Meccia Sociología y Sociedades Modernas

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ERNESTO MECCIA

SOCIOLOGÍA Y SOCIEDADES MODERNAS

Escrito introductorio a la asignatura1

Buenos Aires, 2018 (inédito)

1. LA PROPUESTA, NUESTRO HORIZONTE

A través de este escrito les damos la bienvenida a la materia, ofrecemos algunas


precisiones sobre los objetivos relativos a la formación, y damos un encuadre general
al recorrido de los contenidos que haremos a lo largo del cuatrimestre.

El programa contiene una propuesta de lecturas y reflexiones para observar cómo, a


partir del siglo XIX, los problemas sociales suscitados por el advenimiento de la
modernidad fueron representando problemas de y para la teoría sociológica, los
cuales, en el marco de un proceso contencioso, supusieron el surgimiento de valiosas
teorías rivales y el desarrollo y legitimación de la sociología como disciplina científica.

El programa asume que la sociología elaboró teorizaciones pertinentes a las distintas


etapas de la modernidad: la modernidad industrial naciente del siglo XIX (Unidad 2), la
modernidad sólida (o modernidad organizada) de parte importante del siglo XX
(Unidad 3) y la modernidad líquida (o modernidad tardía) de fines del siglo XX e inicios
del XXI (Unidad 4). Si bien en el programa es posible advertir fácilmente una cronología
del pensamiento sociológico, su intención no radica en hacer una historia de la
sociología sino en apreciar los paquetes temáticos y las agendas de investigación que
implicó el desenvolvimiento de las distintas facetas de la modernidad.

Por lo tanto, durante la cursada, se reflexionará menos sobre los autores y sus escuelas
y mucho más sobre los temas que escribieron y el momento histórico en que lo

1
El uso de un lenguaje que no discrimine por género es un asunto que interesa a esta cátedra. Sin
embargo, visto que no hay consensos acerca de cómo hacerlo en castellano y al solo fin de sortear la
sobrecarga de consignar el femenino y el masculino en simultáneo o signos tales como “x” o “@” o “e”
para visibilizar los géneros, el titular optó –salvo excepciones- por emplear el genérico tradicional.
hicieron. Es decir, los autores (aún los más consagrados) serán para nosotros
“instrumentos” por medio de los cuales hablaremos de problemas sociales específicos
y de las formas en que la sociología trató y trata de estudiarlos.

En todos los casos se procurará: a) poner de relieve los problemas empíricos


abordados por o implicados en las teorizaciones, b) destacar los supuestos
metodológicos con que se los estudia, y c) apreciar cómo la sociología es siempre una
ciencia de su tiempo en el sentido de que elabora conocimientos específicos según
cambian las configuraciones de la sociedad; circunstancia que la incita a ser una ciencia
invariablemente joven.

Previo al despliegue de estos contenidos, el programa presenta un conjunto de claves


para entender la mirada sociológica (Unidad 1): cómo se la construye, sobre qué
objetos se la aplica, en qué se distingue de otras miradas de la realidad. También para
comprender por qué la sociología es una disciplina crítica que puede colaborar en la
toma de autoconciencia de las sociedades y, en consecuencia, en el incremento de la
libertad. Se estima que el conjunto de los materiales brindarán una adecuada
sensibilización sociológica a los destinatarios de este programa: los alumnos y las
alumnas del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires.

2. MIRADAS SOCIOLÓGICAS HACIA LA MODERNIDAD Y LA PRIMERA


MODERNIDAD INDUSTRIAL

La sociología como ciencia autónoma apareció en la segunda mitad del siglo XIX en
medio de un espeso conjunto de cambios sociales, económicos, culturales y políticos
que se dieron en las sociedades occidentales. Estos cambios, a su vez, representaron
las consecuencias de un hecho político (la Revolución Francesa) y de un proceso
económico (la producción industrial a gran escala para un mercado que se hacía
crecientemente mundial). En efecto, no es posible comprender los temas que
estudiaba ni las preocupaciones de los sociólogos si no anteponemos las características
que iba adquiriendo la sociedad que la vio nacer. La sociología es producto del cambio
social: surgió en medio de él, intentando explicar sus orígenes y, sobre todo, sus
consecuencias.
Los cambios a los que nos referimos son los que tuvieron lugar durante y luego del
tránsito de las sociedades tradicionales a las sociedades modernas. Intentemos hacer
una comparación.

Las sociedades tradicionales (también llamadas naturales) fueron las que existieron en
Occidente con anterioridad a la revolución industrial del siglo XIX. Eran, por así decir,
sociedades pequeñas y estáticas desde nuestro punto de vista. En ellas, el mundo de la
gente coincidía con la pertenencia a la comunidad; fuera de la comunidad no existía
mundo en un sentido muy importante, queremos decir: no existían lugares, tareas,
relaciones o posiciones a las cuales la gente pudiera o quisiera aspirar. Como decimos
nosotros, esas ideas “no les entraban en la cabeza”… y no por falta de lugar sino
porque no existían.

La vida entera de la gran mayoría de las personas se desarrollaba en el lugar donde


habían nacido o muy cerca; también en la misma posición social (o estamento, como
se acostumbra decir). Las ideas de ascenso y movilidad social tardarían en hacerse un
lugar en la psiquis de las generaciones posteriores. Eran sociedades rurales (aún no
habían aparecido las ciudades como forma sociológica) y, por lo tanto, el sentimiento
de pertenencia al lugar vinculaba fuertemente a la gente entre sí. En esos contextos no
existían los sentimientos individuales del tipo “yo quiero” o “yo soy”, los sentimientos
eran los de la comunidad (“yo soy de”). Una imagen general de quietud, a la que
contribuía el pensamiento religioso de entonces, nos va a servir para remontarnos a
aquel tiempo.

Estas formas de pensamiento eran concomitantes a la forma económica que tenían


esas sociedades: el desarrollo tecnológico era escaso y lento, la producción de bienes
era de pequeña escala y realizada con energía humana y animal, incomparable a la
forma de producción posterior. Además, la energía humana se vinculaba a la aplicación
de saberes de oficio que se transmitían de generación en generación, dicho de otra
forma: la energía humana no se gastaba poniendo a los hombres a trabajar con
grandes máquinas y con gente desconocida que también “intervenían” en el producto.

En consecuencia, si las aspiraciones eran las aspiraciones de la comunidad y si lo


necesario para vivir era producido en el mismo lugar, podemos pensar que esas
sociedades estaban formadas por islotes que se bastaban a sí mismos. He aquí otro
atributo importante: tenían un bajo nivel de diferenciación funcional y no necesitaban
de instituciones especializadas. Nosotros podemos entender que, por ejemplo, si
alguna entidad no se encarga de fabricar los envases, otra entidad habría producido
algo inútilmente, tanto como si luego de envasarlo otra entidad no se encargara de su
distribución. También podemos entender que haga falta un ente regulador del
transporte público, hospitales públicos, escuelas, institutos de desarrollo rural, o
consejos de profesionales. Nuestros antecesores no. Insistimos: no por falta de
capacidad sino porque esa división del trabajo y esas instituciones (que por lo general
la garantizan) son propias de una sociedad que no conocieron.

Las sociedades modernas representan un gran contraste que no tardaremos en


advertir. Comenzamos la caracterización diciendo que deben su forma al surgimiento
de la gran industria y el capitalismo; no solo su forma, también su dinámica: en efecto,
el cambio continuo en todos los planos de la existencia será un gran signo distintivo, de
enorme significación para la gente (y para la sociología).

Primero se produjeron cambios demográficos: la gran industria tuvo como escenario la


gran ciudad a la que concurrieron enormes masas de campesinos que habían sido
expulsados de sus tierras (y por lo tanto, de su trabajo) a causa de los cambios en los
regímenes de la propiedad impulsados por la burguesía. Comenzaba así el proceso de
proletarización de la sociedad asentado en una aparente paradoja relativa a la libertad.
Por una parte, esas personas se vieron liberadas de los lazos que los ataban a sus
orígenes, al señor feudal y a la eterna repetición de lo mismo, pero tan cierto como
eso fue que se vieron condenadas a la libertad de estar solas en la gran ciudad,
vendiendo su fuerza de trabajo en un lugar nuevo llamado mercado de trabajo, a un
señor también nuevo (el patrón), a quien no los unía lazos de ningún tipo. La relación
salarial en la que entraban consistía en un vínculo en el que todos eran libres: unos
para explotar y otros para ser explotados. Mucha condena a la libertad, de repente.

En el campo no se podía escapar al destino, la resignación ante lo dado era la norma.


Allí estaba la religión para garantizarlo. Semejante cerrazón, que a nosotros puede
parecernos desagradable, era, sin embargo, fuente de seguridad existencial para
aquellos hombres y mujeres. En cambio, en la gran ciudad, donde todo estaba abierto
y donde nada ataba a nada ni a nadie (extraña libertad), comenzaron a experimentar
un sentimiento desconocido: la inseguridad, la imprevisibilidad, la incertidumbre, la
pregunta por el día mañana. Esta es una pregunta típicamente moderna que llega
hasta nuestros días, habiendo pasado por nuestros bisabuelos, abuelos y padres,
aunque con distintas modulaciones. Tengamos por seguro que esta pregunta
angustiosa no tiene mucho más de un siglo y medio de antigüedad (la duración de un
suspiro, en relación con la duración de la historia de la humanidad).

La emigración, la concentración en las ciudades, las paupérrimas condiciones de


trabajo (explotación pura sin contrato, hacinamiento habitacional, riesgos enormes
para la salud) alentaron la disolución de los sentimientos comunitarios y de
pertenencia. El mundo se hacía cada vez más grande y la pregunta por la identidad
cada vez más difícil de responder.

Si la sociedad tradicional parecía un conjunto de islotes que se bastaban a sí mismos, la


sociedad moderna se caracteriza exactamente por lo contrario: la tendencia a la
centralización y a la interdependencia funcional. Centralización: es por estos tiempos
que en occidente aparecen los estados nacionales oficiando de garantes jurídicos,
políticos y militares de la forma capitalista que iban tomando las sociedades. La única
manera de garantizar era creando un conjunto de entidades e instituciones que
coordinaran la creciente complejidad sectorial que suponía la expansión de la
economía industrial: desde escuelas hasta aduanas, desde medios de transporte hasta
hospitales públicos, desde caminos hasta oficinas que estudiaran la natalidad y la
mortalidad de la población. Todas fueron iniciativas institucionales que acompañaron
la implantación de la sociedad moderna caracterizada, no obstante, por profundos y
dramáticos desórdenes de todo tipo.

La Unidad 2 de nuestro programa está dedicada a estos temas. Propone la lectura de


textos de Karl Marx (1818-1883), Emile Durkheim (1858-1917) y Max Weber (1864-
1920), grandes sociólogos considerados los fundadores de la disciplina. A través de
Marx veremos con conmovedora nitidez al campesino convertido en proletario,
ofreciendo su fuerza de trabajo en el mercado de la explotación (el nuevo reino de la
servidumbre), y al Estado oficiando de propulsor y garante de esta inédita situación.
Luego observaremos que Durkheim que no se manifiesta contrario a la modernidad
pero se empeña en una reflexión sociológica sumamente potente (y originalísima en su
momento) para señalar sus efectos inmediatos: el cambio social produce falta de
normas, pérdida del sentido de pertenencia de la gente, también individualismo y
egoísmo, y es por eso que se observa una tendencia a la alza en la tasa de suicidios.
Max Weber, por su parte, en un interesante contrapunto con Marx, trata de
explicarnos el surgimiento de la primera modernidad industrial menos desde el estado
y más desde la cultura y el imaginario social.

3. MIRADAS SOCIOLÓGICAS HACIA LA MODERNIDAD SÓLIDA DEL SIGLO


XX

La modernidad industrial nacida en el siglo XIX fue una modernidad desorganizada, las
tendencias hacia la centralización (especialmente del poder político y jurídico) y hacia
la homogeneización social (la destrucción de la vida rural y la proletarización del
campesinado) corrieron parejas a situaciones de anomia y conflicto social
protagonizado por las masas trabajadoras que estaban integradas a la corriente
moderna en las peores condiciones que podamos imaginar. Ello favoreció el
surgimiento de vigorosos movimientos obreros de inspiración marxista y anarquista
que dotaron a los trabajadores de algo que hasta entonces no tenían: conciencia de
clase. Es así que podemos hablar del tránsito de la condición proletaria a la condición
obrera, condición –esta última- que cargaba sobre los hombros de los trabajadores la
potencialidad de la transformación de la sociedad en un sentido justo.

Ya entrado el siglo XX, en Europa y en Estados Unidos, y hasta el advenimiento de la


segunda guerra mundial, el movimiento sindical (sucedáneo de los primeros
movimientos obreros) tenía una expansión considerable y, producto de su
enfrentamiento con las patronales, fue permeando a la relación entre empleadores y
trabajadores de algunas regulaciones que debían ser garantizadas por el Estado, el
gran “ausente” del drama económico y social del siglo XIX. De esos momentos
provienen las primeras leyes de jubilaciones y de vacaciones pagas, por ejemplo.

El fordismo como nueva modalidad de producción aportó el modelo organizativo para


que los trabajadores (los productores) sean incorporados como consumidores de sus
propios productos en una estrategia de expansión indefinida de los mercados. Aunque
las desigualdades seguían y seguirían siendo profundas e incuestionadas, el status del
trabajador dentro de la sociedad ya no sería el mismo comparado con el descripto
anteriormente: las regulaciones cumplían la función de volver menos impredecibles las
relaciones laborales y de incorporar a la clase trabajadora a la sociedad, algo que por
cierto, causó extensas polémicas ideológicas. Las versiones más críticas apuntan que la
incorporación supuso, con el tiempo, la asimilación de la clase obrera al estándar
general burgués, fagocitando fatalmente su potencialidad de transformación radical de
la sociedad.

No estamos dibujando un escenario sencillo ni un camino universal hacia la justicia


social: a la par de estas tímidas mejoras seguía teniendo lugar el fenómeno de las
migraciones masivas (que había comenzado el siglo anterior) producto de la carencia
de trabajo y, por otra parte, los derechos a los que referimos alcanzaban a un
porcentaje no significativo de la población económicamente activa.

Sin embargo, se había puesto en marcha una tendencia que alcanzaría su apogeo en
los denominados “treinta gloriosos años” posteriores a la segunda guerra mundial
(entre 1945 y la crisis del petróleo, consignan los historiadores). Por un lado, el
crecimiento de la economía capitalista y, por otro, el papel de los estados impulsando
la seguridad social, dieron una nueva fisonomía a la sociedad, que hemos de llamar
sociedad de modernidad sólida u organizada. Estos dos atributos cobran vida si
pensamos en la modernidad industrial naciente: si antes el Estado era refractario a
asumir funciones que excedieran el cumplimiento de garantías para la expansión de los
negocios burgueses dejando a la clase trabajadora librada a su suerte, aquí intervino,
no para reducir los negocios ni mucho menos, sino para ampliar el repertorio de
garantías a otros sectores de la sociedad. Las garantías repartidas contribuyeron no
solo a organizar sino a consolidar este tipo de sociedad. En algunos textos, se califica
como de “bienestar” al Estado que logró este estado de cosas. En nuestra materia
preferimos denominarlo “Estado social”.

Si antes quien trabajaba pensaba angustiosamente en el mañana, ahora, en la


sociedad de modernidad sólida, el sistema de protecciones transformaba al tiempo en
un aliado de los trabajadores para quienes todo iría llegando: los aumentos por
presión sindical, los aumentos por la antigüedad, los aumentos por la promoción en el
puesto laboral y, por último, la jubilación. Corrían los tiempos en que se podía hacer
carrera en un rubro laboral. En consecuencia, en el transcurso también irían llegando
el ascenso social y otras cuestiones derivadas como el acceso a la vivienda, el
consumo, el ingreso de los hijos a niveles superiores de educación, y la adquisición de
pautas burguesas de pensamiento y comportamiento.

En rigor, lo que tenían aquellos trabajadores de la modernidad organizada no era


sencillamente un trabajo sino un empleo, es decir, una forma de vinculación con sus
empleadores que –aunque desigual- requería de todos el cumplimiento de un
conjunto de deberes y obligaciones, algo que podemos contrastar con la modernidad
precedente y… con la modernidad venidera, que es la del día de hoy. Comparada con
la primera modernidad, la alta complejidad funcional de las sociedades de modernidad
sólida fue acompañada por un proceso de diferenciación institucional importante.

Estas situaciones sociales representaban nuevos temas para la sociología, bastante


distintos de los que había encarado durante su surgimiento en el siglo XIX. La sociedad
que vieron Marx, Durkheim y Weber, pese a haber transcurrido poco tiempo, no era la
misma. Por lo tanto, tampoco podían ser los mismos los conceptos. Entre los nuevos
temas tenemos: la consolidación del mundo del trabajo y su fragmentación, las
relaciones entre asalariados obreros y no-obreros (o trabajadores de cuello blanco), la
movilidad social ascendente, las aspiraciones de progreso, las formas de progresar, el
lugar de la política contestataria en contextos de este tipo, el papel de la cultura en el
ascenso social, y el problema de la desviación, entre otros. En la Unidad 3 nos
ocuparemos de ellos. Robert Castel (1933-2013) dibuja con precisión las
transformaciones en la composición social de la clase trabajadora, en el tipo de trabajo
que fue requiriendo la economía capitalista y las ambigüedades del progreso social.
Sus apuntes sobre la sociedad salarial tienen un contrapunto muy crítico con el punto
de vista de Herbert Marcuse (1898-1979) para quien no existían ambigüedades: el
estado de protección social era, en realidad, el representante de la sociedad opulenta
que, al poner muchas mercancías –entre ellas las culturales- al alcance de todos redujo
drásticamente la conciencia de clase obrera y oscureció las posibilidades
transformativas del universo político, conformando a la sociedad con falsas
necesidades y consumos consecuentes de objetos vanos en los cuales, sin embargo, los
hombres veían el reflejo de su alma. Robert K. Merton (1910-2003) plantea un tema
característico de la modernidad sólida: el progreso material nunca es una realidad para
todo el mundo y, sin embargo todo el mundo tiene aspiraciones en ese sentido.
Leeremos un interesante planteo sobre lo que la gente puede hacer con las normas
cuando tiene ideas inculcadas socialmente, por no decir marcadas a fuego –el
progreso, el éxito- pero le resulta imposible concretarlas por los caminos
convencionales. Por su parte, Pierre Bourdieu (1920-2002) trata con agudeza la a-
sincronía entre el ascenso material y el ascenso social en sentido estricto. El ascenso
social no solamente implica la posesión de más dinero, también implica
transformaciones en la forma en que nos presentamos ante los demás y el trato que
éstos nos dan. Para este autor, nada como los gustos y los consumos culturales
provistos por la “alta” cultura burguesa para tramitar, por vía simbólica, el ascenso
material. Una situación recurrente en las sociedades de movilidad ascendente de la
modernidad organizada. Por último leeremos dos textos que abordan los problemas de
la desviación y el control social. Las sociedades que estudiamos en la Unidad 3 tienen
un grado de complejidad muy alto. Ello se debe, en primer lugar, a la organización
capitalista avanzada, pero también porque las sociedades van creando problemas que
exceden lo económico y atañen a la moral (muchas veces privada), problemas de cuya
aparición hace responsables a personas y grupos sociales, y cuya resolución hace caer
en la órbita del Estado. De forma magistral, Joseph Gusfield (1923-2015) estudiando el
problema de conducir alcoholizado y Howard Becker (1928-) haciendo lo propio con
los fumadores de marihuana, nos muestran esta tendencia nacida en el siglo XX que
llega -muy profunda- hasta nuestros días.

4. MIRADAS SOCIOLÓGICAS HACIA LA MODERNIDAD LÍQUIDA DEL SIGLO


XXI

La solidez social, entendida especialmente como la existencia de un tejido de


instituciones derivadas del trabajo que aseguraban la seguridad de las personas (desde
el ascenso laboral a las jubilaciones y las pensiones; desde los créditos hipotecarios al
acceso a la educación), comenzará a verse crecientemente deteriorada a partir de la
segunda mitad de los años 70. No tengan dudas de que ustedes, nosotros y sus padres
vivimos en el tipo de sociedad que fue configurándose a medida que caía la sociedad
salarial o la sociedad de la modernidad organizada. La diferencia radica en que sus
padres (también sus abuelos) y nosotros podemos hacer comparaciones con la forma
en que se vivía. Probablemente a ustedes, que nacieron ya en tiempos de la sociedad
post-salarial, hacer esas comparaciones les cueste más.

Para referirnos a la época actual utilizaremos una famosa metáfora, la de la


modernidad líquida que, en nuestra argumentación, hace referencia a la falta de
consistencia, a falta de formas fijas (el agua no tiene forma salvo la de los receptáculos
en los que se encuentra), a la falta de referentes a los que aferrarse (así como
consignamos que en la modernidad sólida el trabajo asalariado en un oficio podía
garantizar una carrera laboral completa, en la modernidad líquida tenemos que esa
clase de proyección en el tiempo es poco posible –y podríamos decir casi inimaginable-
para millones y millones de personas), y por último, líquido también se relaciona con la
falta de los horizontes políticos emancipatorios del sistema capitalista que
caracterizaron buena parte del siglo XX.

Si queremos tener una imagen del tránsito de una forma de modernidad a la otra,
imaginemos que observamos la transformación de la forma y el tamaño un cubito de
hielo que tenemos en la mano. A medida que se derrite, se achica. Así también se
achicó el entramado de entidades e instituciones que posibilitaban la seguridad social,
y ello supuso la puesta en interacción de muchos factores sociológicamente
significativos que, como siempre, van encadenados. Entre ellos podemos tomar dos en
primer lugar: por un lado, una transformación regresiva del modo de producción de las
economías capitalistas centrales y periféricas (que incluye la decadencia de la industria
y el crecimiento del sector comercial y de servicios) y, por otro, el retiro del Estado de
las funciones de equilibración social que venía sosteniendo. Sobre finales del siglo XX y
en lo que llevamos de siglo XXI, las intervenciones del Estado en la arena económica
son cada vez menos garantistas de cuestiones sociales que de cuestiones empresarias,
dicho esto en términos comparativos y sin desconocer que existieron en el medio
algunas excepciones (parciales) representadas por gobiernos particulares que, sin
embargo, no han logrado formar una contra-tendencia significativa.
El prefijo “des” nos permitirá caracterizar rápido y eficazmente a las sociedades de
modernidad líquida. Ya mencionamos la des-estatización en el sentido de que el
Estado ya no se reivindica como un actor (árbitro e inversor) en el escenario
económico. Esta situación unida a las nuevas lógicas empresarias del neoliberalismo
llevó a la des-salarización o, para decirlo con otras palabras, a muchas formas de
flexibilidad laboral, representadas por el trabajo por contrato a término con escasa o
nula tutela sindical y por múltiples formas de nuevos conchabos laborales informales.
Por supuesto, lo dicho es válido para quienes no cayeron en la situación más dramática
de estos tiempos: el des-empleo. Estas circunstancias llevan, a su vez, de la des-
colectivización del mundo del trabajo. En la modernidad organizada el trabajador, que
pertenecía a un colectivo regulado y regulador de relaciones y transacciones sociales
(la industria xx con su respectivo sindicato), era menos un individuo que parte de un
nosotros que negociaba mejoras con más o menos éxito en su nombre. Eran entidades
sólidas (Estado, empresas, sindicatos) que negociaban entre sí. La modernidad líquida
se caracteriza por lo contrario: el trabajador se vuelve cada vez más un individuo sin
pertenencia colectiva que debe defenderse como puede en la nueva jungla laboral,
altamente restrictiva y competitiva. Asistimos así a una especie de re-privatización de
la relación empleador-trabajador. “Re” porque las primeras relaciones proletarios-
patrones del siglo XIX eran igual de privadas y, por ello, inseguras e impredecibles.

En semejantes condiciones, es dramático el crecimiento del número de personas que


quedan afuera, en los márgenes o temporariamente dentro del sistema (es decir, el
porcentaje de la población a la que no le caben los beneficios del contrato social). A
estos des-heredados del sistema social los llamaremos des-afiliados. Su configuración
psíquica está signada por el des-encanto, un sentimiento mezcla de fracaso,
resignación y resentimiento que muchas veces alimenta corrimientos hacia la derecha
en elecciones presidenciales y parlamentarias.

En términos generales, las sociedades de modernidad líquida son sociedades de riesgo


e incertidumbre que dejan huellas de estrés y problemas de autoestima cada vez más
evidentes en amplios sectores de la población. Si nos interiorizamos de la evolución de
la industria farmacéutica –por ejemplo- tendremos un impresionante indicador de lo
que decimos: el consumo de medicamentos sociales no deja de crecer, o sea, la
compra de sustancias que vuelvan soportable la cotidianidad y permitan a la gente
salir a la calle y afrontar el día a día. Las sociedades de modernidad líquida son
sociedades que fomentan el individualismo de una forma antes nunca vista: su
ideología se encarna en discursos que apelan universalmente a las capacidades de las
personas y, en consecuencia, las hacen responsables de sus propios éxitos y fracasos.

La sociología debió enfrentar estos cambios tan profundos en la dinámica social,


producto del declive de la sociedad industrial y la des-salarización. En los años 90 y los
primeros del siglo XXI se publicaron muchas y muy importantes investigaciones sobre
los por qué y, especialmente, sobre las consecuencias de este proceso. En la Unidad 4
algunos de ellos. Robert Castel (1933-2013), responsable del uso frecuente del prefijo
“des”, sigue de cerca la des-colectivización del mundo del trabajo y la re-
individualización de la sociedad en general. Richard Sennett (1943-) nos muestra la
historia laboral de un padre, un inmigrante italiano que trabajó toda la vida como
portero de un edificio en Estados Unidos, y su hijo, probablemente el primer
universitario de la familia, exitoso en el plano laboral, pero casi deprimido por la
dinámica cambiante del mundo laboral actual, cuya incertidumbre afecta hasta
quienes están más arriba. Por su parte, Anthony Giddens (1938-) nos servirá para
adentrarnos en la psicología de los ciudadanos de la modernidad líquida. Nos mostrará
las luces y las sombras de la posibilidad que hoy tenemos de hacernos cargo e
intervenir sobre nosotros mismos en condiciones de riesgo. El sujeto de Giddens se
pregunta todo el tiempo: ¿habré hecho bien? ¿podría haber hecho otra cosa? y hasta
lee el horóscopo para intentar asegurarse algo en un mundo donde todos los cubitos
de hielo se derriten en la mano. Por último, Zygmunt Bauman (1925-2017), a quien
debemos la creación de la expresión “modernidad líquida”, pondrá de relieve la
compulsiva, obsesiva, continua, irrefrenable y eternamente incompleta modernización
o aggiornamiento al que estamos penados todos en la actualidad: más vale que
siempre nos reconvirtamos en lo que la sociedad nos pide, que desarrollemos nuevas
conocimientos, habilidades y capacidades para el trabajo, pero a la par, que
acondicionemos todo el tiempo nuestro cuerpo y también nuestro entorno con
nuevísimos artefactos tecnológicos y objetos de consumo. Más nos vale que hagamos
todo eso, más nos vale que hagamos algo para ser felices. Quien no se aggiorna (quien
no se moderniza) no existe. El problema es que en esa perpetua tarea de auto-
modernización la gente se cansa, porque lo que vale para hoy tiene fecha de
vencimiento mañana. La imagen es fuerte: tanta interpelación social sobre nuestros
hombros y, sin embargo, no nos vemos más que a nosotros mismos fracasando y
triunfando. La auto-responsabilización es la operación mental más recurrente. Como
en ninguna otra sociedad que se haya conocido, los habitantes de la modernidad
líquida nos vemos obligados a movernos en la vida como súper héroes.

5. PARA CERRAR

Ya estamos en condiciones de empezar nuestra materia. Esperamos que sea un buen


viaje que les deje elementos para pensar la sociedad, pero, más, a ustedes mismos y a
sus familias dentro de ella. Repetimos nuestra aspiración: no nos interesan
primariamente la historia de la sociología ni sus escuelas ni sus autores. Sí, en cambio,
las distintas formas que tuvieron las sociedades modernas y los problemas que
representaron para la sociología como disciplina científica. Advertirán algo que
entusiasma: los conceptos sociológicos del siglo XIX no son los mismos que los del siglo
XX ni éstos los mismos del siglo XXI. Si la sociedad cambia la sociología debe cambiar. Si
no crea conceptos nuevos y revisa los viejos será una ciencia muerta, una zombi, que
podrá hacerse ver en el presente pero que dará pena.

Nuestra aspiración más profunda es que sirva para pensarnos. El titular de la cátedra
piensa que si ustedes, leyendo un texto de la materia, levantan regularmente la
cabeza, entrecerrando los ojos, como mirando hacia otra parte (en realidad,
rememorando un escena en la que se vuelven a ver a través del texto) habrá cumplido
adecuadamente con sus funciones. Ustedes dirán. La sociología tiene que servir para
ver otra vez (y mejor).
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