la ciencia comienza con la observación de
los hechos y elabora teorías a partir de la experiencia; sostiene, en cambio,
que la dirección de la investigación científica es la opuesta: se transita “de lo
racional a lo real y no de lo real a lo racional”.[10]
Ahora bien, ¿cuáles son los aportes de Bourdieu en este contexto
filosófico? Una de sus tesis más contundentes afirma que “la sociología es
una ciencia como las demás”, una aseveración que se inscribe claramente en
la actitud naturalista. Considera, en efecto, que la sociología no difiere
esencialmente del resto de las ciencias; como ellas debe operar una ruptura
con las creencias espontáneas, pero las barreras que debe sortear son más
resistentes y difíciles de vencer:
“Si la sociología es una ciencia como las otras que sólo tropieza con una dificultad particular
en ser como ellas, es fundamentalmente en razón de la especial relación que se establece
entre la experiencia científica y la experiencia ingenua del mundo social, y entre las
expresiones ingenua y científica de las mismas” (2002: 37).

Para que la sociología lleve a cabo la ruptura con respecto al


conocimiento común y construya su objeto, debe disponer de los recursos
conceptuales y lingüísticos adecuados, por eso se necesita una teoría general
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del conocimiento sociológico que es la condición de posibilidad de cualquier
teoría sustantiva acerca de los fenómenos sociales. Esta teoría está llamada a
prestar un importante servicio por medio de la vigilancia epistemológica, a
fin de evitar que las prenociones del sentido común se infiltren en la tarea
científica y que los términos de uso cotidiano penetren en las teorías sociales
con toda su carga de significación emocional. Esa ruptura, entonces, exige el
análisis crítico de los términos que se utilizan, junto con la construcción de
conceptos originales y la incorporación de nuevos términos capaces de
recoger las relaciones que existen entre los hechos, para quebrar la tradición
impuesta por las teorías anteriores.
La teoría del conocimiento social, que constituye de hecho una
metateoría, contempla algunos principios necesarios para que las
investigaciones sociales resulten científicamente adecuadas. El primero de
estos principios es el del reconocimiento de la “no-transparencia” o de la “no-
conciencia”. Hay una representación espontánea de la vida social que resulta
ilusoria, porque se basa en la falsa conciencia –ya denunciada por Marx– de
que las relaciones sociales dependen de las intenciones y motivaciones de los
sujetos. Los individuos adoptan una forma ingenua de humanismo que los
lleva a negarse a aceptar que el sentido de sus acciones más personales y
autónomas no le pertenecen a ellos mismos sino al sistema total de relaciones
sociales, sistema que funciona de manera inconsciente e independiente de la
voluntad de los sujetos. También Durkheim y Weber coincidieron en el
principio de la no-transparencia; como señala Durkheim, la vida social debe
explicarse no en función de las ideas de quienes participan en ella sino por
causas profundas que escapan a la conciencia de los actores.
Un segundo principio, que es en realidad la formulación positiva del
anterior, establece la necesidad de considerar la primacía de las relaciones
objetivas sobre las motivaciones e intenciones subjetivas. Este principio
aparenta ser una reinvindicación del estructuralismo. De acuerdo con
Bourdieu, el mundo social es mejor explorado cuando se toman como
referencia las condiciones y las posiciones sociales, conforme a las
diferencias que presentan en sus oposiciones mutuas. Ellas tienen más
realidad que las creencias y representaciones ilusorias de los individuos que
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interactúan.
El tercer principio se opone a toda concepción sustancialista y
esencialista y exige negar la postulación de la existencia de una naturaleza
humana transhistórica, pues la naturaleza del hombre es producto de la
historia y de la cultura. El enraizamiento histórico vale también para el propio
científico social, para el sociólogo que intenta comprender los hechos y
explicarlos desde su propia perspectiva cultural en un momento específico. Y
en cuanto al objeto de conocimiento, Bourdieu se pronuncia en contra de la
existencia de regiones ontológicas preestablecidas: el territorio de una ciencia
es lo que ésta construye. Siguiendo a de Saussure y a Max Weber, postula
que la construcción del objeto se opera partir de una red conceptual previa:
“La investigación científica se organiza de hecho en torno a objetos
construidos que no tienen nada en común con aquellas unidades delimitadas
por la percepción ingenua” (2002: 52). En el proceso de constitución de los
nuevos objetos se acuñan denominaciones específicas, de modo que la teoría
crea también un léxico apropiado, por ejemplo, “consumo opulento” o “white
collar crime”. Así, un objeto de investigación puede ser establecido y
definido sólo en función de una problemática teórica, de manera que la teoría
preside la observación y diseña el experimento. Del mismo modo, los
instrumentos destinados a realizar el relevamiento de los datos derivan de una
o más teorías, y aun la técnica más neutral incorpora una teoría implícita
acerca de los fenómenos sociales.
Ahora bien, en vista de esta relativización del conocimiento científico
surge un interrogante: ¿cómo puede alcanzarse la objetividad de la ciencia
social, dadas dichas determinaciones? No encontramos respuestas explícitas a
esta cuestión en el marco del Oficio. El problema de la objetividad sería
abordado años más tarde por Bourdieu, una vez que hubo tomado contacto
con la obra de epistemólogos pertenecientes a otra tradición de pensamiento,
como es el caso de Popper.
Bourdieu fue consolidando a través de sus numerosas investigaciones
empíricas una metodología basada en el análisis estadístico. Consideró, pues,
indispensables las técnicas estadísticas, pero no como la panacea del método
ni de la verdad. En efecto, el método estadístico es para el sociólogo lo que la
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experiencia es para el físico; la estadística opone a las hipótesis la resistencia
de lo dado y por esta vía obliga a forjar nuevas hipótesis. Cumple de este
modo un papel heurístico, como guía para la formulación de hipótesis.
Contribuye además a la verificación de correlaciones causales entre
comportamientos y actitudes dotadas de sentido, gracias a la aplicación de
conjeturas interpretativas, en el más genuino estilo weberiano. Pero Bourdieu
somete a crítica el análisis estándar de las encuestas, señala la
complementariedad entre los métodos cualitativos y los cuantitativos, y
propugna una metodología más completa, el análisis de las correspondencias
múltiples. Se trata de una técnica de diseño que plasma en gráficos las
combinaciones de diferentes variables según una jerarquía. El esquema en
cuestión no consiste en una distribución simple de los datos sino en una
representación visual, construida a partir del análisis de conjuntos diversos de
datos, cuya base es la propia teoría de Bourdieu acerca de la estructura y el
funcionamiento de la sociedad.

4. La teoría de la ciencia

Las últimas obras de Bourdieu recogen una reflexión más madura sobre
la ciencia que sobrepasa la imagen presentada en El Oficio; asistimos
entonces a una mirada de la actividad científica a través de las gafas de su
teoría social que, a esa altura, ya estaba completamente elaborada. Las dos
obras más significativas de esta etapa final de su pensamiento son Los usos
sociales de la ciencia (1997) y El oficio del científico (2001).
Bourdieu encara el estudio de la actividad científica como una clase
particular de fenómenos sociales y utiliza para ello los conceptos que había
acuñado para dar cuenta de las distintas manifestaciones de la realidad social.
Dedica una importante parte de sus investigaciones al análisis y a la
explicación de la actividad científica en general y enmarca en ella el
tratamiento de las características de las ciencias sociales. Pero aunque su
teoría de la ciencia adopta un enfoque fundamentalmente sociológico,

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Bourdieu se resistiría a que se la encasillara dentro de los márgenes de la
sociología de la ciencia porque, fiel a su actitud de rechazar las dicotomías,
no está dispuesto a aceptar la separación trazada entre esa disciplina y la
filosofía de la ciencia.
La ciencia ha sido considerada tradicionalmente como una tarea pura,
idealizada, dedicada a la búsqueda de la verdad incontaminada. Pero también,
en un sentido opuesto, ha sido concebida por otros autores como una empresa
completamente determinada por los factores sociales, en virtud de que los
científicos actúan motivados por un interés calculador en busca de beneficios
particulares. Sin embargo, a juicio de Bourdieu, ambas interpretaciones están
equivocadas. Llama la atención sobre la condición paradójica de la ciencia,
que surge del hecho de ser una realidad social e históricamente condicionada,
como cualquier otra actividad humana, cuyo producto, no obstante, es
transhistórico y universal; y señala que para entender la estructura y el
funcionamiento de la labor científica se requiere emprender un análisis de las
condiciones de producción del conocimiento social que no desconozca esta
peculiaridad. Concibe entonces la ciencia como un campo de prácticas
semejante a otros, pero caracterizado por un conjunto de reglas de
funcionamiento, el nomos científico, que le otorgan un rasgo distintivo. Se
trata de un dominio de actividades que tienen como meta la persecución de la
verdad objetiva y en consecuencia sus intereses están centrados en una
búsqueda desinteresada. Esta suerte de paradoja muestra la peculiaridad de la
actividad científica, sujeta simultáneamente a las tensiones de la lucha por el
poder y a la sublimación de esos mismos intereses: “El universo puro de la
ciencia más ‘pura’ es un campo social como otros, con sus relaciones de
fuerza, sus monopolios, sus luchas y sus estrategias, sus intereses y sus
ganancias, pero donde todas estas invariancias revisten formas específicas”
(2003c: 12).
La sublimación de los intereses personales se lleva a cabo mediante el
sometimiento de los investigadores a las leyes que rigen el funcionamiento
del campo científico y sus procedimientos de censura: la argumentación
racional, la aplicación del método científico, las demostraciones, la
confrontación de las hipótesis con los hechos. Todo ello contribuye para que
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la búsqueda de reconocimiento personal que persiguen los científicos se
convierta en un “interés” de conocimiento.

El campo científico

De acuerdo con la perspectiva estructuralista adoptada por Bourdieu, el


análisis de la ciencia no debe dirigirse al individuo aislado y tampoco a los
científicos considerados como una entidad colectiva sino al campo científico
entendido como un universo de relaciones objetivas. Dentro de ese campo se
pueden distinguir dos dimensiones: una, objetiva, determinada por la
configuración del campo y el equilibrio de fuerzas en un momento dado, que
es el resultado de la historia y de las luchas pasadas; y otra, la dimensión
subjetiva, que se presenta en la forma de disposiciones incorporadas en los
agentes que intervienen en el campo, esto es, el habitus. El campo científico
no es un territorio completamente autónomo que obedece solamente a sus
leyes internas, y tampoco es correcta la visión de algunos filósofos de la
ciencia que describen la comunidad científica como un grupo homogéneo de
investigadores, bien unificado, cuyos integrantes actúan generosamente en
pro de objetivos comunes. La situación real es que los científicos comparten
algunas cosas y discrepan en muchas otras, se enfrentan entre sí liberando
“pulsiones asesinas” para llegar a ser los primeros y los mejores. La ciencia
es un campo de fuerzas desigualmente distribuidas. Quienes concentran el
monopolio del poder son los que han realizado una contribución valiosa o
percibida como valiosa por los otros integrantes. Los primeros son los
dominantes (insiders), los restantes se posicionan respecto de los dominantes
y “reconocen” su forma de actuar, hacer y decir como formas legítimas y
consagradas.
La ciencia es un campo de luchas entabladas para conservar o transformar
la distribución de fuerzas imperante. Pero cada uno de los participantes está
sometido al control de todos los demás y su localización dentro del campo
depende de la ubicación y el peso de los restantes miembros; esta
configuración de fuerzas determina la estructura y, a su vez, la posición de
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cada miembro está condicionada por la estructura total del campo. Hay
constantes tensiones que se manifiestan por el enfrentamiento entre los
dominantes y aquellos que ocupan posiciones inferiores o marginales
(outsiders) que obligan a los primeros a mantener una vigilancia constante.
Los dominantes imponen su modo de hacer ciencia, sus modelos, los textos
clásicos, los métodos, los instrumentos, el estilo y el destino de las
publicaciones, etcétera. Ellos estatuyen los problemas significativos de la
disciplina y definen la ciencia misma. Son portadores de conocimiento y se
benefician de una valorización que se manifiesta en el prestigio del que gozan
entre sus pares. Su poder simbólico se hace visible en los cargos que
desempeñan dentro de las universidades, los laboratorios y las asociaciones
profesionales, e inclusive en la vestimenta, como es el caso de las togas,
birretes y capas que se usan en algunas universidades. Los marginales, por su
parte, suelen aportar sus propios recursos y a veces presionan hasta producir
un cambio revolucionario, aunque entre las viejas y las nuevas ideas siempre
hay algún tipo de continuidad.
Una particularidad del nomos científico es que los científicos sólo pueden
ser evaluados, criticados, refutados o reconocidos por sus pares. De esta
manera se logra que la ciencia mantenga cierto grado de independencia con
respecto al entorno social. Las ciencias naturales son altamente autónomas
debido a la estandarización de sus prácticas más importantes: la
formalización matemática y el uso de instrumentos que implican gran
desarrollo teórico. Por el contrario, las ciencias sociales, en particular la
sociología, son mucho más heterónomas. En efecto, las fronteras entre el
campo disciplinar y el mundo social que lo rodea son difusas. Esta
circunstancia está vinculada con el hecho de que los problemas abordados por
la sociología concitan interés y revisten importancia para un gran número de
personas que no pertenecen al campo. Así, es frecuente la incursión de
economistas, políticos y periodistas en cuestiones que atañen a la disciplina,
sin que sean descalificados ni automáticamente desautorizados en nombre de
la ciencia, una situación que contrasta con lo que sucede en las ciencias más
desarrolladas. Ello no ocurre en las disciplinas naturales porque cuanto más
autónomo es un campo científico respecto de las presiones económicas,
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sociales y políticas del entorno, más exigentes resultan los requisitos
implícitos o explícitos que regulan la admisión de nuevos miembros.

El capital científico

Lo que se persigue dentro del campo de la ciencia como lo más valioso


de conquistar, la illusio que convoca a todos, el interés que mueve a
dominantes e iniciados a participar en el juego, es lo que Bourdieu llama “el
capital científico”, y se manifiesta como una especie particular de capital
simbólico. La illusio científica está asociada, de este modo, a cuestiones de
prestigio y de recompensas que no son monetarias, tales como la frecuencia
con que son citadas las publicaciones de un investigador, la traducción de sus
obras a otros idiomas, los premios, las medallas. El premio Nobel, por
ejemplo, es fundamentalmente una recompensa de “crédito científico” porque
representa la valoración de la comunidad científica en su grado máximo; no
puede ser transferido ni heredado pues está asociado exclusivamente a un
nombre propio. Hay entonces una especie de intercambio de dones: el
investigador debe ofrecer a su campo lo que haya logrado descubrir y recibe a
cambio su preciado reconocimiento.
El capital acumulado confiere una autoridad científica que puede
presentarse en dos modalidades: el capital estrictamente científico o
intelectual, reflejado en el reconocimiento de los pares, y el capital político o
la autoridad social conferida por las instituciones burocráticas de la ciencia.
El capital estrictamente científico es el que obtiene un investigador gracias al
éxito alcanzado en la solución de problemas que a su vez son considerados
legítimos dentro del ámbito de la disciplina correspondiente. El capital
político, que resulta parcialmente independiente del capital intelectual, se
identifica con el poder que se ejerce desde un puesto de conducción dentro de
una institución científica formal, como la dirección de un laboratorio, un
departamento o una academia, la integración de jurados, etcétera. Así,
mientras el capital científico puro es en gran medida “carismático”, el capital
político o temporal tiende a funcionar como cualquier otro capital
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burocrático.
Las referencias al capital científico permiten establecer algunas
comparaciones entre las distintas ciencias. Al analizar la estructura de un
campo disciplinar, es necesario tener en cuenta el volumen del capital
científico acumulado por los investigadores y el peso relativo de sus
componentes, el capital científico puro y el capital institucional. La magnitud
del capital intelectual es un indicador de las diferencias de estatus que se
aprecian cuando se comparan las distintas disciplinas, pues cuanto más
importante es el capital acumulado por una rama científica –cuya
objetivación se manifiesta en los recursos teórico-formales de los que
dispone– más autónoma se muestra en el espacio general de todas las ciencias
con respecto a las presiones externas. Es por ello que la física, por ejemplo,
está menos sujeta a interferencias externas que la sociología. A lo largo de los
siglos, los físicos han logrado reunir un impresionante capital estrictamente
científico, un inmenso volumen de logros intelectuales que protege en buena
medida a quienes se dedican a esa disciplina de las presiones exteriores.
Todas las características de la actividad científica que se acaban de
bosquejar corresponden, sin duda, a un enfoque sociológico. Pero es
importante advertir que el análisis emprendido por Bourdieu no lo lleva a
subestimar la importancia de los factores objetivos. Es cierto que la
evaluación de los méritos de la obra de un investigador aparece relativizada,
porque depende del reconocimiento que le brindan los demás participantes de
la empresa científica; pero esa valoración no es el resultado de sus
sentimientos o de meras opiniones, sino principalmente de la eficacia
demostrada en la solución de los problemas teóricos y prácticos que se
procuran resolver. Y es precisamente la magnitud de un conjunto de
realizaciones universalmente admitidas lo que explica el prestigio alcanzado
por las ciencias maduras y su mayor independencia con respecto al entorno
social.

El habitus científico

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El concepto de habitus encuentra en el caso del análisis de la actividad
científica una clara aplicación. Las disposiciones incorporadas en la conducta
de los investigadores científicos no se agotan en el dominio de las teorías, los
procedimientos experimentales y los recursos matemáticos sino que abarcan,
sobre todo, la adquisición de un oficio, la habilidad para situarse ante los
problemas que se van a tratar y para elegir las formas adecuadas de
resolverlos. El oficio del científico comprende, pues, una dimensión práctica,
un “saber hacer” que no puede ser formulado en una serie de proposiciones.
En este sentido, es comparable a las habilidades del artista o del literato, pero
se diferencia de éstos en que requiere el dominio del formalismo matemático
y la manipulación de instrumentos sofisticados cuya lectura e interpretación
supone el conocimiento de las teorías apropiadas.
Las características del habitus científico dependen de las propiedades del
campo disciplinar correspondiente, pero también se encuentran en estrecha
relación con otros factores, como la pertenencia social del agente, la
formación que le brindaron sus estudios, la trayectoria personal y su carrera
profesional. Estos aspectos tienen peso en cuestiones decisivas como la
elección de una especialidad y a veces se hacen manifiestas a través de
conductas reconocibles, por ejemplo, las posturas corporales que suelen
adoptar los profesores y los estudiantes durante las clases y los exámenes
orales. Todos estos rasgos cuentan con reconocimiento por parte de los
demás participantes, y ello determina que tales disposiciones sean
estimuladas, desarrolladas y conservadas. Éste es un aspecto que en general
no ha sido considerado, y muy probablemente la circunstancia que contribuyó
a que Bourdieu dirigiera su atención a los rasgos superficiales del habitus
científico fueron sus experiencias personales; quizás debió realizar un
esfuerzo adicional al abrirse camino en la carrera académica para compensar
ciertas desventajas debidas a su modesto origen y su pronunciación, marcada
por un notorio acento provinciano.

5. La objetividad de la ciencia

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Pero si bien el habitus que internalizan quienes ingresan en la labor
científica incluye componentes tan insustanciales como lo que se acaban de
mencionar, Bourdieu no pretende sugerir que la naturaleza de la ciencia
queda reducida a las dimensiones comunes propias de las distintas clases de
campos en los que se inscriben las actividades humanas. La ya señalada
paradoja de la ciencia se expresa en la extraña propiedad de que pueda
superar las limitaciones impuestas por el juego de intereses personales y
producir auténtico conocimiento. Esta situación nos recuerda aquella que
había llamado la atención de Adam Smith dos siglos antes: ¿cómo es posible
que los seres humanos puedan cooperar unos con otros si en el fondo están
movidos por intereses completamente egoístas? Parecería que hay algo así
como una mano invisible que guía la historia de la ciencia y asegura su
progreso. O, tal vez, no se trate de una fuerza tan oculta. Lo que Bourdieu
llama “capital científico estricto”, el capital intelectual, es un producto cuya
objetividad resulta de la censura mutua que ejercen los científicos. La
objetividad es la consecuencia del acuerdo entre los investigadores que
ejercen un control intersubjetivo de los logros alcanzados. Son los
presupuestos asumidos en un campo los que determinan los criterios de
objetividad y establecen las reglas de aceptación y rechazo de las teorías que
se proponen. Así, lo que se considere registrado en los aparatos de medición
depende del acuerdo de un conjunto de observadores que se encuentran en
una situación experimental bien precisa. Los miembros del campo científico
actúan, de hecho, conforme a un supuesto realista, pero esta actitud
enmascara lo que en el fondo es la búsqueda del consenso. En efecto, los
investigadores dan por sentada la existencia de una realidad externa e
independiente que actúa como árbitro de las investigaciones; sin embargo, la
realidad objetiva lo es sólo en un sentido histórico, pues ella depende de las
condiciones sociales de producción de conocimiento en un momento
determinado. Por otra parte, los investigadores tienen que someterse al juicio
de sus pares, únicos autorizados para evaluar sus resultados. Ahora bien, si la
lucha dentro del campo científico es la lucha por el monopolio de la verdad,
de la representación legítima de lo real, ¿cómo es posible que los científicos
lleguen a ponerse de acuerdo? Para Bourdieu esta coincidencia se debe a que
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todos han aceptado las mismas reglas de discusión y de diálogo crítico. La
objetividad científica está ligada a las reglas del campo; no existe un hecho
científico que no sea construido de acuerdo con las normas vigentes en un
estado de desarrollo particular del conocimiento y que no refleje la historia
pasada de luchas que han tenido lugar dentro de ese campo.
Si nos quedáramos solamente con las afirmaciones que se acaban de
formular, deberíamos concluir que el autor francés adhiere finalmente a un
relativismo universal: la verdad es sólo lo que un grupo de personas –los
científicos, en este caso– acuerdan en considerar verdadero. Pero el problema
es que esta posición se autorrefuta de manera obvia e inmediata. No importa
cuánto tiempo dure el acuerdo ni cuál sea el mecanismo que lo hace posible,
así la verdad desaparece de la escena y no se puede sostener esa doctrina sin
contradecirse. Una vez que se ha negado la posibilidad siquiera de
aproximarse de algún modo a la verdad, toda descripción, ya sea acerca del
mundo natural, ya sea sobre los fenómenos sociales, pierde por completo su
sentido. Bourdieu es perfectamente consciente de los riesgos del relativismo
y por ese motivo procura tomar distancia del reduccionismo sociologista:
“Uno no necesita recurrir a la magia de un salto trascendental para establecer un fundamento
para la verdad. Es posible explicar genéticamente una teoría sin socavar sus pretensiones de
verdad. Hay estados del campo científico donde el antagonismo anárquico de los intereses
particulares se convierte en una dialéctica racional y donde la guerra de todos contra todos se
trasciende a sí misma a través de una corrección crítica de todos por todos” (Bourdieu, 1991:
19).

Está claro que Bourdieu no pretende reducir la filosofía de la ciencia a la


sociología. Está claro también que desea rescatar un concepto útil de verdad y
sugiere que el análisis de las condiciones de la producción científica puede
servir a este propósito. Pero lamentablemente no profundiza la cuestión más
crucial de todas en esta discusión, a saber, qué papel juega el mundo externo
en el fenómeno del conocimiento. Todo aquel que se niega a reconocer que la
realidad ejerce de algún modo una limitación a nuestras creencias, o por lo
menos a algunas de ellas, se encuentra en serios problemas para justificar el
conocimiento científico de una forma que no desemboque finalmente en el
escepticismo o en el relativismo absolutos que Bourdieu, como Kuhn, y por

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razones comprensibles, quieren evitar. Una cosa es rechazar el realismo
ingenuo que considera nuestras representaciones como copias fidedignas de
los aspectos del mundo y otra muy diferente es olvidarse por completo de que
nuestro conocimiento requiere la materia prima de los estímulos externos.
Una cosa es despreciar el empirismo crudo y otra muy distinta es abrazar el
idealismo, aunque esté revestido de teoría sociológica. Una vez más Bourdieu
se opondría a que lo obligaran a elegir alguno de los términos de estas
dicotomías. Pero la mera indicación de que la sociología debe estar dispuesta
a responder preguntas filosóficas se parece más a la actitud de evadir estos
problemas que a enfrentarlos.
En descargo de Bourdieu se podría decir que no es el primero en intentar
reducir la objetividad a los acuerdos alcanzados por los miembros de la
comunidad científica. Ya lo habían hecho los convencionalistas tradicionales,
como Poincaré, y más recientemente Popper y Quine. Pero estos dos últimos
autores se ubican, cada uno a su manera, en la vereda del empirismo, un paso
que Bourdieu no parece dispuesto a ensayar. No vamos a extendernos en el
examen de las variaciones de las ideas de Quine, bastará con recordar su
filiación de empirista, antidogmático, pero empirista al fin. Y en cuanto a
Popper, es cierto que subraya el componente convencional de los enunciados
de la base empírica, en virtud de su negativa a aceptar que los enunciados
puedan compararse con experiencias sensoriales; pero quedan pocas dudas de
que si confía en que los científicos tarde o temprano llegan a un acuerdo se
debe fundamentalmente al carácter observable de los fenómenos en cuestión
y no a razones sociológicas.
En todo caso, son más evidentes las similitudes de las ideas de Bourdieu
con las tesis de Kuhn. Ambos autores presentan sus respectivas concepciones
como versiones “historizadas” del idealismo trascendental de Kant. Admiten
que el conocimiento científico está condicionado por factores ajenos a la
percepción, pero niegan que se trate de estructuras cognitivas que
invariablemente acompañan al género humano y, en cambio, las hacen
depender de factores históricos o sociológicos. Esta propuesta resulta, sin
duda, atractiva; pero presenta un serio inconveniente: los elementos
apriorísticos universales que de acuerdo con la teoría kantiana proporcionan
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la forma de nuestro conocimiento garantizan su posibilidad y su permanencia,
se erigen como un reaseguro contra las consecuencias paralizantes del
relativismo. De manera que el recurso de apelar al nombre de Kant al mismo
tiempo que se ha decidido echar por la borda lo que constituía su objetivo
fundamental, proteger la ciencia en contra del escepticismo, carece de toda
legitimidad.
Por otra parte, pueden señalarse algunas diferencias entre la posición de
Bourdieu y la que Kuhn expuso originalmente. Bourdieu no parece muy
entusiasmado con la tesis de la inconmensurabilidad; más cercano a las
enseñanzas de Bachelard, reconoce las rupturas epistemológicas sin cerrar la
posibilidad de que los científicos mantengan el diálogo. Además, Bourdieu
termina relativizando el alcance de las revoluciones científicas. Piensa que a
medida que la ciencia se desarrolla, sus recursos se hacen cada vez más
estandarizados, de tal manera que en las ciencias maduras las revoluciones
globales se hacen improbables y solamente queda espacio para “mini-
revoluciones”. Estas actitudes más prudentes de Bourdieu, así como la
moderación que fue asumiendo Kuhn en las obras posteriores a La estructura
de las revoluciones científicas, revelan que ellos mismos advirtieron
finalmente la insuficiencia de las consideraciones exclusivamente
sociológicas para dar cuenta de las peculiaridades del conocimiento
científico.

6. La reflexividad de las ciencias sociales

Puesto que la investigación científica es una actividad social, se halla


influida por un conjunto de elementos que condicionan su realización. La
tarea del científico sufre la incidencia de factores tales como la cultura, la
educación, la posición social, la etnia, el sexo y la edad, que junto con las
circunstancias históricas y la formación específica recibida pueden afectar su
imparcialidad. Como ya se ha señalado, de acuerdo con Bourdieu, también
puede tener influencia la ubicación del investigador en el conjunto de

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relaciones que conforman su campo de trabajo. Todas estas características
son comunes a las diferentes disciplinas científicas; pero en el caso de las
ciencias sociales se suma otra dificultad: el hecho de que en determinado
momento deben estudiarse a sí mismas, en cuanto constituyen campos de
poder sometidos a las mismas condiciones que se encuentran en cualquier
otra organización. El carácter reflexivo de las ciencias sociales, la
circunstancia de que se transformen en su propio objeto de estudio, ha sido
invocada a menudo como un obstáculo exclusivo que vicia la objetividad de
los investigadores. Esta situación no presentaría por sí misma ninguna
dificultad adicional si no fuera por el hecho de que al juzgar las propias
conductas se reduce aun más la imparcialidad y se amplían las posibilidades
de arribar a creencias erróneas.
Los problemas que estudia la sociología, por ejemplo, son importantes
para los grupos de poder externos e inclusive para los agentes en general,
quienes sustentan opiniones y “teorías” acerca de la vida social; todos creen
tener derecho a expresarlas y se niegan a conceder a los sociólogos de
profesión el monopolio de la conquista de la verdad. En el ámbito interno de
esta ciencia prevalecen los más propensos a ceder a las presiones políticas,
económicas y sociales del entorno. Como consecuencia, las reglas internas
del campo sociológico se vuelven más laxas y a menudo se admiten en su
interior proposiciones que no corresponden a los hechos, o lo que es todavía
más grave, proposiciones contradictorias, siempre que se hallen respaldadas
por un peso social considerable.
Con el objeto de reducir el efecto negativo de los factores que
distorsionan la objetividad del sociólogo, Bourdieu propone una serie de
estrategias. Elabora los principios que deben guiar la sociología de la
sociología, a la que denomina socioanálisis, un nombre que remeda el
psicoanálisis de la ciencia preconizado por Bachelard. Esa tarea, que tiende a
“objetivar al sujeto de la objetivación e historizar al sujeto de la
historización” sacando a la luz los condicionamientos que limitan y
eventualmente distorsionan la producción de conocimiento, se realiza por
medio de la conjunción de tres procedimientos.
En primer lugar, el socioanálisis debe objetivar la posición que ocupa el
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científico en el espacio social global, su pertenencia social, su trayectoria, las
adhesiones sociales y religiosas, aunque se trata del factor de distorsión que
es el más visible y, por ende, el menos peligroso. En segundo término, debe
indicarse la posición que ocupa el investigador dentro del campo de
especialistas, el tipo y el peso de su capital científico, así como también la
posición relativa de la disciplina en la que trabaja, explicitando cuáles son las
normas internas del campo, los hábitos de pensamiento, los criterios de
consagración, las modalidades de censura, las normas exigidas para la
publicación de los resultados, su historia académica. Por último, la
objetivación tiene que abarcar la formación del científico, los presupuestos
internalizados, como lo son la ilusión de una objetividad pura, la ilusión de
que no hay ilusión, la quimera del punto de vista absolutamente
“desinteresado”.
Resulta bastante significativo que las recomendaciones de Bourdieu sean
poco más que la reiteración de antiguas recetas formuladas ahora en los
términos de su propia teoría sociológica. En efecto, encontramos indicaciones
similares, por ejemplo, en el intento llevado a cabo por Weber para alejar al
investigador social de compromisos valorativos. Y se observa también cierta
coincidencia con autores como Nagel, quien no deja de reconocer la
influencia de factores extracientíficos en las tareas de investigación pero no
cree que lleguen al punto de eliminar toda posibilidad de alcanzar
conocimientos válidos. Se advierte, entonces, una concordancia crucial en las
conclusiones a las que arribaron un conspicuo representante de la
epistemología ortodoxa, por un lado, y un líder reconocido de la moderna
sociología, por el otro.

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CAPÍTULO 15
ANTHONY GIDDENS Y LA
TEORÍA DE LA
ESTRUCTURACIÓN

1. Un aggiornamento político de la teoría y la metodología


sociológicas

Frente a las profundas discrepancias que exhiben las distintas corrientes


surgidas en al ámbito de las ciencias sociales, se perfila el ambicioso
proyecto de renovación emprendido por Anthony Giddens, quien se ha
convertido en uno de los más célebres sociólogos contemporáneos a través de
una propuesta que procura combinar las consideraciones teóricas y
metodológicas con la fundamentación de una doctrina política adecuada a la
situación de las sociedades de nuestro tiempo. Giddens, que nació en
Inglaterra en 1938, fue el primero de los miembros de su familia que tuvo
acceso a la universidad pero, a pesar de su modesto origen, logró llegar no
sólo a los primeros planos del mundo académico sino también a los más
influyentes círculos de la política británica. Realizó estudios de Filosofía en
la Universidad de Hull y en la London School of Economics. Inclinado
primero hacia la psicología social, a partir de la década del 70 sus intereses se
volcaron de lleno al campo de la sociología general. En 1976 fue nombrado
profesor en Cambridge y desde 1997 hasta 2003 dirigió la London School of
Economics and Political Science. Ha escrito más de treinta libros –además de
un gran número de artículos– entre los cuales se destacan: Capitalism and
Modern Social Theory (1971); New Rules of Sociological Method (1976);
The Class Structure of Advanced Societies (1981); The Third Way (1998) y
The Third Way and Its Critics (2000).
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Sus publicaciones, que han sido traducidas a los más variados idiomas, se
insertan en un programa de revisión radical de la teoría social que promueve
la revitalización del pensamiento sociológico y está orientado por el
propósito de cuestionar los planteos que establecían la separación de las
estructuras de la sociedad y la acción de los individuos Así, examina
críticamente tanto las obras tradicionales –Marx, Weber, Durkheim, Simmel,
Parsons– como los aportes de muchos autores contemporáneos que se
ocuparon de cuestiones sociales –Habermas, Foucault, Althusser, Marcuse– y
con este bagaje conceptual sienta las bases de su propuesta alternativa, “la
teoría de la estructuración”, que, a su vez, se completa con su programa
político concreto, la renovación de la socialdemocracia, en la búsqueda de
una tercera vía que permita superar los fracasos del capitalismo y el
socialismo tradicionales.

2. La dualidad de la estructura

De acuerdo con Giddens, después de la Segunda Guerra Mundial la


sociología norteamericana se hallaba signada por la influencia de Talcott
Parsons. Su libro La estructura de la acción social instituyó un modo de
abordaje de la teoría social en el que confluían la concepción naturalista de la
sociología y una versión refinada del funcionalismo. Durkheim, Weber y
Pareto fueron los precursores del marco de referencia que alcanzó su máxima
expresión en la obra de Parsons y al que Giddens denomina “el consenso
ortodoxo”. Pero en la década del 60 y a comienzos de los 70 esta
conformidad se fue resquebrajando y surgieron una serie de perspectivas
rivales que reinstalaron en el continente europeo la discusión sobre la teoría
social, gracias a los aportes de la fenomenología, la teoría crítica, el
comprensivismo y la filosofía del lenguaje ordinario. Según Giddens, en esta
variada gama de escuelas puede apreciarse la importancia que adquieren tres
temas que representan alternativas a las tesis características del consenso
ortodoxo: a) la negativa a concebir la conducta como el resultado de fuerzas

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inconscientes que los actores no comprenden ni gobiernan y, en
contraposición, la tendencia a acentuar el papel activo y el carácter reflexivo
del comportamiento humano; b) el reconocimiento de la importancia del
lenguaje y de las facultades cognitivas en la explicación de la vida social y c)
la asignación de una función preponderante al lenguaje y la comprensión del
sentido en la conformación de la conducta social. Estos tres aspectos
constituyen otros tantos ejes sobre los cuales está centrada, precisamente, la
teoría de la estructuración elaborada por Giddens. Y podemos señalar, en este
punto, que su concepción adquiere un notable carácter ecléctico pues, como
veremos a lo largo del capítulo, no vacila en utilizar conceptos e hipótesis
que provienen de tradiciones teóricas rivales, al tiempo que se ve llevado a
rechazar, naturalmente, algunos de los principios que las caracterizan.
En opinión de Giddens, el funcionalismo había encontrado en la biología
el modelo de ciencia que debían imitar los análisis de las cuestiones sociales,
mientras que el estructuralismo, por su lado, se mostraba hostil a las
concepciones evolucionistas y a todo tipo de analogías con el mundo
biológico. Pero tanto el funcionalismo como el estructuralismo insistían en la
preeminencia de la totalidad social sobre las partes individuales, esto es, los
actores humanos. En contraste, los conceptos estructuralistas carecen de
relevancia dentro de la tradición del pensamiento hermenéutico; el énfasis en
la comprensión de la cultura y de la historia lleva a considerar la subjetividad,
porque la explicación de la conducta humana presta atención a las acciones
individuales y al sentido que las caracteriza. Así, las diferencias que se alzan
entre los funcionalistas y los estructuralistas, por un lado, y los
comprensivistas, por el otro, no son primariamente de índole epistemológica
sino más bien ontológica; pues, mientras el funcionalismo y el
estructuralismo propugnan un imperialismo del objeto social, el
comprensivismo se funda en un imperialismo del sujeto (Giddens, 1995: 40).
Y una de las tesis principales de la teoría de la estructuración, la concepción
propuesta por Giddens, procura, precisamente, la eliminación de esta
dicotomía. La teoría de la estructuración se refiere a la articulación de las
acciones de los individuos con las estructuras propias de la sociedad a la que
pertenecen y trata de determinar “las condiciones que gobiernan la
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continuidad o transmutación de estructuras y, en consecuencia, la
reproducción de sistemas sociales” (ibid.: 61). El objeto de estudio de las
ciencias sociales no se ubica, de acuerdo con Giddens, ni en la vivencias de
los actores individuales ni en las estructuras consideradas como totalidades
autosubsistentes; su labor consiste, más bien, en investigar de qué manera “la
conducta de los actores individuales reproduce las propiedades estructurales
de colectividades mayores” (ibid.: 60). Y la respuesta a este interrogante se
encuentra en el análisis de las prácticas de los actores sociales, actividades
que se localizan en un espacio y un tiempo, y a través de las cuales los
individuos reiteran las situaciones que las hacen posibles:
“El dominio básico de estudio de las ciencias sociales, de acuerdo con la teoría de la
estructuración, no es la experiencia del actor individual, ni la existencia de forma alguna de
totalidad social, sino las prácticas sociales ordenadas a través del espacio y el tiempo. Las
actividades sociales humanas, como ciertos sucesos de la naturaleza que se autorreproducen,
son recursivas. Es decir, que no son producidas por actores sociales sino recreadas
continuamente a través de los mismos medios por los cuales se expresan en tanto actores. En
sus actividades, y por ellas, los agentes reproducen las condiciones que hacen posibles esas
actividades” (ibid.: 40).

Pero el hecho de que Giddens tome como punto de partida el examen de


las acciones del agente y de las interacciones en las que interviene no debe
llevarnos a pensar que se inclina hacia el individualismo metodológico. De
acuerdo con la teoría de la estructuración, el individuo y la sociedad no son
polos opuestos sino realidades que se producen y reproducen mutuamente. Y
a fin de formular la representación de ese proceso que desemboca, como
veremos, en la noción clave de la teoría de la estructuración, la tesis que
afirma el carácter dual de las estructuras sociales, Giddens introduce la idea
de rutinización. La rutina, la repetición de las actividades habituales,
constituye el fundamento que materializa la naturaleza recursiva de la vida
social, esto es, la circunstancia de que las propiedades estructurales de la vida
social se recrean a partir de los mismos mecanismos que las constituyen:
“El concepto de rutinización, fundado en una conciencia práctica, es vital para la teoría de la
estructuración. Una rutina es inherente tanto a la continuidad de la personalidad del agente, al
paso que él anda por las sendas de actividades cotidianas, cuanto a las instituciones de la
sociedad, que son tales sólo en virtud de su reproducción continuada” (ibid.: 95).

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Las rutinas cotidianas, la base de las formas más elaboradas de
organización social, requieren no sólo la presencia de los recursos externos y
el lenguaje, que integra la realización de las conductas, sino, además, el
cuerpo de los agentes. En las propias palabras de Giddens, “todos los
sistemas sociales, por formidables o extensos que sean, se expresan y están
expresados en las rutinas de la vida cotidiana, mediando las propiedades
físicas y sensoriales del cuerpo humano” (ibid.: 71). De acuerdo con la teoría
de la estructuración, los límites del cuerpo representan las fronteras físicas del
contacto del individuo con el entorno: la interacción social se caracteriza a
partir de la existencia de contextos de co-presencia, situaciones en las que los
agentes mantienen entre sí una relación cara a cara, donde su comportamiento
(el tono de voz, la dirección de la mirada, su postura corporal) condiciona la
trama interactiva y es condicionado por ella.
Pero, aunque las acciones estén situadas localmente, dado que es en una
ocasión concreta donde se ubican los actores y en cuyo contexto tiene lugar la
interacción, estas prácticas están conectadas con la vida social que se
desarrolla en regiones geográficas más extensas y tienden a alcanzar una
dimensión global. Esas conexiones se manifiestan en una doble dirección;
pues, así como las condiciones y las situaciones locales se hallan afectadas
por ideas y rasgos que se originan en las estructuras de la sociedad, a su vez
tales estructuras sólo pueden llegar a producirse cuando se realizan tales
prácticas.
Giddens hace notar que las expresiones “sociedad” o “sistema social” son
ambiguas porque, por un lado, aluden a la idea de interacción social y, por
otro, a unidades que pueden deslindarse de otras sociedades circundantes,
como los estados nacionales. Pero señala, al mismo tiempo, que no siempre
pueden fijarse con exactitud los límites de una sociedad particular y agrega
que, de todos modos, es conveniente abandonar la tendencia –propia de los
funcionalistas– a concebir los sistemas sociales como equivalentes a los
sistemas biológicos.
Dentro de la teoría de la estructuración, la noción de sistema se encuentra
íntimamente relacionada con la de estructura, pero ambos conceptos no se
identifican. Los sistemas sociales, las sociedades, incluyen las actividades de
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los agentes humanos que se llevan a cabo durante un período y se localizan
en un espacio, mientras las estructuras, en cambio, en tanto conjuntos de
reglas y recursos, están, por sí mismas, fuera del tiempo y del espacio (ibid.:
61). Los sistemas son más dinámicos que las estructuras; porque éstas
permanecen relativamente fijas y constituyen el marco dentro del cual se
lleva a cabo la actividad social que conforma el sistema.
“La estructura refiere entonces, en el análisis social, a las propiedades articuladoras que
permiten la ‘delimitación’ de un espacio-tiempo en los sistemas sociales: las propiedades que
hacen posible que prácticas discerniblemente similares existan en segmentos variables de
tiempo y de espacio, y que otorguen a éstos una forma sistémica. Decir que la estructura es
un ‘orden virtual’ de relaciones transformadoras significa que los sistemas sociales, en tanto
prácticas sociales reproducidas, no tienen ‘estructuras’ sino que más bien presentan
‘propiedades estructurales’, y que una estructura existe, como presencia espacio-temporal,
sólo en sus actualizaciones de esas prácticas” (ibid.: 53-54).

Los sistemas, entonces, están constituidos por las prácticas de los actores
sociales y se hallan situados espacial y temporalmente, aunque exceden la
duración de los actos individuales y se extienden más allá de las posibilidades
de los encuentros locales interpersonales. Y requieren la existencia de
estructuras que se hacen presentes a través de la intervención de una
pluralidad de reglas y recursos que hacen posibles tales prácticas. Pero, por
supuesto, la estructura no debe entenderse como un objeto, una entidad
concreta, sino como el conjunto de las reglas que se manifiestan en las
prácticas propias de los sistemas sociales.
La estructura posee, entonces, un doble carácter: por un lado, reduce los
márgenes de las acciones de los agentes pero, por el otro, es la condición de
posibilidad de las prácticas mismas. En este sentido, Giddens rechaza el
dualismo que planteaba una contraposición entre la estructura y la acción de
los individuos y reformula la relación entre ambos en términos de lo que
denomina la dualidad de la estructura:
“Crucial para la idea de estructuración es el teorema de la dualidad de estructura [...] La
constitución de agentes y de estructuras no son dos conjuntos de fenómenos dados
independientemente, no forman un dualismo sino que representan una dualidad. Con arreglo
a la noción de la dualidad de estructura, las propiedades estructurales de sistemas sociales
son tanto un medio como un resultado de las prácticas que ellas organizan de manera
recursiva. [...] Estructura no se debe asimilar a constreñimiento sino que es a la vez
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constrictiva y habilitante” (ibid.: 61).

La naturaleza dual de la estructura radica en la circunstancia de que, por


un lado, es ella la que hace posible la interacción social –a la vez que fija
límites para las acciones de los individuos– pero, por otra parte, la propia
estructura no existe con total independencia de las prácticas sociales sino
como una consecuencia de ellas. Y en la medida en que las prácticas sociales
que tienen lugar en contextos de copresencia pueden ser reproducidos a gran
escala a lo largo del espacio y el tiempo, la reiteración se transforma en el
eslabón que une las prácticas con el sistema social. Así, la dualidad de la
estructura se erige, en opinión de Giddens, como una condición capaz de
superar el dualismo entre sujeto y objeto, entre individuo y sociedad.

3. Ciencia social y doble hermenéutica

Ya hemos podido observar que las ideas de Giddens acerca de las


características de los fenómenos sociales se encuentran estrechamente ligadas
a su concepción sobre la naturaleza de las ciencias sociales. Giddens piensa
que la teoría social no puede dejar de penetrar en alguna medida los límites
de la filosofía; pero afirma que las ciencias sociales, lejos de limitarse a
producir teorías puramente especulativas, deben abocarse a la investigación
empírica de las formas como se manifiestan de hecho aquellas características:
“Es tarea de la ciencia social alcanzar concepciones sobre la naturaleza de la actividad social
humana y sobre el agente humano que se puedan poner al servicio de un trabajo empírico. El
quehacer principal de la teoría social es el mismo que el de las ciencias sociales en general:
esclarecer procesos concretos de la vida social. Sostener que las discusiones filosóficas
pueden hacer aportes a ese quehacer no equivale a suponer que haga falta resolver de manera
concluyente esas discusiones antes de que se consiga producir una investigación social
valiosa” (ibid.: 19).

Sin embargo, en opinión de Giddens, la circunstancia de que la ciencia


social proporcione conocimientos empíricos no significa que se justifique la
pretensión de que, conforme al objetivo tradicionalmente atribuido a las
ciencias naturales, se puedan formular leyes generales en el curso de las
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investigaciones de los fenómenos sociales. Bajo la influencia de algunas
versiones del empirismo lógico, los científicos sociales que suscribían el
consenso ortodoxo adherían a una filosofía de la ciencia natural que
presentaba las teorías científicas como conjuntos de generalizaciones
deductivamente sistematizados; pero Giddens se hace eco del
cuestionamiento a la doctrina empirista emprendido por filósofos como Kuhn
o Feyerabend. Si la posición de estos últimos es correcta, la imagen
tradicional de las teorías científicas no resulta adecuada ni siquiera para dar
cuenta de las ciencias naturales. Pero, aun cuando la concepción empirista
fuera sostenible, Giddens señala que esa doctrina solamente resultaría
aplicable en algunos dominios de la ciencia natural, y quien intentara
extenderla al ámbito de las ciencias sociales debería concluir que en este
campo no existe ninguna teoría que cumpla con tales condiciones.
No obstante –continúa Giddens–, si se examinan con mayor profundidad
las generalizaciones que resultan apropiadas a las ciencias sociales, se logrará
establecer que estas disciplinas exhiben diferencias fundamentales con
respecto a la ciencia natural. El hecho de que en el ámbito de la ciencia social
no puedan formularse leyes universales no es producto de la mera casualidad.
El motivo se encuentra en las peculiaridades de los fenómenos estudiados.
Por cierto, los hechos sociales surgen como resultado de la intervención de
ciertos mecanismos que pueden considerarse causales, pero el tipo de
causalidad que está presente en esta clase de fenómenos es de una índole
completamente diferente de la que explica los procesos naturales. Las causas
que producen las acciones humanas se hallan en las razones que tienen los
actores para llevarlas a cabo en un contexto determinado; así, en la medida en
que las razones se convierten en las causas del comportamiento, las
explicaciones que pueden producir las ciencias sociales adoptan una forma
muy distinta de las que procuran brindar las ciencias de la naturaleza. De
acuerdo con la perspectiva de Giddens, la conducta de los seres humanos no
responde, primariamente, a la operación de fuerzas ciegas que lo determinan,
sino a la conciencia y la racionalidad de los actores, aun cuando se trate de
una racionalidad limitada e inestable, en vista de que el contexto de la acción
también se halla influido por aspectos que el agente no contribuyó a producir
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y sobre los cuales no tiene ningún control.
Giddens asocia las leyes causales de la naturaleza con la existencia de
regularidades estrictas o probabilísticas. En el primer caso, las leyes
establecen que el cumplimiento de ciertas condiciones va acompañado
invariablemente por la presencia de otras; en el segundo, se trata de una
vinculación más débil, de manera que las causas no siempre están
acompañadas por determinados efectos. Pero ninguna de estas posibilidades
se ajusta –según Giddens– a la consideración de las acciones humanas,
porque las generalizaciones que formulan las ciencias sociales, incluida la
economía, no se refieren a conexiones mecánicas como las que pueden
encontrarse en el mudo natural sino a los resultados de lo que las personas
hacen. Para explicar esta diferencia, Giddens argumenta que tales resultados
son las consecuencias no intencionales de actos realizados intencionalmente y
subraya inmediatamente que “son maleables a la luz del desarrollo del
conocimiento humano” (Giddens, 1993: 161). Sugiere, entonces, que el tipo
de causalidad propia de los fenómenos humanos presenta una
indeterminación muy distinta de la que podrían exhibir los procesos
naturales, porque en el caso de las acciones de los seres humanos el propio
conocimiento que posee el agente es un factor que altera el curso de su
comportamiento. Admite que en algunas situaciones puede no ser así, pues,
por ejemplo, el hecho de que un esclavo sea consciente de su condición no lo
hace libre, pero agrega: “Sin embargo, es fundamental reconocer que las
condiciones causales ‘objetivas’ que influyen en la acción humana pueden ser
reconocidas e incorporadas en principio en esa acción de tal manera que la
transforman” (ibid.: 162).
Por otra parte, y en estrecha conexión con la función causal que el
conocimiento de las razones y los efectos ejerce en las acciones humanas, la
relación cognoscitiva reviste, en el ámbito de las ciencias sociales, otra
particularidad que también las distingue de la ciencia natural. Porque
mientras en este último terreno se establece una relación sujeto-objeto, en el
caso de las ciencias sociales se trata de una relación sujeto-sujeto. El hecho
de que las ciencias sociales estudien fenómenos humanos da lugar a una
situación completamente singular, pues lo que procuran conocer no es un
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objeto pasivo –tal como lo son los procesos examinados por los físicos o los
biólogos– sino sujetos que interactúan con el investigador.
Por este motivo, Giddens concibe la metodología de las ciencias sociales
como una doble hermenéutica. Por un lado, se encuentra un marco de sentido
inherente al mundo social, tal como lo construyen en sus prácticas cotidianas
los actores legos, y por el otro, surgen las interpretaciones de segundo grado
que los especialistas elaboran a partir de esas prácticas. La investigación
social es necesariamente hermenéutica porque para describir lo que alguien
está haciendo en un momento dado es forzoso saber lo que el propio agente
conoce y está aplicando en la realización de su actividad, ya que se trata de
acciones conscientes; existe, por lo tanto, un conocimiento compartido tanto
por los actores sociales como por el científico que los estudia. Ésta es una
situación que no halla paralelo alguno en las ciencias naturales; pero la
relación que se establece entre los actores sociales y las disciplinas que los
investigan es aún más compleja, porque el conocimiento elaborado por los
científicos sociales termina incorporándose en las acciones cotidianas de
quienes no lo son; y un ejemplo de esta clase de situaciones es el hecho de
que las personas comunes suelen apropiarse de los conceptos introducidos
por los economistas. De acuerdo con Giddens, pues, hay un vaivén entre el
conocimiento que poseen los actores sociales y el que elaboran los
científicos. Estas situaciones habían sido reconocidas por otros autores en los
casos de las llamadas “profecías autorrealizadoras” y “predicciones suicidas”
–recuérdense, al respecto, los aportes de Merton y Nagel– . Pero, para
Giddens, la posibilidad de que los resultados de la investigación social
influyan en la conducta de todos los miembros de la sociedad es un fenómeno
más general que se extiende mucho más allá de aquellas peculiares ocasiones.
De manera que no es en la hermenéutica simple, debida a la circunstancia
de que las acciones humanas poseen un sentido, en contraste con los
fenómenos de la naturaleza, sino en la duplicidad que caracteriza el
intercambio hermenéutico y lo convierte en un proceso impredecible donde
puede apreciarse la diferencia entre las ciencias sociales y las naturales. En
consecuencia, las acciones humanas manifiestan un curso errático y no
responden a ninguna clase de leyes universales:
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“No existen, ni existirán, leyes universales en las ciencias sociales, y ello no se debe,
principalmente, a que los métodos de comprobación empírica y de validación adolezcan de
alguna insuficiencia, sino a que [...] las condiciones causales incluidas en generalizaciones
sobre la conducta social humana son intrínsecamente inestables por referencia al saber
mismo (o a las creencias) que los actores tienen sobre las circunstancias de su propia acción
[...] Existe un vaivén de comprensión mutua entre la ciencia social y aquellos cuyas
actividades constituyen su objeto: una ‘hermenéutica doble’” (ibid.: 33).

Es esta doble hermenéutica la que aleja definitivamente a las ciencias


sociales de sus parientes, ya no consanguíneos, las ciencias naturales. La
existencia de razones que operan como causas de las acciones humanas, el
hecho de que la acción esté provista de sentido y que se haga necesaria la
interpretación de los procesos de producción y reproducción de la vida social
se oponen a la búsqueda de generalizaciones universales y explicaciones
nomológicas por la que transitó la tradición del consenso ortodoxo. De este
modo, a través de su particular concepción de la hermenéutica, Giddens
enfrenta las metodologías monistas y se vuelca a favor de una perspectiva
decididamente pluralista.
Sin embargo, sería apresurado concluir que el análisis de Giddens cierra
definitivamente los viejos debates, porque algunas cuestiones todavía parecen
mantenerse en pie. En primer lugar, algunos filósofos de la ciencia
rechazarían la creencia de que la información que posee el agente introduce
un insalvable elemento de indeterminación en la conducta humana que
excluye toda posibilidad de formular leyes universales y, consecuentemente,
habría una diferencia sustantiva entre los fenómenos naturales y los hechos
sociales. No es necesario negar que las acciones humanas, en la medida en
que dependen de decisiones conscientes, poseen ciertas características ajenas
a los hechos de la naturaleza. Las razones que producen la indeterminación
de una clase de fenómenos pueden tener muy distintos orígenes. Pero,
además, hay aspectos del mundo natural –especialmente en el nivel
microfísico– que exhiben, por motivos desconocidos, un comportamiento
indeterminado y, sin embargo, ello no impide que en el nivel macrofísico –al
que aquellos fenómenos se integran– puedan establecerse regularidades
identificables. Ya sea porque no existen regularidades estrictas en un nivel
del mundo físico, el subatómico, por caso, ya sea porque no se las ha
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descubierto, esto no significa que no pueda haber leyes que rijan el
comportamiento de cuerpos de mayores dimensiones. Del mismo modo, la
indeterminación de las conductas individuales –el nivel en el que el
conocimiento de los agentes tiene la posibilidad de alterar su curso– no puede
proyectarse automáticamente a los fenómenos colectivos. Pareciera que si las
teorías económicas, por ejemplo, han de tener alguna utilidad deben postular
la existencia de regularidades que no se esfuman debido a la libertad de
elección con la que cuentan los agentes económicos, y cabe pensar lo mismo
de cualquier otra ciencia social, en la medida en que se ocupa de fenómenos
que van más allá de las acciones estrictamente individuales.
Por otra parte, es difícil imaginar que pueda haber un conocimiento
científico que no se exprese en términos generales. Las propias conclusiones
de Giddens sobre el funcionamiento de las sociedades, cualquiera sea la
distancia que las separa de otras teorías, aspiran a tener una forma de validez
universal. Podría replicarse, claro está, que se trata de características muy
esquemáticas que poco permiten predecir acerca del curso concreto que
pueden llegar a seguir los acontecimientos, pero esa situación no equivale a
sostener que no existen leyes universales sino, más bien, que no ha resultado
posible conocer de antemano la magnitud de todos los factores intervinientes
en los fenómenos estudiados, una situación que se presenta también en
relación con el estudio de los hechos naturales.
Vale la pena señalar, por último, que aun cuando a primera vista la
propuesta de Giddens exhibe grandes diferencias con respecto a otras
concepciones epistemológicas, tal vez no sean divergencias tan profundas. La
cuestión de la doble hermenéutica representa, más bien, una nueva vuelta de
tuerca de argumentos esgrimidos con anterioridad, pues lo que Giddens
sugiere es una generalización del caso de las profecías autorrealizadoras y de
las predicciones suicidas a todos los fenómenos de la vida social. Si esto es
así, podría merecer el mismo tipo de respuestas que Nagel ha brindado
cuando señalaba la semejanza con las situaciones que se presentan en los
fenómenos naturales o tecnológicos en los que interviene algún mecanismo
de retroalimentación. Por otra parte, debe notarse que al llevar a cabo esa
clase de generalizaciones, Giddens formula una hipótesis universal
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contrariando, de este modo, su propia tesis de que las ciencias sociales no
pueden establecer leyes generales.

4. La tercera vía

Enmarcada en el programa de revisión y superación de los dualismos,


puede concebirse también la propuesta giddesiana de “la tercera vía”, esto es,
una posición política alternativa al capitalismo y al socialismo tradicionales.
Su obra The Third Way, según palabras del propio autor, pretende ser “una
contribución al debate que se desarrolla en estos momentos en muchos países
sobre el futuro de la política socialdemócrata” (Giddens, 1998: vii). El
término “tercera vía” no es nuevo, ha sido incorporado ya en la historia de la
socialdemocracia y utilizado, además, por escritores y políticos de las más
diversas posiciones. Pero si bien puede ser sustituido por otras expresiones
sinónimas –izquierda modernizadora o social-democracia modernizadora–,
Giddens prefiere mantener la denominación “tercera vía” en virtud de que su
uso se halla ampliamente extendido. La propuesta de la tercera vía procura la
reestructuración de las políticas socialdemócratas a fin de que sean capaces
de responder a las revoluciones paralelas que representan la globalización y
la economía de la información (Giddens, 2001: 175). El núcleo central de la
doctrina reside en la armonización de la política socialdemócrata en la época
posneoliberal, caracterizada por la ruptura del “consenso de bienestar” –que
predominó en los países industrializados hasta fines de los 70– y el fracaso
del marxismo con los profundos cambios sociales, económicos y
tecnológicos que contribuyeron a esta situación. La renovación de la
socialdemocracia representa una tercera vía capaz de trascender tanto la
socialdemocracia clásica –la socialdemocracia de la vieja izquierda– como el
neoliberalismo.
La socialdemocracia tradicional promovía el estado interventor como
medio de suministrar bienes públicos y regular la vida social y familiar. Las
políticas neoliberales, por su parte, hostiles a la intervención estatal y a los

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gobiernos centralizados, están guiadas por la creencia de que sólo el mercado
puede fomentar y perfeccionar el orden civil. Frente a esta alternativa,
Giddens lleva a cabo una crítica del socialismo y de la socialdemocracia a la
luz de la política económica del sistema neoliberal. Su programa de
renovación de la socialdemocracia insiste en la importancia de un gobierno
activo y la relevancia de la esfera pública, esfera que no coincide con el
Estado. Considera que el Estado, cuando se convierte en una institución
demasiado grande y burocrática, puede disminuir o malograr la esfera de lo
público y resultar incapaz de responder a las necesidades de los ciudadanos.
Así, sostiene que los neoliberales tenían razón al criticar la burocracia del
Estado, aunque considera, al mismo tiempo, que estaban equivocados en
suponer que el bien público puede ser proporcionado por el mercado. El
Estado sigue jugando un rol fundamental tanto en lo económico como en
otras áreas de la vida, mientras que los mercados no crean ni sostienen
valores éticos, valores que sólo pueden ser legitimados a través del diálogo
democrático y sostenidos por medio de la acción pública.
Pero, por otra parte, la izquierda debe abandonar la idea de que el
mercado es necesariamente malo: “la teoría económica del socialismo fue
siempre inadecuada, infravalorando la capacidad del capitalismo para
innovar, adaptarse y generar una productividad creciente” (Giddens, 1998: 4-
5). En opinión de Giddens, ya no existe alternativa alguna a la economía de
mercado. La competencia genera beneficios tales como la oportunidad de
prosperar económicamente y la reducción de la desigualdad. Sin embargo,
una economía de mercado sólo funciona bien en el marco de un sistema de
instituciones sociales y de una sociedad civil desarrollada. De manera que
una sociedad saludable es aquella que logra un equilibrio entre el Estado, el
mercado y el orden civil. Así, una de las preocupaciones fundamentales de la
tercera vía es la protección y la promoción de la esfera civil: “sin una
sociedad civil estable, con normas de confianza y decencia social, no es
posible que los mercados florezcan ni que la democracia se desarrolle”
(Giddens, 2001: 177). El mejoramiento de la sociedad civil implica, por
cierto, la implementación de estrategias para enfrentar los problemas sociales
y económicos en la era de la globalización que incluyen aspectos tales como
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la educación, la salud, los mercados, los subsidios de desempleo, etc.
Este programa de renovación de la socialdemocracia, como era de
esperar, ha sido extensamente debatido y ha dado lugar a una variado abanico
de críticas. En La tercera vía y sus críticos, Giddens presenta algunas de ellas
(Giddens, 2001: 32 y ss.):
“1. La tercera vía está vacía de contenido, pues se define sólo negativamente en contraste con
la socialdemocracia y el neoliberalismo, sin ofrecer una definición más sustantiva.
2. Si bien los defensores de la tercera vía se definen como representantes “de centro
izquierda”, en realidad parecen haberse desplazado sencillamente hacia la derecha.
3. La tercera vía acepta el marco del neoliberalismo, especialmente en lo que se refiere al
mercado global, como un hecho establecido. La globalización genera desigualdad,
ganadores y perdedores, y la tercera vía no puede combatirla por el mero hecho de que se
ubica del lado de los ganadores. En síntesis, la redistribución –una de las metas de la
izquierda– parece haber quedado descartada.
4. Es un proyecto anglosajón que lleva el sello de las sociedades en las cuales se originó. El
término “tercera vía” ha sido resucitado por políticos e intelectuales en países que sólo han
desarrollado sistemas de bienestar muy débiles, con un pronunciado índice de desigualdad.
5. Tanto la antigua socialdemocracia, por un lado, como el neoliberalismo, por el otro, tienen
políticas económicas y sociales bien diferenciadas. La tercera vía no presenta una orientación
específica, aunque parece inclinarse más bien por el segundo.
6. Al aceptar la globalización y hacer suyo el cambio tecnológico, la tercera vía no posee una
estrategia global para afrontar la destrucción del medio ambiente, de manera que el
reconocimiento de las cuestiones ecológicas es sólo nominal”.

Si tenemos en cuenta que la tercera vía está asociada explícitamente al


modelo político implementado por el Partido Laborista de Tony Blair –entre
cuyos asesores se encuentra el propio Giddens, que ha sido distinguido con
un título nobiliario por la Corona Británica–, esas críticas no parecen
necesitar mayor justificación. El contenido de la primera objeción, por otra
parte, responde perfectamente bien al carácter ecléctico de la posición de
Giddens, que ya hemos señalado a propósito de su teoría de la estructuración.
También su concepción política toma prestados conceptos de otras posiciones
y los combina y colorea de una manera diferente. La circunstancia de que no
cuestione las bases del sistema capitalista y la globalización propia del
mundo contemporáneo lo aleja de la tentación de proclamar propósitos que
parecen utópicos, y así sus propuestas tienen la ventaja de presentarse como
una alternativa viable. Tal vez esta actitud pueda explicar hasta cierto punto

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la difusión que han cobrado sus ideas; pero, de todos modos, y habida cuenta
de que la doctrina de Giddens implica un considerable alejamiento tanto del
marxismo como de otras manifestaciones fuertemente críticas acerca de la
sociedad actual, no deja de ser un tanto sorprendente el hecho de que haya
recibido una acogida relativamente favorable en muchos de los círculos de
los científicos sociales, tan dispuestos a rechazar cualquier postura que de
alguna manera legitime la organización de los sistemas capitalistas.

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CODA

En el texto introductorio de una selección de escritos de Weber y


Durkheim, Juan Carlos Portantiero (1977) señala que es casi propio del
sentido común caracterizar la sociología como “la ciencia de la crisis”. Pero
le parece que esta suerte de definición está afectada de una ambigüedad,
porque mientras para algunos la sociología nació con la intención de
transformar la sociedad o aun con la aspiración de revolucionarla, para
Portantiero se trataba de un proyecto conservador, limitado a proponer
reformas que mejoraran el funcionamiento del sistema constituido y
permitieran superar la crisis resultante del desarrollo del sistema industrial
que llegó junto con el siglo XIX. Mas no es esta última tesis lo que nos
proponemos considerar ahora, sino una segunda ambigüedad que, no sin
cierta malicia, podría atribuirse a aquella expresión entre comillas. Como si el
estado de cosas que supuestamente constituía su objeto de estudio se hubiera
reflejado en la propia disciplina, la sociología y con ella las demás ciencias
sociales también se han visto envueltas en una situación crítica a lo largo de
toda su historia, en un continuo debate sobre su legitimidad, y así ha quedado
ilustrada en estas páginas.
Hemos tenido ocasión de ver que para quienes figuran entre los
fundadores de las ciencia social, como en el caso de Adam Smith, Comte,
Marx o Durkheim, grande fue la preocupación por lograr que estos estudios
emularan no solamente el éxito sino también la metodología de las ciencias
naturales. En rigor de verdad, parecería que ésas hubieran sido, en primera
instancia, las aspiraciones compartidas por todos los que se interesaban en el
conocimiento de los fenómenos sociales. Pero, algunos pronto se
convencieron de que la comparación entre ambos conjuntos de disciplinas
conspiraba, de hecho, contra los méritos de las investigaciones realizadas en
torno de los fenómenos humanos, y entonces comenzó la búsqueda de
razones que explicaran esas desfavorables diferencias. La circunstancia de
que la conducta humana está dotada de sentido, la complejidad de los hechos
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sociales, su irrepetibilidad, la existencia del libre albedrío, la imposibilidad de
llevar a cabo experimentos controlados, la presencia de factores
distorsionantes en la mente del investigador, la influencia de las propias
investigaciones en los asuntos que examinan... En fin, se han esgrimido un
gran número de argumentos para justificar el abandono del modelo provisto
por las ciencias naturales y proponer otras metodologías u otros patrones de
evaluación epistemológica. Pero, hasta el momento, tampoco estas estrategias
parecen haber dado resultados. Cada uno de los argumentos mencionados da
lugar a una respuesta que lo neutraliza. Como hemos mostrado, Nagel, por
ejemplo, brindó hace más de cuarenta años un balance sistemático y bastante
completo de esta situación. Los mismos científicos sociales, y nos referimos a
figuras destacadas como Merton, Lévi-Strauss o Bourdieu, han impugnado,
por caso, los razonamientos que pretendían cuestionar radicalmente la
posibilidad de investigar objetivamente los fenómenos sociales.
Buena parte de la discusión sobre las diferencias que separan las ciencias
sociales de las naturales ha sido afectada por la ingerencia de ideas
equivocadas con respecto a estas últimas, por la adopción de una imagen
demasiado idealizada de sus posibilidades. Esta situación se vio facilitada en
alguna medida porque muchos influyentes filósofos de la ciencia,
impresionados sobre todo por los espectaculares avances producidos en la
física, generalmente concentraban sus análisis en entidades abstractas, tales
como la estructura lógica de las teorías científicas y su relación con la
evidencia observable, problemas que los tenían suficientemente ocupados
como para dejar de lado el relato de los detalles de las actividades que en la
práctica realizan los científicos. Permítasenos decir que el procedimiento
empleado por aquellos autores –esto es, tomar en cuenta solamente algunos
aspectos especialmente seleccionados de los problemas que les interesaban y
construir con ellos un objeto relativamente artificial para explorar sus
propiedades fundamentales– constituye una estrategia en principio
perfectamente legítima en el plano de los exámenes epistemológicos.
Reproduce en el nivel metacientífico un recurso que emplean los físicos o los
biólogos cuando elaboran versiones simplificadas de los fenómenos que
quieren estudiar; una función similar cumplían los tipos ideales de Weber y
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ello coincide, por otra parte, con la propuesta metodológica de los
estructuralistas, que instaban a dejar de lado los accidentes, las propiedades
superficiales y particulares de los fenómenos, para poner al descubierto las
formas básicas universales subyacentes. Ése era precisamente el modo como
Lévi-Strauss reeditaba la antigua aspiración de utilizar los métodos de las
ciencias naturales.
Pero, de todas maneras, las características de aquellos modelos
elaborados a partir de las ramas más desarrolladas de la ciencia natural
parecían extremadamente alejados del desempeño efectivo de los científicos
sociales; algunos de ellos reaccionaron defensivamente y contraargumentaron
que las ciencias sociales se enfrentaban a dificultades exclusivas y
pertenecían a una esfera que merecía otros criterios de cientificidad.
Como hemos señalado en el Prefacio, el panorama sufrió un cambio
considerable cuando, en el contexto del pensamiento anglosajón, algunos
autores privilegiaron un enfoque histórico, más descriptivo, dentro de la
filosofía de la ciencia y subrayaron las discrepancias que mostraba el
comportamiento real de los científicos con respecto a la normativa
preconizada por la epistemología ortodoxa. Paralelamente, y como una saga
de la tradición francesa en el área de la historia y la filosofía de la ciencia,
Foucault ofrecía, en términos hasta cierto punto afines aunque no idénticos,
su propia reconstrucción de la historia de algunas disciplinas científicas,
especialmente de las ciencias que se ocupan del mundo humano.
Con la aparición de estas alternativas, las ciencias naturales y las sociales
parecían volver a hermanarse, e irónicamente las primeras nuevamente
servían como punto de referencia para las últimas, pero para llegar a
evaluaciones opuestas a las que se habían realizado previamente: en todo
caso la objetividad de las ciencias naturales resultaba a la postre tan dudosa
como la de las ciencias sociales. Una de las actitudes incorporadas en esta
forma de concebir el conocimiento era la subestimación del papel de las
contrastaciones empíricas y, como consecuencia de ello, el debilitamiento de
la distinción entre las hipótesis científicas y las postulaciones metafísicas.
Por cierto, las ciencias naturales han estado penetradas por convicciones
filosóficas. La elección entre el determinismo o el indeterminismo, por
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ejemplo, no se presenta solamente con respecto a la conducta humana sino
también detrás de los debates contemporáneos acerca del comportamiento del
mundo físico. Ya hemos declarado en el Prefacio que estamos de acuerdo en
reconocer las dificultades que encierra formular un criterio preciso de
demarcación entre la ciencia y la metafísica. Sabemos también que las teorías
científicas nunca quedan completamente confirmadas o refutadas por los
datos, pero, de hecho, y pese a los exagerados argumentos sostenidos para
negarlo, en términos generales, quienes investigan los fenómenos naturales
disponen en la mayoría de los casos de los medios para ponerse de acuerdo al
menos respecto de lo que ha de contar como un dato observable. Las
discrepancias entre los defensores de hipótesis rivales se refieren
habitualmente a las creencias puramente teóricas y ni siquiera las
generalizaciones empíricas firmemente establecidas suelen ser cuestionadas,
aunque pueden diferir las teorías que se propongan para explicarlas. Si no
fuera así, si no hubiera un corpus de conocimientos compartidos sobre las
leyes que rigen el comportamiento del mundo natural en ciertos niveles, lisa y
llanamente no existiría la tecnología. No necesitamos ir tan lejos como Ian
Hacking, quien afirma que la posibilidad de intervenir en el plano de lo que
no es directamente observable equivale a la manipulación de entidades
teóricas y es la prueba de que existen. Pues el hecho de que vivimos en un
entorno colmado de artefactos que solamente han podido construirse merced
al desarrollo científico y que nos permiten hacer cosas hasta poco tiempo
atrás inimaginables muestra que en algún sentido tenemos un conocimiento,
sin duda muy limitado, pero adecuado, objetivo y compartible acerca de
cómo funciona la realidad. Todos estos logros, que constituyen la
consecuencia de numerosísimos aportes provenientes de varias épocas y de
distintas culturas, implican también que existe un enorme consenso sobre la
validez de los procedimientos de investigación admitidos, aun cuando sean el
resultado de una sucesión de ajustes que no se puede dar por finalizada.
Hemos visto que la situación de las ciencias sociales es diferente, los
resultados distan mucho de ser satisfactorios. Aunque en algunas disciplinas,
como la economía, pueden encontrarse ciertos acuerdos extendidos en
amplios grupos de especialistas, las disidencias teóricas, y especialmente las
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discrepancias metodológicas, continúan siendo muy profundas. Seguramente
así lo perciben sus protagonistas y por ese motivo sus esperanzas parecen
estar siempre depositadas sobre todo en hallar un método unificador capaz de
lograr que las investigaciones de los hechos sociales progresen
decisivamente. Conforme a las conclusiones que extraemos de las
discusiones reflejadas a lo largo de las páginas precedentes, nada hay en esa
clase de fenómenos o en las tareas que deben llevar a cabo quienes los
estudian que excluya esta posibilidad. Pero debe notarse que mientras en el
campo de las ciencias naturales las reflexiones sobre el método generalmente
rastrearon un camino ya recorrido por las investigaciones sustantivas, entre
los científicos sociales las preocupaciones filosóficas conscientes o
inconscientes parecen conservar mucha mayor prioridad. Y aunque es muy
difícil establecer cuáles son los factores que determinan el adelanto o el
retraso de una rama del conocimiento –a veces, incluso condiciones
puramente azarosas– la tendencia señalada quizá haya resultado
contraproducente. Tal vez, en algún momento, los debates sobre la
especificidad de los fenómenos sociales, sobre si el enfoque correcto es el
holismo o el individualismo, sobre si la historia humana está dotada de un
sentido o no, sobre si lo único que importa es la estructura, sobre si las
comunidades humanas pueden ser estudiadas de la misma forma que las
sociedades animales o como integradas por seres responsables de sus actos,
sobre si el poder es intrínsecamente negativo y tantas otras cuestiones sin
duda inquietantes dejen espacio para establecer un conjunto de conocimientos
más sólidos, mejor compartidos y seguramente más fructíferos, acerca de la
realidad social.

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BIBLIOGRAFÍA

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SOBRE LOS AUTORES

Rodolfo Gaeta

Magíster y Doctor en Filosofía. Profesor titular de Filosofía de la Ciencia,


Introducción al Pensamiento Científico y Epistemología de las Ciencias
Sociales en la Universidad Nacional de La Plata, Universidad de Buenos
Aires y Universidad Nacional de Luján. Ha dirigido proyectos de
investigación subsidiados por la Universidad de Buenos Aires, la Agencia
Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y la Universidad Nacional
de Luján. Es autor de numerosos artículos en revistas especializadas y de
varios libros, algunos de ellos publicados en Editorial Eudeba: Nociones de
Epistemología, Modelos de explicación científica, Lenguaje, identidad y
necesidad, Thomas Kuhn: de los paradigmas a la teoría evolucionista, Imre
Lakatos: el falsacionismo sofisticado. Ha sido Visiting Scholar en
Department of Philosophy, Brown University. Ha dictado cursos y
seminarios de postgrado sobre problemas actuales de Epistemología.

Nélida Gentile

Doctora en Filosofía. Profesora Titular de Introducción al Pensamiento


Científico en la Universidad de Buenos Aires, y profesora de Introducción a
la Filosofía, Epistemología de las Ciencias Sociales y Filosofía de la Ciencia
en la Universidad Nacional de la Plata y Universidad Nacional de Luján. Ha
sido Visiting Scholar en Department of Philosophy, Brown University
(2000). Es autora de artículos sobre temas de filosofía de la ciencia en
revistas de la especialidad y co-autora de libros, dos de ellos publicados en
Editorial Eudeba: Modelos de explicación científica y Thomas Kuhn: de los
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paradigmas a la teoría evolucionista. Ha desarrollado actividades de
investigación en proyectos subsidiados por universidades nacionales y la
Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica. Dicta seminarios
de postgrado y doctorado en las áreas de Filosofía e Historia de la Ciencia.

Susana Lucero

Licenciada y doctora en Filosofía. Profesora titular de Epistemología de


las Ciencias Sociales en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la
Educación, UNLP. Se desempeña además como profesora de Introducción al
Pensamiento Científico, Metodología de las Ciencias Sociales y
Epistemología en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad
Nacional de Luján. Ha integrado numerosos proyectos de investigación sobre
temas epistemológicos. En la actualidad participa en proyectos del programa
UBACyT, de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y
de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de La Plata.
Cuenta con varios artículos publicados en revistas especializadas. Es co-
autora de dos libros publicados en la Editorial Eudeba: Modelos de
explicación científica e Imre Lakatos: el falsacionismo sofisticado. Tiene a su
cargo el dictado de seminarios de maestrías y de doctorado en universidades
nacionales sobre temas de Epistemología e Historia de la Ciencia.

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NOTAS

[1]Elpensamiento de Saint-Simon se expone en el capítulo 4.


[2]Para una elucidación más amplia del concepto de causa véase el capítulo

sobre funcionalismo.
[3]Carta de Marx a la redacción de la revista rusa Hojas Patrióticas,

reproducida en Marx 1964: 710-712.


[4]Estas ideas ya eran conocidas en la antigüedad. A partir de la afirmación de

Heráclito, quien expresó el carácter dinámico de la realidad señalando que no


se entra dos veces en el mismo río, Cratilo concluyó que no se entraba ni
siquiera una vez y pensó que el lenguaje no podía expresar esta situación, por
cuyo motivo deberíamos limitarnos a mover un dedo en lugar de hablar.
[5]Poco antes de brindar esta explicación, Russell señala que Bergson, lo

mismo que Hegel y sus seguidores, se equivocan al encontrar en la


matemática una confirmación de sus creencias sobre la incapacidad de las
matemáticas, y con ellas el pensamiento lógico, para dar cuenta de la
realidad. Hegel tomó el caso del cálculo diferencial que, efectivamente, era
muy confuso y erróneo durante el siglo XVIII y las primeras décadas del
XIX, para concluir que las matemáticas abrigaban la contradicción. Pero esa
situación fue transitoria y se superó alrededor de 1860.
[6]Esta versión es la traducción directa del original alemán que debemos a la

gentileza del Dr. Mario Caimi y se aparta en alguna medida de la traducción


castellana del libro de Popper que hemos utilizado en otras partes.
[7]Føllesdal utiliza las expresiones “método hipotético-deductivo” y “método

explicativo” como expresiones sinónimas.


[8]Peter Caws acuña el término signiferous para designar el carácter simbólico

de las estructuras sociales cargadas de significado (Caws, 2000).


[9]No obstante, Alfred Russel Wallace, quien propuso, de manera

independiente, una teoría de la evolución biológica muy similar a la Darwin,


consideraba que si bien podía explicarse de ese modo la transformación de
las especies animales, la teoría no podía explicar la aparición del ser humano,
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habida cuenta de que sus facultades superiores están asociadas a rasgos
espirituales y contrastan por ello con las capacidades animales.
[10]Cabe destacar la coincidencia de la mayoría de estas tesis con la posición

de Popper, con la salvedad del rol que cumple el contexto de descubrimiento.


Popper sostiene que las cuestiones de cómo llegamos a formar hipótesis
deben relegarse a la psicología o a la historia de la ciencia; Bachelard, en
cambio, insiste en resaltar los aspectos creativos. Véase Popper, K. (1980) y
Bachelard, G. (1978).

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