Penumbria 11 - AA VV

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En

la tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás ataúdes con


ojos de orquídeas que miran, tigres y doncellas. Extraños sonidos y razas.
Parejas resignadas, pibes felices y cobijas que huelen a nuevo. Instantes,
crímenes, jardines. Tazas de café, trozos de ámbar, transformaciones. Líneas
del tiempo juguetonas, desembarques y caídas del cielo Pequeñas dosis de
horror y fantasía. Cadenas, letras enamoradizas, monstruos sonrientes Muerte
y maldad. Mucha maldad.

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AA. VV.

Penumbria 11
Antología Revista Penumbria - 11

ePub r1.0
Unsot 28.06.2020

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Título original: Penumbria 11
AA. VV., 2013
Diseño de cubierta: Blackbird Lozano

Editor digital: Unsot
ePub base r2.1

Página 4
Esta obra está licenciada bajo Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0
No portada.

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Torre de Johan Rudisbroeck

Mientras lees esto, horroroso lector, la cueva desde donde escribimos se está
llenando de paquetes que contienen los libros de nuestro primer aniversario:
Penumbria, Año I. Esperamos que, con tu ayuda, este extraordinario suceso se
convierta en una tradición.
Por lo pronto, con este número, el once, comenzamos nuestro segundo
año de vida digital. La respuesta nos sigue sorprendiendo. Por ejemplo, en
esta ocasión recibimos más de cincuenta textos no sólo de diferentes ciudades
de nuestro país, México, sino también de diferentes países como España,
Nicaragua, Argentina y Colombia. Y además, su calidad no ha disminuido, al
contrario: cada número es más dificil sólo elegir entre quince y veinte. Ésa es
la (afortunada) razón por la que Penumbria once incluye veinticuatro cuentos.
En la tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás ataúdes con
ojos de orquídeas que miran, tigres y doncellas. Extraños sonidos y razas.
Parejas resignadas, pibes felices y cobijas que huelen a nuevo. Instantes,
crímenes, jardines. Tazas de café, trozos de ámbar, transformaciones. Líneas
del tiempo juguetonas, desembarques y caídas del cielo Pequeñas dosis de
horror y fantasía. Cadenas, letras enamoradizas, monstruos sonrientes Muerte
y maldad. Mucha maldad.
No me cansaré de repetir que este proyecto existe gracias a la buena
voluntad de todos los autómatas que participan desinteresadamente en el blog
y en las antologías y, por encima de todo, a tus constantes visitas. Gracias.

Miguel Lupián
Director RP

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TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO
MEFISTO

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Los ataúdes

Paulina Monroy

Se sugiere que los ojos del ataúd provengan de orquídeas que miran. Si se les
quiere cultivar, se debe enterrar un ojo en la maceta, y cuando la flor crezca,
alimentarla con una cucharadita de sal por la mañana y otra por la noche. Hay
que permitirle a la orquídea pasar unas horas frente a su retrato para levantar
la autoestima y después arrancarle el ojo. Una canción de cuna calmará el
dolor.
Enseguida el ojo se colocará en el ataúd y por sí solo se adherirá a la caja.
Habrá que esperar el primer parpadeo y será consolado el tímido, el invisible
e insignificante que anhela ser visto. El procedimiento es simple; sólo
necesita mirarlo.
En un inicio, al ataúd le será difícil habituarse a la luz; por eso, convendrá
comenzar en espacios de aire lóbrego; la humedad y las lombrices también
son propicias. El sótano de un edificio, un cuarto abandonado e incluso el
armario pueden ser buenos lugares para una primera vez. Con el tiempo el
ataúd desarrollará su habilidad en cualquier sitio e incluso a plena luz del día.
Tendrá sus ventajas que usted trate al ataúd con cortesía. Se recomienda
alentarlo con palabras dulces y caricias. No menos importante es la prudencia
de evitar los espejos. Dejar un ataúd frente a sí mismo multiplica la pesadilla.
No es necesario abusar de su uso.
Sin más, éste es el modo de empleo. Usted vea al ataúd directamente al
ojo, estoico y en silencio. No se distraiga. Guárdese las palabras, sobran. Es
momento para que el ojo hable: ¿qué le dice del ataúd?, ¿qué le dice de sí
mismo?, ¿está ahí su vida o su muerte? Note que comienza a ser reconocido,
¿se siente cómodo?
En breve vendrán los sudores. No es fácil sobrellevar el escrutinio. Ahora
se piensa juzgado y se arrepiente. No está listo para tanta atención. En la

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mirada del ataúd, es usted minúsculo y susceptible. Nunca tan desnudo, se
dice y retrae las piernas para esconderse, pero el ojo del ataúd lo ha
descubierto: usted es vulnerable, hosco, un cobarde. Que su hábito es hablar
solo; rasca las paredes buscándose un amigo; moldea el silencio a la medida
del consuelo; disfruta ser herido y a veces se imagina altivo.
Su expresión lo delata. Avergonzado, se lleva las manos al rostro y piensa
qué feliz sería si fuera una sombra. El ataúd sigue indagándolo. —Basta—
pide y la caja abre más el ojo y lo somete. Vencido, se destapa el rostro y un
escalofrío lo sacude. El apego tiene consecuencias: para el ataúd usted ya es
un verbo, un color, un sonido. Ese «algo» ya lo piensa.
Ahora tal vez quiera tapar el ojo e interrumpir el examen. Sería inútil. La
mirada del ataúd ya está clavada en la suya y poco a poco usurpa sus
recuerdos hasta que queda sellada en su mente. Desde este momento, para
usted no habrá más imagen que la del ataúd. Todo sueño y desvelo, toda
persona y artefacto, llevará esa mirada que lo observará por siempre. Nadie le
quitará el ojo de encima.

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Aquel pibe feliz, viejo y triste

Cristian Acevedo

Aquellos que se acerquen con la intención de hallar en estas líneas un


veredicto categórico o una respuesta verosímil que lo explique todo, deberán
saber que este párrafo pretende desengañarlos: el cómo y el porqué de esta
pequeña pero rigurosa historia son —y seguirán siendo— un misterio. Lo
único concreto es lo que sucederá. Y lo que sucederá —ni más ni menos— es
que Fermín Ipalaguirre logrará, esta misma tarde, viajar en el tiempo.
Conseguirá, por motivos inciertos, regresar a una época feliz de su vida: a los
siete años.
Pero atención: ese regreso será contante y sonante. Fermín Ipalaguirre no
regresará a su miñez en un sentido metafórico. No será un viaje de
simbolismos y alegorías baratas. Mucho menos una excusa literaria.
No.
Fermin Ipalaguirre retrocederá en el tiempo hasta ubicarse en la tarde del
catorce de agosto. Y será un viaje solamente de ida. Viajará por única y
definitiva vez. Y lo hará a través de esa foto. De esa, que contempla fascinado
cada tarde, bajo la lamparita que cuelga al costado de un nido, entre las ramas
de la parra. De esa foto de agosto que, iluminada por una tenue luz, se ve aún
más amarilla, más marchita.

Fermín barre las hojas de la parra y las agrega al montón que viene
acumulando en cada barrida, desde la tarde anterior. Se sienta. Insiste con el
mate. Lo golpea contra la mesa: espera que se destape antes de que el agua se
enfríe. Y la calandria, que ha sabido anidar cerca de la lamparita y que todas
las tardes lo acompaña en silencio, reacciona: se agita en un aplauso de alas

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temerosas y desconfiadas. Y eso alcanza para que las hojas de la parra se
suelten y caigan otra vez, sobre la mesa y sobre las baldosas.
La yerba ha de ser muy mala porque es puro polvo que se mete por la
bombilla. Y se tapa. Cada dos por tres el mate se tapa, y hay que golpearlo
para que el agua pase. Entonces apoya, apenas, la boca en la bombilla: si
chupa fuerte se vuelve a tapar. No quiere andar forcejeando con el mate cerca
de la foto. Mirá si, entre tirón y tirón, le caen algunas gotas. O peor: que la
foto quede sepultada bajo un túmulo de yerba viscosa y caliente. Eso sí sería
un desastre. Porque esa foto vale para él lo que no valen todas sus posesiones:
la casilla recién pintada, las rosas y los malvones del pasillo, el limonero. Para
Fermín Ipalaguirre es más valiosa que su huerta entera. Es así: antes que nada
—antes que cualquier cosa que pudiera importarle— está, siempre, la foto.
Esa foto en la que un pibe sonríe con el flequillo impecable y un par de
dientes caídos, feliz porque es catorce de agosto y pronto conocerá a su
hermana. Sonríe porque tiene la equivocada certeza de que así será.
La lamparita ilumina la mesa. Prilla y se refleja en el torso opaco de la
pava. Crece en protagonismo a medida que los rayos del sol se ocultan entre
las ramas áridas de los sauces.
Fermín Ipalaguirre nunca ha hablado con nadie acerca del significado de
esa foto. Siempre la lleva encima, en un bolsillo o en otro. Pero, si alguien se
le acerca demasiado —en la cola del banco, por ejemplo—, se apura a
guardarla en el bolsillo. La esconde para que nadie le pregunte. Porque si lo
hicieran —si le preguntaran por qué se pasa el día con la cara pegada a esa
foto—, él no sabría qué decir. Fermín siempre ha sido enemigo de las
palabras, de las conversaciones. Si hay algo que lamenta es eso: no saber
decir. Le encantaría poder explicar que la mira porque no ha encontrado, en
tantos años, mayor ingenuidad que en los ojos inocentes de ese pibe. Que lo
hace porque no ha vuelto a sentirse tan optimista como aquella tarde del
catorce de agosto. Que quien ofició de fotógrafo —quizás un tío— logró
captar un momento cualquiera, sin saber que terminaría siendo, para ese pibe
feliz, el más grato y valioso de su vida.
Decir todo eso no le sale. Y a fin de cuentas —después de tantos años—
descubrió que se siente mejor si no dice todo aquello. Porque el silencio lo
libra de culpa. La culpa de menospreciar todo lo que sucediera después de ese
catorce de agosto: su primer y tardío beso, los hermosos hijos que Irene supo
darle, los veinticinco años vividos junto a ella, la casilla que construyeron
palmo a palmo cuando huyeron de Santiago, las vez que lloraron juntos frente

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al mar. Así que no dice nada, y entonces se guarda la foto enseguida y vuelve
a sacarla cuando ya nadie parece interesado en preguntar.

Finalmente, como es de imaginarse, Fermín Ipalaguirre jamás conoció a su


hermana: de buenas a primeras el parto se complicó para ambas. Para su
hermana y para su mamá también.
Y el quince y el dieciséis y el diecisiete ya nada tendrán que ver con ese
feliz catorce de agosto. Pero ese pibe feliz aún no lo sabe —nunca lo sabrá—,
y puede mantener esa sonrisa expectante para siempre. Ese pibe conservará el
brillo y la inocencia por el tiempo que Fermín consiga preservar la foto. Por
eso es que la atracción entre el pibe feliz y Fermin Ipalaguirre es tan intensa.
Intensa y mutua.

La calandria chilla, se esconde; la lamparita oscila y parpadea. La parra


multiplica su llover de hojas cobrizas. La pava se congela en el resplandor
frío que proviene de las manos de Fermín, de la foto entre sus manos. Y esta
tarde, después de tantas tardes bajo la parra, Fermín abandonará su casilla
recién pintada para siempre. Fermín Ipalaguirre no conocerá a Irene en un
banco de la Plaza Belgrano ni se levantará por las noches para comprobar que
sus hijos duermen bien. Nunca abandonará Santiago.
Sus tobillos jamás sentirán la caricia de las olas.
No sabrá lo que es tener ocho, quince, treinta años. No habrá primer beso
para €l: en un abrir y cerrar de ojos regresará al momento que eligió —tal vez
de manera caprichosa— como el más puro, el más feliz. Y la efeméride del
catorce de agosto será, ya de forma definitiva, su lugar en el mundo.
Pero hay algo más que Fermín Ipalaguirre ignora: ese pibe feliz de
flequillo y dentadura con ventanitas también se verá obligado a moverse, a
quitarse. Fermín no sabe que ese pibe pasará los últimos días de su corta vida
entre arrugas y párpados lacrimosos. Que gastará sus días en la infernal rutina
de contemplar una foto marchita, sentado bajo la tenue luz que asoma de la
parra. No sabe que ese pibe feliz será embutido —en ese mismo abrir y cerrar
de ojos— dentro del cuerpo de un viejo triste.

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Resignación

Alberto Sanchéz Argüello

Ahí va de nuevo, llamándome desde algún lugar impreciso detrás de la


paredes; ven acá, me dice, tráeme mi té de las seis. Yo me sujeto de la cuerda
y me jalo hacia arriba; suelto mi cuello con dificultad y me dejo caer. Le
preparo el té y la busco sin éxito por la casa. Siempre es igual: me pide cosas
y luego no está para que se las dé. Hace dos semanas tuve que coserme las
muñecas para poder sacar la basura sin hacer un reguero de sangre; faltaba un
día para que los recogedores pasaran, pero ella siempre está con el capricho
de que no se acumulen las sobras de comida. Anteayer me tuve que sacar la
bala de la cabeza para ir a comprar el gas que se había agotado, como si ella
no pudiera ir. Y ni siquiera se acerca para pedirme las cosas, me grita desde
su cuarto o bien desde algún punto de la cocina o el patio trasero. Me tengo
que resignar: mi mujer no me va a dejar morir en paz.

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Resonancia

Francese Barrio

El hombre es alto, corpulento, moreno con el pelo corto pero


descuidadamente despeinado. Viste unos tejanos clásicos, unas deportivas
oscuras y una anónima camiseta negra, sin dibujos, sin marcas. Una vieja
mochila en el hombro izquierdo. Es mediodía, empieza a hacer un poco de
calor en Barcelona y el sol se filtra entre las ramas de los árboles de las
Ramblas mientras el hombre pasea. Quizá no vaya a ningún sitio, quizá
simplemente esté dando una vuelta, sin ningún motivo.
El hombre está un poco nervioso. Intuye. No, lo sabe con certeza. Se
acerca otro episodio. Ya lleva unas pocas horas con los primeros síntomas.
Siente cómo le bulle la sangre, está especialmente irritable y se comienzan a
manifestar los problemas de atención previos, Se despista, pierde el hilo de
los pensamientos. Tampoco no puede dejar de bostezar. Un niño pequeño se
le queda mirando y lo señala. Pobrecito, tiene mucho sueño, mamá. Habrá
madrugado mucho, cariño. Eso le molesta especialmente pero pasa de largo.
El hombre creía que no sería tan inmediato, que aún le daría tiempo.
Normalmente, la primera fase se alarga casi un día entero. Hoy no. Hoy todo
es más rápido, más enervante. La luz empieza a ser especialmente molesta. Se
ha dejado las gafas de sol. Debería comprar unas. Las va a necesitar.
Empiezan los primeros destellos, como llegados desde algún lugar fuera de su
campo de visión. Los pequeños centelleos luminosos rodean una pequeña
zona, arriba a su izquierda, donde no ve nada. Un punto ciego. Va a ser
especialmente intenso.
El hombre cambia de lado la mochila que lleva colgada al hombro. El
proceso avanza. Poco a poco, empieza a notar un hormigueo en el lado
izquierdo de la lengua, en el labio, en la mejilla. Siente la pulsación continua
de una venilla en la frente. El hormigueo se extiende, lentamente, hasta su

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brazo izquierdo, descendiendo, incesante, hasta las puntas de los dedos. Abre
y cierra unas cuantas veces el puño. No sirve de nada. Simplemente anuncia
una llegada inevitable y no perdona.
El hombre no puede esperar más. Abandona la ancha acera acercándose a
la calle y detiene el primer taxi. Su interior, oscuro, es agradable. Le da una
dirección al conductor y le pide que baje el volumen de la música. Popular,
música española, melódica. No, mejor que la apague. Intenta ser amable pero
no le sale. El taxista protesta y apaga la radio. El hombre cierra los ojos.
Incluso así, con los ojos cerrados, sigue viendo los destellos. Esto no es
normal, nunca había sido tan fuerte.
El hombre intenta abstraerse, intenta dejar de percibir. Es imposible. Todo
resuena dentro de su cráneo. Los resplandores del interior de su mente se
mueven. Es como cuando te quedas mirando al sol y cierras los ojos. Manchas
fluctuantes, Dolorosas. Plasmadas sobre el lienzo de sus párpados cerrados
toman formas. No puede creerlo. Son letras. Los destellos luminosos se van
transformando, poco a poco, en letras. Mayúsculas, pulsantes, bailan en su
cerebro. Configuran. Un. Mensaje. Piensa el hombre. ESTAMOS. EN.
RESONANCIA. Dicen las letras luminosas, hirientes.
El hombre no entiende nada. Tampoco lo intenta. La confusión dura poco.
En unos minutos llega la calma. Desaparecen las ilusiones. Se acaba el
hormigueo. Sabe que ahora tiene unos minutos de paz. La media hora de
calma que precede la tempestad. Poético, piensa con una falsa sonrisa.
Tópico. Luego, imbatible, llegará el dolor.
El hombre ya llega a su casa. El taxi lo ha dejado ante su portal en una
callejuela de Sants. Sube la escalera corriendo, abre apresuradamente y se
lanza sobre el botiquín del lavabo. Pastillas. Salvadoras. Eso espera. Se mete
en su habitación, cierra la puerta, baja la persiana y se tumba en la cama. La
espera funesta. Pero no por mucho tiempo.
El hombre siente, enseguida, el embate de la primera oleada de dolor.
Parte de algún punto inlocalizado del lado izquierdo de su cabeza. Palpitante,
el dolor no ha empezado esta vez suavemente. Ataca con toda su furia.
Aprieta los dientes. El sufrimiento es insoportable. Siente que le va a estallar
el cerebro. Desea que le estalle el cerebro y, así, dejar de sentir. Pero no. Eso
nunca ocurre. Y no lo soporta más. Nunca había sido tan intenso, tan
profundo, tan duro. Se levanta de la cama, se tambalea unos pasos y cae.
Inconsciente.
El hombre, que aquí parece otro hombre pero es el mismo. Alto y
corpulento, moreno con el pelo corto. La misma cara. Es otra Barcelona, otro

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sitio, ¿otro tiempo? Otro universo. Aquí mismo pero muy lejos. Está en un
laboratorio tumbado en una camilla. Tiene un casco sobre la cabeza del que
parte una miríada de cables que conectan a una gran máquina a su espalda.
Realiza un experimento que dura años. Una revolución. Sintonizar con el otro
lado, con su otro yo, en un mundo paralelo. Por primera vez ha establecido
una auténtica conexión sinérgica. Lo consiguió, durante unos minutos. Un
éxito efímero. Una conexión breve. El mejor intento. Tan sólo tuvo tiempo de
una frase. Estamos en resonancia.

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#Microhorror IX

Ana Paula Rumualdo

Ellos eran de la casa y no al revés, se dieron cuenta al descubrir sus cuerpos


emparedados en el recibidor.

El fondo de los mares ausentes sirvió como cementerio para todas las formas
de vida que alguna vez habitaron la tierra.

La vendedora ofreció a la joven pareja un precio atractivo. La casa hizo el


resto del trabajo.

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Ambar

Mauricio Absalon

Hija de mi pueblo, cíñete el cilicio y revuélcate en ceniza; haz duelo


como por hijo único, lamento de gran amargura, porque de pronto el
destructor vendrá sobre nosotros

Jeremías 6:26

—Respire profundo y cuente del uno al diez.


… Uno… tranquilo, es rutina, en un rato estarás en una habitación de lujo
y ella estará ahí, a tu lado… Dos… eres muy joven, te lo detectaron a tiempo,
tienes tanto por hacer… Tres… los aceptaron en la misma universidad, es tu
destino, tu vida… Cuatro… en esta época un aneurisma es algo rutinario, no
temas… Cinco… qué sueño, no, es diferente, el cuerpo pesado, como
embriaguez… Seis… luego sigue el otro número, ese, ¿cuál es el que se
cruza?… Sí… Siete…
En el espejo te cubres la cicatriz al peinarte, ya casi no se nota, te ha
crecido rápido el cabello. Mientras te afeitas la observas salir desnuda de la
regadera y cruzar detrás de ti hacia la habitación. Pasó las uñas por tu espalda
en una caricia. La alcanzas en la cama. Dentro de ella y tus manos en la
cabecera. Qué polvosa está la cabecera. Te sales de ella y de la cama y vas a
la regadera: «Qué rápido se acumula el polvo».
Lees junto al ventanal, sentado en una butaca, bajo la luz diagonal y
ámbar de la tarde. Afuera una mezcla de cantos diluidos anuncia el sueño de
las aves. Frente a ti está ella en la última página. Cierra el libro y sube el pie
descalzo a tu entrepierna. Echas la cabeza hacia atrás y entrecierras los ojos.
La luz juega con tus pestañas. Las percibes; pequeñas motas de polvo tornasol
flotan en desorden. Miras el ventanal: «Se está filtrando el exterior».
La casa ha crecido. No recuerdas la última vez que estuviste afuera.
Tienes esta extraña sensación por instantes de que la casa aumenta una

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habitación cada vez que caminas hacia el jardín. Habitaciones nuevas siempre
y también siempre familiares, reconocibles. Y la luz, siempre es de tarde,
como su mirada. Entonces llega ella y olvidas todo; llega tu hogar. Está en
cada cuarto de esta casa como un pequeño fuego y un lugar para habitar. Te
abraza en silencio, te besa, la desnudas. Notas que las prendas al arrastrarse
dibujan trazos curvos sobre la capa de polvo perene en la duela. Sacudes la
ropa y una nube de partículas llena la habitación: «Es una invasor, el polvo.
Un asedio de lo mínimo en oleadas infinitas».
Te mueves. Hay un jardín detrás de los ventanales y el deseo de salir. Una
puerta, otra habitación. La gran casa que has construido con todas las
ventanas orientadas al sol. Te maravilla que siempre la luz de la tarde entre
desde el poniente y el oriente y el norte y el sur. Dudas, siempre es de tarde y
siempre es acogedora la casa. Ella junto a ti. La tomas de la mano y caminas
por la biblioteca, la sala, la cocina, la recámara. Te recuestas en la cama y ella
te acompaña, siempre. Miras el techo; no hay lampara. Toda tu casa no tiene
lamparas o focos o velas. Petienes la respiración y giras la cabeza hacia ella.
Pone su dedo índice sobre tus labios y el atisbo de angustia se esfuma. Te
besa. Miras al ámbar mirarte. Tienes sueño, cierras los ojos, escuchas apenas
algo que cae. Tu agudo oído sabe del polvo que desciende como una nevada
de noviembre. «No duermas, no dejes que el polvo te cubra».
Ella corre desnuda de habitación en habitación y la persigues. Tu ropa
tenía polvo y te la has quitado. Corres desnudo detrás de ella. Quieres tenerla;
es Voluntad eso. Nunca ha sido tuya. No es posesión; quieres incorporarte a
ella, fundirte. Una tolvanera se levanta tras tus pasos y van cerrándose las
habitaciones que quedan atrás. La casa se ha reducido durante los últimos
minutos, días, siglos. Cierras una puerta detrás de ti y se transmuta en pared.
Es la única habitación, sin salidas, sin entradas. Apenas una pequeña ventana
donde cambia rápido la inclinación del último rayo solar. Ella está hincada en
el centro, no hay polvo. Hace tanto las paredes y el piso no lucían sus maderas
vírgenes. No hay muebles, no los necesitas. Te sientas en el piso y ella avanza
hacia ti, se sienta sobre ti, se llena de ti. Fundida no se mueve; contracciones
y temblor pélvico. Orgasmo. Hogar. Ambos. Hoguera. Algo es arrancado
desde tus entrañas hacia su vientre. Sabes que te mira pero no puedes levantar
la vista, sabes que ríe pero no puedes escucharla. Le acaricias los brazos y se
desprenden células de su piel; el polvo de nuevo. Exhala y se atomiza, la
respiras, está en tus pulmones y la sangre la transporta por tu cuerpo; te
ahogas, toses, das arcadas. El sol desaparece con la habitación. Y este polvo
que te cubre. Tus ojos cerrados mientras sientes que la tráquea te sale de la

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garganta. Toses una tráquea plástica desde el centro del pecho, sale por tu
boca. Aire que ha dejado de llenarte, polvo que raspa tu reseca garganta como
cristal. Tus ojos cerrados; miedo al polvo abrasivo. Horror.
—Se retiró la asistencia respiratoria a las 6:26 pm.
Abres los ojos y duelen. La luz tan tenue y así hiere tus pupilas. Recorres
el techo, la pared, su rostro. ¿Ella? Una mujer te sostiene la mano. Algunas
arrugas, ojeras, un par de canas. Su mirada de ámbar. Tiemblas y la penumbra
granulada desciende sobre ti.
«…y todo el polvo de la casa y toda la ceniza del hogar…»

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Sobre la transformación

Miguel Santos

Un hombre que nació para perico iba desprisando la calle, o sea, caminaba
despacio. Al doblar la esquina, Casualidad le derramó un bote de pintura
mexicolor, coincidencia de tres metros de altura mal colgada a un andamio. El
ser humano perdió todo sentido e instantáneamente una montaña de verduscos
relieves apareció en la calle mirando con preocupación hacia todos lados, en
vez de árboles le crecieron piernas; éstas no se hicieron del rogar y azuzaron a
las rodillas ¿has visto a los montes correr?
Al final de la calle, esa inmensa mole de arrobada naturaleza fue
perdiendo sus formas hasta concentrarse en un minúsculo punto verde, su
velocidad fue en aumento y lo último que alcanzamos a ver fue una mancha
que emprendía el vuelo y dejaba una extraña sensación en la ternura del aire.

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El nacimiento de la maldad

Sarko Medina

A Rinti

El perro estaba tirado en el basural. Las moscas que lo rodeaban se posaban


en el orificio abierto en su vientre, el cual dejaba escapar sus tripas verdosas.
Asombrado, percibía cómo se estaba pudriendo. ¡Pero él estaba peleando por
moverse!, por ordenarle a sus músculos que respondieran a sus órdenes y
nada pasaba.
Empezó a recordar su última comida, cansado por un momento de su
inútil esfuerzo por moverse. Fue un pedazo de carne lleno de vidrio, el cual le
atravesó partes de la garganta, haciéndolo escupir por horas coágulos de
sangre, ahogándolo de sed y hambre pues no podía pasar alimento alguno.
Ahora se sentía tirado, inmóvil, con un millón de cosas moviéndose entre
sus tendones, sus vísceras, sus huesos. Eran los gusanos, que desesperados
por su ciclo de vida tan corto, pugnaban por corromper lo antes posible su
cuerpo, abriendo surcos en su cuero, pudriendo sus ojos, hocico, orejas.
Cuán lejanos quedaron los días que se sintió acompañado por sus
hermanos, nacidos del vientre de una perra pastor alemán de casta. Fueron
cuatro los cachorros, de los cuales él fue el último en ser vendido.
Las manos rugosas y duras del empleado civil que lo compró, le
aseguraron manazos en el hocico cada vez que sus patitas se aventuraban
fuera del patio, donde lo hicieron dormir desde un primer momento. La
curiosidad era castigada con rigor.
Ondas cálidas lo embargaban de rato en rato, mientras una explosión de
furia lo llenó cuando se recordó atado al árbol del patio y golpeado con varas
para que ladre fuerte. Una angustia lacerante lo envolvió al recordar que lo
dejaban días sin comer, dándole al final miserias que no podía tragar por falta
de agua, la cual llegaba de cuando en cuando en una vasija sucia y maloliente.

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Mientras así pensaba, en su cuerpo empezaron a formarse bultos. Su cuero
reseco por los días ante el sol, empezó a cobrar movimiento, como si algo
desde adentro pugnara por salir. Un vapor azulado lo empezó a rodear. Cerca
de allí, una rata miraba todo como única testigo de la trasformación que
empezaba a suceder con el cadáver del perro.
Su ira empezó a acrecentarse con cada recuerdo: los sobrinos del
empleado llegando a la casa y colocándole ganchos de ropa en las orejas
cuando aún era cachorro, los hijos del empleado arrojándole petardos que
explotaban cerca de su oído. Los sobrinos ya crecidos amarrándolo a una
moto para hacerlo correr hasta trastabillar y ser arrastrado. La inmensa ira que
sus ladridos no podían callar.
Sus patas empezaron a alargarse. Sus huesos del pecho se ensanchaban.
Sus vértebras crecían para darle más campo a esa multitud de gusanos que
empezaban a bullir multiplicándose progresivamente al devorar toda la carne,
mientras el vapor empezaba a introducirse dentro de él. Los gusanos se hacían
más largos, más gordos y más oscuros, cubriéndose con una capa dura y con
filudas puntas. El olor era indescriptible.
Su mente empezó a destrozar sus recuerdos, toda la amabilidad de la
esposa del empleado se disipó. Alguna carne brindada, alguna caricia, alguna
descripción orgullosa de su ferocidad por parte del empleado o cualquier
atisbo de bondad hacia él, fue borrada. Sólo quedó la insondable conciencia
del dolor infligido a su cuerpo y la devastadora verdad que al cumplir más de
trece años y encontrarse achacoso, el empleado le dio el manjar con vidrio, y,
al no poder morir, amarró un cable a su cuello y en el mismo árbol que le
sirvió de compañía durante toda su vida, lo ahorcó, demorándose más de una
media hora en quebrar su cuello, para decir en una especie de epitafio final:
¡Tenía el cuello duro el muy hijoeperra!…
No aguantó más. El bullir desordenado de los gusanos ya había llegado a
su máximo, dándole un volumen hecho de sus retorcidos movimientos y el
vapor que, condensándose, vino a suplir la carne y sangre perdida. Entonces,
se paró. Tendría el triple de su tamaño original, claro, si alguien estuviese por
allí para medirlo. Pero nadie estaba. La rata ya había huido ante el terrible
hedor despedido. Desde su nueva altura, olfateó el aire hacia la ciudad, hacia
su antiguo hogar. Emitió entonces un desgarrador aullido de otro mundo, que,
llevado por el viento, paralizó de terror a todos, despertó como de una
pesadilla a los hombres e hizo temer por sus hijos a las madres.
Aullando en todo momento, la incomparable criatura del infierno se lanzó
en una carrera hacia la ciudad que brillaba con las luces artificiales de la

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noche. Corría directamente donde él, ya sabía, probaría por primera vez carne
viva, palpitante, que sangraría con sus enormes colmillos atravesándola,
chorreante de rojo color, mientras disfrutaría de eso que ellos mismos crearon
en él: LA MALDAD…

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Cadenas para el alma

Omar Tiscareno

Eabani despertó confundido y azorado. Poco antes estaba en guerra contra su


enemigo Gilgamesh, abrió los ojos al momento de un tajo fulminante. Miró a
su alrededor y encontró a Sara, estaba a su lado decaída en un sueño
profundo. La tomó por la espalda, sintió su piel negra cerca de él y la besó
como si besara a la misma sombra de la moche. La anudó con sus brazos, juró
que aún la amaba desaforadamente y que siempre la protegería a ella y sus
tierras. Miró su propio cuello: sudaba sangre pero no manchaba, no se lo pudo
explicar. Luego de mucho anhelar el cuerpo de Sara, sintió la necesidad de
dormir, Cayeron sus párpados y el episodio que dejó inconcluso en su sueño
terminó.

Antes de abrir los ojos, Sara sintió que su cuerpo era abrazado. Supo
inmediatamente que ese abrazo no era sino de Eabani, tenía la extrañeza de
apaciguar las cosas, de tersar la piel con su ultravoz, se entristeció, le pidió
que la dejara, que renunciara al sortilegio conjurado tiempo atrás: entregar el
alma a lo más amado. La guerra ya había terminado hace muchos años, la
cabeza de Eabani simbolizó el fin de la independencia mesopotámica nunca
conseguida.
Sara giró su cuerpo hacia atrás y deshizo la nostalgia besando a su esposo,
Gilgamesh.

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Microficciones

María Lourdes Mayorga

Bambi prometió dejar el cigarrillo luego del traumático incidente en el


bosque.

Cuando el ratón supo que varias de las princesas Disney se habían practicado
un aborto, las forzó a filmar múltiples secuelas.

Antes de estrenar zapatos, Cenicienta entrenó con un faquir. Lección uno:


brasas ardientes. Lección dos: zapatillas de cristal.

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Por tu raza hablarán los cuernos

Gerardo Lima

En Los Reyes hay un lugar poco accesible para el simple curioso. La zona se
encuentra rodeada por viejos bosques y tierras inexploradas. El significado de
su nombre se ha perdido, sin embargo, la siguen llamando de la misma
manera: Wallaby.
El Colegio de Medicina e Investigaciones Metafísicas decidió establecerse
en un lugar apartado de la vista del profano. Wallaby les regaló la respuesta.
Poco tuvieron que hacer los directores en ese entonces para conseguir los
permisos de construcción. El terreno estuvo listo en menos de tres meses; los
edificios, en seis más. El ritmo de trabajo de la construcción era frenético. Los
animales se asustaban, en especial, los Grandes Cornudos.
Su ausencia no representó ningún problema para los constructores, al
contrario, sin ningún tipo de peligro los albañiles recorrían el terreno para
maniobrar y descansar, El olor en esa región es magnífico, una especie de
sándalo con coníferas frescas. El ambiente de trabajo no podía ser más ligero.
No pasó nada singular en la vieja región mientras estuvieron aplanando y
construyendo, como diría uno de los trabajadores: royendo el bosque. Fue
cuando el personal docente ocupó sus aposentos que la verdadera naturaleza
salvaje de Wallaby emergió desde las sombras, acechando a sus nuevos
inquilinos.
El acomodo de profesores, tutores y personal de limpieza no tardó más de
una semana. Los guardias descubrieron sus aposentos limpios y refrescantes,
los tutores se encontraban felices de pasearse entre los pasillos abiertos del
colegio. Los conserjes y mayordomos fueron quienes se encargaron de recibir
el instrumental médico y metafísico, señalando con los dedos entumidos el
lugar donde descansarían las fierecillas metálicas que eran los bisturíes, o los
estantes en los que los grimorios y tratados ancestrales se codearían con

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manuales de lobotomía y complementación cerebral. En uno de esos paseos,
precisamente, fue que un mayordomo avistó un animal lo bastante grande
para alarmarle. Corrió un buen trecho antes de encontrar a alguien para
relatarle su visión. El tutor llamado Raymundo Eleazar fue el escogido por el
azar y las circunstancias. Con un dejo infantil, tomó al pobre mayordomo por
el codo y lo calmó como pudo. No tenía de qué alarmarse. Seguramente esa
supuesta bestia no era más que una máquina que los constructores habían
dejado, un grupo de hombres o una conjunción lumínica sin igual. Para
tranquilizarle, lo llevó a la enfermería para que trataran su desorden de
ansiedad. El asunto quedó zanjado, por el momento.
Cuando faltaba muy poco para comenzar las clases, el director de la
facultad de Metafísica acudió con el profesor Raymundo para consultarle algo
que sus métodos descriptivos le anunciaban. En efecto, el director veía la
presencia de cuernos cerca de la institución. Seres acechando, esperando una
oportunidad para, ¿para qué?, Raymundo preguntó. El director no supo
responder. Ni mucho menos fue capaz de expresarle su ansiedad intuitiva.
Para el tozudo Raymundo si no había una prueba, un razonamiento
contundente, entonces el problema era una chiquillada, viniera de quien
viniera.
EL profesor seguiría pensando de la misma forma, tal vez expondría sus
ideas ante sus alumnos, de no ser por su desaparición el mismo día de inicio
de clases. El asunto fue cosa seria. Los mismos directores se encargaron de
dirigir cuadrillas en su búsqueda, todo sin descuidar los horarios normales de
enseñanza. Los estudiantes estaban inquietos. Querían conocer su nueva
escuela, vagar por entre los bosques, los pasillos, los sótanos y los jardines;
pero les estaba estrictamente prohibido, hasta que el profesor apareciera. La
tensión aumentaba conforme los días pasaban y no había noticias de
Raymundo Eleazar. Al mismo tiempo, los estudiantes anunciaban
circunstancias extrañas ocurridas alrededor del campus. Sombras con figuras
inidentificables, atisbos de grandes animales, animales cornudos. Sin dejarse
engañar, los directores de ambas facultades hicieron reunirse a todo el
personal del Colegio. Se hicieron preguntas a cada uno de ellos. Las
respuestas eran alarmantes. Muchos también habían visto las señales. Los
decanos decidieron entonces clausurar la escuela, sin importar las pérdidas
monetarias y de prestigio que ello les implicara. Era preferible al exterminio
de todo aquel que residiera en el Colegio.
La prueba final del peligro que corrían la obtuvieron los directores al
consultar el libro más antiguo que la institución albergaba. Compararon sus

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horrendas notas con la coloración de los pastos, con el olor de los jardines y
las decoloraciones tempranas de las paredes. La región estaba habitada por
seres antiguos, creídos extintos desde hacía mucho. Los Grandes Cornudos.
Sementales parecidos a gigantescos caribúes, esperando y buscando siempre
hembras con quienes aparearse… fueran de su especie o no.
Una semana después los alumnos regresaban a sus casas. Tan sólo
quedaban algunos profesores y parte de la intendencia. La gran mayoría de
ellos se sentía abatido por dejar su nuevo emplazamiento, un sueño que no
sería redituable, posible, alcanzable. Y todo sin poder resolver el asunto del
profesor perdido, el tozudo Raymundo.
Un ser cubierto por una larga capucha asomaba su figura entre los árboles,
el linde del bosque. Veía a los hombres partir con la cola entre las patas,
arrepentidos de su afrenta, de su profusa ignorancia. Sin embargo, no podía
evitar sentir cierta melancolía por ellos, al fin y al cabo, el ser, el Gran
Cornudo, todavía recordaba su viejo nombre: Eleazar.

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El instante

Jose Luis Sandin

Las pestañas rizadas del niño se han juntado tres veces antes de fijar la mirada
en la canica que está a punto de tocar el suelo del vagón del metro donde viaja
en compañía de su madre. El par resulta un tanto familiar. El niño con el pelo
negro enredado, la piel de tan morena se confunde con la mugre sobre los
brazos, el rostro afilado y los ojos de un café intenso contrastan con el café
claro apacible de la mama, que de tan apacibles los lleva cerrados en una
actitud de concentración tras un sueño falso. Los regordetes brazos se han
venido agitando con el movimiento oscilotrepidante, y decir que asiento y
medio es el ocupado por ella, suena a burla.
Frente a ellos, viaja un señor de edad y enjutas carnes. Claro, él ocupa no
más de la mitad de ese asiento que se antoja pequeño. Se lee en su mirada
nostálgica el deseo de acariciar el cabello del niño y su mano está suspendida
a unos cuantos centímetros sobre ella. Las arrugas sobre su rostro de barba de
dos días surcan los cachetes hundidos con la mayor de las naturalidades,
como si fuera de ahí ocupasen un lugar por error. Si hiciéramos caso omiso de
la camisa de mangas largas y rayitas azules sobre el fondo rojo, se percibiría
que, a diferencia de la mamá, no hay el menor de los pellejos que se hubiera
agitado durante el viaje.
El escucha-música en el asiento solitario lo había mirado aburrido al
momento de iniciar el movimiento de extender la mano sobre la cabeza del
niño, pero ahora cierra los ojos para permitir que la aguda estridencia de la
guitarra jevimetalera le encienda la sangre, aun cuando el movimiento de la
canica indique que el líquido rojo está detenido en las venas en este instante.
Igualmente el cabello negro ondulado que cae hasta los hombros denota un
leve movimiento hacia la dirección de la marcha, hacia el audífono izquierdo.

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A la pareja situada hacia el audífono derecho no parece importarle un
bledo lo que ocurre con el resto de los viajeros. Están embelesados en un beso
que tiene la duración de un segundo o dos o tres…, la eternidad no tiene valor
para ellos en este instante. La cabellera güera de ella descansa sobre uno de
los hombros de él; el par de ojos cerrados también. Resulta increíble que un
hombre de condición física tan atlética acaricie a esta joven de carnes tan
fofas. Su decadente condición física semeja a la de la madre del niño a su
derecha. La mano derecha del hombre se muestra detenida sobre el seno,
como si la pobre se hubiera agotado de hurgar…, porque no se puede percibir
otra acción en tal posición acariciante.
Nuestra pareja de enamorados, por decirles de alguna forma, al estar tan
concentrados en su relación preamorosasexual no percibe el cuarto pestafico
del niño. Vaya, casi imposible, porque casi coincide con el momento en que
la canica hace contacto con el suelo. En cuanto el ¡poc! de este contacto llega
a los oídos de todos, el niño se inclina precipitadamente a intentar recoger su
canica que urge por escapar. El anciano pareciera arrepentirse abruptamente
de tocar el cabello del niño, porque su mano izquierda ha emprendido un
rápido giro hacia la derecha, la señora abre desmesuradamente los ojos y la
grasa de sus brazos intenta salir junto con ellos en la misma dirección en que
la canica ha emprendido una velocísima marcha, el niño casi vuela de bruces
delante de ella, el anciano inicia el grito al irse apretando sobre el barandal
que tiene a su derecha; la muchacha se sale de los brazos de su amado en una
posición en que su pie derecho está por encima de su cabeza, su cabeza
empuja el estómago del chavo roquero para perfilarlo bajo el barandal y
nuestro señor amante tiene las manos frente a sí para no golpear-detenerse
con el tubo vertical que tiene frente así.
Entonces todos perciben el estruendo que viene desde el frente y acalla al
chirrido de llantas que apenas empezaban a escuchar. No da tiempo a que les
llegue al olfato el olor de madera quemada de las balatas: el niño es el
primero en impactarse contra la mole de lámina que viene contra él; la señora
cae sobre el anciano y le aplasta las costillas; de la boca del anciano emerge
sangre; la muchacha obesa procura detenerse con el muchacho de los
audífonos, sin audífonos, porque estos han volado hacia una dirección que
ninguno de ellos puede precisar; el señor amante golpea de lleno con el tubo y
pierde el conocimiento previo al momento en que se levanta la lamina del
suelo y lo parte a lo largo, en dos; la señora mamá aprieta su cuerpo más y
más contra el anciano, hasta que siente un golpe que sube desde abajo, en la
misma sangre y un ruido tremendo la libera, e intenta agarrarse a algo, sólo un

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instante, antes de golpear contra la misma lámina donde su hijo ha perdido la
vida.
El apretujamiento súbito del vagón y la lluvia de chispas eléctricas no
dura más allá de unos cuantos segundos. Luego el todo se detiene y sólo se
escucha el quejido de las laminas y hierros confundidos con algunos gritos de
mujeres, niños y hombres de los vagones traseros. Al frente, en un rodar de ir
y venir, la canica oscila en una extraña curva del suelo. Parece sonreír.

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La caída del cielo (2)

Manuel Barroso

19:41. Décimo día de La otra era.

Noventa y seis kilogramos, Ese es el peso necesario para salvarse.


No todo el cielo se vino abajo. Aún hay allá arriba, sobre nosotros,
pedazos de azul, fragmentos de nubes, lienzo suficiente para algunas estrellas.
Nadie ha visto la luna en lo que queda del firmamento.
Entre esos restos se encuentran, claro, los vacíos donde estaban los
pedazos de cielo que chocaron contra nosotros. No es negro exactamente: es
oscuro, es nada. La declaración tajante de que ahí había algo que no volverá
jamás.
Son ausencias que jalan cualquier cosa que pase bajo ellas. Sólo queda
ver, sin esperanza, cualquier objeto que sea elevado por los aires hasta que
llega al punto en el que desaparece.
Es el universo reclamándonos, dicen algunos, pero eso no importa.
Cuando el vacío se lleva recién nacidos deja de importar qué nombre se le dé.
Sólo aquello que pese noventa y seis kilogramos tiene oportunidad de
mantenerse en el suelo.
Eso nadie más lo sabe, creo.
Todos se alejan de las zonas techadas por la nada. Por eso no se acercan a
los restos del cielo.
Y aunque lo hubieran hecho, jamás habrían visto en los bordes los restos
de aquel polvo de textura gelatinosa.
De todos modos, nadie habría reconocido aquello. Sólo unos pocos, gente
muy específica.
Como yo.
Nitropólvora.
Era un prototipo, un experimento que apenas daba sus primeros pasos.

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Pero cancelaron el proyecto, nunca llegó a desarrollarse por completo
O al menos eso creí, eso nos dijeron.
Ahora veo que no era así.
Había muchas personas, miles tal vez, trabajando para Doppel cuando se
canceló el proyecto, pero ninguno de ellos pudo tener acceso a los avances.
Sólo D. M., el director del proyecto, y K. C., la subdirectora del mismo,
tenían al alcance a esos datos.
Encontrarlos es el único camino a seguir.

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La cobija

Claudia Liz Flores

Natalia observa desde su ventana a los transeúntes, le gusta inventar historias.


Es su juego favorito. Vive en una zona de la ciudad donde se mezclan de
manera imperceptible los edificios llenos de almas que intercambian sus horas
por dinero y otras que entregan su vida por la calidez de un hogar que nadie
agradece.
Una persona cubierta por una manta, morena, delgada y encorvada, se
para frente a su casa a escarbar en la basura. Hace mucho ruido, maldice y
patea el bote cuando no encuentra nada de su agrado. A Natalia le parece
extraño, llama a su mamá para que vea, ella le responde que es sólo otro
indigente. La pequeña insiste pero la madre sigue indiferente. Esos seres que
deambulan por la ciudad, que nadie extraña, que no tienen a dónde volver,
esconden sus deseos bajo una cobija. Son invisibles.
La atención de la niña es atraída hacía la prenda que lo cubre a él. Sus
colores son intensos, no se le nota suciedad alguna, ni siquiera en la parte que
arrastra. Es roja con líneas negras que la cruzan vertical y horizontalmente.
Sorpresivamente, corre el viento desde donde se encuentra el vagabundo en
dirección a su ventana: huele a nuevo.
Las semanas pasan y la manta sigue apareciendo, pero siempre es otro el
que escarba en la bolsa de los deshechos. A veces envuelve a un tipo más alto,
otras a un obeso calvo, algunas veces aparece abrigando a un joven rubio de
ojos azules y hasta a un enano que apenas puede cargarla. Cada semana el
hombre cambia, no hay manera de ignorarlo. Quieras o no verlos, y muy a
pesar de la indiferencia que pretendas sentir, lo sabes.
La pequeña nunca se topó nuevamente con alguno de ellos en un cruce,
semáforo, afuera de la iglesia o en una calle desierta. Simplemente no pasó.

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Natalia ya es una adulta, hoy fue de compras, estacionó su carro junto al
contenedor de la basura. Frente a ella está el cobertor tirado, el que se
aparecía frente a su casa cada semana. Recuerda sus juegos junto a la ventana,
sonríe divertida mientras se imagina parte de la historia sin saber que es real:
Mantiene sus colores vivos robando los sueños de aquellos a los que cubre.
Presiona la alarma del carro mientras se aleja en dirección a las tiendas.
En el camino se cruza con alguien. Una mancha borrosa que sólo nota con el
rabillo del ojo. La temperatura empieza a bajar. El hombre que se cruzó con
ella se frota las manos, se acerca al depósito de basura. Busca algo para
comer, pero sólo encuentra algo para protegerse del frío. No puede creer su
suerte.

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La doncella

Enrique Urbina

1. La trampa
Nadia era bella y joven, como muchas otras lo han sido y lo serán. Y al igual
que todas las mujeres de su tipo, la envidia siempre revoloteaba alrededor de
ella. Pero estaba acostumbrada a ello. Le encantaba sentir esas miradas de
odio y deseo que corroen el interior de los menos afortunados. Su vida estaba
destinada a la fortuna y la felicidad. Pronto se casaría con algún noble y sus
preocupaciones —como siempre— habrían sido una ilusión de un mundo que
sólo ha escuchado de sus sirvientes.
Y llegó la invitación.
Perfumada y en un pergamino estupendamente trabajado, la bella era
invitada a una fiesta privada que se celebraría en el Castillo. Nunca había
entrado en ese lugar que todos pensaban mágico, pero se lo había imaginado
muchas veces. Su vida estaba completa, sería de las afortunadas (pensó, que
tal vez sería la única, pues no conocía a alguien más que lo haya hecho) que
conocerían el interior del misterioso lugar.
Pronto llegó la noche del evento. Todo, como insistía el pergamino, tenía
que ser completamente secreto, pues sólo se había elegido a las mujeres más
hermosas y mejor educadas del reino. No avisó a los padres de su salida, ni se
vistió con alguna prenda brillante, su sombra resplandecería en la noche, y
necesitaba ser invisible. Llegó a las puertas del lugar, tocó como le indicaban
en la carta.
La vendaron y la ataron suavemente.
Ella reía, el juego y la excentricidad de Ellos era divertido, se sentía con
iguales. El calor de las antorchas le confirmaba que estaba dentro del Castillo,
que llegaría pronto a la fiesta. La conducían, tomándola de las manos, por
pasillos que se recorrían como laberintos.

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Se detuvieron. A juzgar por el eco de sus pasos, en un cuarto grande. Al
fin llegó. Ella, sin ver ni poder moverse, sonreía mucho. Qué aventura.
Le descubrieron los ojos y la sonrisa se esfumó. Una mueca de horror
distorsionó sus bellas facciones. Frente a ella estaba la temida tumba de
metal. Sabia de ella por los chismes que escuchaba y las pesadillas en las que
a veces se materializaba.
Gritó, pataleó e intentó escapar, pero sus captores no cedieron. La
llevaron a la tortura y la presionaron contra el aparato espantoso. Sintió cómo
lentamente los clavos enormes perforaron su piel y músculos. La sangre
comenzó a escaparse de las venas, sus gritos parecían jamás tener fin. No
aceptaba, no creía su situación.
Y sellando su destino, los que la llevaron a esa horrible muerte lenta
cerraron las puertas del instrumento en el que ella ahora, atravesada por
enormes picos metálicos, estaba atrapada.

2. La tortura
Sólo había oscuridad y dolor. Las horas y los días ya no tenían importancia
alguna, todo se había disuelto en una eternidad peor que el Infierno. Sus pies
estaban húmedos por el charco de sangre que se había formado del continuo
goteo de sus múltiples heridas.
No iba a morir rápido, eso lo sabía desde que fue encerrada en ese lugar
de pesadilla, pero tampoco imaginaba cuánto tiempo la agonía se podía
extender. Había cerrado los ojos, se desmayó varias veces, pero ella
continuaba despierta, y sus nervios le enviaban constantes recordatorios de
que aún conservaba su miserable vida. La herrumbre del metal le picaba
dentro de la piel, probablemente los hoyos de todo su cuerpo ya estaban
infectados.
Agradeció la penumbra, su mente se hubiera quebrado al ver su cuerpo
pintado de rojo por su sangre y atravesado por decenas de clavos.
Los gritos hace mucho que se habían ido. Quería conservar algo de su
cuerpo en buen estado. Sus cuerdas vocales estaban desgarradas, pero aún
podían recuperarse. Ahora sólo gemía de vez en cuando, es imposible no
quejarse viviendo con un dolor como tal. Su perfección se había ido. Ahora
sólo era una patética caricatura de ella misma.
Y el suplicio no acabaría, el aparato no la iba a matar.

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3. El horrible Más Allá
Cuando lograba mantener su mente en calma y aislar el dolor que inundaba
sus nervios y pensamientos, intentaba saber por qué habían elegido ese
destino para ella. Podría ser venganza de algún hombre que le guardara
rencor. O de una mujer que envidiara su belleza. Ella tenía enemigos, como
todas las personas hermosas, pero no podía pensar en alguien que escondiera
a un demonio bajo algún disfraz de piel.
Intentaba descubrir a quien la secuestró, pero el dolor regresaba.
A veces gritaba implorando la muerte, pero sólo unos pasos se escuchaban
a lo lejos, y se esfumaban pronto.
Una vez, en el abismo en que estaba sumergida, creyó ver una luz de
antorcha. Pero le era difícil fijar la vista un punto específico.
No sabía por qué, pero el lugar cada vez más olía a carne quemada.
Se había vuelto loca, ella lo sabía.
Y un día (o un momento), escuchó cadenas que se liberaban y una puerta
abrirse. Pasos, risas y parloteos venían hacia ella.
Pero la pobre mujer seguía extrañada. Entre una de esas voces pareció
reconocer a una; su timbre y el ritmo de sus oraciones ya los había escuchado
en algún lugar. Ya la conocía.
Hurgó entre sus recuerdos, imágenes borrosas de un paraíso perdido.
Sabía que la conocía.
Y mientras abrían las compuertas de metal de su tumba y la luz de varias
antorchas la dejaba ciega, Nadia reconoció la voz que tantas veces había
escuchado. Jamás pensó que fuera cierto, pero al reconocer a su verdugo sabía
del destino horrible, de la no-muerte, del dolor y de las torturas que la
esperaban al ser desclavada del aparato. Su cara formó una expresión terrible
de miedo. Un grito desgarrador retumbó en todo el Castillo.
Erzebét Bathory había llegado.

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El jardín

Guillermo Verduzco

Hay un brujo enterrado en mi jardín. Llevo años viviendo en esta casa; me


parece curioso que no me diera cuenta hasta hace unas semanas. Las flores
que crecen sobre su tumba son enormes y malignas: el abono del que obtienen
sustancia es ese inimaginable cuerpo que yace bajo escasos centímetros de
tierra. Algunos días incluso me parece posible discernir su silueta entre las
flores y la hierba: es la silueta de un hombre, tendido de espaldas, muerto.
Supongo que todos estos años había ignorado la presencia ahora
ineludible de la tumba debido a la gran cantidad de hiedra y pasto que la
escondía. Supongo también que se debe a que nunca salgo al jardín.
No pasa un solo día en que no me invada la sensación de necesidad, como
una ligera comezón en la base de la nuca; una sensación que me obliga a abrir
la ventana de mi comedor, la que da al jardín, y asomar la cabeza para obtener
una visión siquiera parcial de esa tierra negra y esas flores de color y tamaño
extravagantes. A veces el sentimiento es más intenso y tengo que salir de la
casa, caminar durante horas por las calles abandonadas a la lluvia y la niebla,
pensando en cualquier cosa menos en mi jardín pero sin lograrlo del todo,
procurando evitar que la imagen de ese cuerpo cubierto de años solitarios se
cuele en mis pensamientos y me mueva a regresar a la casa y al jardín para
mirarlo pesadamente durante horas.
Cuando la necesidad es controlable prefiero encerrarme en mi habitación,
la puerta bajo llave como para fingir una sensación de seguridad que en
realidad no siento. Ya no devuelvo las llamadas de mis amigos ni las de
María, ni siquiera contesto el teléfono. No desde la última vez que salí al
centro con María y, mientras me platicaba alguna intrascendencia entre sorbos
de café, vi cómo su rostro pálido se cubría de grumos de tierra y lodo,
lentamente, hasta quedar completamente enterrada debajo, abrigada, oculta.

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Ni siquiera en sueños puedo escapar la presencia intangible del hombre
del jardín. Ya no duermo de noche debido a los ruidos que suben hasta mi
cuarto, un remover de tierra húmeda, un chapoteo viscoso, un deslizamiento
velado. El hombre está muerto, yo lo sé. El hombre está muerto. Cuando la
primera luz de la mañana pinta el cielo de rojo puedo permitirme unas horas
de sueño, pero tampoco entonces me es dado descansar. Cierro los ojos,
sueño, y entonces puedo verlo, verlo como era antes, sus rasgos nebulosos,
sus delicadas manos de pianista que se mueven de aquí para allá, entre frascos
de cristal, retortas y matraces llenos de desconocidos líquidos y sus estantes
de libros que tapizan las paredes, un viejo y polvoso grimorio abierto sobre su
regazo.
Ahora, cada vez más seguido, sin poder contenerme, me sorprendo a mí
mismo pensando en ese montón particular de tierra removida, ese montón de
tierra con una vaga forma de hombre. He intentado mirarlo más de cerca, pero
cada vez que trato de acercarme esas extrañas flores que crecen gigantescas
sobre la tumba giran hacia mí sus tallos, como girasoles, y sus pétalos me
miran acusadores.
… Hace unos días me encontré sin saberlo cómo frente a la tumba, de
rodillas frente a la tumba; la casa y el jardín debajo de una lluvia torrencial, y
yo gritaba incoherentes disculpas al cadáver enterrado, le rogaba que me
perdonara, y la lluvia que me empapaba se confundía con mis lágrimas, la
lluvia ahogaba mis gritos y mis súplicas, y las flores monstruosas me miraban
impasibles, mudas.
Ahora ya no salgo de la casa más que para regar las flores sobre la tumba,
para alimentarlas, y ya me es difícil desviar mis pensamientos, ya me es
imposible pensar en otra cosa que no sea ese oscuro cadáver, ese hechicero, el
brujo que está enterrado en mi jardín.

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Toda la muerte

Laura Ruiz

El humo de los cigarrillos iba adensando poco a poco todos los rincones de
aquella habitación de cuarta a la que habíamos llegado por necesidad. Era ya
de noche y una sola y pequeña lámpara iluminaba la niebla de la habitación.
Una cama matrimonial con forro de plástico en el colchón y con colcha de un
azul desgastado amueblaba aquel cuarto inundado de un olor a detergente
barato y a humo de ansiosos cigarrillos. No había ruido exterior, pero no era
necesario pues las paredes parecían gritar extraños secretos que no he logrado
descifrar.
Aquella noche el cansancio ya se pegaba a mis huesos y párpados a esa
hora en la que en días mejores acostumbraba estar dormida ya. Pero esa noche
era imposible dormir, tanto Raymundo como yo teníamos los ojos rojos, muy
abiertos y desconcertados. No era posible dormir, no, no lo era en aquel
estado que nos sobrepasaba a los dos. Era imposible dormir habiendo entrado
en esa irrealidad tan pegada a los huesos que en otros tiempos me encantaba
leer y ver: la irrealidad del asesinato.
El cuerpo inerte pero aún caliente y sangrante nos envolvía en otra
realidad que ninguno de los dos esperaba. Ésta era una noche de fiesta y
aventura, habíamos decidido salir de la rutina y pasar un buen rato, eso era
todo. Pero ahora el cuchillo enterrado en el pecho de Amanda nos trasportaba
a un lugar desconocido y sin embargo sofocante.
La niebla de la habitación lo adensaba todo: los muros, la alcoba, el rostro
de Raymundo y la sangre esparcida por el suelo que se iba haciendo poco a
poco más negra. Y yo, quizás yo también me iba haciendo más densa y negra.
Yo sentía su mirada sobre mí, pero no lo quería voltear pues yo, como él,
no sabía lo que íbamos a hacer con el cadáver que teníamos enfrente.

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Fumábamos los dos angustiados, sin decir una palabra pues el momento
de los gritos, frustraciones y culpas había pasado ya.
Rompiendo el silencio, Raymundo me dijo:
—Es Amanda, ¿te das cuenta?, con la que íbamos a la escuela y nos ponía
el piquete en el café de la mañana, la que una vez nos hizo morirnos de la risa
cuando vimos un pajarillo muerto en la banqueta de tu casa.
—Calla, imbécil, que eso lo sé.
—No lo sabes, Laura, pareciera que no te has dado cuenta de nada. He
dicho «es» cuando debí haber dicho «era». Esto me está cansando, tenemos
que averiguar lo que haremos, no podemos estar aquí toda la vida.
—Podríamos estar toda la muerte.
—¿Qué estás diciendo? Es mejor que te pongas a pensar seriamente o
mañana nos descubren y terminamos entambados.
—Dame otro cigarrillo y cállate si no vas a dar una solución, yo sigo
pensando.
El humo del cigarrillo, la noche y el cansancio comenzó a entorpecer y
nublar mis pensamientos. Un vago y profundo sopor comenzó a invadirme
lentamente, y de un momento a otro una visión torpe y nocturna me tomó por
sorpresa. Recuerdo haber visto a Amanda bailando y bebiendo con Raymundo
en una habitación oscura y con mucha neblina. Estaban gozosos, casi
extasiados bebiendo, fumando y bailando; me veían de lejos, aguzando
miradas de cuervo en espera de su presa. Quise incorporarme enseguida para
dejar esa visión muerta y danzar con ellos esa danza dulce, pero me fue
imposible levantarme siquiera un poco al sentir en mi pecho una fuerte
presión, era un cuchillo blanco clavado en mi pecho que calaba hondo y hacía
brotar de mí mucha sangre.
Me desperté de un salto. Era ya muy noche y el cuerpo me dolía.
El cuarto seguía en neblina, como si ni en sueños hubiera dejado de
fumar.
—Deja ya ese cigarrillo —dije—, nos vas a intoxicar.
—Calla y déjame pesar, que aún no sabemos qué haremos con el cadáver
de Raymundo. Yo lo amaba, ¿sabes? Yo lo amaba…
—¿Amanda?
—¿Pues quién más? ¿Qué demonios te pasa? No estamos para bromas,
¿sabes?
El cansancio me seguía comiendo los huesos, sabía que estaba despierta
pues el dolor del cuerpo se sentía tan real. Otra visión me atacó de frente, sin
sentir ese vago sopor mas no alivio del cuerpo, éramos ahora los tres jugando,

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bebiendo, riendo; todos vestidos de blanco y danzando una música que
parecía salir de las paredes y que jugaba también con el humo de la habitación
formando figuras como las olas en el mar. Todos estábamos embriagados y
repetíamos palabras sin saber de dónde venían, pero las repetimos hasta el
cansancio, todo el tiempo alegremente decíamos: estaremos toda la muerte,
toda la muerte.
Poco a poco todo el sentido de mi realidad se va deshaciendo, las mismas
visiones se alternan una a una, y ya sólo puedo sentir como real esta niebla
densa y viva. Sin embargo en las escasas horas en las que no siento un
profundo cansancio, es cuando retomo estas páginas que aún no sé a quién
escribo ni desde dónde.

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Desembarque

Ivan Ramírez

>>Cinco minutos para el aterrizaje. Reanimando actividad cerebral


(Terminando el coma inducido). Revisando signos vitales del sujeto
(Estables). Traslado de personal (Exitoso)<<
Siempre despierto con una sensación de nauseas, nadie más lo admite
pero estoy seguro que todos lo sienten, después de todo viajar un año por el
espacio en estas condiciones es antinatural. El protocolo dicta que espere
dentro de la pequeña cámara de traslado a que el personal de desembarque
desconecte todos estos cables incrustados en mi piel y orificios.
>>Hemos aterrizado en la estación PF-46-GH-90. Por favor espere a
que el personal autorizado termine el procedimiento de Desembarque<<
Ahí está esa estúpida voz automatizada del navegador matriz. Los que han
trabajado para empresas de mayor renombre dicen que en sus transportadores
les proyectan un video donde una mujer con ropa sintética que se pega a su
cuerpo les da la bienvenida y las indicaciones, entonces los obreros se dedican
a terminar su trabajo lo antes posible para volver a ver a una mujer.
Una figura se dibuja del otro lado de la ventanilla, >>Acceso
permitido<<, se enciende una pequeña luz de color verde, un sujeto de
uniforme rojo teclea algunos códigos para después quitarme manualmente
todo los tubos conectados en mi. Se va de la misma manera en que llegó, y yo
procedo a salir al pasillo y pararme sobre la línea verde que recorre todo el
pasillo; a mi derecha se encuentran ocho hombres desnudos que viajaron en
las cabinas contiguas. De acuerdo al protocolo debemos esperar a que los diez
sujetos del pasillo salgamos de nuestro compartimiento para dirigirnos a la
cabina de equipamiento.
He pasado los últimos doce años viajando de un planeta a otro, con
jornadas laborales de trece a quince horas (los días suelen ser más largos de

Página 45
acuerdo al diámetro del planeta o su cercanía con su sol) construyendo
plataformas de aterrizaje o pequeñas estaciones de almacenamiento para el
EMEP (Equipo Militar de Exploración Planetaria). Por lo menos en este trabajo
puedo aspirar a una muerte menos trágica que la de los militares que caen por
centenares al aspirar gases corrosivos de planetas inhóspitos.
>>Las puertas del transbordador se abrirán, se requiere que el personal
a bordo comience a descender… Malditos mal paridos, sacúdanse sus pulgas
y bajen de esta chatarra que han venido a trabajar no a vacacionar<<
Ahí está el imbécil del capitán, no sé qué voz detesto más; dicen que el
maldito viene de la tierra, nunca he tenido curiosidad de ir allá. Algunos
pensaban que nuestra cuna sería devastada por la contaminación o guerras
nucleares, pero los avances tecnológicos redujeron el daño ambiental, y de
paso dieron una solución a la sobrepoblación: Exportar humanos al espacio.
Desde entonces se han fundados miles de colonias en el espacio de donde se
nutre el ejército y las empresas constructoras. Sólo aquellos que poseían
sumas cuantiosas de dinero se quedaron en la tierra para decidir desde sus
lujosas oficinas nuestros miserables destinos. Así es como la semilla
putrefacta de la raza humana se expande por el universo, los sueños de
igualdad y libertad no tienen cabida en estas naves cubiertas de sarro y
radioactividad.
Mientras camino rumbo a la fila donde nos suministran un líquido
intravenoso para resistir las condiciones atmosféricas, no puedo dejar de
preguntarme: ¿Moriré en este lugar rendido de cansancio o seré parte del 3%
de los afortunados que nunca despierta del sueño inducido?

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Tigris, tigris

Alexis Uqbar

…diremos: Alguna bestia mala lo devoró;


y veremos qué será de sus sueños

GÉNESIS, 37:20

Schopenhauer ya dijo que la realidad y el sueño son páginas de un mismo


libro. De niño solía soñar que un enorme tigre asiático me devoraba de a
poco, un trasunto fiel del emblemático Shere Khan que Kipling dotó de
crueldad y elegancia. Ahora, a los cuarenta, he vuelto a soñar con el
inconcebible tigre que se deleita mordisqueándome las piernas; pero el dolor
es verídico y también las llagas sangrientas que maculan las colchas. No me
resigno a creer en Schopenhauer. Sin embargo, espero que el furioso tigre de
bengala que justo ahora me respira en la cara no ataque de nuevo.

Página 47
Línea del tiempo

Nolberto Angel Malacalza

Al primer tajo saltó un líquido rojo. Fue como cortarle la oreja a un sachet de
yogur de frutilla, sólo que este derrame era mucho, pero mucho más rojo que
el yogur de frutilla. El bife de chorizo estaba crudo, tirando a violeta.
—Mozo, por favor —le dije—, que lo cocinen un poco más. Se lo pedí
jugoso, pero usted verá que…
—Eso va en gusto, señor. Y también hay que aceptar que la cocina es
brava. Se transpira mucho y el humo no deja ver bien. Si usted quiere le
pregunto al cocinero si…
—Mejor pásele el reclamo al patrón —dije, cortándole el parloteo.
El mozo se había quedado rígido y era seguro que el dueño del fondín
habría escuchado algo, algo que no le agradó: muy decidido, enfilaba hacia la
mesa. El empleado, pese a estar de espaldas al patrón, se hizo a un lado para
darle paso. Un mozo omnisciente, pensé, emparentando el hecho con las
convenciones de la narrativa. Olvidaba decir que la ficción es mi fuerte y que,
en menor grado, me desenvuelvo bien con las operaciones numéricas. Por
ambas cualidades me eligieron, entre quince postulantes, para el cargo en la
editorial. (Lo que no dije es que mi inclinación hacia ese tipo de literatura es a
veces una compulsión incontrolable. Me posesiono mucho y podrían tomarlo
a mal).
Sin más vueltas, el patrón se puso delante de mi y arrojó al aire un «cuál
es el problema».
—Pedí un bife jugoso, señor, pero usted notará que…
—Si eso no es un bife jugoso, entonces…
—Pero esto está crudo, señor —dije—, con las palmas hacia arriba.
—En mi negocio, esto es lo que se dice un bife ju-go-so. Si usted no lo ve
así, tendrá que ir al oculista. Es su problema.

Página 48
Decidí callarme para enfriar los ánimos y entonces reparé en que el
hombre había llegado con un pan debajo del brazo. Comprendía que tal forma
de llevar el pan a las mesas podría ser aceptable en un comedero para
empleados y vendedores ambulantes, como ése, pero el gordo estaba en
musculosa y el detalle me quitó el apetito.
Para entonces el diferendo había tomado estado público. La clientela se
había alborotado y tuve la convicción de estar metiéndome en un aprieto.
Miré por la ventana y vi las torres de la Bastilla recortadas contra el cielo.
Además era julio y un calor agobiante había reemplazado bruscamente al frío.
Me encontraba en una suerte de cantina o mesón donde campeaba un olor
rancio, mezcla de vino, frituras y sudor. Un grupo de hombres discutía, en
completo desorden, sobre el modo de tomar por asalto la torre de Les
Invalides y apoderarse de las armas. Gritaban consignas libertarias y pedían la
cabeza de Luis XVI y María Antonieta. Un sujeto con delantal de cocinero se
apoyaba en el marco de la puerta, cuchilla en mano y envuelto por el humo
que parecía provenir de la cocina. No me quitaba la vista de encima. Noté que
casi todos estaban en mangas de camisa y algunos con el torso desnudo, por
lo que de inmediato me quité las prendas de abrigo y las tiré debajo de la
mesa. La concurrencia había hecho silencio y entonces me di cuenta de que
no sólo me miraban sino que también avanzaban hacia mi. Sentí el frío de esa
cuchilla en la garganta pero, con sorpresa, comprobé que no era yo el objeto
de la ira general, no me habían confundido con un noble de la corte, como
llegué a pensar. Por el contrario, hartos ya del maltrato, me habían erigido en
conductor.
Tomé el mando y salimos a la calle gritando consignas. Notamos que
algunos soldados del rey se habían agrupado detrás de una barricada y deduje
que las pocas armas blancas que llevábamos serían insuficientes. Ordené
volver al mesón y proveernos de platos, sillas y algunas mesas chicas. (La
historia lo dice: la rebeldía popular ha transformado en proyectil cuanta pieza
contundente haya tenido a mano). Ya en situación de arengar a la tropa, lo
hice con un estentóreo ¡Vamos, muchachos! (O ¡Allons, enfants!, no recuerdo
bien).
El ataque fue relámpago y habíamos ganado terreno. Muy cerca de la
fortificación enemiga, noté que algunos de mis hombres les arrojaban un
curioso cañón, pequeño pero pesado. Una sofisticada pieza, abandonada por
los enemigos del pueblo, pensé. Los soldados, sin convicción para dispararnos
(¿hartos también?), se desbandaron hacia la campiña y el monte. Sin ninguna
baja, la torre estaba a punto de ser nuestra. Miré hacia la calle de la izquierda

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y vi que un oficial extrañamente vestido de azul, al mando de varios soldados
tan extraños como él, venía en actitud hostil e inequívoca: buscaba mi cabeza.
Pero, ¿a qué poder representaban esos uniformes, tan diferentes a los usados
por las fuerzas reales? Sentí otra vez el frío en la garganta, pensé en la
guillotina y entonces intenté salir de semejante situación apelando a mi
notable fuerza mental. Noté que todo comenzaba a cambiar en derredor, como
si la línea del tiempo se moviese bajo mis pies. Pude ver el mostrador
colapsado, al parecer por el impacto de una moto del delivery arrojada con
violencia. También sillas destrozadas y gran cantidad de platos rotos sobre el
piso. Logré escapar entre los policías y la gente, aprovechando las órdenes y
contraórdenes del oficial y los reclamos del dueño, quien pedía a voz en
cuello que me apresaran.
Caminé con disimulo en dirección a la editorial. Sobre el escritorio me
esperaba la corrección de textos de escritores poco avezados con la ilusión de
publicar, aunque esa tarea estaba algo atrasada. Por directivas superiores,
empleaba la mayor parte de mi tiempo en tejer trapisondas tan verosímiles
que eran el orgullo de la editorial.
Antes de doblar la esquina, miré hacia atrás y vi algo que no me gustó.
Corrí lo más rápido que pude hacia las oficinas; allí me esperaba el intolerante
jefe de personal. Estaba enojadísimo por mi tardanza y me espetó: «gente para
hacer el verso en los libros de contabilidad es lo que sobra». Ante la ofensa no
pude contenerme y tuve una mala reacción, tal vez un reflejo de la violencia
anterior. El puñetazo sobre el escritorio hizo caer su apreciada reliquia, el
tintero de ónix. Me acordé de Cortazar y le recomendé un comercio donde
venden un excelente adhesivo para restaurar piezas finas, y la sugerencia lo
sacó de quicio. Ya me había recitado un par de causales de despido, pero no
pude seguir escuchándolo: desde recepción subían los gritos de los policías y
demás perseguidores.

No sé por qué el intelecto ha dejado de ayudarme. Mucho lo intento pero


hasta ahora no he podido salir de esta sucia mazmorra donde me tienen
encadenado y sin luz. A veces pienso que ya pasará, que quizá la línea del
tiempo me esté jugando una pésima broma.

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Un monstruo sonriente

Santiago Eximeno

Sentada frente a la mesa la niña cerró los ojos y pensó en la casa, apenas
esbozada en la penumbra. En las escaleras de la entrada de la mansión
victoriana —porque, dijera lo que dijese su madre, era una mansión victoriana
— se amontonaban las hojas de otoño, quebradas en mil pequeños pedazos.
El polvo acumulado en ellas formaba un camino hasta la puerta de entrada,
que estaba abierta de par en par. En el interior de la casa no había luz, al
menos tal y como sus padres lo entendían, pero sí colgaban del falso techo
enormes lámparas de vivos colores, apenas apreciables a la luz de la luna.
Unas escaleras —frágiles, de color blanco hueso— conducían a la planta
superior. Allí estaban los dormitorios: espacios apenas amueblados, fríos,
quizá demasiado asépticos en comparación con el resto del hogar. A la niña
no le gustaban aquellos cuartos solitarios, donde lo único que podías
encontrar era un colchón incómodo cubierto por la ropa de cama que había
tejido su propia madre, pero sabía que no tenía elección. Venían con la casa,
con la mansión, y no podías prescindir de ellos o cambiarlos por otros.
La niña oyó un ruido y abrió los ojos. Miró a su alrededor, de pronto
asustada, de pronto confusa, pero no vio nada inusual en la oscuridad. Sus
padres seguían durmiendo, ya era muy tarde. Habían discutido unas horas
antes y ellos siempre dormían de un tirón después de discutir. Como si
aquellos gritos que lanzaban les dejaran tan agotados que, tras confrontación
verbal, carecieran de fuerza para continuar siendo papá y mamá.
La niña volvió a centrar su atención en la mansión. Cerró los ojos. En el
último dormitorio, el de las paredes empapeladas de libros de colores,
esperaba el monstruo. Ella lo sabía, claro. No era una sorpresa. Era un
monstruo horrible, una criatura aberrante de color azul pálido, con una larga
trenza de color morado que recorría de arriba abajo su espalda. Podía recordar

Página 51
en un primer vistazo a un unicornio, sí, pero era un monstruo. Y sonreía.
¿Qué hay en el mundo más horrible que un monstruo sonriente?
La niña abrió de nuevo los ojos, se levantó de la silla —que crujió como
un anciano con artritis en una fría noche de invierno— y encendió la luz. No
le preocupaba que sus padres fueran en ese momento a la habitación. Además,
¿qué podían recriminarle? Si no podía dormir era por su culpa. Por sus gritos.
Volvió a la mesa. Sobre ella había dejado sus muñecos: Barbie y Ken.
Sus muñecos.
Sus padres.
Sonrió.
Después cogió a sus padres, abrió el techo de la mansión victoriana —la
casa de muñecas, decía su madre, pero dijera lo que dijese era una mansión
victoriana— y los dejó en el dormitorio de paredes rosas.
Con el monstruo.
Para que gritaran todo lo que quisieran.

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Microficciones

Adrian Pok Manero

De cariño, mi novia decía que yo era su piano y se la pasaba tocándome. Yo


le dije pastelito, todavía la estoy saboreando.

El dolor, el cansancio, el hartazgo. Esto de vivir es una lata. Todo era mejor
cuando estaba muerta.

El tiburón cambió su dieta a plancton: descubrió que era un cetáceo de clóset


tras una sesión en el diván de la psicoballena.

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Cuando las letras se enamoran

Kart Martínez

Cualquiera se enamora de las letras, pero cuando ellas se enamoran de ti, es


otra historia. Las letras te destinan a una vida de amarguras, desengaños y te
sumergen en una vorágine de sensatez, pues entre más razón tengas, el resto
te verá más loco. Yo creo que ése fue el porqué de que nuestra relación
fracasara.
Él lo tenía todo, unas manos decididas, una voz dulce y grave, una mente
brillante. Algunas enamoradas se hacen de atole cuando escuchan que el amor
pronuncia su nombre, pero yo me hacía más fuerte; me hacía más real,
supongo. Fue horrible cuando empezó a frecuentar a otras, a formar otros
nombres con sus labios, a esculpir otras figuras entre sus dedos, a colorear
otros ojos con sus palabras; fue horrible compartir espacio con todas esas y
ser testigo de cómo les brillaban las pupilas ante ese Dios que se nos
presentaba en forma de hombre.
Al principio todo era oscuro, caótico, hasta que él con su calma comenzó
a poner significados donde yo no veía ni la punta de mi nariz. Decía cosas que
yo no comprendía. Mientras él movía sus labios y dedos, mientras su mirada
me recorría toda, empecé a sentir: mi piel era rozada por suculentos fonemas,
cálidos o frescos, según la ocasión. Las horas que él pasaba conmigo
alimentaban mi entereza, por lo que al mismo tiempo me hacía más compleja,
más esférica.
Me enamoré profundamente… si es que así es como se siente el amor. Por
eso, como pude, lo hechicé; di mil vueltas en su cabeza por la mañana, por la
tarde, por la noche en sus horas de insomnio; me hice la difícil para que
gastara más tiempo en mi, tratando de comprenderme, me volví su obsesión
constante, me hice el tema de sus conversaciones en las tertulias. Lo volví
sensato y coherente en temas de amor… o eso quise creer.

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Me compliqué más de lo que debía, por lo que él mismo se dio la licencia
de despertar los sentidos de otras pieles, como a las teclas de un pianoforte,
para deshacerse de los dolores de cabeza que yo le provocaba. Me enfureció
saberlo en otros ojos, en otros mundos. Con ello, llegaron a mí mil ideas de
venganza… Primero me escabullía entre las sombras para susurrarle
pesadillas al oído, me escondía bajo la cama para tomarlo por los tobillos y
hacerlo caer, azotaba las puertas de golpe, me metía en su área de Broca para
que no pudiera hablar… puras cosas de niños. Pero después, transgredí la
línea.
Un día, una de las nuevas «musas» se atrevió a ponérseme enfrente, me
sentí amenazada, como si ésta fuera a tomar mi lugar; así que tomé uno de los
bolígrafos del escritorio y… le rayé la cara: le puse bigotes y unos cuernos de
diablo en la frente, luego la pateé para que se volteará y le dibujé una cola
también, así ya nadie la iba a querer, mucho menos él. Ella se puso a llorar y
no sabía ni dónde esconderse, así que se metió entre las páginas de un viejo
diccionario, con la esperanza de que nadie la encontrara ahí. Cuando él llegó,
buscó entre sus notas a la tal por cuál, ¡muajaja!, nunca la encontró. Tampoco
me encontró a mi: me di cuenta de que no quería estar donde no era requerida.
Con el corazón roto, ese que él me habia regalado, me decidí a procurar
las obras de otros autores, unos menos apasionados, unos que no me robaran
el aliento mientras sus fonemas y grafías me toquetean, unos que tal vez no
me retraten como a una Lolita, una Beatriz o una Dulcinea, pero que al menos
no me harán querer dibujarle cuernos a las páginas a diestra y siniestra… ah,
qué mi siniestra.

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Otra taza de café

Miguel Lupían

Al terminar tu quinta taza de café notas que los sedimentos se aglutinan,


formando extrañas criaturas. Las miras absorto, pensando en su procedencia,
en su significado. Cuando se disuelven, corres por la cafetera, llenas la taza y
te la bebes de un solo trago. Mas en el fondo ya no hay sedimentos, sólo un
charquito marrón. Aceptas que es momento de dormir. En cama, con las
cobijas hasta la nariz y la mirada fija en el techo, adviertes que el puntillado
que dabas por excremento de moscas comienza a desprenderse, cayendo sobre
tus ojos. Las extrañas criaturas del café regresan, revoloteando por toda la
habitación, y tú… te duermes como nunca lo habías hecho.

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Autómatas

Portada

Basada en el cuento Los cuatro libros de Garret Mackintosh (El coito) de


Emiliano González
Blackbird Lozano. Vive en Universos Alternos, amante de las artes gráficas,
creyente del Maestro Edgar Allan Poe, donde todo es un sueño dentro de un
sueño…

Textos

Claudia Liz Flores nació en Mexicali, Baja California, bajo un sol abrasador
de verano. 45 grados a la sombra hicieron de ella una persona cálida. Escribe
cuentos oscuros y otros no tanto. Cree en la magia de las palabras y disfruta la
literatura de la imaginación. La puedes leer en su blog. También la puedes
seguir en twitter, dónde disfruta creando microcuentos de todo tipo.
Twitter: @claudializmxl.
Adrián «Pok» Manero, tras años como lector asiduo, decidió que el
siguiente paso en su manía consistía en elaborar sus propias ficciones Ha
publicado cuentos en la Segunda antología Caligrama de cuentos de Horror,
Fantasía y Ciencia Ficción, El séptimo círculo (resultado del taller La escena
narrativa de la escritura: Un trazo subjetivo de la violencia, impartido por
Eduardo Antonio Parra) y en la revista electrónica Entre cronopios. También
escribe reseñas para el sitio de internet de Pánico de masas y en su blog
personal. Se dedica compulsivamente a leer cómics y libros y a ver películas,
quisiera ser como los gatos y disfruta escribiendo sobre sí mismo en tercera
persona.
Ana Paula Rumualdo Flores. Abogada confesa. Expía sus culpas a
través del cine y la literatura de género.
Twitter: @elferetro.

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Alexis Ugbar (Mil novecientos noventa y tantos). Profesional de la
derrota. (Se inició, hace algún tiempo, un incierto proceso en su contra; no
sabe quién le acusa ni por qué). Mientras escribe, falsas e invisibles manos se
tienden sobre él; lo que lo ha llevado a conjeturar que su musa es, en realidad,
un demonio. Schopenhauer, Emerson, Dostoievski, Kafka, Borges, figuran en
su nómina de autores predilectos. (También le gusta el Cine).
Twitter: @alexis_ugbar.
Cristian Acevedo es un escritor argentino, nacido en septiembre del ’79
en Buenos Aires. Su obra literaria ha sido reconocida en diversos certámenes:
Antología de Narrativa 2013 Marañas, Ganador de El Cuento del Día 2013.
También ha publicado sus relatos en reconocidas revistas culturales de
Latinoamérica: Revista Corónica (Col.), Cavea Cultural (Esp.), Hamarti
(Arg.). Actualmente vive en Tortuguitas, desde donde escribe.
Enrique Urbina (México, 1993). Se cree migrante venido de una galaxia
muy, muy lejana. Escribe porque quiere escribir. Kendoka. Buen amigo de la
obscuridad. Tiene un blog anoréxico; no le escribe nada, aunque ya está en
tratamiento. Estudiante de Literatura.
Twitter: @Don_Ahab
Francesc Barrio nació el 1968 en Santa Coloma de Gramanet, ciudad
cercana a Barcelona (España). Inició estudios de Física en la Universidad
Autónoma de Barcelona, pero pasaba más tiempo en el bar que en las clases.
Ha sido editor de juegos de rol, redactor de revistas de juegos, editor de
contenidos freelance para un estudio de diseño y, tardíamente, ha descubierto
su vocación de escritor.
Alberto Sánchez Arguello (Managua, Nicaragua. 1976). Psicólogo
Primer lugar concurso cuento juvenil de la Fundación Libros para niños 2003,
Publicación de selección de microrrelatos en la revista literaria Hilo Azul
No. 5.
Twitter: @7tojil
Gerardo Lima nació en Tlaxcala, un frío domingo de septiembre hace
veinticuatro años. Creció como un niño normal, jugando a Batman y a los
brujos (antes de que siquiera oyera mencionar a Harry Potter). Sus oscuros
gustos y fantasías lo hicieron elegir la carrera en Relaciones Internacionales,
aunque, la verdad, lo suyo lo suyo es la literatura. Bueno, eso es lo que él
dice.
Twitter: @Jerryla
Iván Ramírez López (Oaxaca de Juárez, Oax., 1990). Estudiante de
Psicología por el IESGM. Apunto de terminar la licenciatura se da cuenta que

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lo que en realidad necesitaba era una estancia permanente en el Psiquiátrico
en lugar de estudiar Psicología. Utiliza la lectura y la escritura como medio de
controlar su esquizofrenia. Escribe regularmente en su blog y twitter No
concibe otra forma de interacción humana que no sobrelleve perversión e
inmoralidad. Espera sentarse uno de estos días a escribir algo que realmente
valga la pena ser leído.
José Luis Sandín. Hermosillo, Sonora (1959). Reside en Valencia,
España. Estudió física en la UNAM. Está antologado en Yo no canto, Ulises,
Cuento. La sirena… (2008, Ediciones Fósforo; Javier Perucho, antólogo);
Estación Central bis (2009, Ficticia Editorial); Cien Fictimínimos
Microrrelatario de Ficticia (2012, Ficticia Editorial); El libro de los seres no
imaginarios (Minibichario), (2012, Ficticia Editorial).
Laura Ruiz. Estudió Filosofía y Ciencias Sociales en la universidad Iteso
y cursó el diplomado PEC de la Universidad del claustro de Sor Juana. Le
gusta desviar la mirada mientras otros creen que la pierde, cuando en realidad
ésta la pierde a ella. Me apasiona y entusiasma la literatura fantástica y de
género.
Mauricio Absalón escribe Ciencia Ficción y Terror, aunque le gusta
escribir de todo en realidad y que el género sea un recurso, no tema. Ha
publicado en las revistas electrónicas Axxon y Forjadores y en tres antologías
impresas de cuentos junto con otros autores. Actualmente produce el
largometraje independiente Kamïk, con guión de su autoría.
Miguel Antonio Lupián Soto (1977). Ex alumno de la Universidad de
Miskatonic, feligrés de la iglesia Cthulhiana y devoto de San Lemmy.
Guillermo Verduzco. Nacido en 1986, originario de Orizaba. Escribe
cuando puede, o sea, cuando le dan ganas, que no es muy seguido. Ha
publicado el libro de cuentos Cuento Infinito. Actualmente reside en la
Ciudad de México.
Twitter: @elpaganoescapa
Manuel Barroso nació, creció y murió antes de enterarse de ello. Por eso
reseteó la consola y sigue aquí. Lee como poseso, escucha rap y jazz de forma
adictiva, escribe porque le duelen las historias. Odia las verduras. Mañana
comprará un rifle.
Omar Ramos Tiscareño, estudiante de Letras Hispánicas en la
Universidad Autónoma de Aguascalientes. Tercer lugar en poesía y primero
en cuento en el concurso Talento Universitario Aguascalientes 2012. Ha
participado en distintos talleres literarios como en el de Saúl Ibargoyen y en
tres emisiones de Altaller (Aguascalientes, San Luis y Guanajuato).

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Miguel Santos, escritor mexicano nacido en los setentas. Estudió Letras
Clásicas en la UNAM. Ha obtenido cinco premios literarios en los últimos tres
años. Tiene algunos libros inéditos y uno a punto de ser édito. Ahora escribe
un Recetario de cocina artesanal y un Diccionario de patologías rupestres;
mañana quién sabe.
Nolberto Ángel Malacalza (1933). Farmacéutico argentino. Libros
editados: Otra sangre (poemas), Editorial de las Tres Lagunas; Junín. 17
antologías compartidas (cuento, microcuento y poesía); Rompecabezas
(cuentos), Vuelta a Casa Editorial, La Plata; Los perros salvajes (cuentos) en
preparación; Consejos para un aprendiz de poeta (poesía) en preparación.
Kari Martínez
Repite mil veces una palabra hasta que empieza a sonar rara. Con
complejo de diosa vagabunda, hace historias que a nadie le importan, pero
que un día serán el gusto culposo de otros. Siente un profundo amor por la
lengua y la literatura, por ello se comió todas las materias de esta carrera en la
UNAM. (Es súper normal).
Twitter: @Kari_mz
Paulina Monroy (Querétaro, 1982). Fervorosa de la literatura de la
imaginación. Es egresada de la Escuela de Escritores SOGEM del Estado de
México. Acreedora del Premio Alejandro César Rendón en la categoría de
Cuento y finalista en el II Premio Internacional de Microrrelatos Museo de la
Palabra.
Santiago Eximeno (Madrid, 1973) adora la ficción mínima y la literatura
de horror. Ha publicado libros de relatos como Bebés jugando con cuchillos
(Ediciones del Cruciforme, 2013) u Obituario Privado (23 Escalones, 2010).
Sarko Medina Hinojosa, periodista de profesión, trabajó en varios
medios de comunicación arequipeños (radio, impresos e internet). Ganador
del Concurso Nacional de Reportajes, organizado por Ciudadanos al Día el
año 2006, es coordinador de campañas en Iniciativa Prometheus. Pertenece a
la Asociación Cuitural Minotauro y participa del Taller de Microrrelatos
Micrópolis. Escribe artículos para diversos medios de comunicación (Los
Andes, La Voz, El Pueblo, Revista Muchapinta, Revista Convicción, etc.) y
cuentos para niños con el seudónimo de «Momotaro» para la revista
colombiana Ciudad Nueva.
María Lourdes Mayorga (Managua, Nicaragua, 1988). Lourdes
Mayorga —Lula para las amistades— escribe guiones de ficción desde el
2009 y colabora de manera entusiasta y creativa en el desarrollo de

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producciones artísticas e independientes que involucren el dibujo, el humor y
la escritura.

Dirección, diseño y edición

Miguel Antonio Lupián Soto

Selección

Ana Paula Rumualdo Flores


Adrián «Pok» Manero
Manuel Barroso Chávez
Miguel Antonio Lupián Soto

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