Meccia Sociología y Sociedades Modernas
Meccia Sociología y Sociedades Modernas
Meccia Sociología y Sociedades Modernas
Por lo tanto, durante la cursada, se reflexionará menos sobre los autores y sus escuelas
y mucho más sobre los temas que escribieron y el momento histórico en que lo
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El uso de un lenguaje que no discrimine por género es un asunto que interesa a esta cátedra. Sin
embargo, visto que no hay consensos acerca de cómo hacerlo en castellano y al solo fin de sortear la
sobrecarga de consignar el femenino y el masculino en simultáneo o signos tales como “x” o “@” o “e”
para visibilizar los géneros, el titular optó –salvo excepciones- por emplear el genérico tradicional.
hicieron. Es decir, los autores (aún los más consagrados) serán para nosotros
“instrumentos” por medio de los cuales hablaremos de problemas sociales específicos
y de las formas en que la sociología trató y trata de estudiarlos.
La sociología como ciencia autónoma apareció en la segunda mitad del siglo XIX en
medio de un espeso conjunto de cambios sociales, económicos, culturales y políticos
que se dieron en las sociedades occidentales. Estos cambios, a su vez, representaron
las consecuencias de un hecho político (la Revolución Francesa) y de un proceso
económico (la producción industrial a gran escala para un mercado que se hacía
crecientemente mundial). En efecto, no es posible comprender los temas que
estudiaba ni las preocupaciones de los sociólogos si no anteponemos las características
que iba adquiriendo la sociedad que la vio nacer. La sociología es producto del cambio
social: surgió en medio de él, intentando explicar sus orígenes y, sobre todo, sus
consecuencias.
Los cambios a los que nos referimos son los que tuvieron lugar durante y luego del
tránsito de las sociedades tradicionales a las sociedades modernas. Intentemos hacer
una comparación.
Las sociedades tradicionales (también llamadas naturales) fueron las que existieron en
Occidente con anterioridad a la revolución industrial del siglo XIX. Eran, por así decir,
sociedades pequeñas y estáticas desde nuestro punto de vista. En ellas, el mundo de la
gente coincidía con la pertenencia a la comunidad; fuera de la comunidad no existía
mundo en un sentido muy importante, queremos decir: no existían lugares, tareas,
relaciones o posiciones a las cuales la gente pudiera o quisiera aspirar. Como decimos
nosotros, esas ideas “no les entraban en la cabeza”… y no por falta de lugar sino
porque no existían.
La modernidad industrial nacida en el siglo XIX fue una modernidad desorganizada, las
tendencias hacia la centralización (especialmente del poder político y jurídico) y hacia
la homogeneización social (la destrucción de la vida rural y la proletarización del
campesinado) corrieron parejas a situaciones de anomia y conflicto social
protagonizado por las masas trabajadoras que estaban integradas a la corriente
moderna en las peores condiciones que podamos imaginar. Ello favoreció el
surgimiento de vigorosos movimientos obreros de inspiración marxista y anarquista
que dotaron a los trabajadores de algo que hasta entonces no tenían: conciencia de
clase. Es así que podemos hablar del tránsito de la condición proletaria a la condición
obrera, condición –esta última- que cargaba sobre los hombros de los trabajadores la
potencialidad de la transformación de la sociedad en un sentido justo.
Sin embargo, se había puesto en marcha una tendencia que alcanzaría su apogeo en
los denominados “treinta gloriosos años” posteriores a la segunda guerra mundial
(entre 1945 y la crisis del petróleo, consignan los historiadores). Por un lado, el
crecimiento de la economía capitalista y, por otro, el papel de los estados impulsando
la seguridad social, dieron una nueva fisonomía a la sociedad, que hemos de llamar
sociedad de modernidad sólida u organizada. Estos dos atributos cobran vida si
pensamos en la modernidad industrial naciente: si antes el Estado era refractario a
asumir funciones que excedieran el cumplimiento de garantías para la expansión de los
negocios burgueses dejando a la clase trabajadora librada a su suerte, aquí intervino,
no para reducir los negocios ni mucho menos, sino para ampliar el repertorio de
garantías a otros sectores de la sociedad. Las garantías repartidas contribuyeron no
solo a organizar sino a consolidar este tipo de sociedad. En algunos textos, se califica
como de “bienestar” al Estado que logró este estado de cosas. En nuestra materia
preferimos denominarlo “Estado social”.
Si queremos tener una imagen del tránsito de una forma de modernidad a la otra,
imaginemos que observamos la transformación de la forma y el tamaño un cubito de
hielo que tenemos en la mano. A medida que se derrite, se achica. Así también se
achicó el entramado de entidades e instituciones que posibilitaban la seguridad social,
y ello supuso la puesta en interacción de muchos factores sociológicamente
significativos que, como siempre, van encadenados. Entre ellos podemos tomar dos en
primer lugar: por un lado, una transformación regresiva del modo de producción de las
economías capitalistas centrales y periféricas (que incluye la decadencia de la industria
y el crecimiento del sector comercial y de servicios) y, por otro, el retiro del Estado de
las funciones de equilibración social que venía sosteniendo. Sobre finales del siglo XX y
en lo que llevamos de siglo XXI, las intervenciones del Estado en la arena económica
son cada vez menos garantistas de cuestiones sociales que de cuestiones empresarias,
dicho esto en términos comparativos y sin desconocer que existieron en el medio
algunas excepciones (parciales) representadas por gobiernos particulares que, sin
embargo, no han logrado formar una contra-tendencia significativa.
El prefijo “des” nos permitirá caracterizar rápido y eficazmente a las sociedades de
modernidad líquida. Ya mencionamos la des-estatización en el sentido de que el
Estado ya no se reivindica como un actor (árbitro e inversor) en el escenario
económico. Esta situación unida a las nuevas lógicas empresarias del neoliberalismo
llevó a la des-salarización o, para decirlo con otras palabras, a muchas formas de
flexibilidad laboral, representadas por el trabajo por contrato a término con escasa o
nula tutela sindical y por múltiples formas de nuevos conchabos laborales informales.
Por supuesto, lo dicho es válido para quienes no cayeron en la situación más dramática
de estos tiempos: el des-empleo. Estas circunstancias llevan, a su vez, de la des-
colectivización del mundo del trabajo. En la modernidad organizada el trabajador, que
pertenecía a un colectivo regulado y regulador de relaciones y transacciones sociales
(la industria xx con su respectivo sindicato), era menos un individuo que parte de un
nosotros que negociaba mejoras con más o menos éxito en su nombre. Eran entidades
sólidas (Estado, empresas, sindicatos) que negociaban entre sí. La modernidad líquida
se caracteriza por lo contrario: el trabajador se vuelve cada vez más un individuo sin
pertenencia colectiva que debe defenderse como puede en la nueva jungla laboral,
altamente restrictiva y competitiva. Asistimos así a una especie de re-privatización de
la relación empleador-trabajador. “Re” porque las primeras relaciones proletarios-
patrones del siglo XIX eran igual de privadas y, por ello, inseguras e impredecibles.
5. PARA CERRAR
Nuestra aspiración más profunda es que sirva para pensarnos. El titular de la cátedra
piensa que si ustedes, leyendo un texto de la materia, levantan regularmente la
cabeza, entrecerrando los ojos, como mirando hacia otra parte (en realidad,
rememorando un escena en la que se vuelven a ver a través del texto) habrá cumplido
adecuadamente con sus funciones. Ustedes dirán. La sociología tiene que servir para
ver otra vez (y mejor).
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