Artículos de La Religión Anglicana
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I. De la fe en la Santísima Trinidad.
Hay un solo Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, partes o pasiones, de
infinito poder, sabiduría y bondad; el creador y conservador de todas las cosas,
así visibles como invisibles. Y en la unidad de esta naturaleza divina hay tres
Personas de una misma substancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
II. Del Verbo o Hijo de Dios, que fue hecho verdadero hombre.
El Hijo, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, el
verdadero y eterno Dios, consubstancial al Padre, tomó la naturaleza humana en
el seno de la Bienaventurada Virgen, de su substancia; de modo que las dos
naturalezas enteras y perfectas, esto es, divina y humana, se unieron en una
Persona, para no ser jamás separadas, de lo que resultó un solo Cristo,
verdadero Dios y verdadero hombre; que verdaderamente padeció, fue
crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre, y para ser
sacrificio, no sólo por la culpa original, sino también por los pecados actuales de
los hombres.
Así como Cristo murió por nosotros y fue sepultado, también debemos creer que
descendió a los infiernos.
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es de una misma substancia,
majestad y gloria, con el Padre y con el Hijo, verdadero y eterno Dios.
Las Sagradas Escrituras contienen todas las cosas necesarias para la salvación;
de modo que cualquier cosa que no se lee en ellas, ni con ellas se prueba, no
debe exigirse de hombre alguno que la crea como artículo de fe, ni debe ser
tenida por requisito necesario para la salvación. Por las Sagradas Escrituras
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entendemos aquellos libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, de cuya
autoridad nunca hubo duda alguna en la Iglesia.
El Génesis
El Éxodo
Levítico
Números
Deuteronomio
Josué
Jueces
Ruth
El 1º Libro de Samuel
El 2º Libro de Samuel
El 1º Libro de los Reyes
El 2º Libro de los Reyes
El 1º Libro de las Crónicas
El 2º Libro de las Crónicas
El 1º Libro de Esdras
El 2º Libro de Esdras (Nehemías)
El Libro de Ester
El Libro de Job
Los Salmos
Los Proverbios
El Eclesiastés o Predicador
Los Cantares de Salomón
Los Cuatro Profetas Mayores (con Lamentaciones)
Los Doce Profetas Menores
Los otros libros (como dice san Jerónimo) los lee la Iglesia para ejemplo de vida
e instrucción de las costumbres; con todo, no los aplica para establecer doctrina
alguna. Tales son las siguientes:
El 3º Libro de Esdras
El 4º Libro de Esdras
El Libro de Tobías
El Libro de Judit
El Resto del libro de Ester
El Libro de la Sabiduría
Jesús el Hijo de Sirac
Baruc el Profeta
El Cántico de los tres Mancebos
La Historia de Susana
De Bel y el Dragón
La Oración de Manases
El 1º Libro de los Macabeos
El 2º Libro de los Macabeos
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Recibimos y contamos por canónicos todos los Libros del Nuevo Testamento
según son recibidos comúnmente.
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Doctrina muy saludable y muy llena de consuelo, como más ampliamente se
expresa en la Homilía de la justificación.
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XVII. De la predestinación y elección.
Además, debemos recibir las promesas de Dios en la forma que nos son
generalmente establecidas en las Sagradas Escrituras, y en nuestros hechos
seguir la divina voluntad que nos ha sido expresamente declarada en la Palabra
de Dios.
Deben, asimismo, ser anatematizados los que se atreven a decir que todo
hombre será salvo por medio de la ley o la secta que profesa, con tal que sea
diligente en conformar su vida con aquella ley y con la luz de la naturaleza;
porque las Sagradas Escrituras nos manifiestan que solamente por el Nombre
de Jesucristo es que han de salvarse los hombres.
XIX. De la Iglesia.
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La Iglesia tiene poder para decretar ritos o ceremonias, y autoridad en las
controversias de fe. Sin embargo, no es lícito que la Iglesia ordene cosa alguna
contraria a la Palabra Divina escrita, ni puede exponer una parte de las
Escrituras de modo que contradiga a otra. Por ello, aunque la Iglesia sea testigo
y custodio de los Libros Sagrados, así como no debe decretar nada en contra de
ellos, así tampoco debe obligar a creer cosa alguna que no se halle en ellos como
requisito para la salvación.
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Aquellos cinco, comúnmente llamados sacramentos, es decir, la Confirmación,
la Penitencia, las Ordenes, el Matrimonio y la Extrema Unción, no deben
contarse como sacramentos del Evangelio, habiendo emanado en parte de una
imitación corrompida de los apóstoles, y en parte son estados de v ida
permitidos en las Escrituras, pero no tienen igual naturaleza de sacramentos
como la tienen el Bautismo y la Cena del Señor, porque carecen de algún signo
visible o ceremonia ordenada por Dios.
Aunque en la Iglesia visible los malvados están siempre mezclados con los
buenos, y algunas veces los malvados tienen autoridad superior en el ministerio
de la Palabra y de los sacramentos, no obstante, como no lo hacen en su propio
nombre sino en el de Cristo, ministran por medio de su comisión y autoridad, y
podemos aprovecharnos de su ministerio, oyendo la Palabra de Dios y
recibiendo los sacramentos. El efecto de la institución de Cristo no es eliminada
por su iniquidad, ni es disminuida la gracia de los dones divinos con respecto a
los que por fe reciben debidamente los sacramentos que se les ministran, los
cuales son eficaces, debido a la institución y promesa de Cristo, aunque sean
ministrados por hombres malvados.
La Cena del Señor no es sólo un signo del mutuo amor que los cristianos deben
tener entre sí, sino, más bien, es un sacramento de nuestra redención por la
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muerte de Cristo; de modo que para los que debida y dignamente, y con fe, lo
reciben, el Pan que partimos es una participación del Cuerpo de Cristo y, del
mismo modo, la Copa de bendición es una participación de la Sangre de Cristo.
Los impíos y los que no tienen fe viva, aunque mastiquen carnal y visiblemente
con sus dientes (como dice San Agustín) el sacramento del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo, de ninguna manera son partícipes de Cristo; más bien, comen
y beben para su condenación el signo o sacramento de una cosa tan grande.
El cáliz del Señor no debe negarse a los laicos, puesto que ambas partes del
sacramento del Señor, por ordenanza y mandato de Cristo, deben ministrarse
por igual a todos los cristianos.
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públicamente reconciliada y recibida en la Iglesia por un juez con autoridad
competente.
No es necesario que las tradiciones y ceremonias sean en todo lugar las mismas
o totalmente parecidas, porque en todos los tiempos han sido distintas y pueden
cambiarse según la diversidad de los países, los tiempos y las costumbres, con
tal que en ellas nada se ordene contrario a la Palabra de Dios. Cualquiera que,
por su propio juicio, voluntaria e intencionalmente, quebrante abiertamente las
tradiciones y ceremonias de la Iglesia, cuando éstas no repugnen a la Palabra de
Dios y estén ordenadas y aprobadas por la autoridad común, debe ser
públicamente reprendido (para que otros teman hacer lo mismo), como quien
ofende contra el orden común de la Iglesia, perjudica la autoridad del
magistrado y vulnera la conciencia de los hermanos débiles.
El segundo libro de las homilías, cuyos distintos títulos hemos reunido al final
de este artículo, contiene una doctrina piadosa, saludable y necesaria para estos
tiempos, al igual que el anterior libro de las homilías publicado en tiempo de
Eduardo Sexto y, por tanto, juzgamos que deben ser leídas por los ministros
diligente y claramente en las iglesias, para que el pueblo las pueda entender.
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XXXVI. De la consagración de los obispos y ministros.
La Majestad del Rey tiene el supremo poder en este Reino de Inglaterra y en sus
demás Dominios, y le pertenece el supremo gobierno de todos los estados de
este Reino, así eclesiásticos como civiles, y en todas las causas; y ni es, ni puede
ser sometida a ninguna jurisdicción extranjera.
Cuando atribuimos a la Majestad del Rey el supremo gobierno (títulos por los
cuales, según entendemos, se ofenden las mentes de algunos calumniadores), no
damos a nuestros príncipes la ministración de la Palabra de Dios ni de los
sacramentos, cosa que atestiguan también con toda claridad las ordenanzas
últimamente publicadas por nuestra Reina Isabel, sino aquella única
prerrogativa que entendemos ha sido siempre concedida a los príncipes
piadosos en las Sagradas Escrituras por Dios mismo, es decir, que deben
gobernar en todos los estados y grados que sean entregados por Dios a su cargo,
ya sean eclesiásticos o civiles, refrenando con la espada civil a los tercos y
malhechores.
Las leyes del Reino pueden castigar a los hombres cristianos con la pena de
muerte, por crímenes aborrecibles y graves.
Es lícito a los hombres cristianos, por orden del magistrado, tomar las armas y
servir en las guerras.
Las riquezas y los bienes de los cristianos no son comunes en cuanto al derecho,
título y posesión, como falsamente se jactan ciertos Anabaptistas. No obstante,
todos deben dar liberalmente de lo que poseen a los pobres, según sus
posibilidades.
Así como confesamos que a los cristianos les está prohibido por nuestro Señor
Jesucristo y su apóstol Santiago el juramento vano y temerario, también
juzgamos que la religión cristiana de ningún modo prohíbe que juren cuando lo
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exige el magistrado en causa de fe y caridad, con tal que se haga según la
doctrina del profeta, en justicia, en juicio y en verdad.
LA RATIFICACIÓN
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