Artículos de La Religión Anglicana

Descargar como odt, pdf o txt
Descargar como odt, pdf o txt
Está en la página 1de 11

ARTÍCULOS

EN QUE CONVINIERON LOS ARZOBISPOS Y OBISPOS DE


AMBAS PROVINCIAS Y TODO EL CLERO

En el Sínodo celebrado en Londres en el año de 1562 para evitar la diversidad de


opiniones y robustecer el común acuerdo sobre la Religión verdadera.

I. De la fe en la Santísima Trinidad.

Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, partes o pasiones, de
infinito poder, sabiduría y bondad; el creador y conservador de todas las cosas,
así visibles como invisibles. Y en la unidad de esta naturaleza divina hay tres
Personas de una misma substancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.

II. Del Verbo o Hijo de Dios, que fue hecho verdadero hombre.

El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, el
verdadero y eterno Dios, consubstancial al Padre, tomó la naturaleza humana en
el seno de la Bienaventurada Virgen, de su substancia; de modo que las dos
naturalezas enteras y perfectas, esto es, divina y humana, se unieron en una
Persona, para no ser jamás separadas, de lo que resultó un solo Cristo,
verdadero Dios y verdadero hombre; que verdaderamente padeció, fue
crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre, y para ser
sacrificio, no sólo por la culpa original, sino también por los pecados actuales de
los hombres.

III. Del descenso de Cristo a los infiernos.

Así como Cristo murió por nosotros y fue sepultado, también debemos creer que
descendió a los infiernos.

IV. De la resurrección de Cristo.

Cristo resucitó verdaderamente de entre los muertos, y tomó de nuevo su


cuerpo, con carne, huesos y todo lo que pertenece a la integridad de la
naturaleza humana; con la cual subió al cielo, y allí está sentado, hasta que
vuelva para juzgar a todos los hombres en el último día.

V. Del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es de una misma substancia,
majestad y gloria, con el Padre y con el Hijo, verdadero y eterno Dios.

VI. De la suficiencia de las Sagradas Escrituras para la salvación.

Las Sagradas Escrituras contienen todas las cosas necesarias para la salvación;
de modo que cualquier cosa que no se lee en ellas, ni con ellas se prueba, no
debe exigirse de hombre alguno que la crea como artículo de fe, ni debe ser
tenida por requisito necesario para la salvación. Por las Sagradas Escrituras

1
entendemos aquellos libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, de cuya
autoridad nunca hubo duda alguna en la Iglesia.

De los nombres y número de los libros canónicos:

 El Génesis
 El Éxodo
 Levítico
 Números
 Deuteronomio
 Josué
 Jueces
 Ruth
 El 1º Libro de Samuel
 El 2º Libro de Samuel
 El 1º Libro de los Reyes
 El 2º Libro de los Reyes
 El 1º Libro de las Crónicas
 El 2º Libro de las Crónicas
 El 1º Libro de Esdras
 El 2º Libro de Esdras (Nehemías)
 El Libro de Ester
 El Libro de Job
 Los Salmos
 Los Proverbios
 El Eclesiastés o Predicador
 Los Cantares de Salomón
 Los Cuatro Profetas Mayores (con Lamentaciones)
 Los Doce Profetas Menores

Los otros libros (como dice san Jerónimo) los lee la Iglesia para ejemplo de vida
e instrucción de las costumbres; con todo, no los aplica para establecer doctrina
alguna. Tales son las siguientes:

 El 3º Libro de Esdras
 El 4º Libro de Esdras
 El Libro de Tobías
 El Libro de Judit
 El Resto del libro de Ester
 El Libro de la Sabiduría
 Jesús el Hijo de Sirac
 Baruc el Profeta
 El Cántico de los tres Mancebos
 La Historia de Susana
 De Bel y el Dragón
 La Oración de Manases
 El 1º Libro de los Macabeos
 El 2º Libro de los Macabeos

2
Recibimos y contamos por canónicos todos los Libros del Nuevo Testamento
según son recibidos comúnmente.

VII. Del Antiguo Testamento.

El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo, puesto que en ambos, Antiguo


y Nuevo, se ofrece vida eterna al género humano por Cristo, que es el único
Mediador entre Dios y el hombre, siendo él Dios y Hombre; por lo cual no deben
escucharse a los que pretenden que los antiguos patriarcas solamente buscaban
promesas transitorias. Aunque la Ley de Dios dada por Moisés, en cuanto a
ceremonias y ritos, no obliga a los cristianos, ni deben necesariamente recibirse
sus preceptos civiles en ningún Estado; no obstante, no hay cristiano alguno que
esté exento de la obediencia a los mandamientos que se llaman morales.

VIII. De los tres Credos.

Los tres Credos, el Niceno, el de Atanasio y el comúnmente llamado de los


Apóstoles deben recibirse y creerse enteramente, porque pueden probarse con
los testimonios de las Sagradas Escrituras.

IX. Del pecado original.

El pecado original no consiste (como vanamente propalan los pelagianos) en la


imitación de Adán, sino que es la falta y corrupción en la naturaleza de todo
hombre que es engendrado naturalmente de la estirpe de Adán; por esto el
hombre dista muchísimo de la rectitud original, y es por su misma naturaleza
inclinado al mal, de manera que la carne codicia siempre contra el Espíritu y,
por lo tanto, el pecado original en toda persona nacida en este mundo merece la
ira y la condenación de Dios. Esta infección de la naturaleza permanece aun en
los que son regenerados; por lo cual la concupiscencia de la carne, llamada en
griego φρόνημα σαρκός, (que unos interpretan como sabiduría, otros
sensualidad, algunos afecto y otros el deseo de la carne), no está sujeta a la Ley
de Dios; y aunque no hay condenación alguna para los que creen y son
bautizados, aún así el apóstol confiesa que la concupiscencia y la lujuria tienen
en si misma naturaleza de pecado.

X. Del libre albedrío.

La condición del hombre después de la caída de Adán es tal que no puede


convertirse ni prepararse con su propia fuerza natural y buenas obras a la fe e
invocación de Dios. Por lo tanto, no tenemos poder para hacer buenas obras que
sean gratas y aceptables a Dios, sin que la gracia de Dios por Cristo nos
prevenga, para que tengamos buena voluntad, y obre en nosotros, cuando
tenemos esa buena voluntad.

XI. De la justificación del Hombre.

Somos reputados justos delante de Dios solamente por el mérito de nuestro


Señor y Salvador Jesucristo, por la fe, y no por nuestras propias obras o
merecimientos. Por ello, el que seamos justificados únicamente por la fe es

3
Doctrina muy saludable y muy llena de consuelo, como más ampliamente se
expresa en la Homilía de la justificación.

XII. De las buenas obras.

Aunque las buenas obras, que son fruto de la fe y siguen a la justificación, no


pueden expiar nuestros pecados, ni soportar la severidad del juicio divino, son,
no obstante, agradables y aceptables a Dios en Cristo, y nacen necesariamente
de una verdadera y viva fe; de manera que por ellas la fe viva puede conocerse
tan evidentemente como se juzga al árbol por su fruto.

XIII. De las obras antes de la justificación.

Las obras hechas antes de la gracia de Cristo y la inspiración de su Espíritu no


son agradables a Dios, porque no nacen de la fe en Jesucristo, ni hacen a los
hombres dignos de recibir la gracia, ni (según dicen algunos autores
escolásticos) merecen la gracia de congruencia; antes bien, ya que no son hechas
como Dios ha querido y mandado que se hagan, no dudamos que tengan
naturaleza de pecado.

XIV. De las obras de supererogación.

Obras voluntarias no comprendidas en los mandamientos divinos, llamadas


obras de supererogación, no pueden enseñarse sin arrogancia e impiedad;
porque por ellas los hombres declaran que no solamente rinden a Dios todo
cuanto están obligados a hacer, sino que por su causa hacen más de lo que por
deber riguroso les es requerido; pero Cristo claramente dice: "Cuando hayan
hecho todas las cosas que se les han mandado, digan ‘Siervos inútiles somos’ ”.

XV. De Cristo, el único sin pecado.

Cristo en la realidad de nuestra naturaleza fue hecho semejante a nosotros en


todas las cosas excepto en el pecado, del cual fue enteramente exento, tanto en
su carne como en su espíritu. Vino para ser el Cordero sin mancha que, por el
sacrificio de sí mismo una vez hecho, quitase los pecados del mundo; y en él no
hubo pecado (como dice San Juan). Pero nosotros los demás hombres, aunque
bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, aún ofendemos en muchas cosas; y, si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos. Y la
verdad no está en nosotros.

XVI. Del pecado después del bautismo.

No todo pecado mortal voluntariamente cometido después del bautismo es


pecado contra el Espíritu Santo e irremisible. Por ello, no debe negarse la gracia
del arrepentimiento a los caídos en pecado después del bautismo. Después de
haber recibido el Espíritu Santo, podemos apartarnos de la gracia concedida y
caer en pecado, y por la gracia de Dios levantarnos de nuevo y enmendar
nuestras vidas. Por lo tanto, debe condenarse a los que dicen que ya no pueden
volver a pecar mientras vivan, o que niegan el poder del perdón a los que
verdaderamente se arrepienten.

4
XVII. De la predestinación y elección.

La predestinación a la vida es el eterno propósito de Dio s, quien (antes que


fuesen echados los cimientos del mundo), por su invariable consejo, a nosotros
oculto, decretó librar de maldición y condenación a los que él ha elegido en
Cristo de entre los hombres, y conducirles por Cristo a la salvación eterna, como
a vasos hechos para honrar. Por lo tanto, los que son agraciados con tan
excelente beneficio de Dios son llamados según su propósito por su Espíritu que
obra a debido tiempo; por la gracia obedecen el llamado; son justificados
libremente, son hechos hijo s de Dios por adopción, son hechos a la imagen de
su unigénito Hijo Jesucristo; viven religiosamente en buenas obras y
finalmente, por la misericordia de Dios, llegan a la felicidad eterna.

Así como la consideración piadosa de la predestinación y de nuestra elección en


Cristo está llena de un dulce, agradable e inefable consuelo para las personas
piadosas, que sienten en sí mismas la operación del Espíritu de Cristo,
mortificando las obras de la carne y sus miembros mortales, levantando su
ánimo a las cosas elevadas y celestiales, no sólo porque establece y confirma
grandemente su fe en la salvación eterna que han de gozar por medio de Cristo,
sino porque enciende fervientemente su amor hacia Dios; así también para las
personas indiscretas y carnales a quienes les falta el Espíritu de Cristo, el tener
continuamente delante de sus ojos la sentencia de la predestinación divina es un
precipicio muy peligroso, por el cual el diablo les impele a la desesperación o al
abandono a una vida totalmente impura, no menos peligrosa que la
desesperación.

Además, debemos recibir las promesas de Dios en la forma que nos son
generalmente establecidas en las Sagradas Escrituras, y en nuestros hechos
seguir la divina voluntad que nos ha sido expresamente declarada en la Palabra
de Dios.

XVIII. De obtener la salvación eterna sólo por el Nombre de Cristo.

Deben, asimismo, ser anatematizados los que se atreven a decir que todo
hombre será salvo por medio de la ley o la secta que profesa, con tal que sea
diligente en conformar su vida con aquella ley y con la luz de la naturaleza;
porque las Sagradas Escrituras nos manifiestan que solamente por el Nombre
de Jesucristo es que han de salvarse los hombres.

XIX. De la Iglesia.

La Iglesia visible de Cristo es una congregación de hombres fieles, en donde se


predica la pura Palabra de Dios, y se administran debidamente los sacramentos
conforme a la institución de Cristo, en todas las cosas que por necesidad se
requieren para los mismos.

Así como la Iglesia de Jerusalén, la de Alejandría y la de Antioquía han errado,


así también ha errado la Iglesia de Roma, no sólo en cuanto a su vida y forma de
ceremonias sino también en asuntos de fe.

XX. De la autoridad de la Iglesia.

5
La Iglesia tiene poder para decretar ritos o ceremonias, y autoridad en las
controversias de fe. Sin embargo, no es lícito que la Iglesia ordene cosa alguna
contraria a la Palabra Divina escrita, ni puede exponer una parte de las
Escrituras de modo que contradiga a otra. Por ello, aunque la Iglesia sea testigo
y custodio de los Libros Sagrados, así como no debe decretar nada en contra de
ellos, así tampoco debe obligar a creer cosa alguna que no se halle en ellos como
requisito para la salvación.

XXI. De la autoridad de los Concilios Generales.

No deben convocarse Concilios Generales sin mandamiento y voluntad de los


príncipes. Y al estar reunidos (ya que son una asamblea de hombres, en la que
no todos son gobernados por el Espíritu y la Palabra de Dios), pueden errar y a
veces han errado, aun en las cosas que son de Dios. Por lo tanto, aquellas cosas
ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no tienen fuerza ni
autoridad, salvo que se pueda afirmar que son tomadas de las Sagradas
Escrituras.

XXII. Del Purgatorio.

La doctrina romana concerniente al Purgatorio, indulgencias, veneración y


adoración, así como a las imágenes y reliquias, y la invocación de los santos es
una cosa fatua, vanamente inventada, que no se funda sobre ningún testimonio
de las Escrituras, más bien repugna a la Palabra de Dios.

XXIII. Del ministerio a la congregación.

No es lícito a hombre alguno tomar sobre sí el oficio de la predicación pública o


de la administración de los sacramentos a la congregación, sin ser antes
legítimamente llamado y enviado a ejecutarlo; y debemos considerar legalmente
llamados y enviados a los que son escogidos y llamados a esta obra por los
hombres que tienen autoridad pública, concedida en la congregación, para
llamar y enviar ministros a la viña del Señor.

XXIV. De hablar en la iglesia en el idioma que entienda el pueblo.

El decir oraciones públicas en la Iglesia o administrar los sacramentos en un


idioma que el pueblo no entiende es una cosa claramente repugnante a la
Palabra de Dios y a la costumbre de la Iglesia primitiva.

XXV. De los sacramentos.

Los sacramentos instituidos por Cristo no solamente son señales o pruebas de la


profesión de los cristianos, sino más bien son testimonios ciertos y signos
eficaces de la gracia y la buena voluntad de Dios hacia nosotros, por los cuales él
obra invisiblemente en nosotros, y no sólo aviva sino también fortalece y
confirma nuestra fe en él.

Dos son los sacramentos ordenados por nuestro Señor Jesucristo en el


Evangelio, a saber, el Bautismo y la Cena del Señor.

6
Aquellos cinco, comúnmente llamados sacramentos, es decir, la Confirmación,
la Penitencia, las Ordenes, el Matrimonio y la Extrema Unción, no deben
contarse como sacramentos del Evangelio, habiendo emanado en parte de una
imitación corrompida de los apóstoles, y en parte son estados de v ida
permitidos en las Escrituras, pero no tienen igual naturaleza de sacramentos
como la tienen el Bautismo y la Cena del Señor, porque carecen de algún signo
visible o ceremonia ordenada por Dios.

Los sacramentos no fueron instituidos por Cristo para ser contemplados o


llevados en procesión, sino para que hagamos debido uso de ellos; y sólo en
aquéllos que los reciben dignamente producen un efecto u operación saludable,
pero los que indignamente los reciben compran condenación para sí mismos,
como dice San Pablo.

XXVI. De que la indignidad de los ministros no impide la eficacia de


los sacramentos.

Aunque en la Iglesia visible los malvados están siempre mezclados con los
buenos, y algunas veces los malvados tienen autoridad superior en el ministerio
de la Palabra y de los sacramentos, no obstante, como no lo hacen en su propio
nombre sino en el de Cristo, ministran por medio de su comisión y autoridad, y
podemos aprovecharnos de su ministerio, oyendo la Palabra de Dios y
recibiendo los sacramentos. El efecto de la institución de Cristo no es eliminada
por su iniquidad, ni es disminuida la gracia de los dones divinos con respecto a
los que por fe reciben debidamente los sacramentos que se les ministran, los
cuales son eficaces, debido a la institución y promesa de Cristo, aunque sean
ministrados por hombres malvados.

Pertenece, sin embargo, a la disciplina de la Iglesia el que se averigüé sobre los


ministros indignos, y que sean acusados por los que tengan conocimiento de sus
ofensas; y que, finalmente, hallados culpables, sean depuestos por sentencia
justa.

XXVII. Del Bautismo.

El Bautismo no es solamente un signo de profesión y una seña de distinción por


la que se identifican a los cristianos de los no bautizados, sino también es un
signo de regeneración o renacimiento, por el cual, como por instrumento, los
que reciben debidamente el Bautismo son injertados en la Iglesia; las promesas
de la remisión de los pecados y de nuestra adopción como hijos de Dios por
medio del Espíritu Santo, son visiblemente señaladas y selladas; la fe es
confirmada y la gracia aumentada, por virtud de la oración a Dios.

El bautismo de los niños, como algo totalmente de acuerdo con la institución de


Cristo, debe conservarse de cualquier forma en la Iglesia.

XXVIII. De la Cena del Señor.

La Cena del Señor no es sólo un signo del mutuo amor que los cristianos deben
tener entre sí, sino, más bien, es un sacramento de nuestra redención por la

7
muerte de Cristo; de modo que para los que debida y dignamente, y con fe, lo
reciben, el Pan que partimos es una participación del Cuerpo de Cristo y, del
mismo modo, la Copa de bendición es una participación de la Sangre de Cristo.

La transubstanciación (o el cambio de la substancia del pan y del vino) en la


Cena del Señor no puede probarse por las Sagradas Escrituras; más bien
repugna a las sencillas palabras de las Escrituras, destruye la naturaleza de un
sacramento y ha dado ocasión a muchas supersticiones.

El Cuerpo de Cristo se da, se toma y se come en la Cena de un modo celestial y


espiritual únicamente, y el medio por el cual el Cuerpo de Cristo se recibe y se
come en la Cena, es la Fe.

El sacramento de la Cena del Señor no se reservaba, ni se llevaba en procesión,


ni se elevaba, ni se adoraba, por ordenanza de Cristo.

XXIX. De los impíos, que no comen el Cuerpo de Cristo al participar


de la Cena del Señor.

Los impíos y los que no tienen fe viva, aunque mastiquen carnal y visiblemente
con sus dientes (como dice San Agustín) el sacramento del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo, de ninguna manera son partícipes de Cristo; más bien, comen
y beben para su condenación el signo o sacramento de una cosa tan grande.

XXX. De las dos especies.

El cáliz del Señor no debe negarse a los laicos, puesto que ambas partes del
sacramento del Señor, por ordenanza y mandato de Cristo, deben ministrarse
por igual a todos los cristianos.

XXXI. De la única oblación de Cristo consumada en la cruz.

La oblación de Cristo, una vez hecha, es la perfecta redención, propiciación y


satisfacción por todos los pecados del mundo entero, tanto el original como los
actuales, y ninguna otra satisfacción hay por el pecado sino ésta únicamente.
Por tanto, los sacrificios de las Misas, en las que se decía comúnmente que el
presbítero ofrecía a Cristo en remisión de pena o culpa por los vivos y los
muertos, eran fábulas blasfemas y engaños peligrosos.

XXXII. Del matrimonio de los presbíteros.

Ningún precepto de la ley divina manda a los obispos, presbíteros y diáconos


vivir en el estado del celibato o abstenerse del matrimonio; por tanto, es lícito
que ellos, al igual que los demás cristianos, contraigan matrimonio a su propia
discreción, si considerasen que así les conviene mejor para la piedad.

XXXIII. De las personas excomulgadas y cómo deben evitarse.

La persona que, por denuncia pública de la Iglesia, es debidamente separada de


la unidad de la misma y excomulgada debe considerarse por todos los fieles
como pagano y publicano, hasta que, por medio de la penitencia, no fuera

8
públicamente reconciliada y recibida en la Iglesia por un juez con autoridad
competente.

XXXIV. De las tradiciones de la Iglesia.

No es necesario que las tradiciones y ceremonias sean en todo lugar las mismas
o totalmente parecidas, porque en todos los tiempos han sido distintas y pueden
cambiarse según la diversidad de los países, los tiempos y las costumbres, con
tal que en ellas nada se ordene contrario a la Palabra de Dios. Cualquiera que,
por su propio juicio, voluntaria e intencionalmente, quebrante abiertamente las
tradiciones y ceremonias de la Iglesia, cuando éstas no repugnen a la Palabra de
Dios y estén ordenadas y aprobadas por la autoridad común, debe ser
públicamente reprendido (para que otros teman hacer lo mismo), como quien
ofende contra el orden común de la Iglesia, perjudica la autoridad del
magistrado y vulnera la conciencia de los hermanos débiles.

Toda Iglesia particular o nacional tiene la facultad para ordenar, cambiar y


abolir las ceremonias o ritos eclesiásticos ordenados únicamente por la
autoridad del hombre, con tal de que todo se haga para su edificación.

XXXV. De las homilías.

El segundo libro de las homilías, cuyos distintos títulos hemos reunido al final
de este artículo, contiene una doctrina piadosa, saludable y necesaria para estos
tiempos, al igual que el anterior libro de las homilías publicado en tiempo de
Eduardo Sexto y, por tanto, juzgamos que deben ser leídas por los ministros
diligente y claramente en las iglesias, para que el pueblo las pueda entender.

1. Del recto uso de la Iglesia.


2. Contra el peligro de la idolatría.
3. De la reparación y limpieza de las Iglesias.
4. De las buenas obras; del ayuno en primer lugar.
5. Contra la glotonería y embriaguez.
6. Contra el lujo excesivo de vestido.
7. De la Oración.
8. Del lugar y tiempo de la Oración.
9. Que las Oraciones públicas y los Sacramentos deben ministrarse en
lengua conocida.
10. De la respetuosa estima de la Palabra de Dios.
11. Del dar limosna.
12. Del Nacimiento de Cristo.
13. De la Pasión de Cristo.
14. De la Resurrección de Cristo.
15. De la digna recepción del Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de
Cristo.
16. De los dones del Espíritu Santo.
17. Para los días de rogativa.
18. Del estado de matrimonio.
19. Del arrepentimiento.
20.Contra la ociosidad.
21. Contra la rebelión.

9
XXXVI. De la consagración de los obispos y ministros.

El libro de la consagración de arzobispos y obispos y de la ordenación de


presbíteros y diáconos, últimamente publicado en tiempo de Eduardo Sexto y
confirmado al mismo tiempo por autoridad del Parlamento, contiene todas las
cosas necesarias para dicha consagración y ordenación, y no contiene cosa
alguna que sea en sí supersticiosa o impía. Por tanto, decretamos que cualquiera
que sea consagrado u ordenado según los ritos de dicho libro, desde el segundo
año del antedicho Rey Eduardo hasta el presente, o que se consagre o se ordene
según dichos ritos, está debida, ordenada y legalmente consagrado y ordenado.

XXXVII. Del poder de los magistrados civiles.

La Majestad del Rey tiene el supremo poder en este Reino de Inglaterra y en sus
demás Dominios, y le pertenece el supremo gobierno de todos los estados de
este Reino, así eclesiásticos como civiles, y en todas las causas; y ni es, ni puede
ser sometida a ninguna jurisdicción extranjera.

Cuando atribuimos a la Majestad del Rey el supremo gobierno (títulos por los
cuales, según entendemos, se ofenden las mentes de algunos calumniadores), no
damos a nuestros príncipes la ministración de la Palabra de Dios ni de los
sacramentos, cosa que atestiguan también con toda claridad las ordenanzas
últimamente publicadas por nuestra Reina Isabel, sino aquella única
prerrogativa que entendemos ha sido siempre concedida a los príncipes
piadosos en las Sagradas Escrituras por Dios mismo, es decir, que deben
gobernar en todos los estados y grados que sean entregados por Dios a su cargo,
ya sean eclesiásticos o civiles, refrenando con la espada civil a los tercos y
malhechores.

El obispo de Roma no tiene ninguna jurisdicción en este Reino de Inglaterra.

Las leyes del Reino pueden castigar a los hombres cristianos con la pena de
muerte, por crímenes aborrecibles y graves.

Es lícito a los hombres cristianos, por orden del magistrado, tomar las armas y
servir en las guerras.

XXXVIII. De los bienes de los cristianos, que no son comunes.

Las riquezas y los bienes de los cristianos no son comunes en cuanto al derecho,
título y posesión, como falsamente se jactan ciertos Anabaptistas. No obstante,
todos deben dar liberalmente de lo que poseen a los pobres, según sus
posibilidades.

XXXIX. Del juramento del cristiano.

Así como confesamos que a los cristianos les está prohibido por nuestro Señor
Jesucristo y su apóstol Santiago el juramento vano y temerario, también
juzgamos que la religión cristiana de ningún modo prohíbe que juren cuando lo

10
exige el magistrado en causa de fe y caridad, con tal que se haga según la
doctrina del profeta, en justicia, en juicio y en verdad.

LA RATIFICACIÓN

Este libro de los sobredichos Artículos fue nuevamente aprobado y confirmado,


para ser tenido y ejecutado en el Reino, por el asenso y consentimiento de
nuestra Soberana Señora Isabel, por la Gracia de Dios Reina de la Inglaterra,
Francia e Irlanda, Defensora de la Fe, etc. Los cuales Artículos fueron
deliberadamente leídos, y de nuevo confirmados por la suscripción de mano de
los Arzobispos y Obispos de la Cámara Alta, y por todo el Clero de la Cámara
Baja en su Convocación, en el año de Nuestro Señor de 1571.

11

También podría gustarte